Post on 03-Sep-2018
Leonardo Rengifo Espinosa
El Chat
De Las Jirafas TímidasNovela infantil
Para lectores desde quinto grado de Básica Primaria
Cali, ColombiaSeptiembre 2017
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Presentación
Estimado lector:
Juan José Arboleda, el protagonista de esta novela, es un niño jirafa,
nació en una familia de jirafas, cada uno nace así, donde le toca. Es un
tímido hijo único que solamente sabe conversar con su madre. De esa
manera tarda en hacer amigos, en comprender las reglas formales de
los juegos y los deportes, no se acomoda fácil, no se integra a los
grupos. Al resultarle difíciles, esas carencias se convierten en sus
metas, pero todo es demasiado confuso, parece imposible.
Comprende, no obstante, la relación con la educación, taller de jardín
donde consigue amigos y se enamora por primera vez. Y en ese
entorno, apoyado en el deporte, enfrenta sus primeros monstruos,
supera sus dificultades infantiles, desarrolla sus talentos y consigue las
metas que se propone a nivel deportivo, social y cultural. Para concluir,
al final, que sus temores eran sólo inventos de su imaginación,
realmente él nunca tuvo problemas, era cuestión de tiempo.
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Solitario entre la multitudAquella tarde de domingo, casi todos los vecinos de Las
Orquídeas y de los barrios próximos estaban reunidos en el Parque
Polideportivo Los Rosales. Con una mezcla de alegría y ansiedad
presenciaban la final de fútbol que se disputaban los equipos de los
Tigres Indomables y los Leones de la Montaña. Era una tarde de
diciembre, soleada y calurosa, el verde claro, liso y uniforme de la
grama de la cancha contrastaba con el verde oscuro, y los tonos
naranja, rosados, morados y amarillos de la selva que se veía sobre los
muros del parque.
Jugaban los mejores equipos del torneo infantil, nadie lo ponía en
duda, y si ambos contaban con fanaticadas numerosas y entusiastas,
en la opinión general cualquiera de los dos podía ganar el campeonato
sin que nadie se diera por ofendido. Sin embargo, aunque las dos
escuadras se entregaron a fondo durante todo el partido, en los relojes
de los espectadores quedaban sólo cinco minutos y el marcador seguía
cero a cero. La tensión emocional pesaba en el ánimo de los hinchas
como un bloque de concreto.
Ambos contendores aspiraban al triunfo, era innegable, algunos
hinchas con los puños en alto gritaban enloquecidos, pero seguía
marchando el reloj y hasta el último minuto persistía el empate. El
ánimo decayó. Entre el público se instaló un fatídico silencio, que se
rompía, sin embargo, ante el más ínfimo avance de los delanteros; el
entusiasmo de los espectadores renacía entonces y subía de tono, en
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ciertos casos hasta convertirse en angustia y zozobra. Los grupos de
amigos aventuraban pronósticos apasionados.
Ya se aceptaba que con ese marcador acabaría el encuentro,
teniendo que definirse el campeonato por tiros penaltis, pero, de pronto,
terminando los dos minutos adicionales que concedió el árbitro, en el
último segundo, justo antes del pitazo final, los Tigres Indomables
anotaron el gol. Aplicaban un sólido ataque sobre el arco, abundaban
las gambetas, los cabezazos y las atajadas del arquero, el público
gritaba enardecido. Y entonces, desde la punta derecha, Tulio Torres
hizo un pase preciso hacia el margen izquierdo, a Víctor Hugo, el más
temido delantero, el más feroz atacante del campeonato.
A pocos metros del arco, soltando un gran rugido con el vozarrón
nuevo que tenía, Víctor Hugo paró el balón con el pecho, lo bajó con
elegancia por el muslo derecho y asestó un explosivo remate con el
guayo izquierdo. Todos los leones saltaron buscando el cabezazo. Tras
una prolongada exclamación, un gran silencio creció en el parque y los
presentes vieron que Leonel Rojas, el arquero, que aguantaba la
tremenda presión sin perder jugada, voló como un ave desde un vertical
hasta el otro, mas de nada sirvió: el balón rastrero se incrustó en la red
con una sacudida que estremeció al barrio.
“¡Gol!”, gritó una voz, tras el gran silencio.
“¡Gol, gol, gol, gol! ¡Gooolazo de Víctor Hugo!”, secundó otro
hincha de los Tigres Indomables, imitando a los comentaristas
deportivos de la radio y la TV.
Estallaron aplausos y gritos de júbilo, por un lado, y por el otro,
los tristes lamentos, los aullidos y lágrimas de la derrota. No había nada
que hacer, no quedaba tiempo para los Leones de la Montaña.
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Acto seguido, se escuchó el pito del árbitro y se acabó el juego.
Siguieron los abrazos de los futbolistas, el intercambio de camisetas.
Los Tigres Indomables saltaban y reían sacudiendo al aire las franelas
beige con mangas rojas empapadas en sudor de sus contendores,
mientras los Leones de la Montaña paseaban sobre el césped las
camisetas a rayas negras y anaranjadas de los nuevos campeones.
Los seguidores de ambos equipos, los corresponsales de los
periódicos de los colegios, la Junta de Acción Comunal, profesores y
familiares, se volcaron sobre la cancha y los triunfadores dieron la
vuelta olímpica, con Víctor Hugo a la cabeza. Llevaba en alto, como una
bandera, la copa del torneo.
Acabado el espectáculo, los asistentes en masa dejaron el
parque, la mayoría iba feliz. Aunque los Leones de la Montaña
perdieron el partido, quedaron subcampeones; entre quince equipos
que empezaron la competencia, era razón de sobra para la alegría y la
fiesta. Los grupos de amigos hacían comentarios expertos: ¿Sí vieron el
tiro libre del minuto diez? ¡No, por Dios, es que no entró por un pelito!
¡Es que Leoncio “El Artillero” sabe mucho de eso!, ¡le pega como un
crack! ¿Y qué tal el tiro de esquina de Tulio empezando el segundo
tiempo? ¡Si hubiera entrado habría sido un gol olímpico!
A la salida y las afueras del parque se derramaba una avalancha
de hinchas entusiastas, grupos de amigos fanáticos que planeaban
reunirse aquí y allá para celebrar y seguir comentando los incidentes
del partido y el campeonato.
Pero, ignorado por la felicidad masiva, aislado y solitario entre la
festiva multitud, Juan José, un niño tímido de una familia de jirafas que
vivía cerca, escuchaba en silencio la alegría general. Era hincha de los
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Tigres Indomables y, como siempre que iba a ver jugar al equipo, vestía
la camiseta a rayas verticales negras y anaranjadas.
Comprendía el entusiasmo de los hinchas, se reía y quería gritar
a todo pulmón, sin llegar a hacerlo. Compartía la alegría de la victoria,
pero solo, en su corazón. Aunque hacía casi un año que iba al parque
sin la compañía de sus padres, no tenía amigos, era corto de palabras.
Se angustiaba cuando otros niños le proponían conversación, y no
quería seguir así el resto de su vida, su deseo más grande era poder
compartir con los demás.
Sufría defectos que no lograba superar, aunque se esforzara en
hacerlo. Sólo podía conversar libremente en la intimidad de su hogar,
con sus padres. Vivían en una casa pequeña, muy bonita, en la parte
alta del barrio Las Orquídeas. Era hijo único y sus padres le decían que
un día de estos le traerían un hermanito. Su mamá se llamaba
Margarita. Tenía los ojos color miel, el olor de las flores y el nombre
más hermoso del mundo. Las margaritas eran unas florecitas muy
lindas, unas blancas y otras amarillas, que crecían junto a las plantas
de la selva, entre los matorrales, a los bordes de los caminos: el mundo
era un bosque lleno de margaritas.
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El poder de las palabrasLa conversación más dulce y fácil la sostenía con su
madre: Juan José había aprendido unos trucos para hacer que ella le
hablara sin parar. Por ejemplo, le hacía la pregunta: “¿qué es esto?”, y
su mamá lo miraba a los ojos, sonriendo, y le decía cantidades de
palabras sonoras y misteriosas que él poco a poco iba comprendiendo.
Conversando con ella en la cocina supo lo que eran una olla de
presión, una licuadora, un rayador de zanahoria, la tabla de picar. Había
una magia en las palabras que Juan José quería dominar. Siempre que
fue posible, aprovechó para hacer hablar a Margarita, señalando alguna
cosa con el dedo y haciendo su pregunta. Hasta el día en que
reconoció, con algo de tristeza, que le estaba colmando la paciencia
con su preguntadera: en una oportunidad, cuando en la casa se le
acabaron los objetos por señalar, Margarita se enojó y le dio un regaño.
Él había señalado un bolígrafo del papá e hizo su pregunta; su
mamá lo miró sin sonreír, con el ceño fruncido, y le gritó: “¡Eh, pero si
ya te lo he explicado varias veces!”. Hasta ahí llegó ese asunto, aquella
pregunta perdió su poder. Pero la pérdida fue temporal, pues pronto
encontró otra: “¿Y por qué?”. La escuchó de los propios labios de
Margarita, una mañana de domingo en que su papá se disponía a salir.
Edilberto, su papá, era un señor alto y serio, que entre semana
salía para el trabajo vistiendo muy elegante, de saco y corbata, con un
grueso nudo que le exigía su largo cuello, con zapatos relucientes y
portafolio de cuero. Los sábados y domingos permanecía en la casa, en
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ropa deportiva, mirando la televisión, leyendo sus libros y periódicos o
escribiendo en su libreta de apuntes.
Ese domingo en la mañana, contrario a su costumbre, se dispuso
a salir vestido con un pantalón beige, camisa blanca y chaqueta azul,
con sombrero pero sin corbata ni portafolio. Margarita le preguntó: “¿Y
por qué?”, y el papá le soltó un montón de palabras sonoras y
armoniosas mezcladas con miradas dulces y besos cariñosos. A Juan
José le gustó la escena. La nueva pregunta tenía su propia magia, se la
grabó en la memoria y comenzó a usarla.
Desde entonces, cuando la mamá le ordenaba: “Recoge tus
juguetes, termínate ese chocolate, cepíllate los dientes”, él aprovechaba
las pausas de su respiración para preguntarle: “¿Y por qué?”. La mamá
le daba entonces largas explicaciones: “Porque a los juguetes no les
gusta vivir en el desorden; porque el chocolate nos da energía para vivir
sanos y fuertes; porque si te dejas los dientes sucios se te van a
enfermar y te van a doler muchísimo”. Aquella pregunta tenía su propia
magia, aunque a largo plazo tampoco funcionó como él esperaba.
A veces, la explicación llegaba salpicada de miradas dulces y
besos cariñosos. En otras ocasiones era sólo una retahíla seca y
monótona. Hubo incluso momentos en que ella escuchó la pregunta
como si nada y se limitó a decir, sin mirarlo siquiera: “Porque sí”, o
“porque así es”, o “¡Porque yo dije!”.
La cosa no marchaba bien del todo para Juan José; esos
cambios bruscos en las respuestas de su madre lo llenaban de tristeza
y ansiedad. Pero el día en que su papá lo llevó a conocer el Parque
Polideportivo Los Rosales le cambió la vida. Fue un sábado por la tarde
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cuando Edilberto le puso una gorra de colores en la cabeza, lo tomó de
la mano, y le dijo: “Ven, Juan José, vamos al parque a jugar”.
El parque era un lugar maravilloso, una extensión casi infinita
llena de sitios interesantes con aparatos para jugar. Seguramente, tomó
el nombre de los hermosos rosales que había en el jardín de la entrada.
El suelo estaba cubierto de suave y mullida grama. Su papá lo llevó a
reconocer cada rincón del parque: el espacio dedicado al juego de los
niños, con carruseles, columpios, toboganes, laberintos y canchas de
microfútbol; más allá, las canchas de fútbol, baloncesto, tenis y voleibol
para los adultos; y en otro espacio muy concurrido, cercado con mallas
de alambre, piscinas grandes y pequeñas.
Juntos caminaron por el parque hasta cansarse. El niño se
aventuró a correr sobre la hierba y, a pesar de sufrir algunas caídas, no
lloraba, al contrario, se levantaba de un salto entre risas de alegría.
Cuando llegaron a los juegos, el papá le enseñó a balancearse en los
columpios, a deslizarse por los toboganes, a dar vueltas en los
carruseles sin caerse. Y así, pasaron una tarde inolvidable que terminó
en una emocionante conversación con su mamá antes de irse a dormir:
—Si vieras, mamá —contaba el niño—, el columpio era como
estar volando; parecía difícil, al comienzo, pero en verdad era fácil: para
avanzar hacia adelante se estiran con fuerza los pies hacia el frente, y,
para devolverse, se encogen hacia atrás.
— ¿Sí?, y ¿qué más viste por allá? —preguntó la madre.
Margarita ya conocía el parque, y hablaron largamente de los
columpios y los toboganes, las canchas y las piscinas, el sol tan
amarillo, pero ella no había visto ese caracol transparente con rayas
verdes que subía por el tronco de aquel árbol, ni aquella mariposa que
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miró a Juan José fijamente, ni al payaso que hacía piruetas con pelotas
y sombreros en el quiosco.
De esa manera, Juan José descubría el parque y comunicaba
sus emociones a su madre. De cada visita le hacía un recuento a
Margarita, y la conversación tomó un ritmo y un sentido. El parque, a
pocas cuadras de la casa, había capturado su atención. Allí se
encontraba libre y tranquilo: corría, jugaba, daba cortos gritos de júbilo,
casi olvidaba su inseguridad, su temor para hablar con los demás. Su
papá lo llevaba los sábados y domingos, unas veces por la mañana, y
otras, por la tarde, y sostenían largas conversaciones sobre los
secretos del deporte: los reglamentos, las jugadas, el arbitraje, las
figuras sobresalientes.
Un domingo, Juan José comenzó a reconocer que unos lugares
le interesaban más que otros. Sus padres lo llevaron a la piscina para
niños, pero se avergonzó al verse en público con la pantaloneta de
baño, sin camisa. Además, el agua era un animal extraño, transparente,
sin forma, que trataba de atraparlo y cubrirlo por completo, y le dio
miedo. Con sus fuertes y flexibles patas, con su largo y poderoso cuello
que le concedía gran ventaja en estatura, comprendió que prefería las
carreras y el fútbol.
Con el ejercicio se volvió un niño fuerte y ágil. Aprendió a
colgarse de los pasamanos de tubos metálicos, a trepar por muros de
piedra, a patear la pelota y se especializó en lanzar tiros de cabeza,
aprovechando la ventajosa longitud de su cuello. Apostaba carreras con
el papá y siempre le ganaba. Jugaban partidos de futbolito y unas veces
quedaban empatados, otras ganaba el papá, y otras, ganaba él. Los
domingos observaban los partidos del torneo.
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Entre semana, obligaba a Margarita a llevarlo al parque. En las
tardes, cuando la veía desocupada, la cogía por su cuenta con el
sonsonete de:
—Mamá, llévame al parque; mamá, llévame al parque; mamá…
Cuando le quedaba un rato libre, pues en la casa había mucho
que hacer, ella se cambiaba de ropa, se ponía una sudadera, o el
vestido azul celeste o el amarillo, y con sombrero para evitar el sol, lo
acompañaba al parque. Lo ayudaba en los columpios, en los toboganes
y los carruseles, jugaban juntos a la pelota.
