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Materia: Historia Moderna
Cátedra: Campagne
Teórico: 9
Fecha: 7 de septiembre de 2012
Tema: La expansión económica durante el largo siglo XVI (II): el debate sobre las causas de la Revolución de los Precios.
Dictado por: Fabián Alejandro Campagne
Revisado y corregido por: Fabián Alejandro Campagne
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Vamos a dedicar la clase completa a analizar un debate historiográfico, el debate sobre las causas
que provocaron la Revolución de los precios, uno de los fenómenos más curiosos de la historia
económica del largo siglo XVI. Se trata de un debate clásico, antiguo, que sin embargo continúa
produciendo resultados en el presente: la última contribución importante fue la que realizó
Bartolomé Yun en el 2004, con su trabajo de síntesis Marte contra Minerva.
Para comenzar a analizar el debate tenemos que remontarnos a 1934, año en que el historiador
norteamericano Earl Hamilton publica un libro por la prensa de la Universidad de Harvard, al que le
pone por título American Treasure and the Price revolución in Spain, 1501-1650. Hamilton era
profesor de historia económica en la Duke University, cargo que ocuparía hasta 1944. Luego
terminaría su carrera académica entre 1947 y 1967 en la Universidad de Chicago. Moriría muy
longevo, a los 90 años de edad, en 1989.
¿Por qué la publicación de este libro generó tantas discusiones y debates? Porque en American
Treasure Hamilton propone una explicación de la Revolución de los Precios del siglo XVI basada
en la teoría cuantitativa de la moneda. Comenzó construyendo una primera curva estadística, la de
los índices compuestos de los precios de las mercancías en España entre 1501 y 1650. Luego
construye una segunda curva estadística, la que graficaba las importaciones quinquenales totales de
metal precioso americano, oro y plata, que en el mismo periodo llegaron al puerto de Sevilla. Y en
tercer lugar, superpuso los gráficos, y para su sorpresa descubrió que el comportamiento de ambas
curvas era prácticamente idéntico, perturbadoramente similar. Durante gran parte del trazado, de
hecho, ambas curvas se tapaban entre sí. Para Hamilton la conclusión resultaba obvia: la causa de la 1
Revolución de los Precios había sido el oro y la plata americanos, el tesoro americano había
provocado la inflación crónica que caracteriza al largo siglo XVI.
El esquema le permitía a Hamilton explicar no solamente la expansión económica del siglo XVI
sino también la contracción del siglo siguiente –todavía no se había inventado el rótulo “crisis del
siglo XVII”. Claro, si los inéditos arribos de metálico americano habían provocado el crecimiento
de la economía española posterior a 1500, la disminución en la llegada de plata y oro del Nuevo
Mundo que se percibe con claridad en las fuentes fiscales españolas, explicaba el fenómeno
contrario: la desaceleración económica posterior a 1600 (en término del comportamiento de precios,
esta desaceleración se tradujo primero en estancamiento, y más tarde en deflación).
La teoría cuantitativa, que supone que todo incremento en la cantidad de moneda circulante de
inmediato provoca un incremento proporcional en el nivel de precios es en rigor de verdad muy
antigua. Fue de hecho una de las primeras explicaciones de la Revolución de los Precios del siglo
XVI propuesta por los contemporáneos. En 1556, en un opúsculo titulado Comentario resolutorio
de cambios, el teólogo español Martín de Azpilcueta sostuvo lo siguiente: “Una centena de ducados
de oro, de plata, o de otro metal valdrá menos ahora que hace un año, si ahora abundan y hace un
año escaseaban. De la misma manera que una medida de grano vale menos en agosto cuando es
abundante que en mayo cuando es escaso. El dinero vale mayormente cuando y donde escasea que
allí donde abunda. Toda mercancía encarece cuando es grande la demanda y escasa la oferta; y la
moneda, en cuanto puede ser vendida, cambiada o ser objeto de todo otro acto de cambio, es
asimilable a una mercancía. Como la experiencia muestra, en Francia, donde corre menos dinero
que en España, el pan, el vino, las telas y la mano de obra valen mucho menos. Del mismo modo en
España, cuando el dinero era escaso, las cosas vendibles, los brazos y la capacidad de trabajo de
los hombres se pagaban mucho menos que después del descubrimiento de las Indias, por cuanto el
estado fue inundado de oro y de plata”. He aquí en germen la teoría cuantitativa de la moneda. Sin
embargo, este lúcido fragmento de Azpilcueta no tuvo mucha influencia en los debates de la época
porque se recién se publicó después de la muerte del autor, en la década de 1590. Algo similar
sucedió con los trabajos de Francisco López de Gomara, quien también sospechaba una correlación
entre metálico y precios. En su caso, sus ensayos fueron dados a la imprenta recién en 1912.
Mejor suerte tuvo Jean Bodin. No hace falta que presente a este personaje. Se trata sin dudas de uno
de los principales intelectuales del Renacimiento. Es considerado uno de los padres fundadores de
la moderna ciencia jurídica; fue un destacado teórico político: el libro más importante de teoría
política que se publica en Europa entre El príncipe de Maquiavelo y el Leviatán de Thomas Hobbes
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son Los seis libros de la república de Bodin, un tratado de teoría absolutista; escribió tratados de
filosofía natural; fue demonólogo: redactó una de las demonologías más exitosas del período
moderno, la Démonomanie des sorciers; escribió literatura; y como veremos enseguida, también se
interesó por problemas de índole económica. Un verdadero polígrafo tardo-renacentista. Bodin se
engarza en un debate con un oscuro personaje, el Señor de Malestroit, en torno de las causas de la
inflación crónica que afectaba a la economía europea del período. Malestroit tenía una particular
opinión sobre las causas de la sostenida suba de precios: la atribuía a las constantes devaluaciones
de la moneda, a la permanente manipulación de la ley de la moneda metálica a la que recurrían los
príncipes de la época para intentar resolver los ahogos fiscales crónicos que afectaban a sus estados.
Bodin no está de acuerdo con esta perspectiva, y propone un esquema causal que otorga la principal
responsabilidad por la suba de precios al oro y a la plata provenientes de las Indias. El debate
Bodin-Malestroit tuvo lugar entre 1566 y 1568, y fue dado a la imprenta, lo que convierte a Bodin
no sólo en el primer cuantitativista que vio su trabajo publicado, sino en el verdadero iniciador del
debate sobre las causas de la Revolución de los Precios. La argumentación de Bodin es
extremadamente matizada, pues evita incurrir en explicaciones monistas. El texto con el cual Bodin
ingresa en la polémica con Malestroit tiene un extenso título: “Réponse au paradoxe de M. de
Malestroit touchant l’enchérissement de toutes choses, et le moyen d’y remédier” [Respuesta a la
paradoja del señor de Malestroit respecto del encarecimiento de todas las cosas, y la manera de
remediarlo]. Bodin va a identificar cuatro causas de la revolución de los precios, aunque siempre
sostendrá que el incremento de la masa de metálico circulante era la principal responsable del
fenómeno. Cito: “Yo encuentro que el encarecimiento que observamos depende de tres causas. La
principal y casi la única, que ninguna hasta ahora ha tocado, es la abundancia de oro y de plata
proveniente de las Indias (he aquí expresada, en pocas palabras y de manera muy elegante, la teoría
cuantitativa de la moneda). La segunda ocasión para el encarecimiento está dada en parte por los
monopolios (razonamiento impecable en términos económicos: cualquier economista moderno
coincidiría en que las posiciones de mercado dominantes establecen pisos relativamente elevados
para los precios de los bienes comercializados). La tercera es causada tanto por las exportaciones,
como por el despilfarro. Este último es el placer de los reyes y de los grandes señores, que hacen
crecer el precio de las cosas que ellos aman (aquí Bodin despliega una verdadera teoría semiótica
de la mercancía. Las mercancías de lujo son bienes de prestigio en términos antropológicos, y como
tal ejercen una función social discriminante; ésa es su utilidad. Pues bien, para que conserven dicha
función resulta imprescindible que posean precios elevadísimos, valores de mercado extremos,
completamente fuera del alcance del común de las personas. De lo contrario no podrían continuar
funcionando como máquinas de clasificar Los poderosos, los ricos y los príncipes, afirma Bodin,
desean que los objetos suntuarios que consumen valgan cada vez más. Me viene a la mente uno de
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los libros más citados de Pierre Bourdieu, que tiene por título precisamente La distinción). Tan
pluricausal es la explicación de la inflación que propone Bodin que más adelante sugiere una cuarta
causa: el factor demográfico: “La otra razón por la cual han aumentado tanto los bienes entre
nosotros desde hace 120 o 140 años es la multiplicación del pueblo”. Probablemente el mayor
mérito de la propuesta de Bodin sea la jerarquización de los factores, lo que otorga solidez
epistemológica a su razonamiento. En efecto, no caben dudas de que para el francés la principal
causa de la inflación, de las cuatro identificadas, es la primera, la abundancia del metal precioso
proveniente de las minas de América. Cito: “Los castellanos, habiendo conquistado todas las
nuevas tierras repletas de oro y plata, llenaron a España de todos esos metales, y mostraron el
camino a nuestros pilotos para hacer la vuelta de África con gran ganancia. He aquí las razones
por las cuales desde hace 200 años se ha juntado oro y plata en tal abundancia. Hay más en
España y en Italia que en Francia, por lo tanto todo es más caro en España y en Italia que en
Francia, y más caro en España que en Italia, pues el español, rico, altivo y perezoso, vende a
precio caro su fatiga. Es por lo tanto la abundancia de oro y de plata lo que provoca en parte el
encarecimiento de las cosas”.
