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Los clásicos y nosotros
1965
Domingo Luis Bordoli (1919 - 1982)
VERSIÓN COMPLETA REVISADA
Datos de la edición impresa:
Los clásicos y nosotros. Boletín didáctico de la Asociación “Horas de Estudio” Nº2.
Noviembre de 1965. Ediciones de la Banda Oriental. Montevideo, Uruguay.
Número total de páginas: 274. [Dimensiones. Largo: 19 cm, ancho: 12.8 cm, grosor: 1.8
cm.] Este libro se terminó de imprimir en Talleres Gráficos GADI (Florida - R.O.U.),
para la Asociación Cultural “Horas de Estudio”, en Noviembre de 1965.
Contratapa: Domingo Luis Bordoli nació en Fray Bentos en 1919. Vivió su juventud
en la ciudad de Mercedes, hasta que se trasladó a Montevideo para ejercer el
profesorado de Literatura en Enseñanza Secundaria. Actualmente [1965] es profesor de
esa materia en el Instituto de Profesores “Artigas”. Ha cultivado la narrativa, (con el
seudónimo de Luis Castelli), la crítica y el ensayo. Sus primeras colaboraciones
aparecieron por 1946 en el semanario “Marcha”. A partir de 1948 la mayoría de sus
trabajos se publican en la revista “Asir”, de la cual será co-director. En los últimos años
escribe en la Página de Arte y Cultura del diario “El País”. Ha publicado dos libros:
SENDEROS SOLOS (narraciones, ediciones “Asir”, 1960) y VIDA DE JUAN
ZORRILLA DE SAN MARTÍN (1961), que obtuviera el primer premio en el concurso
convocado por el Concejo Departamental de Montevideo. Actualmente prepara una
ANTOLOGÍA DE LA POESÍA URUGUAYA CONTEMPORÁNEA que será
publicada por el Departamento de Publicaciones de la Universidad de la República. Los
ensayos que se reúnen en el presente volumen fueron leídos en su casi totalidad por CX
6 radio Oficial.
ACERCA DE ESTA COPIA DIGITAL. Corresponde al texto completo tipeado y
revisado por Carlos Daniel Tellechea en el mes de diciembre de 2015. Carlos Daniel
Tellechea es profesor de Literatura egresado del Instituto de Profesores “Artigas”.
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ÍNDICES
Nombre del capítulo Página del
libro original
Página de esta
versión digital
Lo viejo y lo nuevo en la Literatura 7 3
Introducción a los Clásicos 12 5
Las letras clásicas y la enseñanza 18 8
El lector 24 11
El sentido de lo heroico 28 14
La comparación 34 17
El valor de las cosas 38 19
El erotismo 43 22
El misterio 49 25
El destino 55 29
La imitación 61 32
El ocio clásico 66 35
La sátira 72 38
El estilo sentencioso 78 42
El “Tedium Vitae” 84 45
Jardines 90 48
Acto poético y acto religioso 95 51
Plegaria y poesía 100 54
Un libro cargado de poderes 105 57
Los salmos leídos por un santo 110 60
Los salmos leídos por un poeta 115 63
Un consejo de Buda 120 66
La canción de amor 123 67
El soneto 128 70
La poesía del desprecio 135 75
Entre esperanzas y recuerdos 140 77
Una escena del “Mio Cid” 146 81
El humor lírico 152 84
El humorismo del buen corazón 157 87
Un espíritu afable e indiferente 161 89
La poesía del viaje 167 92
El escritor y el dibujo 173 95
La madurez 179 99
Soledad de la pampa 185 102
Río dorado 190 105
La música del verso 196 108
Socratismos 201 111
Mutilaciones 206 114
Nuestras circunstancias 211 116
El mundo del silencio 216 119
El pensamiento silencioso 221 122
La desaparición del tiempo libre 227 125
Colores 234 129
De la admiración 238 131
Ancianidad 242 133
El cronista de antaño 249 136
La decadencia del sufrimiento 254 139
Del goce de escribir 260 143
Un hombre contento 265 146
La sabiduría de lo instantáneo 269 148
Últimas palabras 274 151
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LO VIEJO Y LO NUEVO EN LA LITERATURA
(JENÓFANES - D. H. LAWRENCE - SAINT-EXUPÉRY)
He aquí un tema que no dejará de plantearse ninguna generación joven. Más
aún: creemos que es un tema que sólo para ella tiene validez. No la tiene, en cambio,
para los de edad madura. Y no la tiene porque para toda madurez literaria este problema
ha dejado de existir.
Para el escritor joven la literatura del pasado que, lógicamente, aún no ha tenido
tiempo de comprender, constituye un futuro. Un futuro temible, de una fuerza y de una
validez capaces de operar, por confrontación, el desánimo de las frescas ambiciones
juveniles. Y es una verdadera pena que el joven escritor no tenga siempre el coraje de
conquistar este desánimo. Es él quien ha de instaurarlo, sacrificándolo, en la grandeza.
Lo que estorba es el “yo” psicológico; el temor a zozobrar. Este miedo por la
suerte propia es lo que nos impide transformar a nuestro “yo” en un órgano de
conocimiento. Lo único que importa es comprender. Pero si antes queremos salvar
nuestro deseo, todo está perdido.
¿Qué es lo nuevo, qué es lo viejo, en Literatura? “El arte no progresa; el arte
cambia” –se ha escrito–. Se ha hecho de la Literatura una historia, una cronología. Pero,
¿la tiene el corazón humano? ¿Hemos nosotros inventado el crimen, hemos nosotros
inventado el amor?
Si me emociono con el verso de un milenario artista esta emoción es nueva para
mí; esta emoción organiza en mí un sentimiento de belleza que, como tal,
–y ya ha sido dicho– es “siempre cosa futura”: es decir, cosa a vivir, posibilidad, deseo
de que algo dure o algo llegue. Y en tal instante ha desaparecido toda cronología. Así lo
dice Antonio Machado en esta frase: “Es el viento en los ojos de Homero, la mar
multisonora en sus oídos, lo que nosotros llamamos actualidad”.
Es cosa corriente que los fanáticos de la novedad se reclutan casi siempre entre
los espíritus más inseguros. Una media docena de “ansiosos” basta para fundar lo
“nuevo” en cualquier parte.
Lo nuevo, aquí, no es otra cosa que la necesidad personal de que exista.
Resulta curioso comprobar que lo singular y lo distinto no es, propiamente
hablando, lo nuevo. Cuando, por ejemplo, se vio en la poesía de Baudelaire “un nuevo
estremecimiento”, fue Victor Hugo quien lo dijo. Y por supuesto –previo a su juicio–
habrá tenido que sentir dicho sacudimiento. De donde resulta que lo nuevo, entonces, en
Literatura, consiste en despertar, en hacer visible aquello que siempre había vivido con
nosotros aunque en estado letárgico o modo desconocido.
Tendríamos que hablar, por lo tanto, de eternidad o perennidad, y no de
actualidad. Es lo que se desprende de ese viento en los ojos de Homero que Machado ha
querido recordar. “Si la verdad, si la esencia existe –dice Hegel– tiene forzosamente que
aparecer”. Aparecer no puede ser otra cosa que incorporarse a una apariencia, que lograr
una salida al convertirse en una imagen. Y es propiamente el arte el que esto revela; y
mediante sus formas –de cualquier tiempo y lugar– encubre y, a su vez, descubre, la
verdad de algo, la esencia de algo. Y esto perenne –esencia o verdad– que así nace a la
luz, abolida el tiempo.
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Dejamos rápidamente aparte el caso, muy común sin embargo, en que el
sentimiento de lo nuevo no es otra cosa que ignorancia de lo viejo.
Sin embargo, somos opuestos a la creencia de que todo ya ha sido dicho.
Precisamente es la expresión lo que siempre ha de faltarle a ese todo. Asimismo, la
anti-
gua frase: “No hay nada nuevo bajo el sol”, ignora que el sol mismo es una permanente
singularidad. Y el hombre no se cansa de saludarlo con un arranque de júbilo en la
llegada de cada amanecer. El hombre no ha encontrado todavía la manera de declarar
repulsiva, por repetida, la radiante explosión de un sol naciente. Sólo fatiga la naturaleza
a los que están, de sí mismos, fatigados. Y esta originalidad de las cosas, ¿no es acaso la
más perfecta copia de la originalidad del hombre mismo?
¿Por qué, cuando experimentamos algún estado que nos parece excepcional, ya
en la alegría o en el dolor, sentimos al mismo tiempo, bien que vagamente, la sensación
de que hay allí algo antiguo, como si fuera cosa que nos hubiera ocurrido ya, o hubiera
ocurrido en algún otro? Es un sentimiento que parece remontar en el tiempo o en el
espacio buscando no sabemos bien qué. Comprendemos, sin embargo, que es nuestro, y
que nos ha sobrevenido por primera vez. Pero, ¿qué de primitivo, qué de cosa de todos
ha traído consigo?
Es corriente que cuando nos ponemos a mirar el fuego, pensando en él nos
sobrevenga a todos un ensimismamiento que es al mismo tiempo singular pero también
idéntico. Jenófanes de Colofón, el pre-socrático nacido en el siglo VI a. de C., se está
quizá, durante una noche de nieve, solo en su choza, al abrigo de las llamas alegres. Sin
duda está abstraído, mirándolas; profundamente abstraído en las llamas. Porque con esta
notable perplejidad interior es que se pregunta:
“¿Cuántos años tienes, Fuerte?”
Es nuestra misma sensación de extrañeza, de antigüedad, de presencia actual que
es, a la vez, la de los más remotos orígenes.
Parecida experiencia es reiterada por un autor moderno como D. H. Lawrence,
cuando deplora lo que hemos perdido al producir el fuego con sólo apretar un botón.
Porque –agrega– cuando andando de paseo por el bosque sentimos frío, y amontonamos
unos puñados de hojas secas y encendemos un peque-
ño fuego para calentarnos, basta, entonces, contemplarlo unos instantes para sentirnos
con un corazón primitivo, y como si estuviéramos viviendo en un asombro religioso.
Aun un tercer ejemplo: el de aquel adolescente salvaje de Kipling que por
primera vez ve el fuego. Lo mira y piensa que es una planta que se mueve. Sus hojas se
alargan y se acortan simultáneamente. Pero, ¿es en verdad una planta o acaso un
animal? Mas en nada se parece a este último. ¿Y por qué desprende de sí eso que él sólo
ha visto en el sol? A ninguna otra planta se asemeja porque esta es una planta que hace
ver. Qué pobres son las otras que no tienen sol adentro. Y embelesado, intenta el
primitivo acariciarla.
He aquí lo nuevo: una manera siempre diferente de experimentar lo mismo. En
la gran Literatura lo viejo y lo nuevo constituyen, en el fondo, un problema inexistente
que no dejarán, sin embargo, nunca de plantearse las jóvenes generaciones. Necesitan
hacerlo pues constituye su única salida. La originalidad ha de ser la manera diferente
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de revelar lo mismo; es decir, el origen, lo eterno en el hombre. Es pues la originalidad
que continúa, en vez de romper, los vínculos que intercambian las generaciones.
“La vida delega de generación en generación, y esta marcha a través del tiempo
es como la del carro pesado cuyo eje grita…” –escribe Saint-Exupéry–. Y son suyas las
frases siguientes: “Pero la nueva generación, si ocupa casas de las que nada sabe sino el
uso, ¿qué hará en ese desierto? La generación nueva acampará como los bárbaros”.
“Para aquellos que ya han emigrado a la muerte esta ciudad era como un arpa,
con la significación de los muros, de los árboles, de las fuentes y de las casas. Y cada
árbol, diferente por su historia. Y cada casa, diferente por sus secretos. De este modo
has compuesto tu paseo, como una música, extrayendo el sonido que deseabas de cada
uno de tus pasos. Pero el bárbaro que acampa no sabe hacer cantar a tu ciudad”.
“Porque es preciso conocer lo que se quema para que la luz sea bella. Así como
la de tu cirio delante de
tu dios. Pero la llama de tu casa no hablará al bárbaro al no ser llama de un sacrificio”.
“Es difícil saldar todo. Se tarda mucho en recoger a los muertos. Necesitas largo
tiempo para llorarlos y meditar su existencia y festejar sus aniversarios”.
Como conclusión –y deseando situar nuevamente este tema en el campo de lo
estrictamente literario– nos parecen particularmente claras estas palabras de T. S. Eliot:
“El orden existente está completo antes de que llegue la obra nueva; para que el orden
persista después de sobrevenir la novedad, todo el orden existente debe alterarse, por
muy ligeramente que sea; y así se reajustan las relaciones, las proporciones, los valores
de cada obra con respecto al todo; y esto significa conformidad entre lo viejo y lo
nuevo”.
INTRODUCCIÓN A LOS CLÁSICOS
(UNA VISIÓN DE LA ILÍADA)
“El héroe ama la catástrofe”.
“Hay un fondo de vértigo en toda gran obra de arte”.
Nos ha sido necesario enlazar estas dos citas para enmarcar el siguiente cuadro
de la Ilíada. Homero lo presenta casi al término del C. XX, cuando Aquileo, el
protagonista, corre luego de la pérdida de Patroclo inexorablemente hacia su propia
muerte. La conciencia con que la enfrenta pone en su espíritu y en sus actos un frenesí,
una furia, un vértigo que, por su intensidad, sólo puede ser comparable a la cólera
helada con que en el C. XXI mata a un joven exhausto, desarmado y desnudo. No es
tanto la cólera como la inminencia de su muerte –que lejos de rehuir, provoca– lo que
hace de esta destrucción de otras vidas una manera desorbitada de destruir la propia.
Matar, no para morir, sino para matarse. Su cólera viene a ser la alegoría de su espanto.
Homero ha desplegado en un desfile de muertes feroces ese fondo de miedo que es la
razón de toda cólera. Pero como se trata del supremo miedo es también necesario que la
ira vacíe o retire por completo al espíritu, para incorporarlo casi ausente a una máquina
viviente y ciega. Para huir, para no ver la muerte, es necesario producirla. El hombre, de
este modo, se hace, por ilusión, un poco verdugo, un poco propietario de aquello mismo
que ha empezado a devorarlo.
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El héroe no ha de retroceder –porque no será ya capaz de elegir– no sólo ante
sus iguales, sino ante el homicidio inútil de un niño. El menor de los hijos de Príamo,
Polidoro, a quien la predilección paterna
y su poca edad habían prohibido el combate, escapó hacia él y moviéndose entre los
combatientes delanteros, “por pueril petulancia”, es decir, por mera fanfarronada
infantil, hacía gala de la ligereza de sus pies. “Al verlo pasar el divino Aquileo hundiole
la lanza en medio de la espalda, donde los anillos de oro sujetaban el cinturón y era
doble la coraza, y la punta salió al otro lado cerca del ombligo; el joven cayó de rodillas
dando lastimeros gritos, oscura nube lo envolvió; e inclinándose, procuraba sujetar con
las manos los intestinos, que le salían por la herida”.
Homero ha colocado por intencionado contraste, estos lastimeros gritos de un
niño en medio de dos imágenes violentas, la de Hipodamante que, huyendo, fue
mortalmente herido por la espalda y “bramaba como el toro”; y la de Héctor que, al
presenciar la muerte de su joven hermano, avanza blandiendo la puntiaguda lanza “con
el ímpetu de la llama”. Pero el combate entre los dos protagonistas, Aquiles y Héctor,
aun no debe realizarse y es eludido por la intervención de un dios. Entonces Homero
precipita a su héroe en una carnicería vertiginosa. Son diez los adversarios que caen
tendidos a sus pies. “Sólo a Homero es dable hacer bello el horror”, se ha escrito. Y en
efecto, una inexplicable belleza trágica, en donde todo juicio moral queda
momentáneamente suspendido, se desprende de estas imágenes que se amontonan casi
confusamente: la del que es herido en medio del cuello; la del que es pinchado con la
lanza en una rodilla; o derribado del carro; o la de aquél que viene a abrazarle las
rodillas “por si compadeciéndose de él, que era de la misma edad del héroe, en vez de
matarle le hacía prisionero”; mas recibe la espada en el hígado que, derramándose, le
llena de negra sangre el pecho; o el que es herido de lanza en una oreja hasta que la
broncínea punta sale por la otra; o aquél que alcanzado en el codo espera “con la mano
entorpecida” su muerte, hasta que su imagen, final de toda esta enumeración, espeluzna;
el guerrero ha quedado tendido en el suelo; la cabeza ha sido cercenada de un tajo, y “la
médula sale de las vértebras”.
Después de esta serie de muertes singulares en que la actividad furiosa del héroe
es comparada a un vasto incendio, Homero endereza hacia el final del canto. Se ve
obligado para apresurar el desenlace a presentarnos una nueva comparación. Es una
sosegada, anchurosa escena campesina, pesada de lentitudes y de soleadas rutinas.
“Como uncidos al yugo dos bueyes de ancha frente para que trillen la blanca cebada en
una era bien dispuesta, se desmenuzan pronto las espigas debajo de los pies de los
mugientes bueyes…” La perfidia artística de esta imagen no encubre, sin embargo, para
quien conoce a Homero, el horror moral y la piedad de que está dominado el escritor.
Esta comparación no es otra cosa que la figuración sarcástica de una verdadera trilla
humana a la que se entrega el héroe, presentando ahora en la apoteosis de su furor: “Así
los solípedos corceles guiados por el magnánimo Aquileo, hollaban a un mismo tiempo
cadáveres y escudos; el eje del carro tenía la parte inferior cubierta de sangre y los
barandales estaban salpicados de sanguinolentas gotas que los cascos de los corceles y
las llantas de las ruedas despedían. Y el Peleida deseaba alcanzar gloria y tenía las
invictas manos manchadas de sangre y polvo”. (No creemos que la majestad épica
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quede menoscabada por constituir más o menos la reiteración de un pasaje anterior: C.
XI 534 y ss. Es aquí en el C. XX donde, desde todo punto de vista, encuentra su más
apropiada localización.)
Esta escena, en todos sus detalles, pone al descubierto ese fondo de vértigo que
hemos mencionado al comienzo y que se encuentra en toda gran obra de arte. Piénsese,
por ejemplo, en los espantos de Job, la locura de Quijote, la peligrosidad de Hamlet, la
embriaguez a que se abandona Fausto.
En todo autor clásico estos abismos están resueltos, estos espíritus desenfrenados
hallan un sitio en la experiencia humana; no son negados pero sí juzgados. Se les
advierte que pueden tener razón o no, pero que sus razones acaban con la vida; que es
necesario aún seguir existiendo; y que después de todo, según el sentir de Cervantes, “es
una alegría vivir y ser hombre”.
En el caso de Aquiles su brutal experiencia es condenada: “Cólera funesta”, dice
Homero desde el comienzo. Asimismo, Job confiesa haber hablado “imprudentemente”.
Fausto desecha el superhombre que se había propuesto encarnar y encuentra su alegría
en no ser nada más que un hombre; y el más absurdo de todos, Hamlet, acaba diciendo:
“Lo demás es silencio”, con lo que acepta por lo menos el silencio, el inmenso silencio
de todo, como su natural y superior contorno. El sello de lo clásico consiste en este
redescubrimiento del mundo. Por su inocencia, por su júbilo, por su novedad, por su
brevedad, o como aventura, como experiencia, como contemplación, como eterna fuente
de engaños y desengaños, el mundo vale la pena de ser vivido. Mas sólo los excesos –
las catástrofes y los éxtasis– permiten volver a descubrir este valor que la vida pierde en
la cobardía y el automatismo. Con lo que el hombre recupera en el espectáculo de la
creación, su primera visión de infancia; y su inocencia al cabo de todos los caminos de
sí mismo. “Que Dios quiere que todos los hombres sean salvos”, dice el apóstol.
Una obra es clásica cuando el estado naciente que produce suscita por lo menos
de una manera virtual la totalidad del espíritu del lector. Todo lo que nosotros tenemos
de pasado –de experiencia– y lo que tenemos de porvenir –de adivinable– son reunidos
por este efecto de la obra clásica y situados en un instante en que ellos mismos
descubren más, tanto lo que es como lo que son.
Las condiciones ambientales, épocas, sentimientos predominantes de una
generación, lenguaje, mitos, costumbres, constituyen la materia expresiva; pero la obra
dejaría de ser clásica si su sentido no pudiese sobrevivir sin aquella ficción expresiva, y
ser vivido en otra forma nueva posible. Es que hay algo de traducción, siempre, en la
comprensión de toda obra. Un poeta, por ejemplo, nos habla de una tarde, una mujer, un
árbol, un aire, una estación, y nosotros le comprendemos a nuestra manera, poniendo
allí nuestras visiones particulares y, según el caso, estremecidas, de
una tarde, de un árbol, de una mujer. Hay –creemos por lo menos poner allí– una
equivalencia, pero no una identidad de objetos. No se trata, por supuesto, de estar frente
a la misma mujer o al mismo árbol. Esta trasmutación legítima de las realidades, sin
impedir una real apropiación, no empobrece ni trastorna lo esencial.
Del mismo modo, delante de una lejana obra de arte se opera esta traducción o
sustitución. Por ejemplo, lo que en la obra aparece como acción pasa a ser en nosotros
acción posible; los gestos y dichos, las emociones de los personajes se nos convierten en
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estados mentales; las costumbres, las guerras, ideas y mitos, en una reflexión general
sobre el hombre. No se trata tanto de transportarse por la imaginación y estar viviendo
todo aquello como cosa verdadera. Más vale que la imaginación sea cautelosa y no entre
a confundir tiempos, lugares y seres. Lo que importa es la verdad central que da origen
y expansión a un mundo literario. Puede ser que esta verdad central no haya sido hasta
entonces seriamente experimentada o pensada por nosotros. Y a ello nos habíamos
referido cuando expresábamos que la obra clásica tiene por efecto una totalización del
espíritu. Pues frente a una situación que se nos aparece como ajena y extraña, no hay
más remedio que enfrentarla con una revisión de nuestro mundo pasado –es decir, de
nuestra experiencia– o con una preocupación de lo porvenir, o sea de lo posible y
adivinable.
Hay muchas definiciones de la palabra “clásico”. Es ya el autor grecolatino por
excelencia o, más puerilmente, el autor que se enseña en las “clases”; o el que sirve de
modelo o ejemplo en una literatura determinada. Es también el escritor que haciendo
privar la razón sobre la pasión, se opone al romántico con obras donde el equilibrio de
las partes, la nitidez y la armonía del conjunto dominan sobre la exuberancia, el
desorden, lo vago y lo monstruoso; y donde una última sabiduría del hombre y del
mundo es más estimable que la embriaguez de los misterios, las aventuras y los
instintos. De todas estas definiciones noso-
tros escogeremos aquella que caracteriza a lo clásico sólo desde el punto de vista de su
eminente ejemplaridad, importándonos poco que la obra sea griega, latina, bíblica,
medieval, renacentista, romántica, realista, antigua o moderna, oriental, europea o
hispanoamericana.
LAS LETRAS CLÁSICAS Y LA ENSEÑANZA
(ALFREDO N WHITEHEAD - T. S. ELIOT)
Todo el libro de Alfredo North Whitehead, “Los Fines de la Educación” está
dirigido a un solo efecto: impedir las ideas muertas. Las ideas muertas o inertes son
aquellas que la mente se limita a recibir, pero que no utiliza, verifica o transforma en
nuevas combinaciones. Para que el espíritu obre como tal, no puede dejar de ser, como
ya ha sido dicho, un poder de transformación. Una expresión como esta: “digerir un
conocimiento”, es de una prodigiosa exactitud. Significa asimilarlo hasta convertirlo en
nuestra propia sustancia, de tal modo que no se guarde, ni siquiera el recuerdo de su
forma original. Cuando esto no ocurre, lo que tenemos delante es un hombre meramente
informado, del cual dice Whitehead: “Un hombre simplemente bien informado es lo
más fastidioso e inútil que hay sobre la tierra”.
Y un hecho que no se puede negar es que, en el curso de los tiempos, los ideales
educativos han decaído. En las escuelas de la antigüedad –afirma Whitehead– los
filósofos aspiraban a impartir sabiduría; en los modernos colegios nuestro propósito es
más humilde: enseñar materias.
Es decir, se ha producido un tránsito de lo vivo a lo inerte.
Ahora bien, refiriéndonos a nuestro tema de hoy: el lugar de los estudios clásicos
en la educación, nos encontramos, precisamente, con un estudio que ha cargado –quizá
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más que ningún otro– esta enseñanza de lo muerto, de lo inerte, de lo inútil. ¿Qué
utilidad concreta, reconocible de modo convincente, pueden
prestarnos los viejos libros de lenguas como el griego y el latín? He aquí algunas de las
afirmaciones de Whitehead.
“Los estudios clásicos enriquecen el intelecto del alumno más rápidamente que
cualquier otra disciplina dirigida al mismo objeto”.
“El camino normal que hay que seguir en estos estudios es el análisis del
lenguaje”.
“La iniciación del latín es el mejor estímulo para la expansión mental del
alumno”. Recibe este una sensación de esclarecimiento. Se sabe que se está
descubriendo algo.
El solo estudio del latín despierta un instinto filosófico que oscila entre la lógica
y la historia. “Si en la vida posterior vuestro oficio es pensar –dice Whitehead–
agradeced a la Providencia que ordenó que durante cinco años de vuestra juventud
hicierais una prosa latina una vez por semana, y explicarais diariamente algún autor
latino”.
Al mismo tiempo este estudio del latín es una idea viviente de la historia. “El
imperio romano es el cuello de la botella a través del cual la vendimia del pasado se ha
vertido en la vida moderna. En cuanto concierne a la civilización europea, la clave de la
historia es la comprensión de la mentalidad de Roma y de la obra de su imperio”.
Si relacionamos al inglés y al francés con el latín, obtenemos una filosofía de la
historia.
Vivimos el relato de las migraciones raciales que crearon nuestra Europa. El
idioma encarna la mente de la raza que le dio origen. Cada frase y cada palabra sintetiza
cierta idea habitual de los hombres y mujeres mientras araban sus campos, atendían sus
hogares y construían sus ciudades. Por esa razón no hay verdaderos sinónimos entre
palabras y frases de diferentes idiomas.
Es esta experiencia íntima del lenguaje, explorado palmo a palmo, lo que dará
valor a vuestros análisis de pensamiento y a vuestras historias de acciones.
¿Qué mérito tiene este estudio para la educación de la juventud? En primer
término, este: concreción,
concisión. ¿Qué cosa puede excitar más la acción que un miraje tan preciso como sea
posible, que una porción de realidad bien nítida y recortada? En segundo lugar,
grandeza. La uniforme grandeza de las personas, en sus caracteres y en sus obras. Sus
ideales eran grandes, sus virtudes eran grandes y sus vicios eran grandes. La educación
moral es imposible sin la habitual visión de la grandeza. Sin el sentido de la grandeza no
se puede fundar moral alguna.
No obstante lo dicho, Whitehead se inclina por la necesidad de que este estudio
del latín llevado a cabo por el joven, no se prolongue mucho. Se trata no de hacer un
erudito sino de formar una facultad. “Estamos –dice– frente a alumnos que nunca
sabrán suficiente latín como para leerlo rápidamente”.
Deben ser escrupulosamente respetados los ritmos en que se desenvuelve el
espíritu del educando. Nadie tiene derecho a desplomarle una montaña sobre su cabeza.
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Esta limitación no impide que el alumno lea más Virgilio, más Lucrecio, más Cicerón,
más historia que lo que puede leer latín.
Con todo, cabe precisar que la admiración de Whitehead por los escritores
latinos no es muy grande. Asombra, precisamente, por lo contrario. Así dice: “Uno de
los méritos de la literatura romana es su relativa carencia de genios sobresalientes. Hay
escasa diferencia entre sus autores: ellos expresan su raza y muy poco aquello que está
más allá de la raza”.
Con excepción de Lucrecio se siente siempre esta limitación. “Los autores
romanos –concluye– han tomado el foro por el estrado del Dios viviente”.
En este instante nos parece que Whitehead –brillante filósofo y matemático–
muestra su carencia de sensibilidad poética y de sensibilidad idiomática. Cuando se
prefiere a los autores latinos, escritores como Bacon, Locke, Berkeley, Hume o Mill, es
que se está pidiendo a los autores romanos aquello que precisamente no dieron. Ellos
configuran una maravillosa actitud frente al lenguaje, frente a la idea de perfección del
idioma, y no frente a los hechos o las ideas
filosóficas. Berkeley y Virgilio no puede compararse. Implica confundirlo todo, y
cualquier preferencia en este caso no tiene ningún sentido ni señala ninguna ventaja.
Resumiendo los méritos que –según Whitehead– encuentra el estudiante en los
estudios clásicos, tenemos: en primer término, un esclarecimiento intelectual; en
segundo, una viviente reflexión sobre la filosofía de la historia; en tercer término, una
contracción a lo concreto, a lo preciso, como estimulante de la acción; y, en último caso,
una sensación de grandeza sin la cual todo fundamento moral es imposible. Al final de
su artículo, agrega un doble mérito: el de la disciplina y el de la libertad. “La ley romana
–dice– compendia el secreto de la grandeza de Roma en su estoico respeto por los
derechos íntimos de la naturaleza humana, dentro de la férrea estructura del Imperio.
Europa está siempre desuniéndose a causa de los diversos caracteres explosivos de su
herencia, y uniéndose porque nunca puede desprenderse de esa impresión de unidad que
ha recibido de Roma. La visión de Roma es la visión de la unidad de la civilización”.
A estas ideas del libro de Whitehead que se concretan preferentemente sobre los
fines de la educación, queremos agregar para mayor claridad las reflexiones de T. S.
Eliot sobre el sentido de lo clásico. Como se trata de ideas vivas y no muertas, es
preciso mostrar no sólo la vigencia retroactiva de este término sino su permanente
ejemplaridad y, por lo tanto, posibilidad presente.
La conferencia de Eliot se titula “¿Qué es un clásico?”. Y lo define,
principalmente, de la manera siguiente:
Clásico, quiere decir, en primer lugar, madurez. Aparece un clásico cuando un
idioma está maduro; cuando una civilización está madura; cuando la mente de un
hombre ha conquistado un estado de madurez. Ahora, el valor de esta madurez depende
del valor de aquello que madura.
Tiene que existir una cierta madurez ya en las for
mas de una sociedad, para que también se refleje en su literatura.
La madurez del idioma se revela en que el desarrollo de la lengua busca un
“estilo común”. Este estilo común responde a una comunidad de gusto. Pero lejos de
proceder, en este caso, mediante un relajamiento del ideal que implicaría más ancha
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comprensión, el estilo clásico tiende a una mayor complejidad de detalle y de estructura.
Se busca la expresión precisa en los matices del sentir y del pensar.
El estilo común es el que nos hace decir cuando leemos: “esto realiza el genio
del idioma”. No sólo todo gran poeta sino todo poeta genuino, aunque sea menor,
cumple de una vez y para siempre alguna posibilidad del idioma. Y el poeta clásico
agota no una forma sino todo el lenguaje de su época. Un idioma inagotable es el que
puede producir a un poeta clásico.
En cuanto a la madurez de pensamiento, esta madurez exige historia y
conciencia de la historia.
A la primera característica del clásico, la madurez, es necesario agregar esta otra:
la amplitud. Esta amplitud del clásico es la que nos permite llegar a un criterio crítico.
La medida clásica es la única medida común que tenemos para aplicar a la literatura de
diversos idiomas. Nuestro clásico, el clásico de toda Europa, es Virgilio.
Y fue la literatura romana, de alcance más bien limitado pero universal como
ninguna, la que produjo para nosotros el clásico.
Esta amplitud del clásico es lo contrario de todo provincialismo. Pero no ha de
creerse que “provincialismo” aquí significa lo que se produce en la provincia como
extraño u opuesto a la capital. Acá se trata de un provincialismo mental que es,
precisamente, el de la literatura moderna. Ese provincialismo que uno puede ver en la
perversión de los valores; en la exclusión de unos con exageración de otros; en la
aplicación de patrones adquiridos según el humor y dentro de un área limitada.
En conclusión, para Eliot, el clásico es el poseedor de esta amplitud y de esta
madurez de idioma, de his-
toria, de costumbres, y de mente creadora individual.
Agreguemos ahora nosotros por nuestra cuenta. Cuando deseamos afirmarnos en
nuestra civilización actual tenemos la idea más o menos fuerte de que se nos mueve el
piso. Son las transformaciones incesantes y vertiginosas de las técnicas, de los inventos,
de las costumbres, de las hipótesis, de lo nuevo y de lo viejo, del espacio y del tiempo.
¿Cómo, pues, no situar al estudiante en un mundo perfectamente religador del
hombre, como es el clásico? Vincular el presente con el pasado, para que los muertos se
sientan vivos y para que el individuo no se juzgue ni solo ni único. Colocarlo en un
mundo ya circunscrito –ya vivido y cerrado– para que el estudiante pueda encontrar una
idea de límite, de orden valorativo, de relación de causa y efecto, de principio, medio y
fin.
Hacer surgir intensamente en el estudiante esta romana idea de la unidad. Esta
ardiente unidad que creada, primeramente en uno mismo, procurará luego insertarse en
la unidad de eso que llamamos la civilización.
EL LECTOR
(HOMERO - GABRIEL MIRÓ)
¿Qué es lo que ha ocurrido para que asistamos a esta profunda lejanía y
desconfianza que, de un modo tácito, se ha establecido entre lector y autor? El autor
antiguo tenía, sin duda, un más cabal conocimiento de su público: entre otras cosas,
porque era más homogénea su clase de lectores. Pero hoy, en un mundo que todo lo
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masifica, probablemente sea el lector uno de los seres escasísimos que ha preferido la
singularidad de su anarquía. Contemplad una biblioteca particular cualquiera y tendréis
una idea cabal del torbellino: Sartre al lado de San Juan de la Cruz; Marcel Proust y
Martín Fierro; Cary Chessman junto al Gandhi. Este libertinaje a puertas cerradas es la
réplica compensatoria a otra vida reglamentada hasta la desilusión y asegurada hasta la
menudencia.
¿Cómo un espíritu podría encontrar su camino en medio de esta floresta
inextricable? Quizá pueda salvarse de este caos mediante la admiración. Y el mismo
suele, con fervor agresivo y provisorio, mostrar al visitante sus dos o tres fetiches
literarios. Pero el lector actual admira flojamente. Sus rápidas idolatrías se sustituyen
casi con el ritmo de la vida exterior. Y eso, cuando admira. En “Refus a l’Invocation”
cuenta Gabriel Marcel el caso de un autor dramático que, en el curso de un interview
juzgaba humillante el acto de admirar; y se afirmaba en un: “yo no admiro porque me
anulo”.
Es lógico pensar que un justo sentimiento de admiración no se regala; y que hay
por lo tanto admiraciones fáciles y difíciles. Con lo que el “Dime lo que
admiras y te diré quién eres” de Sainte-Beuve resume un juicio que supera lo estético
para abrazar entera a la persona. ¿Por qué nuestra admiración no vigilada ha de
considerarse a sí misma como incapaz de errar? Es infantil deificación del deseo este
monoteísmo de la primera impresión. “Paciencia y Pasión” es lo que exige la gran obra
de arte –dice Augusto Rodin.
En su carácter, en sus facultades, en sus impulsos, un lector debe disciplinarse a
sí mismo. Pondremos acá un caso que ha corroborado la experiencia.
Un joven siente viva emoción por el espectáculo de la naturaleza y esto le lleva a
la lectura de los grandes paisajistas. Lee por ejemplo a un artista prodigiosamente visual
y sensible como Gabriel Miró. Y con este deslumbramiento se ve obligado, por razones
de estudio, a leer las primeras páginas de la Ilíada. Su decepción es fulminante. Homero
no ha sido nuca propiamente un paisajista sino un poeta de situaciones humanas. El
joven va buscando aquí y allá los vivos silencios forestales y los esplendores del cielo y
de los campos. Continúa su lectura y se detiene sobre todo en las comparaciones que
emplea el viejo artista. Son, en su mayoría, visiones agrestes y marítimas. Pero no logan
tampoco entusiasmarlo. Acostumbrado como está a pensarse y sentirse a sí mismo en
medio de la naturaleza, y a una orgía de luz de Alicante, no puede comprender qué
sutileza, qué intensidad, qué alma, en fin, pueden tener estos paisajes de Homero que se
presentan siempre en dependencia de las ciegas hazañas heroicas.
Es necesario que el tiempo pase, que la vida transcurra. Esa sensibilidad frente a
la sola naturaleza está impidiendo, por ahora, el paso a sentimientos nuevos que amasen
las pasiones, la muerte, el dolor, la cólera, la piedad, y tantos otros estremecimientos
humanos. Con el paso de los años aquel lector logra saber que Homero había amado a la
naturaleza de un modo más cordial que todos los grandes paisajistas. El viejo épico
había amado, en la naturaleza, a la humanidad. Ha sido este su gran descubrimiento.
Nadie podrá negar que los románticos fueron, casi todos, notables
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paisajistas. Pero el hombre, tal como es, con sus pasiones y sus oficios, no halla cabida
en estas fervorosas soledades. Odio, desprecio, quizá en el fondo miedo, inspira la
sociedad humana, entonces, “Amo más a un árbol que a un hombre” –dice Beethoven.
No veamos en esto más que un instante de mal humor.
Amar al hombre con ese mismo amor con que gustamos de la naturaleza.
He aquí el valiente y hermoso aprendizaje. Por Homero sabemos que la cabeza
de un joven que se inclina asaetado en el pecho, tiene la majestad de “una amapola que
se comba por el peso del fruto o de los aguaceros primaverales”. Que un anciano
deteniéndose perplejo, dividido entre dos decisiones, hace pensar en “el purpúreo oleaje
marino cuando se riza, pero todavía no se mueve, presagiando la rápida venida de los
vientos sonoros”. Que un luchador al recibir un golpe, salta hacia atrás, “como en la
orilla poblada de algas salta un pez, que las negras olas cubren de inmediato”. Y el
mismo artista nos ha dicho que cuando cae en la flor de la juventud un combatiente, es
necesario pensar en “un álamo terso, nacido en la orilla de una espaciosa laguna, que ha
cortado un carrero con hierro reluciente, dejando que el tronco se seque en la ribera”.
Este verde follaje abatido es el que ha cubierto mil veces en la Ilíada, el vasto
silencio de los héroes yacentes. La naturaleza acariciante cede su forma a este mundo
concluido por la cólera y las pasiones ciegas. Gestos humanos, saltos, carreras, lanzas,
falanges erectas y ya en tierra, “como los trigos que derriba la hoz del segador”; muerte
que llueve “semejante a las hojas que el viento esparce por el suelo”. En el orden del
cosmos se inscribe el desorden del hombre. El espíritu mortal de las pasiones hace del
hombre, más que una errata, una ausencia. Una ausencia de sí, de su hermosura posible
y trágicamente olvidada. O de su hermosura real, que un espléndido coraje levanta, pero
para destruirlo todo y servir a la muerte. Los bellos objetos que se habían hecho para él
se han quedado en
su espera. Sobre el vasto silencio de los héroes dormidos, el orden de las cosas, la
naturaleza sabia y eterna dispone su festín. Otra vez se escucha “el rumor del torrente”,
“se abre la vasta región etérea, se ven todos los astros, se descubren en la noche
clarísima hasta los más lejanos promontorios, y al pastor se le alegra el corazón”. Esta
naturaleza presentada a intervalos, en medio del vocerío y horrible confusión de los
combates, no es otra cosa que una lontananza de la dicha. De la dicha siempre terrestre,
de esta tan humana “fatalidad de ser feliz”, como dice Rimbaud.
En medio del corazón del hombre y de sus actos ha puesto Homero las bellas
equivalencias del paisaje. Es sobre un rostro o sobre un gesto que es necesario volver a
sentir, ahora, aquellos vivos silencios forestales y aquella cordialidad esplendorosa del
sol sobre los campos. No el infinito que borra toda humana huella; ni la complacencia
narcisista del paisaje como estado de ánimo, copia insaciable de uno mismo al fin. Ni el
delirio cromático de los grandes coloristas en que la verdad cede al alarde de las
facultades. Sobre todo esto una delicada pasión y piedad de lo humano: esos bellos
paisajes de Homero tan conmovedoramente nostalgiosos del hombre. Del hombre y su
dicha. Aunque para amarlo así sea necesario, tal como él lo hizo, elevar al hombre a la
majestad del semidiós.
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EL SENTIDO DE LO HEROICO
(MAX SCHELER - CHARLES MOELLER)
Echamos una mirada general a las escuelas y tendencias literarias de ayer y de
hoy: romanticismo, realismo, naturalismo, existencialismo, en la prosa; y en la poesía,
luego de la gran escuela romántica de Europa y América, encontramos el arte por el
arte, el simbolismo, el parnasianismo, el modernismo, y no es cuestión de enumerar,
ahora, tantas otras tendencias de vanguardia que tuvieron la tan efímera, aunque no tan
bella, duración del lirio. Hemos empezado esta enumeración para mostrarnos a nosotros
mismos la decadencia progresiva del sentido de lo heroico en el desfile sucesivo de
estas escuelas. (Una golondrina aislada y auténtica como Saint-Exupéry no hace verano
y por el contrario espacializa hasta el infinito casi, de hoy, su soledad). En algún otro
caso ha existido un tipo de héroe mecánico; por ejemplo el Mafarca de Marinetti,
creador del Futurismo, que resulta a la postre la parodia del verdadero héroe.
Aun en “Guerra y Paz” de Tolstoi hay un modo de entender el héroe que en nada
se parece a la idea que del mismo nos legaron los clásicos. El héroe de Tolstoi es
generalmente un hombre sencillo que ignora su grandeza y realiza grandes hechos sin
darse cuenta de que lo son. Es sano, nos parece, conservar un grano de desconfianza en
cuanto a la autenticidad y sobre todo al número de estos “ingenuos sublimes”
proliferados por la muy bella narrativa rusa.
La decadencia del sentido clásico de lo heroico empieza, para nosotros, con la
enorme influencia de Juan Jacobo Rousseau. Este juvenil lector de Plutarco pudo
embriagarse con la vida de los varones ilustres, pero no hizo más que soñar.
Soñador, vagabundo, desgraciado y, a veces, miserable –como dice de él Jules
Lemaitre– acabando en la lipemanía (locura triste), introdujo la literatura de la
confesión personal y halló la imagen de Dios mismo en su famoso “hombre natural”.
Y allí nacieron –hace unos doscientos años– nuestros dioses de hoy: el
sentimiento furiosamente antisocial; el culto romántico de nuestro propio yo, tal como
es; la adoración de la soledad como desahogo y deleite; lo ilimitado, lo indefinido, lo
momentáneo. Balzac entronizará más tarde el valor de la vulgaridad. Que a poco
marchará confundido con el amor a lo raro, a lo precioso y a las mil formas de la
perversión y la extravagancia.
El romanticismo comenzado por quien termina loco, J. J. Rousseau, puede hallar
su final en Federico Nietzsche, otra existencia concluida también en la demencia. El
hecho de que hoy adoremos lo absurdo –tanto en las artes como en las letras y en la
filosofía– revela una lógica implacable en los caminos del corazón.
Desde el punto de vista social, la creciente cultura de las ciudades –en todos los
sitios del planeta la gente huye de los campos– trae aparejada la elaboración de masas
humanas y de jefes, pero no de héroes.
“El héroe es un valor puro, no técnico” –ha sido escrito. (Queremos, con todo,
dejar bien claro que nos estamos refiriendo a la expresión literaria y no afirmamos de
ningún modo que la vida real esté desposeída, por completo, actualmente, de este valor
de lo heroico.)
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Vamos, ahora, a exponer el concepto clásico del héroe para darnos cuenta de
hasta qué punto contraría al concepto de “hombre natural” y a su complicado desarrollo
dos veces secular.
Para esta exposición no nos valdremos de ojos antiguos sino modernos. Por
ejemplo, los de Max Scheler en su obra “El santo, el genio, el héroe”. El primer
signo de la heroicidad estaría en una superabundancia de la voluntad que Scheler
llama voluntad espiritual para desligarla de la natural y de la metafísica de
Schopenhauer. Ella se realiza en frutos de concentración, de perseverancia, y de
seguridad frente a la vida de los impulsos. Culmina en el dominio de sí mismo. Y
agrega Scheler: “Sólo puede conquistar poder sobre los demás quien se domina al
máximo a sí mismo”. Si proyectamos este juicio sobre las epopeyas antiguas, como por
ejemplo la Ilíada, encontramos que, aparentemente, puede ser contrariado por una
figura humana como la de Aquiles. Su cólera –que el poeta juzga “funesta” desde el
primer verso– es el tema principal de la obra. Pero no olvidemos que esta cólera cambia
de frente, y si en una primera instancia, lejos de todo dominio de sí mismo, está dirigida
contra Agamenón; basta que un hecho principalísimo acontezca para que todo su frenesí
adquiera carácter de destino –libremente elegido–. Elige el héroe la muerte y la gloria;
corre hacia ellas “con los ojos abiertos” según la expresión de Andrés Rousseaux.
Reflexivamente se precipita a su propia catástrofe, y esta aceptación lo coloca por
encima de su sed de venganza. La soledad en que queda luego de vengar a Patroclo
matando a Héctor, es quizá la soledad más trágica y más intensa que conoce la historia
de la literatura. No encuentra nada ni en este mundo ni en el otro, ni tampoco en sí
mismo. Este “hijo de la ira” ve su misma cólera como la gigantesca trampa de su vida, y
su amargura es insondable porque su corazón permanece aún lleno de juventud y ardor
por lo terrestre.
Decía Peguy: “Los antiguos no han tenido los dioses que ellos merecían”. Y por
aquí puede explicarse la tensión interior de un Homero, de un Virgilio. Y ellos lo sabían
–agrega Charles Moeller. Por este motivo, su heroísmo es tan sabio; y su gloria tan
triste.
“No le queda al hombre más que limitarse a lo que depende de sí mismo: la
aceptación heroica de su destino. Y estos héroes, así frecuentados por la muerte, no se
precipitan ni en un fatalismo oriental, ni tampoco en un heroísmo loco a la española. Se
consigue ver en
ellos una alianza muy rara: el heroísmo vive íntimamente asociado con la lucidez”.
Continuando ahora con la caracterización hecha por Scheler encontramos este
segundo rasgo de lo heroico: el héroe es el hombre que se derrocha a manos llenas,
que se prodiga sin agotarse. No es nunca el hombre que recibe. Sus valores son
acciones en donde se desarrolla: y no de conservación.
Por lo tanto su heroísmo no está en el éxito sino en el ímpetu. Recordemos de
paso, a este propósito, la moral de Descartes. Asignaba un sitio de privilegio a la
generosidad. La raíz de la generosidad está en el coraje –decía. Quien no se sienta fuerte
no podrá nunca ser generoso. El egoísmo tiene su raíz: la cobardía, y cuando llega a su
máximo que es la avaricia, descubre el miedo unánime a todo y a todos. Ningún ser
humano tiembla tanto y más que el avaro.
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Un tercer rasgo de lo heroico en el que insiste Max Scheler es el amor, y sobre
todo, la búsqueda de responsabilidad. El héroe asume sus deberes como amores.
Pocos han llegado a saber como él, que el esfuerzo se excita a sí mismo, que el espíritu
tenso es más que nunca espíritu. Y en otro orden, el acto de pensar que suele resultarnos
penoso, era sentido y definido por Platón como una ardiente y pura voluptuosidad.
De qué manera desapareció de la literatura moderna el sentimiento de
responsabilidad ha sido explicado y batallado por Sartre cuando mirando en su redor,
comprueba que “ser escritor y ser irresponsable era, para muchos de ellos, una sola y
misma cosa”. Y creó entonces como réplica la literatura comprometida actual.
Proyectando este sentimiento de responsabilidad sobre obras antiguas, la Eneida
de Virgilio nos ofrece en su protagonista el más noble y abnegado tipo de héroe. El ser
heroico Eneas se inmola voluntariamente, y todo entero, por su pueblo. Aún la piedad
más humana y simpática por el enemigo vencido e indefenso debe ser sacrificada a un
juramento anterior de lealtad. Posee Eneas, sin duda, una vida más pálida que la de
Aquiles. El hombre natural es, en este último, un
torbellino. De aquí esa fuerza trágica que lo arrastra hacia un fin, en donde vence y al
mismo tiempo es vencido. Y mucho tememos que este otro personaje Eneas, con más
espíritu que sangre, haya dado ocasión –lejos ya del tacto y la sabiduría de Virgilio– a
un cierto tipo de heroicidad un tanto abstracta, permanentemente ejemplar y casi sin
errores humanos.
Se fue así hacia un concepto de lo heroico vaciado de vida y la reacción
romántica, que no se hizo esperar, yéndose al polo opuesto entronizó el otro tipo de
héroe byroniano que era una bola de fuego arrojadiza.
“Donde aparece lo heroico –continúa definiendo Max Scheler– el mundo queda
enriquecido en valor, en una medida incomparablemente más grande que el beneficio
producido por sus hechos”.
En consecuencia, el héroe no nos enriquece en el sentido de la seguridad
material y bienestar social que son consecuencia de sus hechos, sino que nos enriquece
en el espíritu. Dilata y multiplica las posibilidades que, en estado latente, guardamos
dentro de nuestro ser. Nos invita a la vez a producirlas y a prodigarlas. Todo héroe
disminuye la cantidad de miedo que habita en cada corazón humano. En esto reside
su beneficio incomparable.
Max Scheler termina de este modo la caracterización de sus tres prototipos: el
héroe se realiza en sus hechos; el genio en sus obras; y el santo en su ser. Este último no
necesita hacer, sino ser.
Lo que la literatura moderna ha volatilizado de sus producciones es,
precisamente, ese despliegue gigante de la voluntad y la reflexión, que las pasiones
sacuden, sin derribar, y aún sobre el alarido de la tragedia permanece.
Voluntad, libertad, creación de sí mismo, lucidez, esta sabiduría –que es el
privilegio de las obras antiguas– flota como una tristeza de la experiencia frente a la
vida que no dejará de ser dulce, pese a todo.
“En la concepción de Homero y de los dioses –comenta Charles Moeller– nada
más pérfido que la felicidad. No le queda al hombre más que limitarse a lo que depende
de sí mismo: la libertad. Esto les lleva
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a escoger acciones gloriosas, puesto que la gloria es bella en sí”.
“Saber esto, saberlo en todos los minutos de la vida da a los rostros antiguos esta
juventud heroica, esta pureza de la mirada, esta entereza del don, pero también esta
insondable dulzura triste, esta discreción en la apostura, esta especie de pudor, de
dignidad calma”.
“De sus artistas se escapa, finalmente, yo no sé qué dulzura viril que es la marca
de los hombres verdaderamente grandes”.
LA COMPARACIÓN
(HOMERO - NIETZSCHE - ALAIN)
Piensa Alain en las comparaciones de Homero y empieza su estudio con estas
palabras: “Nosotros no sabemos ya comparar”.
Si examinamos etimológicamente la palabra “comparación” encontramos en
primer término la idea de “par”. Una igualdad, una equivalencia. Observemos al mismo
tiempo que la palabra “parecer” no está lejos, como que viene de la misma raíz. Y aun
palabras como “compañía” y “compañero”.
Pero entre el uso literario moderno y el homérico de la comparación media,
según Alain, una gran distancia. “Nosotros queremos –dice– que la comparación se
ajuste a la cosa, pero, al contrario, en Homero la comparación hace contraste con la cosa
y se desenvuelve según su propia ley”.
Observemos por vía de ejemplo esta comparación del canto II de la Ilíada. Se
trata simplemente de disponer a un ejército para el combate. Y la comparación dice así,
en la versión francesa de Paul Mazón: “Como se ve en bandadas numerosas, pájaros
alados, ánsares o grullas o cisnes de largo cuello en la pradera asiática, sobre las dos
riberas del Caystro (río de Jonia en Asia Menor) volar en todo sentido, golpeando
bravamente las alas, y los unos delante de los otros, posarse con gritos, con los cuales
toda la pradera resuena: de esta manera las numerosas huestes afluían de las naves y
tiendas a la llanura del Escamandro y la tierra retumbaba horriblemente bajo los pies de
los guerreros y caballos”.
Y la observación del traductor es la siguiente: “la precisión minuciosa de este
cuadro revela un recuerdo personal. El autor de estos versos es un jónico y describe
evidentemente un espectáculo que le es familiar”. Es lamentable que, en la versión
castellana –por otra parte muy buena– de Segalá, no esté respetada esta precisión
minuciosa de Homero. Pues omite el detalle más visual y encantador: aquella manera de
posarse la bandada de pájaros: “Y los unos, delante de los otros, posarse con gritos.
Dejándose caer, como sin vida, como si fuesen piedras, unos aquí, otros más adelante, y
los trinos que surgen tras el toque ligero con la hierba, con los cuales toda la pradera
resuena”.
Desde otro punto de vista, vemos que el poeta aparece como ensimismado,
deleitándose en su recuerdo personal, y la comparación risueña y serena parece no
avenirse con la sensación sonora –que el mismo poeta juzga horrible– producida por los
pies de guerreros y caballos. Es entonces cuando encontramos pertinente la observación
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de Alain: en Homero, la comparación hace contraste con la cosa. “Si se nos refiere que
el guerrero cae como una encina es necesario que la imaginación se repose en un cuadro
de altas montañas. De esta manera los fuegos de la pasión iluminan algo que ella no
puede destruir, sino al contrario, algo de lo que se nutre: la suficiencia del mundo tal
como es. Carta de vida; carta de paz”.
De esta manera la comparación se levanta como una reflexión personal; ella
constituye un juicio entre callado y sarcástico, de Homero.
No es la similitud lo que interesa. Es la sonrisa y la ciega inocencia del mundo lo
que debe estar, en este momento, presente, en medio de esta cólera de hombres y de
dioses.
Observemos este otro: la coraza de Agamenón, en el C. XI muestra tres cerúleos
dragones erguidos hacia el cuello; su escudo está coronado por Gorgo, de ojos
horrendos y torva vista, con el Terror y la Fuga a los lados. En su correa se entrelaza un
dragón de tres cabezas; y el casco de doble cimera y penacho de crines de caballo
provoca espanto. Sus lanzas, luego, brillan
hasta el cielo. Todo esto debe proyectar delante suyo un pavoroso efecto.
Pero contemplemos enseguida el escudo de Aquiles. Se adorna principalmente
de cosas agradables: nacimientos, amores, trabajos, bodas, festines; doncellas y
muchachos pensando en cosas tiernas, llevando en cestos de mimbre el dulce fruto de la
vid. Un rebaño de vacas; un gran prado en hermoso valle. Una danza al son de la cítara.
Pero, ¡ay! toda esta suculencia del mundo es lo que ha de llegar a los ojos del
combatiente agonizante, cuando, entre estertores, mire hacia la cara del que lo mata.
Alain comenta de este modo: “Vulcano acaba su trabajo: el escudo de Aquiles. Echa a
los pies de Tetis las armas nuevas. Sabiduría y paz, he aquí lo que Aquiles llevará
delante de él en la refriega. Pese a él mismo. El forjador lo ha decidido”.
Conviene, ahora, hacernos esta otra reflexión: ¿es que el poeta ha pensado
primero en la realidad y, orientado por ésta, ha procurado encontrar una imagen que
intensifique o aclare la sensación de aquella? ¿O es que el poeta ha pensado,
primeramente, en sí mismo, en su propia vida, y, no pudiendo hablar de ello
directamente, lo hace penetrar en forma de comparación, dentro de esa otra realidad de
combates que piensa en segundo término?
Ya hemos visto que entre ambas no es la exactitud, la semejanza, la simetría, lo
que prevalece. La comparación se comporta como un breve mundo aparte. Y, sin
embargo, no deja de ser una comparación.
Aquí nos parece necesario citar una profunda intuición de Federico Nietzsche
que, en sus “Tratados Filosóficos” dice: “Las comparaciones, las metáforas del poeta no
son dadas por él como tales, sino como identidades nuevas, hasta él desconocidas,
mediante las cuales parece abrirse un reino del conocimiento”. El poeta descubre, por lo
tanto, “identidades nuevas”.
Estas son las palabras que tenemos que recordar.
Así, aunque en nada se parezca un hombre, el más hermoso de los hombres, a un
caballo, Homero no ha dejado de imaginar al uno sin que, demoradamente,
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y con profundo deleite interior, piense en el otro.
Es que en el corcel avezado a bañarse en la cristalina corriente de un río, que,
rompiendo el ronzal, sale trotando por la llanura, Homero siente una ráfaga de
luminosidad, de brío y juventud. Observa luego cómo yergue orgulloso la cerviz y
ondean las crines sobre su cuello, cómo va ufano de su lozanía. Y Homero piensa en esa
ciega y radiante confianza de la juventud y en la belleza de quien seduce, sin saberlo, y
difunde su hermosura como ignorándola. El hombre y el corcel brillan, gozosos.
Alejandro está puntualmente en esa fugitiva cima de su vida en que, haga lo que haga,
nada dejará de ser hermoso.
Lo que Homero prueba mejor al conducirnos y retenernos en la larga
contemplación del corcel. Presenciad aquí la belleza juvenil –parece decirnos– ese
orgullo sin orgullo de la juventud es, en el fondo, un breve y luminoso delirio de la vida.
Recordemos también que Virgilio ha visto a una serpiente, con su piel nueva, levantarse
de entre los pastos y la ha contemplado “nítida de juventud”.
Identidades nuevas que descubre el poeta. Un nuevo reino del conocimiento
parece abrirse paso –Nos dice Nietzsche.
Y aún el salmista tiene que haber amado mucho y muchas veces, el sol, la
juventud, la fuerza y el goce, cuando nos dice en el Salmo 19 que el Creador puso en los
confines de la tierra una tienda para el sol. Y que este, “semejante al esposo que salta de
su tálamo se precipita alegre a recorrer como un gigante su camino”.
AL VALOR DE LAS COSAS
(HOMERO - NIETZSCHE - G. AUDISIO)
“Ellos poseían el sentimiento de ser felices” –escribe Nietzsche, de los griegos.
Pero no podemos menos que limitar esta afirmación que, como tantas otras del solitario
escritor alemán, pecan por exageradas y unilaterales. A lo sumo, esa frase puede valer
como una excitación. La melancolía de Píndaro, las tragedias de Atenas, la historia de
Tucídides, las comedias de Aristófanes, los oradores y sofistas constituyen variados
ejemplos para probar exactamente lo contrario. Y aun el propio Nietzsche: ¿no ha sido
él, justamente, el intérprete más entusiasta del pesimismo helénico?
En cuanto a Homero, podemos decir con Paul Mazón que no hay poema menos
religioso que la Ilíada, y que está dominado por un pesimismo fundamental; pero al
mismo tiempo después de la lectura de la Odisea, podemos afirmar con Jacobo
Burckhardt que la persona que ha escrito esa obra “ha sido feliz”.
Como es sabido, los griegos no llegaron jamás a construir sólidamente una
nación. Y su seguridad estuvo demasiadas veces atravesada por dificultades y peligros
como para enorgullecerse de ella. Estaban penetrados, eso sí, de una soberbia de raza:
pero el sentimiento de ser felices no les vino de ahí sino de haber hecho al hombre
“medida de todas las cosas” y de, esencialmente, sentirlo como creatura terrestre.
El griego ha superado como tentaciones: lo excesivo, lo infinito, lo extravagante,
lo monstruoso. Y los ha sustituido por el equilibrio, lo concreto, lo razona-
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ble y lo naturalmente hermoso. La inteligencia que ellos –según ya se ha dicho–
“inventaron”, les sirvió para poner claridad, medida y concordancias en seres, cosas y
actos que nunca los poseyeron.
Es también Nietzsche quien ha asegurado que “los griegos eran ingenuos por
profundidad”. Y bien recordado es el ejemplo de Ulises, la creación helénica que
paradigmáticamente representa la inteligencia. Ulises desprecia los privilegios divinos
que intenta prodigarle una ninfa enamorada, Calipso. Es, sin embargo, “el que ha
sufrido mucho”; pero no desea ni la felicidad de los dioses, ni su poder, ni su juventud
perenne e inmortalidad. Prefiere sólo regresar, tras veinte años de ausencia, hasta la
morada donde le aguarda su esposa. Y permanece frente a ella, mirándola, pera entender
de qué manera ha envejecido. Y con la misma lenta y larga mirada contempla sus tierras
que Homero, nos dice, son pedregosas, y sólo propicia para la cría de cabras. En la
historia de las letras ninguna obra ha glorificado como esta, de manera más pura, el
doméstico amor y, al mismo tiempo, el dificilísimo arte de padecer.
