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EN BUSCA DE LA TRADICIÓN. VANGUARDIA Y POSMODERNIDAD EN LOS AÑOS 70
Andreas Huyssen
Imagínense a Walter Benjamín en Berlín, la ciudad de su infancia, recorriendo la
exposición dedicada a la vanguardia internacional Tendenzen der zwanziger Jahre
presentada en 1977 en la nueva Nacional galerie construida por el arquitecto bauhausiano
Mies van der Rohe en los años 60. Imagínense a Walter Benjamín como fláneur en la
ciudad de los bulevares y los pasajes que tan admirablemente describió visitando el
Centro Georges Pompidou y su exposición multimedia París-Berlín 1900-1933, que fue
un gran acontecimiento cultural en 1978. 0 imagínense al teórico de los medios y de la
reproducción de imágenes en 1981, ante un aparato de televisión, contemplando la serie
de ocho capítulos de Robert Hughes producida por la BBC sobre el arte de vanguardia
The Shock of the New [El impacto de lo nuevo]1 . ¿Se habría alegrado este destacado crítico
y teórico de la estética vanguardista ante el éxito que estaba obteniendo -evidente
incluso en la arquitectura de los museos que albergaban las exposiciones- o acaso
sombras de melancolía habrían enturbiado sus ojos? ¿Habría, tal vez, quedado
impresionado por El impacto de lo nuevo o habría sentido la necesidad de revisar la
teoría del arte «postaurático»? ¿0 simplemente habría sostenido que la cultura
administrada del capitalismo tardío había logrado finalmente imponer el engañoso
hechizo del fetichismo de las mercancías incluso en el arte que más que ningún otro
había desafiado los valores y las tradiciones de la cultura burguesa? Quizá, tras otra
penetrante mirada a ese monumento arquitectónico al progreso tecnológico masivo encla-
vado en el corazón de Paris, Benjamin se habría citado a sí mismo: «En todas las épocas se
debe intentar salvaguardar a la tradición del conformismo que está a punto de
dominarla»2. De esta manera podría llegar a percibir no sólo que la vanguardia
Reproducido con la autorización de New German Critique. Publicado originalmente con el título «The search of Tradition: Avant-garde and Post modernism in the 1970's» en New German Critique, núm. 22, invierno 1981. Tomado del libro Modernidad y Postmodernidad, compilación de Joseph Picó, Editorial Alianza, Madrid 1998. 1Catálogos: Tendenzen der Zwanziger Jahre: 15. Europdische Kunstausstellung (Berlín, 1977); Wem gehórt die Welt: Kunst und Gesellschaft in der Weimarer Republik, Neue Gesellschaft für bildende Kunst, Berlín, 1977; Paris-Berlín 1900-1933, Centro Georges Pompidou, París, 1978. La serie de televisión de Robert Hughes también ha sido publicada en forma de libro con el título The Shock of the New, Nueva York, 1981. Véase también Paris-Moscow 1900-1930, Centro Georges Pompidou, París, 1979.2Walter Benjamín, «Theses on the Philosophy of History», en Illuminations, ed. Hannah Arendt, Nueva York, 1969. [Trad. cast. en Angelus Novus, La Gaya Ciencia-Sur-Edhasa, Barcelona, 1970.]
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―encarnación de la antitradición― se ha convertido ella misma en tradición, sino que,
además, sus invenciones e imaginación se han convertido en parte constitutiva incluso de las
manifestaciones más oficiales de la cultura occidental.
Por supuesto, no hay nada nuevo en tales observaciones. Ya en los primeros años de la
década de los 60 Hans Magnus Enzensberger había analizado las aporías de la
vanguardia3 y Max Frisch le había atribuido a Brecht «la sorprendente inocuidad de un
clásico»4. El uso del montaje visual, una de las principales invenciones de la
vanguardia, ya se había convertido en un procedimiento estándar en la publicidad
comercial y de pronto podían hallarse ecos del modernismo literario incluso en los
anuncios del Volkswagen escarabajo: «Und láuft und láuft und láuft.» En realidad, las
necrologías dedicadas al modernismo y el vanguardismo abundaban en los años 60 tanto en
Europa como en los Estados Unidos.
El vanguardismo y el modernismo no sólo habían sido aceptados como expresiones
culturales capitales del siglo XX. Se estaban convirtiendo rápidamente en historia. Esto
planteó entonces una serie de preguntas acerca del estatus del arte y la literatura produ-
cidos después de la Segunda Guerra Mundial, después del agotamiento del surrealismo y la
abstracción, después de la muerte de Musil y Thomas Mann, Valéry y Gide, Joyce y
T. S. Eliot. Uno de los primeros críticos que teorizó sobre el paso del modernismo al
postmodernismo fue Irving Howe en su ensayo Mass Society and Postmodern Fiction5,
escrito en 1959. Y sólo un año más tarde Harry Levin utilizó el mismo concepto de lo
postmoderno para designar lo que él veía como un «mar de fondo antiintelectual» que
amenazaba al humanismo y al apego a los valores ilustrados tan característicos de la
cultura del modernismo6. Algunos autores como Enzensberger y Frisch continuaron
claramente dentro de la tradición del modernismo (lo que es evidente en la poesía de En-
zensberger de principios de los 60 tanto como en las piezas teatrales y novelas de Frisch),
mientras críticos como Howe y Levin hicieron causa común con el modernismo frente a
3Hans Magnus Enzensberger, «Die Aporien der Avantgarde», en Einzelheiten: Poesie und Politik, Frankfurt am Main, 1962. [Trad. cast.: Detalles, Anagrama, Barcelona, 1969.] En este ensayo Ezensberger analiza las contradicciones en la sensibilidad temporal del vanguardismo, la relación entre las vanguardias artísticas y políticas y ciertos fenómenos vanguardistas posteriores a 1945 como el art informe¡, la action painting y la literatura de la generación beat. Su tesis más destacada consiste en que la vanguardia histórica ha muerto y que el revival del vanguardismo después de 1945 es fraudulento y regresivo.4Max Frisch, «Der Autor und das Theater», 1964, en Gesamelte Werke in zeitlicher Folge, vol. 5: 2, Frankfurt am Main, 1976, p. 342.5Partisan Review, 26, 1959, 420-436. Reed. en Irving Howe, The Decline of the New, Nueva York, 1970, pp. 190-207.6Harry Levin, «What Was Modernism?» (1960), en Refractions, Nueva York, 1966, p. 271.
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las evoluciones más recientes, que sólo podían ver como síntomas de decadencia. Pero el
postmodernismo7 despegó en serio en la primera mitad de los años 60, manifestándose
sobre todo en el Pop Art, en la narrativa experimental y en el estilo de crítica literaria de
Leslie Fiedler y Susan Sontag. Desde entonces la noción de postmodernismo se ha convertido
en la clave de casi todos los intentos de captar las cualidades específicas y únicas de las
actividades contemporáneas en arte y arquitectura, en danza y en música, en literatura y
en teoría. Los debates de finales de los 60 y principios de los 70 en Estados Unidos
dejaban cada vez más de lado al modernismo y a la vanguardia histórica. El
postmodernismo se imponía; corrían vientos de novedad y cambio cultural.
¿Cómo explicar entonces la sorprendente fascinación de finales de los 70 hacia el
vanguardismo de las tres o cuatro primeras décadas de este siglo? ¿Cuál es el significado
de este impetuoso retorno ―en los tiempos de la postmodernidad― del dadaísmo, el
constructivismo, el futurismo, el surrealismo y la Nueva Objetividad de la República de
Weimar? Las exposiciones dedicadas al vanguardismo clásico se convirtieron en
acontecimientos culturales capitales en Francia, Alemania, Inglaterra y los Estados Unidos.
