Post on 29-Mar-2016
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Crónica de un entierro
A mis amigos del colegio, a todos.
I
LOS SEIS pakistanís” nos decía Miranda,
siempre tratando de jodernos, hasta en
este momento, “no jodas negro”, pensaba yo
en la formación antes de salir, “¿No ves que aquí nadie está
para tus bromas?”. Pero no pues, siempre buscaba la manera
de jodernos, y para qué, esta era su mejor oportunidad.
Nos dejó una hora parados en el patio, esperando a que el
director le diera el visto bueno para salir. Con el calor que
hacía. Al menos nos salvamos del examen de álgebra, aun-
que pensándolo mejor no era justamente para festejar nada.
Salimos a eso de las once hacia la casa de Mario, es-
taba a solo unas tres cuadras del colegio. Caminamos rápi-
do para llegar a tiempo. Cuando estuvimos a una cuadra,
Miranda nos hizo formar y marchar hasta llegar a la puerta
de la casa. La puerta de visitas estaba abierta de par en par.
Era una casa vieja, de adobe y techo de esteras bañadas en
barro para hacerlas más resistentes, igual que todas las ca-
sas en esta parte del pueblo. Tenía un viejo árbol de hua-
rango en su frentera. La puerta de diario estaba cerrada, y
era obvio porqué.
“
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Nunca antes había estado dentro de la casa de Ma-
rio. No había muebles, apenas unas sillas viejas de paja. En
un banco viejo de madera había algunas personas, sentadas,
hablando en voz baja y una taza, ¿de café?, en las manos. La
habitación era grande, dos ventanas grandes miraban hacia
la calle y una sola hacia el patio que había dentro de la casa.
Hacia el fondo estaba el ataúd. Solo. Sin más que un par de
ramos de claveles y rosas puestos en viejos floreros, y a
lado suyo algunas velas. Todo parecía preparado tan rápido,
todo había sido tan de repente. La madre de Mario estaba
sentada a un lado del ataúd, una suerte velo o turbante
cubría su cabeza y tenía en las manos una vieja biblia. El am-
biente fúnebre nos rodeaba y asfixiaba. El silencio absoluto
era roto por el llanto indescifrable de una tía que venía de
todas las esquinas de la sala y los sollozos lentos y apagados
de la madre.
Miranda nos colocó al otro lado del ataúd, al frente
de la madre. “Ni una palabra, quiero que se estén quietos y
callados por lo menos en este momento”, la voz de Miranda
era ahora muy baja, tanto que apenas y logramos entender
lo que nos dijo. Por un momento logramos mirarnos a los
ojos todos a la vez. ¿Qué hacíamos aquí, por qué sentíamos
todo ese vacío y ese frío interminables en el cuerpo? Está-
bamos detrás de la ventana que daba al patio. Cada cierto
tiempo volteaba la vista para poder ver hacia el patio, pero
apenas podía divisar algunas cosas; unos gallineros altos de
unos cinco pisos, un cuarto de cocina en el que ahora hab-
ían unas señoras preparando comida y café. En el patio, en
el centro de este, había un pequeño jardín circular, con ro-
sas y claveles, algunos cortados y, seguro, los mismos que
estaban ahora aquí, a los pies del ataúd. Pude ver, pero ape-
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nas un poco, una habitación abierta, me parece que la de
Mario y su hermano porque habían pegados en la pared
unos posters de futbolistas peruanos. Recuerdo que Mario
siempre habla de ellos, de lo mucho que le gustaba como
jugaba “el Chorri” o el “Camello” Soto. Decía que eran los
mejores del Perú, pero nosotros siempre le refutábamos
porque era obvio que ahora podrían serlo también Farfán o
Juan Vargas. Pero nuestra atención estaba más centrada en
la madre de Mario, en Miranda, en la tía de los llantos de
todos los lugares, en el ataúd en el que estaba Mario Cana-
sas, en pensar sobre él, lo poco que lo habíamos conocido y
lo mucho que sabíamos sobre él. Cuán rápido y fácil nos
resultaba conocer a las personas, cuán rápido Mario se hizo
nuestro amigo, que ahora ya lo extrañábamos.
