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7/25/2019 La Particula Divina - L Lederman y D Teresi
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Colaboración de Sergio Barros 2 Preparado por Patricio Barros
Presentación
Me gustan la teoría de la relatividad y la
cuántica porque no las entiendo, porque
hacen que tenga la sensación de que el
espacio vaga como un cisne que no puede
estarse quieto, que no quiere quedarse
quieto ni que lo midan; porque me dan la
sensación de que el átomo es una cosa
impulsiva, que cambia siempre de idea.
D. H. LAWRENCE
La «Partícula Divina» es el bosón de Higgs, «tan fundamental para la física de
nuestros días —nos dice el autor—, tan crucial para el conocimiento final de la
estructura de la materia y, sin embargo, tan esquiva».
Leon Lederman, Premio Nobel de Física, nos conduce en este libro a lo largo de la
historia de la ciencia, desde Demócrito hasta nuestros días, siguiendo las
investigaciones y los hallazgos de los hombres que han tratado de penetrar los
secretos de la materia, hasta llegar al momento presente, en que los científicos
parecen hallarse en el umbral de ese último descubrimiento en que, gracias al granacelerador LHC, que se está construyendo en el CERN, podrá encontrar la «Partícula
Divina» y, con ella, esa hermosa explicación final en que todas las leyes de la
naturaleza pueden expresarse en una única y sencilla ecuación.
Lederman consigue el milagro de hacernos fácilmente comprensibles los aspectos
más complejos de la física actual, nos lleva a apasionarnos por los misterios de la
materia y, lo que puede parecer más sorprendente, consigue divertirnos. Porque su
libro, entreverado de anécdotas y ocurrencias, está escrito con un profundo sentido
del humor, hasta el punto que un crítico ha dicho: «A partir de ahora, ver a alguien
leyendo un libro y riéndose a carcajadas no excluye la posibilidad de que se trate de
una obra de física escrita por un consagrado Premio Nobel. Leon Lederman lo ha
logrado. Su obra La partícula divina va cargada de un corrosivo sentido del humor».
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Colaboración de Sergio Barros 3 Preparado por Patricio Barros
Los autores
LEON M. LEDERMAN. (Nueva York, 1922) Físico estadounidense. Estudió Ciencias
Físicas en el Colegio de la Ciudad de Nueva York y en la Universidad de Columbia.
Comenzó su actividad docente como profesor de Física en 1958 en la misma
Universidad. En 1973 fue profesor de esta materia
en el Eugene Higgins. Trabajó también en el Centro
Europeo de Investigación Nuclear desde 1948 a
1978. En 1979 ocupó el cargo de director del
mayor laboratorio de física experimental de
Estados Unidos, el Laboratorio Nacional Fermi en
Bataria, Illinois.
En octubre de 1988, la Academia Sueca le concedió
el premio Nobel de Física, compartido con los
norteamericanos Melvin Schwartz y Jack
Steingerger, por abrir nuevas oportunidades a la
investigación de la estructura y la dinámica de la
materia a través de los rayos de neutrinos. Pertenece, entre otras, a la Academia
Nacional de la Ciencia de Estados Unidos, a la
Sociedad Americana de Física y a la AsociaciónAmericana de Artes y Ciencias. En 1965 le fue
otorgada la Medalla Nacional de la Ciencia. Cuenta
con numerosas publicaciones, entre ellas un
centenar de artículos de física sobre problemas
generales en las partículas físicas elementales.
DICK TERESI. Escritor y editor americano, es
conocido por sus libros de divulgación científica ehistórica, algunos de ellos escritos en colaboración
con grandes figuras académicas.
Su obra más conocida, escrita junto a Leon M.
Lederman, es La partícula divina.
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Colaboración de Sergio Barros 4 Preparado por Patricio Barros
Dramatis personae
Átomos o á-tomo Partícula teórica inventada por Demócrito. El á-tomo,
invisible e indivisible, es la menor unidad de la materia.
No hay que confundirlo con el llamado átomo químico,
que sólo es la menor unidad de cada elemento
(hidrógeno, carbono, oxígeno, etc.).
Quark Otro á-tomo. Hay seis quarks, cinco descubiertos ya y uno tras el que
aún se andaba en 1993 [su descubrimiento se anunció en
1995]. Cada quark puede tener uno de tres colores. Sólo
dos de los seis, el up y el down, existen hoy de forma
natural en el universo.
Electrón El primer á-tomo que se descubrió, en 1898. Como todos
los á-tomos modernos, se cree que tiene la curiosa
propiedad de un «radio cero». Pertenece a la familia
leptónica de á-tomos.
Neutrino Otro á-tomo de la familia leptónica. Hay tres tipos
diferentes. Los neutrinos no se usan para construir la
materia, pero son esenciales en ciertas reacciones. En el
concurso minimalista, ganan: carga cero, radio cero ymuy posiblemente masa cero.
Muón y tau Estos leptones son primos del electrón, sólo que mucho
más pesados. Fotón, gravitón, la familia W+, W- y Z° y
los gluones Son partículas, pero no de la materia, como
los quarks y los leptones. Transmiten, respectivamente,
las fuerzas electromagnética, gravitatoria, débil y fuerte.
El gravitón es la única que no se ha detectado todavía.
El vacío La nada. También lo inventó Demócrito. Un lugar por el que los
átomos pueden moverse. Los teóricos de hoy lo han
ensuciado con un popurrí de partículas virtuales y otros
residuos. Denominaciones modernas: vacío y, de vez en
cuando, éter.
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El éter Lo inventó Isaac Newton, lo volvió a inventar James Clerk
Maxwell. Es la sustancia que llena el espacio vacío del
universo. Desacreditado y arrumbado por Einstein, hoy
está efectuando un retorno nixoniano. En realidad es el
vacío, pero cargado de partículas teóricas, fantasmales.
Acelerador Dispositivo que incrementa la energía de las partículas.
Como E = mc², un acelerador hace que sean más
pesadas.
Experimentador Físico que hace experimentos…
Teórico Físico que no hace experimentos.
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La Pa r t ícu l a D i v i n a , también llamada la
partícula de Higgs, alias el bosón de
Higgs, alias el bosón escalar de Higgs.
Capítulo 1
El balón de fútbol invisible
Nada existe, excepto átomos y espacio
vacío; lo demás es opinión.
DEMÓCRITO DE ABDERA
C o n t e n i d o :
1. ¿Cómo funciona el universo?
2. El principio de la ciencia
3.
León atrapado
4. La biblioteca de la materia
5. Los quarks y el papa
6. El balón de fútbol invisible
7. La pirámide de la ciencia8. Experimentadores y teóricos: granjeros, cerdos y trufas
9. Unos tipos que se quedan levantados hasta tarde
10. ¡Eh, oh!, matemáticas
11. El universo sólo tiene unos segundos (1018 )
12.
El cuento de las dos partículas y la última camiseta
13. El misterioso señor Higgs
14. La torre y el acelerador
En el principio mismo había un vacío —una curiosa forma de estado de vacío—, una
nada en la que no había ni espacio, ni tiempo, ni materia, ni luz, ni sonido. Pero las
leyes de la naturaleza estaban en su sitio, y ese curioso estado de vacío tenía un
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potencial. Como un peñasco gigantesco que cuelga al borde de un acantilado
vertiginoso…
Esperad un minuto.
Antes de que caiga el peñasco, tendría que explicar que en realidad no sé de qué
estoy hablando. Una historia, lógicamente, empieza por el principio. Pero este es un
cuento acerca del universo, y por desgracia no hay datos del Principio Mismo.
Ninguno, cero. Nada sabemos del universo antes de que llegase a la madura edad
de una mil millonésima de una billonésima de segundo, es decir, nada hasta que
hubo pasado cierto tiempo cortísimo tras la creación en el big bang. Si leéis o
escucháis algo sobre el nacimiento del universo, es que alguien se lo ha inventado.
Estamos en el reino de la filosofía. Sólo Dios sabe qué pasó en el Principio Mismo (y
hasta ahora no se le ha escapado nada).
Esto, ¿por dónde íbamos? Ah, ya…
Como un peñasco gigantesco que cuelga al borde de un acantilado vertiginoso, el
equilibrio del vacío era tan delicado que sólo hacía falta un suspiro para que se
produjera un cambio, un cambio que crease el universo. Y pasó. La nada estalló. En
su incandescencia inicial se crearon el espacio y el tiempo.
De esta energía salió la materia, un plasma denso de partículas que se disolvían en
radiación y volvían a materializarse. (Ahora, por lo menos, estamos manejando
unos cuantos hechos y un poco de teoría conjetural). Las partículas chocaban ygeneraban nuevas partículas. El espacio y el tiempo hervían y espumaban mientras
se formaban y disolvían agujeros negros. ¡Qué escena!
A medida que el universo se expandió, enfrió e hizo menos denso, las partículas se
fueron juntando unas a otras y las fuerzas se diferenciaron. Se constituyeron los
protones y los neutrones, y luego los núcleos y los átomos y enormes nubes de
polvo que, sin dejar de expandirse, se condensaron aquí y allá, con lo que se
formaron las estrellas, las galaxias y los planetas. En uno de estos, uno de los más
corrientes, que giraba alrededor de una estrella mediocre, —una mota en el brazo
en espiral de una galaxia normal— los continentes en formación y los revueltos
océanos se organizaron a sí mismos. En los océanos un cieno de moléculas
orgánicas hizo reacción y construyó proteínas. Apareció la vida. A partir de los
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organismos simples se desarrollaron las plantas y los animales. Por último, llegaron
los seres humanos.
Los seres humanos eran diferentes fundamentalmente porque no había otra especie
que sintiese tanta curiosidad por lo que le rodeaba. Con el tiempo hubo mutaciones,
y un raro subconjunto de personas se puso a merodear por ahí. Eran arrogantes. No
se quedaban satisfechos con disfrutar de las magnificencias del universo.
Preguntaban: ¿Cómo? ¿Cómo se creó? ¿Cómo podía salir de la «pasta» de que
estaba hecho el universo la increíble variedad de nuestro mundo: las estrellas, los
planetas, las nutrias de mar, los océanos, el coral, la luz del Sol, el cerebro
humano? Los mutantes habían planteado una pregunta que se podía responder,
pero para ello hacía falta un trabajo de milenios y una dedicación que se
transmitiera de maestro a discípulo durante cien generaciones. La pregunta inspiró
también un gran número de respuestas equivocadas y vergonzosas. Por suerte,
estos mutantes nacieron sin el sentido de la vergüenza. Se llamaban físicos.
Hoy, tras haber examinado durante más de dos mil años esta pregunta —un mero
abrir y cerrar de ojos en la escala cosmológica del tiempo—, empezamos sólo a
vislumbrar la historia entera de la creación. En nuestros telescopios y microscopios,
en nuestros observatorios y laboratorios —y en nuestros cuadernos de notas—
vamos ya percibiendo los rasgos de la belleza y la simetría primigenias que
gobernaron los primeros momentos del universo. Casi podemos verlos. Pero elcuadro no es todavía claro, y tenemos la sensación de que algo nos enturbia la
vista, una fuerza oscura que difumina, oculta, ofusca la simplicidad intrínseca de
nuestro mundo.
1. ¿Cómo funciona el universo?
Este libro trata de un solo problema, que viene confundiendo a la ciencia desde la
Antigüedad. ¿Cuáles son los componentes fundamentales con que se construye la
materia? El filósofo griego Demócrito llamó a la menor unidad á-tomo (literalmente,
«que no se puede cortar»). Este á-tomo no es el átomo del que oísteis hablar en las
clases de ciencias del instituto, no es como el hidrógeno, el helio, el litio y así hasta
el uranio y más allá, que son entes grandes, pesadotes, complicados conforme a los
criterios actuales (o según los de Demócrito, por lo que a esto se refiere). Para un
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físico, hasta para un químico, los átomos son verdaderos cubos de basura donde
hay metidas partículas más pequeñas —electrones, protones y neutrones—, y los
protones y los neutrones son a su vez cubos llenos de chismes aún más pequeños.
Tenemos que saber cuáles son los objetos más primitivos que hay, y hemos de
conocer las fuerzas que controlan su comportamiento social. En el á-tomo de
Demócrito, no en el átomo de vuestro profesor de química, está la clave de la
materia.
La materia que vemos hoy a nuestro alrededor es compleja. Hay unos cien átomos
químicos. Se puede calcular el número de combinaciones útiles de los átomos, y es
enorme: miles y miles de millones. La naturaleza emplea estas combinaciones, las
moléculas, para construir los planetas, los soles, los virus, las montañas, los
cheques con la paga, el valium, los agentes literarios y otros artículos de utilidad.
No siempre fue así. Durante los primeros momentos tras la creación del universo en
el big bang, no había la materia compleja que hoy conocemos. No había núcleos, ni
átomos, no había nada que estuviese hecho de piezas más pequeñas. El abrasador
calor del universo primitivo no dejaba que se formasen objetos compuestos, y si,
por una colisión pasajera, llegaban a formarse, se descomponían instantáneamente
en sus constituyentes más elementales. Quizá no había, junto a las leyes de la
física, más que un solo tipo de partícula y una sola fuerza —o incluso una partícula-
fuerza unificada—. Dentro de este ente primordial se encerraban las semillas delmundo complejo donde evolucionarían los seres humanos, puede que, básicamente,
para pensar sobre estas cosas. Quizá os parezca aburrido el universo primordial,
pero para un físico de partículas, ¡esos eran los buenos tiempos!, esa simplicidad,
esa belleza, por neblinosamente que las vislumbremos en nuestras lucubraciones.
2. El principio de la ciencia
Antes aun de mi héroe Demócrito, había ya filósofos griegos que se atrevieron a
intentar una explicación del mundo mediante argumentos racionales y excluyendo
rigurosamente la superstición, el mito y la intervención de los dioses. Estos habían
sido recursos valiosos para acomodarse a un mundo lleno de fenómenos temibles y,
aparentemente, arbitrarios. Pero a los griegos les impresionaron también las
regularidades, la alternancia del día y la noche, las estaciones, la acción del fuego,
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del viento, del agua. Allá por el año 650 a. C. había surgido una tecnología
formidable en la cuenca mediterránea. Allí se sabían medir los terrenos y navegar
con ayuda de las estrellas; su metalurgia era depurada y tenían un detallado
conocimiento de las posiciones de las estrellas y de los planetas con el que hacían
calendarios y variadas predicciones. Construían herramientas elegantes y finos
tejidos, y preparaban y decoraban su cerámica muy elaboradamente. Y en una de
las colonias del imperio griego, la bulliciosa ciudad de Mileto, en la costa occidental
de lo que ahora es la moderna Turquía, se articuló la creencia de que el mundo, en
apariencia complejo, era intrínsecamente simple, y de que esa simplicidad podía ser
desvelada mediante el razonamiento lógico. Unos doscientos años después,
Demócrito de Abdera propuso que los á-tomos eran la llave de un universo simple,
y empezó la búsqueda.
La física tuvo su génesis en la astronomía; los primeros filósofos levantaron la vista,
sobrecogidos, al cielo nocturno y buscaron modelos lógicos de las configuraciones
de las estrellas, los movimientos de los planetas, la salida y la puesta del Sol. Con el
tiempo, los científicos volvieron los ojos al suelo: los fenómenos que sucedían en la
superficie de la Tierra —las manzanas se caían de los árboles, el vuelo de una
flecha, el movimiento regular de un péndulo, los vientos y las mareas— dieron lugar
a un conjunto de «leyes de la física». La física floreció durante el Renacimiento, y se
convirtió en una disciplina independiente y distinguible alrededor de 1500. A medidaque pasaron los siglos y nuestras capacidades de percibir se agudizaron con el uso
de microscopios, telescopios, bombas de vacío, relojes. Y así, sucesivamente, se
descubrieron más y más fenómenos que se podían describir meticulosamente
apuntando números en los cuadernos de notas, construyendo tablas y dibujando
gráficos, y de cuya conformidad con un comportamiento matemático se dejaba
triunfalmente constancia a continuación.
A principios del siglo XX los átomos habían venido a ser la frontera de la física; en
los años cuarenta, la investigación se centró en los núcleos. Progresivamente, más
y más dominios pasaron a estar sujetos a observación. Con el desarrollo de
instrumentos de un poder cada vez mayor, miramos más y más de cerca a cosas
cada vez menores. A las observaciones y mediciones les seguían inevitablemente
síntesis, sumarios compactos de nuestro conocimiento. Con cada avance
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importante, el campo se dividía: algunos científicos seguían el camino
«reduccionista» hacia el dominio nuclear y subnuclear; otros, en cambio, iban por la
senda que llevaba a un mejor conocimiento de los átomos (la física atómica), las
moléculas (la física molecular y la química), la física nuclear y demás.
3. León atrapado
Al principio fui un chico de moléculas. En el instituto y en los primeros años de la
universidad la química era lo que me gustaba, pero poco a poco me fui pasando a la
física, que parecía más limpia; inodora, de hecho. Me influyeron mucho, además,
los chicos que estaban en física; eran más divertidos y jugaban mejor al baloncesto.
El gigante de nuestro grupo era Isaac Halpern, hoy en día profesor de física en la
Universidad de Washington. Decía que la única razón por la que iba a ver sus notas
cuando salían en el tablón era para saber si la A —el sobresaliente—, «tenía la parte
de arriba lisa o terminaba en punta». Todos lo queríamos, claro. Además, en el salto
de longitud llegaba más lejos que cualquiera de nosotros.
Me llegaron a interesar los problemas de la física porque su lógica era nítida y
tenían consecuencias experimentales claras. En mi último año de carrera, mi mejor
amigo del instituto, Martin Klein, el hoy eminente estudioso de Einstein en Yale, me
arengó acerca de los esplendores de la física toda una larga tarde, entre muchas
cervezas. Hizo efecto. Entré en el ejército de los Estados Unidos con una licenciaturaen química y la determinación, si es que sobrevivía a la instrucción y a la segunda
guerra mundial, de ser físico.
Nací por fin al mundo de la física en 1948; emprendí entonces mi investigación de
doctorado trabajando en el acelerador de partículas más poderoso de aquellos días,
el sincrociclotrón de la Universidad de Columbia. Dwight Eisenhower, su presidente,
cortó la cinta en la inauguración de la máquina en junio de 1950. Como había
ayudado a Ike a ganar la guerra, las autoridades de Columbia, claro, me apreciaban
mucho, y me pagaban casi 4.000 dólares por todo un año de trabajo, noventa horas
por semana. Fueron tiempos vertiginosos. En los años cincuenta, el sincrociclotrón y
otras máquinas poderosas crearon la nueva disciplina de la física de partículas.
Para quien es ajeno a la física de partículas, quizá su característica más
sobresaliente sea el equipamiento, los instrumentos. Me uní a la busca en el
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Colaboración de Sergio Barros 12 Preparado por Patricio Barros
momento en que los aceleradores de partículas llegaban a la madurez. Dominarían
la física durante las cuatro décadas siguientes. Hoy siguen haciéndolo. El primer
«machacador de átomos» tenía sólo unos centímetros de diámetro. El acelerador
más poderoso que existe hoy en día se encuentra en el Laboratorio Nacional del
Acelerador Fermi (Fermilab), en Batavia, Illinois. La máquina del Fermilab, el
Tevatrón, mide más de seis kilómetros de perímetro, y lanza protones contra
antiprotones con energías sin precedentes. Por el año 2000 o así, el monopolio que
tiene el Tevatrón de la frontera de energía se habrá roto. El Supercolisionador
Superconductor (SSC), el padre de todos los aceleradores, que se está
construyendo en este momento en Texas, medirá unos 87 kilómetros.1
A veces nos preguntamos: ¿no nos habremos equivocado de camino en alguna
parte? ¿No nos habremos obsesionado con el equipamiento? ¿Es la física de
partículas algún tipo de arcana «ciberciencia», con sus enormes grupos de
investigadores y sus máquinas ciclópeas que manejan fenómenos tan abstractos
que ni siquiera Él está seguro de qué ocurre cuando las partículas chocan a altas
energías? Nuestra confianza crecerá, nos sentiremos más alentados si consideramos
que el proceso sigue un Camino cronológico que, verosímilmente, parte de la
colonia griega de Mileto en el 650 a. C. y lleva a una ciudad donde todo se sabe, en
la que los empleados de la limpieza, e incluso el alcalde, saben cómo funciona el
universo. Muchos han seguido El Camino: Demócrito, Arquímedes, Copérnico,Kepler, Galileo, Newton, Faraday, y así hasta Einstein, Fermi y mis contemporáneos.
El Camino se estrecha y ensancha; pasa por largos trechos donde no hay nada
(como la Autopista 80 por Nebraska) y sinuosos tramos de intensa actividad. Hay
calles laterales que son una tentación: la de la «ingeniería eléctrica», la «química»,
las «radiocomunicaciones» o la «materia condensada». Quienes las han tomado han
cambiado la manera en que se vive en este planeta. Pero quienes han permanecido
en El Camino ven que todo el rato está marcado claramente por la misma señal: «
¿Cómo funciona el universo?». En este Camino nos encontramos los aceleradores de
los años noventa.
1 El 21 de octubre de 1993, el Congreso de los Estados Unidos decidió que no siguiese adelante la construcción delSupercolisionador. El túnel estaba excavado sólo a medias; el acelerador, pues, no llegará a existir. La edición eninglés llegó a las prensas antes de saberse la noticia.
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Colaboración de Sergio Barros 13 Preparado por Patricio Barros
Yo tomé El Camino en Broadway y la calle 120 de Nueva York. En aquellos días los
problemas científicos parecían muy claros y muy importantes. Tenían que ver con
las propiedades de la llamada interacción nuclear fuerte, y algunos predijeron
teóricamente la existencia de unas partículas cuyo nombre era el de mesones pi o
piones. Se diseñó el acelerador de Columbia para que produjese muchos piones
mediante el bombardeo de unos inocentes blancos con protones. La instrumentación
era por entonces bastante simple, lo bastante pura que un licenciado pudiera
entenderla.
Columbia era un criadero de física en los años cincuenta. Charles Townes
descubriría pronto el láser y ganaría el premio Nobel. James Rainwater también lo
ganaría por su modelo nuclear, y Willis Lamb por medir el minúsculo
desplazamiento de las líneas espectrales del hidrógeno. El premio Nobel Isadore
Rabi, que nos inspiró a todos, encabezaba un equipo en el que estaban Norman
Ramsey y Polykarp Kusch; a su debida hora, ambos recibirían el Nobel. T. D. Lee lo
compartió por su teoría de la violación de la paridad. La densidad de profesores
ungidos por el santo óleo sueco era a la vez estimulante y deprimente. Algunos
miembros jóvenes del claustro llevábamos en la solapa chapas donde se leía
«Todavía no».
El big bang del reconocimiento profesional me llegó en el periodo 1959-1962,
cuando dos de mis colegas de Columbia y yo efectuamos las primeras medicionesde las colisiones de los neutrinos de alta energía. Los neutrinos son mi partícula
favorita. Casi no tienen propiedades: carecen de masa (o tienen muy poca), de
carga eléctrica y de radio; y, para más escarnio, la interacción fuerte no los afecta.
El eufemismo que se emplea para describirlos es decir que son «huidizos». Un
neutrino apenas si es un hecho; puede pasar por millones de kilómetros de plomo
sólido sin que la probabilidad de que participe en una colisión deje de ser ínfima.
Nuestro experimento de 1961 proporcionó la piedra angular de lo que llegaría a
conocerse en los años setenta con el nombre de «modelo estándar» de la física de
partículas. En 1988 fue reconocido por la Real Academia Sueca de la Ciencia con el
premio Nobel. (Todos preguntan por qué esperaron veintisiete años. La verdad es
que no lo sé. A mi familia le daba la excusa cómica de que la Academia iba a paso
de tortuga porque no eran capaces de decidir cuál de mis grandes logros iban a
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honrar). Ganar el premio me produjo, por supuesto, una gran emoción. Pero, en
realidad, no se puede comparar con la increíble excitación que nos embargó cuando
nos dimos cuenta de que nuestro experimento había tenido éxito.
Los físicos sienten hoy las mismas emociones que los científicos han sentido durante
siglos. La vida de un científico está llena de ansiedad, penas, rigores, tensión,
ataques de desesperanza, depresión y desánimo. Pero aquí y allá hay destellos de
entusiasmo, de risa, de alegría, de exultación. No cabe predecir los momentos en
que esas revelaciones suceden. A menudo nacen de la comprensión súbita de algo
nuevo e importante, algo hermoso, que otro ha descubierto. Pero si eres, como la
mayoría de los científicos que conozco, mortal, los momentos más dulces, con
mucho, vienen cuando eres tú mismo quien descubre un hecho nuevo en el
universo. Es asombroso cuán a menudo pasa esto a las tres de la madrugada, a
solas en el laboratorio, cuando has llegado a saber algo profundo y te das cuenta de
que ni uno solo de los cinco mil millones de seres humanos sabe lo que tú en ese
momento ya sabes. O eso esperas. Te apresurarás, por supuesto, a contárselo a los
demás lo antes posible. A eso se le llama «publicar».
Este libro trata de una serie de momentos infinitamente dulces que los científicos
han tenido en los últimos dos mil quinientos años. El conocimiento que hoy tenemos
de qué es el universo y cómo funciona es la suma de esos momentos dulces. Las
penas y la depresión son también parte de la historia. Cuántas veces, en vez de un« ¡Eureka!» no se encuentra otra cosa que la obstinación, la terquedad, la pura
mala uva de la naturaleza.
Pero el científico no puede depender de los momentos de ¡Eureka! para estar
satisfecho de su vida. Ha de haber alguna alegría en las actividades cotidianas. Yo la
encuentro en diseñar y construir aparatos con los que podamos aprender en esta
disciplina tan abstracta. Cuando era un impresionable estudiante de doctorado de
Columbia, ayudé a un profesor visitante que venía de Roma, mundialmente famoso
a construir un contador de partículas. Yo era ahí la virgen, él un profesor del
pasado. Juntos le dimos forma al tubo de latón en el torno (eran más de las cinco
de la tarde y ya se habían ido todos los mecánicos). Soldamos las cubiertas de los
extremos terminadas en cristal y enhebramos un hilo de oro a través de la corta
paja metálica eléctricamente aislada, perforando el cristal. Soldamos algunas más.
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Colaboración de Sergio Barros 15 Preparado por Patricio Barros
Hicimos pasar el gas especial por el contador durante unas pocas horas, el cable
conectado a un oscilador, protegido de una fuente de energía de 1.000 voltios por
un condensador especial. Mi amigo profesor —llamémosle Gilberto, pues ese era su
nombre— se quedó con los ojos clavados en la línea verde del osciloscopio mientras
me aleccionaba en un inglés indefectiblemente malo sobre la historia y la evolución
de los contadores de partículas. De pronto, se volvió completa, absolutamente loco.
«Mamma mia! Regardo incredibilo! Primo secourso!» (O algo así). Gritaba y
apuntaba con el dedo, me levantó en el aire —aunque yo era quince centímetros
más alto y pesaba veinticinco kilos más que él— y se puso a bailar conmigo por
toda la sala.
— ¿Qué ha pasado? —balbuceé.
— ¡Mufiletto! —contestó—. ¡Izza counting! ¡Izza counting! —es decir, tal y como él
pronunciaba el inglés, que estaba contando.
Es probable que representase todo esto para mi recreo, pero la verdad era que te
había emocionado el que, con nuestros propios ojos, cerebros y manos hubiésemos
construido un dispositivo que detectaba el paso de partículas de rayos cósmicos y
las registraba en la forma de pequeñas alteraciones del barrido del osciloscopio.
Debía de haber visto este fenómeno miles de veces, pero no había dejado de
estremecerle. Que una de esas partículas hubiese empezado su viaje hacia la calle
120 y Broadway, décimo piso, años-luz atrás en una galaxia remota era sólo unaparte en esa pasión. El entusiasmo de Gilberto, que parecía no tener fin, era
contagioso.
4. La biblioteca de la materia
Cuando explico la física de las partículas fundamentales, suelo tomar prestada
(adornándola) una hermosa metáfora del poeta-filósofo romano Lucrecio. Imaginad
que se nos confía la tarea de descubrir los elementos básicos de una biblioteca.
¿Qué haríamos? Pensaríamos en primer lugar en los libros, según los distintos
temas: historia, ciencia, biografía. O a lo mejor los organizaríamos por su tamaño:
gordo, fino, alto, pequeño. Tras tomar en cuenta muchas de esas divisiones, vemos
que los libros son objetos complejos a los que se puede subdividir fácilmente. Así
que mirarnos dentro de ellos. Se desechan enseguida los capítulos, los párrafos y
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las oraciones porque serían constituyentes complejos, carentes de elegancia. ¡Las
palabras! Al llegar ahí nos acordamos de que en una mesa cerca de la entrada hay
un gordo catálogo de todas las palabras de la biblioteca. Las mismas palabras se
usan una y otra vez, empalmadas unas a otras de distintas maneras.
Pero hay tantas palabras. Cuando ahondamos más, nos vemos conducidos a las
letras; a las palabras se las puede «cortar en trozos». ¡Ya lo tenemos! Con
veintiséis letras se pueden hacer decenas de miles de palabras, con las que a su vez
cabe hacer millones (¿miles de millones?) de libros. Ahora tenemos que añadir un
conjunto adicional de reglas: la ortografía, para restringir las combinaciones de
letras. Sin la intervención de un crítico muy joven, habríamos publicado nuestro
descubrimiento prematuramente. El joven crítico diría, presuntuoso sin duda: «No
te hacen falta veintiséis letras, abuelete. Con un cero y un uno te basta». Los niños
crecen hoy jugando con juguetes digitales, y se sienten a gusto con los algoritmos
de ordenador que convierten los ceros y los unos en letras del alfabeto. Si sois
demasiado viejos para esto, a lo mejor lo sois lo bastante para recordar el código
Morse, compuesto de puntos y rayas. En un caso y en el otro, tenemos la secuencia
0 o 1 (o punto o raya) con un código apropiado para hacer las veintiséis letras; la
ortografía para hacer todas las palabras del diccionario; la gramática para componer
las palabras en oraciones, párrafos, capítulos y, por último, libros. Y los libros hacen
la biblioteca.Por lo tanto, si no hay razón alguna para fragmentar el cero o el uno, hemos
descubierto los componentes primordiales, a-tómicos de la biblioteca. En esta
metáfora, aun imperfecta como es, el universo es la biblioteca, las fuerzas de la
naturaleza la gramática, la ortografía el algoritmo, y el cero y el uno lo que
llamamos quarks y leptones, nuestros candidatos hoy a ser los á-tomos de
Demócrito. Todos estos objetos, por supuesto, son invisibles.
