Post on 20-Jan-2021
Arbor El origen de la huerta de Orihuela entre los siglos VII y XI
U na propuesta arqueológica sobre la explotación de las zonas húmedas del Bajo Segura
Sonia Guliérrez Llorel
Arbor e Ll, 593 (Mayo 1995) 65,93 pp,
ÚlS zonas bajas ca" umdel1cill al encharcamiento se han venido cons;· dermulo desde la Edad Modema es/xu;;os JlOsliles ¡Xlra el asemal1lien/o Iw"wl1o, además de ¡lisa/libres e il11prOC/lICfivos. EH el prese1lle trabajo se intenta eS/ablecer el cardcter histórico y lI.acwali:.,ame» de esta representación social de la naturaleza. 1/0 necesariamente apliclIble a la antigüedad. Para ello se reconstruye, a partir de fuentes arqueológicas y doclllHe11lales, el paisaje medie\'al del Bajo Segura (Alicamej y se pone eH evidencia la imporwwe ocllpaciól1 (l/lOmedieFal de las ::'OllllS pantanosas, así CO/1/0 el origen indígena de sus habita mes. En estos eslxlcios se forman comunidades campesinas que adoptwl estrategias productivas diversificadas en las que desarrollan los primeros agrosisremas regados, a raíz. posibleme1l1e del con· laCIO COII las nuevas poblaciones venidas lrru la conquis/a islámica. Esle sistema pierde su i11lerés cl/ando el cOlarol lécnico y social del medio permile desarrollar a fiHales del siglo X 1111 agrosislema de regadío complejo vhlclllado a la ciudad de Orihuela: en ese m011lewo las l,OHas húmedas comien:.all a percibirse como áreas marginales y c011lple11lel1/aruLS.
1, El medio y el poblamiento
En opinión de V, M. Rossell ó Verger, el tramo inferior del río Segura constituye un llano de inundación muy pecu-
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liar y en tal condición funciona como un ecosistema húmedo donde se almacena temporalmente suelo yagua. El río en su curso medio discurre por la «depresión prelitoral murciana», continuación de la fosa intrabética, hasta penetrar en la Provincia de Alicante. A partir de Orihuela la llanura aluvial se ensancha por el no,-tc, entrando en contacto con el cono del río Vinalopó, mientras que el río Segura modifica su trazado para dirigirse hacia el este, aprovechando una depresión tectónica que discurre entre la sierra del Molar y Guardamar (ROSELLÓ VERGER, 1989, 273 Y ss.). De esta forma, el llano de inundación del Segura queda delimitado en su margen izquierda por las sierras de Orihuela, Callosa, Abanilla y Crevillente, unidas entre sí por un importante glacis sobre cuyos bordes se han ido depositando los sedimentos fluviales del Segura; por el sur, el límite lo constituye una línea de relieve ondulado de menor altura (PIQUERAS, 1978, 582).
El trazado del río en su parte baja es en la actualidad moderadamente sinuoso, desembocando en el mar tras rodear Guardamar. De hecho, este tramo del cauce inferior ha sufrido numerosas transformaciones en su trazado, atestiguadas desde por lo menos el siglo XVIII (ROSSELLÓ VERGER, 1989, 278, fig. 20). Durante las primeras décadas de esta centuria se llevaron a término importantes colonizaciones agrícolas que tuvieron como resultado la transformación total del ecosistema del tramo final del llano de inundación del río Segura. El río, discurriendo por tierras de drenaje impreciso, debió conformar en la antigüedad un árca marismeña cerrada al mar por una restinga e integrada en un conjunto lagunar más amplio (CANALES y VERA, 1985, 143). Con anterioridad a la colonización ilustrada, un plano de la Gobernación de Orihuela del siglo XVII (fig. 1) muestra aún dos significativos reductos de lo que con anterioridad debió ser un importante humedal continuo: uno abarca una franja extensa de terreno desde Albatera a Guardamar bordeando la sierra del Molar, mientras que el otro, al noreste de dicha sierra, comprende la antigua albufera de Elche. Entre ambos parece existir una especie de pasillo formado por los aportes del Vinalopó de un lado y los de la propia sierra del Molar de otro (BOX, 1987, 216; ROSSELLÓ VERGER, 1978, 37-38) (fig. 2). Dicha franja de terreno, co-
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nocida por el nombre genérico de «Los sa ladares» y caracterizada por una vegetación halófila entre la que son frecuentes las plantas «barrilleras» ricas en sosa, ya debia existir en la Baja Edad Media (FERRER i MALLOL, 1988 a, 114 Y ss.) Y aparece representada en un mapa del Reino de Valencia de 1584 '.
En el primer tercio del siglo XVUI se inició una labor sistemática de boniricación de los marjales y lagunas del tramo bajo del Segura, dirigida a ampliar sensiblemente la superficie cultivada a costa de unos terrenos supuestamente improductivos, erradicando de forma paralela focos insalubres; su resultado fue la creación de las Pias Fundaciones con tres nuevos asentamientos: a S3 de los Dolores, San Fulgencio y San Felipe Neri (LEÓN CLOSA, 1962-63; CANALES Y VERA, 1985; GIL Y CANALES, 1987; BOX, 1987; GIL OLCINA, 1992). De forma paralela a esta importante transformación agrícola, que afectó a tierras cedidas por los concejos de Orihuela y Guardamar, se desarrollaron las colonizaciones de los almarjales y carrizales de Elche, con la fundación del poblado de San Francisco de Asis a iniciativa del Duque de Arcos (RUIZ TORRES, 1979), y la bonificación de la heredad de Daya Vieja, emprendida por su titular (GIL y CANALES, 1989). Ya en el presente siglo, el Instituto Nacional de Colonización saneó con escaso éxito una amplia zona de terreno en los saladares de Albatera y Crevillente, creándose las poblaciones de San Isidro de AIbatera y del Realengo (GOZALVEZ PÉREZ, 1977, 65 Y ss.) (fig. 2).