Pierita fue el primero. No sé en qué momento salió
de la formación, solo sentí un leve empujón en el hombro, y
luego estaba allí, arrodillado a los pies del ataúd de Mario
Canasas, las manos en las piernas, orando, persignándose y
acercándose a la madre, abrazándola, dándole el pésame y
viniendo hacia nosotros, con la cabeza abajo. Todo tan
rápido. Miranda se quedó lelo, nos miraba a nosotros y a
Pierita con una cara, parecía que iba a explotar, a levantarse
como en la clase y granputearnos, “¡Carajo les dije que se
quedaran parados, sin moverse, no me jodan!”. Pero no hizo
nada. Luego el negro Choque hizo lo mismo, le siguieron
Gamarra y Arnulfo, y al final Altúnes me dio el estandarte y
fue a darle el pésame a la madre de Canasas; le cogió las
manos y se las besó. Nos sorprendió a todos, pero más que
eso entendimos que era el momento de crecer y de tratar
de reconfortar, aunque fuera con un simple pésame, el do-
lor que era perder un compañero, un amigo y un hijo. Fi-
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nalmente caí en la cuenta de que faltaba yo. Estaba nervioso,
no sabía qué hacer, qué decirle a la madre cuando esté pa-
rado a su lado, si abrazarla, si no hacer simplemente nada.
“Solo acércate reza un Padre Nuestro y dile, mi más sentido
pésame”, la voz de Pierita era terminante, tenía que ir y
hacer lo que me dijo, tenía que hacerlo porque quería
hacerlo. No lo pensé más, me arrodillé, me persigné y recé
un Padre Nuestro, me levanté y abracé a la madre de Mario
Canasas, tan fuerte como si fuera mi madre y le dije, “Siento
tanto la pérdida de Mario señora, lo queríamos todos, era un
buen amigo y un buen hijo, a pesar de que no nos conocimos
mucho, se que así era”. Y luego hice algo que seguro Miranda
no me perdonaría jamás, pero que seguro todos; Gamarra,
Altúnes, Pierita, el negro Choque y Arnulfo, quisieron
hacer. Caminé rápido hacia la parte descubierta del ataúd y
miré. Los ojos cerrados, las manos en el pecho, el uniforme
del colegio con un saco viejo y una corbata negra, tenía el
cabello peinado al estilo antiguo, como mi papá, el rostro
pálido, azul-verde. Y recién pude asimilar y aceptar la ver-
dad, Mario estaba muerto y no era un sueño, lo estaba
viendo. Sin embargo, lo que me sorprendió más, lo que hizo
que comprendiera mejor lo que sucedía y, además, el frío
que me invadía desde que entramos a la sala, fue la expre-
sión de su rostro. Parecía como si le hubieran arrancado el
alma por la boca, la tenía abierta, con los dientes al aire. Era
desesperación sin duda, parecía como si algo, o alguien, lo
tuvieran sometido, hasta el final, como si no tuviera más
remedio que morir.
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II
EL CAMINO hacia el cementerio parecía intermi-
nable. Apenas eran seis cuadras, pero parecían como cien a
este paso. El sol quemaba y el calor nos asfixiaba. Era in-
vierno pero aquí ni se notaba, apenas unos pequeños vien-
tos en las tardes y nada más. Nuestras caras ya estaban ro-
jas, algunos tenían el rostro con gotas de sudor bajando
hasta llegar al cuello de la camisa - cómo terminarían nues-
tras camisas después de esto-. Miré a Gamarra, tenía el ros-
tro lloroso, seguro había llorado, claro, como no, si era su
amigo, su pata del alma, su yunta. Atrás mío estaba el cholo
Choque, qué estaría haciendo; seguro buscando la mirada
de Gamarra y riéndose, ese concha de su madre. El calor
cada vez era más fuerte, sentía como mi cara se volvía puro
carbón a cada paso, y los zapatos que se calentaban por el
asfalto y me quemaban también la planta de los pies. Y Mi-
randa delante nuestro, bien parado y caminando como
cuando uno marca el paso antes de la marcha, hasta para
eso era medio cojudo, al lado de la mamá de Canasas, con-
versando con ella despacio, bajito, para que nadie escuche.
