Post on 03-Jan-2016
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EL VIAJE
Anna se abanicó con el pañuelo y se enjugó la transpiración de los brazos. A pesar
de que la tarde comenzaba y el sol tendía a desaparecer, el calor continuaba
reinando dentro del automóvil. Todo el viaje había sido hecho bajo el dominio del
verano. Las ventanillas bajas dejaban penetrar un viento tibio y pesado.
Eduardo, recostado en el asiento, miraba impasible el cuello de Nonato, el chofer,
que no parecía sentir el calor, como si formara parte o fuese la continuación del
volante.
Anna miró los ojos semicerrados de Eduardo y sonrió pasándole las manos por la
frente húmeda.
¿Cansado querido?
Un poco tía. Pero me gusta este viaje.
¿A pesar de todo este calor?
A mí siempre me gusta más el verano.
Ella sonrió, comprendiendo:
Es verdad. A ti siempre te gustó el verano.
Se calló, pensando en el sobrino. En el verano sus piernas no le dolían. Sui cabeza
parecía tornarse más leve y sus ojos sonreían siempre con alegría. En el invierno
llegaba la tristeza. No quería levantarse, se quedaba todo encogido en la cama
como si vegetase, y gemía mucho cuando era necesario colocarle los aparatos en
los pies y las piernas. Además, estaba ese dolor de cabeza que le hinchaban los
ojos. Todo lo que hablaba parecía ser la continuación de un gemido.
¿Necesita algo?
No, tía. Muchas gracias.
Pero sique tenía necesidades. Sentía la vejiga tan llena que dolía. Pero en la
parada del viaje, cuando todos descendieron al restaurante, él se negó a ir.
Prefería dejar de hacer pipí antes que transformarse en motivo de curiosidad y de
pena.
¿Todavía falta mucho, tía?
Cuando bajemos la sierra tomaremos el camino. Calculo que más o menos una
hora. ¿Estás cansado, no, hijo?
No mucho.
Cuando lleguemos a la ciudad tomaremos un camino particular que va subiendo;
después, comienza el descenso y se avista la casa. ¡Mira, Edu, pocas veces vi
una casa tan linda como esta! Tiene una piscina entre las piedras. Con cuidado,
hasta podrás bañarte en ella.
¿Crees que eso servirá para algo?
Sin duda. Te pondrás fuerte, de buen color, bronceado y…
¿Y qué, tía?
Nada. Serás muy feliz. Yo estoy aquí para cumplir todos tus deseos. ¿no es eso?
Desmañadamente acarició la mano de la tía en un gesto de afecto. Sabía el
significado de su reticencia. ¡Pobre tía Anna que ignoraba la mitad de lo que él
descubriera! Pero nunca la afligiría.
La tarde estaba refrescando y un viento fresco penetraba en el automóvil. Cerró
los ojos para pensar. ¿Cómo serían los caseros, el jardinero, el resto del personal?
Todo lo que sucedería sería nuevo para él. Con el tiempo ellos se acostumbrarían,
estaba seguro, y tía Anna había prometido que en la casa habría el mínimo de
gente trabajando. Y cuando tía Anna prometía, no se podía dudar.
Una cálida somnolencia le pesaba. Debía de ser el mar cercano. Pero se negó a
pedir que detuviera el auto. Sería un trabajo penoso. Sentía quemarle el rostro,
enrojecer pensando en la molestia que podía causar. Un poco más de paciencia y
llegarían.
La noche reinaba ahora y los faroles del automóvil rasgaban las sombras del
camino. Los árboles circundantes adquirían un aspecto sombrío y asustador. Si
miraba el cielo, la noche estaba brillante de estrellas.
Estamos llegando a la ciudad. Voy a acomodarte mejor el asiento, ¿quieres?
No es necesario tía. Ya estamos cerca. Lo peor ya pasó
¿No quieres ver la ciudad?
Puedo verla así como estoy
Sentía deseos de llegar pronto, de sentir el viento del mar más cerca de su
cuerpo y de su cansancio.
Respiro aliviado cuando las luces fueron desapareciendo y sintió que tomaban el
camino de una nueva carretera.
Ahora el auto iba más lentamente y el asfalto había desaparecido, cediendo lugar
a un camino pedregoso y áspero.
Estamos casi en lo alto de la sierra, ¿no es verdad Nonato?
Dentro de poco voy a parar y usted podrá ver el paisaje como la otra vez.
Eso está muy bien. Así Edu podrá encantarse con la casa El auto disminuyó la
marcha.
Llegamos doña Anna
Frenó el vehículo y descendió, yendo en ayuda de la señora y el niño para que
pudiera descender.
Listo Edu. Di orden de que dejaran toda la casa iluminada. ¡Y obedecieron!
Nonato va a ayudarte.
Nonato lo sostuvo entre sus brazos mientras la tía Anna tomaba las dos muletas.
Estoy un poco mareado Eduardo suplicó:
Tía, necesito quedarme un momento a solas con Nonato
Anna sonrió en la oscuridad y se alejó hacia abajo, por el camino. Miraba el cielo,
tan lindo y estrellado. Esperó pacientemente en esa contemplación hasta
escuchar el pequeño ruido sobre la arena. El niño debería da haber sufrido
mucho. Ahora todo estaba terminado.
Sabía que podía regresar. Lo hizo con calma.
Vamos despacito hasta aquella parte más alta.
Apoyado en las muletas, Eduardo caminaba con cuidado; aún así, sentíase
amparado por las manos de Neonato en sus espaldas.
Ahora el viento del mar castigaba los rostros.
¿No es una belleza, Edu?
Como si estuviese anclada en la oscuridad, la casa aparecía toda iluminada.
La primera vez yo no lo había notado, pero ahora, con más calma, veo que
parece un barco anclado en el muelle.
Una sonrisa abrió el rostro de Eduardo.
No, tía, no es un barco. Es más hermoso que eso. Con todas las luces
encendidas, parece un Velero de Cristal.
LA CONQUISTA DEL VELERO
Anna había cumplidlo su palabra. Después de pasar dos días en reposo por causa
del viaje, ahora podía recorrer, aunque muy lentamente, cualquier rincón de la
casa.
Quien la veía por el lado de afuera no podía imaginar toda su belleza. Tal vez
hasta se decepcionara frente aquel gran paredón descascarado que mostraba
piedras desprolijas y guardaba un poco del antiguo revoque y una infinidad de
nombres tachados. Eran nombres de parejas, nombres de enamorados, corazones
traspasados por una flecha… Nombres que también se desgastaban con el paso
del tiempo.
¿Por qué no derribaron también ese paredón, tía?
Por tradición. Aquí había un viejo depósito de café del tiempo de los esclavos. Si
no hubiese sido por él, no habríamos tenido esta sorpresa.
Y Anna tenía razón. Porque cuando se alcanzaba el lado interior de la morada
todo se transformaba en un sueño. Existía una playa particular donde aparecían
dos ranchos de pescadores. La casa se apoyaba como sentándose sobre dos
grandes piedras y también algunas columnas sostenían la parte del frente. Había
un jardín entre las piedras y un camino hecho por la mano del hombre que
rodeaba la casa y seguía contorneando la sierra del fondo. Por donde se mirase,
el mar golpeaba y salpicaba de espuma.
Lo que me parece más bonito es el comedor, tía. Cuando las cortinas están
corridas, la gente ve al mar por todos lados. Entonces da la impresión de que se
está en un barco.
¿Eso quiere decir que apruebas la elección?
Ciento por ciento.
Anna investigaba con tacto.
¿No te estás cansando mucho?
No tía.
Quizá fuera mejor hacer venir de San Pablo la silla de ruedas…
¡Por favor, no! Estoy bien. Descansé bastante. Dormí mucho estos días ¿no
viste?
Claro, querido. La proximidad del mar da mucho sueño.
Entonces vamos a dar una vuelta a la piscina, aunque sea despacito.
Ella sostuvo su mano.
Prometiste que si yo venía me darías todos mis gustos. Quiero ver de cerca el
tigre chino.
Está bien, pero acabada la vuelta vas a quedarte dos horas sentado.
Lo prometo. Estaría sentado hasta más tiempo. Quiero ver el atardecer allí en la
terraza del frente, donde el mar golpea más cerca.
Apoyando con habilidad en la muleta, salieron del patio interior y se encaminaron
hacia el borde de la piscina.
Es muy lindo, ¿no?
Es una escultura china
Una piedra grande se destacaba en la piscina y, sobre otra enorme y chata, un
tigre de bronce parecía estar vivo, queriendo arrojarse al agua.
La marejada le prestaba manchas rojizo–verdosas en la espalda y en el cuello. La
marejada o respetaba sin su gran belleza.
¡Mira sus ojos, tía!
Impresionante, ¿no?
Ayer por la noche yo estaba en la cubierta superior y la luz, al dar directamente
en los ojos del tigre, daba la impresión de que lanzaran chispas.
¿Qué cubierta, Edu?
Se volvió señalando.
Aquella, allí. Al lado de la escalera que da al piso de arriba.
Se rió de la imagen
De todas maneras, tú estás en un barco y no en una casa ¿no?
Así es mejor. Yo nunca viaje en barco. Sólo en tren y en automóvil.
Si tú lo quieres así está bien. Vamos a hacer un viaje al país de los sueños.
Costó mucho sacarlo de ahí
Vamos Edu, ya es tarde.
Solamente un poquito más, tía. Ya voy a tener en la en la vida mucho tiempo
para dormir.
Se había sentado en un sillón grande, mirando el mar. Esa era la sala de juego,
pero aún no sabía qué nombre él le había dado al local.
Quedaba perdido en el mar. Las piedras debajo de la casa formaban un círculo
que penetraba en el mar. Las olas rompían con estruendo, levantando torrentes
de espuma. La marejada salpicaba y humedecía las grandes paredes de vidrio.
¿No parece que estuviéramos en el mar?
Así es. Pero también parece que es hora de que alguien vaya a la cama.
Ahora podemos ir.
Lo ayudó a colocarse las muletas y comenzaron a caminar.
Al salir de la sala, Edu la habló una repisa, en el fondo.
¡Buenas noches linda dama!
¿Con quién hablas?
Con aquella linda lechuza embalsamada
¡Pero si es horrible
Porque no miraste sus ojos brillantes...
Entraron en el cuarto y Edu comenzó sus preparativos para dormir.
Ya debajo de las frazadas, porque la noche estaba fría, recordó los aparatos
mecánicos cuyo retiro era duro.
Vamos a salir de debajo de las frazadas. Necesitamos sacarlos, querido. Con
cuidado; no duele y no demorará mucho.
Él cedió, ante la voz de cariño.
Listo, ahora puede cubrirse a gusto.
Él sonrío
¡Anna, eres formidable!
Ella conocía aquella forma de ternura
Si. Y ahora soy Anna la formidable, ¿no?
Siempre fuiste formidable, Anna
Entonces, ¿puedo apagar la luz?
Todavía no
¿Vas a rezar?
Ya no rezo más Anna
¿Y por qué?
No sé. Siento que no es necesario. Estoy viviendo una gran felicidad.
Entonces, ¿eso no se agradece?
No, tía. Dios me está dando esto porque quiere. Me parece que lo hace porque
la vida ya me castigó mucho.
Anna tragó en seco, totalmente emocionada. Cambió de conversación.
¿No extrañas a Serginho y a Marcelo?
¡Ni un poquito! Y creo que ellos tampoco piensan en mí. Es bueno eso porque yo
estaba molestándolos siempre, como si fuese un estorbo.
¡Qué tontería, Edu!
¿Sabes Anna? Me parece linda la forma en que Serginho lo hace todo. Es dos
años mayor que yo y ya se está transformando en un muchachón. Uno ve con
qué orgullo papá lo mira. Adoro el modo que Marcelo toma la guitarra y toca
todo lo que quiere. También ellos son formidables.
Su voz sonó ronca y emocionada
No es que yo tenga envidia, pero me gustaría ser tan lindo como ellos, poder
hacer por lo menos la mitad de lo que ellos hacen... A lo mejor, así papá y mamá
me querrían más.
No digas eso. Ellos te quieren mucho.
Sólo hay una persona que me quiere así como soy: tú, Anna. A ti no te molesta
que yo sea un lisiado, que tenga esta cabeza tan grande. No te incomoda ver
cómo tiemblan mis manos y derramo la comida en el suelo.
Anna apoyó la cabeza del niño en su pecho.
No hables así. Tienes un hermoso corazón, lo que pasa es que poca gente lo ha
descubierto. No hables más, querido. Mañana vamos a tener un día de viaje muy
lindo. El sol lo promete, y el tiempo es agradable. Es el verano que tanto te
gusta. Duerme, querido, duerme.
No tenía ya deseos de hablar porque los ojos estaban anegados en lágrimas.
GAKUSHA, EL TIGRE
Abrió los ojos, asustado. No pudo contenerse y exclamó:
¡Tía, qué linda estás hoy!
Anna siempre se vestía con colores tristes y oscuros. Ahora no. Lucía un vestido
de verano, en un tono amarillo con pequeñas flores blancas. Por primera vez Edu
la veía con los cabellos sueltos, volando al viento.
Ella se aproximó, sonriendo.
Es el cabello suelto.
Pero tú te vestías así. Ese color te queda muy lindo.
Sí, salí de mis costumbres. Vamos a culpar al verano.
Miró el rostro de Eduardo y quedó satisfecha. El aire de la playa y del sol habían
traído color dorado a su piel, lejos de la palidez que el niño ostentaba en la
ciudad.
¿Sabes una cosa, querido? Voy a ir al pueblo con doña Magnolia. Compraremos
un montón de cosas que vas a adorar.
¿Puedo ir?
La sombra de una tristeza pasó por los ojos del niño. Adivinó: a él también le
gustaría ir.
Estás bien, ¿no?