Tras el debate Malestroit-Bodin de la década 1560, la teoría cuantitativa de la moneda cayó en el
olvido, ingresó en un cono de sombras, y allí se mantuvo hasta la década de 1920, en que será
recuperada por un economista norteamericano, Irving Fisher, verdadero inspirador del modelo de
Hamilton.
Hamilton fue, en rigor de verdad, más moderado en su defensa de la teoría cuantitativa de la
moneda de lo que suele pensarse. En el texto de American Treasure, cuando comenta las curvas
estadísticas que mencionamos hace unos minutos, sostiene lo siguiente: “Las abundantes minas de
América fueron la principal causa de la revolución de los precios en España”. Si caracteriza al
metálico como “causa principal” es porque imagina la existencia de otras. En otras palabras, el
comentario sobre la curva es menos radical que lo que sugiere la curva misma. Sin embargo, la
aplicación mecánica de la teoría cuantitativa que trasunta la superposición de ambos gráficos
terminó prevaleciendo, sirviendo de base para todas las interpretaciones posteriores de la teoría de
Hamilton.
Y otra cuestión que no resulta menor: Hamilton siempre sostuvo en American Treasure y en su
secuela de 1947, War and Prices in Spain, 1651-1800, que su modelo había sido pensado -y era
aplicable solamente- para España. Jamás sostuvo que podía extenderse al resto del continente, o que
había sido pensado para dar cuenta de la evolución de la economía europea durante el
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Renacimiento. Quien se encargó de generalizar el modelo de Hamilton y de aplicarlo a toda Europa
fue otro reputado historiador económico, François Simiand. Fue Simiand quien institucionalizó en
la historiografía económica el célebre modelo de los ciclos de larga duración típicos de la economía
preindustrial, los ciclos A de expansión y los ciclos B de contracción. Este modelo tuvo enorme
influencia durante décadas. Todavía permea la interpretación que del siglo XVII ofrece Wallerstein
en el segundo tomo de El moderno sistema mundial, que se publica en 1980. Al referirse al siglo
XVII, Wallerstein no refrenda la teoría de Hobsbawm. Para él, el siglo XVII no es escenario de la
última gran crisis del feudalismo occidental sino de una fase B de contracción económica. El siglo
XVII sería, de hecho, la primera gran crisis en la historia de lo que Wallerstein denomina “el
moderno sistema mundial capitalista”.
Decíamos hace unos minutos que Hamilton aplica a la España del siglo XVI la teoría cuantitativa de
la moneda que Fisher exhuma durante la década de 1920. ¿Quién era Irving Fisher? Se trataba de
economista neoclásico de enorme prestigio por aquellos años. Vivió entre 1867 y 1947. Fue
académico y simultáneamente periodista. En tanto economista profesional tuvo el privilegio de ser
el primer Ph.D. de la Universidad de Yale, la famosa y exclusiva universidad de la costa este de
Estados Unidos. Parte de su prestigio académico devenía de la sofisticación de los modelos
matemáticos que empleaba, algo no muy frecuente entre los economistas de formación
decimonónica. Como difusor de la economía alcanzó una fama mayor todavía. Se lo ha
caracterizado como el primer periodista celebrity de la historia norteamericana. Milton Friedman,
uno de los máximos gurúes del neoliberalismo del siglo XX, calificó a Fisher –con evidente
exageración- como el más grande economista que alguna vez dieron los Estados Unidos. Ahora
bien, todo este enorme prestigio, todo este capital simbólico como diría Bourdieu, sufrió un duro
golpe a causa de un pronóstico fallido sobre la gravedad de la crisis del ‘30. Poco antes del 24 de
octubre de 1929, poco antes del jueves negro, Fisher publicó un artículo en la prensa neoyorkina en
el que sostuvo que las acciones de Wall Street habían alcanzado un techo, una elevada meseta (high
plateau), en el que se mantendrían por mucho tiempo. Sin embargo, pocos días después los precios
de las acciones que cotizaban en la bolsa de Nueva York se derrumbaban en picada, y Fisher perdía
con ello no sólo parte de su fortuna personal sino también mucho de su prestigio profesional.
Ahora bien, antes de este desastre, en 1926, Fisher publicó uno de sus libros más famosos, The
Purchasing Power of Money (El poder de compra del dinero), en el que recupera la olvidada teoría
cuantitativa de la moneda que los intelectuales del Renacimiento habían intuido 400 años antes.
Fisher enriquece la antigua teoría incorporando una variable que los pensadores del siglo XVI no
habían tomado en cuenta: la velocidad de circulación del dinero. Esta variable da cuenta de la
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cantidad de veces que un medio de pago cambia de mano y es utilizado por diferentes personas para
realizar diferentes operaciones mercantiles. Con la incorporación de este factor la fórmula de la
teoría cuantitativa de la moneda de Irving Fisher quedó de la siguiente manera:
m.v = p. t (q)
M es la masa monetaria circulante. V es la velocidad de circulación del dinero. P es el precio de los
bienes y T la cantidad de transacciones mercantiles. El factor T resulta intercambiable con Q, la
cantidad de bienes que se producen para ser intercambiados por moneda. T y Q resultan
equivalentes reflejan el mismo fenómeno: la producción de bienes para el mercado, por oposición a
la producción para el autoconsumo.
Como dijo alguna vez un historiador de la economía de los siglos XV y XVI, Harry Miskimin, la
formula de Fisher resulta engañosamente simple y tautológicamente cierta. Si otorgamos
determinados valores a la variables podríamos decir, por ejemplo, que 500 pesos que en el mismo
día cambian de mano 20 veces, me permitirían comprar 500 libros a 20 pesos cada uno.
Creo que Miskimin tiene razón cuando sostiene que la fórmula resulta ilusoriamente simple. La
fórmula posee más problemas que los que Hamilton parece identificar. Por lo pronto, Hamilton
afirma que el principal determinante de los precios en la economía española del siglo XVI es la
masa monetaria. Lo que está diciendo, entonces, es que el principal determinante del factor P es el
factor M. Con ello de manera tácita sostiene que los otros dos factores, V y T, son constantes antes
que variables. Si el único factor que influye sobre los precios es la masa monetaria, resulta evidente
que la velocidad de circulación de la moneda y la cantidad de transacciones mercantiles no influyen
sobre los precios. Para que no tengan influencia en la ecuación tienen que permanecer estáticos,
tienen que resultar siempre iguales a sí mismos. Ahora bien, ¿es ésto lo que sucedía en la economía
española del siglo XVI? Pues no: lo que sucedía era exactamente lo contrario. La velocidad de
circulación del dinero experimenta una transformación revolucionaria durante el siglo XVI. Y lo
mismo sucede con el volumen de bienes producidos para ser comercializados en el mercado:
aumenta notablemente entre 1500 y 1600.
Por otra parte, el factor M en sí mismo es más complejo que lo que Hamilton sugiere. La cantidad
de moneda que cada año circulaba por la economía española durante el siglo XVI puede
determinarse a partir de la siguiente fórmula:
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m = a + b – c
a es el stock monetario pre-existente. b refleja la incorporación de moneda nueva, que
esencialmente proviene del metal que se obtiene de las minas americanas. c es el metal precioso que
no ingresa o no permanece en el sistema, bien porque se lo atesora, bien porque termina en manos
de piratas, corsarios o contrabandistas, bien porque se lo emplea para el pago de importaciones o
para el pago de remesas de la deuda pública o privada. Volvamos al razonamiento de Hamilton.
