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Manuel Pérez López - Lisias
- 1 – © 2005, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
LISIAS
ISBN- 84-9822-179-X
Manuel Pérez López manuel.perez@uah.es
Thesaurus: Lisias, Dionisio de Halicarnaso, Corpus Lysiacum, autenticidad, estilo,
etopeya, partes del discurso, logógrafo, cliente, orador.
Otros artículos relacionados con el tema: La oratoria en los siglos V-IV:
características generales. Isócrates. Demóstenes.. Esquines y otros oradores.
Resumen: Lisias, orador ateniense, vivió entre el 440 y el 360 a. de C.
aproximadamente. Representa una de las cimas de la prosa y la oratoria áticas de los
siglos V-IV a. de C. De él nos han llegado por vía manuscrita 31 discursos, más otros
cuatro transmitidos por Dionisio de Halicarnaso y Platón, la inmensa mayoría del género
judicial, abarcando causas de diverso tipo, públicas y privadas, pero también algún
ejemplo de los géneros deliberativo y epidíctico, en los que no destacó tanto. En todo
caso, una muy pequeña parte de los cerca de 200 que, con cierta seguridad, le
atribuyeron los antiguos. Perteneciente a una rica familia de metecos establecida en
Atenas en tiempos de Pericles, se arruinó durante el gobierno de los Treinta Tiranos,
teniéndose que dedicar al oficio de logógrafo, o escritor de discursos judiciales a petición
de clientes. Alcanzó una gran fama en su tiempo, como nos atestigua Platón en el Fedro.
Dos son sus aportaciones fundamentales a la oratoria griega: su contribución a la
creación de una prosa artística de estilo sobrio, aparentemente sencillo, pero elegante,
desprovisto de excesiva artificiosidad y la extraordinaria capacidad de creación de una
gran variedad de personajes vivos –etopeya- como mejor instrumento retórico de
persuasión.
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1. DATOS BIOGRÁFICOS
Las fuentes de que disponemos para conocer la biografía de Lisias no son
excesivamente abundantes y tienen valor desigual, pero nos permiten reconstruir su
vida con bastante fiabilidad. Lisias mismo nos proporciona en algunos de sus
discursos datos reales y circunstancias cruciales de la misma. Otra cosa es su
datación. Sobre eso existen dudas fundadas y a lo más que podemos aspirar es a una
cronología relativa, puesto que pocos de sus discursos admiten una datación segura.
Las fuentes con las que contamos son las siguientes:
1. Algunos discursos del propio orador: el XII Contra Eratóstenes, sin lugar a
dudas auténtico, y los fragmentos del Frente a Hipoterses y Sobre los propios
servicios.
2. Algunas referencias en los diálogos de Platón: Fedro, República, Clitofonte
y Eutidemo.
3. Ps. Demóstenes LIX Contra Neera.
4. Cicerón: Brutus 48, 63; De Oratore I 231.
5. Cecilio de Caleacte en su obra Sobre el carácter de los diez oradores,
compuesta en la época de Augusto y hoy casi perdida) en su totalidad (cf. Ps. Plutarco
876a).
6. Dionisio de Halicarnaso, en el juicio con el que da comienzo a su obra
Acerca de los antiguos oradores y que se apoya en Cecilio de Caleacte.
7. Una de las Vidas de los diez oradores, falsamente atribuidas a Plutarco y
basada en Dionisio de Halicarnaso.
8. Algunos datos aislados más procedentes de fuentes papiráceas, Justino,
Focio, la Suda.
La fuente principal de todas las biografías que, como se ve, remontan a la
tradición helenística, es Lisias mismo, en los discursos mencionados.
Sobre su origen y nacimiento, el Ps. Plutarco nos informa de que era hijo de
Céfalo. Este era originario de Siracusa y se vino a asentar en Atenas por amor a esta
ciudad y siguiendo los consejos de Pericles, donde vivió 30 años, pues el estadista
ateniense era su amigo y huésped (Lisias XII 4). Lisias nació en Atenas bajo el
arcontado de Filocles, el 2º año de la 80ª Olimpiada. Del anciano Céfalo Platón nos
hace un retrato amable en el comienzo de su República: un hombre rico, afable y
sabio. Según nos dice el propio Lisias, sus años atenienses fueron felices y tranquilos.
Lo que no podemos es precisar la fecha exacta ni de su establecimiento en Atenas ni
de su muerte. Tampoco la del nacimiento de Lisias. La afirmación del Ps. Plutarco, que
habría que situar en el 459 a. C., parece demasiado alta y se contradice con otros
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datos. Sin que pueda afirmarse nada con completa seguridad, la fecha se ha rebajado
hasta el 440.
Podemos dividir su vida en cinco periodos:
1. La infancia en Atenas, recibiendo una esmerada educación.
2. Marcha a Turios, probablemente cuando contaba quince años y tras la
muerte de su padre. Seguramente completó allí su formación, recibiendo lecciones de
los rétores Ticias y Nicias. Tras el movimiento antiateniense, a raíz de la campaña
ateniense contra Siracusa, Lisias se vio obligado a regresar como exiliado a Atenas
con otros 300 atenienses en el año 412/11, en el arcontado de Calias, recién
instaurada la revolución oligárquica de los Cuatrocientos.
3. Asentamiento en Atenas como meteco, donde residirá ya
permanentemente, con un paréntesis durante la tiranía de los Treinta.
4. Exilio en Mégara. Colaboración con el partido demócrata de Trasibulo
(404-403).
5. Vida confortable como meteco en Atenas, ejerciendo la carrera de
logógrafo o escritor de discursos hasta su muerte, que no puede ser fechada con
seguridad. Se nos dice que vivió algo más de ochenta años, por lo que habría que
situarla en torno al año 360.
Del 411 al 404 sabemos por Cicerón, quien cita una fuente aristotélica, que
fundó una escuela de retórica en Atenas. No debió de alcanzar gran éxito, quizá por la
fuerte competencia de Teodoro de Bizancio, el más célebre teórico de la época, a
juzgar por lo que Platón dice en el Fedro (266e-267a).
El final de la Guerra del Peloponeso, año 404, y la llegada al poder de los
Treinta Tiranos trastoca por completo la vida de Lisias y su familia. Los llevará a la
ruina y acabará con la vida de su hermano Polemarco, salvándose él in extremis. Las
dramáticas circunstancias las conocemos por el relato que personalmente nos hace en
el Contra Eratóstenes. Resumamos brevemente los hechos.