Afirmó con la cabeza, pero en silencio.
No voy a demorar nada. Primero tomarás una comida ligera, que yo mandé
preparar. Vamos… ahora y sonríe.
Desde el comedor siguió con la mirada a las dos mujeres que subían el camino de
la sierra. Sólo cuando ellas desaparecieron se animó a terminar su merienda. De
nada adelantaba estar triste, y con seso sólo conseguiría arruinar la belleza del
viaje.
Tomó las muletas y las colocó en suposición. Ahora sentíase más fuerte y
conseguía prepararse sin la ayuda de nadie.
Salió lentamente del comedor y fue al encuentro del viento de la piscina. La
sombra de la tarde se arrastraba sobre las aguas quietas. Allí encontró lo que
buscaba: la inmensa figura del tigre se reflejaba como una cosa sublime en el
agua. Y no era solamente el tigre; también el cielo con sus nubes blancas.
Se fue aproximando a la estatua. Era impresionante; las manchas rojizas de cobre
desgastado, de cerca parecían aumentar.
Sólo entonces pareció crecer en su pecho aquella sensación de estar solo, muy
solo. También el tigre parecía sentir lo mismo.
Sentándose en la piedra que le servía de base, se apoyó en el tigre. Con dificultad
manejó la muleta, moviendo el agua para que el pobre animal se agitara un poco
y se libertara de su parálisis.
De repente todo su cuerpo se estremeció. ¿Estaría volviéndose loco o soñando?
Retiró apresuradamente el oído del cuerpo del tigre. Respiró más fuerte para
alejar el susto. Sin embargo, la curiosidad lo obligaba a repetir el gesto.
Ahora que el miedo se había ido, no se engañaba. Algo latía acompasadamente en
el pecho del tigre. Volvió a retirar el oído y tornó a colocarlo: el tic–tac
permanecía. Y antes de que pudiera alejarse, apoyarse en sus muletas, una voz
surgió, muy mansa:
No tengas miedo. Es mi corazón que late.
Tartamudeando, sobró ánimos para preguntar.
Pero, ¿tú vives?
Como tú.
¿Y hablas?
¿Por qué no?
Miró asustado al tigre que parecía crecer en su parálisis.
Estoy soñando. No es posible.
Eso es algo muy bueno. No todos pueden soñar. Desde que llegaste te estoy
observando. Sólo una cosa no me fue posible distinguir tu nombre.
Me llamo Eduardo. Pero Anna me llama Edu. Tú puedes llamarme así.
¿Anna es esa señora que está contigo? ¿Es tu madre?
Es casi lo mismo. Es mi tía.
Hicieron silencio y Eduardo trató de romperlo en seguida.
¿Tú hablas siempre, o solamente ahora?
Cada vez que apoyes el oído en mí corazón yo hablaré.
¿Nunca habías hablado antes?
Porque antes nunca nadie había apoyado su oído en mi corazón.
¡Qué lindo! Cada vez que pueda vendré a verte.
Pero es necesario que guardes el secreto. Si lo haces, prometo mostrarte
bellísimas cosas.
Tú sabes mi nombre; supongo que también tú tienes uno.
A pesar de que mi amo era chino, Gakusha, que en japonés significa “sabio”
¿Cómo?
Gakusha
Se sintió desorientado. El tigre comprendió su turbación.
¡Es muy difícil para ti!
Yo no puedo decir todo con facilidad.
Entonces puedes llamarme como quieras.
¿Qué tal Gabriel? Comienza con la misma letra y pertenece a la historia de un
ángel que tía Anna me contó.
Gakusha sonrió.
Está bien. Gabriel es un lindo nombre.
¿Sabes Gabriel? En casa la gente piensa que yo estoy mal de la cabeza porque
hablo con las cosas.
Entonces ¿Por qué te asustaste cuando me escuchaste hablar?
Porque esta vez fue diferente. Yo hablaba con las cosas y era yo quien
respondía por ellas. Tú no, comenzaste a hablar.
Pues aquí, en este navío, puedes hablar con quien quieras.
¿Hablaste de un navío? ¿Tú piensas así?
¿Y tú?
Caramba, yo pensaba más en un velero.
Pues velero y navío quieren decir la misma cosa.
¿Quiere decir que yo puedo hablar con lo que quiera? Con las paredes, con el
mar, con los cubiertos…
Tampoco es así. Debes saber elegir. No todas las cosas tienen ese don mágico.
A pesar de que el velero es una verdadera fantasía.
Ahora me dejas confundido. Si tú eres mi amigo, bien podrías indicármelas, y así
yo no perdería tiempo. ¿Quién más puede conversar conmigo?
Está bien. Yo no soy egoísta. Allá arriba, en el salón de juegos hay una repisa,
¿no?
Ya sé: la lechuza embalsamada.
Sí, pero no la llames embalsamada porque a ella no le gusta.
¿Qué otra cosa?
Todos los días, a las seis y quince, cerca de la escalera sale un sapito rubio que
se llama Bolitrô
¡Ah, eso no sé! Solamente sé que adora ese nombre y como tú puedes
pronunciarlo no va a haber ninguna dificultad.
¿Sale todas las tardes?
Casi todas. Pero por aquí no aparece desde hace mucho tiempo.
Voy a observar bien. Hablando de eso. Gabriel, mira el mar, ¡qué lindo está!
Verde, las olas visten la costa de blanco.
¡Ah, el mar! ¡El mar! En china un poeta dijo una cosa muy linda sobre el mar.
¿Quieres escucharla?
Edu afirmó con la cabeza
Pues bien: ”El mar sólo tiene dos tamaños: el que la gente imagina y el que él
quiere tener”
Eduardo se ruborizó y acabo por confesar:
No entendí muy bien…
Es simple. Nadie puede conocer con seguridad el tamaño del mar.
¿Quieres repetirlo?
Gabriel obedeció.
Es realmente hermoso. En algún momento voy a tomar nota y mostrársela a tía
Anna.
Gabriel puso mala cara y no dijo nada.
¿Qué fue lo que hice?
Silencio. Silencio. Sólo el mar golpeaba en las piedras…
Caramba, Gabriel, somos amigos desde hace tan poco tiempo, que aún no es
tiempo de pelear. ¿Vamos a hacer las paces?
Prometiste que no le contarías nada a nadie.
Es verdad. Disculpa. No diré nunca lo que conversamos.
El tigre lo miró amistosamente.
Si mereces mi confianza, una de estas noches te llevaré a pasear.
Eduardo abrió muy grandes los ojos.
Pero, ¿Cómo? ¿Tú puedes salir de aquí?
Todas las veces que quiera. Pero sólo lo hago durante la noche. Una noche
estrellada podremos ir a pasear.
Eduardo cayó en la realidad y se entristeció.
Pero yo no puedo caminar con mis piernas así…
¡Tontito, no te preocupes! Conmigo puedes, yo solucionaré todo.
Escucharon el ruido de un auto que llegaba.
Ahora, Edu, debes irte. Llego tu tía. En cualquier momento volveremos a
conversar.
Hizo un gesto pidiendo silencio y discreción.
Tomó sus muletas y dijo:
Chau, Gabriel
Chau, Eduardo
Caminó lentamente por la terraza y se volvió a la piscina. Gakusha parecía
nuevamente inanimado contemplando las aguas frescas y transparentes.
Cuando se aproximó a la escalera miró el lugar por donde, según Gabriel,
aparecía el sapito, y secreteó:
Estoy loco de curiosidad por conocerte, Bolitrô.
En ese momento apareció Anna, traspirada y con la piel invadida por un rojo
dorado.
¿Qué es eso, Edu? Hablabas solito otra vez.
Él rió y sintió las manos sobre sus cabellos.
Nunca hablo solo, tía.
¿Demoré mucho, hijito?
Un poco. Pero no me sentí infeliz ni un solo minuto. El velero es espléndido.
Todo en él es maravilloso.
LA DAMA DE LAS SOMBRAS
Durante dos días el sol se fue y la región se vio asolada por una tempestad
marina. El mar enfurecido se arrojaba locamente contra las piedras y la espuma,
la marejada, llegaron a pasar por encima de la cosas. Los vidrios necesitaban ser
limpiados para poder divisar algo afuera. La noche, con su tremenda oscuridad,
daba miedo. Los botes que venían de pescar camarones anclaban con más
firmeza. Cuando volvieran el sol y la calma, sería hermoso esperar la llegada de
todos los pescadores. Las gaviotas y los “gaviotôes” seguían su ruta de espuma y
a cada momento se sumergían para cazar camarones pequeños o estropeados.
Edu sentábase en el salón, viendo a través de los vidrios la rebeldía del mar. Un
viento húmedo lo forzaba a empujar más la manta sobre su cuerpo. Se quedaría
allí todo el tiempo que pudiera, casi sin moverse, mirando la bravura de la
naturaleza.
Había comido arriba porque Anna no quería que bajara las escaleras mojadas y
resbaladizas. La piscina trasbordaba y, cuando podía a Gakusha, él aparecía
luminoso entre tanta agua.
¿Todo está bien, Edu?
Todo, tía. Me gusta quedarme mirando el mar, las olas, escuchar el ruido que
hacen.
¿Quieres alguna otra cosa?
No, tía. Puedes bajar y escuchar tu novela. Y permanecer ahí todo el tiempo que
quieras.
Va a quedarte quieto ahí, soñando, soñando…
Claro. El velero también precisa viajar en días de temporal. Sin eso, el viaje
sería monótono.
Sonrió, se inclinó y besó al niño.
Sueña, que eso hace bien.
Eduardo se quedó solo y, sin saber por qué recordó a sus hermanos y a su casa.
Ya hacía más de una semana que se encontraba allí y ni siquiera la madre había
telefoneado para saber de él. Pero no quería entristecerse y ya planeaba mudar
de pensamientos cuando una voz lo interrumpió:
Eh, niño, ¿estás en el mundo de la luna? Te hablé tres veces y ni una me
respondiste.
Disculpe, doña María Jurandir. Estaba realmente lejos.
La lechuza voló hasta la mesa próxima y se quedó mirando al niño.
¿Qué fue lo que usted me dijo?
Como señora bien educada, te di las buenas noches.
Ya estaba comenzando a ponerme nerviosa.
Con el pico comenzó a alisar sus plumas desordenadas.
Primero, porque este tiempo está insoportable, ¡y mar con lluvia es el fin de la
vida! Segundo, por causa de tu tía.
¿Qué tiene que ver mi tía con eso?
No mucho. Pero demoraba en bajar, y como ya venía siendo mi hora…
¿Qué hora doña María Jurandir?
¡Caramba niño! ¿No sabes que hoy es jueves? ¿Y que yo me desencanto martes,
jueves y sábados?
Lo había olvidado totalmente
Ese es el asunto. Yo. Loca de la vida por moverme, y tu tía que no bajaba para
sus malditas novelas.
Doña María Jurandir, hoy está muy protestona. Vamos a conversar, que es
mejor. ¿Por qué no atrasa la hora de desencantas? ¿Por qué no lo hace
exactamente a las ocho?
No puedo. Tiene que ser a las ocho menos cuarto. Quince minutos para mí son
mucha diferencia.
Entonces, no sé. Solamente que la estación adelante quince minutos.
La lechuza hizo muecas, disgustada, y continuó alisando sus plumas.
Caramba, doña María Jurandir, vamos a conversar, que es mejor. La noche es
buena para una charla.
Eso sí. Pero vamos a conversar a mi modo, ¿de acuerdo?
Seguro.
¿Estuviste con Gakusha?
Gabriel, doña María Jurandir
Pues bien, Gabriel.
Con este tiempo no puedo salir. Si se resbala una muleta estoy perdido.
Mira, niño, tú no le hagas mucho caso. Él tiene manías de nobleza y otras cosas
más que fastidian mucho.
Eso no me importa
Yo te aviso. Sólo te aviso. Entonces vamos a conversar. Hoy me vas a contar
toda tu vida, desde el comienzo al fin. Y no me vengas con historias alegres,
que no me gustan. Mi naturaleza adora las cosas tristes.
Bueno, le cuento. Sobre todo porque mi vida nunca dejó de ser triste. Pero
usted también, la próxima vez que se desencante me va a contar toda su vida
hasta llegar aquí, ¿prometido?
Bueno.
Entonces voy a comenzar por el principio.
Eduardo se sintió afligírsele el corazón. Siempre que pensaba en su vida la
tristeza se abrigaba en él como si se tratara de una gran muralla grisácea.
Cuando nací, tía Anna dice que era un bebito lindo. Gordo y colorado.
¿Te dijo si demoraste en nacer? ¿Sí fue un parto fácil o difícil?
¡Ah, eso nunca lo pregunté!
Espero que haya sido difícil, porque un parto fácil no tiene ningún interés.
Seguro. Pero ya desde que nací estaba condenado a sufrir.
María Jurandir hizo temblar sus plumas, gozosa.
Mi belleza venía trunca. Nací con la columna separada. De tanto contármelo sé
la historia de memoria. Tiene un nombre: columna bífida.
¡Qué lindo nombre! ¿Qué es eso?
Nacer con la columna separada. A los dos meses me hicieron una operación para
ligarla. A los cinco, mi cabeza comenzó a crecer y los médicos resolvieron hacer
un canal de ligazón por dentro del cerebro. Ahora, no me pida que le explique
eso porque no lo sé…
¡Espléndido! ¡Espléndido!
¡Espléndido porque no le pasó a usted!
Discúlpeme, niño, no me estoy burlando de tu desgracia. Pero mi naturaleza
mórbida se expande con ciertos contenidos.
¡Extraña doña María Jurandir! ¿Cómo puede gustar sólo las cosas tristes? Esa
certeza apretó el corazón de Eduardo.
¿Por qué te detuviste? La historia es interesantísima.