Algunos sábados y domingos iban al parque los tres: Juan José,
Edilberto y Margarita. Entonces todo era más divertido: se pasaban la
pelota con las manos o pateándola, jugaban fútbol, apostaban carreras.
Margarita resultó ser la corredora más veloz, les ganaba siempre. Y lo
mejor era que, de regreso a la casa, almorzaban en la cafetería y
comían helados.
Un domingo lo dejaron ir solo al parque, y desde entonces ganó
esa pequeña libertad, aunque lo siguieron acompañando algunas
veces. Con los recuerdos de ese lugar maravilloso, de los partidos de
fútbol, los uniformes de los equipos, los goles de Víctor Hugo, la mente
del niño jirafa se abría y alborozaba, un sentimiento feliz le crecía por
dentro. Pero luego, tal vez por el hábito, volvía a caer en un pozo
oscuro de ansiedad y aislamiento.
En el parque todos se divertían, y sin embargo, una cosa le
parecía extraña: a veces, Víctor Hugo estaba jugando un futbolito
normal, como todas las tardes, cuando llegaba su papá y lo llamaba,
enojado. Gritaba que lo había mandado era para la tienda a hacer un
mandado, y lo perseguía corriendo por todo el parque. Juan José nunca
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se había visto en una situación semejante, y no podía comprender esos
problemas. La primera vez que vio esa escena, no lo podía creer, nunca
imaginó que alguien pudiera sentirse a disgusto con un goleador como
Víctor Hugo. Y menos el papá, que debería ser el primero en sentirse
orgulloso. Cuando presenciaba el caso pensaba contárselo a su mamá,
pero luego, hablando con ella, lo olvidaba.
Margarita pensaba que la nueva actividad caía bien: el niño
crecía fuerte y sano, su mente se despertaba, se había vuelto muy
organizado con sus objetos personales, al punto que pasaba ratos
largos arreglando su cuarto, lleno de pantalonetas y camisetas
deportivas, zapatillas de lona y gorras de colores que le regalaba su
papá. Tras mucho pedírselo, en un cumpleaños le regaló un balón de
fútbol pequeño, para su tamaño, pero de cuero y con costuras que se
veían, no como las pelotas de caucho que ya le parecían feas.
Sus experiencias en el parque le dieron a Juan José tanto para
conversar con su mamá que dejó de hacerle sus preguntas mágicas.
No volvió a repetir ni “¿qué es esto?”, ni “¿por qué?”, salvo cuando era
necesario. Tampoco entendió la explicación de Margarita sobre la
conducta del padre de Víctor Hugo: “Ese muchacho es muy
desobediente”, dijo ella, cuando le contó las ocasiones en que el papá
de Víctor Hugo llegaba al parque a interrumpir su juego, lo regañaba a
rugido pelado y lo correteaba furioso por el parque. Para Juan José el
niño tigre no era desobediente, era el mejor jugador del mundo, tenía
que entrenar, no podía abandonar la práctica.
Un buen día, Juan le contó a su mamá que tenía amigos, porque
en el parque, cuando llevaba el balón, a su alrededor se formaban
grupos de cachorros de todas las especies que hacían equipos para
jugar fútbol. Las primeras veces le permitieron jugar, pero luego lo
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dejaron de suplente porque él no lo hacía bien. Lo gritaban mucho y
para evitar problemas optaron por pedirle que no jugara, que apenas los
mirara desde afuera de la cancha y tratara de aprender. Los observó
con atención, pero no entendió lo que decían; trató de preguntarles,
pero ellos no le prestaban atención. Hasta que, una tarde lluviosa,
cansado de ver como los otros cachorros lo relegaban, cuando arreció
el aguacero dejó el parque a toda carrera, ni se acordó del balón, y no
lo volvió a ver.
Días después lo echó de menos. Le preguntó a Margarita si lo
había visto, lo buscaron por toda la casa, pero no apareció. Ella opinó
que tal vez se lo habían robado sin que él se diera cuenta. Tal vez Juan
José nunca lo supo, pero en verdad, al huir de la lluvia, un niño
cocodrilo que vagaba sin control por el barrio aprovechó para llevarse el
balón, al que ya le tenía bastantes ganas. Cuando Juan José le pidió a
su papá que le regalara otro igual, él dijo que no, que después, porque
Juan todavía no tenía juicio. Y así quedaron las cosas: volvió a llevar al
parque sus pelotas de caucho, pero los otros cachorros no se animaban
a jugar con él. Entonces le llegó la época de estudiar, y lo matricularon
en el Colegio Griseldo Ciruelo.
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Un famoso caso de psicología
El colegio era un edificio grande, de dos plantas, lleno de
salones de clase y oficinas. En los primeros días de su vida de
estudiante Juan José no se atrevió a recorrer el colegio, lo
atemorizaban un halo misterioso en las oficinas, la longitud casi infinita
de los corredores, la multitud de niños. No fue sino hasta la segunda
semana de clases que comenzó a explorarlo, con la misma curiosidad
con que antes había investigado el misterio de las palabras. Fue
durante una clase de educación física. El colegio no tenía solamente
salones de clase y oficinas.
También tenía una zona verde muy amplia, con árboles, prados
como en el parque, y canchas de fútbol, baloncesto y voleibol. Una
pared y una puerta separaban las canchas de las aulas. En cada salón
de clase había una profesora con un grupo de niños. Y se vestía de
uniforme: los niños, pantalón corto, azul turquí, camisa blanca y, para
pintar con los pinceles, delantal de cuadros de colores claros; las
maestras y las niñas vestían faldas, blusas y también delantal, con los
mismos colores. Juan José Arboleda era el niño más alto de su clase, y
por esa razón los compañeros traviesos le hicieron bromas.
Le decían, entre otras burlas, que por ser tan grande necesitaba
dos nombres, que iba a crecer tan alto que lo atropellarían los aviones,
que la mamá le tendría que disparar la comida con cauchera. Él no
sabía si enojarse o reír. En los recreos, todos los estudiantes salían al
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comedor al mismo tiempo. El comedor quedaba en la zona verde, en un
rincón sombreado por frondosos árboles; las sillas y las mesas eran de
madera y estaban clavadas en el suelo. Para comer se juntaban los
pequeños de preescolar con los grandes de primaria, lo que a veces
ocasionaba problemas, como el robo de dinero o el saqueo de
loncheras. Varias profesoras vigilaban la hora de la merienda, aunque a
veces se alejaban o se distraían mirando para otro lado.
En esos breves momentos, grupos de alumnos grandes
aprovechaban para acercarse a las mesas de los pequeños, y si veían
algún bocado tentador, un trozo de carne guisada o un pastelillo,
poniendo la mirada dura y el gesto huraño lo tomaban y echaban a
correr. De esa forma, en varias ocasiones Juan José tuvo que soportar
que le saquearan su lonchera.
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Cuando se lo contó a su mamá, ella le aconsejó que en el
comedor se ubicara cerca de alguna profesora, y comiera rápido, sin
pausas, antes de que llegaran los posibles asaltantes. Él siguió esos
consejos, pero la situación no mejoró mucho que digamos. Sin
embargo, tenía que estudiar y se resignó a las dificultades. Observó
que otros niños y niñas formaban grupos para defenderse de los
ladrones, pero debido a su timidez seguía viviendo en aislamiento y no
se le facilitaban las cosas.
Una mañana, después del recreo, por estarse cuidando de los
otros niños se olvidó de ir al baño y tuvo un tremendo problema. Ya en
clase, sintió la necesidad urgente de orinar, pero estaba más tímido que
nunca y le dio pena pedir permiso. Ya entendía que debía levantar la
mano para llamar a la profesora, pero no pudo decidirse a tiempo y,
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mientras lo pensaba, la naturaleza hizo lo suyo. Sin quererlo, sintió
como si alguien abriera un grifo en sus pantalones y el chorro de orina
caliente le bajó por el muslo, mojándole el uniforme y la banca del
pupitre hasta llegar al piso.
Y más se demoró el chorrito de agua amarilla en caer al piso que
los compañeros en armar su escándalo. Una niña se quejó del olor:
“¡Uy, qué horror, Juan se orinó en el puesto!”, y en seguida se formó el
coro. Las risas y rechiflas de los más próximos, primero, y de todo el
salón, después. Juan soltó el llanto. Para empeorar las cosas, la
profesora fue a mirarlo, husmeó por el piso, y puso cara de: “¡Ajá, te
pillé!”, regañó a los niños gritones, sin conseguir callarlos, y lo tomó de
la mano, lo sacó del salón y lo llevó al baño.
Mientras él lloraba, la profesora auxiliar le cambió su uniforme
por otra ropa que apareció por allí, lo ayudó a calmarse con palabras
suaves y lo llevó hasta una salita donde lo dejó sentado, bajo la mirada
ocasional de una señorita que escribía en un computador. El aparato le
encantó porque su pantalla despedía luces multicolores, un espectáculo
muy bonito. La señorita movía las manos haciendo algo que él no podía
ver. Quiso acercarse al escritorio para mirar mejor, pero le dio pena.
Volvió la maestra, le preguntó si quería regresar al salón y él se negó.
Entonces llegó su mamá y se lo llevó para la casa.
El problema no paró ahí, porque los compañeros seguían
burlándose de él, y a los pocos días le tocó asistir a una cita con la
psicóloga. Una secretaria lo buscó en el salón de clase y lo llevó hasta
la puerta del consultorio. La psicóloga estaba ocupada con otro caso y a
Juan José le tocó esperar en una silla junto a la puerta. A los pocos
minutos ésta se abrió y salió uno de los asaltantes del recreo, uno de
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los niños que le robaba la lonchera. Una gigantesca tenaza de terror
paralizó cada músculo de Juan José.
El asaltante era un alumno de primaria con un aspecto muy
llamativo: el cuerpo grande y robusto hacía que el uniforme le apretara
en las piernas demasiado cortas, en las axilas y el pecho. Tenía la piel
de la cara y los brazos cuarteada como corteza de árbol, los ojos
grandes, verdes, maliciosos, y una boca larga y ancha llena de afilados
colmillos. Luego sabría que era un niño cocodrilo y se llamaba Raúl.
Se metía en muchos problemas, era un famoso caso de
psicología. Raúl salió sonriendo del consultorio, miró a Juan José con
ojos burlones, y le dijo:
—Hola, jirafita, ¿con que te measte en los pantalones, no? Ahora
verás: la psicóloga te va a expulsar de este colegio, por cochino.
Juan empezaba a comprender los detalles puntillosos de la
convivencia y no confiaba en aquel niño malvado, pero aun así, por un
momento creyó en la posible expulsión. Su mamá le había explicado
que la psicóloga era una doctora que le ayudaría a superar sus
dificultades, y sin embargo... Esa figura imponente de cocodrilo,
aquellos ojos malvados, ese montón de colmillos, lo hundieron en el
terror más frío y oscuro que pudiera recordar. Para su alivio, la
psicóloga salió hasta la puerta y Raúl corrió travieso por el pasillo
soltando una risotada.
La psicóloga fue muy amable y cariñosa. Se trataba de una joven
avestruz, alta y simpática, llamada Lolita. Conversaron en un sofá. Ella
le explicó que, para un niño como él, no era un gran problema orinarse
alguna vez en el salón de clase; que él no debería darle importancia a
las burlas y los gritos de los otros chicos; que esos mismos compañeros
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que se rieron de él, ya antes se habían orinado también en el salón y
nada malo había pasado por eso.
Terminada la charla, la psicóloga lo sentó ante una mesita, le dio
papel y lápices de colores, y le pidió que hiciera un dibujo con tema
libre, que pintara cualquier cosa que él quisiera. Durante algunos
minutos su mente quedó en blanco. Por nada del mundo se iba a
dibujar a sí mismo orinándose en los pantalones, aunque sospechó que
eso quería la psicóloga. Para salir del apuro se dibujó con su mamá,
caminando tomados de la mano por una inmensa llanura llena de
margaritas.
Sudó un rato con el tal dibujo libre, pero al final Lolita quedó
satisfecha y le dijo que estaba bien, sólo debería tener cuidado con los
momentos en que alguna necesidad lo obligara a ir al baño; la llamó
“necesidad fisiológica”, y dijo que esos asuntos no permitían
aplazamientos; también dijo que le convendría tener algún amigo; por lo
demás, no había problema. Y claro, así sería para ella, que ya era
adulta, psicóloga y todo eso, pero a él aquella cita le pareció una cosa
muy seria. Y con el asunto del dibujo libre se la puso bien difícil.
En las clases era igual: el estudio le resultaba arduo, complicado.
Casi no entendía las instrucciones ni las explicaciones de la profesora,
y si pedía aclaraciones, sus preguntas despertaban las burlas de los
demás: “Por vivir allá arriba tiene las ideas en el otro mundo”, gritaban;
o, “se le congeló la inteligencia”; o, “profesora, déjelo usar la gorra en el
salón para que se le caliente la cabeza y prenda el motor”.
A pesar de las dificultades se fue adaptando al estudio, aprendió
a escuchar los chistes y burlas sobre su estatura o su torpeza sin
preocuparse demasiado, en algunos momentos la pasó bien. El
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deporte, la educación física, por el tiempo que pasaban al aire libre en
las canchas fue lo que más le sirvió en su proceso de adaptación. Se
aficionó al fútbol, aunque no lo entendía del todo. Desde el comienzo,
relacionó las canchas con el Parque Polideportivo Los Rosales, el
césped tan verde, suave y mullido, los equipos jugando, las gambetas
mágicas de Víctor Hugo, que estudiaba en el mismo colegio, sus
tremendos disparos al arco que nadie podía detener.
Estudiaba toda la semana pensando en las canchas, se
esforzaba cuanto podía por entender a las maestras, soportaba lo que
fuera, pues el viernes tocaba educación física. En las canchas se sentía
libre, amplio, suelto, podía respirar hondo, tomar aire. Corría, daba
saltos y gritos de júbilo. En las canchas los alumnos pequeños lo
saludaban, le sonreían, le hacían buenos chistes, y los fastidiosos
prácticamente desaparecían, se olvidaban de hostigarlo ocupados por
la actividad física.
Los grupos de primaria tenían equipos organizados. En las
clases de educación física hacían entrenamientos y a veces jugaban
partidos, con árbitro, uniformes de colores y redes de piola en las
porterías.
A Juan José le gustaba observar los entrenamientos y los
partidos de fútbol, entre otras cosas porque los uniformes de los
equipos eran muy llamativos y le emocionaban las carreras de los
jugadores. Su atención se concentraba por completo cuando un par de
contrincantes disputaba el balón. Lo mejor eran los goles, por supuesto.
Sin importar cuál equipo anotara, un buen gol le arreglaba el día. Era su
pesar que los salones de preescolar no tuvieran equipo de fútbol, le
gustaría ser un buen delantero, un gran goleador, como Víctor Hugo.
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Cuando la profesora le explicó la magia de la memoria,
comprendió que allí tenía grabado su momento feliz, su mejor recuerdo:
la portería de los Leones de la Montaña cubierta por todo el equipo, los
saltos, las gambetas, los remates fallidos, los gritos del público. Y, de
pronto, Tulio Torres hace un pase preciso a la punta de Víctor Hugo, el
tigre ruge y salta más que los demás, para la bola en el pecho y… ¡Gol!