Hamilton nos dice que en el siglo XVI la masa monetaria española está determinada todos los años
por el tesoro americano, tesoro americano que incluimos en el término b. Para que ello sea así, los
otros dos factores, a y b, deben desaparecer de la ecuación. La única forma de conseguirlo es que
sus valores sean iguales, de tal forma que si se los resta el resultado de la operación equivalga a
cero. Pongamos por caso:
M = a + b – c
100 = 200 + 100 – 200
100 = 100
En otras palabras, para que lo descripto por esta ecuación tenga lugar tendríamos que estar en
presencia de una economía cuyo déficit comercial y cuya balanza de pagos equivaliera todos los
años al stock monetario preexistente, una economía que todos los años expulsara tanto metálico
como el que por ella circulaba el año precedente. ¿Cumplía la economía española estas condiciones
durante el siglo XVI? En parte sí. Aunque es imposible ofrecer cifras precisas en función de las
fuentes que poseemos, no caben dudas de que las balanzas comercial y de pagos de la economía
española durante el Cinquecento eran deficitarias. Por ello, la crítica que estamos realizando no
debería dirigirse tanto a Hamilton cuanto a Simiand y a los restantes colegas que pretendieron
extender el modelo del norteamericano al resto de Europa. En efecto, no caben dudas de que la
ecuación no cierra para el resto del continente. Ni Inglaterra ni Francia tenían déficits comerciales o
financieros tan brutales durante el siglo XVI, y sin embargo en ambos reinos los precios de las
mercancías no dejaron de aumentar entre 1480 y 1620. Si algo no caracteriza a Inglaterra durante el
largo siglo XVI es la exportación neta de metálico. Estas son las implicancias de la fórmula que
Hamilton parece ignorar y que debilitan la solidez técnica de su propuesta. Es por ello que creo que
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Harry Miskimin tiene razón cuando sostiene que la fórmula de Fischer es ilusoriamente cierta.
A diferencia de lo que habitualmente se cree, Hamilton no formuló una única hipótesis sobre la
economía española del siglo XVI sin dos. Existe una segunda tesis hamiltoniana, tan polémica o
más que la anterior. Me refiero a la tesis de “la inflación de los beneficios”. Hamilton creía que en
el siglo XVI se producen dos fenómenos simultáneos e interrelacionados: una revolución de los
precios y una inflación de los beneficios. Esta segunda tesis es, de hecho, la primera
cronológicamente hablando, porque Hamilton la dio a conocer cinco años antes de la publicación de
American Treasure. Vio la luz en un articulo editado en 1929 en la revista Economica; el título del
paper era “American Treasure and the Rise of Capitalism” ¿Qué postula Hamilton en esta segunda
tesis? Pues que, como durante el siglo XVI los precios de las mercancías subieron más rápido que
los salarios nominales, ello provocó una caída catastrófica del salario real, y generó una brecha
creciente entre capital y trabajo. Esta brecha, al decir de Hamilton, tuvo un rol importante en la
etapa de acumulación originaria del capital y, consecuentemente, en la emergencia del sistema
capitalista. Esta segunda tesis hamiltoniana tiene el gran mérito de poner blanco sobre negro, es
decir, de aclarar cuál era el tópico que en realidad se estaba discutiendo detrás de esta cuestión de
las causas de la revolución de los precios: me refiero al problema de la génesis del capitalismo
moderno. Porque si yo digo que durante el siglo XVI se produce una inflación de los beneficios, si
además identifico mecanismos puramente económicos de extracción del excedente generado por los
productores directos, y si termino sosteniendo que una fórmula como la de Fisher, pensada para el
capitalismo maduro de las primeras décadas del siglo XX, puede aplicarse a la España del siglo
XVI y funciona, pues de ahí a sostener que ya existe capitalismo en el siglo XVI, que la economía
renacentista es una economía capitalista, que el capitalismo nace a partir del descubrimiento de
América, hay apenas un paso. Hamilton es, de hecho, uno de los primeros historiadores que intentó
ofrecer evidencia empírica para desacreditar el modelo interpretativo alternativo, aquel según el
cual el capitalismo no nace en el siglo XVI y no es consecuencia de la revolución de los precios,
sino que nace en el siglo XVIII y es consecuencia de la Revolución Industrial y de la generalización
del sistema fabril.
* * * *
Durante las décadas de 1930 y 1940 la tesis de Hamilton reinó en forma indiscutible en las
universidades del hemisferio norte. De hecho, terminó transformándose en la visión ortodoxa del
problema. Este consenso recién comenzó a resquebrajarse en la década de 1950. En 1955, Carlo
Cipolla publica en la revista Annales un artículo polémico cuyo título ya es todo un manifiesto
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historiográfico: “La prétendue ‘révolution des prix’: réflexions sur l’expérience italienne” (“La
supuesta Revolución de los Precios: reflexiones a partir de la experiencia italiana”). Como en toda
polémica se comienza por cuestionar la categoría, y por lo general se lo hace a partir de estudios de
caso locales, regionales. Cipolla parece dudar incluso de la existencia del fenómeno. Considera
discutible aplicar una etiqueta como “revolución de los precios” a la economía italiana del siglo
XVI. Por dos motivos. Primero, porque sostiene que desde la Baja Edad Media la economía más
monetizada de Europa era la italiana; ello quiere decir que en dicha región las fluctuaciones de
precios eran un fenómeno recurrente y normal: los precios subían y bajaban constantemente. En
segundo lugar, Cipolla sostiene que la única fluctuación brusca de precios que tiene lugar en la
Italia del norte durante el siglo XVI se concentra en la década de 1550, y se trata de un fenómeno
muy fácil de explicar: se relaciona con el aumento en el flujo de inversiones, con las devaluaciones
monetarias, y con la llegada de las primeras remesas importantes de metal americano al puerto de
Génova. Como pueden ver ustedes, a pesar de la dureza de su crítica Cipolla no cuestiona los
fundamentos del modelo de Hamilton. No ataca la teoría cuantitativa de la moneda. Por el contrario,
parece reforzarla, porque uno de los factores que identifica como posible responsable de la suba
brusca de la década de 1550 se relaciona en forma directa con la llegada del oro y de la plata del
Nuevo Mundo.
* * * *
Dos años después, en 1957, una ignota investigadora sueca, Ingrid Hammarström, publica en una
revista de circulación limitada, la Scandinavian Economic History Review, un artículo al que pone
por título "The 'Price Revolution' of the Sixteenth Century: Some Swedish Evidence" (“La
revolución de los precios en el siglo XVI: algunas evidencias suecas”). Hammarström continúa con
la línea de Cipolla, ésto es, intentar realizar algún aporte a la discusión a partir de un estudio de caso
regional. Pero ella va mucho más allá que su colega italiano, porque cuestionará los fundamentos
cuantitativos del modelo de Hamilton. El razonamiento de Hammarström es muy sagaz. Ella
sostiene que Hamilton ha invertido la secuencia económica real: lo que provocó la suba de precios
durante el largo siglo XVI fue el boom económico, el notable crecimiento económico del periodo;
la suba de precios, a su vez, justificó el incremento de la actividad minera en el centro de Europa y
en América; y el incremento de la actividad minera produjo un incremento en el flujo de metal
precioso. Ven ustedes que el metal precioso aparece en el razonamiento pero como último eslabón.
Hammarström dio vuelta el esquema de Hamilton por completo.
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¿Cuál es la pregunta principal, desde su perspectiva, que Hamilton no se formula? La pregunta
principal era por qué aquella ingente cantidad de plata y oro americanos no se atesoraba cuando
llega a Europa? ¿Por qué no se utilizaba el metal precioso para confeccionar joyas, cálices para las
iglesias, marcos para los cuadros, coronas y cetros para los príncipes? ¿Por qué de inmediato se lo
transformaba en moneda?. ¿Por qué no se le daba un uso ceremonial, como en las antiguas
civilizaciones precolombinas o asiáticas, sino que se lo empleaba para incrementar los medios de
pago existentes? Para Hammarström esta pregunta tolera una única respuesta: para sostenerse en el
tiempo, el impresionante boom económico por el que atravesaba Europa por entonces requería un
aumento radical de la cantidad de moneda circulante.