En los Estados Unidos y Alemania se publicaron importantes estudios sobre la vanguardia,
que dieron lugar a animados debates8. Se celebraron conferencias sobre diversos aspectos
del modernismo y del vanguardismo9. Todo esto ha ocurrido en un momento en que
parecen existir pocas dudas sobre el hecho de que el vanguardismo clásico ha agotado
su potencial creativo y en que el ocaso del vanguardismo es ampliamente aceptado como un
fait accompli. ¿Es éste, entonces, otro episodio del hegeliano búho de Minerva que inicia
7En este ensayo no pretendo definir y delimitar conceptualmente el término «postmodernismo». Desde los años 60 el término ha ido acumulando diversos significados que no podrían ser ajustados a una única definición sistemática. El término «postmodernismo» se referirá en el presente ensayo a los movimientos artísticos norteamericanos desde el pop hasta el performance, el experimentalismo actual en la danza, el teatro y la narrativa, y ciertas tendencias vanguardistas en el campo de la crítica literaria desde la obra de Leslie Fiedler y Susan Sontag en los años 60 hasta la más reciente apropiación de la teoría cultural francesa a cargo de algunos críticos americanos que pueden o no autocalificarse como postmodernistas. Se pueden encontrar algunas consideraciones interesantes en torno al postmodernismo en Matei Calinescu, Faces of Modernity: Avant-Garde, Decadente , Ki tsch , Bloomington y Londres, 1977, especialmente pp. 132143; en un número especial sobre el postmodernismo de Amerikastud ien , 1 , 1977; dicho número contiene asimismo una importante bibliografía sobre el tema, ibid., pp. 40-46. Para un tratamiento crítico de la apropiación de la teoría cultural francesa por parte de críticos literarios americanos, véase Frank Lentricchia, After the New Criticism , Chicago, 1980. Sobre las tendencias recientes en la cultura americana véase Salmagundi, 50-51, otoño 1980 - invierno 1981, número monográfico dedicado al arte y la vida intelectual en Norteamérica.8Calinescu (véase nota 7); Peter Bürger, Theorie der Avantgarde , Frankfurt am Main, 1974; «Theorie der Avantgarde»: Antworten auf Peter Bürgers Bestimmung von Kunst und bürgerl icher Gesellschaft , ed. W. Martin Lüdke, Frankfurt am Main, 1976; la réplica de Bürger a sus críticas se encuentra en la introducción de su Vermittlung-Rezeption-Funktion, Frankfurt am Main, 1979; número especial sobre la Montage/Avantgarde de la revista berlinesa Alternative , 122/123, 1978. Véanse también los ensayos de Jürgen Habermas, Hans Platscheck y Karl Heinz Bohrer en Stichworte zur «Geistigen Situation der Zeit», 2 vols., ed. Jürgen Habermas, Frankfurt am Main, 1979.9Por ejemplo la conferencia sobre el fascismo y la vanguardia celebrada en 1979 en Madison, Wisconsin.
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su vuelo cuando las sombras de la noche ya han caído o nos encontramos ante un caso de
nostalgia por «los buenos tiempos» de la cultura del siglo XX? Y si es nostalgia, ¿indica el
agotamiento de los recursos culturales y la creatividad en nuestro propio tiempo o
representa la promesa de una revitalización de la cultura contemporánea? ¿Cuál es, al fin y
al cabo, el papel del postmodernismo en todo esto? ¿Podemos, quizá, comparar este
fenómeno con otras detestables nostalgias de los años 70, como la nostalgia por las momias
egipcias (la exposición Tut de los EE. UU.), por los emperadores medievales (la
exposición Stauffen en Stuttgart) o, más recientemente, por los vikingos (Minneapolis)?
En todas estas instancias parece haber una búsqueda de la tradición. ¿Es esta búsqueda
de la tradición, quizá, sólo otro signo del conservadurismo de los 70, el equivalente
cultural, por decirlo sí, de la reacción política o del llamado Tendenzwende? ¿O acaso
podemos interpretar el renacimiento del vanguardismo clásico en los museos y la televisión
como una defensa frente los ataques neoconservadores a la cultura del modernismo y la
vanguardia, ataques que se han intensificado en estos últimos años en Alemania, Francia
y los Estados Unidos?
Para poder contestar alguna de estas preguntas podría ser útil comparar la situación
del arte, la literatura y la crítica de finales de los 70 con la de los años 60.
Paradójicamente, los años 60, a pesar de sus ataques al modernismo y el vanguardismo,
se acercan más a la idea tradicional de la vanguardia que la arqueología de la modernidad
tan característica de finales de los 70. Se podría haber evitado mucha confusión si los
críticos hubieran prestado mayor atención a las distinciones que deben hacerse entre el
vanguardismo y el modernismo, así como a la diferente relación de cada uno de ellos con la
cultura de masas en los Estados Unidos y Europa respectivamente. Los críticos
norteamericanos, en especial, tendieron a utilizar los términos de vanguardismo y
modernismo indistintamente. Por poner sólo dos ejemplos, la Theory of the AvantGarde
de Renato Poggioli, traducido del italiano en 1968, fue reseñado en Estados Unidos como
si se tratase de un libro sobre el modernismo10 y The Concept of the Avant-Garde, de John
Weightman, publicado en 1973, lleva el subtítulo de Explorations in Modernism11. Tanto
la vanguardia como el modernismo podrían entenderse legítimamente como expresiones
10Referencias en Calinescu, Faces of Modernity , pp. 140 y 287, n. 40.11John Weightman, The Concept of the Avant-Garde , La Salle, Ill., 1973.
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artísticas representativas de la sensibilidad de la modernidad, pero desde una perspectiva
europea tiene poco sentido agrupar a Thomas Mann junto con Dada, a Proust con André
Breton o a Rilke con el constructivismo ruso. Aunque existen solapamientos entre la
tradición del vanguardismo y la del modernismo (por ejemplo, el vorticismo y Ezra Pound,
la experimentación lingüística radical y James Joyce, el expresionismo y Gottfried Benn),
las diferencias estéticas y políticas de conjunto son demasiado significativas para ser
ignoradas. Por este motivo Mate¡ Calinescu hace la siguiente observación: «En Francia,
Italia, España y otros países europeos la vanguardia, a pesar de sus propuestas diversas y
a menudo contradictorias, tiende a ser considerada como la forma más extrema de
negativismo artístico, siendo el arte mismo la primera víctima. En cuanto al modernismo,
cualquiera que sea su significado exacto en los distintos idiomas y para los diferentes
autores, nunca conlleva ese sentido de negación universal e histérica tan característico del
vanguardismo. El antitradicionalismo del modernismo es, a menudo, sutilmente
tradicional»12. En cuanto a las diferencias políticas, la vanguardia histórica se inclinaba
predominantemente hacia la izquierda, siendo la mayor excepción el futurismo italiano,
mientras que la derecha podía contar con un número sorprendente de modernistas entre
sus partidarios: entre otros, Ezra Pound, Knut Hamsun y Gottfried Benn.