Los Treinta, llevados por su particular codicia y la ruina de las arcas
estatales, deciden hacerse con la fortuna de los ricos metecos atenienses. Lisias fue
detenido en el Pireo y le fue confiscada la fábrica de escudos y los esclavos.
Consiguió huir a Mégara tras sobornar a sus guardianes. Su hermano Polemarco,
detenido en plena calle por Eratóstenes, uno de los Treinta, corrió peor suerte y fue
obligado a beber la cicuta. Lisias trabaja desde Mégara por la causa de los
demócratas exiliados, comandados por Trasibulo. Contribuye económicamente y
facilita combatientes y escudos. Es posible que combatiera en Muniquia. Regresó con
los del Pireo. Durante un breve tiempo, algunas semanas, se benefició del decreto
propuesto por Trasibulo, por el que se concedía la ciudadanía a los que habían
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regresado del Pireo con los demócratas. Pero tras el decreto de Arquino, que ejerció
contra el anterior decreto una acción de ilegalidad graphē paranómōn, por no haber
pasado el trámite preceptivo de la deliberación previa del Consejo, vuelve a su
situación de meteco. Pasó el resto de su vida en Atenas como meteco isoteles.
Tampoco puede recobrar su fortuna confiscada, aunque se afanó por conseguirlo en la
medida en que aún era posible.
Su arraigada fe democrática y su profundo rencor hacia los tiranos y los
seguidores de estos, causantes de la ruina de su familia y la muerte de su hermano,
afloran constantemente en su obra, si bien es también perceptible un profundo
desengaño ante una política y un partido por los que él había hecho tanto y por los que
no se sintió en absoluto correspondido. Lisias pudo considerarse, por tanto, un
fracasado en política y en la oratoria de aparato, pero su dedicación a la logografía
hará de él un brillante orador, al tiempo que le proporcionará medios holgados de vida.
Con todo, siguiendo a un gran conocedor de Lisias, M. Fernández Galiano, podemos
decir que su psicología, en general, no es posible comprenderla si no se ve en él la
figura claramente dibujada del hombre amargado por su propio fracaso. Fernández
Galiano no cree equivocarse asegurando que esa distinción no contribuyó a mitigar la
tristeza y la decepción de Lisias: “hubiera dado toda su fama por un papel en el
Consejo o entre los arcontes”.
En cuanto a su vida privada, los detalles que sus biógrafos cuentan no son
muy coherentes. El único dato es la relación con la hetera Metanira ya próximo a la
vejez, según se desprende del Ps. Demóstenes Contra Neera, así como que se casó
con la hija de su cuñado Braquilo. Filisco, amigo suyo y discípulo de Isócrates, le
compuso un epigrama.
2. OBRAS DE LISIAS
De la fecundidad del escritor es una buena muestra el número de discursos
que corrían bajo su nombre en la Antigüedad. Se le atribuían 425 discursos –muchos
más que a cualquiera de los otros oradores–, de los que, según Ps. Plutarco, Dionisio
y Cecilio sólo hay que considerar auténticos 230 (233 en Focio). Puede verse, pues,
que el número de discursos apócrifos que se le habían atribuido era grande. En
definitiva, podemos considerar válida la cifra de unos 200 discursos judiciales
atribuidos a Lisias con cierta seguridad por las escuelas de retórica a comienzos de la
época imperial. Dionisio nos ha dejado sólo el juicio sobre un puñado de discursos.
Gracias a Harpocración en su Léxico de los oradores áticos conocemos la mayoría de
los títulos y fragmentos que conservamos. Harpocración añade a veces al citar los
discursos la expresión ei gnēsios: “si es auténtico”. En todo caso, los títulos que
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conocemos, incluidos los dudosos y los con seguridad apócrifos, no llegan a esa cifra.
Las cifras totales oscilan según las ediciones, aunque todas ofrecen un número de
títulos en torno a 180.
Siguiendo a Blass podemos hacer la siguiente clasificación de la obra de
Lisias:
A) Escritos técnicos. Se trata de unas téchnai rhētorikaí, de las que nos
hablan Dionisio y la Suda
B) Discursos judiciales lógoi dikanikoí. Son la inmensa mayoría de los
escritos por Lisias y la mayoría de los conservados.
C) Discursos políticos o deliberativos lógoi symbouleutikoí. Se nos ha
conservado un ejemplo, el XXXIV del corpus transmitido: Sobre el no derrocamiento
del régimen patrio, y tenemos noticia de otro discurso perdido: En defensa de Nicias.
D) Discursos de aparato o epidícticos, lógoi epideiktikoí, los discursos
panegíricos, pronunciados ante asambleas panhelénicas, como el XXXIII Olímpico;
epitafios, como el II, Epitafio, y uno perdido En defensa de Sócrates frente a
Polícrates.
E) Epístolas. En este apartado figuran los discursos erōtikoí, hetairikoí y
epistolikoí. La Suda hace una clasificación y nos dice que Lisias dejó siete cartas, una
de negocios y seis amorosas. Entre ellas se incluiría el Erótico que nos ha conservado
Platón en el Fedro. Probablemente no deba ser considerado una carta, sino más bien
un ejemplo de “discurso amatorio” con raíces en la sofística del siglo anterior.
2.1. El corpus transmitido
No vamos a ofrecer un catalogo completo de las obras de Lisias que puede
consultarse en cualquiera de las ediciones modernas que se citarán en el apartado
bibliográfico. Lo haremos sólo de los discursos conservados en el manuscrito
Palatinus Heidelbergensis 88 (X) y que figuran en todas las ediciones modernas. Estos
discursos, en número de 35, se citan habitualmente en romanos. Para el resto, del que
se conservan sólo fragmentos y en muchos casos palabras aisladas o sólo títulos,
remitimos a los catálogos citados. En todo caso, haremos mención de los fragmentos
más importantes.
Discursos incluidos en el Palatino 88 (X)
I En defensa por el asesinato de Eratóstenes.
II Discurso fúnebre o Epitafio.
III En defensa frente a Simón.
IV Sobre una herida con premeditación.
V A favor de Calias. En defensa por un sacrilegio.
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VI Contra Andócides, por impiedad.
VII Areopagítico. Discurso de defensa sobre el tocón de un olivo sagrado.
VIII Contra los socios, por injurias.
IX A favor del soldado.
X y XI Contra Teomnesto (I) y (II).
XII Contra Eratóstenes, que fue uno de los Treinta. Lo pronunció el propio
Lisias.
XIII Contra Agorato.
XIV y XV Contra Alcibíades (I) y (II).
XVI En defensa de Mantíteo, sometido a examen en el Consejo.
