Post on 04-Nov-2018
LA IMAGINACIÓN EN LA CIENCIA1. GERALD HOLTON.
Me siento muy honrado por haber sido elegido para hablarles sobre el tema de
la imaginación en la ciencia en el marco de este prestigioso Festival dei Due
Mondi; las artes y las ciencias también son Dos Mundos, pero mantienen una
relación de primos hermanos porque, aunque sus herramientas y productos
son diferentes, el ingenio y la pasión que les caracteriza son similares.
También hay una larga historia de estimulación recíproca, ya desde la época
de Pitágoras, quien sostenía que tanto la música como los fenómenos de la
naturaleza están gobernados por la relación entre los números enteros. Y como
voy a tratar de demostrar aquí, los historiadores del arte nos han proporcionado
enfoques clave en lo que se refiere a determinados problemas de la historia de
la ciencia.
No obstante, si deseamos analizar la imaginación de los científicos en pleno
funcionamiento, tendrá que ser pillándoles por sorpresa. Por razones bastantes
sólidas, los científicos modernos tratan de mantener sus conflictos personales
al margen de los datos que publican y de sus libros de texto. Sobre ese punto,
continua vigente el consejo que Louis Pasteur daba a sus alumnos y colegas:
“Haced que vuestros resultados parezcan inevitables.”
Así pues, es en los registros privados y en los cuadernos de laboratorio donde
los historiadores de la ciencia pueden encontrar cualquier cosa que los propios
científicos deseen ocultar. Aun cuando la lógica, las matemáticas y la
experimentación constituyen guías constantes, no son suficientes en absoluto –
si lo fueran, cualquier ordenador podría ocuparse de las mismas
investigaciones sin ayuda. Si miramos por el agujero de la cerradura de la
puerta del laboratorio, veremos que el científico también necesita muchas otras
herramientas. Voy a citar ejemplos de tres de estas herramientas en el
quehacer de la ciencia, tres compañeras estrechamente unidas en el progreso
1 Este artículo es una reproducción textual del documento de “imágenes y metáforas de la ciencia compilación de Lorena Preta, publicado por Alianza Editorial en 1992., lo estamos utilizando reconociendo plenamente su autoria y que se esta utilizando con fines exclusivamente educativos.
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de la ciencia moderna y que rara vez son debidamente reconocidas. Les voy a
hablar de la imaginación visual, la imaginación metafórica y la imaginación
temática. La mayor parte de mis ejemplos proceden de la física, pero se
podrían cosechar casos similares de las demás ramas del árbol de la ciencia.
Empezaremos por la imaginación visual, aunque sólo sea porque los primeros
pasos de la ciencia occidental transcurrieron a través de los ojos -a través de la
observación de los enigmáticos movimientos de los planetas, constantes
caminantes entre las estrellas fijas. Por eso no resulta sorprendente que a
menudo se rodearan de grandes sospechas aquellas entidades que podían
imaginarse pero permanecían ocultas a la visibilidad directa. Por ejemplo, el
esquivo éter parecía una base necesaria para entender la propagación de la
luz, constituida por ondas electromagnéticas transversales; pero, con el fin de
reproducir los movimientos supuestos dentro de ese éter, hubo que inventar
modelos mecánicos todavía más fantásticos --que dieron lugar a ejemplos de
modelos en movimiento en el éter -hasta que Heinrich Hertz decidió "echar el
alto", diciendo que las ecuaciones matemáticas que describen la luz son todas
las que podemos imaginar cuando examinamos el movimiento de las ondas
luminosas.
De modo similar, la antigua noción del átomo como entidad diminuta, indivisible
y discontinua resultaba cada vez más insuficiente a medida que iba siendo
necesario explicar nuevas propiedades de la materia eléctricas, químicas y de
otros tipos. Al comienzo de este siglo, algunos científicos corno, por ejemplo,
Ernst Mach, se lanzaron contra la idea misma del átomo, preguntando a todo el
mundo con gran sarcasmo:" ¿Alguien ha visto alguno?"
De hecho, no habría sido imposible conseguir algún tipo de física y química sin
postular la existencia de los átomos, pero habría sido mucho más complicado y
la ciencia hubiera sido menos bonita. Afortunadamente, los ojos acudieron en
nuestra ayuda. En 1912, el físico C. T. R. Wllson mostró estas fotografías
(Figura 1) en una reunión científica, y aquello zanjo la cuestión para la mayoría
de la gente. Había dirigido un haz de partículas alfa procedentes de una fuente
radioactiva hacia una “ cámara de niebla”, una pequeña caja de cristal llena de
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aire húmedo a baja temperatura. A lo largo del recorrido de las partículas alfa,
que por supuesto son invisibles, aparece una faja de niebla, una pequeña
nube. Eso es lo que revela los recorridos de las partículas alfa, algo así como
las estelas de vapor que dejan en el cielo los aviones en el paso.
figura 1
Aquello resultó bastante espectacular. Pero lo verdaderamente excitante
estaba en las discontinuidades, en los cambios repentinos de la dirección de
algunos recorridos (como el que se observa en el ángulo inferior izquierdo). La
partícula alfa parecía chocar con algo, y desviarse en otra dirección. En un
caso, el obstáculo con el que había chocado –a saber, el núcleo de una de las
moléculas de gas- había recibido el impulso suficiente como para dejar su
propio rastro diminuto de vapor mientras la partícula recorría una corta
distancia en otra dirección. Estas imágenes son sencillas, silenciosas y
apacibles; no hay evidencia de movimiento. En sí mismas, cada una de ellas
representa tan sólo un parsimonioso jeroglífico. Pero para una mente
debidamente preparada y conectada a un ojo alerta, presentaban un drama
abrumador: la primera evidencia irrefutable de la existencia de discontinuidad
atómica a un nivel bastante inferior al de la percepción directa. La dispersión de
haces de partículas se convirtió en el camino para "ver" acontecimientos
atómicos.