Mientras que Calinescu tipifica muchos de los aspectos negativistas, antiestéticos y
autodestructivos del vanguardismo como opuestos al arte reconstructivo de los modernistas,
el proyecto estético y político del vanguardismo podría ser tratado en términos más
positivos. En el modernismo, el arte y la literatura conservaron su autonomía tradicional,
decimonónica, con respecto a la vida cotidiana, una autonomía que fue definida por primera
vez por Kant y Schiller a finales del siglo XVIII; el «arte como institución» (Peter
Bürger)13, esto es, el modo tradicional en el que el arte y la literatura eran elaborados,
difundidos y recibidos nunca fue desafiado por el modernismo, sino que se mantuvo
intacto. Modernistas como T. S. Eliot y Ortega y Gasset recalcaron una y otra vez que su
misión era salvaguardar la pureza del arte culto frente a las embestidas de la
urbanización, la masificación, la modernización tecnológica, en una palabra, de la cultura
de masas moderna. Sin embargo, el vanguardismo de las tres primeras décadas de este 12Calinescu, Faces of Modernity , p. 140.13La Theorie der Avantgarde de Peter Bürger, en la que la noción del «arte como institución» juega un papel central, ha sido publicada en inglés por University of Minnesota Press en su nueva colección «Theory and the History of Literature». [Trad. cast.: Teoría de la vanguardia , Península, Barcelona, 1987.]
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siglo intentó subvertir la autonomía del arte, su artificial separación de la vida, y su
institucionalización como «arte culto», lo que se percibía como un aspecto relacionado
directamente con las necesidades de legitimación de las formas de sociedad burguesa del
siglo XIX. El vanguardismo postuló como su principal proyecto la reintegración del arte y
la vida en un momento en que la sociedad tradicional, especialmente en Italia, Rusia y
Alemania, estaba sufriendo una importante transformación hacia una etapa cualitativamente
nueva de modernidad. La ebullición social y política de los años 10 y 20 del nuevo siglo fue el
caldo de cultivo del radicalismo vanguardista tanto en el arte y la literatura como en la
política14. Cuando Enzensberger escribió sobre las aporías del vanguardismo varias décadas
después, no tenía en mente la cooptación de la vanguardia por la industria cultural como a
veces se conjetura; comprendía plenamente la dimensión política del problema y señalaba
cómo el vanguardismo histórico había fracasado en ofrecer aquello que siempre había
prometido: romper las cadenas políticas, sociales y estéticas, hacer saltar las reificaciones
culturales, desprenderse de las formas de dominación tradicionales y liberar las energías
reprimidas15.
Si teniendo en cuenta estas distinciones observamos la cultura de los Estados Unidos
de los años 60, vemos claramente que esta década puede considerarse como el capítulo
final en la tradición del vanguardismo. Como todas las vanguardias desde Saint Simon y
los socialistas utópicos y anarquistas hasta Dada, el surrealismo y el arte post-
revolucionario de la Rusia soviética de principios de los años 20, los años 60 combatieron
la tradición, y esta revuelta tuvo lugar en un momento de confusión política y social. Las
perspectivas de abundancia ilimitada, la estabilidad política y las nuevas fronteras
tecnológicas de la era Kennedy se derrumbaron rápidamente y la conflictividad social surgió
con fuerza en los movimientos pro-derechos civiles, en los disturbios urbanos y en el
movimiento antibélico. Es desde luego más que una simple coincidencia el hecho de que la
cultura de la protesta del período adoptara la etiqueta de «contracultura», proyectando así
la imagen de una vanguardia que señalaba el camino hacia un tipo de sociedad
alternativa. En el campo del arte, el pop se rebeló contra el expresionismo abstracto y se
14Acerca de los aspectos políticos del vanguardismo de izquierdas, véase David Bthrick, «Affirmative and Negative Culture: Technology and Left Avantgarde», en The Technological Imagination , eds. Teresa de Lauretis, Andreas Huyssen y Kathleen Woodward, Madison, Wis., 1980, pp. 107122, y mi ensayo «The Hidden Dialectic: The Avantgarde-TechnologyMass Culture», en The Myths of Information: Technology and Post-Indus trial Culture, ed. Kathleen Woodward, Madison, Wis., 1980, pp. 151-164.15Véase Enzensberger, «Aporien», pp. 66 y s.
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encendió la mecha de una serie de corrientes artísticas desde el por al fluxus, el
conceptualismo y el minimalismo, que convirtió la escena artística de los años 60 en algo
tan lleno de vida y vibrante como comercialmente rentable y de moda16. Peter Brook y
el Living Theatre acabaron con el interminable enmarañamiento del teatro del absurdo
y crearon un nuevo estilo de práctica escénica. El teatro intentó salvar la distancia exis-
tente entre el escenario y el público, experimentando con nuevas formas de inmediatez
y espontaneidad en la representación. Surgió en las artes y el teatro un espíritu
participativo que se podría relacionar fácilmente con los teach-ins y sit-ins del movimiento de
protesta. Los exponentes de una nueva sensibilidad se rebelaron contra las complejidades
y ambigüedades del modernismo, adoptando en su lugar la cultura camp y pop, y los
críticos literarios rechazaron el canon congelado y las prácticas interpretativas del New
Cristicism reivindicando para sus propios textos la creatividad, la autonomía y la
presencia propias de la creación original.
Cuando Leslie Fiedler proclamó la «muerte de la literatura de vanguardia» en 196417,
lo que realmente estaba atacando era el modernismo, a la vez que personificaba el ethos de
la vanguardia clásica, el estilo americano. Digo «estilo americano» porque la mayor
preocupación de Fiedler no era la de democratizar el «arte culto»; su meta era más bien la
de hacer valer la cultura popular y la de combatir la creciente institucionalización del arte
culto. Por esta razón, cuando unos pocos años más tarde propuso «cruzar la frontera, cerrar
la brecha» (1968)18 entre la alta cultura y la cultura popular, lo que hacía precisamente era
reafirmar el proyecto del vanguardismo clásico de unificar esas esferas culturales que habían
sido separadas artificialmente. Por un momento durante los años 60 pareció que el Fénix
del vanguardismo había renacido de sus cenizas insinuando un vuelo hacia la nueva
frontera de lo postmoderno. ¿O era más bien el postmodernismo americano un albatros
baudelairiano intentando en vano alzar el vuelo desde la cubierta de la industria cultural?
¿Estaba el postmodernismo infectado desde sus mismos comienzos por las mismas aporías
que tan elocuentemente había analizado ya Enzensberger en 1962? Parece ser que incluso en
los Estados Unidos el agrupamiento indiscriminado del western y el camp, el porno y el rock,
el pop y la contracultura como expresiones genuinas de la cultura popular se relaciona con
16Sobre el Pop art véase mi artículo «The Cultural Politics of Pop», New German Critique , 4, invierno 1975, pp. 77-98.17Leslie Fiedler, The Collected Essays of Leslie Fiedier , vol. II , Nueva York, 1971, pp. 454-461.18Reeditado en Leslie Fiedler, A Fiedler Reader , Nueva York, 1977, pp. 270-294.
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una especie de amnesia que pudo ser más el resultado de la política de guerra fría que de
la implacable lucha de los postmodernistas contra la tradición. Los análisis americanos de la
cultura de masas tenían una vertiente crítica a finales de los años 40 y 5019 que fue
contestada, pero sin explicitarlo, por el entusiasmo incondicional de los 60 hacia lo camp,
el pop y los medios de comunicación masivos.
Una diferencia capital entre los Estados Unidos y Europa en los años 60 es que los
escritores, artistas e intelectuales europeos eran entonces mucho más conscientes de la
cooptación creciente de todo el arte modernista y vanguardista por la industria de la
cultura. Después de todo Enzensberger no sólo había escrito sobre las aporías del
vanguardismo, sino también sobre la omnipresencia de la «industria de la conciencia»20.