Porque Odiseo es también eso; sobre todo, “el paciente”. Será porque el padecer
torna al hombre más verdadero, que Circe, la hechicera, fracasa. “Tú tienes un espíritu
rebelde a los embrujos”, dice a Ulises. Este fabuloso viajero, que lo ha visto y lo ha
vivido todo –desde lo paradisíaco hasta el sombrío mundo de los muertos– no tiene
mayor deseo que ser lugareño, pasajero, mortal. No encontró nada más grande en todo
el orbe que aquello que era suyo. Odiseo es, por lo tanto, el corazón que regresa.
¿Es que todas las aventuras, maravillas, peripecias que es posible vivir, sólo
sirven, a fin de cuentas, para saber quién es uno mismo? Las fuerzas que han creado el
corazón son también las que, al cabo del viaje, nos esperan. Y el alma muere allí donde
ha nacido. Un corazón fiel –este de Odiseo– será siempre feliz. Pero esta fidelidad
viene, como la palabra misma lo dice, de la fe. La fe de Odiseo es su confianza en unos
pocos seres, que son los suyos, y en unos pocos campos, con
muchas piedras, que le han visto nacer.
Si se mantuvo rebelde a todos los embrujos de la vida es porque supo
permanecer victorioso de todos sus deseos. Su secreto, dice Gabriel Audisio es “no
poder lo que él quiere, sino querer lo que él puede. Se prohíbe la desmesura. Él no es
todo el hombre, pero todo el hombre está en él”.
Esta aceptación del contorno, del límite, esta aplicación del carácter dentro de un
horizonte cerrado se impone aun sobre lo que podríamos considerar rutinario y
fastidioso. La poesía realista y sombría de Hesíodo que denuncia el dolor campesino
está entonada por un fuerte sentimiento religioso y moral. Aun las angustias del hambre,
de la que Atenas se sintió tantas veces amenazada, y que dieron plena vigencia al mito
de Zeus obligado a exterminar una superpoblación humana carente de pan, no encontró
ni en los artistas ni en los hombres públicos la resonancia que era del caso esperar.
Los juegos, ceremonias y diversiones tenían por objeto embellecer las cosas. Lo
que hoy dejamos nosotros al comentario estandarizado de la prensa –un casamiento, un
natalicio, una defunción, un acontecimiento deportivo– eran objeto, entonces, del más
alto tratamiento artístico. Safo ha inmortalizado los himeneos de Lesbos, y Píndaro, las
victorias olímpicas. Los “trenos” funerales requirieron la flauta de Jonia. Anacreonte
glorificaba la crátera de vino y Solón cantaba en los banquetes. Al mismo tiempo los
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pensamientos de los filósofos y sabios podían ser leídos en los hermes solitarios de los
caminos; allí donde actualmente nosotros no encontramos nada más que “affiches”
comerciales.
Sobre cada cosa, y durante siglos, pone el artista la expresión ennoblecedora. Si
pensáis en una mesa o en un remo, debe hablarse de ellos como de objetos lustrosos y
bien pulimentados. Una muchacha tendrá que poseer rosadas mejillas, estrecha cintura y
lindas trenzas. Las palabras de la ancianidad fluyen dulces y abundantes como la miel; y
las de un hombre maduro se desprenden de sus labios y caen una tras otra
como copos de nieve.
Todas las cosas tenían historia; todos los hombres genealogía; todos los
movimientos ritmo. Aun las acciones más sencillas son bellas y deben ser contadas. Así,
por ejemplo, el hecho de preparar una comida o echar una embarcación al mar. “Izaron
el mástil, descogieron las velas que hinchó el viento, y las purpúreas olas resonaban en
torno de la quilla mientras la nave corría siguiendo su rumbo”.
Aun el sencillísimo acto de hacer fuego tiene la solemnidad y la gracia de una
ceremonia sagrada. He aquí en Virgilio: “Y Acates ha hecho saltar primero chispa de un
pedernal, y ha recibido el fuego en unas hojas y le ha dado secos alimentos alrededor, y
ha arrebatado la llama en una yesca”.
Todo el encanto de los movimientos humanos vistos con una morosa
voluptuosidad, y toda la viviente historia de las cosas están revelados en esta página
donde un arquero traiciona la tregua establecida por dos ejércitos: “El insensato se dejó
persuadir, y asió enseguida el pulido arco hecho con las astas de un lascivo buco
montés, a quien él había acechado y herido en el pecho cuando saltaba de un peñasco: el
animal cayó de espaldas en la roca, y sus cuernos de dieciséis palmos fueron ajustados y
pulidos por hábil artífice y adornado por anillos de oro. Pándaro tendió el arco,
bajándolo e inclinándolo al suelo, y sus valientes amigos le cubrieron con sus escudos,
para que los belicosos aqueos no arremetieran contra él antes que Menelao, aguerrido
hijo de Atreo, fuese herido. Destapó el carcaj y sacó una flecha nueva, alada, asiento de
acerbos dolores; adaptó enseguida a la cuerda del arco la amarga saeta, y votó a Apolo
nacido en Licia, el de glorioso arco, sacrificarle una espléndida hecatombe de corderos
primogénitos cuando volviera a su patria, la sagrada ciudad de Zelea. Y cogiendo a la
vez las plumas y el bovino nervio, tiró hacia su pecho y acercó la punta de hierro al
arco. Armado así, rechinó el gran arco circular, crujió la cuerda, y saltó la puntiaguda
flecha deseosa de volar sobre la multitud”.
Es fácil percibir la ilusión que este dardo, así elegido y arrojado, ha sido sentido
en su ímpetu palpitante, como una criatura viviente.
Sin embargo, este sostenido entusiasmo por las cosas, esta voluntad de
presentarlas en luz y magnificencia, no ha impedido a los artistas helénicos una mirada
exacta y, a menudo, cruda de las pasiones humanas. La tan conocida frase de Goethe
que “los griegos divinizaron los hombres y humanizaron los dioses” no puede ser
tomada al pie de la letra. Los dramas de los trágicos de Atenas siguen siendo los dramas
del hombre. No hay tal divinización ni en Clitemnestra, ni en Edipo o Medea. La vida
tenía un fondo de tragedia, sin duda, pero ésta no impedía su belleza.
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Ese fondo sombrío comunica a los días del hombre una inestabilidad que debe
ser corregida con el equilibrio; un vértigo que debe disolverse en perfección; una
tentación del abuso que habrá de culminar en la paz consigo mismo.
Por esto el mundo de las cosas, más estable que el corazón humano, debe ser
bello. Un mundo lleno de suficiencia y de reposo al que dejan más o menos incambiado
el paso de los años, de las tempestades y los hechos de armas.
En la luz de este mundo, en su ingenuidad siempre primera, Ulises que vuelve,
reconoce que le ha nacido de nuevo el corazón.
EL EROTISMO
(SAFO - ANDRÉ BONNARD)
No creemos equivocarnos mucho si al hablar del erotismo en la antigua literatura
greco-latina escogemos la poesía de Safo, como el ejemplo más audaz, más
atormentado, más puro, y, al mismo tiempo, más palpitante para nuestra sensibilidad
actual. Si durante mucho tiempo dos o tres poemas y algunos fragmentos salvados del
naufragio total de su obra no alcanzaban a consolidar el prestigio que Safo tenía entre
los antiguos, los descubrimientos de papiros en Oxirinco (Egipto) realizados al final del
siglo pasado y comienzos de este, han servido no sólo para legitimar su remota fama.
Han logrado, al mismo tiempo, mostrarnos una poesía que puede ser sentida como si la
misma sensibilidad de hoy la estuviese produciendo. Una poesía cuya juventud es,
ciertamente, de prodigioso efecto.
Nosotros podríamos pensar –tanto hemos extremado nuestro sentimiento del
Eros, ¿qué no es erótico en la vida de hoy?– que en esta materia no tenemos nada que
aprender. Cabe, sin embargo, la siguiente sospecha: si este asedio salvaje del Eros no ha
terminado a la postre por destruirlo.
Nuestra primera reflexión es la siguiente: el individualismo, un individualismo
exacerbado, la imposibilidad, en casi todos los instantes, de olvidar a nuestro yo: ¿puede
ser la actitud más propia para que el sentimiento erótico –convertido en poesía– brille en
toda su fuerza elemental y su independencia propia?
Este sentimiento trae –es sabido– un olvido de sí; un descanso que puede
también sentirse como frescu-
ra; como frescura primera. Se nace de nuevo no del espíritu sino de la propia carne. Lo
que engendra parece engendrarnos a su vez; y un destello de la paradisíaca inocencia
primera –antes de la culpa–, afirma con su efusión embriagadora que la carne ha nacido
inocente. Pero ahora, dice el poeta: “hay tan pocas voluptuosidades que no sean
culpables”.
Todo olvido verdadero puede dar lugar a un nuevo nacimiento. Mas: ¿qué ocurre
si el sentimiento erótico en vez de ser una suerte de sumergimiento en la frescura
primordial, se parece a un manotazo en el vacío?
“¿Por dónde gozará el amador? –se pregunta Lucrecio–. ¿Gozará con los ojos?
¿Gozará con las manos? Él no lo sabe. Permanece sediento en medio del torrente, donde
se esfuerza por beber. Sus manos no podrían separar una partícula de esos miembros
delicados sobre los cuales deja errar sus caricias inciertas. Vanos esfuerzos. Porque el
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amor espera siempre que el objeto que alumbra su ardiente llama sea capaz, al mismo
tiempo, de extinguirla”.
Nosotros advertimos en dichas palabras la tensión desesperada en medio de la
plenitud totalmente ofrecida pero imposible de apropiación. Es el espíritu que le pide a
la carne más de lo que ella puede dar. Y si en vez de hablar de espíritu hablamos del yo
individual, la perversión, en este trance, no está lejos; es decir, la certidumbre de hacer
el mal. Con lo que queremos concluir en lo siguiente: el individualismo, es decir, el yo
personal, sintiéndose como protagónico en el erotismo, es el origen de todas las
calamidades en que ha naufragado este sentimiento dentro de la literatura de hoy.
Veamos, para explicarnos mejor, este poema extrañamente fisiológico de Safo:
“Me parece semejante a los dioses,
aquel que, cara a cara,
sentado cerca de ti,
escucha tu voz tan dulce,
y ese reír encantador que, lo juro,
en mi pecho enloquece a mi corazón.
Tan pronto como te veo, basta sólo un instante,
ningún sonido escapa a mis labios.
Pero mi lengua se seca,
un fuego sutil corre, de pronto, debajo de mi piel,
mis ojos no ven más nada,
mis oídos zumban.
Yo me empapo en sudor,
un estremecimiento me sacude toda;
amarilla me torno, como la hierba,
y me parece que voy a morir”.
Nosotros nos preguntamos: ¿puede haber algo menos individualista que la
efusión representada en este poema? Y sin embargo, está todo entero, y todo ardiente, el
ser del poeta. Pero esto es naturaleza pura; no el “yo personal” de la poetisa. “Es el
poema del deseo –dice un crítico, André Bonnard– pero el deseo no está nombrado. Por
otra parte, ese “yo” se mantiene ausente hasta en el hecho de que Safo no ha procurado
embellecer, explicar o justificar nada. No hay tampoco adjetivos ni metáforas. Sólo
verbos y nombres. Ninguna simulación. El respeto a lo real: la primera ley del artista se
ha cumplido”. “Cada verso, cada palabra de este poema –dice el pseudo Longinos–
corre al acontecimiento”. Y el acontecimiento es la destrucción del ser por la pasión:
“me parece que voy a morir”.
Lo que resulta bien extraordinario es que el ser, de esta manera poseído, no atina
tampoco a ninguna defensa. De hacerlo, haría entonces su aparición el “yo personal”. Es
el minuto exacto de la devastación; todo encerrado en su propio presente. Aun la muerte
es aquí un “me parece”. Y no hay ningún desarrollo ulterior. Quizá no se haya escrito
jamás un poema en donde pueda verse más la naturaleza y menos el individuo.
Aun la audacia de Safo tiene tan poco de desafío, que la sentimos como sana y
sin culpa. Es, a fin de cuentas, la realidad tal como es, sin juicio alguno. Boileau,
hombre sobre todo social, ha traducido de manera irreconocible y cobarde: “Los dulces
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transportes de un alma que se extravía”, allí donde Safo había escrito: “yo me empapo
en sudor”.
Si por un lado, el placer del individuo aparece como deshecho en el fuego del
instinto, encontramos, por otra parte que una belleza inasible envuelve a los seres
objetos de la pasión.
Sabemos del profundo amor de Safo por las flores, las corrientes de agua y los
follajes. Por ejemplo, la gracia puesta a punto y bien griega de estos versos:
“La onda fresca canta bajo ramajes de manzanos;
todo el jardín está sombreado de rosas;
y de los follajes que se balancean
desciende un profundo sueño”.
Este verdadero minuto de encantamiento posee también a los seres. Ellos
desprenden una belleza que los rodea, que está y no está en sus propios cuerpos, y el
goce de contemplarlos se hace más intenso que el de poseerlos. El individualismo del
amador se volatiliza. Su espíritu se hace uno solo con el arrobamiento.
Así los versos:
“Yo te conjuro, Góngila. Regresa,
Preséntate otra vez
revestida en tu túnica del color de la leche.
¡Ah! ¡Qué deseo flota en derredor de tu belleza!
La lisonjera me trastorna cuando la miro
Y, sin embargo, la alegría me inunda.”
Bien claro, a nuestro ver, se está diciendo que el placer de la belleza, esta alegría
que inunda a la poetisa, es superior al deseo que flota en torno a la figura del ser amado,
y al trastorno que le produce con su aparición.
Y este erotismo sin individualismo se revela también en el poema, quizá más
bello, que nos ofrecen los papiros descubiertos en Oxirinico. Este solo poema alcanza,
nos parece, para asegurar la inmortalidad de un poeta. Cabe precisar, no obstante, que el
azar ha colaborado también al mutilarlo genialmente.
Romagnoli titula a este poema “La amiga lejana”.
Dice así:
“Frecuentemente, en la lejana Sardes,
el pensamiento de la querida Arignota, oh Attis,
viene a buscarnos hasta aquí, a ti y a mí.
En el tiempo en que vivimos juntas,
tu fuiste verdaderamente para ella una diosa,
y con tu canto hacías sus delicias.
Ahora, entre las mujeres de Lidia,
brilla ella, como después del sol poniente
brilla la luna de rosados rayos
entre las estrellas que va borrando.
En las olas marinas su luz esparce,
e ilumina los prados en flor.
Es la hora en que caen, bellas, las gotas del rocío,
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en que renacen la rosa, la angélica, sutil,
y también nace el perfume del melitot.
Entonces, en largas carreras errantes,
Arignota se acuerda de la dulce Attis
con el alma pesada de deseos,
y el corazón hinchado de nostalgias.
Y allá a lo lejos su llamado penetrante
nos invita a reunirnos,
y la noche de sutiles oídos
busca repetir más allá de las olas que nos separan
esas palabras que uno no comprende,
esa voz misteriosa…”
Observemos bien este poema que se baña totalmente en un clima de sueño. No
hay sin embargo nada de confuso en los seres y sentimientos que se representan. ¡Qué
misterio tan nítido el de estos versos! Una luz y una voz. Mundo interior y sentido
secreto de los fulgores y de los recuerdos. La luna y el silencio de la noche viven por sí
mismos, pero son a la vez viviente presencia de una ausencia.
¡Qué sensibilizada está, al mismo tiempo, esta distancia de olas marinas sobre
las cuales cruza, solo y errante, el pensamiento de la amiga lejana! Es la noche la que se
queda repitiendo estas palabras que los corazones no alcanzan a descifrar, esa voz
misteriosa…
Hay erotismo sin duda. Pero hay, sobre todo, alma. Y qué bien dado el recuerdo
de un ser querido. No es cosa hecha, fija y muerta. Está, como vemos, lleno de una
interna actividad. Es un llamado. Es un impulso hacia adelante; no un regreso. Es vida
que desea otra vez comenzar. Como si lo vivido no se hubiese vivido. Porque lo mejor
de ese pasado necesita ser, de nuevo, paladeado. Tal era su embriaguez inagotable. Un
ardiente recuerdo, ¿no está acaso preñado de futuro?
Aunque sea futuro imposible. No importa.
Y aun otra vez. ¿Hay individualismo en este poema? Si bien es indiscutible el
sentimiento de soledad de amor, se percibe que este queda claramente dominado por la
fascinación: es la misma noche, las flores, las vastas olas marinas, y sobre todo, la
presencia humana que se evoca, cuya voz murmurante –infortunada mensajera– tiene al
correr sobre la noche plateada del oleaje una fuerza de sugestión inolvidable.
EL MISTERIO
(PLATÓN - M. MERLEAU-PONTY)
El género literario inventado por Platón, el diálogo filosófico, ha sido hasta
nuestros días cultivado, pero jamás alcanzó la jerarquía artística, la grandeza moral y la
plenitud misteriosa que le imprimió su creador.
Marcando rápidamente y de manera no completa el itinerario cronológico de este
género, tenemos que citar los diálogos de Cicerón, de Tácito, de San Agustín, de León
el Hebreo, de Fenelón, de José de Maistre, de Renan, de Paul Valéry, de T. S. Eliot, y
entre nosotros el de Francisco Espínola “Milton o el ser del circo”.
El género, pues, con no mucha frecuencia, ha sido, sin embargo, cultivado hasta
hoy.
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Nuestro deseo consiste en mostrar con las palabras más sencillas en qué se funda
la superioridad platónica. Porque deseamos probar, al mismo tiempo, en su validez, una
tan grande ejemplaridad que no ha conocido eclipse en ninguna época.
Es curioso que este artista de la grandeza moral haya sido el primero que
introdujo en la historia de la Literatura el sentimiento de la ironía.
La ironía, este estilete casi siempre envenenado, desenvuelve en Platón una
sorprendente tarea pedagógica. Lo empuja el afán de la verdad. Y es Sócrates el hombre
que se ha armado con este aguijón. Él mismo se ha visto como un tábano terco que
insiste sin descanso sobre el corazón anonadado de los atenienses. El sueño es enemigo
de la inteligencia, como es también enemigo de la virtud. Recordemos a Dante: “Io non so ben ridir com’i’ v’intrai,
tant’era pien di sonno a quel punto
che la verace via abbandonai”.
(No sé decir cómo a la selva entré:
tanto sueño en mi mente sobrevino
cuando la recta vía abandoné.)
¿Habéis observado este hecho: que el miedo, el mucho miedo, provoca sueño?
Basta que nos abandonemos a nuestra naturaleza para que nuestra conciencia dormite. Y
Jesús en la hermosa parábola de las Vírgenes nos recomienda mantener el corazón
siempre en vigilia a modo de una lámpara encendida.
“Una vida sin examen, no es vida” agrega Sócrates a su vez, unos minutos antes
de su muerte.
Lo que quiere decir: labora sin descanso en tu propia verdad. Hazte el tábano de
ti mismo. Busca el tesoro escondido de tu propio ser. Nueva manera de reiterar el
espléndido verso de Píndaro: “Deviene (conviértete) en el que eres”. En fin, el viejo
“conócete a ti mismo” de Solón de Atenas.
Nos hemos detenido en esta idea que preconiza una investigación acerca de sí
mismo –investigación implacable por interminable– porque ella tiene una relación
íntima con el sentimiento de ironía que preside las conversaciones de Sócrates con sus
conciudadanos.
Mauricio Merleau-Ponty afirma que la ironía de Sócrates es “una relación
verdadera, aunque distante, con el prójimo”.
Pero, antes de proseguir, ¿de qué manera entendemos la palabra ironía? De la
manera más sencilla. Ironía es afirmar lo que en el fondo se niega, o negar lo que en el
fondo se afirma. Toda expresión irónica encierra, por lo tanto, un doble sentido; pone de
relieve una paradoja; es decir, una contradicción no lógica sino real y viviente.
La ironía de Sócrates busca probar el engaño en que vive cada hombre. Y este
engaño consiste en que todo ser humano cree saber. No sentir que cuando miramos el
fondo de nuestra alma lo que allí vemos es misterio y nada más que misterio. Este
pretendido conocer es el que nos engaña y nos transforma en conciencias soñolientas.
La paradoja es brutal como una cuchillada: conocer es engañarse. Conocer es
dormitar. Y, sin embargo, no hay para el hombre otra consigna: conócete a ti mismo.
Una vida sin examen, no es vida.
¿Cómo salir de dicha encrucijada?
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La ironía socrática se va manifestando en las indagaciones que lleva a cabo entre
los que pretenden saber alguna cosa. De este modo son analizados los políticos, los
poetas, los artesanos. Cada uno de ellos cree saber aquello mismo en que se
especializa. Sócrates les hace ver la ignorancia de fondo que padecen.
La irritación de las conciencias, así desenmascaradas, será una de las causas
provocadoras de la muerte del pensador.
Pero al mismo tiempo que Sócrates es sabedor de su superioridad, lo es,
también, de su ignorancia. Conviene reparar mucho en una de sus frases: “Los que me
oyen se imaginan que yo sé todo aquello sobre lo cual descubro la ignorancia de los
demás”. Sócrates interroga, pero el error de los demás no le hace adelantar un paso en
el viviente misterio de sí mismo. “Toda la sabiduría humana es poca cosa o nada” –
dice. Y Platón hace de inmediato hablar al dios con estos términos: “Mortales, el más
sabio de vosotros es aquél que, a ejemplo de Sócrates, reconoce que su sabiduría es
nada”.
Ahora nosotros recordamos una frase de Karl Jaspers acerca de los griegos. “Los
griegos –dice– inventaron la inteligencia”. La inventaron, pues, no la descubrieron. La
inteligencia es, por lo tanto, un producto que se inventa –como un teorema matemático–
y no algo que se descubre como, por ejemplo, la presencia de un sentimiento en el
corazón.
Y, sin embargo, este instrumento delicadísimo está
como fatalizado por su pretensión de descubrir la verdad.
Platón es el primero y más grande hombre –quizá– que dio el ser a esta
invención, y la desarrolló en verdadero laberinto de combinaciones infinitas.
Relacionar, sustituir, igualar, dosificar, reunir, deducir, inferir y tantas otras propiedades
semejantes.
Pero lo más extraño del caso es que Platón no creía en la inteligencia. La amaba
con erótica voluptuosidad, sin embargo. “No nos dejemos influir por la idea –le hace
decir a Sócrates en el Fedón– de que nada sano existe en el razonar. Debemos
persuadirnos más bien de que es en nosotros mismos donde no hay nada sano
todavía”.
Mas estaba convencido de que la inteligencia, por sí misma, no podría llegar a la
verdad. Esta limitación, empero, no impide que la misma desempeñe un espléndido
camino en la vida del espíritu.
Cuando su razonamiento no puede avanzar más Platón recurre al poeta que hay
en él y despliega su imaginación y su entusiasmo en la fantasmagoría de sus grandes
mitos: o resuelve con una hazaña moral lo que la inteligencia no puede esclarecer; o
deja, al fin, que entre dos opiniones divididas, intensamente fascine el misterio de la
verdad ante la mirada de los razonamientos derrotados.
La inteligencia es necesaria para saber que no se sabe nada. Todo diálogo
platónico termina presentándonos como único vencedor al misterio. Hablemos de la
virtud, del amor, del alma, de la justicia, de la belleza, de la piedad, del coraje, del
deber, de la amistad, de la ciencia, de las ideas, de la naturaleza, del placer o de la
legislación.
En esto radica gran parte del encanto de su lectura. ¡Qué misteriosa es nuestra
alma, qué misteriosa la historia humana, el mundo entero –nos decimos– cuando nuestra
mirada se posa, ya sin verla, sobre la última línea de un diálogo de Platón! Y es
entonces, también, cuando entendemos lo que el autor decía acerca del verdadero
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pensamiento: “Pensar, es para el alma mantenerse en silencio consigo misma”. Y es,
pre-
cisamente este silencio lo que brota de la última línea de su diálogo, y a modo de una
atmósfera se difunde en nosotros como estupor y como asombro. Y, sin embargo,
estamos pensando; al pensar en este mismo no entender, en esta atónita mirada que
echamos sobre el mundo.
Otro efecto imperecedero de sus diálogos es el que se deriva de su movimiento
dramático. “De mí oirás la verdad y nada más que la verdad” –dice Sócrates al principio
de la “Apología”. Y ya está de pie a cabeza puesto el personaje sobre la escena, en el
primer momento de la obra. El personaje es La Verdad. Y La Verdad es un misterio. Es
el designio del dios de Delfos. Ese misterio se incorpora en un hombre para
comprometerlo en una vocación dificilísima: que cada ateniense descubra el misterio de
sí mismo.
Pero este enigma no es anonadante, como se podría pensar.
El misterio del dios, que es el mismo de Sócrates, es un misterio fecundo,
originante de hermosos destinos humanos. Ese misterio despoja al hombre de todo
miedo. “No hay mal alguno para el hombre de bien, ni en esta vida ni luego de
morir”, dice el filósofo delante de su muerte.
Mirando obstinadamente en la nada de nosotros mismos, descubriremos cuál ha
de ser nuestra vocación de hombre, tal es el aviso.
La verdad que Sócrates ha paseado por Atenas es, sin duda, escandalosa y
difícilmente resistible. Vuestra conciencia es una mentira –va pregonando a cada ser
con quien se topa. La difamación, la incomprensión, el odio y el miedo acaban, al fin,
con su existencia. Pero él no puede callar como le suplican. Cometería la peor de todas
las infidelidades, la de retroceder ante sí mismo. Está poseído de su vocación como un
profeta.
¿Se trata acá de una verdad particular, propia de Sócrates solamente?, ¿o de la
verdad esencial que duerme en el fondo de cada uno y que, por extraño temor, no
deseamos hallar?
En la “Apología”, la Verdad que se presenta desde
las primeras páginas y cuenta su historia a lo largo del libro, aparece, al fin,
resplandeciente, pero escandalosa e irresistible. Debe entonces ser arrojada del mundo.
El hombre que la ha poseído durante un cierto número de años, avanza, sin
embargo, contento de sí, pobretón e ignorante.
No es posible casi verle su místico entusiasmo, su ironía sutil de resonancias
innumerables, y hasta diríamos, su sonrisa, cuando con un aire sereno y supremo deja
caer sus últimas palabras: “Pero ya es tiempo de separarme de vosotros y de irnos;
yo, a morir; y vosotros, a vivir. ¿Quién lleva la mejor parte? ¿Vosotros? ¿Yo? Dios
lo sabe”.
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EL DESTINO
(ESQUILO)
De todos los escritores de la antigüedad grecolatina es Esquilo el que más se
parece a un profeta. No encontraremos un corazón más religioso. Sus metáforas y sus
pensamientos en escuadrones de un gran oleaje baten sin tregua ni desfallecimiento
contra la ribera de la fatalidad.
Conviene observar las soluciones personales que los grandes clásicos han
asumido al enfrentarse con el enigma de la vida. Homero, por ejemplo, no espera nada
del destino: sólo amargura. El destino, lejos de ser indiferente, parece empeñado contra
el hombre y contra lo mejor del hombre. Por eso Homero prefiere apenas verlo. Se
entretiene con la mascarada de los dioses, frívola y cruel. No puede creer en ellos. Cada
vez que aparecen una sonrisa empieza al mismo tiempo en los labios del lector.
Los dioses se presentan circundados de los adjetivos más imperiales y
luminosos. Homero no los juzga. Colma de magnificencia los gestos, los movimientos,
las palabras de los seres divinos. Pero miradlos actuar. Son la irracionalidad, la
insensibilidad y el antojo. En su reino, que a cada instante bambolea, Zeus tomándose y
tomando todo profundamente en serio, no atina más que a realizar toda suerte de
desaciertos, pero con suprema majestad.
Entre estos grandes cómicos y detrás de ellos, Homero ve la cara del Destino.
Pero no detiene largo tiempo su mirada. Su vista se torna rápidamente hacia los
hombres. Y allí ama, tiembla, recuerda, admira, compadece y vuelca a cada instante el
dominado
frenesí de su corazón que no conoce absolutamente ninguna esperanza. Pero el poeta ha
querido rechazar también su insondable soledad y ha procurado su consuelo en la
glorificación de todas las cosas y acciones de los hombres.
También otros autores han deseado no ver cara a cara el enigma de la vida.
Platón se consuela con sus razonamientos concibiendo mitos cuando sus ideas no
pueden ir más allá.
Ha puesto la esperanza donde Homero sólo vislumbra la muerte y el rencor.
Otro ejemplo, Sófocles parece haber disuelto su angustia en la arquitectónica
hermosura de su arte.
Nos resta por lo tanto Esquilo, que en un estremecimiento lleno de pánico
procura entender religiosamente el silencio de la Esfinge.
Con Esquilo reina aun el mito, aunque ya la logomaquia de los sofistas arrebola
el próximo imperio de la Razón.
Interpretando las fábulas, escrutando a través de sus velos, Esquilo experimenta
el “Horror Sagrado”. Intuye una presencia que se oculta, que no puede ser comprendida.
Es ese estremecimiento lleno de horror del que Otto ha dicho en su libro “Lo Santo” que
ninguna cosa creada, aun la más amenazante, puede producir. Conduce por una parte a
la “aniquilación” del yo, y por otra, a la afirmación de lo trascendente como realidad
única y absoluta. Bien nítidamente puede verse esto mismo en la teofanía del Sinaí
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cuando los hombres de Israel suplican a Moisés: “Háblanos tú y te escucharemos, pero
no Dios. No sea que nos haga morir”.
La presencia de este pánico inicial delante del misterio de la vida es el punto de
arranque de una conciencia religiosa. Coraje se necesita para propiciar dicho estado y
para rebuscarlos. Así vuelve Esquilo una y otra vez hacia esos contactos con lo
desconocido. Porque esta presencia aniquilante encierra, sin embargo, –o puede
encerrar– lo afirmativo de la existencia.
Mas al principio es solamente “¡Oh! Zeus, quien
quiera que tú seas, yo te invoco con este nombre, si con él deseas ser invocado”.
Ni siquiera el nombre de Dios es claramente conocido. Con todo, esta presencia
tenebrosa que es Zeus absorbe en sí las potestades y privilegios desparramados en otros
númenes, y va creciendo de esa manera la unidad de Dios. Es la marcada tendencia al
monoteísmo que se revela en la obra de Esquilo.
Primero es el horror sobrenatural; segundo: la presencia misteriosa que unifica.
Es necesario luego comprobar la acción de esa presencia sobre la tierra y
explicar los crímenes, las guerras, la culpa, el sufrimiento. Nada detiene a Esquilo
cuando se trata de pintar la cólera del Destino sobre el mundo. Se ha dicho de él que
veía sus obras antes de escribirlas. Y Victor Hugo lo ha sentido “casi feroz”. Como una
ráfaga muy parecida a la del Dios celoso del Antiguo Testamento, en una tromba de
lluvias y de llamas descarga su cólera el Destino. Y al otro día “el mar está sonriendo
todo florecido de cadáveres” –dice con perfidia artística el autor. También esta cólera se
introduce viboreante en los cuerpos de hombres y mujeres que empiezan a brincar
posesos; y se precipitan a crímenes abominables que saludan en triunfos clamorosos:
“Aquí estoy de pie y serena junto a mi obra” –dice una de las mujeres mirando el
cadáver del esposo que ella misma asesinó– Y agrega: “sus negras gotas me salpican y
me alegran tanto como la lluvia alegra la mies al brotar de la espiga”. Esta lujuria de
sangre pone al espíritu de maldición sobre la tierra dentro de un cuerpo y un alma de
mujer.
A él recurrirá esta desdichada para justificarse, pero no así el autor.
Diríamos que Esquilo ha convertido en horror de la vida aquel primer horror
sagrado que despierta la presencia de Dios.
“Ved cuán si justicia padezco” –grita Prometeo hundiéndose en el fragor de un
cataclismo cósmico.
–¿Para qué vivir? –solloza Io.
–A mí el destino no me deja morir –responde el
titán con amargura, todo él deseoso de anonadamiento.
Es luego el dolor de los que no tienen culpa. Esquilo ha presentado el fantasma
de unos niños devorados. “¿No veis ahí sentados en esa casa a esos niños? Los mismos
que les debían amor les dieron muerte. Vedlos ahí que aparecen presentando en sus
manos una carga miserable: sus entrañas, su corazón, ¡manjar que gustara su mismo
padre!”
O en otra circunstancia, son los jóvenes que tornan de la guerra. ¡Cómo
regresan! –“Cada cual recuerda bien a quien dio su despedida” –dice Esquilo–; “mas en
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vez de hombres, urnas y cenizas”. ¡Qué esbeltos y qué altos se marcharon; ahora, una
urna funeraria es cosa bien holgada para ellos!
Hasta este instante ningún signo positivo parece posible deducir del Destino.
Más aún: Esquilo ha creído comprobar su astucia. Y así dice en “Los Persas”: “Mas,
¿qué mortal escapará a la engañosa astucia del destino? ¿Quién tan ligero de pies que
con un ágil salto salve sus redes?”
“La calamidad, primeramente, se muestra amiga de los hombres y desde allí los
lleva con halagos hasta aquellos lazos de los cuales a ningún mortal le fue dado salir
jamás.”
Nos parece que con estas palabras Esquilo coincide con Homero en aceptar una
misma y horrenda certidumbre. Homero ha preferido, entonces, desviar su mirada para
no morir de amargura. En tanto que Esquilo ha seguido mirando. Con terquedad. Y
entre sudores de agonía.
Su fe poderosa le decía que las tinieblas cada vez más espesas acabarían por
engendrar la luz. Nos parece que no ha habido artista antiguo capaz de su coraje. Ha
aceptado lo que nosotros también aceptamos en el refrán que dice: “Dios ciega a quien
quiere perder”. Pero ha admitido al mismo tiempo la responsabilidad humana, la culpa y
el dolor.
Este último es el que le ha dado sus primeras luces. Coincidiendo con la filosofía
del Libro de Job ha concluido por bendecir el dolor.
De modo expreso lo ha dicho en su Agamenón: “Aquel Dios –dice refiriéndose a
Zeus” que encamina a los mortales hacia la sabiduría y dispuso que en el dolor se
hiciesen señores de la ciencia”. Y agrega genialmente: “Aun sin quererlo, nos llega, el
pensar con cordura”. (Recordamos que ya Hesíodo, otro poeta profundamente religioso,
había dicho: “Hasta el loco se vuelve cuerdo por medio del dolor”.)
En otra obra, Prometeo, había reído por boca de su protagonista de ciertos dioses
jóvenes y petulantes que creen “habitar fortaleza que el dolor no ha de asaltar nunca”.
La novedad de Esquilo en este mundo griego, reside para nosotros en un gran
coraje sin mezcla de orgullo. Ese coraje estaba al servicio de una naturaleza poderosa y
amiga de lo desmesurado. Esa falta de orgullo era producto de una atención llena de
expectativa hacia la presencia y productividad de lo desconocido.
En este mundo griego donde cada ser individual se creía maestro de sus fuerzas
y artista de su propia vida, donde tantos sabios confiaban a la medida, al “nada
demasiado” y a la euritmia la arquitectura de la conducta, Esquilo ha llegado para decir:
confiemos en la tiniebla.
No ha refutado lo anterior. Pero no lo ha sentido con fuerza y riqueza
suficientes. Le ha parecido cosa pobre –no del todo inútil– pero de tejas abajo.
Sin embargo, su titanismo resulta a la postre de lo más cariñoso.
De alguna manera nos ha dicho esto: nosotros hombres somos “Hybris”; es
decir, abuso. Somos culpa. Y somos también dolor. Admitamos todo. Pero confiando en
las tinieblas. El dolor viene de la culpa –individual o colectiva; la culpa viene del abuso;
el abuso viene de ser hombre. Es aquí donde empieza nuestra responsabilidad.
Pero después de todo no somos ni tan poderosos ni tan desarmados. “Aun sin
quererlo a todos nos llega el pensar con cordura”.
A cada ser humano le recorre de arriba abajo el destino. El destino es la tiniebla
de Dios que se hace
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operativa en nuestra vida, y mediante ello, finalmente comprensible. Pero tan astuta que
“no hay mortal lo bastante ágil como para saltar encima de sus redes”.
En nuestra vida –cualquiera que sea– está nuestra lección; aquella que ha escrito
el Destino. Es necesario leerla día por día, minuto a minuto; y nada puede importarnos
tanto, desde que ella es nosotros mismos.
¿Y qué es lo que esa lección enseña? Esquilo ha respondido. “Nos enseña a
pensar; a pensar con cordura”.
Es necesario pues confiar en el Destino y atender la astuta marcha que hace en
nosotros. Porque él, a fin de cuentas, quiere sólo nuestro bien. Por más renegrido que se
nos presente.
Ya ha sido dicho que Esquilo parece un pre-cristiano. Y nosotros creemos que su
gran corazón no hubiera vacilado en pronunciar estas palabras del profeta que repitiera
el apóstol: “porque Dios quiere que todos los hombres sean salvos”.
LA IMITACIÓN
(VIRGILIO - A. BELLESSORT)
“La literatura me interesa desde Balzac para adelante” –escuchamos una vez. “Y
a mí, desde la guerra del 14” –puntualizó otra voz.
Es que en nuestro ambiente los clásicos se enseñan a una edad en que el alumno
es demasiado joven, carente de paciencia y madurez. Agreguemos a eso una ausencia de
saber cultural y tendremos aclarado el efecto abrumador que, frecuentemente, revisten
para el joven estudiante los grandes artistas antiguos. Por eso, Carlos Sábat Ercasty
preconizaba una “ida y vuelta a los clásicos”.
Pero la vida no da tiempo para inculcar colectivamente y de manera oficial esa
enseñanza que sería sin duda la más segura. En cambio, el individuo aislado puede
hacerlo. Pero, ¿cómo atreverse si sus recuerdos liceales lo desaniman diciéndole que los
clásicos son pesados y difíciles? Ellos requieren –para soltar su jugo– una previa
formación cultural y una más densa ambientación crítica. Por otra parte los clásicos no
tratan nuestros problemas: el del hombre atomizado de la urbe moderna, víctima de
abstracciones gigantescas como son los estados, los partidos, los sistemas; o el hombre
mecánico de las oficinas y las fábricas.
Otra contrariedad se presenta para gustar de los clásicos. “Mirad sus imitadores”
–se nos dice– “ahí están: resecos, anacrónicos, retóricos, pedantes”. Y a este propósito
escuchamos una vez esta cómica afirmación: “¿Quiere decirme Ud. para qué sirve el
latín? –Nada más que para enseñárselo a otro” –se contestó a sí mismo el interpelante.
¿Que los clásicos quitan audacia, destruyen nuestra originalidad, nos atiborran
de frases muertas y nos transforman en pasatistas? Nada de esto nos parece verdadero.
La influencia clásica está patente, pero deja intacta la estatura de un Virgilio, Dante,
Racine, Goethe, Tolstoi, Alain, Valéry, T. S. Eliot, por citar algunos, solamente.
Tenemos por lo tanto que preguntarnos: ¿cómo influye un clásico?
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Pensando en los mayores, nosotros diríamos que su más valiosa influencia radica
en que saben comunicar lo que de un modo general podría llamarse una atmósfera de
grandeza. El lector recoge la impresión de haber vivido una gran aventura que, si bien
es de una época y de una sociedad, lo es también del hombre eterno y entero. No
compartimos, por ejemplo, el salvaje ateísmo de un Lucrecio, pero la Naturaleza
unánime, haciéndose y deshaciéndose en sus manos nos sobrecoge con una embriagador
majestad, al mismo tiempo que prueba la trágica entereza del poeta. Y lo que sentimos
es “la fiebre eternal de los átomos” –como ya ha sido dicho.
Al volver la última página del Quijote, el esplendoroso ideal deshecho nos
saluda como un sangriento sol final, y por él entendemos que la cordura es –al igual que
la Belleza cantada por el poeta– un producto indefinible en el que se mezclan lo ardiente
y lo triste.
¿En qué sentido pueden estas influencias descolocar a un lector en el tiempo,
privarle de atención para su época, impedirle el estudio de sus propios problemas? Esta
última palabra “problemas” nos ilumina, por oposición, para hablar de otro efecto que
producen los clásicos. Los clásicos nos entregan un fondo de alma, si es que podemos
hablar así. Más allá de las aventuras de los personajes y porfías de los temas y
procedimientos, los clásicos nos comunican, por encima de su propia época, ese fondo
de alma que está bien en cualquier momento, porque no sólo vive en las situaciones sino
encima de ellas.
Por ejemplo: se equivoca Cervantes –dice Unamu-
no– cuando hace morir a Don Quijote. Don Quijote es la fe y la fe no debe perecer
jamás.
Y sin embargo Cervantes no se ha equivocado. Lo que en esa ocasión ha
mostrado su fracaso no es la fe sino el Superhombre. Es aquel “yo valgo por mil” con
que la lengua deliraba, de un ridículo y admirable demente cincuentón. La moderación
de Cervantes es tan implacable como aquella que la vida misma nos impone.
La influencia clásica es, por así decirlo, flotante. Nos crea una aptitud en la
manera de ver, de pensar, de sentir; algo así como una propensión. Pero dentro de ella
podemos poner un mundo tan variado como el universo.
Distinto a este caso de la influencia es el de las imitaciones. Imitaciones precisas
de argumentos, escenas, personajes, en las que nuestra cultura occidental ha sido
pródiga y, menos que más, feliz.
El genio en sí miso poco original de los latinos, hizo de la imitación –ya desde el
año 240 a. de C.– la manera casi única de la creación. Y esta imitación degeneró
muchas veces hasta el plagio liso y llano.
El estudio del profesor argelino Pierre-Jean Miniconi sobre los “temas guerreros
de la poesía épica greco-romana”, nos prueba con cuánta frecuencia los relatos de una
batalla ofrecen el mismo esquema. Y no sólo narrativo o descriptivo sino hasta lo
psicológico, se reencuentran con una orquestación diferente, sin que las semejanzas
parezcan fortuitas. Después de la Ilíada hay una imagen escolar de la guerra para la
Antigüedad. “Nada más fácil que imaginar escenas secundarias sobre situaciones ya
dadas” –dice Croiset. Y nosotros pensando ahora en obras modernas como la Antígona
de Anouilh y tantas otras que reelaboran temas y personajes de clásica consagración,
encontramos la misma facilidad. Se recibe todo hecho: plan de la obra, personas,
desenlace. Sólo varía la interpretación o el sentido moderno allí injertado. Pero esto bien
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podría ser realizado en un artículo de crítica o ensayo. “El retorno a los clásicos –nos
dice Gaetán Picón– esta moda de traducciones
o “adaptaciones” más o menos libre de los grandes temas antiguos, prueba bien el
desecamiento, en nuestro días, de las grandes fuentes del teatro”.
Esta imitación más o menos precisa pero siempre localizable, es el peso muerto
que cargan sobre sí los grandes clásicos.
Hay sin embargo un ejemplo que merece citarse. Es Virgilio. Quizá jamás artista
alguno haya probado su propia grandeza reelaborando una materia ajena. Lo
mostraremos en la manera en como supo continuar un personaje que Homero había
hecho aparecer con efecto inolvidable, aunque no totalmente compuesto. Es la figura de
Andrómaca, tratada en los cantos VI y XXII de la Ilíada y en el III de la Eneida.
Todo el mundo recuerda el patetismo de la escena de los “adioses”, los
sentimientos de amor y muerte allí totalizados, y la presencia del niño, objeto de la tan
bella y punzante lamentación de la orfandad que la madre deja caer mirando la cabeza
de su esposo muerto, arrastrado en el polvo por los caballos de Aquiles. Parecería que
nada nuevo era posible agregar a este dolor.
Pero he aquí a Virgilio, más enamorado de lo que los personajes son o llegan a
ser, que de lo que hacen. Con delicadeza suprema no ha desvirtuado un solo detalle de
esta figura, tal como había salido de las manos de Homero.
Andrómaca aparece en otro escenario. Vive ahora lejos de Troya en una extraña
población, Butroto, que parece estar toda hecha de recuerdos. De tal manera la nostalgia
de los troyanos refugiados allí –aquellos que escaparon del incendio de Troya– está
impulsada a reflejar su ciudad natal sobre cualquier detalle más o menos alusivo del
paisaje, y hasta reproducirla en las piedras que levantan. Allí pueden verse otra vez el
Simois, pero no es aquel que hizo rodar bajo sus ondas tantos “arrebatados escudos y
yelmos de guerreros”. Allí, sobre un monte, asoma una ciudadela también llamada Ilión;
pero es para memoria triste de aquella otra bien murada. Y Eneas no puede menos de
postrarse y besar las falsas puertas Esceas, re-
cuerdo de aquellas otras inolvidables que enmarcaron las figuras supremas del Epos.
Andrómaca se desliza como una sombra o un ensueño en medio de este mundo
de recuerdos cenicientos. Toda encerrada en su pasado. Se la ve primeramente libando,
sobre una tumba vacía, a los manes de Héctor. Ha sido esclava. Ha concebido en la
servidumbre un hijo. La han pasado luego a otro hombre, como una cosa. Y su suerte,
ahora, ha parecido mejorar porque su actual esposo es un troyano. Sin embargo ni un
suspiro de alivio le despierta la nueva situación. Para ella no existen nada más que su
esposo y su hijo muertos. Quizá también el recuerdo abominable del vencedor.
Y cuando narra sus desgracias no oculta sus heridas, pero baja sus ojos y su voz.
En el instante en que Eneas se presenta ante ella, Andrómaca, sorprendida, cree
estar delante de un fantasma. “¿Vives por ventura? –pregunta– y si la luz mortal se ha
retirado de ti, ¿dónde está Héctor?”
Cuando el troyano se despide, Andrómaca contempla al hijo de este, Ascanio, y
es entonces la imagen del suyo la que la enajena. “¡Oh tú! Que quedas como la sola
imagen para mí de mi Astianax. Así levantaba los ojos, así movía las manos… ahora
tendría tu edad y crecería conmigo”.
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“Entre el grito de la llegada y la efusión de la partida –comenta fervientemente
Bellessort– esta alma se ha entreabierto delante de nosotros, púdica en sus más tristes
confesiones, tan pura que su decadencia aumenta aun su intangible dignidad”.
En el campo de fuerzas creado por la sugestión del personaje homérico, Virgilio
ha continuado su figura, de tal manera que el sentimiento unánime encuentra una
existencia idéntica en Andrómaca de Ilión y esta “sombra sagrada” que se mueve en el
Butroto de los recuerdos.
EL OCIO CLÁSICO
(HORACIO - TADEO ZIELINSKI)
Si queremos disfrutar del ocio clásico no podemos olvidarnos de Horacio. Él es
el autor antiguo que lo ha paladeado con mayor fruición y más alegre sabiduría. ¿Con
qué imágenes podemos representarnos este ocio? Exteriormente podría ser una visión
campestre, amena y recatada. Interiormente sería menester compararlo con el sabor de
las frutas o de un manjar; y mejor aún, con el sabor de los vinos profundos y antiguos.
Nuestro Rodó, en páginas de “Ariel” y “Motivos de Proteo”, ha propuesto a la juventud
de Hispanoamérica y a la vocación personal de cada hombre, esta intimidad consigo
mismo, hecha de libertad y de contemplación, de vagabundeo, goce y reflexión, que el
ocio de los artistas clásicos representa.
Este ocio es, en primer término, el sentimiento que uno tiene de sí mismo; y, en
segundo lugar, comporta las precauciones para tornarlo siempre agradable. Por lo tanto,
este ocio es una actividad y dudamos mucho que un mero “dejarse estar”, o un lanzarse
“vacío” y “a ver qué pasa” en medio de la comarca más amena, puedan otorgar sin más
ni más una sensación apacible de la vida y un delicado contento de sí mismo. Este ocio
antiguo exige, sobre todo, mucho espíritu. De lo contrario, una sensación de hartazgo,
privación y tedio abrumará de golpe las soledades que, en primera instancia, habían sido
previstas como deliciosas.
Es Horacio quien nos enseñará a estar a solas en medio de los campos; y en
diálogo a veces solemne, a veces sabroso con nosotros mismos. De tal manera ha
aprendido este arte que, para toda Europa, más que escritor alguno, él ha sido el maestro
del “Beatus
Ille”; o sea, de “aquel bienaventurado que, libre de negocios enojosos, cultiva con sus
bueyes, a ejemplo de los primeros hombres, los campos que ha heredado de sus padres”.
Nosotros diríamos que, para la prosecución y logro de esta dicha, Horacio no ha
cesado de ponderarlo y de medirlo todo. Sí; Horacio parece haber medido hasta la
dilatación que debía dar a su pecho en medio de la delicia y la belleza. No poseía el
amor instintivo hacia la naturaleza, visible por ejemplo en un Virgilio –que no pudo
jamás vivir en Roma–. Este amor por lo campestre es, en Horacio, sentimiento que sólo
va gustando con los años. Cabe agregar que cuando nos describe paisajes se aparta
pocas veces de lo convencional; y no poseyó jamás delante de la naturaleza ni esa
fuerza de alma de Lucrecio, ni ese frenesí continuado hasta la crispación dolorosa que
vemos en Virgilio. Pero en los momentos en que Horacio es Horacio, se expande por su
paisaje rústico una ola tan sana de cordialidad, una satisfacción de ver y de vivir tan a
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nuestro alcance, que no podemos olvidarlo porque se nos aparece como la medida justa
en que lo solitario es delicioso.
O no poseía el poeta sed de lo infinito o necesidades de fusión panteísta, o las
había desechado para no entristecer su corazón, al que deseaba siempre amigo de los
hombres. Sin embargo, el pensamiento de la muerte lo frecuentaba; y él hacía esfuerzos
por mantenerse en él, pero sabía extraer del mismo reflexiones tan bellas como estas:
“No contéis con el porvenir. Pensad que este día que os alumbra ha de ser el último que
os resta de vida. El que le siga –que no esperabais ver– tendrá más encanto para
vosotros” (Ep. I, 4, 13). No en los años de su juventud, cuando su temperamento era
irritable, inconstante y ligero, pero sí en los años de su madurez, se advierte a través de
sus palabras la precaución delicadísima con que se acercaba a sus placeres. Esa
intensidad que nos ilusiona con la eternidad, y que experimentamos en el goce –“sólo el
placer pide profunda, profunda eternidad”, cantaba Nietzsche– no ha sedu-
cido a Horacio ni poco ni mucho. Parecía saber el precio de esa intensidad, la postración
y el nihilismo infinito que la acompañan. Su moral epicúrea le llevaba hacia un goce en
donde se sintiera siempre dueño de sí. Pero algo más: no hay que mirar el placer a la
cara. Se volatiliza demasiado pronto. Él tiene que hacer su entrada como a hurtadillas,
mientras nuestras manos están ocupadas, y una serie de pensamientos –hasta enojosos,
algunas veces– van y vienen en nuestro cerebro. Lo mejor para Horacio es que el placer
sea solamente entrevisto. Si lo queremos durable no nos demoremos mucho en él.
Pasemos a otra cosa. Podría servir de ejemplo el relato de su viaje a Brindis, donde la
naturaleza apenas si está mencionada, y donde las cosas agradables y desagradables se
mezclan en alegre confusión.
En su quinta de la Sabina, Horacio tuvo primeramente necesidad de construir y
plantar. Él mismo nos cuenta cómo hundía el azadón en los campos, quitaba las piedras,
y por su ardor y su torpeza hacía reír a los vecinos. Con estos conversaba y reía a la
cena, en charlas salpicadas de rústicos proverbios y pletóricas de llaneza y sinceridad.
“En mi casa me acomodo a todo. Mi vino de la Sabina me parece delicioso, y me
regalo con legumbres de mi huerta sazonadas con una lonja de tocino”. Y en otra parte
nos dice: “yo no quería más; toda mi ambición era esta: un campo no muy grande, y en
el campo un jardín, y en el jardín un bosquecillo y un manantial de agua viva junto a la
casa”. Es que al amor de las llamas de invierno, Horacio ha meditado sin cesar en
Roma, en Augusto, en Mecenas; en el torrente humano de la urbe, colérico de
concupiscencia y de codicia; y en el abejeo de la adulación y en el enjambre de los
importunos haciendo la música del Foro y del campo de Marte. Horacio ha meditado y
nos ha dicho que “la vida es demasiado breve como para sostener una larga esperanza”.
Y por eso aconseja al joven servidor que le llena de vino su copa: “Evítate buscar en
qué lugar se demora la rosa de fin de otoño. Que el esfuerzo de tu celo no agregue nada
al simple mirto. No es indigno de ti, que me sirves; ni de mí, si es que bebo a la sombra
de la vid retorcida”. En tanto, nos dirá en otra ocasión, “el murmullo de los follajes
respondiendo al del agua que corre invita a un sueño que ignora toda pesadez”.
De Roma a Tívoli camina alegremente Horacio, a lomos de su mulo rabón y
llevando a Menandro y a Platón en su maleta. Si es posible concebir en una idea propia
y distinta, la flor más pura de la italianidad es, quizá, también Horacio el que reúne de
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ella los constituyentes esenciales. Ellos serían, tal como esta ha sido vista: “Simplicidad
de vida. Desnudez interior. Necesidades reducidas al mínimo. Gusto de lo real
empujado a lo esencial. Fondo sombrío y ligereza, pero siempre atenta.
Despreocupación… y profundidad. Pesimismo contrariado por la actividad. Tendencia a
los límites. Rapidez para la familiaridad. Familiarizarse sistemáticamente. Tiene el
vigor de un principio el “hacerse familiar con”… todo, extendido esto a las cosas
intelectuales y metafísicas”.
Agreguemos un último rasgo de la italianidad descollante en el Horacio artista:
es el sentido del procedimiento. Pero conviene, todavía, señalar que si este príncipe de
los poetas latinos lo es sobre todo por el pulimento y armonía de su versificación, el
Horacio hombre, el que compone estos ocios cautelosos en su casa de campo, ha
demostrado poseer un igualmente refinado sentido del procedimiento. Horacio sabe que
el placer ni se regala ni se encuentra. Tiene primeramente que nacer dentro de nuestro
corazón. La predisposición a la fuerza de ánimo y al contentamiento lo hace todo.
Aun siendo joven y soldado cobarde en la batalla perdida de Filipos, se ha
representado descansando en su lecho, pensando en las cosas de la vida y diciéndose:
¿cómo debo conducirme? ¿Qué es lo mejor que puedo hacer? Y así como no ha querido
ver la tristeza en este negro instante, tampoco ha permitido que asomare el tedio en sus
ocios inevitablemente placenteros.
Pero estas soledades de Horacio no sólo están pobla-
das de ramas fértiles con algunas aceitunas, de ovejitas diligentes que retornan a la casa,
repastadas; y de cansados bueyes que traen, con las frentes bajas, la esteva del arado.
Allí en su quinta el poeta continúa pacientemente su obra de escritor. Él nos ha dicho
que se mantendrá poeta en todas las circunstancias de la vida, y creía, además, que la
poesía posee el privilegio de impedir que estemos tristes.
Después de su labor literaria recrean sus ocios unos buenos y pocos libros, unos
cuantos amigos fieles y viejos servidores.
Queremos, finalmente, referirnos a este sentimiento de la amistad que Horacio
hacía crecer mientras se mantenía solitario y que alcanza, en un caso, una lealtad
excepcional.
Si fue amigo del fastuoso Mecenas no olvidó nunca a sus amigos provincianos.
Y puso su gloria en declarar su modestia de origen. “Hijo de un liberto pobre dueño de
un magro campito”; hijo, también “de la Apulia sedienta”. Con esta fidelidad radiante
contestaba cuando la envidia lo motejó como un “hijo de esclavo”.
La huella paterna fue siempre, en Horacio, la estrella del camino: “Si para hacer
mi propio elogio, mi vida es clara y sin reproches, si soy yo querido a mis amigos, yo lo
debo a mi padre” –escribe. Y en otra parte dice: “Mis defectos son mediocremente
graves y pueden perdonarse; y a más de uno me lo quitaré gracias a la franqueza de un
amigo y a mis propias reflexiones”. Y en estas últimas gasta a menudo su tiempo –nos
dice– “para encontrar la manera de volverse querido a sus amigos”.
Veamos esto último: Mecenas, influyente y voluptuoso, pero burlado ahora por
su joven esposa, y enfermo, –(nos cuenta Plinio que se pasó tres años enteros sin
dormir)– no puede apartar de su cabecera el pánico de la muerte. Y así se lo confía a
Horacio. El poeta, que ha hecho de la amistad un medio de perfección moral, responde a
Mecenas con esta oda que, fragmentariamente, dice: “¡Ah! Si un golpe prematuro me
quita, contigo, la mitad de mi alma, ¿para qué se-
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guir manteniendo la otra, que no tiene el mismo precio ni sobrevive entera? Este día
será, para los dos, el derrumbamiento. Y no pronuncio un juramento engañador; me iré,
sí, me iré, en el momento que tú me precedas, dispuesto a caminar en compañero de tu
supremo viaje”. Pasaron veinte años después de este juramento. Murió Mecenas y a los
cincuenta y nueve días moría también Horacio. Su muerte no fue un suicidio. Suetonio
nos dice que le llegó bruscamente, impidiéndole redactar su testamento. ¿Cómo explicar
esta coincidencia milagrosa? ¿Fue mero azar?; ¿o por un prodigioso presente de su
lealtad, adivinó Horacio, veinte años antes, en la vida y muerte del amigo, la de su
propio corazón?
Tadeo Zielinski, investigador polaco, en su séptima conferencia de Varsovia
“Horacio y sus amigos” fue quien más bellamente puso de relieve el hecho que
acabamos de narrar. Así era Horacio. Lo que domina y reina en su fisonomía –nos dice
Jules Poiret– es la sonrisa.
“Si hay menosprecio en ella, este está temperado por la indulgencia; y aún la
estima de sí mismo está endulzada por el chiste”.
Pero es, sobre todo, Ettore Bignone, quien lo define con superior simpatía: ve a
Horacio como “un verdadero y sincero amigo de los hombres, por lo que, a través de su
poesía, el goce, aun breve, de vivir sobre la tierra se ha hecho más sabio”.
LA SÁTIRA
(JUVENAL - HEGEL - VICTOR HUGO)
Los romanos reivindicaban en su favor el invento de este género literario. Por lo
menos, Horacio y Quintiliano. Y si bien no pueden dejarse de reconocer antecedentes
griegos –Arquíloco, Aristófanes– la novedad producida por Roma estaría en la fusión de
dos elementos que, hasta entonces, se mostraban separados. Ellos son la amplificación
moral y la invectiva personal. Y desde este punto de vista sería Lucilio, maestro de
Horacio, el inventor del género.
La palabra “sátira” etimológicamente significa una mezcla de frutas y
legumbres, un plato compuesto. En sus orígenes, dicha “mezcla” referíase a las diversas
medidas y varios ritmos que entraban en su composición.
Como la palabra sátira viene de “satis”, satisfecho, saciado, primitivamente
designaba, quizá, a la poesía de gente ebria, cuya variedad de temas y tonos –plato
mezclado y fuerte– reúne también la idea de saciedad.
¿Por qué Hegel ha juzgado la sátira como un género inferior? Para él este tipo de
literatura sólo puede darse en la etapa de disolución del arte clásico. Y agrega que no
podía haber nacido en Grecia, país de la belleza, sino que la sátira es esencialmente un
género que convenía a los romanos.
Lo primero que advierte Hegel al examinar la sátira es una falta de
concordancia, de correspondencia o armonía entre la subjetividad del artista y el mundo
exterior. Una subjetividad insatisfecha, puramente abstracta, en oposición con lo real.
Este desacuerdo entre lo de afuera y lo de adentro da lugar a lo prosaico –dice
Hegel, sin aclararnos nada más. “La sátira no se baña en una atmósfera de libre belleza.
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Quiere –de una manera abstracta– el bien y la virtud, en franca hostilidad con el tiempo
presente”.
Nos parece con todo que Hegel se ha visto en la necesidad de desestimar el
género para mantener la coherencia de su sistema. Si hay, evidentemente, un
antagonismo entre el afán moral del artista y el mundo degradado que aparece ante sus
ojos, esta inadecuación no tiene por qué promover una actitud prosaica, ni tampoco
afirmaciones meramente abstractas acerca del bien o la virtud.