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La generación siguiente de herramientas para vislumbrar acontecimientos
subatómicos fue la cámara de burbujas. Las trayectorias se describían en un
medio líquido, y se hacían visibles en forma de filas de diminutas burbujas. La
figura 2 representa un ejemplo célebre. La fotografía tiene un aspecto algo
rudimentario, pero en este caso hay que ignorar las rayas y los garabatos y
concentrar la atención tan sólo en cinco líneas. Estas revelan que ha tenido
lugar un ciclo vital en esta pequeñísima etapa, como se observa en la figura 3:
un pión -partícula elemental cuya trayectoria está marcada con la letra π en la
ilustración que interpreta las observaciones sin más - entra en el campo visual
procedente de la parte inferior. Se encuentra con un confiado protón en la
cámara y de su interacción surgen dos partículas llamadas "extrañas" ( K0 y Λ0)
debido a que su periodo de supervivencia es inesperadamente largo tratándose
de partículas creadas: ¡nada menos que 10-10 segundos! Estas partículas, al
ser neutrales, no dejan ninguna huella, y finalmente también se descomponen.
El resultado de la descomposición de cada una de las partículas "extrañas" es
una partícula positiva y otra negativa, que producen en nuestro campo visual,
como si dijésemos, una tercera generación, en la que cada cual posee de
nuevo su propio período de vida característico.
figura 2
Notarán ustedes que el físico está utilizando aquí la retórica propia de un
conocido tipo de drama o relato popular, representado en el tiempo y en el
espacio, una historia de nacimiento, aventura y muerte. La fuerza de muchos
conceptos científicos de gran utilidad descansa, al menos en parte, sobre el
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hecho de que son meras proyecciones antropomórficas del mundo de los
asuntos humanos.
figura 3
Aquí tenemos otra fotografía de una cámara de burbujas, tomada en 1973.
Para entonces la cámara de burbujas ya se había convertido en un monstruo
de 12 metros cúbicos de propano líquido, apodado Gargamel en recuerdo de la
madre de Gargantúa. Entre los miles y miles de fotografías tomadas en el
CERN, donde pasaron por la cámara innumerables haces de invisibles
partículas neutrínicas creadas por un acelerador, uno de los detectores se fijo
en la configuración que muestra la figura 4, diferente de cualquier otro. Al
analizarla se descubrió que se trataba de algo que solemos denominar “suceso
dorado” , el reflejo de una rara pero reveladora, interacción.
Debemos aconsejar al ojo no especializado que ignore casi todo lo que
aparece en la fotografía y se centre, esta vez, en el tenue garabato de la
izquierda; es la firma típica de un electrón. La interpretación de este suceso
contribuyó definitivamente a confirmar la teoría de la unificación de las fuerzas
electromagnéticas y débiles, la llamada fuerza electrodébil. Por ese logro
compartieron un premio Nóbel los Norteamericanos Sheldon Glashow y Steven
Weinberg con un investigador de la Universidad de Trieste, llamado Abdus
Salam. Dentro de un momento volveré sobre esta fotografía para decirles como
la encajo la imaginación científica.
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figura 4
Pero, antes de esto, debemos retroceder hasta el nacimiento de la ciencia
moderna en el siglo XVII, para entender mejor la fuerza inmensa de la
imaginación icónica, es decir, de la capacidad para formar imágenes mentales
satisfactorias a partir de imágenes óptimamente esquivas y para convertir
vagas percepciones en sólidos conocimientos. Mi amigo el profesor Jerome
Bruner ha trabajado mucho sobre el aspecto psicológico de este proceso, y
cuando intervenga en este simposio la semana próxima quizá haga referencia
a ello. Hoy, mi ejemplo de este proceso de conversión desde la imaginaría
óptica hasta la mental se refiere a Galileo Galilei. Se trata de un caso estudiado
por el historiador del arte Samuel Edgerton, cuyo exhaustivo análisis voy a
esbozar aquí.
Ésta es la historia: en 1609, había dos hombres mirando hacia nuestra Luna a
través de un nuevo invento, el telescopio. El primero era el matemático,
cartógrafo y astrónomo Thomas Hariot que, desde Londres, operaba con un
telescopio de 6 aumentos desde finales de julio de 1609. El otro era Galileo,
entonces profesor de matemáticas en la Universidad de Padua; había
aprendido por su cuenta a pulir lentes y se había fabricado un telescopio de 20
aumentos, con el que observaba la Luna desde finales de otoño del mismo
año. Afortunadamente, tenemos datos de lo que cada uno de estos dos
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hombres pensaban que veían. Resulta instructivo comparar sus anotaciones
privadas, así corno conocer las razones de las grandes diferencias entre ellos.
figura 5
Ambos sabían que, al menos desde la época de Aristóteles, se consideraba a
la Luna corno una esfera perfectamente lisa y uniforme, símbolo del universo
incorruptible allende la Tierra. Además, en los cuadros posteriores a la Edad
Media, la Luna aparece como un signo de la Inmaculada Concepción de la
Virgen María; la figura 5 es un ejemplo (tomado de un cuadro de Murillo).
Desde luego, había dos problemas. Uno era que algunas áreas de la Luna real
evidentemente son más oscuras que otras, por lo que no podía ser totalmente
uniforme. Thomas Hariot se refirió a "esa extraña abundancia de manchas". El
segundo problema consistía en que si la Luna realmente era un espejo con
forma de esfera perfecta, en algún momento nos reflejaría la imagen del sol tan
sólo sobre una pequeña zona de su superficie, como un punto brillante sobre
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una gran bola oscura. Pero, como siempre, surgieron las teorías ad hoc
necesarias para hacer frente a esos problemas. Por ejemplo, hubo quien dijo
que la superficie de la Luna era translúcida y, como si fuera de alabastro,
devolvía la luz de una manera difusa, dejando entrever los diferentes
materiales interiores.