XVII Por delitos públicos o Sobre los bienes de Eratón.
XVIII Sobre la confiscación de los bienes del hermano de Nicias.
XIX Sobre el dinero de Aristófanes. Defensa frente al Tesoro.
XX Defensa de Polístrato.
XXI Defensa por corrupción. Anónimo.
XXII Contra los revendedores de trigo.
XXIII Contra Pancleón, que no era de Platea.
XXIV En favor del inválido.
XXV Defensa en un proceso por derrocamiento del régimen democrático.
XXVI Sobre el examen de Evandro.
XXVII Contra Epícrates y sus compañeros de embajada. Epílogo.
XXVIII Contra Ergocles. Epílogo.
XXIX Contra Filócrates. Epílogo.
XXX Contra Nicómaco.
XXXI Contra Filón. Proceso de examen.
XXXII Contra Diogitón.
XXXIII Discurso Olímpico.
XXXIV Sobre el no derrocamiento del régimen patrio en Atenas.
XXXV Discurso amatorio.
El manuscrito Palatinus 88 nos ha transmitido enteramente discursos, y su
contenido tiene tres partes desiguales:
1. Dos discursos de Lisias, uno forense y el otro epidíctico (I y II), dos de
Alcidamante, dos de Antístenes y uno de Demades.
2. 29 discursos de Lisias. Como puede verse por el índice debido al propio
copista, eran originalmente 30, pero el manuscrito aparece mutilado y se ha perdido un
discurso, el Contra Nícides, y partes de otros cuatro, el final de V y el principio de VI,
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así como el final de XXV y el principio de XXVI (entre estos dos últimos se hallaba el
Contra Nícides).
3. Helena de Gorgias.
Los dos discursos que constituyen la primera parte son una antología retórica
que también aparece en otros manuscritos. Ambos aparecen separados del núcleo de
los discursos de Lisias. Pero así como el Discurso fúnebre se ganó un puesto en las
antologías –es una espléndida pieza de retórica formal, en opinión de Dover–, no es
fácil explicarse por qué el discurso I Sobre la muerte de Eratóstenes aparece en una
antología. No se trata de un discurso excepcional, pese a su viveza e interés. Dover
plantea la hipótesis de que su presencia se deba a una confusión de un compilador
tardío que creyó que copiaba uno de los más famosos discursos de Lisias, el XII
Contra Eratóstenes. La identidad de nombres habría facilitado la confusión.
La parte central del Palatinus 88, con sus treinta discursos nos ha legado una
pequeña parte, como ya vimos, del total de discursos que se atribuían a Lisias en
época helenística.
Las citas modernas de los discursos se basan en el manuscrito palatino en
su estado actual, de ahí que los dos discursos citados, I Sobre la muerte de
Eratóstenes y II Discurso fúnebre, aunque separados del resto, aparezcan con los
números I y II y los restantes discursos del corpus se numeren de III a XXXI (no hay
número para el discurso perdido Contra Nícides).
Ha sido una práctica editorial asignar los números XXXII al XXXIV
respectivamente a las amplias citas que nos ha transmitido Dionisio de Halicarnaso del
Contra Diogitón, el Olímpico y el discurso político Contra la propuesta de Formión o
Acerca del no derrocamiento del régimen patrio en Atenas, así como el XXXV al
Discurso amatorio atribuido a Lisias en el Fedro platónico.
Evidentemente, se plantea el problema del criterio de selección que llevó a
alguien a hacer esta compilación. El criterio no es, con seguridad, cronológico, pues
pocos discursos pueden ser fechados con exactitud. Algunos discursos no admiten
datación en absoluto. Además, los discursos que admiten datación no están en orden
cronológico. Tampoco la ordenación es alfabética ni el criterio ha sido meramente
estético ni de autenticidad, sino debido más bien a un encadenamiento de
circunstancias fortuitas que seguramente nunca podremos conocer. Para Dover el
corpus se organizó siguiendo divisiones basadas en un principio que oscilaba entre
género judicial y afinidad temática, pero a veces fruto de una lectura muy rápida y
superficial. En todo caso, podemos entrever ciertos lazos de unión: XI y XV son
resúmenes de X y XIV; III-XI se refieren a causas privadas; VIII-XI tienen todos
relación con injurias o calumnias; en III-IV hay golpes; VI y VII y seguramente V entran
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en el grupo de los delitos religiosos, y con XII empiezan las causas políticas: XIV-XV
causa pública por deserción; XVII-XIX procesos por confiscación, o mejor, quizá XVII-
XXI; XXII-XXIII procesos contra metecos; XXIV-XXVI procesos de examen público o
dokimasía; XXVII-XXIX procesos por malversación y soborno dōrodokía. Mal
clasificados quedan XII y XIII, pero estos acusan globalmente a los Treinta y sus
crímenes; XXX es difícil de encuadrar por género legal, quizá por prevaricación; XXXI
es una dokimasía y debería ir entre XXIV-XXVI, pero, como afirma Dover, puede ser
un añadido posterior.
Hoy parece imponerse la opinión de que se trata de una sección completa del
total de los discursos de Lisias seleccionados por Dionisio de Halicarnaso y Cecilio, o
bien los registrados en Alejandría o Pérgamo. Palatinus 88 contendría un grupo de
secciones completas y no sería él mismo una selección.
2.2. Los fragmentos.
En cuanto a los fragmentos de Lisias, nos han llegado por dos vías, por
transmisión directa e indirecta. Entre los primeros se encuentran los restos papiráceos.
Estos nos han proporcionado fragmentos del discurso Frente a Hipoterses, por una
esclava, importante no sólo por su extensión sino por los valiosos datos biográficos de
Lisias de los que se valieron los biógrafos posteriores. Otro fragmento extenso es el de
la Defensa frente a Teozóntides, una causa pública frente a un decreto que proponía
un recorte de gastos estatales mediante la eliminación de subvenciones a huérfanos
ilegítimos o adoptivos y la paga del ejército. En cuanto a los llegados por transmisión
indirecta, estos lo han sido en de gramáticas, léxicos, tratados de retórica, etc. Los
más extensos nos los han transmitido Dionisio de Halicarnaso y Ateneo. Una edición
crítica de los fragmentos y testimonios con introducción y traducción española puede
verse en la edición de J. M. Floristán Imízcoz, vol. III, 208-356.
2.3. El debate sobre la autenticidad
De lo anteriormente dicho a propósito de la gran cantidad de discursos
atribuidos a Lisias desde la Antigüedad y el trabajo destinado a tratar de reconocer la
autenticidad de los mismos desde la época alejandrina, puede deducirse que este es
uno de los capítulos más debatidos de nuestro autor.