¡Campeones del torneo! Los Leones de la Montaña habían saltado
buscando el remate en la altura, pero se equivocaron, no pudieron
anticipar la maestría del tigre y su disparo por debajo, a ras del piso.
Así se adaptó al colegio. Lo demás ocurrió por sí solo. Aunque al
comienzo le parecía imposible, de un momento a otro, sin darse cuenta
cómo, ya se sabía el abecedario. Reconocía las sílabas y palabras que
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se veían pegadas en las paredes del salón, en cartelitos de colores: “El
agua es vida, no la desperdicies”; “Las palabras mágicas son: por favor
y muchas gracias”; “No corras en el salón de clase”; “Estas dos
palabras te abrirán muchas puertas: hale y empuje”. El aprendizaje de
las matemáticas fue su máximo logro. Así pudo, al fin, saber qué eran
aquellos dibujos que aparecían en la parte de atrás de las camisetas de
los futbolistas: ¡eran los números!
El número 1 era el arquero, que defendía la portería y podía
coger el balón con las manos, para evitar que entraran los goles. Cada
equipo tenía once jugadores. Juan José creyó que se numeraban desde
el 1 hasta el 11 en forma sucesiva, pero no era así, ese fue otro
obstáculo.
Aprendió a contar decenas, y comprendió que un partido de
fútbol entre los adultos duraba noventa minutos, dividido en dos tiempos
de cuarenta y cinco cada uno. En el colegio, los partidos de los niños
eran apenas de cuarenta minutos, en tiempos de a veinte cada uno.
4
La negación de los espejos
Ese año entraron a su salón un par de compañeros nuevos,
jirafas como él: una niña y un niño. Julio César Girón, de una familia
vecina, también era alto, medía tres dedos menos que Juan José. Se
volvieron amigos, se acompañaban a la hora de comer y compartían la
lonchera, apostaban carreras, jugaban fútbol. En los primeros días, los
23
compañeros que se las daban de graciosos también le hicieron burlas a
Julio César, pero con los días fueron disminuyendo.
Julio César era vecino de Juan José, vivía a pocas cuadras de su
casa. En los ratos libres iban al parque, sobre todo a jugar con el balón.
Cuando se cansaban de correr, conversaban sentados a la sombra de
algún árbol. A Julio César le gustaban las piscinas, patinar y montar en
bicicleta. Los domingos por la tarde sus padres lo llevaban a nadar.
Juan José prefería el fútbol. Se soñaba jugando, sus mejores
pensamientos eran sobre balones, guayos, pitazos y goles. Su mayor
deseo era llegar a ser un buen futbolista, un gran goleador, como Víctor
Hugo. Con la llegada de Julio César al colegio, a Juan le cambió la vida.
Por fin tenía un amigo.
Como un solitario, fue víctima fácil de las burlas de los
estudiantes fastidiosos y de los ladrones de loncheras. Pero esa
soledad pronto quedó atrás. Julio era el mayor de dos hermanos, pero
el menor apenas tenía unos meses, era un lactante. Su padre se
llamaba Héctor, era propietario de un taller de cerrajería, empresario
muy dedicado y madrugador, que vigilaba de cerca todos sus asuntos,
de los cuales el más importante era su hijo. Julio sentía hacia él un
respeto que rayaba en el miedo.
La madre de Julio, Luisa Francisca, era igual, una jirafa de armas
tomar, disciplinada y estricta, que a veces hacía trabajo de oficina en la
cerrajería. Sus padres se comprendían a la perfección, ejercían una
autoridad sin fisuras ni excesos, lo cual brindaba al pequeño un mundo
ordenado donde él marchaba como un reloj. A los padres de Juan José
les gustó esa amistad.
24
En la casa mejoraba la situación, para que saliera a jugar con su
amigo, Edilberto le compró a Juan José un par de patines y una
bicicleta. En el colegio las cosas habían cambiado: Ahora era Julio
quien llamaba la atención, no sólo por ser muy espigado y necesitar dos
nombres para tanta altura, sino por ser nuevo, por estar aprendiendo
las reglas y costumbres del colegio. Y sobre todo, Julio César tenía un
detalle especial: no le gustaba peinarse.
Los primeros días llegó a estudiar bien peinado, elegante, porque
lo peinaba su mamá, pero de ahí en adelante fue un desastre. Si estaba
recién peluqueado, llevaba los pelos parados como cepillo de acero,
como un puercoespín, y se ganó esos apodos: unos le decían “Cepillo”,
y otros, “Puercoespín”. Si tenía el pelo un poco largo, entonces era un
matorral rebelde y desordenado, una maraña que daba miedo. Durante
meses Juan José quiso preguntarle por la cuestión, pero se lo impedía
su carácter, respetuoso al extremo de la timidez. No quería pasar por
un bromista como aquellos del cole, que su amigo fuera a tomar su
curiosidad como una chanza cruel.
De vez en cuando, Julio César iba a jugar y a estudiar en la casa
de Juan José. Una tarde lluviosa, mientras veían caer la cortina de agua
por la ventana, se armó de valor y le preguntó por el asunto. Al
momento se arrepintió de la osadía, pues Julio César se quedó callado
mirando el piso, como si lo hubiera atacado una gran vergüenza. Y
Juan sabía que Julio no era así de tímido, tan cobarde como él. Al cabo
de un rato, el amigo levantó la cara, lo miró a los ojos, y dijo:
—Es que… no me gusta mirarme en los espejos.
Aquella respuesta le volvió a cambiar la vida a Juan José. Hasta
ese momento no había encontrado nada raro en los espejos, ni en sus
25
reflejos, ni en su propia imagen. Pero entonces, al mirarse de nuevo en
uno de ellos y pensar en los motivos de Julio César, se sintió
avergonzado ante su propio rostro, tan delgado y huesudo, contraído
como un puño. Se dio cuenta de que su pelo también se le paraba,
como erizo, arriba de la cabeza. Y supo que tenía los ojos más bien
tristes. Dejó de mirarse en los espejos, empezó a huir de cualquier
resplandor o fuente de reflejos, y a odiar los vidrios limpios, los metales
cromados, las superficies brillantes. Prefería fingir orgullo estirando el
cuello y mirando el cielo, las nubes o las copas de los árboles.
Pero ese año, con Julio César llegó otra grata novedad: la niña
desconocida que fue matriculada en el colegio, en ese grado, y le tocó
en el mismo grupo de Juan José. Su nombre era Julieta Campos.
Al ser una niña jirafa era también de las más altas del salón, y la
maestra la ubicó en la fila de atrás, pero al otro extremo de Juan José,
demasiado lejos para entablar conversación. Aunque la mayor parte del
tiempo permanecía callada, respondía con acierto siempre que le
preguntaban algo relacionado con el estudio. Porque era de lo único
que hablaba. Evitaba las conversaciones informales, los comentarios
casuales, no se reía de los chistes, era muy seria, y le gustaba que la
llamaran sólo Julieta.
Por su gran inteligencia rápidamente se ganó el respeto de los
demás. Pero de Juan José, y sin que ella lo notara, ganó más que el
respeto; desde la primera vez que la vio, le rindió su admiración a la
niña nueva. Le pareció tan tímida y solitaria como él, aunque, por
supuesto, mucho más inteligente. Julieta no tenía problemas con
ninguna de las materias que estudiaban.
26
Entre las materias más apasionantes de ese año, Juan se
entusiasmó con la introducción a los sistemas digitales, el mundo de las
computadoras. El asunto le gustó, sobre todo porque a veces se
cruzaba con Julieta en la sala de sistemas. Además, su dedicación le
sirvió mucho, porque para avanzar necesitaba reforzar otras materias
que antes descuidaba, como la lectura, la ortografía, o el inglés.
Aprendió sobre el hardware y el software, la digitación en el
teclado, las distintas funciones del mouse, la navegación por internet. 27
La profesora les prometió que para final del año ya habrían aprendido a
chatear, para que encontraran amigos en cualquier parte del mundo. Él
no sabía lo que era el chat, pero la promesa de la profesora le dio
muchas ilusiones. Hacer amigos desde la distancia, conversar, por
ejemplo, con Julieta, sin tener que mirarse a la cara, era toda una
promesa.
Así fue como aprendió a manejar el computador y se hizo cliente
asiduo de un Café Internet que abrieron frente al Polideportivo. Por
indicaciones de la maestra, escogió su código para ingresar a la lista de
amigos en el ciberespacio: “Juancho 321”.
Al principio, chateaba con Julio César casi todos los días. En el
colegio se ponían de acuerdo sobre la hora y después se encontraban
en el mismo Café Internet, sólo para practicar, que era lo importante. La
profesora les insistía en eso: “Practicar, practicar, es lo que cuenta –les
decía–, la práctica hace al maestro”.
Un viernes por la tarde, Julio César llegó llorando a la casa de
Juan José. Contó que iba a visitarlo en su bicicleta, para invitarlo a dar
unas vueltas por ahí, cuando, al doblar una esquina, se encontró de
frente con Raúl y su banda de cocodrilos malvados. De inmediato, Julio
César recordó la fama de esa pandilla y se asustó, en su cara se reflejó
el miedo. Entonces Raúl aprovechó para acercarse, le sujetó el
manubrio de la bicicleta, y le dijo, desafiante:
— ¡¿Qué le pasa, jirafita?! ¡¿Por qué tanto miedo?! ¿Es que
nunca ha visto a un lindo cocodrilo como yo, o qué? Pues, para que
aprenda a respetar, ahora esta cicla se va conmigo.
Y lo empujó, tirándolo al suelo, le asestó un par de patadas, se
montó en la bicicleta y se fue, a toda máquina. Los otros cocodrilos de
28
la pandilla corrieron tras él, a duras penas, bamboleándose con saltitos
cortos, gritando y riéndose. Pero sin alejarse demasiado, aunque así lo
creían, pues lo único que se les movía rápido eran los ojos y la lengua.
De vez en cuando lo volteaban a mirar, y le hacían señas de callarse y
amenazas con los puños, como indicando que si los delataba le darían
una paliza. Julio César pensó en su papá, primero, y en su mamá,
después. No sabía cuál de los dos era más bravo, y lo acosó el llanto.
Llorando caminó hacia la casa de Juan José, pues no sabía qué hacer.
Allí lo recibieron y le hablaron, tratando de calmarlo. Margarita le
dio un poco de agua y le limpió la cara que llevaba sucia de lágrimas y
tierra. A los pocos minutos, más contenido, aunque mostrando todavía
el miedo y la angustia, les contó detalles de lo sucedido: la falta de
respeto y la burla, la furia y la crueldad, tal vez llevarían armas. Juan
José reaccionó aterrado, casi tanto como él. Pero Margarita se indignó,
dijo que eso no podía ser, que banditas de pilluelos no necesitaban en
el barrio. Propuso que fueran a la casa de Raúl, ella sabía donde vivía,
y le pusieran la queja a la mamá.
Caminaron varias cuadras. Por un instante se distrajeron de la
pesadumbre, pues dos calles más abajo vieron pasar al tigre Tiburcio,
el papá de Víctor Hugo, furioso, persiguiendo a su hijo, y les dio risa. La
casa de Raúl quedaba un poco retirada. Apenas tocaron a la puerta
salió doña Petra, la madre del rapaz, y los saludó con una sonrisa casi
dulce y una mirada casi bondadosa. Doña Petra era una señora alta y
gruesa, idéntica a su hijo, de grandes ojos verdes y temible apariencia,
por más que suavizara el semblante. Vestía un gastado traje casero de
color rosa, bajo un roto delantal de cuadros azules y amarillos, y sobre
sus enormes garras unas viejas pantuflas de caucho negro.
29
Margarita le devolvió el saludo amablemente, pero con el gesto
seco y serio. Le dijo que, con mucha pena, tenía que ponerle una queja
sobre su hijo y le soltó el relato del robo de la bicicleta. En los puntos
claves de su narración miraba a Julio César, y le preguntaba:
— ¿Fue así, o no? —y el niño respondía, conteniendo nuevas
lágrimas:
—Sí, sí señora, así fue.
De repente, sin dejar que Margarita terminara su queja, doña
Petra se transformó. Puso los brazos en jarra sobre la ancha cintura,
arrugó el ceño, endureció la mirada, y cambiando rápidamente su
sonrisa inicial por un gesto de cocodrilo al ataque, estalló en una
retahíla enfurecida en defensa de su hijo:
— ¡¿Qué?! —gruñó, echando chispas por los ojos, dando
manotazos al aire—. ¡No, no, no, no, de ninguna manera! ¡¿Mi niño, un
ladrón?! Pero, ¿habrase visto?... No, ¡nunca! ¿Cuándo ha ocurrido que
una vieja lengüilarga, como usted, y un par de mocosos majaderos,
como estos, vengan a tocar mi puerta para insultarme así? ¡Jamás! ¿No
será más bien que estos mocosos odian a mi hijo? ¿Qué le tienen
envidia? Claro, como no somos jirafitas estiradas, como ustedes, sino
unos lindos cocodrilos, robustos y bien plantados, lo más posible es que
nos tengan bronca. ¿Sabe qué, señora? Mi hijo no puede haberle
robado nada a este niñito, por la simple razón de que a estas horas se
encuentra en la casa de unos primos, haciendo la tarea de
matemáticas.
30
Ante semejante estallido, Margarita y los niños palidecieron, se
retiraron de la puerta y, sin despedirse de doña Petra, voltearon la cola
y se fueron. Margarita no sabía qué pensar, ese sí era un problema
serio. Si la mamá no controlaba a Raúl, ese muchacho seguiría
empeorando; quién sabe a qué extremos podría llegar. De ahí siguieron
para la casa de Julio César, se lo entregaron a la mamá, explicándole el
incidente, y con un sentimiento pesado y triste emprendieron el camino
de regreso. Cerca de la casa se volvieron a cruzar con el tigre Tiburcio,
y comprobaron que no perseguía a Víctor Hugo, sino a Ernesto, su
hermano menor, que llevaba puesta una camiseta vieja de los Tigres
Indomables.
Para el par de jirafitas esa primera época de la amistad terminó
con aquella sensación de pesadumbre. El padre de Julio César no le
quiso comprar otra bicicleta, dijo que el barrio se estaba volviendo muy
peligroso, incluso le prohibió salir a jugar. De tarde en tarde iba a 31
montar en la cicla de Juan José, pero sólo frente a la casa, y bajo la
vigilancia de Margarita.
5
El torneo inter-clasesLa nueva presencia de Julieta Campos hizo que a Juan José el
colegio se le volviera un sitio alegre, acogedor, lo cual antes creyó
imposible. Se interesó al fin por aprender algo de la escuela, repasaba
en la casa las lecciones de los cuadernos, leía los libros de texto, hacía
las tareas con gusto y concentración. Descubrió que tenía un talento
especial para comprender los conceptos abstractos, y una facilidad
innata para la investigación científica.
El esfuerzo dio resultado, porque en la primera entrega de
boletines de ese año alcanzó unas calificaciones tan altas que no lo
podía creer. Edilberto y Margarita, rebosantes de felicidad, lo abrazaron
y le dieron muchos besos, lo llevaron a un teatro de un centro comercial
a ver una película y le hicieron regalos, entre ellos un nuevo balón de
fútbol. Ese día, Juan José decidió que se haría notar en el colegio,
dejaría de ser un don nadie, y con ese propósito planeó convertirse en
un gran futbolista.