La indignación es, sin duda, expresión de un desacuerdo. Pero su belleza puede
alcanzar, incluso, lo grandioso, sin que a nadie se le ocurra pensar que debe existir
armonía alguna entre el espíritu del autor y la realidad intolerable.
Bien fácilmente puede observarse que todo satírico es un moralista. Pero
también, con mucha frecuencia el artista satírico es un tradicionalista. Piénsese en
Aristófanes, Horacio, Marcial y Juvenal. Concíbese, bajo una luz de ideal, el retorno a
las primeras costumbres de la patria. Y el pasado despliégase como un programa
ejemplar. En los satíricos modernos –desde Larra a Bernard Shaw– ese ideal no está por
supuesto en el pasado sino en el futuro, en el progreso de la verdad moral y social.
Debemos preguntarnos ahora: ¿por qué una sátira de juvenal –en sus mejores
momentos– no envejece jamás? En 1864 escribía Victor Hugo: “La invectiva de Juvenal
llamea desde hace dos mil años, pavoroso incendio que quema a Roma en presencia de
los siglos…” Y no tenemos que ver en esta frase tan sólo una hipérbole.
La vida romana arde en los versos de Juvenal y cuando lo leemos sentimos,
asimismo, un estremecimiento bien moderno. ¿Hay un fondo humano que no cambia? –
nos preguntamos. ¿Hay un absoluto moral que, siempre burlado pero invencible, se
cierne sobre
todas las sociedades, sean actuales o antiguas?
“Desde hace dos mil años tus versos soberbios truenan” –torna a decir Victor
Hugo. ¿A qué se debe esta juventud de la sátira? No. No podemos sentirla como un
género menor pese a la opinión de Hegel. ¿Que no hay nada de épico en la sátira? Quién
sabe. Quizá como lo decía su ilustre admirador: “Juvenal es la vieja alma libre de las
repúblicas muertas”. El héroe épico estaría no en la obra sino en el propio autor que
lucha, fustiga, y es, quizá, desterrado.
Uno de los problemas más interesantes consiste en tratar de explicarse la belleza
de una sátira. Nosotros creemos que es un problema no sólo estético sino moral. Qué
multitud de desarmonías y desacuerdos forma la superficie de una sátira: el afán de
virtud choca con la corrupción de la vida; la exageración de gestos y de lenguaje se
muestra en contra de una austeridad de fondo; por un lado, toda suerte de abusos; por
otro, una necesidad de moderación. Agreguemos lo antisocial, lo brutal, haciendo
contraste con lo ejemplar de la conducta y el orden público.
Todo autor satírico vive este desdoblamiento. Para realizar una verdadera pintura
de caracteres y costumbres debe dejarse –momentáneamente por lo menos– fascinar por
aquello mismo que detesta. Está obligado a entrar en el juego del enemigo. Si no hay
impresión de vida, de vida bullente y revuelta, toda la carga de la invectiva no es más
que vana retórica.
Por otra parte observemos que en toda sátira aquello que es enemigo del bien, de
la virtud, del orden, aparece siempre como triunfante. Mas, a su vez, el autor satírico
cuenta con la complicidad del lector. Estos dos órdenes confrontados hacen, en fin, la
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armonía de la sátira. El mal triunfa siempre, pero el bien es un valor absoluto e
invencible.
La sátira no es otra cosa que el contraste entre la realidad y el ideal. Este último
tiene que medir su coraje y su firmeza.
Nada atrae tanto como lo vivo. Pero la vida que nos pone delante un artista
satírico está como atacada de muerte en uno o varios sitios. Es vida enve-
nenada. No alcanza a seducir. Está justamente dispuesta para que el espíritu –lejos de
ser una víctima más de las fuerzas ciegas– entre a saco con toda su guapeza. La realidad
tiene que ser irritante para que la moral, fuertemente provocada, vibre con todo su
clamor.
Veamos seguidamente los peligros nocturnos que asedian en la calles de Roma.
No es ya el ladrón o el forajido que a mano armada la emprende contra cualquiera a
puñaladas. Es simplemente el espectáculo de un borracho que necesita descargar
puñetazos sobre el primero que se le atraviese en el camino. Juvenal pinta de esta
manera: “Un ebrio de belicoso humor no ha, por ventura, todavía roto los huesos a
nadie. Helo ahí, presa de los remordimientos. Pasa una noche tan lúgubre como la de
Aquiles, hijo de Peleo, llorando a su amigo. Se acuesta sobre la nariz; después, sobre la
espalda. Pero no. No viene el sueño. Hay gente a la que sólo una buena pelea hace
dormir”.
Entonces, el ebrio pónese en busca de un transeúnte inofensivo. Y el autor
continúa así:
“Pese al atrevimiento de su juventud que aún el vino recalienta, no chocará con
aquel que le aconsejan evitar: un manto de púrpura, una numerosa escolta, cantidad de
antorchas y una lámpara de bronce. Mas yo que, para regresar a casa no tengo más que
la luna, o la luz mala de una candela con una mecha que economizo, no le produzco
ningún miedo. Ahora escucha cómo empieza la pelea si es que puede haber lucha donde
uno recibe y el otro golpea”.
La prepotencia del ebrio sigue creciendo. “Es necesario detenerse, responder,
recibir puñetazos. ¿Qué puede hacerse si el otro es más fuerte? Tendrás que implorar el
favor de escapar con algún diente intacto”.
Hay en Juvenal un culto del detalle, y del detalle vulgar, que libra a su sátira de
la fría abstracción. Según sus propias palabras ha procurado escapar a los temas y
técnicas ya muy usados por las escuelas, y extraer su originalidad de la realidad
cotidiana de la ciudad.
Al mismo tiempo es conveniente recordar otras dos
excelencias de Juvenal: su imaginación y su indignación. En su sátira sexta, contra las
mujeres romanas, adquieren ambas una siniestra grandeza. Veamos este fragmento que
traducimos de la versión de Fontanes, el amigo de Chateaubriand, con los comentarios
de Pierre de Labriolle:
“Y bien, contempla a los rivales de los dioses; escucha lo que Claudio ha
soportado…”
Viene entonces ese terrible pasaje en que el poeta muestra a Messalina
ocultándose de noche, fuera del lecho del emperador, y bajo una capa, acompañada de
una sola criada, con sus cabellos negros disimulados por una peluca rubia, encaminarse
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hacia un lugar infame donde se le ha reservado una habitación. Más de un poeta francés
ha luchado con la crudeza sin vergüenza del texto latino, pero ninguno ha sabido dar ese
color a la vez verídico y brutal. La transposición de Fontanes no es inhábil, pero dilata
el texto (veintinueve versos para dieciséis latinos) y ofrece algunas expresiones banales.
Dice así:
Cuando la noche a Claudio su débil vista cierra,
con oscuro vestido su esposa recubierta,
sale con una esclava, y escapando en la sombra,
prefiere a ese palacio lleno de antepasados,
las odiosas guaridas de los Frinés más viles.
Para envilecer más la sangre que profana
toma, de intento, el nombre de alguna cortesana:
y se llama Licisca. Ni los muros malditos,
ni la lámpara en lo alto de cúpulas oscuras,
ni la huella reciente de afrentosos placeres,
nada detener puede el ardor que la inflama.
Un duro y tosco lecho cautiva más sus ojos
que la almohada de púrpura donde duermen los Césares.
A todos los que llenan ese antro por la noche
sus ojos los invitan, sin temer por el número:
jadeante su desnudo seno con red de oro
los desafía y triunfa, y aun los desafía.
Es allí que entregándose a caricias infames
con arrieros de Roma sus ternuras agota.
¡Oh! ¡Británico noble!, sobre el lecho emporcado
muestra a ellos los mismos flancos que te han llevado.
Al fin llega la aurora, y su adúltera mano
el salario reclama de favores nocturnos.
Con pena es que se aleja de los inmundos atrios;
sus sentidos cansados, pero no satisfechos;
y retorna a palacio, desmelenada, horrenda;
en torno, derramándolo, ella va con su olor
–bajo el palio del lecho de los emperadores–
a mostrar de sus noches el lúbrico furor”.
Conviene agregar que este relato está confirmado bajo una forma un poco
diferente por Plinio el Viejo, Tácito, Suetonio y Dion Casio. Pero ninguna de esas otras
versiones comunican el escalofrío que recorre estos versos de Juvenal.
El apóstrofe al “noble Británico” coloca de golpe la presencia del hijo, sin culpa,
en medio mismo del frenesí y bestial libertinaje de su madre. El escándalo, así
brevísima y violentamente presentado, enceguece a manera de una luz de relámpago.
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EL ESTILO SENTENCIOSO
(SENECA - TÁCITO - E. BIGNONE)
De los tiempos romanos, bajo el imperio de Calígula y Nerón, nos ha quedado
una visión horrorosa porque los historiadores no quitaron sus ojos de la ciudad de
Roma. Sin embargo, el Imperio entero nunca fue –dice Bignone– más florido que en esa
época, ni gozó de tan largos períodos de paz; y las provincias tuvieron en general
gobernantes mucho más capaces que en períodos anteriores.
Pero al mismo tiempo, la vida de la ciudad de Roma asistía, según Séneca, a la
“cotidiana locura de Calígula, tan ávido de sangre humana que la hacía correr a raudales
ante sus ojos, cual si quisiera adorar en ella”.
“Se vive y se escribe como con la cabeza bajo el hacha” –agrega el mismo
Séneca.
Los espíritus más altos del paganismo han dejado ya de creer en sus dioses, y
desde Lucrecio (siglo I a. de C.) hasta Plotino (siglo III de nuestra era), la filosofía pasa
a ser la verdadera religión. “Es necesario adorar la filosofía”, según Séneca. Y el
filósofo pasa a ser un epíscopo, es decir, un nuncio de renovación; o un ángelos,
palabra griega que designará a los ángeles cristianos.
Se vive entonces de la filosofía.
Poco tiempo se pierde en las especulaciones teóricas, en la discusión sofística.
Todo el mundo quiere curar su alma, dominarse a sí mismo, aprender a morir. Y el
filósofo es el sacerdote, el guía espiritual, el director de las conciencias. Algo así como
lo que intentan ahora los psiquiatras.
De este modo asistimos al reinado del estilo y del
pensamiento sentencioso. Y dentro de ellos nadie ha descollado como Séneca: en la
finura de la inteligencia, en la altura justa de su elevación y en la rotunda precisión de su
lenguaje. Por otra parte su ideal moral se aproxima tanto al cristianismo que los
primeros padres de la Iglesia –como Tertuliano en el siglo III– no vacilaban en hablar
de “nuestro Séneca”.
De toda la producción del escritor cordobés, los veinte libros de Cartas a
Lucilio constituyen su obra maestra filosófica. Se trata en ellas de dirigir un alma, con
todo sigilo, delicadeza y emoción. Este magisterio espiritual tiene por base estos dos
puntos de partida: primero, el desconocimiento que nosotros tenemos de nosotros
mismos; segundo: la debilidad tremenda de nuestra voluntad.
“Si alguna vez quiero divertirme con un bobo –escribe Séneca– no tengo que ir a
buscarlo muy lejos, me río de mí mismo”. Cuenta entonces que en su casa había una
sirvienta, de nombre Harpaste, dominada por la enfermedad mental de la idiotez. De
pronto la pobre enferma se quedó ciega. “Cuéntote una cosa increíble pero verdadera –
dice–. Ignora que está ciega y continuamente ruega a un lazarillo que la cambie de
aposento porque dice que la casa está oscura. Esto que en ella nos hacer reír, no dudo
que nos sucede a todos nosotros: nadie se persuade, por ejemplo, de que es avaro, o de
que es codicioso. Con dificultad llegamos a la salud porque ignoramos nuestra dolencia;
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porque nos avergonzamos de aprender cordura. Y nuestros vicios nos asaltan bajo el
nombre de virtudes. No hay nadie que posea la cordura antes que la insensatez”.
En cuanto al titubeo intermitente y tenaz de nuestra voluntad: “¿Qué es –se
pregunta– esto que lucha con nuestra alma y no nos permite querer una cosa para
siempre? Fluctuamos entre diversos propósitos; nada queremos libremente, nada
radicalmente. La estulticia –me dices– no se detiene en nada, no se contenta con nada
mucho tiempo. Pero, ¿cuándo y cómo nos arrancaremos de ella? Es que no la repelemos
con energía porque no damos crédito suficiente a las ver-
dades descubiertas por los sabios. Y, ¿cómo puede nadie atesorar suficiente ciencia
contra los vicios, si a ella consagra nada más que las vacaciones que le dejan los propios
vicios? Parécenos haber hecho lo suficiente con dedicar algunos ratos a la filosofía”.
Y he aquí, luego, espléndidamente descubierta la razón que torna débil a nuestra
voluntad. Séneca agrega: “El impedimento mayor es que muy pronto estamos
contentos con nosotros mismos. Si hallamos quien nos llame buenos, quien prudentes,
quien virtuosos, asentimos de buen grado. No nos contentamos con una alabanza
mesurada; todo lo que encima de nosotros acumuló la adulación lo tomamos como cosa
que se nos debe. Damos nuestro asentimiento a los que afirman que somos los mejores,
los más sabios; y llega a tal punto nuestra indulgente blandura con nosotros mismos que
queremos precisamente ser alabados de lo contrario que hacemos”.
De manera pues que la amarga certidumbre con respecto a uno mismo,
enfrentada con entereza, es para Séneca la raíz del hombre verdadero. Eso lo identifica
con el pensamiento cristiano, desde que coloca en posición fundamental el estado de
arrepentimiento. “Quiero más sentir la contrición que saber definirla” –escribirá
catorce siglos más tarde el Kempis.
Ahora, es tan insoportable nuestra permanencia en aquello que nos disminuye,
invalida y desprestigia, que surge de inmediato el deseo de evadirnos mediante
imágenes placenteras. Y es acá donde comienza el alivio y contento de uno mismo y,
por lo tanto, nuestros errores y vicios recomienzan. Al sentirnos contentos nos creemos
fuertes –por ilusión– cuando realmente lo éramos al sentirnos débiles en el anterior
estado de postración.
Un deseo vehemente de dicha nos extravía, de una dicha que queremos, sin que
medie nuestro esfuerzo, regalada por los acontecimientos y el azar.
Veamos seguidamente a Séneca sufriendo. “De todas las enfermedades –dice–
ninguna me es desconocida. Empero, a una nací casi destinado, la cual no sé por qué he
de nombrarla con su apelativo griego, pues
con harta propiedad se puede llamar suspiro (asma). Su ataque es breve y semejante a
una brusca tempestad; hace crisis en una hora. ¿Quién tarda más en expirar? Todas las
incomodidades del cuerpo y todos sus peligros han pasado por mí; ninguno me parece
tan molesto. Lo demás es enfermar. Esto es entregar el alma. Por eso los médicos
llaman a tal enfermedad meditación de la muerte.
Mas en la misma falta de respiración no dejé de aquietarme con pensamientos
alegres y fuertes. ¿Qué es eso? Me decía. ¿Por qué la muerte me experimenta tantas
veces? Prosiga en buen hora, porque yo también hace tiempo que la experimento”. Y en
ese instante anhela Séneca la impasibilidad del no ser: “¿No tendrías por muy necio –
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agrega– al que creyese que a una linterna le va mejor después de apagada que antes de
encendida? Nosotros así nos encendemos y apagamos; padecemos algo en el
intermedio, pero en ambos extremos hállase una profunda impasibilidad”.
Es de sobra conocido que siempre se ha dudado de la sinceridad de Séneca. Sus
fabulosas riquezas se avenían mal con la austeridad y sencillez que predicaba. Su
condición de preceptor de Nerón lo convirtió durante ciertos años en verdadero director
de la política del Imperio.
Pero estas dudas sobre su conducta no impidieron nunca su enorme influencia,
su sacerdocio moral. Séneca siempre se sintió incómodo en el sitio donde la suerte lo
colocó.
Sabemos que supo soportar el destierro de ocho años en la inhóspita Córcega
con real grandeza. Aun desde allá continuó consolando a la gente. Por ejemplo, en
“Consolación a Helvia”, su madre.
También sabemos que supo morir ejemplarmente. Años antes le escribió a
Lucilio: “Acepta de mí esta seguridad: no temblaré en mi hora última. ¿Qué valor hay
en salir cuando te arrojan? –me dirás–. Y con todo, en mí hay valor. Echado soy, es
verdad; mas salgo como si yo me fuera por mi gusto. El sabio nada hace a su pesar. Él
escapa a la necesidad porque quiere lo mismo que ella le forzará a hacer”.
“Mi alma piensa no cuánto le queda por vivir, sino cuánto le queda por hacer”.
“Y cuando hablo de estas cosas no hablo de mí sino de la virtud, y cuando
repruebo los vicios, en primer lugar repruebo los míos”.
“Acerca de mi aprovechamiento sólo puedo fiarme de la muerte, que dirá la
última palabra. Ni las discusiones filosóficas, ni las conversaciones literarias, ni la
disertación culta, demuestran la auténtica fortaleza del espíritu, porque la palabra es
audaz aún en los más tímidos. Pues bien: yo acepto el emplazamiento; no me espanta,
no, el juicio de mi muerte”.
Veamos ahora el espectáculo de sus últimas horas, apoyándonos en el relato de
Cornelio Tácito.
Nerón, “aquel espíritu de miedo envuelto en ira” ordena a Séneca que se dé
muerte a sí mismo. Séneca aceptó la orden sin inmutarse. Intentó hacer su testamento
pero no se lo permitieron. Y volviéndose luego a los suyos, que lloraban, les dijo: ¿Qué
se hizo de los preceptos de la sabiduría? Abrazó a su esposa, ligeramente emocionado.
Ella afirma que también desea morir. Séneca, temiendo por el abandono que aguarda a
su mujer, contesta: “tú prefieres la honra de la muerte; no tendré celos de este gran
ejemplo”.
Ambos esposos, entonces, se abren las venas.
Séneca, por su delgadez y la decrepitud de su cuerpo, ofrecía a la sangre salida
muy lenta. Se hizo cortar las venas de las piernas y rodillas. Temiendo que el dolor
quebrantase la fortaleza de su compañera aconsejole pasar a otra habitación.
Un momento después llega una orden de Nerón por la que se procura impedir la
muerte de la esposa. Lo hizo quizá por dar un tinte más odioso a su crueldad.
“Paulina –dice Tácito– sobrevivió a su marido unos pocos años y mostraba en su
cara una palidez tan intensa, que denunciaba cuán delgado era el soplo de su vida”.
Séneca, debatiéndose en la difícil hemorragia y lentitud de su muerte, se hizo
traer un veneno.
Pero fue en vano, porque sus miembros estaban ya fríos y su cuerpo inmune a la
virulencia del tósigo.
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Finalmente, entró en un baño de agua caliente y, rociando con ella a aquellos de
sus esclavos que estaban más cerca, dijo que libaba a Júpiter libertador. Luego, el vapor
acabó por asfixiarle.
Séneca, que era por naturaleza vacilante y de una muy curiosa y fácilmente
excitable inteligencia que lo hacía ir rápidamente de un extremo a otro, logra en su
estilo ese difícil triunfo que alanzó en la hora de su muerte tras indecisa lucha.
La sentencia de Séneca no oculta del todo su excitación nerviosa, pero se clava
justa, siempre a tiempo, vibrante. Es de las que acuden a la memoria por sí solas.
Su espíritu y su estilo influyen sobre todo en España dando lugar a una larga
corriente literaria que se llamó “senequismo”. Penetró hasta la mística. Cariñosamente
Santa Teresa había dado a su “hermano” menor San Juan de la Cruz el sobrenombre de
“Senequita”.
EL “TEDIUM VITAE”
(SÉNECA - A. DE MUSSET - AMIEL)
Con delicadeza y como al pasar los críticos de los clásicos grecolatinos señalan
este sentimiento del “tedio de la vida” que en los escritores antiguos aparece sólo en
forma accidental.
Cuando él se hace presente es por intención dejado al margen. Se le presiente
más que se le ve. Así en Virgilio. Pero el tedio es acá otra cosa que el aburrimiento de
sí. Es más bien un cansancio de la vida, una melancolía del camino, un resultado sin
esperanza. O la soledad de un ansia envejecida.
Sin embargo, la obra antigua donde es posible rastrear un tedio parejo al
romántico y al moderno, es “De la tranquilidad del ánimo” de Séneca. Es una obra de
consolidación, como tantas otras que los directores de conciencia escribieron en esa
época, y está dirigida a un joven capitán de las guardias de Nerón llamado Anneo
Sereno. Y sin duda alguna –como todo crítico lo ha visto– ese joven desolado puede ser
bien contemporáneo nuestro. Sereno nos habla con estas palabras: “Ni estoy enfermo
ni tengo salud”. Es atraído por las virtudes de la frugalidad; siente al mismo tiempo las
tentaciones de las riquezas y el lujo. “Ambas influencias me afectan –dice– pero no me
cambian”. Y es aun más moderno cuando agrega: “No me fatiga la tempestad sino el
mareo, la náusea”. Alguien –Lorenzo Riber– se representa a Séneca escuchando la
“confession d’un enfant du siècle”.
Estamos en presencia de un corazón convaleciente, salido de alguna grave y
larga enfermedad. Y Séneca le anima de este modo: “El cuerpo, Sereno, no está
enfermo sino poco avezado a la salud”. Y este claroscuro moral se identifica a nuestro
ver con aquel crepúsculo que, después de la caída de Napoleón, invadió a la juventud
francesa pintada por Musset en “La confesión de un hijo del siglo”: “El espíritu del
siglo, ángel del crepúsculo, no es el ángel de la luz ni el de las tinieblas; encontráronle
sentado sobre un montón de huesos, envuelto en el manto de los egoístas y temblando
de un frío terrible”. Pero en tanto que el joven de Musset tiende al derrotismo y su
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fuerza inactiva busca un empleo en las formas de la desesperación; y halágase a sí
mismo creyéndose un desgraciado cuando sólo experimenta vacío de sentimientos y
fastidio; el joven capitán de Nerón permanece perplejo, dividido, sin poder liberarse de
su irresolución; no puede dominar a sus deseos pero tampoco quiere obedecerlos.
“Hay heridas que apetecen el contacto de las manos que las irritan, así como la
sarna se complace en aquello mismo que la exaspera” –dice Séneca; y agrega: “el
enfermo toma sus mudanzas por remedio”.
Anneo Sereno, con alguna gran pena de amor, hubiese sido para algunos el
Werther antiguo; o más bien un René romano.
Nosotros creemos sin embargo hallar su parecido espiritual no con un personaje
sino con un autor. Más cercano en el tiempo aun que Musset y Chateaubriand; le
encontramos semejanza con Amiel, el cuitado pensador de Ginebra. La misma flojera de
voluntad; la misma indecisión; un afán de virtud disuelto en la conciencia de ser
inestable. La necesidad de huir de sí mismo y, luego, la de edificar su persona mediante
toda suerte de planes y proyectos.
“Un viaje se emprende tras otro viaje –dice Séneca– y un espectáculo se cambia
con otro espectáculo”. Lucrecio había recordado anteriormente que “cada uno anda
huyendo de sí mismo”.
Por su parte, Amiel escribe: “Huyo de mí mismo semanas y meses enteros; cedo
a los caprichos del día”.
Dice Séneca: “la observación asidua de uno mismo nos martiriza”.
Y de este modo se contempla Amiel: “Eterno y temerario químico de ti mismo:
¿cuándo cesarás de disolver tus sentimientos en la curiosidad? Has logrado cortarte todo
impulso, secar toda savia, alarmar todo instinto”.
Tanto Anneo Sereno como Amiel se proponen bellos ideales. “Lo que tú deseas
–le dice Séneca– es una cosa grande, soberana y muy cercana a Dios: no conmoverte.
Este asiento firme del espíritu llámanle los griegos “eutimia” (estabilidad), y yo lo
llamo tranquilidad”.
Escojamos, como semejante, uno cualquiera de los mil proyectos que revolotean
en el “Diario” de Amiel: “Es preciso aprender a desligarse de todo lo que podemos
perder y no apegarse a nada fuera de lo eterno y absoluto, para saborear lo demás como
préstamo o usufructo, encerrar el tiempo en la eternidad, los amores parciales en el
supremo amor, la variedad humana en la unidad divina”.
Este pensamiento que hemos escogido, es como se ve notablemente
“senequista”. Repítese muchas veces en las obras del filósofo, y asimismo en esta,
cuando nos dice que el sabio “vive como prestado a sí mismo”. Un poco después,
agrega: “La enfermedad, la cautividad, la ruina, el fuego; ninguna de estas cosas es
repentina: muy bien sabía yo en qué tumultuosa hospedería me encerró la fortuna”.
Por fuerza, a través de estas comparaciones y épocas llegamos a la siguiente
conclusión: estas obras y personas que hemos citado (Werther, René, el primer capítulo
de “La confesión de un hijo del siglo”, el “Diario íntimo” de Amiel) nos producen una
impresión sombría y el tedio de la vida que allí aparece se restringe al fastidio de sí. Lo
que sentimos como una intrepidez. La enfermedad, aquí, no está lejos; y la atmósfera
reconcentrada nos muestra el triunfo de la misma: melancolía, asfixia y, sobre todo,
disimulado y muchas veces transfigurado, un sentimiento mortal: el egoísmo.
Pasemos ahora a la obra de Séneca. Una sensación
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de salud, de coraje y de heroísmo sabio domina en casi todas las páginas de la pequeña
obra. (Por supuesto, no podemos olvidar que se trata de una consolación).
Pero su destinatario Anneo Sereno, aunque ha pronunciado con profunda
desdicha estas palabras: “¿Hasta cuándo las mismas cosas?”, ha corrido luego en pos
de un maestro que le enseñe “eutimia”. Amiel ha sentido también alguna vez la
necesidad de un maestro, y así nos lo dice: “No he tenido consolador ninguno, ni amigo
que fuese superior a mí, para comprenderme”. Pero, desgraciadamente, por proteger su
libertad interior, por sus escrúpulos a ser invadido, no quiso hallar más maestros que sí
mismo. Mas su yo inestable y sin fe, tan flexible e inteligente como exento de voluntad,
no podía ser un guía. ¿Fue un problema de orgullo? Y él, a ciencia cierta, no comprobó
nunca, si quería de verdad o no salir de aquella existencia que –según él mismo lo ha
dicho– le “devoraba”. En tanto, el joven capitán de Nerón se echa filialmente en brazos
de su entrenador espiritual.
Drama, no significa sólo un conflicto que no tiene solución, sino una situación
que no se puede soportar. ¿Pero qué puede haber de sano en los dramas en que uno
mismo se complace?
Es necesario pensar esta diferencia para comprender por qué la obra de Séneca
nos produce un efecto saludable; y es, en cambio, malsano, el de los otros.
Otra comprobación nos permite la agrupación y enfrentamiento de estos libros
que giran en torno al tema del tedio de la vida. Séneca, filósofo pagano, posee mayor fe
en Dios y en el hombre que los otros escritores más o menos cristianos que hemos
citado. La religiosidad pintoresca y poética de Chateaubriand; la vagabunda de Musset;
la problemática de Amiel, carecen de esa fe con que Séneca ha sabido, por lo menos, sin
duda alguna, morir. De una religiosidad alimentada solamente de sensaciones, no puede
surgir esa confianza que se mantiene en medio de la tribulación.
Vemos la conciencia que Musset tiene del problema.
En el capítulo citado, escribe: “Muerto Napoleón, estas dos potencias: la religión
y la nobleza, renacieron; pero no sucedió lo mismo con la fe que antes inspiraban”.
“La gran novedad de entonces fue ver sonreír al pueblo”.
“Cuando se hablaba del trono o del altar, (los campesinos) respondían. “Son
unas cuantas tablas; ya hemos tenido ocasión de clavarlas y desclavarlas”.
Luego sobrevino (en adolescentes de quince años) en vez del entusiasmo del
mal, sólo la abdicación del bien; en lugar de la desesperación, la insensibilidad” –
agrega.
Y, retórica aparte, las últimas líneas del capítulo terminan de este modo:
“Compadecednos más que a todos vuestros antepasados, porque padecemos todos sus
dolores y hemos perdido todo cuanto a ellos les consolaba”.
¿Qué le hubiera ocurrido, nos preguntamos, a esta juventud de Francia que se
postra exánime después de la caída de Bonaparte, si su destino le hubiera condenado a
vivir en los tiempos de Nerón? Pero es bajo Nerón que Anneo Sereno suplica superar el
fastidio de la vida; y es bajo nerón que Séneca, impávido, traza todo un ideal de vida y
de virtud. En esta “De la tranquilidad del ánimo”, juzgada como su obra maestra de
psicología, no sólo importa el aprovechamiento personal sino la influencia de este
progreso sobre el mundo social.
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No hay ruptura en este ideal sabio sino reunión. Y si los dolores románticos son
tan voluptuosos que nos cuesta –a veces– sentirlos como dolores; acá el obstáculo existe
de verdad, pero el corazón vive a la manera de un hombre armado, sin enamoramiento
de sí ni ilusión. “No hay por qué suponer –dice en esta obra Séneca– que la propia
adulación sea menos peligrosa que la ajena”.
De todas las obras de este filósofo de la vida se desprende este impulso de fuerza
y de fe. Y esta impresión
es la que nutre el siguiente definitivo juicio de Menéndez y Pelayo:
“Puede decirse que la lectura de Séneca, sin dejar un fondo de ideas muy rico ni
tampoco muy claro y terminante, produce el efecto general de vigorizar, templar y
levantar el ánimo, más que la de ningún otro autor antiguo”.
“Y por eso, Séneca, que fue filósofo relativamente mediano en otras esferas, y
no autor de ninguna de esas grandes concepciones y sistemas que llevan los nombres de
Platón y Aristóteles, de Leibnitz y de Hegel, ha ejercido una influencia tan profunda,
con sentencias y moralidades sueltas, y ha sido uno de los principales educadores del
mundo moderno, especialmente de la raza española”.
JARDINES
(SAN AGUSTÍN - TOMÁS DE CELANO - GASTÓN BOISSIER)
Para nuestra mirada, el arte de los jardines consiste en un desfile de cuadros, o
dicho de otro modo, en la creación incesante del marco. Aquí, nos hace de centro un
tallo erguido verticalmente y sus tres rosas abiertas en lo alto, con la disposición de las
hojas del trébol. Para completar el conjunto alcanza con un poco de aire atrás, o el
fragmento de un cantero o de un escalón de mármol. Este centro de rosas concentra,
limita, recorta. Más allá, es un sendero en la suavidad de un recodo, y su color rosado
que anda en medio de una masa verde de cuadro que inmoviliza y fija. Es lo que se
desliza y no vuelve; lo que se espera ver pasar para, rápidamente, desaparecer. Un
silencio que escapa, pensamos.
Un jardín es siempre el triunfo del detalle, del elemento particular que,
combinado con otros, se disocia fácilmente, vive de sí mismo, y hace de lo demás el
resto. Por eso es difícil apreciar la belleza de un jardín en su conjunto. Depende casi de
lo que no es: la casa, la calle, el espacio disponible, los muros que le cercan.
Por lo que nos cuenta Gastón Boissier en sus “Paseos Arqueológicos” sabemos
que el culto tan vivo a la naturaleza de los romanos no se apartaba mayormente del que
nos produce, hoy, nuestra delectación por los jardines. El romano no experimentaba
placer ante los espectáculos grandiosos de la naturaleza salvaje. “Cicerón dice
claramente que sólo la fuerza de la costumbre puede hacernos hallar algún atractivo en
los paisajes de montaña. Durante varios siglos los ro-
manos han atravesado los Alpes sin experimentar otras sensaciones que el fastidio o el
espanto”.
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La naturaleza, para ser sabrosamente gustada, tenía que ofrecérseles en los
límites reducidos de la quinta o el jardín. Así se pregunta Quintiliano: “¿Hay nada más
hermoso que una plantación de árboles dispuesta de manera que, por cualquier lado que
se mire, no se vean más que calles rectas?” Lo que deseaban con mayor pasión –según
Boissier– en las quintas que construían los romanos eran las vistas. “Cuando están en
sus casas, en sus comedores, en sus habitaciones, en sus cuartos de estudio, quieren,
desde su sillón o desde su lecho, tener delante de los ojos los más hermosos panoramas.
Es desde sus ventanas, por decirlo así, desde donde aman la naturaleza y gozan del
campo”.
Observemos de paso que en este gusto romano por contemplarlo todo desde las
ventanas aparece profundamente sensible esa facultad de enmarcar, de contener lo vivo
según apropiadas divisiones. Las maniobras geométricas que el hombre realiza en los
jardines, sus círculos o rectángulos de flores, buscan hacer desaparecer esas variaciones
insensibles, esos movimientos fusionados, esa libertad uniforme que vemos en los
paisajes absolutamente naturales. Mirando las olas diminutas en la corriente de un río, o
el derrumbamiento monótono de las grandes olas marinas; o las colinas de pareja
ondulación en nuestros campos, con sus islas de árboles aquí o allá, observamos que
nuestro espíritu interrumpe pronto su mirada hacia afuera, como fatigado por las
equivalencias reiteradas y vuelto hacia sí mismo divaga, indefinido, según el curso de
los pensamientos, muy débilmente sensible a lo que ve.
La individualidad romántica admira el espectáculo grandioso, donde el espíritu
naufraga, se pierde, se disipa en el miedo y goce de lo desmedido. El océano alborotado,
los mares brumosos con costas de peñascos cubiertos por la espuma; o de surcadas,
brillantes, infinitas soledades azules; el espectáculo de las grandes montañas, de los
volcanes; los vastos espacios sin límites de las praderas y de las pampas. ¿Es
que nuestro espíritu se ensancha de este modo, y al hacerse uno, al identificarse con la
naturaleza en universal despliegue, incorpora algo de esa grandiosidad? Sin embargo,
esa alma propia de la que se quiere huir, se revela con mayor énfasis en la impresión
romántica, si la comparamos con la clásica. Son ellos precisamente artistas de la
subjetividad particular y de la confesión personal. La majestad del espectáculo casi
nunca consigue hacer desaparecer totalmente la ansiedad particular del artista, y no es
raro que este se eche a reflexionar tristemente. Es que lo ilimitado de la contemplación
recibe la reducción inevitable que le imprime el yo personal, y de la confrontación entre
lo que uno ve y lo que uno es, nace una angustia filosísima. No ocurre así en la gran
poesía bíblica porque la inmensidad del espectáculo está referido, no al propio yo, sino a
una grandiosidad mayor, que es la presencia de lo divino.
Todos estos panoramas que suscitan el sentimiento de lo sublime no despertaron
en griegos y romanos ni simpatía ni curiosidad. En cambio, hicieron un culto de los
“paisajes reposados”, como dice Sainte-Beuve. “A gente estudiosa como Suetonio le
bastaba “un terreno poco extenso con un caminito que lo rodee, una avenida para
pasearse negligentemente, una viña cuyas cepas conociera una por una, y algunos
árboles poco numerosos”.
Este gusto de los clásicos traduce, de una manera un tanto fácil, aquel
predominio de lo humano del que hicieron casi un instinto y que les condujo a dar un
aire sociable a todo tipo de soledades. En una quinta, en un jardín, la naturaleza está
presente, pero la razón cuida de ella. El placer fluye, demorándose, sin ser disminuido
por el esfuerzo de las manos que está a la vista. Vemos, sin duda, la soledad propia de
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cada planta, pero el hombre que se adueña de ella no la contraría tanto que la despoje de
su silencio, sino que aumenta sus esplendores, como para escucharla mejor. En este
instante no podemos menos que recordar aquella hermosa intuición de San Agustín. En
el capítulo XI de “La Ciudad de Dios” nos dice: “Las plantas tienen
la semejanza o propiedad común con nuestros sentidos de sustentarse y crecer; y aunque
estas y todos los objetos corpóreos tienen sus causas secretas en la naturaleza, no
obstante por sus formas y varias apariencias con que se hermosea la visible fábrica del
universo, abren camino a los sentidos para que las vean y sientan, de suerte que en vez
de ser incapaces de conocimiento, parece que quieren, en cierto modo, darse a conocer”.
En consecuencia, ese silencio que creemos ver difundido por las plantas, debe
ser interpretado por nosotros como un pensamiento que está a punto de declararse, y se
mantiene así, en esa estabilizada inminencia. En vez de ser incapaces de conocimiento,
parece que quieren –dice San Agustín– darse a conocer. Las plantas abren camino a
nuestros sentidos, pero a su vez, un jardín es un espíritu humano reflejado. Y que
juzgamos. Ya en las suntuosas orquídeas como en los conmovedores malvones en latas
que las mujeres de nuestros ranchos camperos ponen en fila contra la pared de adobe.
Estos lugares de reposo –los jardines– excitan un sentimiento de serenidad, no
tanto en las personas que en ellos se pasean como en aquellas que los labran y cuidan.
Mirad la cara del viejo jardinero. Es imposible que no sea distinta a la del changador del
puerto. ¿Y qué decir de las abuelas que pasan casi todo el día en su jardín? “La tierra
amansa” –se dice–. Sí, pero sobre todo al que la trabaja. El rico propietario se pasea y
no puede salir de su cerebro. Mira sin ver; en tanto se están de pie las grandes rosas,
flotantes en los aires azulados, y arde en ellas la magnificencia, la quietud, la
hermosura, intangibles pese a ofrecerse al alcance de la mano.
Bien sabemos que los pueblos más buenos de la tierra se cubren de flores. Y que
estas les devuelven un sentimiento intenso de afabilidad. La cortesía profunda de los
chinos ha sido comparada a la elegancia de sus flores.
Los jardines difunden suavidad. Y en los barrios enjardinados los ruidos de la
calle suenan como los esco-
petazos del cazador en medio de los campos. El habitante camina entre un silencio
perfumado, que se alumbra aquí y allá con los destellos que dejan escapar las
marimoñas, los jazmines, las rosas. No hay corazón convulsionado que no se calme un
poco si ve un tumulto de flores vivas en derredor. Claro que el corazón agitado prefiere
no verlas. Y lo hace para darse a sí mismo importancia. Pero en la gran calma de la flor,
en su sazonado silencio, en su suavidad sin esfuerzo, en su seguridad sin defensa, en su
hermosura ofrecida sin mendigar correspondencia, esplende aquella misma
ejemplaridad que Jesús viera en los “lirios del campo”.
Los jardines constituyen, por lo tanto, el índice mayor de sociabilidad que puede
tener a mano una ciudad. Y todo el mundo puede notar que la ferocidad de una gran
urbe corre pareja con la desaparición de los jardines.
¿Cómo podría ignorar este valor educativo de las flores un corazón como el de
Francisco de Asís? En la “Vida Segunda” que escribiera Tomás de Celano sobre el
santo, se nos cuenta en el capítulo XIX que San Francisco mandaba al hortelano dejar
sin trabajar los últimos espacios de su huerto. Allí, a su tiempo, el verdor de las hierbas
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y “la vistosidad de las flores predicarían la hermosura de Dios”. Ordenaba asimismo –
dice el biógrafo– que en el huerto se señalase una partecita para plantar hierbas
aromáticas y flores, de modo que cuantos iban de camino las contemplasen y se llenaran
de una suavidad tan dulce que les hiciese meditar en una suavidad eterna.
ACTO POÉTICO Y ACTO RELIGIOSO
(PAUL VALÉRY - LANZA DEL VASTO)
Quizá no hay nada más difícil que hablar del sentimiento religioso. Cuántas
incertidumbres acerca de su pureza, acerca de su sinceridad; cuántas sospechas en lo
que se refiere a la castidad de su misterio, cuántas dudas y mezclas se crean en derredor
de sentimientos que parecieran no poder vivir juntos –como los de la fe y el miedo– y
que no obstante viven implícitos en la asociación de estas dos viejas palabras
milenarias: “temor de Dios”.
El miedo, anonadamiento, pánico, se asocia a un sentimiento de entrega y de
reencuentro, de infantil abandono y de posesión en la plenitud, al contacto con un hogar
u horno donde uno se deshace y rehace, pero siempre de manera purificadora, según las
imágenes de fusión del oro y de la plata en el crisol, tan queridas por el lirismo de
profetas y apóstoles.
Observemos la cantidad de elementos contradictorios que pone en pie una
conciencia religiosa: sentimiento de culpabilidad, o sea, lucidez de lo más cruda sobre sí
misma; y, al mismo tiempo, diafanidad entrevista. Es necesario conciliar aquí la culpa
con la esperanza, la desgracia de ser uno mismo con la posibilidad de ser algo mejor que
uno mismo.
Pensemos enseguida en esa ignorancia, en ese ir a tientas que se hace un saber;
en la muerte interior que da vida; en todo un esfuerzo auto-irónico, pues sabe que sólo
ha de sentirse cumplido en lo que le será regalado. Por eso, no vanamente se leen en un
salmo palabras como estas: “La noche es mi luz”.
Esta debilidad que es fuerza radical; este miedo
que es fe; esta ignorancia que sabe; este tartamudeo infantil que acierta; este extravío
que se convierte en sendero; todas las paradojas irrumpen vivamente en el acto del
sentimiento religioso.
En esta complejidad incomparable del acto religioso, la poesía, si existe, no
puede hacerse presente más que por añadidura.
Puede el poeta puro tocar el misterio, situar delicadamente esa presencia que,
para el religioso, es presencia de Dios. Pero este poeta puro va en pos de certidumbres y
no empujado por la fe que no exige señales ni verificación. El poeta descubre, revela el
misterio. No obstante encontramos que es este un misterio que no religa, que no es
religioso. Es sí una presencia, pero no realiza en nosotros ninguna operación. Es un
hallazgo pero no es un milagro.
Veamos estas diferencias con un ejemplo.
En su “Comentario sobre el Evangelio” Lanza del Vasto cita con receloso placer
este verso finísimo de Paul Veléry:
“El inimitable sabor que uno no encuentra nada más que en sí mismo”.
Pero agrega de inmediato el siguiente comentario:
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“¿Sabía el poeta lo que decía? Lo dudo. Sin duda hay algo de complacencia y algo de
ironía en este verso. Pero tal vez lo que no quiso decir el poeta está dicho de todos
modos; es la fortuna de los poetas, que dicen más de lo que saben”.
“Sentimos en nosotros mismos un sabor inimitable porque nos amamos, porque
no amamos sino a nosotros mismos. Ese inimitable sabor que sólo encontramos
completamente en nosotros, lo reencontramos hasta cierto punto en todo lo que
amamos: es el sabor, la sal irremplazable que, inexplicablemente, hallamos en la
creatura que queremos. Ese gusto de nosotros mismos reencontrado en otra persona es
lo que llamamos amor. Y si por nosotros mismos entendiéramos de veras lo que esa
palabra significa, si no entendiéramos falsamente nuestro cuerpo o nuestra persona o
nuestra inteligencia, sino nosotros-mismos-
nosotros, el mismo tras el nosotros, entonces podríamos percibir ese gusto inimitable en
toda cosa. Porque toda cosa encierra esa médula sabrosa. Y amar es paladear esa sal, esa
sal de fuego que debe destruir en nosotros lo que es podredumbre, o sea todo lo que
ahora llamamos “nosotros mismos”: el cuerpo corruptible y la inteligencia vacua, el
sabor vano, las pretensiones y las glorias que deben caer como viejos desechos, como
las vestiduras de un fantasma. Ese gusto nos enseñaría así el sentido del sacrificio. Y
entonces no cumpliríamos nuestro deber por deber, sino que iríamos al sacrificio por
amor, por hambre, por sed. Y ese sería el sabor sabroso, la sabiduría saludable que tiene
gusto, que tiene el gusto de la sustancia. La sal es el gusto de la sustancia”.
El ejemplo que hemos puesto nos parece claro. Paul Valéry ha dado con la
fórmula de una verdad, ha puesto de relieve una evidencia: el inimitable sabor que uno
no encuentra más que en sí mismo. Pero su comentarista Lanza del Vasto ha hecho de
este sabor todo un programa. “Ese gusto nos enseñaría –nos dice– el sentido del
sacrificio”.
He aquí toda la diferencia que media entre el acto poético y el religioso.
Distancia que podría determinarse entre una manera de sentir y una manera de vivir;
entre lo que nos ha sido dado y lo que se busca.
Con su pasado a cuestas, con lo que él es y su manera de ser conocida por la
gente, con sus yerros, reasumido por entero, el hombre religioso lo espera todo, sin
embargo, del porvenir.
Hay siempre en él una cosa de fondo que permanece y es la fe. Pero es este un
sentimiento bien inexplicable dado que se nutre al mismo tiempo de elementos que lo
estimulan y de otros que, a primera vista, lo desconciertan. No era necesario esperar
hasta Unamuno para saber que la fe es siempre un sentimiento en agonía, es decir, en
lucha a brazo partido. Cualquier salmo lo prueba.
Por ejemplo, el salmo (44 - 43) revela, a la manera de Job, la amargura y el
extravío insondables de los jus-
tos que ya no pueden entender el dolor en que Dios los precipita. Dice:
“Como animales de carnicería, tú nos entregas
y entre las naciones nos has dispersado;
tú vendes tu pueblo a precio vil
sin enriquecerte en el mercado.
Todo esto nos vino sin haberte olvidado,
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sin haber traicionado tu alianza.
Es por ti que todos los días se nos masacra,
que se nos trata en carneros de mataderos.
Nuestra alma se ha desplomado en el polvo,
nuestro vientre pegado a los suelos”.
¿Qué espíritu religioso profundo no ha conocido una de estas noches de
tempestad, una de estas noches en que la religión cesa de parecer el habitual buen
negocio para ser experimentada como un fraude del que fuimos víctimas? Todo esto
está sugerido por los versos del salmo que acabamos de citar, pero alcanza su punto más
alto en el lenguaje casi blasfematorio de Jeremías, el más patético de los profetas de
Israel.
Así en los capítulos 15 y 20 dice: “¡Ay de mí! Madre mía, ¿por qué así me
engendraste?” Y más adelante: “Tú me sedujiste, ¡oh, Yahvé! Y yo me dejé seducir. Tú
eras el más fuerte y fui vencido. Ahora soy todo el día la irrisión, la burla de todo el
mundo. Y todo el día la palabra de Yahvé es oprobio y vergüenza para mí. Y aunque me
dije: No pensaré más en eso, no volveré a hablar en su nombre, es dentro de mí como
fuego abrasador que siento dentro de mis huesos, que no puedo contener y no puedo
soportar”.
Como se ve estamos lejos sin duda del goce estético, de esa plenitud
superabundante del acto poético. Pero en cambio estamos de lleno en el acto del
sacrificio, del sacrificio extremado hasta el martirio. No podemos decir que es este el
lenguaje de la desesperación aunque lo parece. Pues tanto el salmista como el profeta
esperan, contra toda esperanza, en ese fuego devorador. Es, sin duda, el Gólgota, la
incineración completa de ese “inimitable sabor que uno no encuentra nada más que en sí
mismo”.
Pero es también el momento del mártir. Como lo ha
demostrado Chesterton en oposición al suicida, el mártir es aquel que gloriosamente
afirma: mi ideal es mejor que mi vida. Ese ideal puede ser una religión, una patria, un
partido. El sí mismo del mártir se ha convertido en este “nosotros”: “ese gusto de sí
mismo reencontrado en otras personas es lo que llamamos amor”. Y quizá sea esta la
verdad de los santos.
Como todo hombre viviente tendremos siempre un instante, adelante, para
comprender. Aquel de Pascal, retomado por A. Malraux, y que dice: “Vivimos juntos
pero morimos solos”.
Aunque este no sea un instante de sacrificio y de martirio podría ser, en su
radical soledad de último minuto, la circunstancia por la cual ese inimitable sabor que
uno no halla más que en sí mismo se confunda, se haga uno solo con todo lo que hemos
amado en la vida. Esto es probable. Aunque no significa, estrictamente, morir por los
otros.
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PLEGARIA Y POESÍA
(SALMO 49-48 - GEORGE SANTAYANA)
Recordaremos en primer término esta frase de Baudelaire: “Evaporación del yo,
centralización del yo, todo está en eso”. Nos parece aplicable la primera parte de la frase
a la poesía surrealista. En cambio, la segunda idea: centralización del yo, nos ha de
servir de entrada a este tema de la plegaria y la poesía.
En el salmo (49-48) se puede leer este hermoso verso: “Yo resuelvo sobre la lira
mi enigma”.
Esto puede ser entendido en un sentido preciso y, luego, en un sentido más
extenso.
Sabemos que el enigma –basta recordar aquel propuesto por Sansón en el libro
de los Jueces– era una composición literaria consistente en un dicho o sentencia donde
las palabras proponían un sentido encubierto u oculto que el oyente o lector estaba
obligado a descifrar. Los versos que anteceden al que hemos elegido precisan sin duda
esta primera y restricta significación:
Dicen así:
Mi boca enuncia la sabiduría,
y el murmullo de mi corazón, la inteligencia;
preparo mi oído para los proverbios,
yo resuelvo sobre la lira mi enigma.
Ahora, en un sentido más amplio y hondo –pero perfectamente posible– este
último verso quiere decir: yo busco dar solución, llevar a término, descubrir una
explicación al misterio de mi vida, aquí sobre las cuerdas de mi lira; es decir, por los
caminos de la música.
“Yo resuelvo”, –debe entenderse en el sentido en que lo enseña la ciencia de la
armonía cuando enlazando los acordes los conduce a su término, en tanto que prepara
mediante el cambio de unas notas y la persistencia de otras, el nacimiento de un acorde
definitivo, de tónica, fundamental.
“Yo resuelvo sobre la lira” – La música no es acá un puro deleite, un placer que
se cierra sobre sí mismo como el de comer o beber y cuyo destino no ha de ser otro que
el de evaporarse. Aquí la lira significa camino, fruición itinerante, descubrimiento
progresivo, atisbo de una solución que se muestra en relámpagos.
¿Solución de qué? Solución del misterio de mi vida, hallazgo del fin para el que
he sido hecho. Conformidad –es decir, acuerdo con una forma– con una manera de estar
en el mundo que sólo la lira me propone y descubre.
Este descubrimiento de mí mismo, y esta significación de mí mismo, hacen su
aparición en el canto. Y es la música la única que me ha dicho lo que soy. Mi alma es,
en el fondo, un canto. De esta manera siente el salmista.
Recordemos un verso anterior al que estamos comentando: “Mi boca enuncia la
sabiduría – y el murmullo de mi corazón, la inteligencia”. Sentir, pues, de una manera
murmurante, no con palabras claras o imágenes nítidas que se relacionan en un sistema
como los vocablos de un idioma. Murmurio de mi corazón; algo así como brisa que
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pasa entre hojas de un árbol; o sonido de pequeña corriente de agua. Sobre todo,
informulación.
Y, sin embargo, todo ello enuncia un saber, según el salmista. La manera de
entender es, aquí, solamente vislumbrar.
Ningún fijismo, ninguna posesión.
Lo entrevisto es también irretenible. El conjunto de pequeñas voces –llamados,
suspiros, quejas, deleites que componen el murmullo de mi corazón– han puesto sobre
la existencia un saber.
Pero es un saber no legible, que sólo se siente. Y hace cantar.
Bien puede observarse que este verso constituye una magnífica preparación al
otro siguiente que ya comentamos y que decía: “Yo resuelvo sobre la lira mi enigma”.
De modo, pues, que al lado de la presencia de un árbol o de la corriente de un
arroyo, también como algo absoluto, como una evidencia misteriosa, ha puesto el
salmista el canto del corazón humano.
Este canto no es, por supuesto, mero goce de sí, placer circular que se cansa de
tanto dar vueltas. “Hay que tener –dice San Agustín– la ciencia de su propio canto”. Y
debemos también tener en cuenta y realizar lo que está escrito: “Bienaventurado el
pueblo que tiene la inteligencia de su júbilo” (Hemos tomado estas dos últimas citas del
profundo “Retiro 1960-61” del sacerdote salesiano uruguayo Arturo Mossman Gros).
Este canto es simultáneamente un ruego y una alabanza. Un ruego es un
camino, un salir a buscar. Una alabanza es una posesión, es experimentar el sí de algo o
de alguien.
Sobre este tema de la plegaria queremos citar una selección de pensamientos
extraídos de la obra de George Santayana “Vida de la Razón”, en su capítulo “Magia,
sacrificio y plegaria”.
Dice Santayana: “La plegaria no es un sustituto del trabajo; es un esfuerzo
desesperado por trabajar y por ser eficiente más allá de la esfera del propio poder”.
“Si todo marchara bien y de manera aceptable sólo nos atribuiríamos divinidad a
nosotros mismos. Es menester reflexionar que las fuerzas externas constituyen un medio
necesario, que nos limitan no menos que nos crean”.
“Todo lo que es serio en religión, todo lo que se relaciona con la moralidad y el
destino, está contenido en esas sencillas experiencias de dependencia y de afinidad con
aquello de lo que dependemos”.
“Si el sacrificio ritual expresa temor, la plegaria expresa necesidad. Lo
observamos hasta en el mismo idioma que, si bien sirve para ser comprendido por otra
persona, incluye funciones prerracionales, las más importantes de las cuales
posiblemente son la poesía y la plegaria”.
“Cabe decir que en la plegaria racional el alma cumple tres cosas importantes
para su bienestar: primero, se recoge en sí misma y define su propio bien; segundo, se
adapta al destino; y tercero, crece como el ideal que imagina”.
“Inspirada por una acuciante necesidad, la plegaria alivia su mortificación
confundiéndola con las necesidad generales del espíritu y de la humanidad”.
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“La posibilidad de un fracaso es una de las circunstancias en que la meditación
debe encuadrar el ideal: dado que mi ruego puede no ser concedido, ¿qué es lo que
deberé rogar a continuación en el caso de que así ocurra?”
“‘Que tu voluntad se haga’, si estas palabras han de continuar siendo una
plegaria, no debe descender su significado originario”.
“Sin embargo, hay que aceptar lo inevitable, y es más fácil cambiar la voluntad
humana que las leyes de la naturaleza. Apartar la mente de deseos extravagantes y
enseñarle a encontrar la excelencia en lo que depara la vida, cuando esta vida se hace lo
más digna posible. Desde que la plegaria confronta su ideal con la experiencia y el
destino, tiende a tornar ese ideal humilde, práctico y eficaz”.
“Los dioses son inmortales y hablar su idioma en la plegaria es aprender a ver
las cosas tal como ellos, y tal como debe verlas la razón, bajo las especies de la
eternidad”.
“El creyente sabe en su corazón que no es la eficacia material lo que constituye
la prueba de su fe. Su fe sobrevivirá a cualquier desilusión material. De hecho,
aumentará gracias a esa disciplina y sólo se volverá auténticamente religiosa cuando
cese de ser una tonta esperanza en cosas improbables y ascienda por los peldaños de sus
desilusiones materiales hasta una paz espiritual”.
“¿Cuál sería el miserable fruto de un llamamiento a Dios que, después de
ponernos frente a él nos deja-
ra sumergidos aún en aquello de que podíamos gozar en su ausencia?”
“¿Cuál sería el fin de la vida si la amistad con los dioses sólo fuera para nosotros
un medio?”
Las frases de Santayana que hemos escogido definen, sobre todo, la plegaria, por
el carácter de necesidad que la constituye y por el alcance que a través de ella se
obtiene: la conformidad eficaz y práctica con eso que podemos llamar destino.
Pero hay otro aspecto implícito en el estudio de estas frases aunque no
desarrollado. Es el carácter afirmativo de la plegaria. Ella constituye una aceptación,
pero también una revelación.
Al término de la plegaria es nuestro corazón el que ha cambiado. Y diríamos que
el criterio justo para medir el tiempo –la longitud o brevedad– de este esfuerzo o de esta
búsqueda, está precisamente dado por la mudanza de la emoción. Uno no queda igual
después de haber orado.
Pero el hombre que eleva una plegaria va siempre en busca de lo nuevo, en
prosecución de una certidumbre que, a ciencia cierta, no sabe dónde está. Y el corazón,
lleno de expectativas, trabaja en su noche. Algo que él mismo no puede conseguir, tarde
o temprano, tendrá que presentarse.
Y al fin, en un entrevisto rayo de consuelo, de paz, en un imprevisto golpe de
júbilo se hace la luz. He aquí que el murmurio del corazón ha empezado a leer adentro,
a “intelligere”, a enunciar inteligencia. Se ha servido de sí como un puro instrumento y
ha resuelto –al fin– sobre esa lira, su propio enigma.
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UN LIBRO CARGADO DE PODERES
(SALMOS - A. CHOURAKI - J. P. BONNES)
Nosotros hemos pedido este título a Jean-Paul Bonnes que lo sitúa al cabo de
una cita de André Chouraki, traductor del libro de los Salmos en el espíritu de la más
alta piedad israelita. Chouraki se expresa de este modo al presentar su traducción: “Él
contiene un misterio porque las edades no cesan de retornar a este canto, de purificarse
en esta fuente, de interrogar cada versículo, cada palabra de la antigua plegaria, como si
sus ritmos batieran la pulsación de los mundos”.
“Desde hace dos milenios los conventos y los ghettos se reencuentran
misteriosamente en esta guardia de amor, para salmodiar aquí en latín, allá en hebreo…
¡Qué sabor, qué puro diamante en el alma de aquellos que no renunciaron jamás a las
palabras retomadas por los labios mismos de David, para que ellos hayan así atravesado
todas las noches, todas las guerras, movidos por la loca esperanza de ver un día, al fin
de las tinieblas, sobre las santas colinas, un niño levantarse y cantar delante del Arca!
Habían llevado este libro en sus exilios: ellos vivieron en su carne y en su sangre cada
uno de sus versículos; estaba escrito: ellos lo leían como ellos lo vivían; y era tan
necesario vivirlo como leerlo”.
Estas son las palabras del traductor y el comentario que agrega Jean-Paul
Bonnes es el siguiente: “El misterio que contiene el libro de los Salmos es,
seguidamente, el de estar cargado de tales poderes” (“David y los Salmos”, éditions du
Seuil).
¿Cuáles son estos poderes? En primer término: un
poder de purificación, como en una fuente; en segundo término: un poder de
respuesta, para el alma que lo interroga ardientemente en cada versículo, en cada
palabra. En tercer lugar: un poder de duración. Desde hace dos mil años en los
conventos y en los ghettos, este mismo libro promueve una renovada –y que parece ser
siempre la misma– guardia de amor. Seguidamente otorga el libro un patético cuarto
poder: el de la capacidad de sufrimiento para atravesar todas las noches, todas las
guerras.
En quinto término, engendra un poder de esperanza: la loca esperanza de ver un
día, sobre las santas colinas, a un niño levantarse y cantar delante del Arca. Y como
sexto y último don, aquel de que las palabras son vida; de tal modo que vivían lo que
leían; y leían lo que vivían.
La primera pregunta formulable –y bastante difícil de contestar– es si puede o no
un espíritu que no es religioso gustar esta poesía de los Salmos. Nosotros creemos que
sí, con tal que dicha persona conceda al libro lo que debe conceder a todos, y que es –
con palabras de Coleridge al definir la fe poética: “una tregua momentánea y voluntaria
de la incredulidad”. Porque, por supuesto, ¿qué poeta, aun el más grande, puede
convencernos si, de antemano, hemos resuelto no creerle?
Inmediatamente cabe formular esta otra pregunta: el poder que posee este libro
para el creyente, ¿es un poder por decreto, le viene del hecho de ser un texto sagrado?; o
¿es que por sí mismo desprende una energía, posee una elevada radiactividad espiritual?
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Nosotros hemos creído, por nuestra parte, acertar en esta experiencia: habituados
desde algunos años a leer los textos sagrados como tales, todos los días, confiriendo a
las palabras, a las imágenes, una suerte de poder y presencia absolutas, comprobamos
que tal manera de leer nos acompañaba después a otras partes, cuando estábamos
delante de obras no consideradas como sacras. O sea que la fe poética había aumentado
mediante aquella manera de leer. Y lo que nos asombraba por su belleza –fuese o no
estrictamente
religiosa– provocaba casi sin retaceos el mismo entusiasmo, idéntica seguridad. En esta
ensanchada actitud no hemos creído cometer inconsecuencia porque al disfrutar los
dones de estos dos mundos no incurríamos en contradicción. Así por ejemplo; un
corazón cristiano, ¿puede no ver nada de admirable en Sócrates?
