Doña Lusmira y el día que reventó el volcan

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Historia de una admirable mujer, su familia, y la fuerza del volcán Chaitén.

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Doña Lusmira y el día que reventó el volcán

Llovía a orillas del Lago Yelcho. En la cocina del hospedaje “Lulú”, arropada por la agradable calidez de la leña ardiendo, la humedad era solo una sensación lejana que resbalaba impotente por el exterior de las ventanas. Hoy, dijeron, habían sacado un salmón de treinta kilos. Esas noticias corren rápido. Al fin y al cabo, de eso viven todos. De muy distintas maneras, pero de eso viven. Los baqueanos de pesca, los lancheros, las mucamas de los complejos, los cocineros de las fondas, hasta el piloto del helicóptero que lleva los extranjeros a pescar al final del lago. El único ser que vive para no vivir, es el estupendo y rosado salmón del pacífico. “Lulu”, Lusmira Arratia de Mundaca, tiene siete hijos, cuatro de sangre y tres de crianza. “Patito” es el menor de todos y como ella, también vive en Puerto Cárdenas, en la punta del Yelcho. Un día ya lejano, cuando explotó el volcán, a Lusmira le pareció que su cama había saltado hasta el techo. Dos años habían pasado desde entonces, y ahora, allí estaba ella, contando la historia casi al pasar. Cosa de todos los días parecía. Aquella lejana tarde, cuando el Chaitén se estaba poniendo peliagudo, Patito fue a buscar a su madre para llevarla a lugar seguro. “Quédese tranquilo, m´hijo. Yo no voy a salir. Adentro me voy a quedar, este es mi lugar. Si pasa algo, búsqueme debajo de la mesa, yo

no voy a salir de la casa. Vaya usté y cumpla su trabajo, como buen carabinero, porque

hay gente que más lo necesita” - le dijo Lusmira - y no hubo ruego que la hiciera cambiar de opinión. A las dos de la mañana fue la explosión. Cuando el volcán reventó, algunos creyeron que había sido el Michimahuida y miraron en vano a su blanca cumbre, pero el fuego venía de más acá. Nadie había pensado en el Chaitén, mudo por milenios. Después del tremendo cimbronazo, a Lusmira le pareció como que alguna máquina infernal estaba moliendo piedras debajo de la tierra. Su comadre estaba con ella, doblada por el miedo. “&o se asuste, comadre – le dijo - Venga, vamos a hacer unas empanadas que las vamos a necesitar.” Y así pasaron la madrugada, entre el ruido del mundo que se venía abajo, hasta que llegaron a evacuarlas. En el colectivo eran cuarenta, entre grandes y chicos. Salieron hacia Palena, y luego, a Esquel. Pudieron pasar. La ola incandescente había bajado el Oeste, buscando el Pacífico, y de forma milagrosa, la ruta quedó abierta a la cordillera. Para calmar el hambre en el viaje, Lusmira llevó una caja con empanadas, pero dejó una fuente rebosante sobre la mesa, en su casa, junto a dos grandes jarras de agua. “Alguien lo va a necesitar” – dijo – y tuvo especial cuidado en dejar la puerta sin llave. Lusmira se fue tranquila, porque había cumplido con su deber. El del corazón, el de su gente. Aldo Arratia es hermano de Lusmira, y escucha con interés el relato. Ha venido a visitarla desde la estancia Campo de Águila, entre Sarmiento y Buen Pasto, donde aún trabaja. Aldo

es un típico gaucho chileno, de aquellos que han crecido en Palena bebiendo el agua de las dos vertientes. De ahí sus ropas y sus costumbres: botas negras caña corta, bombacha, camisa y pañuelo al cuello. Igual que a muchos, el destino lo llevó hacia el Este. Hace mucho ya que Aldo ha dejado la bebida. Casi le cuesta la vida, pero solo le llevó un riñón. Cosa del pasado el vino con ñaco, chupilca le dicen. A la vista, Aldo parece alegre y tranquilo, pero se me hace insondable. Infinita incertidumbre, la vida. Hacia delante, aunque también hacia atrás. Hugo Mundaca Stabermol tiene ojos claros, profundos y amables, y no para de trabajar en la cocina, preparando la comida, limpiando, ordenando. Un abuelo alemán le regaló su pelo rubio, aunque ahora luce canas por debajo de su eterna gorra. Tan eterna como sus botas de goma, que calza todo el día con este tiempo tan húmedo. Para cortar leña, hacer la quinta, arreglar el galpón o ver quien asoma por la casa. Hugo nunca se ha casado. “Convivencias tuve, pero casarme, nunca. &o tengo carácter” – dice - “De joven, fui boyando de un lado a otro, y más grande quedé en casa, cuidando a mi madre anciana. Dejé el casamiento para después, pero luego, ya fue tarde.” Hugo tiene mil historias que cuenta a su manera, con frases cortas que acelera siempre al final, como el hachazo certero que raja en dos una estaca. Otro resabio alemán, pensé. Inconscientemente, quizás busque en su forma de decir aquel carácter que anhela tener. La cordillera del Moraga, al sur del Yelcho, es casi el patio de su casa. Si tantos octubres subió, rumbo a la veranada, cuando los animales trepan buscando los brotes de primavera. Y tantos abriles bajó, hacia el abrigo del valle. “Siendo muchacho, seguí a mi padre por las abras de la cordillera, pero el frío y las heladas lluvias me acobardaron” – dice Hugo. Buscó entonces otro oficio, al abrigo de las cocinas, y también otros rumbos, al Este, al bendito Este. Pero siempre vuelve a Puerto Cárdenas, a orillas del Yelcho, cuando Lusmira, viuda de su finado primo, lo necesita, porque sus piernas adoloridas ya no pueden sostenerla más. “Tiene que ver que mujer - dice Hugo con respeto - De joven, trabajaba en el campo a la par del marido. Hachaba, ordeñaba, arriaba los animales. Una fuerza

tremenda”. Es ya la tardecita en la punta del Lago Yelcho. Afuera, la lluvia bendice la tierra, las lengas y los coigües alzan sus brazos al cielo, y los pangues son más gigantes que nunca. Adentro, una admirable mujer descansa, porque sus piernas ya no dan más. Pero hoy es un día especial. Ajá, hoy es su cumpleaños. Ella, inmensa como el pangue, noble como la lenga y vital como la lluvia, se siente acompañada, rodeada por su gente querida. Lusmira está contenta. “&unca me he sentido tan abrazada como hoy” – comenta sonriendo. Y en aquel lluvioso rincón del Yelcho, la humedad es solo una sensación lejana que resbala impotente por el exterior de las ventanas. A excepción de mis ojos, claro. Alejandro 19 de Marzo de 2011 apreckel@gmail.com