5. Los quarks y el papa
La señora del público era terca. « ¿Ha visto usted alguna vez un átomo?», insistía.
Es comprensible que se le haga esta pregunta, por irritante que le resulte, a un
científico que ha vivido desde hace mucho con la realidad objetiva de los átomos. Yo
puedo visualizar su estructura interna. Puedo hacer que me vengan imágenes
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mentales de nebulosas de «presencia» de electrón alrededor de la minúscula mota
del núcleo que atrae esa bruma de la nube electrónica hacia sí. Esta imagen mental
no es nunca exactamente la misma para dos científicos; cada uno construye la suya
a partir de las ecuaciones. Estas prescripciones escritas ni son «amistosas con el
usuario» ni condescendientes con la necesidad humana de tener imágenes. Sin
embargo, podemos «ver» los átomos y los protones y, sí, los quarks.
Cuando quiero responder esa espinosa pregunta empiezo siempre por intentar una
generalización de la palabra «ver». ¿«Ve» esta página si usa gafas? ¿Y si mira una
copia en microfilm? ¿Y si lo que mira es una fotocopia (robándome, pues, mis
derechos de autor)? ¿Y si lee el texto en una pantalla de ordenador? Finalmente,
desesperado, pregunto: « ¿Ha visto usted alguna vez al papa?».
«Sí, claro» es la respuesta usual. «Lo he visto en televisión». ¡Ah!, ¿de verdad? Lo
que ha visto es un haz de electrones que da en el fósforo pintado en el interior de la
pantalla de cristal. Mis pruebas del átomo, o del quark, son igual de buenas.
¿Qué pruebas son esas? Las trazas de las partículas en una cámara de burbujas. En
el acelerador del Fermilab, un detector de tres pisos de altura que ha costado
sesenta millones de dólares capta electrónicamente los «restos» de la colisión entre
un protón y un antiprotón. Aquí la «prueba», el «ver», consiste en que decenas de
miles de sensores generen un impulso eléctrico cuando pasa una partícula. Todos
esos impulsos son llevados a procesadores electrónicos de datos a través de cientosde miles de cables. Por último, se hace una grabación en carretes de cinta
magnética codificada con ceros y unos. La cinta graba las violentas colisiones de los
protones y los antiprotones, en las que se generan unas setenta partículas que
vuelan en diferentes direcciones dentro de las varias secciones del detector.
La ciencia, en especial la física de partículas, gana confianza en sus conclusiones por
duplicación; es decir, un experimento en California se confirma mediante un
acelerador de un estilo diferente que funciona en Ginebra; también incluyendo en
cada experimento controles y comprobaciones que confirmen que el experimento
discurre conforme a lo previsto. Es un proceso largo y complejo, el resultado de
muchos años de investigaciones.
Sin embargo, la física de partículas sigue resultando inescrutable a muchas
personas. Esa terca señora del público no es la única a quien desconcierta un
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pelotón de científicos que anda a la caza de unos objetos pequeñísimos e invisibles.
Así que probemos con otra metáfora…
6. El balón de fútbol invisible
Imaginad una raza inteligente de seres procedente del planeta Penumbrio. Son más
o menos como nosotros, hablan como nosotros, lo hacen todo como los seres
humanos. Todo, menos una cosa. Por una casualidad, su aparato visual es tal que
no pueden ver los objetos en los que haya una superposición brusca de blancos y
negros. No pueden ver las cebras, por ejemplo. O las camisetas rayadas de los
árbitros de la liga de fútbol norteamericano. O los balones de fútbol. No es una
chiripa tan rara, dicho sea de paso. Los terráqueos somos aún más extraños.
Tenemos, literalmente, dos zonas ciegas en el centro de nuestro campo de visión.
No los vemos porque el cerebro extrapola la información contenida en el resto del
campo visual para suponer qué debe de haber en esos agujeros, y los rellena
entonces para nosotros. Los seres humanos conducen de manera rutinaria a ciento
sesenta kilómetros por hora por una autobahn alemana, practican la cirugía cerebral
y hacen malabarismos con antorchas encendidas aun cuando una porción de lo que
ven no es más que una buena suposición.
Digamos que un contingente del planeta Penumbrio viene a la Tierra en misión de
buena voluntad. Para que se hagan una idea de nuestra cultura, les llevamos a unode los espectáculos más populares del planeta: un partido del campeonato del
mundo de fútbol. No sabemos, claro está, que no pueden ver el balón blanquinegro.
Así que se sientan a ver el partido con una expresión, aunque cortés, confusa. Para
los penumbrianos, un puñado de personas en pantalones cortos corre arriba y abajo
por el campo, le pegan patadas sin sentido al aire, se dan unos a otros y caen por
los suelos. A veces el árbitro sopla un silbato, un jugador corre a la línea lateral, se
queda allí de pie y extiende los dos brazos por encima de la cabeza mientras otros
jugadores le miran. De vez en cuando —muy de vez en cuando—, el portero cae
inexplicablemente al suelo, se elevan unos grandes vítores y se premia con un tanto
al equipo opuesto.
Los penumbrianos se tiran unos quince minutos completamente perdidos. Entonces,
para pasar el tiempo, intentan comprender el juego. Unos usan técnicas de
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clasificación. Deducen, en parte por los uniformes, que hay dos equipos que luchan
entre sí. Hacen gráficos con los movimientos de los jugadores, y descubren que
cada jugador permanece más o menos dentro de ciertas parcelas del campo.
Descubren que diferentes jugadores exhiben diferentes movimientos físicos. Los
penumbrianos, como haría un ser humano, aclaran su búsqueda del significado del
fútbol del campeonato del mundo dándoles nombres a las diferentes posiciones
donde juega cada futbolista. Las incluyen en categorías, las comparan y las
contrastan. Las cualidades y las limitaciones de cada posición se listan en un
diagrama gigante. Un gran avance se produce cuando descubren que actúa una
simetría. Para cada posición del equipo A hay una posición análoga en el equipo B.
Para cuando quedan sólo dos minutos de partido, los penumbrianos han compuesto
docenas de gráficos, cientos de tablas y de fórmulas y montones de complicadas
reglas sobre los partidos de fútbol. Y aunque puede que las reglas sean todas, en un
sentido limitado, correctas, ninguna capta realmente la esencia del juego. En ese
momento un joven, un don nadie penumbriano, que hasta ese momento había
estado callado, dice lo que piensa. «Presupongamos —aventura nerviosamente— la
existencia de un balón invisible».
« ¿Qué dices?», le replican los penumbrianos talludos.
Mientras sus mayores se dedicaban a observar lo que parecía ser el núcleo del
juego, las idas y venidas de los distintos jugadores y las demarcaciones del campo,el don nadie tenía los ojos puestos en las cosas raras que pasasen. Y encontró una.
Justo antes de que el árbitro anunciase un tanto, y una fracción de segundo antes
de que el público lo festejara frenéticamente, el joven penumbriano se percató de la
momentánea aparición de un abombamiento en la parte de atrás de la red de la
portería. El fútbol es un deporte de tanteo corto; se podían observar pocos
abombamientos, y cada uno duraba muy poco. Aun así, hubo los suficientes casos
para que el don nadie notase que cada abultamiento tenía forma semiesférica. De
ahí su extravagante conclusión de que el juego de fútbol depende de la existencia
de un balón invisible (invisible, al menos, para los penumbrianos).
El resto de la expedición de Penumbrio escucha esta teoría y, pese a lo débiles que
son los indicios empíricos, tras mucho discutir, concluyen que puede que al chico no
le falte razón. Un portavoz maduro del grupo —resulta que un físico— apunta que
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unos cuantos casos raros iluminan a veces más que mil corrientes. Pero lo que de
verdad remacha el clavo es el simple hecho de que tiene que haber un balón. Partid
de la existencia de un balón, que por alguna razón los penumbrianos no pueden ver,
y de golpe todo funciona. El juego adquiere sentido. Y no sólo eso; todas las teorías,
gráficos y diagramas compilados a lo largo de la tarde siguen siendo válidos. El
balón, simplemente, da significado a las reglas.
Esta extensa metáfora lo es de muchos de los quebraderos de cabeza de la física, y
resulta especialmente pertinente para la física de partículas. No podemos entender
las reglas (las leyes de la naturaleza) sin conocer los objetos (el balón), y sin creer
en un conjunto lógico de leyes nunca deduciríamos la existencia de ninguna de las
partículas.
7. La pirámide de la ciencia
Aquí vamos a hablar de ciencia y de física, así que, antes de ponernos manos a la
obra, definamos algunos términos. ¿Qué es un físico? ¿Y dónde encaja la
descripción de su oficio en el gran esquema de la ciencia?
Se discierne una jerarquía, pero no tiene que ver con el valor social, ni siquiera con
el grado de destreza intelectual. Lo expuso elocuentemente Frederick Turner,
humanista de la Universidad de Texas. Hay, decía, una pirámide de la ciencia.
La base son las matemáticas, no porque sean más abstractas o se farde más conellas, sino porque no descansan en o necesitan otras disciplinas, mientras que la
física, el siguiente piso de la pirámide, descansa en las matemáticas. Sobre la física
se asienta la química, porque requiere la física; en esta separación,
reconocidamente simplista, la física no se preocupa de las leyes de la química. Por
ejemplo, a los químicos les interesa cómo se combinan los átomos y forman
moléculas, y cómo éstas se comportan cuando están muy juntas. Las fuerzas entre
los átomos son complejas, pero en última instancia tienen que ver con la ley de la
atracción y la repulsión de las partículas eléctricamente cargadas; en otras
palabras, con la física. Luego viene la biología, que se basa tanto en la química
como en la física. Los últimos niveles de la pirámide van difuminándose y siendo
cada vez menos definibles: cuando llegamos a la fisiología, la medicina, la
psicología, la jerarquía antes diáfana se hace más confusa. En las transiciones están
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las materias de nombre compuesto: la física matemática, la química física, la
biofísica. Tengo que meter la astronomía con calzador dentro de la física, claro, y no
sé qué hacer con la geofísica o, por lo que a esto respecta, la neurofisiología.
Cabe resumir, poco respetuosamente, el significado de la pirámide con un viejo
dicho: los físicos sólo le rinden pleitesía a los matemáticos, y los matemáticos sólo a
Dios (si bien quizá os costaría mucho encontrar un matemático tan modesto).
8. Experimentadores y teóricos: granjeros, cerdos y trufas
Dentro de la disciplina de la física de partículas hay teóricos y experimentadores. Yo
soy de los segundos. La física, en general, progresa gracias al juego entrecruzado
de esas dos categorías. En la eterna relación de amor y odio entre la teoría y el
experimento, hay una especie de marcador. ¿Cuántos descubrimientos
experimentales importantes ha predicho la teoría? ¿Cuántos fueron puras
sorpresas? La teoría, por ejemplo, previó la existencia del electrón positivo (el
positrón), como la del pión, el antiprotón y el neutrino. El muón, el leptón tau y las
partículas úpsilon fueron sorpresas. Un estudio más completo arroja más o menos
un empate en este debate absurdo. Pero ¿quién lleva la cuenta?
Experimentar quiere decir observar y medir. Supone la preparación de condiciones
especiales en las que las observaciones y las mediciones sean lo más fructíferas que
se pueda. Los antiguos griegos y los astrónomos modernos comparten un problemacomún. No manejaban, no manejan, los objetos que observan. Los griegos o no
podían o no querían; se conformaban con observar meramente. A los astrónomos
les encantaría hacer que chocasen dos soles —o, mejor, dos galaxias—, pero aún no
han desarrollado esta capacidad y tienen que contentarse con mejorar la calidad de
sus observaciones. En cambio, en España tenemos 1.003 formas de estudiar las
propiedades de nuestras partículas.
Mediante el uso de aceleradores nos es posible diseñar experimentos que busquen
la existencia de nuevas partículas. Podemos organizar las partículas de forma que
incidan sobre núcleos atómicos, y leer los detalles de las consiguientes desviaciones
de su ruta como los estudiosos del micénico leen el Lineal B: descifrando el código.
Producimos partículas, y las observamos para ver lo larga que es su vida.
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Se predice una partícula nueva cuando de la síntesis de los datos presentes hecha
por un teórico perceptivo se desprende su existencia. Lo más frecuente es que no
exista. Esa teoría concreta se resentirá. El que sucumba o no dependerá de la
firmeza del teórico. Lo importante es que se efectúan experimentos de los dos
tipos: los diseñados para contrastar una teoría y los diseñados para explorar un
dominio nuevo. Por supuesto, suele ser mucho más divertido refutar una teoría.
Como escribió Thomas Huxley, «la gran tragedia de la ciencia: el exterminio de una
hipótesis bella por un hecho feo». Las teorías buenas explican lo que ya se sabe y
predicen los resultados de nuevos experimentos. La interacción de la teoría y del
experimento es una de las alegrías de la física de partículas.
De los experimentadores más prominentes de la historia, algunos —entre ellos
Galileo, Kirchhoff, Faraday, Ampère, Hertz, los Thomson (J. J. y G. P.) y
Rutherford— eran además unos teóricos muy competentes. El experimentador-
teórico es una especie en vías de extinción. En nuestros tiempos una excepción
destacada fue Enrico Fermi. I. I. Rabi expresó su preocupación por la brecha cada
vez más ancha abierta entre los unos y los otros; los experimentadores europeos,
comentaba, no eran capaces de sumar una columna de números y los teóricos de
atarse los cordones de los zapatos. Hoy tenemos dos grupos de físicos que tienen el
propósito común de entender el universo, pero cuyas perspectivas culturales, sus
talentos y sus hábitos de trabajo son muy diferentes. Los teóricos tienden a entrartarde y trabajar, asisten a extenuantes simposios en las islas griegas o en las
montañas suizas, toman vacaciones de verdad y están en casa para sacar fuera la
basura mucho más a menudo. Suele inquietarlos el insomnio. Se dice que un teórico
fue muy preocupado al médico del laboratorio: « ¡Doctor, tiene que ayudarme!
Duermo bien toda la noche y las mañanas no son malas; pero la tarde me la paso
dando vueltas en la cama». Esta conducta da lugar a esa caracterización injusta, el
ocio de la clase de los teóricos, por parafrasear el título del famoso libro de
Thorstein Veblen.
Los experimentadores no vuelven nunca tarde a casa; no vuelven. Durante un
periodo de trabajo intenso en el laboratorio, el mundo exterior se esfuma y la
obsesión es total. Dormir quiere decir acurrucarse una hora en el suelo del
acelerador. Un físico teórico puede pasarse toda la vida sin tener que afrontar el
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reto intelectual del trabajo experimental, sin experimentar ninguna de sus
emociones y de sus peligros, la grúa que pasa sobre las cabezas con una carga de
diez toneladas, la placa de la calavera y los huesos, las señales que dicen PELIGRO
RADIACTIVO. El único riesgo que de verdad corre un teórico es el de pincharse a sí
mismo con el lápiz cuando ataca a un gazapo que se ha colado en sus cálculos. Mi
actitud hacia los teóricos es una mezcla de envidia y temor, pero también de
respeto y afecto. Los teóricos escriben todos los libros científicos de divulgación:
Heinz Pagels, Frank Wilczek, Stephen Hawking, Richard Feynman y demás. ¿Y por
qué no? Tienen tanto tiempo libre. Los teóricos suelen ser arrogantes. Durante mi
reinado en el Fermilab hice una solemne advertencia contra la arrogancia a nuestro
grupo teórico. Al menos uno de ellos me tomó en serio. Nunca olvidaré la oración
que se oía salir de su despacho: «Señor, perdóname por el pecado de la arrogancia,
y, Señor, por arrogancia entiendo lo siguiente…».
Los teóricos, como muchos otros científicos, suelen competir con fiereza,
absurdamente a veces. Pero algunos son personas serenas y están por encima de
las batallas en las que participan los meros mortales. Enrico Fermi es un ejemplo
clásico. Al menos de puertas afuera, el gran físico italiano nunca insinuó siquiera
que fuese importante competir. Cuando el físico corriente habría dicho « ¡nosotros
lo hicimos primero!», Fermi sólo habría querido saber los detalles. Sin embargo, en
una playa cerca del laboratorio de Brookhaven en Long Island, un día de verano, leenseñé a esculpir formas realistas en la arena húmeda; insistió inmediatamente en
que compitiésemos para ver quién haría el mejor desnudo yaciente. (Declino revelar
los resultados de esa competición aquí. Depende de si se es partidario de la escuela
mediterránea o de la escuela de la bahía de Pelham de esculpir desnudos). Una vez,
en un congreso, me encontré en la cola del almuerzo justo detrás de Fermi.
Sobrecogido por estar en presencia del gran hombre, le pregunté cuál era su
opinión acerca de unas pruebas observacionales sobre las que se nos acababa de
hablar, relativas a la existencia de la partícula K-cero-dos. Me miró por un momento
y me dijo: «Joven, si pudiese recordar los nombres de esas partículas habría sido
botánico». Esta historia la han contado muchos físicos, pero el joven e
impresionable investigador era yo.
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Los teóricos pueden ser personas cálidas, entusiastas, con quienes un
experimentador ame conversar y aprender. He tenido la buena suerte de disfrutar
de largas conversaciones con algunos de los teóricos más destacados de nuestros
días: el difunto Richard Feynman, su colega del Cal Tech Murray Gell-Mann, el
architejano Steven Weinberg y mi rival cómico Shelly Glashow. James Bjorken,
Martinus Veltman, Mary Gaillard y T. D. Lee son otros grandes con quienes ha sido
un gusto estar, de quienes aprender ha sido un placer y a quienes ha sido un gozo
pellizcar. Una parte considerable de mis experimentos ha salido de los artículos de
estos sabios y de mis discusiones con ellos. Hay teóricos con los que se puede
disfrutar mucho menos; empaña su brillantez una curiosa inseguridad, que quizá
sea un eco de cómo veía Salieri al joven Mozart en la película Amadeus: « ¿Por qué,
Señor, has encerrado tan trascendente compositor en el cuerpo de un tonto de
capirote?».
Los teóricos suelen llegar a su máxima altura a una edad temprana; los jugos
creativos tienden a salir a borbotones muy pronto y empiezan a secarse pasados los
quince años, o eso parece. Han de saber lo justo; siendo jóvenes, no han
acumulado todavía un bagaje intelectual inútil.
Ni que decir tiene que lo normal es que los teóricos reciban una parte indebida del
mérito de los descubrimientos. La secuencia que forman el teórico, el
experimentador y el descubrimiento se ha comparado alguna vez con la delgranjero, el cerdo y la trufa. El granjero lleva al cerdo a un sitio donde podría haber
trufas. El cerdo las busca diligentemente. Al final descubre una, y justo cuando está
a punto de comérsela, el granjero se la quita delante de sus narices.
9. Unos tipos que se quedan levantados hasta tarde
En los siguientes capítulos me acerco a la historia y el futuro de la materia viéndola
con los ojos de los descubridores e insistiendo —espero que no
desproporcionadamente— en los experimentadores. Pienso en Galileo, jadeando
hasta lo más alto de la torre inclinada de Pisa y dejando caer dos pesos desiguales
sobre un tablado de madera, a ver si oía dos impactos o uno. Pienso en Fermi y sus
colegas, creando bajo el estadio de fútbol norteamericano de la Universidad de
Chicago la primera reacción en cadena sostenida.
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Cuando hablo de las penas y de los rigores de la vida de un científico, hablo de algo
más que de una angustia existencial. La Iglesia condenó la obra de Galileo;
madame Curie pagó con su vida, víctima de una leucemia que contrajo por
envenenamiento radiactivo. Se nos forman cataratas a demasiados. Ninguno
dormimos lo suficiente. La mayor parte de lo que sabemos acerca del universo lo
sabemos gracias a unos tipos (y señoras) que se quedan levantados hasta tarde por
la noche.
La historia del á-tomo, claro está, incluye también a los teóricos. Nos ayudan a
atravesar lo que Steven Weinberg llama «los oscuros tiempos entre las conquistas
experimentales», conduciéndonos, como dice él, «casi imperceptiblemente a
cambios en nuestras creencias previas». Aunque ahora esté desfasado, el libro de
Weinberg Los tres primeros minutos fue una de los mejores exposiciones populares
del nacimiento del universo. (Siempre he pensado que se vendió tan bien porque la
gente creía que era un manual sexual). Me centraré en las mediciones cruciales que
hemos hecho de los átomos. Pero no se puede hablar de los datos sin tocar la
teoría. ¿Qué significan todas esas mediciones?
10. ¡Eh, oh!, matemáticas
Vamos a tener que hablar un poco de las matemáticas. Ni siquiera los
experimentadores podrían tirar adelante en la vida sin unos cuantos números yecuaciones. Eludir por completo las matemáticas sería hacer el papelón de un
antropólogo que eludiese estudiar el lenguaje de la cultura que se está investigando
o el de un especialista en Shakespeare que no supiese inglés. Las matemáticas son
una parte tan inextricable del tejido de la ciencia —de la física especialmente— que
despreciarlas significaría excluir muy buena parte de la belleza, de la aptitud de
expresión, del «tocado ritual» de la disciplina. Desde el punto de vista práctico, con
las matemáticas es más fácil explicar el desarrollo de las ideas, el funcionamiento
de los dispositivos, la urdimbre de todo. Os sale un número aquí, os sale el mismo
número allá: a lo mejor es que tienen algo que ver.
Pero no os descorazonéis. No voy a hacer cálculos. Y al final no habrá nada de
matemáticas. En un curso que impartí para estudiantes de letras en la Universidad
de Chicago (lo llamé «Mecánica cuántica para poetas»), esquivaba el problema
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llamando la atención hacia las matemáticas y hablando de ellas sin en realidad
practicarlas, Dios no lo permita, delante de toda la clase. Aun así, vi que en cuanto
aparecían símbolos abstractos en la pizarra se estimulaba automáticamente el
órgano que segrega el humor que pone vidriosos los ojos. Si, por ejemplo, escribo
x = vt (Léase equis igual a uve veces te), se oye un murmullo en el aula. No es que
estos brillantes hijos de padres que pagan al año 20.000 dólares de matrícula no
sean capaces de vérselas con x = vt . Dadles números para la x y la t y pedidles que
calculen la v , y al 48 por 100 le saldrá bien, el 15 por 100 se negará a responder
(por consejo de sus abogados) y el 5 por 100 responderá «presente». (Sí, ya sé que
no suma 100. Pero soy un experimentador, no un teórico. Además, los errores
tontos le dan confianza a mi clase). Lo que alucina a los estudiantes es que saben
que voy a hablar de «ellas»: que les hablen de las matemáticas les es nuevo y
suscita una ansiedad extrema.
Para ganarme de nuevo el respeto y el afecto de mis alumnos cambio
inmediatamente a un tema más familiar y placentero. Fijaos en esto:
Imaginaos un marciano que quiera entender este diagrama y se quede mirándolo.
Le correrán las lágrimas del ombligo. Pero el aficionado medio al fútbolnorteamericano, con su bachillerato abandonado a la mitad, vocifera que « ¡eso es
el “Blast” de la goal-line de los Redskins!». ¿Es esta representación de una fullback
off-tackle run mucho más simple que x = vt ? En realidad es igual de abstracta y sin
duda más esotérica. La ecuación x = vt funciona en cualquier lugar del universo. El
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juego de pocas yardas de los Redskins quizá les valga un touchdown en Detroit o en
Búfalo, pero jamás contra los Bears.
Así que pensad que las ecuaciones tienen un significado en el mundo real, lo mismo
que los diagramas de las jugadas del fútbol norteamericano —por complicados y
poco elegantes que sean— tienen un significado en el mundo real del estadio. La
verdad es que no es tan importante manejar la ecuación x = vt . Es más importante
el ser capaces de leerla, de entender que es un enunciado acerca del mundo donde
vivimos. Entender x = vt es tener poder. Podréis predecir el futuro y leer el pasado.
Es a la vez el tablero de la ouija y la piedra Rosetta. ¿Qué significa, pues?
La x dice dónde está la cosa de que se trate. La cosa puede ser Harry que circula
por la interestatal en su Porsche o un electrón que sale zumbando de un acelerador.
Que sea x = 16 unidades, por ejemplo, quiere decir que Harry o el electrón se
encuentran a 16 unidades del lugar al que llamemos cero. La v dice lo deprisa que
Harry o el electrón se mueven: que, digamos, Harry va por ahí a 130 kilómetros por
hora o que el electrón se mueve perezosamente a un millón de metros por segundo.
La t representa el tiempo que ha pasado desde que alguien gritó «vamos». Con esto
podemos predecir dónde estará la cosa en cualquier momento, sea t = 3 segundos,
16 horas o 100.000 años: Podemos decir también dónde estaba, sea t = −7
segundos (7 segundos antes de t = 0) o t = −1 millón de años. En otras palabras, si
Harry sale de tu garaje y conduce directamente hacia el este durante una hora a130 kilómetros por hora, está claro que se encontrará 130 kilómetros al este de tu
garaje una hora después del «vamos». Recíprocamente, se puede también calcular
dónde estaba Harry hace una hora (−1 hora), suponiendo que su velocidad siempre
ha sido v y que v es conocida. Este supuesto es esencial, pues si a Harry le gusta
empinar el codo puede que haya parado en Joe’s Bar hace una hora.
Richard Feynman presenta la sutileza de la ecuación de otra forma. En su versión,
un policía para a una mujer que lleva un coche monovolumen, mira por la ventanilla
y le espeta a la conductora: « ¿No sabe que iba a 130 kilómetros por hora?».
«No sea ridículo —le contesta la mujer—, salí de casa hace sólo quince minutos».
Feynman, que creía haber dado con una introducción bien humorada al cálculo
diferencial, se quedó de una pieza cuando se le acusó de ser sexista por contar una
historia así, de modo que yo no la contaré.
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El meollo de nuestra pequeña excursión por la tierra de las matemáticas es que las
ecuaciones tienen soluciones y que éstas pueden compararse con el «mundo real»
de la medición y la observación. Si el resultado de esta confrontación es positivo, la
confianza que se tiene en la ley original crece. De vez en cuando veremos que las
soluciones no siempre coinciden con la observación y la medición; en ese caso, tras
las debidas comprobaciones y nuevas comprobaciones, la «ley» de la que salió la
solución se relega al cubo de la basura de la historia. Las soluciones de las
ecuaciones que expresan una ley de la naturaleza son, en ocasiones,
completamente inesperadas y raras, y por lo tanto ponen a la teoría bajo sospecha.
Si las observaciones subsiguientes muestran que pese a todo era correcta, nos
alegramos. Sea cual sea el resultado, sabemos que tanto las verdades que abarcan
el universo como las que se refieren a un circuito eléctrico resonante o a las
vibraciones de una viga de acero estructural se expresan en el lenguaje de las
matemáticas.
11. El universo sólo tiene unos segundos (1018)
Otra cosa más sobre los números. Nuestro tema pasa a menudo del mundo de lo
sumamente pequeño al de lo enorme. Por lo tanto, trataremos con números que a
menudo son muy, muy grandes o muy, muy pequeños. Así que, en su mayoría, los
escribiré empleando notación científica. Por ejemplo, en vez de escribir un millóncomo 1.000.000, lo haré de esta forma: 106. Esto quiere decir 10 elevado a la sexta
potencia, que es 1 seguido de seis ceros, lo que viene a ser el costo aproximado, en
dólares, de la actividad del gobierno de los Estados Unidos durante veinte segundos.
Aunque no se tenga la suerte de que el número grande empiece por 1, aún
podremos escribirlo con notación científica. Por ejemplo, 5.500.000 se escribe 5,5 ×
106. Con los números minúsculos, basta con insertar un signo menos. Una
millonésima (1/1.000.000) se escribe de esta forma: 10−6, lo que quiere decir que
el 1 está seis lugares a la derecha de la coma decimal, o 0,000.001.
Lo importante es captar la escala de estos números. Una de las desventajas de la
notación científica es que oculta la verdadera inmensidad de los números (o su
pequeñez). El abanico de los tiempos de interés científico es mareante: 10−1
segundos es un guiño, 10−6 segundos la vida de la partícula muón y 10−23 segundos
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el tiempo que tarda un fotón, una partícula de luz, en atravesar el núcleo. Tened
presente que ir subiendo potencia a potencia de diez multiplica lo que está en juego
tremendamente. Así, 107 segundos es igual a poco más de cuatro meses y 109 es
treinta años; pero 1018 es, burdamente, la edad del universo, el tiempo transcurrido
desde el big bang. Los físicos lo miden en segundos; nada más que un montón de
ellos.
El tiempo no es la única magnitud que va de lo inimaginablemente pequeño a lo
interminable. La menor distancia que se tenga en cuenta hoy día en una medición
viene a ser unos 10−17 centímetros, lo que una cosa llamada el Z° (zeta cero) viaja
antes de partir de nuestro mundo. Los teóricos a veces tratan de conceptos
espaciales mucho menores; por ejemplo, cuando hablan de las supercuerdas, una
teoría de partículas muy en boga pero muy abstracta e hipotética, dicen que su
tamaño es de 10−35 centímetros, verdaderamente pequeño. En el otro extremo, la
mayor distancia es el radio del universo observable, un poco por debajo de 1028
centímetros.
12. El cuento de las dos partículas y la última camiseta
Cuando tenía diez años, cogí el sarampión, y para levantarme el ánimo mi padre me
compró un libro de letra gruesa titulado La historia de la relatividad , de Albert
Einstein y Leopold Infield. Nunca olvidaré el principio del libro de Einstein e Infield.Hablaba de historias de detectives, de que cada historia de detectives tiene un
misterio, pistas y un detective. El detective intenta resolver el misterio echando
mano de las pistas.
En la historia que sigue hay esencialmente dos misterios. Ambos se manifiestan en
forma de partículas. El primero es el, desde hace mucho buscado, á-tomo, la
partícula invisible e indivisible que Demócrito fue el primero en proponer. El á-tomo
está en el centro mismo de las cuestiones básicas de la física de partículas.
