El Mariscal

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7/26/2019 El Mariscal

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MARISCAL

Beto Ortiz

Desnudos,

escuálidos, hediondos,

los

quince niños

que acabábamos de

recoger

en otras de nuestras

tantas redadas nocturnas, me

saludaron

con

desgano

desde

el

fondo

de

la

poza

vacía

donde los

bañábamos: buenos

días, señora Lily. No respondí. Estaba

indigrada,

porque

esa mañana

iban

a

llegar los representantes

de la

fundación

alemana

y

si encontraban

tan despoblado

nuestro

albergue

de menores,

nos

quitarían

las donaciones

de

inmediato.

Maldita

sea,

¿de

dónde

saco

más

pirañas?

-pensé

mientras

abna

la llave

del

agua

y

dirigía

el

potente

chorro de

la manguera

hacia

esos

vulgares cuerpos contrahechos,

plagados

de costras,

piojos,

mugre

y

cicatrices.

Estaba

harta. Harta

de alimentarlos, de

rescatarlos

cada vez

que

los

arrestaban,

de

espulgarlos. Y estaba

a

punto

de

renunciar

a este condenado negocio

cuando

descubrí, erguida como

unajoven

palmera,

la

figura de

un

muchacho

del

que

hacía

tiempo me

habían hablado:

era

el

líder

de

una

pandilla

al

que

todos

llamaban

elMariscal.

Nunca

antes

me había

ocurrido con un niño,

pero

la

visión

del

cuerpo

tierno

del

esbelto

Mariscal

me

paralizó.

Su

piel

tensa

y

oscur4 su amplio

pecho,

sus ojos

de

ave rapaz

y,

sobre

todo

su

miembro

enorrne e incircunciso

generaban

en mí

un hechizo obsceno, mientras

él

sonreía

impávido

y

rebelde

con

esa

media

sonrisa con

la

que,

horas

miis

tarde, se durmió en mi vientre, confundiendo las

marcas de

sus

batallas con las

de

mis

múltiples

cesáreas.

Extenuado, luego

de

poseerme

vorazmente

como un

pequeño

fauno

sobre

la

alfombra

de

mi oficina

que,

juntos,

convertíamos en

un

extenso

prado

hacia

el

cual

--{esde

ese

día-

corríamos

en

puntillas

a enceffarnos

apenas

los demás chicos

se dormían.

El

vigoroso

amor

del

Mariscal

transformó

violentamente mi

rutina. Antes,

resignada a

la

aguachenta

proximidad

de

un esposo licenciado

en sociología, me

sentía

ahora tan ligera

y

candorosa como

una

niña.

Como una

niña

que

juega

apapáy

mamá con

el

amiguito

de

la

cuadra.

Era, otra vez, una niña

y

los

niños

no

pueden

enamorarse.

O,

por

lo

menos, eso

pensaba,

hasta

que

un día,

a

la hora

del almuerzo, el

Mariscal

entró corriendo al

comedor,

se abrió la camisa frente a mí

y

exhibió orgulloso

u enorrne tatuaje en forma

de

rosa

que

se

había

mandado a hacer

con mi

nombre

al

centro: Lily Burga.

Un

par

de lágrimas

se me escaparon

mientras lo abrazaba.

Le dije:

te

quiero

como

mierda.

El

se ale16, danzarín, tarareando

una salsa de moda.

Desde ese

día

y,

sin darme cuenta,

mi

preferencia

por

el Mariscal

comenzó

a hacerse

evidente

para

los

demás

chicos.

Entonces,

los celos

y

las

burlas

se

pusieron

a

la

orden del día.

Pero

qué

me

importaba.

Lo

nombré mi asistente

y

eso le daba

autoridad

para

impartir órdenes al

personal

del

albergue

y

mantener

la

disciplina

entre sus compañeros. Y la ropa de marca

y

el

ostentoso

reloj

que

ahora lucía

no

hacían

sino

acrecentar el legítimo odio

que

empezó

a

generar

con sus

ínfulas

y

sus

desplantes. Estoy

creando

un

monstruo

-pensé

esa noche en

que

1o

vi

reventarlela cabeza

de un

botellazo a otro niño

que

había

osado

decirle en

su

crra

"Te

crees

mucho

nomás

porque

eres su

cachero de

la tía".

Pero

no

pude

evitar

sentirme

orgullosa

de

su

bravura,

como

tampoco evité

una

sonrisa al escuchar aquel insulto

que

tanto había ofendido

a

mi menudo amante: mi cachero.

Meses después comenzó

el

desastre. Ernesto, mi esposo

y

mis

tres

pequeños

hijos

almorzábamos

plácidamente

en nuestra casa de

playa

cuando escuchamos

un

estallido de crist¿les. Ernesto

se

puso

de

pie

de

un

salto.

Antes

de

que

atinara

a

nada,

el Mariscal

entró como una

tromba.

Lo

miró

a los

ojos

diciéndole:

"Viejo de

mierda

Lily

es mi mujer",

y

sin

dejar

de

mirarlo, se

quitó

lentamente la

camiseta

mostrando

su

pecho

tatuado.