32
Obtener calificaciones altas era un gusto, sus padres y maestras
no cesaban de elogiarlo, pero para sobresalir entre sus compañeros
debía ser un buen futbolista, jugar en algún equipo.
En los diferentes grupos del colegio, con excepción del
preescolar, se organizaban equipos de fútbol, y cada año jugaban un
torneo inter-clases de primaria y otro de secundaria. De primero hasta
quinto de primaria, en el colegio había tres salones por cada grado:
había primero A, primero B y primero C, y así hasta quinto. De tercero
en adelante, cada salón tenía su propio equipo de fútbol. De los grupos
de primero y segundo hacían una selección.
Desde que estaba comenzando la primaria, Juan José quería
entrar a un equipo del torneo inter-clases. El profesor Rubén Carrera,
un joven lince de sudadera y zapatillas, el entrenador de fútbol, pasaba
por cada salón con su cachucha y su tabla de apuntes, pedía permiso a
la maestra, saludaba, y decía:
—Ya estamos organizando el torneo, a ver, a ver, ¿quién se
quiere inscribir para la selección?, en este salón ya veo unos posibles
astros del fútbol… A ver, ¿quién se decide?, ¿quién dijo yo?
La primera vez que lo vio, Juan José quiso con toda el alma
inscribirse a esa selección. Bastaba levantar la mano y decir nombres y
apellidos. Pero, ¿decidirse?, ¡cuánto le costaba! Varios años pasó
diciéndose que esta vez no, pero la próxima sí. El profesor de
educación física llegó al salón dos o tres veces por año con su tabla de
apuntes y su invitación, y él, nada, no logró reunir el valor necesario. Lo
vencían los nervios, la timidez, la indecisión. En tercero de primaria, con
la intención de que Julieta Campos se fijara en él, se decía que había
llegado el momento, no lo pensaría más. Sin embargo, la presencia de
33
la niña jirafa, con su seriedad, su inteligencia, en lugar de impulsarlo a
ser más audaz y avispado, poco a poco le aumentó la angustia y la
zozobra que había empezado a superar.
No desconfiaba de su calidad como futbolista, eso era otra cosa.
De tanto mirar a Víctor Hugo en sus entrenamientos y partidos había
aprendido varias de sus jugadas para dominar el balón y evadir
contrincantes: el taquito, el ocho, la bicicleta, la chilena, y las practicaba
casi a la perfección, sin necesitar la aprobación de nadie; era algo que
le nacía por dentro. En los últimos meses, convencía casi a diario a
Julio César para que jugaran al balón. Paraba muy bien los pases con
el pecho, la cabeza y los muslos, cabeceaba con puntería a los ángulos
superiores de la portería y, cuando jugaban futbolitos de uno contra
uno, siempre ganaba.
Se volvió experto en patear el balón en el aire varias veces, sin
dejarlo caer, jugando a la treinta y una. Tampoco era que hiciera veinte
o treinta de una sola, pero sí llegaba a cinco, seis y hasta siete, y en
eso también se imponía a Julio César. Para mejorar velocidad y
resistencia, apostaban a las carreras: unas veces le ganaba a Julio, y
otras, quedaban empatados.
No se creía un mal jugador, era otra cosa. Ese año, ya en una
oportunidad el entrenador había llegado al salón con su tabla de
apuntes, su arenga y su pregunta, y Juan José, nada. Descuidó el
estudio por estar pensando en inscribirse al equipo, en llegar a ser un
goleador como Víctor Hugo, en conseguir la amistad de Julieta; y sus
calificaciones volvieron a ser las de antes.
Mientras el profesor Rubén Carrera estaba lejos, sólo pensaba
en él, en levantar la mano y decirle, muy fuerte y claro, sus nombres y
34
apellidos. Pero no era sino oírlo riéndose en el pasillo para que una
agitación interna se apoderara de su ánimo, se ponía nervioso,
comenzaba a sudar. Se le mojaban las manos y le temblaban las
piernas, le quemaba un frío de páramo y a la vez lo congelaba un fuego
abrasador, las mejillas y las orejas se le ponían coloradas.
Luego el profesor se iba, seguía para otros salones buscando a
los nuevos astros del fútbol, y Juan José quedaba deshecho, reducido a
nada por una gran sensación de impotencia y derrota. Su timidez
parecía insuperable, una vergüenza que tal vez nunca se quitaría de
encima. Al final del tercer grado había regresado a la soledad y la
tristeza de antes. Ya no frecuentaba a Julio César, no quería jugar con
él, le inventaba excusas o lo dejaba plantado.
Su aislamiento lo condujo a los libros y los deberes escolares, y,
al menos, obtuvo las calificaciones suficientes para ganar el año. Era un
desastre. Lo aplastaba un abatimiento enorme como el mundo, una
gran pesadumbre creciendo en su corazón. Sólo pensaba en Julieta
Campos. Lo atormentaba saber que no la vería en las vacaciones, que
durante ese tiempo infinito volverían a andar cada uno por su lado,
como si no se conocieran. En verdad, aquellas vacaciones fueron
largas y aburridas, el tiempo pareció estancarse en un pozo muerto.
Y para completar, luego de las vacaciones de final de año fueron
separados: a ella la ubicaron en cuarto C y, a él, en cuarto A. Una
inmensidad de distancia. Atormentado por esa lejanía, imaginaba que la
saludaba en un corredor del colegio y se volvían amigos, planeaba
maneras sutiles e inteligentes de proponerle conversación, se soñaba
paseando con ella por el parque. La miraba de reojo en los recreos, y
sentía que un abismo se abría en el piso y se lo tragaba.
35
No podía seguir así. De esa manera, una mañana que el profesor
Rubén Carrera fue a su salón a preguntar quiénes querían inscribirse al
equipo de fútbol, Juan José levantó la mano y se inscribió. Aunque era
el acto más solemne de su vida, en el momento de ejecutarlo se sintió
tranquilo y lejano, totalmente ajeno a la situación, como si fuera otro.
Fue citado al colegio por la tarde, junto con los otros futbolistas, y
cuando comenzó a asistir a los entrenamientos le pareció que los otros
jugadores eran mejores que él. Aunque se integró por primera vez a un
grupo, evitaba los encuentros con sus compañeros de equipo, no
aceptaba citas para reunirse con nadie, siguió siendo un solitario.
6
El diseño de sonrisa
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El cocodrilo Raúl era hijo único, vivía con la mamá. El padre
trabajaba en el extranjero y solamente los visitaba una vez al año, o
dos, cuando las cosas le iban bien. Eso sí, les enviaba dinero suficiente
para que doña Petra tuviera a su hijo a cuerpo de rey: excelente
alimentación, fina ropa, juguetes costosos, patines, bicicleta. Con el
pago de las mensualidades y los gastos educativos siempre era
puntual, razón para que fuera apreciado en el colegio, donde le
perdonaban sus incontables pilatunas, lo trataban con bastante
comprensión y, en los casos de faltas graves, lo mandaban a conversar
con la psicóloga.
A doña Petra, de todas maneras, la visita de la señora Margarita
y los dos niños asustados la dejó pensando. Una tarde que descansaba
en la hamaca del jardín abrazando a Raúl, recordó el presunto incidente
de la bicicleta, y quiso averiguar algo de manera indirecta. Pero, aunque
le preguntó con sutileza por los detalles de sus andanzas por el barrio,
el hijo no soltó prenda.
Ante su fracaso al tratar de hacerlo mencionar a Julio César y la
bicicleta, continuó:
—Y, cuéntame, mi niño, ¿tú conoces a Juan José, el niño jirafa
que vive por allá arriba, cerca al parque?
—Sí, mami –contestó Raúl, sospechando que era sometido a un
sutil interrogatorio.
—Y, ¿qué me dices de él? ¿Has tenido algún problema con ese
niño?
—No, mamita, problemas no. Es un niño muy bruto, perdóname
que lo diga, pero es así. Yo le ayudo con sus tareas porque el pobre no
37
entiende nada, no coge ni una. Y como yo estoy en quinto, muy por
encima de él, me pide ayuda a cada rato. Puedes preguntarle, si
quieres.
Así terminó esa conversación. Doña Petra quedó convencida de
que su hijo era un modelo de muchacho, que tal vez despertaba
envidias en los niños del vecindario, ¡claro!, por ser tan lindo y
despierto. Ambos continuaron su abrazo en la hamaca del jardín,
mientras ella lo cubría de besos y mimos por ser tan bueno.
Desde entonces, Raúl aumentó la malicia y la atención con que
acechaba a Juan José. Entre otras cosas, descubrió que la jirafita
miraba más de la cuenta a Julieta, y decidió averiguar quién era ella.
Julieta Campos llegó como vecina nueva al barrio desde otra ciudad, su
padre tuvo que trasladar a la familia por asuntos de trabajo. Su papá
era empleado bancario, se llamaba Napoleón, y su mamá, Josefina.
Julieta siempre fue inteligente y sociable, le gustaba estudiar y tuvo
varias amigas, pero antes, en su anterior domicilio. La vida en el nuevo
barrio era muy diferente, los padres casi no dejaban salir a las niñas a
jugar, se rumoreaba que la calle era peligrosa.
Una vez, cuando estaba todavía en tercer grado, la llevaron al
parque, para que conociera y siguiera yendo a divertirse, pero se cayó
de un carrusel que giraba a gran velocidad y se raspó las manos, el
cuello ¡tan largo!, las rodillas y los codos. La vergüenza y el dolor eran
insoportables, lloró en público como una hora sin que sus padres la
pudieran calmar; los niños que la vieron se burlaron y ella se acobardó.
No volvió a asomar la cara por allá.
38
Faltó algunos días al colegio, y Raúl, que averiguaba cuanto
podía con oscuras intenciones, buscaba a Juan José en los recreos y
se burlaba:
— ¿Qué hubo, jirafita?, ¿qué hay de tu novia? Con que le pusiste
la mano encima, ¿no? ¡Tan guache, mijo!, ¡qué vergüenza! Deberías
pegarme a mí, a ver cómo te queda el ojo.
Como Julieta no iba a estudiar, Juan preguntó por ella con
discreción, averiguó, fue hasta cerca de su casa y la vio salir al jardín…
¡Qué horror!, se apoyaba en un bastón, cojeaba cubierta de raspones y
magulladuras. ¿Por qué el mundo debía ser tan cruel?, ¿se podía
esperar más tristeza? Aquellas contusiones le dolieron más que a ella.
Julieta pasaba el tiempo de su recuperación poniéndose al día y
estudiando sus cuadernos, haciendo dibujos y ejercicios adicionales de
39
matemáticas, su materia preferida. Algunos días pasaba horas mirando
la televisión: le gustaban los programas musicales, las dramatizaciones
de cuentos infantiles, las telenovelas y los comerciales. En la otra
ciudad, en su antiguo barrio, era alegre y jovial, siempre había amigas
en su casa, la invitaban a fiestas de cumpleaños, paseaban por los
parques... Pero eso era antes.
En su nueva casa se volvió una niña solitaria. Tenía muñecas y
juguetes, y cuando no estaba estudiando o mirando la televisión, jugaba
con ellos. Añoraba los antiguos juegos con sus amigas, se reía sola
recordando las rondas, los chistes y bromas que le hacían. En aquellos
juegos les gustaba vestirse de maneras especiales, disfrazarse de
princesas o cenicientas. Montaban pequeñas obras de teatro sobre Rin
Rín Renacuajo, Cucarachita Martínez y la Caperucita Roja, algunas
veces se pintaron la cara como locas con el maquillaje que les prestaba
su mamá.
Cuando regresó a clases, de tanto recordar los juegos del
pasado había tomado la costumbre de mirarse al espejo y en ocasiones
lloraba de mentiras, sólo para ver caer lágrimas por sus mejillas.
Ocurrió entonces que, por pasar el tiempo sola jugando a llorar
mirándose al espejo, se fue volviendo de verdad una niña melancólica y
triste.
Llegó un momento en que se sintió avergonzada por las
características sobresalientes de su apariencia física. Descubrió que
tenía el cuello demasiado largo para su gusto. Por disimular comenzó a
usar un pañuelo anudado sobre los hombros, pero sufría en el colegio
porque allá no la dejaban usarlo, no era parte del uniforme.
40
Encontró también que, para ese cuello tan largo, su rostro era
demasiado pequeño y contraído, con los ojos y la nariz como
amontonados, su cara no tenía espacio suficiente para distribuir la
belleza que deseaba. ¡Y su boca! Lo peor de todo era su boca. Con
esos labios tan gruesos que con el simple gesto de dar un beso casi
ocultaban el conjunto facial, y esos dientes tan grandes y disparejos,
como mal hechos, como si se los hubieran colocado allí a la carrera, sin
ningún cuidado.
Al mirarse al espejo, lo único que le aportaba cierta satisfacción
era su cabello. Largo y lacio, de color castaño claro tirando a rubio,
enmarcaba bien su rostro y caía de manera agradable sobre la crin de
su cuello. Lo mejor era que le permitía hacerse diferentes peinados,
cambiando a su gusto la apariencia, partiéndose por un lado o por la
mitad, con dos moñas a los lados, con graciosas colas de caballo, o con
distintas clases de trenzas. Para ir al colegio, le pedía a su mamá que le
hiciera un peinado diferente cada día.
En el colegio, aunque cumplía sus deberes y demostraba ser
inteligente, acentuó su conducta de niña tímida y callada. De estar
ocupada en clase, mantenía sus ojos fijos en el tablero, en el cuaderno
o en el libro de texto. De lo contrario, mantenía la mirada en el suelo, no
se atrevía a mirar a las otras niñas o a los niños. No quería que le
pusieran conversación, ni oír sus chistes, para no reírse; trataba de
evitar a toda costa que llegaran a fijarse en su dentadura.
Por un comercial que vio en la televisión concibió una posible
solución a sus problemas. Buscó el momento oportuno para
comunicárselo a su mamá, y un viernes por la tarde que la vio
descansada y feliz, se lo dijo: No le gustaban sus dientes, y en la tele
41
anunciaban un tratamiento efectivo para eso que se llamaba “diseño de
sonrisa”.
Cuando Josefina la escuchó, casi le da un ataque: tan pequeña y
con esas ideas, ¡cómo andaba el mundo! En su época no se veían esas
cosas, a ella nunca se le ocurrió cambiar su apariencia. Ya conocía el
asunto, había visto los comerciales, y de oídas supo que un diseño de
sonrisa era un tratamiento carísimo, valía un ojo de la cara.
La mamá no le dio importancia a la propuesta de Julieta. Le dijo
que eso no era necesario, ella era una niña muy linda con una
dentadura perfecta, que calificó de “envidiable”. Le contó que los
médicos y los odontólogos a veces cometían errores, y ¿qué tal que de
pronto, en lugar de hacerle un diseño de sonrisa la dejaran con una
mueca de amargura? La ocurrencia provocó la risa de la niña, la mamá
aprovechó y condujo la conversación por otros rumbos. Y, por ese día,
así quedaron las cosas. Pero cada semana, más o menos, Julieta
insistía.