Hammarström es la primera que corre el eje del debate. Lo que ella hace en su artículo es
reemplazar una teoría de inflación monetarista por una teoría de inflación por demanda. Lo que
hace es introducir en el escenario a John Keynes. Está reemplazando una teoría de inflación de corte
neoclásico por una teoría de inflación keynesiana.
Como suele ocurrir con los partidarios de la inflación por demanda, Hammarström no le niega a la
moneda y al metálico algún tipo de incidencia sobre los precios. Lo que sostiene es que el verdadero
disparador de los precios fue el boom económico. El rol del metal americano fue el de reforzar una
tendencia a la suba de precios que ya había comenzado antes y por otros motivos.
* * * *
De los tres aportes al debate sobre las causas de la Revolución de los Precios que se realizan en la
década del ‘50 el más interesante es el tercero: el del catalán Jordi Nadal i Oller, publicado en la
revista Hispania en 1959. Se trata de un artículo titulado “La revolución de los precios españoles en
el siglo XVI: estado actual de la cuestión”. El trabajo es mucho más que un estado de la cuestión.
Se trata, de hecho, de una de las contribuciones más importantes al debate. Junto con los trabajos de
Michel Morineau, de los que vamos a hablar dentro de unos minutos, el paper de Nadal fue el texto
que más contribuyó a derrumbar la teoría de Hamilton.
¿Cuál es el objeto del artículo de Nadal? Preparar el terreno para el congreso internacional de
historia que en 1960 iba a celebrarse en Estocolmo. Los organizadores del evento anunciaban un
simposio sobre la revolución de los precios del siglo XVI al que había comprometido su asistencia
el padre de la criatura, es decir, Hamilton en persona, 26 años después de la publicación de
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American Treasure.
El artículo de Nadal resulta muy complejo porque es extremadamente técnico. Dedica la mayor
parte del espacio a discutir en términos estadísticos la propuesta de Hamilton. Voy a presentar
algunas de las críticas, cuyo poder de demolición van a ir viendo ustedes que va in crescendo. La
primera crítica que Nadal lanza a Hamilton sostiene lo siguiente. Para elaborar sus índices, sus
curvas, sus series estadísticas, Hamilton utilizó precios de tasa y no precios de mercado. ¿Qué son
los precios de tasa? Los precios máximos que la Corona fijaba para ciertos productos. Eran precios
de referencia, que no reflejaban la economía real, el impacto de la oferta y la demanda. Eran precios
de fantasía. Aunque más no sea sólo éso, las series estadísticas de Hamilton deberían revisarse.
Segunda crítica de Nadal. Hamilton ha trabajado exclusivamente con los precios de las ciudades.
Hay que extender la encuesta para abarcar a los pequeños mercados rurales, ubicados al margen de
las grandes corrientes monetarias, pequeños mercados en los cuales, en la formación de precios,
influían mucho más los factores locales, como el rendimiento de la cosecha anual, que la llegada de
remesas a Sevilla.
Tercera crítica. Ante la abundancia de precios individuales con los que tuvo que trabajar Hamilton,
en una época en la que no existían las computadores personales, el norteamericano se vio obligado a
reducir sus datos a una media aritmética, se vio obligado a trabajar con promedios aritméticos. En
una palabra, se vio forzado a construir precios índice. Pues bien, dice Nadal, ello transformó a sus
curvas en instrumentos poco menos que inútiles para calcular la calidad de vida de la población
española del siglo XVI. ¿Por qué? Porque no todos los precios impactaban por igual en la canasta
básica de los sectores populares urbanos y rurales. El precio del trigo era fundamental en las
grandes capitales, pero era absolutamente irrelevante en las áreas rurales pauperizadas donde se
consumía pan negro, y en las cuales lo que importaba era el precio del centeno. El precio de la carne
era muy importante para los consumidores ingleses, los más sofisticados de Europa, pero no tenía
ninguna importancia para los consumidores catalanes. El precio del pescado resultaba fundamental
en Galicia, en el norte de España, pero no tenía ninguna importancia en Milán, una ciudad en la que
solamente se consumía pescado en grandes cantidades durante la Cuaresma.
Cuarta crítica. En una época como la Edad Moderna, en que las comunicaciones y los transportes
resultaban en extremo complicadas, sobre todo por tierra, en un reino como España en el que el
régimen señorial y el concejil contribuían a fragmentar aún más el espacio, para el armado de las
curvas de precios resultaba extremadamente importante tomar en cuenta las variaciones regionales.
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Y ello es algo que Hamilton ignora por completo. Por ejemplo: el norteamericano construye los
precios índices para Andalucía partiendo solamente de la información de precios relativa a la ciudad
de Sevilla. Para construir los índices de precios de Castilla la Vieja se basa únicamente en la
información extraída de Valladolid y de una localidad más pequeña, Villaverde. La información que
usa para elaborar el índice del reino de Valencia no rebasa los límites estrictos de la ciudad capital, y
sin embargo, Hamilton extiende el índice para dar cuenta del comportamiento de los precios en el
resto de la provincia, e incluso para dar cuenta del comportamiento de los precios en el reino de
Aragón. Los índices de León miden también la inflación de Galicia, Asturias, el País Vasco y
Navarra; los de Castilla la Nueva hacen lo propio con los precios de Extremadura. Pues bien, con
este sistema, dice Nadal, un tercio de España ha quedado sin investigar: un área que, a excepción de
Extremadura, incluye regiones peninsulares estrechamente relacionadas con el resto de Europa, y
que por lo tanto podían constituir zonas de comportamiento diferenciado de precios.
Quinta crítica. Una de las proposiciones de Hamilton que siempre se consideró más irrebatible
sostenía que en España los precios comenzaron a subir antes y con más intensidad que en el resto
del continente, dado que se trataba de la primera economía europea que sufría el impacto de la
llegada del tesoro americano. Esta percepción se convirtió en parte del sentido común; de hecho, es
lo que opinaban muchos contemporáneos del fenómeno como Azpilcueta y Bodin. Se creía que en
España los precios eran más elevados que en Italia, que en Italia eran más elevados que en Francia,
y en Francia más elevados que en Escandinavia. Pues bien, los estudios modernos demostraron que
esta afirmación resulta falsa. La sensación se diluye si nos ponemos a analizar los precios
individuales de diferentes mercancías. Por ejemplo, contra lo que sugieren los índices generales, el
precio del trigo se mantuvo en Francia más elevado que en España durante toda la duración de la
fase inflacionaria.
La más demoledora de las críticas que Nadal lanza al modelo de Hamilton es la sexta. Se trata del
cuestionamiento que más contribuyó a poner en crisis la teoría cuantitativa aplicada a la inflación
crónica renacentista. Es un ataque lanzado al método estadístico elegido por Hamilton para
construir sus curvas. Hamilton recurrió al método aritmético de base fija. Para Nadal se trata de un
error. El norteamericano debió haber optado por el método logarítmico de base móvil. ¿Cuál es el
razonamiento del que parte Nadal?. Precios más altos no significan necesariamente subas más altas.