La primera observación de Hariot se ha conservado entre sus papeles (figura
6). Se trata de un tosco dibujo que muestra el limite de la iluminación, la línea
divisoria entre las zonas oscuras y la parte iluminada de la Luna. Pero lo más
importante es que evidentemente Hariot no sabe, y no comenta en absoluto,
porque se trata de una línea quebrada en lugar de la línea curva que seria de
esperar si la Luna fuera realmente una esfera perfecta. El ve, pero las teorías
de la época sobre la perfección de la Luna le dificultan la tarea de entender lo
que ve.
figura 6
Veamos ahora el caso de Galileo. A partir de finales de noviembre de 1609,
examina con atención la fantasmagórica Luna a través de su telescopio y
representa sus observaciones en forma de varios bellos dibujos a la sepia
(Figura 7). Es evidente que Galileo también ve las líneas quebradas
correspondientes al límite de la iluminación. Pero las interpreta enseguida
como irregularidades de la superficie, como montañas y cráteres, y utiliza la
técnica pictórica del claroscuro para manipular la luz y la oscuridad, recalcando
las protuberancias y las depresiones.
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Lo que ve Galileo aparece magníficamente descrito en su libro Siderius
Nuncius, publicado en 1610. La figura 8 muestra una de las ilustraciones de
este libro: exagera el paisaje Lunar a propósito. Galileo escribe allí que la
superficie de la Luna, en contra de la concepción filosófica de la época, “no es
lisa, uniforme y exactamente esférica..., sino irregular, tosca y llena de
cavidades y prominencias, similar a la faz de la Tierra, ataviada de cadenas
montañosas y valles profundos”. Galileo ve que no hay una diferencia
cualitativa entre la Tierra y la Luna. Incluso calcula a partir de las sombras
proyectadas por los picos, que las montañas deben tener 6.000 metros de
altura, ¡qué son mas altas que los Alpes de la Tierra! Su voz suena muy
tranquila: pero él sabe que la vieja concepción aristotélica del mundo se está
desmoronando bajo los efectos de esa voz.
figura 7
Las noticias de los sensacionales hallazgos de Galileo se extendieron
rápidamente por toda Europa y transformaron lo que la gente veía –he aquí un
ejemplo de cómo el significado transmitido por datos objetivos depende de los
supuestos de partida. El propio Thomas Hariot, después de leer el libro de
Galileo, volvió a situarse ante su telescopio en julio de 1610, un año después
de su primer intento, e hizo un dibujo de su nueva observación (Figura 9),
donde aparecen montañas y cráteres ensombrecidos -más todavía que en el
esbozo de Galileo. Una vez convertido a un nuevo modo de mirar, una vez
abandonados sus viejos supuestos de partida, Hariot empezó a ver algo
bastante diferente de la misma vieja Luna. Quiero recordar aquí ese magnífico
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pasaje de Ana Karenina en el que Ana, desesperadamente enamorada del
conde Vronsky, explica a una amiga que no puede amar a un hombre como su
esposo porque éste tiene unas orejas enormes. Su amiga replica, muy
sabiamente, que lo que ha cambiado no son las orejas del marido de Ana, sino
el corazón de ésta.
figura 8 y 9
Ahora debemos preguntarnos qué fue lo que, antes del cambio de actitud de
Hariot, hizo que Galileo y él miraran el mismo objeto con ojos tan diferentes.
Por supuesto, parte de la respuesta descansa sobre la mayor disposición de
Galileo a considerar un universo copernicano, en el que todos los planetas y
satélites pueden ser similares. Pero otra gran parte de la respuesta también
descansa sobre sus respectivas formaciones en materia de visualización, sobre
el modo en que habían aprendido a utilizar sus ojos como herramientas de la
imaginación. En la Inglaterra de 1609 en la que vivía Hariot, la cumbre del logro
artístico era la palabra, por ejemplo la de Shakespeare, que era más importante
que cualquier cosa en el ámbito de las artes visuales. De hecho, desde el punto
de vista visual, Inglaterra estaba bastante atrasada -casi podríamos decir que
en la Edad Media- con respecto al entendimiento de realizaciones en
perspectiva. Sin embargo, en la Italia de Galileo, la pintura del Renacimiento
había captado a los intelectuales en estado de alerta. Bajo el reinado de
Cosimo I de Florencia, Vasari había fundado la gran Academia de Diseño en
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1562, un centro de artes visuales y arquitectura a beneficio de todos, no
solamente de los profesionales. No es casualidad que cuando Galileo solicitó
su primer empleo a la edad de veinticinco años, fuera para cubrir el puesto de
profesor de matemáticas en esa Academia, para enseñar geometría y
perspectiva, y en 1613 llegó a ser elegido miembro de tan distinguida
Academia.
Así pues, es muy probable que Galileo, como todos los alumnos de la
Academia, hubiera estudiado el problema de las sombras que proyectan los
cuerpos sobre superficies diferentes. Los textos típicos y más que sobados que
se utilizaban en la Academia muestran cómo se traducen en luces y sombras
las protuberancias y depresiones de unas esferas reticuladas (figura 10). El
arte de la perspectiva y del claroscuro eran herramientas y habilidades que
Galileo había aprendido en su juventud y, en 1609, cuando reaparecieron ante
sus ojos los viejos problemas relacionados con la proyección de la sombra,
tuvo ocasión de hacer buen uso de dichas herramientas en un contexto tan
diferente como el del campo visual telescópico. Se podría decir que Galileo
consiguió entrever, a través de este tubo óptico todavía bastante pobre, que los
científicos de todo el mundo pronto empezarían a ver y a entender los
fenómenos característicos del sistema solar.
figura 10
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Este caso representa un ejemplo de esta mezcla poderosa a la hora de hacer
ciencia: la mezcla de datos rigurosos, de sólidos recursos matemáticos y
pragmáticos y de presupuestos teóricos, todos ellos trabajando juntos en el
teatro de la mente. Y en esta mezcla, ha menudo a resultado crucial la destreza
en el uso de la imaginación visual. En una célebre carta dirigida a Jacques
Hadamar, Einstein confesaba lo siguiente: “Las palabras o el lenguaje, ya sean
en su forma escrita u oral, no parecen jugar papel alguno en mi mecanismo de
pensamiento. Las entidades físicas que parecen actuar como elementos del
pensamiento son signos concretos e imágenes más o menos claras que
pueden producirse y combinarse deliberadamente”. Era como si, en su
actividad intelectual, Einstein jugara con las piezas de un rompecabezas. Y en
otra carta dirigida a Max Wetheimer, Einstein decía: “Muy rara vez pienso en
palabras... suelo hacer una especie de repaso, un repaso visual”.