Dado que la tradición del vanguardismo en Europa no parecía ofrecer lo que, por razones
históricas, podía seguir ofreciendo en los Estados Unidos, una forma políticamente
factible de respuesta al vanguardismo clásico y la tradición cultural en general consistía en
declarar la muerte de todo arte y literatura y apelar a la revolución cultural. Pero incluso
este gesto retórico, articulado con la mayor fuerza en el Kursbuch de Enzensberger de
1968 y en los graffiti parisinos de mayo del 68, era parte de las estrategias antiesteticistas,
antielitistas y antiburguesas tradicionales del vanguardismo. En modo alguno todos los
escritores y artistas prestaron atención a esta llamada. Peter Handke, por ejemplo, calificó de
“infantil” el ataque a toda literatura y arte cultos y continuó escribiendo obras dramáticas,
poesía y prosa experimentales. Y la izquierda intelectual de Alemania occidental que se
manifestaba de acuerdo con el funeral propuesto por Enzensberger para el arte y la
literatura siempre que afectase solamente el arte «burgués», emprendió la tarea de
desenterrar una tradición cultural alternativa, especialmente la de las vanguardias
izquierdistas de la República de Weimar. Pero la reapropiación de la tradición de
izquierda de la República de Weimar no revitalizó al arte y la literatura alemanes
contemporáneos de la misma manera en que la corriente subterránea del dadaísmo
había revitalizado la escena artística americana de los años 60. Se pueden encontrar
algunas importantes excepciones a esta observación general en la obra de Klaus Staeck,
Günter Wallraff y Alexander Kluge, pero continúan siendo casos aislados.19Cf. los diversos ensayos de la antología Mass Culture: The Popular Arts in America , eds. Bernard Rosenberg y David Manning White, Nueva York, 1957.20Hans Magnus Ezensberger, Einzelheiten 1: Bewusstseins industrie , Frankfurt am Main, 1962. [Trad. cast.: Detalles, Anagrama, Barcelona, 1969.]
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Pronto quedó claro que el intento europeo de escapar del «ghetto» del arte y de
romper con la esclavitud de la industria de la cultura también había acabado en fracaso y
frustración. Tanto en el movimiento de protesta alemán como en el Mayo francés del 68
la ilusión de que la revolución cultural era inminente se fueron a pique ante las duras
realidades del statu quo. El arte no fue reintegrado en la vida cotidiana. La imaginación
no llegó al poder. En cambio, se construyó el Centro Georges Pompidou y el SPD llegó al
poder en Alemania Occidental. El empuje vanguardista de los movimientos colectivos
desarrollando y promulgando el estilo más nuevo parecía estar agotado después de 1968.
En Europa, el 68 no marcó la ruptura que entonces se esperaba sino más bien una
nueva representación del final del vanguardismo tradicional. Característicos de los años
70 fueron los solitarios como Peter Handke, cuya obra desafía la noción de un estilo
unitario; otros personajes de la cultura, como Joseph Beuys y su evocación de un pasado
arcaico; o directores de cine como Herzog, Wenders y Fassbinder cuyas películas -a pesar
de su crítica de la Alemania actual- carecen de uno de los requisitos del arte de
vanguardia, el sentido del futuro.
En los Estados Unidos, sin embargo, el sentido del futuro, que se había afirmado tan
poderosamente en los años 60, todavía pervive hoy en la escena del postmodernismo,
aunque su vitalidad se está reduciendo rápidamente como resultado de los recientes
cambios políticos y económicos (por ejemplo, la reducción del presupuesto NEA). Por
otra parte, el postmodernismo parece haber sufrido un desplazamiento importante de
intereses desde su anterior preocupación por la cultura popular y por el arte y la literatura
experimental, hacia un nuevo centro de atención en la teoría de la cultura, un
desplazamiento que ciertamente refleja la institucionalización académica del
postmodernismo, pero que no queda totalmente explicado por ésta. Me referiré a esto más
adelante. Lo que me preocupa ahora es la imaginación temporal del postmodernismo, la
confianza impertérrita de estar en el filo de la historia que caracteriza a toda la
trayectoria del postmodernismo norteamericano desde los años 60 y de la cual la noción de
una post-histoire es sólo una de las manifestaciones más absurdas. Una posible explicación
de esta capacidad de adaptación a la tendencia movediza de la cultura en general, que sin
duda desde la mitad de los años 70 ha perdido casi toda su confianza en el futuro, puede
encontrarse precisamente en la proximidad subterránea del postmodernismo a los
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movimientos, figuras e intenciones del vanguardismo clásico europeo que apenas son
reconocidos en la noción anglosajona del postmodernismo. A pesar de la importancia de
Man Ray y de las actividades de Picabía y Duchamp en Nueva York, el dadaísmo de
Nueva York ha sido, en el mejor de los casos, un fenómeno marginal en la cultura
americana, y ni el dadaísmo ni el surrealismo tuvieron nunca mucho éxito de público en
los Estados Unidos. Fue precisamente este hecho el que hizo que el pop, los happenings, el
arte conceptual, la música experimental, el perlormance art y la surfiction de los años 60
y 70 parecieran más novedosos de lo que realmente eran. El nivel de expectación del
público en los Estados Unidos era básicamente distinto de lo que era en Europa. Aquello
frente a lo que los europeos podían reaccionar con un espíritu de déjá vu, podía suscitar
todavía en los americanos un sentimiento de innovación, emoción y ruptura.
Aquí entra en juego un segundo factor de importancia. Si queremos entender plenamente
la fuerza que la corriente subterránea dadaísta tuvo en los Estados Unidos en los años 60, se
debe aclarar también la ausencia de un dadaísmo o un movimiento surrealista norteamericano
en las primeras décadas del siglo XX. Tal como ha argumentado Peter Bürger, la mayor meta
de las vanguardias europeas era socavar, atacar y transformar el «arte institucional»
burgués. Este ataque iconoclasta a las instituciones culturales y a las maneras
tradicionales de representación, a la estructura narrativa, la perspectiva y la sensibilidad
poética sólo tenía sentido en países en los que el «arte culto» jugaba un papel esencial en
la legitimación de la dominación política y social burgesa; por ejemplo, en la cultura de museo
y de salón, en los teatros, salas de conciertos y teatros de ópera y en el proceso de socialización
y educación en general. La política cultural del vanguardismo del siglo XX no habría
tenido sentido (o habría sido regresiva) en los Estados Unidos, donde el «arte culto» aún
estaba luchando con fuerza para obtener una legitimidad más amplia y para ser tomado en
serio por el público. Así, no resulta extraño que los principales escritores americanos
desde Henry James, como T. S. Eliot, Faulkner y Hemingway, Pound y Stevens, se sintiesen
atraídos por la sensibilidad constructiva del modernismo, que insistía en la dignidad y la
autonomía de la literatura, más que por el carácter iconoclasta y antiesticista del
vanguardismo europeo, que intentaba quebrar la esclavización política de la alta cultura a
través de la fusión con la cultura popular y la integración del arte con la vida cotidiana.