El resultado de esta importante actuación r ue la transformación definitiva del med io palustre que habia caracterizado el Bajo Segura en la antigüedad, mediante la creación de un paisaje agrario hortícola. De la amplia extensión lagunar que ocupó con anterioridad este espacio sólo quedan algunos vest igios relictos en las salinas de Santa Pola (restos de la antigua Albufera de Elche) y en la laguna del Hondo, último jalón de los almarjales de dicha villa, que hoy funciona como embalse regulador de la «Compañía Riegos de Levante» '. Así pues, parece evidente que el aspecto actual del Bajo Segura no guarda ninguna relación con el que debió tener con anterioridad a su transformación agricola. Antes de la conquista cristiana, el rio Segura, en lugar de
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desembocar en el mar a 11 l' de un cauce definido, se diluiría en un conjunto de cal ales enlazados en el seno de un extenso humedal -form, Jo por láminas de agua permanentes v fluctuantes-, como ocurría también en el caso del río Vi"-alopó (BOX AMORÓS, 1987, 212). Ese humedal o marisma, orlado por amplios saladares, se extendía desde Santa Pala a Albatera, bordeando el cono aluvial del río Vinalopó; tras rodear Catral se prolongaba hasta el río Segura siguiendo la isohipsa de los 10 m sobre el nivel del mar. En el centro de la marisma se erguía la sierra del Molar, a modo de península unida al glacis de la sierra de Crevillente por el pasillo septentrional de suelos salinos. El carácter pantanoso de la desembocadura del Segura en la Edad Media se ha visto confirmado por los estudios paleoecológicos realizados en el yacimiento califal de la Rábita de Guardamar, donde los análisis de polen, fauna y malacofauna, ponen en evidencia la importancia de los marjales y saladares en el entorno del asentamiento y su convivencia con el encinar abierto (AZUAR, 199 1, 141).
la reconstrucción de este espacio húmedo se apoya en las referencias documentales de al-' Ugri (Al-AHWANl, 1965, 1) y del Repartimiento de Orihuela (TORRES FONTES, 1988). los datos de la S" y 62 partición de su término, las últimas cf ectuadas, permiten perimetrar con bastante exactitud la marisma, puesto que af cctaron a las tierras marginales de menor calidad, situadas en las fronteras de los almarjales y saladares, y por tal motivo incultas «en tempo de moros» (TORRES FONTES, 1988, 89 y ss.). De otro lado, el sugerente texto de al-' Ugri, a pesar de la ambigüedad de alguna de sus expresiones, permite reconstruir el aspecto pantanoso del tramo inferior del Segura en el siglo XI; el geógrafo árabe, tras indicar que los hilbitantes de Orihuela construyeron una acequia desde la ciudad hasta el paraje de al-Qa!rullat (Catral) '. nos dice que su corriente o su riego concluia al sur de este paraje, en la na/¡iya ( ... ) bi-IMuwalladin, en dirección a la alquería conocida por alYazira'. para desde allí dil-igirse hacia el mar, a través de un lugar conocido con el nombre de al-Mudawwir (MOliNA lÓPEZ, 1972,45). la propia denominación de la alquería de al- Yazira incide en el carácter marismeño del tramo bajo del río, puesto que tal término puede tener el sentido de
El origen de la huerta de Orihuela ...
porción de tierra que emerge cuando el nivel de agua baja. además de los comunes de isla o peninsula (GROOM. 1983. 129). Los datos del Repartimiento permiten situarla en un lugar indeterminado al este de Algorra; en tal caso el topónimo geográfico puede rererirse a las zonas inundables colindantes con el río. situadas por debajo de los 10 m. sobre el nivel del mar. de las que todavía quedan algunos vestigios en las inmediaciones de Formentera del Segura (ROSSELLÓ VERGER. 1989. 275) (fig. 3).
La confluencia del río con la marisma es dificil de situar espacialmente. pero parece cada vez más probable que el límite máximo del área inundada bordeara Almoradí y las Dayas. para extenderse en la zona baja del río. conformando la albur era de La Daya-Guardamar. En este sentido. el topónimo de La Daya resulta especialmente sugerente. pues puede tener también la acepción de laguna o charca (s. v. Daya. GROOM. 1983. 74) s. Tras la conquista del reino de Murcia por Jaime U. un lugar de ese nombre fue confiscado al castellano Fernán Pérez de Guzmán. para serie cedido por el rey a Guillem Durr ort en 1296 (ESTAL. 1985. doc. 6. 7 Y 15); con posterioridad. la Daya únicamente se menciona de rorma indirecta en la 6' partición del término de Orihuela, en relación al saladar. si bien en el siglo XIV era una alquería poblada mayoritariamente por sarracenos (TORRES FONTES. 1988. CCXCIT. 126; FERRER i MALLOL, 1988 a, 8). Dicho lugar pasó a ser conocido en el siglo XVI como La Daya Nueva. con jurisdicción baronal. rrente a una heredad, La Daya Vieja. posiblemente segregada de su término primitivo. cuya condición señorial r ue reivindicada por sus titulares a lo- largo de dicho siglo (BERNABÉ GIL. 1993 a. 136 y 1993 b. 26). hasta que a finales del siglo XVtll consiguió la jurisdicción alronsina (GIL Y CANALES. 1989). No obstante, no deja de ser significativo que la heredad segregada recibiera el epíteto de "Vieja». cuando al parecer no era lugar poblado (BERNABÉ GIL. 1993 a. 137). rrente al de "Nueva» que desde ahora acompañará al asentamiento primigenio. ocupado al menos de de la conquista. Este dato. aparentemente incongruente. rd uerza la hipótesis de que el término Daya r uese en época islámica el referente toponímico de una zona deprimida en los marjales. situada en el lugar que luego ocupó la heredad de la Daya Vieja. en cuyo
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Fondo se instalaría una laguna más o menos permanente (rig. 4) ..
Además de la gran mal-isma ubicada en la desembocadura del río, el va lle del Segura debía estar jalonado por pequeños maljales laterales, situados preferentemente entre el borde montañoso y el ll ano fluvial y a menudo relacionados con ramblas y barrancos (ROSSELLÓ VERGER, 1989, 275 Y ss.); se trata generalmente de áreas deprimidas de escaso drenaje, donde se producen encharcamientos periódicos y se acumulan las sales minerales que llegan disueltas con las aguas de escorrentía, lo que Favorece la Formación de saladares (TERRADAS, 199 1, 91).