Seguramente por eso, durante sus años de juventud en Berna, Einstein había
sido un excelente inspector de la Oficina de Patentes. Su trabajo consistía en
estudiar las descripciones, y sobre todo las ilustraciones, enviadas por los
inventores, y después reconstruir en su mente aquellas máquinas propuestas
para ver si realmente podían funcionar. Era una tarea fácil para él. Y además,
en el marco de su física, él podía visualizar sin esfuerzo ciertos procesos que
para otros eran excesivamente complejos.
Permítanme ponerles un sencillo ejemplo relacionado con esto. Si ustedes han
estudiado física y llegado hasta la introducción de la peculiar teoría de la
relatividad, sin duda alguna su libro de texto les pedirá que supongan que un
tren pasa a gran velocidad por delante del andén de una estación en un día de
tormenta. También tendrán que imaginar que hay un observador en el andén y
otro que viaja en la parte central del tren. Ahora caen del cielo dos centellas,
cada una de las cuales inciden sobre el tren en marcha; una incide en la parte
de delante y la otra en la de atrás. La pregunta importante es: ¿cómo verán
esto los dos observadores, el que está parado en el andén y el que viaja en el
tren a gran velocidad?.
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Ustedes recordarán que la respuesta era: si para el primer observador las dos
centellas parecen estrellarse a la vez, al otro (el que viaja hacia uno de los
objetos centelleantes y se aleja del otro), le parecerá que caen en momentos
distintos. Esto demuestra que la simultaneidad no es absoluta para todo el
mundo, sino que depende del estado de movimiento de cada cual. “Es
relativa”.
De la visualización de esta escena en sus pensamientos, de la realización
correcta de este "experimento mental", obtendrán ustedes gran cantidad de
física, y este ejemplo tan gráfico desde el punto de vista visual se deriva
directamente de los escritos del propio Einstein. (En su libro de 1917 sobre la
relatividad aparece un diagrama que presenta su esbozo característicamente
parsimonioso de la situación.) Todo esto era un juego de niños para él, aunque
no resultaba tan fácil para los demás, que tardaron mucho tiempo en aprender
a ver.
Actualmente quizá haya llegado a ser demasiado fácil. La imaginería de
Einstein se ha abierto camino incluso en el mundo del teatro. Si han visto
ustedes la ópera de Robert Wilson y Phillp Glass que lleva por título Einstein on
the Beach y cuya representación dura cinco horas, habrán tenido ocasión de
contemplar el retrato de ese tren; en la ópera se desliza muy lentamente por el
escenario durante dos largos actos, y por encima de él se mueve también muy
despacio algo parecido a esas centellas de que antes hablábamos. A Einstein
le habría dejado atónito este espectáculo, porque en su ejemplo todo dependía
de que el tren fuera a gran velocidad.
En cualquier caso, la imaginación visual de Einstein le proporcionó una ayuda
soberbia en múltiples ocasiones. Hace algún tiempo encontré en los Archivos
Einstein un manuscrito fechado en 1920 en el que el gran filósofo explicaba
cómo llegó a inventar la teoría general de la relatividad. La clave estuvo en
darse cuenta de que los efectos del movimiento acelerado y de la gravedad
pueden considerarse equivalentes. Como el propio Einstein describe en el
manuscrito: un día de 1907 “se me ocurrió la idea más afortunada de mi vida”,
a saber, que “el campo gravitatorio tan sólo tiene una existencia relativa.
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Porque si nos fijamos en un observador que cae ligeramente desde el tejado de
su casa, veremos que mientras cae no existe para él ningún campo
gravitatorio”. Por ejemplo, cualquier objeto que él mismo lance durante su caída
permanecerá cerca de él.
Este “experimento mental” científico visualizable y extraordinariamente simple
es la base del principio de equivalencia de la relatividad general. Debo añadir a
modo de inciso que me alegra enormemente el hecho de que Robert Wilson y
Philip Glass no conocieran la existencia del manuscrito de Einstein, porque de
lo contrario quizá hubieran colocado a alguien cayendo libremente desde el
tejado al escenario del teatro.
Durante los primeros decenios de este siglo, la imaginación icónica continuó
dando lugar a un triunfo científico tras otro. Por ejemplo, el átomo de Niels Bohr
de 1913 adoptó la imaginería del sistema solar copernicano. Al principio, desde
luego supuso un gran avance pero, a mediados del decenio de 1920 empezó a
resultar evidente lo peligroso que era considerar los procesos atómicos en
términos de una imaginería inicialmente inventada para acontecimientos a gran
escala, tales como el movimiento de los planetas.
Era necesario un nuevo método para imaginar fenómenos como la “rotación”
del electrón o para considerar la luz como onda y como partícula. Se habían
convertido en un obstáculo las intuiciones de fácil visualización, en oposición a
la abstracción conceptual. No hace falta saber mucho acerca del principio de
incertidumbre de Heisenberg para darse cuenta de que aquellas órbitas tan
precisamente trazadas de los modelos atómicos de Bohr en realidad no pueden
existir en la naturaleza. Esto llevó a Heisenberg, a partir de 1925, a proponer
una solución necesaria pero drástica, una solución que hasta hoy hace difícil
que los legos en la materia se sientan cómodos dentro de la física moderna.
Heisenberg eliminó por completo el uso de modelos representables del átomo.
Una frase típica de Heisenberg era: “El programa de la mecánica cuántica tiene
que liberarse antes que nada de esas descripciones intuitivas... La nueva
teoría, por encima de todo, debe abandonar por completo la visualizabilidad”.
O, como escribió Dirac en 1930: “La tradición clásica consideraba al mundo
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como una asociación de objetos observables... Sin embargo, desde hace
relativamente poco tiempo cada vez es más evidente que la naturaleza
funciona de acuerdo con un plan diferente. Sus leyes fundamentales no
gobiernan el mundo tal como aparece en nuestra imagen mental de un modo
directo, sino que controlan un sustrato del que no podemos formarnos una
imagen mental sin introducir irrelevancias”.