Es evidente que podemos pensar que los antiguos estaban en mejores
condiciones que nosotros para valorar con más objetividad la autenticidad de las obras
de Lisias. Así pues, al encontrarnos en algunos discursos con la indicación ya citada ei
gnēsios, podríamos considerarlo un criterio muy serio para ponerla en duda. Sin
embargo, tal indicación no es más que un indicio de las serias dudas que sobre su
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autenticidad tenía Dionisio de Halicarnaso. Ahora bien, Dionisio, pese a todo, y como
él mismo declara, acude como prueba a su personal percepción, aísthēsis, del rasgo
más llamativo del estilo de Lisias, lo que él llama su encanto o gracia, charis. Tomando
su imagen del mundo de la música, recomienda a los lectores de Lisias, y a todo aquel
que quiera conocer en qué consiste, adiestrarse en el oído y prescindir de argumentos
en los que intervenga el razonamiento. En casos de incertidumbre la charis constituye
para Dionisio el último veredicto (D. H. Lys. 11).
No podemos discutir a Dionisio de Halicarnaso su buen conocimiento de Lisias
y su lengua, pero resulta evidente que se trata de un criterio demasiado subjetivo.
En la época moderna este problema ha seguido preocupando enormemente
a los filólogos, pero el panorama que se divisa tras las investigaciones modernas es,
sin embargo, un tanto desolador, pues no se han conseguido avances significativos.
En buena medida se ha seguido operando con criterios muy semejantes a los de
Dionisio y cuando se han ensayado otros que pueden considerarse más objetivos,
fundamentalmente los lingüístico-estadísticos, los resultados o son realmente
desalentadores, como en el caso de Dover que opta por destruir completamente el
concepto de autor (su estudio, por ejemplo, del vocabulario no forense, por
comparación con el único discurso indudablemente lisíaco, el XII Contra Eratóstenes,
le lleva a concluir que no existe certeza sobre la autenticidad de ninguno de los
discursos de Lisias, salvo precisamente el XII), o bien, tras la aplicación de criterios
realmente novedosos, como el estudio del método formulario, aplicado por F. Cortés
Gabaudan, esto es, las fórmulas usadas en la presentación de pruebas o testigos, las
fórmulas de súplica o las de transición del exordio a la narración, sus conclusiones
son, en buena medida, coincidentes con la opinión general, tal y como está
representada, por ejemplo, en el canónico estudio de Blass. De ello deduce el autor,
sin embargo, la eficacia del método y, al mismo tiempo, su utilidad, aunque pueda
resultar paradójico, ya que, por un lado, su capacidad discriminatoria es mayor que la
de las variadas metodologías usadas anteriormente, y, por otro, porque confirma la
validez de la opinión tradicional, basada en un conocimiento profundo que remonta a
los críticos de la Antigüedad: por ejemplo, Dionisio de Halicarnaso, cuya autoridad,
pese a todo, no puede despreciarse gratuitamente, así como la de los investigadores
modernos, caso de Blass, profundísimo conocedor de la oratoria.
Tras la aplicación del método formulario aparecen como incuestionablemente
lisíacos los discursos I, III, VII, XII, XIII, XVI, XXII, XXIV, XXV y XXXII; como
seguramente lisíacos los discursos XVIII, XIX, XXI, XXVII, XXX y XXXI; como
posiblemente lisíacos los discursos IV, XXIII, XXVIII y XXIX y como probablemente
lisíacos el XIV y el XV. Como discursos no lisíacos con seguridad los IX, XI y XX;
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como probablemente no lisíacos los X y XVII. No son considerados los discursos V, VI
y VIII por falta de datos (el VI se considera unánimemente como espurio), y por no ser
judiciales (el estudio abarca las fórmulas de la oratoria judicial ática), los discursos II,
XXXIII, XXXIV y XXXV. No aparecen alusiones al XXVI Sobre el examen de Evandro,
una dokimasía, un discurso cuya paternidad nadie ha negado a Lisias, como afirma
J.L. Calvo.
En cuanto a los discursos no judiciales, II es un notable ejemplo del género
epidíctico que hoy se considera generalmente como auténtico, XXXIII y XXXIV nos
han sido transmitidos por Dionisio como auténticos, lo cual es un argumento de peso,
los dos como ejemplo de género deliberativo. El segundo, además, es uno de los
discursos genuinos más antiguos, anterior incluso al XII Contra Eratóstenes. Tan sólo
el XX podría ser anterior. El XXXV, transmitido por Platón, es de autoría muy discutida.
Se duda entre su paternidad lisíaca, defendida por Blass, tanto por su estructura como
por su estilo, o considerarlo un pastiche o parodia del estilo lisíaco, genialmente
compuesta por el genio de Platón.
3. LISIAS Y LA ORATORIA GRIEGA
Lisias hizo dos grandes contribuciones a la oratoria griega. En primer lugar, la
elegancia de su prosa que tres siglos y medio más tarde se convirtió en un referente y
modelo de la prosa ática. En segundo lugar, la creación de personajes, o etopeya,
como argumento retórico fundamental de persuasión.
3.1. La prosa de Lisias
La importancia e influencia de Lisias ya desde la Antigüedad queda bien
patente en la cantidad de discursos que se le atribuyeron, como hemos visto. Fue un
orador de indudable éxito. Otra prueba de su influencia y valía en su tiempo la
constituye el que merezca la atención de Platón, contemporáneo de nuestro autor. En
el diálogo Fedro, Lisias y su discurso amatorio constituyen el motivo de que Platón
exponga sus propias ideas sobre retórica, ideas más ampliamente desarrolladas en el
Gorgias. La estrecha relación entre retórica y sofística está en el fondo de la
desconfianza con la que Platón verá siempre la primera, por oposición a la filosofía o,
por mejor decir, la dialéctica o retórica filosófica.
El discurso elegido por Platón para analizar y criticar el estilo lisíaco es el
Erótico, esto es, un discurso perteneciente a un género retórico que no es
precisamente el género en el que Lisias más destacó, el judicial. El Erótico habría que
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incluirlo en el género epidíctico. En el diálogo, Fedro alaba sin reservas el discurso.