Estoy pensando cómo continuarla. Bien, mi vida fue siempre una cosa sin
importancia. Crecí rodeado de muchos cuidados. Cuando llegué a los seis años,
las cosas se modificaron en mí: los cambios de aparatos mecánicos en las
piernas, los remedios tomados sin parar. Entonces comencé a notar la
diferencia con mis hermanos y mi salud disminuida. Ellos eran sanos, podían
jugar, correr, iban al colegio. ¿Y yo? Quedé en casa con tía Anna. Aprendiendo
todo con ella, volviéndome una criatura que necesitaba e su apoyo y de su
cariño. Me hice un niño arisco y callado. Sin querer, comencé a sentirme
culpable de mis dolores y mi invalidez. Tía afirmaba que yo era más inteligente
que los otros, que aprendía con más facilidad. Que la enfermedad aumentaba mi
sensibilidad y mi capacidad de aprender.
La vos de Eduardo se debilitaba. Hablaba más lentamente, como si las palabras
también doliesen.
María Jurandir parecía petrificada de expectativa.
¿Entonces?
El tiempo pasaba y percibía a cada hora la diferencia entre mis hermanos y yo.
Me fui volviendo más triste. Durante la comida, no me gustaba mirar a papá y a
mamá. Si por acaso me encaraban, sentía una gran nerviosidad y mis manos no
acertaban a llevar la cuchara a la boca. La comida caía por mi barbilla o se
derramaba sobre el mantel. Papá se desesperaba. Con habilidad, Anna lo
convenció de que yo debía comer en horarios diferentes. Eso fue bueno. Porque
yo encontraba hermoso a papá, quería ser cariñoso con él, pero no había
oportunidad para tanto. Mi cabeza había crecido un poco más y mis piernas
parecían cada vez más cortas. Comenzaron a esconderme de los otros, de las
visitas. Solamente Anna sabía que yo me daba cuenta de todo y sufría
horriblemente.
Calló, pero no podía vencer la emoción de la historia. Aunque muchas veces se la
contara a su tristeza, su historia era aquella y sólo aquella.
Anna siempre fue todo en mi vida. Ella lo sabe todo. Muchas veces, cuando las
noches eran estrelladas, me mostraba el cielo e intentaba hacerme ver las
constelaciones, su dibujo. Aquella era Escorpio, la otra, más allá, Orión, y
aquella grandota, que no brilla, es Júpiter. Un plantea. Y los planetas brillan. Era
Anna que me leía relatos de viajes, de aventuras. Fue Anna quien me hizo leer
las historias de Tarzán. Yo soñaba con ser Tarzán.
María Jurandir lo miró con pena.
Claro que podía ser Tarzán mejor que los otros. Por ejemplo, mi hermano
Marcelo nadaba muy bien y hacía lo que quería. No tenía necesidad de ser
Tarzán, yo sí.
¿Cuántos hermanos tienes?
Somos tres. Yo soy el del medio. Sergio tiene catorce años, yo voy a cumplir
trece y Marcelo tiene once. ¡Sólo querría que viese que hermosos son! Papá
tiene verdadera adoración por ellos. A Serginho lo llama pececito y a Marcelo
hijito, o querido.
Eduardo tartamudeó un poco, confundiéndolo todo. Pero tenía que seguir
contando…
A mí nunca me llama con ningún nombre cariñoso. Cuando se ve obligado a
hablarme, solamente me dice “Eduardo”.
Tragó en seco, desanimado. Hasta la lechuza estaba emocionada.
Si no acabas de contar en seguida, terminará la novela, tu tía regresará y
tendré que volver a mi repisa. Porque no soy tonta para salir con este tiempo.
A partir de ahí mi vida se fue tornando un juego de esconde–esconde y empeoró
una tarde cuando mamá hizo una partida de juego en casa. Yo estaba sentado
en una salita viendo una revista cuando llegaron unas visitas. No sabían de mi
presencia allí. Comentaron las cosas más dolorosas a mi respecto.
¿Qué dijeron?
Sólo cosas feas. Que no les gustaba venir a mi casa por miedo a encontrar al
monstruito. Que mi fealdad inspiraba pavor. Que yo parecía Toulouse–Lautrec.
¿Quién es?
Fue muy difícil descubrir con Anna quien era Toulouse–Lautrec. Al fin lo supe:
eres un pintor francés que tenía las piernas lisiadas y una gran cabeza. Murió de
tanto beber. De ahí en adelante me fui volviendo más callado y más triste.
Comencé a dejar de querer rezar a Dios, como Anna me enseñara. Me fui
volviendo triste, cada vez más triste…
Eduardo prorrumpió en un llanto conmovedor.
María Jurandir intentaba consolarlo, pero era en vano. Edu había dejado caer la
gran cabeza sobre el pecho y sollozaba perdidamente.
La puerta se abrió con violencia y Anna acudió en auxilio del niño.
¿Qué es eso, hijo? ¿Por qué no me llamaste? ¿Tuviste miedo? ¿Por qué?
Caramba, Anna ya está aquí. No temas nada. ¿Qué sucedió?
Sollozó sobre el pecho de Anna por unos segundos.
Cuéntame, hijito. Ya pasó todo y estoy aquí.
Con los ojos mojados y hablando de aquella manera desequilibrada en que lo
hacía cuando estaba muy nervioso comentó entre sollozos:
Mamá, Anna. Estoy aquí hace más de una semana y ella no telefoneó ni una
vez…
Recomenzaron los sollozos cada vez más débiles contra la ternura casi imposible
de Anna.
CONVERSACIONES EN LAS TARDES SIN IMPORTANCIA
Desde los vidrios de la cubierta, como él la llamaba, Anna seguía su caminar
desarticulado hacía la piscina. No había dudas de que el niño no se entregaba.
Trataba de hacer todo solo, sin molestar a los otros. La piel de su rostro había
perdido aquella palidez de la ciudad y oscurecía de a poco, tomando un tono
sazonado.
Había dado órdenes para que siempre dejaran una silla amplia en los lugares en
donde Edu prefería quedarse. Y allí en la piscina, junto al tigre que él bautizara
Gabriel, permanecía hasta que la noche cubría el mar. Cuando iban a buscarlo
para cenar, parecía despertar de un largo sueño. Ahora conseguía subir por su
propio esfuerzo las anchas escaleras que llevaban a su silla de sueños.
Una sensación opresiva apretó el pecho de Anna. ¿Tendría él las fuerzas para
soportar la operación? Resolvió barrer los pensamientos tristes porque la tarde se
arrastraba lindamente, y un viento agradable llegaba al lado de las playas. Sería
mejor regar el jardín del lado de la casa, ya que el día había sido de mucho sol y
calor. Más tarde volvería junto al niño para ayudarlo a levantarse. Hasta eso él
conseguía ya, agarrándose fuertemente en la silla y levantando el cuerpo con
cuidado.
Yo mismo, con el barullo de la lluvia, conseguí escucharte llorar. Y para mi
desesperación, nada podía hacer.
Lo entiendo, Gabriel. Muchas gracias. Tú eres un amigo de verdad.
¿Por qué te hizo llorar tanto ella?
No fue por su culpa, yo resolví contar mi historia.
Y con mucha calma, venciendo todos los momentos de angustia y depresión Edu
le contó todo a Gabriel. Al terminar, el tigre se encontraba pensativo y
murmuraba casi incrédulamente.
Pero a lo mejor tu madre intentó algunas veces telefonearte.
No lo creo.
Ya viste que con el temporal hasta la luz eléctrica suele fallar.
Puede ser. Pero si ella quisiera habría telefoneado. Tú no conoces a mamá. Ella
consigue todo lo que quiere. Lo único que falló en su vida fui yo.
No repitas eso que es muy triste.
Es verdad, no telefoneó porque no quiso.
Ella sabe que tú estás muy bien y que todo corre a las mil maravillas. Sobre
todo porque estás acompañado por esa criatura maravillosa que es tu tía Anna.
Eduardo movió la cabeza desanimado.
Tú no quieres entender. ¿Sabes una cosa? No hace mucho tiempo ella estuvo en
la Argentina, en Buenos Aires ¿Sabes qué hacía todas las mañanas? Telefoneaba
para despertar a Marcelo y a Serginho. Todos los días.
¿Y tú?
Ella pensaba que yo dormía.
Vamos a cambiar de tema porque no debes estar triste ni disgustado; eso hace
mal al corazón. Tú lo sabes bien.
Callaron, y al ver el tigre que Edu no tenía ánimo para recomenzar la charla,
arriesgó una observación.
No debías hablar siempre de cosas trágicas con la lechuza.
Es su modo de ser.
Ya lo sé, y por eso evito su compañía.
Menos mal que no le conté la cosa más triste de mi vida.
Hiciste muy bien.
Pero quiero contártela a ti.
No lo hagas. Ya te dije que todo lo que duele hace mal al corazón.
Pero tú eres mi amigo, ¿no?
Tú lo sabes.
Pues bien, necesito contártelo, y con calma. Porque cada vez que lo hago me
voy acostumbrando a las cosas y disminuye la emoción. ¿Entiendes? Tanto
hablar de mi vida, en algún momento dejaré de sufrir.
Si piensas que te alivia, escucharé lo que quieras.
Eduardo se concentró en sus pensamientos y fue a buscar en su pequeño pasado
aquello que más lo torturaba.
Entonces, cerró los ojos para no ver toda la belleza del mar ni todo el azul del
cielo. Lo que repetiría era sin sonido, músicas ni otros sinónimos de belleza.
Cuando en mi corazón creció la certeza de que no era como los otros, que mi
presencia causaba repugnancia o malestar, comencé a retirarme de la gente y a
esconderme más en mí mismo. Perdí el deseo de comer, de sonreír, y de vivir.
Me gustaba alejarme encerrándome en la habitación, o buscando lugares sin
luz, abrigándome en la sombra, huyendo de los otros, de su irritación o su
piedad…
Y Eduardo fue bajando la voz, como si hablara para sí mismo. Gabriel escuchaba
entristecido.
Contó cómo su nueva manera de actuar irritaba a los otros, cómo su silencio
desesperaba a todos. Ni siquiera Anna comprendía semejante modificación. Por
más que su paciencia y su resignación quisieran entender, no podía entender mi
desinterés por los estudios o por todo lo que me rodeaba. Hablaba, me
exhortaba, y nada. Llegaron a la conclusión de que llegaría a la demencia. Papá
no tenía ojos para reprobarme y mamá continuaba alejándome cada vez más de
las visitas.
Sabía porque lo escuché, que consultaban la opinión de varios médicos y algunos
vinieron a hablarme. Mi desinterés crecía cada vez más en mis pequeños ojos y la
luz que debía haber en ellos tendía siempre a desaparecer.
Un día apareció Anna con los ojos rojos de tanto llorar.
Querido, debes hacer todo por mejorar.
Los sollozos entrecortaban los suspiros.
Intenta comprender. Querido. Si no haces un esfuerzo te llevarán a un internado
de niños disminuidos. Y ése no es tu caso. Tú lo sabes.
Edu calló y Gabriel preguntó afligido:
¿Realmente quieres contarme eso, Edu?
Lo necesito
Una mañana arreglaron todo lo que era suyo y tuvo que partir. A su lado, en el
coche, se encontraba Anna, encogida, interrumpiéndose cuando lograba vencer
su angustia para llevar el fino pañuelo a los ojos.
Al comienzo, me tomaba las manos y me miraba a los ojos; y si alguna cosa
murmuraba, no pasaba de ser un “pobrecito” o algo parecido que su voz trémula
confundía.
Ahora la emoción enredaba a Eduardo.
Por favor, Edu, es mejor detenerse. Estás trémulo, pálido y tu frente inundada
de sudor.
¡Ah Gabriel! El lugar donde yo estuve era horrible y cruel. Todas las criaturas
eran locas o retardadas. Los gestos, los ojos, los rostros, el desequilibrio en
cada palabra. Era un mundo de retardados. Un mundo que reía sin motivos.
Como si hasta el dolor fuera gracioso. Cada movimiento llevaba a la locura o a la
inexpresividad de un mundo repugnante y perdido. Había doscientos enfermos,
sesenta de los cuales eran chicos cuyas madres tenían vergüenza de ellos y sólo
los buscaban por la noche, cuando nadie podía verificar sus infortunios. Los
otros ciento cuarenta eran de otras madres que no querían saber nada de la
monstruosidad de sus hijos. Qué tristeza. La manutención de la sociedad era
garantizada por un dinero insuficiente. Al comienzo del mes teníamos carne,
papa, porotos y arroz. Al cabo de los días se acababa la carne, luego la papa.
Después de una quincena sólo teníamos porotos con harina, hasta que llegara la
nueva partida de dinero. La tristeza me fue minando cada vez más. No es que
nos trataran mal; pero era como si los enfermos fuesen animalitos incapaces de
sentir. No hacían nada especial por mí, aunque Anna había llevado
recomendaciones que ella misma implorara. Allí yo era otro animalito que no
acertaba con los movimientos y dejaba caer la comida, o volcaba el vaso de
agua. Peor eran las sonrisa, en esos rostros informes. Eran sonrisas enfermizas,
feas, horribles. No servía de nada decir que yo no era como ellos. Pasaban las
manos por mis cabellos y comentaban cualquier cosa sin importancia. De noche
dormíamos todos en el mismo ambiente. Algunos ensuciaban la cama y el olor
quedaba toda la noche pegado a las paredes. Unos lloraban, otros reían sin
saber por qué y de qué. Yo extrañaba mi cuarto, mi cama suave que olía
siempre a limpio. Entonces, lloraba y pensaba en Anna. ¿Dónde estaría ahora?
¿También había sido obligada a olvidarme? Nunca me acostumbraría a cambiar
los lindos rostros de mis hermanos por las caras fuera del gobierno de las
emociones de aquellos niños.