Llevamos 2.500 años luchando por resolver este primer misterio. Hay miles de
pistas, cada una descubierta con penosos esfuerzos. En los primeros capítulos,
veremos cómo intentaron nuestros predecesores componer el rompecabezas. Os
sorprenderá ver cuántas ideas «modernas» se tenían ya en los siglos XVI y XVII, e
incluso siglos antes de Cristo. Al final, volveremos al presente y daremos con un
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segundo misterio, puede que aún mayor que el otro, el que representa la partícula
que, según creo, orquesta la sinfonía cósmica. Y veréis a lo largo del discurrir del
libro el parentesco natural entre un matemático del siglo XVI que arrojaba pesos de
una torre en Pisa y un físico de partículas de ahora al que se le congelan los dedos
en una cabaña de la gélida pradera de Illinois barrida por el viento mientras
comprueba los datos que manan de un acelerador enterrado bajo el suelo helado y
que cuesta quinientos millones de dólares. Ambos se hacen las mismas preguntas:
¿Cuál es la estructura básica de la materia? ¿Cómo funciona el universo?
Crecía en el Bronx, y solía mirar a mi hermano mayor mientras jugaba durante
horas con productos químicos. Era un genio. Yo hacía todos los trabajos de casa
para que me dejara mirar sus experimentos. Hoy se dedica al negocio de las
chucherías. Vende cosas del estilo de cojines ruidosos de broma, matrículas con tal
o cual lema y camisetas con frases llamativas, de esas con las que la gente puede
resumir su visión del mundo en un enunciado no más largo que ancho es su pecho.
La ciencia no debería tener un objetivo menos elevado. Mi ambición es vivir para
ver toda la física reducida a una fórmula tan elegante y simple que quepa fácilmente
en el dorso de una camiseta.
Se han hecho progresos significativos a lo largo de los siglos en dar con la camiseta
definitiva. Newton, por ejemplo, aportó la gravedad, una fuerza que explica un
sorprendente abanico de fenómenos dispares: las mareas, la caída de unamanzana, las órbitas de los planetas y los cúmulos de galaxias. La camiseta de
Newton dice: F = ma. Luego, Michael Faraday y James Clerk Maxwell desvelaron el
misterio del espectro electromagnético. Hallaron que la electricidad, el magnetismo,
la luz solar, las ondas de radio y los rayos X eran manifestaciones de la misma
fuerza. Cualquier buena librería universitaria os venderá camisetas que llevan las
ecuaciones de Maxwell.
Hoy, muchas partículas después, tenemos el modelo estándar, que reduce toda la
realidad a una docena o así de partículas y cuatro fuerzas. El modelo estándar
representa todos los datos que han salido de todos los aceleradores desde la torre
inclinada de Pisa. Organiza las partículas llamadas quarks y leptones —seis de
cada— en una elegante disposición tabular. Se puede pintar un diagrama con el
modelo estándar entero en una camiseta, pero no queda libre ni un hueco. Es una
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simplicidad que ha costado mucho, generada por un ejército de físicos viajeros por
un mismo camino. No obstante, la camiseta del modelo estándar engaña. Con sus
doce partículas y cuatro fuerzas, es notablemente exacta. Pero también es
incompleta y, de hecho, tiene incoherencias internas. Para que en la camiseta
cupiesen sucintas excusas de esas incoherencias haría falta una talla extragrande, y
aún nos saldríamos de la camiseta.
¿Qué, o quién, se interpone en nuestro camino y estorba nuestra búsqueda de la
camiseta perfecta? Esto nos devuelve a nuestro segundo misterio. Antes de que
podamos completar la tarea que emprendieron los antiguos griegos, debemos
considerar la posibilidad de que nuestra presa esté poniendo pistas falsas para
confundirnos. A veces, como un espía en una novela de John Le Carré, el
experimentador debe preparar una trampa. Debe forzar al sospechoso a descubrirse
a sí mismo.
13. El misterioso señor Higgs
En estos momentos los físicos de partículas andan tendiendo una trampa así.
Estamos construyendo un túnel de 87 kilómetros de circunferencia, que contendrá
los tubos de haces gemelos del Supercolisionador Superconductor; con él
esperamos atrapar a nuestro villano.
¡Y qué villano! ¡El mayor de todos los tiempos! Hay, creemos, una presenciaespectral en el universo que nos impide conocer la verdadera naturaleza de la
materia. Es como si algo, o alguien, quisiese impedirnos que consiguiéramos el
conocimiento definitivo.
El nombre de esta barrera invisible que nos impide conocer la verdad es el campo
de Higgs. Sus helados tentáculos llegan a cada rincón del universo, y sus
consecuencias científicas y filosóficas levantan gruesas ampollas en la piel de los
físicos. El campo de Higgs ejerce su magia negra por medio de una partícula — ¿de
qué si no?—; se llama bosón de Higgs y es una razón primaria para construir el
Supercolisionador. Sólo el SSC tendrá la energía necesaria para producirlo y
detectarlo, o eso creemos. Hasta tal punto es el centro del estado actual de la física,
tan crucial es para nuestro conocimiento final de la estructura de la materia y tan
esquivo sin embargo, que le he puesto un apodo: la Partícula Divina. ¿Por qué la
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Partícula Divina? Por dos razones. La primera, que el editor no nos dejaría llamarla
la Partícula Maldita. Sea, aunque quizá fuese un título más apropiado, dada su
villana naturaleza y el daño que está causando. Y la segunda, que hay cierta
conexión, traída por los pelos, con otro libro, un libro mucho más viejo…
14. La torre y el acelerador
Era la tierra toda de una sola lengua y de unas mismas palabras. En su
marcha desde Oriente hallaron una llanura en la tierra de Senaar y se
establecieron allí. Dijéronse unos a otros: «vamos a hacer ladrillos y a
cocerlos en el fuego». Y se sirvieron de los ladrillos como de piedra, y el
betún les sirvió de cemento; y dijeron: «vamos a edificarnos una ciudad y
una torre, cuya cúspide toque a los cielos y nos haga famosos, por si tenemos
que dividirnos por la faz de la tierra». Bajó Yavé a ver la ciudad y la torre que
estaban haciendo los hijos de los hombres, y se dijo: «He aquí un pueblo uno,
pues tienen todos una lengua sola. Se han propuesto esto, y nada les
impedirá llevarlo a cabo. Bajemos, pues, y confundamos su lengua, de modo
que no se entiendan unos a otros». Y los dispersó de allí Yavé por toda la faz
de la tierra, y así cesaron de edificar la ciudad. Por eso se llamó Babel,
porque allí confundió Yavé la lengua de la tierra toda, y de allí los dispersó
por la faz de toda la tierra.GÉNESIS, 11: 1-9
Una vez, hace miles de años, mucho antes de que se escribieran esas palabras, la
naturaleza sólo hablaba una lengua. En todas partes la materia era la misma, bella
en su elegante e incandescente simetría. Pero a lo largo de los eones se ha
transformado, dispersa en muchas formas por el universo, para confusión de
quienes vivimos en este planeta corriente que da vueltas alrededor de una estrella
mediocre.
Ha habido épocas en que la persecución por la humanidad de un conocimiento
racional del mundo progresaba con rapidez, las conquistas abundaban y los
científicos rebosaban optimismo. En otras épocas reinaba la mayor de las
confusiones. Con frecuencia los periodos más confusos, las épocas de crisis
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intelectual e incapacidad total de comprender, fueron los precursores de las
conquistas iluminadoras que vendrían.
En las últimas décadas, no muchas, hemos pasado en la física de partículas por un
periodo de tensión intelectual tan curiosa que la parábola de la torre de Babel
parece venirle a cuento. Los físicos de partículas han hecho la disección de las
partes y procesos del universo con sus aceleradores gigantescos. En los últimos
tiempos han contribuido a la persecución los astrónomos y los astrofísicos, que,
hablando figuradamente, miran por sus telescopios gigantescos para rastrear los
cielos y hallar las chispas y cenizas residuales de una explosión catastrófica que,
están convencidos, ocurrió hace quince mil millones de años y a la que llaman big
bang.
Aquéllos y éstos han estado progresando hacia un modelo simple, coherente,
omnicomprensivo que lo explique todo: la estructura de la materia y la energía, el
comportamiento de las fuerzas en entornos que lo mismo corresponden a los
primeros momentos del universo niño, con su temperatura y densidad exorbitantes,
que al mundo hasta cierto punto frío y vacío en que vivimos hoy. Nos iban saliendo
las cosas muy bien, quizá demasiado bien, cuando nos topamos con una rareza, una
fuerza que parecía adversa actuando en el universo. Algo que parece brotar del
espacio que todo lo llena y donde nuestros planetas, estrellas y galaxias están
inmersos. Algo que todavía no podemos detectar y que, cabría decir, ha sidoplantado ahí para ponernos a prueba y confundirnos. ¿Nos estamos acercando
demasiado? ¿Hay un Gran Mago de Oz nervioso que deprisa y corriendo va
cambiando el registro arqueológico?
La cuestión es si los físicos quedarán confundidos por este rompecabezas o si, al
contrario que los infelices babilonios, construirán la torre y, como decía Einstein,
«conocerán el pensamiento de Dios».
Era la tierra toda de muchas lenguas y de muchas palabras. En su marcha
desde Oriente hallaron una llanura en la tierra de Waxahachie y se
establecieron allí. Dijéronse unos a otros: «vamos a construir un Colisionador
Gigante, cuyas colisiones lleguen hasta el principio del tiempo». Y se sirvieron
de los imanes superconductores para curvar, y los protones les sirvieron para
machacar. Bajó Yavé a ver el acelerador que estaban haciendo los hijos de los
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hombres, y se dijo: «He aquí un pueblo que está sacando de la confusión lo
que yo confundí». Y el Señor suspiró y dijo: «Bajemos, pues, y démosles la
Partícula Divina, de modo que puedan ver cuán bello es el universo que he
hecho».
EL NOVÍSIMO TESTAMENTO, 11:1
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Capítulo 2
El primer físico de partículas
Parecía sorprendido.
— ¿Habéis encontrado un cuchillo que
puede cortar hasta que sólo quede un
átomo? —dijo—. ¿En este pueblo?
Afirmé con la cabeza.
—Ahora mismo estamos sentados encima
del nervio principal —dije.
CON DISCULPAS A HUNTER S.
THOMPSON
C o n t e n i d o :
1. Tarde por la noche con Lederman
2.
Mirar por un caleidoscopio
3. Interludio A: Historia de dos ciudades
Cualquiera puede entrar en coche (o caminando o en bicicleta) en el Fermilab,aunque sea el laboratorio científico más complejo del mundo. La mayoría de las
instalaciones federales preservan beligerantemente su privacidad. Pero el negocio
del Fermilab es descubrir secretos, no guardarlos. Durante los radicales años
sesenta la Comisión de Energía Atómica, la AEC, le dijo a Robert R. Wilson, mi
predecesor y el director del laboratorio que a la vez fue su fundador, que idease un
plan para manejar a los estudiantes activistas en el caso de que llegaran a las
puertas del Fermilab. El plan de Wilson era simple. Le dijo a la AEC que recibiría a
los estudiantes solo, con un arma nada más: una clase de física. Sería tan letal,
aseguró a la comisión, que dispersaría hasta a los más bravos cabecillas. Hasta el
día de hoy, los directores del laboratorio tienen a mano una clase, por si hubiese
una emergencia. Roguemos que nunca tengamos que recurrir a ella.
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Colaboración de Sergio Barros 36 Preparado por Patricio Barros
El Fermilab ocupa cerca de 30 kilómetros cuadrados de campos de cereales
reconvertidos, unos ocho kilómetros al este de Batavia, Illinois, y alrededor de una
hora de volante al oeste de Chicago. En la entrada a los terrenos por la Pine Street
hay una gigantesca estatua de acero de Robert Wilson, quien, además de haber sido
el primer director del Fermilab, fue en muy buena medida el responsable de su
construcción, un triunfo artístico, arquitectónico y científico.
La escultura, titulada Simetría rota, consiste en tres arcos que se curvan hacia
arriba, como si fueran a cortarse en un punto a más de quince metros del suelo. No
lo hacen, al menos no limpiamente. Los tres brazos se tocan, pero casi al azar,
como si los hubieran construido diferentes contratistas que no se hablasen entre sí.
La escultura tiene el aire de un «ay» por que sea así, en lo que no es muy distinta
de nuestro universo. Si se camina a su alrededor, la enorme obra de acero aparece
desde cada ángulo desapaciblemente asimétrica. Pero si uno se tumba de espaldas
justo debajo de ella y mira hacia arriba, disfrutará del único punto privilegiado
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Colaboración de Sergio Barros 37 Preparado por Patricio Barros
desde el que la escultura es simétrica. La obra de arte de Wilson casa de maravilla
con el Fermilab, pues allí el trabajo de los físicos consiste en buscar las pistas de lo
que sospechan es una simetría oculta en un universo de apariencia muy asimétrica.
Cuando uno se adentra en los terrenos se cruza con la estructura más prominente
del lugar. El Wilson Hall, el edificio de dieciséis plantas del laboratorio central del
Fermilab, se eleva de un suelo de lo más llano, un poco como unas manos orantes
dibujadas por Durero. El edificio está inspirado en una catedral francesa que Wilson
visitó, la de Beauvais, empezada en el año 1225. La catedral de Beauvais tiene dos
torres separadas por un presbiterio. El Wilson Hall, concluido en 1972, consta de
dos torres gemelas (las dos manos en oración) unidas por galerías a distintas
alturas y uno de los mayores atrios del mundo. El rascacielos tiene a la entrada un
estaque donde se refleja, con un alto obelisco en uno de sus extremos. El obelisco,
con el que terminaron las contribuciones artísticas de Wilson al laboratorio, se
conoce como la Última Construcción de Wilson.
El Wilson Hall roza la raison d’étre del laboratorio: el acelerador de partículas.
Enterrado unos nueve metros bajo la pradera, un tubo de acero inoxidable de unos
pocos centímetros de diámetro describe un círculo de alrededor de seis kilómetros y
medio de longitud a través de un millar de imanes superconductores que guían a los
protones por un camino circular. El acelerador se llena de colisiones y de calor. Los
protones corren por este anillo a velocidades cercanas a la de la luz hastaaniquilarse al chocar frontalmente contra sus hermanos los antiprotones. Estas
colisiones generan momentáneamente temperaturas de unos diez mil billones (1016)
de grados sobre el cero absoluto, muchísimo mayores que las del núcleo del Sol o la
furiosa explosión de una supernova. Los científicos tienen aquí más derecho a
llamarse viajeros del tiempo que esos que vemos en las películas de ciencia ficción.
La última vez que semejantes temperaturas fueron «naturales» había pasado sólo
una ínfima fracción de segundo tras el big bang, el nacimiento del universo.
Aunque es subterráneo, cabe discernir fácilmente el acelerador desde arriba gracias
al talud de tierra de unos seis metros de altura que se alza en el suelo por encina
del anillo. (Imaginad una rosquilla muy fina de más de seis kilómetros de
circunferencia). Mucha gente supone que el propósito del talud es absorber la
radiación del acelerador, pero si existe es, en realidad, porque Wilson era un tipo
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Colaboración de Sergio Barros 38 Preparado por Patricio Barros
inclinado a la estética. Una vez terminada la construcción del acelerador se quedó
muy frustrado porque no podía distinguir dónde estaba. Así que cuando los
trabajadores cavaron los hoyos de los estanques de refrigeración dispuestos
alrededor del acelerador, hizo que apilasen la tierra de modo que formara ese
inmenso círculo. Para resaltarlo, construyó un canal de unos tres metros de ancho
que lo rodea e instaló unas bombas móviles que lanzan surtidores de agua al aire.
El canal, además de su efecto visual, tiene una función: lleva el agua refrigerante
del acelerador. Es extraña la belleza del conjunto. En las fotos de satélites tomadas
a unos 500 kilómetros sobre el suelo, el talud y el canal —que desde esa altura
parecen un círculo perfecto— son la característica más nítida del paisaje del norte
de Illinois.
Las 267 hectáreas de tierra, más de dos kilómetros y medio cuadrados que encierra
el anillo del acelerador, albergan una curiosa recuperación del pasado. El laboratorio
está restaurando la pradera dentro del anillo. Se ha replantado buena parte de la
hierba alta de la pradera original, casi extinguida por las hierbas europeas durante
los últimos doscientos años, gracias a varios cientos de voluntarios que han ido
recogiendo semillas de los restos de pradera que quedan en el área de Chicago.
Cisnes trompeteros y gansos y grullas canadienses viven en las lagunas someras
que salpican el interior del anillo.
Al otro lado de la carretera, al norte del anillo principal, hay otro proyecto derestauración: un pasto donde rumia una manada de cien búfalos. La manada se
compone de animales traídos de Colorado y Dakota del Sur y de unos pocos de la
propia Illinois, si bien los búfalos no han medrado en el área de Batavia desde hace
ochocientos años. Antes de esa fecha abundaban las manadas donde hoy rumian los
físicos. Los arqueólogos nos dicen que la caza del búfalo sobre los terrenos que
ahora ocupa el Fermilab se remonta a hace nueve mil años, como demuestra la
cantidad de cabezas de flecha encontradas en la región. Parece que una tribu de
norteamericanos nativos, que vivía junto al cercano río Fox, envió durante siglos a
sus cazadores a lo que ahora es el Fermilab; acampaban allí, cazaban sus piezas y
volvían con ellas al asentamiento del río.
Hay a quienes los búfalos de hoy les dejan un tanto preocupados. Una vez, mientras
yo promovía el laboratorio en el programa de Phil Donahue, una señora que vivía
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Colaboración de Sergio Barros 39 Preparado por Patricio Barros
cerca de la instalación telefoneó. «El doctor Lederman hace que el laboratorio
parezca bastante inofensivo —se quejaba—. Si es así, ¿por qué tienen todos esos
búfalos? Todos sabemos que son sumamente sensibles al material radiactivo». Creía
que los búfalos eran como los canarios de las minas, sólo que preparados para
detectar radiactividad en vez de gas. Me imagino que se figuraba que yo no le
quitaba ojo a la manada desde mi oficina del rascacielos, listo para salir corriendo
hacia el aparcamiento en cuanto uno hincase la rodilla. La verdad es que los
búfalos, búfalos son. Un contador Geiger es un detector de radiactividad mucho
mejor y no come tanta hierba.
Conducid hacia el este por Pine Street, alejándoos del Wilson Hall, y llegaréis a
varias instalaciones importantes más, entre ellas la del detector del colisionador (el
CDF), que se ha diseñado para sacar el mayor partido de nuestros descubrimientos
de la materia, y el recientemente construido Centro de Ordenadores Richard P.
Feynman, cuyo nombre le viene del gran teórico del Cal Tech que murió hace sólo
unos pocos años. Seguid conduciendo; acabaréis llegando a Eola Road. Girad a la
derecha y tirad adelante durante un kilómetro y pico o así, y veréis a la izquierda
una casa de campo de hace ciento cincuenta años. Ahí viví yo mientras fui el
director: en el 137 de Eola Road. No son las señas oficiales. Es sólo el número que
decidí ponerle a la casa.
Fue Richard Feynman, precisamente, quien sugirió que todos los físicos pusiesen uncartel en sus despachos o en sus casas que les recordara cuánto es lo que no
sabemos. En el cartel no pondría nada más que esto: 137. Ciento treinta y siete es
el inverso de algo que lleva el nombre de constante de estructura fina. Este número
guarda relación con la probabilidad de que un electrón emita o absorba un fotón. La
constante de estructura fina responde también al nombre de alfa, y sale de dividir el
cuadrado de la carga del electrón por el producto de la velocidad de la luz y la
constante de Planck. Tanta palabra no significa otra cosa sino que ese solo número,
137, encierra los meollos del electromagnetismo (el electrón), la relatividad (la
velocidad de la luz) y la teoría cuántica (la constante de Planck). Menos perturbador
sería que la relación entre todos estos importantes conceptos hubiera resultado ser
un uno o un tres o quizás un múltiplo de pi. Pero ¿137?
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Lo más notable de este notable número es su adimensionalidad. La velocidad de la
luz es de unos 300.000 kilómetros por segundo. Abraham Lincoln medía 1,98
metros. La mayoría de los números vienen con dimensiones. Pero resulta que
cuando uno combina las magnitudes que componen alfa, ¡se borran todas las
unidades! El 137 está solo: se exhibe desnudo a donde va. Esto quiere decir que a
los científicos de Marte, o a los del decimocuarto planeta de la estrella Sirio, aunque
usen Dios sabe qué unidades para la carga y la velocidad y qué versión de la
constante de Planck, también les saldrá 137. Es un número puro.
Los físicos se han devanado los sesos con el 137 durante los últimos cincuenta
años. Werner Heisenberg proclamó una vez que todas las fuentes de perplejidad
que hay en la mecánica cuántica se secarían en cuanto el 137 se explicase
definitivamente. Les digo a mis alumnos de carrera que, si alguna vez se
encuentran en un aprieto en una gran ciudad de cualquier parte del mundo,
escriban «137» en un cartel y lo levanten en la esquina de unas calles concurridas.
Al final, un físico acabará por ver que están en apuros y vendrá en su ayuda. (Que
yo sepa, nadie ha puesto esto en práctica, pero debería funcionar).
Una de las historias maravillosas (pero no verificadas) que en el mundillo de la física
se cuentan destaca la importancia del 137 y a la vez ilustra la arrogancia de los
teóricos. Según este cuento, un notable físico matemático austriaco, y suizo por
elección, Wolfgang Pauli, fue, se nos asegura, al cielo, y, por su eminencia comofísico, se le concedió una audiencia con Dios.
Pauli, se te permite una pregunta. ¿Qué quieres saber?
Pauli hizo inmediatamente la pregunta que en vano se había esforzado en responder
durante los últimos diez años de su vida: « ¿Por qué es alfa igual a uno partido por
ciento treinta y siete?».
Dios sonrió, cogió la tiza y se puso a escribir ecuaciones en la pizarra. Tras unos
cuantos minutos, Él se volvió a Pauli, que hacía aspavientos. «Das ist falsch!». [¡Eso
es un cuento chino!].
También se cuenta una historia verdadera —una historia verificable— que pasó aquí
en la Tierra. Lo cierto es que a Pauli le obsesionaba el 137, y se tiró incontables
horas ponderando su significado. Cuando su asistente le visitó en la habitación del
hospital donde se le ingresó para la operación que le sería fatal, el teórico le pidió
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que se fijara cuando saliese en el número de la puerta. Era el 137. Ahí vivía yo: en
el 137 de Eola Road.
1. Tarde por la noche con Lederman
Una noche, un fin de semana —volvía a casa tras una cena en Batavia—, conduje
por los terrenos del laboratorio. En la Eola Road hay varios sitios desde los que se
puede ver el edificio central elevándose en el cielo de la pradera. El domingo, a las
once y media de la noche, el Wilson Hall da testimonio de lo intenso que es el
sentimiento que mueve a los físicos a desvelar los misterios aún no resueltos del
universo. Había luces encendidas arriba y abajo por los dieciséis pisos de las torres
gemelas, cada uno con su cupo de investigadores de ojos cansados en pos de
eliminar las pegas de sus impenetrables teorías sobre la materia y la energía. Por
fortuna, pude volver a casa y meterme en la cama. Como director del laboratorio,
mis obligaciones del turno de noche se habían reducido drásticamente. Podía dormir
y dejar los problemas para la mañana siguiente en vez de pasarme la noche
trabajando en ellos. Me sentía feliz esa noche por dormir en una cama de verdad en
vez de tirado en el suelo del acelerador, a la espera de que salieran los datos. Sin
embargo, no paraba de dar vueltas, preocupado con los quarks, con Gina, con los
leptones, con Sophia… Finalmente, me puse a contar ovejas para sacarme la físicade la cabeza: «… 134, 135, 136, 137…».
De pronto salté de la cama; una sensación de urgencia me empujaba fuera de casa.
Saqué la bicicleta del granero, y —en pijama todavía, cayéndoseme las medallas de
las solapas mientras pedaleaba— avancé con penosa lentitud hacia el edificio del
detector del colisionador. Fue frustrante. Sabía que tenía que atender a un negocio
muy importante, pero es que no podía hacer que la bicicleta se moviera más
deprisa. Entonces me acordé de lo que me había dicho un psicólogo hacía poco: que
hay un tipo de sueño, al que llaman lúcido, en el que quien sueña sabe que sueña.
Y en cuanto lo sabes, me dijo el psicólogo, puedes hacer, dentro del sueño, lo que
quieras. El primer paso es dar con una pista de que no estás en la vida real sino
soñando. Fue fácil. Sabía condenadamente bien que era un sueño por la cursiva.
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Odio la cursiva. Cuesta demasiado leerla. Tomé el control de mi sueño. « ¡Fuera la
cursiva!», grité.
Vale. Esto está mejor. Puse el plato grande y pedaleé a la velocidad de la luz (uno
puede hacer cualquier cosa en un sueño, ¿no?) hacia el CDF. Ay, demasiado
deprisa: había dado ocho vueltas a la Tierra y vuelto a casa. Cambié a un plato más
pequeño y pedaleé a doscientos agradables kilómetros por hora hacia el edificio.
Hasta las tres de la mañana el aparcamiento estaba muy lleno; en los laboratorios
de aceleradores los protones no paran cuando se hace de noche.
Silbando una cancioncilla fantasmal entré en el edificio del detector. El CDF es una
especie de hangar industrial, donde todo está pintado de azul y naranja brillante.
Las oficinas y las salas de ordenadores y de control están a lo largo de una de las
paredes; el resto del edificio es un espacio abierto, concebido para albergar el
detector, un instrumento de tres pisos de alto y 500.000 toneladas de peso. A unos
doscientos físicos y el mismo número de ingenieros les llevó más de ocho años
montar este particular reloj suizo de 500.000 arrobas. El detector es polícromo, de
diseño radial: sus componentes se extienden simétricamente a partir de un pequeño
agujero en el centro. El detector es la joya de la corona del laboratorio. Sin él, no
podríamos «ver» qué pasa en el tubo del acelerador, ni qué atraviesa el centro del
núcleo del detector. Lo que pasa es que, en el puro centro del detector, se producen
las colisiones frontales de los protones y los antiprotones. Las piezas radiales de loselementos del detector vienen más o menos a concordar con el surtidor radial de los
cientos de partículas que se producen en la colisión.
El detector se mueve por unos raíles gracias a los cuales puede sacarse este enorme
aparato del túnel del acelerador al piso de ensamblaje para su mantenimiento
periódico. Solemos programarlo para los meses de verano, cuando las tarifas
eléctricas son más altas (si el recibo de la luz pasa de los diez millones de dólares al
año, uno hace lo que puede para recortar los costes). Esa noche el detector estaba
conectado. Se le había devuelto al túnel, y el pasadizo hacia la sala de
mantenimiento estaba sellado con una puerta de acero de tres metros de grueso
que bloquea la radiación. El acelerador se ha diseñado de tal forma que los protones
y los antiprotones choquen (en su mayoría) en la sección del conducto que pasa por
el detector (la «región de colisión»). La tarea del detector, claro está, es detectar y
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catalogar los productos de las colisiones frontales entre los protones y los p-barra
(los antiprotones).
En pijama todavía, me encaminé a la segunda sala de control, donde se registran
continuamente los hallazgos del detector. La sala estaba tranquila, tal y como cabía
esperar de la hora que era. No deambulaban por el edificio soldadores o
trabajadores del tipo que fuese haciendo reparaciones y otras operaciones de
mantenimiento, lo que en el turno de día es corriente. Como es usual, las luces de
la sala de control eran tenues, para ver y leer mejor el característico resplandor
azulado de las docenas de monitores de ordenador. Los ordenadores de la sala de
control del CDF eran Macintosh, los mismos microordenadores que podríais comprar
para llevar vuestras cuentas o jugar al Cosmic Ozmo. Reciben la información de un
inmenso ordenador «hecho en casa» que funciona en tándem con el detector a fin
de poner orden en los residuos dejados por la colisión de los protones y los
antiprotones. Ese ordenador hecho en casa es en realidad un depurado sistema de
adquisición de datos, o DAQ, diseñado por algunos de los científicos más brillantes
de las quince universidades, más o menos, de todo el mundo que colaboraron en la
construcción del monstruo CDF. El DAQ se programa para que decida cuáles de las
cientos o miles de colisiones que ocurren cada segundo son lo suficientemente
interesantes o importantes para que se las analice y grabé en la cinta magnética.
Los Macintosh controlan la gran variedad de subsistemas que recogen los datos.Di un vistazo a la sala, y me fui fijando en las numerosas tazas de café vacías y en
el pequeño grupo de físicos jóvenes, a la vez hiperexcitados y exhaustos, el
resultado de demasiada cafeína y demasiadas horas de turno. A esta hora sólo se
encuentran unos estudiantes graduados y jóvenes investigadores posdoctorales (los
que acaban de sacar el doctorado), que carecen de la suficiente veteranía para que
les toque un turno decente. Era notable el número de mujeres jóvenes, un bien raro
en la mayoría de los laboratorios de física. El agresivo reclutamiento del CDF ha
rendido sus beneficios, para placer y provecho del grupo.
Allá en la esquina se sentaba un hombre que no encajaba en absoluto en el cuadro.
Era delgado, la barba desastrada, No es que pareciese muy diferente a los otros
investigadores, pero, no sé cómo, me di cuenta de que no era miembro del equipo.
Puede que fuese por la toga. Tenía la vista puesta en un Macintosh y una risa floja.
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Imaginaos, ¡riéndose en la sala de control del CDF! ¡En uno de los mayores
experimentos que la ciencia haya concebido! Creí que lo mejor era que pusiese las
cosas en su sitio.
LEDERMAN: Perdóneme. ¿Es usted el nuevo matemático que se suponía nos iban a
mandar de la Universidad de Chicago?
EL TIPO DE LA TOGA: Ese es mi oficio, la ciudad no. El nombre es Demócrito. Vengo
de Abdera, no de Chicago. Me llaman el Filósofo que Ríe.
LEDERMAN: ¿Abdera?
DEMÓCRITO: Localidad de Tracia, en Grecia propiamente dicha.
LEDERMAN: No recuerdo haber llamado a nadie de Tracia. No nos hace falta un
filósofo que ríe. En el Fermilab soy yo quien cuenta todos los chistes.