De otro lado, la investigación arqueológica desarrollada en el Bajo Segura ha permitido documentar un importante conjunto de asentam ientos altomedievales, Fechables entre los siglos VII y x, cuya disu-ibución espacial no puede ser más significa ti va. Estos asentamientos, de los que desgraciadamente desconocemos su magnitud o ex tensión al no haber sido excavados sistemáticamente, se emplazan en las laderas de los montes que perimetran los marjales o bien ocupan cabezos aislados de poca altu ra, situados en medio de saladares v almarjales, como ocurre en el caso del Cabezo de la Fue;,te en Albatera-Granja de Rocamora (GUTlÉRREZ LLORET, 1992). Las zonas más pobladas son dos: el saladar de Orihuela -donde se ubican los despoblados de los Cabecicos Verdes y el cabezo de Pinohermoso- y la ribera meridional del gran marjal de la desembocadura del Segura, entre Rojales y Guardamar, donde se sitúan, en tre otros, el Cabezo del Molino, el cabezo de la cueva de la Tía Maravillas, el Cabezo de las Tinajas, el cabezo de Canales, el Cabezo Soler y la propia Rábita (rigs. 3 y 4).
Este esquema de poblamiento parece tener un origen tardorromano, a juzgar por la aparición esporádica de algunas cerámicas de esta cronología en los despoblados, si bien se generaliza entre el siglo VIII y el IX para decaer a continuación. El abandono de la mayoría de estos asentamientos entre los siglos X y XI, se relaciona con las transFormaciones agrícolas del Bajo Segura, que suponen el desarrollo de una estrategia de poblamiento totalmente distinta a la que los generó, basada ahora en la planiFicación de un espacio hortícola regado en lugar del aprovecham iento del marjal
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(fig. 3). Además, el texto de al-'Uc;!ri incide en la caracterización social del poblamiento de la región (niif¡iya): los muwalladll7 o muladíes, indígenas conversos; orígen constatado también a través de Su cultura material (GUTIÉRREZ LLORET, 1993).
2. La percepción del medio
«Los lagos, las balsas y los pantanos de aguas cenagosas y podridas, deben núrarse como unas sepulturas civiles de la especie /¡umanw) 7
«Desde hace tiempo es sabido que los marjales y marismas se clfen/an entre las áreas naturales más productivas del I1lw1do, esto es, entre las capaces de dar lugar a mayor ca/1tidad de lI1ateria viva por unidad de tiempo y superfi· cie» 8,
De lo expuesto hasta ahora se desprende que, por paradójico que resulte, el área pantanosa del Bajo Segura era una zona relativamente poblada en la Alta Edad Media; es más, la ca l-tografía poblacional de esta época pone de manifiesto una relativa p,-eferencia -o al menos una cierta intensidad- por la ocupación periférica de maljales, charcas y saladares, como si de una estrategia económ ica se tratase. Nuestro objetivo es ahora ana lizar dicha estrategia, basada en la explotación económica de un medio que se suele considerar hostil: las zonas bajas encharcadas con tendencia al anegamiento fluctuante y estacional. De hecho, las dos citas que inician el epígrafe no son meros recursos estilísticos, sino la formulación explícita de dos percepciones diametralmente opuestas de un mismo medio, eso sí, fruto de dos épocas d istintas. Es por esto que se hace necesario partir del hecho de que la conceptuación de un paisaje es una realidad histórica, y por tanto, depende en última instancia de cómo sea percibido por la com unidad humana que lo ocupa o explota y dicha percepción está r undamentada en el valor económico que cada época o estrategia le otorga (MARTÍNEZ ALIER, 1993,22-3). Desde esta perspectiva, como señala Giusto Traina (1989, 686), las transformaciones en la percepción de ciertos tipos de paisaje, conside-
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radas ideológicamente como marginales, renejan importante cambios en su conceptuación económica.
De esta diversidad de percepciones da idea la reciente reivindicación conservacionista de las áreas encharcadas, consideradas durante las tres últimas centurias sinónimo de muerte y desolación, y ahora protegidas mediante diversas figuras legales en razón de su enorme interés ecológico. Así pues, lo que hasta hace poco tiempo era considerado como el «bel lo sueño» de la bonificación integral, la victoria definitiva del progreso humano sobre la naturaleza hostil (BRAUDEL, 1978,81-82), se ve ahora como un peligro inmediato que amenaza con destruir espacios vitales en el equilibrio ambiental. y esto en el estrecho margen de unas décadas 9.
Resulta evidente que la li teratura c ien tífica y económica del Antiguo Régimen y, en particular, del siglo XVIII, es en gran medida responsable de la visión peyorativa que comúnmente se tiene de las tierras bajas encharcadas. Dicha percepción, que justifica la titánica lucha emprendida en pro de su desecación, incide, sobre todo, en su insalubridad además de su carácter improductivo, razones más que suFicientes para considerar que la ocupación de los terrenos aguanosos atentaba d irectamente contra la vida humana (ALBERO LA, 1989, 70). Sin embargo, esta supuesta adversidad del medio nunca fue en la antigüedad un obstáculo insuperable para que el asentamiento humano se desarrollase en los aLrededores de marjales y pantanos. Así, la marisma del Bajo Segura -lejos de tratarse de «un sitio mirado con horror hasta aquel tiempo» como señala Cavanilles (1795-97, n, 281 )- fue un lugar intensamente poblado en la protohistoria, a juzgar por los restos de despoblados y necrópolis que han llegado hasta nosotros; estuvo habitado, si bien con menor intensidad, en época romana 10 y de la densidad su ocupación durante la Alta Edad Media dan cuenta los nueve despoblados hasta ahora documentados en la periferia de marjales y saladares. Parece por tanto que desde la perspectiva arqueológica la vida en los pantanos no era en modo alguno tan inimaginable como la mentalidad ilustrada suponía, y se hace por tanto necesario analizar los dos argumentos esgrimidos por sus detractores: la insalubridad y la improductividad.
El o rigen de la huerta de Orihuela ...