Volviendo ahora a esta probadísima eficacia de los Salmos debemos
preguntarnos si su poder indeclinable sobre el creyente debe identificarse con ese anhelo
de la poesía moderna que ha buscado reunir en sí los poderes de la Magia.
El simbolismo soñó reconquistar para la poesía la fascinación de la música; el
surrealismo posterior buscó, infructuosamente, hacerse dueño de los secretos de la
magia.
¿Qué hay, por el contrario, en los Salmos? Aunque nacieron como cantos, no es
su prestigio musical el que hoy conmueve; y por otra parte, nadie los ha usado nunca
como fórmulas de hechicería. Por supuesto que el poder de los Salmos no es otro que el
de la plegaria. Y a este propósito cabe recordar no sólo la diferencia que existe entre
magia y plegaria sino la contradicción que entre ambas se establece.
En la magia el corazón del mago no cambia. Son las fuerzas sobrenaturales
quienes obedecen; ellas actúan sometidas al conjuro, y la voluntad humana triunfante se
hace visible en el prodigio.
En la plegaria es al revés. El corazón humano es quien cambia, quien se pliega
flexible a las inspiraciones de lo divino. “Que se haga tu voluntad” –tal es la fórmula
con que la sensibilidad piadosa se dispone a esperar, y a ser modificada.
Podemos encontrar aquí un instante en que la plegaria, como asimismo la poesía,
parecen vivir un semejante estado psicológico.
“El poeta en función es una espera” –dice Paul Valéry. “Crear, por consiguiente,
la especie de silencio al cual ha de responder lo bello” –agrega.
Veamos ahora la plegaria. Es también una espera, la cual si alguna actividad
manifiesta es la de celar,
circunscribir y preservar un silencio interior. “No muevas tu espíritu en la oración” –que
esto se llame oración de “quietud” o de otro modo, lo cierto es que no hay maestro de
vida espiritual que haya dejado de recomendarla.
¿Y qué papel desempeña, entonces, en ambos casos la reflexión? La reflexión se
ejerce únicamente como una vigilancia para que no haga irrupción esa dispersión
natural del espíritu. “La reflexión es una restricción del azar” –dice también el mismo
Valéry.
¡Qué lejos estamos en estos casos de los poderes del mago!
Pero, por extensión, cabe decir que cuando la gente habla de la “magia de la
poesía”, todo el mundo está tácitamente de acuerdo en que se comete un infantil abuso
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de palabras. “La magia quiere ser eficaz; espera un resultado; procura una
transformación de la realidad. La poesía no; si es una magia, hay que decir de ella que
es una magia sin esperanza” –así se expresa Jules Monnerot en su libro “La poesía
moderna y lo sagrado”.
Nos resta, ahora, comentar esta eficacia de los Salmos. Aceptaremos de manera
provisoria la división que hace Jean-Paul Bonnes. Encuentra que hay salmos que son de
un efecto poético y salmos que son de un efecto místico. Por ejemplo, bendecir las
cosechas, ver las colinas orladas de alegría y descender la justicia como la lluvia sobre
el retoño, llevan al salmista a una identificación cordial de su goce humano con el orden
cósmico.
En cambio, hay otros momentos en que se hace necesario no fiarse de las
apariencias, dislocar el mundo de las cosas visibles para acceder a una más profunda
realidad. Entonces es cuando se verifican las paradojas espirituales, cuando, por
ejemplo, se sienten efectivamente consolados aquellos que lloran; ricos los pobres, etc.
En el salmo 116 leemos estas palabras asombrosas: “Tengo fe en el instante
mismo cuando digo: soy desgraciado”.
Obsérvese que el salmista es consciente de no vivir
una realidad estática. “Toda angustia –dice muy bien Bonnes– aspira a la serenidad;
pero a su vez, ninguna serenidad debe olvidar que ella es una angustia sobrepasada”.
Esta fe inexplicable –testimoniada por el salmista autor de esos versos– tiene
algo de inmortal. Pero nuestra perplejidad y admiración crecen cuando sabemos que, a
lo largo del salterio, la creencia en la inmortalidad del alma no parece haber sido
presentida.
De modo pues que Israel debe unir a las razones históricas que tiene para dudar
de su felicidad terrestre, esta otra tristeza en el más allá –que muchos Salmos
atestiguan– donde el alma está lejos de Dios, imposibilitada para alabarlo y en miserable
estado.
¿Cómo, entonces, por qué medios y fuerzas incógnitas crearon los salmistas su
loca esperanza?
La promesa divina se demora, las persecuciones se acumulan y una fe de dos mil
años no hace otra cosa que persistir. Convengamos en que ello es absurdo.
Pero cuando esta situación insoportable da también lugar a verdaderos delirios
de alegría, y a transportes de ciega confianza infantil –como tantos salmos lo
demuestran– tenemos que suponer –mirando estos hechos no religiosamente– que hay
en el hombre poderes casi inimaginables; que su capacidad para el sufrimiento y para la
esperanza alcanzan el plano de lo literalmente milagroso.
Exista Dios o no, he aquí los frutos de la humilde plegaria.
Delante del Arca, de los acontecimientos de la Historia, de los decretos de la
Thora, esta dócil plegaria –tantas veces cargada de ceniza– ha probado históricamente
poseer mayores poderes que la magia; vencer, padeciendo, la prepotencia de los
déspotas y aun de la muerte, mostrar el rostro de la victoria.
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LOS SALMOS LEÍDOS POR UN SANTO
(SAN JUAN DE LA CRUZ - J. VILNET - LAVELLE)
“Hay personas capaces de vivir lo que leen y de leer lo que viven”. Gran divisa.
La única verdadera, sin duda, en esta materia de la lectura.
Cuando se lee bien, cuanto se lee a fondo, con el alma y con la porción de vida
que la suerte nos impuso delante, entonces no se puede leer más que muy poco y casi
siempre lo mismo. Quizá quedemos convertidos en ese refranesco y terrible lector de un
solo libro. Pero nadie negará que la persona capaz de mantener un mismo volumen en
sus manos toda la vida, adquiere por esto solo un aire de grandeza. Es un carácter. Y
aun algo más; es un destino. Un plan inexorable y cumplido. Nos guste o no.
Hoy –todos lo sabemos– no se producen ya libros capaces de destinar a un
hombre. Se lee por azar, por obligación, por tedio, por vanidad, por envidia, por ansia
momentánea, por seducción efímera, por curiosidad; en suma, para satisfacer
adyacencias cuando no excrecencias del espíritu. Y se olvida de acuerdo con la misma
velocidad con que se lee.
Un santo leyendo el libro de los Salmos produce el efecto de una “iniciación”.
San Agustín, San Francisco de Sales, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz. La
conciencia del individuo moderno tan, a cada instante, zambullida en el caos, la
contradicción, la suma y la sustitución azarosa de los más diversos estados, encuéntrase
casi nula para estimar esa permanencia en el centro, esa consagración total al instante,
ese olvido de sí sin menoscabo de presentar lo espiritual hasta en lo físico, ese retorno
hacia lo uno y hacia
la más extrema simplicidad, que definen lo visible de la santidad.
En el corazón del santo todo es camino. Él verá a su lado, siempre, la lucha, pero
no la contradicción.
Metido en una sola convicción que es la esencial, el santo abarca –según Max
Scheler– “todas las demás formas de la grandeza humana: tanto al genio como al
héroe y al salvador en el sentido del bienestar y de la salud física”.
En el prólogo a su libro “Cuatro Santos”, donde desarrolla el tema de la
santidad, Luis Lavelle no vacila en afirmar que: “Ningún hombre razona menos que
el santo”. “Él ignora la abstracción”. “Está al nivel de lo real, de todos los aspectos de
lo real. Entre estos aspectos es propio de la razón buscar las conexiones que
laboriosamente ella misma inventa; pero el santo está establecido en la unidad”.
Estas consideraciones son necesarias –nos parece– desde que deseamos saber
cómo un santo ha realizado la lectura de los Salmos. Vamos a referirnos a uno o dos
momentos de San Juan de la Cruz.
Bien conocida es la importancia principalísima que tuvo la muy asidua lectura
de la Biblia en todo lo que este hombre escribió. Hay veces en que la recurrencia a citas
de la Escritura se torna arrolladora. En un libro dedicado a este tema, “Bible et
Mystique chez Saint Jean de la Croix” por Jean Vilnet (Études Carmelitaines, 1949) se
hace una lista de las citas bíblicas que figuran en la obra del Santo. Para nuestro objeto
basta sólo agregar que fueron los libros llamados “poéticos” los que un mayor número
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de veces le sirvieron de guía. Y de estos es el libro de los Salmos el que preferentemente
inspira a este místico, aun más que el Cantar de los Cantares.
En la “Noche Oscura de la Subida del Monte Carmelo”, y en la parte
correspondiente a la noche pasiva del espíritu, Libro II cap.6, nos habla el Santo de
padecimientos que –ayudado por un salmo– no tiene miedo de juzgar “infernales”. Son,
sin embargo, los que experimenta el alma en su ascensión.
Entresacamos frases como las siguientes:
“El alma se siente estar deshaciendo y derritiendo en la faz y vista de sus
miserias con muerte de espíritu cruel; así como si, tragada de una bestia, en su vientre
tenebroso se sintiese estar digiriendo” (…)
Casi de inmediato recurre al Salmo 87 para citar estos versículos: “De la manera
que los llagados están muertos en los sepulcros, dejados ya de tu mano, de que no te
acuerdas más, así me pusieron a mí en el lago más hondo e inferior en tenebrosidades y
sombras de muerte, y está sobre mí confirmado tu furor, y todas tus obras descargaste
sobre mí” (Salmo 87, vers. 6-8.).
A esta cita agrega el santo su comentario siguiente: “Porque, en verdad, cuando
esta contemplación purgativa aprieta, sombra de muerte y gemidos de muerte y dolores
de infierno siente el alma muy a lo vivo, que consiste en sentirse sin Dios, y castigada y
arrojada, e indigna de él, y que está arrojado; que todo se siente aquí; y más, que le
parece que ya es para siempre”.
Pero aún, al final de este capítulo VI hace el santo una aplicación tan rara de un
verso de otro salmo, que la situación angustiosa no puede ser llevada más allá.
En el salmo 54 vers. 16, delante de los enemigos pero también delante del amigo
que lo ha traicionado, el salmista exprésase con la implacable justicia de esta fórmula:
“vivos aun descienden al sepulcro”.
Y San Juan de la Cruz coloca en esta situación –no a los malos ni a los
traidores– sino al espíritu que se purifica. He aquí sus palabras, traducidas
fragmentariamente:
“(…) se siente tan a lo vivo, que le parece al alma que ve abierto el infierno y la
perdición. Porque de estos (es decir, del infierno y de la perdición) son los que de veras
descienden al infierno viviendo” (salmo 54, 16) pues aquí se purgan a la manera de
allí”.
Difícil nos sería encontrar en la literatura cristiana un texto como este, donde tan
a las claras el alma justa sea cogida en el más intenso espejismo de la desesperación
infernal. “Le parece al alma que ve abierto el infierno; aquí se purga a la manera que
allí”.
Sin esta pequeña diferencia entre lo que aparece y lo
que, verdaderamente, es, la situación infernal se mostraría como idéntica en ambos
casos.
Hemos querido mostrar estos candentes textos para poder pasar de inmediato a
otra comprobación. Bien se ve cómo un santo vive un salmo, con cuánta experiencia
propia y con una hondura y riesgo que llega a lo abismal.
Nada ha podido ser escamoteado en este sentirse sin Dios y como descender al
infierno viviendo.
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Pero lo asombroso consiste en que la esperanza no lo ha abandonado jamás.
En el capítulo siguiente, y refiriéndose al alma, todavía dirá: “Porque hasta que
el Señor acabe de purgarla de la manera que él lo quiere hacer, ningún remedio le sirve
ni aprovecha para su dolor”.
He aquí ahora: después del espejismo de la desesperación, el alma exánime, con
su sensación de que nada le sirve ni aprovecha. Poco falta para que –como ahora– esté
muerta en vida. Pero es necesario aun llegar a eso.
En un dibujo alegórico del “Monte de Perfección” de S. Juan de la Cruz hecho
por Diego de Astor en 1618, se leen al pie frases como estas:
“Para venir a saberlo todo
no quieras saber algo en nada.
Para venir a gustarlo todo
no quiera gustar algo en nada.
Para venir a poseerlo todo
no quieras poseer algo en nada.
Para venir a serlo todo
no quieras ser algo en nada.
Cuando reparas en algo
dejas de entregarte al todo.
Y cuando vengas todo a tener,
has de tenerlo sin nada querer”.
Es natural que veamos en estos avisos, más que otra cosa, la imposibilidad de
practicarlos y hasta algo así como una ambición anormal.
Pero los que se han esforzado en ellos han logrado probar ser los pasos humanos
que han ido más lejos.
Paradojal imposibilidad y locura de esta alma muer-
ta en vida que, según Luis Lavelle, no vive entre problemas sino entre soluciones.
“Es el hombre donde el mal siempre se convierte en bien; donde la apariencia no
se distingue ya de la verdad; y donde la verdad misma se hace apariencia”.
Y agrega: “Cosa admirable es ver que precisamente en el momento en que me
abandono, en que me he convertido en nada; en el momento en que estoy como vacío de
todo lo que tengo y de todo lo que soy, es cuando el mundo entero viene a llenar el
puesto libre. Así, por una especie de milagro, quien entra en sí se siente por doquiera
exterior a sí. El santo no tiene voluntad particular: no quiere nada más que su propia
desaparición; mas descubre el mundo tal como fue deseado por Dios”.
“No hay nada en lo que hace que no parezca estarle impuesto por lo que es, de
tal suerte que se diría que lo ha recibido todo; y no hay nada, sin embargo, que no
parezca haber escogido por opción deliberada. De tal modo que parece crear lo que
es”.
Si el heroísmo es un acto y la sabiduría un estado, la santidad es
indiscerniblemente un acto y un estado.
El heroísmo se produce siempre en el instante, como si fuese engendrado por el
acontecimiento. Y generalmente conoce una baja de tensión. Pocos héroes son capaces
de permanecer al nivel de la hazaña que realizaron un día.
“La sabiduría pertenece a la duración y no al instante. Lo que importa es que no
flaquee. Es adquirida, y sólo en los últimos años de la vida da sus frutos. La santidad
pertenece a la eternidad, pero es la eternidad descendida al tiempo. Y por esto se ejerce
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siempre en el instante, lista a darse y a obrar, aunque su unidad indivisa llene toda la
existencia y no pueda ser reducida al minuto que pasa”.
LOS SALMOS LEÍDOS POR UN POETA
(PAUL CLAUDEL - A. ROUSSEAUX)
Rastrear las influencias de la Biblia en Pascal, Bossuet, Racine; en escritores del
siglo XIX como Chateaubriand, Victor Hugo y Vigny, y sobre todo en un poeta del S.
XX como Claudel, permite esta doble comprobación: la fuerza, el brillo, la amplitud
primitiva de las imágenes bíblicas no decrecen. El número de las situaciones allí
presentadas sigue imponiéndose por su abundancia tropical; los estados límites del
hombre y de su aventura errante muestran su intensidad inagotable; las múltiples
apariciones de lo divino hacen que cada una de sus páginas aparezca como una escala
de Jacob suspendida entre el cielo y la tierra. La primera comprobación, entonces, es la
correspondiente a la vitalidad de esta literatura religiosa.
La segunda se refiere a la coloración particular, al sello individual que cada uno
de estos escritores sabe imponer a la materia bíblica que ha tomado en préstamo.
Sobre la lectura de un texto bíblico, Pascal mostrará la huella de su carácter
mediante una reflexión concentrada en vocablos que tienen mucho de las incrustaciones
del orfebre por su precisión, y también mucho de aquel combinado espíritu de geometría
y de fineza.
Bossuet insertará la cita bíblica en el movimiento de la oratoria, “procediendo –
como se ha dicho de él– por construcciones, en tanto que nosotros los modernos
procedemos por accidentes; especulando sobre la expectativa que él mismo crea, en
tanto que nosotros los modernos especulamos por la sorpresa”.
Racine ha de confiarlo todo a su ritmo, a la musicalidad de sus acentos.
Chateaubriand hace con el recuerdo bíblico un pasaje lleno de color que parece
sentirse al tacto y aspirarse en el aire.
Vigny muestra su inspiración bíblica en un verso majestuoso de una visión
austera y amplia; en un verso como este, por ejemplo:
“Los hijos de Israel se agitan en el valle
como trigos espesos que agita el aquilón”.
Victor Hugo, luego, se nos mostrará más sensiblemente bíblico en la potencia de
su vociferación y en lo apocalíptico de sus imágenes.
Paul Claudel finalmente, ha encontrado en la Biblia lo que uno de sus críticos –
André Rousseaux– ha llamado “una física de la fe”. “A menos que sea una
fisiología”, agrega.
“La Biblia –dice Claudel– es la historia de todo el Universo, considerado desde
el punto de vista de Dios mismo, que ha sido librada a nuestras miradas”.
“Nosotros –agrega– no estamos con los efectos; estamos con la causa; no somos
solamente tierra; poseemos dos manos de alfarero espiritual; no estamos con el tiempo;
estamos en la fuente del tiempo”.
“Cuando el Cielo habla a la tierra y revela a la tierra la verdad que él oculta con
su aspecto, es necesario emplear un intérprete. Y es la poesía. ¿Qué es, en efecto, la
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poesía sino un lenguaje que lleva en secreto un sentido esencial? Un poema es un
criptograma. Y la Biblia es un inmenso criptograma donde Dios está oculto. La poesía
está hecha de símbolo; nos golpea por el símbolo a fin de echarnos a la cara la figura de
una verdad que nos sería demasiado extraña si ella se nos ofreciese en su desnudez. Y el
lenguaje de la Biblia es símbolo del principio al fin”.
Pero veamos primeramente, ¿qué es el símbolo?
No lo confundamos con la imagen. La imagen es una invención más o menos
engañosa con que se reviste una verdad viviente. La Biblia no está compuesta de relatos
imaginarios sino de relatos simbólicos; lo que no quiere decir que estas historias no sean
verda-
deras, sino que su verdad aparente es la figura maravillosa de su verdad evidente.
El poeta cristiano busca más allá de las cosas el secreto vital. Si tiene un aspecto
creador es porque actúa como un revelador de la vida profunda. En unión con los
divinos secretos las criaturas testimonian al Creador, tienen acceso a una vida nueva; y
por eso, para Paul Claudel este conocimiento es, al mismo tiempo, un co-nacimiento.
¿Por qué conocer es co-nacer?
Porque el secreto no sólo se hace evidente, sino es, al mismo tiempo, poder
nutricio, fuerza inusual, juventud y plenitud virginal reencontrada.
Resumiendo lo dicho: el poeta se siente no en el efecto sino en la causa; no
arcilla sino alfarero; y experimenta en las fuentes del tiempo.
De aquí también su júbilo.
“La poesía debe tener como fin la verdad práctica” –había escrito anteriormente
Lautréamont.
Precisamente, en esta poesía simbólica de Claudel delante del simbolismo
bíblico no se trata sólo de sentir estados poéticos sino verdaderas revelaciones de
sentido religioso. Evidencias que sirven tanto para descubrir a Dios como para revelar la
conducta.
La poesía surrealista buscó ser un modo de conocimiento. El simbolismo de
Claudel, en los efectos de superabundancia y gozo que su poesía nos muestra, parece
haber dado mejores pruebas de haber encontrado estas vías de acceso al infinito.
Entre todos los poetas católicos Claudel destácase por esta capacidad para la
exclamación jubilosa e inmersión abundante en el cosmos.
Veamos ahora a este poeta en su meditación del salmo 118. Extractamos algunas
frases:
“Yo rumiaba este ruido incesante que Tu consejo hace en mi corazón” –como se
ve no hay duda de la presencia divina y va a comenzar el desciframiento. Al principio se
le experimenta como un rumor incesante en el corazón.
“¿Tus mandamientos? Un trampolín bajo mis pies”.
La orden, la prohibición no es sentida como un impedimento o detención. Estas
prescripciones hacen dirigir los ojos hacia otros sitios del espíritu donde el poeta
encuentra incitaciones que son, para él, como trampolines. Y por eso agrega:
“Lo que era nada más que prescripción se ha convertido en ritmo y frase,
ajustado a cada uno de mis pasos sobre la ruta”. No se puede buscar un más bello uso
del obstáculo. Si por un lado él nos limita, por otro lado también nos constituye;
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inaugura en nosotros un ritmo nuevo, y estas dificultades empiezan a crear en nosotros
nuevas facultades.
“Licuado se ha mi corazón coagulado: enséñame a respirar tu ley.
¡Oh! ¡Cómo se aprende todo bien en la humillación!”
Vemos de qué modo ya comienza el triunfo de las cristianas paradojas. La
humillación no destruye ni anonada. Esta injuriosa morada es el fundamento por el que
se aprende todo bien. Este estado insoportable es una olvidada puerta del conocimiento.
“Me he percatado, Señor, de que eras justo –agrega– la verdad vínome por el
camino de la humillación”.
“Vale la pena tener pena para saber como Tú sabes consolar”.
“Y cómo arribas Tú, en el examen de conciencia con la piedad”.
Este corazón contrito y humillado desea, luego, hacerse todo poroso a una suerte
de pureza irresistible que en él se hace presente de maravillosa manera.
Creemos importante recordar en este momento aquella terrible humillación que
padeciera Oscar Wilde en presidio, y que él rememora en su “De Profundis”. Cuando se
sintió injuriado por todos, abandonado de sus amigos, privado hasta de sus hijos, en esa
postración sin límites –dice– me sentí “inexplicablemente feliz”.
Y surge de inmediato esta pregunta: ¿ambos hombres han tenido contacto con
alguna idéntica presencia misteriosa? Mientras escribía esas páginas, Wilde
no creía en Jesús como hijo de Dios. Parece que se convirtió luego en sus últimos años.
Con todo, su experiencia de una “felicidad inexplicable” tiene mucho parecido con esta
“pureza irresistible” que Claudel encuentra en el fondo mismo de la humillación.
Aunque no veamos en ambos casos nada más que un momento raro de la psicología
individual, lo cierto es que ambos autores le han concedido importancia suprema. Estos
instantes son de aquellos que fundamentan y hacen cambiar para siempre el rumbo de
una vida.
Más adelante, Claudel agrega:
“Hay en tu Ley, Señor, un sabor de eternidad que me impulsa por encima de
todas las contradicciones”.
He acá la arcilla convertida en alfarero; y todo lo que un corazón religioso puede
hacer apoyándose en la obligación y en la humillación.
Veamos ahora este minuto cósmico:
“Ha salido de mí un grito, una especie de llamado informe de socorro, una
especie de salutación”.
“Yo estoy aquí frente al sol levante; humeando todo como tierra laborada”.
“En torno de mí miro toda la tierra que despierta como una esperanza a punto de
realizarse”.
“Yo he conocido el comienzo –exclama luego– yo estoy amalgamado con la
fundación”.
“Tu gratitud me invade, afluye en mí como una vida desbordante”.
“He estudiado el mal que me ha enseñado el bien; y la mentira que me ha
enseñado la verdad”.
“Y este severo amor sobre mí que me ha enseñado el amor; y esta verdad que no
se bebe más que en el principio”.
“Nada me turba; hay en mi disposición una paz innumerable como el mar. Una
especie de salvación, siento, a la que no puedo más escapar”.
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Los lectores asiduos de los Salmos no dejarán de advertir en esta meditación el
estremecimiento de aquellos, sus alternativas apasionadas y un soplo de fe y de fuerza
que es bien el del Antiguo Testamento.
UN CONSEJO DE BUDA
(SIDARTA GAUTAMA - ALAIN)
Hacer lo difícil con lo fácil. ¿De qué manera? Dificultando un poco lo fácil. La
manera como Buda ha respondido a sus hermanos hace recordar esta frase de Pío XII:
“Descubrir que el esfuerzo es fácil es lo únicamente difícil”. Pero para sentir así es
necesario, antes que nada, fe. Y la fe es una verdad que se vive anticipadamente.
Importa decir esto desde el comienzo porque un intelectual –que tenga el hábito
de precipitarse– habrá de encontrar completamente pueriles las palabras de Buda que se
leerán a continuación. Es, por otra parte, un pensamiento asombroso. Él nos dice que el
punto de partida de la sabiduría está en una acción sobre el cuerpo y no sobre el espíritu.
Ha sido recogida por Aldous Huxley en su libro “El Fin y los Medios”. Dice así: “¿Y
cómo es, hermano, un hermano que se domina a sí mismo? Mirando hacia adelante o
mirando hacia atrás obra con gran tranquilidad (es decir, con conciencia de lo que hace
y de la razón por la cual el ser personal ejecuta el acto). Si se inclina hacia adelante, o si
estira un brazo o su cuerpo, lo hace con serenidad. Cuando come, bebe, mastica, traga;
cuando se alivia de las necesidades naturales; al andar, al detenerse, al sentarse, al
dormir; caminando, hablando o permaneciendo callado, actúa con tranquilidad. Es de
este modo, hermanos, como puede lograr el dominio sobre sí mismo un hermano”.
Vemos que el cuerpo resulta acá casi todo el campo de operaciones. La mente
desempeña sólo –suavemente concentrada– la función de ritmar el movi-
miento, en un esfuerzo tan natural que, más que un esfuerzo, es un descanso. Esto es
plenamente vivir dentro de sí.
Vive, reina, en ese olvidado universo de tu cuerpo. Esto es lo que dichas
palabras ordenan con su majestuosa lentitud. En este ritmo que la serenidad imprime al
cuerpo es fácil ver que él no ha nacido sólo del movimiento sino sobre todo de la
respiración, aunque Buda no la menciona. ¿Hay alguna otra función orgánica que
olvidemos más aprisa y un mayor número de veces? En esto reside la gran facilidad del
consejo de Buda y, el mismo tiempo, su gran dificultad.
¿Qué es lo que no afecta a la respiración? El frío, el calor, el estruendo de los
motores, el humano hacinamiento, las esperas, las demoras, los olvidos, las premuras, el
malhumor, el obstáculo. Y luego los ambientes: oficinas, edificios, profesiones, en una
atmósfera de actividad febril, de indignación, de hastío. Basta considerar, por ejemplo,
cinco minutos baldíos de nuestra vida diaria para comprobar el número de veces en que
nuestra respiración se oprime, se interrumpe, jadea, según lo que hacemos, sentimos,
pensamos. Si agregamos, ahora, el torbellino de la vida interior –tal como hoy día se
manifiesta– podemos muy bien reconocer que durante toda la vigilia de nuestra
existencia cotidiana, la mariposa de nuestros pulmones ha sido sometida a torturas
incalculables e inexorablemente contrariada por casi toda la actividad de nuestro cuerpo
y de nuestra vida mental.
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En su libro “Aventuras del corazón”, Alain nos dice que contra ciertas
perturbaciones tales como el temblor, la palidez, el sonrojamiento, no tenemos más que
medios de acción indirectos. Estos consisten, primero, en movimientos locomotores
contrarios a la crispación y de la expiración. Y agrega luego: “las emociones se
propagan de acuerdo al estrangulamiento de la sangre y del soplo respiratorio”.
Alain no ha hecho otra cosa que repetir –con lenguaje y psicología modernos– lo
que Buda había dicho
con una naturalidad encantadora. Media entre ambos una distancia de 2500 años. El
Buda ha aparecido sobre la tierra el año 563 antes de Jesucristo.
Nuestro centro no debe estar en nuestro cerebro sino en nuestra respiración. De
todas nuestras funciones es esta la que mejor podemos oír, y es también la que mejor
podemos regular. Que la mariposa de nuestros pulmones sea verdaderamente “psiquis”
–según la antigua identificación helénica de espíritu y mariposa.
Alguien nos decía que el ideal –en esta materia– estaría logrado por aquella
persona capaz de adquirir un perfecto movimiento respiratorio; de tal modo que
respirase bien sin saber, en verdad, que lo hacía. Pero es aquí donde nuevamente vemos
brillar la sabiduría de Sidarta. Que el pensamiento esté atado al cuerpo. Que en ningún
instante pueda olvidarlo. Se trata de respirar como uno puede, pero sobre todo, de saber
que se respira. He aquí la ley: Respirad, sabiendo que respiráis.
Y esta constante atención sobre el brazo que movemos, o sobre nuestro cuerpo
que se inclina, de ser reiterada todas las veces que sea posible logrará al fin medir con
su seguro ritmo no sólo nuestros movimientos sino también nuestros deseos y nuestros
sueños.
Buda ha encontrado en la estricta atención al propio cuerpo la medida del
hombre; del hombre que se domina a sí mismo y, por extensión, del hombre entero.
LA CANCIÓN DE AMOR
(JAUFRÉ RUDEL)
Es la Edad Media “enorme y delicada” la que, sin duda alguna debe ser elegida
para ejemplificar esta materia de “la canción de amor”.
Pues esta edad –en su siglo XII– realiza un gran descubrimiento: el del amor
moderno. En los clásicos grecolatinos el sentimiento del amor no logró nunca escapar
del erotismo, o de la pasión a sí misma abandonada, pese a tanta asidua asesoría de los
dioses. La época medieval pone, en cambio, su embriaguez amorosa en los más puros
destinos del espíritu. Aún en testimonio tan potente del amor-pasión como es la historia
de Tristán e Iseo, el paroxismo carnal entra en conflicto con los reclamos del deber
moral. Y la doble, hostil, profunda sinceridad con que ambos viven la embriaguez y la
condenación a un mismo tiempo, engendra una agonía llena de convulsiones. Se
separan una y otra vez, voluntariamente, para desligarse del amor culpable,
hermosamente inmunes a los sofismas de la pasión; pero una y otra vez el mágico filtro
recupera esa potencia que los hace vivir en torbellino.
Pasando luego al amor caballeresco de los trovadores y al amor adoración de la
escuela “del dulce estilo nuevo” hallamos una casi absoluta hegemonía de lo espiritual;
a tal punto, a veces, que se diluye en lo mental. Sobran los conceptos, las alegorías y los
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propósitos morales, en menoscabo de las verdades de carne y hueso. Pero esta
discriminación no siempre es clara. Un crítico tan perspicaz como Francisco de Sanctis
se equivoca, por ejemplo, cuando ve sólo un sím-
bolo de la Teología en la figura de Beatriz.
¿Dónde la carne se hace espíritu, y dónde el espíritu se hace carne? ¿De cuántas
maneras se sustituyen, se eclipsan, disimulan? Situación fronteriza siempre amiga del
sueño, del pensamiento de lo absoluto, de la eternidad y también de la muerte. Se vive
soñando; es la época de las “visiones”, y de los sueños premonitorios del amanecer.
Pero también viviendo se sueña; una cosa es lo que es, pero también es otra cosa. Un
minuto es un mensaje; una escena, una revelación diabólica o celeste; el paisaje,
alegoría; y la mujer, anunciación. La cara de Dante retorna envuelta en un humo
luciferino para el humilde pueblo que lo mira pasar.
También este es el clima más propicio para la “canción de amor”. El yo personal
no había nacido todavía. Se pensaban y sentían demasiadas cosas infinitas para dar
importancia a la mera persona.
La canción de amor no es una epístola ni es una confidencia; estas exigen un
único destinatario; poseen secretos, arrebatos y dudas cuya ponderación es materia
exclusiva del yo y el tú. La canción de amor, en cambio, es una revelación: una
verdadera revelación que se hace al público.
Mi amor –se dice a sí mismo el poeta– ha llegado a una efusión tan delicada que
entreveo cosas que no son mías. Lo que me ocurre –sigue pensando– es algo que, ahora
me he dado cuenta, pertenece a un fondo del corazón humano. Es más que ella y que yo.
El público debe, por lo tanto, compartirlo. Él me probará si este absoluto que yo siento
es también suyo.
Puede verse el ejemplo famoso de un trovador del siglo XII, Jaufré Raudel. Es
su “Canción del amor lejano”, donde dicho amor parece estar hecho de aire solamente;
pero se trata de un aire palpable, respirable, real. Un aire iluminado, al mismo tiempo,
por un sol actual y un pensamiento antiguo, que creemos nacido con nosotros.
¿En qué, precisamente, consiste este amor lejano? –se pregunta André Lagarde–
“¿Se trata de una prin-
cesa de la época, de una creatura ideal nacida de la imaginación tierna del poeta; o es,
quizá, una figura mística del amor de Dios?”
No podemos caer en la puerilidad de decir que el poeta está, en esta
circunstancia, nada más que enamorado del amor. No. El amor hallado es también eso;
vaguedad, suavidad, lejanía, aspiración temblorosa que sobreabunda y flota en torno de
su objeto, manifiesta y pura sed de horizonte. Se nutre con lo que no encuentra; vive de
sobrepasar lo que posee. Será siempre una verdad momentánea esta de Bécquer: “Dos
rojas lenguas de fuego forman una sola llama”; pero será una verdad permanente esta
otra dantesca: “la bocca mi basciò tutto tremante”, o sea, la eternidad infernal que no
alcanza a concluir lo que se había iniciado en la tierra.
Nosotros creemos que lo que el trovador está en este momento contemplando es
la infinidad propia del espíritu; del espíritu “que se afana siempre por aquello mismo
que lo excede”. No obstante, esa insaciabilidad no alcanza para definir del todo la
situación. Porque aquí dicha insaciabilidad se ha particularizado en una soledad. El
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poema crece, a nuestro ver, magníficamente. Es una soledad irritada, vista como fatal, la
que estrangula al fin a este corazón que llama.
Fuente de alegría y de tristeza es esta lejanía. Nos parece un verdadero hallazgo
la instancia en que le poeta nos dice, puesto en presencia de su lejano amor, que igual se
partirá de él, alegre y triste. Porque, aún hallándolo, ¿quién hará infinita su alegría?
¿quién lo calmará de su nostalgia? Su enamoramiento no sólo es del amor sino de la
lejanía. Nos parece vencido de antemano, porque lo que tiene delante no es una persona,
sino su propio espíritu, definido como una posibilidad pura y siempre diferida. No es
una mala definición desde que, a fin de cuentas, en todo amor se pierde; aun en el amor
de Dios. Con respecto a este último dice Jacques Maritain: “Así como Jacob cojeó
después de su lucha con el ángel, el contemplativo cojea de un pie por haber conocido
las dulzuras de Dios; cojea del pie con que se ha apoyado en la tierra”.
CANCIÓN DEL AMOR LEJANO
Por Jaufré Raudel
Largos los días en mayo son,
dulce del ave suena el cantar,
y yo recuerdo un lejano amor
cuando me alejo de ese lugar.
Voy con semblante triste y mohíno,
y hasta las flores del blancoespino
con el invierno me hacen pensar.
Veré, por Dios, al lejano amor,
al Señor tengo por muy veraz:
Mas alegrándome con este don
–que está tan lejos– dobla mi mal.
Con mi bordón y con mi esclavina,
¡ah! si pudieran, mi peregrina
vida, sus bellos ojos copiar
Seré dichoso cuando me diere,
por Dios, albergue, en su lejanía;
cerca de ella –si así quisiere–
yo –tan lejano– me hospedaría.
Mi amor lejano, cerca, diré;
con voz cercana la embriagaré.
Yo oiré su dicha: será la mía.
Si aquel amor he de ver un día,
triste y alegre me partiré.
Mas es tan grande la lejanía
que no sé cuándo lo encontraré.
Sobran los pasos, sobra el camino…
Nada presiento de mi destino,
Sólo Dios sabe si lo hallaré.
Si no disfruto el amor lejano,
de amor ninguno disfrutaré:
que, cerca o lejos, tan soberano
bien, en ninguna parte se ve.
Tal es su prez y gentil verdad
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que, aun entre moros, mi voluntad
quiere por ella cautivo ser.
Dios que hizo todo cuanto se ve,
y también hizo este amor lejano,
me dé, no el ánimo, sino el poder
de, al fin, mis ojos verlo cercano.
Serán su cámara y su jardín
los de un hermoso palacio, sin
que se mude mi parecer.
Ávido soy, y no mentirá
quien de mi amor me llame ansioso,
pues jamás nunca tuve otro gozo
que el de ese amor que me aguarda allá.
Mas lo que quiero me está prohibido.
Maldito sea el que me ha perdido,
y, sin amores, hízome amar.
Maldito sea el que me ha perdido,
y, con embrujos, ha conseguido
que nunca, nadie, me pueda amar.
(traducción de D.L.B.)
EL SONETO
(DANTE - RONSARD - BAUDELAIRE)
Es bastante conocida la expresión de Paul Valéry: “Daría toda mi obra por ser el
inventor del soneto”. ¿Quién fue el feliz autor de este grupo rítmico vencedor absoluto
de todas las fórmulas estróficas por su extraordinaria fortuna a través de los siglos? Si
bien no puede precisarse indiscutiblemente, el más lejano ejemplo de soneto surge en la
poesía siciliana de la primera mitad del S. XIII que floreció en la corte de Federico II de
Svevia. Su autor es Giacomo de Lentino, a quien Dante llama en el canto XXIV del
Purgatorio, “el notario”, por haberse desempeñado como tal en la curia de Federico. En
ese soneto, el poeta sueña un celeste y glorioso más allá que sólo será completo si está
presente la mujer amada.
La tradición francesa hace remontar el origen del soneto a los “troveros”,
nombre con que se designa a los poetas medievales de la Francia del Norte, para
distinguirlos de los “trovadores”, que son los poetas del Sur.
En cuanto al origen de la palabra misma “soneto”, Martín de Riquer la hace, sin
vacilaciones, proceder del provenzal “sonet”, que quiere decir “melodía”. Pero más
frecuentemente se busca la etimología de esta apalabra en el italiano donde “soneto”
quiere decir “sonido”. Corominas precisa un poco más. Se trataría de un pequeño sonido
o son; es decir, de un airecillo o cancioncita. Lo que se explica por constituir este grupo
rítmico la reducción de otro más grande. El soneto, ya en tiempo de Dante, era definido
como “una canción concentrada”.
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Esto es lo que sabemos en cuanto a su origen y etimología. Queda por explicar la
opción –a primera vista extraña– de Paul Valéry: preferir un molde, una fórmula, una
estructura fija, a su propio mundo interior.
Cabe, por lo tanto, preguntarse: ¿qué proceso envidiable de libertad asociada al
orden, de fuerza exactamente desarrollada y cumplida, de riqueza y severidad; qué
combinación incomparable de efusión y de rigor se llevó a cabo en el espíritu creador de
esta estructura?
Dante, por ejemplo, que escribió bellísimos sonetos, sólo en tercer término
prefería este tipo de composición. En su libro “De la Vulgar Elocuencia” juzga al soneto
de recursos inferiores a la Balada y a la Canción. Esta última, particularmente, suscita
todo su entusiasmo agresivo y exclusivo.
Pero ya no se componen, hoy, baladas y canciones según aquella época. En
cambio, sin alterar en lo más mínimo su estructura primitiva, el soneto continúa su largo
imperio ofreciéndose como forma perfecta a todos los reclamos de la sensibilidad
amorosa.
Sin duda alguna, el humilde Giacomo de Lentino no pudo haber previsto la
capacidad de este asombroso instrumento de catorce cuerdas que supo inventar.
Dos cuartetos y dos tercetos. Dentro de ellos puede ser todo dicho, cantado,
llorado, suspirado. Y puede también imponerse la sensación de que ese todo está
perfectamente redondeado, concluido, sin ninguna necesidad de ulterior desarrollo. Esta
es la maravilla del soneto. Y basta recurrir a su larga vida para probarlo. ¿Por qué no
tuvo suerte el madrigal? Era demasiado breve. Y, por otra parte, no estaba sujeto a
norma fija. Lo mismo ocurrió con los “sonetillos”, escritos en versos más cortos que los
de once sílabas. Hagamos al soneto más grande de lo que es. Por ejemplo, el soneto que
los italianos llaman “caudato” (con cola); y los españoles con “estrambote”. Y nos
encontramos con que estos experimentos apenas tienen historia. Hubo también quien
enfadose con la igualdad silábica de los versos. Los quiso a veces de seis sílabas; e
inventó
el “soneto doble”. Fueron pasos sin huellas.
La aristocracia, belleza, movilidad del verso de once sílabas han sido mostradas
por Dámaso Alonso en su libro “Poesía Española”. Su corrediza acentuación lo vuelve
particularmente propicio para traducir los aspectos más fugitivos y matizados del
espíritu. Hay quienes no soportan el enrejado del soneto, y suponen que la inspiración
allí se ahoga en artificio.
Esto no prueba nada ni a favor ni en contra. Traduce un mero juicio de
temperamento.
¿Pero por qué el soneto ha llegado a ser la forma lírica por excelencia? Aun la
combinación métrica inaugurada en español por Garcilaso y casualmente llamada “lira”,
carece a nuestro ver –y pese a sus excepcionales logros– de una propiedad que es
privilegio singular del soneto.
La estrofa de cinco versos –lira– no es en sí misma una unidad sino una parte.
Nos encontramos, entonces, con que el poeta puede componer el poema con un
número cualquiera de estrofas. Esta libertad no se goza sin riesgos. Todo lo que el
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soneto tiene de compulsivo, de riguroso, de concentrado, aquí en la lira se dilata, se
afloja, se disuelve. La lira es una fórmula que hace andar y andar. Pero no encontramos
en ella misma la necesidad de concluir. Nos da la idea de una música que, por sí no
resuelve en ninguna parte. Es el talento propio del poeta el que debe hallar un término a
ese movimiento que, sin cesar, renace. Y los mejores finales de la lira son aquellos que
se parecen a un murmullo o a un suspiro. Por ejemplo este de San Juan de la Cruz:
“cesó todo y dejeme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado”.
Poniendo aparte lo mental, creemos que es el impulso rítmico de esta estrofa el
que impone este modo de terminación por desfallecimiento, por prolongación
suspensiva, por evanescencia.
El soneto es otra cosa. El verso final tiene la fuerza
de una trompeta clamorosa. Todo debe ser reunido allí. La mayor carga de pensamiento,
de sugestión, de melodía, se comprime premiosa en esa abreviatura del verso final. Es
casi imposible escribir un soneto si no se ha encontrado de antemano su último verso.
Y miles de sonetos mueren en el cesto porque la fascinación de este verso final
no ha sido hallada.
“El primer verso es regalado por los dioses” –decía un poeta. Pero en el soneto,
esto es verdadero para el último.
Todo el mundo más o menos sabe cuándo debe comenzar un poema; pero todo
el mundo ignora, mientras está componiendo, cuándo debe terminarlo. Esta terminación
se halla, surge sola, como por gracia o casualidad. En tanto que no se hace presente, el
espíritu continúa, como un condenado, en su febril actividad de combinaciones y
sustituciones infinitas. Pensar es sustituir.
De todas las fórmulas propuestas al poeta para combinar sílabas y sonidos, sólo
el soneto posee la ciencia de concluir. La vaguedad de la inspiración no reconoce mayor
enemigo que esta estructura de acero. El verso es libertad. Pero es una libertad
armoniosa; es decir, ordenada. Sobre las móviles acentuaciones del endecasílabo
revolotea el ave prisionera. Y se embellece en este impulso sujeto a duraciones
calculadas.
Pero además, la inspiración debe crecer. Y lo prodigioso de esta estructura
enseña que cuanto más incendiado se muestra el corazón más debe poseerse. Cuanto
más fuerza más dominio de sí. Es la explosión una abreviatura.
El soneto, al igual que los círculos infernales de Dante, se parece a un embudo.
A cada paso, a cada verso, todo debe ser, en más reducido espacio, más intenso.
Gloriosa estructura que convoca a todas las facultades del espíritu, pero que
parece burlarse al fin de todas ellas. Razón, imaginación, sentimiento, voluntad,
memoria; todas deben estar presentes. Pero aquí sólo impera el orden. Es decir, su
plenitud en línea. Porque toda armonía es una propagación pero también un
límite. Si no os domináis, es una verdadera locura vuestra pretensión de ser armoniosos,
dice el soneto.
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Sonetos de Dante, de Petrarca, de Camoens, de Shakespeare, de Garcilaso, de
Lope, de Quevedo, de Ronsard, de Verlaine, de Baudelaire, de Rubén Darío, de Antonio
Machado, de tantos y tantos. Sonetos incomparables, inolvidables, El pobre “notaro”
que lo inventó, muy poco o casi nada supo hacer con él.
Así pensándolo, no nos parece raro ahora que un poeta haya querido dar toda su
alma a cambio de este acierto que supone la invención de nada más que una estructura.
¿Que es una fórmula? No tiene por qué ser una cosa muerta y seca. Puede ser, como en
este caso, un verdadero milagro de la gracia.
DANTE ALIGHIERI
“Vínome voluntad de querer decir también, en alabanza de esta gentilísima, palabras por las
cuales mostrase cómo por ella se despierta este Amor, y, cómo no solamente se despierta allí
donde duerme, sino allí donde no está en potencia, ella, operando admirablemente, lo hace
venir. Y dije entonces este soneto, que comienza: Ne li occhi porta” (Vida Nueva, cap. XXI).
Lleva en los ojos
Cada cosa es gentil porque refleja
el Amor en que mora y con que mira;
pasa, y la gente tras su paso gira;
saluda y, trémulo, pensativo deja.
Al que, mirando a tierra, ya suspira
por cada yerro de su vida vieja.
¡Oh! Amigas, saludad a la que aleja
de nuestro ser toda soberbia e ira.
Feliz aquel, si en las dulzuras plenas
que al alma nacen del que hablar la siente,
primero vio su rostro juvenil.
Pues lo que inspira si sonríe apenas,
ni decir ni fijar puede la mente,
tal es de milagrosa y de gentil.
(Trad. de D. L. B.)
RONSARD
De los 142 sonetos dedicados por Pierre de Ronsard (1578) a Helena de Surgéres, hay cinco o seis que
son quintaesencia de gran poesía. Y de estos últimos es el más conocido el señalado con el número XLII
del segundo libro, que se traduce a continuación. “Es el canto de cisne de Ronsard”.
Después de muerto el poeta, Helena se preocupó más de su propia reputación que de la
inmoralidad. Sobrevivió muchos años a Ronsard, continuó presentando su servicio en la Corte –era dama
de honor de Catalina de Médicis– y murió soltera.
La pasión no correspondida del poeta duró siete años. Cuando se inició frisaba él en los
cincuenta, doblando la edad de la mujer querida. Su cabeza era en gran parte calva; su nariz, aquilina; y
rala, su barba gris.
“De una delicadeza fría y señorial, verdaderamente aterrorizada por “el qué dirán”, Helena había
sido comprometida desde niña con el capitán de la Guardia Jacques de la Riviére, que sucumbiera luego
en la primera guerra civil. Por su memoria, llevó ella asiduamente ropas de color gris toda su vida”.
(Wyndham Lewis).
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A Helena
Muy vieja ya, de noche, sentándote al hogar,
bajo luz de candela los hilos devanando,
diréis, mientras atónita mis versos vas cantando;
en días que fui hermosa me celebró Ronsard.
Ya no tendrás, entonces, criada que al escuchar
esa noticia, en tanto labora dormitando,
despierte ante este ruido de Ronsard, exclamando
tu nombre, que el poeta supo inmortalizar.
Yo estaré bajo tierra, fantasma ya, sin huesos,
en reposo, a la sombra de los mirtos espesos;
tú serás frente al fuego una anciana encogida,
Lamentando mi amor y tu soberbia insana.
Vive, por tanto, vive, no aguardes a mañana,
y corta desde ahora las rosas de la vida.
(Trad. de D. L. B.)
CHARLES BAUDELAIRE
Numerosas piezas de Baudelaire son transcripciones de un grabado o de un cuadro. “Bohémiens en
voyage” es un ejemplo de este arte inspirado por el grabado. Émile Bernard estableció que Baudelaire ha
procurado transcribir una estampa de Jacques Callot, en la que el grabador lorenés había escrito la
leyenda siguiente: “Estos pobres llenos de malaventuras – cargan solamente con cosas futuras”. (Robert -
Benoit Chérix).
Gitanos del camino
La profética tribu de pupilas ardientes
ayer se ha puesto en marcha; sus pequeños colgados
al hombro, con sus fieros apetitos librados
al tesoro solícito de las mamas pendientes.
A pie los hombres marchan con sus armas lucientes
junto a los carros donde los suyos van echados,
y en el cielo pasean sus ojos desolados
por la triste nostalgia de quimeras ausentes.
El grillo allá en el fondo de su lecho de arena,
los ve pasar, y doble su canto, entonces, suena;
Cibeles, que los ama, prodiga sus verduras.
Hace manar la roca, florecer el desierto
a estos viajeros para los cuales está abierto
un familiar imperio de tinieblas futuras. (Trad. de D. L. B.)
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LA POESÍA DEL DESPRECIO
(DANTE - DOSTOIEVSKI)
¿Es posible realizar gran poesía con sentimientos simplificantes? Sentimientos
tales como el del odio, por ejemplo, nos conducen a juicios sumarísimos sobre nuestro
prójimo, impiden verlo como algo que está perpetuamente haciéndose y alimentado de
posibilidades incesantes.
Para odiar necesitamos fijar, inmovilizar de algún modo la conducta y el carácter
de los otros. Una conciencia así juzgada es, al mismo tiempo, una conciencia terminada.
No le es permitido posibilidades de cambio, de renovación, de sorpresa. Cegamos sus
nacientes; clausuramos su futuro. Sin que nos demos cuenta, estamos realizando sobre
el prójimo condenado un verdadero juicio final.
Somos a menudo muy condescendientes con nuestras propias faltas, porque
vemos a nuestra conciencia haciéndose y rehaciéndose; en cambio, somos implacables
con las faltas ajenas porque juzgamos al prójimo con una conciencia ya hecha,
inmodificable. En consecuencia, el sentimiento de odio empobrece el objeto sobre el
cual se proyecta.
Si ya odiar es simplificador, cuánta mayor pobreza debe encontrarse en un
objeto o ser que se desprecia. El odio revela por lo menos un obstáculo; pero el
desprecio es ya el umbral de la indiferencia; es decir, de la desatención.
¿Es posible entonces con este sentimiento del desprecio como tema, realizar
poesía y gran poesía? Veremos de qué manera lo prueba Dante en algunos aspectos del
canto III del Infierno.
Lo que deseamos mostrar es que el acierto de Dante no depende sólo de sus
facultades estrictamente poéticas –imaginación, sensibilidad, lenguaje– sino del punto
de vista que ha adoptado. Este punto de vista es religioso, se inscribe en la categoría de
lo absoluto y posee el sello de lo fatal. No admite el relativismo del corazón humano
que puede inventar, olvidar, sustituir, fatigarse de sus amores y sus desprecios.
El canto III como todo el mundo recuerda nos presenta el espectáculo y el
castigo de los indolentes, es decir, de los tibios, de aquellos que no fueron ni malos ni
buenos. Dostoievski en sus “Memorias del subsuelo” no ha querido olvidarse de este
“hombre-ratón” –así le llama– completamente exánime frente al esfuerzo generoso pero
asimismo incapaz del coraje suficiente para llevar a cabo el mal.
En esta tierra lacrimosa de los indolentes las razones absolutas penden haciendo
el marco, en una riquísima combinación. El lugar está precedido de una puerta cuya
inscripción reúne en un haz al Divino Poder, la Suma Sabiduría y el Primer Amor. Estos
tres infinitos se han coaligado para fundar la interminable desesperación.
Léese también en la puerta el celebérrimo verso final: “Lasciati ogni speranza,
voi ch’entrate”; este verso que al decir de Rivalta tiene “la pesantez de una piedra
tumbal”. Dicho pórtico ubica desde ya el tema –la exhibición y suplicio de las almas–
en una situación límite. No es tanto el hombre, como Dios, quien juzga. Es menester no
tener miedo, dice La Razón (Virgilio) al simple hombre que es Dante.
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En cuanto comienzan a resonar por el aire sin estrellas los suspiros, los llantos y
lamentos, el poeta debe reprimir una piedad injusta porque olvida a la justicia divina. En
este sitio está prohibido ser sentimental.
Diversas lenguas, palabras de dolor, gritos de ira.
“hacían un tumulto que giraba
siempre en aquella atmósfera sin tiempo
como gira la arena en espirales”
Brilla acá una hermosa comparación. Para dar una
imagen material de estas almas sin nombre, sin pasado ni porvenir, es suficiente
compararlas con los granos de arena, tan semejantes los unos a los otros delante del ojo
que vaga indiferente. Ningún detalle singular en ninguno. “Come la rena quando turbo
spira”: piénsase sin querer en el hormiguero o la colmena humana de nuestros días.
Estas almas vivieron sin infamia ni alabanza:
“Ningún nombre dejaron en el mundo;
misericordia y justicia los desdeñan;
no pensemos en ellos, mira y pasa”.
Despreciados por el Cielo y también por el Infierno, estos seres indolentes que
vivieron sin bien ni mal; es decir, que no vivieron; están compelidos ahora a correr sin
descanso detrás de una bandera que nada significa; y sin encontrar jamás la meta. He
aquí el absurdo: la desesperación persiguiendo no su aniquilamiento sino un ideal
imposible. Y es en sentido teológico tanto como psicológico que este vértigo inútil está
juzgado.
Tábanos y avispas aguijonean a la inmensa turba ignava; ensangrientan los
rostros de los condenados. La sangre se mezcla con las lágrimas, pero esta mezcla, al
descender, no logra tocar tierra; antes es recogida por fastidiosos gusanos.
Obsérvese que, en este instante, el sentimiento de desprecio del poeta alcanza su
punto extremo. Ni siquiera la tierra del Infierno se digna recoger esas lágrimas
sanguinolentas. Como los condenados corren de un lado para otro, es necesario suponer
que aquel suelo está totalmente recubierto por este gusanerío voraz. Dante llama a esta
tierra “tierra lacrimosa”, por lo que es también exacto imaginar que un rocío de lágrimas
la cubre, sostenido por esa pululante superficie verminosa que de ella se alimenta.
Este desprecio dantesco tan enérgicamente visualizado, contiene al mismo
tiempo un fondo de horror. Este desprecio no se apoya en una convicción psicológica ni
en una humana intención nadificante. Este
desdén se funda sobre lo absoluto de una convicción religiosa. Es divino y no humano.
El hecho de no haber querido ser amado por Dios produce esta justicia sin esperanzas,
en la que se combinan el Divino Poder, la Suma Sabiduría y el Primer Amor.
He aquí por qué el misterio, en este desprecio, subsiste. Pero el que odia o
desprecia a lo humano, debe hacerse sin duda a la convicción de que aquella vida,
objeto de su odio, ya está vaciada de su propio enigma. Por esta convicción él volatiliza,
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en sí mismo, la vida. Lo que le resta es una fórmula. Pero es inútil buscar los rastros de
la belleza allí. No hay belleza si no hay un misterio a descubrir.
Esto no ocurre en Dante, que empieza a razonar según una inescrutable justicia.
Es capaz de hacer suyo el desprecio. Pero su humano corazón le traiciona paso a paso.
Bajo el aire de color de tinta, el río Aqueronte parece un pantano. Y lo parece
por esa luz cinérea que, a causa del cielo nocturno, muestra fugazmente las costras
plateadas de las aguas fangosas. Casi al final del canto, un relámpago rojizo alumbrará
esta lívida faz de las aguas. Perplejísima luz.
Pero es sobre todo un otoño infernal, introducido por una morosa comparación,
el que nos pone en presencia de toda la delicadeza y gravedad del poeta:
“Cual otoño las hojas desprendiendo
una tras de la otra, hasta que el ramo
mira en la tierra todos sus despojos”.
Las almas de los condenados se han agrupado en muchedumbre junto a la ribera
del Aqueronte; pero ahora –comenta Rivalta– al encaminarse hacia el precipicio eterno,
cada una está sola, en la individualidad de su pecado: “l’una appresso dell’altra”. Del
mismo modo las hojas se confunden en la colectividad del verde, pero, cayendo, cada
una está sola. El ramo despojado “verde”, mira, caído en tierra “tutte le sue spoglie”,
todos sus despojos.
Seguidamente, a las señales de Caronte, las almas
se apresuran a entrar en la barca:
“échanse de aquel lecho una por una
como el pájaro oyendo su reclamo”.
Es decir, con la misma insensata prontitud con que el ave desciende al canto que,
en la trampa, lo reclama.
Ya no hay menosprecio. La escena es solemne, lúgubre, de juicio final. Un
imposible otoño asiste a un alma en el momento en que esta deja de ser indistinta como
el grano de arena, y pasa a convertirse en ella misma, aunque nada más que para vivir,
con loca prisa, el instante de su condenación definitiva.
ENTRE ESPERANZAS Y RECUERDOS
(EL “PURGATORIO” DE DANTE)
Fácil es comprobar que en la Comedia de Dante el reino del Purgatorio es, de los
tres, el que más se parece a nuestro mundo humano.
Y la más notable semejanza es que la residencia del alma humana en él es tan
transitoria como la nuestra en la tierra. Contrariamente, en los otros dos reinos –Infierno
y Paraíso– la permanencia del alma está fijada para siempre en un círculo o sitio que, de
verdad, no es un lugar sino un estado del espíritu.
Esto, teológicamente. Pero hay, además, una similitud psicológica entre el
Purgatorio y la existencia terrestre. Si pensamos una vida humana común, pero más
contemplativa que activa, y más o menos en la mitad del camino de la vida al igual que
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este viajero ultraterrestre que es Dante, encontraremos que lo más viviente y profundo
de ese espíritu alterna entre esperanzas y recuerdos; entre visiones pasadas, que el
recuerdo trae una y otra vez; y entre visiones del porvenir que han de otorgarle la
siempre prometida plenitud. Esta plenitud es prometida no tanto como un logro o como
resultado de su actividad, sino más bien como un hallazgo o dádiva prodigiosa del azar
o el destino.
Igualmente, en las almas del Purgatorio, la actividad es escasa. Limítase en
general a plegarias y cánticos. Ya no pueden valerse por sí mismas, sino que dependen
de las preces que por ellas puede elevar la militante Iglesia. Imaginad un hombre cuya
suerte ya está echada y el mejoramiento de la misma sólo depende de un golpe de la
fortuna. Estamos buscando –como
se ve– algunas condiciones similares.
Ahora, podemos entrar directamente a lo central del tema: la poesía de Dante en
este reino y sus efectos. Estos últimos son, indudablemente, los de una poesía religiosa,
y aquí consisten esencialmente en una purificación del recuerdo y una purificación de
la esperanza. Tal es la inolvidable enseñanza a la que debe unirse una idea de orden
sobre la que nos extenderemos después, si fuese posible.
Luis Lavelle ha insistido en el carácter espiritual del recuerdo. Recordar un
hecho no es copiarlo en el espejo de la imaginación tal como fue, ni volver a vivir tal
como creímos hacerlo en el instante en que realmente sucedió. Recordar un hecho es,
sobre todo, interpretarlo; saber qué es lo que ha significado para nosotros. Los
elementos materiales que componían aquel suceso son abandonados, ya que de nada
podrían ahora valernos y sólo son preservados en la memoria los elementos espirituales.
Para comprender esto nos basta pensar en la selectividad, decantación, poetización que
hacemos –por ejemplo– sobre nuestros días infantiles o sobre las personas queridas que
ya han muerto. El recuerdo se eleva entonces a la nostalgia. ¿Qué es la nostalgia sino un
deseo imposible que subsiste aun como deseo: o una esperanza que se ha extraviado
sobre un mundo derruido y que aun sigue buscando, única sobreviviente, a modo de
solitaria luciérnaga en la oscuridad? Definiendo la atmósfera de este reino dice Luis
Gillet: “Todo el Purgatorio es el canto de la Nostalgia”.
Pero veamos cómo Dante se ha planteado problemas más arduos antes de llegar
a esta espiritualización del recuerdo. Trataremos de aclarar con un ejemplo. Es el de un
hecho brutal, capaz de envenenar la memoria de una persona hasta la muerte: un marido
duda de la fidelidad de su esposa entonces resuelve eliminarla. Y hallándose ella en las
Marismas –dice un cronista– asomada a la ventana, el marido ordenó a un sirviente que
la tomase desde atrás, por los pies, y la precipitase al profundísimo valle que junto al
Castillo había. El hecho se realizó tan secretamente –dice otro cro-
nista– que, a ciencia cierta, no se ha sabido nunca cómo ella murió. Hay también sobre
el caso otra opinión: el marido no tenía razón alguna para dudar de su esposa, pero
codicioso de otra bella dama, inventó esa ficción de los celos. Los que conocen el canto
V saben que con este suceso nos estamos refiriendo a una de las figuras más fugitivas y
delicadas que hacen su aparición en este reino. Es Pía de Tolomei, asesinada –según
opinión– por su esposo Nello de Pannochieschi.