DEMÓCRITO: Sí, he oído hablar del Director que Ríe. No se preocupe. Dudo que me
quede aquí mucho tiempo; no, por lo menos, habida cuenta de lo que he visto hasta
ahora.
LEDERMAN: Entonces, ¿por qué está usted ocupando un sitio en la sala de control?
DEMÓCRITO: Busco algo. Algo muy pequeño.
LEDERMAN: Ha venido al lugar apropiado. Lo pequeño es nuestra especialidad.
DEMÓCRITO: Eso me han dicho. Llevo buscándolo veinticuatro siglos.
LEDERMAN: ¡Ah, usted es ese Demócrito!
DEMÓCRITO: ¿Conoce a otro?LEDERMAN: Ya sé. Usted es como el ángel Clarence en Qué bello es vivir, enviado
aquí para decirme que no me suicide. La verdad es que estaba pensando en
cortarme las muñecas. No somos capaces de encontrar el quark top.
DEMÓCRITO: ¡Suicidarse! Me recuerda a Sócrates. No, no soy un ángel. El concepto
ese de inmortalidad apareció una vez muerto yo; lo hizo popular el cabeza hueca de
Platón.
LEDERMAN: Pero, si no es inmortal, ¿cómo puede estar aquí? Usted murió hace más
de dos mil años.
DEMÓCRITO: Hay más cosas en la tierra y en el cielo, Horacio, de las que se sueñan
en tu filosofía.
LEDERMAN: Me resulta familiar.
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DEMÓCRITO: Lo he cogido de uno que conocí en el siglo XVI. Pero, por responder a
su pregunta, hago lo que llamáis un viaje por el tiempo.
LEDERMAN: ¿Un viaje por el tiempo? ¿Descubristeis los viajes por el tiempo en el
siglo V a. C.?
DEMÓCRITO: El tiempo es una masa de pan. Va hacia adelante, va hacia atrás. Uno
se monta en él y se baja, como vuestros surfistas de California. Cuesta hacerse una
idea. Caray, si hasta hemos enviado a algunos de nuestros licenciados a vuestra
era. Uno, Stephenius Hawking, ha armado todo un revuelo, he oído decir. Se
especializó a «tiempo». Le enseñamos todo lo que sabe.
LEDERMAN: ¿Por qué no publicó usted su descubrimiento?
DEMÓCRITO: ¿Publicar? Escribí sesenta y siete libros y habría vendido montañas,
pero el editor se negó a hacerles campañas de publicidad. Casi todo lo que sabéis
de mí lo sabéis gracias a los escritos de Aristóteles. Pero déjeme que le ponga un
poco al tanto. Viajé. Chico, ¡ya creo que viajé! Cubrí más territorio que cualquier
otro hombre de mi tiempo, haciendo las más amplias investigaciones, y vi más
climas y países, y escuché a más hombres famosos…
LEDERMAN: Pero Platón no podía ni verle. ¿Es verdad que a él le gustaban tan poco
las ideas de usted que quiso que quemaran todos sus libros?
DEMÓCRITO: Sí, y esa cabra loca vieja y supersticiosa casi lo consiguió. Y luego ese
fuego de Alejandría quemó, literalmente, mi reputación. Por eso los llamadosmodernos sabéis tan poco de la manipulación del tiempo. Ahora no oigo hablar nada
más que de Newton, Einstein…
LEDERMAN: Entonces, ¿a qué viene esta visita a Batavia en los años noventa?
DEMÓCRITO: Sólo quiero comprobar una de mis ideas, una que, por desgracia, mis
compatriotas abandonaron.
LEDERMAN: Apuesto a que se refiere al átomo, al átomo.
DEMÓCRITO: Sí, el á-tomo, la partícula última, indivisible e invisible. El ladrillo con
el que se hace la naturaleza. He ido saltando por el tiempo adelante para ver hasta
qué punto se ha refinado mi teoría.
LEDERMAN: Y su teoría era…
DEMÓCRITO: ¡Ya me está hartando, joven! Sabe muy bien cuáles son mis
creencias. No se olvide: he estado brincando de siglo en siglo, decenio a decenio. Sé
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muy bien que los químicos del siglo XIX y los físicos del XX han estado dándoles
vueltas a mis ideas. No me interprete mal; hicisteis bien. Si Platón hubiese sido tan
sabio…
LEDERMAN: Sólo quería oírlo dicho con sus propias palabras. Conocemos su obra
más que nada por los escritos de otros.
DEMÓCRITO: Muy bien. Vamos allá por enésima vez. Si sueno aburrido es porque
hace poco le expliqué todo esto con detalle a ese tal Oppenheimer. Por favor, no me
interrumpa con tediosas lucubraciones sobre los paralelismos entre la física y el
hinduismo.
LEDERMAN: ¿Le gustaría oír mi teoría sobre el papel de la comida china en la
violación de la simetría especular? Es tan válida como decir que el mundo está
hecho de aire, tierra, fuego y agua.
DEMÓCRITO: ¿Por qué no se queda quietecito y me deja empezar por el principio?
Siéntese cerca del Macintosh, o como se llame, y preste atención. Para que entienda
mi obra, y la de todos nosotros los atomistas, hemos de remontarnos a hace dos mil
seiscientos años. Tenemos que empezar doscientos años antes de que yo naciese,
con Tales. Vivió alrededor del 600 a. C. en Mileto, una ciudad provinciana de Jonia,
la tierra que llamáis ahora Turquía.
LEDERMAN: Tales también era filósofo, ¿no?
DEMÓCRITO: ¡Y qué filósofo! El primer filósofo griego. Pero la verdad es que losfilósofos de la Grecia presocrática sabían muchas cosas. Tales era un matemático y
un astrónomo consumado. Perfeccionó su formación en Egipto y Mesopotamia.
¿Sabe que predijo un eclipse de Sol que hubo al final de la guerra entre lidios y
medas? Realizó uno de los primeros almanaques —tengo entendido que hoy les
dejáis esta tarea a los campesinos— y enseñó a nuestros marinos a llevar un barco
por la noche guiándose por la constelación de la Osa Menor. Fue además un
consejero político, un avispado hombre de negocios y un buen ingeniero. A los
filósofos de la Grecia arcaica se les respetaba no sólo por el hermoso laborar de sus
mentes, sino también por sus talentos prácticos, o su ciencia aplicada, como diríais
vosotros. ¿Hay alguna diferencia con los físicos de hoy?
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LEDERMAN: De vez en cuando hemos sabido hacer algo útil. Pero lamento decir que
nuestros logros suelen estar muy enfocados en un punto concreto, y entre nosotros
hay muy pocos que sepan griego.
DEMÓCRITO: Entonces es una suerte para usted que yo hable en inglés, ¿a que sí?
Sea como sea, Tales, como yo mismo, se hacía una pregunta básica: « ¿De qué
está hecho el mundo, y cómo funciona?». A nuestro alrededor vemos lo que parece
un caos. Brotan las flores, y mueren. Las inundaciones destruyen la tierra. Los lagos
se convierten en desiertos. Los meteoritos caen del cielo. Los tornados salen no se
sabe de dónde. De tiempo en tiempo estalla una montaña. Los hombres envejecen
y se vuelven polvo. ¿Hay algo permanente, una identidad soterrada, que persista a
lo largo de tanto cambio? ¿Cabe reducir todo ello a reglas tan simples que nuestro
pobre espíritu pueda entenderlas?
LEDERMAN: ¿Dio Tales una respuesta?
DEMÓCRITO: El agua. Tales decía que el agua era el elemento último y primario.
LEDERMAN: ¿Cómo se le ocurrió?
DEMÓCRITO: No es una idea tan loca. No estoy del todo seguro de qué pensaba
Tales. Pero tenga esto en cuenta: el agua es esencial para el crecimiento, al menos
para el de las plantas. Las semillas son de naturaleza húmeda. Pocas cosas hay que
no desprendan agua cuando se las calienta. Y el agua es la única sustancia conocida
que puede existir en forma sólida, líquida o gaseosa (como vaho o vapor). Quizápensara que el agua podría transformase en tierra si se llevara el proceso más
adelante. No sé. Pero Tales hizo que la ciencia, como vosotros la llamáis, tuviera un
gran comienzo.
LEDERMAN: No estaba mal para tratarse del primer intento.
DEMÓCRITO: La impresión que hay por el Egeo es que los historiadores, Aristóteles
sobre todo, les dieron a Tales y su grupo un mal palo. A Aristóteles le obsesionaban
las fuerzas, la causación. Apenas si se puede hablar con él de nada más, y la tomó
con Tales y sus amigos de Mileto. ¿Por qué el agua? ¿Y qué fuerza causa el cambio
del agua rígida a la etérea? ¿Por qué hay tantas formas diferentes de agua?
LEDERMAN: En la física moderna, eh… en la física de estos tiempos se requieren
fuerzas además de…
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DEMÓCRITO: Tales y su gente podrían muy bien haber injertado la noción de causa
en la naturaleza misma de su materia basada en el agua. ¡La fuerza y la materia
unificadas! Dejemos esto para más tarde. Podrá entonces hablarme de esas cosas
que llamáis gluones y supersimetría y…
LEDERMAN [mesándose frenéticamente los cabellos]: Esto… ¿y qué más hizo este
genio?
DEMÓCRITO: Tenía algunas ideas convencionalmente místicas. Creía que la Tierra
flotaba en agua. Creía que los imanes tenían alma porque pueden mover el hierro.
Pero creía también, por mucho que haya a nuestro alrededor una gran variedad de
«cosas», en la simplicidad, en que hay una unidad en el universo. Tales, para darle
al agua un papel especial, combinaba una serie de argumentos racionales con todas
las antiguallas mitológicas que tenía a mano.
LEDERMAN: Me imagino que Tales creía que Atlas, de pie sobre una tortuga, llevaba
el mundo a cuestas.
DEMÓCRITO: Au contraire. Tales y sus colegas celebraron una importantísima
reunión, seguramente en el reservado de un restaurante en el centro de Mileto. Y
habiendo bebido una cierta cantidad de vino egipcio, mandaron a Atlas al garete y
adoptaron un acuerdo solemne: «Del día de hoy en adelante, las explicaciones y
teorías relativas a la manera en que el mundo funciona se basarán estrictamente en
argumentos lógicos. Ni una superstición más. Que no se invoque más a Atenea,Zeus, Hércules, Ra, Buda, Lao-Tze. Veamos si podemos dar con ello por nosotros
solos». Quizá sea este el acuerdo más importante jamás adoptado. Era el 650 a. C.,
un jueves por la noche seguramente; fue el nacimiento de la ciencia.
LEDERMAN: ¿Es que cree que nos hemos librado ya de la superstición? ¿No conoce
a nuestros creacionistas? ¿Y a nuestros extremistas de los derechos de los
animales?
DEMÓCRITO: ¿Aquí en el Fermilab?
LEDERMAN: No, pero no andan demasiado lejos. Pero dígame: ¿cuándo salió la idea
esa de la tierra, del aire, del fuego y del agua?
DEMÓCRITO: ¡Eche el freno! Antes de que lleguemos a esa teoría vienen unos
cuantos fulanos. Anaximandro, por decir sólo uno. Era un compañero joven de
Tales, en Mileto. También Anaximandro ganó sus galones haciendo cosas prácticas,
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como, por ejemplo, confeccionarles a los marinos milesios un mapa del mar Negro.
Al igual que Tales, andaba tras un ladrillo primario del que estuviese hecha la
materia, pero decidió que no podía ser el agua.
LEDERMAN: Otro gran avance del pensamiento griego, qué duda cabe. ¿Cuál era su
candidato, la baklava?
DEMÓCRITO: Ríase. Pronto llegaremos a vuestras teorías. Anaximandro fue otro
genio práctico y, como su mentor Tales, empleó su tiempo libre en participar en el
debate filosófico. La lógica de Anaximandro era bastante sutil. Consideraba que el
mundo estaba compuesto por contrarios en guerra: lo caliente y lo frío, lo húmedo y
lo seco. El agua extingue el fuego, el sol seca el agua, etcétera. Por lo tanto, la
sustancia primaria del universo no podía ser el agua o el fuego o cualquier cosa que
se caracterizase por uno de estos contrarios. En ello no habría simetría. Y usted
sabe cuánto amamos los griegos la simetría. Por ejemplo, si toda la materia era
originalmente agua, como decía Tales, entonces nunca habrían surgido el calor o el
fuego, pues el agua no genera el fuego, sino que acaba con él.
LEDERMAN: Entonces, ¿qué propuso como sustancia primaria?
DEMÓCRITO: Lo que llamamos apeiron, que significa «sin bordes». El primer estado
de la materia era una masa indiferenciada de proporciones enormes, posiblemente
infinitas. Era la «pasta» primitiva, neutra entre los contrarios. Esta idea tuvo una
profunda influencia en mi propio pensamiento.LEDERMAN: ¿Así que ese apeiron era algo por el estilo de su á-tomo, excepto en
que se trataba de una sustancia infinita, lo contrario a una partícula infinitesimal?
¿Eso no confunde más las cosas?
DEMÓCRITO: No; es que Anaximandro no se paraba ahí. El apeiron era infinito,
tanto en el espacio como en el tiempo, pero además carecía de estructura; no tenía
partes componentes. No era nada sino única y exclusivamente apeiron. Y si tienes
que escoger una sustancia primaria, lo mejor es que tenga esa cualidad. De hecho,
lo que quiero es llevarle a usted a una posición enojosa haciéndole ver que, tras dos
mil años, vais a acabar por apreciar la presciencia de los míos. Lo que Anaximandro
hizo fue inventar el vacío. Creo que vuestro A. M. Dirac acabó finalmente por darle
al vacío, en los años veinte, las propiedades que se merecía. El apeiron de Anaxi fue
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el prototipo de mi propio «vacío», una nada en la que se mueven las partículas.
Isaac Newton y James Clerk Maxwell lo llamaron éter.
LEDERMAN: Pero ¿qué pasa con la pasta, la materia?
DEMÓCRITO: Escuche esto [saca de su toga un rollo de pergamino, y se cuelga de
la nariz unas gafas Magnavisión para leer, de las de precio reducido]: Anaximandro
dice: «No del agua ni de ningún otro de los llamados elementos, sino de una
sustancia diferente que carece de bordes vienen a la existencia todos los cielos y los
mundos que hay en ellos. Las cosas perecen volviendo a las que les dieron el ser…
los contrarios están en el uno y son separados de él». Ahora bien, sé que los tipos
del siglo XX estáis siempre hablando de una materia y una antimateria que se crean
en el vacío, que se aniquilan…
LEDERMAN: Claro que sí, pero…
DEMÓCRITO: Cuando Anaximandro dice que los contrarios estaban en el apeiron —
llámelo usted un vacío, o llámelo éter— y se separaron de él, ¿no se parece a algo
que decís vosotros?
LEDERMAN: Algo así, pero me interesan mucho más las razones por las que
Anaximandro pensaba esas cosas.
DEMÓCRITO: No anticipó, por supuesto, la antimateria. Pero pensaba que en un
vacío adecuadamente dotado, los contrarios podrían separarse: lo caliente y lo frío,
lo húmedo y lo seco, lo dulce y lo amargo. Hoy añadís lo positivo y lo negativo, elnorte y el sur. Cuando se combinan, sus propiedades se anulan en un apeiron
neutro. ¿No anda cerca?
LEDERMAN: ¿Y qué me dice de los demócratas y los republicanos? ¿Había un griego
que se llamaba Republicas?
DEMÓCRITO: Muy gracioso. Anaximandro, por lo menos, intentó explicar el
mecanismo que crea la diversidad a partir de un elemento primario. Y su teoría
condujo a un número de subcreencias, algunas de las cuales hasta podría compartir
usted seguramente. Anaximandro creía, por ejemplo, que el hombre evolucionó a
partir de animales inferiores, que a su vez descendían de criaturas marinas. La más
importante de sus ideas cosmológicas consistía en librarse no sólo de Atlas, sino
hasta del océano de Tales que sostenía la Tierra. Imagínesela (sin que se le haya
dado aún forma esférica) suspendida en el espacio infinito. No hay a dónde ir. Lo
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que estaría totalmente de acuerdo con las leyes de Newton si, como creían estos
griegos, no hubiera nada más. Anaximandro pensaba también que tenía que haber
más de un mundo o universo. Decía que había un número ilimitado de universos,
todos perecederos, uno tras otro en sucesión.
LEDERMAN: ¿Como los universos alternativos de Star Trek?
DEMÓCRITO: Guárdese sus cuñas publicitarias. La idea de que hay innumerables
universos llegó a ser muy importante para nosotros, los atomistas.
LEDERMAN: Espere un minuto. Me estoy acordando de algo que escribió usted y
que, a luz de la cosmología moderna, me da escalofríos. Hasta me lo aprendí de
memoria. Veamos: «Hay innumerables mundos de diferentes tamaños. En algunos
no hay sol ni luna, en otros son mayores que en el nuestro, y los hay que tienen
más de un sol y más de una luna».
DEMÓCRITO: Sí, los griegos compartimos algunas ideas con vuestro capitán Kirk.
Pero vestimos mucho mejor. Comparo más bien mi idea a los universos burbuja
sobre los que vuestros cosmólogos inflacionistas andan publicando artículos en
estos días.
LEDERMAN: Por eso, la verdad, me quedé como quien ve visiones. Uno de sus
predecesores, ¿no creía que el aire era el elemento último?
DEMÓCRITO: Se refiere a Anaxímenes, joven compañero de Anaximandro y el
último del grupo de Tales. La verdad es que dio un paso atrás con respecto aAnaximandro y dijo; como Tales, que había un elemento primordial común, sólo que
según él ese elemento era el aire, no el agua.
LEDERMAN: Debería haber hecho caso a su mentor; entonces habría descartado
algo tan prosaico como el aire.
DEMÓCRITO: Sí, pero Anaxímenes dio con un inteligente mecanismo que explicaba
la transformación de varias formas de materia a partir de esa sustancia primaria. De
mis lecturas colijo que usted es uno de esos experimentadores.
LEDERMAN: Yeah. ¿Le supone a usted eso algún problema?
DEMÓCRITO: Me he dado cuenta de sus sarcasmos hacia buena parte de la teoría
griega. Sospecho que sus prejuicios le vienen de que muchas de esas ideas, aun
cuando el mundo que nos rodea nos sugiera que son verosímiles, no se prestan a
una verificación experimental concluyente.
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LEDERMAN: Es verdad. Los experimentadores quieren entrañablemente las ideas
que pueden verificarse. Así es como nos ganamos la vida.
DEMÓCRITO: Podría entonces sentir más respeto por Anaxímenes; sus creencias se
basaban en la observación. Teorizaba que los distintos elementos de la materia se
separaban del aire mediante la condensación y la rarefacción. Se puede reducir el
aire a rocío y viceversa. El calor y el frío transforman el aire en sustancias
diferentes. Para ver cómo se conecta el calor con la rarefacción y el frío con la
condensación, Anaxímenes aconsejaba que se realizase el siguiente experimento:
espírese con los labios casi cerrados; el aire saldrá frío. Pero si se abre mucho la
boca, el aliento será más caliente.
LEDERMAN: Al Congreso le encantaría Anaxímenes. Sus experimentos son más
baratos que los míos. Y tanto darse aire…
DEMÓCRITO: Lo he cogido, pero quería disipar su idea de que los griegos de la
Antigüedad no hacían ningún experimento. El mayor problema de los pensadores
del estilo de Tales y Anaximandro era su creencia de que las sustancias se podían
transformar: el agua podía volverse tierra; el aire, fuego. No puede pasar. Nadie se
enfrentó a esta pega de nuestra filosofía hasta la aparición de dos de mis
contemporáneos, Parménides y Empédocles.
LEDERMAN: Empédocles es el de la tierra, el aire, etcétera, ¿no? Refrésqueme las
ideas sobre Parménides.DEMÓCRITO: A menudo le llaman el padre del idealismo, porque ese necio de
Platón tomó buena parte de su pensamiento, pero en realidad era un materialista de
tomo y lomo. Hablaba mucho del Ser, pero su Ser era material. En esencia,
Parménides sostenía que el Ser no podía ni empezar a existir ni desaparecer. La
materia no podía andar entrando y saliendo de la existencia. Ahí está y no podemos
destruirla.
LEDERMAN: Bajemos al acelerador y le enseñaré lo equivocado que estaba
Parménides. Metemos materia en la existencia y la sacamos de ella todo el rato.
DEMÓCRITO: De acuerdo, de acuerdo. Pero es una noción importante. Parménides
abrazaba una idea que a los griegos nos es muy querida: la de unicidad. La
totalidad. Lo que existe, existe. Es completo y duradero. Tengo la impresión de que
usted y sus colegas también abrazan la idea de unidad.
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LEDERMAN: Sí, es un concepto duradero y entrañable. Nos esforzamos por alcanzar
la unidad en nuestras creencias siempre que podemos. La gran unificación es una
de nuestras obsesiones actuales.
DEMÓCRITO: Y la verdad es que no podéis hacer que exista nueva materia a
voluntad. Creo que tenéis que añadir energía en el proceso.
LEDERMAN: Es verdad, y tengo la factura de la luz para probarlo.
DEMÓCRITO: Así que, en cierta forma, Parménides no andaba tan descaminado. Si
se incluyen tanto la materia como la energía en lo que él llamaba Ser, entonces hay
que darle la razón. El Ser, entonces, no puede empezar a existir ni desaparecer, al
menos no de una forma total. Y sin embargo, los sentidos nos dicen otra cosa.
Vemos que los árboles se queman hasta las raíces. Al fuego puede destruirlo el
agua. El aire caliente del verano evapora el agua. Salen las flores, y mueren.
Empédocles vio una forma de evitar esta contradicción aparente. Coincidía con
Parménides en que la materia ha de conservarse, que no puede aparecer o
desaparecer al azar. Pero discrepaba de Tales y Anaxímenes por lo que se refiere a
que un tipo de materia pueda convertirse en otro. ¿Cómo, entonces, cabía explicar
el cambio constante que vemos a nuestro alrededor? Hay sólo cuatro tipos de
materia, dijo Empédocles. Sus tierra, aire, fuego y agua famosos. No se convierten
en otros tipos de materia; son las partículas inmutables y últimas que forman los
objetos concretos del mundo.LEDERMAN: Esto ya es otra cosa.
DEMÓCRITO: Pensaba que le iba a gustar. Los objetos empiezan a existir por la
mezcla de estos elementos, y dejan de serlo al separarse sus elementos. Pero los
elementos mismos —la tierra, el aire, el agua, el fuego— ni empiezan a existir ni
desaparecen, sino que permanecen inmutables. Ni que decir tiene que discrepo de
él en cuanto a la identidad de estas partículas, pero por lo que se refiere a los
principios fundamentales el suyo fue un salto intelectual importante. Sólo hay unos
pocos ingredientes básicos en el mundo, y los objetos se construyen mezclándolos
de muchísimas maneras. Por ejemplo, Empédocles dijo que el hueso se compone de
dos partes de tierra, dos de agua y cuatro de fuego. Por ahora se me escapa cómo
llegó a esta receta.
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LEDERMAN: Probamos la mezcla de aire-tierra-fuego-agua y lo único que nos salió
fue barro caliente con burbujas.
DEMÓCRITO: Pon la discusión en manos de un «moderno», que ya la degradará.
LEDERMAN: ¿Y qué pasa con las fuerzas? Parece que los griegos no os disteis
cuenta de que además de las partículas hacen falta fuerzas.
DEMÓCRITO: Yo tengo mis dudas, pero Empédocles estaría de acuerdo. Cayó en la
cuenta de que eran necesarias fuerzas para fundir estos elementos y formar así
otros objetos, y sacó a colación dos: el amor y la discordia; el amor para que las
cosas se junten, la discordia para separarlas. Quizá no sea muy científico, pero los
científicos de su época, ¿no tienen acaso un sistema de creencias similar sobre el
universo? ¿Unas cuantas partículas y un conjunto de fuerzas? ¿No se les da a veces
nombres caprichosos?
LEDERMAN: En cierta forma, sí. Tenemos lo que llamamos el «modelo estándar»,
según el cual cabe explicar todo lo que sabemos del universo con la interacción de
una docena de partículas y cuatro fuerzas.
DEMÓCRITO: Ahí lo tiene. No parece que la visión del mundo de Empédocles suene
tan diferente, ¿no? Dijo que se podía explicar el universo con cuatro partículas y dos
fuerzas. Vosotros sólo habéis añadido unas cuantas más, pero la estructura de
ambos modelos es parecida, ¿o no?
LEDERMAN: Sin duda, pero no coincidimos en el contenido: fuego, tierra, discordia…DEMÓCRITO: Bueno, supongo que algo tendréis que enseñar tras dos mil años de
trabajo duro. Pero, no, yo tampoco acepto el contenido de la teoría de Empédocles.
LEDERMAN: Entonces, ¿en qué cree usted?
DEMÓCRITO: ¡Ah, ahora entramos en materia! La obra de Parménides y
Empédocles preparó el terreno para la mía. Creo en el á-tomo, o átomo, que no se
puede partir. El átomo es el ladrillo de que está hecho el universo. Toda materia se
compone de disposiciones diversas de átomos. Es la cosa más pequeña que hay en
el universo.
LEDERMAN: ¿Teníais en el siglo V a. C. los instrumentos necesarios para hallar
objetos invisibles?
DEMÓCRITO: No exactamente para «hallarlos».
LEDERMAN: ¿Para qué entonces?
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veces se peguen y junten. Entonces una colección de átomos hará el vino, otra el
vaso en que se sirve, el queso ditto feta, la baklava y las aceitunas.
LEDERMAN: ¿No arguyó Aristóteles que esos átomos caerían naturalmente?
DEMÓCRITO: Ese es su problema. ¿No se ha quedado nunca mirando las motas de
polvo que danzan en un haz de luz que entra en una habitación a oscuras? El polvo
se mueve en todas y cada una de las direcciones, justo como los átomos.
LEDERMAN: ¿Cómo llegó a la idea de la indivisibilidad de los átomos?
DEMÓCRITO: En mi cabeza. Imagínese un cuchillo de bronce pulido. Le pedimos a
nuestro sirviente que se pase el día entero afilando el borde hasta que pueda cortar
una brizna de hierba cogida por la otra punta. Satisfecho por fin, me pongo manos a
la obra. Cojo un trozo de queso…
LEDERMAN: ¿Feta?
DEMÓCRITO: Por supuesto. Lo parto en dos con el cuchillo. Y así una y otra vez,
hasta que me quede una pizca tan pequeña que no pueda cogerla. Entonces pienso
que si yo mismo fuera mucho más pequeño, la pizca me parecería mucho mayor y
podría cogerla, y con el cuchillo mejor afilado todavía, podría partirla y partirla. Y
entonces tengo que reducirme a mí mismo otra vez mentalmente, al tamaño de un
grano en la nariz de una hormiga. Sigo partiendo el queso. Si el proceso se repite lo
suficiente, ¿sabe cuál sería el resultado?
LEDERMAN: Claro, un feta-compli .DEMÓCRITO [gruñe]: Hasta el Filósofo que Ríe se queda sin palabras ante un chiste
horrible. Si puedo continuar… Acabaré por llegar a un trozo de pasta tan duro que
no se podrá cortarlo nunca, aun cuando hubiera tantos sirvientes como para afilar el
cuchillo durante cien años. Creo que, por necesidad, el objeto más pequeño no
puede partirse. Es inconcebible que podamos seguir partiendo para siempre, como
dicen algunos a los que llaman doctos filósofos. Ahora tenemos el objeto último que
no cabe partir, el átomo.
DEMÓCRITO: Sí, ¿por qué? ¿Son tan diferentes vuestras ideas hoy?
LEDERMAN: Bueno, la verdad es que son casi las mismas. Lo que pasa es que
odiamos que usted lo haya publicado antes.
DEMÓCRITO: Pero lo que los científicos llamáis átomo no es lo que yo tenía en
mente.
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LEDERMAN: Ah, eso es culpa de algunos químicos del siglo XIX. No, nadie cree hoy
que los átomos de la tabla periódica de los elementos —el hidrógeno, el oxígeno, el
carbón, etcétera— sean objetos indivisibles. Esos tíos corrieron demasiado.
Creyeron que habían encontrado los átomos en que usted pensaba. Pero faltaban
todavía muchos cortes de cuchillo antes del queso último.
DEMÓCRITO: ¿Y hoy ya lo habéis encontrado?
LEDERMAN: Los habéis encontrado. Hay más de uno.
DEMÓCRITO: Sí, claro. Leucipo y yo creíamos que había muchos.
LEDERMAN: Pensaba que Leucipo no existió en realidad.
DEMÓCRITO: Dígaselo a la señora de Leucipo. ¡Ah, ya sé que algunos eruditos
piensan que era un personaje ficticio! Pero era tan real como el Macintosh este o
como se llame [da un golpe en la parte de arriba del ordenador], sea lo que sea.
Leucipo era de Mileto, como Tales y los demás. Y elaboramos juntos nuestra teoría
atómica, así que cuesta recordar a quién se le ocurrió qué. Sólo porque era unos
pocos años mayor, dicen que fue mi maestro.
LEDERMAN: Pero fue usted quien insistió en que había muchos átomos.
DEMÓCRITO: Sí, de eso sí me acuerdo. Hay un número infinito de unidades
indivisibles. Difieren en tamaño y forma, pero aparte de eso no tienen ninguna otra
propiedad real que no sea la solidez, que no sea la impenetrabilidad.
LEDERMAN: Tienen forma pero por lo demás carecen de estructura.DEMÓCRITO: Sí, es una buena manera de expresarlo.
LEDERMAN: Así que, en su modelo estándar, por así llamarlo, ¿cómo relaciona
usted las cualidades de los átomos con las de las cosas que forman?
DEMÓCRITO: Bueno, no es tan específico. Concluimos que las cosas dulces, por
ejemplo, estaban hechas de átomos lisos y las amargas de átomos cortantes. Lo
sabemos porque hieren la lengua. Los líquidos están compuestos por átomos
redondos y los átomos metálicos tienen pequeños rizos que los mantienen juntos.