Respecto a la primera parece innegable la relación existente en tre los ambientes palúdicos y ciertas enr ermcdades trasmisibles, endémicas y ocasionalmente epidém icas, como el paludismo, malaria o fiebres tercianas -todas denominaciones de una misma enfermedad- si bien las causas de esta relación no residen, como pensaron los teól"icos de la ciencia médica del setecien tos, en los vapores y miasmas emanados por los pantanos (PESET, 1972, 341 Y ss.), sino en el hecho de que las charcas de aguas estancadas y umbrosas son el lugar donde se realiza la puesta del mosquito Anoplzeles, vector de la enfermedad (PIEDROLA, 1983, 993). Sin ánimo de negar el riesgo que la enfermedad supone, sí cabe considerar que su adversidad ha sido magnificada, a juzgar por la recurrencía con que se produce el asentamiento humano en estos medios. Giusto Traina (1986, nO 7, 906) indica que el inconveniente existía pero que en realidad se trataba de un inconveniente como tantos otros, y por tanto ponderable en relación a los beneficios que el asentamiento suponia. De hecho y a pesar de la capacidad mortirera que el botánico Antonio José Cavanilles atribuye a la enrermedad (CAVANILLES, 1795-97, 1, 49 Y 182; n, 280), no conviene olvidar que el índice de letalidad especifica en países atrasados es del 196 de los no tratados y que en las poblaciones de zonas fuertemente endémicas existen estados de inmunidad por preexistencia de infección latente, que se maniriestan por la tolerancia al parásito y la resistencia a las reinrecciones (PIEDROLA, 1983,994-7). Esta rorma de premunición supone, sin duda, una cierta protección de las poblaciones ya adaptadas a las condiciones palúdicas, que minimiza los riesgos de la enrermedad, precisamente por la convivencia con las condiciones que la originan. En este sentido es clara la afirmación de Cavan illes cuando, respecto de la alburera de Oropesa, señala que «Todo forastero se puede COl7lar por perdido en tiell1po de epiderniw. (CAVANILLES, 1795-97, 1, 49) ". Quizá convenga no perder de vista que la mayor virulencia de la enrermedad, percibida a finales del siglo XV ltt , pudo tener relación también con la propia colonización agrícola de las zonas pantanosas, que expuso al contacto directo con la enrermedad a poblaciones no adaptadas secularmente (BRAU DEL, 1987,83).
La supuesta improductividad de las áreas encharcadas
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es también un topos literario que se ha convcrtido en un lugar común de los estudios históricos y que quizá convenga replantear a la luz del conocimiento actual de las relaciones ecológicas. En este sentido la afirmación de Miguel Del ibes, con la que iniciábamos este epígrafe, no puede ser más esclarecedora. Las zonas húmedas se caracterizan por una producción estacional de materia viva superior incluso a la de otras zonas fértiles de condiciones estables y albergan una importante biodiversidad. En la base de esa riqueza se encuentra su condición de ecosistema explotador, donde se acumulan el agua y los nutrientes transportados desde otros ecosistemas ci rcundantes explotados; de otro lado, su alta producción se basa precisamente en sus condiciones fluctuantes, que favorecen una importante actividad estacional (TERRADAS, 1991, 89-91). Estas condiciones ecológicoeconómicas, unidas a otras de tipo histórico, social o cultural (por ejemplo, la protección ante incursiones no deseadas), son sin duda suficientes para explicar el asentamiento humano en las inmediaciones de las zonas encharcadas desde la prehistoria.
Así pues, es necesario preguntarse por qué un medio en apariencia rico y ocupado secularmente comienza a ser percibido a partir de la Edad Moderna como un lugar inhóspito y malsano. Quizá en la base de esta representación social de la naturaleza se halle la escucla fisiocrática, que al considerar la renta del sucio el principal fundamento de la riqueza económica de la nación, hizo de la agricultura la actividad productiva por excelencia (NAREDO, 1987, 83). Desde esta perspectiva, los espaos «incu ltos», en el sentido de no explotados agrícolament se perciben como estériles e improductivos y su «conqlllSil» se convierte en sinónimo de progreso económico, además de social si de paso se eliminan los focos palúdicos. En real idad, la preocupación por la salubridad pública está condicionada en última instancia por la creciente demanda de tierras nuevas, obtenibles mediante la colon ización agrícola de las planicies encharcadas, muy ricas precisamente por su carácter de depósito de nutrientes. De hecho, su feracidad una vez puestas en explotación estaba fuera de toda duda y era seguramente uno de los principales atractivos de su ocupación. Este dato no pasaba desapercibido a observadores tan
El origen de la huerta de Orihuela .. .
sagaces como el propio Cavani lles quien señala, nuevamente en relación a la albufera de Oropesa, que en su fondo se recogían abundantes cosechas (CAVANILLES, 1795-97, 1, 49). El propio Giovani Maria Lancisi, gran teórico setecentista del contagio epidémico a partir del agua estancada y principal impulsor de la desecación integral de las áreas palustres en pro del bien común, ya pone en evidencia el objetivo prioritario de esta acción: el progreso económico que reportaría la explotación de estas fértiles tierras (PESET, 1972, 342). Así pues, la necesidad de ampliar la superficie cultivable está realmente por delante de la preocupación por la sal ud pú blica a la hora de impulsar las tareas de desecación, sin menoscabo de otras motivaciones de carácter filantrópico.
Sin embargo, esta percepción tampoco tiene por qué ser común a todos los sectores sociales y de ahí que el triunfo definitivo sobre los pantanos, a través de su desecación integral, no siempre sea unánimemente considerado un progreso social. De hecho, los pequeños campesinos de Elche, que todavía en el siglo XVlJl aprovechaban comunalmente los numerosos recursos del ecosistema natural de los carrizales y saladares de su término (RUIZ TORRES, 1979, 83-89), no debieron ver en su apropiación por parte del Duque de Arcos, su colonización y la destrucción subsiguiente del ecosistema pantanoso, una bonificación en la acepción estricta del término, es decir, una mejora de sus condiciones. En el mismo sentido cabe interpretar la resistencia de Orihuela al proceso colonizador de las Pías Fundaciones (GIL y CANALES, 1987, 10).
Así pues, parece evidente, como señala G. Traina, que ,dos modernos», para intentar justificar sobre bases históricas el recurso a la bonificación integral, han creado una imagen «actualizan te» de las relaciones de «los antiguos» con los pantanos (TRAINA, 1986, 713). Sin em bargo, debemos evitar caer en percepciones distorsionadas que tengan por resultado la creación de nuevos iconos falsos. Sobre todo debemos evitar que el esfuerzo por hacer visibles las áreas «marginales» termine por difuminar los espacios agrícolas tradicionalmente productivos: los valles fluviales fértiles. Estos valles situados en las partes más altas de los llanos de inundación, en contacto directo con los piedemon-
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tes, constituyen también eco istemas explotadores de nutrientes pero, a diferencia de las zonas bajas inundables, son áreas fértiles de condiciones estables, donde a pesar de su menor productividad puede alcanzarse el máximo de biomasa (TERRADAS, 199 1, 91). En este sentido, son estas tierras, y no los marjales y marismas, los espacios que pueden considerarse el «óptimo agricola» y que evidentemente nunca se abandonaron de forma íntegra para la producción. Si tenemos en cuenta recientes hallazgos como el de la vi lla tardorromana de Canyada Joana en Crevillente, oeupada hasta al menos el siglo VI d. Je., y algunos otros ejemplos del campo de Elche, es más que probable que los llanos de Orihuela estuviesen ocupados desde época romana por explotaciones agrícolas; sin embargo, se trata de asentamientos difíciles de documentar por situarse precisamente en zonas de acumulación, donde los normales procesos de sedimentación se pueden haber visto considerablemente aumentados en épocas históricas recientes por la deforestación antropogénica.