Va vestido de negro puro, parece una sombra completita,
un aparecido. Cuando llegó al colegio todos nos quedamos
mirándolo y casi nos sacamos los ojos de la risa, parecía
siempre una sombra, una mancha andante, quien lo manda a
ponerse un terno tan negro con lo negro que él también
era, sus trajes crema le quedaban mejor, eso era. Seguro. Le
estaría diciendo algo a la madre, sentimos la pérdida de su
hijo, era un buen chico, estudioso, juguetón, sus amigos
también lo sintieron mucho cuando se enteraron, es una
gran pérdida para el colegio, y quien sabe que cosas más.
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A nuestro alrededor había unas personas que no
conocía, no los había visto nunca, supongo que serian fami-
liares de Canasas. Al único que distinguí fue a su tío. Era
joven y lo veíamos de vez en cuando jugando futbol en la
canchita del pueblo. A veces nosotros también nos uníamos
pero nunca me enteré de su nombre porque todos le de-
cían Tano -Tano la pelota, Tano pásala, Tano patéala-. Y
creo que era el único con el que Mario hablaba aparte de
Gamarra. Yo los veía juntos a los dos después del partido,
hablando y, lo más raro en Mario Canasas, riéndose. Des-
pués de Tano no conocía a nadie más. Él siempre fue muy
cerrado con sus cosas, no nos contaba mucho, solo cosas
del colegio y de los cursos. Aunque yo no era su mejor
amigo si platicaba con Canasas, nos llevábamos bien y jugá-
bamos siempre en el mismo equipo en los recreos y a veces
nos decíamos chapas para molestarnos. Era raro luego, en la
clase siempre callado, ni siquiera se movía o reía cuando los
profesores salían y nosotros empezábamos a molestar a las
chicas y a darnos de empujones entre nosotros o lo em-
pujábamos a él. Y más raro aún, creo que nunca lo molestá-
bamos con ninguna chica de la clase o de otra. Sí, ahora que
hago memoria, nunca.
Éramos seis los de la escolta del colegio, y los úni-
cos que íbamos de blanco, el cojo Altúnes era el que llevaba
el estandarte del colegio; caminaba medio chueco pero era
el más alto de todos los de quinto y, además, el único que
seguro aguantaría tanto tiempo con el asta en los brazos
con esta calor y con todo el tiempo que seguro faltaba para
llegar a la iglesia. Gamarra y yo en sus flancos, el negro
Choque, Pierita –que esta vez reemplazaba a Mario- y Ar-
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nulfo detrás de nosotros, padeciendo todos los mismo y,
seguro, pensando en lo mismo.
Miranda de vez en cuando volteaba hacia nosotros y
nos miraba como diciendo, “Como me hagan otra escenita de
esas en el cementerio los mando a las cloacas a pasarse toda la
semana”. Ya faltaba poco. Eran casi las tres de la tarde y
parecía como si el tiempo hubiera pasado tan rápido. Ahora
apenas y sentía las cuatro horas de parado y la última aquí,
caminando bajo el sol. A cada calle que pasábamos nos mi-
raba alguien conocido, saludaba con el sombrero y seguía su
camino. En realidad, después de hacer un recorrido con la
vista y contarnos, no éramos más que 20 o algo más en esta
procesión del amigo de hace unos meses.
Su familia se había mudado hace poco, venían de un
pueblo de la sierra, de Pampacolca creo. Su madre, su tía, su
hermano pequeño y él. De su padre no sabíamos nada, nun-
ca nos dijo nada, ni siquiera a Gamarra. Demoró mucho
para acoplarse a nuestro grupo, era muy timido y reserva-
do. En los recreos solo nos miraba jugar, hasta que Gama-
rra, con el que ya había conversado algunas veces, lo puso
en el equipo. Desde allí pudimos conocerlo un poco, pero
todo quedó truncado. Ahora íbamos detrás del amigo que
pudo ser, del que pudimos aprender y disfrutar. Solo que-
daban algunos pocos recuerdos, como esa vez que se le
rompió el pantalón y todas las chicas se rieron de él, se pu-
so rojo como tomate y salió corriendo hacia su casa, o
aquella en la que le preguntó a Miranda de donde era, el
loco de Miranda lo mando a la cloaca a rostizarse y ‘pudrir-
se’, como él le decía. Las pocas veces que salía a la calle, era
para jugar con su tío en la canchita. Él fue el que les consi-
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guió esa casita y el que les buscó empleo a su madre y a su
tía. Él también el que les regaló esas rosas y claveles que
había en el jardín, y las gallinas y los conejos, y los posters
del “Camello” y del “Chorri” a Mario. Nos conocíamos po-
co, pero a la vez mucho. Quizás hubiéramos llegado a ser
grandes amigos, y después de terminar el colegio irnos a
estudiar a la ciudad. Quizás.