Por eso son los metales tan duros. El fuego lo componen pequeños átomos
esféricos, y lo mismo el alma del hombre. Como Parménides y Empédocles
teorizaron, no puede nacer ni destruirse nada que sea real. Los objetos que vemos
alrededor cambian constantemente, pero eso es porque están hechos de átomos,
que pueden ensamblarse y desensamblarse.
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LEDERMAN: ¿Cómo ocurre ese ensamblarse y desensamblarse?
DEMÓCRITO: Los átomos están en constante movimiento. A veces, cuando tienen
formas que encajan, se combinan, y así se crean objetos lo suficientemente grandes
para que los podamos ver: los árboles, el agua, las dolmades. Ese movimiento
constante puede hacer también que los átomos se separen y engendrar el cambio
aparente de la materia que vemos a nuestro alrededor.
LEDERMAN: Pero ¿no se crea materia nueva ni se destruye en términos atómicos?
DEMÓCRITO: No. Es una ilusión.
LEDERMAN: Si toda sustancia se crea a partir de estos átomos esencialmente
desprovistos de características, ¿por qué son tan diferentes los objetos? ¿Por qué
las rocas son duras, por ejemplo, y las ovejas blandas?
DEMÓCRITO: Es fácil. Dentro de las cosas duras hay menos espacio vacío. Los
átomos están densamente empaquetados. En las cosas blandas hay más espacio.
LEDERMAN: Así que los griegos aceptabais el concepto de espacio. El vacío.
DEMÓCRITO: Sin duda. Mi compañero Leucipo y yo inventamos el átomo. Por lo
tanto, necesitábamos algún sitio donde ponerlo. Leucipo se lió del todo (y
emborrachó un poco) tratando de definir el espacio vacío en el que pudiéramos
poner nuestros átomos. Si está vacío, no es nada, y ¿cómo puede definirse nada?
Parménides tenía una prueba acorazada de que el espacio vacío no puede existir. Al
final decidimos que su prueba no existía. [Se ríe entre dientes] Menudo problema.Hártate de vino de resina. Durante la época del aire-tierra-fuego-agua, se consideró
que el vacío era la quinta esencia (quintaesencial es vuestra palabra). Fue para
nosotros un verdadero problema. Los modernos, ¿aceptáis el vacío sin rechistar?
LEDERMAN: No hay más remedio. Nada funciona sin, bueno, la nada. Pero incluso
hoy en día es un concepto difícil y complejo. Sin embargo, como usted nos recordó,
nuestra «nada», el vacío, siempre está lleno de conceptos teóricos: el éter, la
radiación, un mar de energía negativa, el Higgs. Como un cuarto trastero. No sé
qué haríamos sin él.
DEMÓCRITO: Puede imaginarse lo difícil que era en el 420 a. C. explicar el vacío.
Parménides había negado la realidad del espacio vacío. Leucipo fue el primero que
dijo que no podría haber movimiento sin un vacío, luego el vacío había de existir.
Pero Empédocles sacó un inteligente truco que engañó a la gente por un tiempo.
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Colaboración de Sergio Barros 59 Preparado por Patricio Barros
Dijo que el movimiento podía tener lugar sin espacio vacío. Fijaos en un pez que
nada por el océano, dijo. La cabeza aparta el agua, y ésta se mueve de forma
instantánea al espacio que deja en la cola el pez en movimiento. Los dos, el pez y el
agua, están siempre en contacto. Olvídense del espacio vacío.
LEDERMAN: ¿Y la gente se tragó ese argumento?
DEMÓCRITO: Empédocles era un hombre brillante, y ya antes había demolido
eficazmente argumentos a favor del vacío. Los pitagóricos, por ejemplo —
contemporáneos de Empédocles—, aceptaban el vacío por la razón obvia de que las
unidades han de estar separadas.
LEDERMAN: ¿No eran esos los filósofos que se negaban a comer judías?
DEMÓCRITO: Sí, y en la época que sea no es tan mala idea. Otras creencias suyas
eran banales, como que uno no debía sentarse encima de un celemín o estar sobre
los recortes de las uñas de sus propios pies. Pero además hicieron en matemáticas
y en geometría algunas cosas interesantes, como usted bien sabe. En el asunto del
vacío, sin embargo, Empédocles se la tuvo con ellos porque decían que el vacío está
relleno de aire. Para destruir su argumento le bastó con mostrar que el aire era
corpóreo.
LEDERMAN: Entonces, ¿cómo llegó usted a aceptar el vacío? Usted respetaba el
pensamiento de Empédocles, ¿no?
DEMÓCRITO: En efecto, y este punto me tuvo frustrado mucho tiempo. El vacío mecrea problemas. ¿Cómo lo describo? Si de verdad no es nada, entonces ¿cómo
puede existir? Mis manos están tocando su escritorio. Yendo hacia él, mis palmas
han sentido el suave roce del aire que, entre mí y su superficie, rellena el vacío.
Pero el aire no puede ser el vacío mismo, como Empédocles puntualizó tan
hábilmente. ¿Cómo puedo imaginar mis átomos si no puedo sentir el vacío en el que
han de moverse? Y, sin embargo, si quiero explicar el mundo de alguna forma con
los átomos, he de definir en primer lugar algo que, al carecer de propiedades,
parece tan indefinible.
LEDERMAN: Así que, ¿qué hizo usted?
DEMÓCRITO [riéndose]: Decidí no preocuparme. Dejé el problema en el vacío.
LEDERMAN: ¡Oi Vay!
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Colaboración de Sergio Barros 60 Preparado por Patricio Barros
DEMÓCRITO: Πeρδου. [Perdón.] Hablando en serio, resolví el problema con mi
cuchillo.
LEDERMAN: ¿Ese imaginario que parte el queso en átomos?
DEMÓCRITO: No, uno de verdad, con el que se parte, digamos, una manzana de
verdad. La hoja tiene que encontrar espacios vacíos por donde pueda penetrar.
LEDERMAN: ¿Y si la manzana está compuesta de átomos sólidos, empaquetados sin
que quede un hueco?
DEMÓCRITO: Entonces sería impenetrable, porque los átomos son impenetrables.
No, toda la materia que vemos y palpamos se puede partir si se tiene una hoja lo
bastante afilada. Luego el vacío existe. Pero casi siempre me decía a mí mismo por
aquel entonces, y aún lo creo, que uno no debe quedarse estancado para siempre
por culpa de los impasses lógicos. Tiramos adelante, continuamos como si se
pudiera aceptar la nada. Si vamos a seguir buscando la clave del funcionamiento de
todas las cosas, este ejercicio será importante para nosotros. Debemos prepararnos
a correr el riesgo de caer mientras tomamos nuestro camino por el filo de la navaja
de la lógica. Supongo que a vosotros, los experimentadores modernos, os chocará
esta actitud. Tenéis la necesidad de probar todos y cada uno de los puntos para
progresar.
LEDERMAN: No, su punto de vista es muy moderno. Nosotros hacemos lo mismo.
Damos cosas por sentado, o nunca iríamos a parte alguna. A veces hasta leprestamos atención a lo que dicen los teóricos. Y se nos conoce por haberles dado la
espalda a quebraderos de cabeza que dejamos para los físicos del futuro.
DEMÓCRITO: Ya empieza a tener sentido lo que dice usted.
LEDERMAN: Así que, en resumidas cuentas, su universo es muy simple.
DEMÓCRITO: Aparte de átomos y espacio vacío, nada existe; lo demás es opinión.
LEDERMAN: Si usted lo ha resuelto todo, ¿por qué está aquí, a finales del siglo XX?
DEMÓCRITO: Como dije, llevo esperando siglos ver cuándo coinciden, si es que
llega a suceder, las opiniones del hombre con la realidad. Sé que mis paisanos
rechazaron el á-tomo, la partícula última. Colijo que en 1993 la gente no sólo lo
acepta, sino que cree que han dado con él.
LEDERMAN: Sí y no. Creemos que hay una partícula última, pero no, en absoluto,
como usted dijo.
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DEMÓCRITO: ¿Cómo entonces?
LEDERMAN: Para empezar, si bien usted cree que el á-tomo es el ladrillo esencial,
en realidad cree que hay muchos tipos de á-tomos; los á-tomos de los metales
tienen rizos; los á-tomos lisos forman el azúcar y otras cosas dulces; los á-tomos
cortantes constituyen los limones, las sustancias ácidas. Etcétera.
DEMÓCRITO: ¿Y adónde va a parar usted?
LEDERMAN: A que es demasiado complicado. Nuestro á-tomo es mucho más simple.
En su modelo habría una variedad excesiva de á-tomos. Lo mismo podría haber
tenido uno para cada tipo de sustancia. Nuestra esperanza es hallar un solo «á-
tomo».
DEMÓCRITO: Admiro ese ansia de simplicidad, pero ¿cómo podría funcionar un
modelo así? ¿Cómo sacáis la variedad de un solo á-tomo y qué es ese á-tomo?
LEDERMAN: En este momento tenemos un número pequeño de á-tomos. A un tipo
de á-tomo lo llamamos «quark» y a otro «leptón»; reconocemos seis formas de
cada tipo.
DEMÓCRITO: ¿En qué se parecen a mi á-tomo?
LEDERMAN: Son indivisibles, sólidos, carentes de estructura. Son invisibles. Son…
pequeños.
DEMÓCRITO: ¿Cuán pequeños?
LEDERMAN: Creemos que el quark es puntual. No tiene dimensiones y, al contrarioque su á-tomo, no tiene, por lo tanto, forma.
DEMÓCRITO: ¿Sin dimensiones? ¿Y sin embargo existe, y es sólido?
LEDERMAN: Creemos que es un punto matemático, así que la cuestión de su solidez
es discutible. La solidez aparente de la materia depende de los detalles de la
manera en que se combinan los quarks unos con otros y con los leptones.
DEMÓCRITO: Cuesta pensar en eso. Pero deme tiempo. Entiendo el problema
teórico al que os enfrentáis aquí. Creo que puedo aceptar el quark, esa sustancia sin
dimensiones. Sin embargo, ¿cómo podéis explicar la variedad del mundo que nos
rodea —los árboles, los gansos y los Macintosh— con tan pocas partículas?
LEDERMAN: Los quarks y los leptones se combinan para formar cualquier otra cosa
que haya en el universo. Y tenemos seis de cada. Podemos hacer millones y
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millones de cosas con sólo dos quarks y un leptón. Por un tiempo pensamos que eso
era todo lo que necesitábamos. Pero la naturaleza quiere más.
DEMÓCRITO: Estoy de acuerdo en que tener doce partículas es más simple que mis
numerosos á-tomos, pero doce no deja de ser un número grande.
LEDERMAN: Los seis tipos de quarks quizá sean manifestaciones diferentes de una
misma cosa. Decimos que hay seis «sabores» de quarks. Gracias a esto podemos
combinar los distintos quarks para construir todas las formas de materia. Pero no
hace falta que haya un sabor de quark distinto para cada tipo de objeto del universo
—uno para el fuego, uno para el oxígeno, uno para el plomo—, lo que sí es
necesario en su modelo.
DEMÓCRITO: ¿Cómo se combinan esos quarks?
LEDERMAN: Hay una interacción fuerte entre los quarks, un tipo de fuerza muy
curioso que se comporta de manera muy diferente que las fuerzas eléctricas, que
también participan.
DEMÓCRITO: Sí, conozco el negocio de la electricidad. Tuve una breve charla con
ese tal Faraday en el siglo XIX.
LEDERMAN: Un científico brillante.
DEMÓCRITO: Quizás, pero sus matemáticas eran horribles. No habría hecho nada
en Egipto, donde yo estudié. Pero me estoy saliendo del tema. Usted habla de una
interacción fuerte. ¿Se refiere a esa fuerza gravitatoria de la que he oído hablar?LEDERMAN: ¿La gravedad? Demasiado débil. A los quarks los mantienen en realidad
juntos unas partículas que se llaman gluones.
DEMÓCRITO: Ah, sus gluones. Ahora hablamos de un tipo totalmente nuevo de
partícula. Creía que la materia la hacían los quarks.
LEDERMAN: Y la hacen. Pero no se olvide de las fuerzas. También son partículas, a
las que llamamos bosones gauge. Tienen una misión. Han de llevar de la partícula A
a la B y de vuelta a la A información sobre la fuerza. Si no, ¿cómo sabría B que A
ejerce una fuerza sobre ella?
DEMÓCRITO: ¡Toma! ¡Eureka! ¡Qué idea tan griega! A Tales le hubiese encantado.
LEDERMAN: Los bosones gauge o los vehículos de la fuerza o, como los llamamos,
los transmisores de la fuerza tienen propiedades —la masa, el espín, la carga— que
determinan el comportamiento de la fuerza. Así, por ejemplo, la masa de los
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fotones, que transportan la fuerza electromagnética, es nula, lo que les deja viajar
muy deprisa. Esto indica que la fuerza tiene un alcance muy largo. La interacción
fuerte, que los gluones, de masa nula también, transportan, llegan también hasta el
infinito, pero la fuerza es tan intensa que los quarks nunca pueden alejarse mucho
unos de otros. Las partículas pesadas W y Z, que transportan lo que llamamos
fuerza débil, son de corto alcance. Actúan sólo en distancias sumamente
minúsculas. Tenemos una partícula para la gravedad, a la que le damos el nombre
de gravitón, si bien todavía hemos de ver alguna o, siquiera sea, elaborar una
buena teoría para ella.
DEMÓCRITO: ¿Y esto es lo que dice usted que es «más simple» que mi modelo?
LEDERMAN: ¿Cómo explicáis los atomistas las distintas fuerzas?
DEMÓCRITO: No las explicamos. Leucipo y yo sabíamos que los átomos tenían que
estar en movimiento constante, y simplemente lo dimos por bueno. No dimos razón
alguna por la que el mundo hubiera de tener en su origen este movimiento atómico
incesante, excepto quizá en el sentido milesio de que la causa del movimiento es
parte del atributo del átomo. El mundo es lo que es, y hay que aceptar ciertas
características básicas. Con todas vuestras teorías sobre las cuatro fuerzas
diferentes, ¿podéis discrepar de esta idea?
LEDERMAN: La verdad es que no. Pero ¿quiere esto decir que los atomistas creían
firmemente en el destino, o en el azar?DEMÓCRITO: Todo lo que existe en el universo es fruto del azar y de la necesidad.
LEDERMAN: El azar y la necesidad: dos conceptos opuestos.
DEMÓCRITO: No obstante, la naturaleza obedece a los dos. Es verdad que de una
semilla de amapola siempre sale una amapola, nunca un cardo. Ahí obra la
necesidad. Pero en el número de semillas de amapola que las colisiones de los
átomos forman puede muy bien haber participado mucho el azar.
LEDERMAN: Lo que usted dice es que la naturaleza nos reparte una mano de póquer
concreta, que depende del azar. Pero esa mano tiene consecuencias necesarias.
DEMÓCRITO: Un símil vulgar, pero sí, así son las cosas. ¿Le es este, muy ajeno?
LEDERMAN: No, lo que usted acaba de describir es parecido a una de las creencias
fundamentales de la física moderna, que llamamos teoría cuántica.
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DEMÓCRITO: Ah, sí, esos jóvenes turcos de los años mil novecientos veinte y
treinta. No me paré mucho tiempo en esa época. Todas esas luchas con el tal
Einstein… Nunca les vi mucho sentido.
LEDERMAN: ¿No disfrutó usted con esos maravillosos debates entre la camarilla
cuántica —Niels Bohr, Werner Heisenberg, Max Born y su gente— y los físicos como
Erwin Schrödinger y Albert Einstein que argüían contra la idea de que el curso de la
naturaleza lo determina el azar?
DEMÓCRITO: No me entienda mal. Eran hombres brillantes, todos ellos. Pero sus
discusiones acababan siempre en que un partido o el otro sacase el nombre de Dios
y los supuestos motivos que Él pudiera tener.
LEDERMAN: Einstein dijo que no podía aceptar que Dios jugase a los dados con el
universo.
DEMÓCRITO: Sí, siempre se sacaban de la manga la carta escondida de Dios
cuando el debate iba mal. Créame, ya tuve suficiente de eso en la Grecia antigua.
Incluso mi defensor Aristóteles me mandó a la hoguera por mi creencia en el azar y
por aceptar el movimiento como algo dado.
LEDERMAN: ¿Le gustó a usted la mecánica cuántica?
DEMÓCRITO: Recuerdo que me gustó, ya lo creo. Conocí luego a Richard Feynman,
y me confesó que él tampoco la había entendido nunca. Siempre tuve problemas
con… ¡Espere un minuto! Ha cambiado de tema. Volvamos a esas partículas«simples» sobre las que usted balbuceaba. Estaba usted explicando cómo se juntan
los quarks para hacer… para hacer ¿qué?
LEDERMAN: Los quarks son los ladrillos de una gran clase de objetos a los que
llamamos hadrones. Es una palabra griega que significa «pesado».
DEMÓCRITO: ¡Muy bien!
LEDERMAN: Es lo menos que podemos hacer. El objeto más famoso hecho de
quarks es el protón. Hacen falta tres quarks para hacer un protón. En realidad,
hacen falta tres quarks para hacer los muchos primos hermanos del protón que hay,
pero con seis hay muchas combinaciones de tres —creo que son doscientas
dieciséis—. Se han descubierto la mayoría de esos hadrones y se les han dado letras
griegas por nombres, como lambda (λ), sigma (σ), etcétera.
DEMÓCRITO: ¿Es el protón uno de esos hadrones?
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LEDERMAN: Y el más corriente de nuestro presente universo. Juntando tres quarks
se tiene un protón o un neutrón, por ejemplo. Puede entonces hacerse un átomo
añadiéndole un electrón, que pertenece a la clase de partículas llamadas leptones, a
un protón. A este átomo en concreto se le llama de hidrógeno. Con ocho protones y
el mismo número de neutrones y ocho electrones se construye un átomo de
oxígeno. Los neutrones y los protones se apiñan en un diminuto cogollo al que
damos el nombre de núcleo. Junte dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, y
tendrá agua. Un poco de agua, un poco de carbono, algo de oxígeno, unos cuantos
nitrógenos, y más tarde o más temprano tendrá mosquitos, caballos y griegos.
DEMÓCRITO: Y todo empieza con los quarks.
LEDERMAN: ¡Ea!
DEMÓCRITO: Y eso es todo lo que hace falta.
LEDERMAN: No exactamente. Hace falta algo que permita a los átomos permanecer
juntos y pegarse a otros átomos.
DEMÓCRITO: Otra vez los gluones.
LEDERMAN: No, sólo pegan a unos quarks con otros.
DEMÓCRITO: ¡Λαστιμα! [¡Lástima!]
LEDERMAN: Ahí es donde Faraday y los demás electricistas, como Carlitos Coulomb,
hacen acto de presencia. Estudiaron las fuerzas eléctricas que unen los electrones al
núcleo. Los átomos se atraen unos a otros mediante una complicada danza denúcleos y electrones.
DEMÓCRITO: Esos electrones, ¿están también detrás de la electricidad?
LEDERMAN: Es una de sus habilidades principales.
DEMÓCRITO: ¿Son también, por lo tanto, bosones gauge, como los fotones, los W y
los Z?
LEDERMAN: No, los electrones son partículas de la materia. Pertenecen a la familia
de los leptones. Los quarks y los leptones constituyen la materia. Los fotones, los
gluones, los W, los Z y el gravitón constituyen las fuerzas. Uno de los desarrollos
actuales más apasionantes es el que la mera distinción entre materia y energía vaya
difuminándose. Todo son partículas. Una nueva simplicidad.
DEMÓCRITO: Me gusta más mi sistema. Mi complejidad parece más simple que
vuestra simplicidad. Entonces, ¿qué son los otros cinco leptones?
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LEDERMAN: Hay tres variedades de neutrinos, más dos leptones llamados el muón y
el tau. Pero no entremos en esto ahora. El electrón es, de lejos, el leptón más
importante en la economía global del universo de hoy.
DEMÓCRITO: Así que debo interesarme sólo por el electrón y los seis quarks. Ellos
explican los pájaros, el mar, las nubes…
LEDERMAN: Así es, casi todo lo que hay hoy en el universo está compuesto por sólo
dos de los quarks —el up y el down [«arriba» y «abajo»]— y el electrón. Los
neutrinos zumban por el universo libremente y saltan de nuestros núcleos
radiactivos, pero casi todos los demás quarks y leptones deben fabricarse en
nuestros laboratorios.
DEMÓCRITO: Entonces, ¿por qué los necesitamos?
LEDERMAN: Es una buena pregunta. Creemos esto: hay doce partículas básicas de
la materia. Seis quarks, seis leptones. Sólo unas pocas existen hoy en abundancia.
Pero todas estaban en pie de igualdad durante el big bang, el nacimiento del
universo.
DEMÓCRITO: ¿Y quiénes creen en todo eso, los seis quarks y los seis leptones? ¿Un
puñado de vosotros? ¿Unos cuantos renegados? ¿Todos vosotros?
LEDERMAN: Todos nosotros. Por lo menos, todos los físicos de partículas
inteligentes. Pero la generalidad de los científicos ha admitido de muy buena gana
estas nociones. En eso se fían de nosotros.DEMÓCRITO: Entonces, ¿en qué discrepamos? Dije que había átomos que no se
podían partir. Pero había muchísimos. Y se combinaban porque sus formas tenían
características complementarias. Usted dice que sólo hay seis o doce de esos «á-
tomos». Y no tienen forma, pero se combinan porque sus cargas eléctricas son
complementarias. Tampoco se pueden partir sus quarks y leptones. Ahora bien,
¿está seguro de que sólo hay doce?
LEDERMAN: Bueno, depende de cómo se cuente. Hay además seis antiquarks y seis
antileptones y…
DEMÓCRITO: ¡Πορ λος καλθουθιιλλος δε Ζευς! [¡Por los calzoncillos de Zeus!]
LEDERMAN: No está tan mal como parece. Estamos de acuerdo en mucha mayor
medida que discrepamos. Pero a pesar de lo que usted me ha contado, todavía me
asombra que a un pagano tan ignorante y primitivo pudiera ocurrírsele lo del
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DEMÓCRITO: ¡Oh!, sí hay una realidad objetiva. Pero no podemos percibirla
fielmente. Cuando uno está enfermo, la comida le sabe diferente. A una mano
puede parecerle que el agua está tibia, y a la otra no. No se trata más que de la
disposición temporal de los átomos de nuestros cuerpos y de su reacción a la
combinación igualmente temporal que haya en el objeto que se percibe. La verdad
tiene que ser más profunda que los sentidos.
LEDERMAN: El objeto que se mide y el instrumento que lo hace —en este caso el
cuerpo— interaccionan, y la naturaleza del objeto cambia, con lo que la medida se
oscurece.
DEMÓCRITO: Una rara manera de considerarlo, pero sí, así es. ¿Adónde va usted a
parar?
LEDERMAN: Bueno, en vez de tomar a este conocimiento por bastardo, cabe verlo
como un caso de incertidumbre de la medición, o de la sensación.
DEMÓCRITO: Puedo admitirlo. O, por citar a Heráclito, «los sentidos son malos
testigos».
LEDERMAN: ¿Y es la mente mejor, por mucho que usted la llame la fuente del
conocimiento «innato»? La mente, en la concepción que usted tiene del mundo, es
una propiedad de lo que usted llama el alma, que a su vez se compone también de
átomos. ¿No están éstos también, acaso, en constante movimiento, y no
interactúan con los átomos distorsionados del exterior? ¿Cabe hacer una distinciónabsoluta entre lo que se percibe y lo que se piensa?
DEMÓCRITO: Toca usted un punto importante. Como dije en el pasado, «Pobre
Espíritu, es nuestro». De nuestros sentidos. Con todo, la Razón Pura confunde
menos que los sentidos. No dejo de ser escéptico respecto a vuestros experimentos.
Para mí, estos edificios enormes, con todos sus cables y máquinas, son casi risibles.
LEDERMAN: Quizá lo sean. Pero se alzan como monumentos a la dificultad de
confiar en lo que podemos ver, tocar y oír. Aprendimos lo que usted comenta sobre
la subjetividad de la medida despacio, entre los siglos XVI y XVIII. Poco a poco
aprendimos a reducir la observación y la medida a actos objetivos del estilo de
escribir números en un cuaderno de notas. Aprendimos a examinar una hipótesis,
una idea, un proceso de la naturaleza desde muchos puntos de vista, en muchos
laboratorios y por muchos científicos, hasta que saliese la mejor aproximación a la
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realidad objetiva; por consenso. Hicimos maravillosos instrumentos que nos
ayudaran a observar, pero aprendimos a ser escépticos acerca de lo que nos
descubrían mientras no se repitiese en muchos lugares, con diferentes técnicas. Por
último, sometimos las conclusiones al juicio del tiempo. Si cien años después un
joven H. de P., ávido de hacerse una reputación, las ponía patas arriba, pues vale.
Le premiábamos con homenajes y distinciones. Aprendimos a suprimir nuestra
envidia y nuestro miedo, y a querer al bastardo.
DEMÓCRITO: Pero ¿y la autoridad? Casi todo lo que el mundo supo de mi obra lo
supo por Aristóteles. La autoridad, se dice pronto. Se exiliaba, encarcelaba y
enterraba a quienes discrepasen del viejo Aristóteles. La idea del átomo apenas
cuajó hasta el Renacimiento.
LEDERMAN: Ahora es mucho mejor. No es perfecto, pero sí mejor. Hoy, casi
podemos definir a un buen científico por el grado de su escepticismo con respecto a
lo establecido.
DEMÓCRITO: Por Zeus, qué buenas noticias. ¿Cómo pagan ustedes a los científicos
maduros que no hacen ventanas o experimentos?
LEDERMAN: Está claro que usted busca trabajo como teórico. No contrato a muchos
de éstos, aunque sale bien el número de horas. Los teóricos nunca programan las
reuniones en miércoles porque se matan dos fines de semana. Además, usted no es
tan contrario a los experimentos como se pinta. Le gusten o no, usted realizóexperimentos.
DEMÓCRITO: ¿Sí?
LEDERMAN: Claro que sí. Su cuchillo. Fue un experimento, mental, sí, pero un
experimento al fin y al cabo. Al partir ese trozo de queso en su mente una y otra
vez, usted llegó a su teoría del átomo.
DEMÓCRITO: Sí, pero todo ocurrió en la mente. Razón Pura.
LEDERMAN: ¿Y si yo puedo enseñarle su cuchillo?
DEMÓCRITO: ¿Qué quiere decir?
LEDERMAN: ¿Y si puedo enseñarle un cuchillo que podría cortar y cortar la materia
hasta que quede un á-tomo?
DEMÓCRITO: ¿Habéis encontrado un cuchillo que puede cortar hasta que quede un
átomo? ¿En este pueblo?
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DEMÓCRITO [refunfuñando]: ¡Oh, vamos! Todos los físicos sois iguales. Creéis que
todo se va a aclarar en unos cuantos años. Visité a lord Kelvin en 1900 y a Murray
Gell-Mann en 1972, y los dos me aseguraron que la física estaba terminada; se
conocía todo por completo. Me dijeron que volviera en seis meses y todas las pegas
se habrían eliminado.
LEDERMAN: Yo no digo eso.
DEMÓCRITO: Espero que no. He seguido este camino durante dos mil cuatrocientos
años. No es tan fácil.
LEDERMAN: Lo sé. Le digo que vuelva en el 95 y en el 2005 porque creo que
encontrará entonces algunos acontecimientos interesantes.
DEMÓCRITO: ¿Cuáles?
LEDERMAN: Hay seis quarks, ¿se acuerda? Sólo hemos hallado cinco, el último de
ellos aquí, en el Fermilab, en 1977. Hemos de encontrar el sexto y último, el más
pesado; le llamamos el quark top [«cima»].
DEMÓCRITO: ¿Empezaréis a mirar en 1995?
LEDERMAN: Ya estamos haciéndolo, mientras hablo. Las partículas que dan vueltas
bajo nuestros pies van siendo apartadas y examinadas meticulosamente en busca
de este quark. No hemos dado con él todavía. Pero hacia 1995 lo habremos
encontrado… o demostrado que no existe.2
DEMÓCRITO: ¿Podéis hacer eso?LEDERMAN: Sí, nuestra máquina es así de poderosa, de precisa. Si lo encontramos,
es que todo va bien. Habremos fortalecido aún más la idea de que los seis quarks y
los seis leptones son sus á-tomos.
DEMÓCRITO: Y si no…
LEDERMAN: Entonces todo se resquebrajará. Nuestras teorías, nuestro modelo
estándar, casi no valdrán nada. Los teóricos se tirarán por las ventanas del segundo
piso. Se cortarán las venas con los cuchillos de la mantequilla.
DEMÓCRITO [riéndose]: ¿No será divertido? Tiene razón. Tengo que volver a
Batavia en 1995.
LEDERMAN: Podría suponer también el final de su teoría, debo añadir.
2 En abril de 1994 se anunció la detección de doce probables sucesos de quark top en el detector CDF del Fermilab,pero cabía la posibilidad de que se debieran al ruido de fondo. El 2 de marzo de 1995, loa grupos de ese detector yde su competidor en el propio Fermilab, el D0, anunciaron ya en firme la detección de 43 y 17 sucesos de quarktop.
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Colaboración de Sergio Barros 73 Preparado por Patricio Barros
DEMÓCRITO: Joven, mis ideas han sobrevivido mucho tiempo. Si el á-tomo no es
un quark o un leptón, resultará que es otra cosa. Siempre tiene que ser así. Pero
dígame. ¿Por qué en el 2005? ¿Y dónde está Waxahachie?
LEDERMAN: En Texas, en el desierto, donde estamos construyendo el mayor
acelerador de la historia. De hecho, será el mayor instrumento científico del tipo que
sea que se haya construido desde las grandes pirámides. (No sé quién las diseñó,
¡pero mis antecesores hicieron todo el trabajo!). El Supercolisionador
Superconductor, nuestra nueva máquina, debería estar en pleno rendimiento en el
2005; ponga o quite unos cuantos años, dependiendo de cuándo apruebe el
Congreso la financiación.
DEMÓCRITO: ¿Qué encontrará vuestro nuevo acelerador que éste no pueda?
LEDERMAN: El bosón de Higgs. Va a ir en busca del campo de Higgs. Intentará
capturar la partícula de Higgs. Esperamos que descubra por vez primera por qué las
cosas pesan y por qué el mundo parece tan complicado cuando usted y yo sabemos
que, en el fondo, es simple.