Gabriel no se contuvo e interrumpió la narración.
¡Pero ese es monstruoso!
Así es. Nadie pensaba que yo era un niño mentalmente más maduro que los
otros. Que mi parálisis desarrollaba con mayor intensidad mi raciocinio. Pero tía
Anna vino en mi socorro. Cuando me llevaron a casa, yo estaba hecho un trapo.
Tanta era la debilidad, que mi cuello casi no sostenía la cabeza. Y ahí comenzó
todo.
¿Qué cosa?
El corazón.
¡Qué tiene tu corazón!
Hasta aquel momento no tenía nada. Luego vino una debilidad, no sé, algo
extraño. Nunca más pude tener un corazón fuerte. Y fue por eso que vine aquí.
No entiendo.
Es fácil. Vine por dos motivos: primero, para estar escondido de los demás.
Segundo, porque el aire de mar me fortificaría y entonces podría operarme.
Gabriel estuvo estupefacto y no decía nada.
Edu meneó la cabeza y sonrió, un poco desanimado.
No sirve de nada. Por eso acepté este viaje; lejos, no molestaría a nadie con mi
presencia. Y porque deseaba una vez por lo menos ser feliz en la vida, como
decían los libros de aventuras. Los libros en los que se hablaba de veleros y de
viajes maravillosos.
¿Y qué piensas de todo esto?
Ella cree que quedaré bien. La ternura de su gran corazón la ha convencido de
que lo soy todo en su vida. Para mí es mucho, pero para una criatura como Anna
es pedir poco de la vida. ¿Sabes una cosa Gabriel?
Dime.
Anna luchó mucho por mí, para que me sacaran de allá, como nadie puede
imaginar. Hasta amenazó con ir a los diarios, a la televisión. Por fin lo consiguió.
Pero ¿qué consiguió? Traerme de vuelta a un hogar que cada vez es menos mío.
Mi fealdad y los malos tratos herían la vista de todos. Yo estaba tan feo que mi
figura le causaba daño al espejo. Ella me llevó a especialistas. Y todos
estuvieron de acuerdo con la operación. Entonces Anna comenzó a salir
conmigo, cumpliendo su promesa de que me dejaría estar poco en la casa. Este
es el último día.
No lo será si Dios quiere.
Gabriel, ¿notaste una cosa?
¿Qué cosa?
Mi nerviosidad pasó, mi frente ya no transpira ni estoy pálido. Eso significa que
me estoy librando de mis pesadillas y de mí mismo.
Ciertamente. Pero yo pensaba en una cosa durante todo el tiempo en que me
contabas tu historia. La diferencia entre nosotros, las fieras y los hombres.
¿Por qué?
Nosotros somos más rígidos y más lógicos en ciertas cosas. Cuando nace una
cría defectuosa, la destruimos sin que ella sufra. Tempranamente abreviamos el
gran sufrimiento que debería soportar más tarde.
Correcto. Pero no me gustaría haber perdido toda esta belleza de la vida que
mis ojos me trajeron hasta hoy. A pesar de todo, ¡la vida es una verdadera
belleza!
Ya verás lo que es bonito cuando te lleve a pasear. Cuando la luna esté enorme
y a la noche puedas dormir tu sueño de mansedumbre.
Y ¿Cuándo va a ser eso, Gabriel?
Tan pronto como estés fuerte. Así tu viaje será como ni siquiera puedes
imaginar.
EL CABALLERO BOLITRÔ
Anna irguió el cuerpo y respiró hondo. Con las manos colocó en su lugar una
mecha de pelo que obstinaba en caer sobre los ojos. Se perdió un momento en el
paisaje. En el mar calmo y traslúcido, los hombres pescaban camarones, a lo
lejos.
Volvió a mirar a la mujer del jardinero que la ayudaba a cuidar el jardín.
Mire, María. Mire aquel árbol, con una cigarra muerta pegada al tronco.
Es su cementerio, doña Anna. Van allí y cantan. Cantan hasta caer de espaldas.
Y allí se están hasta quedarse sequitas, sequitas.
¡Qué mundo extraño el nuestro!
Se detuvo nuevamente, preocupada por Eduardo.
María pareció leerle el pensamiento.
Usted quiere mucho al niño, ¿verdad, doña Anna?
Pobrecito, tan enfermo, tan frágil, tan desamparado. Si fuese mi hijo no podría
quererlo más.
Sentóse en la cerca del jardín y se volvió de espaldas a las olas que lamían las
piedras sin violencia, sin importarle las cucarachas que caminaban por las piedras
del muro. Sin saber cómo, sintió deseos de hablar.
Antes yo era una muchacha muy linda. Bonita, rica y caprichosa.
María la interrumpió sonriendo.
Usted aún es muy hermosa. Doña Anna. Así rosada, sin pintura, con esos ojos
azules que parecen salidos del cielo.
Tonterías, María. Antes, sí. Yo ni sabía lo que era la tristeza. Me gustaba
pintarme. Viví dos años en París. Allá, no me agrada recordarlo, tuve la mayor
desilusión de mi vida.
Calló y María no preguntó nada, aunque sería la seguridad de que se trataba de
una historia de amor.
Volví a Brasil. Fui a vivir con mi familia en San Pablo. Pensé que nunca me
interesaría por ninguna otra cosa en la vida. Entonces apareció él, Edu, y logró
que me recuperara totalmente. Fue este niño enfermo quien me devolvió la
oportunidad de encontrar aún el amor por el prójimo. Justamente esta criatura
tan frágil y tan triste.
Anna volvió a colocar en su lugar la mecha rebelde.
Lo que más de dolió, María, fue la seguridad de que este niño no es una criatura
común. Poca gente lo sabe. Yo, que paso con él la mayor parte del tiempo,
puedo garantizarlo. Es un hombrecito. Piensa como la gente grande. Quizá la
enfermedad haya desarrollado en él el sentido de la comprensión. Muchas veces
me sorprende la madurez de sus juicios. Aprende, y aprender las cosas más
difíciles, pero necesita confiar mucho en las personas para manifestar toda su
inteligencia. De lo contrario, se cierra como un caracolito y sufre en silencio, sin
protestar contra nada. Ni siquiera contra las grandes injusticias que hacen
contra él.
¿Usted cree que la operación servirá para algo?
Anna suspiró.
Esperemos que sí. He intentado olvidarme de eso. Pero el tiempo pasa y la
realidad se aproxima a pasos cortos.
Volvió a mirar el mar a lo lejos; los hombres continuaban en la pesca de
camarones. Se veían las redes suspendidas dentro del barco y las gaviotas
alucinadas gritando a su alrededor, sumergiéndose en lo alto, desapareciendo en
el mar y en segunda reaparición con la presa.
Siento cada vez más el deseo de estar cerca de Edu. Me contento viendo que
reacciona bien, recobrando la confianza perdida. Hasta intenta ayudar. Ya sube
las escaleras con más seguridad y consigue pasear por todos los rincones de la
casa y del jardín.
Le sonrió a María.
¿Sabe como llama a esta casa?
María esperó la explicación.
Barco. ¡Un velero! Para él, la casa volcada sobre el mar y las olas que baten a su
alrededor forman parte de su viaje. Él no cree en vacaciones. Mejor dicho, estas
vacaciones suyas no pasan de un lindo viaje de sueños.
Los pescadores están volviendo, doña Anna.
Dentro de un momento iré a buscarlo. Debe de estar soñando en alguna parte.
Consiguió apoyarse en las muletas y respiró profundamente. Aquel gesto se
tornaba cada vez más fácil.
Hoy voy a hacer esa caminata que deseo desde hace tanto tiempo. Atravesaré
aquel trozo de jardín, el ancho césped, y llegaré hasta los dos grandes árboles
que mezclaron sus raíces dentro del muro.
Probó caminar y se sonrió más tranquilo.
No va a ser necesario que la llame a Anna para que me ayude.
El viento que venía del mar le acariciaba los cabellos y el sol, bastante caliente,
aún reinaba sobre su lenta caminata.
¡Eso, vientecillo amigo que viene del mar, muchas gracias!
No se acercaba a Gakusha porque seguramente él le recriminaría con su suave
manera de hablar.
Cuidado, Edu. Es mejor llamar a tu tía.
Lindo y fiel amigo. Pero esta vez no escucharía su consejo. Súbitamente, una
sonrisa le iluminó el rostro. Y habló en voz alta a sus sueños.
Menos mal que Gabriel habla como una persona, ¿qué pasaría si lo hace como
en las películas? Me moriría de miedo. Si él hablase con lenguaje de tigre,
¿cómo podría comprenderlo?
Listo. Había dejado toda la zona de la piscina donde el terreno estaba empedrado
de piedras minerales. La casa entera aparecía recubierta con esas piedras que
llegaban hasta la cerca o hasta el gran muro que protegía la casa de las furiosas
olas del temporal.
Ahora necesitaba caminar con mayor cuidado, porque el césped suave hundía los
picos de sus muletas. Levantó la vista y vio los grandes árboles donde los pájaros
hacían gran alboroto. ¡Qué hermoso muro! Realmente bello ¿Cómo haría la
naturaleza para que las raíces vivieran bien en medio de las piedras?
Caminó un poco más y descubrió una cosa curiosa: un montón de cuerdas
estiradas en el suelo, amarradas en las extremidades por palos clavados en la
tierra. Eran muchas y todas seguían la misma dirección. Parecía una escalera
acostada en la arena. Seguramente el jardinero estaría por hacer algún trabajo o
plantar plantas siguiendo una misma línea. Eso dificultaría su llegada al muro.
Pero probaría con paciencia. Ya que habría resuelto ir, nada lo detendría. Se
acercó a la primera fila. Con dificultad pasó una muleta y una pierna. Después
descubrió que era difícil empujar la otra muleta y la otra pierna. Sí era difícil ir
para adelante, para atrás seguramente sería imposible. Iba a intentarlo. No
podía. Claro que era la primera línea de cuerdas. Podría retroceder y desistir del
paseo. Otra vez vendría con Anna. Era mejor. Además, el fresco viento del mar no
llegaría hacia ese lugar y el sol calentaba demasiado su espalda y su cabeza. No.
Mejor sería continuar porque el volver el cuerpo no ayudaba y los brazos no
tendrían fuerza para tanto. Increíble que se pudiera quedar paralizado por culpa
de una cuerda inútil y delgada. Se controló porque no quería irritarse. Con
violencia, las consecuencias serian peores. Calma, Edu. Con un poquito de
paciencia la cosa iría bien. Respiró fuerte y trató de llevar la muleta hacia
adelante. Con el esfuerzo, la punta de la muleta había cavado un surco más
profundo y dificultaba su deseo. “Si consiguiera caminar hacia el costado, quizá
podría llegar hasta aquella estaca y derribarla empujando la muleta contra ella.
Cayendo, la cuerda queda floja y por lo menos yo podré volver. Hacia la derecha,
aunque lo intentase, no serviría”. Todos sus movimientos hacia la derecha
siempre se tornaban difíciles.
¡Ay cuerda, cuerdita! ¿Por qué estás haciendo esto conmigo? Yo sólo quería dar
un paseo hasta el muro. No está prohibido hacerlo.
Ahora sus brazos estaban mojados de sudor y las manos resbalaban en el apoyo.
Consiguió llegar hasta donde se propusiera, pero con la maldita cuerda entre sus
piernas y sus muletas. Sin embargo, el esfuerzo de la caminata disminuía la
fuerza de sus brazos. Quería empujar la muleta contra la estaca, pero el cuerpo
no atendía a su voluntad. ¡Dios mío! ¿Qué podría hacer? Aunque gritara, el
barullo del mar, y el viento no dejaría que su voz pudiera hacer algo. Desanimado,
elevó los ojos al cielo. Y el cielo azul, casi sin nubes, no se interesó por su
fracaso.
Volveré al centro.- Allí la cuerda es más baja. Fue allí donde me enredé. A lo
mejor está allí el lugar por donde podré escapar.
Más cansado aún, retornó casi de espaldas. Ahora sí. El pecho le dolía de
cansancio. Y necesitaba mucha cala. Si llegaba a caer se golpearía mucho porque
las piernas débiles y la carne quedarían apretadas contra los aparatos
ortopédicos.
Sintió una terrible desesperación y hasta quiso decir parábolas, palabras duras,
feas. La lengua se empastaba en su boca y ninguna palabrota escapaba de su
garganta. Mal pudo mirar al cielo y decir la única palabra que consiguió
pronunciar.
Culo… cu… lo…
Tragó entrecortadamente, desesperado, e intentó calmarse.
Si por lo menos pudiera bajarme como cualquier niño. Sería tan fácil…
Una miserable cuerdita lo sujetaba como si se tratara de la mayor cadena del
mundo.
Trató de controlarse para intentar un nuevo movimiento de suspensión de la
pierna. Iba yendo, iba yendo…
En ese momento soltó un rugido de dolor. Con el esfuerzo, la cuerda había
penetrado el aparato ortopédico. Cada vez estaba más preso. Ya no podía hacer
nada más. Sólo esperar. El sol calentaba su cuerpo débil y empapaba de
transpiración su espalda. Los ojos le ardían por efectos de la claridad. Comenzó a
refunfuñar, como si esto le proporcionaba un efecto de calma. Necesitaba fingir
que no sentía las axilas ardientes por el apoyo de la muleta. Tanto esfuerzo.
Tanto deseo de dar apenas un pequeño paseo, terminaba ridículamente. Comenzó
a sollozar. Aunque quisiera gritar, no encontraría voz para hacerlo; necesitaba
ahorrar esfuerzos; apretar un brazo contra el otro para soportar el dolor que le
producía la muleta. Aunque se lastimara un poco evitaría que el cuerpo perdiera
el equilibrio. Hasta lloraba abajito para no fatigarse. Y las lágrimas descendían
por su rostro alcanzado el cuello de la camisa.