Sócrates admite en un principio, utilizando expresiones que serán literalmente
utilizadas por críticos posteriores, que es claro, redondeado, concentrado, exacto... En
definitiva, virtudes formales. Pero Sócrates entra pronto en sus reservas frente al
contenido, añadiendo también críticas en lo que toca a organización y composición:
excesivas repeticiones, infantilismo y desorden en la argumentación. En definitiva, la
crítica platónica a Lisias coincide con la crítica que hace a la retórica de su época, por
oposición a la retórica filosófica que él defiende, esto es, la ignorancia de la verdad, su
única preocupación por la defensa de lo verosímil.
La dura y, puede que injusta, crítica de Platón, que pasa por alto sus
discursos judiciales, tuvo su influencia en la posteridad. Aristóteles prácticamente lo
soslaya, citando solamente dos pasajes en su Retórica sin nombrar a su autor, cosa
inusual en él. Se trata de un pasaje del Discurso fúnebre y el impresionante final
asindético del Contra Eratóstenes. Su discípulo Teofrasto se limitó a subrayar su
artificialidad, e incluyó al orador entre aquellos que abusan de la antítesis, la simetría,
la asonancia y otras figuras retóricas de este estilo, lo cual resulta un tanto
sorprendente. Significativamente, no elige tampoco ningún discurso del género judicial,
sino epidíctico, coincidiendo con la línea de Platón.
Ni los peripatéticos posteriores, ni los alejandrinos parece que se ocuparan
especialmente de Lisias. Tendrá que llegar el movimiento aticista del s. I en época de
Augusto para que se reivindique en su justa medida la figura de nuestro orador. Los
dos grandes críticos son Cecilio de Caleacte y Dionisio de Halicarnaso. El primero,
cuya obra no conservamos, llegó a considerar a Lisias superior a Platón. Dionisio de
Halicarnaso sigue la tendencia de Cecilio. En su obra citada hemos conservado un
pequeño tratado sobre Lisias de indudable importancia. Su crítica, que tiene ecos del
Fedro, es inteligente y trata de ser ponderada. No ahorra elogios, pero tampoco deja
de señalar los defectos cuando los encuentra.
Estudia primero lo que podemos llamar el estilo, la dicción, señalando sus
virtudes (aretaì tēs hermēneíās), pasando después al contenido y estudiando aspectos
de la técnica del discurso. Las virtudes del estilo de Lisias que Dionisio alaba y que, en
buena medida, han sido también elogiadas por la crítica moderna son, tomadas del
resumen que hace el propio Dionisio: la limpieza de las palabras, la exactitud de la
lengua, la capacidad de expresar las ideas por los medios más adecuados y simples,
la claridad, la concisión, la expresión de los pensamientos de forma concentrada y
rotunda (recuérdese el Fedro), la capacidad de llevar lo que dice a la captación del
auditorio, como si este lo contemplara con sus propios sentidos, o vivacidad,
enárgeia, la presentación de sus personajes, siempre dotados de vida y carácter
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propio, etopeya (ēthopiía), la admirable creación de la forma de hablar de cada
personaje particular, con un estilo propio, que se adapta a su persona y a su
comportamiento. Por último, la verosimilitud, pithanótēs, la capacidad de convicción, tò
peistikón, y la gracia, cháris, así como la oportunidad, kairós, a la que todo se ajusta
(De Lys. 13).
El estilo es sencillo y elegante, en opinión de Dionisio. Prescinde de los
adornos gorgianos, propios de la poesía, y de toda grandilocuencia, logrando imitar
soberbiamente el lenguaje del hombre corriente. La sencillez, claridad y exactitud son
rasgos, por otra parte, tanto de las palabras como de la expresión de los hechos. En el
estilo de Tucídides o Demóstenes, sin embargo, habilísimos también para relatar los
hechos, hay mucho que nos resulta difícil y oscuro, por lo que nos vemos necesitados
de comentarios aclaratorios.
Lisias se convirtió así en el modelo de imitación para los aticistas. Porque,
además, a pesar de esa aparente sencillez, Lisias no dejaba de aprovechar la
experiencia de la composición prosística de sus predecesores: Heródoto, Tucídides,
Gorgias, Antifonte, Trasímaco y otros. Sabe usar, pero siempre con gran mesura, el
periodo y las figuras de dicción, antítesis, paralelismos, isocola, parisosis,
paronomasias, asíndeton, polisíndeton, etc., así como recursos oratorios como la
hipófora para refutar vivamente los argumentos de sus oponentes. Lisias consigue así
un estilo que sólo en apariencia es sencillo y simple, por esa falta de rebuscamiento y
artificio, y que parece fluir espontáneo y al azar, automátōs kaì hōs étyche, pero que
es fruto más bien de un trabajo artístico concienzudo.
3.2. La etopeya
La etopeya, ēthopoiía, ha sido desde siempre considerada una de las
grandes aportaciones de Lisias a la oratoria. Dionisio la incluía dentro de las grandes
virtudes del orador. Lisias fue, indudablemente, un gran maestro en este campo.
Desde luego, intentó brillar también en los otros géneros de discurso, el deliberativo y
el epidíctico. Los pocos ejemplos que hemos conservado, II y XXXIII, representativos
del segundo, y XXXIV, del primero (el único que hemos conservado, aparte de XXXV),
nos demuestran que Lisias no estaba ciertamente mal dotado tampoco para estos
géneros. Fue, sin embargo, su genialidad para la creación de personajes, la que hizo
que destacara especialmente en el género judicial, hasta tal punto que ya desde la
Antigüedad se consideró que es en este género donde hay que buscar al Lisias más
auténtico, llegándose a utilizar, junto con la cháris, también como criterio de
autenticidad.
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Lisias utiliza sus dotes etopoyéticas como un eficacísimo método retórico
encaminado al principal fin perseguido: la persuasión del tribunal con vistas a la
obtención de un fallo favorable. El discurso del litigante, tanto si es de defensa como si
es de acusación, debía aparecer lo más auténtico posible, y, en la medida de lo
posible también, como no aprendido de memoria, sino como producto del propio
litigante. Se ha señalado –Kennedy– que Lisias trataba de contrarrestar así la
indudable monotonía que siempre se desprendería de la finalidad del discurso, la
persuasión del tribunal y su predisposición favorable al hablante. Para ello la técnica
retórica tenía ya bien establecidos los procedimientos, y de ahí los loci communes, los
tópicos y fórmulas que el orador tiene que utilizar. Lisias intenta contrarrestar ese mal
efecto mediante la presentación de una gran variedad de personalidades. Al mostrar
personajes de carne y hueso perfectamente convincentes, forjados a base de ciertos
rasgos característicos que él, en sus consultas previas con los clientes habría extraído,
lograba, por un lado, agradar a su auditorio con escenas llenas de vida, y por otro, al
mostrar algunos ejemplos de la corriente y común debilidad humana, buscaba crear un
vínculo de simpatía con su auditorio y persuadirlo así de la virtud general humana de
su cliente. No abundan en Lisias, efectivamente, los dramáticos y efectistas
llamamientos a la compasión del tribunal o a su simpatía, en términos exagerados,
cosa que, de vez en cuando, se señala como defecto del orador. Sin embargo, puede
que él confiara más en la eficacia de sus etopeyas para conseguir ese fin.