En todo caso y sin menoscabo del valor potencial que estos «óptimos» demuestran para el asentamiento humano, resulta evidente que los espacios marginales parecen cobrar una singular importancia, tanto documental como arqueológica, en la Alta Edad Media. Sin embargo, esta súbita toma de conciencia de ,do margina!», más que como un incremento general de tales espacios en relación con la decadencia del paisaje agrario romano )2, debe interpretarse como un cambio en la percepción de los mismos (TRAINA, 1989, 691). Como señalamos en otro lugar, únicamente desde esta perspectiva puede comprenderse el fenómeno de «conquista» de las áreas tradicionalmente improductivas por part<.! de poblaciones que proceden -o mejor dicho, huyen- de los espacios óptimos; posiblemente la explicación resida en el hecho de que los espacios que ahora se ocupan eran, a pesar de las apariencias, mas productivos para las pequeñas com unidades que allí se establecieron, que sus propios lugares de origen, precisamente gracias a su carácter marginal y su escaso valor a ojos de los propietarios de las <.!xplotaciones agrícolas del llano fértil (GUTIÉRREZ LLORET, 1994, e. p.).
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3. El aprovechamiento del medio
o conviene olvidar que el objeto de este trabajo es el estudio de las com unidades que habitaron en los marjales y saladares del Bajo Segura entre los siglos Vil y x; por tanto, antes de ana lizar el uso que el hombre puede hacer de los abundantes recursos naturales del medio que ocupa, conviene reconsiderar el problema histórico que determinó su asentamiento. Como hemos señalado con anterioridad, el origen indigena, hispano-romano o godo, de estas poblaciones está fuera de toda duda, puesto que en el siglo XI su ascendencia se recuerda en el nombre que todavía recibe el territorio, región de los muladíes, si bien aludiendo ya a su conversión religiosa y seguramente a su integración cada vez más plena en la sociedad islámica. Además, su cultura material, caracterizada por un escaso repertorio multifuncional realizado preferentemente a mano o tomo lento, demuestra la profunda vinculación con las tradiciones tardorromanas en formas y técnicas (CUTIÉRREZ LLORET, 1988 " 1993).
La propia estrategia elegida, la ocupación de áreas margina les que secularmente han servido de refugio a todo tipo de poblaciones " , pone de manifiesto su génesis. La desestructuración paulatina de la relación campo/ ciudad, a raíz de la imparable decadencia de éstas últimas, favoreció el fortalecimiento de los grandes propietarios fundiarios y la progresiva vinculac ión de los campesinos, en el marco de unas formas de explotac ión cada vez más protofeudales. En este contexto cabe situar la resistencia de ciertos grupos sociales, tanto urbanos como rurales, que escapan al creciente control se!'iorial de los latifundistas, patcnte en la mayor exigencia de renta, o a la eselerosis económica de las perielitadas ciudades. Esta poblac iones "huidas» forman pequeñas comunidades independientes, cuya subsistencia depende en última instancia de la explotac ión de aquellos ámbitos que quedan al margen del control de las ciudades -cntonces reducido prácticamente a su hil1lerland- y del de los propietarios f undiarios, cuyas vil/ae y fl/ndi ocupaban precisamente el óptimo agrícola representado por las Uanuras fértiles. Esta estrategia de ocupac ión de áreas marginales, a menudo abandonadas desde la protohistoria, se reneja
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en la prolir eración de asen tamientos protegidos por sus propias condiciones nsicas, r undamentalmente encaramados en los montes o en menor medida diseminados por pantanos e islas, en una tendencia documentada entre los siglos v y VII
en numerosos lugares del Mediterráneo occidental. En el caso de la Penínsu la Ibérica, el desorden social producido por la llegada de los musulmanes, lejos de ralentizar el proceso, lo aceleró, como se evidencia en el caso de Má laga y en general en todo el sureste (ACIÉN, 1994, 1 17).
Las rormas económicas que desarrollan estas comunidades son, al menos inicialmente, muy elementales, haciendo del aprovechamiento de los abundan tes recursos naturales del entorno un va lioso complemento para la supervivencia del grupo. Para comprender el tremendo valor de esos recursos podemos recurrir a la descripción de los almarjales de Elche, contenida en un documento de 1755, según el cua l los vecinos de Elche en traban en este paraje, todavía comunal, a « ... cazar, pescar, cortar carrizo, jllnco, apacel71ar sus ganados vacunos y caballerías de lana n> (RU IZ TORRES, 1979, 83). Estos datos permiten reconstruir, en palabras de Pedro Ruiz, una «pecu liar economía campesina», vigente durante el Antiguo Régimen pero destruida con la enjenación de esos bienes com unales (1979, 82-89). Sin embargo, las comunidades altomed ievales parecen tener una relación más directa y prioritaria con el medio que los campesinos de la Edad Moderna, pa ra los que constituye claramente una práctica complementaria, desarrollada «especialmente en aiios estériles y de poca cosecha». De hecho, no sólo sobreviven grac ias a l aprovechamiento del marjal sino que también viven en él.
Resulta ev iden te que la caza (sobre todo, anátidas), la pesca (más rica en las albureras que en los matjales) 14 y la recolección de huevos son activ idades que suponen un importante aporte proteínico rácilmente obtenible. De o tro lado, la recolección de junco y carrizo para elaborar esteras y capazos o de plantas barrilleras, cuya calcinación prod ucía la sosa vital para la elaboración del jabón y del vid rio, permitían el desarrollo de act ividades artesanales de transrormación, muy importantes para el sostén de la comu nidad. Por último, los marjales -del árabe mary, praderason excelen tes pastizales que permiten mantener una im-
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portante reserva cárnica sin demasiados costes. Sin embargo, en las relaciones ecológicas que los habitantes de estos asentamientos establecieron con su entorno se contempla también la agricultu ra y es esto lo que aleja a estos grupos humanos de una econom ia natural, en la que el proceso productivo es fundamentalmente un proceso ecológico, y permite definir estas comunidades como campesinas (TOLEDO, 1993, 207).