En la mayoría de las demás ciencias, la vieja imaginación icónica continúa
plenamente vigente. Pero los científicos cuánticos de hoy han logrado un nuevo
tipo de “visualizabilidad”, aunque en gran medida a través de constructos
matemáticos en lugar de físicos, a través de simetrías y de diagramas
abstractos. La figura 11 nos ofrece al menos una pista del modo en que el
nuevo método de pensamiento difiere del antiguo. En la parte superior se
encuentra representado el viejo método visceral que se empleaba para contar
lo que ocurre cuando dos electrones con la misma carga se aproximan entre
sí. Es una especie de instantánea situación en el espacio; ambos electrones
ejercen mutuamente fuerzas de repulsión que de algún modo atraviesan el
hueco existente entre ellos. Pero ahora se considera mucho más significativo
pensar que este fenómeno obedece a que las dos partículas intercambian un
fotón, una entidad que mediatiza la interacción. La parte inferior de la figura 11
representa este nuevo método de pensamiento, por medio de un tipo de
diagrama que debe su nombre a su inventor, Richard Feynman, y que aporta
una representación en el espacio-tiempo de la dispersión de los dos electrones.
figura 11
Algo similar se aplica a la desintegración beta del neutrón, que fue explicada
por primera vez por Enrico Fermí. La figura 12 está tomada de un libro editado
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recientemente por el profesor Paul Davies, The New Physics, quien sin duda
hablará de la nueva física en su exposición programada para mañana. Según
el viejo modo de representar la desintegración beta del neutrón (parte superior
de la figura 12), la interacción entre el neutrón original y el protón, electrón y
neutrino resultante, tiene lugar en un único punto espacio temporal A. En
contraste, como señala el profesor Davies, y tal como se representa en la parte
inferior de la figura 12: “De acuerdo con la contemplación de la desintegración
beta, la interacción entro las cuatro partículas se “despliega” en el espacio-
tiempo por medio del bosón W que intercambian. A energías bajas, las dos
descripciones dan las mismas predicciones, pero, cuando la energía es
elevada, los resultados son bastante diferentes”.
figura 12
A medida que han ido desvaneciéndose los modelos mentales simples, han
ocupado su lugar nuevos auxiliares diagramáticos al servicio de nuestros
procesos de pensamiento -nuevos diagramas en los que cada elemento
representa una expresión matemática necesaria para calcular fuerzas o
probabilidades de dispersión. La figura 13 constituye otro ejemplo. Como mi
colega Howard Georgi describe en un artículo: “La existencia de corrientes
neutras supone una verificación importante de la teoría moderna de la fuerza
electrodébil. Esto significa que pueden darse procesos débiles [es decir, raros,
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improbables] del tipo indicado, procesos en los que se intercambia un quanto
virtual eléctricamente neutral [Z°] entre un neutrino [ representado por la línea
curva de la izquierda] y un quark [ línea curva de la derecha], permaneciendo
invariables sus identidades [es decir, sus cargas]”.
figura 13
Y, como antes les prometí, esto nos acerca de nuevo al “suceso dorado” de
que hablábamos al principio. Porque lo que les acabo de leer es precisamente
la descripción de lo que ocurre en la fotografía que presenta la figura 4.
Nuestros "ojos desnudos" únicamente verían un garabato nada convincente,
pero el ojo de la mente, gracias a la versión "diagrama Feynman" del mismo
fenómeno, ve que un neutrino esparce un electrón sin modificar para nada las
cargas; así pues, existe una "corriente neutra"; Así pues (simplificando
demasiado quizá), si a alguien se le hubiera ocurrido todo esto antes que a
Glasgow, Weinberg o Salaam, ese alguien a lo mejor habría tenido que hacer
el equipaje y viajar a Suecia a recoger su premio Nóbel.
Examinemos ahora otra herramienta conceptual que algunos científicos utilizan
con gran maestría en la génesis de sus ideas. Se trata de la metáfora y de su
prima hermana, la analogía.
Esto quizá les sorprenda a ustedes. Después de todo, algunos filósofos opinan
que la imaginación metafórica no sirve para nada en el ámbito de la ciencia. El
Diccionario del pensamiento moderno dice de la metáfora y de la analogía que
"representan una forma de razonamiento particularmente propenso a la
extracción de conclusiones falsas a partir de premisas verdaderas". Se
considera a la metáfora como "la esencia de la poesía"; opera a través de la
ilusión, y desde luego la labor de los científicos es precisamente todo lo
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contrario. Así pues, podría parecer que la metáfora y la analogía son dos cosas
que los científicos deberían evitar con la máxima asiduidad.
Sin embargo, los científicos utilizan analogías continuamente; Thomas Young,
un físico del siglo XIX, representa un excelente ejemplo del castigo que puede
acarrear el hecho de hacerlo abiertamente. Este físico debe la mayor parte de
su fama a su defensa de la idea de que la luz es fundamentalmente un
fenómeno ondulatorio, en contra de los principios de la teoría cuasi corpuscular
que gozaba de tan amplia aceptación en su época. En una de sus primeras
publicaciones, Thomas Young escribe: "La luz es la propagación de un impulso
comunicado al éter por cuerpos luminosos". Recuerda a sus lectores que “ya
dijo Euler que los colores de la luz se debían a las diferentes frecuencias de las
vibraciones del éter luminoso". Pero si hasta entonces se trataba tan sólo de
una mera especulación, Young decía haberlo confirmado: la idea de que la luz
consiste en la propagación de un impulso enviado al éter "está sólidamente
confirmada..."; ¿mediante qué?, ¿Cómo? " A través de la analogía entre los
colores de una chapa delgada y los sonidos de una serie de cañones de
órgano" (dos fenómenos totalmente diferentes).