Durante varios meses, finalizando el tercer grado, la mamá pudo
evadir la inquietud de su hija. A cada insistencia de Julieta, ella
respondía con el argumento de que, siendo una niña tan linda, no
necesitaba ningún arreglo como ese. Evitaba hablarle del dinero, para
no llegar a decirle que la familia carecía de recursos para costear un
tratamiento tan caro.
Cuando avanzaban hacia el final de ese año, Julieta le arrancó a
la mamá la promesa de que si quedaba entre los tres mejores de su
curso la llevaría donde el odontólogo para averiguar por el diseño de
sonrisa. Josefina se preparó para el golpe: Julieta siempre había sido
una alumna brillante, ganar esa apuesta le resultaría un juego.
42
Como para dejar una puerta de escape, la promesa incluyó que
la niña ganara el año escolar con todas las notas excelentes. Julieta
aceptó con una gran sonrisa, abrazó muy fuerte a la mamá y le cubrió
de besos toda la cara. El resto de ese año lo pasó clavada entre libros y
cuadernos y, por supuesto, al final terminó con todas las calificaciones
excelentes, ocupó el primer puesto, le dieron un diploma y una medalla.
Se los entregó personalmente la directora del colegio, y recibió
felicitaciones de las maestras y regalos del papá. Siguieron viajes a
otras ciudades y fiestas de sus familiares. Tan pronto se calmaron los
ánimos, casi empezando el cuarto grado, Julieta le recordó a la mamá
su promesa de llevarla al odontólogo para averiguar por el famoso
diseño de sonrisa.
Josefina estuvo de acuerdo, nada se perdía con averiguar. Quiso
ir primero con el odontólogo de costumbre, donde iban para las
limpiezas habituales y las calzas que resultaban necesarias. El
consultorio quedaba en la parte céntrica del barrio, un poco retirado de
la casa.
Un sábado por la tarde, caminaron hasta allá tomadas de la
mano. Julieta iba feliz. Más que caminar, quería correr, o volar, a veces
daba saltitos para llegar más rápido. Y llegaron, pero no se pudo
averiguar nada. La puerta del consultorio estaba cerrada. No había
letrero informando que el dentista hubiera salido a almorzar, o a hacer
alguna diligencia rápida y ya volvía, nada.
Esperaron hasta que empezó a oscurecer. Caminaron por allí,
dieron vueltas a la manzana, se cansaron. Entonces preguntaron en un
almacén cercano, pero nadie les dio razón del odontólogo. Ya de
noche, Julieta aceptó que regresaran a la casa, su papá se había
quedado solo. Por el camino se entretuvieron un momento, pues se
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cruzaron con el tigre Tiburcio que, rugiendo y vociferando, perseguía
calle abajo a uno de sus cachorros. Los rostros de ambas brillaron en
una chispa de buen humor, pero con la sonrisa socarrona que llevaba
Josefina iba pensando: “Uf, de la que me salvé”.
Una gran tristeza paralizó a Julieta. En los días siguientes, la
obligó a caminar arrastrando los pies, como si hubiera muerto un sueño
hermoso; y después se fue, dejándola otra vez con la seriedad y el
silencio. Comprendió que había recuperado su propio ritmo, que era un
poco a prisa, la mañana en que se estrelló, en la puerta de la sala de
sistemas, con un compañero de otro salón de cuarto, el niño jirafa que,
a propósito, la miraba mucho. Apenada y confundida, quiso expresar su
malestar y disculparse:
— ¡Ay, perdón, Julio César, qué pena!, no te vi llegar… —dijo,
con cara de tragedia, pero el chico no le respondió, la miró un
momento, al parecer disgustado, y se alejó. Julieta no pudo precisar si
el niño jirafa era Julio César, o si era su amigo. Por lo general andaban
juntos, pero quizá se había equivocado.
Juan José, por su parte, quien sí fue el niño estrellado, no podía
creer lo que escucharon sus oídos: ¡Ella lo había llamado Julio César!
Era increíble que lo confundiera, los dos eran tan diferentes, él era más
alto, qué error más triste. De alguna manera emotiva y absurda, Juan
sentía que era preciso y obligatorio que Julieta lo reconociera, que
supiera su nombre, detalles y señales, y lo distinguiera de un vistazo
entre una multitud.
Como el mundo giraba tan lejos de sus ideales, se concentró en
el estudio y en el fútbol. Conocía sus aptitudes de futbolista y, si bien no
contaba con experiencia para entrar a competir con plena confianza en
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el equipo de su salón, estaba dispuesto a ganarse, con el tiempo, la
posición titular de puntero derecho. Quería ser un buen futbolista, un
gran goleador, como Víctor Hugo.
En sus momentos de tristeza, Juan José dejaba de pensar y
buscaba refugio en sus recuerdos: los Tigres Indomables saltando a la
cancha en fila india bajo el resplandor del sol mientras los hinchas, de
pie, gritan y aplauden; el árbitro lanzando una moneda al aire, el saque
inicial; las gambetas, los ataques, Víctor Hugo parando el balón en el
pecho y rugiendo, y agazapándose y cubriendo el esférico, y soltando el
tremendo remate rastrero.
7
Cuando los asustaba el cocoAvanzando el cuarto año, por sus adelantos deportivos
Juan José Arboleda ingresó a la nómina del equipo de fútbol. Porque
volvió a obtener buenas calificaciones y el papá relacionaba sus
progresos con el fútbol, le compró un hermoso par de guayos, de los
mismos que usaba Víctor Hugo, y pagó en el colegio la cuota para el
uniforme y los gastos deportivos. Juan asistió puntual a todos los
entrenamientos, lunes, miércoles y viernes, por las tardes. Algunos
niños y varias niñas iban a ver las prácticas, pero a Julieta Campos
nunca la encontró por allá. Y por pasar el tiempo del entrenamiento
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distraído, buscando a Julieta entre el público que asistía a las canchas,
su rendimiento en el equipo no era el mejor.
Cuando comenzó el torneo inter-clases, en los primeros dos
partidos Juan José tuvo que esperar en la banca, lo dejaron de
suplente. Él aspiraba a ser un goleador, así que cuando el entrenador le
preguntó en qué posición quería jugar, dijo, convencido: “Puntero
derecho”. Le habría gustado decir: puntero izquierdo, pero él no
manejaba muy bien la zurda, era diestro. Su ídolo, Víctor Hugo,
campeón del torneo inter-clases del colegio y del torneo del barrio,
jugaba de puntero izquierdo y ya cursaba la educación secundaria.
En el siguiente partido, su equipo se enfrentó a tercero B y el
entrenador le dio la oportunidad, lo puso a jugar desde el comienzo en
la punta derecha. Pero al muchacho le interesaba más mirar a los
espectadores, a ver si Julieta aparecía por allí, y como ella no era
aficionada al deporte, Juan José, literalmente, no dio pie con bola. No
corría a recibir el balón como era debido, hacía mal los pases, y el
defensa que lo estaba marcando lo anuló sin problema. El entrenador
supo que a Juan José le faltaba experiencia y para el segundo tiempo lo
sacó del juego; lo reemplazó por otro niño que sí sabía rendir en esa
posición.
Herido en su amor propio, Juan José faltó al próximo
entrenamiento. Al día siguiente, el entrenador lo buscó a la hora del
recreo y le preguntó si había jugado antes en algún equipo. El niño
respondió que no, que era la primera vez. El entrenador dijo que ya
sospechaba eso, y que Juan José no debía desmoralizarse ni perder el
amor por el deporte, pues tenía buenas aptitudes y sólo le faltaba ganar
un poco de experiencia. Para lograr ese objetivo, le anunció que si
seguía entrenando lo pondría a jugar medio tiempo en los próximos
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partidos, luego lo dejaría un tiempo completo, hasta que pudiera jugar
todo un partido.
Lo motivó a luchar para ganarse la punta derecha, pues en su
grupo había otros dos muchachos que querían ese puesto y estaban
mejor preparados que él. O de pronto le gustaría ser el armador del
equipo, el número 10, que de esos no abundan. Concluyó la charla
diciéndole que si llegaba a jugar dos partidos consecutivos en alguna
posición, esa sería la señal de que ya se había ganado el puesto. Pero,
le insistió, nunca, jamás, había que darse por vencido. Le mostró una
amplia sonrisa, le clavó en la mirada sus ojos brillantes de lince, le dio
dos palmaditas en el hombro y se despidió.
A Juan José le gustó el gesto del profesor. Volvió a entrenar y
hacía un esfuerzo cada vez mayor, aunque siempre con la espinita de
que a Julieta no le gustara el fútbol. Un miércoles que estaba
entrenando, mientras buscaba entre los espectadores a Julieta,
descubrió a Raúl con dos de sus primos de la pandilla, “Rocco” y
“Colmillos”, que lo miraban con una extraña fijeza. Raúl no asistía a los
entrenamientos, era algo nuevo. Ahora cursaba la secundaria. Y como
insistía en mirarlo, se fue asustando; recordó el reclamo hecho a doña
Petra en la puerta de su casa, sus ojos verdes echando chispas, sus
largos colmillos: “…que una vieja lengüilarga, como usted, y un par de
mocosos majaderos, como estos…”
Al finalizar la sesión ya no se veían los cocodrilos por allí y eso le
dio un respiro de alivio. Se despidió del profesor, salió tranquilo del
colegio y tomó el camino para su casa. Pero, al doblar una esquina,
Raúl y sus primos le salieron al paso. Aunque un corrientazo de miedo
lo sacudió por dentro, luchó para que no se le reflejara en los ojos. De
inmediato se sobrepuso al terror y saludó con firmeza al líder pandillero:
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— ¿Qué hubo, Raúl, cómo te va?
—Bien, bien, jirafita, no me puedo quejar. Y tú, ¿qué me
cuentas? —comenzó Raúl, con sonrisa cínica y mirada maliciosa; algo
se traía entre manos. Los dos primos de la pandilla flanquearon a Juan
José.
— ¿Yo?, nada… Ahí, entrenando, a ver si un día de estos me
dejan jugar un partido completo.
—Ah, eso está muy bien, jirafita, ya sabes lo que dicen: “Mente
sana en cuerpo sano” —Raúl hizo una pausa, miró con precaución
hacia los lados y hacia atrás, luego continuó—: ¿Sabes qué, jirafita?
Tengo que pedirte un favor.
—Claro, desde que yo pueda, con mucho gusto —asintió Juan
José, el miedo seguía con él, pero se hacía el valiente.
—Entonces, mira —comenzó Raúl—: si mi mamá te llega a
buscar para preguntarte si yo te ayudo a hacer tus tareas, tú le tienes
que decir que sí; que no entiendes ni papa de lo que te explican en la
escuela y que me pides ayuda todos los días, ¿me comprendes?
—Sí, sí, no hay problema —el aspirante a futbolista no captaba a
dónde conducía aquello, pero no quedó más remedio.
—Entonces, así quedamos, ¿oíste? Si mi mamá te pregunta, yo
te explico temas de todas las materias: lenguaje, matemática, ciencias,
inglés, computación, ética y religión, de todo, que quede claro. Yo soy
como tu ángel guardián.
—Listo, Raúl, mi ángel guardián —aceptó Juan José.
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Con un gesto de despedida, la pandilla dio la vuelta y se alejó.
Juan José sintió un viento fresco recorriéndole la espalda; había
esperado un ataque violento, un atraco o algo por el estilo, creyó que
perdería sus guayos y su papá no le volvería a comprar otros. Pero no
fue así, apenas tuvo que hacer un acuerdo oscuro para decir mentiras
raras: le salió barato aquel reclamo en la puerta de la casa. Doña Petra
nunca lo buscaba, para nada, qué le iba a andar haciendo esas
preguntas absurdas. Manías que ya tendría Raúl, por esa vida de
pandillero que vivía.
En cuanto a Julieta Campos, los computadores ejercieron sobre
ella una seria fascinación. Apenas se familiarizó con la clase de
sistemas comenzó a pedirle a su padre que le regalara un computador.
Por primera vez, con plena conciencia, inventó una mentira: dijo que en
el colegio se lo exigían. Sin embargo, de momento no hubo manera de
tener ese equipo electrónico y, obligada por la situación, en la clase de
sistemas trataba de aprovechar el tiempo al máximo, exploraba
funciones y programas que no trataba el plan de estudios, preguntaba a
las alumnas de cursos superiores, no perdía oportunidad.
Así conoció programas para archivar y manipular fotografías,
escribir cartas y trabajos, hacer operaciones matemáticas, las
enciclopedias virtuales, la sala del chat, los recursos multimedia, los
blogs y las redes sociales. Para sus padres, e incluso para otros
compañeros y compañeras, hacía magia con el computador, se volvió
una experta.
Aunque a Julieta no le interesara el fútbol, Juan José continuó
entrenando y poco a poco hizo adelantos en el deporte. En uno de los
siguientes partidos, contra quinto A, el entrenador lo alineó como titular
en la punta derecha. Él alcanzó a hacer un par de jugadas buenas, pero
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a los quince minutos ya perdían dos a cero y le tocó irse a la banca, a
observar y seguir aprendiendo. Su equipo ganaba unas veces y perdía
otras, y a Juan José lo agitaba la ansiedad; le parecía que si el
entrenador le permitiera jugar un partido entero, ganarían por goleada.
Y eso le dijo al entrenador, una tarde, reuniendo un valor
inusitado y venciendo todo pronóstico. Y el profesor estuvo de acuerdo:
jugar un partido completo era una gran posibilidad. En el siguiente
encuentro, contra cuarto C, jugó otros quince minutos en la punta, pero
no hizo un buen papel. Después, en otro partido, el profesor lo puso a
jugar como defensa, y en esa posición se vio mejor. Llegó a jugar todo
un tiempo como marcador de punta, y después, todo un partido. Por
aquella época, Víctor Hugo comenzó a presenciar los entrenamientos y
los partidos en que él jugaba. La espigada jirafa no se atrevió a pensar
que su ídolo iba especialmente a verlo jugar a él, pero su presencia le
gustó muchísimo, verlo allí, observando extasiado, lo animó a continuar.
Juan José resultó un excelente marcador de punta. Por la
superior estatura que le otorgaba el largo cuello rechazaba bien de
cabeza, se adelantaba con sus largas piernas al puntero contrario, lo
bloqueaba desde cierta distancia con facilidad. Y, cuando podía,
aprovechaba para subir hasta la línea de ataque, quería impresionar a
Víctor Hugo. El entrenador lo estimuló a continuar con su juego, fuerte
pero limpio, a subir buscando el gol en cada oportunidad, y a partir de
entonces el muchacho se ganó la posición titular en la línea de defensa.
Por otro lado, Raúl, luego de su visita al campo de fútbol aquella
tarde en que fue a intimidar a Juan José, comenzó a mostrar un cínico
interés por el deporte. Una noche, atento a un noticiero internacional en
la televisión por cable, el líder pandillero se enteró de que, en regiones
lejanas del mundo, algunos hinchas del fútbol, desadaptados sociales,
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organizaban famosos grupos de feroces peleadores callejeros que los
periodistas llamaban “barras bravas”.