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Sugeriría que no fue sólo la ausencia de un vanguardismo estadounidense autóctono
en el sentido clásico europeo, digamos en los años 20, lo que cuarenta años más tarde
benefició a la reivindicación de novedad de los postmodernistas en su lucha contra las
atrincheradas tradiciones del modernismo, el expresionismo abstracto y el New Criticism. No
es tan sencillo como eso. Una revuelta vanguardista al estilo europeo contra la tradición
tenía un sentido eminente en los Estados Unidos en un momento en que el arte culto se
había institucionalizado en la incipiente cultura del museo, de los conciertos y libros de
bolsillo de los años 50, cuando el propio modernismo se había incorporado a la corriente
principal por vía de la industria de la cultura, y más tarde, durante la época de Kennedy,
cuando la alta cultura comenzó a asumir funciones de representación política (Robert
Frost y Pau Casals en la Casa Blanca).
Todo esto, por tanto, no quiere decir que el postmodernismo sea una mera imitación
de un vanguardismo continental anterior. Sirve más bien para señalar la similitud y la
continuidad entre el postmodernismo americano y ciertos segmentos de la vanguardia
europea más temprana, una similitud a nivel de experimentación formal y de crítica del
«arte institucional». Esta continuidad ya estaba marginalmente reconocida en alguna crítica
postmodernista, por ejemplo, la de Fiedler e Ihab Hassan21, pero se puso claramente de
manifiesto a raíz de las recientes retrospectivas y publicaciones acerca del vanguardismo
clásico europeo. Desde la perspectiva actual, el arte norteamericano de los años 60
―precisamente debido a su logrado ataque al expresionismo abstracto― brilla como la
colorida máscara de la muerte de un vanguardismo clásico que en Europa ya había sido
liquidado política y culturalmente por Stalin y Hitler. A pesar de su crítica radical y
legítima al evangelio del modernismo, el postmodernismo, que en sus prácticas artísticas y
su teoría era un producto de los años 60, debe ser visto como la jugada final del
vanguardismo y no como la ruptura radical que a menudo reivindicaba ser22.
Al mismo tiempo, no hace falta decir que la revuelta post-modernista contra el arte
institucional en los Estados Unidos se alzaba contra fuerzas superiores que el futurismo, el
dadaísmo o el surrealismo en su tiempo. El primer vanguardismo se enfrentaba con la 21Ihab Hassan, Paracriticisms: Seven Speculations of the T imes , Urbana, Chicago, Londres, 1975. Véase también Ihab Hassan, The Right Promethean Fire: Imagination, Science and Cultural Change , Urbana, 111., 1980.22Se puede encontrar una crítica incisiva del postmodernismo desde una posición altamente conservadora en Gerald Graff, «The Myth of the Postmodernist Breakthrough», TriQuaterly, 26, 1973, pp. 383-417. Este ensayo también apareció en Graff, Literature Against Itself: Literary Ideas on Modern Society , Chicago, 1979, pp. 31-62.
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industria de la cultura en su etapa inicial, mientras que el postmodernismo tuvo que
vérselas con una cultura de los medios de comunicación totalmente desarrollada, tanto
tecnológica como económicamente, que dominaba el arte de integrar, difundir y
comercializar incluso los desafíos más serios. Este factor, combinado con la distinta
composición del público, justifica el hecho de que en comparación con los principios del
siglo XX, el impacto de lo nuevo era mucho más difícil, quizás incluso imposible, de
mantener. Es más, cuando el dadaísmo irrumpió en 1916 en la plácida cultura
decimonónica del Zurich burgués, no había antecesores con los que pugnar. Ni siquiera los
vanguardismos formalmente mucho menos radicales del siglo XIX habían logrado un
impacto digno de mención en la cultura suiza en general. Los happenings en el Café
Voltaire no podían sino escandalizar al público. Cuando Rauschenberg, Jasper Johns y los
artistas pop de la Madison Avenue iniciaron su ataque al expresionismo abstracto,
inspirándose en la vida cotidiana del consumismo americano, tuvieron que enfrentarse de
entrada a una fuerte competencia: la obra del padre del dadaísmo, Marcel Duchamp,
fue presentada al público americano en retrospectivas expuestas en museos y galerías
importantes, por ejemplo, en Pasadena (1963) y Nueva York (1965). El fantasma del padre
no había salido sin más del baúl de la historia del arte, sino que el propio Duchamp se
presentaba a todas horas, en carne y hueso, diciendo como el erizo a la liebre: «Ich bin
schon da».
Todo esto nos muestra que los gigantescos espectáculos vanguardistas de finales de
los años 70 pueden ser interpretados como la otra cara del postmodernismo que ahora
parece mucho más tradicional que en los años 60. No sólo las exposiciones vanguardistas de
finales de los 70 en París y Berlín, Londres, Nueva York y Chicago nos ayudan a
comprender la tradición de principios del siglo XX, sino que el propio postmodernismo
puede ser descrito ahora como una búsqueda de una tradición moderna viable aparte de,
pongamos por caso, la tríada de Proust – Joyce - Mann, y fuera del canon del
modernismo clásico. La búsqueda de la tradición, combinada con un intento de
recuperación, parece más importante para el postmodernismo que la innovación y la
ruptura. La paradoja cultural de los 70 no es tanto la coexistencia codo con codo de un
postmodernismo de futuro/feliz con retrospectivas de las vanguardias en los museos. Ni
tampoco lo es la contradicción intrínseca a la propia vanguardia postmodernista, es
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decir, la paradoja de un arte que simultáneamente quiere ser arte y antiarte y de una crítica
que pretende ser crítica y anticrítica. La paradoja de los años 70 es más bien que la
búsqueda postmodernista de la tradición y la continuidad cultural, que yace debajo de
toda la retórica radical de ruptura, discontinuidad y rupturas epistemológicas, ha regresado
a esa tradición que fundamentalmente y por principio despreciaba y negaba todas las
tradiciones.
Viendo las exposiciones vanguardistas de los años 70 a la luz del postmodernismo
también se pueden comprender algunas diferencias importantes entre el postmodernismo
americano y el vanguardismo histórico. En la América posterior a la segunda guerra
mundial las realidades históricas del masivo cambio tecnológico, social y político que le
habían dado al mito del vanguardismo y la innovación su fuerza, su capacidad de
convicción y su impulso utópico a principios del siglo XX, habían casi desaparecido. Durante
los años 40 y 50, el arte y la vida intelectual norteamericanos atravesaron un período de
despolitización en el que el vanguardismo y el modernismo se alinearon realmente con el
liberalismo conservador de la época23. A pesar de que el postmodernismo se rebeló
contra la cultura y la política de los años 50, le faltó, no obstante, una visión radical de
transformación política y social como la que había sido tan esencial para el vanguardismo
histórico. De vez en cuando el futuro fue formulado retóricamente pero nunca quedó claro
cómo y en qué formas contribuiría el postmodernismo a hacer realidad la cultura alternativa
de los años venideros. A pesar de esta ostentosa orientación hacia el futuro, el
postmodernismo bien podría haber sido una expresión de la crisis contemporánea de la
cultura más que la prometida transición hacia el rejuvenecimiento cultural. Mucho más
que el vanguardismo histórico, que estaba subrepticiamente conectado con las tendencias
modernizadoras y antitradicionalistas dominantes en la civilización occidental de los siglos
XIX y XX, el postmodernismo corría el peligro de convertirse en una cultura afirmativa
desde el principio. Muchos de los gestos que habían originado el carácter impactante del
vanguardismo histórico ya no eran ni podían ser efectivos. La histórica apropiación por parte
de las vanguardias de la tecnología para el gran arte (por ejemplo, el cine, la fotografía,
las técnicas de montaje) podía producir un impacto ya que rompía con la estética y la doctrina
23Véase Serge Guilbaut, «The New Adventures of the Avant-Garde in America», Oc tobe r , 15, invierno, 1980, pp. 61-78. Cf. también Eva Cockroft, «Abstract Expressionism: Weapon of the Cold War», Artforum, XII , junio, 1974.