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III
CUANDO PIENSAS en la muerte, generalmente
piensas en la muerte de viejo, o en un accidente. General-
mente piensas que no te va a suceder a ti o a nadie de tú
alrededor, y mucho menos que le puede pasar a alguien
como tú, de tu misma edad, de tu misma clase. Menos a
alguien que apenas estás conociendo, y de quien tienes al-
gunas expectativas.
Cuando me enteré que Mario Canasas había muer-
to, no pude creerlo. Pero cuando lo vi allí en el ataúd, post-
rado, y más aún en ese grado de petrificación, solo en ese
momento pude asimilar lo que es una muerte. Y quise de-
cirle, o quizás lo hice, al oído muy despacio, “Aquí estamos
tus amigos, lo que quisimos serlo, esperándote para jugar otra
pichanguita”.
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IV
Mario Canasas salía todos los días a las 7 y 30 de la mañana
de su casa hacia el colegio. Después de ayudar a su madre y
a su tía en los quehaceres: limpiar los gallineros, darles de
comer a los pollos, regar el jardín y alistar a tu hermano. En
el camino se encontraba con algunos de sus compañeros;
con el negro Choque, Pinto, el chato Juárez y Gamarra. Iban
hablando de futbol, de los cursos de la clase, del profesor
de álgebra, del negro Miranda y alguna que otra vez de chi-
cas. De la casa de Mario apenas había tres cuadras al cole-
gio. Nunca llegaba tarde y siempre antes que su hermano.
En clase Canasas atendía, pero no preguntaba, no participa-
ba, no se reía ni mucho y menos molestaba cuando no había
profesores en la clase. Era tímido, era claro. Le costó mu-
cho ambientarse a los nuevos compañeros y obtener ami-
gos. En los recreos jugaba fútbol con los chicos de la clase,
los de quinto contra los de cuatro, y a veces hasta hacia
algunos goles. No jugaba mal. Le gustaba el fútbol, y de eso
era de lo único de lo que hablaba con Gamarra. Todo era
fútbol para ellos. La jugada de Ronaldinho, los goles de Ro-
naldo, los pases de Figo, la genialidad de Zizu. Todo fútbol.
Cuando estaban en la cancha él se creía Zidane. Que la lle-
vada, que el pase, que el tiro libre. Llegaba a su casa rápido
después de clases. Dejaba sus cosas y se iba a la chacra a
recoger faina para los pollos y los conejos. Si se encontraba
con alguien de la clase jugaban algo un rato o charlaba un
momento y luego se iba rápido, “tengo que ayudar a mi ma-
dre en la casa, tengo que hacer las tareas, tengo que mirar el
partido”, tenia siempre una buena excusa. Salió algunas veces
con los chicos de la clase al río. La primera vez casi se aho-
ga. No sabía nadar y así se metió al agua. Lo bueno fue que
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había muchos y lograron sacarlo. Fue gracioso y preocupan-
te pero al final las cosas salieron bien. Le gustó tanto que la
pocas veces que fueron al río Canasas siempre era uno de
los primero en apuntarse. Aprendió a nadar al poco tiempo,
pero siempre se hundía, perdia fuerza o algo. Una vez los
chicos llevaron pisco “para pasarla mejor” y lo hicieron en-
trar al agua un poco ebrio. Nadó como los dioses, el alco-
hol le hizo bien. La última vez que lo vieron estaba tranqui-
lo, como siempre, nada hacia indicar que algo le podría
suceder, nada aparte de que ese día, sin nadie que lo recor-
dara, era su cumpleaños número diez y seis.