Post on 25-Jan-2020
Los Cuadernos del Pensamiento
FAUT-IL BRULER FOUCAULT?
José Luis Pardo
E1 título de este artículo no me lo ha sugerido aquella encuesta (¿Hay que quemar a Kafka?) realizada en 1946 por el semanario Action. Más bien se trata de
un tardío homenaje a cierto profesor de la Universidad Complutense de Madrid que, en los años 70, intentaba popularizar en sus clases el slogan hayque quemar a Foucault. :8ra índice d� un� cier!afrancofobia, muy extendida entre la mtehgencia española agarrada al ardiente clavo del humanismo antropológico. Es -se dice, seguramente- la resaca del 68: la filosofía francesa hizo su psicodrama, se les dejó hacer, la comunidad filosófica les retiró el saludo pero les concedió un hermoso ghetto que llamaban -para subrayar su trivi�lidadpensamiento utópico. Y mira cómo termmaron: estrangulando a sus esposas y arrastrando su cadáver hasta las clínicas psiquiátricas.
LOS RESTOS DEL NAUFRAGIO
En efecto, de la filosofía francesa postestructuralista hay (como del Mayo francés) una interpretación de castigo. El razonamiento es muy sencillo: si no les reís las gracias, terminarán por cansarse y volver a la normalidad. Pensad en Foucault: para un ambiente filosófico dominado (como lo estaba el de los años 60) por la fenomenología, el marxismo y la filosofía analítica, a partes más o menos iguales y bien avenidas, el estructuralismo podía suponer un reto, pero los discursos sobre Mallarmé, Artaud, Nietzsche, Bataille o Raymond Roussel aparecían como nostalgia más que como filosofía (nostalgia de la filosofía, como mucho). Basta repasar la memoria bibliográfica de la cultura francesa en el período 67-68-69 para darse cuenta de que algo se estaba poniendo en marcha (1). Pero la importancia -al menos cuantitativa- del esfuerzo no fue proporcional a los ecos. A modo de ejemplo, Guattari explica cuál fue la consigna de una sociedad de psicoanálisis después de la aparición del primer tomo de Capitalisme et Schizophrénie: «Surtout n' en parlez pas, <;a se passera tout seul». El círculq de silencio tendido en torno al neonietzscheanismo tenía como motivo un impulso de protección profesional -amenazaba el buen nombre de los filóso"fos, ya bastante vituperado de por sí, y daba vértigo.
Era una invitación a pensar contra la Historia de la Filosofía (y contra Hegel en particular), a pensar sin Kant, a pensar más allá de Freud y de Marx sin hundirse en la fosa espiral del estructura-
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lismo. Un peligro y una aventura bastante incómodos, que Foucault describía admirablemente:
«Pensar ni consuela ni hace feliz. Pensar se arrastra lánguidamente como una perversión; pensar se repite con aplicación sobre un teatro; pensar se echa de golpe fuera del cubilete de los dados. Y cuando el azar, el teatro y la perversión entran en resonancia, cuando _el azar quiere que entre_ los tres haya esta resonancia, entonces el pensamiento es un trance; y entonces vale la pena pensar» (2).
¿Filosofía alucinógena para unas universid��es en las que la imaginación había tomado -provisionalmente- el poder? No conformarse con pensar, apostar por un pensamiento que valga la pena. Apuesta por hacer pensables las fuerzas que escapan al propio pensamiento y lo determinan. Detrás del bullicio parisino, pues, se escondía la sombra de un proyecto rigurosamente filosófico y de enorme envergadura. Detrás del nombre de Foucault -etiqueta para un acontecimiento discursivo que ha surcado la segunda mitad de es�e viejo siglo- se ocultaba, entonces, una obra destmada a ejercer una influencia misteriosa, silenciosa, pero rotunda. Una obra destinada a hacer salir a la filosofía de su Historia y a trazar los posibles escapes que puedan ayudarnos a salir del grave laberinto de la historia. Alguien ha escrito que contar historias (narraciones) es una manera de combatir la Historia. No sé si esto fue cierto en otros tiempos: en los nuestros, la moral narrativa complica todas las historias en la Historia, que se
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legitima con ellas, conjurando el peligro al que obedecen sus movimientos y que produce su angustia. Pero el verdadero acontecimiento no consiste en aquello que se dice (verdadero o falso, sensato o absurdo), sino en decir. Y ese decir se disuelve en el espectáculo de las lecturas textuales y las articulaciones significantes. El verdadero suceso, el verdadero azar y el vértigo pertenecen al hecho del pensamiento, al pensamiento corno máquina atroz sin propietario ni destino. Y ese suceso se oculta en el magma discursivo de las interpretaciones y las inferencias. Pensar en el filo del pensamiento, hablar en el límite de las palabras, historiar contra la Historia y -pretender al menos- hurtarse a la Historia, alejarse de sí mismo (y de lo mismo) en una carrera hacia la pérdida de la identidad en un momento en el que todo el mundo lucha por recuperarla frenéticamente -es una empresa arriesgada. Pero -Foucault acaba de decirlo- (¿Acaso no se percibe la crueldad de esa proposición: «No basta con pensar, hay que hacer del pensamiento un tránsito, del discurso una acción ... »?) no son los restos de las barricadas de Mayo lo que véis en la Histoire de la Sexualité, son las ruinas de una empalizada que aún no se ha construido, es el diseño de un espacio social que nos es aberranternente coetáneo, mirado bajo una luz que ya no es la de la modernidad y que descubre, minuciosa e infatigablemente, otro paisaje: este mundo, que aún no es el mundo en que vivimos.