Veamos algunos casos. En el discurso I el orador que pronuncia el discurso,
un tal Eufileto, un acomodado campesino ateniense, es individuo de modales un tanto
bruscos y un tanto anticuado; sin embargo, del retrato de Lisias los jueces difícilmente
deducirían que es cierta la acusación que le hace la familia de la víctima, Eratóstenes,
esto es, que él le tendió una alevosa trampa para atrerlo a su casa y allí, quebrantando
la sagrada ley del asilo, lo asesinó junto al hogar, sino, más bien, que es el típico
hombre capaz de matar al amante de su mujer a quien ha sorprendido con ella en
flagrante adulterio. Otro caso sobresaliente es el del joven Mantíteo del discurso XVI.
Este joven aristócrata debe pasar la dokimasía o examen ante el Consejo, de lo que
tenemos varios ejemplos en el Corpus, los discursos XXIV-XXVI y XXXI. Mantíteo ha
sido elegido por votación o sorteo para desempeñar una magistratura o un puesto en
el Consejo. Ante la acusación de haber servido en la caballería bajo los Treinta,
pronuncia este discurso de defensa. Si bien la refutación del cargo principal es sencilla
–él no estuvo en Atenas en esa época, y, en todo caso, resultaría amparado por los
pactos–, trata de impresionar al Consejo haciendo un retrato lleno de autoconfianza.
No sirvió en la caballería, pero aunque lo hubiera hecho, no lo negaría y se presentaría
al examen, puesto que puede demostrar que no ha hecho mal a nadie; más bien al
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contrario, ha sido generoso, noble y morigerado en su vida privada y pública, poniendo
todo su acento en su valor en las campañas militares. No tiene empacho en aludir a su
aspecto externo –lleva melena–, lo cual podía caracterizarlo como filoespartano y
aristócrata, porque no le preocupan las apariencias, él se puede mostrar
soberbiamente ingenuo, pues, frente a la hipocresía de sus compañeros de clase, él
puede mostrar una verdadera aretē (XVI 18).
El ejemplo más famoso es, quizá, el del inválido del discurso XXIV, al que
Lisias defiende ante el peligro de perder su subsidio estatal. Dejando a un lado el
problema de por qué Lisias ha aceptado defender a un personaje como este, un pobre
diablo del que finalmente no llegamos a saber con certeza cuál es su dolencia o su
profesión, digamos que, juntamente con el personaje de Mantíteo antes estudiado, es
uno de los mejor caracterizados por Lisias, pero constituye su reverso: casi un
personaje de novela picaresca, como lo define L. Gil, que, naturalmente, no puede
permitirse el mismo lenguaje, sincero y arrogante, pero al que Lisias ha prestado,
como decía Dionisio, justo el lenguaje que le corresponde, un individuo marrullero,
socarrón y desenvuelto, un hombre sin fortuna conocida y aparatosamente inválido. Su
lenguaje, en consonancia, es de tono popular, aderezado con algunas ocurrencias,
pero capaz de desacreditar a su oponente como malintencionado y torpe, y de apelar,
además, a la compasión de los jueces, por si su autorretrato no resultara suficiente.
Es, en definitiva, un buen ejemplo de ese lenguaje aparentemente sencillo, pero que
pone de relieve cuánto hay de refinamiento artístico en su aparente naturalidad y
soltura.
En la misma línea encontramos la caracterización de los protagonistas del
discurso III: el orador, que se precia de ser un excelente ciudadano, tiene que
reconocer que se ha visto envuelto en un asunto más que enojoso: la disputa con un
tal Simón por un jovenzuelo de Platea. Su posición, poco decorosa, trata de salvarla
con la caracterización despectiva de su contrincante, menos afortunado, borracho,
amigo de juergas, brutal y pendenciero, hombre, en definitiva, de difícil crédito. Su
relato de los hechos es de una viveza cinematográfica y junto con su pintoresquismo y
su aparentemente descuidada dicción, pretende alcanzar su objetivo judicial: quitar
importancia a los hechos que han motivado la denuncia.
Y es que estamos ante una forma de poderosa prueba judicial: no se trata
sólo de caracterizar al que habla cuando resulta atacado por alguien, sino de atacar la
persona del antagonista. Antifonte apenas había usado este método. Lisias lo hace en
mucha mayor medida. En muchos discursos, las pruebas o la refutación del adversario
están seguidas de toda una sección dedicada a la caracterización del antagonista.
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Tomemos el famoso discurso XII Contra Eratóstenes, el único del que
tenemos constancia de que fue pronunciado por el propio Lisias. Después de haber
demostrado la responsabilidad de Eratóstenes en el arresto y muerte de su hermano
Polemarco (25-36), Lisias afirma que su acusación es ya más que suficiente para pedir
la pena de muerte, 37 ss., y que no le corresponde a él hacer lo que suele hacerse
ante los tribunales –cosa que también suele hacer el propio Lisias–, esto es, distraer al
tribunal saliéndose del objeto de la acusación y efectuar una relación de los propios
servicios al Estado. Pues bien, Lisias aprovecha ahora la ocasión y utiliza el
argumento atacando a su oponente con una lista de sus fechorías y acciones
vergonzosas. Mete a Eratóstenes en el mismo saco que al resto de los Treinta y
repasa las penalidades sufridas por la ciudad bajo su gobierno, añadiendo además
alguna que otra hazaña personal de Eratóstenes, como su abandono de la nave
siendo trierarco en época de los Cuatrocientos. Es evidente que Lisias se sale del
asunto que trae entre manos, pero está interesado en el descrédito de su oponente y
nada mejor que refrescar la memoria del auditorio en lo que toca a su personalidad
(37-61). Al mismo propósito sirve la parte del discurso dedicada a Terámenes (62-78),
una auténtica argumentatio extra causam, pero que debe considerarse un nuevo
intento de descrédito indirecto de Eratóstenes, pues este era amigo y colaborador
suyo. Lisias cierra el discurso con el famoso e impresionante final, al que el uso
magistral del asíndeton presta una solemnidad especial. No en vano es uno de los
pasajes citados por Aristóteles en su Retórica, por más que no tenga la deferencia de
citar a su autor: “Habéis oído, habéis visto, habéis padecido, lo tenéis: juzgadlo” (XII
100).