Le pareció una idea genial. Las barras bravas eran pandillas de
numerosos fanáticos malhumorados y violentos, que gruñían y
mostraban amenazantes sus feroces colmillos, y se preparaban para
atacar a hinchas despistados a la salida de los estadios cuando
terminaban los partidos de fútbol.
Desde que vio esa noticia en los medios de comunicación, Raúl
se soñaba famoso en la televisión liderando las barras bravas. Con su
carácter, personalidad y experiencia, pensaba, podría organizar y
comandar barras bravas en todo el barrio, en la ciudad, en el país y en
el mundo entero.
En su desbocada imaginación infantil tejió ambiciones
descomunales con ilusiones perversas, se veía como un campeón de la
acción callejera, saliendo en todos los periódicos, revistas y noticieros
de televisión, ganándose la admiración de la juventud mundial.
Sosteniendo esos planes en el futuro, al crecer podría ingresar en la
política, se tragaría enteros a gobernadores, ministros y presidentes,
sería el rey del mundo.
Durante varios días, empolló esas tremendas ideas en su
alocada cabeza de cocodrilo que parecía de caimán. Cuando creyó
tener completo el plan, reunió a su pandilla y expuso la propuesta.
Primero, les ordenó observar con atención los noticieros internacionales
de la televisión por cable, quedarse todo el tiempo con la vista clavada
en la televisión, aunque les lloraran los ojos, hasta saber qué eran las
barras bravas.
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En su pandilla había tres primos: “Colmillos”, “Rocco” y “El bizco”,
y dos amigos: Roberto, alias “Bob”, y Andrés, que era el más pequeño y
apodaban “Mascota”. Como todos eran cocodrilos, algunos vecinos los
llamaban “Los cocodrilos malvados”, y otros, simplemente “Los cocos”.
Cuando tuvieron la información suficiente sobre las barras
bravas, se reunieron a conversar y Raúl les fue soltando detalles del
plan. Había que prepararse mentalmente, asumir una actitud de mando,
aprender a imponerse por la fuerza, inspirar miedo. Ya ellos tenían
suficiente experiencia, sabían cómo reaccionaban esos pobres
cachorros del barrio cuando se los enfrentaba con rudeza, cuando eran
atacados con violencia. El líder de “Los Cocos” decía a su pandilla
cosas como:
—Imaginen que estamos actuando como las barras bravas. Al
final de los partidos de fútbol sale mucho cachorrito despistado.
Llevamos bates de béisbol, acorralamos a unos cuantos cobardes, los
amenazamos y reducimos a la impotencia. Imaginen nada más: ahí
mismo nos darían zapatillas, gorras, dinero en efectivo… ¡No, una
maravilla! Es que ya me veo comprando más helados y chocolatinas, y
camisetas nuevas, bluyines y… moto, ¡no!, no necesitaremos para nada
a nuestros padres. ¡Nos podremos mandar solos!… Después, con
nuestra fama, creceremos en número, todos los chicos listos se unirán
a nosotros, tomaremos el control.
Los jóvenes cocodrilos parecían estar de acuerdo. Primero
asentían y sonreían con malicia, luego soltaron estrepitosas carcajadas
que retumbaron como ráfagas de gruñidos aterradores. Excepto
“Mascota”, quien dudaba del éxito rotundo que planteaba Raúl; algo lo
atemorizaba. En un corto silencio que apareció entre la charla, se
atrevió a preguntar:
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—Pero… ¿y si nos llegan a pillar? ¿Qué tal si alguien nos delata
con la directora del colegio y nos mandan con la psicóloga?
— ¡Ah, no le hagas caso, “Mascota”, eso no es problema! —
respondió Raúl, con gesto de desdén—. Cuando uno va donde la
psicóloga, ella apenas lo pone a uno a hacer dibujitos y muñequitos de
plastilina, como si estuviéramos en preescolar. Y después uno conversa
un poquito con ella acerca de esos muñecos, y nada más. Lo que pasa
es que como nunca te ha tocado, te da miedo. Pero, mírame a mí, ya
soy experto en hacerle muñequitos a la psicóloga, ¿y qué?, ¡nada me
ha pasado!
A continuación, el líder de “Los Cocos” pasó a explicar las
primeras etapas de su plan para tomarse la ciudad, el país y el mundo.
Era necesario que, por primera vez, participaran realmente en una
pelea, para ir ganando resistencia, endureciendo el carácter, sacando
callo. Y así lo hicieron.
Un viernes a la una de la tarde, a la salida del colegio, trataron de
robarle el maletín a un muchacho de sexto de secundaria que
pertenecía al grupo de los futbolistas, y se armó la gorda. Cuando se
repartían los primeros puñetazos, llegaron Víctor Hugo, su hermano
Ernesto y otros dos amigos, se unieron a la pelea, y “Los Cocos” la
pasaron mal.
Por la presencia de Víctor Hugo en la trifulca, sus admiradores
también se unieron al grupo, superaron en número a los pandilleros, y
en un dos por tres los pusieron de huida calle abajo. ¡A correr se dijo!
Los vieron alejarse con torpeza, dando saltitos cortos, sacudiendo los
brazos que les estorbaban y resollando como abuelitas asmáticas.
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Ese tropiezo acabó con los planes de grandeza delincuente de
Raúl. Aquella tarde la pasó asustado, con hambre y taquicardia,
escondido entre los arbustos del bosque. Ya de noche, llegó a la casa
maltrecho, adolorido y con manchas de sangre seca en la cara y el
uniforme del colegio.
Apenas lo vio, doña Petra casi se desmaya. Dio un gruñido
horrible que retumbó en el barrio, corrió a abrazar a su hijo, soltó unos
tremendos lagrimones y le dio los primeros auxilios. Raúl se negó a
recibir ayuda profesional. Sin lograr comprender a cabalidad las
películas sobre mafiosos que veía en la televisión, y sin contar con un
adulto que le ayudara a hacerlo, Raúl sólo pensó en imitar a los
pandilleros de esas historias, y no quiso ir a la enfermería del puesto de
salud ni a la droguería, no quería que lo viera ningún médico. Sólo
pensaba en evitar interrogatorios. Le decía a su mamá:
— ¡No es nada, no es nada, ya cálmate! Apenas fue una peleíta
que tuve en la calle, ni que me hubieran matado, pues…
—Pero, ¿peleíta?… ¿por qué?, y ¿con quién, Raúl?, ¿por qué te
metes en esas peleas tan feas? —le preguntó doña Petra, sintiendo que
un gran peñasco le aplastaba el corazón.
—Me querían robar, mamá —mintió Raúl—. El maletín del
colegio, la plata y las zapatillas. Si no me defiendo hasta me habría
quedado sin ropa, desnudo por la calle, ¿habrías preferido eso?
Raúl pasó ese fin de semana acostado, curándose las heridas,
soportando con buena cara sus dolores para no alarmar a doña Petra.
Ella no le quitó el ojo de encima, le frotaba cremas analgésicas, le ponía
paños de agua tibia en los moretones, lo abrazaba y besaba más que
55
nunca. Se preguntaba qué le diría al papá si viajara antes de lo previsto
y se llegara a enterar.
Ese fin de semana se le hizo eterno a Raúl; ni sus primos ni sus
amigos lo llamaron ni visitaron, sospechaba el fin de su pandilla. En la
mañana del lunes se sintió acobardado, le dio vergüenza ir al colegio, y
aprovechó que le quedaba un pequeño dolor en un colmillo para pedirle
a la mamá que lo excusara, pues no podía ir a estudiar. Y así pasó el
martes. Y el miércoles.
En toda la semana no asomó la cara por el colegio. Temía que
esta vez las cosas no pararían en la oficina de la psicóloga, lo
paralizaba un gran temor de ir a dar de cabeza a la Inspección de
Policía.
Además, el dolor del colmillo creció en esos días. Se dijo que, a
lo mejor, alguna de las patadas que recibió le pegó en la cara; él no
recordaba bien cada detalle de la pelea. Tal vez un golpe le aflojó algún
diente. Y, como son las cosas, precisamente por esa época, la misma
en que Julieta Campos desesperaba por su diseño de sonrisa, sin que
el vecindario supiera la razón en el barrio comenzaron a escasear los
odontólogos. Unos fallecían en circunstancias desconocidas, otros
desaparecían sin dejar rastro.
Los dentistas sobrevivientes, conscientes del problema y
aterrados, se marcharon para lejanas tierras. Las autoridades
investigaban, los medios de comunicación presionaban, el público
exigía una respuesta satisfactoria. Con lo necesarios que son los
odontólogos, si a uno le da por hacerse un diseño de sonrisa, por
ejemplo, o si le duele una muela cariada o un diente partido.
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Una ciudad sin dentistasJulieta llegó a la mitad del cuarto grado de básica primaria
con la ilusión de mejorar su aspecto gracias al diseño de sonrisa que le
prometió su madre. Pero pasaban los meses y no hallaban la manera
de comenzar el tratamiento. No era falta de voluntad de Josefina ni
nada por el estilo. La señora incluso conversó del tema con su esposo y
él estuvo de acuerdo: si ya era una promesa para la niña, estaban en
deuda y no la podían defraudar.
Sin embargo, pasaron dos y tres meses, y el sueño de Julieta no
se realizaba. El problema era la falta de odontólogos. No encontraban
uno ni para remedio. Después de la primera visita al dentista de la
familia, en que él no estaba y no apareció en toda la tarde, fueron a
buscarlo otras veces y tampoco lo hallaron. Al lado del consultorio
quedaba una droguería. El empleado que la atendía les dijo una tarde
que perdían el tiempo, allí ya no funcionaba la odontología de antes, el
dentista se había marchado, tal vez a trabajar en otra ciudad, sin dejar
su nueva dirección, ni mensajes para nadie.
Entonces buscaron a otros profesionales que pudieran
encargarse del diseño de sonrisa para Julieta, pero tampoco, no
encontraron ni uno. Por alguna razón desconocida, ni en el barrio ni en
los barrios cercanos quedaban odontólogos. La niña perdió el poco
entusiasmo que le quedaba, se volvió triste y silenciosa, aun en la casa.
Para desahogarse iba hasta el Café Internet, se comunicaba por chat
con su papá en la oficina, y le preguntaba si ya sabía de algún dentista
por ahí, si tenía pista de alguno.
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Don Napoleón ofreció acompañarla a buscar a un buen
odontólogo en otros barrios, cercanos o distantes, en el centro de la
ciudad, o donde fuera. Y así lo hizo: los sábados por la tarde recorrieron
los barrios próximos y los lejanos, buscaron las direcciones que se
anunciaban en el Directorio Telefónico y las que les daban los vecinos,
caminaron hasta la fatiga sin encontrar un solo dentista.
Como se volvió tan difícil encontrar a un odontólogo, Julieta se
fue haciendo a la idea de nunca hacerse el diseño de sonrisa que tanto
quería. Fue un asunto muy misterioso: de un momento a otro, ya no
había odontólogos en la ciudad. Julieta pensó incluso en pedirle a su
papá que la llevara a la capital del país a buscar al profesional que le
hiciera su tratamiento, pero desistió de la idea, sería pedir demasiado;
para un tratamiento como ese tendría que ir muchas veces al
consultorio. Una sola cosa le quedó dando vueltas en la cabeza: ¿Y si
le dolía una muela? ¿Y si le dolía a algún vecino?
Para entonces, Raúl, el exlíder pandillero, sabía lo que
significaba un dolor de colmillo. Sería cosa del dolor tan tremendo,
desde que empezó aquel sufrimiento, la personalidad le cambió al joven
cocodrilo. Su madre notó el cambio, paso a paso. Con los días se puso
más serio y estricto, se volvió grosero, contestón, crítico y cínico. La
primera mañana que advirtió el nuevo carácter de Raúl, doña Petra le
preguntó, amable como siempre, cómo quería el desayuno, y él
respondió, de mala gana:
— ¡Pues, bien muerto! ¡Y ojalá, despresado de una vez! —para
esa época, ya hacía mucho que Raúl no iba al colegio.
A doña Petra le pareció una grosería, una respuesta descortés
de su hijo, y decidió observarlo, el asunto pasaba de claro a oscuro. Era
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cierto que, por lo general, ella le servía la comida bien muerta y
despresada, pero había algo nuevo en la expresión de su hijo. Era el
tonito lo que fastidiaba. A la larga, tras un minucioso examen, resultó
que Raúl tenía un colmillo partido, y ella corrió con el muchacho hacia el
primer consultorio de odontología que encontró calle arriba.
Después de la visita al primer profesional, ¡qué horror!, comenzó
el verdadero problema. Luego fueron otros dentistas, y después, más.
Doña Petra, desesperada por lo que estaba ocurriendo, decidió no
llevar más a Raúl a buscar odontólogos. Ella veía en casa cómo crecía
el horrible dolor de su hijo, ya casi un adolescente, fornido y con buena
estatura, bien alimentado. Sin embargo, ante sus ojos resultaba peor
aquello que estaba sucediendo en los consultorios, con los pobres
dentistas.
Posiblemente su hijo sufría un absceso. Ya se le notaba la
hinchazón en la mejilla, parecía como si a toda hora estuviera chupando
un caramelo, como si fuera una ardilla colectando bellotas. Doña Petra
se angustiaba pensando cómo solucionar ese terrible dolor de su hijo, el
peor dolor de colmillo del que tuvo noticia jamás.
Ella trataba de ayudarlo, como buena madre, dentro de los
límites de sus recursos. No era médica, ni enfermera, ni dentista, pero
le colocaba emplastos, le frotaba cremas analgésicas, le llegó a soltar
unas gotas de aguardiente en la raíz del colmillo. Y al principio lo
calmaba, pero con el tiempo dejó de surtir efecto. En su habitación, sin
poderse contener, Raúl caminaba frenético de un lado a otro, saltaba,
abría y cerraba bruscamente las gavetas de su guardarropa; ansioso,
empezaba a mostrar mal humor.
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—Ya vas a comenzar otra vez —anticipó doña Petra, temerosa.
—Y, ¡¿qué quieres que haga?! —casi gritó Raúl, levantando los
puños—. ¡Me enfurece este horrible dolor!
— ¡Naturalmente! ¿Cómo quieres que no te duela? —le gritó ella,
atribulada—. Ya te lo he dicho mil veces, si no dejas que te cure un
odontólogo...
— ¡Sí, ya sé, ya sé!, —protestó Raúl, con ojos llorosos—, ¡me va
a seguir doliendo!
—Entonces, ¿por qué no permites que te curen, mijo?, —le
preguntó la madre, acongojada—, ¿por qué no dejas que te ayuden?
Las primeras veces, Raúl no comprendió el sentido de aquellas
preguntas de su madre. Él sí quería que lo ayudaran, por supuesto. Si
algo quería por esos días era que le curasen ese horror de colmillo, ni
más faltaba. No podía querer otra cosa, ni loco que estuviera.
—Entonces, ¿por qué...?, ¿por qué...? —su madre trataba de
armar otra pregunta.
— ¡Claro!, —comprendió Raúl, por fin, cuando acabó de atar
cabos—. ¿Por qué me los como?
—Sí, mijo —lloró doña Petra—. ¿Por qué te los comes...?
—Ya te lo he dicho, mamá, no es mi culpa.
— ¿Cómo así? —inquirió la madre, sorprendida—. ¿No es tu
culpa?