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EL MALESTAR EN LA LECTURA
«Pasemos a la acción» es una de esas frases que denotan una concepción muy popular según la cual hablar (y no digamos ya pensar) es una manera de no-hacer. Esto es incluso lo que se arguye corno la principal ventaja de la capacidad humana de conducta simbólica: la palabra es ineficaz (o menos eficaz que. otros medios), pero es mucho menos peligrosa. (Este parece ser uno de los fundamentos del Estado de Derecho: se deja al poder democrático el monopolio de la fuerza, pero se recibe a cambio la libertad de expresión). Las ventajas, en este orden de cosas, son inagotables. Cuando se interrumpen \as conversaciones bilaterales Este-Oeste, la paz parece amenazada (han dejado de hablar, lo mismo se les ocurre hacer algo), y parece que el equilibrio se restablece cada vez que se inicia una nueva conferencia. Lo de menos es el resultado de tales encuentros (nulo o trivial, corno se sabe, la mayoría de las veces), lo importante es que hablen, pues, mientras discutan, no harán nada. Igual para los gobiernos: cuando el poder ejecutivo suspende la actividad parlamentaria o restringe la libertad de expresión, es que el terror está próximo a desplegarse. O los grupos terroristas, extraparlarnentarios por naturaleza (primero disparan, luego hablan). La concesión de la palabra corno modalidad de terapia social parece legitimada por la experiencia de las llamadas organizaciones de clase del proletariado: la pacificación de la lucha de clases y la contractualización de las negociaciones sindicales son contemporáneas ,del acceso de tales grupos a la dimensión de la representación (se les deja hablar para que no hagan). El discurso se presenta entonces corno un comportamiento inofensivo y saludable. Hablad y dejad hablar: que no haya nada inconfesable, que todo (el poder y las finanzas, el sexo y la locura) pueda decirse, y sea dicho, que proliferen las narraciones, los medios de comunicación, publicidad e información o diversión, que la palabra circule sin cortapisas ni fronteras. No hará daño a nadie, y quizás sirva de alivio, de información o entretenimiento. La palabra es la mejor garantía de no-violencia. Y, sin embargo, si todo esto fuera cierto, ¿De dónde procede el hecho de que nuestras sociedades sean las que poseen mayor número y riqueza de procedimientos de control, interrupción, exclusión, condicionamiento y regulación de los discursos? ¿Por qué a cada nueva disposición enunciativa acompaña inexorablemente una regulación, un sistema de control y vigilancia? «¿ Qué hay de peligroso en el hecho de que las gentes hablen y de que sus discursos proliferen indefinidamente? ¿Dónde está por tanto el peligro?», preguntaba Foucault en 1970 (3). Después de 14 años de investigación, se pueden esbozar las líneas de lo que sería su respuesta: la palabra es peligrosa en el sentido de que no está al servicio de o bajo el control de un sujeto fundador de su sentido. Y esto no vale solamente para la palabra científica (de la que
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sentimos desde hace siglos que se escapa a nuestra manipulación), para la palabra política (en la que somos desde siempre representados como ausentes) o para la palabra estética (cuyos efectos nos llegan desde una extrañeza que es signo de lo que en ella se nos escapa), sino ante todo para la palabra natural y cotidiana que tenemos por más íntimamente nuestra. El sujeto no es el amo ni la razón de su discurso, su finalidad ni su ley, su límite ni su forma. L' archeologie du savoir se cerraba con estas palabras:
«El discurso no es la vida, su tiempo no es el vuestro; en él, no os reconciliaréis con la muerte; puede muy bien ocurrir que hayáis matado a Dios bajo el peso de todo lo que habéis dicho; pero no penséis que podéis hacer, de todo lo que decís, un hombre que viva más que él» (4).