Así fue como lo encontró Anna más tarde.
No, hijito, me parece mejor que hoy no bajes.
Anna había llevado arriba su cuerpo adolorido. Después de darle un baño lo había
llenado de talco debajo del brazo.
Había auscultado su corazón, llena de miedo. Pero él ya se había repuesto.
Estoy bien, tía. Sólo quise llegar hasta aquellos árboles.
Ya lo sé querido. Lo sé. No hiciste nada malo. Un día de estos Anna te llevará
hasta allá. Pero hoy te quedarás quietito. No voy a ponerte los aparatos, ¿está
bien?
Eduardo hizo un gesto de tristeza perdida.
Pero me lo habías prometido
¿Qué fue lo que te prometí?
Que me darías todos los gustos, y yo no estoy pidiendo mucho. Sólo quiero
quedarme sentado en esa silla de lona. Me quedaré allá, sin moverme. Es
aquella silla, cerca de la escalera. Me gusta sentarme y ver llegar la noche.
Anna no parecía estar muy convencida.
Caramba, Anna pensé…
Anna sintió que los ojos se le humedecían
No hables así que me haces sufrir.
Pero no me crees. Quita las muletas, que no estén cerca de mí y entonces no
podré moverme.
La conversación continuaba. Sabía que cedería.
Está bien, querido. Voy a llamar al jardinero para que te cargue. Subir con tu
peso puedo, pero descender las escaleras es peligroso. No te colocaré los
aparatos, ¿está bien?
Edu sonrió aliviado. Aún después de una noche de descanso los aparatos le
hacían doler mucho. Y ahora, con los miembros hinchados por la caminata fallida,
sería mucho peor.
Acercó desmañadamente el rostro de Anna y lo besó.
Te doy mucho trabajo, ¿no es cierto, Anna? Ella se soltó en sus brazos y acarició
calmosamente los cabellos.
No, mi querido, no es eso.
Los bellos ojos azules de Anna se llenaron de agua.
No es nada de eso. Sólo que la vida de uno no vale mucho.
El sapito comenzó a salir del agujero que tenía la gran escalera. Los ojos de Edu
extasiaron. Era un lindo sapito. No uno de esos cascarudos, llenos de montañas
veteadas en el lomo, y sí un sapo rubio, erguido y de grandes ojos verdes. Los
ojos parecían aún más grandes porque usaba anteojos ovalados en la punta de la
nariz. En el cuello llevaba una bufanda de lana de colores muy agradables azul
claro, blanco y amarillo.
Llegó saltando y se detuvo junto a la silla de Edu, analizándolo.
¿Seguramente eres Bolitrô?
Exactamente muchacho. María Jurandir ya me había hablado de ti, y yo desde
hace tiempo estaba por salir y venir a conocerte.
La voz tenía un sonido ronco.
Pero me atacó la gripe, y la maldita garganta me ardió todo lo que quiso,
aunque doña Janirana me llenase de remedios y cuidados.
¿Quién es doña Janirana?
Una cobra muy amiga mía. Una “cobra–monja”
Un momento, Bolitrô, que me confundes. ¿Cobra, dijiste?
Así es.
Pero ¿las cobras no se comen a los sapos?
Leyendas. No todas las cobras comen sapos.
Ya sé. ¿Y por qué “cobra–monja”?
Porque vive en claustrada. Abandonó las glorias del mundo y resolvió servir a la
pobreza allá abajo. Es una santa. Casi nunca sale de su escondite. Y cuando a
veces, algún atardecer, va a mirar el cielo es para rezar pidiendo el bien para
los otros.
¡Qué lindo es eso! Pocos hombres se ocupan de los demás, por lo que sé…
Pues doña Janirana es diferente. Vive allá en la bodega penetrando la tristeza y
la soledad de todos.
¿Dijiste bodega?
¿Y no es así?
¿Sí?
Por lo que me contó doña María Jurandir, tú mismo bautizaste esto como
“velero”. Y si es un velero, aquí arriba está la cubierta y allá abajo la bodega.
Pero eso es fabuloso
Siempre que algo forma parte de un sueño es fabuloso.
Edu estaba encantado.
Por suerte viniste. Aquí, en el velero, al llegar las cinco, cinco y media o seis,
basta que yo cierre los ojos para que suceda un montón de cosas maravillosas.
No con todo el mundo pasa eso.
Menos mal que yo puedo tener algo diferente de lo que tiene los demás.
El sapito buscó una posición mejor para acomodarse.
¿Tu nombre, Bolitrô, es de nacimiento, o alguien te bautizó así?
No es totalmente así… Mi madre me llamó Inocencio, pero a mí no me gustó ese
nombre. Mi madre era loca por una novela que había leído y que se llamaba
Inocencia. Yo quedé siendo Inocencio hasta que sucedió una cosa. ¿Conoces al
dueño de esta casa?
Nunca oí hablar de él.
Tiempo atrás, el dueño de esta casa era intendente, y llegaba mucha gente
política. La mayoría para llenarse la barriga, puedes creerme. Un día pareció un
señor ministro que se llamaba Bolitreau, tal como se escribe en francés. Me
enloquecí por el nombre y resolví adoptarlo ante escribano. Fue un mundo de
dificultades y acabaron registrándome “Bolitrô”, en portugués.
¿Quiere decir que tienes el nombre de un ministro?
Bolitrô hizo un gesto de desprecio.
Pienso que no. Es el ministro quien lleva nombre de sapo. Piensa bien.
Eduardo calculó mentalmente y se quedó con la opinión del sapo. De hecho,
aunque nunca había visto la cara del ministro, el sapo tenía más cara de Bolitrô.
¿Sabes que tienes razón?
Y no solamente yo. ¿Quieres saber un secreto? Pero no vayas a decir que yo te
lo conté: mucha gente aquí, en el velero, detesta el nombre con que fue
bautizado.
Bajó la voz y dijo casi en un susurro.
Doña María Jurandir no se llama así.
¿Es cierto eso?
Lo juro. Su nombre es Mintaka
¿Cómo?
Min – ta – ka
¿Eso es en el idioma de las lechuzas?
No, tonto, la madre de ella era loca por la astronomía y Mintaka es una de las
estrellas de la constelación de Orión. Una de las que la gente llama las Tres
Marías.
¡Ah, ya sé! Tía Anna también tiene esa manía; conoce cuanta estrella hay. ¡Qué
lástima, porque Mintaka es un nombre lindísimo! En cuanto a María Jurandir, no
sé… me parece un nombre raro para una lechuza.
Lo leyó en un diario. Era la historia de un crimen, donde una mujer con ese
nombre recibió mil setecientas cincuenta y dos cuchilladas. Le gustó y se
apropió de él.
¿Cuántas cuchilladas dices?
Mil setecientas cincuenta y dos.
¡Pero no hay cuerpo que pueda soportar tantas!
Todos sabemos eso, pero también conocemos lo trágica que es doña María
Jurandir. Como máximo, la mujer debe de haber recibido unas siete cuchilladas,
pero de tanto contar la historia y aumentar, llegó a ese número.
Edu estuvo de acuerdo con esa lógica. Miró nuevamente al sapo y analizó su
aspecto. Era muy simpático Bolitrô; pero todavía, de todos los seres encantados,
el que se llevaba la palma era Gabriel. Difícilmente encontraría un ser más
fantástico que el tigre. Recordó algo.
Escucha, Bolitrô, ¿cómo puedo hacer para conocer a doña Janirana?
Va a ser difícil. Tú no puedes entrar en el sótano.
Edu tembló al pensar que podría andar por ese mundo sombrío, húmedo y
asfixiante.
Ella tampoco va a salir de su encierro. Allá se pasa la vida entera. Creo que no
va a haber manera, no...
Es una pena. ¿De dónde proviene su nombre?
No lo sé.
Yo saco mis conclusiones, más o menos. Es así de buena porque tiene el nombre
de Anna en el final. Mi tía también tiene alma de monja. ¿Sabes, Bolitrô, que
nunca en la vida Anna peleó conmigo o perdió la paciencia?
Eso es muy lindo. Pero muy difícil que suceda en la especie humana.
Tosió y recordó una cosa. Metió la mano en el bolsillo de su vieja casaca y sacó
una cajita de pastillas. Valda. La abrió y ofreció una.
Es buena.
Para mi laringitis, sí.
Conozco a un amigo de mi tía llamado doctor Marins que se vuelve loco por esas
pastillas.
Conmigo pasa lo mismo. Ahora, si me permites, voy a pescar un poco. Debajo de
aquella luz encendida, cerca del nicho, hay unos mosquitos divinos. Cuando
mejore mi garganta vendré muchas veces a conversar. Que tengas una linda
noche, llena de hermosos sueños.
Salió a los saltos en dirección a su cacería.
Edu se quedó mirando fascinado su gentil figurita. ¡Qué encantador y gentil era el
caballero Bolitrô!
Cerró los ojos y la voz del sapito repercutió en sus oídos:
“Que tengas una linda noche, llena de hermosos sueños”.
GABRIEL, LA LUNA Y EL LAGO
Edu colocó la cabeza sobre los brazos. La cama, tan blanca y agradable, le hacía
olvidar su angustia que pasaba aquel día. Hasta el ardor de las piernas había
desaparecido. Los ojos comenzaban a pesarle anunciando el sueño que vendría
después.
Bostezó y sonrió recordando la frase de Bolitrô: “Que tengas una noche, llena de
hermosos sueños”.
Era más o menos la frase. Pero faltaba un pedazo. Hizo un esfuerzo de memoria.
Ah, ahora recuerdo: “Que tengas una linda noche, llena de hermosos sueños”…
Pensó en Anna. Bolitrô no le había pedido que guardara el secreto. Vio los ojos de
Anna, tan azules, sonriéndole con bondad. Sus manos finas acariciando su cabeza
deforme y pasándolas sobre sus cabellos.
Suspiró más fuerte y se adormeció.
No podía calcular si había dormido mucho. Pero ahora estaba atento y tenía la
seguridad de que había sonado un golpe leve en su puerta. Escuchó más, y se
sintió feliz. Después del golpe, una voz susurraba del lado de afuera.
¡Eduardo!... ¡Edu!... ¿Estás durmiendo?
Conocía aquella voz inconfundible. Gabriel lo estaba llamando.
Entra.
El picaporte de la puerta se abrió y escuchó el caminar de Gabriel junto a la cama.
¿Cerraste la puerta?
La entorné. No hay peligro; nadie nos va a escuchar.
Pero Edu dudó.
Entonces, ¿por qué me llamaste en voz tan baja?
Gabriel sonrió comprensivamente.
Caramba, tontito, no quería asustarte.
Si es así, está bien. Pero ¿cómo viniste hasta aquí?
Ya es media noche. Después de la última campanada del reloj esta casa está
obligada a adormecerse. Entonces comienza la magia de nuestro
desencantamiento. Pasa la mano por mi cabeza.
Edu obedeció.
¡Tienes un pelaje suave como el de los gatos!
Todo tigre en un gato grande.
¿Cómo conseguiste perder la dureza del cobre?
No la perdí. Esa dureza quedó en el otro. Yo soy una especie de alma de él.
Edu estaba asustado.
¿Y si Anna despierta?
No hay peligro. Antes de llegar aquí pasé por la puerta de su habitación e hice
un pase mágico. No te asustes, porque en este velero toda la tripulación
duerme. La noche es totalmente nuestra.
¿Fue por eso que Bolitrô me deseó una linda noche de sueños?
Claro. Pero tú estás despierto.
Es verdad.
Ahora vamos de prisa, amiguito. No tenemos tiempo que perder.
Pero yo no puedo.
Sí que puedes. Vas a montar sobre mi lomo y yo voy a mostrarte la belleza de la
noche que tanto te prometí.
Pero yo solo no puedo colocar mis aparatos. Es muy difícil.
Ya hice un toque mágico. Levántate.
Asustado, Eduardo no conseguía obedecer.
Cree en mí, amigo. Si dudas, pasa la mano sobre tu pierna.
Obedeció y se sintió normal, con las piernas recuperadas. ¿Podría caminar con
esas piernas?
Gakusha adivinó su pensamiento.
Prueba sin temor.
Bajó de la cama y caminó con el corazón a los saltos. Los ojos se le llenaron de
agua. Se arrodilló junto a Gabriel y apretó su cuello, sollozando.
¿Sabes, Gabriel? ¡Tanto que le pedí a Dios que por lo menos una vez antes de
morir me permitiera caminar como un niño sano! Y ahora tú, Gabriel, haces el
milagro.
Vamos, vamos que eso no es todo. Hoy va a ser una noche maravillosa para ti.
Salieron sin hacer ruido. Atravesaron el gran corredor de vidrios y la noche
apareció en toda su magnitud. La luna clareaba el mar y los árboles. Bajaron la
escalera y Edu adormecido en su noche de lindos sueños.
Ahora usa este quepis de capitán. Saliste de la cama con el cuerpo caliente y no
quiero que tomes un resfrío o una neumonía.
Eduardo aseguró el quepis en la mano, desanimado. Era tan pequeño que no
podía caberle. Comunicó sus dudas a Gabriel.
Pasa la mano por tu cabeza y mira por qué te lo estoy ofreciendo.
Obedeció y sus manos aseguraron blandamente su cabeza. ¡También había
disminuido! Se puso el quepis con placer. Se detuvo un momento y Gabriel lo
amonestó:
¿Qué pasa ahora, Edu?
Sentí un extraño deseo de entrar en aquel baño y mirarme en el espejo.
Eso nunca. Tendrás que encender la luz. Además, el espejo es el mayor enemigo
de las ilusiones y de los sueños.