Incluso sin detenernos a estudiar los detalles de esta curiosa y, como el tiempo
ha demostrado, fructífera analogía entre la luz y el sonido -de esta
sorprendente extensión de la metáfora del movimiento ondulatorio de un campo
a otro, aparentemente sin relación -percibimos el considerable desafío que
supone esta transferencia de significado. De hecho, el valor que supone hacer
esta conexión, y lanzar la prueba experimental de la naturaleza ondulatorio de
la luz, no le pareció muy acertado ni siquiera a George Peacock, el editor de los
Collected Papers de Thomas Young, amigo incondicional del mismo, y hombre
de ciencia del Trinity College de Cambridge. Cuando Peacock publicó una
recopilación de escritos de Young en 1855, es decir, veintiséis años después
de que Young falleciera y mucho tiempo después de la consagración de la
teoría ondulatoria, Peacock continuaba sintiéndose obligado a evitar que el
lector cayera en algún terrible error sobre el tema que nos ocupa y, por ello,
añadió un asterisco tras la frase crucial de Young y redacto una severa nota de
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pie de página que tal vez sea única en la literatura: "Esta analogía es
caprichosa y absolutamente infundada. Nota del editor".
El caso de Thomas Young es un ejemplo de la función creativa, aunque
arriesgada, de la metáfora o de la analogía durante la fase inicial de la
imaginación científica. La utilización de la misma idea una y otra vez en
contextos bastante diferentes era parte del credo científico de Enrico Fermi.
Según él, cualquier fenómeno físico se podría entender en términos de una
analogía con una de entre más o menos dos situaciones físicas primarias,
primitivas. Por ejemplo, efectivamente dio un gran impulso a la moderna física
de las partículas elementales con un trabajo que publicó en 1934 sobre la
desintegración beta, en el que decía que cualquier teoría sobre la enigmática
emisión de partículas ligeras, como los electrones, a partir de un núcleo,
debería entenderse por analogía con la consolidada teoría de la emisión de los
quanta luminosos (fotones) a partir de la desintegración del átomo. Así fue
como eludió la trampa de tener que pensar que el electrón ya existía en el
núcleo antes de su emisión; después de todo, a nadie le había parecido
necesario pensar que el fotón ya estaba formado dentro del átomo antes de ser
irradiado.
Y de nuevo, poco después de escribir un trabajo sobre el efecto ejercido por los
electrones lentos al chocar con un átomo, Fermí únicamente era capaz de
entender el efecto de los neutrones lentos sobre el núcleo. Esto ocurría en
octubre de 1934, cuando él y su equipo, casi por mero accidente, descubrieron
la radiactividad artificial milagrosamente realzada de la plata, que resultó haber
sido provocada por la dispersión de neutrones, es decir, por su deceleración.
Las páginas del cuaderno de laboratorio que registran este descubrimiento son
bastante lacónicas y el trabajo resultante muy corto, pues no llega a dos
páginas. Sin embargo, se podría decir que su utilización de la analogía coloca a
Fermi sobre lo que resultó ser el primer paso necesario hacia el reactor
nuclear, y de ahí a la llamada era nuclear.
Y por fin llego a la tercera de las herramientas Imaginativas que algunos
científicos utilizan durante la fase inicial -se trata de lo que yo llamo
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imaginación temática. Es todavía más arriesgada que las que hemos analizado
hasta ahora: Me refiero a la práctica de dejar tranquilamente que los
presupuestos del científico actúen durante un tiempo como guía de su propia
investigación cuando todavía no hay pruebas suficientes de dichos
presupuestos, y en ocasiones Incluso frente a la evidencia aparentemente
contrapuesta. Esto viene a representar una suspensión deliberada de la
incredulidad, que es precisamente lo contrario de lo que se suele considerar la
actitud escéptica del científico.
De hecho, la expresión "suspensión deliberada de la incredulidad" procede de
un análisis de la poesía efectuado por Samuel Taylor Coleridge en su
Biographia Literaria. Según sus propias palabras, él se consideraba obligado a
imbuir sus escritos poéticos de “una apariencia de verdad suficiente para
originar esas sombras de la imaginación, esa suspensión deliberada y
momentánea de la incredulidad que constituye la fe poética”.
Sin embargo, lo más seguro es que esto no tenga nada que ver con la ciencia.
Según la opinión autorizada de un filósofo de la ciencia como Karl Popper, el
criterio de demarcación de todas las actividades verdaderamente científicas es
la suspensión de la creencia, no de la incredulidad. De acuerdo con Popper,
debemos someter nuestros constructos racionales a un régirnen curativo a
base de purgas hasta encontrar algún defecto funesto, incluso en la más
atesorada de nuestras inspiraciones concretas. Debemos esforzarnos en
falsearlas, es decir, en refutarlas y, por lo tanto, en repudiarlas.
Sin embargo, cuando nos detenemos a mirar por el aguiero de la cerradura de
la puerta del laboratorio, observamos que muchos de nuestros científicos no
prestan oídos a ese buen consejo. De hecho, en ocasiones dejan que su
trabajo crezca al máximo y madure a partir de una idea improbable que ellos
mismos se encargan de evitar que pueda ser destruida a manos de la férrea
racionalidad. Desde luego, al final, tras la superación de esta fase inicial y
privada, los resultados obtenidos con la técnica de la maduración y bajo la
dirección de la teoría de la maduración, deben someterse a la verificación
experimental. Con la naturaleza no se juega. El cementerio de la ciencia está
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lleno de víctimas de obstinadas creencias en ideas que no han demostrado ser
dignas ni del nombre. Pero debemos tener en cuenta el hecho curioso de que
hay espíritus geniales que pueden arriesgarse a perseverar durante largos
períodos sin contar con apoyo confirmativo alguno, y sobrevivir hasta el
momento de recoger sus premios. Después de analizar este tipo de
anotaciones personales, ahora sabemos que Newton, John Dalton y Mendel,
entre otros, se negaron a aceptar datos que fueran en contra de sus
presupuestos, y resultaron estar en lo cierto.
No obstante, la adopción de temáticas ardientemente sostenidas, y la
suspensión de la incredulidad en ellas, si bien resultan necesarias en algunos
casos y a menudo tienen mucho éxito, en último extremo pueden conducir a
terribles confusiones. Y para concluir mi exposición con un ejemplo de fracaso
después de haber hablado de tantos éxitos científicos, permítanme volver a
Galileo, y a un longevo misterio a cerca de uno de sus escasos, pero grandes,
errores.