La palabra es peligrosa en el sentido de que no está al servicio o bajo el control de un sereno mundo de objetos al que se conformaría su referencia. La teoría de la verdad como adecuación, que recorre como una continuidad apenas sin fallas toda la historia del pensamiento, encuentra aquí su punto de quiebra. Entre el lenguaje y el mundo la relación no es de armonía, de compenetración, colaboración o composición, verificabilidad o refutabilidad, intensional o extensional, sino de lucha, agresión, enfrentamiento y destrucción y hostilidad. Russell, con la fina intuición filosófica que le caracterizaba, calificó a los filósofos analíticos de la Escuela de Oxford como 'los nuevos sofistas'. Y ello porque reintroducían en el lenguaje (de un modo que quizás cayó en el olvido después de Platón) la cuestión de los «juegos estratégicos de acción y reacción, de pregunta y respuesta, de dominación y retroacción, y también de lucha». Pero como el redescubrimiento de los sofistas por parte de Foucault está marcado por la mediación de Nietzsche (5), no podía conformarse con una teoría de los speech-acts a la Searle, una teoría que se ocupa en «análisis de la estrategia de un discurso que se realiza alrededor de una taza de té, en un salón de Oxford, que sólo hablan de juegos estratégicos que son interesantes pero que me parecen profundamente limitados. El problema sería saber si no se puede estudiar la estrategia del discurso en un contexto más real o en el interior de prácticas que son diferentes de las conversaciones de salón» (6), prácticas como las relaciones de poder que se entretejen en los discursos sobre la sexualidad, la delincuencia social, la enfermedad mental o el tratamiento clínico.
La palabra es peligrosa, finalmente, porque no está codificada en un aparato universal o modelo gramatical que sería como una Langue saussuriana, como una Compentence chomskiana, estructura lógica profunda, formal y formalizada, que daría razón de todas las actuaciones o ejercicios del habla. Lógica o gramatical, la Forma profunda y completa de una Lengua universal, o la competencia universal de un hablante-oyente ideal, no dan razón de los acontecimientos enun-
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ciativos que atraviesan los cuerpos y los objetos, constituyen los individuos y los grupos, diseñan instituciones y recrean mecanismos de poder y saber, de deseo y placer, de dolor y pasión, de verdad y realidad (motivo éste por el que la semiótica actual resucita magnis itineribus la pragmática). Es más bien esa lengua universal la que sólo existe, crece y se multiplica a través de las intervenciones estratégicas de los discursos polémicos que la constituyen. La palabra es eficaz, entonces, al menos en el sentido de que violenta al sujeto, perturba los objetos, modifica los códigos. Esta eficacia evenemental es la que el discurso conjura en su propia enunciación y la que la arqueología del saber o la microfísica del poder tratan de reconstruir en su recorrido genealógico por los textos menores, aparentemente banales y cuasi secretos de la literatura occidental. Y esta práctica provoca un comprensible malestar en la lectura, desde el momento en que invierte la economía de los discursos clásicos que toman al sujeto en la paz de su estabilidad consciente y libre, que toman al objeto en la dimensión sólida y transparente de un cosmos armónico, o que toman al lenguaje en el momento en que compromisos extrasemiológicos han conformado la mansedumbre de un código estratificado y aceptado (como, en parte, la fenomenología, la filosofía de la ciencia, la Historia, en Análisis del lenguaje ordinario, la semiótica, etc.).