Amén de medir el incremento de precios en términos absolutos durante el largo siglo XVI, los
historiadores deben medir el ritmo del aumento de los precios. ¿A qué me refiero? Resulta obvio
que cualquier mercancía, pongamos por caso el trigo, iba a resultar mucho más costosa en la España
de 1600 que en la de 1500. Nueve, diez u once veces más cara. Pero éste no es el único dato que
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necesita reconstruir un historiador económico. También resulta importante conocer la brecha que
existía entre el precio del trigo en 1600 respecto del de 1590, entre el precio de 1590 y el de 1580,
entre el precio de 1580 y el de 1570, y así de seguido, y a su vez comparar esos porcentajes con la
brecha que existía entre el precio del trigo en 1530 y el precio de 1520, entre el 1520 y el de 1510,
entre el de 1510 y el de 1500... En otras palabras, no alcanza con medir los incrementos en términos
absolutos: es importante conocer el ritmo de la suba de precios. Éste es precisamente el fenómeno
que el método logarítmico, a diferencia del aritmético, resulta capaz de medir: la intensidad de la
inflación a lo largo del siglo. ¿Por qué? Porque a diferencia del método aritmético, que para la
construcción de la curva remitía los índices anuales a un punto de partida fijo –el año 1500– el
método logarítmico proponía algo diferente, remitir los precios de cada año a un punto de partida
móvil –el comienzo de cada década. De esa manera, los precios de 1597 no tendrían que remitir a
1500 sino a 1590, los de 1551 no tendrían que remitir a 1500 sino a 1550, los de 1525 no tendrían
que remitir a 1500 sino a 1520…. ¿Y con ésto qué se consigue? Pues construir un índice decenal de
la suba de precios. Este método permite no solamente medir los aumentos en términos absolutos
sino el ritmo del crecimiento de precios de cada década en relación con la década inmediatamente
anterior. Pues bien, Nadal se puso a reconstruir la curva de Hamilton con los mismos datos
utilizados por el norteamericano, y descubrió algo que en principio resultó sorprendente: la
intensidad de la inflación fue mucho mayor en las primeras décadas del siglo XVI que en las
últimas. Entre 1501 y 1562 los precios de las mercancías en España suben a un promedio anual de
2,8 %. En cambio, entre 1563 y 1600 lo hacen a un promedio anual de 1,3 %. En otras palabras, la
inflación anual en España durante las últimas décadas del siglo XVI es la mitad de intensa que la
que afectaba a la región durante las primeras décadas. ¿Y esta constatación por qué motivos
resultaba letal para la argumentación de Hamilton? Pues porque Hamilton nos había dicho que el
metálico americano era el causante de la inflación. Es bien sabido que los mayores volúmenes de
plata americana comenzaron a llegar a Europa con posterioridad a 1570, cuando triunfa en los
Andes Centrales el método de refinamiento del mineral argentífero conocido como amalgama de
mercurio. En otras palabras, el grueso del tesoro americano comienza a llegar a Europa justo en el
momento en que la inflación comienza a frenarse, en el mismísimo momento en que la intensidad
de la suba de precios decrece. Cuando la inflación era más alta –en las décadas de 1510, 1520 o
1530– la cantidad de oro y plata del Nuevo Mundo que llegaba a Europa era sustancialmente menor
que la que comenzaría a arribar a partir del último tercio del siglo, cuando la inflación empezaba a
resultar mucho menos intensa.
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A continuación vemos la curva original trazada por Hamilton para su libro de 1934.
No caben dudas de que se trata de la curva de precios más famosa de todas las construidas por los
cliometristas del siglo XX. La línea continua indica la evolución de los precios de las mercancías
españolas, y la línea puntuada hace lo propio con las importaciones quinquenales de metálico
americano. Como pueden observar, hay momentos en que no se distinguen las curvas porque se
tapan entre sí.
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A continuación vemos la curva construida por Jordi Nadal con los mismos datos empleados por
Hamilton, pero con el método no lineal. Aún sin saber estadística, con sólo observar el tamaño de
las celdas verticales que reflejan la intensidad de crecimiento durante cada una de las décadas del
siglo, nos damos cuenta de que el ritmo inflacionario fue decreciendo con el correr de los años:
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En esta tercera imagen tenemos otras dos curvas construidas a partir de los mismos datos pero con
diferentes métodos: el método lineal y el logarítmico. Dan cuenta de la evolución de los precios de
los granos en la ciudad de Módena, Italia, entre 1452 y 1610. Nuevamente observamos a simple
vista que las curvas que se obtienen según uno u otro procedimiento resultan muy diferentes. Como
la primera solamente mide la inflación en términos absolutos, y los precios de todos los años
remiten al comienzo del ciclo, irrumpen picos y aparecen subas muy bruscas, que en la otra curva
no aparecen, pues los datos de cada año no se comparan con 1452 sino con la situación por la que
los precios atravesaban en las décadas o quinquenios inmediatamente previos. Ello es lo que
invisibilizaba los picos extremos que se observan en la primera curva.
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Hasta aquí las críticas lanzadas por Jordi Nadal al modelo de Hamilton. Pero el catalán no se
conforma con demoler el modelo de su rival, sino que se esforzará por ofrecer una explicación
alternativa al fenómeno de la Revolución de los Precios que no se basara en los presupuestos de la
teoría cuantitativa de la moneda. Si no fue el metálico americano el que provocó la suba de precios,
¿qué fue lo qua la produjo? Si Hamilton antes se había apoyado en Irving Fisher, ahora Nadal
recurrirá a la inspiración de Lord Keynes.
Siguiendo lo que enseñaban los keynesianos, Nadal nos recuerda que por lo general la acción de la
moneda sobre los precios en cualquier economía más o menos sofisticada resulta casi siempre
indirecta. La mayor parte de las veces la acción de la moneda sobre los precios no es directa. ¿Por
qué? Porque depende de muchos factores intermedios. La acción de la moneda sobre los precios
depende, antes que nada, de la demanda efectiva, del conjunto de previsiones tocantes a los gastos
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de consumo y de inversión. En otras palabras, demanda, oferta e inversión son tres factores
económicos a tener en cuenta a la hora de determinar si la acción de la moneda sobre el precios
tiene carácter directo o indirecto.
A partir de estos presupuestos, Nadal construye tres escenarios posibles.
o En el primer escenario, la oferta de bienes crece todos los años –se trataría de una economía
que todos los años produce más mercancías que el anterior– pero la demanda de bienes por
parte de la población aumenta todavía a mayor velocidad. Éste es, efectivamente, un
escenario inflacionario, pero que no se genera por un incremento en la masa monetaria
circulante sino por el simple hecho de que la demanda supera a la oferta bienes.
o Segundo escenario. La demanda de bienes crece de manera constante año tras año, pero en
este caso la oferta de mercancías logra mantenerse a la par, no se rezaga. Demanda y oferta
crecen en paralelo, sin sacarse ventaja. Al contrario del anterior, éste no es un escenario
inflacionario. Podrán producirse altibajos en la masa monetaria que no tendrán un impacto
importante sobre el nivel de precios. ¿Por qué? Porque la oferta de bienes acompaña a la
demanda agregada.
o Tercer escenario. Es el único que contempla una acción directa de la moneda sobre los
precios. La acción de m sobre p resultará directa en este caso porque los bienes y servicios
permanecen siempre en el mismo tope, y en consecuencia los suplementos de moneda no
hallen la contrapartida de un suplemento de producción. Se trataría de un escenario en el
cual la masa monetaria aumenta todos los años mientras la oferta de bienes decae o se
estanca. Aquí sí estaríamos en presencia de un escenario inflacionario en el cual la acción de
la moneda sobre los precios resultaría directa.
Ahora bien, ¿es el tercer escenario el que cabe aplicar a la economía española del siglo XVI?
Hamilton había sostenido que el factor excluyente que de 1500 en adelante provocó la suba de
precios renacentista fue el tesoro americano. Está atribuyendo a dicho metálico, pues, un impacto
directo sobre el nivel de precios. Desde el punto de vista keynesiano, para que el impacto de la
moneda sobre los precios resulte directo debería cumplirse el tercero de los escenarios que antes
delineamos. ¿Puede aplicárselo a la España del siglo XVI? Evidentemente no. El crecimiento
cuantitativo de la economía europea, y España no fue ninguna excepción, resulta notable. Con cada
año que pasaba, España al igual que el resto del continente, producía más bienes y servicios que el
anterior. La producción de bienes no está estancada ni en Europa ni en la Península Ibérica durante
el Cinquecento.
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¿Entonces por qué se produjo la inflación según Nadal? A la España imperial cabe aplicarle el
primero de los escenarios keynesianos. Como Ingrid Hammarström, Nadal recurre, pues, a la teoría
de la inflación por demanda. Lo que sucedió fue lo siguiente: la economía española producía cada
vez más riqueza, oferta que durante muchos años logró acompañar a la demanda. Hasta que
finalmente se produjo un descalce. Llegó un momento en que la demanda de bienes, presionada por
la estructura demográfica, terminó ganando la carrera, superando a la oferta, creciendo más rápido
que ella. Y cuando ello se produjo, los precios comenzaron a aumentar de manera irrefrenable. En
síntesis, para Nadal es un factor extramonetario –el exceso de consumidores– el que coadyuvó a la
Revolución de los Precios, mucho más que los factores puramente monetarios –como la masa de
metálico circulante.
* * * *
La siguiente participación en el debate a la que vamos ahora a referirnos remite al mítico Fernand
Braudel. El aporte más interesante que este historiador realiza a la polémica sobre los orígenes de la
Revolución de los Precios se relaciona con el cambio abrupto que sufre su punto de vista entre
1949, año de la primera edición de El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe
II, y 1963, año de publicación de la segunda edición francesa, aumentada, corregida y re-escrita. La
revisión fue profunda en muchas secciones. Ustedes pueden hacer el ejercicio de comparar ambas
versiones porque tienen los elementos a mano para hacerlo: la versión de 1963, publicada en
castellano por FCE, se puede consultar en la Biblioteca del Instituto Ravignani, y la de 1949 se
encuentra en la biblioteca central de la Facultad, en el subsuelo del edificio de Puán.