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El problema poético y moral de Dante es el siguiente: ¿cómo hacer que se
resuelva en un recuerdo puro, privado de amargura y de venganza, una acción tan
traidora y canallesca?
Todo esto tiene que ser sentido por un alma que ve la tierra desde lejos, que
perdona y espera. He aquí por qué razón Dante ha suprimido la mayor parte de los
detalles que sin duda, conocía, y que nosotros hemos enumerado siguiendo a los
cronistas. No, no le era necesario ver el crimen de nuevo, rasgo a rasgo. Este peso bruto
de la realidad operaría un efecto contraproducente. Quede eso para el Infierno. Aquí es
necesario espiritualizar la vida. Y toda la presencia de aquel suceso y aquella dama se
esencializan en los pocos versos siguientes:
“Acuérdate de mí que soy la Pía;
Siena me hizo; Marismas me han deshecho:
Sábelo aquel que diome la sortija
desposándome entonces con sus gemas”.
Observemos que al decir ella: “Acuérdate de mí”, ruega, recomienda, espera
algo del peregrino. Este es el sitio de su esperanza. En el verso siguiente alúdese al
crimen posiblemente cometido, y toda la referencia al mismo ha quedado nada más que
mencionada en un medio verso: “Marismas me han deshecho”. Seguidamente la alusión
al matador es velocísima y llena de cautela. Está simplemente en esto: “sábelo aquel”.
Ella no juzga ni condena. Y Rivalta comenta: “Sólo él lo sabe en el feroz secreto de su
espíritu”. La Pía no quiere ni mirar, ni que se mire en aquel secreto. Todo el misterio
que ha rodea-
do al crimen lo lleva también misteriosamente un corazón. No es aventurado –nos
parece– experimentar al leer ese “salsi colui” un estremecimiento de las tinieblas. En
cambio, donde mayormente se expande el recuerdo de la Pía es un acontecimiento que
para nada parece haber preocupado a los cronistas. Es, sin embargo, el recuerdo más
querido de esta mujer: un rito del desposorio que era anterior a las nupcias, por el cual el
esposo colocaba el anillo en el dedo de la esposa. Y Rivalta comenta de este modo:
“Como si toda su alegría no hubiese podido ir más allá de ese rito, preparador de un
matrimonio trágico”. Ahora agregamos nosotros: ese momento de júbilo, de plenitud a
punto de hacerse, es justamente el sitio de la nostalgia. Es este el momento que la Pía
quisiera nuevamente vivir. Nosotros habíamos sugerido hace un instante que en este
sentimiento de la nostalgia hay un deseo o esperanza que se equivoca de dirección, y en
vez de mirar hacia el porvenir, se demora en porfiada gustación del pasado. Ahora,
¿cuál es la transformación que se opera en esta alma del Purgatorio? A nosotros nos
parece que esta esperanza de dicha terrestre –y que no pudo ser– se transfunde, se hace
ahora materia íntima de su esperanza celeste. Si es verdad el desbordante pensamiento
de Baudelaire de que “los vicios son maneras equivocadas de querer apresar lo infinito”,
nosotros deducimos de esta cita que el goce del Paraíso puede entreverse desde la tierra,
que él está aquí, entre nosotros, pero es inasible. Y aun el vicio interminable. Nosotros
recordamos qué bien expresada ha sido por Rimbaud y recordada por Claudel, una
fatalidad inherente a la naturaleza humana: “Es la fatalidad de ser feliz”. Observemos
que el simple hecho de idolatrar, ya una persona, un arte, un ideal, una pasión
cualquiera, no es otra cosa que adjudicar a estos ídolos atributos que la religión hace
sólo privativos de Dios.
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En consecuencia: la deificación que se realiza –y que tan fácilmente revélase en
el lenguaje de las pa-
siones– es una manera equivocada de querer poseer el paraíso en esta tierra.
Las condiciones de infinito, de eternidad, de poder, de plenitud sin término, de
inmortalidad que exige la dicha, muestran perfectamente bien que ella no es cosa
terrena.
El ser humano, por lo tanto, entrevé en su existencia el Paraíso, como asimismo
el Infierno y el Purgatorio.
La Pía recuerda el instante en que las gemas de una sortija la desposan. Es
también el instante en que, como se dice vulgarmente, ha creído “tocar el cielo”. Hay
aquí más que una metáfora. Hay una verdad. Verdad que aunque se ha revelado en el
pasado, no es nunca una cosa pasada, sino algo absoluto: es un vislumbre de la
Eternidad.
Y he aquí cómo el recuerdo se transforma en esperanza. Ese vislumbre de
absoluto, no muere, como las horas del pasado. Está siempre adelante, como la estrella
del camino, y es quien dirige a la Pía en su ascensión.
El poeta uruguayo Juan Carlos Abellá decía en uno de sus versos que toda
esperanza era –para él– “un recuerdo enmascarado”. Lo que está a nuestro ver
perfectamente bien dicho, aunque oscuramente. Con palabras más claras significaría
que: con lo que hemos podido vivir, y no hemos podido vivir, y no hemos podido
olvidar, nosotros hacemos lo mejor de nuestras esperanzas.
En medio de una canallesca historia traidora se ha deslizado, al parecer, un
instante infinito. Este es el recuerdo de la Pía. Lo demás no debe ser recordado. He acá
perfectamente ejemplarizada la función de purificación o espiritualización que realiza el
recuerdo.
No obstante, es necesario reconocer que un aire de tristeza y resignación circula
a través de estos versos.
“Acuérdate de mí” –suplica el personaje. “Es que ella se siente sola” comenta
Rivalta. No tiene, como otros habitantes de este reino –así Manfredo, Iácopo del
Cassero, Buonconte– familiares o gente conocida que eleven una plegaria por su alma.
Aún, la gente no
sabe a ciencia cierta, ni siquiera de qué modo le ha llegado la muerte. En consecuencia,
sólo este peregrino que pasa junto a ella, puede luego recordarla y rogar por su paz.
Decíamos también que un aire de resignación es perceptible en las palabras de
esta dulce creatura femenina. La crítica ha visto en ella una de las tantas mujeres de
aquel tiempo brutal que aceptaban cualquiera fuese su destino, ya que el arresto
carnicero del hombre no dejaba más lugar que a la resignación.
Aún parece recorrerla el horror que ha vivido, porque silencia todo lo referente a
su fidelidad o a los celos inventados o reales de su esposo.
Pero al presentarla del modo que lo ha hecho, es evidente que el poeta absuelve
a su criatura y limpia de toda sombre su conducta.
“Acuérdate de mí que soy la Pía:
Siena me hizo; Marismas me han deshecho:
sábelo aquel que diome la sortija
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desposándome entonces con sus gemas”.
Estos cuatro versos son experimentados como un breve perfume errante: fusión
y abreviatura de la esperanza, de la nostalgia, de la dicha, de la delicadeza moral y de la
tristeza de una vida bella y buena, tronchada de golpe.
Pasó por la tierra sin ser vista, y hace pensar en esas almas que Baudelaire
recuerda en “La Mala Suerte”, comparándolas con piedras preciosas a las que no llegan
nunca ni picos ni sondas. Y aun superiormente, comparándolas con las flores de los
lugares inaccesibles, en versos que pueden ser traducidos de este modo:
“¡Y cuánta flor, con tristeza, expande
su aroma dulce como un secreto
en las soledades profundas!”
UNA ESCENA DEL “MIO CID”
La exaltación propia de los autores delante de las hazañas de los héroes en las
obras épicas, suele hacer olvidar al lector la realidad cruel, el medio ambiente de
verdadero desastre social en que se tallan los héroes y, deslumbradoras, se imponen sus
hazañas.
Lo más común es que el estudiante enfervorizado por el impulso y gesto de los
combatientes, tenga propensión a ignorar esta verdad de a puño, que ha de colocarlo en
la entraña sangrienta de este esfuerzo encantado: Todo mundo heroico es, desde el
punto de vista social, una calamidad. Con este pensamiento debe el estudiante entrar
en lo verdadero de la guerra. La furia de la misma puede verse, a cada instante, en una
epopeya como la Ilíada: el horror muestra ahí gesticulaciones imperecederas. Pero no
pasa lo mismo con el poema del Cid, donde todo se narra más rápidamente, y los
movimientos de conjunto tienen tanta o más importancia –lo que no ocurre en Homero–
que los combates singulares.
Trataremos de ver esto a través del análisis de un fragmento –la serie Nº23–
donde se nos muestra la toma de Castejón. En él trataremos de mostrar dos cosas:
primero, una realidad social deplorable; segundo, la alegría heroica y belleza de la
apostura.
Abandonando las fronteras de Castilla, el Cid y sus trescientas lanzas penetran
en el reino moro de Toledo. Han aguardado el anochecer e incansablemente durante
toda la noche han cabalgado pero de manera que no “los ventease nadie”, dice el poeta.
Aun no ha amanecido cuando la tropa llega sobre el astillo de Castejón, y aguarda
escondida las primeras luces del alba para iniciar
el asalto. Lo que de antemano debemos considerar es que el Cid no puede ignorar que
este castillo, como todo el reino moro de Toledo, es tributario de su rey Alfonso.
Atacarlo significa, por lo tanto, injuriar a su rey, desconocerlo en su protectorado. Una
vez que el castillo ha caído en sus manos, Mio Cid decide abandonarlo al día siguiente,
pues como él mismo dice: “Con Alfonso mio señor –non querría lidiar”. Si el lector se
pregunta con qué objeto tomó entonces Mio Cid a Castejón, la respuesta no se hace
esperar: aquí no ha habido nada más que un acto de piratería. Y sólo se respeta la
persona física del rey pero de ninguna manera su autoridad.
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Es necesario mostrar aún otras contradicciones: ya en posesión del castillo Mio
Cid cae en la cuenta de que es muy pequeño para albergar a sus soldados y además
carece de agua suficiente. De este modo se contradice con lo que había afirmado ya en
el verso 450: “terné yo a Castejón don abremos gran empara” (es decir, donde
tendremos gran amparo). Esta equivocación tampoco alcanza a encubrir esa evidencia
de robo y saqueo que ha sido el único móvil de la acción. Por otra parte, la toma de
Castejón ha dado al vencedor un cierto número de cautivos y cautivas moros, pero él no
sabe qué hacer con ellos; y aun las ganancias: ovejas, vacas y ropas constituyen
impedimentos para su futura marcha. No encuentra ni siquiera a quien vender: “Aquí
non lo puede vender –nin dar en presentaja” (o sea, ni dar como regalo). Es necesario
acudir a Hita y Guadalajara para realizar la venta, “aun de lo que diessen” –escribe el
juglar, mostrando así que la prisa obliga a cualquier generosidad del vendedor. En
resumen: el salteador y los suyos se han alzado con lo que han podido, y cuando el autor
nos dice que “los moros e las moras bendiziéndol están”, lo único que tenemos que
alabar en el vencedor es el no haberse entregado a un exterminio insensato de los
vencidos.
Contemplando ahora la acción bélica en sí, puede observarse, primeramente, que
no ha existido, en realidad, combate. Los campesinos moros, derramados por sus
heredades, han sido sorprendidos. El asalto se
ha verificado entonces sobre hombres desarmados. Si bien la puerta del castillo posee
una guardia, sabemos que es muy pequeña, pues se nos ha hablado de su poca gente.
Cuando el Cid ataca con sus cien caballeros, los defensores moros huyen y la puerta “fo
desamparada”. Mio Cid mata quince moros, “de los que alcanzaba” –dice el juglar– y
bien por esto puede verse que se trata de hombres fugitivos. El estado de ánimo del
poeta no está para condolerse de ellos; y este detalle circula a toda velocidad. Por su
parte, los 203 hombres de la vanguardia (de la “algara”) conducidos por Minaya, han
asolado los campos hasta Alcalá. “Toda la tierra preavan” (saqueaban), dice el poema.
Ha aquí, vista con ojos realistas, la acción de Castejón. Convengamos en que
hay en ella muy poco de admirable. Robo, saqueo, crímenes, cautiverios, destrucción de
bienes, equivocaciones y malbaratada venta del botín. El enemigo mismo carece de
estatura para que el coraje pueda verdaderamente mostrar su regio esplendor.
Pero pasemos ahora a la poetización de esa misma conquista. Oigamos al juglar.
Es el ansiado instante en que el alba nace y surgen los sitiadores de su escondite:
“Ya crieban los albores e vinie la mañana,
ixie el sol, Dios, qué fermoso apuntaba:
En Castejón todos se levantaban,
abriendo las puertas, de fuera salto daban,
por ver sus labores e todas sus heredancas.
Todos son exidos, las puertas abiertas an dexadas
con pocas de gentes que en Castejón fincaran;
las yentes de fuera todas son derramadas.
El Campeador salió de la celada,
en derredor corríe a Castejón sin falla.
Moros e moras avíenlos de ganancia,
a esos gañados cuantos en derredor andan.
Mio Cid don Rodrigo a la puerta adeliñava:
los que la tienen, cuando vidieron la rebata,
ovieron miedo e fo desamparada.
Mio Cid Ruy Díaz por las puertas entrava,
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en mano trae desnuda el espada,
quinze moros matava de los que alcancava”.
Hay en este trozo, claramente, dos momentos en los que el juglar abandona su
característica objetividad.
para dar rienda suelta a su euforia. “Ya quiebran los albores y viene la mañana, –salía el
sol–, ¡Dios, cuán hermoso apuntaba!” El entusiasmo bélico busca la colaboración de la
naturaleza. Se hace entrar en complicidad a la aurora con la esperanza de la victoria. ¡Se
trata ya de un sol glorioso, de un patrio sol! Más aun: el alba no sólo presiente, sino
anticipa, pone delante, hace gozar como ya conquistado, el oro de la gloria. Triunfo de
sol naciente se está ya pregustando en la futura caída de Castejón. Es un verso inocente
y magnífico. El segundo momento destacable aparece como culminando una serie de
acciones. Se abren las puertas, se alejan los campesinos a sus labores. El narrador
continúa mirando lo mismo; no aporta nuevos datos. Las puertas abiertas con poca
gente en derredor aparecen cada vez más grandes, más solas, más desamparadas. Se
transforman cada vez más en una ocasión, en una tentación. Al mismo tiempo, la gente
que podía defenderlas se ha desparramado toda entera por las heredanzas. Es el instante
en que salta el Campeador de su celada. Los ojos del juglar llénanse de gula: moros y
moras, ganados, todo lo que se ve será ganancia. Ya Mio Cid ha enderezado hacia la
puerta; los que la tienen sienten de golpe la “rebata”, sacúdense de miedo y la
desamparan. Y hay entonces una delectación profunda del juglar cuando escribe: “Mio
Cid Ruy Díaz por las puertas entraba – en su mano trae desnuda la espada”. He aquí la
imagen culminante, central, en que se concentra toda la enumeración. Ella había sido
hecha nada más que con el objeto de colocar en su cúspide esta imagen: la del hombre
victorioso, que entra con la espada en la mano, visto en la misma puerta que los
guardianes desamparan. Nosotros encontramos una correspondencia íntima entre aquel
sol que “fermoso” apuntaba y esta imagen que irrumpe soberana envuelta en el
esplendor de su acero desnudo. Si agrega de inmediato que da muerte a quince moros,
es que la acción no podía quedarse en un mero efecto decorativo, teatral, sino que exigía
el hecho físico correspondiente.
Veamos ahora otro momento de la misma aventura.
Ya no es la retaguardia de Mio Cid sino la algara de Alvar Fáñez:
“fasta Alcalá llegó la seña de Minaya;
e de sí arriba tórnanse con la ganancia,
Fenares arriba e por Guadalfajara.
Tanto traen las grandes ganancias,
muchos gañados de ovejas e de vacas
e de ropas e de otras riquizas largas.
Derecha viene la seña de Minaya;
non osa ninguno dar salto a la zaga.”
No pasa de ser el procedimiento aquí seguido una de las tantas enumeraciones a
que nos tiene acostumbrados el juglar. Pero hay sin embargo dos preocupaciones: una,
poco poética, al parecer, es la golosina de la ganancia: ganados, ovejas, vacas, ropas,
otras riquezas grandes. Pero, ¿qué queréis? Aunque sea el mismo Unamuno quien se
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encabrite ante tal anticaballeresca sed de bienes, aunque sea cualquier otro profesor
alemán, no podemos olvidar que esto es el destierro, sin ropas ni víveres, y es también
el desierto, con el hambre, la sed y la desnudez. En él todos somos beduinos, y estos
forajidos no tienen más remedio que serlo. Pero si bien está vista la avidez del juglar
aun está manifestada superiormente su alegría. Es en un único verso culminante.
Cuando dice: “Derecha viene la enseña de Minaya”. Si el juglar posee como todo artista
–por más pobre que sea– un procedimiento, hemos de acordarnos en que sabe modular a
la perfección. Este procedimiento está presidido sabia y espontáneamente por su
entusiasmo. Consiste en una armonización o entonación idéntica de los efectos
principales en base, como ya dijimos, a enumeraciones poco llamativas. Hay aquí tres
momentos –de los que hemos señalado dos– que se corresponden artísticamente. Al
primero, el del sol augural que entre los quebrados albores apuntaba, corresponde el
segundo: la espada del Cid desnuda irrumpiendo en las puertas del castillo; y con este
segundo se corresponde la recta enseña de Minaya que se acerca después de su exitosa
correría. “Derecha viene la seña de Minaya”. He aquí el amigo leal del caballero en
desgracia. Ha cumplido su acción como quien
lleva a cabo un mandado. Y no es él quien se yergue. Es su enseña. Algo que pertenece
a todos, un gallardete o pendón más visible ahora, pero también un poco confundido
entre las ovejas y las vacas que vienen arrimando los suyos. Por algo Mio Cid sale a
recibirlo con los brazos abiertos. Este es Minaya. Aunque Dámaso Alonso afirme que la
gran esperanza de Alvar Fáñez es parecerse en todo al Campeador, sabemos que no es
así. Él no es un “pastiche”. Es lo que es. Un segundón. Pero contento de serlo. Todavía
no sabe lo que vale. Aunque se lo demuestren: el Cid le ofrece la quinta parte de todas
las riquezas juntas. Y él no las recibe porque cree aún no merecerlas. No se le ha visto
pelear como él quiere. Hoy todo ha sido demasiado fácil. “Derecha viene su enseña”;
mas él, humilde. Para creerse digno necesita, delante de su Campeador, sentir codo
abajo la sangre destellando. Nosotros columbramos acá un horizonte: un horizonte sin
límites pese a su falta de pretensiones. La lealtad no es una subordinación ni una
esclavitud, como tiéndese a pensar. Tiene su camino propio, impone singularmente sus
tallas y hace su ruta, aunque parezca estrecha, interminable. Queda siempre debajo,
tapada por la victoria. Y si no es igualmente brillante es más tiernamente querida. La
lealtad –que no es otra cosa que fe– es quizá el único sentimiento que puede pasarse sin
gloria, alimentado de su propia brasa.
EL HUMOR LÍRICO
(SHAKESPEARE)
“El éxito de un chiste está en el oído de quien
lo escucha, y no en la lengua que lo hace”.
(Penas de amor perdidas. Acto V, Escena II)
Las palabras del epígrafe explican cuánto debe meditar el humor con respecto a
su público. Elaborar un efecto supone anticiparse las resonancias justas: diríamos los
sonidos “armónicos” que habrán de producirse en el auditor.
Aventurar un chiste y no hacer reír a nadie es un procedimiento inequívoco para
organizar una incomodidad general. La producción en serie del chiste malo en que
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ciertas personas perseveran –lo que les conduce en ausencia de eco al inevitable papel
de festejarse a sí mismas– prueban de manera nítida esta duplicidad, este
desdoblamiento, esta conducta histriónica inseparable del humor.
Para estar en el chiste y en el oyente, el humorista debe estar un poco dentro y
un poco fuera de ambos. Esa es la libertad interior que debe presidir el ejercicio de su
arte.
Pero además de esta vigilancia, el verdadero y gran humor debe ir acompañado
de una poderosa fuerza expansiva, de una vitalidad en apariencia incontenible.
Cuando cierto tacto no preserva esta explosividad, los peligros de la grosería y
de la guarangada son evidentes; y estas no son siempre índice de vitalidad sino más bien
de improvisación. A la inversa, la producción de hoy, mundial e industrial de la
“alegría” insiste con exceso en el chiste de “cabeza” pero sin pizca de sangre.
A la reflexividad y a la vitalidad que ostenta el humor de Shakespeare, por
ejemplo, agrega este una poética delicadeza. Si bien no podemos olvidar que su risa se
ha nutrido a menudo de bajo realismo, e incluso de obscenidad, hay aún dentro de ella
muchas veces un espíritu pensativo que mira con horror aquello mismo que le hace reír.
Citaremos primeramente un ejemplo tomado de “La Comedia de las
Equivocaciones” (1592-93). En tema pedido a Plauto, Shakespeare presenta el caso de
dos jóvenes gemelos “tan parecidos el uno al otro, que sólo podía distinguírselos por los
nombres”. He aquí lo que uno de ellos expresa, en tanto por tierra y mar busca a su
hermano: “Soy en el mundo como una gota de agua que busca en el océano a otra gota y
no pudiendo encontrar allí a su compañera, se pierde ella propia errante e inadvertida.
De igual modo yo, para hallar a una madre y a un hermano, me pierdo, desgraciado, a
mí propio buscándolos”.
Es fácil percibir el clima poético a que se ha elevado la situación mediante el
símil de la “gota de agua”. El amplio mundo, el universo, la pequeñez viajera y anónima
del ser humano se han hecho presentes de manera instantánea y punzante. La frase en sí
no es cómica pero ella queda envuelta en un hálito de humor merced a los diálogos que
le anteceden y siguen.
Si Shakespeare ha impreso a su risa una intencionalidad poética es –creemos–
porque hizo sus primeras armas en un arte preciosista. El “eufuismo” derivado de los
“concetti” italianos, es el culto a la ingeniosidad, a un exagerado deseo de lo pulido y
raro; es el artificio deslumbrante capaz de vivir más por su prodigalidad y desmesura
propias que por la verdad de carne y hueso que simula poseer. Es una visión del mundo
intolerable a fuer de espléndida. Pero por estar hecha de aire y sueño sirvió para elevar
en él la herencia realista de su país.
La función de Shakespeare consiste en presentar la caricatura de este mundo
brillante. Nos servirá de ejemplo fragmentariamente “Penas de Amor Perdidas” (1594-
95). Los detalles de la situación previos al
momento que hemos elegido son los siguientes: el rey de Navarra, acompañado de los
señores de su séquito se ha propuesto vivir tres años consagrado al más riguroso
estudio. Los tres caballeros que lo rodean juramentan también el mismo plan, y aún con
exigencias más severas, como ser: no tomar alimento un día a la semana; no realizar
sino una comida al día; no depositar los ojos durante este tiempo sobre ninguna
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presencia femenina. Todo este vigoroso plan –en personas consuetudinariamente
acostumbradas a otro contrario– aspira a una sola meta: la gloria. “Navarra será el
asombro del Universo” –dice el rey.
Es corriente comprobar que en las comedias de Shakespeare las figuras
socialmente importantes –reyes, reinas, duques, caballeros– paseen su vistosismo y
majestad en peroraciones prácticamente nulas. Un rey de comedia queda, allí
prácticamente convertido en un rey de baraja. Con lo que la atmósfera de juego
comienza desde el principio. Entran y salen los reyes al son de marciales clarines
moviéndose con gravedad cada vez más alta en la más absoluta inoperancia. A esto
también colabora el estilo preciosista en que arden y se consumen estos grandes del
mundo. “Que la fama –dice el rey– nos preste su gracia en la desgracia de la muerte”.
“A despecho del tiempo voraz devorador”.
Estos personajes no sólo son ridículos sino tienen también la conciencia de serlo.
Aunque no los arredra tal comprobación. Uno de los caballeros –no recordamos si es el
de la masa abdominal más prominente– dice con inexplicable convicción: “El alma
banqueteará, aunque el cuerpo ayune. Los vientres voluminosos poseen escuálidas
molleras”.
He aquí, luego, un personaje que se opone al riguroso plan. También él quiere
estudiar, pero de modo contrario a los restantes. Y dice: “Por ejemplo, quiero estudiar
en qué lugar puedo almorzar bien, aunque se me prohíba expresamente festejarme;
estudiar donde encontrar una dama, cuando a despecho del sentido común se escondan
ellas; o habiendo hecho un juramento demasiado difícil de guardar, estudie el mo-
do de quebrantarlo sin que se quebrante mi fe. Si el beneficio del estudio consiste en
conocer así lo que ignoramos, hacedme jurar que no diré jamás que no”.
Eremítico, el rey, contesta al importuno: “Citáis precisamente aquellas
distracciones que se oponen al estudio y encadenan nuestro entendimiento a vanos
deleites”.
Aparece, entonces, lo que es frecuente en Shakespeare: un pensamiento veloz y
muy fino acompañado de una carga de brillante lirismo y desenfrenada pulsación de
vida. Es como un relámpago en medio de estos conceptos y de los retruécanos, las
posturas, los almibaramientos de lenguaje, la farsa; el juego, en fin, radiante de la
comedia. El revolucionario contesta al rey en estos términos: “¡Cómo! Todos los
deleites son vanos: pero el más vano es aquel que, adquirido con pena, no rinde sino
pena, como es el de investigar penosamente sobre un libro la luz de la verdad, mientras
esa verdad, en el propio instante, ciega pérfidamente la vista de su libro. Así, antes que
halléis la luz en el seno de las tinieblas, vuestra luz se tornará oscura porque arruinaréis
vuestra vista. Estudiad más bien el medio de regocijar vuestros ojos fijándolos en otros
más bellos, que, aunque os deslumbren, os servirán al menos de guía. Poco han ganado
nunca los estudiosos asiduos, salvo una ruin autoridad emanada de los libros de otros.
Esos padrinos terrestres de las luces del cielo, que bautizan a cada estrella fija, no
alcanzan más provecho de sus brillantes noches que los que se pasean sin conocer
dichos astros”.
Sería exagerar las cosas decir que en este pensamiento Shakespeare condena el
fáustico deseo de saber. Aunque sin duda se sostiene el hecho de que el misterio
permanece inatacable, en nada más pequeño, sino dilatándose más cuanto más se le cree
conocer. Por el simple acierto de dar nombre a un astro, no se está en ningún modo más
cerca de él. No podemos ni manejarle ni propiciar la fe en su particular servicio.
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Aquellos que sin conocerlo se pasean por las noches bajo su luz, adquieren tanto
provecho como estos terrenales padrinos de los astros.
Entre tanto, Shakespeare también aconseja: “Estudiad más bien –dice– el medio
de regocijar vuestros ojos fijándolos en otros más bellos”. Y si hacéis esto durante la
noche –es lo que claramente nos sugiere– obtendréis de las estrellas más beneficios que
aquellos que han perdido sus ojos, en largo estudio, dándoles un nombre.
Y estas palabras dichas al correr, configuran el tema y el clima justos de un
poema al amor y a la noche.
EL HUMORISMO DEL BUEN CORAZÓN
(CERVANTES)
Reír es juzgar y, casi siempre, justicia seca, que no perdona. Sanción moral. ¿De
qué manera ella, que opera como una quemadura, puede tener alianza con la bondad?
Bien a la vista está que nadie quiere ser el leño de esa llama. Hegel desestimaba el
humor y el humorista, este hombre que sólo puede moverse en un círculo de moral
social muy parecido al de la fábula. Por la misma causa Bergson coloca a la comedia en
rango poco elevado. Las excelencias supremas llevan para él el sello de lo trágico.
La justicia del humor se parece demasiado a la venganza. Y las cosas más se
complican cuando tenemos el deliberado propósito de hacer reír.
Esta peligrosidad inventa sus propias vallas cuando el artista encuentra que el
objetivo principal de la risa es él mismo. Ahora nadie puede reír profundamente de sí si
no acepta la experiencia real de su fracaso. Fracaso personal, de vida propia;
desproporción entre lo que se quiso ser y lo que, a fin de cuentas, se terminó por ser.
Todo el esfuerzo por llegar a algo más grande que sí mismo se transforma, al fin, en un
largo mundo de imaginación. No hay humorismo verdadero sin esta noche de
tempestad. Tal es el caso de Cervantes.
Puede ocurrir que el humorista no acepte el fracaso de sí mismo y de su ideal. Y
entonces todo aquello que no ha sido cabalmente incinerado permanece como un
sedimento rencoroso. El humor de Quevedo, por ejemplo. Instintos mal reprimidos a
través de sus sarcasmos; convicciones maltratadas; héroe a su manera,
como el boxeador vencido que aún se está de pie, de puro guapo. Es todavía hombre el
que lucha, pero sin esperanza; y hay por eso en su risa un resplandor blanco y negro, de
cuchillada. En cuanto pasamos a Cervantes hallamos que la resignación ocupa el puesto
del resentimiento; y una impresión de misteriosa alegría circula a través de sus ilusiones
deshechas.
No es el hombre que lucha ni el que sueña, sino el que ríe de su propia lucha y
de su propio sueño. Pero los ha amado demasiado para encumbrarse soberbiamente
sobre ellos.
“Halleme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre” –confiesa
con vergüenza, hablando de Cervantes, el licenciado Márquez Torres para calmar la
curiosidad del embajador francés que pregunta sobre la profesión y fortuna del escritor.
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¿De dónde viene entonces esta risa? Es que le salva el hombre religioso que, ahora, de
un modo definitivo, lo habita. No es asceta, ni místico, ni santo. Su fracaso vital le ha
creado un corazón humilde semejante al que Jesús glorifica en su primera
bienaventuranza. Y es bueno, casi sin saberlo, como aquellos pobres de espíritu.
Pero el hombre de España y del Renacimiento al fin, historia los ideales de su
patria y de su época; despliega sus pastoriles ensueños y retóricas; monta a la jineta su
Cristo caballero y, con borbotones de risa, circunda todos los delirios de la espada.
“Porque hasta el loco, con el sufrimiento se vuelve cuerdo” –dice Hesíodo.
Recordad que Don Quijote vive loco y muere cuerdo. Esta es también la vida y la
muerte de Cervantes. Sus imaginaciones de hombre, de artista, de héroe, suenan, a la
hora del crepúsculo, con el sonido de la moneda falsa. Y en consecuencia, la cordura –
eso que nos parece regalado– es en verdad formidable conquista de llanto que se hace
en nosotros, y –casi siempre– pese a nosotros. No Don Quijote solamente; todo hombre
vive loco y muere cuerdo. La historia del Gólgota se inscribe, naturalmente, en el
corazón humano. “Que todos somos Cristo, alguna vez –decía un personaje de “El
filósofo” de Sher-
Wood Anderson– y alguna vez, también, nos crucifican”.
Esta crucificada cordura reconquista una alegría que viene de la contemplación;
y como no exige nada a la vida está por eso mismo libre de toda muerte. Parecería esta
risa un privilegio de la edad; por lo menos de la edad de un corazón. Compárese por
ejemplo con el humorismo petulante y juvenil de Larra, y veremos que este último se
toma demasiado en serio. Para el gran humorismo lo seres son verdaderamente serios
sólo cuando la proximidad de la muerte los clausura y destina.
Y los ideales, ¿son serios o no? Escuchemos la respuesta envuelta en esta
temible pureza evangélica. Cuando Don Quijote ve los galeotes a quienes el rey a
privado de su libertad, exclama: “Porque me parece duro caso hacer esclavos a los
que Dios y la naturaleza hizo libres; allá se la haya cada uno con su pecado, Dios
hay en el cielo que no se descuida de castigar a los malos, ni de premiar al bueno”.
Y ahora se ve bien claro que el delito del rey es el mismo delito de Don Quijote.
Apurar, a lo humano, la justicia que es sólo de Dios. Querer crear el amor con una
espada; sin atender que es la sangre inocente la que, sin vengarse, convierte a los
verdugos en hermanos. Esta espada española no es más que cizaña; como toda espada, y
como toda terrestre justicia. El Superhombre que imagina ser Don Quijote tendrá un fin
irrisorio por contradictorio. Refiriéndose a la muerte del caballero dice Paul Langberg
que “es hermoso terminar siendo don Alonso Quijano el bueno, pero después de
haber sido, alguna vez, Don Quijote”. Lo será, quizá; pero no lo creemos.
Ríe Cervantes, y ríe de sus pasiones, al parecer, más santas. Este afán de justicia,
que no admite los plazos de Dios, se vuelve al final contra Dios mismo. Por eso se
alucina el caballero y transforma en ejércitos los rebaños de ovejas. ¿Y Sancho el
bueno? Se alucina también. Aunque con más humilde golosina: mencionadle la ínsula.
Mas a la postre nos alucinamos todos –en Quijote
o en Sancho. De aquí emana la piedad del escritor para sí mismo y para toda creatura
humana. De aquí nace la bondad de esta risa –la más alegre– porque está arraigada en la
compasión interminable del Dios que muere, y que nos guarda siempre, sin olvidarse
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“de los mosquitos del aire ni de los gusanillos de la tierra” (capítulo XVIII, parte
primera, insuperable escena muy bien comentada por Jean Babelón en “Cervantes”).
Y he aquí la despedida del autor: “¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós,
regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la
otra vida!” (prólogo del “Persiles”).
UN ESPÍRITU AFABLE E INDIFERENTE
(SAN FRANCISCO DE SALES)
La obra y la vida de un santo, contempladas puramente a lo humano, nos
producen un efecto de extrañeza y admiración mayor, quizá, que cuando las vemos bajo
una luz sobrenatural. Desaparecen las explicaciones teológicas y místicas y, más
cercanas a nosotros estas vidas aumentan sus sorpresa sin perder por ello una coherencia
misteriosa.
En el “Tratado del Amor de Dios”, la obra de San Francisco de Sales que es
como el corazón de su vida espiritual, las palabras “Voluntad” y “Amor” son las dos
palabras esenciales. Pero cuando el santo se introduce, alma adentro, para darnos a
entender el sentido de esas palabras o esas presencias, en su pura desnudez, en sus
afectos y sus misterios, nosotros nos hallamos en la situación de una persona que ve los
gestos que hace otra, pero no alcanza a percibir lo que habla.
En cambio esa misma Voluntad y ese Amor adquieren una significación más
precisa cuando el santo las sustituye por las palabras: afectuosidad e indiferencia.
Aparecen como puntos concretos en una perspectiva limitada: puntos de aplicación de
un espíritu cuyo amor por el ser infinito puede palparse en las más varias situaciones de
la vida y en los momentos más familiares.
Esta afectuosidad de San Francisco de Sales, es una afectuosidad vagabunda,
que va despreocupadamente de un ser o cosa a otra, sin preferencia o disminución
particular por ninguna. Esto puede dar la idea de un olvidadizo mariposeo, si no
supiésemos que el santo estaba dotado de una afectuosidad muy viva, casi “fe-
menina”, según dicen algunos de sus biógrafos. Así como el vapor se condensa en una
constelación de gotas, así aquella noción principal del Amor místico se resolvía en este
rocío sobre el mundo.
En cierto modo, la naturaleza del sentimiento no quedaba afectada, aunque la
operación de la voluntad se ejercía insistentemente sobre él. Lo natural de cualquier
afecto consiste en que distingue y selecciona entre seres y cosas, busca detenerse sobre
ellos y procura hacerlos suyos. Esta voracidad era la que el santo se prohibía. De aquí
aquel errante afecto impuesto no por la volubilidad sino por porfiado anhelo de libertad
interior. Las personas dicen entregarse en sus afectos, pero no es nada raro que esta
víctima sea, al mismo tiempo, verdugo. “El dominio de la naturaleza en la afectuosidad
es el único que nos permite –dice Luis Lavelle– amar a alguien por el bien que hay en él
o por el que podemos darle”. Por otra parte, si sólo existiera el sentimiento y estuviera
ausente la voluntad, ¿de qué manera el acto afectuoso podría ser considerado como un
acto propio?
Este equilibrio inestable, expuesto y recobrado a cada instante, esta volatinería
del carácter nos brinda el espectáculo de un alma que danza sobre el mundo. Todo
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puede ser a un tiempo peligroso y seguro, amado y olvidado, ocasión de ganancia y de
pérdida. ¿Cómo entonces, no caminar a paso trémulo por la existencia? El santo
recomienda, empero, una actitud de indiferencia. “En todas las cosas debe procurarse la
tranquilidad y preferir perderlo todo antes que la paz: es el remedio que ordeno” –dice–
y “siempre prohíbo el apresuramiento”, que es afecto del amor propio.
La presencia física del santo era la de un hombre casi enteramente calvo, más
grueso que delgado. Un bigote y barba de época –del siglo XVII– circundaba una boca
naturalmente encendida. Sus pómulos se destacaban, luego, ligeramente; y la ausencia
de cabello hacía parecer amplísima su convexa frente. El retratista ha puesto sobre todo
en los ojos todo el efecto de aquel rostro cabalmente ovalado. Son ojos que parecen
negros, y miran sin ver. Vienen y van
adentro como si se pensaran. Un aire de cordialidad lejana, sin embargo se difunde de
ellos. Es la efigie del “Santo de la dulzura”, como se le ha llamado. Aunque fue la
cólera –según él mismo ha dicho– la pasión más imperiosa de su naturaleza.
Juana Francisca Frémyot de Chantal, su amiga, también canonizada, fue, por
encargo, uno de sus primeros biógrafos. Ha escrito sólo algunas páginas, pero en ellas
ha reunido en un haz, y quizá sin darse cuenta, las paradojales virtudes de su amigo.
Podemos hacer una breve lista de ellas. En primer término, si él estimaba sobre todo la
fe desnuda y simple, confesaba al mismo tiempo que era del estudio de donde extraía la
oración. En segundo término, aunque dotado de un natural notablemente impresionable,
no disfrutaba de gustos sensibles en la oración. Eran, según él, “claridades y
sentimientos insensibles” los que experimentaba. De los regalos que hallaba en la
oración solía hablar de este modo: “Son cosas tan tenues, sencillas y delicadas que no se
pueden explicar cuando han pasado, pues sólo sus efectos quedan en el alma”. En tercer
término, si como cuenta su santa amiga: “todos pudieron notar aquella general y
universal indiferencia que se veía ordinariamente en él” es preciso agregar que esta,
lejos de paralizarlo, no impidió en los últimos años una actividad tan febril que le hurtó
casi enteramente el tiempo consagrado a la oración. Y cabe agregar que, por cuestiones
de fe, fue hombre algunas veces de grandes indignaciones. En cuarto término, su
espíritu se mostró capaz de encontrar en el dolor inusitadas centellas de alegría.
“También me dijo alguna vez –cuenta su amiga– que en lo más íntimo de sus grandes
aflicciones, sentía una dulzura cien veces más dulce que de ordinario”. Y cabe advertir
que fue, según todos sus contemporáneos, un hombre de admirable sensatez natural.
Quizá su espíritu había tocado aquella zona donde los sentimientos pierden sus relieves
singulares, su peso específico, su propia existencia. La sensibilidad, según los escritores
espirituales, no cala hasta el fondo del espíritu.
Es cosa de superficie. En la base del alma, si el sen-
timiento persiste aún, suele cambiarse con facilidad en uno de sus contrarios. Basta
recordar, por ejemplo, las penas llenas de sabor de que habla Teresa de Ávila. En quinto
término, y para concluir este desfile de paradojas, debemos agregar que el santo
acostumbraba –según confesión propia– a “engolosinar sus pasiones”. Tal vez –
suponemos– se ejercitaría en ellas cuando su vehemente deseo del otro mundo le hacía
caer en peligrosa desestima de este otro, humano, creado también por Dios a su imagen
y semejanza.
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Como vemos, este amable Francisco de Sales es una obra maestra del equilibrio.
Y no de equilibrio meramente externo sino proseguido hasta sus últimas profundidades.
¿Pero no lo es, acaso, en su perpetuo dinamismo interior, el cristianismo, con su tensión
constante entre ambos mundos? Entre los escritores que aspiran al Arte solamente no es
difícil encontrar un parecido juego armónico de las facultades, con las arquitecturas y
cadencias de una gracia perfecta. Pero este equilibrio pocas veces cava corazón adentro
hasta rehacer el destino mismo de la persona. Los grandes estilistas suelen morir de
fatiga y tedio cuando no escriben. Recordad los feroces aburrimientos de Gustavo
Flaubert después de aquellas veinticuatro horas de caza en pos del adjetivo justo. Ese
diabolismo de la perfección no le quitó de encima aquella amenaza de vulgaridad de la
que él mismo, al fin, no pudo liberarse. Y las melancolías finales de un estilista como
nuestro Rodó prueban el desacuerdo que existe entre la obra y el autor, cuando las
excelencias de aquella no son lo bastante poderosas como para modelar en profundidad
la vida interior del mismo que las produce.
En San Francisco de Sales todo sonríe suavemente. Hay una etérea confianza
inconmovible. Gustó de la vida de las flores, de los animales y de los insectos que,
convertidos en metáforas y comparaciones, entraban a circular gozosamente por sus
páginas, volcando sobre difíciles trances del espíritu un breve raudal de luminosidad
campestre.
Su indiferencia era amable. Casi todos los ingredientes que componen la
indiferencia moderna –la
ironía, la fatuidad, la amargura, el cansancio, el escepticismo, el tedio– no tenían nada
que hacer allí. Aquella indiferencia no fue otra cosa que una inalterable paz del corazón.
Las frases que han brotado de su pluma cuando escribía dominado por ese estado del
espíritu son sin duda las más inolvidables. Sueltan una ráfaga de suavidad que persiste
largo tiempo, y que es posible, con sólo recordar las palabras, traer a cada instante de
nuevo al corazón. Son frases como esta: “Necesito muy poco y deseo muy poco lo que
necesito. Apenas tengo deseos; pero, si hubiera de nacer de nuevo; no tendría ninguno.
No deberíamos pedir nada ni rehusar nada, sino entregarnos en los brazos de la Divina
Providencia sin perder tiempo en ningún deseo, excepto el de querer lo que Dios quiere
de nosotros”.
Para terminar, vamos a contemplar esta afectuosidad e indiferencia en un
instante de prueba. Es cuando nos narra el santo la muerte de su madre: “Mi madre,
pues, llegó aquí este invierno y en el mes de su estancia hizo examen general de
conciencia y renovó sus deseos de obrar bien, por cierto con mucha devoción; donde
había hallado, como ella decía, más consuelo del que había causado ella misma.
Continuó en este gozo hasta el miércoles de ceniza, en que fue a la parroquia de
Thorrens, donde confesó y comulgó con muy gran devoción, oyó tres misas y Vísperas:
y por la noche, estando en la cama sin poder dormir, se hizo leer por sus criadas tres
capítulos de la Introducción, para entretenerse con buenos pensamientos hizo señalar la
Protesta, para hacerla a la mañana siguiente. Pero Dios contentándose con su buena
voluntad lo dispuso de otro modo; pues llegada la mañana, al levantarse y peinarse, la
pobrecita cayó de pronto en un desmayo. Mi pobre hermano, que dormía aún, al saberlo
acudió sin vestirse y la hizo levantar y pasear, reanimándola con esencias, aguas
imperiales y otras cosas que se juzgan adecuadas en esos accidentes, de modo que ella
se despierta y empieza a hablar pero casi ininteligiblemente, por tener la lengua y la
garganta paralizadas.
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Se me viene a avisar aquí y yo acudo enseguida con el médico y el boticario, los
cuales la hallan aletargada de tal modo que, sin embargo, fue fácil hacerla volver en sí,
y en esos momentos de su despertar, demostraba estar en todo su juicio, bien con las
palabras que se esforzaba en decir, bien por el movimiento de su mano sana, es decir
aquella cuyo uso conservaba. Pues ella hablaba con mucho tino de Dios y de su alma, y
tomaba la cruz por sí misma a tientas (pues de pronto se quedó ciega) y la besaba. Jamás
tomaba nada que no hubiese persignado, y así recibió el Santo Óleo. A mi llegada, con
todo y estar ciega y adormilada, me acarició mucho y dijo: ‘Es mi hijo y mi padre este a
la vez’; y me besó, rodeándome el cuello con su brazo, y me besó la mano antes que
nada. Continuó en el mismo estado casi dos días y medio, pasados los cuales ya no se le
pudo fácilmente despertar, y el 1º de Marzo entregó el alma a nuestro Señor,
dulcemente, apaciblemente, y con un aspecto de serena hermosura mayor tal vez que la
que nunca había tenido, tanto que nunca había visto yo una difunta de tan bello aspecto.
Ahora he de añadiros que tuve el valor de darle la última bendición, de cerrarle
los ojos y la boca y darle el último beso de paz en el momento de su tránsito. Después
de lo cual mi corazón rompió en sollozos y lloré sobre aquella buena madre como no lo
había hecho desde que pertenezco a la Iglesia; pero fue sin amargura espiritual gracias a
Dios. Esto es todo lo que pasó”.
LA POESÍA DEL VIAJE
(GOETHE)
Entre los grandes clásicos, Goethe se nos aparece como predispuesto para
cumplir la función del viajero.
Generalmente, el común de los hombres se hace a esta empresa de los viajes sin
más preparación que aquella que le asiste para ver una película. Una fuerte sensación de
aburrimiento puede ser el punto de arranque inicial. Luego, una noción ligera de lo que
se va a ver. Cuanto más ligera mejor, suele pensar el feliz –o infeliz– mortal, pues, todo
ha de esperarse de la sorpresa. Lo más ligero de todo es, sin duda, esta convicción de
que el cambio por el cambio mismo ha de prodigarnos una corriente incesante de
sensaciones agradables.
Como generalmente sucede lo contrario, uno no debe sorprenderse si reconoce
que muchos viajeros retornan exactamente igual, o un poco peor, de lo que se fueron.
Esto exige alguna explicación.
Sherwood Anderson cuenta haber visto a turistas norteamericanos que
contemplaban la catedral de Chartres sin detener el motor de su automóvil. Cuando el
alegre grupo dice con cualquier tono de voz: “Chartres, no incurre en ninguna
equivocación; y cuando afirma luego haberla visto, nadie podrá negar que en
determinado día y hora, un cierto número de bultos no determinado había ubicado el
ruido del motor en situación próxima al inmenso silencio de piedra, o música de piedra,
que se eleva hacia lo alto.
No se pude precisar bien desde qué época la gente comenzó a creer que preparar
un viaje consistía solamente en preparar la valija. Y esta verdad: “No por
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mudar de lugar se muda de condición”, es la que ningún viajero quiere creer. Él corre
hacia la maravilla que descubrirá, al fin, el fondo de sí mismo; y la aventura que hará de
su vida un destino parece anunciarse en las hélices, alas, pitadas, silbatos de los motores
que habrán de lanzarlo a lo desconocido.
Esta esperanza, fácil de conseguir, hace que todas las posibilidades que
juzgamos nuestras retornen y se aúnen; esperen todavía la ocasión; antes de que pasen a
ser juzgadas por la desesperanza de mañana como imaginaciones locas y deseos
muertos.
Lo que Goethe nos parece haber probado es que esa esperanza de la maravilla y
de la plenitud –que se anuncia en los viajes– se cumple siempre. Lejos de ser una
frustración, un viaje anhelado apasionadamente puede devolver con creces todos los
frutos anticipados y entrevistos.
Para comprobar esto nos basta leer su “Viaje a Italia”, realizado por Goethe en
1786, cuando contaba con treinta y siete años, y los relatos correspondientes al mismo
fueron escritos en 1816-1817; y desde 1819 a 1829. Estos Viajes Italianos constituyen
la continuación de su obra autobiográfica “Poesía y Verdad”. Y sobre ellos ha
reflexionado y escrito hasta los últimos años de su vida.
Los rasgos característicos de Goethe viajero son los siguientes: en primer
término un afán muy vivo, casi obsesionante, que le viene desde su niñez y a través de
relatos paternos, por conocer esta tierra soleada, cálida, marina y de verdor perenne. En
segundo lugar, una preparación científica y artística con respecto a los lugares y
monumentos que piensa contemplar. En tercer caso, una curiosidad muy variada, en
pugna con la fragilidad de su memoria. En cuarto término, una vieja preocupación por
instruirse a sí mismo, por completar su educación. En quinto lugar: una ausencia de
pretensiones, de que las cosas sean tales como las había imaginado. No hay diatriba
alguna contra el país que visita. Encuentra siempre una manera de comprender, de
disculpar o de olvidar, allí donde sobreviene algún hecho, persona o espectáculo
desagradable.
Finalmente nos dice que en él es casi natural el sentimiento de la veneración.
Veamos ahora algunos momentos de su libro: “brilla el sol caliente y vuelve uno
a creer de nuevo en Dios”, nos dice recordando de tanto en tanto y con pena la neblinosa
comarca que llama “cimeriana” de su Alemania natal. “Envueltos en eternas brumas lo
mismo nos da que sea de día o de noche”.
Delante de un cuadro del Tintoretto escribe: “Levedad de pincel, diversidad de
expresión. Para admirar y recrearse con todo eso sería menester que fuésemos dueños
del cuadro y lo tuviéramos toda nuestra vida delante de los ojos. El trabajo se prosigue
hasta lo infinito. Hasta las últimas cabezas de ángeles que desaparecen en medio de la
gloria, tienen carácter”. Todo viaje nos deja detrás de sí, por lo menos, un detalle
inolvidable: puede ser el de un rostro entrevisto y que no se tornará a ver nunca jamás;
el de un trozo de paisaje frente al cual experimentamos una no bien formulada euforia
infantil, algo así como si viviésemos por vez primera. O bien, según este caso de Goethe
el detalle de una obra de arte, detalle infinito, que nos hará más y más soñar en la
perfección; sueño agravado por la ausencia de la obra.
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Idéntico entusiasmo le suscita la visión de mausoleos antiguos: “El viento que
sopla aquí sobre los sepulcros de la antigüedad trae la misma fragancia que si viniera
atravesando colinas de rosas. Son sepulcros cordiales y conmovedores; y siempre
restauran la vida”.
Ha contemplado en Venecia, posteriormente, las lagunas en momentos de la
pleamar. La parte pantanosa dice: “está florecida de plantas acuáticas; baja y altamar
están continuamente batiendo y alborotando en ellas, sin dejar a la vegetación punto de
reposo”.
“La pleamar escala estas gradas y estos rellanos. Siguen al mar sus habitantes:
caracolillos comestibles, patelas de una valva, y demás cosas que se mueven; sobre
todo, cangrejos. Pero no bien han tomado estos animalitos posesión del liso muro,
cuando otra vez vuelve a llevárselos, según los trajera, el mar, que, alborota-
do se retira. No sabe aquel hervidero de seres a qué atenerse, y siguen esperando que
vuelva la salada pleamar; sólo que esta no vuelve; pica y seca rápidamente el sol y
entonces comienza la retirada”. Este hervidero de vida marina posee aquí humedad,
olor, actividad, misterio.
En medio de esta descripción mucho más larga, delante de la economía de los
caracoles de mar, Goethe prorrumpe con esta exclamación: “¡qué cosa tan notable y
magnífica es un ser viviente! ¡Qué en armonía con su condición, qué verdadero, qué
existente! ¡Y cuánto me aprovechan los estudios que hice hasta aquí de la naturaleza, y
cómo me alegro de continuarlos!”
Este ojo fijo y atento, parsimonioso, hace que Goethe no sienta Italia como país
extranjero.
“Ahora que cae la tarde, con el suave airecillo, vuelve uno a sentirse en el
mundo como en su propia casa, y no como de prestado o en destierro. Yo me avengo a
todo, cual si aquí hubiera nacido y me hubiera creado”.
El autor va presentando de este modo el variadísimo mundo de sus curiosidades:
desde su preocupación un tanto prolija por el tiempo y las nubes, hasta la tierra y las
piedras de la montaña y de los ríos que lo ocupaban, según sus amigos, excesivamente.
Sin embargo, a estos estudios de la Mineralogía atribuía Goethe la solidez de todos sus
otros conocimientos. Luego, la vegetación italiana, caminos y mesones, modos de
locomoción, tipos populares, fiestas de plaza, funciones de iglesia, monumentos
paganos, anécdotas pintorescas, teatro; y cuadros y más cuadros de famosos pintores.
Los lugares recorridos son Verona, Vicenza, Padua, Venecia, Ferrara, Cento,
Bolonia, Florencia. Finalmente Roma, Nápoles, Sicilia, y segunda estada en la ciudad
eterna.
El mundo de la Naturaleza y el mundo de la Cultura están presentes con la más
sabrosa vivacidad. Pero como al mismo tiempo y, en igual grado, existe en Goethe la
preocupación por construirse y profundizarse a sí mismo, esta auto-pedagogía da al
libro un
interés mayor. En su afán de belleza y de verdad vive Goethe la aventura de sí mismo.
Es, por ejemplo, Italia quien lo convence contra sus más caros deseos, de que no ha
nacido pintor. “No podía figurarme –dice– que anduviese tan atrasado en la escuela, que
tuviera tanto que desaprender, mejor dicho, que aprender totalmente de otro modo. Pero
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(…) cuanto más me niego a mí mismo tanto más me alegro”. Esta alegría en el fracaso
muestra bien la contextura del hombre.
Goza, sin embargo, de Italia, pero “no se trata –dice– de gozar a mi manera”.
“ya me encuentro aquí, y tranquilo, y creo que serenado para toda mi vida. Una
antigua amistad en un mundo nuevo. No he tenido ningún pensamiento enteramente
nuevo, nada he hallado enteramente extraño, pero las cosas viejas se han vuelto tan
concretas, tan vívidas, tan coherentes, que podrían pasar por nuevas”.
“Gracias a Dios, cómo vuelvo a tomarle cariño a todo cuanto desde la infancia
me fue querido. El conocimiento histórico no me aprovechaba. Ahora realmente
tampoco tengo la impresión de ver las cosas por primera vez, sino de volver a verlas”.
Por eso ha hablado Goethe, profundamente, de un segundo nacimiento. Desde
que puso pie en Roma data para él un verdadero renacer.
Este es el momento de la maravilla y de la plenitud que mencionáramos antes.
Podría a nuestro ver explicarse de la manera siguiente: todo lo que ha sido vivido en un
plano de cultura mediante libros, grabados, relatos y recuerdos ajenos, pasa a ser ahora
vivido como un mundo de la Naturaleza.
Análoga sensación experimenta Goethe delante de las obras de arte, cuando las
ve realmente, si las compara con reproducciones de las mismas contempladas en su
niñez. Allí es donde ellas tienen su momento exacto, su luz y su contorno
intransferibles. Aquí el objeto adquiere todo su valor y se da cuenta de que el asombro
que él experimenta, recién es verdadero. “Alcanzo ese grado –dice– en que el primer
asombro se resuelve en una convivencia”.
“Quien aquí esparce con seriedad la vista y tiene ojos para ver, ha de volverse
sólido, ha de formarse una idea de solidez que nunca se le representó tan viva”. Y habla
luego de la alegría infinita que le produce este sentimiento.
Cita Goethe una carta de Winckelmann de la que extraemos esta frase: “Roma es
la alta escuela para todo el mundo y yo también en ella me depuro y contrasto”. Y
Goethe agrega de inmediato: “Lo dicho compagina muy bien con mi manera de buscar
aquí las cosas, y en verdad que fuera de Roma no se tiene la menor idea de cómo ella,
aquí, nos educa. Debemos, por decirlo así, nacer de nuevo. Cuando tornamos la vista
atrás nuestras ideas anteriores nos dan la impresión de ser zapatitos de niño”.
EL ESCRITOR Y EL DIBUJO
(GOETHE - JOHN RUSKIN)
Si queremos poseer una mirada verdadera sobre nosotros mismo, debemos
mirarnos sin descorazonamiento pero también sin complacencia. He aquí un buen uso
del espejo. Tal es el consejo de Goethe, pronunciado a sus setenta años, y comentado
por Robert D’harcourt.
Este equilibrio en movimiento, estos extremos que se tocan, estos opuestos que
se reconcilian, constituyen el mejor esfuerzo para lograr una mirada ni ilusionada ni
temerosa. “Poseer en nosotros una mirada sólida y sana; he ahí el raro don” –comentaba
el mismo Goethe en la ya citada oportunidad. No podemos preguntarnos, ahora, en qué
consiste la sólida mirada; o qué es, a fin de cuentas, lo que llamamos lo sano. Nos basta
la intuición eufórica y valerosa que estas dos palabras naturalmente nos suscitan. Lo
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cierto es que una mirada verdadera nos haría dueños –según Goethe– de este precioso y
raro don de lo sano y lo sólido.
¿Qué relación tiene este pensamiento con el tema que hemos elegido; “El
escritor y el dibujo”? Es una relación, a nuestro ver, aclaratoria. En la vida de los
escritores –y de los artistas en general– la tentación de practicar un arte distinto no es
sólo frecuente sino habitual. Casi siempre, las dificultades propias de cada arte suelen
convertir estos ensayos en meras tentativas. Sin embargo, dichos fracasos suelen ser
verdaderos descubrimientos. Se retorna sin pena al propio arte –que también tiene sus
secretos– instruido sobre sí mismo de un modo sorprendente.
Cuando un escritor, por puro deseo y sin otro acer-
vo que nociones vagas, se pone a dibujar, o cuando el dibujante intenta unos versos, el
fracaso es tan rotundo que, por su temor, pocas personas se atreven a reiterar estas
transposiciones. Y, sin embargo, es un fracaso lleno de luces. Las realidades son
brutales pero los avisos descubiertos en ellas son notables, y brillan como astros. Todo
aquello que de nosotros mismos no conocíamos, o no deseábamos conocer, aparece de
manifiesto con una evidencia insoportable. He aquí una prueba, siempre a mano, para
nuestro coraje: ensayarnos en aquellas disciplinas para las que no poseemos ningún
talento. Es una de las formas más rápidas, más audaces, más verdaderas de conocernos.
El literato se ha puesto a dibujar un rostro, o unos objetos esparcidos sobre su
mesa de trabajo. Al cuarto de hora descubre que su capacidad de observación no va más
allá de la de un niño. Dibuja las cosas como las piensa, no como las ve. Este lápiz, visto
sobre la mesa ha dejado de ser cilíndrico; es una cinta negra tendida tensamente. Pero
como él piensa el lápiz, más que lo mira, le agrega una redondez que nos se ve, y
entonces el dibujo reproduce un lápiz flotando en el vacío, sin ningún asiento material.
En la aplicación de la perspectiva pone en y entre los objetos dimensiones y distancias
métricas. Pero se le escapan los acortamientos, ángulos y prolongaciones que son,
propiamente, los únicos visibles. El escritor concluye en esta sorprendente
comprobación: no he visto las cosas de la vida, no las he visto tal como ellas se
presentan ante mis ojos. Las he pensado, nada más. Elaboro dentro de mí lo que,
después, creo ver. Si no sé ver el lápiz que está sobre la mesa: ¿no me habrá ocurrido lo
mismo con las personas? Si con mis pensamientos y mi experiencia contrarío el
testimonio de mis ojos, quizá con mis deseos y mis temores me he estado equivocando,
sin cesar, en cuanto al aspecto real que ofrece la existencia. No he visto el mundo. Me
he visto a mí mismo en él; y sin saberlo.
Agreguemos una tercera dificultad inevitable: la inhabilidad de su mano para
reproducir –en caso de observar exactamente– la ligereza, seguridad y gracia
de líneas y contornos. Puede levantar en el escritor la sospecha cruel de que en su
dominio propio, quizá, sus medios de ejecución carecen de fidelidad y destreza. Esta
impericia de mi mano tal vez traduce la de mi corazón y mi pensamiento. Bien puede
ser esta la primera lección de dibujo de un literato. Una tremenda lección contra sí
mismo.
Toda la capacidad técnica –dice Ruskin refiriéndose al dibujo y la pintura–
consiste en recuperar lo que podría llamarse “inocencia de la percepción”, es decir, una
especie de percepción infantil de estas manchas de color planas, meramente como tales,
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viéndolas como las vería un ciego que recuperase súbitamente la vista. Y agrega no
haber encontrado jamás en los experimentos que ha hecho, a una persona
completamente imposibilitada para aprender a dibujar; porque en cada uno hay en
general una capacidad satisfactoria y al alcance de su mano, para aprender dicho arte.