Lo mismo ocurre en el discurso XIII, Contra Agorato. Este fue acusado de
haber denunciado y, como consecuencia, provocado la muerte de un grupo de
estrategos y taxiarcos, entre los que se encontraba un pariente de quien pronuncia el
discurso, también bajo el gobierno de los Treinta. El discurso se enmarca, pues,
también en la misma atmósfera emocional que el anterior, pero hay diferencias
importantes: el momento del proceso, en este caso unos años después de los hechos,
y el personaje encausado. Este es ahora un oscuro individuo en quien se quiere
ejercer una venganza personal. Las extremas dificultades jurídicas del caso tiene que
solventarlas Lisias por vía retórica. Como ha señalado L. Gil, “la manera magistral de
enfrentarse con esos obstáculos y el haber conseguido componer en una magnífica
pieza oratoria una impresionante acusación, refleja una vez más el talento de Lisias
como logógrafo” (Lisias, Discursos II, p. 22). Y el procedimiento es, ni más ni menos
que una implacable etopeya de Agorato, un esclavo hijo de esclavos, a quien Lisias
convierte en el responsable de todos los males de Atenas. No importa que el
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argumento se convierta en un sofisma: las desgracias sucedieron después de la
denuncia, luego esta fue su causa. La villanía de Agorato es sistemáticamente
construida y más tarde (62 ss.), como en otras ocasiones, pasa Lisias a ocuparse de
otros personajes envueltos en el caso, las víctimas de la denuncia. Sus patrióticas
figuras, sus beneficios a la ciudad, contrastan ahora brutalmente con el Agorato
descendiente de esclavos que aún vive. Pero Lisias da un paso más y en lo que
podríamos llamar un precedente del naturalismo moderno, presenta a la familia
esclava de Agorato como una muestra de degeneración total, caldo de cultivo de todas
las depravaciones y crímenes (65-68). Resulta escalofriante la violencia, crueldad y
frialdad con la que Agorato y sus hermanos son desacreditados y retratados como una
escoria humana que debe ser extirpada de la faz de la tierra.
¿Está volcando aquí Lisias, como en al caso de Eratóstenes, todo su odio y
violencia contra los oligarcas que tanto daño habían hecho a su familia y a su ciudad?
Es muy probable, pero, en todo caso, es admirable la capacidad del orador para
utilizar su maestría en la etopeya como instrumento retórico.
Lo mismo podemos decir del retrato de Alcibíades hijo en XIV. Uno de los
argumentos a favor de la paternidad lisíaca de este discurso lo constituye
precisamente la etopeya de este personaje, en el que Lisias vuelca toda la antipatía
por el hombre que había causado tantos males a Atenas. Pese a ser un discurso
escrito para un cliente, los sentimientos personales de Lisias se traslucen aquí tan
claramente como en los discursos anteriores. Lisias no se detiene ni siquiera ante la
injusticia de su diatriba, como reconocen los intérpretes modernos, Gernet-Bizos o L.
Gil. Hay que suponer una precocidad excesiva en la maldad del hijo de Alcibíades
para creer que, con apenas diez años, anduviese ya de juerga con una meretriz (25).
Otras gravísimas imputaciones, como la traición a su padre, la pérdida de su fortuna
jugando a los dados y dedicarse a hacer naufragar a sus amigos también a la edad
record de trece años, parecen un tanto innecesarias para lograr esa impresión
desfavorable del acusado. Pero Lisias tiene que contrarrestar seguramente una cierta
corriente de simpatía que aún pudiera quedar en alguno de los miembros del jurado,
así como responder claramente a la apología que del mismo personaje había hecho
Isócrates en su discurso XVI. Siguiendo con el procedimiento antes señalado, al
escalofriante retrato del hijo siguen los demagógicos ataques a la figura de su padre,
donde afloran también las heridas aún sin cicatrizar de la derrota de Atenas y el papel
desempeñado por Alcibíades, sin dudar en recurrir a exageraciones e incluso
falsedades (30).
A los ejemplos citados queremos añadir, para finalizar, la admirable narración
del discurso XXXII Contra Diogitón, transmitido por Dionisio de Halicarnaso, en
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especial el núcleo de la misma, el impresionante discurso que dirige contra Diogitón su
hija, casi todo él en estilo directo, uno de los ejemplos más refinados de la oratoria
femenina ateniense fuera de las comedias de Aristófanes, como señala Usher.
Precisamente este recurso contribuye a dar viveza, enárgeia, a un pasaje que
resultaría de una extrema aridez si se limitase a la enumeración de las cifras de la
herencia en juego. Lisias ha presentado la escena de forma magistral (12-18).
Introduce con leves toques narrativos del orador las sucesivas intervenciones de la
mujer, de la que se ha encargado de decirnos previamente que, pese a que
“anteriormente no ha tenido costumbre de hablar entre hombres, la magnitud de sus
desgracias la obligará a hacer una demostración de todos sus males” (11). Finalmente,
en una reunión familiar, no sin inicial resistencia, Diogitón tiene que oír los reproches
de su hija y madre de los huérfanos, y sus palabras nos sorprenden por su sinceridad
y perfecta adecuación a la situación. Lisias ha dado a este encuentro toda la
intensidad emocional de una escena trágica y ha convertido a la hija de Diogitón en
una especie de Medea que echa en cara a Jasón todo su egoísmo y desvergüenza.
No están ausentes, en efecto, de su discurso elementos claramente poéticos. La
composición está muy cuidada y es claramente circular: está precedida y cerrada por
elementos narrativos: la presentación de la hija de Aristogitón como inexperta oradora
pero decidida por las circunstancias y el sobrecogedor efecto de sus palabras en los
presentes, respectivamente (11 y 18), esto último evocador de alguna escena del
Fedón platónico. El discurso directo tiene también una clara composición circular,
abriéndose y cerrándose con sendas alusiones a los juramentos y el temor a los
dioses. El núcleo, naturalmente, dedicado a los detalles sobre las cifras de la herencia,
pero contrarrestados por las palabras en estilo directo y por un crescendo final de
enorme eficacia y pathos, al describir la situación en la que han quedado los hijos,
expulsados de su propia casa (16), haciendo, además, un uso acertadísimo del
asíndeton, para reforzar el apresuramiento de las ideas y evocar mejor el dramatismo
de la escena y del discurso, por oposición a los periodos más redondeados del exordio
y la demostración. En definitiva, un refinamiento literario extraordinario cuya brillantez
ya llamó la atención de los antiguos y por el que básicamente Dionisio de Halicarnaso
nos ha conservado el fragmento.