Intentó olvidar aquel deseo en su corazón, aunque, ¡Bien que le hubiera gustado
verse perfecto! Reflejado en el espejo con su cabeza normal y sus piernas
perfectas. ¡Qué pena que Ann no lo pudiese ver así, transformado!
Cuando llegaron a la terraza, Gabriel ordenó:
Ahora monta sobre mi lomo y préndete de la pequeña joroba.
A la luz de la luna Gabriel parecía haber creciendo, agigantándose. Los grandes
músculos de las patas y del lomo estaban en continuo movimiento. Las manchas
blancas y amarillas se confundían con otras negras sedosas y con el rojo
quemando su pelo.
Habló blandamente:
¿Qué estás esperando, Edu? ¿No quieres ir?
No es eso. Estaba observándote. Tú, de carne y hueso, eres más imponente que
el tigre de bronce.
Él se rió y señaló:
Pues yo o él, alguno, está allá. Y la luz de la luna refleja el cuerpo de bronce en
las aguas de la piscina. Se puede decir que él es mi casa.
Entonces, estoy listo.
Asegúrate bien. Porque vas a ver otra maravilla. Pero tienes que esperar por lo
menos media ahora hasta que yo recupere todas mis fuerzas; mientras tanto, es
muy temprano para la sorpresa.
Caminaron por las terrazas de piedra y buscaron el camino de la sierra.
Fue allí donde el otro día quedé aprisionado.
Te prohíbo pensar en cosas desagradables. Lo que voy amostrarte no fue visto
por ninguno otro ser humano.
Ahora las grandes piedras que rodeaban la casa se hacían mayores a la luz de la
luna. El mar gemía allá abajo tan mansamente que no parecía el mar bravo de
cuando existía el sol.
¿Por qué el mar está tan calmo, Gabriel?
Está durmiendo. De mañana y de tarde él se agita tanto, gasta tanta energía,
que de noche duerme pesadamente olvidándose hasta de mirar las estrellas y la
luna.
Llegaron hasta las proximidades de unas piedras cercanas al mar, rodeadas por
una falda de blanca espuma. Se podían ver las cucarachas pequeñitas y otros
bichitos deslizándose entre las algas.
Un olor a lirio del valle llenaba la noche de placer.
Vamos a atravesar un valle lleno de esos lirios. Ahora, asegúrate bien que
saltaremos de piedra en piedra.
Los saltos de Gakusha hacían que las sombras se movieran sobre las piedras
lisas.
¡Qué maravilla, Gabriel! Cuando saltas, siento todos los músculos moverse bajo
mis piernas. Tu corazón parece latir con mayor fuerza por el esfuerzo. Parece
que estuviéramos volando y la vida bailara a nuestro alrededor.
¡Te estás revelando como un pequeño poeta en potencia! Ahora va a ser más
difícil la caminata porque estamos llegando a lo alto de la sierra.
Y mientras iniciaban la subida, un mundo diferente apareció. Al comienzo eran
túneles de bananeros salvajes que unían sus hojas alargadas. Después, el camino
disminuía y se transformaba en una senda minúscula. Solamente los ojos y la
práctica de Gabriel le permitían caminar sin peligro.
No rozaban nada, ni siquiera las hojas de los arbustos.
Las grandes patas de terciopelo del tigre conocían palmo a palmo toda aquella
pequeña selva.
Después de algún tiempo de viaje en la oscuridad de los árboles y del follaje, todo
se abrió como por milagro. Habían desembocado en la parte redondeada de la
sierra.
Eduardo saltó del lomo de Gabriel y aplaudió de alegría. Sobre su cabeza, la
noche se mostraba tachonada de estrellas y aún la luna dominaba todo, redonda,
redonda.
Es lindo el cielo, ¿verdad Edu? Pero mira hacia abajo, hacia la tierra de los
hombres, hacia aquel mar adormecido cruzado por luz lunar.
Eduardo obedeció, cada vez extasiado. La dirección que le indicaba le trasmitía
escalofríos de belleza. El velero apagado parecía balancearse dentro del agua y
toda ella estaba iluminada de luna. Allí dormía Anna, dormía María Jurandir, y
Bolitrô, y también todos sus misterios.
Bien, ahora voy a hacer lo que te prometí. Ya recuperé todas mis fuerzas. Debes
volver a montar sobre mí y olvidar una cosa que se llama miedo. ¿Prometido?
Cerca de ti no temo nada, y nada podrá hacerme mal.
Así es mejor.
Eduardo obedeció y montó sobre Gabriel.
Para que no te asustes, te aviso. Vamos a volar; ésa era la sorpresa que te
reservaba.
¿Y tú puedes hacerlo?
Tan bien como si caminase. Hasta me cansa menos. ¿Vamos?
Estoy listo
Gabriel corrió hasta la orilla de la sierra y dio un salto. El cuerpo se puso rígido y
los músculos parecían de acero. Así quedó por un segundo hasta alcanzar el
equilibrio perfecto en el espacio.
Bueno, ahora ya podemos hablar. Iremos donde tú desees.
Primero daremos una vuelta alrededor del velero.
Como quieras.
La casa adormecida se aproximaba rápidamente. Y Gabriel se desviaba de los
árboles y de las piedras.
¡Qué cosa más linda, que agradable, Dios mío! ¡Gracias por haberme dado esta
oportunidad de ver las cosas que creaste, Señor!
Rodearon la casa de su cuarto. ¡Si ella pudiese estar conmigo ahora! Mañana no
podría contar lo que había sucedido ya que había jurado a Gabriel guardar el
secreto. Pero aunque pudiese contarlo, los ojos de Anna fingirían creer, y
acabaría por escuchar: “Sueña cuanto puedas, hijo mío”.
Volaron cerca de los barcos anclados de los pescadores. Se acercaron a sus
cabañas y así pudieron ver las redes extendidas para secarse con la brisa de la
noche.
Gabriel, ¿Se puede ir un poco más adentro?
Mucho no. Aún quiero mostrarte algo más hermoso.
Volvieron hacia el mar y él apenas podía respirar ante su grandiosidad.
Bien cerca de él, Gabriel.
Regresaron, sintiendo la frialdad del mar y su olor particular.
¿Puedo bajarme y tocar con el dedo, con las manos, las aguas?
Sólo es cuestión de querer.
¿No hay peligro?
Ninguno.
Entonces Eduardo pudo hacer algo hermoso, una de las cosas más bellas del
mundo:
Metía la mano en el agua y creaba rosas blanquísimas de espuma, arrojándolas
hacia lo alto como si ofreciese flores a la luna.
Ya habían regresado al punto inicial del vuelo. Edu no podía creer en tantas
maravillas. Gabriel se apoyó a lo largo, mientras levantaba el hocico para arriba,
respirando fuertemente. Con seguridad el esfuerzo del vuelo había desgastado
sus energías.
¿Todavía no acabó el paseo, no?
Estamos a la mitad. Aún tenemos muchas cosas lindas para ver. Sólo necesito
recuperar un poco de aliento y continuaremos subiendo la sierra.
¿Volveremos a volar?
Gabriel sonrió blandamente.
Te gustó, ¿no es cierto?
Nunca pensé que fuera tan fácil volar. Creía que para los pájaros y los ángeles
eso sería algo común, pero para la gente…
Ahora sólo podremos alcanzar lo alto de la sierra caminando. Volveremos a
sentir el perfume del maro y los perfumes de la noche.
Volvió a respirar más fuertemente y pareció tomar una decisión.
¿Ya estás cansado, Edu?
¡Yo no me cansé, Gabriel! Eres tú quien hizo el esfuerzo; yo apenas sorbí la
belleza todo el tiempo.
Entonces, vamos. Vuelve a montar y préndete fuertemente de mi pescuezo.
Era tan suave andar montado en un tigre que los ojos cerránbanse de placer.
Sentía todo el viaje teniendo los ojos cerrados. Sabía que alcanzaban la mayor
altura de la sierra y que caminaban a la sombra de los grandes árboles. Allí,
raramente un rayo de luna podría trasponer la vegetación cerrada. Sólo
entreabrió los ojos cuando comenzó a sentir olor de los lirios del valle que en la
noche parecían multiplicarse.
¿Estás sintiendo, Edu?
¿El perfume de los lirios?
¿Y alguna otra cosa?
El olor del agua próxima.
Entonces Gabriel comprendió la realidad: el niño no era como él y no podría
percibir ciertas cosas. En seguida disfrazó su equivocación.
Son las aguas del lago. No vayas a pensar que es un gran lago. En verdad, es
una pequeña laguna donde existe la reserva de agua del velero. Es decir, no
pasa de ser un gran pozo de agua cercado por piedras muy bellas. Yo lo llamo
mi lago, porque a pesar de ser pequeño sirve para reflejar la blanca desnudez
de la luna y el brillo de todas las estrellas.
Salieron de la mata, y el pequeño lago pareció.
Edu batió palmas, encantado.
¡Pero es mayor de lo que yo esperaba!
Es gentileza tuya, muchacho. Vamos a la parte más alta; desde allí veremos
toda la grandiosidad del mar, y cómo el paisaje se torna más bello, de cualquier
ángulo que se lo mire.
Sentáronse juntos mientras la luna, reflejándose en el mar, ofrecía un panorama
inexplicable. Ahora se podía ver el bulto encogido del velero durmiendo en la
noche. Dentro de él, sin desconfiar de nada, dormía Anna. Era hermoso ver la luna
reflejada en el lago. Y las estrellas mirándose en las aguas tranquilas.
¿Sabes qué pensaba de las estrellas antiguamente, cuando había noches de
tempestad, Gabriel?
No.
Sentía un gran miedo de que el viento destruyera todo y mezclase las
constelaciones. Algo así como si una estrella saliera de su lugar y penetrara en
otro dibujo del cielo. Anna me explicó que las estrellas no eran esos puntos
pequeñitos que nosotros vemos, que eran mundos mayores y más pesados que
el nuestro. Por eso, aunque viniera el mayor viento del mundo, no conseguiría
arrastrarlas y destruirlas.
¡Qué inocencia!
Se quedaron en silencio mucho tiempo, detenidos para absorber en silencio toda
aquella belleza. Sin embargo, el éxtasis fue turbado por el batir de grandes alas.
La alegría se apoderó de Edu. Posada en una rama próxima, doña María Jurandir
también había vendo a apreciar el esplendor salvaje de la noche.
¡Viva! ¿Qué están ustedes haciendo por aquí?
Contrariado por la intrusión de Mintaka, respondió con cierta sequedad.
Quise mostrarle el lago a Eduardo en una noche de luna
Sin duda, doña María Jurandir era siempre muy sardónica:
¿Qué lago, Gakusha?
Gabriel entendió el veneno de la frase, pero no se encontraba dispuesto a
ninguna discusión.
Caramba, Mintaka… ¡Po lo menos tu mal humor no va a decir que la noche no
está hermosa!
Ella hizo un mohín y se desató
Es una noche razonable. Nada maravilloso, pero sirve para encantar.
Gabriel perdió la paciencia.
¿Sabes una cosa, Mintaka? No arruines nuestra alegría. Nosotros, los dos,
estamos fascinados por este momento.
Está bien, está bien. Voy a ocuparme de mi vida. No quiero perjudicar la
felicidad de nadie. Hasta luego.
Se alejó en un lindo vuelo, en forma de círculo.
Gabriel rezongó entre dientes:
¡Dios del cielo! ¡Qué criatura desagradable!
Edu sintió pena.
No tiene mal corazón. Es su manera de ser.
Está bien. Pero nunca vi a una criatura con tal constante deseo de arruinar los
placeres de los otros.
Olvidemos que ella estuvo aquí. En realidad, la vida es un continuo
encantamiento.
Volvieron al silencio anterior para escuchar mejor la música de la vida. Hasta el
viento parecía agitarse sin hacer ruido.
Edu se acostó en el suelo y apoyó la cabeza en las manos. El césped, de tan
suave, ni lo molestaba. En esa posición quería apreciar mejor las estrellas del
cielo de Anna. Las continuas modificaciones mostraban que las estrellas viajaban
mucho. Subían, subían, y después iban bajando hasta desaparecer. El viaje en
una estrella debía de ser más hermoso que en cualquier barco. Lástima que
estuvieran tan altas. Porque en aquella altura no podrían tocar la suavidad del
mar, como él hizo mientras volaba con Gabriel.
Súbitamente tuvo una idea.
Gabriel, ¿qué eres tú?
¡Qué pregunta!
Me gustaría que me contases tu historia.
Amigo mío, no es gran cosa. Mi vida no tuvo demasiada importancia. Un tigre
real no pasa de ser una figura decorativa.
Sí, pero yo leí historias, vi fotografías de tigres como tú que causaban terror en
la selva.
Conozco poco de la selva y eso por oír cosas, por participar de comentarios de
otros tigres amigos. Lo que aprendí sobre cacerías de tigres fue solamente por
escuchar. Los cazadores montados en elefantes, los batidores que sitiaban a las
fieras con nativos ensordecían todo con sus tambores. Y los tigres, rodeados,
hasta que llegaba el tiro de misericordia. Después, los cazadores llevaban la
caza como trofeo. Una cosa sin ninguna importancia.
Todo eso ya lo leí, Gabriel, pero quería saber algo diferente.
Los libros son mucho más sabios que cualquier tigre.
No, amigo, yo no quiero ofenderte. Sólo estoy interesándome por ti, que en
materia de tigres eres lo más formidable que conozco.
Gabriel se rió por la lisonja.
¿Pero qué voy a contarte de mi vida?
Se concentró en el pasado mientras la vista recorría el cielo luminoso.