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de la autonomía del arte con respecto a la vida «real» que dominaban a finales del
siglo XIX. Sin embargo la adopción postmodernista de la tecnología de la era espacial y los
medios de comunicación de base electrónica, siguiendo a Mc Luhan apenas podía sorprender
a un público que había sido aculturado al modernismo por la vía de esos mismos medios.
Tampoco la zambullida de Leslie Fiedler en la cultura popular causó irritación alguna en un
país en el que siempre se habían reconocido (excepto quizás en los ambientes académicos)
las bondades de la cultura popular con más facilidad y menos discreción que en Europa. Por
otra parte, la mayoría de los experimentos postmodernistas en el campo de la perspectiva
visual, la estructura narrativa y la lógica temporal que se oponían al dogma de la
referencialidad mimética ya eran conocidos en la tradición modernista. El problema residía en
el hecho de que las estrategias experimentales y la cultura popular ya no estaban unidas en
un proyecto crítico, estético y político, como lo habían estado en el vanguardismo
histórico. La cultura popular fue aceptada acríticamente (Leslie Fiedler) y la experimentación
postmodernista perdió la conciencia vanguardista de que el cambio social y la transformación
de la vida cotidiana estaban en juego en cada experimento artístico. Más que pretender una
mediación entre el arte y la vida, los experimentos postmodernistas pronto llegaron a
valorarse por sus características típicamente modernistas como la autorreflexividad, la
inmanencia y la indeterminación (Ihab Hassan). La vanguardia postmodernista americana,
por lo tanto, no es sólo la jugada final del vanguardismo, sino también representa la
fragmentación y el declive del vanguardismo como cultura genuinamente crítica y de
oposición.
Mi hipótesis de que el postmodernismo siempre ha ido en busca de la tradición aun
cuando pretendiese la innovación, también está confirmada por el giro reciente hacia la
teoría cultural que distingue al postmodernismo de los años 70 del de los 60. A cierto nivel,
por supuesto, la apropiación norteamericana de la teoría estructuralista y, especialmente,
postestructuralista francesa, refleja hasta qué punto el propio postmodernismo se ha
academizado desde que ganó su batalla contra el modernismo y el New Criticism24.
Resulta también tentador especular con que el giro hacia los aspectos teóricos indica de hecho
una tasa decreciente de creatividad artística y literaria en los años 70, idea ésta que 24No pretendo identificar el postestructuralismo con el postmodernismo, aun cuando el concepto de postmodernismo ha sido recientemente incorporado a los escritos postestructuralistas franceses en la obra de Jean Francois Lyotard. Lo único que digo es que existen unos lazos definidos entre el ethos del postmodernismo y la adaptación americana del postes tructuralismo, especialmente el de Derrida.
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podría ayudar a explicar la proliferación de retrospectivas históricas en los museos. En
pocas palabras, si la escena artística contemporánea no genera suficientes movimientos,
figuras y tendencias para mantener el espíritu del vanguardismo, los directores de museo
tienen que volver sus ojos al pasado para satisfacer la demanda de acontecimientos
culturales. Sin embargo, la superioridad artística y literaria de los años 60 sobre los 70
no se debería dar por sentada y el aspecto cuantitativo en modo alguno constituye un
criterio apropiado. Quizás la cultura de los años 70 es simplemente más amorfa y difusa,
más rica en diversidad y variedad que la de los 60, en la que las tendencias y los
movimientos evolucionaron con una secuencia más o menos ordenada». Por debajo de
las tendencias continuamente cambiantes había, desde luego, una evolución unitaria en la
cultura de los años 60 que fue heredada precisamente de la tradición vanguardista.
Debido a que la diversidad cultural de los años 70 ya no albergaba este sentido unitario
-aunque fuera la unidad de la experimentación, la fragmentación, la Verfremdung y la
indeterminación-, el postmodernismo se identificó con una especie de teoría que,
apoyándose en sus nociones clave de descentramiento y deconstrucción, parecía restituir el
centro perdido del vanguardismo. Sería acertado sospechar que el desplazamiento de los
críticos postmodernistas hacia la teoría continental constituye el último y desesperado intento
del vanguardismo postmodernista de asirse a una noción de vanguardia que ya fue refutada
por ciertas prácticas culturales de los 70. La ironía es que en esta singular apropiación
americana de la reciente teoría francesa la búsqueda postmodernista de la tradición
vuelve al punto de partida; muchos de los principales exponentes del postestructuralismo
francés como Foucault, Deleuze, Guattari y Derrida están más preocupados por la
arqueología de la modernidad que por la ruptura y la innovación, por la historia y el pasado
que por el año 2001.
Cabe plantear, llegados aquí, y para concluir, dos interrogantes. ¿Por qué se dio esta
intensa búsqueda de las tradiciones aprovechables en los años 70, cuál es, si la hay, su
especificidad histórica? Y, en segundo lugar, ¿en qué puede contribuir la identidad cultu-
ral, hasta qué punto es esta identificación deseable? Los países industrializados
occidentales están actualmente experimentando una fundamental crisis cultural y de
identidad política. La búsqueda de raíces, de historia y tradiciones que tuvo lugar en los años
70 fue un punto de partida inevitable ―y en diversos aspectos productivo de esta
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crisis―; aparte de la nostalgia por las momias y los emperadores, nos enfrentamos con una
búsqueda diversa y multifacética del pasado (a menudo de un pasado alternativo) que en
muchas de sus manifestaciones más radicales cuestiona la orientación fundamental de las
sociedades occidentales hacia el crecimiento futuro y el progreso ilimitado. Este
cuestionamiento de la historia y la tradición, que por ejemplo inspira el interés
feminista por la historia de la mujer y la búsqueda ecológica de alternativas para nuestra
relación con la naturaleza, no debería confundirse con una afirmación retrógrada de los
valores y normas tradicionales, aunque ambos fenómenos reflejan con intenciones políticas
diametralmente opuestas la misma predisposición hacia la tradición y la historia. El
problema del postmodernismo es que relega la historia al cubo de la basura de un
episteme obsoleto argumentando alegremente que la historia no existe excepto como
texto, es decir, como historiografía25. Lógicamente si el «referente» de la historiografía,
aquello sobre lo que los historiadores escriben, es eliminado, entonces la historia está
ciertamente predispuesta para sufrir «malas interpretaciones». Cuando en 1966 Hayden
White lamentó «la carga de la historia» y sugirió, en perfecta consonancia con la primera
fase del postmodernismo, la idea de que aceptamos nuestra parte de discontinuidad,
desorganización y caos26, reproducía el ímpetu nietzscheano del vanguardismo clásico,
aunque su sugerencia nos resulte poco útil al tratar con las nuevas constelaciones cultu-
rales de los años 70. Las prácticas culturales de los 70 ―a pesar de la teoría
postmodernista― señalan de hecho la necesidad vital de no abandonar la historia y el
pasado en manos de los neoconservadores traficantes de la tradición resueltos a
restablecer las normas del primitivo capitalismo industrial: disciplina, autoridad, ética del
trabajo y familia tradicional. Existe, desde luego, una búsqueda alternativa de la tradición
y la historia que se manifiesta en la preocupación por las formaciones culturales no
dominadas por el pensamiento logocéntrico y tecnocrático, en el descentramiento de las
nociones tradicionales de identidad, en la investigación de la historia de las mujeres, en el
rechazo de los centralismos, corrientes principales y melting pots de todo tipo, y en el
gran valor atribuido a la diferencia y la alteridad. Esta búsqueda de la historia es, por
supuesto, también una búsqueda de las identidades culturales actuales y, como tal, señala
25Para una documentada crítica de la negación de la historia en la crítica literaria contemporánea, véase Frederic Jameson, The Polit ical Unconscious: Narrative as a Socially Symbolic Act , Ithaca, N. Y., 1981, especialmente el capítulo 1.26Hayden White, «The Burden of History», reeditado en Tropies of Discourse: Essays in Cultural Criticísm , Baltimore, Londres, 1978, pp. 27-50.