Se

la

enrolló

en

la mano izquierda

y

con

la derecha cogió

un

cuchillo de

la

mesa

y

le

gritó:

¡Pelea

Llama

a

la Policía

-me

ordenó

Ernesto,. sacándome de esa

mezcla de

pánico

y

fascinación

con

que

contemplaba

la

escena. Fui al teléfono

y

obedecí

la

orden,

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tapándome

un oído,

pues

el Mariscal,

que

estaba ebrio

y

drogado,

no

cesaba de

dar

gritos,

exasperado

por

la

actitud

impasible de

mi

marido

que

se

limitaba a

mirarlo

con

desprecio.

Mis

niños

rompieron

en

llanto y llena

de

pavor

corrí

hacia ellos.

Estaban

temblando mientras veían

cómo el

Mariscal, mordiéndose los labios, hundía con

furia

la

filuda

hoja

del

cuchillo en su

hermosa

came

adolescente.

El

primer

tajo

le

cruzó el

pecho, partiendo

en dos la

rosa

con

mi nombre.

El

segundo,

el

musculoso vientre.

Y

el tercero, cercenó

las

venas

de su brazo.

La sangre brotaba

incontenible

y,

al

ver

que

nuestros

hijos,

aterrados, se abrazaban

a mí, Ernesto

reaccionó, cogió

una

silla

y,

con

un

golpe

furibundo, derribó

al

Mariscal

que,

ya

desarmado,

quedó

tendido

en el

parquet,

inmóvil,

mientras

un

charco

rojo

iba creciendo

lentamente en

torno

suyo.

Durante largos

minutos todo

quedó

estático.

Ernesto me miraba

aturdido

y yo

veía desangrarse

ese cuerpo de

ángel

endemoniado

que

me había

prodigado

tanta dicha desconocida.

En ese

silencio

atroz, en el

que

casi

era

posible

escuchaf

el

fluir

de la

sangre enloquecida,

irrumpió

el

ulular

de la sirena de

un

patrullero

y,

al oírla, el

Mariscal

se

levantó

como un

felino

y

se abalanzó sobre

Ernesto

que

intentó en

vano

defenderse de aquel

niño

que

sollozaba

quedamente

mientras

le

pateaba

el rostro,

haciéndole trizas

sus

imperturbables

gafas de

intelectual.

Quise

gritarle: ¡core, Mariscal,

escapa , pero ya

los policías

entraban

por

la

puerta

de atrás. Lo

doblaron

en de

un

rodillazo, lo

enmarrocaron

y

lo

arrastraron de

los

pelos

hasta el auto. Y como no

paruba

de luchar, furioso, salpicríndolo

todo con

su

sangre,

los

agentes

decidieron

encerrarlo

en

la

maletera.

Cuando

el

patrullero

se alejaba,

alcancé a

oír

que

me

decía, entre

gemidos:

Lily, te

quiero

como

mierda.

En

los meses

que

siguieron, Ernesto dejó de hablarme.

La

necesidad de

volver

a tener conmigo

al

Mariscal

se

transformó en una

obsesión

punzante.

Entonces,

tomé

parte

del dinero

del

donativo

alemán

y

se

lo

entregué

a

la

correccional, consiguiendo así

que

lo

soltaran.

iomados

de

la mano

como un

hijo

con su

madre,

parecíamos

una

familia

radiante

y,

esa

noche, en

el

piso

de mi oficina

nos volvimos

a

amar como animales. Pero algo se había

quebrado.

Cierto velado

rencor se

adivinaba

en su

mirada.

Un

rencor

que,

días después, se convirtió en amenaza

euando, en la

mitad

de

una

madrugad4 luego

de una

semana

en

la

que

había retornado

con

su

pandilla

las calles,

el

Mariscal

me

dijo

por

el

teléfono:

Cuida

a tus

hijos,

conchetumadre,

cuida a

tu

familia.

¿Qué

chucha

crees?,

¿que

conmigo

te vas

a

jugar

así?

Ya

te

cagaste,

vieja

conchetumadre.

Aterrada, consciente de

todo

lo

que

el

Mariscal era capaz

de

hacer,

contraté

guardaespaldas

armados

y

rodeé

mi

casa de cerco eléctrico

y

alarmas. Fueron

pasando

las

semanas

y

nada ocurría.

Muy

angustiado, Ernesto

-que

ya

me había

dicho

que

lo comprendía

todo

y

me

perdonaba-

habia

ofrecido

una

recompensa

al

serenazgo

si

lo

atrapaban.

Mientras tanto,

yo

imaginaba al Mariscal,

navaja

en mano,

esperando agazapado a

que

mis hijos

salieran

del

colegio. Creía verlo

oculto

debajo

de mi

auto, dentro

del

quiosco

de

periódicos

o en el uniforme

naranja de

los chiquillos

que

me

cargaban

las

compras en

el

supermercado.

Por

las

noches, en sueños, mis

labios

secos

recorrían

sus cicatrices,

volvía

a sentir

el

perfume

ácido de sus

muslos

y

me despertaba

hundida en un

pozo

de

miedo

y

de

deseo.

El

miedo de

que nunca

volviera por

mí.

El

deseo

de

que

vuelva

un

día y,

desnudo

y

hermoso, me asesine.

(Con

"Mariscal",

Beto

Ortiz obtuvo la

segunda

Mención

Honrosa

en el

Cuento

de las 1000

palabras,

Caretas

1995)