Pensándolo bien, no me gusta mentir. Nunca fui un tigre terrible y violento. No
era de los que se encolerizaban. Nada de eso. Por lo tanto, sólo puedo contarte
la verdad. Fui retirado de la selva a los pocos días de nacer, y criado en un
palacio. Ni siquiera sabíamos cazar. Si hubiésemos estado obligados a eso,
habríamos muerto de hambre. Nacimos para ser bellos y decorar las fiestas, las
danzas, para desparramar nuestra indolencia por los grandes salones, para
deslizar nuestras patas por las escalinatas de mármol y las alfombras
orientales, éramos tratados como dioses. Y como nada nos era negado, no
teníamos por qué disgustarnos. Tal vez por eso cada tigre real podía tener un
buen corazón.
Se detuvo y miró amistosamente al niño.
Evité contarte mi historia para no decepcionarte. No fue una vida de grandes
aventuras, y si de grandes comodidades.
Aún así, Gabriel, tu vida es sensacional.
Puede ser. Pero yo prefiero el momento que vivo. En cuanto descubrí el
desencantamiento, mi vida mejoró, aunque no puedo alejarme del otro tigre de
bronce. Pero con este lago y todo este cielo me siento satisfecho. En realidad
esto es más poético que la vida en un palacio chino u oriental, como tú quieras.
Se lamió las patas esmerándose en la limpieza. Quería quitarles todas las espinas
que se habían entrometido en sus uñas durante la caminata.
Los ojos de Edu comenzaron a cerrarse. Quería luchar contra el sueño sin poder
resistirlo. En lo alto, las estrellas danzaban. Intentaba bajar la vista hacia las
aguas del lago y ellas aún brillaban más. Estaba confundiendo las constelaciones.
Sonrió, porque nunca la naturaleza había sido tan amiga y tan bella con él. Fue
cerrando los párpados lentamente, haciendo rodar la cabeza hacia un lado.
Gabriel, a su lado, observaba su lucha impotente contra el sueño.
Duerme, hijito. Felices los que tiene un adormecerse tan calmo. Que desde este
sueño hasta el momento del Gran Sueño la paz esté siempre en tu alma.
CONVERSACIONES, SIMPLES CONVERSACIONES
No sé cómo puedes perder tanto tiempo conversando con un sapo tan
extravagante y aburrido.
Puede ser. Pero conmigo él se porta como un verdadero caballero
Mintaka quedó en silencio un momento. Y Edu pudo observar que sus momentos
de mal humor comenzaban de nuevo.
Mintaka, ¿cómo puedes escuchar mi conversación con Bolitrô? La distancia es
muy grande.
Por favor, Mintaka no. Mi nombre es María Jurandir.
Edu rió encantado. Si él fuese la lechuza, preferiría tener el nombre de una
estrella antes que el de una mujer asesinada con mil y tantas cuchilladas.
Está bien, doña María Jurandir.
Seguro que habló de su nobleza. ¿Te contó que nació en una cuna de roro y
otras tantas tonterías, no?
Nada de eso. Conversamos de cosas sin importancia, es verdad, pero usted dice
que escuchó todo. No debe ignorar nuestra conversación.
Tampoco tiene la mayor importancia.
Una pequeña irritación la acometió.
Por casualidad, niño, ¿tú sabes cómo nace un sapo?
Más o menos.
No, quiero una respuesta exacta.
Edu se sintió turbado.
Mira, cuando yo vivía en la selva vi nacer muchos sapos y de todas clases.
Principalmente los grandotes, y de raza. No un sapito anémico cualquiera como
ése.
Edu se estremeció de placer.
Ahora sí, doña María Jurandir. Usted tocó un asunto que me fascina: la selva.
¿Usted nació en la selva?
Hinchó las plumas del pecho con orgullo.
Naturalmente. ¿No lo sabías?
Bien, hace muchos días que usted me promete contar su historia y después
parece arrepentirse.
Si yo fuera tú, no insistiría. Mi historia es tonta; demasiado tonta.
Mintaka se concentró y sus brillantes ojos parecieron recorrer un pasado
distante.
Fue así. Primero es necesario que se corrija un tremendo error a mi respecto. Yo
no soy una lechuza, como todos esos ignorantes de aquí me llaman. Yo soy de la
raza de los “yucurutús”, y por eso mi estatura sobrepasa a la de cualquier
lechuza común. Pero mira bien. Mi plumaje se divide principalmente en dos
tonos; estoy dividida en pedazos negros y blancos. Antiguamente existían unos
frailes dominicanos que poseían un hábito parecido a mi cuerpo. Pero eso fue
antes porque con la evolución es difícil distinguir a un religioso de otra persona.
Carraspeó, todavía malhumorada. Edu pensaba qué difícil debía ser para una
criatura tan complicada convivir con los demás.
Había acabado la época de las grandes lluvias. Los ríos enormes comenzaba a
bajar y todos los rincones se vieron invadidos por playas blancas y brillantes. La
selva, después de tanta lluvia, se esponjaba en una belleza luminosa mostrando
todo su verdor. Desde que las grandes, espesas lluvias, desaparecieran y los
grandes temporales se alejaran en medio de sus rayos y de sus estruendos, la
naturaleza revivió música y alegría. Mamá había hecho un nido confortable en lo
alto de una frondosa “mirindiba”.
Edu, extasiado, interrumpió:
¿Cómo es el nombre?
“Mirindiba” es un árbol portentoso de la selva.
¿De qué lugar?
De la selva Goiás. En el brazo derecho del río Araguaia, que los blancos
bautizaron Javaé
Sí, lo sé.
De los tres huevos puestos sólo nacieron dos pichones, mi hermano y yo. Como
sabes, mi madre tenía la manía de los astros, por eso me bautizó con el
horroroso nombre de Mintaka, y a mi hermano con el pavoroso, bárbaro y
estúpido nombre de Canopus.
Edu quedó perplejo. ¿Canopus, feo? Si Anna supiese eso nunca perdonaría la
lengua de María Jurandir.
Ya estábamos bastante emplumaditos cuando comenzaron a llegar las visitas.
Todos querían saludar a mamá y desearle felicidades. Primero llegó un “jaburu”
tonto y sin gracia que nos miró uno por uno sin esconder su decepción:
No es por nada –dijo él con franqueza–, pero sus bichitos son feos hasta causar
dolor. Mamá nos miró con su mirada de lechuza y comentó:
Al principio siempre es así. Después de emplumados serán dos lindos
“yacurutuces”
La semana entera fue así. Escuchamos el batir de las alas; los gajos de la
“mirindiba” se balanceaban con el peso, y allá venían los comentarios.
¡Qué horrorosos!
¡Si la gente viera a esos brujitos de noche perdería el sueño!
¡Caramba, se abrió la puerta de la fealdad!
Podrían alquilar a estos monstruitos para espantajos.
Y fue allí, en ese clima, donde crecimos. Después comenzaron los vuelos de
instrucción de mamá que tenía una paciencia increíble con nuestra torpeza. Nos
era difícil, al comienzo, controlar las alas y las plumas en el espacio, nos
dábamos cada topetazo que nos humillaba. A no ser por la gran paciencia de
mamá, yo hubiera desistido.
Pensó algo e interrumpió la conversación.
Doña María Jurandir, ¿nunca se casó?
Ella se escandalizó.
Qué prisa niño. Yo aún no había aprendido a volar, pero ya voy adelantando. No
me casé, no. No tuve tiempo.
Fue la primera vez que Edu vio a la lechuza emocionada. Qué raro. Mintaka debía
ser como Anna, que nunca se había casado y no poseía el genio vivo de la
lechuza, aunque si igual dosis de soledad.
¿Dónde había quedado?
En que no tuvo tiempo.
Ah, sí. Pero me embarullaste con tus preguntas. No tuve tienes paciencia para
esperar los acontecimientos normales de la vida.
¿Por qué no tuvo tiempo, doña María Jurandir?
Porque un día, un cazador…
Sonaron pasos en el corredor. Anna habíase aburrido de la novela, o había
escuchado algo. Hasta podía sentir nostalgias de él.
Ahí viene ella.
María Jurandir levantó vuelo asustada y fue a buscar su lugar en la repisa. Antes,
habló apresuradamente:
Más tarde te contaré el resto.
Está bien. Muchas gracias.
Anna entró.
¿Todo bien, hijito?
Todo
Qué extraño, tuve la impresión de que oía ruido de un pájaro que volaba.
Edu cambió la conversación
¿Aquí?
Sí, por aquí. Algo así como el batir de grandes alas.
¿Qué es batir?
En la repisa, María Jurandir debía de estar llamándolo cínico, astuto.
Es el movimiento de las alas para volar.
Pero en la historia que me contaste se trataba de batir de tambor.
Anna sonrió y le pasó la mano por el rostro.
Tontito. Una cosa es batir de tambores y otra batir de alas.
Recién entonces ella recordó por qué había subido antes que la novela acabara.
Necesitaba hablar al niño. Dolía, pero necesitaba decirle la verdad. Lástima que él
se encontrara tan feliz en esos momentos.
Edu, es doloroso pero necesito decirte algo.
Por su silencio, Anna supo que él había adivinado algo.
Sobre el viaje, ¿verdad?
Exactamente. Nuestros días fueron maravillosos, ¿no es cierto?
Sí, lo fueron.
Pero las cosas buenas no duran mucho.
Edu completó la frase resueltamente porque si demoraba en asumir una actitud,
le dolería más.
Nuestro viaje está llegando al final, Anna.
Sí, querido. Dentro de pocos días comenzaremos a arreglar la partida porque el
velero está llegando al punto final del viaje.
AL CAER DE LAS VELAS
Es una lástima, doña María Jurandir. Mañana temprano, bien tempranito, nos
iremos.
Los ojos vidriosos de la lechuza dormían en otros mundos.
Y no es una pena sólo por eso. Lo es porque ya no podré hablar con usted. Y
quedaré sin saber qué fue lo que sucedió con la llegada del cazador.
Y como el silencio era la respuesta a su tentativa de diálogo, continuó.
Le confieso que voy a sentir nostalgias de usted. Su conversación, aunque a
veces era triste, sonaba bastante agradable. Hoy es miércoles, ¿no? Yo sé que
solamente los martes, jueves y sábados usted puede desencantarse. Por eso
vine a darle mi despedida de amigo. El velero atracó, mañana bajará todas las
velas. Todas las velas maestras: el trinquete, la vela mayor, la gavia y el
velacho. Serán arrolladas y amarradas con cuerdas, y sólo saldrán de esa
posición cuando el velero reinicie el viaje. Pero ¿qué importa otro viaje si yo no
estaré a bordo? ¿O estaré?
Se movió en las muletas y caminó hasta la mesa de juego. Con cierta facilidad se
sentó en una silla para observar desde allí la figura impasible del “yacurutú”. Se
rió. Así era como le gustaba ser llamada. O, como ella decía, así estaba legalizada
en los papeles. Pobre doña María Jurandir. De no ser por los ojos redondos,
brillantes y muy abiertos, se diría que estaba durmiendo.
Edu no ignoraba qué estaba haciendo. En su pequeño mundo de pocos
acontecimientos, le gustaba grabar las mejores cosas. Grabarlas en la nostalgia
para después recordar despacito y con ternura.
… porque un cazador…
¿Y el resto? Trataría de adivinarlo porque jamás en la vida tendría la certeza de
encontrar a María Jurandir.
¿El resto? bien había dicho ella que no tuvo tiempo. Aquel tiempo debería
referirse al tiempo de vida. Entonces debió de haber sido un “yacurutú” que
muriera muy tempranamente. El cazador debió de ser un turista que la llevara a
la ciudad mandando que la embalsamaran de tal manera que pareciera viva. Era
eso. Seguramente, después se la había regalado a un amigo. Si no fuese así por lo
menos la historia estaba bien contada.
Volvió a hacer esfuerzos para levantarse. Realmente estaba más fuerte y
decidido. Anna tenía razón. Aquella casa le había hecho mucho bien. Apoyado en
las muletas, se arrastró hacia la puerta del salón porque nada ganaba con
quedarse conversando con el “yacurutú” sin tener eco.
Entonces la tristeza caló bien en sus pensamientos.
Ahora le toca a él.
Se refería a Gakusha o Gabriel. Con él si la cosa dolería mucho. Porque allí dejaba
la mitad de su alma, de sus anhelos y de sus confesiones. Nunca la escalinata le
pareció tan larga. En cada muleta que buscaba el peldaño, en esa lentitud
cuidadosa, parecía estar caminando sobre la insignificancia de su propio cuerpo.
Volvió rápidamente la cabeza y vio a Anna. Pagada contra el vidrio. Observando
sus ojos, si no fuera por la distancia, diríase que lloraba. Seguramente estaría
preocupada por lo que vendría después del viaje. Se preocupaba por la operación.
“Anna querida, yo ni pienso en eso. No tengas miedo, que afrontaré todo con
mucho coraje. Sé que descubrieron un desvío o cosa parecida. Si me operan, por
lo menos no me cansaré tanto, ¿verdad, Anna?”
Se apoyó bien en las muletas y soltó una mano como si quisiera enviarle un beso.
Sonrió; esta vez Anna no lloraba, sonreía.
¿Y ahora, Dios mío? La voluntad se debilitaba al acercarse a Gabriel. Quizá fuese
mejor volver. Dejarle sin decirle su adiós. Quizá así doliese menos a ambos. Pero
eso no pasaba de una gran cobardía. Finalmente, Gabriel lo había acogido como si
fuese un hermano. Más hermano que Serginho y Marcelo. Lo que se tornaba más
cruel era no poder verlo en la partida en un momento de desencantamiento.
Hablaría con el tigre de bronce, pero no con el maravilloso Gakusha. Ni siquiera
podría acariciar su pelaje brillante. Volvió los pensamientos hacia Bolitrô. Con él
sería diferente. Al atardecer podrían conversar, apretarle la mano con amistad.
Con Gabriel y Mintaka no podría hacerlo. Quizá cuando fuese saliendo, el adiós
del corazón alcanzaría a decirles algo.