En la edición de 1949 Braudel se muestra como un verdadero talibán de la teoría cuantitativa de la
moneda. Defiende la hipótesis principal de American Treasure con un entusiasmo que realmente
asombra. Fíjense lo que dice: “no es posible dudar del efecto de la llegada de oro y plata
procedente del Nuevo Mundo. Entre la curva de la llegada de metales de América y la de los
precios en el siglo XVI, la coincidencia es tan evidente, que un lazo físico, mecánico, parece unir la
una con la otra. Todo ha sido dirigido por el aumento del stock de metales preciosos”.
Pero catorce años después, en 1963, Braudel se aparta decididamente de esta explicación
monocausal, e introduce en el texto una cantidad de prudentes reservas respecto de la teoría
cuantitativa que contrastan llamativamente con el entusiasmo contenido en la edición príncipe.
¿Qué sucedió entre 1949 y 1963? Pues el despliegue de la década del ’50 en pleno y todos sus
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aportes en materia de historia económica: las investigaciones de Cipolla, de Hammerström, de
Nadal, el Congreso de Estocolmo de 1960, etc. Lo que sucedió fue que entre la primera y la
segunda edición del Mediterráneo cambió el paradigma en lo que a la historia de precios se refiere.
Por ello Braudel pasa de una explicación cerradamente monocausal en 1949,a una explicación
histéricamente pluricausal en 1963. ¿Por qué la califico en estos términos? Porque Braudel comete
el error, grave a mi criterio, de no jerarquizar los factores que identifica como responsables de la
suba de precios, lo que epistemológicamente le resta solidez a su planteo.
¿Qué dice en 1963 Braudel sobre el comportamiento de los precios durante el largo siglo XVI? En
primer lugar, contra lo que afirmaba Cipolla, Braudel aconseja conservar la etiqueta “Revolución de
los Precios”. ¿Por qué? Porque más allá de si hubo o no hubo fluctuaciones bruscas (y recordemos
que en el periodo preindustrial más importante que las fluctuaciones bruscas y que el porcentaje de
la suba anual era la duración del fenómeno) importa y mucho la percepción que los contemporáneos
tenían fenómeno. Con esta recomendación Braudel se adelanta varios años a la noción de
“mentalidad colectiva” que también sería un invento de la Escuela de los Annales. Todos los
hombres del siglo XVI, dice Braudel, eran plenamente concientes, tal como se desprende de las
fuentes, de que en términos de comportamiento de precios Europa estaba atravesando por una etapa
única en su historia, sin precedentes. Los europeos de la época estaban siendo testigos de un
fenómeno que sus antepasados de las generaciones previas no habían conocido. Ello es, de hecho, lo
que explica el estallido de una polémica como la que entablaron Bodin y Malestroit. Todos estaban
asombrados de que el precio del pan no dejara de subir año tras año, sin excepción
En segundo lugar, Braudel ahora sostiene que la producción minera americana no pudo haber sido
el primer motor, el primus movens, de la inflación del siglo XVI, porque no funcionaba por sí sola.
Lo que dictaba la actividad de los mineros, de los buscadores de oro y de plata en Europa Central y
mucho más en América, era el boom económico renacentista. Fue, por lo tanto, la coyuntura
económica expansiva característica del largo siglo XVI la que provocó la suba de precios. Ven
ustedes que lo que Braudel está haciendo es repetir ad litteram la tesis de Ingrid Hammarström, la
teoría de la inflación por demanda.
En tercer lugar, Braudel intentará salvar del naufragio algunos restos de la teoría cuantitativa de la
moneda, como si se esforzara por aproximar paradigmas muy difíciles de conciliar, porque
vehiculizan visiones del problema poco menos que opuestas. Braudel subraya que las
investigaciones más recientes habían demostrado que el fondo de metal precioso existente en
Europa antes del año 1500 era más importante de lo que siempre se había pensado, y que por lo
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tanto la teoría de Hamilton debía flexibilizarse para incorporar dicha evidencia. De hacerlo, quizás
la teoría cuantitativa podría demostrar que, si bien el metal precioso americano no tuvo un efecto
disparador sobre los precios, sí pudo haber tenido sobre ellos, al menos, un efecto multiplicador.
En cuarto lugar Braudel sostiene que las devaluaciones de la moneda también tuvieron su parte de
responsabilidad en la suba de precios. Este es un argumento muy antiguo, puesto que es el que
utilizaba Malestroit en su discusión con Bodin.
En quinto lugar, Braudel recurre a una reflexión de corte historicista, tanto como que se basa en la
cronología. Braudel sostiene que en Alemania la Revolución de los Precios comienza hacia 1470 y
en Francia c. 1480. Ergo, razona Braudel, la inflación estalla en el corazón de Europa mucho antes
de que Colón zarpara para América. Los precios comenzaron a subir en Europa diez o veinte años
de que Rodrigo de Triana gritara “¡Tierra!” desde el carajo de la Santa María.
* * * *
Sin dudas la contribución más curiosa a este debate, y el intento más original de rebatir las tesis de
Hamilton, fue la colaboración entre químicos e historiadores que tuvo lugar a comienzos de los años
’70, uno de los ensayos interdisciplinarios más audaces que yo conozca. El equipo de químicos
estaba integrado por dos investigadores de la Universidad de Michigan, los esposos Adon y Jeanne
Gordus; sus investigaciones luego serían continuadas por un equipo de profesionales franceses
radicado en el centro Ernst Babelon, de la ciudad de Orleáns. El equipo de historiadores estaba
presidido por dos figuras importantes de la tercera generación de los Annales, Emmanuel Le Roy
Ladurie y Denis Richet.
Los primeros resultados de este estudio combinado fueron dados a la luz en la revista Annales, en
1972, en un artículo firmado por los cuatro responsables principales: el matrimonio Gordus, Le Roy
Ladurie y Richet. Llevaba el atractivo título de “Le Potosi et la physique nucléaire” (“Potosí y la
física nuclear”). Este artículo parte de dos constataciones, una histórica y una química. La
constatación histórica sostiene que entre 1521 y 1610 más del 50 % de la plata que produjo América
provino de un único lugar, los yacimientos de Potosí. La constatación química, por su parte,
sostiene que el metal argentífero potosino tenía una composición química muy original, que permite
con mucha facilidad, a partir de estudios de laboratorio, determinar si metal de dicho origen se
encuentra presente o no en las monedas de plata acuñadas en Europa en el transcurso del siglo XVI.
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Este es el test que había que realizar. Bien, los químicos en el laboratorio realizaron una serie de
pruebas y, previsiblemente, descubrieron que en las monedas de plata acuñadas en España y en el
norte de Italia (Florencia, Milán, Venecia) con posterioridad a 1550 existía una importante presencia
de metal potosino. No hallaron mineral sudamericano en ninguna moneda española o italiana
acuñada con anterioridad a dicho año. También descubrieron presencia de metal argentífero
potosino en monedas acuñadas en las provincias atlánticas francesas (Normandía, Bretaña, Poitou,
Guyena), pero recién a partir de 1590. Pero lo más extraño del caso es que no hallaron ni un ápice
de metal potosino en las monedas de plata acuñadas en Inglaterra, Holanda, Flandes (Países Bajos
del Sur) y el resto de Francia, durante todo el siglo XVI.
Los inventores del test concluyen, pues, que la plata sudamericana tuvo un impacto menor sobre la
acuñación de moneda en la Europa del siglo XVI. Este impacto comenzó muy tardíamente, después
de 1550, a más de 80 años de iniciada la Revolución de los Precios, y además se limitó a algunas
regiones muy concretas del continente. Para los autores no cabían dudas, entonces: la inflación vino
primero; el tesoro americano llegó después.
Yo no soy químico así que no tengo elementos para discutir el artículo desde una perspectiva
técnica. A mí lo único que me llama la atención es el carácter relativamente exiguo de la muestra
examinada por los doctores Gordus, hecho que me parece relativiza cualquiera de las conclusiones
alcanzadas por el equipo de investigadores. La cantidad de moneda de plata acuñada durante el
siglo XVI que llega al presente es relativamente poca, y no estoy tan seguro de que en términos
estadísticos la muestra analizada a comienzos de la década de 1970 resulte tan relevante. De todos
modos, no deja de resultar un esfuerzo valorable y un aporte interesante a la discusión.