DEMÓCRITO: Como un templo griego.
LEDERMAN: O una sinagoga del Bronx.
DEMÓCRITO: Tengo que ver esa nueva máquina. Y esa partícula. El bosón de Higgs,
un nombre no muy poético.
LEDERMAN: Yo la llamo la Partícula Divina.DEMÓCRITO: Eso está mejor. Aunque lo preferiría con minúsculas. Pero dígame:
usted es un experimentador. ¿Qué pruebas físicas habéis reunido hasta ahora de la
existencia de la partícula de Higgs?
LEDERMAN: Ninguna. Cero. En realidad, si no fuera por la Razón Pura, los indicios
convencerían a los físicos más sensatos de que el Higgs no existe.
DEMÓCRITO: Sin embargo, insistís.
LEDERMAN: Los indicios negativos sólo son preliminares. Además, en este país
tenemos un dicho…
DEMÓCRITO: ¿Sí?
LEDERMAN: «No será el final hasta que no sea el final».
DEMÓCRITO: ¿El oso Yogi?
LEDERMAN: Ajá.
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DEMÓCRITO: Un genio.
La ciudad de Abdera se tiende junto a la desembocadura del río Nestos, en la ribera
norte del Egeo; pertenecía a la provincia griega de Tracia. Como en muchas otras
ciudades de esta parte del mundo, la historia está escrita en las piedras mismas de
las colinas que contemplan los supermercados, aparcamientos y cines. Hace unos
2.400 años, la ciudad se encontraba en la bulliciosa ruta terrestre que iba del
territorio materno de la Grecia antigua a las importantes posesiones de Jonia, hoy
en día la parte occidental de Turquía. Y Abdera fue fundada por los refugiados jonios
que huían de los ejércitos de Ciro el Grande.
Imaginaos la vida en Abdera durante el siglo V a. C. En esa tierra de cabreros, a los
acontecimientos naturales no se les asignaba obligatoriamente una causa científica.
Los relámpagos eran rayos disparados desde la cima del Monte Olimpo por el airado
Zeus. Que se disfrutase de una mar en calma o se padeciese un maremoto
dependía del voluble ánimo de Poseidón. Hartazgos y hambrunas procedían del
capricho de Ceres, la diosa de la agricultura, y no de las condiciones atmosféricas.
Imaginaos, pues, hasta qué punto les dio a las cosas un enfoque nuevo, cuál era la
integridad de una mente capaz de ignorar las creencias populares de una época y
proponer conceptos que armonizan con el quark y la teoría cuántica. En la Grecia
antigua, el progreso, como ocurre hoy, fue un accidente debido al genio, a
individuos dotados de visión y creatividad. Hasta para ser un genio, Demócrito seadelantó mucho a su tiempo.
Probablemente, se le conoce sobre todo por dos de las citas más intuitivamente
científicas que jamás profiriese alguien en la Antigüedad: «Aparte de átomos y
espacio vacío, nada existe; lo demás es opinión» y «Todo lo que existe en el
universo es fruto del azar y de la necesidad». Por supuesto, hemos de rendir
homenaje a la herencia que recibió Demócrito: los colosales hallazgos de sus
predecesores de Mileto. Esos hombres definieron una misión: bajo el caos de
nuestras percepciones está soterrado un orden simple, y, además, somos capaces
de aprehenderlo.
Es probable que a Demócrito le ayudase el viajar. «Cubrí más territorio que
cualquier otro hombre de mi tiempo, haciendo las más amplias investigaciones, y vi
más climas y países, y escuché a más hombres famosos». Aprendió astronomía en
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con las creencias básicas de Demócrito, si bien me he permitido el lujo de hacerle
cambiar de opinión acerca del valor de los experimentos. Estoy seguro de que de
ninguna de las maneras habría podido resistir la tentación de ver que en las
entrañas del Fermilab se le daba vida a su mítico «cuchillo».
La obra de Demócrito sobre el vacío fue revolucionaria. Sabía, por ejemplo, que en
el espacio no hay arriba, abajo o en medio. Aunque esta idea la apuntó primero
Anaximandro, seguía siendo todo un logro para un ser humano nacido en este
planeta poblado de geocéntricos. La idea de que no hay ni arriba ni abajo es aún
difícil para la mayoría de la gente, a pesar de las imágenes de televisión
procedentes de las cápsulas espaciales. Una de las ideas más inusitadas de
Demócrito era que había innumerables mundos de tamaños diferentes. Estos
mundos se encuentran a distancias irregulares, más en una dirección, menos en
otra. Algunos florecen, otros decaen. Aquí nacen; allá mueren, destruidos por las
colisiones entre ellos. Algunos de los mundos carecen de vida animal o vegetal y de
agua. Por extraña que sea, esta intuición puede relacionarse con las ideas
cosmológicas modernas asociadas al llamado «universo inflacionario», del que
brotan numerosos «universos burbuja». Y todo esto procede de un filósofo risueño
que daba vueltas por el imperio griego hace más de dos mil años.
En cuanto a su famosa cita según la cual todo es «fruto del azar y de la necesidad»,
hallamos la misma paradoja, de la manera más impresionante, en la mecánicacuántica, una de las grandes teorías del siglo XX. Los choques individuales de los
átomos, decía Demócrito, tienen consecuencias necesarias. Hay reglas estrictas. Sin
embargo, qué colisiones son más frecuentes, qué átomos predominan en una
localización particular son cosas que dependen del azar. Llevada a su conclusión
lógica, esta noción significa que la creación de un sistema Sol-Tierra casi ideal es
cuestión de suerte. En la resolución moderna mecanocuántica de este problema, la
certidumbre y la regularidad aparecen en la forma de hechos que son promedios
tomados sobre una distribución de reacciones de probabilidad variable. A medida
que aumenta el número de procesos aleatorios que contribuyen al promedio, cabe
predecir con una precisión creciente lo que ocurrirá. La concepción de Demócrito es
compatible con nuestras creencias presentes. No se puede decir con certeza qué
suerte correrá un átomo dado, pero sí se pueden adelantar con exactitud las
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consecuencias de los movimientos de miríadas de átomos que choquen al azar en el
espacio.
Incluso su desconfianza de los sentidos nos parece de una penetración notable.
Señala que nuestros órganos sensoriales están hechos de átomos que chocan con
los del objeto que captan, lo que constriñe nuestras percepciones. Como veremos
en el capítulo 5, su manera de expresar este problema es un eco de otro de los
grandes descubrimientos de este siglo, el principio de incertidumbre de Heisenberg.
El acto de medir afecta a la partícula que se mide. Sí, hay alguna poesía aquí.
¿Cuál es el lugar de Demócrito en la historia de la filosofía? No muy alto según los
patrones corrientes; desde luego, no es alto comparado con el de sus prácticamente
contemporáneos Sócrates, Aristóteles y Platón. Algunos historiadores tratan su
teoría atómica como una especie de curiosa nota a pie de página de la filosofía
griega. Sin embargo, hay al menos una potente opinión minoritaria. El filósofo
británico Bertrand Russell dijo que la filosofía fue cuesta abajo tras Demócrito y no
se recuperó hasta el Renacimiento. Demócrito y sus antecesores se «embarcaron en
un esfuerzo desinteresado por comprender el mundo», escribió Russell. Su actitud
fue «imaginativa y vigorosa, y plena del placer de la aventura: Les interesaba todo:
los meteoros y los eclipses, los peces y los remolinos, la religión y la moralidad;
combinaron un intelecto penetrante y el celo de los niños». No eran supersticiosos
sino verdaderamente científicos, y los prejuicios de su época no les influyeronmucho.
Ni que decir tiene que Russell fue, como Demócrito, un matemático en serio, y estos
tipos suelen entenderse bien. Es de lo más natural que un matemático se incline
hacia pensadores rigurosos como Demócrito, Leucipo y Empédocles. Russell señaló
que, aunque Aristóteles y otros les reprochasen a los atomistas que no explicaran el
movimiento original de los átomos, Leucipo y Demócrito fueron con mucho más
científicos que sus críticos al no preocuparse en adscribir un propósito al universo.
Los atomistas sabían que la causación debe empezar en algo, y que no se le puede
asignar una causa a ese algo. El movimiento estaba, simplemente, dado. Los
atomistas hacían preguntas mecanicistas y daban respuestas mecanicistas. Cuando
preguntaban « ¿por qué?», querían decir: ¿cuál fue la causa de un suceso? Cuando
los que vinieron tras él —Platón, Aristóteles y demás— preguntaban « ¿por qué?»,
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resbaladiza. A veces los números que arroja un experimento son tan raros e
inesperados que le ponen los pelos de punta al físico.
Cojamos el problema de la masa. Los datos que hemos reunido sobre las masas de
los quarks y de las partículas W y Z son totalmente desconcertantes. Los leptones
—el electrón, el muón y el tau— se nos presentan como partículas que parecen
idénticas en todo excepto en sus masas. ¿Es real la masa? ¿O es una ilusión, un
producto del entorno cósmico? En la literatura de los años ochenta y noventa
borbotea la idea de que algo impregna el espacio vacío y les da a los átomos un
peso ilusorio. Ese «algo» se manifestará un día en nuestros instrumentos en forma
de partícula.
Mientras tanto, aparte de átomos y espacio vacío, nada existe; lo demás es opinión.
Oigo al viejo Demócrito carcajearse.
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3. Interludio A: Historia de dos ciudades.
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Capítulo 3
En busca del átomo: la mecánica
C o n t e n i d o :
1. Galileo, Zsa Zsa y yo
2. Bolas e inclinaciones
3.
La pluma y la moneda
4. La verdad de la torre
5. Los átomos de Galileo
6. Aceleradores y telescopios
7. El Carl Sagan de 1600
8. El hombre sin nariz
9. El místico cumple
10. El papa a Galileo: cierra la boca
11. La esponja solar
12.
El señor de la Casa de la Moneda
13. Que la fuerza esté con nosotros
14. La F favorita de Isaac
15.
¿Qué empuja hacia arriba?
16. El misterio de las dos masas
17. El hombre con dos diéresis
18. El gran sintetizador
19. El problema de la gravedad
20. Isaac y sus átomos
21. Una sustancia fantasmagórica
22. El profeta dálmata
Me gustaría deciros, a vosotros que preparáis la celebración del 350 aniversario
de la publicación de la gran obra de Galileo Galilei, Dialoghi sui due massimi
sistemi del mondo, que la experiencia de la Iglesia, durante el caso Galileo y
después, la ha llevado a una actitud más madura y a una comprensión más
exacta de la autoridad que le es propia. Repito ante vosotros lo que afirmé ante
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adolescente que se pierda en una clase de geometría, de Des Moines a Ulan Bator.
Esto me recuerda cuando uno de mis alumnos se incorporó al ejército y el sargento
les instruyó, a él y a otros soldados rasos, sobre el sistema métrico:
SARGENTO: En el sistema métrico el agua hierve a noventa grados.
SOLDADO: Le ruego me perdone, señor, hierve a cien grados.
SARGENTO: Por supuesto. Soy un estúpido. Es el triángulo rectángulo el que
hierve a noventa grados.
Los pitagóricos amaban el estudio de las razones, de las proporciones entre las
cosas. Idearon el «rectángulo de oro», la figura perfecta, cuyas proporciones son
visibles en el Partenón y en muchas otras estructuras griegas, así como en las
pinturas renacentistas.
Pitágoras fue el primero que le dio al rollo cósmico. Fue él (y no Carl Sagan) quien
acuñó la palabra kosmos para referirse a todo lo que hay en nuestro universo, de
los seres humanos a la Tierra y a las estrellas en rotación sobre nuestras cabezas.
Kosmos es una palabra griega intraducible que denota las cualidades de orden y
belleza. El universo es un kosmos, dijo, un todo ordenado, y cada uno de nosotros,
seres humanos, también es un kosmos (algunos más que otros).
Si Pitágoras viviese hoy, lo haría en las colinas de Malibú o quizá en Marin County.
Se pasaría la vida en los restaurantes macrobióticos acompañado por un séquitoentusiasta de mujeres jóvenes llenas de odio hacia las judías y que llevarían
nombres del estilo de Sundance Acacia o Princesa Gaia.
O quizá fuese profesor adjunto de matemáticas en la Universidad de California en
Santa Cruz.
Pero me estoy saliendo del tema. El hecho crucial de nuestra historia es que los
pitagóricos amaban la música, a la que aportaron su obsesión por los números.
Pitágoras creía que la consonancia musical dependía de los «números sonoros».
Sostenía que las consonancias perfectas eran los intervalos de la escala musical que
se pueden expresar como razones de los números 1, 2, 3 y 4. Estos números
suman 10, el número perfecto según la concepción pitagórica del mundo. Los
pitagóricos llevaban a sus reuniones sus instrumentos musicales, y las convertían
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en jamm sessions. No sabemos si eran buenos; no se grababan discos compactos
por entonces. Pero un crítico posterior hizo una docta conjetura al respecto.
Vincenzo Galilei pensaba que los pitagóricos debieron de tener un oído colectivo de
hormigón armado, habida cuenta de sus ideas sobre la consonancia. A Vincenzo su
oído le decía que Pitágoras estaba equivocado de todas, todas.
Otros músicos ejercientes del siglo XVI tampoco les hicieron caso a estos antiguos
griegos. Sin embargo, las ideas de Pitágoras perduraron incluso hasta los días de
Vincenzo, y los números sonoros eran aún un componente respetado de la teoría
musical, si no de la práctica. El mayor defensor de Pitágoras en el siglo XVI fue
Gioseffo Zarlino, el principal teórico musical de su tiempo y, además, maestro de
Vincenzo.
Vincenzo y Zarlino entablaron una agria disputa sobre el asunto, y Vincenzo, para
probar lo que sostenía, ideó un método revolucionario en aquel tiempo:
experimentó. Mediante la realización de experimentos con cuerdas de diferentes
longitudes o cuerdas de igual longitud pero diferentes tensiones, halló nuevas
relaciones matemáticas no pitagóricas en la escala musical.
Algunos mantienen que Vincenzo fue el primero en desacreditar mediante la
experimentación una ley matemática universalmente aceptada. Como muy poco,
perteneció a la vanguardia de un movimiento que puso en lugar de la vieja polifonía
la armonía moderna.Sabemos que hubo al menos una persona que asistió con interés a estos
experimentos musicales. El hijo mayor de Vincenzo le observaba mientras medía y
calculaba. Exasperado por el dogma de la teoría musical, Vincenzo despotricó ante
su hijo contra la estupidez de las matemáticas. No conocemos las palabras exactas,
pero dentro de mí puedo oírle vociferar algo del estilo de: «Olvídate de esas teorías
con números estúpidos. Escucha lo que tus oídos te digan. ¡Que no tenga que oír
nunca que quieres ser matemático!». Enseñó bien al chico, e hizo de él un
competente ejecutante del laúd y de otros instrumentos. Educó sus sentidos y le
enseñó a detectar los errores de tiempo, habilidad esencial para un músico. Pero
quiso que su hijo mayor renunciara tanto a la música como a las matemáticas.
Padre al fin y al cabo, Vincenzo quería que su hijo fuese médico; deseaba que
tuviera unos ingresos decentes.
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Contemplar estos experimentos causó en el joven un efecto mayor de lo que
Vincenzo pudo haber imaginado. Al chico le apasionó especialmente un experimento
en el que su padre aplicó varias tensiones a sus cuerdas colgándoles pesos distintos
de sus cabos. Al pinzarlas, estas cuerdas cargadas hacían de péndulos, y ahí puede
que empezase el joven Galileo a pensar en las maneras características con que los
objetos se mueven en este universo.
El hijo se llamaba, claro, Galileo.
Desde el punto de vista moderno, los logros de Galileo son tan luminosos que
cuesta percibir en ese periodo de la historia a nadie que no sea él. Galileo ignoró las
diatribas de Vincenzo sobre lo espurias que eran las matemáticas, y se hizo profesor
de matemáticas precisamente. Pero, por mucho que amase el razonamiento
matemático, lo subordinó a la observación y la medición. De su hábil mezcla de una
cosa y la otra se dice con frecuencia que supuso el verdadero comienzo del «método
científico».
1. Galileo, Zsa Zsa y yo
Galileo marcó un nuevo principio. En este capítulo y en el que sigue veremos la
creación de la física clásica. Conoceremos a un imponente conjunto de héroes:
Galileo, Newton, Lavoisier, Mendeleev, Faraday, Maxwell y Hertz, entre otros. Cada
uno atacó el problema de hallar el ladrillo último de la naturaleza desde un ángulodiferente. Este capítulo me intimida. De todos ésos se ha escrito una y otra vez. La
física es un terreno bien cubierto. Me siento como el séptimo marido de Zsa Zsa
Gabor. Sé qué hacer, pero ¿cómo hacer que resulte interesante?
Gracias a los pensadores posteriores a Demócrito, poco pasó en la ciencia desde la
época de los atomistas hasta el alba del Renacimiento. Esta es una de las razones
por las que la Edad Oscura fue tan oscura. Lo bueno de la física de partículas es que
podemos pasar por alto casi dos mil años de pensamiento intelectual. La lógica
aristotélica —geocéntrica, humanocéntrica, religiosa— dominó la cultura occidental
de este periodo, creando un entorno estéril para la física. Ni que decir tiene que
Galileo no brotó ya crecido en un completo desierto. Rindió tributo a Arquímedes,
Demócrito y al poeta-filósofo romano Lucrecio. Sin duda estudió, y se basó en ellos,
a otros precursores que hoy sólo conocen bien los eruditos. Galileo aceptó la visión
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del mundo de Copérnico (tras haberla comprobado cuidadosamente), y ello
determinó su futuro personal y político.
Veremos en este periodo un apartamiento del método griego. Ya no basta la Razón
Pura. Entramos en una era de la experimentación. Como Vincenzo le dijo a su hijo,
entre el mundo real y la razón pura (es decir, las matemáticas) están los sentidos y,
lo que es más importante, la medición. Conoceremos a varias generaciones de
medidores y de teóricos. Veremos de qué manera la interrelación de estos dos
campos sirvió para que se forjase un edificio intelectual magnífico, lo que ahora
conocemos como física clásica. De su obra no sacaron provecho sólo académicos y
filósofos. De sus descubrimientos salieron técnicas que cambiaron la manera en que
los seres humanos viven en este planeta.
Por supuesto, las mediciones no son nada sin las correspondientes varas de medir,
sin sus instrumentos. Fue un periodo de científicos maravillosos, sí, pero también de
maravillosos instrumentos.
2 . Bolas e inclinaciones
Galileo prestó particular atención al estudio del movimiento. Puede que dejara caer
piedras desde la torre inclinada de Pisa o puede que no, pero su análisis lógico de la
relación que guardan entre sí la distancia, el tiempo y la velocidad seguramente es
anterior a los experimentos que efectuó. Galileo estudió de qué manera se movíanlas cosas, no dejándolas caer libremente, sino por medio de un truco, un
sustitutivo: el plano inclinado. Galileo razonó que el movimiento de una bola que
rueda hacia abajo por una lámina lisa inclinada tenía que guardar una relación
estrecha con el de una bola en caída libre, pero el plano tenía la enorme ventaja de
retardar el movimiento lo bastante para que cupiese medirlo.
Pudo al principio comprobar este razonamiento con inclinaciones muy suaves —
levantando un extremo de la lámina, de unos dos metros de largo, unos cuantos
centímetros para crear un pequeño declive— y repitiendo sus mediciones con
inclinaciones crecientes hasta que la velocidad llegase a ser tan grande que no fuera
posible medirla con precisión. De esta forma debió de ganar confianza en que sus
conclusiones se podían extender hasta la inclinación máxima, la caída libre vertical.
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Ahora bien, necesitaba algo que midiese los tiempos durante el descenso. La visita
de Galileo al centro comercial de la localidad para comprar un cronómetro falló;
faltaban todavía trescientos años para que se inventase. Aquí es donde la educación
que le impartió su padre entró en juego. Recordad que Vincenzo refinó el oído de
Galileo para los tiempos musicales. Una marcha, por ejemplo, debe marcar un
tiempo cada medio segundo. Con ese compás un músico competente, y Galileo lo
era, puede detectar un error de alrededor de un sesenta y cuatroavo de segundo.
Galileo, perdido en un mundo sin relojes, decidió hacer de su plano inclinado una
especie de instrumento musical. Dispuso a través del plano una serie de cuerdas de
laúd, a intervalos. Así, al dejar caer una bola por la pendiente sonaba un clic cada
vez que pasaba sobre una cuerda. Galileo las fue corriendo hacia arriba y hacia
abajo hasta que su oído percibió una sucesión de clics constante. Tocaba al laúd una
marcha; dejaba caer la bola en un tiempo, y una vez estaban las cuerdas puestas
adecuadamente, la bola pasaba por cada cuerda de laúd coincidiendo justo con los
tiempos sucesivos de la pieza, separados entre sí medio segundo. Cuando Galileo
midió los espacios entre las cuerdas —mirabile dictu!—, halló que pendiente abajo
crecían geométricamente. En otras palabras, la distancia que había desde el punto
de arranque hasta la segunda cuerda era cuatro veces la que había del arranque a
la primera cuerda. La distancia desde el principio hasta la tercera cuerda era nueve
veces el primer intervalo; la cuarta cuerda estaba dieciséis veces más abajo que laprimera; y así sucesivamente, aun cuando cada hueco entre las cuerdas
representaba siempre medio segundo. (Las razones de los intervalos, 1 a 4 a 9 a
16, pueden también expresarse como cuadrados: 1², 2², 3², 4², y así
sucesivamente).
Pero ¿qué pasa si se levanta el plano una pizca y la inclinación crece? Galileo
trabajó con muchos ángulos distintos y obtuvo esa misma relación, esa misma
secuencia de cuadrados, para cada inclinación, de suave a menos suave, hasta que
el movimiento se volvió demasiado veloz para que su «reloj» registrase las
distancias con suficiente precisión. Lo crucial era que Galileo había demostrado que
un objeto que cae no sólo se precipita hacia el suelo, sino que se precipita más y
más y más deprisa. Se acelera, y la aceleración es constante.
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Como era matemático, enunció una fórmula que describe este movimiento. La
distancia s que cubre un cuerpo que cae es igual a un número A de veces el
cuadrado del tiempo t que le lleva cubrir esa distancia. En el viejo lenguaje del
álgebra, abreviamos esto diciendo: s = At². La constante A cambia con la
inclinación del plano. A representa el concepto básico de aceleración, es decir, el
incremento de la velocidad a medida que el objeto va cayendo. Galileo fue capaz de
deducir que la velocidad cambia en función del tiempo de manera más sencilla que
la distancia, pues aumenta simplemente con el tiempo, en vez de con su cuadrado.
El plano inclinado, la capacidad del oído educado para medir los tiempos hasta un
sesenta y cuatroavo de segundo y la de medir distancias con una exactitud del
orden del milímetro le dieron a Galileo la precisión que necesitaba para hacer sus
mediciones. Galileo inventó más tarde un reloj que se basaba en el periodo regular
del péndulo. Hoy, la precisión de los relojes atómicos de cesio de la Oficina de Pesos
y Medidas supera ¡la millonésima de segundo al año! Estos relojes tienen por rivales
a los propios de la naturaleza: los púlsares astronómicos, que son estrellas de
neutrones rotatorias que barren el cosmos con haces de ondas de radio y lo hacen
con una regularidad que ya la quisierais para vuestros relojes. Pueden, de hecho,
ser más precisos que el pulso atómico del átomo de cesio. Galileo habría entrado en
trance por esta conexión profunda entre la astronomía y el atomismo.
Bueno, ¿qué hay en s = At² que sea tan importante?Fue, que sepamos, la primera vez que se describió el movimiento matemáticamente
de una forma correcta. Los conceptos básicos de aceleración y velocidad se
definieron nítidamente. La física es el estudio de la materia y del movimiento. El
movimiento de los proyectiles, el movimiento de los átomos, el giro de los planetas
y de los cometas deben todos describirse cuantitativamente. Las matemáticas de
Galileo, confirmadas por el experimento, proporcionaron el punto de partida.
Por si todo esto suena demasiado fácil, deberíamos tener en cuenta que la obsesión
de Galileo por la ley de la caída libre duró décadas. Hasta publicó una forma
incorrecta de la ley. Casi todos nosotros, que somos en esencia aristotélicos
(¿sabéis, queridos lectores, que sois en esencia aristotélicos?), supondríamos que la
velocidad de la caída dependería del peso de la bola. Galileo, como era listo, razonó
de manera distinta. Pero ¿es tan absurdo creer que las cosas pesadas caen más
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deprisa que las livianas? Lo creemos porque la naturaleza nos confunde. Listo como
era, Galileo hubo de realizar experimentos cuidadosos para mostrar que la
dependencia aparente del tiempo de caída de un cuerpo de su peso se debe a la
fricción de la bola con el plano. Así que pulió y pulió para disminuir el efecto de la
fricción.
3. La pluma y la moneda
Sacar una ley simple de la física de una serie de mediciones no es tan sencillo. La
naturaleza oculta la simplicidad con una maraña de circunstancias que van
añadiendo complejidad, y la tarea del experimentador es eliminar esas
complicaciones. La ley de la caída libre es un ejemplo espléndido. En la física para
principiantes sostenemos una pluma y una moneda en lo alto de un largo tubo de
cristal y las dejamos caer a la vez. La moneda cae más deprisa y golpea el fondo en
menos de un segundo. La pluma flota y cae suavemente, y llega en cinco o seis
segundos. Observaciones como esta condujeron a Aristóteles a formular su ley de
que los objetos más pesados caen más deprisa que los ligeros. Extraigamos ahora el
aire del tubo y repitamos el experimento. La pluma y la moneda tardarán lo mismo
en caer. La resistencia del aire oscurece la ley de la caída libre. Para progresar,
hemos de retirar este rasgo que complica las cosas a fin de obtener una ley simple.
Luego, si es importante, podremos aprender a reintegrar ese efecto y llegar a unaley más compleja pero más aplicable.
Los aristotélicos creían que el estado «natural» de un objeto era el de reposo. Dale
un empujón a una bola por un plano y acabará por pararse, ¿no? Galileo lo sabía
todo acerca de las condiciones imperfectas, y ese conocimiento le llevó a uno de los
grandes descubrimientos. Leía en los planos inclinados física como Miguel Ángel veía
cuerpos magníficos en los trozos de mármol. Cayó en la cuenta, sin embargo, de
que, a causa de la fricción, la presión del aire y otras condiciones imperfectas, su
plano inclinado no era ideal para el estudio de las fuerzas sobre objetos diversos.
¿Qué pasaría, ponderaba, si se dispusiese de un plano ideal? Como Demócrito
cuando afilaba mentalmente su cuchillo, pulid mentalmente también el plano hasta
que adquiera la lisura absoluta, del todo libre de fricción. Ponedlo entonces en una
cámara donde se haya hecho el vacío, para libraros de la resistencia del aire. Y
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extended el plano hasta el infinito. Aseguraos de que está perfectamente horizontal.
Ahora, en cuanto le deis un golpe insignificante a la bola, perfectamente pulida, que
habéis colocado sobre vuestro plano liso a más no poder, ¿hasta dónde rodará?
(Mientras todo esto permanezca en la mente, el experimento es posible y barato).
La respuesta es: rodará para siempre. Galileo razonó, pues: si un plano, incluso uno
terrestre, imperfecto, se inclina, una bola a la que se empuje desde abajo hacia
arriba irá más y más despacio. Si se la suelta desde arriba, irá más y más deprisa.
Por lo tanto, usando el sentido intuitivo de la continuidad de la acción, concluyó que
una bola que se mueva en un plano horizontal ni se frenará ni se irá haciendo más
veloz, sino que seguirá igual para siempre. Galileo había dado un salto intuitivo a lo
que ahora llamamos la primera ley del movimiento de Newton: un cuerpo en
movimiento tiende a permanecer en movimiento. No hacen falta fuerzas para el
movimiento, sino para el cambio del movimiento. En contraste con la concepción
aristotélica, el estado natural de un cuerpo es el movimiento a velocidad constante.
El reposo es el caso especial de velocidad nula, pero en la nueva concepción no es
más natural que una u otra velocidad constante. Para cualquiera que haya
conducido un automóvil o un coche de caballos, se trata de una idea contraria a la
intuición: A no ser que se mantenga el pie en el pedal o se vaya azuzando al
caballo, el vehículo se parará. Galileo vio que para hallar la verdad hay que
atribuirle mentalmente propiedades ideales al instrumento. (O conducir el cochesobre una carretera resbaladiza de hielo). El genio de Galileo consistió en ver de
qué manera había que eliminar las causas naturales que nos ofuscan, la fricción o la
resistencia del aire, para establecer un conjunto de relaciones fundamentales acerca
del mundo.
Como veremos, la Partícula Divina misma es una complicación impuesta sobre un
universo simple y bello, quizá para ocultar esta deslumbrante simetría a una
humanidad que todavía no se merece contemplarla.
4. La verdad de la torre
El más famoso ejemplo de la habilidad que tenía Galileo de despojar a la simplicidad
de complejidades es la historia de la torre inclinada de Pisa. Muchos expertos dudan
de que este suceso fabulado haya realmente ocurrido. Stephen Hawking, por citar
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uno, escribe que la historia es «casi con toda certeza falsa». ¿Por qué, se pregunta
Hawking, se habría molestado Galileo en dejar caer pesos de una torre sin disponer
de un medio adecuado para medir los tiempos de caída cuando ya tenía su plano
inclinado con el que trabajar? ¡La sombra de los griegos! Hawking, el teórico, usa
aquí la Razón Pura. Eso no vale con un tipo como Galileo, experimentador de
experimentadores.
Stillman Drake, el biógrafo por excelencia de Galileo, cree que la historia de la torre
inclinada es cierta por una serie de razones históricas sensatas. Pero es que además
concuerda con la personalidad de Galileo. El experimento de la torre no fue en
realidad un experimento, sino una exhibición, un happening para los medios de
comunicación, el primer gran número científico con fines publicitarios. Galileo se
pavoneaba, y les quitaba las plumas a sus críticos.