Creó coraje y caminó hacia la estatua. No tendría muchas palabras porque la
emoción lo arruinaría todo.
Los ojos se quedaron nublados y su silencio permanecía firme.
No te pongas así, amigo mío.
¿Cómo puedo estar? Es difícil, Gabriel. Mañana temprano partiré. Hoy, por la
noche, tú no podrás ir a mi cuarto porque Anna estará preparando todo para
nuestro viaje.
Ya lo sé.
¿Y eso no es terrible?
De acuerdo, pero forma parta de esto llamado vida. Los buenos y los malos
momentos. Sólo quiero que no te emociones mucho. Porque tu corazón está
bastante fuerte. Como tú. Adquiriste un color sano muy diferente del que tenía
aquel niño pálido que apareció aquí por primera vez.
Voy a sentir mucho tu falta Gabriel.
Yo también. Cree que mis próximas noches estarán muy vacías.
En cambio, voy a llevarme el corazón lleno de muchos momentos de belleza y
fantasía. Gabriel, tengo que decirte adiós. No puedo demorarme porque tía
Anna vendrá en seguida a buscarme. Me quedaré aquí un momento, hasta que
ella aparezca. Y entonces ya n podremos hablar más.
Sólo te pido una cosa, que nunca nos olvides. Ahora, lo más importante es una
promesa que me harás: no tener nunca miedo de nada, da nada que aparezca
ante ti.
¿Te refieres a mi operación?
Principalmente eso.
Edu volvió a emocionarse.
Gabriel, ¿tú crees que mi operación saldrá bien?
¿Y por qué no? No es cosa de tanto peligro, y el hecho de que puedas vivir
cansándote menos ya es una maravilla.
No sé.
Callaron un momento y Edu preguntó desanimado:
Gabriel, ¿nunca más estaré contigo?
Un día nos encontraremos. A lo mejor, tu tía te trae de vuelta más adelante.
Es duro decirte adiós.
Con dificultad pasó la mano sobre el lomo de Gabriel.
¿Sabes una cosa, Edu? Te prometo que un día iré a buscarte para un lindo viaje,
y el velero será diferente porque hasta podrá volar.
¿Hablas seriamente?
¿Por qué le mentiría a un amigo?
¿No es porque tienes lástima de mí?... ¿Pena porque voy a operarme?
Nada de eso. Estoy hablándote porque soy tu amigo y aún desde lejos siempre
estaré pidiéndole a la vida por ti…
Ella viene. Adiós, Gabriel.
Adiós, hijo mío, que la ternura haga nido en tu corazón.
¿Y el viaje?
Queda prometido. Espera con todas las esperanzas y la fe en el alma.
Adiós, Gabriel.
Adiós.
VELERO DE CRISTAL, VELERO DE LAS ESTRELLAS
Entreabrió los ojos y observó asustado el ambiente totalmente blanco.
Murmuró débilmente.
Anna.
Las manos de Anna aseguraban la suya.
Estoy aquí, Edu.
Lentamente percibió dónde se encontraba. ¡Ah! El hospital, la operación. Un tubo
de oxígeno subía por su nariz.
¿Duele, hijito?
La voz venía débil.
No duele. Solamente siento cansancio y un peso en el pecho.
Son las vendas, las ataduras, las gasas. Es natural que sientas cansancio. Fue
una operación muy seria. Ahora cierra los ojos e intenta dormir.
En vez de obedecer, sus ojos adquirieron un brillo febril.
Anna, ¿mamá vino?
Claro que vino. Y muchas veces. Estuvo cerca de tu cabecera tres noches. Pero
tú dormías. El médico no dejó que te despertaran. Ahora ella fue a casa y luego
volverá. Duerme.
Le pasó la mano por la frente que ardía de fiebre.
Prométeme, Anna, que cuando mamá vuelva me llamarás…
Prometido. Ahora, duerme.
Despertó y vio que era de día. Había sol allá afuera y el cielo estaba muy azul.
Anna se aproximó presurosa. Sabía la verdad. No había más esperanzas, la
operación había tenido éxito, pero los médicos movieron la cabeza cuando
después de tres días la fiebre lo asaltaba abrasadoramente.
Neumonía. Era lo menos que podía desearse.
Y la fiebre y los escalofríos se sucedían. El pecho, impedido de toser, generaba
gemidos y frases incomprensibles.
No había nada que hacer. Lo necesario no se había negado. Ni siquiera un
milagro…
Anna, helada, escuchaba la frialdad de la condenación.
¡Anna!
Su voz había adquirido una fuerza inesperada.
Anna, estoy bien. Hasta tengo deseos de caminar.
¡Qué bien hijo! ¡Qué bueno!
Pero en su alma aquello se asemejaba a una puñalada cruel. Era lo que llamaban
“la visita de la salud”
Levántame la almohada, Anna. Quiero verlo todo.
Giró la manivela de la cama. La desesperación se apoderó de ella. Tenía deseos
de salir corriendo por el corredor como si estuviera loca. Y gritar alucinada
pidiendo socorro al mundo. Pero se contuvo.
Anna, cuando salga de aquí ¿a dónde iremos?
Espera un poco querido. Te voy a traer un poquito de agua fresca.
No tengo sed, Anna.
Pero bebe igual, que te hará bien.
Quería ganarle al tiempo, ver si llegaba alguien para ayudarla.
Anna, ¿mamá volvió?
Quería rezar, alejar su desesperación. ¿Por qué ella no venía por lo menos una
vez? Una sola vez, mi Dios…
Volvió a mentir.
Telefoneó hace poco para decir que venía para acá
He hizo un gesto de tristeza.
No importa. Pero no me comentaste a dónde me llevarías.
Forzó la memoria y recordó la casa de un amigo a la orilla del mar, donde muchas
veces pasara temporadas.
¿A dónde iremos? Imagina. Antes de que vinieras al hospital, ¿recuerdas? Yo salí
todo un día con Nonato. Pues bien, fuimos a una linda casa, donde podrás
recuperarte. Y te garantizo que te gustará mucho.
No me contaste nada.
¿Cómo hacerlo si se trataba de una sorpresa?
Y ¿cómo es la casa?
¡Ni te lo imaginas! Una belleza. Se viaja todo el día para llegar allá. Se sube a
una sierra y desde lo alto con el coche detenido, se ve la casa iluminada.
Parece…
Ya sé, Anna.
¿Cómo puedes saberlo?
Él rió feliz.
Yo conozco bien esa casa. Desde lo alto, por la noche esa casa parece un navío
iluminado.
Anna sintió un escalofrío horrible.
Pero para mí no es un navío, es un Velero de Cristal.
Qué extraño, la primera vez que la viera había sentido la misma sensación. Quería
decirle algo, pero no podía articular palabra. Él proseguía la descripción.
Bajando por un camino se sale a una playa de pescadores. Hay dos ranchos. La
casa por fuera no dice nada; era un antiguo depósito de café. Cuando se entra
por al jardín, todo es más bonito. Las paredes son de vidrio. Desde el comedor,
cuando las cortinas están entreabiertas, se puede ver el mar desde todos los
costados.
La casa asienta sobre dos piedras enormes, ¿no es cierto, Anna?
Apenas podía balbucear una respuesta. Nunca le había hablado sobre esa casa. Y
tampoco nunca nadie de la familia había estado allí. Sin embargo, él conocía todo.
Comenzó a morir también ella. ¿Qué significaba eso? ¿Una monstruosa
coincidencia? ¿Quién podría develar todos los misterios y qué misterios había
entre el cielo y la tierra?
¿Quieres que te cuente el resto, Anna?
Asintió con la cabeza. Quería hacer todo lo posible para que el rostro no
traicionara su desesperación y su espanto.
Pues bien; entre las piedras hay un jardín, y todas las piedras se escalonan
desde la terraza hasta el mar. Hay una piscina y un gran tigre chino, de cobre.
¿No recuerdas, Anna?
Su memoria iba visualizando todo. Su narrativa no fallaba.
Subiendo una enrome y ancha escalera hay una gran terraza toda de vidrio.
Como si fuese la cubierta de un navío. A ella dan los dormitorios. Ahora, al
frente, lo más lindo de la casa es un gran salón también de enormes vidrios
desde donde se puede ver el mar que golpea en las piedras como si fuesen las
olas batiendo contra la proa de un navío. ¿Recuerdas bien lo que hay en la
repisa?
Quería recordarlo pero la brutalidad de esa revelación la había dejado aturdida.
Caramba, Anna. Una lechuza embalsamada.
Anna le tomó las manos, temblorosa.
Eduardo, por amor de Dios, ¿cómo fue que estuviste allá?
Te olvidaste. Estuvimos allá juntos. Hicimos el viaje con el velero. Un viaje de
sueños. Yo hice amistad con el tigre, que tenía un nombre japonés muy difícil.
Entonces lo bauticé Gabriel. También la lechuza tenía un nombre que no le
gustaba, un nombre de la constelación de Orión: Mintaka. Ella prefería llamarse
María Jurandir. Nombre un poco tonto para una lechuza de la selva, ¿no?
Se detuvo y comenzó a respirar con un poco de dificultad.
Anna, estoy cansándome mucho. Por favor, comienza a bajar la cama, necesito
más aire.
Anna, conectó el oxígeno.
Voy a llamar al enfermero.
Pero Edu suplicó.
Por favor, Anna, no hace falta. Este momento es sólo mío y tuyo.
Te cansaste porque hablaste demasiado.
Todavía no terminé. Anna. Acércate más. Debo contártelo todo porque en mi
vida sólo tú me comprendiste y amaste. Anna, voy a hacer otro viaje en ese
velero. Ahora iremos a visitar todas las estrellas.
¿Quién va contigo?
Esta vez no podrás viajar conmigo, Anna. El primer viaje que hicimos juntos fue
lo más hermoso del mundo. Gabriel dijo que vendrá a buscarme cuando el
velero esté listo para desatracar. Qué hermoso viajar por el cielo, ¿no, Anna?
Las lágrimas comenzaron a caer lentamente de sus ojos. Su voz casi desaparecía.
Pero tú vas en mi corazón.
Apoyó su rostro en la manita afiebrada. Las lágrimas corrieron sobre ella.
Sabes, Anna, estoy sintiendo que el mar moja mis manos.
Un sollozo más fuerte agitó su cuerpo.
Anna, Anna, ¿dónde estás?
Aquí querido, bien cerca de ti. Anna está aquí.
El dolor era tan grande que su voz ya no parecía la suya.
Anna, será muy hermoso. Así no necesitaremos vivir huyendo o escondido de
todos.
Jadeaba como si el aire se extinguiera en su pecho.
Anna, Anna, por favor, abre la ventana que quiero ver la noche. En la noche está
mi velero de cristal esperando para partir. Adiós, Anna.
La cabeza cayó hacia un costado y la mano débil comenzó a deslizarse
blandamente sobre la sábana.
EL GRITO DE ANNA
¿De qué servía enjugarse los ojos irritados? Ni siquiera podía sentir su pequeñez,
tal era el tamaño de su dolor. Sentía, sí, un frío que le endurecía los brazos. Y si
ponía la mano sobre su pecho podía contar cada golpe seco del corazón.
Sin saber cómo, se fue aproximando a la ventana. Por sobre la sombra de los
grandes árboles negros, el cielo ofrecía su mundo de estrellas. El mundo de sus
estrellas: Antares, Sirio, Canopus, Arturus. ¡Qué mundo tan lejano, el mundo de
Dios!...
La voz de él resonaba en sus oídos.
Así no necesitaremos vivir huyendo o escondidos de todos.
Las lágrimas corrieron de nuevo.
En este viaje no irás conmigo, Anna. Pero tú estarás en mi corazón done quiera
que yo vaya.
Las estrellas relucían, indiferentes.
¿Mamá volvió a venir?
Entonces su abatimiento se multiplicaba. Solos, ella y él. Solamente ellos dos en
el momento del gran tránsito. Siempre los dos solitos. Y ahora ella quedaría cada
vez más sola.
Dobló las piernas y se arrodilló apoyando la cabeza en la ventana, como una
criatura desprotegida. Y sus labios se entreabrieron en un ansia de deseos y de
rezos.
Sigue, hijito mío, tu lindo viaje. Sigue en tu Velero de Cristal, en tu velero de
estrellas, hacia un mundo de silencio y de paz.
¡Ahora yo sé que estás viajando, hijo!
Acompañado de tu tigre, de tu sapo, de la lechuza y de tantos bichitos a los que
tu corazón amó.
¡Qué lejos estás! ¿Son más lindas las estrellas cuando estás más próximas?
El pecho casi estalló y nuevas lágrimas corrieron por sus brazos llegando a la
ventana. Fue entonces cuando repitió dolorosamente su letanía.
Mira por mí hijo. Mis brazos murieron de abandono. Mi corazón está vacío de
amor. Mí querido, mí querido… En cada estrella en que estés, mira por mí.
Se acostó, desamparada, sin querer mirar su cama. Sin desear ver el cuerpo
rígido y pálido.
Sintió deseos de sonreír, sonreír por la humanidad vacía, por aquellos que más
tarde irían a decirle… como si eso consolase… “fue mejor así”. ¿Qué sabrían ellos
lo que sentía? ¿Para qué servían las palabras si ya nada más encontraría eco en
su corazón, en el fondo de su alma?
Mejor era mirar de nuevo el cielo. ¡Qué hermoso! ¡Cuántas estrellas! Y el velero
de cristal, el velero de estrellas, se alejaba cada vez más en su ansia de infinito.
Por última vez juntó las manos y suplicó:
Querido, cuando alcances la belleza de las estrellas, cuando toques su brillo, no
lo olvides… ¡Manda una gota de ternura, un relámpago de amor, para que mis
brazos no acaricien el abandono y mi corazón deje de caminar para siempre en
la desesperanza!...