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claramente el agotamiento de la tradición del vanguardismo, incluyendo el
postmodernismo. La búsqueda de la tradición, con toda seguridad, no es sólo característica
de los años 70. Siempre que la civilización occidental ha experimentado los dolores de la
modernización, el lamento nostálgico por un pasado perdido la ha acompañado como
una sombra que mantiene viva la promesa de un futuro mejor. Pero en todas las batallas
entre antiguos y modernos desde los siglos XVII y XVIII, desde Herder y Schlegel hasta
Benjamín y los postmodernistas americanos, los modernos tendieron a abrazar la
modernidad convencidos de que tenían que pasar por ella antes de que la unidad perdida
de la vida y el arte pudiera ser reconstruida a un nivel más alto. Esta convicción constituyó
la base del vanguardismo. Hoy, cuando el modernismo se parece cada vez más a un
callejón sin salida, es este mismo fundamento el que está siendo desafiado. El espíritu
universalizador inherente a la tradición de la modernidad ya no sostiene como solía hacerlo
esa promesse de bonheur.
Todo esto nos lleva a la segunda pregunta en torno a si una identificación con el
vanguardismo histórico -y por extensión con el postmodernismo- puede contribuir a
nuestro sentido de identidad cultural en los años ochenta. No quiero dar una respuesta
definitiva, sino que propongo que adoptemos una actitud escéptica. En la cultura burguesa
tradicional, el vanguardismo tuvo éxito en mantener su diferencia. Dentro del proyecto
general de la modernidad, libró una batalla triunfal contra el esteticismo del siglo XIX,
que insistía en la absoluta autonomía del arte, y contra el realismo tradicional, que
permanecía encerrado en el dogma de la representación mimética y la referencialidad. El
postmodernismo ha perdido esa capacidad de alcanzar el valor asociado a la sorpresa a partir
de su originalidad, excepto quizás en relación a ciertas formas de conservadurismo estético
muy tradicionales. Las contramedidas que el vanguardismo histórico propuso para romper
las cadenas de la cultura institucionalizada burguesa ya no son efectivas. Las razones por
las que el vanguardismo ya no es viable hoy en día pueden localizarse no sólo en la capacidad
de la industria cultural para cooptar, reproducir y mercantilizar, sino sobre todo en el
propio vanguardismo. A pesar del poder y la contundencia de sus ataques a la cultura
burguesa tradicional y contra los males del capitalismo, la vanguardia histórica tiene
momentos que muestran con qué profundidad está implicado el propio vanguardismo en la
tradición occidental de crecimiento y progreso. La confianza futurista y constructivista en
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la tecnología y la modernización, los incesantes ataques al pasado y a la tradición que iban de
la mano con una glorificación cuasi-metafísica de un presente al borde del futuro, el
ímpetu universalizador, totalizador y centralizador inherente al propio concepto del
vanguardismo (para no hablar de su militarismo metafórico), la elevación a dogma de una
crítica inicialmente legítima de las formas artísticas tradicionales ligadas a la mímesis y la
representación, el entusiasmo desaforado por las computadoras y los medios de
comunicación de los años sesenta ―todos estos fenómenos revelan los lazos secretos entre
el vanguardismo y la cultura oficial en las sociedades industriales avanzadas. Ciertamente,
el uso que los vanguardistas hicieron de la tecnología fue en su mayor parte verfremdend
y antes crítica que afirmativa. Y sin embargo, desde la perspectiva actual, la confianza de
la vanguardia clásica en las alternativas tecnológicas para la cultura parece más bien un
síntoma de enfermedad antes que una terapia. En este sentido uno podría preguntarse si el
ataque descomprometido a la tradición, a la narración y memoria que caracteriza a gran-
des sectores del vanguardismo histórico, no es sólo la otra cara de la notoria frase de
Henry Ford que dice «la historia es un absurdo». Quizás ambas son expresiones del mismo
espíritu de la modernidad cultural en el capitalismo, un desmantelamiento de la narración y
la perspectiva paralela, aunque sólo sea de forma subterránea, a la destrucción de la
historia.
Al mismo tiempo, la tradición del vanguardismo, si la apartamos de sus principios
universales y normativos, nos deja con una valiosa herencia de materiales artísticos y
literarios, de prácticas e intenciones que aún inspiran a muchos de los escritores y artistas
más interesantes de la actualidad. La preservación de elementos de la tradición
vanguardista no es en absoluto incompatible con la recuperación y la reconstitución de la
historia y de la narración que hemos presenciado en los años setenta. Algunos ejemplos de
este tipo de coexistencia entre estrategias literarias aparentemente opuestas pueden
encontrarse en las obras en prosa postexperimentales de Peter Handke desde El miedo del
portero ante el penalty pasando por Carta breve para un largo adiós y Una tristeza tras los
sueños hasta La mujer zurda o, en otra vertiente, en la obra de escritoras como Christa
Wolf desde En busca de Christa T. pasando por Autoexperimento hasta Kein Ort.
Nirgends. La recuperación de la historia y el resurgimiento de la narración en los años setenta
no forman parte de un salto hacia atrás en el pasado premoderno, prevanguardista,
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como algunos postmodernistas parecen sugerir. Pueden ser mejor descritos como intentos
de andar hacia atrás para salir de un callejón sin salida donde los vehículos del
vanguardismo y el postmodernismo han quedado bloqueados. Al mismo tiempo, la
preocupación contemporánea por la historia nos impedirá regresar a la actitud vanguardista
de rechazar totalmente el pasado ―esta vez el propio vanguardismo. Especialmente
frente a los ataques neoconservadores globales a la cultura modernista, vanguardista y
postmodernista, continúa siendo políticamente importante defender esta tradición en contra
de las insinuaciones neoconservadoras que hacen a la cultura modernista y
postmodernista responsable de la crisis actual del capitalismo. La enfatización de los lazos
ocultos entre el vanguardismo y el desarrollo del capitalismo en el siglo XX puede
efectivamente contrarrestar las propuestas que separan una «cultura de oposición» (Daniel
Bell) del reino de convenciones sociales con el fin de culpar a la primera de la desintegración
del segundo.