¡Qué cosa puede ser más deseable a un escritor que esta inocencia de la percepción que
es, asimismo, visión nueva, infantil, sin el desgaste del recuerdo!
El dibujo, que enseña a aislar tan triunfalmente a uno de nuestros sentidos, la
vista, está más cerca de la realidad de la pura apariencia que la literatura. Hace dueño al
escritor de esa atención sostenida, rebuscadora y como flotante. El dibujo vive de la
atención. Y bien sabemos que el poeta es, por naturaleza, un desatento.
Muy lejos de mutilar su visión, este último la completaría. No ha sido otra la
experiencia de uno muy grande, como Goethe. “Nosotros hablamos mucho, demasiado
–decía Falk, uno de sus amigos– deberíamos hablar menos y dibujar más. Yo quisiera,
por mi parte, deshabituarme por completo de la palabra e imitando la actividad plástica
de la naturaleza, no expresar mi pensamiento más que en dibujos. Esta higuera de
nuestro jardín, esta pequeña serpiente que tenemos bajo los ojos, este capullo que, en un
rincón de la ventana, espera apaciblemente su porvenir, son firmas de la naturaleza,
firmas plenas y cargadas de sentido. El hombre que acertara a descifrarlas estaría
bien pronto en condiciones de pasarse sin palabras, ya sea de la palabra escrita como de
la palabra oral. Cuanto más pienso, más se me aparece el carácter profundo de
inutilidad, de vanidad hueca de la palabra. Nosotros somos sacudidos de espanto delante
de la muda gravedad de la naturaleza, delante de su silencio, desde que nosotros
recogemos nuestros pensamientos en presencia de una solitaria pared de roca, o en el
desierto de una vieja montaña…”
“El alma, por medio del dibujo, libera sus más secretas armonías interiores y
ellas son los secretos más profundos de la creación que –enteramente toda ella basada
en la plástica– nos revela y nos entrega”.
Estas palabras son, sin duda alguna, las de un poeta fascinado por el silencio de
la naturaleza, pero también las de un dibujante, capaz de quedar deslumbrado ante las
formas plásticas con que aquel silencio se revela.
En sus últimos años, su amor por el dibujo lo impulsaba a tratar casi con
ferocidad a las personas que ignoraban dicho arte. Lo atestigua el siguiente episodio
narrado por un estudiante de Jena. Había este trabado amistad con el hijo de Goethe,
Augusto, a quien comunicó su ardiente deseo de visitar al poeta. A ruegos de su hijo,
Goethe accedió. El estudiante fue conducido hasta el pequeño gabinete de trabajo y
quedó solo frente a él. Preguntole el escritor de qué región era oriundo y, luego, qué tipo
de combustible se utilizaba en ella.
–Casi exclusivamente la turba –contestó el estudiante.
–¿Cómo se extrae la turba? –preguntó Goethe.
–Se extrae del suelo. Excelencia.
–Ya lo sé. Siempre he pensado que no se la cogía sobre los árboles. Pero, en
primer término, querría saber qué instrumentos se utilizan para la extracción. Después,
la época favorable a tal tarea. Y el tiempo necesario para que se seque. Lo que más me
interesa es, sobre todo, el útil de que se sirven para extraerla de la tierra. He aquí un
lápiz. Dibujad exactamente su forma sobre el papel.
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Al verme en mi silencio petrificado, dijo: ¿no sabéis, por lo tanto, dibujar? En
ese caso, hacedme una descripción completa y exacta. Veis mi interés por la cuestión.
Yo me hundía en un mutismo huraño –recuerda el mozo–. Frecuentemente había
tenido en mis manos una pala de turba para alimentar mi estufa. Pero, en mi calidad de
bravo estudiante de la Marca, no tenía la menor idea de los métodos de extracción del
combustible.
¿Entonces –dijo Goethe– Usted quema la turba todos los días e ignora
totalmente cómo se la saca de la tierra? ¿Y Usted tiene aire, joven, de confesarme esto
sin pudor?
Goethe me traspasó con la mirada. “Yo sentía la sangre subir a mi cabeza”.
La observación del dibujante, lejos de agotarse en comprobaciones sueltas y sin
trascendencia, puede convertirse en todo un sistema de pensamiento. Ya Degas lo había
dicho: “El dibujo es una manera de pensar”. A la inocencia de la percepción de que
habla Ruskin puédese unir este silencio pánico –de que habla Goethe– con que la
naturaleza corona a modo de supremo efecto y de revibrante enigma, todas sus formas,
todas sus líneas, todos sus colores y sombras.
Este ojo lleno de atención sobre el mundo no se harta nunca del atractivo
inesperado, del gesto fugitivo, del matiz oculto, del aire impreso en lo real. Una chispa
de luz, pequeña como una cabeza de alfiler, da según su posición en unos ojos, mil
diversos impulsos, deseos, combates, triunfos y penas de un espíritu. Da la experiencia
de una vida entera fijada en un segundo. Y todo esto no se inventa: se ve.
El escritor, y sobre todo –su más excelso caso– el poeta, tiene una manera de
mirar las cosas que es ya pensarlas. Pero las piensa de la manera más simple. No las
analiza. No las relaciona. Deja que ellas se reflejen tal como son, en su espíritu, y nada
más. No de otro modo suelen quedarse los niños de poca edad delante de un objeto.
Nos servirá de ejemplo esta hermosa frase que
irrumpe de la prosa de Gabriel Miró. Contemplando en la superficie de una laguna las
frondas reflejadas, escribe: “El agua es como una frente que pensara el paisaje”.
Del mismo modo, puestas en soledad y detenidas un cierto tiempo, las cosas
reflejadas se impregnan del entusiasmo propio del espíritu. Nos producen igual efecto
los follajes destacándose en el aire que retratado sobre el lago, donde adquieren una
fisonomía pensativa, profunda, inmóvil, propia del espíritu del agua detenida. Por este
ensimismamiento, el poeta parece un distraído. Y más que observar las cosas, quiere
sentirlas, saber qué gusto tienen ellas cuando se reflejan solas en una equivalente
soledad del corazón.
Esa contemplación arrobada no está exenta de preciosas observaciones, de las
que el poeta es apenas consciente, pero que le servirán a su hora, concurriendo solícitas
cuando desee expresar su emoción.
Estas dos artes, pues, se completan: la poesía y el dibujo. Acuden ambas a
componer uno de los más bellos ideales del artista: el de aquel que sabe sentir los seres
y las cosas como un poeta y representarlas como un dibujante.
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LA MADUREZ
El hombre moderno –dejándose llevar por una sensación ambiente– no ha dejado
de pensar la madurez como una edad de la vida y, por lo tanto, como algo
simétricamente opuesto a la juventud. No es raro, entonces, que dentro de esta idolatría
moderna por la edad juvenil, el hombre maduro, de esta manera definido, salga mal
parado en la comparación. No posee ni la salud, ni el arrebato, ni la belleza, ni la
generosidad, ni el coraje de los veinte años, considerado todo esto desde el orden físico
y moral.
No de otra manera habría sido comprendido por André Gide, cuando expresaba
su admiración por la juventud en estos términos: “Dícese que corro tras mi juventud. Es
cierto. Y no sólo tras la mía. Más aún que la belleza de la juventud me atrae y con
encanto irresistible. Creo que la verdad está en ella; creo que ella siempre tiene razón
contra nosotros. Creo que lo que se llama “experiencia” no es, a menudo, sino fatiga
inconfesada, resignación y desengaño”.
Pero la madurez no es una edad; es un estado de espíritu. A diario vemos gente
de cincuenta, sesenta, de setenta y más años que puede estar completamente desprovista
de esa calidad propia de la madurez. ¡Hay tantas canas que no son venerables! Es que
esta conquista del espíritu no se regala, como sucedería si fuese nada más que un
resultado de la edad. Cualquiera de nosotros ha comprobado, por lo menos, un caso y un
instante, en donde un joven o una joven de veinte años, se nos ha aparecido con un
espíritu de madurez superior al de otras personas de mucha edad que, en ese mismo
entonces, conocíamos. La madurez es, por lo tanto, un
estado del espíritu, una creación personal, una victoria de nuestro poder y nuestra
reflexión; y puede darse en todas las edades de la vida.
Para aclarar de inmediato nuestra interpretación, diremos que contra lo que
comúnmente puede pensarse, la primera nota característica de la madurez es la energía.
Nada más lejos de la caducidad, debilidad, blandura, resignación, con que se la suele
representar. Si queremos tener una imagen adecuada de la madurez pensemos,
simplemente, en una fruta cuando está madura. Es el instante en que toda ella está en
sazón y plenitud, pendiente de la rama, segura y ofreciéndose a la vida. Pero el moderno
piensa en la madurez cuando la fruta se ha desprendido ya del árbol y yace pudriéndose
en la hierba. Esta deplorable concepción puede ser reflejo de un medio ambiente en que
la gente pasa, sin etapas, del estado de “arrancada verde” al estado de “descomposición”
–tal como suele ocurrir con la fruta en los expendios del barrio pobre– sin haberse
detenido casi en el esplendoroso estado de la madurez.
Quizá –como dicen algunos– sea necesario un cierto equilibrio de la vida social
para que este aparezca en su literatura. Con todo, una sociedad informe y turbulenta no
tiene por qué imposibilitar siempre la madurez de un escritor. Juan Zorrilla de San
Martín y Rodó, por ejemplo, entre nosotros, podrían servirnos de ejemplos.
Toda idea acerca de un escritor clásico lleva consigo este espíritu de madurez.
Hablábamos recién de la energía correspondiente a ese estado y tratábamos de
comunicarla mediante una imagen. Procuraremos, ahora, definirla. Si la energía
romántica vive embriagada de sí misma y como ignorante del obstáculo, en el escritor
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clásico esta energía busca la tierra, lucha con las cosas y se mantiene. Ella es siempre
una victoria. Un ejemplo claro: Cervantes. Don Quijote y sus golpazos con la realidad,
que permanece tal cual es. Don Quijote retorna, al fin, a ser Quijano el bueno. Su fe no
ha sido vencida como mal interpreta Unamuno. Es él quien se ha vencido a sí mismo. Y
su muerte no tiene
nada de gemebunda sino de altamente reconfortante. Se vive loco, se muere cuerdo.
Sustituyamos las altas locuras del caballero por las nuestras, que son más bajas:
ilusiones, pasiones, ambiciones. Pero que nos enajenan del mismo modo. Hasta que
llega el momento de la cordura, y la “vieja fiebre llamada vivir” está vencida. Pero lo
que queremos destacar claramente es la intrepidez de alma del escritor íntimamente
asociada a la madurez de su visión sobre la tierra.
Otro ejemplo claro es Dante. Su mundo de la Comedia es fantástico, sin duda,
pero no veremos allí ninguna imaginación extraviada sino compelida según la potencia
de la intención; ningún goce de sí misma o vano vagabundeo. La imaginación de Dante
es un dibujo puro y violento cuyas luces dirigidas duplican el espectáculo de las
pasiones. Su fantasmagoría no hace otra cosa que amplificar un drama interior, sobre el
cual el ojo de Dios reverbera. ¿Y quién negará la firmeza de este pulso y el estallido de
su fuerza concentrada?
Otro ejemplo, que no hacemos más que mencionar de paso es el Fausto de
Goethe. Su titanismo amaestrado luego en Simbolismo; la furia romántica
convirtiéndose, al fin, en serenidad clásica; el espíritu de la acción caminando, al paso,
con el espíritu de la negación. Y sobre todo esto la inmensa Naturaleza, “en el
zumbador telar del tiempo hilando el viviente ropaje de la Divinidad”.
Estos tres famosos ejemplos que hemos citado prueban, sin réplica, la energía
inagotable y la reflexión permanente en que culmina esta madurez clásica. El drama del
ideal en Cervantes; el drama de la salvación en Dante; el drama del poderío del
hombre en Goethe.
Una segunda nota correspondiente a la madurez debe referirse a esa impresión
de totalidad que ella organiza. Vamos a explicarnos. “Se es tanto más escritor –ha sido
escrito– cuanto mayor número de facultades se comprometen en el acto de escribir”. O
sea, y dicho de una manera muy simple: un gran escritor no puede ser una sola cosa. Por
ejemplo, una
pura sensibilidad, una imaginación aislada; o la lucidez crítica, o la mera denuncia
social o moral; un erotismo, una desolación. Es decir que una sola de estas actitudes,
creciendo hasta la hipertrofia en menoscabo de las restantes, no puede ser jamás el signo
de un gran arte. En cuanto esta facultad aislada se impone, deja de ver todo el mundo lo
que le falta. Su efecto será simple ya que es único.
En cambio, nosotros recibimos la sensación de una gran obra como la visión de
todo un mundo, en el que nada falta. Y hablamos de un cosmos y no de un caos, porque
todo está allí puesto en su sitio, según medidas interiores y a modo de sistema
planetario. No importa que el lector de Dante suspire y vuelva a suspirar por Paolo y
Francesca. En el vasto poema, el episodio no cuenta más que un pequeñísimo número
de versos. Y no importa tampoco que un lector distraído se aburra leyendo el Paraíso. O
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aun uno tan atento como De Sanctis. Allí, en esa difícil y gran poesía se vivirá el
esplendor de las ideas. Y Dante no mostrará más prisa que el cielo estrellado.
En el “Hipias mayor”, decía ya Sócrates. “Las cosas bellas son difíciles”. Y
comprendemos entonces por qué esta madurez clásica que no se nos entrega fácilmente,
nunca tampoco nos solicita con esa fruición y complicidad personal que nos despiertan
obras inferiores. Una apariencia gris suele ser –típicamente– la fisonomía inicial de una
gran obra. No procura adularnos ni concede mucha importancia a lo que somos. El
entusiasmo de un gran autor está entretejido con tantas causas –con tantas cosas que en
primera instancia no nos importan– que el nuestro, único como una línea recta, duda de
aquel.
Esta madurez nos parece fría, casi sin nervios, como ha de resultar todo juicio en
donde de algún modo están insertos la tradición y el porvenir, la experiencia y la
espontaneidad, la reflexión y la pasión, la vida real y la imaginación, el entusiasmo y el
desencanto. Esta serenidad superior nos desconcierta.
Agreguemos que estas obras desbordan la lucidez de sus propios creadores. Las
intenciones por ellos mani-
fiestas son inferiores a las incitaciones que sus obras nos producen. Así, el Quijote es
mucho más que la sátira que su autor se proponía; la Comedia, mucho más que el móvil
didáctico asumido por Dante; y el Fausto ha terminado por desconcertar al propio
Goethe.
Con lo que llegamos a señalar la tercera característica de la madurez. A su
primer efecto, la energía; a su segundo, la sensación de totalidad, agrega este tercero: la
impresión de enigma. No se trata de haberlo comprendido todo. Entre fuerzas y
reflexiones que lo desbordan, el artista ha puesto su obra en el mundo. Y ha procurado
hacerla bella. “Decir que una cosa es bella es otorgarle valor de enigma” –ha sido dicho.
Y en verdad, nadie se enamora de una belleza que no posee su misterio propio. ¿Qué es
lo que se ha verificado? A nuestro ver, el autor, prolongándose en todas direcciones, ha
convertido su ser en mundo. Y aunque su primera intención permanece, no es ella la que
le servirá para entender lo que ha hecho. Ha terminado por convertirse en un ser más
misterioso del que era al comenzar su obra.
Decimos todo esto porque queremos señalar que la madurez no significa, todavía
la sabiduría. Pero puede haber destellos de ella algunas veces. Mas la sabiduría
comienza cuando los problemas están resueltos. O por lo menos, cuando los conflictos
han sido abandonados y el corazón, sin mirar atrás, avanza en una sola dirección. La
sabiduría, por otra parte, se entiende desde la muerte. “Filosofar es aprender a morir”,
expresa Sócrates en el Fedón. Pensad asimismo en Lao Tse o en los sabios de Israel. Es
siempre el más allá quien señala el camino.
Pero la madurez es, diríamos, aquel instante en que el alma tiene mayor
sensación de ser ella misma el mundo. El mundo tal cual es. Allí donde se conjuran
todas las razones de ser hombre. Y donde todas las formas de vida tienen derecho a
existir, a ser sentidas, vistas. Nosotros creemos que la razón suprema de la madurez es
comprender. Y aunque el autor elige su camino, entiende que el suyo puede ser uno de
tantos.
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De aquí que esta su intención personal no tenga nunca la vehemencia y la seducción del
mundo que ha brotado de sus manos.
Por eso hemos comparado el espíritu de la madurez con la madurez de una fruta
en la rama. Una fruta pendiente de la rama no resuelve nada, es verdad. Pero no
encontramos ningún símbolo más adecuado para sentir el color y el jugo de la vida
llena, tras cuyo instante se precipita la inexorable declinación. No encontramos mejor
instante que ese –tal es su plenitud y ofrecimiento– para decirnos que todas las cosas
estuvieron allí y como a punto de ser comprendidas.
SOLEDAD DE LA PAMPA
(HOMERO - GUILLERMO E. HUDSON)
La página que se leerá a continuación ha sido extraída de “Una cierva en el
parque Richmond”, último libro de Guillermo Enrique Hudson. Este escritor anglo
argentino (1841 - 1922) nacido en Quilmes pero que escribió todas sus obras en inglés,
asocia a su gloria de escritor la ciencia de un apasionado “naturalista del campo”. De
este modo gustaba llamarse al ser rechazado por los especialistas de gabinete.
Uno de sus íntimos Cunninghame-Graham, lo ha definido en estos términos:
“Fue en su corazón un viejo gaucho de las llanuras”. Todos los libros de Hudson tienen
un mismo aire de antigua charla, de viejo amigo, de divagación. Muestran la disposición
caprichosa de quien se ha propuesto vagabundear entre las cosas y los lugares. A sus
sesenta y un años escribía a su amigo Robert: “usted quizá se ha dado cuenta de que mi
plan consiste en dar la apariencia de no tener ninguno; es más bien divagar, de modo
que cada nuevo tópico aparezca como por casualidad. Es mi deseo serpentear a través
de todos los sentidos y facultades”. Resulta caso notable que un insecto, una planta, un
animal, vistos por Hudson, Fabre, Darwin, constituyan –pese a la organización fatal de
su naturaleza– objetos de reflexión y de apasionamiento mucho más preciosos que el
hombre mismo, cuando este nos es presentado por centenares de periodistas y de
escritores del mundo actual. Es sin duda más fácil observar a un insecto que a un ser
humano, pero esta ventaja no menoscaba el hecho de que hoy por hoy, sean los
naturalistas, más aún que los artistas, los verdaderos maestros de la observación.
La página de Hudson que hemos elegido, dotada de esa unidad de la estampa por
la que se revela perfectamente antológica, dice así:
“Cierta vez asistí a un baile en la casa de un gaucho y entrando a una pieza
contigua a la sala, encontré a una docena de hombres que discutían acaloradamente
sobre qué clase de vida sería mejor, si la del desierto y la frontera, o la del campamento
o poblado, en la que se estaba a salvo y en humana compañía. Algunos sostuvieron que
la vida de la frontera era la más conveniente, pues enseñaba a defenderse y a poder
contar con uno mismo, despertando en el hombre todo el poder y toda la astucia. Lo
hacía más ligero para ver el peligro, para disparar a tiempo, para golpear antes de ser
golpeado, para estar preparado contra todas las emergencias y poder, sobre todo, cuidar
convenientemente sus caballos. Esa vida lo convertía en un hombre, en un gaucho
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orgulloso de su destreza y su fuerza. Había en ella un sabor especial que satisfacía más
que ninguna”.
“A esto siguió el discurso del otro sector, que fue el que más me impresionó.
Venía de parte de un hombre de edad mediana llamado Bruno López, jugador, peleador
y bastante bribón, pero que, a pesar de sus faltas era afable y se ganaba el corazón de los
demás”.
“Dijo que nadie mejor que él conocía la vida del desierto, ya que había pasado
varios años en la frontera, y también en varias ocasiones había sido fugitivo de la
justicia por accidentes o desgracias que le habían ocurrido. Pero nunca fue feliz allá.
Estaba contento cuando montaba a caballo desde la mañana hasta la noche, y tenía algo
que hacer, aunque sufriera el frío y el hambre, la sed y la fatiga. Pero cuando su día de
trabajo terminaba, cuando se encontraba solo en el campo, bajo el cielo, o en un rancho
en el desierto, y no había con él ningún amigo, ni mujer, ni hijo, sentía la soledad. Y la
sentía más aún cuando el sol se ocultaba y las sombras caían sobre la tierra; cuando
miraba hacia un lado y a otro, y todo era una vasta llanura de altos pastizales, donde no
se veía ningún techo ni humo que saliera de ningún fogón; y en el preciso mo-
mento en que el sol se ponía, la perdiz grande llamaba desde el pasto, y otra le
contestaba, y otra y otra más, hasta que toda la planicie se llenaba con el sonido de las
llamadas. ¿Qué había en la voz de ese pájaro que le oprimía tanto el corazón, hasta el
punto de que a veces pensaba tirarse al suelo y llorar como una mujer? ¿Era que la voz
le decía que estaba solo sobre la tierra?”
“El pájaro del cual el gaucho hablaba era el Rufus Tinamu, llamado en términos
criollos “perdiz grande”, a causa de su parecido en color y forma con la perdiz. Es un
pájaro de gran tamaño, con una voz muy bella, siendo su canto nocturno compuesto de
dos largas y claras notas seguidas de una trisilábica, es decir, de una frase de tres notas
enérgicamente acentuada en la primera. Tiene un gran parecido a la voz de una
contralto, lo que le da tan bella expresión”.
“¿Era el carácter de este sonido, el que tocaba una cuerda en él, y le daba esa
divina desesperación que le hacía brotar las lágrimas? Sus palabras eran las mismas del
poeta cuando habla de ese llanto: ‘No sé lo que esto significa’”.
“Me había parecido que hablaba poéticamente, pero echó a perder el efecto
cuando inclinándose hacia atrás y frunciendo los labios intentó hacernos una imitación
del canto vespertino del pájaro. Fue un fracaso ridículo que nos hizo reír. Pero no era
necesario. Sus palabras nos habían traído a la mente un recuerdo, una imagen de aquella
voz del desierto tan familiar para todos, aun cuando no se tropezara con una perdiz hasta
unas doscientas millas o más desde el lugar en que nos encontrábamos pasando la noche
en el poblado. Porque este Tinamu de la hermosa voz desaparece no bien el ganado y
sus troperos llegan, aquel a comerse los altos pastos y estos a matar los pájaros.
Esencialmente se trata de un ave de la desierta pampa, razón por la cual el gaucho al
emprender viaje hacia la frontera dice que se va a la planicie ‘donde canta la perdiz’”.
He aquí, de nuevo, el antiguo y fecundo tema de la soledad que nuestros mejores
narradores: Francisco Espí-
nola, Juan José Morosoli, Julio Da Rosa, no han cesado de representar bajo sus formas
más variadas. También José Hernández en “Martín Fierro” nos ha dado la soledad del
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gaucho perseguido que sólo se consuela con la contemplación de las estrellas. Pero
nosotros advertimos un matiz profundamente original en esta soledad pampeana,
presentada por Hudson. He aquí un texto en donde la palabra “soledad” recobra su duro,
viril, salvaje sentido primitivo. Soledad significa imposibilidad de ser.
Nosotros advertimos, por ejemplo, que cuando el escritor de la gran urbe pinta la
situación insular del individuo, suele mostrar más bien un caso de aislamiento y no una
verdadera soledad. Hay casi siempre un juicio, un balance, una confrontación, al cabo
de los cuales la posibilidad de reintegrarse al mundo persiste siempre, aunque no sea
querida por el hombre aislado.
Los narradores campesinos suelen presentarnos un personaje que, en la soledad,
en vez de ser devorado por esta, se fortifica. Seguro, afable, sin necesidad de compañía
pero tampoco particularmente enemigo de ella… Preciso en sus necesidades y con
ambiciones que parecen a veces las del mundo infantil, desde que eligen, con la
vehemencia del monomaníaco, objetos o formas de vida al margen de toda utilidad y
trascendencia. Al mismo tiempo este personaje está dotado como de una especie de
resignación previa al deseo; y de un clima mental que uniforma todas las variaciones del
vivir. Un “da lo mismo”, un “es lo mismo” preside sus actos, sus reflexiones, sus
recuerdos. Y esta equivalencia de todo en que resuelve lo que vive, no es otra cosa que
el reflejo en él de la naturaleza o paisaje circundante que lo penetra y le impone el ritmo
de sus repeticiones inmutables.
En cambio la soledad mostrada por Hudson es la que no permite elección
ninguna. Esta soledad radical, esta soledad en último grado, es en el fondo la que se nos
aparece como la única verdadera, y muestra en qué modo son discrecionales las
restantes. Nada más lejos de la actitud romántica que ha enfermizamente
confundido la soledad con la insociabilidad. Esta soledad de Hudson es la de alguien
que se ahoga y levanta sus brazos, a modo de dos remos, en aquel océano de altos
pastizales, cuyas verdes olas se devoran con la impasibilidad muda del abismo. Su
indirecta lección puede ser la siguiente: si odiáis a los hombres, pensaos definitivamente
solos, entre los dolores de incurable enfermedad, o entre las rejas de una prisión; como
Robinson, o como este Bruno López que se echa a llorar entre las hierbas, escuchando
de qué manera se llaman las perdices con bellos silbos innumerables en la infinita
vastedad de los atardeceres de la pampa. Es cuando el alma se siente a punto de morir a
causa de la soledad; es cuando empieza por dejar de ser, falta de todos los modos de
referencia o correspondencia que, propiamente, la constituyen. Desde que el espíritu es,
por definición, una relación.
Parecería, por lo tanto, residir en la presencia actual o virtual de la muerte el
sabor de todas las cosas; y sólo son las situaciones límites las que dejan puro al
sentimiento, libre de sus asombrosas y no siempre voluntarias mistificaciones. Bien lo
ilustra este otro caso de soledad que nos pinta el final de la Ilíada:
Están frente a frente dos implacables enemigos; un anciano monarca que lo ha
perdido todo y un joven magnífico que sólo aguarda la muerte. Ambos personajes
sollozan; el anciano delante de su mejor hijo muerto, y el joven recordando a su padre
que no volverá a ver jamás. Todo el bello y fuerte mundo en el que vivían ha sido, hace
poco, perdido, destruido, vivido hasta el fin. Un solo sentimiento es el que permanece
en pie: el de la muerte, que es para ellos el único futuro. Y cuando este sentimiento
empieza a cubrir enteramente el alma de los dos hombres, en ese instante, ambos
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levantan de la tierra sus miradas y entrecruzan sus ojos. Y “no se hartan de
contemplarse”, dice el viejo autor.
RÍO DORADO
(HOMERO - DOMINGO F. SARMIENTO)
Es difícil ser un escritor sudamericano. Porque en medio de tantas tareas
exteriores que con urgencia vital lo solicitan vive el escritor como fuera de sí. Es
colono, viajero, panfletista, maestro de escuela, revolucionario, libertador. Pensad un
sitio, un puerto, por ejemplo, donde todos los seres y las cosas están siempre de tránsito.
De todo necesita Sudamérica. Y todo lo necesita cuanto antes: tradiciones, mercados,
arados, libros, hombres, paz. ¿Cómo ha de tener tiempo de pensar en su propio mundo
el escritor? Mirad vivir a Bello, a Sarmiento, a Hostos, a Montalvo, a Martí. Jamás casi
han podido librarse de sus circunstancias, de esos deberes cuyo carácter colectivo diluye
mucho la aplicación íntima y personal, al par que dilapidan el tiempo en menudencias.
El hombre de acción va inexorablemente restando oportunidades al hombre interior. De
un festín de la vida que no gozó habla en sus últimos años Sarmiento; y con la luz del
carbón blanco que se consume para iluminar alrededor se compara Martí.
Pero hay ocasiones en que, lejos de estos apremios exteriores se vive el espíritu
del instante en cualquier peñón o terrón de América, y un latido del corazón coincide
con un momento de contemplación continental. Y es entonces cuando esta originalidad
americana, esta originalidad que tanto se escudriña, y más se rehúye, al parecer, cuanto
más se la busca, salta a pie, de cuerpo entero, rotunda y primordial, bañada aún en los
vapores de la niebla, o como a través de fluvial y centellante transparencia. Y si bien
hemos de leer
de un escritor americano sus discursos, sus polémicas, sus artículos y se han de leer sus
tratados sobre el bienestar social y la libertad política, no es allí donde, sin duda, han de
quedar grabadas las sensaciones perennes de su obra. Pensad, por ejemplo, en Facundo.
Lo que de este célebre panfleto permanece es la pampa, el rastreador, le baqueano, el
criminal llanero de sombría y felina grandeza; la vastedad del campo, la soledad del
hombre. Pero lo que justicieramente es más imprescindible: la obra de la civilización, es
tema que sólo de una manera pálida impresiona.
“¡Qué cariñosas las estrellas… a las tres de la madrugada! A las cinco, abiertos
los ojos, y a caballo”, escribe José Martí bajo una luz o silencio de última hora. Y por
aquí, a hurtadillas, por estos minutos encontradizos se nos va ganando la presencia de
América. Los problemas quedan. Los problemas siguen. Estaban. Están. Estarán. Pero
estos minutos que hay que ver y vivir como si fueran los únicos primeros o los únicos
postreros, hechos para ser paladeados por una sola persona, en una sola ocasión, son los
que van componiendo –un escritor detrás de otro escritor– la historia del espíritu
americano.
Veamos ahora a Sarmiento presentándonos un río de recuerdos dulces y de peces
de oro. Su memoria es como un sol de la tarde que mantiene aún fresca y caliente la roja
añoranza de Dominguito, el hijo adoptivo muerto en la guerra del Paraguay. Este es el
libro de la ternura de Sarmiento. Fue escrito a los setenta y cinco años, dos antes de su
muerte. Es un libro espontáneo y patético, donde el joven capitán de veintiún años
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muertos en los campos de Curupaití, sigue, para siempre, siendo un niño de simpática y
alegre fisonomía, cuya movilidad “recuerda la inquietud del mercurio vivo”, y cuyo
eterno reír escucha el padre desde el escritorio. Casi en sus últimas páginas nos narra
Sarmiento una pesca prodigiosa llevada a cabo en el Delta del Paraná. Cuando
sobrevienen bajantes excesivas, en algunos bancos de las Tres Bocas, como el Banco
del Toro que, entonces, se descubren, pueden verse y tomarse con la mano millares de
pesca-
dos, casi exclusivamente pacúes y dorados. He aquí cómo Sarmiento nos describe la
escena:
“Acertó a sobrevenir una baja excesiva y preparamos la chalana para ir nosotros
a probar fortuna. El banco estaba desnudo, pero salvo uno que otro pez insignificante
nada había que recordase la pesca milagrosa. Dominguito se había adelantado solo
sobre el banco, descalzo como los demás, y nos reveló luego el paraje donde se hallaba
por el estampido de los tiros que hacía a los patos. Un momento después lo vimos en el
horizonte despejado del banco, con la carabina tomada del cañón, descargando golpes
repetidos y sin cesar sobre algo en el suelo. Allá ha encontrado el pescado el niño. Está
matando pescado con la carabina.
Corrimos en esa dirección y nos encontramos con el espectáculo más grandioso
y bello que haya de presenciar jamás pescador alguno.
Sobre el banco enjuto de arena, había de cuando en cuando canaletas en que
corría un agua escasa y, cuan largas se divisaban estas canaletas, estaban llenas de
dorados de una vara y aún más de largo, llenos los intersticios con doradillos más
pequeños, la mitad del refulgente cuerpo afuera, moviéndose como majadas de ovejas
de oro los infelices, atropellando los más forzudos, para abrirse paso y ganar el río.
El pescado es elegante de formas; pero el dorado sobrepasa en belleza por las
perfectas formas que descubre, lanzando una ráfaga de luz de sus escamas de oro a cada
movimiento. Esto es debajo del agua y uno solo.
¡Qué sería un torrente vivo de dorados, a la luz del sol, agitándose por la falta de
agua, y la sobra de miedo que les inspiraba nuestra presencia! Con el palo llamado
botador, con la pala de la chalana, con las manos, poniéndonos por delante nos
abalanzamos sobre el pescado y matamos, matamos, matamos, hasta que caímos
rendidos de cansancio de gritar y de reír.
¡Daño inútil llevado del placer de la destrucción! ¿Qué íbamos a hacer con tanto
pescado? Un hombre se vería apurado para llegar con dos de los más gran-
des dorados a la chalan, a quinientas varas de distancia; la chalana se hundiría con
treinta, y los muertos eran más de ciento.
¿Qué hacer, pues, con la enorme pesca? El peón isleño sugirió al fin expediente.
Trayendo totora o espadañas ensartó pescados de a tres, de a cuatro, y más según los
tamaños, e hizo cuatro grupos poniéndolos en el mismo canalito donde poco antes
aleteaban por escaparse y encargándose cada uno de la conducta de un grupo, los
llevamos navegando por el canal hasta hacerlos entrar en el río, y llegar con ellos a la
chalana en que se embarcaron diez y siete, enormes como unos cerdos, volviendo a
poco y con la alta marea al chalet, donde se ostentaron en triunfo, salados unos cuantos
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días, pues la falta de comunicaciones con Buenos Aires, hacía excusado pensar en
enviarlos.
El dorado vivo, el torrente de dorados, largo de una cuadra, atropellándose,
brillando como ráfagas de fuego, es lo que hará imperecedero el recuerdo de aquella
escena de gritos, alegría y confusión que sale de los límites de lo vulgar”.
Antes de pasar a comentar el momento más favorable de esta escena,
quisiéramos decir, en breve paréntesis, nuestra extrañeza por ciertas expresiones del
autor: “nos abalanzamos sobre el pescado y matamos –dice– matamos, matamos, hasta
que caímos rendidos de cansancio, de gritar y de reír”. Y si bien habla luego de un
“daño inútil llevado del placer de la destrucción” advertimos una desenfadada
insensibilidad, aunque el sentido estético se muestra, al par muy vivamente alerta. Es
este placer de la destrucción de los seres bellos e indefensos que Sarmiento comparte
con un niño el que francamente nos choca como una disonancia, o más precisamente,
como un vacío. A modo de contraste, recordamos ahora una breve narración titulada
“Gorriones de la sierra” del joven escritor uruguayo Omar Moreira. Casi toda ella está
concentrada en la aventura que lleva a cabo un niño, matando sin tregua, con su honda,
los innumerables y mansos gorriones de la serranía que aún no han aprendido a huir
y a defenderse. Con vivaz solicitud, a cada disparo certero, los pájaros fragilísimos,
inquietos, infantiles, vuelven a ofrecerse una y otra vez al tiro de su honda.
Todo esto, repetido sin cesar, varias veces, acaba por producir en el ánimo del
pequeño cazador una sensación de vértigo y de culpabilidad insoportable, porque se da
cuenta de que aquella mortandad inútil podía extenderse indefinidamente, a pérdida de
vista.
Mas cerrando aquí esta digresión, sentimos que el espíritu del río, el espíritu de
uno de nuestros esplendorosos y grandiosos ríos ha quedado flotando sobre la escena
pintada por Sarmiento. Sin duda, cabe otra vez imaginar ese ondulante torrente de oro
vivo que llamea bajo la rizada transparencia del agua. Es precisamente esta masa
viviente, brillante y convulsa, lo que ha concitado su admiración y le ha impulsado a
escribir. Al mismo tiempo este bello espectáculo está unido al recuerdo de un niño
querido y definitivamente ausente.
Sarmiento vuelve a verlo en el horizonte despejado en un banco de arena,
descargando golpes sobre el pescado con su carabina. Nosotros sentimos que la tarde
del río está rodeando la móvil figura del pequeño, cuando esta última se recorta sobre la
gran extensión erizada y plateada.
Y es más allá de la anécdota de los peces y de la propia persona del niño que
esta escena nos ha conmovido. Nos ha puesto presente, de golpe, la hermosura de los
ríos. Y esta sí que es calma, lírica y global sensación de América. Revela hasta donde
vamos siendo ya y con qué fruición, una pertenencia del paisaje. Esta emoción de los
ríos nos remonta sin esfuerzo, a visiones iguales, lejanas, que no son de América, que
no hemos visto ni veremos jamás, pero cuya belleza podemos medir desde nuestra
experiencia, hecha aquí, en medio de los lugares nativos. Empezamos a recordar
algunos ríos remotos, tan remotos que vienen envueltos en las primeras auroras de la
Literatura. Son los ríos de Homero, esos inolvidables, esos encantadores ríos de
Homero. Por ejemplo: “la ancha corriente del Axio; del Axio, cuyas ondas son las más
hermo-
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sas que se expanden sobre la tierra”. O cuando exactamente en la mitad de su obra,
Homero siente necesidad de anticipar el término de la Ilíada y supone ya las guerras
acabadas; y extinguida asimismo la generación de los hombres semidioses. Para borrar,
entonces, toda huella de sangre y locuras humanas, dos divinidades celosas han de
dirigir la cólera de los ríos desbordados. Homero narra así: “Iba al frente de los ríos el
mismo Poseidón, que bate la tierra, y tiró a las olas todos los cimientos de troncos y
piedras que con tanta fatiga echaron los aqueos, lo dejó todo raso con la rápida corriente
del Helesponto, enarenó la gran playa en que estuvo el destruido muro y volvió los ríos
a los cauces por donde discurrían sus cristalinas aguas”. He aquí que la playa recupera
su fisonomía reluciente y magnífica, vuelve a ostentar su limpidez virginal como si
fuese en la primera mañana de la vida, libre de toda sangrienta planta humana, en tanto
que los ríos esparcen su hermosísimo raudal sobre la tierra.
Y ahora nosotros no podemos menos que preguntarnos: ¿es que todas estas
aguas cristalinas, lejanas, que una mirada de poeta ha visto discurrir hace dos mil
ochocientos años en tierras de Grecia, no tiene nada de semejante con estas otras aguas
en las que centellea, ahora, un torrente vivo de dorados? Porque lo que buscamos es un
punto de unión, una sensación igual a la expresada por cierto mundo de segura belleza,
para sentir una equivalencia de nuestra geografía con las visiones de inmortal prestigio.
Hemos de sentir las grandes obras como si se realizaran entre cosas nuestras y sentir las
cosas nuestras como si estuvieran representadas en las grandes obras. Es una visión de
vida que sirve y a la vez se sirve de lo que la civilización ha mantenido como ejemplo
de ideal de belleza, en milenaria delectación.
LA MÚSICA DEL VERSO
(RUBÉN DARÍO)
En la lírica de Jonia y en la Edad Media el poema era cantado. El trovador, autor
de la letra –a veces, de estrofas diabólicamente complicadas– obligaba a su vez a poner
en música sus versos. Si a esto agregamos que el descubrimiento de la rima fue un
descubrimiento medieval, obtenemos, al parecer, la sensación de una época
particularmente sensible a los poderes melodiosos de la palabra. Sin embargo, esta
afición tan plena a los efectos musicales se desplegó, casi siempre, sobre una materia
poco original, retórica muchas veces, sin verdadero nervio, y donde los triunfos fueron
casi siempre más del ingenio que del genio. Toda la lírica cantada de los trovadores no
hace posible ninguna comparación con obras también medievales que no hicieron uso
de la música, como son, por ejemplo, los poemas de “La Vida Nueva”.
Sin duda, las canciones populares continuaron en pleno Renacimiento esta
costumbre de cantar el poema; pero no obstante sus bellísimos logros, no es posible
elevar estas composiciones al plano en que sobrevuelan solitarias las grandes canciones.
¿Qué es, entonces, lo que ha ocurrido? Nunca la palabra está más necesitada de
convertirse en canto que cuando suena en un poema. Pero, como hemos visto, este canto
que requiere el verso no es el canto de la voz humana, ni tampoco el de ningún
instrumento musical. El verso tiene su música absolutamente propia, y no puede
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identificarse con otra alguna. Agreguemos, de paso, que la recitación –esa manera de
teatralizar el poema– alcanza casi siempre sus mejores efectos con
productos poéticos nada más que medianos. La gran poesía no es recitable. Posee, por
decirlo así, demasiado silencio interior. Y va al corazón. Va hacia ese otro silencio que
ella descubre –y a veces inaugura– en el espíritu del lector. Y la mejor manera de leer
los versos, se ha dicho, consiste en leerlos con una voz colocada a media altura, a
distancias iguales de la conversación y la recitación.
¿En qué consiste por lo tanto la música del verso? Para los lectores más
inexpertos, la rima, con sus equivalencias sonoras suscitadas a cada paso, y a cada paso
confirmadas, constituye el elemento más sensible en la corriente eufónica del poema.
De la rima, decía Amado Nervo, que la cultivó, sin embargo, con frecuencia:
(…) “murga liviana
que hace a todos los simples salir a la ventana”.
No creemos, de ningún modo, que la rima pueda ser así tan ligeramente
descalificada. Ella posee poderes secretos, resonancias que hacen camino en el espíritu
y efectos de arquitectura sonora que se graban para siempre.
Otros lectores son más sensibles a la repetición de sonidos iguales o muy
semejantes. Muchas veces es el sonido de una sola letra el que insiste y tonaliza a todo
un verso. Por ejemplo, esta aliteración: “Bajo el ala aleve del leve abanico”.
Pero estos casos reflejan una musicalidad puramente exterior. No van más allá
de la superficie del poema. Lo que no quiere decir que la aliteración no sea, casi
siempre, un elemento esencial en los instantes de poesía más alta: “e caddi come corpo
morto cade”.
El caso de la aliteración –como el anterior de la rima– no alcanza, de ningún
modo, a esclarecer de una manera seria esta música más indefinida de la palabra.
Enumeremos otros desajustes. El trovador hace por un lado la letra y por otro
lado la música. O este otro caso concreto: Mudarra pone música a la famosa copla de
Manrique: “Recuerde el alma dormida”. Ad-
mitiendo, por supuesto, la hermosura de la música, queremos hablar de su adecuación a
la letra. Nos encontramos con que los sonidos constitutivos de las palabras han sido
dispersados o insólitamente unidos. Hay sílabas que se quedan solas, abusivamente
prolongadas hasta comprometer la comprensión del texto. Nosotros concluimos
pensando que la copla de Manrique no ha ganado. Aquí se trata de sonidos, en su pureza
propia de nota musical y en sus relaciones armónicas y tonales. En Manrique se trata de
palabras. De palabras de quien habla a media voz, y con soberano recogimiento. En este
cantar del siglo XVI encontramos la música de Mudarra pero no la de Manrique. La
música de Manrique no está en la voz; está en la palabra. Palabra no conversacional.
Palabra no recitativa. En su darse a entender va, al mismo tiempo, la profundidad de lo
que se siente, como entre las palabras, y allá en el silencio que hace el lector al
escucharlo, empieza a percibirse la resonancia que es, asimismo el origen de lo que ha
dicho.
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Una segunda inadecuación, y muy frecuente, surge cuando el poeta piensa el
poema por un lado y, luego, en una segunda instancia, pone en verso lo que ha pensado.
Diríamos que medita en prosa ideas, significaciones, resúmenes reflexivos. Y en una
segunda operación procura transponer en estrofas y combinaciones rítmicas ese
pensamiento que había concebido al margen de la música. Esta doble instancia
constituye de por sí una inadecuación fatal. Jamás la musicalidad así agregada dejará de
ser cosa postiza y eventual. Todo el mundo sabe que un bello poema ofrece siempre la
impresión de que el sonido y el sentido han nacido en él a un mismo tiempo. Palabra y
pensamiento brotan juntos, y como repentinos, de la idéntica intuición. Valéry afirma
que si bien el poema es una composición indisoluble de sonido y sentido, no existe
ninguna relación racional entre estos dos constituyentes del lenguaje. Pero esto no nos
perece exacto en la poesía, donde como ya dijimos no se trata del sonido de una nota
musical sino del sonido de la palabra.
Cuando reflexionamos sobre los poetas más música-
les del idioma, no podemos menos de pensar en estos cuatro: Garcilaso, Fray Luis de
León, San Juan de la Cruz, Rubén Darío. Y la meditación sobre estos cuatro poetas nos
lleva casi a la seguridad de que no han sido pensadores profundos. Los sentidos o
significaciones que ellos organizaron en versos inolvidables fueron de carácter
tradicional, retórico o poco originales. Más que pensadores, los cuatro han sido, sobre
todo, sentidores. Ese trabajo tan propio del filósofo no tiene por qué ser una labor
obligatoria del poeta. El bello poema no está constreñido a emitir una significación
precisa, sino como lo ha dicho tan justamente Poe: el poema debe soltar de sí “una
corriente de significado indefinido”. ¿Y qué es esto de “significado indefinido” sino la
definición más precisa del acto de sentir? Tal sería, entonces, la disposición de ánimo
de un poeta esencialmente melodioso.
El hecho de que los poetas más musicales no sean los más profundos desde el
punto de vista del pensamiento discursivo, o de la indagación original metafísica y
psicológica, no puede llevarnos a la conclusión de que carecen de profundidad. Por el
contrario. La profundidad de estos poetas musicales es tan propia que se agota en ellos
mismos. Nada menos transferible. Podemos pensar muchas cosas como los demás pero
somos únicos en la manera de sentirlas.
Por una “suerte de propagación y por efectos de resonancia” los poetas
musicales nos comunican lo que en ellos se da como estados nacientes del espíritu. Es
lo posible, lo próximo, lo que está a punto de llegar, lo que se ha ido pero sin
abandonarnos del todo. Nunca la claridad racional sino el pensamiento no formulado
que la rodea y la supera, porque vuelve un estado a sus orígenes.
A este respecto, un crítico se explica de este modo: “El poeta escoge entre las
palabras no aquella que expresaría más fielmente su pensamiento (esto es asunto de la
prosa), sino aquella palabra que un pensamiento por sí solo no podría producir; y ella le
parece extraña y preciosa, porque es la solución única de un problema que no se enuncia
más que una vez que ha
sido resuelto”.
Veamos este fragmento de un Nocturno de Rubén Darío:
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Lejano clavicordio que en silencio y olvido
no diste nunca al sueño la sublime sonata,
huérfano esquife, árbol insigne, oscuro nido
que suavizó la noche de dulzura de plata…
Esperanza olorosa a hierba fresca, trino
del ruiseñor primaveral y matinal,
azucena tronchada por un fatal destino,
rebusca de la dicha, persecución del mal…
Nada, en este poema de aquello que puede ser claramente transmitido como
experiencia dolorosa de hombre –juventud abolida, vano ensueño, humano cieno,
pesadilla de llantos, obsesión de la muerte– nada de esto que ha sido claramente dicho
constituye lo original y lo profundo del poema.
El encanto de estos versos sigue siendo sensible aunque, propiamente, es un
encanto indiscernible. Efecto, quizá, de propagación, de resonancia –como ha sido
dicho. Juego de luces de las imágenes en rápida sucesión, con impresiones instantáneas
y con la incoherencia casi del que recuerda en sueños… pero sobre todo, onda sonora,
corazón musical, que transporta la angustia al canto, y allí la disuelve en un río de
vibraciones recorrido de claridades, y hacen presentir una dicha indecible, jamás hallada
pero nunca muerta.
SOCRATISMOS
(“APOLOGÍA DE SÓCRATES” - LÍBER FALCO)
Un autor, G. Bastide, escribe: “Hay un Sócrates en cada uno de nosotros”. Esto
quiere decir que la manera de ser de Sócrates ha sido concebida como una ley o una
forma constitucional –de las más altas– del espíritu humano. De aquí esa potencia y
encantamiento de su persona atravesando las edades, inconmovible, con la edad de una
estrella. También en nuestra época, su soplo de libertad se difunde entre los más ilustres
espíritus. Así, por ejemplo, es para Alain: “el hombre sin miedo. Sin riquezas, sin poder,
sin saber, y contento”. Del mismo modo, Gabriel Marcel concibe el filosofar como un
“neosocratismo”. Porque el filósofo debe ser, simplemente, el hombre que investiga, el
hombre que busca. Ha de dirigirse no a una inteligencia abstracta o anónima sino a seres
de carne y hueso en los que procurará despertar una cierta vida profunda de la reflexión.
El tercer testimonio pertenece a Merleau-Ponty: “El filósofo moderno es a menudo un
funcionario. Por eso los filósofos jamás dejarán de reconocer como modelo a un hombre
que no escribía, que no enseñaba, por lo menos en cátedras del Estado, que dirigía a los
que encontraba por la calle, y que tuvo dificultades con la opinión y los poderes: hay
que recordar a Sócrates”.
Pero nuestra intención no es la de seguir enumerando estas opiniones
contemporáneas, sino que pugna por concretarse sobre un recuerdo entrañable de
nuestra vida corriente, fugaz, sin pretensiones, pero punzante, patético, de “Socratismo”.
Se trataba de un hombre cualquiera de nuestras ca-
lles que poco o nada tuvo que ver con la filosofía. No había tenido casi formación
universitaria en medio de una existencia obstaculizada por el aislamiento, la necesidad y
la tristeza. La vida de un oscuro y joven poeta resulta verdaderamente dramática cuando
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se está compelido a trabajar en un puestito de panadería en el Prado, o ha abierto un
descascarado salón de peluquería de tres metros de largo en alguna apartada calle de la
Unión.
En el haber se tiene dos o tres amigos con los que se disipan noches enteras en el
café. Huérfanos de casi toda formación, sin ambiente ni amigos literarios, el
acompañamiento sensato de una ironía fulminante hiela estos breves fuegos artísticos.
Se tiene también una compañera laboriosa, pero con un mundo propio de diversiones
baratas y honestas. Se posee además –ya uno no sabe si en el haber o en el debe– un
pequeño, vaporoso conjunto de ideas de revolución social seráfico e impracticable.
Claro que puede producirse un cambio en este estado de cosas –otros ambientes, otros
amigos, otros oficios–. Y algo de eso, como en este caso, ocurre con frecuencia. A lo
largo de los años este hombre ha logrado producir un conjunto de versos desnudos,
totales, ni viejos ni nuevos: absolutamente suyos. Cuando se acerca a su medio siglo de
existencia y la difusión de sus poemas traspasa el círculo de sus amigos, la muerte
vagamente esbozada un tiempo antes, sordamente prevista en malestares indefinibles, se
hace presente con la evidencia, la rapidez y el deslumbramiento del relámpago. Es una
nochecita de invierno en que el poeta vuelve de su trabajo de corrector en un diario
vespertino y, ya en su casa suburbana, sube hasta el pequeño altillo donde escribe. Lleva
en su mano la Apología de Sócrates. No conoce este libro. Todo lo que tiene fama
universitaria resulta sospechoso a estos hombres que se han hecho duramente a su vera.
En el frío cuartito, permanece leyendo hasta las primeras horas de la madrugada: “Voy,
pues, a sufrir la muerte a la que me condenáis; ellos han de sufrir los cargos de crimen y
de iniquidad a los que la verdad los condena. Por mi parte, me quedo con mi
pena; ellos preferirán la suya. Quién sabe si era lo que debía pasar, y yo lo encuentro
todo bien. No hay mal alguno para el hombre de bien, ni en esta vida ni luego de morir.
Pero ya es tiempo de separarme de vosotros y de irnos, yo a morir, y vosotros a vivir.
¿Quién lleva la mejor parte? ¿Vosotros? ¿Yo? Dios lo sabe”.
Medita sobre Sócrates. Medita sobre sí mismo, sobre lo que ha vivido, y sobre
esta evidencia inexorable, este “cangrejo” en las entrañas que ha comenzado a
devorarlo. Solloza solo. Las lágrimas caen sobre las páginas y sobre las manos.
Él no está delante del gran artista que es Platón, ni delante de uno de los más
grandes filósofos que hayan existido. La vida, el azar, el error, sólo han hecho posible
este contacto postrero. No serán para él esas fruiciones mentales delicadas con que va
sintiéndose crecer el estudiante de Platón. Ni el desenvolvimiento de las ideas que hacen
y deshacen, en ámbitos de luminosidad y de gracia, sus lentas, prolongadas espirales; ni
tampoco esa voluptuosidad en que Platón resuelve el acto de pensar; ni el conjunto de
estados nacientes, modulante, que despierta el goce de su lectura.
No serán para él, para quién, en este instante, son imposibles todos los posibles.
Él está desgarradamente delante de un hombre, de Sócrates. Y este lo deslumbra por su
grandeza moral y por su coraje. La belleza interior de aquel hombre sin miedo esplende
y se derrama tibia en su corazón angustiado. Es necesario también pensar en Dios, que
ha sido hasta esta noche lo vago, lo imaginario, lo pavoroso… lo imposible. Y brotan
así estos versos:
Oh! sabio Sócrates
si como tú esperar pudiera
la muerte que me espera.
Si como tú tuviera yo
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un inmortal mensaje;
una luz con que alumbrarnos todos,
quizá no me muriera así como me muero
entre sombras, silencios, entre penas y miedos.
Oh! luz, oh! Espíritu que habitas las tinieblas
alúmbrame este cuerpo mortal.
Dame tu fuerza oh! Dios.
Dame oh! Sócrates, tu razón suprema.
Median entre Sócrates y este hombre de cincuenta años zambullido en una
buhardilla del barrio Millán y Estomba, dos mil trescientos cincuenta y tres años. Toda
la vida de Occidente, en suma: grandes movimientos religiosos; catástrofes de imperios
seculares; nuevos continentes; convulsiones sociales que abarcan toda la superficie del
planeta; revoluciones, cambios, inventos prodigiosos de la industria y la ciencia;
velocidades supersónicas; ciudades gigantescas; los paraísos del lujo, del confort, de la
facilidad, y el infierno de los explosivos capaces de una devastación unánime; miles y
miles de “juguetes y alarmas”. Pero para morir este hombre está completamente solo en
medio del torbellino vertiginoso. Excepto este lejano espíritu de Sócrates que habita en
sus tinieblas y le alumbra su cuerpo mortal. Mas, ¿cómo poseer esta muerte ateniense,
este inmortal mensaje, esta luz que ha milenariamente alumbrado a las almas, esta
fuerza serena y suprema, cuando el acto que los nutre y que los hace invencibles, el acto
de la muerte, ha sido siempre evadido, olvidado, negado? ¿Quién podría adivinarlo,
tomarlo en serio, durante tantos “días y noches” antiguos, distraídos por el ensueño, el
entusiasmo, la inquietud, la tristeza y la vaga adoración de todo?
Hoy este día –o noche– de la verdad se ha presentado. La existencia cobra
entonces el aspecto de un unánime chasco, y la razón suprema de Sócrates en estos
instantes, se identifica con la fuerza de Dios.
En las paredes del altillo alguien ha reproducido a tinta, en un pequeño cuadro,
el rostro de Rafael Barret. Hay dos estantes, de un metro y poco más de largo, de libros
baratos y amarillentos. En un rincón, un canapé de tela roja y molduras pintadas de oro,
está diciendo a gritos que no tiene nada que hacer allí, en medio de la desnudez del
cuchitril. Efectivamente, debió de haber sido propiedad de algún rico venido a menos, y
fue adquirido en algún remate en razón de su baratura. Luego, la silla, la mesa, él… y
aquel frío.
Así vivió Líber Falco esta noche de tempestad en su
penúltimo invierno. Meses después, creyéndose curado, la evocaba, entre amigos, para
declarar el origen de ese poema de Sócrates. Literariamente, lo consideraba un fracaso.
Había vivido, sin embargo, el más angustioso momento de su vida.
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MUTILACIONES
(ESTATUAS GRIEGAS - RAFAEL BARRET)
Queremos recordar, primeramente, una antigua impresión que nos produjo un
célebre grupo escultórico. Vagábamos a pleno azar por los salones de un museo, sin
guía, sin prospectos, sin saber qué tipo de producciones habríamos de encontrar. Y
anonadados por lo absoluto de nuestra ignorancia, por lo vago de nuestro interés, por el
abuso que significa contemplar en minutos lo elaborado en años, atravesábamos aquella
blanca población fantasmal, aquel gentío silencioso que, por algunas de sus figuras,
clavaba en nosotros, con la celeridad del golpe, una mirada fija que nos hacía de pronto
dar vuelta la cabeza. Al cercarnos por todas partes, aquellas miradas –cada una
acorazada en su mundo interior y no pensando más que en sí– hacían pensar en la de los
dementes. O podrían también ser comparadas a ese ojo instantáneo de las flores que un
niño pequeño cree percibir al quedar solo en un jardín cuando anochece.
Quizá un único propósito nos había llevado a franquear aquel umbral: el de
observar –mezclado a cordiales recuerdos de su pueblo– los dibujos de Carlos Federico
Sáenz. Mas sobrevino de otra parte la sorpresa. Pese a lo vivo de aquella impresión no
recordamos precisamente el sitio. Pero fue al trasponer una portada divisoria cuando se
nos apareció de súbito por primera vez en la vida “La Victoria de Samotracia”. Estaba la
espléndida creación en la penumbra, en lugar demasiado estrecho y más o menos
cercada por la incoherencia de todo tipo de pequeñas estatuas y de truncados torsos
desnudos. Nos pareció que la
proa de la barca se empinaba en un trozo de blanco oleaje, con una rendida gallardía. Y
un poco más atrás, desde el seno gris y sucio de la penumbra, emergían los pliegues
ceñidos fuertemente por el viento del mar a un torso de mujer. Esta semejaba erguirse
como un grito sobre el ímpetu de sus alas desplegadas. Su impulso hacia adelante, y a lo
alto, era el del vuelo; su fuerza jubilosa corría a ser concentrada y despedida en un
chorro sonoro, por la trompeta que las manos ausentes ajustarían a su boca.
Esta egregia figura no tiene ojos y mira;
no tiene boca y lanza el más supremo grito:
no tiene brazos y hace vibrar toda la lira,
y sus alas pentélicas abarcan lo infinito.
Efectivamente. Es difícil concebir una figura plástica más bella. Esas alas
echadas hacia atrás, esa proa de la barca que va creando el aire y creando el agua, y
creando, sobre todo, un impulso infinito. Y esa libertad, en medio, esa victoria que ha
perdido la cabeza. Se siente una cabellera que no está, vibrante, echada atrás, rizando un
viento. Qué tumultuosa propagación de brío. Qué calma, sin embargo. Y qué silencio.
¡Cuánta muerte también innumerable hace vibrar todo eso!
Merece también ser recordada la impresión que esta obra produjo en la vida de
Rafael Barret. Él la cuenta en un artículo titulado “En el Louvre”. Ofrécense, al mismo
tiempo ante su vista dos obras inmortales: La Venus de Milo y esta Victoria de
Samotracia. Como la confrontación se impone de inmediato, Barret, que ha regresado
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ante la diosa, pero ahora instruido por la vida, prorrumpe en esta exclamación
sarcástica:
“He aquí la gran engañadora, igual que siempre, con su belleza eterna, inmóvil,
implacable; he aquí el ídolo glacial y satisfecho, con su cabecita redonda y bien peinada,
sus ojos ciegos, su leve sonrisa desdeñosa, su torso vasto y tranquilo, capaz de sostener
sin un estremecimiento las caricias de Hércules. Aquí estás Venus Urania, convencida
de que lo sabes todo, de que te ciernes por encima de la piedad y de la duda, lejos del
mal, lejos del hombre. Crees reinar en tu país y
entre los de tu raza, pero han muerto ellos y sus dioses. Y tú has muerto también. Eres
una magnífica momia, una máscara brillante y dura, un molde hueco que rueda por las
clases de dibujo. Dime, patrón de rectificar cuerpos de mujer, ¿qué hiciste de tu alma?
Los académicos adoran tu forma y está vacía. Tu rostro miente; la mentira baja de él a
lo largo de ti, falsificando hasta las raíces de tu pedestal, y debemos felicitarnos de
ignorar tus brazos decorativos y tus manos inútiles. Mientes. Pretendes expresar la
plenitud de la dicha, la paz absoluta, la sabiduría perfecta; y no hay paz, no hay verdad,
no hay dicha: toda perfección es un cadáver”.