Como todos sabemos, el clímax de la revolución científica para las ciencias
físicas del siglo XVII fueron los Principia de Isaac Newton, que combinaban los
imaginativos avances de Galileo Galilei con los de Johannes Kepler. Newton
decía que veía más allá que los demás porque se hallaba encaramado a
hombros de gigantes. Kepler desde la corte del loco y magnífico emperador
Rodolfo II de Praga y Galileo desde las brillantes Venecia y Florencia, eran dos
personalidades bien diferentes; pero también tenían muchas cosas en común,
sobre todo su apasionada devoción por la teoría copernicana del sistema
planetario. Ambos desafiaron los peligros que entrañaban sus heréticas
nociones, y Kepler, ocho anos mas joven que Galileo y extravagante admirador
del mismo, trató por todos los medios de captar su atención y apoyo moral.
Habría sido francamente lógico que Galileo hubiera mostrado la misma actitud
hacia Kepler, dado que las leyes de éste indicaban claramente la superioridad
del modo copernicano de imaginar el sistema del mundo. Pero, en contra de
toda expectativa razonable, Galileo guardó siempre las distancias con respecto
a Kepler, trató de desautorizarle todo lo que pudo y nunca aceptó sus leves del
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movimiento planetario. Y ese ha sido uno de los grandes enigmas de la historia
de la ciencia. ¿Por que Galileo evitó utilizar los hallazgos de Kepler como arma
arrojadiza contra los enemigos que no dejaban de asediarle? ¿Qué fue lo que
provocó este fallo de imaginación, uno de los poquísimos que presenta la
espléndida opera omnia de Galileo? Nunca intentó explicar su extraño rechazo,
e incluso este dato indica que debió haber una causa bien profunda. Como dijo
en una ocasión el historiador de la ciencia Giorgio de Santillana, las ideas de
Kepler "debieron poner en movimiento algún mecanismo de protección en la
mente de Galileo". ¿Qué era lo que quería proteger?.
Finalmente un historiador del arte, el magistral Erwin Panofsky, encontró la
explicación, una vez más de la manera más inesperada. Su brillante análisis
partía del hecho que he mencionado antes de que Galileo, como tantos
intelectuales italianos de su época, se consideraba a sí mismo, y con razón, no
sólo científico, sino también admirador y crítico de las artes. Más aun, para
Galileo constituía un criterio fundamental de sólido pensamiento científico
utilizar exclusivamente elementos de pensamiento que resultaran aceptables
desde el punto de vista estético. Y era precisamente desde este punto de vista
estético desde donde Galileo consideraba inaceptables, e incluso repulsivas,
las ideas de Kepler.
Permítanme extenderme un poco sobre la argumentación de Panofsky. Galileo,
hijo de un conocido músico y teórico de la música, creció en un ambiente más
humanista que científico. Todos sabemos, por ejemplo, que dedicó muchos
meses de paciente labor a comparar la obra de los poetas Ariosto y Tasso, con
el resultado de grandes alabanzas para el primero y ninguna compasión para el
segundo. Al margen de la literatura, Galileo también se lanzó alegremente a
controversias en el ámbito de las artes visuales. Por ejemplo, estuvo muy unido
a Lodovico Cardi, alias Cigoli, el pintor florentino más importante entre los
coetáneos de Galileo. De hecho, Cigoli incluso colaboró con su amigo en
algunas observaciones astronómicas; llamaba a Galileo su “maestro" en el arte
de la perspectiva y no dudo en proclamar su admiración hacia él cuando, en su
última obra, los frescos de Santa Maria Maggiore, represento la ascensión de la
virgen Maria sobre una Luna que era exactamente igual a la que Galileo había
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utilizado en una de sus ilustraciones de Siderius Nuncius, como ya vimos
anteriormente. (Figura 14 y 15).
En Junio de 1612, Cigoli pidió a Galileo que le ayudara a luchar contra los que
alegaban que la escultura era superior a la pintura. Por extraño que parezca,
en la carta resultante de Galileo sobre la superioridad de la pintura podemos
encontrar una clave de su rechazo frente a la astronomía kepleriana. Según
Galileo, el problema de la escultura es que resulta demasiado parecida a las
“cosas naturales”, a los objetos con los que comparte “la propiedad de la
tridimensionalidad”.
figura 14
El pintor parece merecer mayor crédito por su obra precisamente porque solo
dispone de dos dimensiones para crear la apariencia de tridimensionalidad.
Porque, continúa diciendo Galileo, “cuanto más lejos de la cosa que se
pretende imitar estén los medios para imitarla, más admirable será la
imitación". Y para recalcar más esta idea, añade que solemos admirar a un
músico cuando "nos hace sentir simpatía por un amante a base de representar
sus sufrimientos y pasiones en forma de canción", pero no cuando el músico se
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limita a transmitir lamentos y sollozos; y aún admiraríamos todavía más al
músico que no se sirviera de canción alguna, sino que únicamente utilizara
instrumentos musicales para actuar sobre nuestras emociones.
figura 15
La idea de Galileo es que debemos adherirnos al "purismo crítico", debemos
distinguir entre la representación y "su contenido". Se trata del mismo cuchillo
afilado que empleo Galíleo para separar cantidad y calidad, ciencia y religión.
Ponía objeciones a cualquier desdibujamiento de líneas fronterizas. Ésta es la
razón por la que a Galileo no le gustaron absolutamente nada las alegorías
fantásticas de Tasso (por ejemplo, en el poema Gerusalemme Líberata) y,
sobre todo, por la que Galileo, como Cigoli, también se opuso a las distorsiones
artísticas que a su juicio degradaban el medio de la pintura, como era el caso
de las "ilustraciones trucadas". Galileo se mostró especialmente mordaz con el
entonces muy admirado Giuseppe Arcimboldo, pintor de la corte de Rodolfo II
(lo que ponía las cosas todavía peor), cuya especialidad era la personificación
de conceptos o estaciones mediante disposiciones de utensilios o de frutos y
flores (la figura 16 representa el verano). Este estilo, hoy día denominado
manierismo, surgió como una tendencia "anticlásica" que, como Panofsky
señala, representaba la oposición "a los ideales de racionalidad..., simplicidad y
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equilibrio", y en cambio se inclinaba a favor de "cierto gusto por lo irracional, lo
fantástico, lo complejo y lo disonante".