—No, no, es de los dentistas —explicó Raúl, con ojos suplicantes
—. Ellos me dicen: “Abre la boca”, y yo la abro. Luego meten sus
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cabezas allí dentro... Mueven sus manotas… ¡Me tocan el bendito
colmillo!, y yo... pues... sin poderme contener... ¡Cierro la boca y los
muerdo y…ya sabes!
Así fue la cosa, muchos odontólogos terminaron en la panza de
Raúl. Con hinchazón y dolor de colmillo, a todos se los tragaba, por lo
cual seguía engordando y mostraba, desde afuera, un aspecto de niño
regordete que perdía su poca agilidad habitual. Los dentistas que
sobrevivieron en la ciudad, enterados del peligro se marcharon lejos,
fueron a abrir sus consultorios en ciudades remotas, y no quisieron
dejar señas ni dirección para que nadie de ese barrio los pudiera
encontrar jamás.
De esa manera, el dolor de Raúl empeoró cada minuto sin hallar
solución. Un jueves por la mañana, le desesperó tanto que salió
corriendo y gritando de la casa, y corrió y corrió sin ver lo que hacía,
hasta que se perdió en la selva y durante mucho tiempo no lo volvieron
a ver.
Y, tal como suele suceder, mientras la mamá desesperaba
buscándolo por toda la ciudad, el cocodrilo se convirtió en el centro de
las conversaciones. Se comentaban sus andanzas a la cabeza de la
pandilla, los asaltos de loncheras en los recreos, sus atracos en la calle.
Julio César se ganó la simpatía de muchos vecinos contando su historia
del robo de la bicicleta, hasta Víctor Hugo lo buscó para hacerle
preguntas sobre los detalles del incidente, y al final comentó, enojado:
— ¡Ja!, que hubiera tratado de atracarme a mí, yo sí le daba
sopa y seco.
Julieta aceptó con disgusto la desaparición de los dentistas. Se
echó a la pena, y se dijo que nunca tendría una sonrisa diseñada por un
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profesional de la alta tecnología. En el colegio comenzó a superar su
carácter tímido y callado, al punto que varias niñas de su grado le
mostraron simpatía y cordialidad, como si quisieran ser sus amigas, y
ella se atrevió a saludarlas. Finalmente, cuando ya había olvidado que
no le gustaba su sonrisa y tenía otros intereses, a la ciudad llegaron
otros dentistas y se establecieron por aquí y por allá, como antes.
Por cierto, Julieta ya había notado, pues era imposible no
hacerlo, que sobre las cabezas de los estudiantes sobresalía el
estudiante que la miraba mucho, sobre todo en los recreos, y no sabía
qué pensar. En una ocasión en que salía de la sala de sistemas, el
chico entraba y pasó a su lado. Por un instante que duró una eternidad,
ambos se miraron a los ojos, fijamente. Julieta no tenía comprometidos
sentimientos especiales, le fue fácil sonreír y saludar:
—Hola —le dijo, poniendo una agradable música en su voz.
Juan José reaccionó nervioso, quedó pasmado por un momento,
pero sacó fuerzas de flaqueza y se atrevió a responder:
—Hola, Julieta —y, casi corriendo, entró a la sala y se ocultó
entre los alumnos, los escritorios y las pantallas que despedían luces
multicolores.
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9
El encanto del amor platónico
Debido al encantamiento que le produjeron los
computadores, Julieta aceptó, con una pizca de timidez que pronto fue
superada, la condición académica de buscar amigos para platicar por la
vía electrónica. Además, por esa época, con los ahorros que el papá
estaba haciendo para el frustrado diseño de sonrisa, ella obtuvo un
computador.
En el colegio, desde aquella vez en que sus ojos se cruzaron con
los de Juan José, había tomado la costumbre de pensar en él, un niño
tímido y solitario, como ella.
Resultaba obvio que a él le gustaba, ninguna otra cosa podía
indicar tanta mirada, en los recreos prácticamente no le quitaba los ojos
de encima. El problema era que su timidez le impedía acercarse. Ella
no negaba que el chico tenía su atractivo, le gustaría que pudieran
conversar. Buscando la manera de hacer amistad con él, saludó a las
compañeras del colegio que le mostraban simpatía, conversó con ellas
sobre sus temas comunes: muñecas, canciones, programas de
televisión, incluso cruzó como al azar un par de palabras con Julio
César. Julieta sabía que él chateaba casi a diario con Juan José.
Por esos días, en sus conversaciones en el chat, Juan José y
Julio César comentaban la mala conducta de Raúl y su banda de “Los
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Cocos”, la pelea tan fea que provocaron a la salida del colegio y la
misteriosa desaparición del líder pandillero, a quien no habían vuelto a
ver. Se decía que durante meses doña Petra revolvió cielo y tierra,
buscándolo, pero de nada le sirvió, no lo encontró y al final, con un gran
dolor, se mudó al exterior, a vivir con su esposo.
De tanto conversarlo, el tema de Raúl se volvió aburrido.
Entonces los dos amigos compartieron opiniones sobre el deporte, sus
juegos en el parque, el miedo al agua de Juan José y su odio a las
piscinas. Un día, Julio César le contó que había empezado a chatear
con una compañera del colegio. No sabía su nombre, pues ella no lo
decía aunque él insistiera, pero su código en el sistema era “Hadalinda”.
Juan José le preguntó si era Julieta Campos, pero Julio César lo
negó, era otra niña de cuarto de primaria. De ese modo hablaron por
primera vez sobre Julieta. Juan José confesó que estaba enamorado de
ella, la pensaba noche y día, se soñaba paseando a su lado. Incluso,
fue por ella que reunió el valor para ingresar al equipo de fútbol. Pero
Julieta nunca iba a las canchas, ni al parque, no le gustaba el deporte.
Y a él no se le ocurría otra manera de buscar su amistad.
Siempre chateando, Julio César le llamó a eso “amor platónico”.
Juan José ignoraba el concepto y el amigo le dio una explicación: el
amor platónico era enamorarse de alguien sin contacto físico, sin
hablarse ni tomarse de las manos, sin comer helados juntos, ni mucho
menos llegar a darse un beso.
Para ayudar a su amigo, Julio César le dio la idea de que tratara
de hablar con Julieta por medio del chat, que estaba de moda. Fue más
lejos, con la ayuda de su amiga “Hadalinda” le consiguió el código: “JC-
1987.” Por esos días, el papá de Julio César le compró un computador
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para que hiciera sus deberes escolares en la casa y dejara de andar en
la calle, tan peligrosa, de manera que Juan José siguió yendo solo al
Café Internet.
Buscó en la lista de amigos que se ofrecían para chatear, y sí,
allí aparecía “JC-1987”. La primera vez que vio ese código sintió el
fuerte impulso de señalarlo con el mouse y hacer clic, pero de inmediato
se le agitó el corazón, se le alteró la respiración, y quedó frío. Sintió de
nuevo que a sus pies se abría un abismo y se lo tragaba. No fue capaz,
dominado por el nerviosismo se salió del chat y decidió navegar un rato
por las páginas de deportes de la red, después por las páginas de
Astronomía, buscaba datos sobre el origen del Universo. Investigar era
otra cosa que le gustaba, sobre cualquier tema, concentrarse en una
investigación lo sacaba siempre de los estados mentales indeseables.
Así pasó varios días. Iba al Café Internet, ingresaba a la sala del
chat, buscaba el código de Julieta y se quedaba mirándolo. Y así habría
seguido por siempre, si no es porque la propia Julieta Campos, “JC-
1987”, buscó el contacto con él. Ocurrió que, aunque Juan José se
sentía aislado y solitario, ya no era un niño invisible, sin importancia
para los demás. Sus dotes de futbolista comenzaban a notarse, Víctor
Hugo lo calificaba como “una verdadera promesa”, los niños y las niñas
que lo veían jugar ya hablaban de él y querían ser sus amigos. De esa
manera, Julio César comentó con “Hadalinda” sobre el amor platónico
de Juan José, y ella, por supuesto, corrió el rumor, incluyendo el código
de la joven promesa del fútbol.
El chisme llegó a los oídos de Julieta, llenándola de curiosidad.
Decidida a vencer su timidez, averiguó cuál sería el mejor momento
para comunicarse con él, y una tarde entraron en contacto. Tras
pensarlo un poco, esa tarde, a la hora en que él practicaba en el Café
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Internet, ella señaló el código “Juancho 321” en la lista de amigos y le
dio el clic.
Respondió Juan José, aunque no se puede decir que con valor y
entusiasmo, más bien asustado y tembloroso, ya sabemos: el rubor, el
temblor, el abismo que se abría bajo sus pies y se lo tragaba. Sin
embargo, el contacto estaba hecho. Durante un largo minuto, cada uno
miró expectante la pantalla del computador.
JC-1987dice: Hola, ¿eres el famoso Juan José, de cuarto A?
Juancho 321dice: Tal vez, ¿quién eres tú?
JC-1987dice: Una compañera de estudio.
Juancho 321dice: Claro, yo sé quién eres. ¿Y es que tú me has
visto jugar?
JC-1987 dice: No, ni siquiera sé si nos hemos visto alguna vez.
Pero me parece que sí.
Juancho 321 dice: Cierto. No te gusta el fútbol.
JC-1987 dice: No es mi deporte favorito, pero es que no tengo
ninguno.
Juancho 321 dice: Pues, a mí me gusta mucho. Mi jugador
favorito es Víctor Hugo, de secundaria. ¿Lo conoces?
JC-1987 dice: No lo sé. Pero, déjame verte.
Y Julieta presionó el botón para iniciar una conversación con
cámara web.
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—Pues, como verás, yo soy de buena estatura, bajita no soy —
escribió Julieta con su teclado, luego de saludar al muchacho,
moviendo las pestañas, entornando los ojos, ejercitando una sonrisa
coqueta, sin mostrar mucho los dientes. Azorada trataba de evitar que
él se fijara en su cuello.
—Y… ¿siempre usas ese pañuelo tan lindo? —comentó Juan
José, animándola a continuar.
— ¡No! Este… sí, sí, no, sí y no... ¿Te parece lindo? —preguntó
Julieta, sorprendida y movida por la curiosidad.
—Claro, te queda precioso —escribió el muchacho, ya que no
lograba decirlo con los ojos puestos en el teclado.
—Ay, muchas gracias, tan amable... No es que yo quiera
disimular... Pero, ¡levanta la cara, mírame Juancho 321!, ¿por qué no
me miras?
Ya desde antes, Juan José inclinaba la cabeza ocultando la cara;
Julieta sólo podía mirarle la corona, la parte de atrás de la cabeza, las
orejas y el cuello. Apenas le pidió que la mirara, el chico hundió aún
más el rostro hacia el pecho, fingiendo concentrarse en el teclado:
—Yo te estoy mirando, chica, es que... —respondió, aunque no
era cierto, mentía desesperadamente.
—Pero estás mirando apenas el teclado. ¡Levanta la cara! —le
insistió Julieta, con su sonrisa coqueta—. Si no me miras cómo te voy a
conocer, cómo te podré distinguir de los otros chicos… Esto no es
conocerse, tengo que decírtelo, sólo te estoy conociendo las orejas. O,
¿es que te da pena?
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— ¿Pena? ¿Vergüenza? Y a mí, ¿por qué me va a dar pena? —
se defendió el muchacho, y se atrevió a mirar de nuevo la pantalla del
computador, enderezando el cuello lentamente, hasta encontrarse en el
monitor con la jirafa más linda del mundo, mirándolo embelesada.
Al descubrir que levantaba el rostro y quedaba expuesto, cambió
de color: quedó sonrojado. Pero se sobrepuso a la timidez abriendo los
ojos más que de costumbre, como para despistar, y esbozó una dulce
sonrisa que rápidamente encontró fuera de tono.
Quiso entonces huir, escaparse del marco donde lo captaba la
cámara del aparato, esconder la cara, pero se detuvo por completo al
leer el mensaje tan cálido que le enviaba la chica:
— ¡Ay, pero que ojos tan bellos! ¡Qué sonrisa tan linda!, ¡y ese
peinado está muy chévere! Tan vanidoso que eres, ¿no? No querías
que yo te viera.
— ¿Yo? ¡Qué va, no te burles!, —tecleó el chico, algo indeciso—,
¿me estás tomando el pelo? … Pues, mira, yo sí soy Juan José, de
Cuarto A, y tú ¿cómo te llamas? —fingió que no la conocía.
—Mi nombre… Yo creo que ya lo conoces —contestó ella.
— ¿Tú eres Elisa López, de cuarto B? O, ¿tal vez, Jennifer
Zúñiga, de tercero A? —Juan José acumulaba preguntas para ocultar
su sorpresa ante los piropos de la chica, no sabía qué agregar—. ¡Ah!,
¡Julieta!, ¡te llamas Julieta!
Dejaron de hablar y, mientras se miraban encantados por la
novedad, se instaló entre ellos un largo silencio. Al final, Juan preguntó:
— ¿Julieta? ¿Te llamas Julieta?
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—Sí, yo soy Julieta Campos —escribió ella, olvidando su cuello y
su pañuelo, y le hizo una de las preguntas que tenía preparadas,
fingiendo también que no lo conocía—: Y tú, ¿dónde vives?
—Por aquí mismo, cerca del parque —respondió él, jugando a
comerse el cuento de que tenía bellos ojos y linda sonrisa. Descubrió
entonces que, a pesar del anterior disgusto con su apariencia física, no
tenía el rostro contraído como un puño, era que él mismo lo arrugaba,
como si a toda hora sufriera algún malestar.
Pronto en sus mentes no hubo espacio para otra idea, se les
terminó lo que tenían para decirse, los silencios se volvieron más largos
y, al final se despidieron, llevándose cada uno el recuerdo de la charla
como una sonrisa en el corazón. Él se creía apuesto. Ella, preciosa.
Al día siguiente se buscaron en el chat, ella, desde su casa, él,
desde el Café Internet, y conversaron. La tarde siguiente se
encontraron en el parque, caminaron por ahí, charlando de todo un
poco, vieron al tigre Tiburcio rugiendo iracundo y corriendo detrás de
Ernesto, y se rieron del cuadro tan chistoso. Eran vecinos del mismo
barrio, ¡qué casualidad!, y no les gustaba salir mucho a la calle, a ella
no le gustaba el parque, a él le disgustaban las piscinas, ambos
disfrutaban la tranquilidad del hogar, ¡eran tan parecidos!
Julieta venció la timidez que la dominaba en el colegio, superó la
vergüenza por no poder usar allí su pañuelo atado al cuello, se volvió
muy popular entre sus compañeras. Era muy aplicada y servicial, les
ayudaba con los ejercicios de lenguaje, matemáticas y ciencias.
Últimamente le ocurrían montones de cosas nuevas. En su casa
pensaba en Juan José, que era tan serio y apuesto. Se preguntaba en
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qué ocupaba su tiempo libre, cuáles serían sus sentimientos hacia ella,
si de verdad la encontraba preciosa.
Mientras tanto, Juan José, animado por la atenta curiosidad de
Víctor Hugo, quien no se perdía uno de sus entrenamientos, ya
funcionaba como armador y capitán en su equipo de fútbol. Esa era una
posición importante que le granjeaba el respeto y la admiración del
entrenador y los seguidores del torneo inter-clases. A veces, subía a
reforzar el ataque y hacía goles. El entrenador le preguntaba si todavía
quería jugar en la punta derecha o se quería especializar como
armador, el cerebro del equipo. Como Juan José no se decidía, invitó a
Julieta a mirar los partidos para que ella lo observara y le diera su
consejo.