Galileo era un individuo irascible; no agresivo, en realidad, sino de respuesta pronta
y competidor fiero cuando se le retaba. Podía ser un tábano cuando se le
molestaba, y le molestaba la tontería en todas sus formas. Hombre informal,
ridiculizó las togas doctorales que había que vestir obligatoriamente en la
Universidad de Pisa, y escribió un poema humorístico titulado «Contra la toga» que
apreciaron muchísimo los profesores jóvenes y pobres, quienes a duras penas
podían costearse las prendas. (A Demócrito, que ama las togas, no le gustó nada el
poema). A los profesores mayores no es que les divirtiese precisamente. Galileoescribió también ataques contra sus rivales usando varios pseudónimos. Su estilo
era característico, y no engañó a mucha gente. No extraña que tuviera enemigos.
Sus peores rivales intelectuales fueron los aristotélicos, quienes creían que un
cuerpo se mueve sólo si lo impulsa alguna fuerza y que un cuerpo pesado cae más
deprisa que uno ligero porque experimenta una atracción mayor hacia la Tierra:
Nunca se les ocurrió comprobarlo. Los profesores aristotélicos ejercían un dominio
muy considerable en la Universidad de Pisa y, por lo que a esto se refiere, en la
mayoría de las universidades italianas. Como os podréis imaginar, Galileo no era lo
que se dice uno de sus favoritos.
El número de la torre inclinada de Pisa se dirigió a este grupo. Hawking tiene razón
en que no habría sido un experimento ideal. Pero fue un acontecimiento. Y como
pasa en todo acontecimiento teatral, Galileo sabía de antemano lo que iba a ocurrir.
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Puedo imaginármelo subiendo a la torre totalmente a oscuras a las tres de la
madrugada y tirándoles un par de bolas a sus ayudantes posdoctorales. «Deberías
notar que las dos bolas te dan en la cabeza a la vez», le grita a su ayudante. «Chilla
si la grande te da primero». Pero en realidad no tenía por qué hacer esto; ya había
razonado que las dos bolas darían en el suelo en el mismo instante.
Su mente funcionaba así: supongamos, decía, que Aristóteles tenía razón. La bola
pesada llegará al suelo antes, lo que quiere decir que se habrá acelerado hasta una
velocidad mayor. Peguemos entonces la bola pesada y la ligera. Si ésta es, en
efecto, más lenta, retendrá a la pesada y hará que caiga más despacio. Sin
embargo, al pegarlas se ha creado un objeto más pesado, que debería caer más
deprisa que cada una de las bolas por separado. ¿Cómo resolvemos este dilema?
Sólo hay una solución que satisfaga todas las condiciones: ambas bolas deben caer
de manera que su velocidad cambie de la misma manera. Esta es la única
conclusión que evita el callejón sin salida de la menor y mayor rapidez.
Galileo, dice el cuento, se pasó buena parte de la mañana dejando caer bolas de la
torre, demostrando la verdad de lo que sostenía a los observadores interesados y
metiéndoles el miedo en el cuerpo a los demás. Fue lo bastante sabio para no
emplear una moneda y una pluma, sino dos pesos desiguales de forma muy similar
(como una bola de madera y una esfera hueca de plomo del mismo radio) para que
la resistencia del aire fuese más o menos la misma. Lo demás es historia, o deberíaserlo. Galileo había demostrado que la caída libre era sumamente independiente de
la masa (si bien no sabía por qué, y sería Einstein, en 1915, quien realmente lo
entendería). Los aristotélicos recibieron una lección que nunca olvidarían; ni
perdonarían.
¿Ciencia o espectáculo? Un poco ambas cosas. No sólo los experimentadores son
propensos a ello. Richard Feynman, el gran teórico (pero un teórico que demostró
siempre un apasionado interés por los experimentos), se presentó ante la opinión
pública cuando formó parte de la comisión que investigaba el desastre del
transbordador espacial Challenger . Como quizá recordéis, hubo una polémica acerca
de la capacidad de resistir las bajas temperaturas que tenían las juntas del
transbordador. Feynman zanjó la discusión con un sencillo gesto: echó un puñado
de arandelas en un vaso de agua helada y dejó que el público viese cómo perdían
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su elasticidad. Ahora bien, ¿no os parece que Feynman, como Galileo, sabía de
antemano lo que iba a pasar?
La verdad es que en los años noventa el experimento de la torre de Galileo ha
resurgido con flamante intensidad. La cuestión es si hay una «quinta fuerza», una
adición hipotética a la ley newtoniana de la gravitación que produciría una diferencia
pequeñísima cuando se dejan caer una bola de cobre y, digamos, una de plomo. La
diferencia en la duración de una caída de, por ejemplo, treinta metros sería de
menos de una mil millonésima de segundo, inconcebible en los tiempos de Galileo,
una dificultad meramente respetable dada la técnica actual. Por ahora, las pruebas
a favor de la quinta fuerza que aparecieron a finales de los años ochenta se han
esfumado por completo, pero permaneced atentos a los periódicos para manteneos
al día.
5. Los átomos de Galileo
¿Qué pensaba Galileo de los átomos? Influido por Arquímedes, Demócrito y
Lucrecio, Galileo era, intuitivamente, un atomista. Enseñó y escribió sobre la
naturaleza de la materia y la luz durante muchos años, sobre todo en su libro El
ensayador , de 1622, y en su última obra, las Consideraciones y demostraciones
matemáticas sobre dos ciencias nuevas. Al parecer, creía que la luz estaba
compuesta por corpúsculos puntuales y que la materia se construía de manerasimilar.
Galileo llamaba a los átomos los «cuantos menores». Se representó más tarde «un
número infinito de átomos separados por un número de vacíos infinito». La
concepción mecanicista está estrechamente ligada a las matemáticas de los
infinitesimales, precursoras del cálculo que Newton inventaría sesenta años más
tarde. Aquí hay toda una mina de paradojas. Tómese un simple cono circular — ¿un
capirote?— e imagínese que se corta horizontalmente, paralelamente a la base.
Examinemos dos rebanadas contiguas. La parte de arriba de la pieza inferior es un
círculo, el fondo de la superior otro círculo. Como antes estaban en contacto directo,
punto a punto, tienen el mismo radio. Sin embargo, el cono es continuamente más
pequeño, así que ¿cómo pueden ser iguales los círculos? Sin embargo, si cada
círculo se compone de un número infinito de átomos y vacíos, cabe imaginar que el
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círculo superior contiene un número de átomos inferior, si bien aún infinito. ¿No?
Recordemos que estamos en 1630 o por ahí, y que tratamos de ideas sumamente
abstractas, ideas a las que les faltaban aún doscientos años para que se las
sometiese a prueba experimental. (Una forma de escapar de esta paradoja es
preguntar qué grueso tiene el cuchillo que corta el cono. Creo que oigo otra vez la
risa floja de Demócrito).
En las Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos ciencias nuevas,
Galileo presenta sus últimas reflexiones sobre la estructura atómica. En esta
hipótesis, según historiadores recientes, los átomos se reducen a la abstracción
matemática de puntos, carentes de toda dimensión, claramente indivisibles e
imposibles de partir, pero desprovistos también de las formas que Demócrito había
imaginado.
Ahí Galileo acercó la idea a su versión moderna, los quarks y los leptones puntuales.
6. Aceleradores y telescopios
Los quarks son aún más abstractos y difíciles de visualizar que los átomos. Nadie ha
«visto» nunca uno, así que ¿cómo pueden existir? Nuestra prueba es indirecta. Las
partículas chocan en un acelerador. Depurados dispositivos electrónicos reciben y
procesan impulsos eléctricos generados por las partículas en una diversidad de
sensores del detector. Un ordenador interpreta los impulsos electrónicos que salendel detector y los reduce a un montón de ceros y unos. Envía estos resultados a un
monitor en nuestra sala de control. Miramos la representación de unos y ceros y
decimos « ¡Madre mía, un quark!». Al profano le parece tan inverosímil. ¿Cómo
podemos estar tan seguros? ¿No podrían haber «fabricado» el quark el acelerador o
el detector o el ordenador o el cable que va del ordenador al monitor? Al fin y al
cabo, nunca hemos visto el quark con los ojos que Dios nos ha dado. ¡Oh, aquellos
días en que la ciencia era más sencilla! ¿No sería extraordinario volver al siglo XVI?
¿O no? Que se lo pregunten a Galileo.
Galileo construyó, según se recoge en sus anotaciones, un número enorme de
telescopios. Probó su telescopio, en sus propias palabras, «cien mil veces con cien
mil estrellas y otros cuerpos». Se fiaba del artilugio. Me viene ahora a la cabeza una
pequeña imagen. Ahí está Galileo con todos sus estudiantes graduados. Mira por la
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ventana con su telescopio, describe lo que ve y todos lo van apuntando: «Aquí hay
un árbol. Tiene una rama de tal forma y una hoja de tal otra». Una vez les ha dicho
qué ha visto por el telescopio, montan todos en sus caballos o carruajes —puede
que un autobús— y atraviesan el campo para mirar el árbol de cerca. Lo comparan
con la descripción de Galileo. Así es como se calibra un instrumento. Hay que hacer
las cosas diez mil veces. Un crítico de Galileo describe la meticulosa naturaleza de la
comprobación y dice: «Si sigo estos experimentos con objetos terrestres, el
telescopio es soberbio. Aunque interpone algo entre el ojo y el objeto que Dios nos
ha dado, me fío de él. No te engaña. Pero miras el cielo y hay una estrella; y miras
por el telescopio, y hay dos. ¡Es una locura!».
De acuerdo, no fueron esas sus palabras exactas. Pero sí hubo un crítico que
empleó palabras cuyo efecto era el mismo a fin de poner en entredicho la
afirmación de Galileo: que Júpiter tenía cuatro lunas. El telescopio le permitía ver
más de lo que puede verse a simple vista; mentía, pues. También un profesor de
matemáticas despreció a Galileo; decía que también él vería cuatro lunas en Júpiter
con que le diesen tiempo suficiente «para meterlas en unos cristales».
Cualquiera que use un instrumento se ve abocado a problemas como esos.
¿«Fabrica» el instrumento los resultados? Hoy los críticos de Galileo parecen tontos,
pero ¿eran unos majaderos o sólo eran conservadores científicos? Un poco ambas
cosas, qué duda cabe. En 1600 se creía que el ojo desempeñaba un papel activo enla visión; el globo ocular, que nos ha dado Dios, interpretaba el mundo visual para
nosotros. Hoy sabemos que el ojo no es más que una lente que contiene un montón
de receptores que transmiten la información a nuestra corteza visual, donde en
realidad «vemos». El ojo, de hecho, es un intermediario entre el objeto y el cerebro,
lo mismo que el telescopio. ¿Lleváis gafas? Pues ya estáis generando
modificaciones. Las cosas llegaban al punto de que muchos cristianos devotos y
filósofos de la Europa del siglo XVI casi consideraban sacrílego que se llevasen
gafas, aun cuando existían ya desde hacía tres siglos. Una excepción notable fue
Johannes Kepler; era muy religioso, pero no por ello dejó de llevar gafas que le
ayudasen a ver; fue una suerte, pues llegó a ser el mayor astrónomo de su tiempo.
Aceptemos que un instrumento bien calibrado proporciona una buena aproximación
a la realidad. Tan buena, quizá, como el instrumento último, nuestro cerebro. Hasta
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el cerebro ha de ser calibrado algunas veces, y hay que aplicarle salvaguardas y
factores de corrección de errores para compensar la distorsión. Por ejemplo, aunque
se tenga vista de lince, con unos pocos vasos de vino puede que el número de
amigos que hay alrededor de uno se doble.
7. El Carl Sagan de 1600
Galileo contribuyó a que se abriese paso la aceptación de los instrumentos, logro
cuya importancia para la ciencia y la experimentación no puede exagerarse. ¿Qué
tipo de persona era? Se nos aparece como un pensador profundo, de mente sutil,
capaz de hallazgos intuitivos que envidiaría cualquier físico teórico de hoy, pero con
una energía y unas habilidades técnicas gracias a las que pulió lentes y construyó
muchos instrumentos: telescopios, el microscopio compuesto, el reloj de péndulo.
Políticamente, pasaba del conservadurismo dócil a los ataques audaces y
mortificantes contra sus oponentes. Debió de ser una dinamo de actividad, siempre
atareado, pues dejó una correspondencia enorme y volúmenes monumentales de
obras publicadas. Fue un divulgador, y tras la supernova de 1604 dio conferencias a
grandes audiencias; su latín era claro, vulgarizado. Nadie se acercó tanto a ser el
Carl Sagan de su época. No muchas facultades le habrían dado una plaza, tan
vigoroso era su estilo y tan punzantes sus críticas, por lo menos antes de su
condena.¿Fue Galileo el físico completo? Tan completo fue, al menos, como pueda haberlo
habido en toda la historia; combinó las habilidades tanto del teórico como del
experimentador consumado. Si tuvo fallos, cayeron del lado teórico. Aunque esta
combinación fue hasta cierto punto común en los siglos XVIII y XIX, en la actual
época de especialización es rara. En el siglo XVII, mucho de lo que habría pasado
por «teoría» venía en tan estrecho apoyo del experimento que desafiaba toda
distinción entre aquélla y éste. Pronto veremos las ventajas de que haya un gran
experimentador al que siga un gran teórico. En realidad, en el tiempo de Galileo ya
había habido una sucesión así de importancia crucial.
8. El hombre sin nariz
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Dejadme que, por un minuto, vuelva atrás, pues no hay libro sobre los instrumentos
y el pensamiento, el experimento y la teoría, que esté completo sin dos nombres
que van juntos como Marx y Engels, Emerson y Thoreau o Siegfried y Roy. Hablo de
Brahe y Kepler. Eran astrónomos puros, no físicos, pero merecen una breve
digresión.
Tycho Brahe fue uno de los personajes más peculiares de la historia de la ciencia.
Este noble danés, nacido en 1546, fue medidor de medidores. Al contrario que los
físicos atomistas, que miran hacia abajo, él elevó la vista a los cielos, y lo hizo con
una precisión inaudita. Brahe construyó todo tipo de instrumentos para medir la
posición de las estrellas, de los planetas, de los cometas, de la Luna. A Brahe se le
escapó la invención del telescopio por un par de decenios, así que construyó
elaborados dispositivos visorios —semicírculos acimutales, reglas ptolemaicas,
sextantes metálicos, cuadrantes acimutales, reglas paralácticas— con los que él y
sus ayudantes determinaban, a simple vista, las coordenadas de las estrellas y de
otros cuerpos celestes. La mayor parte de las diferencias entre esos aparatos y los
sextantes actuales consistía en la presencia de brazos transversales con arcos entre
ellos. Los astrónomos usaban los cuadrantes como rifles, y alineaban las estrellas
mirando por las mirillas metálicas que había en los extremos de los brazos. Los
arcos que conectaban los brazos transversales funcionaban como los
transportadores angulares que usabais en la escuela, y con ellos los astrónomosmedían el ángulo que formaba la línea visual a la estrella, planeta o cometa que se
observase.
Nada había de especialmente nuevo en el concepto básico de los instrumentos de
Brahe, pero quien marcaba el estado de desarrollo más avanzado de la
instrumentación era él. Experimentó con distintos materiales. Se le ocurrió cómo
hacer que esos artilugios tan engorrosos girasen con facilidad en los planos vertical
u horizontal, fijándolos al mismo tiempo en un sitio de forma que siguiesen el
movimiento de los objetos celestes desde un mismo punto noche tras noche. Y lo
más importante de todo, los aparatos de medida de Brahe eran grandes. Como
veremos al llegar a la era moderna, lo grande no siempre es mejor, pero suele
serlo. El más famoso instrumento de Brahe fue el cuadrante mural; ¡tenía un radio
de seis metros! Hicieron falta cuarenta hombres fuertes para empujarlo hasta su
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sitio; fue en su tiempo un verdadero Supercolisionador. Los grados marcados en su
arco estaban tan separados entre sí que Brahe pudo dividir cada uno de los sesenta
minutos de cada grado en seis subdivisiones de diez segundos. En términos más
sencillos, el margen de error de Brahe era el ancho de una aguja que se sostiene
con el brazo extendido. ¡Y todo esto con el mero ojo nada más! Para daros una idea
del ego de este hombre, dentro del arco del cuadrante había un retrato a tamaño
natural del propio Brahe.
Podría creerse que tanta puntillosidad señalaría a un ratón de biblioteca medio
bobo. Tycho Brahe fue cualquier cosa menos eso. Su rasgo más inusual era su nariz
o, más bien, el que no la tuviese. A los veinte años y siendo aún estudiante,
mantuvo una furiosa discusión con un estudiante llamado Manderup Parsbjerg
acerca de una cuestión matemática. La disputa, que ocurrió en una celebración en
casa de un profesor, se calentó tanto que los amigos hubieron de separar a los dos.
(Vale, puede que fuese un poco un ratón de biblioteca medio bobo, peleándose por
unas fórmulas y no por chicas). Una semana más tarde Brahe y su rival se
encontraron otra vez en una fiesta de Navidad, se tomaron unas cuantas copas y
reanudaron la pelea matemática. Esta vez no les pudieron calmar. Se dirigieron a
un lugar a oscuras junto a un cementerio y allí se enfrentaron a espada. Parsbjerg
acabó enseguida el duelo al rebanarle un buen pedazo de nariz a Brahe.
El episodio de la nariz perseguiría a Brahe toda su vida. Se cuentan dos historiassobre la manera en que se hizo la cirugía estética. La primera, casi con toda
seguridad apócrifa, dice que encargó toda una serie de narices artificiales, de
materiales diferentes para diferentes ocasiones. Pero la versión que aceptan la
mayoría de los historiadores es casi tan buena. Según ella, Brahe ordenó una nariz
permanente hecha de oro y plata, cuidadosamente pintada y con la forma de una
nariz de verdad. Se dice que llevaba consigo una pequeña caja de pegamento, que
aplicaba cuando empezaba a temblarle la nariz. Esta fue motivo de chistes. Un
científico rival decía que Brahe hacía sus observaciones astronómicas por la nariz,
que usaba de mirilla.
Pese a estas dificultades, Brahe tenía una ventaja sobre muchos científicos de hoy:
su noble cuna. Fue amigo del rey Federico II, y tras hacerse famoso por sus
observaciones de una supernova en la constelación de Casiopea, el rey le dio la isla
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de Hven en el Öresund para que la emplease como observatorio. A Brahe se le dio
también el señorío sobre todos los campesinos de la isla, las rentas que se
produjesen y fondos adicionales. De esta forma, Tycho Brahe se convirtió en el
primer director de un laboratorio del mundo. ¡Y qué director fue! Con sus rentas, la
donación del rey y su propia fortuna llevó una existencia regia. Sólo le faltaron los
beneficios de tratar con las instituciones financiadoras de la Norteamérica del siglo
XX.
Los ocho kilómetros cuadrados de la isla se convirtieron en el paraíso del
astrónomo, cubiertos por los talleres de los artesanos que fabricaban los
instrumentos, un molino de viento y casi sesenta estanques con peces. Brahe
construyó para sí mismo una magnífica casa y observatorio en el punto más alto de
la isla. La llamó Uraniborg, o «castillo celeste», y la encerró en un recinto
amurallado dentro del cual había también una imprenta, los cuartos de los
sirvientes y perreras para los perros guardianes de Brahe, más jardines de flores,
herbarios y unos trescientos árboles.
Brahe acabó por abandonar la isla en circunstancias no precisamente gratas tras la
muerte de su benefactor, el rey Federico, de un exceso de Carlsberg o del brebaje
que se llevase por entonces en Dinamarca. El feudo de Hven revirtió a la corona, y
el nuevo rey le dio la isla a una tal Karen Andersdatter, una amante a la que había
conocido en una fiesta de bodas. Que esto sirva de lección a todos los directores delaboratorios, en cuanto a su posición en el mundo y lo poco imprescindibles que son
ante los ojos de los poderes que en él hay. Por fortuna, Brahe cayó de pie y trasladó
sus datos e instrumentos a un castillo cercano a Praga, donde se le dio la
bienvenida para que continuase su obra.
La regularidad del universo promovió el interés de Brahe por la naturaleza. A los
catorce años se quedó fascinado ante el eclipse de Sol predicho para el 21 de
agosto de 1560. ¿Cómo les era posible a los hombres conocer los movimientos de
las estrellas y los planetas con tanta precisión que pudiesen anticipar sus posiciones
con años de adelanto? Brahe dejó un legado enorme: un catálogo de las posiciones
de exactamente mil una estrellas fijas. Superó al catálogo clásico de Ptolomeo y
destruyó muchas de las viejas teorías.
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Johannes dedicó muy buena parte de su tiempo a la astrología. Por fortuna, lo hacía
bien, y gracias a ello pagó algunas facturas. En 1595 elaboró un calendario para la
ciudad de Graz que predecía un invierno gélido, alzamientos campesinos e
invasiones de los turcos; todo ello sucedió. Para ser justos con Kepler, hay que decir
que no sólo él se pluriempleaba como astrólogo. Galileo preparó horóscopos para
los Médicis, y Brahe también jugueteó con los pronósticos, pero no lo hizo tan bien:
el eclipse lunar del 28 de octubre de 1566 hizo que predijera la muerte del sultán
Solimán el Magnífico. Por desgracia, en ese momento el sultán ya había muerto.
Brahe trató a su ayudante de una forma bastante miserable: más como un
posdoctorado, lo que Kepler era, que como un igual, lo que sin duda merecía ser. El
desprecio encrespaba al sensible Kepler, y los dos tuvieron muchas peleas y otras
tantas reconciliaciones, pues Brahe acabó por apreciar la brillantez de Kepler. En
octubre de 1601 Brahe asistió a una cena y, como era su costumbre, bebió mucho
más de la cuenta. Según la estricta etiqueta de la época, no era correcto abandonar
la mesa durante una comida, y cuando por fin corrió como pudo al cuarto de baño,
era demasiado tarde. «Algo de importancia» había estallado dentro de él. Once días
después, moría. Ya había designado a Kepler ayudante principal suyo; en su lecho
de muerte le confió todos los datos que había tomado a lo largo de su ilustre y bien
financiada carrera, y le rogó que emplease su mente analítica para crear una gran
síntesis que llevase adelante el conocimiento de los cielos. Ni que decir tiene queBrahe añadió que esperaba que Kepler siguiese la hipótesis ticónica del universo
geocéntrico.
Kepler aceptó el deseo del agonizante, sin duda con los dedos cruzados, pues creía
que el sistema de Brahe no valía nada. ¡Pero qué datos! No tenían par. Kepler
estudió atentamente la información, en busca de los patrones que describiesen los
movimientos de los planetas. Kepler rechazó de antemano los sistemas ticónico y
ptolemaico por su engorrosidad. Pero tenía que partir de algún sitio. Así que, para
empezar, tomó como modelo el sistema copernicano porque, con su sistema de
órbitas circulares, no existía nada más elegante.
El místico que había en Kepler abrazó además la idea de un Sol colocado en el
centro, que no sólo iluminaba los planetas sino que les proporcionaba la fuerza, o
motivo, como se decía entonces, de sus movimientos. No sabía en absoluto cómo
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hacía esto el Sol —conjeturaba que debía de tratarse de algo por el estilo del
magnetismo—, pero le preparó el camino a Newton. Fue uno de los primeros en
defender que hace falta una fuerza para explicar el sistema solar.
Y, lo que no fue menos importante, halló que el sistema copernicano no ligaba del
todo con los datos de Brahe. El viejo e iracundo danés le había enseñado bien a
Kepler, le había infundido la práctica del método inductivo: pon un cimiento de
observaciones, y sólo entonces asciende a las causas de las cosas. A pesar de su
misticismo y de su reverencia hacia las formas geométricas, de su obsesión por
ellas, Kepler se aferraba fielmente a los datos. De su estudio de las observaciones
de Brahe —de las relativas a Marte sobre todo— sacó Kepler las tres leyes del
movimiento planetario que, casi cuatrocientos años después, aún son la base de la
astronomía planetaria moderna. No entraré en sus detalles aquí; sólo diré que la
primera destruyó la bella noción copernicana de las órbitas circulares, noción que
desde los días de Platón nadie había puesto en entredicho. Kepler estableció que los
planetas describen en su movimiento orbital elipses en uno de cuyos focos está el
Sol. El excéntrico luterano había salvado el copernicanismo y lo había liberado de
los engorrosos epiciclos de los griegos; consiguió tal cosa al hacer que sus teorías
siguiesen las observaciones de Brahe con la precisión de un minuto de arco.
¡Elipses! ¡Puras matemáticas! ¿O pura naturaleza? Si, como descubrió Kepler, los
planetas describen elipses perfectas con el Sol en uno de los focos, entonces es quela naturaleza tiene que amar las matemáticas. Algo —quizá Dios— baja la vista
hacia la Tierra y dice: «Me gustan las formas matemáticas». Coged una piedra y
arrojadla. Trazará muy aproximadamente una parábola. Si no hubiese aire, la
parábola sería perfecta. Además de matemático, Dios es amable y nos esconde la
complejidad cuando no estamos listos para enfrentarnos a ella. Ahora sabemos que
las órbitas no son elipses perfectas (a causa de la atracción de unos planetas sobre
otros), pero las desviaciones eran con mucho demasiado pequeñas para que las
pudieran apreciar los aparatos de Brahe.
El genio de Kepler quedaba a menudo oscurecido en sus libros por una abundante
morralla espiritual. Creía que los cometas eran malos augurios, que el universo se
dividía en tres regiones correspondientes a la Santísima Trinidad y que las mareas
eran la respiración de la Tierra, a la que comparaba con un enorme animal vivo.
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Colaboración de Sergio Barros 104 Preparado por Patricio Barros
(Esta idea de que se tome a la Tierra como un organismo ha resucitado hoy bajo la
forma de la hipótesis Gaia).
Aun así, la mente de Kepler fue grande. El imperturbable sir Arthur Eddington, uno
de los físicos más eminentes de su época, llamó en 1931 a Kepler «el precursor de
la teoría física moderna». Eddington alabó a Kepler por haber exhibido un punto de
vista similar al de los teóricos de la era cuántica. Kepler no buscó un mecanismo
concreto que explicara el sistema solar, según Eddington, sino que «le guió un
sentido de la forma matemática, un instinto estético de la adecuación de las cosas».
10. El papa a Galileo: cierra la boca
En 1597, mucho antes de que hubiese resuelto los detalles problemáticos, Kepler
escribió a Galileo urgiéndole que apoyase el sistema copernicano. Con fervor
típicamente religioso, le pedía a Galileo que «creyese y diese un paso adelante».
Galileo se negó a salir del reservado ptolemaico. Necesitaba pruebas. La prueba
vino de un instrumento, el telescopio.
Las noches del 4 al 15 de enero de 1610 deben quedar como unas de las más
importantes de la historia de la astronomía. En esas fechas, con un telescopio nuevo
y mejorado que había construido él mismo, Galileo vio, midió y siguió la trayectoria
de cuatro «estrellas» minúsculas que se movían cerca del planeta Júpiter. Se vio
forzado a concluir que esos cuerpos se movían en órbitas circulares alrededor deJúpiter. Esta conclusión convirtió a Galileo a la concepción copernicana. Si había
cuerpos que orbitaban alrededor de Júpiter, la idea de que todos los planetas y
estrellas giraban alrededor de la Tierra era falsa. Como casi todos los conversos
tardíos, sea a una noción científica o a una creencia religiosa o política, se volvió un
defensor fiero y de una pieza de la astronomía copernicana. La historia atribuye el
mérito a Galileo, pero deberíamos aquí honrar también al telescopio, que en sus
capaces manos abrió los cielos.
La larga y compleja historia de su conflicto con la autoridad reinante se ha contado
muchas veces. La Iglesia le sentenció a prisión perpetua por sus creencias
astronómicas. (La sentencia se conmutó luego por la de arresto domiciliario
permanente). Hasta 1822 no declaró un papa oficialmente reinante que el Sol
podría estar en el centro del sistema solar. Y hasta 1985 no reconoció el Vaticano
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que Galileo fue un gran científico y que había sido injustamente condenado por la
Iglesia.
11. La esponja solar
Galileo fue culpable de una herejía menos célebre, pero que cae más cerca del
meollo de nuestro misterio que las órbitas de Marte y Júpiter. En su primera visita a
Roma para dar cuenta de sus trabajos de óptica física, llevó consigo una cajita que
contenía fragmentos de un tipo de roca descubierto por unos alquimistas de
Bolonia. Las piedras resplandecían en la oscuridad. A este mineral luminiscente se le
llama hoy sulfuro de bario. Pero en 1611 los alquimistas le daban el nombre, mucho
más poético, de «esponja solar ».
Galileo llevó unos pedazos de esponja solar a Roma para que le ayudasen en su
pasatiempo favorito: sacar de quicio a sus colegas aristotélicos. Mientras
contemplaban en la oscuridad el resplandor del sulfuro de bario, no se les escapaba
a dónde quería llegar su perverso colega. La luz era una cosa. Galileo había dejado
la piedra al sol y luego la había llevado a la oscuridad, y la luz había sido llevada
dentro de ella. Esto echaba por tierra la idea aristotélica de que la luz era
simplemente una cualidad de un medio iluminado, de que era incorpórea. Galileo
había separado la luz de su medio, la había movido por ahí a voluntad. Para un
aristotélico católico, era como decir que uno puede coger la dulzura de la santísimaVirgen y ponerla en una mula o en una piedra. Y ¿en qué consistía exactamente la
luz? En corpúsculos invisibles, razonaba Galileo. ¡Partículas! La luz poseía una
acción mecánica. Podía ser transmitida, golpear los objetos, reflejarse en ellos,
penetrarlos. Al concebir que la luz era corpuscular, Galileo hubo de aceptar la idea
de los átomos indivisibles. No estaba seguro de cómo actuaba la esponja solar, pero
quizá una roca especial pudiese atraer a los corpúsculos luminosos como un imán
atrae las limaduras de hierro, si bien él no suscribió esta teoría al pie de la letra. En
cualquier caso, ideas como esta empeoraron la posición, ya precaria, de Galileo ante
la ortodoxia católica.
El legado histórico de Galileo parece ligado inextricablemente a la Iglesia y a la
religión, pero él no se habría visto a sí mismo como un hereje profesional o, da lo
mismo, como un santo al que se acusa erróneamente. Por lo que a nosotros toca,
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profundo avance en toda la historia de la filosofía natural, tanto, que no sería
claramente superado hasta, quizá, la aparición de la teoría de la relatividad a
principios de este siglo.