Y un instante después, volviéndose hacia la otra creación, concibe esta réplica
entusiasta:
“Por eso guardo mi fidelidad para la divina imagen de la inquietud, para esa
Victoria de Samotracia que en lo alto de la escalera central del Louvre, yergue la noble
agitación de su figura. Al subir hacia ella los peldaños se convierten bajo mis pies en
gradas de un templo. Sobre una proa medio deshecha, la Victoria alza su tronco
retorcido por el esfuerzo, y abre sus anchas alas que semejan temblar. El conjunto es
una cruz que me recuerda a “la otra”. Las mutilaciones de esta obra sublime tienen no sé
qué de trágicamente simbólico. La heroica testa y los brazos laboriosos se han perdido.
De la nave no quedó más que la proa; arriba no quedaron más que alas y la estatua
decapitada avanza en el vacío. Sentimos que se ha desprendido de su tierra y de su
tiempo; que los cien fragmentos de su ser, magnetizados por la impaciencia, apenas
reunidos bajo los dedos de los arqueólogos se han puesto a caminar. Tocad sus sagradas
rodillas; no es el frío de la piedra; es el frío de la noche. El viento aplastó el ropaje
contra la carne que se estremece, mojada por el mar. El seno respira aún. Las alas
luchan aun con las ondas invisibles. Una inmensa compasión se apodera de mí”.
Pero aquella tarde en el museo, por primera vez ante su imagen, nosotros no
hemos pensado, propiamente, ni la victoria que ella significa, ni la inquietud
perenne de lo humano con que se representa en las páginas de Barret. Aún hoy, nosotros
no vemos nada más grandioso que la alta y enigmática precisión de esa mutilación.
Todos los pliegues de la vestimenta, el juego de los músculos, lo tenso y ascendente de
la torsión del cuerpo, corren a reunirse y a expresarse con el máximo brío en un centro
que no está, en esa victoriosa testa desaparecida. La poderosa sensación de salto en el
vacío, circunscribe, empero, sólidamente un espacio, aquel que el artista había elegido
como culminación de sus esfuerzos. Y allí… no se ve nada. Y sin embargo… está todo.
El tiempo ha segado esa cabeza en el más prodigioso golpe de cincel que ha producido
el arte antiguo. Nunca el azar, las fuerzas ciegas, sirvieron más puntualmente a una
necesidad infinita de libertad, de poderío, de aire terrestre y luz concreta; a la
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perspectiva ilimitada y a la inminencia de la plenitud. Nunca, como en este caso, se ha
realizado todo lo que el artista confía a la sugestión, que él mañosamente busca y cerca:
a lo inexpresable; a lo que debe estar en la obra pero sólo puede ser presentado por
aproximación.
La cabeza y el rostro que soplaba su himno en la trompeta, decían quizá con
demasiada claridad lo que ahora sugiere la figura decapitada. Es que se ha cumplido
otra vez aquella paradoja de Rodín: “El tiempo mutila genialmente a las obras geniales”.
Pensad, ya que la hemos citado, en la Venus de Milo; o como Rodín, en las catedrales
de Francia.
Para terminar, hemos de suponer que esta idea del escultor aplicada a los
acontecimientos humanos, engendra derivaciones interminables. Pensamos por ejemplo
en todo lo que en ella se trunca: ausencias inolvidables e irreparables, caminos cortados,
desilusiones, traiciones, frustraciones; esperanzas precisas convertidas, por el paso del
tiempo, en fantasmas inverosímiles; enfermedades, desventajas nativas e inculpables;
accidentes vertiginosos; inmensos sueños rotos; soledades ardientes…
Aquí también el prodigioso golpe de cincel es el azar, el accidente ciego, el
destino imprevisto… la mano de Dios.
Ya los antiguos repetían que el golpe de la fatalidad nos prueba como a las
monedas. Y bajo este golpe se descubre –según la índole del alma– o ruinas humanas
espantosas –la naturaleza no las hace peor– o corazones deshechos de los que fluye un
indescriptible embrujo cordial.
Nuestro verdadero valor es cosa que, por lo tanto, nos sobreviene: de la que no
tenemos, quizá, la más ligera idea.
Un alma no es jamás lo que intencionadamente se propone; y paradójicamente,
la vida hace crecer este valor no tanto en lo que da cuanto en lo que sustrae. La historia
de un carácter no está exenta de estas derrotas que el simple paso de los años transforma
en umbral de victorias más sutiles. La adversidad es siempre una sorpresa. Pero nuestro
espíritu es previsión. Y por lo tanto odia las sorpresas.
Nuestra desgracia consistiría en dar sólo valor a nuestros cálculos; y de este
modo, en ignorar la realidad superior que, contra ellos, o al margen o más allá de ellos,
se ha de hacer en nosotros. Quizá todas estas reflexiones acerca del azar aparentemente
hostil, podrían ser reunidas en esta frase insondable de Lao Tse: “Acoge a la adversidad
como una sorpresa agradable”.
NUESTRAS CIRCUNSTANCIAS
(HAMLET - QUIJOTE - ZORRILLA DE SAN MARTÍN)
La amistad epistolar entre Miguel de Unamuno y Juan Zorrilla de San Marín está
compuesta de dieciséis catas intercambiadas a lo largo de más de seis años. Se cortó
bruscamente tal relación a causa de los desvaríos del escritor vasco, empeñado en una
actitud apresurada, contradictoria e impertinente sobre lo que no comprendía. La causa
de esta ruptura fue José Artigas.
Pero es otro el motivo que ha de concentrar, hoy, nuestro interés sobre estas
cartas. Una de ellas está escrita por Zorrilla en 1906, 21 de junio, y describe una primera
impresión sobre la obra de Unamuno Vida de Don Quijote y Sancho, aparecida en el año
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anterior. Su punto central expone una refutación en tono amable pero firme, a las
meditaciones de su amigo español, a “las más heroicas” –dice Zorrilla–; sobre la figura
de Roque Guinart el bandolero que Cervantes nos ha mostrado en el capítulo LX de la
segunda parte del Quijote.
Nosotros vemos aquí tres actitudes: la de Cervantes, la de Unamuno y la de
Zorrilla. En las páginas del Quijote este Roque Guinart, compasivo y riguroso, es capaz
de luchar por la honra de una doncella sin que le asalte una sola vez el pensamiento de
mancillarla. Es también capaz de repartir con absoluta justicia ente los suyos los bienes
acumulados por el robo, y asimismo de asaltar a los viajeros para hurtarles solamente
aquello que su escuadra necesita. Puede al mismo tiempo partir en dos el cráneo del
descontentadizo que no juzga buena esta moderación del capitán. Char-
lando con Don Quijote, explica el bandolero las razones de su extraña vida. Es un
agravio, del que ha sido víctima, el que ha cambiado su existencia. Roque Guirant no
nos dice cuál es; e ignoramos también si su rencor data de mucho tiempo o es reciente,
aunque por otras circunstancias podemos suponerlo antiguo. “…y como un abismo
llama a otro y un pecado a otro pecado, hanse eslabonado las venganzas de manera que
no sólo las mías, pero las ajenas tomo a mi cargo;” –agrega Roque Guinart– haciendo
de su afán de venganza cosa tan universal como es en el Caballero de la Mancha su afán
de justicia. Pero no excluye el bandolero, por eso, la melancólica convicción de su
culpa. Una esperanza ciega, de última instancia, le sostiene en medio de su laberinto.
Cuando nos dice: “Dios es servido que no pierdo la esperanza de salir dél a puerto
seguro”. El pensamiento de Cervantes con respecto a ese personaje se muestra
cristalino. Ve en él una naturaleza espontáneamente compasiva y bruscamente
envenenada; consciente de la mala senda que ha elegido, pero casi seguro de una
redentora providencia final. No hay rebelión en esta novelesca creatura con respecto a
los valores establecidos.
Mas al pasar a manos de Unamuno, el personaje suelta de sí una profundidad
filosófica apenas sospechada. La meditación del español alcanza, como dice Zorrilla,
una peligrosidad “heroica”. ¿Y quién os ha dicho apocados espíritus –escribe
Unamuno– que el destino final del hombre se sujete en asegurar el orden social en la
tierra y a evitar esos daños aparentes que llamamos delitos y ofensas? ¡Ah pobres
hombres!, siempre veréis en Dios un espantajo o un gendarme, no un Padre que perdona
siempre a sus hijos, no más sino por ser suyos, hijos de sus entrañas, y como tales hijos
de Dios (…). Tengo, pues, para mí que Roque Guinart, y sus compañeros eran mejores
de lo que ellos mismos se creían. Reconocía el buen Roque la insolencia de su oficio,
pero se sentía atado a él como a un sino fatal. Era su estrella”. Estamos delante de un
pensamiento audacísimo, que muestra su máscara de locura como la muestran todos los
pensamientos
del cristianismo verdadero. No se nos ha traído al mundo para asegurar un orden social.
Las ofensas, los delitos, son más aparentes que reales. El facineroso quizá se endurece
en sus fechorías porque desconfía de ser perdonado. ¿Qué sabemos nosotros, pobres
mortales, de lo que son el bien y el mal vistos desde el cielo? ¿Os escandaliza acaso que
una muerte de fe abone toda una vida de maldades?
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Estas frases unamunescas hacen temblar el corazón de Zorrilla. Bien sabe él que
un acto malo engendra otro peor, y como ha sido dicho por el mismo bandolero “un
abismo llama a otro y un pecado a otro pecado”. Con todo, el soplo de caridad de
Unamuno es verdaderamente grande. Ha sido recordado en dicha página el buen ladrón
del Gólgota. Y asimismo, envueltos en igual caridad, han sido mencionados ciertos
seres y hechos de una sensibilidad muy nuestra. Por ejemplo, el “vamos suerte” de
Martín Fierro, cuando este se resigna a su inquerida condición de gaucho malo, y
advierte, triste, que sólo el derrotero de su cuchillo abrirá, en adelante, su camino. Otra
mención a lo nuestro ha sido consignada en la misma página: es el sentido profundo con
que los gauchos llaman “desgracia” al hecho de haber tenido que cometer un homicidio.
Esta última referencia suscita en Zorrilla un precioso recuerdo, del que impone
apresuradamente a su amigo. Dice así:
“Sí, es verdad; nuestros gauchos llaman desgracia a cometer un homicidio.
¡Pobres gauchos! Oiga usted un caso histórico e inédito. Si yo estuviera aún en situación
de meterme en la cueva de Montesinos de mi alma, haría de ese episodio mi poema
hermano y continuador de Tabaré. Haga usted con él el suyo, pues mi alma vibra. En
medio de la noche y de la tempestad, un gaucho a caballo golpea la puerta del cura de
un pueblo de mi tierra; le pide que lo acompañe a auxiliar a un moribundo; el cura
monta a caballo y sigue a aquel hombre; van a la luz de los relámpagos; cae la lluvia;
atraviesan las colinas; penetran por fin en el bosque. Hay allí un hombre debajo de un
árbol,
de un espinillo, de un ceibo. El gaucho mira el cadáver; se arrodilla a su lado y reza; se
levanta, mete su mano en el cinto de cuero, saca un peso y se lo entrega al cura. Tome,
Padre, para que le diga una misa… Y el pobre asesino, ¿es un asesino? Vuelve a montar
a caballo, y se aleja con la cabeza sobre el pecho… Su silueta se proyecta sobre los
relámpagos, se sumerge en la oscuridad… ¡en la oscuridad!”
“Compare Usted esa escena con la espantosa de Hamlet cuando se resiste a
matar a Claudio en el momento en que este está rezando, y porque está rezando. Y la
justicia humana llamará asesino al pobre gaucho matador”.
He aquí que hemos visto entre escenas de Cervantes y Shakespeare a una sextina
de Martín Fierro y a un recuerdo gauchesco; y los hemos visto alternar airosamente,
tanto por su nobleza como por su pujanza dramática. Este matrero que se detiene
pensativo sobre su cuchillo y sabe hasta dónde su arma lo salva y lo pierde,
internándose luego en el laberinto de su vida con aquel trágico y resignado: “vamos
suerte, vamos juntos”; este otro, caído de rodillas sobre su víctima, solo en el mundo,
porque ha producido la muerte en la tierra y ha perdido la gracia. La gracia de sentirse
una creatura de Dios; y por lo tanto, un hermano del resto de los hombres. Esa es su
desgracia. Su radical soledad. De aquí que –al sentirse aislado por el crimen cometido–
recurra a la religión; es decir, a lo que religa, a lo que vuelve a unir, ya que un hombre
que ha matado no tendrá en adelante nada más que a la muerte por compañera; ese
producto rígido, extraño, helado, que él ha podido fabricar con sus manos. Una
grandeza bíblica y primitiva se siente en esta figura de rodillas en medio de los
relámpagos.
Lo tragará de inmediato la oscuridad y será nuevamente el “Vamos suerte,
vamos juntos” que, en ambos casos, se ha convertido ya en un “Vamos muerte, vamos
juntos”. Por algo Zorrilla de San Martín experimentó en este episodio el germen de un
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poema hermano y continuador de Tabaré. Y en 1930, en la edición de sus Obras
Completas incluyó en el volumen “El Ser-
món de la Paz” un breve estudio mitad narrativo, mitad ensayístico, en donde se vuelve
a narrar esa escena bajo el título “Príncipe y Gaucho”. Allí contrastan el sencillo gaucho
arrodillado y el nervioso príncipe que nos habla como la criatura menos cristiana de la
tierra, cuando contraría el amor al enemigo con su anhelo de una condenación
interminable. ¿Se nos habrá querido mostrar aquí lo infinito del odio? Quizá. Aunque
este joven refinado tiene un espíritu en exceso movible y vacilante para querer una sola
cosa con pasión totalizadora y fatal. Mas nuestro deseo ha sido poner de relieve la
calidad y la grandeza de un mundo que –hasta ayer– ha sido nuestro.
Es quizá lo más fácil adquirir un sentimiento de disgusto o desprecio acerca del
ambiente que nos rodea. Basta con dejarse vivir. De un modo natural, nuestros deseos y
nuestras exigencias, al hacerse desorbitadas, chocan sin más, con los seres, cosas y
situaciones que nos circundan. Mas esto prueba, tras su aparente superioridad, más bien
una situación de dependencia y desventaja, cuando no de inhibición o de impotencia,
con respecto a eso mismo de lo que procuramos desvincularnos.
No es fácil descubrir el encanto, la nobleza, la excelencia posible de las personas
y de los lugares que nos rodean. Porque casi siempre dejamos correr todo esto a cuenta
del temperamento que, de por sí, vive sin exigirse, en un mundo de influjos ciegos,
generales, repetidos, poco importantes. Sus funciones usurpan, tienden a sustituir, y
disminuyen siempre las funciones más elevadas de la experiencia, del comportamiento,
del carácter. El temperamento es lo que resta de nosotros cuando todo lo que constituye,
de verdad, el espíritu, se ha ido de paseo.
Las circunstancias habituales suelen sernos, casi siempre, las más desconocidas.
Y hemos traído los ejemplos de Unamuno y Zorrilla para que confiemos en la grandeza
recóndita de las nuestras.
EL MUNDO DEL SILENCIO
(M. MAETERLINCK - MAX PICARD)
En un cantón de Suiza, Tessin o Ticino, un hombre de pequeña estatura y
envuelto en un aire de recatada majestad, ha escrito un libro profundo, y para nuestra
época –quizá más que para ninguna otra época– desconcertante. El hombre es Max
Picard. El libro se llama El Mundo del Silencio. Gabriel Marcel ha sido uno de sus
primeros lectores; también ha sido uno de los primeros en desconcertarse. “No llegaba a
convencerme –dice– de que ese silencio, tan constantemente mencionado, fuese algo
positivo, algo más que una ausencia”. “Es un sabio” –escribe luego Gabriel Marcel de
Max Picard– “pocos hombres piensan hoy con mayor intensidad” –agrega.
Siendo un sabio, no es de ninguna manera un filósofo, si entendemos a este
último según el uso moderno. El filósofo antes que nada es, hoy, un profesor. Y es de
advertir que el filósofo se aproxima cada vez más a la belleza, tiende a recrear esa
unidad inicial de que se nutren el pensamiento y la poesía, en la medida en que es cada
vez menos profesor.
A dicha raza pertenece Max Picard, cuyo espíritu ha conservado en el más alto
grado el sentido de la contemplación. Ya, anteriormente, había escrito dos libros acerca
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del problema de la fisonomía y en sus observaciones sobre el rostro había percibido,
sobre todo, el mensaje silencioso que él difunde, viendo sobre el rostro o imagen una
suerte de estación o detención en el camino que va desde el silencio a la palabra.
Fácil sería adivinar el ambiente que rodea la existencia de Max Picard, “La vida
del campesino –nos dice– ha salido del círculo de los otros hombres; está
ligada a las imágenes de la naturaleza y a las imágenes de la vida interior más que a los
otros hombres”. “Las vacas en el campo: ellos son los animales del silencio” –escribe.
Algunos de los capítulos que componen este libro llevan los siguientes títulos:
Palabra y Gesto; Las Lenguas Antiguas; El Yo y el Silencio: Conocimiento y Silencio.
Otros capítulos agrupan la Historia, la Imagen, el Amor, y el Rostro Humano reflejados
y circuidos por esta profundidad del silencio. Sigue a este un tercer grupo en que las
edades de la vida, las condiciones de trabajo y el medio ambiente, la infancia, la vejez,
el campesino, las cosas, son vistas a través de ese origen y de esa definición que es el
silencio. Son experiencia de cultura. Así la Naturaleza, la Poesía, las Artes Plásticas, se
muestran en sus contactos trémulos con este universo sin palabras.
Casi al final del volumen está presentado, de cuerpo entero, el enemigo. No es
propiamente el ruido sino el rumor. La fabricación mecánica que le sirve como modelo
del enemigo es la radio. “La tierra entera se ha convertido en un rumor de radio” –
escribe. Lo que la radio contiene de más funesto es que ha hecho perder toda relación
con lo espontáneo. La radio ha enseñado al hombre a no escuchar más la palabra. La
palabra perdió allí su capacidad de ser una presencia, un ser concreto y vivo, una
totalidad circundada de resonancia, para convertirse en signo, en modo, en pasaje
insensible, en no ser. Y el hombre que ha devastado este aparato se ha convertido
igualmente en un rumor. Es hombre informe, indeciso, en lo exterior y en lo interior,
hombre sin fronteras, sin mesura.
Si deseamos hacernos una idea nítida del silencio debemos pensarlo como una
línea vertical cuya punta se levanta contra la horizontalidad que representa el
desenvolvimiento de la frase. Es horizontalmente que se moviliza el rumor. Él no puede
existir sino en este desenvolverse de continuo, impidiendo a toda cosa su solitaria
presencia total. A este propósito, dice Husserl, que una significación verdadera es
posible sólo cuan-
do la palabra reenvía al carácter de infinidad de la cosa.
Por proliferación, un rumor desata de sí otro rumor. Se pueden decir las cosas
más bestiales y más sensatas; ellas se compensan. Los acontecimientos se vuelven todos
semejantes. Sólo cuenta el tono general del rumor. Una cosa es inmediatamente
suprimida por la otra. Más aun: todo está suprimido antes de haber sido pronunciado.
En este mundo del rumor la realidad ya no cuenta para el hombre. Lo que
interesa es la posibilidad. Pero las posibilidades no están establecidas como algo
preciso; van de una imprecisión a otra; no tienen ni comienzo ni fin. No tienen una
significación única.
Necesitamos ahora aproximarnos a esta experiencia del silencio, a esta especie
de ojo que nos mira desde el fondo de nuestra vida, sutil, intermitente, preciso, siempre
igual. “Al acordaros de un ser profundamente amado –dice Mauricio Maeterlink– lo
primero que acudirá a vuestros pensamientos será, no las palabras que pronunciara ni
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los gestos que pudo hacer, sino los silencios que juntos vivisteis; porque la calidad de
esos silencios ha sido lo único capaz de revelar la calidad de vuestro amor y de vuestras
almas”. Efectivamente, ¿quién duda de que en el sentimiento del amor cuentan más los
silencios que las palabras? “El dulce, silencioso pensamiento” –canta un verso de los
sonetos de Shakespeare. Silencio activo. Así le llaman tanto Maeterlink como Max
Picard. No puede, por lo tanto, confundirse con una mera cesación de la palabra. El
primero de ellos trata de recordar otros momentos de la vida en que tal experiencia se
pone de manifiesto. “La mayoría de los hombres –dice– no comprende y no admite el
silencio más que dos o tres veces en la vida. No se atreven a acoger a ese impenetrable
huésped sino en circunstancias solemnes, pero casi todos le acogen dignamente, porque
aun los más miserables tienen en su existencia momentos en que saben obrar cual si
supieran ya lo que los dioses saben. Acordaos del día en que os encontrasteis sin terror
delante de vuestro primer silencio. Le viste subir de los abismos
de la vida. Fue quizá en el momento de llegar; al disponeros para un viaje, en el
transcurso de una gran alegría, junto a una muerte o al borde de una desgracia. Los
besos del silencio de la desgracia –porque en la desgracia es principalmente cuando el
silencio nos rodea– no pueden olvidarse, y he ahí que aquellos que más veces lo vieron
acabaron por ser mejores que los otros. Tal vez sean los únicos en saber sobre qué aguas
mudas y profundas reposa la fina corteza de la vida cotidiana; se acercaron más a Dios,
y los pasos que dieron hacia las luces, en aquellos minutos en que todas las pedrerías
secretas se dejan ver, no son pasos perdidos”.
Así, de este modo, el silencio nos reenvía a un estado en donde estamos solos y
en donde sólo cuenta nuestro ser. Allí también el tiempo puro, el tiempo sin contenidos,
crece. “Cuando dos hombres conversan –dice Max Picard– hay siempre un tercero
presente: el silencio; él escucha”. Y de inmediato nos trae otro ejemplo en donde este
espléndido silencio reaparece. Pensad en una bella música que oís con embriagador
recogimiento: “Jamás se escucha mejor el silencio –dice Max Picard– que cuando se
desvanece el último sonido de la música”.
Hay un silencio de la naturaleza y hay un silencio del espíritu. Cuando ambos,
sentidos en su espontánea originalidad, se reúnen en un hombre, la perfección humana
ha sido alcanzada brevemente. Max Picard piensa, entonces, en Dante y en Goethe.
Este hombre del silencio vive a mitad de camino entre lo que es lejano y lo que
es próximo, de la vejez y de la juventud; vive a partir de este centro de sustancia
silenciosa. “El libro del Tao de Lao Tse ejemplariza esto mismo en centenares de
aforismos inolvidables. El hombre soporta entonces mejor lo que es hostil y lo que le
gasta. Es un hecho probado que delante de la máquina, los pueblos orientales soportan
mejor la vida que los occidentales, porque están bañados, milenariamente, en un
intachable silencio interior”.
En realidad, aunque este mundo del que estamos hablando es un mundo
profundo, su acceso a él no
resulta difícil para ninguna persona. Más aun, cabe afirmar que todo ser humano lo ha
conocido por lo menos una vez. Es un mundo natural, espontáneo. Y para que él
aparezca bastaría, por ejemplo, sencillamente contemplar. Es necesario solamente
impedir el pensamiento discursivo, o sea aquel pensamiento que busca relacionarlo todo
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–por causas, influencias, efectos, utilidades, reminiscencias–. Debemos, lenta y
pacientemente dejarnos impregnar de la presencia de los objetos, de los seres, de los
sucesos; sin plantear a los mismos ninguna pregunta. Lo que resulta imprescindible y no
siempre fácil es hacer un profundo silencio –es decir, vacío– en nuestro pensamiento.
Entonces nuestro rostro también aparecerá silencioso. Si nos pensamos, por ejemplo,
contemplando absortamente una flor, comprenderemos la misma certidumbre de
Chesterton cuando escribe: “La contemplación de la más simple flor me suministra más
misterio que toneladas de filosofía alemana”.
Este mundo del silencio no sólo puede ser percibido en la naturaleza y en el
espíritu, sino también –como ya hemos mencionado– en las edades del hombre, en
algunos de sus oficios, en el pasado humano y en la poesía y artes plásticas. Veámoslo
en estos otros pensamientos del libro de Max Picard:
“La poesía viene del silencio y tiene la nostalgia del silencio. Como el hombre
mismo ella está en camino de un silencio a otro silencio”.
“La poesía de hoy viene de la palabra”.
“Antaño, la obra pertenecía más al orden del mundo que a la persona del poeta”.
“En la tragedia antigua se escucha el silencio de los dioses en los discursos de
los hombres. Cuando el héroe muere, el silencio de los dioses parece venir y hablar
solo”.
“Pasear entre columnas griegas es pasear en un silencio luminoso. Y las estatuas
de mármol de los dioses griegos están en medio del ruido de hoy como blancas islas de
silencio”.
EL PENSAMIENTO SILENCIOSO
(LUIS LAVELLE)
Un centro silencioso, una sustancia toda hecha de silencio constituye el
fundamento de nuestro propio ser. Para comunicarnos con él no hay órgano más propio
que el de la contemplación. La contemplación nos sumerge en ese fondo silencioso de
donde retiramos el pensamiento y el aspecto que han de dar forma a nuestra presencia
humana, como asimismo la fortaleza y la paciencia para resistir azares que no dependen
de nosotros. Hay silencios que nos pertenecen, que podemos hacer crecer o,
temerosamente, pasar por encima. Son los silencios del amor, por ejemplo. Hay otros
que advienen por sí solos, al margen de nuestro deseo o voluntad. Son los de la muerte,
el dolor, o el destino.
Cabe preguntarse, llevando este tema a sus orígenes, ¿qué se consigue, qué
seguridad, qué dicha o utilidad pueden lograr estos raros espíritus que cerrando, al
parecer, los ojos al mundo de los hombres, de espaldas a la vida, procuran
porfiadamente ser fascinados por la Esfinge, y miran allí donde nada se puede ver, y
escuchan aquello que no tiene ninguna voz, y esperan allí donde no hay tiempo, y tratan
de asir una presencia que el resto de los hombres identifica con la nada? Cuando uno de
esos nadadores sutiles que se ha zambullido en las tinieblas reaparece a la faz de la
tierra, debe sin duda de mostrar un rostro distinto y lejano, todo alumbrado por la
extrañeza y todo recubierto de misterio, como de un óleo. La misma impresión ha de
desprenderse del aire entero de su persona, de sus pocas palabras, de sus pasos, de sus
muchos silencios. Es como si arrastrase una envoltura
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de aire de otro mundo en derredor. Diríamos que su aspecto se ha hecho revibrante. Una
mirada que se hunde, infinitamente… una palabra que permanece en el aire,
difundiendo sus ondas, lejana, relacionándose con todo y con nada en particular, como
la luz de una estrella.
Quizá muchos de nosotros, por distracción, fatuidad o mala suerte, no hemos
sido jamás testigos de existencias así concentradas en el fondo de su ser; pero nos ha
sido por lo menos posible contemplar, por ejemplo un rostro a la salida de una desgracia
o ya próximo a la muerte, o en un instante de embriaguez ante la felicidad y el amor.
En compensación, el mundo de la Literatura ofrece en ejemplos no escasos,
estos espíritus que han buscado fundar lo más rico de sus emociones desde este
vivificante silencio interior. Podemos citar en primer término el mundo de la mística. La
mística de todos los pueblos y religiones ha encontrado allí la presencia de Dios. Penas
sabrosas, matrimonios divinos, fundiciones de amor, noches oscuras, nubes del
Desconocer, desiertos desolados, arrobamientos, poderes prodigiosos con los que el
místico sobrevuela toda pena y martirio.
En segundo término, la poesía. O sea, el verso solitario que busca envolverse,
rodearse de silencio, flotar como una isla, en medio de suaves inmensidades celestes.
Hay –según Bachelard– poetas no sólo silenciosos, sino silenciarios.
En tercer término, el pensamiento. “Al fin de los diálogos de Platón –dice Max
Picard– parece una y otra vez que el silencio mismo habla”. Será precisamente este
pensamiento silencioso –o sea, el que tiene su origen en lo inefable del espíritu– el que
concretará nuestra atención. Nos servirá de ejemplo una breve lección de Luis Lavelle,
el sustituto de Henri Bergson en la cátedra del Colegio de Francia. Dos ideas presiden la
filosofía de este autor: son las ideas de participación y de presencia. Dice así: “Lo que
sucede es que el santo con su sola presencia logra dar a las cosas y a los seres que
encuentra en su camino la in-
terioridad que les faltaba. Nos lo hace habitar en su propia conciencia; no hace de ellos
instrumentos al servicio de su propio destino. Obliga a cada uno a recuperar su propia
patria espiritual”. He aquí un ejemplo de cómo un hombre puede estar presente y
participar en el espíritu de otro sin que este último sea atacado en su libertad,
coaccionado en su acción y sustituido en el centro de sí mismo.
De una manera análoga, Dios, el Ser por excelencia, está presente y es partícipe
en el espíritu del hombre. En medio de lo visible “el santo es testimonio de lo invisible”;
revela “de la manera más resplandeciente que los auténticos bienes se hallan en otra
parte”. El alma de un santo está hecha, sobre todo, de coraje; y este coraje “no es otra
cosa que la confianza en una gracia que viene de más alto y que siempre está presente,
aunque no siempre sepamos abrirnos ante ella”.
Conviene, de inmediato, esclarecer que esta base silenciosa de la persona
espiritual no es algo ya hecho, inmodificable, que se manifieste de la misma manera.
Esta presencia verdadera del espíritu tiene siempre necesidad de ser regenerada.
Mediante un acto de atención y desasimiento de toda cosa, ese centro interior recobra su
transparencia y su intensidad. La presencia de la persona espiritual es tanto más
poderosa cuanto menos busca imponerse. En la conducta que mantenemos con los otros
jamás debemos pensar en un resultado a obtener. Casi automáticamente, dejamos de
conocer a una persona desde el instante en que queremos utilizarla como un
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instrumento. Y he aquí una derivación importante: “Asombra –dice Luis Lavelle– que la
educación produzca generalmente efectos opuestos a los que busca. Es que ella procura
obrar sobre otro ser como se operaría sobre una cosa. Sin embargo, educar a un niño, es
educarse a sí mismo”.
Esta base de silencio de nuestro espíritu –que Luis Lavelle define como el
“secreto de cada uno”– no es una presencia aislante que interrumpa toda comunicación
con los demás. Por el contrario, inaugura una vinculación con el semejante muy
superior a esa que
corrientemente establecemos en función de apetitos, tedio, comodidad o conveniencia.
“El signo de comunión real entre dos seres –dice– no es que el secreto de cada uno sea
descubierto al otro; es que cada uno descubre, gracias al otro, que tiene propiamente un
secreto. Pero este secreto no es nada si no se renueva en cada reencuentro, si no se
muestra como inagotable”.
Este pensamiento nos revela cuán necesaria es la comunicación. Cuando es
desinteresada y profunda descubrimos gracias a ella este secreto o base silenciosa que
habita el fondo de nosotros mismos. Y este secreto, a modo de una novedad inagotable
vuelve a surgir en cada reencuentro, al parecer igual, pero con una frescura siempre
inusitada. Basta pensar, por ejemplo, en la comunión de dos corazones enamorados. He
aquí también por qué ha sostenido Luis Lavelle que “nada hay de preexistente ni de
acabado en dos seres que se aman. Ellos no tienen que adaptarse tales como son el uno
al otro. Sino que cada uno contribuye a la creación del otro. Cada uno modela al amigo
que quiere tener y que no existe nada más que para aquel que sabe hacerlo surgir”.
Pero sucede con frecuencia que nos falta fe para creer en nuestro silencio
interior, o para creer que realmente actúa sobre nosotros y puede ser sensible a los
demás. Poco nos falta para juzgar como una inútil pérdida de tiempo estos instantes en
que nuestra atención, vuelta hacia adentro, permanece proyectada sobre lo invisible de
nuestro espíritu. Ello no obsta para que este silencio interior se haga presente, algunas
veces con pruebas deslumbrantes, en nuestras relaciones con los otros. Pensad, por
ejemplo, en el sentimiento del pudor. Tenéis delante un alma que está a punto de
descubrirse pero que no se atreve. En esa inminencia estremecida está presente
íntegramente toda su alma. La sentís más próxima que nunca. No podéis poseerla pero
ella está totalmente presente. Toda presente, aunque guardando, sin embargo, su
misterio propio. Cualquier revelación particular, de llevarse a cabo, angostaría,
empequeñecería aquella totalidad de alma que permanece allí, delante vuestro, sin
atrever-
se a dar un paso más. Este paso más es el que suele franquear, precisamente, el impudor.
No todos los seres saben detenerse y retenerse en esa relación delicadísima en que se
hace necesario respetar lo inminente, lo que se muestra como promesa y permanece
siempre como tal. De aquí que el impudor nos produce siempre el efecto de una
frustración. Un alma ha querido pasar enteramente a otra; hacerse, por decirlo así, de
otra, y como esta transferencia es imposible, toda manera que se elija resulta fatalmente
una mutilación y un chasco. El gran misterio de sí mismo permanece siempre afuera.
“Cuando la intimidad es una realidad –dice Luis Lavelle– ya no se puede hablar de
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confidencia. La discreción es, por sí misma, una confidencia retenida. Es nuestro
silencio interior que se ha hecho sonoro”. (Es decir, sensible al otro espíritu).
Sin duda, esta breve selección de pensamientos muestra, a nuestro parecer
claramente, qué fondo huidizo, casi místico, tocaba la filosofía de Luis Lavelle. Todo
allí puede ser negado de inmediato, si se juzga como una ilusión o como producto de
una alucinación a este centro silencioso de nuestro espíritu. Sea lo que fuere, brota de
esta experiencia filosófica una serie de certidumbres que resisten a la plena luz de la
conciencia y de las relaciones humanas. Pocas veces la existencia cotidiana se ha
mostrado mejor como una ocasión maravillosa que echamos a perder a causa de
nuestros enmascaramientos o por el olvido de lo más valioso de nosotros mismos.
“Nada de valor obtenemos –nos dice– si no somos el mismo hombre cuando estamos
solos y cuando estamos con los demás”.
El estilo de este pensador refleja su silencioso pensamiento. Ningún vislumbre,
ninguna detonación sonora, ningún cambio de ritmo, tono o altura, ninguna tentativa, en
fin, de convertir en sistema nervioso lo que emanaba a modo de una pura y casi
indecible intimidad.
Nada de vaguedad, sin embargo. Pero hay certidumbres incomunicables –¿las
primeras, las últimas, las mejores, las únicas?– que sólo pueden hacerse visibles en su
virtualidad, por cercanía, por intuición o asociación.
Más que nunca las palabras, entonces, están destinadas a imprimir esos rumbos
silenciosos y vagos que el navegante antiguo hallaba en las estrellas. Esta prosa sobre la
que parece no ir y venir ningún estremecimiento crea una superficie de engañadora
sencillez. Parece, a veces, demasiado simple; parece en otras, demasiado secreta.
Ningún estilo más impenetrable para el lector no acostumbrado a exigirse lo originario y
lo incomparable de sí mismo. Y en tanto que él vanamente otea desde lo obvio a lo
enigmático, creyendo darse tan sólo con palabras, el pensador, de recóndita gracia,
prosigue su lenta operación de hacerse él mismo un ser a cada paso más desconocido.
LA DESAPARICIÓN DEL TIEMPO LIBRE
(G. MIRÓ - PAUL VALÉRY)
Entre las muchas intoxicaciones que padecemos nosotros los modernos, se ha
señalado una de la que deseamos, hoy, hablar. Es lo que se ha denominado intoxicación
por la prisa. A este propósito Paul Valéry escribe:
“El tiempo libre no es propiamente de ocio, como se entiende de ordinario. El
ocio aparente existe aún y aun es defendido por medidas legales y perfeccionamientos
mecánicos. Pero yo digo que el ocio interior se pierde. Nosotros perdemos esa paz
esencial de las profundidades del ser, esa ausencia inapreciable dentro de la cual los
elementos más delicados de la vida se refrescan y se reconfortan. Estos son bañados por
un perfecto olvido; se lavan del pasado, del futuro, de la presencia implícita y confusa
de las obligaciones suspendidas. Nada de cuidados, nada del mañana, nada de presión
interior, sino una especie de reposo en estado puro devuelve estos elementos más
delicados de nuestra vida a su propia libertad. No se ocupan más que de sí mismos; se
han desligado de sus deberes con respecto al conocimiento, y descargado de la
preocupación de los futuros, y de todos los próximos fantasmas que crea lo posible.
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Esto es lo que el rigor, la tensión y la precipitación de nuestra existencia turban o
dilapidan… Los progresos del insomnio son notables”.
Trataremos, ahora, de particularizar las condiciones de ese tiempo libre –que
todos conocemos o creemos conocer– y en el que se refrescan y reconfortan los
elementos más delicados de nuestra vida.
Ya sabemos que no consiste en una mera cesación
de la actividad. Es, asimismo, preciso que en esos instantes de tiempo libre no
aparezcan ni sensaciones del pasado ni del porvenir. Un vagabundo sentado en un
puerto, con sus piernas colgando sobre el agua, que mira vagamente hacia adelante, los
barcos y el mar, nos da bastante bien la idea de despreocupación de una persona. Pero
sólo vemos su aspecto exterior. Bien puede ser el teatro de un subterráneo torbellino,
como, asimismo, puede serlo el bañista que, con los ojos cerrados bebe el sol de las
playas, difundiendo una sensación de “nonchalance” a pérdida de vista. Por lo tanto, el
tiempo libre significa un no ocuparse y un no preocuparse. Esto es obvio. Pero miremos
un poco más adentro. Este instante del espíritu es un instante raro; exige una
desvinculación del pasado y del futuro; un no estar ocupado y un no preocuparse. ¿Qué
es lo que el espíritu puede tener, entonces, delante de sí mismo? Nada más que el
presente. Ahora, ¿cómo debemos mirar ese presente para que no haga brotar relaciones
con el pasado o con el futuro?
Que esto es difícil lo prueba el uso de las drogas y explica por qué la gente bebe
y seguirá bebiendo mientras haya mundo o vida.
El bebedor sabe que habrá de surgir, en un momento cualquiera y no localizable,
ese estado en que su espíritu goza de una suerte de presente absoluto; de la sensación de
vivir en estado puro, al margen de toda posible relación. Y no creemos que el goce de
este instante lo haga más malo. Él descansa. Pero descansa en un goce. Descansa en
presencia de todas las fuentes de su espíritu –claro está que conjuradas por un
enardecimiento de su cuerpo; ¿pero son otra cosa las pasiones? Y en ese descanso el
bebedor se renueva. El alcohol lo ha retrotraído al nacimiento de su propio carácter.
Tiene precariamente el estado de alma de un poeta. ¿Qué buen bebedor no experimenta
y comunica a su vecino, que siente en él el goce de un puro hecho? El hecho de vivir.
Pero se trata de un vivir sin contenidos ni relaciones. Se trata de un goce que tenemos
en todas las horas olvidado: el goce simple de estar vivos. Claro está que el bebedor
puede hablar hasta por los
codos. Pero por todas sus palabras –que son nada más que metáforas– vosotros veis que
está buscando siempre algo, que es lo mismo: representarse su vida en las condiciones
libres de su propia euforia. Observad cómo va derribando toda clase de obstáculos… Su
tiempo libre es su alma, libre. Nosotros creemos que a la salida de los empleos, los
mostradores pletóricos de los bares, renuevan la cantidad y, sobre todo, la calidad del
tiempo libre, sin el cual no es posible que un corazón humano sobreviva. En la copa del
bar, con un amigo, el funcionario siente que ha dejado de ser un engranaje y una
repetición. Allí reconforta las presunciones de su esperanza; el espectáculo de una vida
que quiere, en sí misma, ser más vida; y los cenicientos fuegos de su alegría. El tiempo
libre puede ser esta euforia. Por supuesto, omitimos todas las trampas y calamidades
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que hay en toda manera artificial de llegar al fondo de uno mismo. Y bien sabemos que
estos caminos de la dicha suelen ser simultáneos caminos de las Furias.
Pero vayamos, ahora, a una manera sana de conquistar el uso y goce del tiempo
libre. ¿Cómo llenar estos minutos sin pasado ni porvenir, sin ocupación ni
preocupación? El animal, sabemos, cuando no actúa, duerme. El animal posee un
presente absoluto. Y el tiempo libre es precisamente una absorción lenta que nuestro
espíritu realiza de las condiciones del presente que le rodea. Es curioso lo que ocurre:
cuando el espíritu se vacía de toda cosa es cuando, precisamente, se presenta entero.
Observemos en el siguiente ejemplo, el goce del tiempo libre de un paisajista,
Gabriel Miró: “Y vieron el aljibe y el horno resplandecientes de blancura. Entre
chumberas descoyuntadas apareció la casa, con los postigos entornados, el amor de un
pino patriarcal que tamizaba de tonadillas blandas el silencio de la siesta. ¡Oh, casa
sosegada, llena de azul de mar y de los cielos! Un libro de Horacio, la sombra de tu
árbol, el agua de tu cisterna y la paz y visión infinitas gozadas desde un aposento tuyo
que huele a higos secos y a racimos de uva que cuelga”.
Analizando este pasaje podemos deducir que el tiempo libre nos convierte en
contempladores. Advertimos cómo este espíritu ha absorbido las condiciones del
presente: la blancura con que resplandecen el aljibe y el horno; la tonadilla blanda del
pino patriarcal que en el silencio de la siesta susurra armoniosamente sobre la casa de
postigos entornados. Pero advirtamos también cómo la reflexión del autor tiende a
circular dentro de ese mismo instante presente. “¡Oh casa sosegada, llena de azul de mar
y de los cielos…!” Y a esto se agrega la sombra del árbol y la paz y visión infinitas
gozadas desde ese aposento que huele a higos y a uvas. Hay, con todo, algo que no está
ni en el paisaje ni en el presente: un libro de Horacio. Pero notemos que ese elemento
del pasado ha sido traído para subrayar y tornar más fascinante la calma del presente. El
escritor no desea salir de él. Mantiene y preserva su goce. Podemos llegar entonces a
esta otra conclusión: en el deleite del tiempo libre nuestro espíritu absorbido por el
presente cuida de no escapar de él, y se mantiene en una ferviente expectativa. La
pantalla cinematográfica que es, habitualmente, nuestra conciencia, se interrumpe; y es
entonces cuando podemos hablar de un silencio interior. Y este silencio, esta calma, esta
ausencia de bruscas variaciones, es lo que constituye el reposo del tiempo libre. Un
reposo en lo agradable, sin duda.
Observemos que es muy fácil pasar del goce del tiempo libre a una sensación de
tedio. Lo que nos deleitaba parece que, de golpe, nos aburre. ¿Qué es lo que ha
ocurrido? A nuestro ver, esto sucede porque el espíritu ha cambiado de súbito su punto
de observación. En vez de seguir contemplando el presente, el objeto, por ejemplo, ese
mismo paisaje, se ha vuelto repentinamente hacia sí mismo; y, como se halla vacío de
toda cosa –en virtud de su contemplación– da de golpe con esta ausencia de sí mismo y
lo que percibe –dice un pensador– no es nada más que el tiempo sin contenido ninguno.
El tedio es eso: la percepción del tiempo puro, del tiempo sin contenidos.
Bien es cierto que la vida moderna, arrastrada por
una creciente aceleración, va eliminando las ocasiones en que estos goces, lentos como
los frutos de la tierra, se acumulan. Con todo, aunque más abreviados, no los creemos
definitivamente desaparecidos en los placeres vivos y veloces de hoy.
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Sin embargo, una consecuencia incalculablemente grave se pone de manifiesto.
La desaparición del tiempo libre muestra sus estragos, sobre todo, en lo que se refiere a
la formación del carácter. Si estos estragos pueden comprobarse en las costumbres y en
la vida social, son más ostensibles en el fracaso de la enseñanza en todos sus grados y se
nos aparecen clamorosos en las producciones artísticas actuales. ¿Dónde está hoy, el
tiempo libre, el ocio de un artista?
Él, que crecía antiguamente en medio de las más sabias lentitudes; llenando de
silencios interiores los objetos que su ojo acariciaba; rodeando con reflexiones sucesivas
el curso de una idea o de una frase; él, que velaba pudorosamente sus efectos entregado
sólo a una paciente relectura sus bellezas durables.
Una especie de terror se apodera de nosotros cuando miramos ciertas
producciones artísticas actuales. No es sólo la estridencia, el choque, la discordancia, el
caos, lo indescifrable, la exorbitancia. Lo que nosotros creemos, a veces, advertir,
presente y haciendo crudos visajes, es el verdadero rostro de la Demencia. Entre tanto,
un coro charlatanesco de mistagogos anda en redor de tales obras, diciéndonos que el
hombre moderno, que la sensibilidad nueva, que la angustia existencial, que la libido,
que el hombre primitivo, que lo abstracto, etc., aplicando todo a todo en la más
vocinglera Babilonia.
“Ay madre,
Los locos no descansan”
decía un verso de Líber Falco. Y cuánta producción actual podría ser considerada como
el mero producto de la fatiga. Fatiga en la indagación intelectual, en la exposición de los
sentimientos y sensaciones; fatiga en la expresión, sobre todo. Y no hemos de dejarnos
engañar por ciertas explosiones de crudeza y escanda-
losas verbosidades. Todo eso no es otra cosa que el sistema nervioso, cuando ya no da
más. Es aún más claro signo de fatiga. Y entre tanto… los progresos del insomnio son
notables.
Nuestra conciencia ha perdido el uso y el goce del tiempo libre; el goce de
interrumpirse en plena vigilia; con una detención que, semejante a la del sueño, actúa
como un descanso. Ya tratamos de explicar de qué manera la sensación del presente iba
absorbiendo toda nuestra conciencia. En esos momentos solemos decir que nos
olvidamos de todo; o que no deseamos pensar en nada. Para representarnos dicho
momento elegimos la imagen de la persona que está tendida sobre la arena mirando el
mar; o bajo los árboles, junto a un río; o en medio de una huerta escuchando los
susurros del aire o de una abeja. Lo más importante y lo más útil es que en esos
perezosos momentos los elementos más delicados de nuestra vida se refrescan y se
reconfortan. Y sentimos aflorar en nosotros la presencia de esos preciosos silencios
interiores, que circundan con su totalidad cada cosa o cada sensación que, en ese
momento, vemos o experimentamos. A cada una de ellas pareciera que le hemos
concedido todo el tiempo o duración de nuestra vida, y la infinitud del espacio.
Y nosotros tenemos entonces la certeza de que esta lentitud constituye la
verdadera unidad de medida, la calma propia que necesitan las cosas para ser vistas; y
nosotros, para sentirlas. De manera pues que estos minutos de tiempo libre
aparentemente no son nada, y, sin embargo, lo son todo. Porque en ellos, el espíritu, en
su totalidad, se hace presente.
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Borrad estos minutos… y sólo nos resta la sucesión furiosa de los deseos; las
ocupaciones encadenadas; las angustias que parecen quisieran devorar también nuestro
porvenir; los recuerdos, como culpas, usurpando un presente que mil premuras y azares
convierten en permanente torbellino.
El espíritu, continuamente aplazado ante la urgencia de las circunstancias, sueña
con hallar uno de esos instantes de reposo en que puede sentirse libre y reunirse todo él
consigo mismo.
Pero el hecho de que esos instantes han desaparecido o tienden a desaparecer de
la vida moderna, llevan a más de un sólido cerebro a pensar si no estamos en presencia
de una definición nueva del hombre. Pensad que somos o seremos juzgados por
hombres a los cuales se les va haciendo casi imposible la experiencia del reposo.
COLORES
(LAO TSE - W. WOLTEREK)
En el cruce de dos bellas avenidas nosotros contemplamos el espectáculo de los
espacios abiertos, del cielo gris, del césped, de los árboles que van mezclándose
confusamente a los colores crudos de los anuncios, de los automóviles y de las
vestimentas de jóvenes hombres y mujeres que pasan. Un buzón blanco y verde, un
depósito de nafta rojo y negro; cinco, diez automóviles de lujo bicromados en crema
rosa, en verde luz, en guinda; camiones de color loro o minio; camisas a cuadros,
polleras floreadas. La gente ha empezado a vestirse con los colores de los afiches. De
todas partes pero, sobre todo, de estos vuelan relámpagos de carmín, de azul, de
amarillo, de negro, de blanco. Experimentamos algo más que la sensación de un
muestrario. Se creería ver la paleta de un pintor; una de esas paletas enchastradas, donde
dan los colores la impresión de haber reventado como bombas. Diez años, quince atrás,
cualquier uruguayo hubiese juzgado extravagante, casi indecente, esa necesidad furiosa
de no pasar inadvertido mediante una indumentaria abigarrada.
La geometría, el pulimento, las líneas y, en lo que hoy nos preocupa, el colorido
de la indumentaria y la moda, consiguen sólo disimular a medias el primitivismo y la
sensación de biología pura que de ellas se desprenden, siendo como son, una variedad
indefinida de excitantes y estímulos de intensidad creciente, frente a un grupo invariable
de instintos y reflejos. Sus técnicas de choque, sus efectos de sorpresa, de escándalo, de
novedad y de seducción son un retorno, en cierto
modo, a las operaciones del primitivo que se adorna de vivas plumas y pintarrajea su
rostro para matar, reinar y amar. El color nos representa también en las aves, insectos y
peces, las más encumbradas peripecias de la biología. “En las profundas tenebrosidades
de los mares del mundo –leemos en un biólogo, H. Wolterek– se ofrecen a los ojos del
audaz explorador submarino fantásticos efectos de luces que son verdaderos fuegos
artificiales”. Pasan peces dotados de centenares de lámparas; otros, envían de súbito
relámpagos tan poderosos que el investigador, dentro de su oscura cámara submarina,
queda literalmente deslumbrado. A unos 600 metros de profundidad aparece como
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totalmente estrellada la noche del abismo, ante el continuo parpadear, centellear de los
animales luminosos. La cabeza de ciertos peces son “gigantescos reflectores” de luz
blanca, y en la punta de sus largos tentáculos ostentan lámparas de color naranja. Sirven
como señales para aterrorizar al enemigo, para seducir a la víctima; pero más
generalmente, son vehículos de un mensaje de amor.
Estos colores precipitados en relámpagos y fogonazos desde los cuerpos del
animal o del hombre son, pensamos, silenciosos gritos de miedo, muerte, amor. La
carnicería, el espasmo, el espanto, los actos en que la existencia se hace o deshace,
parecen requerir este acompañamiento como irreal de fulguraciones imprevistas. Es el
espectáculo de la vida fuera de sí, enteramente vertida al acto, suspensa todo en este. Lo
que para el animal es cosa de vida o muerte, a tiempo que dispara sus trágicos colores,
pasa luego a los vaivenes ciudadanos de una manera tal que el espectáculo adquiere el
aire de una parodia. Basta observar ese erotismo bañista que lanza rojos llamados desde
los anuncios de cigarrillos y refrescantes; o esta fatuidad en que se expanden los
automóviles de lujo; o estas camisas y polleras listadas que dejan en la calle una
atmósfera de circo. Son, podrían ser, pensamos, el eco remotísimo de aquellos mismos
impulsos que mueven el drama silencioso de los animales submarinos. Pero podemos
establecer, por lo menos, entre ambos espec-
táculos esta segura identidad: la vida se ha volcado al exterior; se ha separado de sí
misma; depende de lo que hace, no de lo que es.
Ahora volvemos a mirar los espacios abiertos, el cielo gris, los árboles, el
césped, este tono uniforme con que ellos se extienden sobre el mundo. Su monotonía
aparente es, sin embargo, el teatro de la diferencia interminable. No hay en este follaje
una hoja –es sabido– que por su brillo y posición sea igual a otra, entre las que
componen el árbol. No hay tampoco, a la vista un mismo verde, en dos sitios distintos
de este césped. Vivimos bajo el imperio de una ley de gradaciones infinitas; la de la
sombra que, sin saber cómo se hace la luz; y la de la luz que, imperceptiblemente, se
hace sombra. “Observa por la calle qué gracia y qué suavidad tienen los rostros cuando
cae la tarde o hace mal tiempo” –escribía Leonardo de Vinci. La violencia, la sorpresa,
la novedad, la discontinuidad, están excluidas de este mundo que, bajo la sensación de
lo mismo, opera la modulación sigilosa de lo viviente. De este mismo modo crecen el
cuerpo, un carácter, el aire peculiar de una persona o un profundo modo de ser
espiritual. Nos hacemos sin prisa y casi sin saberlo, como se hacen los árboles.
“He crecido por el ocio” dice el poeta: en tanto vemos que el cazador de
novedades permanece en un ser; que el diletante no progresa, que los snob son
invariables.
Se ha comparado la repetición de nuestros estados de ánimo con ese
ahondamiento paulatino que la rueda del carro va, a diario, realizando sobre la misma
huella del camino. La sensación de monotonía, que no tiene nada que ver con el tedio,
nos parece al fin, tan esencial para la vida del espíritu que, cuando ella desaparece,
tenemos la impresión de que no nos reconocemos a nosotros mismos. Las cosas, los
cambios, los hechos, parecen entonces como proyectarse sobre un lienzo, en una
superficie que ni nos representa ni nos constituye.
Hay quien cree en los grandes vientos no van más lejos que la mañana –dice la
antigua sabiduría. Es
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precisamente la misma sabiduría que ha escrito esta mística frase, de dura apariencia y
riqueza recóndita: “Gusta, paladea, lo que no tiene sabor”. (Lao Tse)
Lo que no tiene sabor es lo de siempre: por ejemplo, este mismo cielo gris, este
césped que el soplo del aire hace lumbrear suavemente; esta inveterada línea de árboles
que se está en silencio. Y es en esto, propiamente, donde encontramos el más exacto
sentimiento de lo que somos y de la existencia que nos ha tocado en suerte contemplar y
vivir.
DE LA ADMIRACIÓN
(J. LACROIX - GABRIEL MARCEL)
Cuando en 1949 la revista Asir organizó un concurso de cuentos para escritores
nacionales no mayores de veinticinco años, recordamos que el Sr. Dionisio Trillo Pays,
actuando como jurado de dicho concurso, expresó más o menos esta frase: “No se ve en
estos escritores jóvenes ninguna influencia –sea en el tema o en el estilo–, ninguna
imitación de escritores nacionales o extranjeros, ni de antiguos o modernos”. Y como
los demás miembros del jurado se manifestaran concordes, Trillo Pays terminó con este
abatimiento enérgico: “Es que no han leído nada. Nada de nada”.
En efecto, esta primera sospecha ha sido acompañada en concursos posteriores
por una insistente confirmación. En plena juventud, cuando el sentimiento de la
admiración debe ser más vivo; y cuando no sólo es habitual sino casi fatal la imitación,
se asistía al espectáculo extraño de la formación de un escritor que busca imponerse, sin
haber leído profundamente a ninguno. ¿Se trataba de preservar la originalidad? No era
ese el caso pues salvo una docena de trabajos destacables, el resto que llegaba a más de
un centenar se mostraba notablemente uniforme. Todos escribían de la misma manera.
La ley imperante acerca del estilo era no poseer ninguno.
Igual decadencia del sentimiento de la admiración puede ser comprobado por los
educadores en una inmensa masa del estudiantado; y por los estudiosos, en las
posiciones críticas acerca de las obras y hechos culturales, literarios y artísticos. Con
una gran melancolía, Líber Falco se refería a este asunto, diciendo: “Es-
ta es una generación que no sabe admirar”.
Por un lado, y como hecho típico de una cierta mentalidad actual puede
recordarse el caso de aquel autor dramático citado por Gabriel Marcel, que respondía en
una entrevista con esta frase: “Yo no admiro porque me anulo”. Por otra parte, tenemos
el ejemplo opuesto. Lo que podríamos juzgar como “una forma degradada del
sentimiento de la admiración”. Y que es la fascinación.
El fascinado es propiamente un alienado. Vive en otro, por otro, para otro,
abolido como conciencia libre. En el caso del escritor francés la misma frase está
diciendo a gritos qué poco segura debe sentirse una personalidad cuando se volatiliza de
golpe porque otra lleva a cabo algo admirable. La frase niega, asimismo, la primera ley
fundamental del progreso de la inteligencia: la de indagar afuera, la de asombrarse; la
ley que permite relaciones atractivas, inesperadas, acerca de los hechos y de las
personas.
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“Es necesario asombrarse siempre –decía Descartes– para buscar siempre”. Y
agregaba que aquellas personas carentes del sentimiento de admiración suelen ser, por
regla general, muy ignorantes. Este sentimiento nos hace salir de nosotros mismos, pero
no con todo nuestro ser. Nuestras facultades de atención, sensibilidad, imaginación,
juicio, son atraídas ciertamente por el espectáculo; pero no imantadas, sino dueñas de
realizar sus operaciones habituales, por las que lo desconocido se transforma en
conocido. Nadie admira si no siente, al mismo tiempo, la necesidad de apropiarse de
aquello que le atrae y, por lo tanto, en la admiración, la sensación de nuestro propio ser
que crece en fuerza, en libertad, en plenitud, en dicha, no se pierde.
Distinto es el caso de la fascinación. Aquí se opera una casi total sustitución. El
fascinado siente su imposibilidad de ser. Cierta vez oímos la anécdota de un poeta que
leyendo a otro arrojó, a poco, el libro con estas palabras: “No leo más; esto me va a
influir”. Palabras tristísimas por las que se revela el peligro de ser sustituido; la
sospecha de haberlo sido ya. Y la negación asombrosa de que está prohibido engran-
decernos mediante el esfuerzo de los otros. El rechazo a todo don humano.
“La verdadera admiración –escribe Jean Lacroix– no destruye la personalidad,
que ella despliega; no mata la libertad, a la que exalta. Lejos de sacrificarse a un solo
modelo, ella conserva la capacidad de comparar y de escoger, de juzgar. La posibilidad
de rechazar subsiste siempre. Los dones que recibe pueden ser renovados ya que son
libremente consentidos. Hay una admiración que nace de la plenitud, o más exactamente
de la tendencia del ser a alcanzar su plenitud. En este caso, la admiración por el modelo
es la realización de lo que hay de mejor en uno mismo”. “Los teólogos han discutido
mucho sobre la libertad y la gracia, sobre sus relaciones y oposiciones. Pero, en la
emoción estética vemos que ellas se juntan: el don recibido amplía nuestra libertad. De
ahí el goce”, “yo soy más yo mismo” –esto es lo que sentimos en nuestro corazón
cuando algo hermoso nos sobreviene. “Admirar es conocer y amar a la vez”.
Observemos que este sentimiento nos coloca, de golpe, en un estado muy
superior al que es, habitualmente, el nuestro. En eso que podríamos llamar cielo de la
admiración nuestras fuerzas duplican su entusiasmo; el campo de nuestra libertad se
expande; posibilidades preciosas y múltiples como las estrellas de ese firmamento,
hacen su aparición, y descubrimos, gracias a ellas, profundidades que estaban en
nosotros pero ignoradas.
Sólo los que admiran conocen profundamente, pues tanto como el odio
simplifica y sumariza, esta atención que se hace pasión afina sus antenas, palpa en los
intersticios de su modelo, presiente el porvenir de los signos, la plenitud de los
pensamientos con sus germinaciones interiores, y el aire libre que nos comunican los
enigmas, de nuevo, flamantes. ¿Cómo la admiración puede encerrar si ella tiene, por
origen y término el asombro que despiertan las cosas sin límites ni fin?
Ella, que ha sido siempre el más eficaz agente de la educación, parece haber
entrado en crisis en nuestros
días. A este respecto escribe Gabriel Marcel: “No veo que en nuestro tiempo sea
plenamente reconocido el alcance altamente espiritual y aun metafísico de la
admiración”.
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“La admiración está ligada al hecho de que algo se revela en nosotros. Las ideas
de admiración y revelación son, en realidad, correlativas. Mediante ellas yo reconozco
un cierto absoluto”.
“Ahora, puede suceder que en vez de recibirlo como un don, yo me sienta
inquieto y molesto por la posición que ocupo frente a ese absoluto”.
“Nada es probablemente más característico de una cierta degradación
contemporánea que la propensión a juzgar como sospechoso todo tipo de superioridad,
en cuanto se la reconoce como tal”.