Réplica a Jürgen Habermas
Sin embargo, desde mi punto de vista, el problema de la cultura contemporánea no es
tanto la lucha entre la modernidad y la postmodernidad, entre el vanguardismo y el
conservadurismo, tal como argumenta Jürgen Habermas en su discurso de recepción del
Premio Adorno. Por supuesto, los viejos conservadores, que rechazan la cultura del
modernismo y la vanguardia, y los neoconservadores, que defienden la inmanencia del arte
y su separación del Lebenswelt, deben ser combatidos y refutados. En este debate las
prácticas culturales del vanguardismo, en especial, no han perdido aún su vigor. Pero
esta lucha bien podría convertirse en una escaramuza en la retaguardia entre dos formas
anticuadas de pensamiento, entre dos tendencias culturales que se relacionan como las dos
caras de una misma moneda: los universalistas de la tradición enfrentados contra los
universalistas de una ilustración modernista. Mientras estoy con Habermas contra los
viejos conservadores y los neoconservadores, encuentro su llamada a la conclusión del
proyecto de la modernidad, que constituye el fundamento político de su argumento,
profundamente problemática. Tal como espero haber demostrado en mi discusión de la
vanguardia y el postmodernismo, existen demasiados aspectos de la trayectoria de la
modernidad que hoy en día resultan dudosos e inviables. Incluso el componente estética
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y políticamente más fascinante de la modernidad, el vanguardismo histórico, ya no ofrece
soluciones a sectores centrales de la cultura contemporánea, los cuales rechazarían la actitud
universalizadora y totalizadora de la vanguardia así como su adopción ambigua de la
tecnología y modernización. Aquello que Habermas comparte como teórico con la tradición
estética del vanguardismo es precisamente esta actitud universalizadora, que está enraizada
en la Ilustración burguesa, que impregna al marxismo, y finalmente apunta hacia una
noción global de modernidad. Significativamente, el título original del texto de
Habermas publicado en Die Zeit en septiembre de 1980, era «La modernidad, un
proyecto inacabado». El título señala el problema ―el desplegamiento teleológico de
una historia de la modernidad― y plantea una cuestión: hasta qué punto es la asunción
de un telos de la historia compatible con las «historias». Y esta cuestión es válida, ya que
Habermas no sólo suaviza las contradicciones y discontinuidades en la trayectoria de la misma
modernidad, tal como señala agudamente Peter Bürger, sino que ignora el hecho de que la
propia idea de una modernidad global y de una visión totalizadora de la historia se ha
convertido en un anatema durante la década de los setenta, y no precisamente para la
derecha conservadora. La deconstrucción crítica del racionalismo y el logocentrismo de la
Ilustración por los teóricos de la cultura, el descentramiento de las nociones tradicionales
de identidad social y sexual legitimada fuera de los parámetros de la visión heterosexual
masculina, la búsqueda de alternativas para nuestra relación con la naturaleza, incluyendo
la naturaleza de nuestros propios cuerpos, todos estos fenómenos, que son claves en la
cultura de los años setenta, hacen la propuesta de Habermas ―la de concluir el
proyecto de la modernidad― si no indeseable, al menos cuestionable.
Considerando la deuda de Habermas con la tradición de la Ilustración crítica, que en la
historia política alemana ―y esto debería decirse en defensa de Habermas― siempre
fue la corriente marginal y de oposición, y no la principal, no resulta extraño que
Bataille, Foucault y Derrida sean clasificados junto a los conservadores en el sector de la
postmodernidad. No me cabe la menor duda de que una gran parte de la apropiación
postmodernista de Foucault y especialmente de Derrida en los Estados Unidos es en efecto
políticamente conservadora, pero esto, al fin y al cabo, es sólo una línea de recepción y
respuesta. El mismo Habermas podría ser acusado de establecer un dualismo maniqueo
en su ensayo cuando contrapone las fuerzas oscuras del conservadurismo antimoderno a
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las fuerzas ilustradas e iluminadoras de la modernidad. Esta visión maniquea se
manifiesta de nuevo en la forma en que Habermas tiende a reducir el proyecto de la
modernidad a sus componentes de Ilustración racional y a rechazar como errores otros
aspectos igualmente importantes de la modernidad. Así como Bataille, Foucault y
Derrida tienen fama de haberse salido fuera del mundo moderno a base de llevar la
imaginación, la emocionalidad y la autoexperiencia a la esfera de lo arcaico (idea que a su
vez es discutible), el surrealismo es descrito por Habermas como la modernidad extravia-
da. Apoyándose en la crítica de Adorno al surrealismo, Habermas censura a la
vanguardia surrealista el haber defendido una falsa superación (Auf hebung) de la
dicotomía arte/vida. Al mismo tiempo que coincido con Habermas en que una total
superación del arte es desde luego un falso proyecto cargado de contradicciones, yo
defendería al surrealismo en tres de sus cargos. Más que ningún otro movimiento de
vanguardia, el surrealismo desmanteló las falsas nociones de identidad y creatividad
artística; intentó acabar con las reificaciones de la racionalidad en la cultura capitalista y,
prestando atención a los procesos psicológicos, expuso la vulnerabilidad de toda
racionalidad, no sólo la de la racionalidad instrumental; y, finalmente, incluyó al sujeto
humano concreto y sus deseos en las prácticas artísticas y en su idea de que la recepción
del arte debía desbaratar sistemáticamente la percepción y los sentidos27.
A pesar de que Habermas, en la parte titulada «Alternativas», parece adoptar la
actitud surrealista cuando especula en torno a la posibilidad de volver a vincular el arte
y la literatura con la vida cotidiana, la propia vida cotidiana -al revés que en el surrea-
lismo- está definida en términos exclusivamente racionales, cognitivos y normativos.
Significativamente, el ejemplo de Habermas relativo a una recepción alternativa del arte en
la que la cultura especializada sea reapropiada desde el punto de vista del Lebenswelt, implica
a jóvenes trabajadores masculinos, «políticamente motivados» y «con ansias de saber»; el
hecho se sitúa en Berlín, en 1937; la obra artística recuperada por los trabajadores es el Gran
Altar de Pérgamo, símbolo del clasicismo, el poder y la racionalidad; y la condición de esta
recuperación es ficticia, constituye un episodio de la novela de Peter Weiss La estética de la
resistencia. El único ejemplo concreto que presenta Habermas es ajeno por varios conceptos
al Lebenswelt de los años setenta y sus prácticas culturales que, en algunas
27Véase Peter Bürger, Der franzósische Surrealismus , Frankfurt am Main,197.
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manifestaciones tan importantes como el movimiento feminista, el movimiento gay y el
movimiento ecologista, parecen proyectarse más allá de la cultura de la modernidad, de la
vanguardia y el postmodernismo, y con toda seguridad más allá del neoconservadurismo.
Habermas tiene razón al argumentar que la reivindicación de la cultura moderna con
la praxis cotidiana sólo puede tener éxito si el Lebenswelt es capaz de «desarrollar
instituciones fuera de si mismo que establezcan límites a la dinámica interna y a los impe-
rativos de un sistema económico casi autónomo y sus complementos administrativos». A
causa de la reacción conservadora, esta posibilidad es muy remota en los tiempos
presentes. Pero sugerir, como Habermas implícitamente lo hace, que hasta ahora no ha
habido tales intentos de conducir la modernidad en direcciones diferentes y alternativas es
una visión que procede del sector ciego de la Ilustración europea, de su incapacidad de
reconocer la heterogeneidad, la alteridad y la diferencia.
Postscriptum.-Hace algún tiempo el artista vanguardista/postmodernista Christo
planeó envolver el Reichstag de Berlín, evento que, según Stobbe, el alcalde de Berlín, podría
haber suscitado una estimulante discusión política. El Bundestagsprásident, el conservador
Karl Carstens, sin embargo, temió el espectáculo y el escándalo, de modo que Stobbe
sugirió en su lugar la preparación de una gran exposición histórica sobre Prusia. Cuando
la gran Preuβen-Ausstellung abra sus puertas en Berlín en agosto de 1981, la vanguardia
habrá fallecido definitivamente. Entonces será el momento de la Muerte de Alemania en
Berlín, de Heiner Müller.
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