Ahora bien, hay un elemento en particular que fue tan enfáticamente rechazado
por el arte del alto Renacimiento (que Galileo adoraba) como favorecido por el
manierismo (que Galileo aborrecía). Hablamos de la elipse. En pintura y
escultura fue introducida como elemento significativo por Correggio y Gian
Maria Falconetto, respectivamente; en arquitectura, Miguel Ángel jugueteó un
poco con la idea en un diseño que hizo para la tumba del papa Julio II, pero
tan sólo como elemento interior, totalmente invisible desde fuera. Tanto en el
terreno de la música como en el de la pintura o la poesía, para Galileo era un
deber sagrado luchar contra el manierismo, contra la complejidad innecesaria,
contra la distorsión y el desequilibrio.
Y ahora ya podemos preguntarnos, como Panofsky, "si, como sabemos, la
actitud científica de Galileo influyó sobre su juicio estético, ¿no podría ser que
su actitud estética hubiera influido sobre sus teorías científicas?”. Mas
concretamente, ¿no podría ser que “tanto en calidad de científico como de
critico de arte estuviera acatando las mismas tendencias rectoras?”.
Empezaremos viendo por que razón Galileo pensaba que Kepler estaba
totalmente equivocado. Al nivel más obvio, los escritos de Kepler, entre los que
citaremos Mysteriurn Cosmographicum y Harmonici Mundi, están tan plagados
de ideas y materias distintas que resulta difícil ver qué hay de valioso bajo toda
esa aparente fantasía. Las tres leyes del movimiento planetario de Kepler, sin
las que Newton nunca hubiera conseguido nada, están enterradas bajo
montañas de escombros de tal manera que incluso Newton tuvo dificultades
para reconocer su deuda hacia ellas.
Pero aparte del carácter indigerible del estilo de Kepler a la hora de escribir, su
estilo de pensar entronizaba de lleno al manierismo en el sistema solar a los
ojos de Galileo. Según éste, según Aristóteles, y también según Copernico,
todo movimiento celeste tenía que proceder en términos de la superposición de
círculos, por ejemplo, en un epiciclo circular llevado a un deferente circular. El
círculo y el movimiento uniforme a lo largo del círculo eran las marcas propias
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de la uniformidad, perfección y eternidad. Kepler en un principio también había
pensado de esta manera, pero luego se dejó llevar por los datos, y en contra de
sus mejores instintos, proclamó su primera ley: que los planetas se mueven
describiendo elipses alrededor del Sol. Así pues, no se hallaban en lo que
Galileo consideraba como movimiento “natural”, sino que variaban
continuamente su velocidad mientras se movían.
figura 16
Para Galileo, que seguía completamente hechizado por la circularidad, la elipse
era un círculo distorsionado -una forma indigna de los cuerpos celestes.
Aceptar semejante aberración era dar la victoria a los Correggios y Arcimboldos
de este mundo. Eso jamás. La primacía del círculo era para Galileo lo que yo
he llamado uno de esos presupuestos temáticos irresistibles sin los que su
imaginación científica no hubiera podido operar. Y no solamente en el cielo,
sino también en la Tierra. Como señala el propio Galileo: “Todos los
movimientos humanos o animales son circulares”. Correr, saltar, caminar, etc.,
son tan sólo movimientos secundarios que dependen de los primarios, de lo
que tiene lugar en las articulaciones; “el salto o la carrera son producto del
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juego de la pierna con la rodilla y del muslo con la cadera, que son
movimientos circulares”.
Al final, el encantamiento del círculo no logró socavar gravemente la
cosmología de Galileo. Pero sí tuvo consecuencias nocivas para su física,
porque le impidió darse cuenta de que el movimiento más natural es el
rectilíneo y no el circular. En lugar de eso, Galileo mantenía, como puede
comprobarse en el libro I del Dialogo, que la naturaleza permite el movimiento
en línea recta sólo de vez en cuando y con la única finalidad de restablecer el
orden. Una vez que el elemento en cuestión ocupa el lugar que le corresponde,
"tiene que permanecer inmóvil o, si se mueve, hacerlo sólo de modo circular".
Así pues, Galileo paso por alto la idea que constituye la mismísima base de la
mecánica moderna y que ahora conocemos como la primera ley de Newton, es
decir, que, en ausencia de fuerzas, todo cuerpo permanece en reposo o en
movimiento rectilíneo uniforme. Es verdaderamente irónico que el honor del
descubrimiento de este principio de inercia al final fuera a parar al ingles, a
quien ningún esfuerzo de imaginación podría haberle hecho considerarse a si
mismo admirador ni crítico de ninguna de las artes.
Hasta aquí hemos visto tres de las herramientas más importantes de la
imaginación científica en acción. Tal vez ello nos ayude a desembarazarnos de
esa noción tan común de la ciencia como proceso mecánico, casi irresistible,
de inducción a partir de “hechos” Incontestables. Los historiadores de la
ciencia y otros estudiosos de todas partes del mundo han tratado de reunir las
piezas de esta realidad más compleja y caótica, pero más realista e
interesante, para lo que no han dejado de adentrarse en cuestiones cada vez
más difíciles de resolver a lo largo de los cuatro últimos siglos.
Pero deseo terminar con una nota de atención. Al final, desde luego no
habremos “explicado” a Galileo ni a Fermi, corno tampoco a Mozart ni a Verdi.
Nunca llegaremos a resolver del todo el enigma de cómo determinados
científicos elegidos sientan las bases del estado venidero de la ciencia, de
cómo es posible que nuestras mentes descubran el orden de las cosas. Sobre
este punto, una vez más Albert Einstein tiene la última palabra: “Aquí estriba el