ANCIANIDAD
He aquí lo que ha hecho el anciano: ha ritmado su vida. Mírenlo caminar,
elevarse, detenerse, sentarse, llevar sus manos hacia los alimentos, hacia los objetos,
hacia la cabecita de un niño. Mírenlo, sobre todo, mirar. Los lejos, los cerca, las
diestras, las siniestras peregrinaciones de su mirada también están acompasadamente
regulados. Esos ojos caminan; caminan, no vuelan, no saltan, no flechan. Es posible
intuir en ellos todas las operaciones de un paso: avanzan, se detienen, tientan e
investigan todas las anfractuosidades de un terreno. Un anciano que habla, que
pregunta, responde, memora, aconseja; que refuta o deplora un estado de cosas, expresa
una organización tan cerrada de azar resuelto en concordancias como la que puede
observarse en un bello poema o en una composición musical. Quien se aburre
escuchando a un anciano, se aburre porque no lo ve entero; lo fragmentariza, quiere
utilizarlo. Piensa, por ejemplo, sólo en sus palabras o en sus ideas. Todo anciano tiene
sin duda ideas hechas, frases hechas, gestos hechos, dolores hechos; vida muerta, en fin.
Es el invierno.
Lo naciente, lo cambiante de la conciencia; sus presiones, sus confusiones, sus
velocidades; todo lo que es sabor, sobrecarga, cambio de tono, de color y de
temperatura en la vida mental, pasan a ser en él un movimiento uniforme, un cierto
nivel en que las facultades, por la brevedad y simultaneidad de sus maniobras, instauran
un sistema de mutuas reducciones. Un anciano no piensa; recuerda, divaga, sueña… No
es el pensador, es el pensativo. Antes que construcciones mentales ofrece el misterio
mucho más vivo e in-
divisible de las formaciones o de los derrumbamientos naturales. Ese anciano no desea
deslumbrar porque no es ya capaz de asombro alguno; y en verdad lo ha visto,
reflexionado y sopesado todo; entendiendo por todo, simplemente, la cantidad o calidad
de cosas y de acontecimientos que un alma necesita para sentirse completa o conclusa,
asimismo como un cuerpo entiende qué y cuándo debe comer para sentirse satisfecho.
Todo anciano repite, repite. Él se reitera y no puede ni debe realizar otra cosa. Seméjase
a los bellos espectáculos de la naturaleza: las idas y venidas del viento o las puestas y
salidas del sol. Se habrá observado qué ridículo resulta un anciano cuando se ha
propuesto voluntariamente cambiar. Hace el efecto de una disonancia y nos provoca el
malestar de las inconsecuencias.
Un anciano constituye un espléndido “objeto” a contemplar. Es su presencia la
que nos instruye, no tanto su experiencia ni las noticias, para nosotros ignoradas, que
puede darnos del mundo y de los hombres. Aunque esto último es precioso, sin duda.
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¿Qué puede haber de más admirablemente utilizable que una interpretación del mundo y
del espíritu a cargo de quien, en cierto modo, los ha sobrepasado, juzgándolos ya sin
compromiso propio, teniendo a los pies sus pasiones muertas, y casi enteramente
sumergido el teatro de su viviente actividad? Sobrenadan, sin duda, con él algunas
vidas, algunos hechos, algunos órdenes, pero el anciano les demuestra aun una mayor
indiferencia. Estos testigos últimos molestan, quizá, su tendencia a convertirlo todo en
un puro recuerdo. Queremos decir que hay en el viejo el goce de quien ha logrado
transformarse en una contemplación absoluta. Nada de lo que ocurre, ocurre realmente
para él. Se trata de cosas vistas. Es que ya no hay instintos ni posibles para poder
interpenetrarse a fondo con las cosas. Se habrá observado con qué tranquilidad suelen
los viejos asimilar desgracias, aun las más punzantes. Se atribuye esto a su sabiduría.
Quizá; pero habría también una explicación más natural. Estaría en esa disminución de
sus fuerzas instintivas y de sus deseos. Ama sin
duda el anciano a los niños. A los niños y a los jóvenes. Porque estos le hacen
plenamente sentirse en otro mundo: el ser “dos veces niño” con que se lo suele
caracterizar, no es incontenible afán de vida como puede parecer, sino el verse a sí
mismo como imagen. La contemplación, que es la vida de su espíritu, se hace en estos
momentos activa. Un anciano entre niños, ¿se ve a sí mismo como un fantasma?
Pero no es nuestro intento hacer aquí la psicología de la senectud. Nos preocupa
más el aire de belleza de su presencia y en qué es más vivientemente capaz de
instruirnos. Nos asalta ahora el recuerdo de una simpática viejita que nos servía hace
años en una pensión. Su cariño desbordante la impulsaba a imponernos el nombre de
“abuela”. Diminuta, dinámica, “una pasita” de lentes, moteadas de pequeñas manchas
de color café sus manos y mejillas cuyos pliegues profundos pero escasos, corrían a
reunirse debajo del mentón, como los que hace el rebozo atado al cuello. La veía
comúnmente de mañana temprano en la cocina. Y era sobre todo el conjunto de sus
movimientos: su regulación, su sincronía, su seguridad, lo que me resultaba admirable.
Operaba con la rapidez de una mujer mucho más joven. Iba una de sus manos a una
vasija y casi al mismo tiempo la otra se elevaba con una tapa en alto; ambas volcaban
con tres o cuatro golpes el contenido de un filtro; con tres o cuatro vueltas abrían la
canilla; con tres o cuatro sacudidas descargaban de su agua al aparato; con tres o cuatro
cucharadas quedaba cubierto a la mitad. Aquellas viejas manos danzaban. Pero, qué
economía al mismo tiempo en esta rigurosa y “cantante” exactitud de movimientos.
Ninguna tribulación, tropiezo, olvido, detención o marcha atrás había en aquellas manos
que jugaban alterativamente, desde que el punto de llegada de una marcaba el instante
de arranque de la otra. Aquellas manos parecían –mientras partían a velocidades
diferentes y reguladas– estar pensando dos cosas a la vez: la de empleo más próximo iba
rápida y seguramente hacia su objeto, en tanto que la otra había iniciado ya un
movimiento moderado, al
parecer flotante o indeciso, tal cual si fuese de paseo, o como un pensamiento que no ha
acabado aun de concretarse, pero llevaba el tiempo justo que le impedía llegar a su
objeto antes de hora. Acaso, ¿no es esto precisamente el ritmo; una tensión entre dos
instantes de pasajera detención; de modo que enlazándose indefinidamente el
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movimiento y el reposo marcan en puntos de llegada y de salida, las duraciones
exactamente divididas? El ritmo es esta relación.
Pensábamos entonces –y no podemos menos de sonreír– en el espectáculo
discordante que ofrecían, en esa misma casa, cualquiera de los jóvenes estudiantes al
realizar algunos de estos actos comunes, como el sencillísimo de preparar el mate. Qué
de precipitaciones, de olvidos, de manos que se llevaban las cosas por delante, de yerba
derramada, de tapas que caían escandalosamente en el amanecer, de primus que se
atoran, de amargos empezados con agua hirviente o fría mostrando su verde boca
desbordada en goterones, como flecos. Es que estaba la cabeza demasiado llena de
fiebre de otras cosas –siempre cosas ausentes– y delante de los obstáculos más simples
no sabíamos más que atropellar. Lejos, muy lejos, de aquella glotonería del puro
presente que mostraba la afable ancianita.
Un amigo, el maestro de música Canel, recordaba entre jocoso y admirado la
precisión litúrgica que revelaba su abuelo en la escena, después de todo bíblica, de
lavarse los pies. Preparaba el suceso con silbiditos cortos, tarareos antiguos y alguna
que otra rítmica mirada a la mañana. La aljofaina, el banquito, toalla, jabón y un jarro.
Al sentarse, lo que hacía con una delectación completa, acababa la parte introductoria,
lírica; su “introducción sinfónica”, podríamos decir. Emitía entonces un quejido de
cansancio que era, en verdad, la satisfacción absoluta de su cuerpo por todos sus poros
reposando. Hasta enviaba antes de comenzar la operación una mirada al cielo de la
mañana. Se arremangaba bien los pantalones, se desuncía las tiras de su calzoncillo
largo, se masajeaba previamente tibias y pantorrillas y, luego, valiéndose del jarro, iba
dejando caer chorritos cortos de agua sobre aquellos que Francisco Espínola ha llamado
“humildes galeotes de nuestra vida”. Esos menudos chorros tendrían quizá para él la
emoción táctil y suculenta de los sorbos maduramente paladeados o de los bocados
excitantes. ¿O era en definitiva eso que los viejos saben: que la dicha es simple,
absolutamente simple, sensación indivisa, circular, igual? Entonces no cantaba, para
aguardar atento sus estremecimientos. Después se entraba a la acción plena, y, sin
dilatar más plantaba uno tras otro sus geleotes dentro de la palangana. Hasta que, con
las maniobras del jabón y del agua, volvía otra vez el silencio a llenarse de silbiditos
cortos y antiguos tarareos. Todo muy lento, todo muy suave, todo a compás. Aquello
era un rito.
Es esta complacencia con lo anodino, esta monomaníaca atención a lo pueril, lo
que hace las tres cuartas partes de la vida de un anciano. Es su victoria incesante sobre
lo pequeño. Ya no sabe de otras. Y, bien mirado, todo lo que de grave le puede
acontecer recibe casi automáticamente esta desproporcionada reducción. Sin duda, lo
más instructivo de un anciano es precisamente la calidad segura con que él sabe
distribuir esta disminución de sus poderes. Un esfuerzo fallido, desencontrado, significa
para él una catástrofe. Toda existencia joven que se mueve en su torno le parece una
loca prodigación del desperdicio. Es que la vida llena es, siempre, este despilfarro
incomparable. Millones y millones de corpúsculos de polen invaden la mañana y
enteramente la perfuman con el único objeto de fecundar a una flor. Lanza la viña a
modo de verdes cohetes sus sarmientos, que se alzan y estiran “como una mano
tendida” –dice Virgilio– y son ocho, nueve, diez, los que persiguen equivocándose
aéreos sostenes, hasta que el siguiente logra al fin enrollarse en alguna rama o alambre
suspendido, para servir de base al encumbramiento de la planta.
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Un anciano tose, sonríe, se palpa sus rodillas y mira risueñamente al suelo,
mientras conversa. Todo esto es parte de sus palabras, de sus ideas, de su experiencia.
Regañarlo, contradecirlo es, simplemente, no ver-
lo. Ya lo hemos dicho. Él es sobre todo un espléndido “objeto” a contemplar. Y lo más
bello es este unánime ritmo al que ajusta su vida. Pese a lo que se dice, poca piedad se
suele tener con los ancianos. La vieja moral que nos obliga como un deber a venerarlos,
conoce sin duda el precio de las victorias sobre nuestro egoísmo. Es que el amor a una
persona que ya no puede sernos útil, que está al margen de nuestros circuitos
apasionados, que es, además, débil y, en el fondo, indiferente, configura una alquimia
superior del espíritu. Cualquier joven cree perder el tiempo charlando con un viejo. El
anciano siente lo horrendo de esta piedad. Y también el joven, si posee un corazón
compasivo. No creemos generalmente en los jóvenes que dicen amar a los ancianos.
Hay casi siempre mucho de narcisismo en esta abnegación.
Dos defectos se soportan difícilmente en los viejos: sus enojos y su manía por
adoctrinar. Es que ambos prueban una verdad tristísima. Todo anciano que regaña e
importuna con sus consejos es alguien que quiere aún sentirse vivo y mezclarse, como
uno más, en el mundo que disputan los otros con sus instintos y sus ambiciones. Él
ignora que lo han dejado al margen. Pero al mismo tiempo nos parece que ese anciano
no ha llegado a la plenitud de su edad. El corazón de la ancianidad es, quizá, esa pura
contemplación de que hemos hablado en un principio.
Un anciano debe vivir de tal manera que su presencia, lejos de menoscabar,
confirme la independencia –y hasta el capricho de los demás. No existe otro modo de
producir una admiración inolvidable.
Tal desasimiento puede resultarle penoso, pero por él llega a la más hermosa
forma de libertad que un espíritu puede vivir sobre la tierra. La vida que perdemos, nos
libera. Es una liberación infligida, ciega, sin dudas; pero liberación al fin. Por
convicción de su cuerpo y de su espíritu, todo lo que es, lo que ya ha sido, lo que ha
visto, lo que ve, lo que prevé, tiene la irrealidad de las imágenes que van
desarrollándose en un lienzo. Une al profundo peso de su experiencia
la ingrávida levedad de su visión. Ha vivido todas las pasiones y se ha encontrado, al
fin, encima de todas ellas. Por eso una palabra, a veces, una mirada de un anciano en
ciertas circunstancias, pesan y arden como entre certidumbres y resplandores de juicio
final.
EL CRONISTA DE ANTAÑO
(ISIDORO DE MARÍA)
A nosotros nos parece que entre todos los géneros literarios, ninguno posee,
como estas crónicas de antaño, por lo menos en el mismo grado, la emoción del
recuerdo. Ninguno, como ellas, saben producirnos el sentimiento real del tiempo que
pasa, de las generaciones que vienen y van. Otros géneros como la novela, el poema o
el drama, alcanzan sin duda una mayor validez literaria, una más universal
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significación. La crónica de antaño es, en el mundo de la Literatura, una provincia
arrinconada y sin pretensiones. Pero a cambio de su restricta importancia, estos
memoriales de viejo comunican y de un modo rápido, lacerante, el paso y el cambio
irremediable de la vida. Al leerlos no pensamos tanto en el arte. Pensamos, casi
oprimidos y sin ninguna defensa, en la existencia tal cual es. “¡Cómo se van las cosas!”
–nos decimos. “Qué agradables, qué fáciles, qué limpios eran los días de aquellos
tiempos” –seguimos reflexionando. En ese instante no advertiremos que las viejas
épocas habrían de tener, como las actuales, también su carga de vicisitudes, de
angustias, de problemas. Es que la crónica de antaño suele enfocar el mundo con esa
mirada de la niñez, en la que sólo se percibe lo que nos ha maravillado y complacido, lo
que desearíamos de nuevo volver a vivir. Y al mismo tiempo, estas crónicas miran con
ojos de anciano que, libre ya de pasiones, contempla desde lejos lo que ha concluido y
no puede, por lo tanto, ser modificado. En la crónica antigua el viejo y el niño se juntan
y componen casi todo el escritor. De aquí los efectos y las condiciones de esta forma
literaria: su
ingenuidad, su falta de exigencias, su prolijidad a veces, su curso caprichoso, su tono
afable y conversacional.
El peruano Ricardo Palma fue quien, en 1868, creó en América este género. Y a
poco, siguiendo su ejemplo, numerosos “tradicionalistas” o “memorialistas” –como se
les llama– aparecieron en diversos países. Entre nosotros se destacó don Isidoro de
María con su Montevideo Antiguo.
No podemos equivocarnos casi cuando nos echamos a imaginar a un cronista de
antaño. Si nos preguntamos cómo era don Isidoro de María, pensamos en un viejecito
pequeño, encorvado por los años, de andar vivaz aunque no exento de señoría y de
barbilla blanca. Charlando con todos, sonriendo con todos, posando su mano en el
hombro de un niño para preguntarle su nombre y afirmar de inmediato que había sido
amigo de su bisabuelo. Así nos lo presenta Juan Pivel Devoto cuando prologa dicha
obra, y no de otro modo lo habíamos imaginado. El aire personal, el marcado aire
personal, sin pose alguna, sin plagio ni empaque ni grandilocuencia; sino casero,
despreocupado y familiar, es el aire característico de estos hombres y de sus obras.
Las crónicas muy raramente constituyen verdadera historia. Adolecen de
ausencia de rigor científico; son crédulas en general; descuidan lo importante para
solazarse en menudeos; ignoran o desprecian lo que se llama grandes causas. Mientras
la historia narra lo extraordinario de las épocas, los cronistas de antaño narran lo
ordinario de la vida. Allá son batallas, tratados, hegemonías, legislaciones; aquí son los
entierros, las lavanderas, el alumbrado, la pesca, las fiestas, etc. Y luego, anécdotas y
descripción de edificios y corporaciones, y de los cambios de las costumbres y de los
lugares. Veamos un fragmento del capítulo titulado “Los álamos”.
“Los conquistadores de esta región diéronle muchas cosas nuevas y buenas a la
tierra conquistada, entre ellas sus razas, sus plantíos, sus simientes. Desde la higuera
hasta el olivo, y desde el trigo hasta el cardo,
trejéronlo y aclimataron en la virginal tierra; pero hasta principios de este siglo, el
“álamo” brillaba por su ausencia.
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Quiso la casualidad o lo que se quiera, que un buen yanqui, allá por el año 5 o 6,
capitán de un “barco” norteamericano, arribase a este puerto con procedencia de Nueva
York, trayendo a bordo seis varitas de álamos de la Carolina prendidos, bien
acondicionados en un barril con tierra, las cuales regaba el coronel del Regimiento de
Fijo, Tejada.
Este buen español, aficionado a los plantíos, las plantó en su quinta de Olivos de
Maroñas, cuidándolas con sumo esmero, consiguiendo que creciesen y se aclimatasen.
¡Y con qué gusto veía crecer sus arbolitos y hablaba de la adquisición con Pérez
Castellano, Errázquin, pasionistas de la arboricultura y de cuanto se relacionaba con el
reino vegetal!
Las varitas traídas a la ventura por el yanqui de la fértil tierra del “pabellón
estrellado”, encontraron otra semejante, y tienen ustedes que vinieron a ser el origen
aquí, en Montevideo antiguo, de los álamos, que se propagaron y embellecieron tantas
de sus antiguas quintas y de las que aún es dado contemplar algunos ejemplares, sin que
el espíritu novelesco les haya dado pasaporte.
¡Oh! Los álamos tienen sus gratos recuerdos para los que peinan canas; por lo
menos del año 25, cuando otro gallo cantaba, en que los álamos como los ombúes, que
van de capa caída, tuvieron su historia.
Cierto es que no daban fruta que saborear, pero daban varitas a los muchachos
del Cordón y la Aguada para el “pega-pega” con que cazaban pajaritos.
Mal o bien, sirvieron para dar sombra a las viejas tías lavanderas en los pozos de
la Estanzuela, y a cuyo pie hacían su fueguito con charamuscas, para calentar el agua en
la calderita de fierro para el mate, y encender el cachimbo”.
Creemos que sería una hermosa práctica para un aprendiz de escritor, el
ejercitarse en este tipo de crónicas. Si hemos de imaginarnos un hombre joven que vive,
por ejemplo, en una ciudad del Interior, qué ac-
tividad podría resultarle más agradable que ésta de pasar algunas horas charlando con la
antigua gente, o visitando edificios y ruinas cargados de recuerdos, o hurgando, a veces,
entre papeles polvorientos, para encontrar las voces primeras de su pueblo natal, junto a
costumbres u oficios que han desparecido. ¡Cómo ampliaría su propio mundo este
aprendiz de escritor! En vez de fatigarse y fastidiarse repasando un “yo” que, a esa
edad, suele ser casi siempre inexperto y plagiario, entraría a palpitar en una existencia
populosa de mil recuerdos diferentes. Su yo se haría un pequeño mundo. Y no tendría
personalmente ningún problema de soledad. Sabemos que en casi todas nuestras
ciudades del Interior se ha intentado, pero tímidamente, este acopio de recuerdos
coterráneos. Los pocos que hemos leído nos han resultado siempre conmovedores. Y
nos hacemos deber de gratitud citar aquí dos títulos: Recuerdos del Terruño de Eusebio
Giménez, y Del Terruño del P. Ramón Montero y Brown, ambos referidos al pasado de
la ciudad de Mercedes.
Sin llegar pues a la gran literatura y sin constituir rigurosa historia, la crónica de
antaño tiene, empero, un encanto absolutamente suyo. Mostrar lo ordinario de la vida,
¿no es acaso mostrar la vida misma? Más que los grandes acontecimientos, más que las
noticias, hechos y cambios excepcionales, tanto en el caso de una nación como de una
persona, la vida es este fluir natural, paso a paso, de lo repetido y cotidiano. Y cuando
no se tiene la preocupación de inventar, de adornar, de interpretar, sentimos que aquello
que ha sido trasladado al papel mantiénese con la realidad de una fotografía.
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El sentimiento de nostalgia que nutre medularmente a estas crónicas escoge con
frecuencia los momentos más o menos serenos, más o menos cordiales de la vida
pasada. Es esta el área propia de la nostalgia. No pertenecen a ellos los sucesos
desgarradores, brutales o bochornosos. Porque estos hechos son difícilmente olvidables
y, aunque pasados, siguen de algún modo ocultos en nuestro presente. Sus efectos aún
permanecen y, por lo tanto, prácticamente no son recuerdos.
(Recordar, que, etimológicamente significa “volver a traer al corazón”, consiste en
reproducir un momento que, previamente, ha tenido que ser olvidado).
Ahora, sólo se tiene nostalgia de aquello que uno desea volver a vivir. Es, por
ejemplo, una edad, una relación afectiva, un lugar. En todos ellos –como si se nos
hubieran entregado a medias, incompletamente– ha quedado algo por gozar todavía. La
nostalgia se ejercita, entonces, sobre instantes que han querido durar; a los que
retornamos con el anhelo de poder disfrutar ese encanto no agotado que creemos ver en
ellos.
Todo cronista de antaño por su voluntad de revivir entre seres y cosas ausentes,
muestra este bello deseo sin esperanza. “Vivir es volver”. Nadie sentirá como él la
verdad de esta trémula frase. Y de sus recuerdos extrae lecciones, felicidades, filosofías,
bellezas, todo un programa para el presente y el porvenir. Es que no resigna al olvido lo
muerto y busca, de algún modo, hacerlo sobrevivir. Pero aunque este intento menoscabe
en algo la objetividad, un hermoso culto en compensación, se yergue. Este culto al
pasado, si bien se mira, no es otra cosa sino una ampliación del culto a los muertos. De
nuestros muertos recordamos lo que en ellos había de mejor: sus virtudes, sus
paciencias, sus honrados sudores, sus cariños sin cálculos. Y al ennoblecerlos de ese
modo, nos ennoblecemos, al par, nosotros mismos.
Con lo que resulta verdaderamente ejemplar esta delicada operación del
recuerdo. Y el sentimiento de la nostalgia, lejos de ser un vano ejercicio, encuentra entre
las flores secas este polen nuevo. Parece decirnos que lo que ha sido vivido con nobleza
y con hermosura está siempre por ser, todavía, vivido. La nostalgia nos prueba que el
pasado es también cosa inagotable.
LA DECADENCIA DEL SUFRIMIENTO
(B. D’ASTORG - CHESTERTON - MÁRTIRES DE LEÓN)
¿Hasta dónde deben ser aceptadas las conclusiones inquietantes que se han
desprendido del estudio de una cierta literatura de post-guerra? Nos servirá de punto de
referencia la colección de artículos críticos que Bertrand D’Astorg ha reunido con el
título “Aspectos de la Literatura Europea desde 1945” en las “Ediciones du Seuil”.
Nos interesa la posición de este autor porque adoptando una mirada espiritualista
y cristiana parece, al mismo tiempo, naufragar en el horror de los documentos humanos.
A tal punto que no se disciernen, ni sólida ni claramente, los propios cimientos de su fe.
Ahora, como una sospecha profunda, anticipamos esta declaración: la literatura
moderna, por regla general, no se decide a dejar a un lado de una vez por todas ese culto
ya nada nuevo a la exageración, a la sorpresa y a los efectos violentos. Más aun:
apoyándose en estos últimos que, por su propia naturaleza excepcional revelan
realidades que le ocurren a una o varias personas pero no a todas, el escritor moderno
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organiza hipótesis monstruosas; cree, a cada paso, descubrir un hombre nuevo,
compulsar experiencias aun inéditas.
Hay, hoy por hoy, una verdadera Babel de pretendidos nuevos descubrimientos.
Nada de lo que el hombre ha padecido anteriormente parece servir de ejemplo ya. Aun
un cierto número de escritores cristianos se ha decidido por una deliberada explotación
de la angustia. Angustia ostensible, escrupulosamente cultivada y que parece, a veces,
verdadera coquetería. Por
ejemplo, nosotros no vemos otra cosa en una obra como El revés de la trama de
Graham Greene. Si no está mal que la gente la tome en serio, es, por otra parte, un
abuso creer que cada uno inaugura, con lo que le pasa, una nueva unidad de medida para
una humanidad de la que se siente fatalizado precursor.
El lector actual, por otra parte, que es poco atento, que no relee, y que se muestra
en casi todo sitio vulnerable, yace inerme frente a esta literatura que tiende sobre todo a
derribarlo. Estamos hablando por supuesto de un tono general predominante, sin
referirnos a brillantes ejemplos de excepción.
Ya en 1950 la literatura de imaginación desaparece y es reemplazada por la
literatura de testimonio. Se publican las cartas últimas de los fusilados y esto hizo
pensar si todo lo otro, lo que uno estima como literatura, no resultaba,
comparativamente, nada más que un pasatiempo cobarde y banal.
Se publican las memorias de los campos de concentración y ellas llevan a un
crítico como Bertrand D’Astorg a juzgar que, desde ese hecho, estamos viviendo en una
historia humana completamente distinta a la anterior. Y hasta se llega a inventar el
término. El mundo es, ahora, “concentracionario”. Incluso, la vida de una gran urbe no
escapa a la angustia de un campo de concentración. Por su parte, los refinamientos del
asesinato escriben páginas nunca vistas en la historia del crimen.
Veamos ahora un fragmento en el que se busca comprobar la decadencia del
sufrimiento.
“En la deportación –dice D’Astorg– el hombre ha conocido un universo regido
por las leyes de un absurdo criminal que es la única creación del siglo sin referencia
posible a ningún caso histórico, un universo de la alienación total donde él ha sido
mutilado en su vida mental y afectiva, frustrado también –por la masacre en serie y al
azar– de su propia muerte. Porque esta no es para él ni una revelación ni una
realización.”
“Él ha sido despojado de la más alta cualificación de la especie humana: la de
poder dar un sentido a su sufrimiento. Cuando se franquea un cierto umbral del
sufrimiento físico y moral, aquel que lo experimenta no puede ya llegar a una
experiencia superior. Centenares de miles de hombres han franqueado este umbral y
conocido esta degradación: a tal punto que para muchos de entre ellos, cristianos, el
sacrificio de la Cruz ha parecido perder su carácter único, aquello propio de su
Escándalo”.
“Desde cierto punto de vista la literatura se ha hecho imposible. El sufrimiento
que, de siglo y siglo había sido el tema de la más alta música humana, ahora, por su
propio exceso, es un elemento más, entre otros, de descomposición”.
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Hemos nosotros subrayado por nuestra cuenta dos o tres frases de este
fragmento. En primer término, se nos dice, se ha puesto de manifiesto un absurdo
criminal sin referencia posible a ningún pasado histórico. Segundo: los cristianos han
conocido un sufrimiento frente al cual ya deja de ser único y, por lo tanto, instructivo, el
sacrificio de Cristo. Tercero: se ha llegado a un tal exceso en el sufrimiento que este no
es más el medio de una sublimación, revelación o afirmación. Él se ha convertido en el
instrumento de una degradación.
Veamos, seguidamente, un ejemplo de los citados en este libro, y que parece ser
–según el crítico– concluyente en cuanto a la explicación de este estado infernal del
espíritu. Es una de las víctimas quien habla: “Ya no puedo –dice– mirar mi rostro en el
espejo sin experimentar un sentimiento de repugnancia. Cierto día en que yo estaba
extendido sobre la tierra, mi verdugo, por puro gusto, se ha puesto a orinar sobre mi
rostro. Comprendéis vosotros la vergüenza que puede estrujar el corazón de un hombre
o de una mujer que han conocido la libertad… Uno se siente degradado, disminuido,
nivelado al rango de una cosa inerte que manos extrañas manipulan y trituran para hacer
salir de allí el sonido que ellas quieren. Se trata, en el sentido más verdadero del
término, de una prostitución. Nuestro espíritu y nuestro cuerpo salidos de las manos de
Dios y hechos a su imagen, no han sido solamente martirizados; han sido ensuciados, sí,
ensuciados de una manera irremediable”.
No faltan, sin duda, los documentos que procuran demostrar, en las torturas
nazis, técnicas orientadas para producir el envilecimiento del hombre. Queremos
recordar, ahora, aquel de Madame Lewinski, citado por G. Marcel en Los hombres
contra lo humano. “Se nos había condenado a perecer en nuestra propia suciedad –
escribe– a ahogarnos en el lodo, en nuestros excrementos. Los alemanes se daban
perfectamente cuenta. Ellos sabían que nosotros éramos incapaces de mirarnos cara a
cara sin repugnancia. No es necesario matar al ser humano para hacerlo sufrir; basta
darle un golpe con el pie para que caiga en la inmundicia. Caer equivale a perecer. Lo
que de allí se levanta ya no es un ser humano sino un monstruo ridículo, amasado en
fango”. Estas pobres mujeres eran vigiladas por prostitutas, ladronas, criminales
comunes a quienes daban los alemanes el nombre de “funcionarias”.
En fin, no es necesario multiplicar ejemplos –por otra parte, bastante
difundidos– sino pasar a un análisis de las conclusiones.
Nuestra época se ha juzgado a sí misma como un insuperable teatro de horror.
Ha cerrado el libro de la Historia. Y no encuentra en esta vieja “maestra de la vida”
nada que, comparativamente, pueda servir de ejemplo o de consuelo. Esto nos parece
una evidente exageración. Pero aun más: una malsana hipertesia cava sin tregua hacia
abajo y no hacia arriba. Ningún ideal aparece con el suficiente empuje como para
resistir. La sola mención de un héroe plutarquiano –que tan duradero influjo mostró en
el Occidente– obraría, como un sarcasmo, delante de estas víctimas que sólo piensan en
su vergüenza. Y creemos que está todo dicho, cuando las víctimas cristianas se abrogan
el derecho de decir que, a ellas, ya ni el propio sufrimiento de Cristo puede instruirlas.
Nadie deja de comprender que en la punta extrema del dolor una persona es
fácilmente conducida a sentir o pensar así. Pero aislar este instante, convertirlo en
piedra fundamental de una realidad humana nun-
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ca conocida; esto nos parece no sólo una impiedad desde el punto de vista cristiano;
sino, humanamente, la entronización de la debilidad como verdad única y última.
El sufrimiento nos convierte en un ex-hombre. Esta es la nueva Ley.
Preferimos la vieja, que, por otra parte, no ha muerto jamás. Bien recordamos
ciertas palabras de Chesterton recogidas en un libro que los editores titularon “El fin de
la aventura”. “Ha surgido –dice– cierto sofisma enfermizo y engañoso, de acuerdo al
cual el horror del sufrimiento acaba con el heroísmo de los que sufren. ¿Pero por qué
admiramos a los héroes sino porque sufrieron horrores que sólo ellos pueden sufrir?
¿Por qué honramos a los mártires sino por el hecho de que el martirio duele mucho, y
este es el único motivo para honrar a los mártires? Se dice que “no hay nada glorioso en
la guerra”. Pero tampoco hay nada glorioso en la paz si esta ha sido alcanzada por el
miedo a la muerte y al sufrimiento”.
Lo que nos parece sintomático de una falta de madurez mental, signo de
impotencia o producto de malignidad es la tentación de una época a creerse única, sin
pretérito alguno utilizable.
Que la cantidad de horror acumulada por la guerra última ha hecho –desde ahora
imposible– la aparición de mártires y héroes, es, no una conclusión del pensamiento
filosófico y de la reflexión histórica, sino una más de las innumerables descargas
nerviosas contra las cuales debemos todos los días prevenirnos.
No está de más volver los ojos hacia cualquier antiguo martirologio. Cuando el
que sufre mira hacia arriba y no hacia abajo, se prende a su alma y no a su cuerpo. Y
nadie duda de que eso puede ser posible en todas las épocas.
Hojeamos en este instante el acta de los mártires de León, masacre llevada a
cabo en el siglo IIº. Sobre los cristianos ha caído la acusación de antropofagia. Hay allí
uno, llamado Atalo. Lo han puesto sobre una silla que el calor enrojece. El vapor de su
grasa quemada sube a las narices de los espectadores. Y en latín, le
habló a la chusma de las graderías: “Esto, esto sí que es comerse a los hombres; lo que
vosotros estáis haciendo”. Vemos luego una muchacha, Blandina. Temían los cristianos
que, por la debilidad de su cuerpo no supiese dar confesión de su fe. Pero allí está:
“después de los azotes, tras las dentelladas de las fieras, tras la silla de hierro candente,
fue finalmente encerrada en una red. Soltaron contra ella un toro bravo que la lanzó
varias veces en alto. Mas ella no se daba cuenta de nada de lo que se le hacía, por su
esperanza y aun anticipo de lo que la fe le prometía”.
Estos son también suplicios en nada inferiores a los modernos. No creemos que
el punto máximo de horror y de dolor tenga que ser más alto en unos que en otros casos.
Pero lo que con ellos puede lograr un ser humano está a la vista. Cuando –para
decirlo con las bellas palabras del cronista que ha narrado este martirio– “dentro del
cuerpo hierve el espíritu”.
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DEL GOCE DE ESCRIBIR
(SU TUNGPO - RODÓ - AZORÍN)
Escribir es un acto de goce. Mas se hace necesario explicar de qué modo a la
euforia se asocia el esfuerzo y cómo las dificultades abundan sin que este fondo de
placer se disipe. En este fondo de placer los vocablos y los pensamientos se bañan y
miran, como en la margen de un río las plantas, sobre la corriente espejante y traslúcida.
En el siglo XI Su Tungpo, poeta de China, presenta con estas palabras su visión
del estilo: “En general, el buen escribir muestra semejanza con las nubes que navegan o
el agua que fluye, avanzando donde es natural avanzar y deteniéndose donde
corresponde detenerse”.
“Del fluir natural de los pensamientos y del lenguaje nace su caprichoso y
abundante encanto”.
A esta visión de Su Tungpo queremos agregar de inmediato, por estar en
profunda armonía con ella, una teoría del estilo que Azorín expone en su libro “Un
pueblecito”. Dice así:
“El estilo no es una cosa voluntaria, y esta es la invalidación y la inutilidad –
relativas– de todas las reglas. El estilo es una resultante …fisiológica”. “Cuando el
estilo es oscuro, hay motivos para creer que el entendimiento no es neto”. “Estilo
oscuro, pensamiento oscuro”. “Se dice claramente lo que se escribe del mismo modo, a
no ser que haya razones para hacerse el misterioso”. “Recomendamos la sencillez y
volvemos a recomendarla. ¿Qué es la sencillez en el estilo? He aquí el gran problema.
Vamos a dar una fórmula de la sencillez. La sencillez, la dificilísima sencillez, es
una cuestión de método. Haced lo siguiente y habréis alcanzado de golpe el gran estilo:
colocad una cosa después de la otra. Nada más, eso es todo. ¿No habéis observado que
el defecto de un orador o de un escritor consiste en que coloca unas cosas dentro de
otras, por medio paréntesis, de apartados, de incisos y de consideraciones pasajeras e
incidentales? Pues bien, lo contrario es colocar las cosas –ideas, sensaciones– una
después de otras”. “Las cosas deben colocarse –dice Bejarano– según el orden en que se
piensan, y darles la debida extensión”. “Mas la dificultad está en pensar bien. El estilo
no es voluntario. El estilo es una resultante fisiológica.”
Claro está que Su Tungpo y Azorín no han hecho más que expresar como una
verdad general su particular sensación del estilo. Y lo han hecho con imágenes y
palabras apacibles y encantadoras. Su Tungpo ama sobre todo la naturalidad, una
naturalidad juguetona que serpentea y da vueltas sobre sí misma, o se eleva sin esfuerzo
y se esparce en formas diminutas y numerosas, y se reúne luego para adelantar a modo
de ligera masa gaseosa. Azorín ama sobre todo la claridad, la sencillez. Un pensamiento
detrás de otro, una imagen detrás de otra, “una cosa”, dice Azorín. Y por aquí vemos su
deseo de perfilar en contornos nítidos y luminosos, palpables, las apariencias de las
ideas.
Quisiera –parece decir– que vosotros pudieseis acariciar con la mano esta visión
que paso a describir: mirad esta naranja; sobre ella se extienden una, dos, tres hojas. La
primera echa una sombra verde sobre la redondez amarilla, rojiza, rugosa; la segunda
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sombrea a la primera y es un óvalo de penumbra sobre un escudo de plata humeante; la
tercera parece desentenderse del grupo y se empina oblicua hacia la luz. Yo contemplo
todas sus nervaduras. Están encendidas como filamentos de una lámpara eléctrica.
Traspasada de sol, desnudada, su pulpa verde vibra, y toda ella prorrumpe en un aleteo.
Son las delicias de la miniatura. Su Tungpo y Azorín al describirnos la
circulación interior del estilo han estado pensando, al mismo tiempo, en sus efectos de
naturalidad, claridad, sencillez. Y han querido que el procedimiento sea ejercitado con
el mismo placer, y la misma calma y gracia que han de desprenderse luego, al final, de
la página escrita, de la labor totalmente acabada. Sin embargo no es muy fácil ponerse
de acuerdo cuando pensamos en qué consiste, precisamente, la naturalidad; o qué
valores debe poseer la sencillez para que no resulte una trivialidad. Tan naturales o más
frecuentes que un movimiento gracioso en nuestras ideas, son sus tropiezos,
atropellamientos, sus contradicciones, sus caminos cortados, sus repeticiones
monótonas. Nuestro espíritu improvisa, permuta sus centros de observación, se esfuerza
y concluye a menudo en lo vano. Sus sensaciones se agolpan, se repelen, se desplazan,
se olvidan; y retornan casi siempre más empobrecidas y más fastidiosas. No hay
solamente placer. Como porfiados puntos suspensivos allí interfieren la perplejidad, el
obstáculo, el descaminamiento, las carencias, los excesos, las extravagancias. Probamos
una a una las palabras, las imágenes, las relaciones. No se ve bien el blanco. Y los
pequeños, provisorios faros aparecen en cualquier punto de nuestro horizonte
ennegrecido. ¿En dónde están las nubes que navegan o el agua que fluye, de que
hablaba Su Tungpo? El jadeo, el cansancio, la decepción nos cercan. Hemos estado
acumulando escombros. Y sobre ellos ahora levantan sus alas de murciélago la
impaciencia y la rabia. Nuestro Rodó ha magistralmente descrito esta Ilíada del corazón
del escritor. Es en su página famosa “La Gesta de la Forma”. Dice así:
“Y hay veces en que la pelea con esos monstruos minúsculos las palabras se
exalta y fatiga como una desesperada contienda por la fortuna y el honor. Todas las
voluptuosidades heroicas caben en esa lucha ignorada. Sentís alternativamente la
embriaguez del vencedor, las ansias del medroso, la exaltación iracunda del herido.
Comprendéis, ante la docilidad de una frase que cae subyugada a vuestros pies, el
clamoreo salvaje del triunfo. Sabéis, cuando la forma apenas asida se nos escapa, cómo
es que la angustia del desfallecimiento invade el corazón. Vibra todo vuestro or-
ganismo, como la tierra estremecida por la fragorosa palpitación de la batalla. Como en
el campo donde la lucha fue, quedan después las señales del fuego que ha pasado en
vuestra imaginación y vuestros nervios. Dejáis en las ennegrecidas páginas algo de
vuestras entrañas y de vuestra vida”.
Volvemos ahora a lo que deseábamos explicar al principio. ¿Cómo es posible
asociar el placer al esfuerzo? Y, ¿de qué modo pueden ser simultáneamente verdaderas
las definiciones de Su Tungpo, Azorín y Rodó? En la página de Azorín que hemos leído
ha sido escrito este pensamiento sutil: “El estilo no es voluntario. El estilo es una
resultante fisiológica”.
Pocas veces estamos más olvidados de nuestro cuerpo y de su ritmo biológico
que cuando realizamos el acto de escribir. Él, sin embargo, traduce una por una, todas
las operaciones que se van desenvolviendo en nuestro interior. El calor cerebral hace
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arder nuestra frente. Nuestra respiración es arrítmica. Nuestra musculatura se crispa. El
sistema nervioso busca sus tensiones más altas para concentrar la atención. En los
intervalos de fatiga y perplejidad, todos los movimientos y costumbres casi automáticos
se sueltan. En estas circunstancias, observamos que nuestro cuerpo es la resultante
fisiológica de nuestro espíritu y estamos contradiciendo, exactamente, la frase de
Azorín. Pero intentemos poner un poco de orden en nuestro cuerpo. Él merece un ritmo
distinto, una calma suya, una suavidad y placer en sus propias variaciones. Ni los
nervios, ni los músculos deben estar tensos. Nuestra respiración no debe jadear. Y no se
debe sudar sobre la página. Es nuestro espíritu quien debe controlar esta traducción
corporal de su esfuerzo. Debemos pasearnos alguna vez. Nuestros ojos tienen deseos de
flotar por entre los ramajes de los árboles; y es necesario aspirar profundamente el aire
tibio, o sentirse suavizado por una brisa vagabunda que rueda largamente. Casi, al
instante, advertimos que nuestro cuerpo recupera una sensación de bienestar perdida.
Este bienestar influye sobre nuestro espíritu, reobra sobre nuestro trabajo mental.
Nuestros pensamientos
se retoman y se ordenan con suavidad. Una gran calma nos asiste para elegir una
palabra o mantener el ritmo de una frase. Las imágenes se buscan y se sustituyen con un
tacto paciente. No tenemos prisa. Todo saldrá a su hora –nos decimos con la confianza
vieja del artesano–. Y he aquí que este ritmo fisiológico al que retornamos como a una
toma de conciencia, como a un control de nuestro espíritu, es el que ahora comienza a
presidir. Es nuestra unidad de medida. Y entonces comprobamos la sutileza de Azorín.
No olvidéis el cuerpo –nos ha dicho– cuando escribís. ¿Cómo vuestra página puede
producir deleite si no la habéis escrito con placer? La dificultad está en pensar bien –ha
dicho–. ¿Pero cómo podéis pensar bien si vuestro cuerpo se crispa, si vuestra
respiración jadea? Dais más bien la impresión de tener un objeto extraño e intruso
dentro de vuestro organismo.
Y he aquí la escuela del carácter que significa también el acto de escribir. Como
un atleta medimos nuestras fuerzas. Como él aprendemos los movimientos calculados,
las tensiones variables, la flexibilidad, la destreza y el riesgo, la endurecida paciencia y
la fe. Porque todo lo difícil –aun la difícil sencillez– es cuestión de método –vuelve a
decirnos Azorín–. Y todo método exige solamente una cosa: tiempo.
Ahora, es trivial decir que el método engendra fatalmente poder y el poder,
confianza; y la confianza engendra alegría. Con lo que retornamos a nuestra primera
frase: escribir es un acto de goce.
Todo el mundo puede comprobar como una operación dolorosa, y a veces
angustiante, el acto de pensar. Supone tensiones, búsquedas fijas, contradicciones; y lo
propio de nuestro espíritu parece ser vagar, cambiar, distenderse, dejarse habitar. Sin
embargo, Paul Valéry afirma no hallarse fisiológicamente bien si antes del alba no se
había entregado a lo que llamaba “maniobras interiores”. “Si esta necesidad es
contrariada –dice– toda mi jornada queda afectada: ya no me siento bien”. Había
practicado este método de pensar, todos los días, dos o tres horas antes del alba, durante
más de cincuenta años.
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UN HOMBRE CONTENTO
(ALAIN)
La duda. Procuraremos, hoy, dar una síntesis de la visión de Alain sobre la
Sabiduría. Aunque la recurrencia característica de su pensamiento pone de manifiesto
este tema en muchas obras, nosotros elegiremos aquella que por su título mismo lo
concreta: es Minerva o de la Sabiduría, publicada en 1939, cuando el escritor era ya
septuagenario.
De elegir un principio primero como fundamento de esta sabiduría de Alain bien
podría darse prioridad a su soltura de espíritu, a su trabajosa, violenta y cordial libertad
de carácter.
¿Pero de qué modo obrar para que nuestro pensamiento posea cada día mayor
cantidad de libertad? No es suficiente decir que cada uno debemos pensar por cuenta
propia. Nuestra originalidad no aparece, de por sí, libre de toda adherencia, pura de
alguna gratuita acumulación anterior. La educación, la tradición, la experiencia, las
mismas costumbres del lenguaje actúan e influyen aun allí donde creemos gustar la
frescura primera, el soplo de lo nuevo, el arrebol de algún singular pensamiento. Alain
antepone contra todo esfuerzo mental una duda instantánea: “Veneramos un
amontonamiento de enormes piedras” –dice. “Cada uno, desde siglos, ha tomado el
partido de creer antes de saber”. Y su consigna para apartarse de esta credulidad ha sido
la de adelantar, sin guía, en las incógnitas. De su maestro Jules Lagneau había
aprendido que “la oscuridad impenetrable (…) la oscuridad inmóvil y sólida es la que
mejor conduce nuestros pensamientos. Daos siempre contra lo oscuro de la
idea; es de allí de donde nacerá lo nuevo, lo primordial, lo propio”.
El coraje. A este respecto, en su libro Historia de mis pensamientos expresa:
“Pensar es persistir en el coraje de mantenerse en el vacío”. “Surgen entonces dos
peligros: el primero es tener miedo; el segundo es ser poseído por un sentimiento de
cólera. Me atrevo a decir –agrega– que las opiniones del bailarín en la cuerda son
naturalmente moderadas con respecto a su danza. De lo contrario él caerá. No es que la
acción sea de tal manera difícil; lo que es difícil es no tener miedo y al mismo tiempo,
no irritarse por ello. Ambos sentimientos marchan siempre juntos”.
Alain se apoya no en una reflexión sino en un impulso. “En mis primeros
pensamientos, frecuentemente muy pueriles, muy desprovistos –dice– siempre he
comprobado que un golpe de audacia era el medio para ver claro y comenzar alguna
cosa”. “Me aseguré de que el primer pensamiento debe ser la fe en nuestro propio
pensamiento. Yo me decía: todas las dificultades provienen de que careces de coraje”.
Forzoso es preguntarse, ahora, de qué manera fundamentaba Alain esta
intrepidez tan característica de su vida y su obra. En primer término procuró que el
espíritu no fuese habitado por cualquier clase de pensamientos sino, estrictamente, por
aquellos que el espíritu quiere tener. Así dice, por ejemplo: “Un prejuicio del siglo XIX,
que fue un siglo triste, era creer que el hombre no podría nada sobre sus propios
pensamientos. No hay felicidad posible para nadie sin el sostén del coraje. Descartes
aconsejaba apartar los pensamientos tristes en atención, decía, a que ellos son malos
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para la salud, y contrarios al éxito de todos los asuntos. Aunque bien sé, que el
problema del fatalismo ocupa todos nuestros caminos. No hay casi hombre que no
piense diez veces por día en una suerte de destino más fuerte que él. Si las cosas van
mal desde el comienzo, debe reconocerse, al punto, lo ordinario de las cosas, el rostro
verdadero de la naturaleza”.
El oficio. Esta confianza no es un proyecto, ni el resultado de un razonamiento.
Vive de ejercitarse, de
reasumirse en cada día y cada hora; de estar con el alba, lista ya. Sólo puede ser
engendrada por la acción, el trabajo, la lucha son cosas y hechos. Porque los
razonamientos y los planes en el aire siempre vendrán, antes y después. “Pero la
voluntad no tiene ningún poder fuera de la situación presente y de lo que vosotros vais a
hacer; todas las resoluciones para el porvenir son imaginarias”. Lo que yo haría depende
de lo que hago. La acción vale entonces dos veces: cambia la situación y me cambia a
mí mismo. “Observad: el leñador hiende el árbol y se hace brazos”. Por otra parte la
ejecución no debe seguir sino preceder al querer. Las mejores ideas se diluyen en un
proyecto. Y además, un proyecto no se puede gobernar. La voluntad debe ejercitarse
contra obstáculos presentes, que son siempre imprevisibles; en lugar de fatigarse contra
obstáculos posibles, que son sólo imaginarios. “Ya sé que la inteligencia condena y
condenará esta manera de obrar. Pero es necesario saber que la inteligencia es fatalista”.
Por su aplicación constante y puntual sobre las cosas, el espíritu, lejos de ser una
divagación, debe parecerse a un oficio. Que el espíritu sea manual, ese es todo el asunto.
Sin duda, el disgusto y el tedio son ingredientes del oficio. Más aun: un oficio que
nunca desanima o disguste no es todavía un oficio. “El hombre, entonces, permanece
siendo un amateur, admirable palabra que encierra un menosprecio justo. El amateur…
se divierte. No irá jamás más allá del punto en que su entrenamiento cesa”.
Los enemigos. Con su coraje como una coraza y sus facultades a modo de
herramientas batiendo en el yunque, sale el espíritu de Alain al encuentro de los
enemigos. Los enemigos son el miedo, las pasiones, lo imaginario, la credulidad y la
tontería. Habitan todos ellos en la misma masa de nuestra sangre. Así: “Jamás se dirá
bastante de qué manera el miedo nos es natural y habitual. Las variedades de la emoción
no son más que variedades del miedo. Se vuelve siempre a esto: que todo espíritu tiene
un trabajo de héroe por hacer”. A esto debe agregarse nuestro natural depósito
de tontería. “¿Cómo pude ser necio hasta tal punto? He acá lo que el más simple de los
hombres piensa de sí mismo tres veces por día”. Es que la primera idea que
espontáneamente se nos presenta es, por regla general, tonta, falsa y mala. Nosotros
creemos que el error es algo extraño. No. “El error es el primer estado de nuestro
conocimiento. Porque es raro el real contacto con las cosas”. Nosotros queremos que los
hechos estén de acuerdo con nuestras imaginaciones y nuestros cálculos. Y por aquí los
inventamos. En la misma errata están nuestras pasiones. “Si por ambición o por amor
estoy interesado en una cosa, en lugar de comprobar me pondré a argumentar.
Razonaré; y perderé siempre. Porque las cosas no son razonables y lo que se supone de
acuerdo a un razonamiento no es casi nunca verdadero. Asimismo hay algo de falso
tanto en el odio como en la ira; es algo que uno decreta por cuenta propia. El género de
cólera que menos perdona es aquel que tiene por objeto a seres que uno no ha conocido,
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que son puramente imaginarios. En cuanto a los deseos, Napoleón solía decir: todo lo
que me gusta es sospechoso. Con esta precaución es posible percibir los signos
verdaderamente reales”.
Conclusión. Cabe delimitar, finalmente, la duda de Alain. Su incredulidad no se
opone jamás a la fe, sino a esta selva viviente de supersticiones que somos nosotros,
desde que preferimos creer a saber.
Su incredulidad ha sido definida por André Maurois con estas hermosas
palabras: “Quien sabe a la vez dudar y creer, dudar y obrar, dudar y querer, está salvado.
Sócrates no ha muerto”.
George Pascal que antologiza el pensamiento de Alain, aplica a su obra estas
palabras que Henri Gouhier refiriera a Descartes: “Es la filosofía de un hombre contento
y contento por su filosofía”.
LA SABIDURÍA DE LO INSTANTÁNEO
(LUIS LAVELLE)
Comparando la sabiduría anteriormente expuesta de Alain con la que
expondremos ahora de Luis Lavelle, podríamos oponerlas diciendo que la primera viene
del mundo y la segunda viene del yo. “Pensarme a mí mismo lo menos posible y pensar
todas las cosas: esta es mi verdadera divisa de hombre” –ha escrito Alain–. Frente a ella
podríamos presentar esta otra de Lavelle: “Cada uno vive y muere más bien en el
mundo de los pensamientos que en el mundo de las cosas”.
El error de Narciso. Sin embargo, esta permanencia en el mundo interior no
implica jamás complacencia de sí. Ambos pensadores se han identificado en la misma
porfiada desconfianza del yo. Una de las obras morales de Lavelle “El error de Narciso”
muestra la catástrofe del que vive alimentando su propia seducción. Narciso muere del
amor de sí mismo. El amor que se tiene no cesa de perseguirlo. En lugar de vivir, se
contempla. Busca su esencia, su alma, y no encuentra nada más que su imagen. Desea
contemplar en sí mismo un ser que todavía no se ha producido. Ignora que su propia
vida solamente habrá de realizarse a través del conocimiento del mundo. E interrumpe
su vida, y cree que de ese modo podrá conocerla. Antes que su ser prefiere su imagen, y
a sí mismo se da en espectáculo. Pero el yo no es algo ya hecho sino una pura
posibilidad.
El instante. Quizá más de una persona ha de sentirse sorprendida al comprobar
tras las siguientes reflexiones de Lavelle, que un mundo suyo, al parecer
muy pequeño, hecho de encantadores minutos familiares, constituye, precisamente, el
mundo donde nuestro espíritu alcanza su más supremo relieve.
En el último texto que Luis Lavelle enviara a la imprenta –aparecido en 1951,
con el título “Testimonio”– son considerados estos instantes fugitivos pero privilegiados
como la trama misma de nuestra existencia. El hacerlos revivir, el preservarlos, el
reunirlos, pasa a ser la conducta que sostiene y define a la sabiduría. Estos minutos
distraídos no son frecuentes, pero persisten en nuestra memoria mucho más que
aquellos minutos ocupados, en los que somos medio para un fin, pasaje hacia una
determinación, instrumento útil o situación al servicio de un resultado.
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Uno de aquellos minutos podría ser, por ejemplo, un pasearse bajo el sol, para no
sentir nada más que ese sol, o para sentir simplemente lo que en ese instante nos estaba
viviendo. Ninguna utilidad, tampoco. Pero aquel instante reposaba sobre sí mismo, sin
querer caminar hacia otro. Mirando el sol. Sintiendo el sol. Se estaba bien así. La vida
entera, tibia y sola, sin que nosotros supiésemos de ningún modo que la podríamos
entender; y nos era igualmente imposible dar cuenta a nadie de la importancia de aquel
minuto. Con ese instante no conquistábamos nada; ni nos asegurábamos en nada. Quizá,
a las horas, tuviésemos de él su recuerdo, apenas con una fragilidad de sueño. No
obstante, dentro de ese minuto crecía, se hinchaba, al parecer, un poco más el misterio
del mundo y su inmenso silencio a pérdida de vista.
En cualquier sitio y edad: en una habitación, en un jardín, en un viaje, o
cualquier situación y condiciones humanas, estos minutos privilegiados llegan hasta
nosotros, nos tocan delicadamente con su destello de totalidad, y desaparecen sin dejar
rastro, tan sigilosa y rápidamente cual llegaron. Sin dejar rastro, quizá no. Nos ha
quedado de ellos un esquema, una imagen, pero no aquel tiempo delgadísimo, a punto
de convertirse en eternidad, en que los sentíamos vivir.
Si no hay ser humano imposibilitado de conocer uno de esos instantes –la entera
despreocupación o el mero dejarse vivir suelen ponerlos a veces a nuestra disposición–
cabe señalar que es la infancia quien, sin duda, los conoce más que nosotros. “El adulto
descorazona en nosotros al niño. Experimentamos una especie de vergüenza al
reencontrar ese contacto con nuestra existencia primera”. Las preocupaciones materiales
parecen –más que aquellos minutos de niño– afirmarnos mejor sobre el suelo duro y
resistente de la realidad.
Sin embargo, la labor del filósofo consiste en rejuntar y retener aquellos
instantes en que la vida se nos revela como si jamás la hubiésemos visto. Necesitamos
relacionar uno tras otro estos momentos para reconocer por medio de esta continuidad a
la unidad misma del espíritu. Unidad fecunda, puesto que le permite hacerse familiar al
misterio y a la maravilla.
El presente. A esta idea de “asombro” agrega Lavelle una segunda idea: es la
definición de lo presente. Resulta claro comprobar que el pasado no puede ser otra cosa
que un recuerdo presente; y que el porvenir no puede ser otra cosa que una posibilidad
presente. De lo que se concluye que el tiempo sólo puede estar en nuestro presente, y no
como estamos acostumbrados a pensar y a decir que el presente está contenido dentro
del tiempo.
En tanto que nosotros nos paseábamos bajo el sol o en un jardín y vivíamos uno
de esos instantes privilegiados, el corazón nos aseguraba que lo que llamamos “el
tiempo” se había súbitamente detenido. Nosotros protegíamos esa interrupción. ¿Qué se
ha hecho el pasado? ¿En dónde se levanta el porvenir? No teníamos entonces ningún
deseo de hacernos tales preguntas. En un presente puro habíamos quedado convertidos.
En un presente puro y total e instantáneo. Este es para Lavelle el momento más alto del
corazón humano, del que fluye toda poesía, toda mística, toda sabiduría. Es, dicho con
sus palabras, la participación en el Ser absoluto. “Un ser grande –dirá en otra obra, “La
conciencia de sí” –es aquel que a
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través de lo que hace o es, no tiene relaciones nada más que con el Todo”. Podríamos
ahora formular, a modo de objeción, la siguiente pregunta: ¿y qué es lo que se consigue
con esa inmovilidad, con ese estar suspenso y, al parecer, totalmente separado del
mundo? ¿Además, cómo superar esa misma perplejidad?
La atención. Es aquí donde es necesario hablar de una tercera característica: la
función que desempeña en estos estados la atención. Es natural que en esos instantes
delicados en los que las facultades cesan de ejercer sus operaciones habituales, el
espíritu procure percibir de qué manera influye en él la nueva situación. Sigiloso, atento,
con un mínimo de movimiento por decirlo así, trata de entender el estremecimiento
singular que lo recorre. Si no deseamos que ese instante se desvanezca es porque
estamos viendo aquello mismo que llena con abundancia nuestro corazón. Por lo tanto,
en el fenómeno de esta atención encontramos que la Inteligencia y la Voluntad aparecen
como una misma realidad.
¿Pero será siempre así? ¿No creemos, por ejemplo, que estemos en capacidad de
conocer el bien, sin que tengamos deseos de hacerlo? ¿Pero es posible conocer el bien
sin que tengamos deseos de hacerlo? ¿Pero es posible conocer el bien sin hacerlo?
Esto es lo que ha visto admirablemente Sócrates. ¿Podemos llamar “bella” a una
cosa y declarar, sin embargo, que no nos atrae? Cada uno se mueve detrás del bien que
él cree conocer. Pero desde que este conocimiento cambia, cambia también su
aspiración.
Importa, en consecuencia, saber disponer no tanto del querer cuanto de la
inteligencia, es decir, de la atención. ¿No reúne esta última palabra el doble impulso del
deseo y el de la comprensión?
Está muerto, en consecuencia, el bien que creemos conocer, si no lo hacemos.
No es, entonces, nada más que un concepto de nuestra razón. “La sabiduría es la
conciencia que nosotros tenemos del valor; cuando este se manifiesta, es imposible
distinguir su presencia de su eficacia”.
Y estos minutos distraídos, familiares, soltados de
la cadena de las horas –en los que sólo se tiene relación con el todo– no inmovilizan el
espíritu hasta dejarlo –como suele decirse– “vacío entre dos platos”, sino que lo
promueven mediante esta atención apasionada, para confirmar que él no es algo ya
hecho –en esto consiste el error de Narciso– sino una incesante posibilidad.
“La sabiduría no se reduce –como se cree frecuentemente– a la resignación. Ella
no puede contentarse más que si está segura de haberse establecido en una forma de
existencia más allá de la cual no hay nada y que, podría decirse, le da el contacto de lo
absoluto a cada paso y en cada punto”.
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ÚLTIMAS PALABRAS
Cincuenta ejemplos presentados –hubieran podido ser más, hubieran podido ser
menos– han querido mostrar, de las maneras más diversas, siempre estas dos mismas
cosas:
Primero, los cásicos –los ejemplares– son los que mejor nos descubren nuestros
poderes, nuestros recursos y nuestros límites. Son necesarios, ahora más que nunca,
cuando el individuo se cree desposeído, atomizado, desarraigado, falto en todo lo que él
es y puede ser o hacer. Asimismo enseñan los confines de lo humano en un momento
como este en que sentimos la amenaza de un poderío material ilimitado a punto siempre
de descargarse en devastaciones de alcances planetarios.
Segundo, los clásicos nos reconducen a la fuente, al origen de nosotros mismos,
del mundo, al asombro primero y último como misterio, como destino, empresa,
euforia, sabiduría o religiosa revelación. Ellos nos hacen, si no fácilmente verificables,
sí siempre presentes y excitantes estas palabras de Plotino que, por lo menos una vez y
de modo inolvidable, han sonado en el oído de cualquier hombre como una profunda
verdad a descubrir: “Muy pocas personas saben cuán bella es su alma”.
Tuvimos el deseo de colocar en la portada de este libro esas palabras del místico
filósofo que nos sirven, ahora, para terminar.
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