* * * *
Llegamos finalmente al más importante de los aportes al debate, tantas veces preanunciado: el de
Michel Morineau. Este historiador francés publica entre 1968 y 1978 una larga serie de artículos
sobre historia financiera y monetaria europea en las más prestigiosas revistas especializadas. Estos
papers fueron reunidos en un volumen único en 1985, editado simultáneamente por la Universidad
de Cambridge y por la Maison des Sciences de l’Homme de París. A este volumen le pusieron un
título muy florido y sugestivo: Incroyables gazettes et fabuleux métaux. Les retours des trésors
américains d’après les gazettes hollandaises (Gacetas increíbles y metales fabulosos. La llegada del
tesoro americano según las gacetas holandesas). Junto con el de Jordi Nadal, los artículos de
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Morineau son los que más contribuyeron al derrumbe definitivo de la teoría cuantitativa de
Hamilton. Yo creo que el ataque de Morineau es más letal incluso que el del catalán. El de Nadal era
muy duro pero se centraba antes que nada en la crítica del método estadístico elegido por Hamilton
para construir sus curvas. Las críticas de Morineau, en cambio, expresan un tono más
explícitamente heurístico, pues sostiene sin ambages que Hamilton se equivocó de fuentes, eligió
los documentos equivocados para intentar reconstruir la historia económica de la España del Siglo
de Oro.
Claro, desde la perspectiva de Morineau tanto las series estadísticas que construía Hamilton en los
años ‘30 como las que elaboraba Pierre Chaunu en los ‘50 –se acuerdan de Séville et l’Atlantique–
adolecen del mismo defecto: se basan en fuentes fiscales españolas, es decir, en documentación
producida por la Corona española. ¿Y ello por qué supone un problema? No resulta un problema
grave para el siglo XVI pero sí lo es para el XVII. A partir del 1600 se generalizan el contrabando y
el fraude en lo que al comercio colonial se refiere, fenómenos que convierten a este tipo de fuentes
oficiales en instrumentos poco menos que inútiles a la hora de reconstruir procesos económicos
realmente existentes. Se trata ni más ni menos que de documentos mentirosos. Más aún en una
época como el siglo XVII, en la que el contrabando convencional cede lugar a formas mucho más
sutiles de estafa, tales como el subregistro masivo de mercancías. Miren este ejemplo que propone
Morineau, porque resulta sorprendente: en 1656 el pirata inglés Robert Blake capturó por un breve
periodo de tiempo la ciudad de Santa Cruz de Tenerife, en Islas Canarias. El pirata era un hombre
afortunado: acababan de atracar en el puerto dos galeones repletos de plata procedente de las Indias,
y que por lo tanto terminaron en manos de Cromwell y no de su destinatario original, Felipe IV de
España. Cuando Robert Blake aborda la primera de las naves descubre que en la bodega había
100% más de plata que lo que decían los documentos oficiales de la nave. Cuando aborda el
segundo galeón encuentra que el subregistro llegaba al 300%: había tres veces más plata en la
bodega que lo que los documentos del barco reconocían. Para 1659 Morineau calcula que del total
de plata que efectivamente salió del Perú dicho año, lo que supuestamente llegó a España en
función de los papeles oficiales fue apenas un 25 % de dicho volumen.
Ahora bien, el fraude se hacía en función de España, y ello invalida las fuentes oficiales españolas.
Pero no descalifica las fuentes de los enemigos de España, que no tenían ninguna razón para ocultar
el daño que le infligían, que no tenían ningún motivo para esconder el volumen real del
contrabando. Morineau necesitaba encontrar fuentes producidas por los enemigos de los ibéricos
que dieran cuenta del arribo del tesoro americano a Europa. Y finalmente las encontró. Halló las
denominadas gacetas holandesas, una suerte de periódicos portuarios que no sólo enumeraban la
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cantidad de naves que entraban y salían de los puertos de los Países Bajos del Norte, sino también
todo lo que cargaban en sus bodegas, incluyendo las remesas ilegales de metal precioso. ¿Y qué
descubre Morineau analizando estos periódicos? Algo que resultó muy sorprendente en su
momento, y que obligó incluso a repensar la historia de la América colonial. Descubre que lejos de
llegar menos plata americana a Europa durante el siglo XVII, como durante décadas se supuso, los
promedios durante la segunda mitad del siglo XVII superaron el boom de fines del siglo XVI
provocado por la amalgama de mercurio. Superada la depresión del período 1640-1660 (la peor fase
de la llamada “crisis del siglo XVII”), las remesas de metal precioso americano que llegaron a
Europa batieron todos los records de la centuria anterior. El fenómeno debió verse potenciado por el
hecho de que en la segunda mitad del siglo XVII España y Holanda, durante casi un siglo enemigas
mortales, ahora son aliadas, porque han descubierto que tienen enemigos en común: Inglaterra y
Francia. Esta alianza geopolítica seguramente coadyuvó a que los controles españoles sobre los
traficantes y mercaderes holandeses se aflojaran todavía más.
¿Por qué resulta tan demoledora esta constatación para el modelo de Hamilton? Hamilton nos había
dicho que el principal responsable de la suba de precios durante el largo siglo XVI era el tesoro
americano. Sin embargo, ahora nos enteramos de que en el transcurso del siglo XVII, y muy
particularmente durante la segunda mitad, arriba más plata americana a Europa que durante el siglo
anterior. Ahora bien, la segunda mitad del siglo XVII es una etapa de precios deprimidos, de precios
estancados, cuando decididamente a la baja en todo el continente, y seguirá siéndolo hasta 1730,
hasta que el inicio de la subsiguiente revolución de los precios, la del Siglo de las Luces, la del
pequeño Siglo XVIII. Si la teoría de Hamilton fuera cierta, los precios de las mercancías en Europa
tendrían que volar, dispararse hacia la estratosfera, durante la segunda mitad del siglo XVII, y sin
embargo, por entonces ocurría exactamente lo contrario: estaban literalmente por el segundo
subsuelo.
Para reforzar su argumentación Morineau nos recuerda que existen otros momentos en la historia de
Europa en que la afluencia masiva de metal precioso americano coexistió con precios estancados o
a la baja, otros periodos durante los cuales una importante afluencia de metal precioso americano no
provocó inflación. Un ejemplo muy claro se relaciona con los arribos de oro brasileño, que se
obtenía en las Minas Generales (Minas Gerais). El boom de la llegada del oro brasileño a Europa es
posterior a 1690: de nuevo, un periodo de precios deprimidos o a lo sumo ligeramente al alza.
Evidentemente hay otros factores que estaban incidiendo sobre el movimiento de precios en la
Europa preindustrial más allá de los arribos del tesoro americano.
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¿Por qué subieron entonces los precios durante el siglo XVI? Lo interesante de la propuesta de
Morineau es que, al igual que antes Nadal, no se conforma con demoler el modelo de Hamilton sino
que ofrece una explicación alternativa de la inflación crónica del Renacimiento. Para Morineau, la
causa principal de la suba de precios durante el largo siglo XVI es muy simple y guarda relación
con las cosechas de granos, el determinante estructural más básico de la economía europea
preindustrial (que era una economía agraria, no nos olvidemos de éso, y que va a seguir siéndolo
hasta la difusión de la Revolución Industrial por el continente, por más que fenómenos como las
ferias de Besançon- Piacenza, los astilleros venecianos, las minas de plata americanas, o la banca
Fugger pretendan hacernos creer lo contrario. Hasta el siglo XIX el grueso de la población europea
vive y trabaja en el campo. Por eso, si en aquellos siglos no funcionaba correctamente la economía
agraria el sistema económico en su totalidad colapsaba; a tal punto, como ya sabemos, que en
Francia podía llegar a morir de hambre un millón y medio de personas mientras el Rey Sol bailaba
el minué en los lujosos salones de Versalles). Para Morineau, las fluctuaciones de las cosechas son
la ultima ratio del movimiento de los precios europeos para cualquier siglo anterior al XIX, para
cualquier siglo previo a la industrialización.
La economía agraria de Antiguo Régimen se caracterizaba por una sucesión permanente de años de
cosechas excelentes, buenas, mediocres, malas y catastróficas. Si bien todas las combinaciones
resultaban posibles, se supone que un ciclo decenal perfecto (en términos estadísticos, por supuesto)
incluía siempre tres años de cosechas mediocres o malas, enmarcados por sendos periodos trienales
de cosechas buenas o muy buenas. Ésto era lo esperable para aquellas economías preindustriales en
términos estadísticos: que en una década, por cada dos años de cosechas buenas hubiera un año de
cosechas malas.