A partir de ahí, toda clase de conclusiones incómodas se imponen al pensamiento: desde la in-
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versión del axioma de Clausewitz, que se transforma en «La política es la continuación de la guerra por otros medios» (y que presenta una imagen menos estrecha de la política y menos estúpida de la pax civil de lo que se acostumbra), hasta la constatación de lo que puede haber de ilusorio en consignas como 'libertad de expresión' o 'derecho al libre uso del cuerpo'. La idea de quela palabra está rodeada por todo un espesor invisible de eventos, de acciones y de reglas que noson las que un sujeto impone a otro (que no tienen, en suma, al sujeto como punto de partida oterminal) y cuyo objetivo no es la prohibición uobliteración de prácticas espontáneas y/o creadoras, sino que son, por su parte, técnicas de producción de prácticas, de 'espontaneidad' y de'creatividad', esa idea implica que el Habla no esel signo de la paz ni el emblema del acuerdo sosegado que supera y aleja de sí el ruido violento delos fusiles o el silencio vergonzoso de las víctimasmudas ante el poder. La palabra continúa el terror, el parlamento contiene los mismos elementospolémicos que un campo de batalla en la economíapolítica de su discurso. Conceder la palabra oentrar en la representación no significa salir delghetto o abolir la marginalidad: los discursos estánllenos de márgenes (en su mismo centro), las sociedades pacíficas y democráticas se distribuyenen enfrentamientos tácticos, locales y puntuales,pero potencialmente globales, que no revisten laforma de una armonía en eterna recomposición, nila de un conflicto frontal entre dos partes, dos
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sujetos, opuestos, libres y bien delimitados (la burguesía y el proletariado, por ejemplo), cada uno con su aparato-conciencia (El Estado o el Partido) y su ejército (la sociedad civil o las masas trabajadoras). No: la supuesta homogeneidad del campo social pasa por la dispersión de un poder al que se supone represor para así conservar la tierna esperanza de un impulso profundo que resiste al poder, de un partido que está fuera del estado o de una verdad que se mantiene incólume a la deriva política. Hablamos de ideología sólo para consolarnos en una supuesta conciencia verdadera que se hallaría tras la falsa y que sería el sostén de un sujeto autónomo, más allá de la servidumbre y la alienación. Pero la norma no reprime: nombra y hace existir de un determinado modo aquello que regula. El discurso no esconde una verdad que niega, la manifiesta al producirse indefinidamente en los puntos estratégicos del tejido político. Es lo mismo que para la 'libre circulación de la información' que propugna el modelo pancomunicacional de la sociedad postindustrial: los reformadores sociales del XVIII supusieron que «las gentes se harían virtuosas por el hecho de ser observadas», y de ello se deduce la extensión del panoptismo. Invirtiendo los términos, hemos supuesto por nuestra parte que un poder observado (merced a los media) sería un poder legítimo y bienhechor. Con ello no somos menos ingenuos que Bentham, con nuestra obsesión por la transparencia,
«Los prisioneros haciendo funcionar el panóptico y asentándose en la torre, ¿ Creen ustedes que entonces seria mucho mejor que con los vigilantes?» (7).
La palabra, en definitiva, es la continuación de la violencia por otros medios. No se trata de hacer escupir al discurso su verdad inconfesable, sino de inventar un modo de decir lo indecible, de pensar lo impensable, un lenguaje de combate capaz de articular la palabra hacia el acontecimiento, capaz de despertar en él esa combinación aleatoria y azarosa que hace que, también a veces, hablar merezca la pena. Ahí es donde Foucault ha ido más lejos que nadie y donde continúa mostrando el camino.
La supervivencia teórica de un pensamiento que se sostiene vigorosamente en el centro de las tensiones culturales más relevantes desplegadas en Francia y en Europa en general durante los últimos veinte años, que ha renovado como un revulsivo las técnicas y objetivos de la investigación histórica y el análisis filosófico, a fuerza de quererse antihistórico y antifilosófico («Si la filosofía es memoria o retorno del origen, lo que yo hago no puede ser considerado, en ningún caso, como filosofía; si la historia del pensamiento consiste en dar nueva vida a figuras casi borradas, lo que yo hago no es tampoco historia» (8)), un pensamiento que mantiene viva una lúcida polémica con el marxismo (polémica de la que los marxistas no parecen haber comprendido gran cosa, pero que
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es enormemente iluminadora a la hora de analizar su práctica y, también, su 'práctica teórica'), que se esfuerza hasta la irritación por mostrar lo injusto de su amalgamación con el estructuralismo (amalgama que, a estas alturas, debe estar más justificada por el deseo de evitar dificultades clasificatorias o de catalogación bibliográfica que por una lectura honrada y atenta de Foucault), que ha renovado y subvertido la función del intelectual, sometido hasta aquí a una alternativa estéril entre la ventriloquia orgánica al servicio del Partido y el testimonio ilustrado al servicio de una verdad y una justicia universales y ridículas, un pensamiento que ha puesto al día una vía de acceso al análisis político que nqs permita comprender (y, en suma, actuar en) las sociedades modernas civilizadas, urbanizadas, psiquiatrizadas, escolarizadas y disciplinarias, la supervivencia teórica de un proyecto como el de Foucault, digo, que se mueve a contracorriente en el oleaje que tiende a crear en occidente un espacio cultural cada vez más zafio, más seco y más triste, la pervivencia de este programa no es algo .sobre lo que sea fácil apostar (porque su mero levantamiento ha sido ya bastante problemático, arduo y borroso). Es difícil saber en qué medida la desaparición de Foucault contribuirá a cerrar la irrupción, incómoda y terrible, de esa formidable máquina de liberarse del pasado que fue la arqueología del saber, es difícil vaticinar el porvenir de esa ( que él llamaba) «parte de la coyuntura teórica actual» que fue la microfísica del poder. Ahora que él ya no escribe ni habla, se abre la veda para que Baudrillard pueda olvidarle, los comunistas denunciarle, los humanistas quemarle, y los filósofos corregirle o superarle. Ahora que él ya no escucha ni lee, los jueces, los psiquiatras, los pedagogos, los psicoanalistas, los policías, los sexólogos, los psicólogos, los médicos y los políticos, y todos nosotros, podremos hablar con más libertad, porque sus ojos no recorrerán esa ínfima parte del estúpido archivo de las cosas dichas ocupada por nuestro discurso.