4. LAS PARTES DEL DISCURSO
Volvamos, en este apartado, a las útiles consideraciones de Dionisio de
Halicarnaso. Distingue este sólo cuatro partes: exordio, narración, demostración,
písteis, y epílogo. En rigor, la refutación, élenchos, no constituye una parte separada,
es en la narración donde se cierra la exposición de los argumentos del contrincante.
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Dionisio de H. alaba la especial habilidad de Lisias para los exordios. No se
encuentran dos iguales en 200 discursos, nos dice. Al proemio o exordio le sigue la
próthesis o transición a la narración. A veces falta el exordio y se comienza por la
próthesis, o, incluso, se comienza directamente por la narración. Por lo general las
deuterologías, o segundos discursos en un mismo proceso, carecen de exordio, sólo
disponen de una pequeña introducción, y de narración.
Dionisio, sin embargo, concede que es sobre todo la narración la parte del
discurso en la que Lisias tiene la primacía. La narración es normalmente breve, clara y
vivaz, y destaca por su extraordinaria naturalidad. Lisias representa en este sentido,
como nos recuerda Blass, un extraordinario avance con respecto a Antifonte. La
narración deja de ser algo accesorio para convertirse en un punto importante del
discurso. La narración es el elemento histórico del discurso, en observación de
Scheibe, mientras la demostración es el elemento dialéctico. Este lo creó Antifonte;
Lisias, en cambio, aquel, pues su predisposición natural no era preferentemente
dialéctica. La oratoria posterior, como la de Demóstenes, unirá ambos aspectos.
5. LISIAS Y SU TIEMPO
Lisias es, además de un gran creador y modelo de prosa ática, un gran
literato y un gran artista. Es, además, una fuente inestimable de información histórica y
jurídica. Dado que en el Corpus Lysiacum se nos han conservado discursos públicos y
privados, su obra abarca dos aspectos fundamentales: por un lado, las circunstancias
políticas de la vida ateniense entre los años 404 y 380 a. de C., años entre los que hay
que fecharlos aproximadamente. En ellos planeó, inexorable, la sombra de la derrota
ateniense en la Guerra del Peloponeso, el breve pero tiránico gobierno de los Treinta,
con la discordia civil subsiguiente y los odios que apenas pudieron contener los
pactos. Lisias representa normalmente el punto de vista del “partido democrático”, que
aparece constantemente aquí y allá, pero sobre todo aflora en sus dos grandes
discursos comentados, XII y XIII.
Se ha discutido mucho sobre la ideología de Lisias y sobre su desengaño. A
este respecto, se citan sus defensas de clientes simpatizantes con el sector
oligárquico, como Mantíteo (XVI), o el anónimo orador de XXV, a quien se acusa
vagamente de haber querido implantar la oligarquía o, simplemente, que se quedó en
la ciudad bajo el gobierno de los Treinta por pura comodidad, o el Evandro de XXVI.
Wilamowitz y otros acusaron a Lisias por ello de falta de firmes convicciones políticas y
de vender su pluma al mejor postor sin escrúpulos, poniéndola, como en XXV, al
servicio de un sospechoso de connivencia nada menos que con los que asesinaron a
su hermano Polemarco. Ya nos hemos referido a su profundo desengaño político
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personal, pero tampoco podemos perder de vista la identificación del logógrafo con su
cliente, también desengañado en este caso, del campo contrario, como señala L. Gil.
Llama así poderosamente la atención, la afirmación que aparece en el discurso y que
refleja admirablemente ese desengaño y el escepticismo consiguiente: “ningún hombre
es por naturaleza oligárquico o democrático, sino que la constitución que a cada uno le
conviene, esa es la desea que se establezca”, y remacha, poco después: “de modo
que no es difícil darse cuenta, jueces, de que las diferencias entre los hombres no se
deben a la forma de gobierno, sino a las conveniencias privadas de cada uno” (XXV 8
y 10).
En cuanto a los discursos privados, tenemos en Lisias un mosaico de
inestimable valor de la vida ateniense en las primeras décadas del s. IV a. de C. Los
retratos que Lisias hace de esas escenas de la vida cotidiana y las relaciones
humanas a múltiples niveles y en distintos sectores sociales constituyen un
complemento imprescindible de la información histórica que nos ha llegado en las
páginas de los historiadores. Gracias a Lisias somos espectadores de la vida real, tal y
como se desarrollaba en las calles y hogares atenienses de la época.
6. LISIAS Y SUS CLIENTES
Para terminar, nos gustaría hacer algunas breves consideraciones sobre el
discutido tema de la relación del logógrafo y el cliente. La conclusión de Dover,
abogando por una colaboración que, en última instancia, desdibujaría la personalidad
del autor, ha sido discutida con razón por Usher. Como señala este autor, las noticias
de que disponemos, p.e. Plut. De Garr. 5 (Mor. 504C) y Thphr. Char. 17.8, llevan a
conclusiones muy distintas. El logógrafo impone su punto de vista basado en la
información que obtiene de la consulta de su cliente y redacta el discurso que este se
aprende de memoria. De nuestra lectura de los discursos deducimos claramente que,
como afirma Kennedy, Lisias contempla cada discurso como un reto intelectual. El
logógrafo es un artista que busca, dentro de los fines que persigue y sujeto a las
reglas retóricas, obtener el fallo favorable del jurado. Pero Lisias lo busca ante todo
construyendo un retrato artístico que lo satisfaga. Esa es su arma retórica
fundamental. La retórica tiende a distanciarse de la filosofía o el credo político, nos
recuerda Kennedy (no olvidamos la crítica de Platón). Cada discurso pretende
construir su propia verdad. La imparcialidad no es la percepción fundamental, sino la
persuasión del tribunal.
Ante tantas discusiones respecto a las intenciones de Lisias al escribir sus
discursos, volvemos a la conclusión de Kennedy: Lisias no pretendía necesariamente
escribir para el que le pagaba –aunque esto evidentemente lo hacía, decimos
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nosotros–, sino que se decidía básicamente por el caso que le interesaba. Lisias no
era un filósofo político, sino un artista. Esa es, indudablemente, la conclusión más
clara que hoy todavía extraemos de la lectura de sus discursos.
(N.B. Las traducciones de los pasajes lisíacos son nuestras.)
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