Tengamos en cuenta además que en las frágiles condiciones en que funcionaban estas economías
precapitalistas, con rendimientos agrícolas absurdos si los comparamos con los actuales, el menor
déficit en la producción de granos de inmediato provocaba una tendencia al alza de los precios. Y el
menor superávit en la producción de granos de inmediato provocaba una tendencia en sentido
contrario, a la baja de los precios.
Para colmo de males estos ciclos agrícolas cortos se entrelazaban en el Antiguo Régimen, se
encadenaban. ¿Qué quiero decir? Bastaba con que la suba de precios provocada por un año de
cosechas muy malas hubiera sido particularmente importante, o que la cantidad de años de buenas
cosechas sucesivos no resultara suficientes, para que el precio de los granos no tuviera tiempo de
retornar a sus valores normales antes del comienzo del siguiente ciclo decenal. Y si ello empezaba a
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ocurrir muy seguido, la tendencia secular de los precios tendía irremediablemente a elevarse. Ésto
es lo que sucedió durante el largo siglo XVI, según Morineau. No tanto que la producción media de
grano bajara, cuanto que esta producción media se alcanzó una cantidad de veces inusualmente baja
para lo que era dable esperar de una economía preindustrial con esas características. El largo siglo
XVI fue testigo de una cantidad anormalmente elevada de años de cosechas mediocres. Hubo
muchos más años de cosechas mediocres que lo normal, y ello desniveló hacia arriba de manera
crónica el precio de los alimentos básicos. Por lo tanto, para Morineau el movimiento de precios
preindustrial responde mucho más a estos ciclos naturales de las cosechas que a factores exógenos
como la estructura demográfica (como quería Jordi Nadal) o el tesoro americano (como quería
Hamilton).
Ahora bien, estos ciclos naturales de las cosechas europeas se vieron interrumpidos en la Edad
Moderna en dos oportunidades, y no en una. Por supuesto que todos conocemos ya la existencia de
una Revolución de los Precios entre 1470 y 1620. Lo que tal vez ustedes ignoren es que también la
Europa Moderna fue escenario de una “Contrarrevolución de los Precios”, un periodo
prolongadísimo de precios a la baja, sobre todo en materia agrícola, un periodo de 60 años de
duración durante el cual los precios de los cereales se estancaron y decrecieron de manera
constante. Se trata del periodo que se extiende entre 1660 y 1730, al que alguna vez denominamos
“equilibrio del primer Iluminismo” (un periodo de pan barato para los sectores populares urbanos y
rurales, sin duda, pero pésimo para los gallos de aldea y los arrendatarios de los grandes dominios
señoriales). Si a partir de 1470 asistimos a una cantidad anormalmente elevada de años de cosechas
mediocres, después de 1660 lo que se observa es una cantidad anormalmente elevada de años de
buenas cosechas. La paradoja de esta fase de deflación de precios agrarios posterior a 1660, de esta
“Contrarrevolución de los Precios”, es que durante dicho periodo se produjeron las dos peores
hambrunas catastróficas en la historia de la Francia Moderna: la de 1693-94 que mató por inanición
a 1 millón 300 mil personas, y el Gran Invierno de 1708-09, que provocó la muerte de 600 mil
individuos. Ahora bien, aunque dramáticos, estos dos eventos catastróficos resultaron
extremadamente aislados. De hecho, fueron los únicos dos que se produjeron durante aquellos 70
años de equilibrio. Y como fueron solamente dos eventos trágicos en un periodo en el que primaban
las buenas cosechas, no tuvieron fuerza para revertir la depresión de los precios agrícolas, que
siguieron por el subsuelo durante varias décadas más. Lo paradójico es que durante el largo siglo
XVI no hubo siquiera una sola de estas hambrunas catastróficas que pudiera compararse con las
francesas de finales del siglo XVII y comienzos del XVII. Pero lo que sí hubo a partir de 1470 fue
una acumulación de años de cosechas mediocres, que no provocó que los europeos murieran de
hambre pero sí que pagaran el pan más caro cada año.
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Ven ustedes que este periodo 1660-1730 resulta clave para la consistencia del modelo de Morineau.
¿Por qué? Porque durante esos 70 años ni el oro del Brasil ni la plata mexicana lograron relanzar
hacia arriba a los precios agrícolas deprimidos. ¿Por qué? Porque la anormal cantidad de años de
buenas cosechas fue más fuerte, pudo más, que todo el oro de Minas Gerais junto y que toda la
plata de Zacatecas y de San Luis de Potosí juntos.
Es cierto que Morineau –y ello se le ha criticado– no logra explicar por qué en dos momentos de la
Edad Moderna los ciclos naturales de las cosechas se alteraron de semejante manera. Si bien la
crítica resulta cierta a mí me parece injusta, porque en rigor de verdad Morineau no puede con los
documentos que maneja responder interrogantes que en realidad deben tratar de resolver los
paleoclimatólogos, los geólogos o especialistas similares. Aun así, en uno de sus artículos Morineau
sugiere, de manera muy hipotética, que una explicación extraída de los cambios en las corrientes
oceánicas (uno de los pocos factores que tiene capacidad para alterar el clima global), de las
modificaciones en las masas de aire, de algún fenómeno solar que no ha podido ser aún identificado
(el sol es el otro gran factor que tiene capacidad para alterar el clima global), o de alguna variación
en la pequeña edad glacial (plenamente vigente por aquellos años), quizá podría dar cuenta de lo
sucedido. Sigue siendo un misterio, en rigor de verdad, por qué tantas cosechas buenas se
sucedieron después de 1660, y por qué tantas mediocres hicieron lo propio de 1500 en adelante.
Para concluir, si hay un motivo por el cual este debate sobre las causas de la Revolución de los
Precios trasciende la Edad Moderna, y puede resultar de interés para historiadores especializados en
otros períodos históricos, es por las reflexiones metodológicas que podemos realizar a partir de este
extenso intercambio de opiniones. De hecho, la propuesta de Morineau es mucho más que un ataque
demoledor a Hamilton, es mucho más que una explicación alternativa de las causas de la
Revolución de los Precios. Es también un ataque muy duro contra la Cliometría y las curvas de
precios en general, entendidas como herramientas pensadas para reconstruir procesos económicos
realmente existentes.
El título de uno de los artículos más conocidos de Morineau, el que leíamos en esta materia hasta el
año pasado, incluye una pregunta en su título: “¿De qué realidad es espejo la historia de los
precios?”. En este artículo Morineau niega tajantemente que la evolución de la economía real pueda
reconstruirse a partir de los precios de mercado. Niega que la historia de los precios pueda subsumir
a la historia económica en su conjunto. Una curva de precios no resulta capaz de reflejar la
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evolución de una economía durante un siglo entero. Las curvas de precios, en pocas palabras, nunca
son reflejos de las tendencias de la economía en el largo plazo.
Para demostrar esta tesis Morineau recurre a un ejemplo contundente, es de la Edad de Oro de la
economía holandesa, que transcurre durante las décadas centrales del siglo XVII. Aquella era la
feliz Holanda de Rembrandt, la Holanda que funcionaba ya no como factoría de Europa sino del
mundo, un entrepôt del tamaño de un país entero. El propio Wallerstein sostiene que la primera
economía hegemónica del moderno sistema mundial no fue Inglaterra sino Holanda. Las Provincias
Unidas protagonizaron por entonces un genuino desarrollo económico ligado a aumentos
revolucionarios en la productividad de la tierra, a tal punto que son ellos los que exportan el sistema
Norfolk a Inglaterra.
Pues bien, esta Edad de Oro de Holanda coincide con una Europa de precios deprimidos, a la baja,
con una Contrarrevolución de los Precios, con un extenso período de deflación. En otras palabras, la
Edad de Oro de la economía de las Provincias Unidas resulta virtualmente ilegible a partir de una
curva de precios. No está. Las curvas de precios invisibilizan la performance de la principal
economía del periodo.
Bueno, me apuré un poco porque quería terminar con lo pautado, porque la semana que viene
comienza a dictar teóricos la profesora Ángeles Soletic. Nosotros nos volvemos a ver de acá a un
par de semanas.
Desgrabado por Adrián Viale
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