Pero acaso haya algo de lo que Foucault nos haya liberado definitivamente: la posibilidad de ignorar lo que hacemos cuando hablamos.
No me hago ilusiones de ningún tipo con respecto a los cambios que ello pudiera introducir"en la lucha política o en las tareas intelectuales; sólo pienso que su conducta ha contribuido a desplazar las batallas actuales a otros frentes y a plantearlas en términos tales que podemos comprender sus problemas con mayor claridad y expresarlos con mayor lucidez. La genealogía es una actividad harto ingrata, y por ello es posible (y quizá deseable) que se realice en silencio y con el máximo rigor. El Principio del placer intentará, sin duda, restablecer las antiguas complacencias e ilusiones, tan cariñosa y piadosamente arraigadas en nuestra historia, devolvernos la paz y la tranquilidad alrededor de un riesgo que aún no nos atrevemos a nombrar y que, hasta hace poco, designábamos,
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entre otros, con el nombre de Michel Foucault. Pero ahí también, de soslayo, nos recuerda que «el silencio, o más bien la prudencia con que las teorías unitarias eluden la genea- � logía del saber sería, pues, casi una razón � � para continuar» (9). �
NOTAS
(1) Recuérdense, como muestra, algunos títulos fundamentales:
- Michel Serres, La communication. Le systeme de Leibnizet ses modeles mathématiques.
- M. Foucault, La arqueología del saber.- J. Derrida, Los pozos y la pirámide.- G. Deleuze, Spinoza y el problema de la expresión. Lógica
del Sentido. Différence et Répétition. - P. Klossowski, Nietzsche y el círculo vicioso.- R. Barthes, El sistema de la moda.- M. Gueroult, Spinoza.(2) Theatrum philosophicum, Ed. de Minuit, París, 1970.
Traducción castellana, Ed. Anagrama, Barcelona, 1972. (3) L' ordre du discours, Lección inaugural en el College
de France, pronunciada el 2 de diciembre de 1970, trad. cast. Ed. Tusquets, Barcelona, 1973.
(4) Ed. Gallimard, París, 1969; trad. cast. Ed. Siglo XXI,1970.
(5) Y no sólo porque Foucault haya reconocido que lamodestia es lo único que le impidió denominar a su quehacer 'Genealogía de la moral', sino porque su vinculación con la metodología nietzscheana está bien delineada, por ejemplo, en Nietzsche, la généalogie, l' histoire, in «Hommage a Jean Hyppolite», París, 1971, pp. 145-172. Cfr. en este sentido, Angele Kremer - Marietti, Que signifie le nihilisme? in «Le nihilisme Européen», Nietzsche, Ed. U.G.E., París, 1976, pp. 1-149:
(6) A verdade e as formas jurídicas, Pontificia Universidade Católica de Río de Janeiro, 1978: trad. cast. Ed. Gedisa, Barcelona, 1980.
(7) L 'oeil du puvoir, Ed. Pierre Belfond (Entrevista conFoucault), trad. cast., Ed. de la Piqueta, Madrid, 1979:
(8) L' archeologie du savoir, op. cit.(9) Lección del 7 de enero de 1976 en el College de France.