Los bordes de las láminas de agua dulce constituyen áreas fértiles, susceptibles de un gran aprovechamiento agricola con una escasa inversión téc nica. En este sentido, en el espacio perimetral de los marjales asi como en las terrazas fluviales o los pequeños valles y rinconadas situados entre los cabezos .v el río, pueden desarrollarse pequeños agrosistemas de regadio de a lto rendim iento \' . La feracidad potencial de estos espacios se acrecienta por el fácil abastecimiento hidrico de un lado y de otro, por la renovación de nutrientes que supone la descarga fluvial en períodos de desbordamiento, que a menudo son estacionales (ROSSELLÓ VERGER, 1989,245).
El abastecimiento híd rico es fác ilmente obtcnible por simple derivación del río O de la lámina de agua fluctuante o bien mediante norias y aceñas que, como Joan F. Mateu señalaba, suelen situarse en los bordes de los marjales, aprovechando el alto nivel de los acuif eros subterráneos \6.
De hecho, la prueba evidente de la práctica del riego en estos espacios la proporciona la aparición de arcaduces en la mayoría de los asentamientos; entre todos destacan los hallazgos del Cabezo del Molino (Rojales, Alicante), donde abunda el tipo de arcaduz más antiguo (mediados del siglo VIII) documentado arqueológicamente hasta el momento. Se trata de recipientes de tendencia troncocónica y una amplia base plana o ligeramente convexa, sin perforación aunque a menudo recortada, que presentan dos puntos de anelaje a la cadena: uno en la inflexión del borde V otro en la entalladura de la propia base (GUTlÉRREZ LLORET, 1988, 106; 1994 e. p.) (fig. 5, 2); sus únicos paralelos se encucntran entre algunas piezas egipcias (SCHI0 LER, 1973, 97 Y ss.) (fig. 5, 5). La paulatina evolución morfológica de este tipo de arcaduz se hace evidente en la reducción de la base, ya patente en a lgunos ejemplares murcianos del siglo x y en el
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FI<", 5. Reconstrucción de una aceña de 4(sangrc. con los arcaduces docu· mentados en el úrea de estudio (según J. Lópcl Padi ll a); 2: arcaduz del Cabezo del Molino, Rojales; 3 y 4: arcaduces de la el Cortés, Murcia (según MUÑOZ LÓPEZ, 1993): 6: a rcad uz de la Rabila, Guardamar: S, 7 v 8: a rcaduces egipcios aCluales (según SCHI0LER, 1973),
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desplazamiento del anclaje inferior hacia la parte central del arcaduz, consolidada ya en el siglo X I (MUÑOZ LÓPEZ, 1993, 182) (fig. 5, 3-4).
De otro lado, las aguas de avenida que inundan las partes bajas y peor drenadas del ll ano aluvial ga rantizan la rertilización del suelo por el aporte de nutrientes y su aprovecham ienlo agrícola constituye una modalidad técnica documentada en época islámica en di versos lugares de la cora de Tlldll1ir, en concreto Lorca y Murcia, destacándose su parecido con las prácticas nilóticas (POCKLLNGTO , 1989). El topónimo al- Yazira y la clara incorporación al llano de inundación del río Segura de algunos pequeños valles situados entre los montes de su margen derecha, como la Raea/1ada deis ESla/1ys en Guardamar, de tan signiricativo nombre (ROSSELLÓ VERGER, 1989,277), refuerzan la hipótesis de que estos espacios perir éricos constituyeron los primeros agrosistemas regados del Bajo Segura (rig. 4), junto con otros situados en la perireria del llano, aprovechando el agua de ramblas, barrancos y r uentes como se sugiere en algunos ejemplos murcianos (POCKLINGTON, 1990, 22 y ss.). Además el entarquinamiento periódico del llano nuvial contribuye a evitar posibles procesos de salinización del suelo (EL FAlZ, 1985).
El desarrollo de estos sistemas agrícolas debe ponerse en relación con la paulatina integración en el eno de estas comunidades de origen indígena de nuevos cont ingentes demográficos llegados a la península tras la conquista, como ocurre en el caso de los .9u/1díes egipcios asentados en Tudl1lir a mediados del siglo VlIl. Un conocido texto de al' Udri (AL-AHWAN1, 1965, 15; MOLINA LÓPEZ, 1972, 82) rcÍ;;ta que el _i'lI/1dí 'Abd al-Yabbár b. adir recibió de Teodomiro, en razón del matrimonio con su hija, dos alquerías situadas en el Bajo Segura: la qatya Tarsa, a tres millas de Elche, '! la qarya Tall al-Ja{{ab, a ocho de Orihuela. La inminenle publicación de un trabajo donde se analiza el problema de la identificación de ambos asentamientos, me exime de detallar la argumentación que perm ite sugerir la identiricación de la alqueria del cerro de Ja\\áb (por Ja\(ab b. 'Abd a l-Yabbar, nieto de Teodomiro y rundador de la importante r ami li a murciana de los Bami Ja\(áb) con el asentamiento ubicado en el Cabezo de las Fuentes entre
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Albatera y Granja de Rocamora, en ALicante (fig. 2, 12) (GUTIÉRREZ LLORET, 1994, e. p.) " . En cualquier caso, el ejemplo pone en evidencia que los Jundies se asentaron en explotaciones rústicas sobre las que la aristocracia todavía mantenía un cierto control, entrando en contacto con las poblaciones indígenas que ocupaban los asentamientos marginales del Bajo Segura; de este temprano contacto da cuenta la introducción de nuevas formas cerám icas, totalmente ajenas a la tradición tardorromana -como ocurre con el horno, lan17ur, y el arcaduz-, que ahora se convierten en un perfecto indicador del proceso de aculturación de las poblaciones indígenas. El resultado de esa relación debe ser la experimentación de una tecnología agrícola innovadora, representada por la introducción de los ingenios elevadores de agua para el riego en su propio medio, por otro lado muy similar al originario de los árabes yundies, procedentes de Egipto (fig. 5).