Julieta fue a verlo jugar, y como él se destacaba, le gustó. Se
volvió hincha del equipo de cuarto A, por lo cual sus compañeros de
salón le lanzaban a veces miradas de enojo, que a ella ni la tocaban,
como si nada, tan tranquila. Cuando entendió de qué se trataba el
juego, le aconsejó a Juan José que se quedara en el medio campo, con
el número 10, que le sentaba mejor, tenía el balón por más tiempo, era
el creador de las oportunidades, se destacaba durante todo el partido.
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Adelante, futuro campeón
A Víctor Hugo lo que más le gustaba era jugar
fútbol. En la cancha era el rey, en el colegio, un ídolo. Siempre que se
encontraba con sus admiradores le regalaban dulces, chocolatinas,
refrescos. Si caminaba por el barrio era común que niños, jóvenes y
adultos lo reconocieran y le gritaran con alegría: “Hola, tigre”, o “¿qué
hubo, campeón?”, o “¿cuándo es la próxima?”. Un solo detalle le
amargaba la vida, en la casa no apreciaban sus dotes de futbolista, allí
su capacidad deportiva no impresionaba a nadie.
O, a casi nadie, pues su hermano menor, Ernesto, era el único
que admiraba su destreza física. Porque al papá, el tigre Tiburcio, su
talento le importaba, como él mismo decía, “un pito”. Era un señor muy
serio y por lo general malhumorado, de carácter adusto y exigente, no
compartía la alegría de la diversión, ni las bromas de los jóvenes. Casi
siempre vestía ropa formal, pantalones limpios y planchados, camisa
impecable con el faldón guardado entre la pretina, y zapatos de cuero
relucientes. Se le veía por el parque sólo cuando iba a buscar, gritar y
perseguir a alguno de sus cachorros, no usó jamás una cachucha como
si el peso de la gorra le impidiera llevar la frente en alto.
Al tigre Tiburcio apenas le interesaban el respeto y su propia idea
de la disciplina. Un domingo que no hubo fútbol, Víctor Hugo y Ernesto,
sintiéndose ya grandes, casi adultos, aburridos de la vigilancia paterna
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salieron a recorrer los alrededores y surgió el tema, mientras estaban
en lo alto de un peñasco a la orilla del río:
— ¿Si oíste el grito que me pegó mi papá esta mañana? —
preguntó Víctor Hugo con gesto de amargura.
—Sí, sí —confirmó Ernesto, con ojos de tristeza solidaria.
—No es justa la manera como nos trata mi papá —se quejó
Víctor Hugo—. Y eso que nosotros somos cachorros decentes, ¡ni
comparación con el pícaro de Raúl!
— ¡Ah, no! ¡Ni comparación! —confirmó Ernesto—. Ese lagarto sí
era peligroso, un delincuente juvenil.
—Sí —dijo Víctor Hugo—, yo lo vi, hace tiempo, una tarde que se
soltó un aguacero en el parque, cómo le robó el balón a Juan José, que
por entonces siempre andaba solo. Era un balón nuevecito, y de los
caros, con franjas de blanco, negro y dorado, ¿lo recuerdas? Por ese
descuido el papá debió darle una tunda a la jirafita.
Crecía el sol sin nubes hacia la mañana tibia y clara. Cerca se
escuchaba la manada, la familia de tigres que vivía en aquella zona. A
cierta distancia, entre los graznidos y trinos de los pájaros, los chirridos
de las primeras chicharras y de otros insectos en los matorrales,
sobresalían los rugidos de los hermanos menores jugando a la cacería
o al combate. De vez en cuando, la selva se estremecía con el
poderoso vozarrón del tigre Tiburcio que hacía notar su presencia y
llamaba al orden. Los dos hermanos proseguían sus quejas.
—Es un abuso —alegó Víctor Hugo—. Para nosotros, que somos
respetuosos, por cualquier cosita es grito y regaño ventiado.
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—Y, has visto a los padres de juan José, ¿cierto? —comentó el
menor—. A él nunca lo regañan en público ni lo persiguen a gritos por el
barrio.
—Ah, sí, parece que a él las cosas le van mejor, ¿no? —
reflexionó el mayor.
—Sí, eso parece —concluyó Ernesto con cara de aburrimiento.
El par de hermanos sufrían continuos reclamos de su padre, a
veces inexplicables. Ya no les permitía las bromas ordinarias que tanto
les gustaban: rugir con sus nuevos vozarrones al oído de un menor,
poner una zancadilla aquí, propinar un golpecito allá. Eran chanzas
didácticas, para avispar a los más pequeños, aunque el padre no los
comprendiera. Pero no era el fin del mundo, incluso ya se estaban
resignando, y lo sabían.
— ¡Y cómo ha aprendido a jugar ese Juan José! —exclamó
Víctor Hugo, recordando a la jirafita.
—Sí, es verdad —confirmó Ernesto—. Yo me acuerdo que
cuando comenzó a ir al parque era un chiste verlo correr y caerse por
todas partes.
—Ese cachorrito sí es afortunado —concluyó Víctor Hugo—. En
el fútbol resultó un crack, y no vive ansioso en su casa esperando el
momento en que lo llamen a gritos para regañarlo. Para mí que su
equipo, Cuarto A, puede ganar este año el torneo de primaria.
Ernesto estuvo de acuerdo, esa no parecía una idea
descabellada.
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—Y no se le olvide que el último viernes de este mes será la
final… —dijo, pensativo— Para mí, lo mejor sería que se la ganara
Cuarto A.
Y así fue. La tarde de ese viernes, el último de noviembre, en la
final del torneo inter-clases de básica primaria Cuarto A le ganó por
goleada al equipo de Quinto B, que hasta pocas semanas atrás se
perfilaba como el seguro campeón. Desde la una de la tarde, la mitad
del barrio se había volcado sobre las canchas de fútbol del colegio
Griseldo Ciruelo. La primaria y la secundaria, los docentes, las
directivas, muchos padres de familia y vecinos, se agolpaban en
ferviente expectación. Todos querían comprobar de qué tanto sería
capaz el nuevo número 10. Y no los defraudó: Cinco a uno quedó el
partido. Los primeros dos goles fueron pases milimétricos de Juan José.
El cuarto y el quinto, su propia obra.
El cuarto gol fue un certero cabezazo luego de un tiro de
esquina. El quinto, una entrada en solitario contra toda la defensa, con
mucho drible, aplauso y gritería del público. Arrancó desde el medio
campo, tras un saque largo del arquero, con un ágil quiebre de cintura
dejó atrás a dos mediocampistas contrarios y avanzó unos diez metros.
Haciendo un ocho muy corto superó al primer defensa que le salió al
paso y luego, con una bicicleta impecable, dejó confundidos a los
demás jugadores que lo asediaban.
Desde las dieciocho yardas lanzó el disparo, que por poco entra,
fue a estrellarse contra el palo horizontal. Entonces dio una mirada
breve a la cara de pánico del arquero, vio que el balón, en la línea de
penalti, pasaría sobre su propia cabeza y, en un solo movimiento, como
impulsado por un resorte, giró sobre sí mismo, se elevó por el aire de
espalda al arco y, encogiendo hacia atrás el largo cuello para mirar de
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reojo y escoger el rincón donde se hincharía la red, con un remate
fulminante de chilena anotó el quinto gol. Los fanáticos estallaron en la
ovación general, ¡ese era mucho goleador!
Los hinchas de los otros equipos comenzaron a apoyar a cuarto
A, y esa misma tarde organizaron una fiesta en un salón del colegio,
donde Juan José fue el centro de atracción. Los estudiantes de la junta
directiva de cuarto A pidieron permiso y la secretaria de coordinación
les dio las llaves del salón de agasajos. Por lo espontáneo de la
celebración no se veía muy decorado, pero la ocasión, la música y la
alegría de los asistentes colmaron de felicidad aquella tarde saturada
de abrazos, felicitaciones, refrescos y papitas fritas.
A la fiesta acudieron las celebridades del torneo inter-clases,
hasta Víctor Hugo, que admiraba la destreza del nuevo número 10, y su
papá, el tigre Tiburcio, que por recomendación de la psicóloga del
colegio se estaba integrando a las actividades de sus hijos, y quería
saludar al nuevo goleador. Así estrecharon una larga y cálida amistad el
antiguo ídolo y el admirador, antes tímido e inseguro, que había logrado
superar sus dificultades y alcanzar sus metas.
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Desde esa tarde, en el tiempo libre, Juan José entrenaba con
Víctor Hugo, Ernesto y sus amigos, y, a veces, cuando la dejaban salir,
paseaba feliz con Julieta por las canchas del parque o por las tiendas y
cafeterías del vecindario. Casi siempre andaba con Víctor Hugo y su
hermano, era común verlos conversando a la sombra del mango grande
de la entrada del Polideportivo. El amigo le contó secretos fáciles de
adivinar: Lo enamoraba sin excepción cuanta gatita veía por ahí, tenía
varias novias; quería, por supuesto, a su mamá por sobre todas las
gatas del mundo, pero también a su padre, que a fuerza de vigilancia y
regaño le enseñó a ser un tigre decente.
Todas las noches, antes de dormirse, Juan José gozaba los
mejores momentos del día recordando a Julieta. Era muy bella, además
de inteligente. Era la niña más hermosa del mundo. Lo mejor de todo
era su olor, Julieta olía como a menta o chocolatina, o a mandarinas
frescas o flores del bosque, en fin, ¡tan delicioso!, no lo podía explicar.77
Para celebrar el comienzo de aquella etapa de su vida, un día
Juan José invitó a Julieta a su casa. Ella pidió permiso por teléfono a su
mamá, y pasaron un rato largo comiendo pasteles y helados, tomando
jugo, y mirando la televisión.
A la semana siguiente, él visitó la casa de Julieta y conoció a sus
padres. A don Napoleón y a Josefina les dio mucho gusto conocerlo, lo
invitaron a pasar en la casa todo el tiempo que quisiera, pues ya les
comenzaba a preocupar tanto paseo de la niña por la calle. Así que
tuvieron donde reunirse, se les volvió frecuente el estudiar juntos,
hacían las tareas, conversaban y se miraban a los ojos, largamente.
Pero siguieron chateando, como ejercicio académico.
Por su parte, Julio César, que venía chateando con “Hadalinda”,
también la había conocido. Era una hermosa jirafita de su mismo salón
que se llamaba Jenny Vélez, y, según dijo, le clavó el ojo a Julio desde
el primer día en que lo vio. Juan José tardó en verlos, pero desde antes
ya oía comentar que ellos paseaban abrazados por el parque y decían
que eran novios. Cuando los descubrió besándose ocultos detrás de un
quiosco del parque, se pusieron de acuerdo y comenzaron a pasear los
cuatro. Para jugar con las chicas, los dos amigos aprendieron
baloncesto, tenis y voleibol, los domingos iban las dos parejas a jugar al
parque, o a cine de matiné, o, cuando la ocasión lo exigía, se reunían
para estudiar en grupo.
Aunque Julieta y Juan José pasaban juntos casi todas las tardes
siempre tenían cosas que contarse. Los descubrimientos de Julieta en
los libros o en la red de Internet, los triunfos de Juan José en el deporte,
sus últimas investigaciones sobre el Big Bang, el origen del Universo,
los nuevos amigos. Desaparecida la pandilla de Raúl, y juntos los dos,
el mundo se había hecho más amable, la vida más llevadera.
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Navegaban juntos por horas en la red, iban a jugar al parque,
asistían a todas las fiestas. Una tarde de domingo en que fueron con
Jenny y Julio César al Polideportivo se atrevieron a meterse a la piscina
y, ¡sí, era divertido!, ¡de lo que se estaban perdiendo!
Mientras se daban los primeros chapuzones escucharon una voz
familiar, pero al mismo tiempo extraña, que los saludó al pasar. Forrado
con una llamativa pantaloneta que casi le cubría las piernas, un joven
cocodrilo pedía una ensalada de frutas en la cafetería del parque, al
lado de la piscina. Sus modales eran tan refinados que parecían
fingidos, más bien forzados, algo en el joven llamaba la atención. Al
verlos fijarse en él, el cocodrilo los miró de frente, se quitó sus gafas de
sol, y les dijo:
—Ey, jirafitas, ¿cómo están? Apuesto a que no saben nadar. Yo
les puedo dar clases, si quieren. Hablen con sus padres para que me
las paguen más tarde. Soy mejor que un pez en el agua.
Y, dicho esto, mostró una enorme sonrisa entre la cual se
destacó un gran vacío oscuro, la falta de un colmillo, que lo hizo ver
como al más cómico de todos los payasos.
—Y, ¿cuál es su nombre, profesor? —quiso saber Juan José,
intrigado con la presencia del cocodrilo y la oportuna invitación.
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—Querida jirafita —continuó el joven—, no me digas que ya te
olvidaste de tu amigo, tu ángel guardián… Yo soy Raúl, tu compañero
del colegio. Es que con mi nuevo uniforme de trabajo luzco muy
especial —concluyó, mientras volvía a sonreír con su llamativo agujero
entre la fila de colmillos, y se ponía de nuevo las gafas para recibir la
ensalada de frutas que la vendedora le estaba entregando.
Según su relato, resultó que, tras semanas de vagar perdido
entre los bosques de la región, Raúl había sido hallado en una ciudad
vecina y por algún tiempo vivió y se educó bajo el cuidado de las
autoridades. Luego fue preparado para integrarse a la comunidad,
estudiaba en la universidad nocturna, y para costearse los estudios
trabajaba como profesor de natación. Era un cocodrilo muy diferente,
amable, respetuoso, buen vecino, ecológico y vegetariano. Para apoyar
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su buena causa, y aprovechar la oportunidad, las jirafas tomaron con él
un curso completo de natación.
Una tarde helada y lluviosa en que no asistieron a la clase de
natación, Juan José estaba de visita en la casa de Julieta y se
abrazaron un poco, tal vez para ahuyentar el frío.
Con la naturalidad con que acostumbraban escribir en el teclado
del computador, sin prisa ni temor, terminaron juntando sus manos y se
dieron un beso: su primer beso.
Cada uno a su manera, se dijeron entonces que cuando estaban
juntos todo les parecía mejor, cantaba más lindo el río, brillaban más las
mariposas, los pájaros trinaban sus más bellas melodías. Y se juraron
ser amigos por siempre. Pero a los otros amigos, cuando preguntaban,
les decían que eran novios.
Fin
Tabla de contenido
Nº Título Página
0. Presentación…………………………………………. 2
1. Solitario entre la multitud…………………………….3
2. El poder de las palabras……………………………...7
3. Un famoso caso de psicología……………………..14
81
4. La negación de los espejos…………………………21
5. El torneo inter-clases………………………………..28
6. El diseño de sonrisa…………………………………32
7. Cuando los asustaba el coco……………………….40
8. Una ciudad sin dentistas…………………………….51
9. El encanto del amor platónico………………………57
10. Adelante, futuro campeón……………………..……65
Fin……………………………………………………..72
************
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