De lo expuesto hasta ahora se deduce que las comunidades campesinas asentadas en la periferia de marjales y lagunas habían establecido un sistema de producción equilibrado con una estrategia multiuso, en el sentido que Víctor M. Toledo otorga a tal término (1993, 208-9). No se trata tanto de la creación de una «pecul.iar economía campesina» que aprovechaba los recursos naturales del baldío en tiempos difíciles, como señalaba Pedro Ruiz para el siglo xvrn (RUIZ TORRES, 1979, 89 y 94); se trata de economía campesina pura y simple, cuyo sistema productivo se basa, en razón precisamente de esa estrategia multiuso que evita «la especia lización de sus espacios naturales y de sus actividades productivas», en la combinación de la agricul tura con prácticas complementarias o alternativas, como la recolección agrícola y forestal, caza, pesca, c¡-Ía de ganado, artesanía, etc., en un mecanismo fundamental de reducción de riesgo (TOLEDO, 1993, 209-10) 18. Por lo tanto, el aprovechamiento del medio natural es una parte fundamental de los intercambios ecológicos y económicos que constituyen la producción de una comunidad campesina.
Desde esta perspectiva, la elección de un medío natural productivo y rico en cua nto a diversidad biológíca, era una estrategia «in teligente», que permitia la obtención de beneficios inmedíatos (energía y mateliales que garantizan elman-
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tenimiento de la eomunidad) a costa de un ri esgo (la convivencia con la enfermedad inherente al medio), mitigado en definitiva por la propia adaptación. El mantenimiento del hábitat durante más de tres siglos demuestra su éxito. Sin embargo, la mayoría de estos asentamientos se abandonaron a lo largo del siglo Xl: si la causa de esta defección no puede buscarse en la hostilidad de un medio que hasta ese momento se habia mostrado acogedor, cabe preguntarse cuál es la razón que explica el final de este patrón de asentamiento. Sin duda, el fenómeno tiene una directa relación con la planificación y el desarrollo de un agrosistema complejo, la huerta vinculada a la madina de Orihuela, situado en la parte alta del llano de inundación del bajo Segura, desde las inmediaciones de la ciudad hasta los mismos confines del marjal. A juzgar por la referencia de al' UQ.Ii, dicho espacio fue planificado seguramente por la propia l11adinQ, puesto que el geógrafo señala que sus habitantes construyeron la acequia de Callosa hasta Catra!. La huerta comprende una amplia superficie regada, cuyas líneas de rigidez se definen precisamente por la acequia de Escorratel y de CaUosa en la margen izquierda y por la de Alquibla, la más meridional, en la derecha. La compleja red de acequias tiene su contrapunto en el diseño de una malla de azarbes, destinados a drenar las tierras bajas, que desembocan precisamente en el marjal (fig 3). Este sistema vertebra y se relaciona claramente con un importante conjunto de alquerías documentadas en el Repartimiento de Orihuela (AZUAR y GUTIÉRREZ, 1994, e. p.). Aunque no es nuestro objetivo el análisis de este espacio regado, diseñado -aunque posiblemente no de forma definitiva 19_ entre la segunda mitad del siglo X y el Xl, parece claro que la organización de una nueva estructura de poblamiento relacionada con su planificación, supuso el fin del sistema productivo que había caracterizado las zonas húmedas durante la Alta Edad Media.
Si bien la estrategia de ocupación de estos medios se había revelado como útil y productiva en primera instancia, no conviene olvidar que el «óptimo» agrícola nunca fueron las áreas fért iles Ouctuantes sometídas a tensión, sino las estables. En el momento en el que las poblaciones medievales del Bajo Segura ya no sólo son capaces de explotar
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diFerencialmente el medio, sino que técnica y socialmente pueden controlarlo y regularizarlo -asegurando el riego de la llanura Fértil mediante una estructura compleja de regadío-, el sistema anterior pierde interés (TERRADAS, 199 1, 94). Es entonces cuando los espacios que habían sido fundamentales en el desarrollo de los p,-imeros agrosistemas regados pasan a ser marginales (MANZANO, 1994, e. p.), o mejor complementarios, porque nunca pennanecieron completamente al margen de la producción económica de la huerta de Orihucla. De hecho, cuando estos espacios fueron repartidos tras la conquista cristiana se consideraron incultos pero nunca se percibieron como improductivos, a juzgar por los pleitos generados entre concejos y señores, que pretenden asegurarse su usuFructo pleno, en detrimento de los derechos seculares de los conquistados.
Notas
1 erro RLi7, 1979, 81·2. Una reproducción parcial puede verse en A7LAR, 1985. 2. Mll~ similar en su representación topográfica. ) seguramente inspirado en el mismo, c:-, el mapa dd Reino de Valencia del siglo XVII (aplld Guillermo Blacus), reproducido en Lll Revi::>flI de Archil'os. Bibliutecas -" M",eu.>. XLIV, lam. 111, p. 377.
2 En la actualidad ambos espacio:, cMán declarados Parajes murales de la Comunidad Valenciana desde 1988.
1 Sin duda la accquiil mavor de Callosa (Al LAR v GlTIFRRFJ.. 1992, c. p.).
4 El nombre árabe de la alquclÍa ruc \ocalizado l!11 diminutivo (alYII:.aira) por Malina (1972, 45-6, n(l 17), pero la mención de la alqucria de Alge:.im en el Repartimiento de Orihucla hacc convenicnte vocali/_arla como al- Ya:ira ..
'i Aunque el topónimo Da.va se relaciona comunmcntc con el ctimo qa,,>- a, propiedad rural, el tél"mino qit.ya designa en el nOl1c de Árrica una depresión cerrada, cuyo rondo está ocupado intermitentemente por una laguna, pudiendo presentar una vegetación rclaliv~\mente abundante que cuntr"t. con.u entorno (GONZÁLEZ BERNÁLDEZ, 1992,71).
f> Segun esta hipótcsb el nombre gent."!rico de contenido gcográrico, La Dava (La Laguna), pudo terminar también por designar la alqucria que surgió en un momento indeterminado en sus inmediaciones -pero que se atcMigua desde al menos el siglo XIJI-; sólo más tarde, con la segregación del área asociada tradicionalmente al topónimo, debió surgir la necesidad de individualizar el espacio topográfico original con el elocuente termino de tlv ieja», aunque no constituyera un nucleo de poblamiento concentrado, mientras que la antigua alquelía recibió el epíteto de «nueva,..
El origen de la huel1.a de Orihuela ...
i A. C!BAT, 1806: Memoria sobre el problema ¿por qué motivos O
causas las tercianas se IUlII hecho tan comunes y graves en nuestra Espafia? ¿Con qllé medios podráll precaverse y destruirse?, Madrid, 74 apud PESET RElG. 1972. 359.
8 DELlBES \' CMIOYAN, 198 1: Doiimw, patrimonio del mundo. Madrid, 22.
9 Ouiero agradecer las valiosas sugcrcnciru; y observaciones de Héclor Lillo Carda, que han contribuido en gran medida a la redacción definitiva de este trab;ljo.
10 Elllrc los asentam ientos protohistórico') des tacan el Cabezo del Es· talio \' la necrópolis de Cabcl.o Lucero en Guardamar (ARANEGUI e l alii, 1993). lo; yac il11ienlO> del Oral \" la Escuera (ABAD y SALA. 1993) e n San Fulgencio \ lo':> reMo., de un monumento funerario del siglo IV a J.C .. rc ulili/ado~ en un es tablecimiento romano del ~ig l o 1, hallado en la partida de Lo Mejorado en tre las dos Da\'as. Este hallazgo, cuya noticia agradc7co a M. Oleina \ M. Cea, connrma la recon::,trucción ambiental anteriormente expuesta.
11 El desigual comportam iento ante la enfermedad de poblacione!'l 3daptada\ o no adaptadas se pu!'.o en c\ idenda, según C. Picdrola ( 1983, 995), en la Illél\or tolerancia manifestada por lo ... soldados vie tnamitas re:-,pcc.:to a lo~ nortc¡lmericanos durante la pa5.ada guerra del Vietnam. Agradl'/co dc\de estas páginas la!'. amables obscn'aciones sobre la enfermedad que mc facilitó el Doctor Enrique Rico Rico.
12 De hecho, el a\ anl:C dI.! lo int,' ullo se constata en ciertos ejemplos ~ en el caso dc los marjalcs \ pantanos, por ..,us propias características, es aún má ... notorio: en estos cspacio ... el abandono o fracaso de las obra!'. de drenaje supone la recuperación inmediata tic su ... cond iciones de humedad m:.\!., o meno.., degradada .... A ... i parl.'ce ocurrir a mediados del siglo XIII en el campo de Orihuda (VILAR, 1977, 158) o en cicnas lona.., de los saladares de Elche, Irm. el tcrrible fracaso de gran parte de la colon ilación emprcndida en d siglo XVIII (RU IZ TORRES. 1979. 105·6).
n Rl.'ClI('rdesc el cararter de refugio \' bastión de los migueletes resistente.., a las tropas borbónk'as en la Gucrra de Sucesión, que tuvieron Los almaljaks de Elche (RU IZ TORRES. 1979. 86) o la referencia a lanla> tierras «inculta"" lIt.:nas cll' male/a, qm.' ..,ólo ..,inen para refugio de malhechores», utililada como argumento fa\orable a la de:-.ecación de la albufera de Guardal11ar (CANALES \ VERA. 1985. 146).
14 No cUI'l\'icnc oh'idar qUt' el objctivo inicial del buque de Arco~ al acomctt'r la de:-.ccación de la &I.\")"a UarJ:llera ( Lo~ almarjales) de Elche era d de a>egurar la riqucra piscicola de la Albufera (RU IZ TORRES. 1979. 88).
15 A similare~ conclusiones ha llegado el profesor Joan F. Matcu Bellés a través del análisis de di\ersos mcdios pantano..,o~ de Valencia y Castellón, cuyos resultados C\PUSO en la rx.mcncia inédita «valoración ambiental de registros arqucológit"os ml.,d ic\"alcs. L¡c, lonas húmedas)!, en el I V Congreso de Arq/leología Alediel'a! Es/xl/Jola (Alicante, octubre de 1993). Sobre la administ rac ión del riego de lo~ marjales de Valencia puede verse Th. F. Glick (1988. 46 \ ".)
16 Este parece ser el caso de la ccnia árabe de Les Jovadc~ en Oliva
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(Valencia), s ituada en la zona de contactos entre los lCrrcnos de bajas terrazas aluvia les y las tierras pantanosas litor-a lcs (BAZZANA, 1987, 422).
17 Es posible que Mosen Pedro Bello! se refiera a es te asentamiento cuando indica sus sospechas de que Calral se pobló al abandonarse Cas· troalto, un asen tamiento si tuado _en la senela que le esta ccrca~, cuyas ruinas «muy deshechas estan por toda la ci rcunfcrenci3>t, aún eran aprec iables en su tiempo. También indica Bello! la existencia de «cuatro grandes azarbes que salen de él, que si se limpiaran quedar-a seco,. (BELLOT, 1956, 11 , 188), lo que confirm a la exis tenc ia de sistemas de drenaje, que una vez abandonados suponen la recuperación del marjal.
18 No conviene olvidar que cuando esa especia lización se logra, siempre es impuesta en contra de la lógica de la producción campesina, bien sea por la necesidad de obtener un excedente transformable en la ren ta pretendida por los sCliores feudales (BARCELÓ, 1988,217 Y 50.), o bien por la introd ucción de una agricultura comercial típicamente capitalista. No obstante, es necesario sClialar q ue, como Víctor M. Toledo advierte c itando a S. Gudeman, la econom ía de subsistencia campesina 110 excluye la producción de excedente, que circula en forma de mercancias, sólo que éste no se acumula ni transforma el sistema (TOLEDO, 1993,207-8).
19 La gran huerta de Orihuela es un agros istcma en continuo crecimiento espacial a lo largo del tiempo. El ll1t!canismo de ampliación se ha basado fundamentalmente en la construcción de diversos azud es aguas abajo del tío, que han permitido la ampliación sucesiva de la superficie de riego. Sin embargo, hemos de advertir que su restitución espacial, al igual que la de los pequeños agrosislemas si tuados en los bordes del marjal , plantea serios problemas, puesto que los sistemas de regadío desarrollados en Llanos de inundac ión con grandes aportes de sedimentos, no están ~ujetos a lo~ mismos principios de estabilidad y rigidez que caracterizan olros sistemas. Valga un ejemplo recogido por Mosén Bellot a propósito de Redovan; según Bellot escribe a principios del siglo XV[1 la acequia de Escorrale! iba a finales de! siglo XV « ... por mucho más arriba, pero con las avenidas de la rambla crece y se alza la tierra V decrece la huerta faltandole la agua. (BELLOT, 1956, n, 181).
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