Por uno de esos azares de la cronología, Isaac Newton nació en Inglaterra el mismo
año (1642) en que Galileo moría. No se puede hablar de física sin hablar de Newton.
Fue un científico de importancia trascendental. La influencia de sus logros en la
humanidad es equiparable al de Jesús, Mahoma, Moisés y Gandhi, o al de Alejandro
Magno, Napoleón y los de su cuerda. La ley universal de la gravitación de Newton y
la metodología que creó ocupan la primera media docena de capítulos de cualquier
libro de texto de física; conocerlas es esencial para quien quiera proseguir una
carrera de científico o de ingeniero. Se ha dicho que Newton era modesto por su
famosa afirmación: «Si he visto más lejos que casi todos es porque me alzaba sobre
los hombros de gigantes», con lo que se refería, según se suele creer, a hombres
como Copérnico, Brahe, Kepler y Galileo. Otra interpretación, sin embargo, es que
sólo le estaba tomando el pelo al más formidable de sus rivales científicos, Robert
Hooke, que era bajísimo y pretendía, no sin alguna justicia, haber descubierto la
gravedad antes.
He contado más de veinte biografías serias de Newton. Y la literatura que analiza,
interpreta, extiende, comenta la vida y la ciencia de Newton es enorme. La biografía
que escribió Richard Westfall en 1980 incluye diez densas páginas de fuentes. Laadmiración de Westfall por su personaje no tiene límites:
He tenido el privilegio de conocer, en diversos momentos, a hombres brillantes,
hombres a quienes reconozco sin vacilar como mis superiores intelectualmente.
Nunca, sin embargo, me he topado con uno con el que no estuviese dispuesto a
medirme, de forma que pareciera razonable decir que soy la mitad de capaz, o la
tercera parte, o la cuarta, pero, en todo caso, una fracción finita. El resultado final
de mis estudios sobre Newton me ha servido para convencerme de que con él no
hay medida posible. Se ha vuelto para mí otro por completo, uno de los
contadísimos genios que han configurado las categorías del intelecto humano.
La historia del atomismo es la historia de un reduccionismo, del esfuerzo por reducir
todas las operaciones de la naturaleza a un pequeño número de objetos
primordiales. El reduccionista que más éxito tuvo fue Isaac Newton. Pasarían otros
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250 años antes de que surgiese de las masas de Homo sapiens, en la ciudad
alemana de Ulm, en 1879, quien posiblemente fuera su igual.
13. Que la fuerza esté con nosotros
Para hacerse una idea de cómo actúa la ciencia hay que estudiar a Newton. Sin
embargo, la instrucción newtoniana que se imparte a los alumnos del primer curso
de física oscurece, demasiado a menudo, la fuerza y la amplitud de su síntesis.
Newton desarrolló una descripción cuantitativa, y sin embargo global, del mundo
físico que concordaba con las descripciones factuales del comportamiento de las
cosas. Su legendaria conexión de la caída de la manzana y el movimiento periódico
de la Luna expresa el poder sobrecogedor del razonamiento matemático. Una sola
idea universal abarca tanto la caída de la manzana a tierra como el giro de la Luna
alrededor de la Tierra. Newton escribió: «Deseo que podamos deducir el resto de los
fenómenos de la naturaleza, mediante el mismo nivel de razonamiento, a partir de
principios mecánicos, pues me inclino a sospechar que quizá todos dependan de
ciertas fuerzas».
En la época de Newton se sabía cómo se mueven los objetos: la trayectoria de la
piedra arrojada, la oscilación regular del péndulo, el movimiento por el plano
inclinado abajo, la caída libre de objetos dispares, la estabilidad de las estructuras,
la forma de una gota de agua. Lo que Newton hizo fue organizar estos y muchosotros fenómenos en un solo sistema. Concluyó que todo cambio de movimiento está
causado por una fuerza y que la reacción del objeto ante ella guarda relación con
una propiedad del objeto a la que llamó «masa». No hay escolar que no sepa que
Newton enunció tres leyes del movimiento. La primera es una reformulación de un
descubrimiento de Galileo: que no se requiere fuerza alguna para el movimiento
constante, inmutado. La segunda ley es la que nos concierne aquí. Se centra en la
fuerza, pero está inextricablemente emparejada con uno de los misterios de nuestro
cuento: la masa. Y prescribe cómo la fuerza cambia el movimiento.
Generaciones de libros de texto se las han visto y deseado con las definiciones y la
coherencia lógica de la segunda ley de Newton, que se escribe así: F = ma. Efe es
igual a eme a, o la fuerza es igual a la masa multiplicada por la aceleración. En esta
ecuación, Newton no define ni la fuerza ni la masa, así que no está claro si
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Colaboración de Sergio Barros 109 Preparado por Patricio Barros
representa una definición o una ley de la física. Sin embargo, viéndoselas con la
fórmula se llega, de alguna forma, a la más útil ley de la física que se haya
concebido. Esta simple ecuación tiene un poder sobrecogedor y, pese a su inocente
aspecto, resolverla puede costar Dios y ayuda. ¡Ajjj! ¡Ma-te-má-ti-cas! No os
preocupéis, sólo hablaremos de ellas, no las haremos. Además, esta útil
prescripción es la clave del universo mecánico, así que hay razones para que nos
quedemos con ella. (Veremos dos fórmulas newtonianas. Para nuestros propósitos,
llamemos a ésta fórmula I.)
¿Qué es a? Es la mismísima magnitud, la aceleración, que Galileo definió y midió en
Pisa y en Padua. Puede ser la aceleración de cualquier objeto, una piedra, la lenteja
de un péndulo, un proyectil de vertiginosa y amenazadora belleza o la nave espacial
Apolo. Si no le ponemos límites al dominio de nuestra pequeña ecuación, a
representará el movimiento de los planetas, las estrellas o los electrones. La
aceleración es la medida del cambio de la velocidad en el tiempo. El pedal del
acelerador de vuestro coche lleva el nombre apropiado. Si pasáis de 20 a 60
kilómetros por hora en 5 minutos, habréis conseguido cierto valor de a. Si pasáis de
0 a 90 kilómetros por hora en 10 segundos, habréis conseguido una aceleración
mucho mayor.
¿Qué es m? A bote pronto, una propiedad de la materia. Se mide mediante la
respuesta del objeto a una fuerza. Cuanto mayor sea m, menor será la respuesta(a) a la fuerza ejercida. A esta propiedad se le suele llamar inercia, y el nombre
completo que se le da a m es «masa inercial». Galileo sacó a colación la inercia a fin
de entender por qué un cuerpo en movimiento «tiende a preservar ese
movimiento». Podemos, ciertamente, usar la ecuación para distinguir las masas.
Aplíquese la misma fuerza —luego abordaremos a qué es la fuerza— a una serie de
objetos, y úsense un cronómetro y una regla para medir el movimiento resultante,
la cantidad a. Objetos con una m diferente tendrán una a diferente. Realícese una
larga serie de experimentos de este estilo, en los que se compare la m de un gran
número de objetos. Una vez los hayamos realizado con éxito, podremos fabricar
arbitrariamente un objeto patrón, meticulosamente forjado en algún metal
duradero. Imprímase en este objeto «1,000 kilogramo» (esa es nuestra unidad de
masa) y colóquese en una urna en la Oficina de Patrones de las mayores capitales
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Colaboración de Sergio Barros 111 Preparado por Patricio Barros
los bates de críquet, las estructuras mecánicas, la forma de una gota de agua o de
la propia Tierra. Dada la fuerza, podemos calcular el movimiento. Si la fuerza es
nula, el cambio de la velocidad también; es decir, el cuerpo sigue moviéndose a
velocidad constante. Si se tira una pelota hacia arriba, su velocidad decrecerá hasta
que, en el apogeo de su trayectoria, pare, y a partir de ese momento bajará con
velocidad constante. Es la fuerza de la gravedad la que hace que sea así, porque
apunta hacia abajo. Lanzad una bola al campo de béisbol. ¿Cómo nos explicamos el
gracioso arco que describe? Descomponemos el movimiento en dos partes, una
parte ascendente-descendente y una parte horizontal (indicada por la sombra de la
bola en el suelo). En la parte horizontal no hay fuerzas (como Galileo, debemos
despreciar la resistencia del aire, que es un pequeño factor de complicación). Por lo
tanto, la velocidad del movimiento horizontal es constante. Verticalmente, tenemos
el ascenso y luego el descenso hacia el guante del jugador. ¿El movimiento
compuesto? ¡Una parábola! ¡Ea! Otra vez Él, demostrando su dominio de la
geometría.
Suponiendo que sepamos la masa de la bola y que podamos medir su aceleración,
su movimiento preciso se calculará gracias a F = ma. Su trayectoria está
determinada: describirá una parábola. Pero hay muchas parábolas. Una bola a la
que se batea con poca fuerza apenas llega al lanzador; un golpe poderoso obliga al
recogedor central a correr hacia atrás. ¿Cuál es la diferencia? Newton llamaba aesas variables las condiciones de partida o iniciales. ¿Cuál es la velocidad inicial?
¿Cuál es la dirección inicial? La bola lo mismo sale derecha hacia arriba (en cuyo
caso el bateador recibirá un coscorrón en la cabeza) que en una línea casi
horizontal, con lo que caerá rápidamente al suelo. En todos los casos la trayectoria
queda determinada por la velocidad y la dirección cuando empieza el movimiento,
es decir, por las condiciones iniciales.
¡ESPERAD!
Ahora viene un punto profundamente filosófico. Dado un conjunto inicial para un
cierto número de objetos y dado el conocimiento de las fuerzas que actúan en esos
objetos, sus movimientos se pueden predecir… para siempre. El mundo, en la
concepción de Newton, es predecible y determinado. Por ejemplo, suponed que todo
está hecho en el mundo de átomos, raro pensamiento para sacarlo a relucir en la
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Colaboración de Sergio Barros 113 Preparado por Patricio Barros
Prometí tres leyes y sólo he dado dos. La tercera se formula diciendo que «la acción
es igual a la reacción». Con mayor precisión, dice que si un objeto A ejerce una
fuerza sobre un objeto B, B ejerce una fuerza igual y opuesta sobre A. El poder de
esta ley es que se extiende a todas las fuerzas, no importa cómo se generen, sean
gravitatorias, eléctricas, magnéticas u otras.
14. La F favorita de Isaac
El descubrimiento de Isaac N. que sigue en cuanto a profundidad a la segunda ley
tiene que ver con la fuerza específica que él encontró en la naturaleza, la F de la
gravedad. Recordad que la F de la segunda ley de Newton sólo significa fuerza, una
fuerza cualquiera. Cuando se escoge una concreta para enchufarla en la ecuación,
hay que definirla, cuantificarla primero para que la ecuación funcione. Ello quiere
decir, Dios nos ayude, que hace falta otra ecuación.
Newton enunció una expresión para F (la gravedad) —es decir, para los casos en
que la fuerza pertinente es la gravedad—, la ley universal de la gravitación. La idea
es que todos los objetos ejercen fuerzas gravitatorias los unos sobre los otros que
dependen de las distancias que los separen y de cuánta «pasta» contenga cada uno.
¿Pasta? Esperad un minuto. Aquí se notó la inclinación de Newton hacia la teoría
atómica. Razonaba que la fuerza de la gravedad actúa sobre todos los átomos del
objeto, no sólo, por ejemplo, sobre los de la superficie. La Tierra y la manzanaejercen la fuerza como un todo. Cada átomo de la Tierra atrae a cada átomo de la
manzana. Y también, hemos de añadir, la manzana ejerce la fuerza sobre la Tierra;
hay aquí una simetría terrible, pues la Tierra ha de elevarse infinitesimalmente
hacia la manzana. El atributo de «universal» con que se califica la ley quiere decir
que esa fuerza está en todas partes. Es también la fuerza de la Tierra sobre la Luna,
del Sol sobre Marte, del Sol sobre Próxima Centauri, la estrella que más cerca está
de él, a unos 5.000.000.000.000.000 kilómetros. En pocas palabras, la ley de la
gravedad de Newton se aplica a todos los objetos estén donde estén. La fuerza se
extiende, disminuyendo conforme a la distancia que separe a los cuerpos. Los
estudiantes aprenden que es una «ley de la inversa del cuadrado», lo que quiere
decir que la fuerza se debilita según el cuadrado de la distancia. Si la separación de
los dos objetos se duplica, la fuerza se debilita hasta no ser más que una cuarta
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Colaboración de Sergio Barros 116 Preparado por Patricio Barros
demasiado pequeño para que se pueda percibir. En muchos otros fenómenos, la
gravedad carece de importancia. Por ejemplo, en la colisión de dos bolas de billar (a
los físicos les encantan las colisiones en cuanto herramientas del conocimiento), la
influencia de la Tierra se elimina realizando el experimento en una mesa. Entonces
sólo quedan las fuerzas horizontales que intervienen cuando las bolas chocan.
16. El misterio de las dos masas
La ley universal de la gravitación de Newton proporcionó la F en todos los casos
donde la gravitación cuenta. Ya dije que escribió su F de manera que la fuerza de
cualquier objeto, la Tierra, por ejemplo, sobre cualquier otro, la Luna, por ejemplo,
dependiera de la «pasta gravitatoria» contenida en la Tierra multiplicada por la que
contenga la Luna. Para cuantificar esta profunda verdad, Newton enunció otra
fórmula, en torno a la cual hemos estado revoloteando. Explicada con palabras, la
fuerza de la gravedad entre dos objetos cualesquiera, llamémoslos A y B, es igual al
producto de cierta constante numérica (que se suele denotar con el símbolo G), la
pasta en A (denotémosla con MA) y la pasta en B (MB), todo ello dividido por el
cuadrado de la distancia entre el objeto A y el objeto B. En símbolos:
F = G × (MA × MB / R2)
La llamaremos fórmula II. Hasta quienes sean anuméricos hasta la médula
reconocerán la economía que supone nuestra fórmula. Para ser más concretos,
suponed que A es la Tierra y B la Luna, si bien en la poderosa síntesis de Newton la
fórmula se aplica a todos los cuerpos. Una ecuación específica para ese sistema de
dos cuerpos tendría este aspecto:
F = G × (MTierra × MLuna / R2)
La distancia entre la Tierra y la Luna, R, es de unos 380.000 kilómetros. La
constante G, por si queréis saberlo, es 6,67 × 10−11 en las unidades que miden las
M en kilogramos y R en metros. Esta constante, conocida con precisión, mide la
intensidad de la fuerza gravitatoria. No hace falta que os acordéis de memoria de
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Con matemáticas, se escribe así: M (gravedad) / m (inercia) = 1,000.000.000 más
o menos 0,000.000.005. Es decir, está entre 1,000.000.005 y 0,999.999.995.
Hoy hemos confirmado esa razón hasta más de doce ceros tras la coma decimal.
Galileo demostró en Pisa que dos esferas diferentes caen a la misma velocidad.
Newton enseñó por qué. Como la M mayúscula es igual a la m minúscula, la fuerza
de la gravedad es proporcional a la masa del objeto. Puede que la masa gravitatoria
(M ) de una bala de cañón sea mil veces la de una bola de un rodamiento. Esto
significa que la fuerza gravitatoria sobre ella será mil veces mayor. Pero también
significa que su masa inercial (m) reunirá una resistencia a la fuerza mil veces
mayor que la opuesta por la masa inercial de la bola del rodamiento. Si se dejan
caer estos dos objetos desde la torre, los dos efectos se anulan. La bala de cañón y
la bola del rodamiento dan en el suelo a la vez.
La igualdad de M y m era una coincidencia increíble, y atormentó a los científicos
durante siglos. Fue el análogo clásico del 137. Y en 1915 Einstein incorporó esta
«coincidencia» a una profunda teoría, la teoría de la relatividad general.
Las investigaciones del barón Eötvös sobre M y m fueron su trabajo científico más
aclamado, pero no, en absoluto, su mayor contribución a la ciencia. Entre otras
cosas, fue un pionero de la ortografía. ¡Dos diéresis! Mayor importancia tuvo el
interés que sintió por la educación de la ciencia y la formación de los profesores de
enseñanza media, tema que me es cercano y querido. Los historiadores hanseñalado que los esfuerzos educativos del barón Eötvös condujeron a una explosión
del genio: en la era Eötvös surgieron en Budapest lumbreras del calibre de los
físicos Edward Teller, Eugene Wigner y Leo Szilard y del matemático John von
Neumann. La producción de los científicos y matemáticos húngaros a principios del
siglo XX fue tan prolífica que muchos observadores, por lo demás en sus cabales,
creían que Budapest había sido colonizada por los marcianos conforme a un plan
para infiltrarse en el planeta y controlarlo.
Los vuelos espaciales son una ilustración espectacular de la obra de Newton y
Eötvös. Todos hemos visto el vídeo de la cápsula espacial: el astronauta suelta su
bolígrafo, y éste flota cerca de él, en una exhibición deliciosa de «ingravidez». Por
supuesto, el hombre y su bolígrafo no son en realidad ingrávidos. La fuerza de la
gravedad sigue actuando. La Tierra tira de la masa gravitatoria de la cápsula, del
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Colaboración de Sergio Barros 119 Preparado por Patricio Barros
astronauta y del bolígrafo. Mientras, las masas inerciales determinan el movimiento,
como dicta la fórmula I. Como las dos masas son iguales, el movimiento es el
mismo para todos los objetos. Los astronautas, el bolígrafo y la cápsula se mueven
juntos en una danza ingrávida.
Otro enfoque consiste en considerar que el astronauta y el bolígrafo están en caída
libre. Mientras la cápsula órbita alrededor de la Tierra, está, en realidad, cayendo
hacia la Tierra. Orbitar no es otra cosa. La Luna, en cierto sentido, cae hacia la
Tierra; si no llega a ella nunca es porque la superficie esférica de la Tierra está
cayendo a la misma velocidad. Si nuestro astronauta está en caída libre y su
bolígrafo también, entonces ambos se encuentran en la misma situación que los dos
pesos que se dejan caer de la torre inclinada. En la cápsula o en caída libre, si el
astronauta pudiese apañárselas para mantenerse sobre una báscula, leería cero.
De ahí que se diga lo de «ingrávido». En realidad, la NASA usa la técnica de la caída
libre para entrenar a los astronautas. En las simulaciones de la ingravidez, se lleva a
los astronautas a una gran altura en un reactor, y éste describe una serie de unas
cuarenta parábolas (otra vez esa figura). En la parte de la parábola que
corresponde a la zambullida, los astronautas experimentan la caída libre… la
ingravidez. (No sin cierta incomodidad, sin embargo. Al avión se le conoce, de
manera oficiosa, como la «cometa del vómito»).
Cosas de la era espacial. Pero Newton sabía todo lo que hay que saber acerca delastronauta y su bolígrafo. Si retrocedierais al siglo XVII, os contaría qué iba a pasar
en el transbordador espacial.
18. El gran sintetizador
Newton llevaba en Cambridge una vida de semirreclusión; hacía frecuentes visitas a
la finca familiar en Linconshire. Casi todas las demás grandes mentes científicas de
Inglaterra se pasaban por entonces la vida en Londres. De 1684 a 1687 trabajó
laboriosamente en la que iba a ser su obra magna, los Philosophiae Naturalis
Principia Magna. Esta obra sintetizó todos sus estudios previos sobre matemáticas y
mecánica, buena parte de los cuales habían sido incompletos, tentativos,
ambivalentes. Los Principia fueron una sinfonía completa, que abarcaba enteros
veinte años de esfuerzos.
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Para escribir los Principia, Newton tuvo que volver a calcular, a pensar, a revisar, y
hubo de tener en cuenta nuevos datos —sobre el paso de los cometas, las lunas de
Júpiter y Saturno, las mareas del estuario del Támesis y muchas otras cosas—. Ahí
fue donde empezó a insistir en el espacio y el tiempo absolutos y expresó con rigor
sus tres leyes del movimiento. Ahí desarrolló el concepto de masa como la cantidad
de «pasta» contenida en un cuerpo: «La cantidad de materia es la que se origina
conjuntamente de su densidad y su envergadura».
Este frenesí de producción creativa tenía sus efectos secundarios. Según el
testimonio de un asistente que vivía con él:
Tanta es la concentración, tanta la seriedad de sus estudios, que come muy
frugalmente, más aún, que a veces se olvida por completo de comer… En las raras
ocasiones en que decidía almorzar en el salón… salía a la calle, se paraba, se daba
cuenta de su error, se apresuraba a volver y, en vez de dirigirse al salón, volvía a
sus habitaciones… Había ocasiones en que se ponía a escribir en el escritorio de pie,
sin concederse a sí mismo la distracción de acercar una silla.
A tal punto llega la obsesión del científico creador.
Los Principia cayeron sobre Inglaterra, sobre Europa en realidad, como una bomba.
Los rumores acerca de la publicación se difundieron con rapidez, aun antes de que
saliese de las prensas. Entre los físicos y los matemáticos, la reputación de Newton
ya era grande. Los Principia le catapultaron a la leyenda y atrajeron sobre él laatención de filósofos como John Locke y Voltaire. Fue un exitazo. Discípulos y
acólitos, e incluso críticos tan eminentes como Christian Huygens y Gottfried Leibniz
se unieron en la alabanza del alcance y la profundidad asombrosos de la obra. Su
archirrival, Robert «Retaco» Hooke, rindió a los Principia de Newton el cumplido
supremo al asegurar que eran un plagio de los trabajos del propio Hooke.
La última vez que visité la Universidad de Cambridge pedí que me dejaran ver una
copia de los Principia; esperaba hallarla dentro de una urna de cristal, en una
atmósfera de helio. Pero no, ahí estaba, la primera edición, ¡en la estantería de la
biblioteca de física! Un libro que cambió la ciencia.
¿De dónde sacó Newton su inspiración? Había, también en este caso, una
sustanciosa literatura sobre el movimiento planetario, incluidos algunos trabajos de
Hooke muy sugerentes. Lo más probable es que estas fuentes le influyeran tanto
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estrella desafortunada o la improbable colisión de dos estrellas de neutrones). No se
ha conseguido todavía. Pero la búsqueda sigue.
La gravedad es nuestro problema número uno a la hora de combinar la física de
partículas y la cosmología. En esto somos un poco como los antiguos griegos, a la
espera, atentos a que ocurra algo, incapaces de experimentar. Si pudiésemos
machacar una estrella contra otra en vez de dos protones, veríamos realmente
algunos fenómenos. Si los cosmólogos tienen razón y la del big bang es de verdad
una buena teoría —y hace poco, en una reunión, me han asegurado que aún lo es—
, hubo una fase al principio del universo en la que todas las partículas se
encontraban en un espacio muy pequeño. La energía por partícula era enorme. La
fuerza gravitatoria, intensificada por toda esa energía, que es equivalente a la
masa, era una fuerza respetable en el dominio del átomo. La teoría cuántica rige al
átomo. Si no introducimos la fuerza gravitatoria en la familia de las fuerzas
cuánticas, nunca conoceremos los detalles del big bang ni, en realidad, la estructura
más profunda de las partículas elementales.
20. Isaac y sus átomos
La mayoría de los estudiosos de Newton coincide en que él creía que la materia
estaba formada por partículas. La gravedad fue la única fuerza que Newton trató
matemáticamente. Razonaba que la fuerza entre los cuerpos, sean la Tierra y laLuna o la Tierra y una manzana, tiene que ser consecuencia de la fuerza entre las
partículas que los constituyen. Me atrevo a conjeturar que la invención por Newton
del cálculo guarda alguna relación con su creencia en los átomos. Para conocer la
fuerza que hay entre la Tierra y la Luna, hay que aplicar nuestra fórmula II. Pero
¿qué valor le damos a R, la distancia entre la Tierra y la Luna? Si la Tierra y la Luna
fuesen muy pequeñas, no habría problema alguno en asignarle un valor a R. Sería
la distancia entre los centros de los objetos. Sin embargo, sabemos cómo la fuerza
de una partícula muy pequeña de la Tierra afecta a la Luna, y sumar todas las
fuerzas de todas las partículas requiere la invención del cálculo integral, que es un
procedimiento para la suma de un número infinito de infinitesimales. Y lo cierto es
que Newton inventó el cálculo en y alrededor de ese año famoso, 1666, durante el
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tomado el designio de dar sólo una noción matemática de estas fuerzas, sin entrar
en sus causas y acciones.
Al oír esto, el público, si estuviera formado por físicos que asisten a un seminario
actual, se pondría de pie y aplaudiría, pues Newton atina con la idea, muy moderna,
de que una teoría se comprueba cuando concuerda con el experimento y la
observación. Entonces, ¿y qué si Newton (y sus admiradores de hoy) no saben el
porqué de la gravedad? ¿Qué crea la gravedad? Será una cuestión filosófica hasta
que alguien muestre que la gravedad es una consecuencia de un concepto más
profundo, una simetría, quizá, de un espacio-tiempo de más dimensiones.
Basta de filosofía. Newton hizo que nuestra persecución del á-tomo avanzara
enormemente al establecer un sistema riguroso de predicción y síntesis que se
podía aplicar a un vasto conjunto de problemas físicos. A medida que estos
principios se fueron difundiendo, tuvieron, como hemos visto, una influencia
profunda en artes prácticas como la ingeniería y la tecnología. La mecánica
newtoniana y sus nuevas matemáticas son verdaderamente la base de una pirámide
sobre la cual se construyen todos los pisos de las ciencias físicas y de la tecnología.
Su revolución supuso un cambio de perspectiva en el pensamiento humano. Sin ese
cambio, no habría habido ni revolución industrial ni persecución sistemática y
continua de un conocimiento y una tecnología nuevos. Esto marca la transición de
una sociedad estática que espera que las cosas ocurran a una sociedad dinámicaque quiere conocer, sabedora de que conocer significa controlar. Y la impronta
newtoniana supuso para el reduccionismo un poderoso empuje.
Las contribuciones de Newton a la física y a las matemáticas y su adhesión a un
universo atomístico están claramente documentadas. Lo que aún permanece
neblinoso es el influjo que en su obra científica tuvo su «otra vida», sus extensas
investigaciones alquímicas y su devoción por la filosofía religiosa ocultista, sobre
todo por las ideas herméticas que se remontan a la antigua magia sacerdotal
egipcia. Estas actividades fueron en muy gran medida subrepticias. Profesor
lucasiano en Cambridge (Stephen Hawking es quien hoy ocupa esa cátedra) y luego
miembro de los círculos políticos londinenses, Newton no podía dejar que su
devoción a esas prácticas religiosas subversivas fuese conocida, pues ello le habría
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explicar de qué manera ejercen las fuerzas su control sobre los objetos a distancia.
Pero esperad, ¡que hay más!
Boscovich tuvo esta otra idea, verdaderamente demencial para el siglo XVIII (o
quizá para cualquier siglo). La materia se compone de á-tomos invisibles e
indivisibles, decía. Nada particularmente nuevo hasta ahí. Leucipo, Demócrito,
Galileo, Newton y otros habrían estado de acuerdo con él. Pero ahora viene lo
bueno: Boscovich decía que esas partículas no tenían tamaño; es decir, que eran
puntos geométricos. Claramente, como tantas ideas científicas, ésta tuvo
precursores; en la Grecia antigua, probablemente, por no mencionar los indicios que
aparecen en las obras de Galileo. Como quizá recordéis de la geometría del
bachillerato, un punto es justo un lugar; no tiene dimensiones. ¡Y ahí viene
Boscovich, con su proposición de que la materia está compuesta por partículas que
no tienen dimensiones! Dimos hace veinte años con una partícula que encaja en tal
descripción. Se llama quark. Volveremos al señor Boscovich más adelante.
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Colaboración de Sergio Barros 132 Preparado por Patricio Barros
reducía a la mitad. Si la presión se triplicaba, el volumen se quedaba en la tercera
parte, y así sucesivamente. A este fenómeno vino a llamársele ley de Boyle, una de
las piedras angulares de la química hasta hoy.
Más importancia tiene una derivación sorprendente de este experimento: el aire, o
cualquier gas, puede comprimirse. Una forma de explicarlo es pensar que el gas se
compone de partículas separadas por espacio vacío. Bajo presión, las partículas se
acercan. ¿Prueba esto que el átomo existe? Por desgracia, cabe imaginar otras
explicaciones, y el experimento de Boyle sólo proporcionó pruebas observacionales
compatibles con el atomismo. Estas pruebas, eso sí, eran lo bastante fuertes para
que contribuyesen a convencer, entre otros, a Isaac Newton de que la teoría
atómica de la naturaleza era el camino que debía seguirse. El experimento de la
compresión de Boyle puso, como muy poco, en entredicho el supuesto aristotélico
de que la materia era continua. Quedaba el problema de los líquidos y los sólidos, a
los que no podía comprimirse con la misma facilidad que a los gases. Esto no quería
decir que no estuviesen compuestos por átomos, sino, sólo, que tenían dentro
menos espacio vacío.
Boyle fue un campeón de la experimentación; ésta, pese a las hazañas de Galileo y
de otros, seguía siendo vista con suspicacia en el siglo XVII. Boyle mantuvo un
largo debate con Baruch Spinoza, el filósofo (y fabricante de lentes) holandés,
acerca de si el experimento podía proporcionar demostraciones. Para Spinoza sólo elpensamiento lógico podía valer como demostración; el experimento era
simplemente un instrumento en la tarea de confirmar o refutar una idea. Científicos
tan grandes como Huygens y Leibniz también ponían en duda el valor de los
experimentos. Los experimentadores siempre hemos tenido la batalla cuesta arriba.
Los esfuerzos de Boyle por probar la existencia de los átomos (prefería la palabra
«corpúsculos») hicieron que la ciencia de la química, por entonces sumida en cierta
confusión, progresase. La creencia prevaleciente entonces era la vieja idea de los
elementos, que se remontaba al aire, tierra, fuego y agua de Empédocles y que se
había ido modificando a lo largo de los años para incluir la sal, el azufre, el
mercurio, el flegma (¿flegma?), el aceite, el espíritu (de las bebidas espirituosas), el
ácido y el álcali. A la altura del siglo XVII, estas no eran sólo las sustancias más
simples que, según la teoría dominante, constituían la materia; se creía que eran
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los ingredientes esenciales de todo. Se esperaba que el ácido, por poner un
ejemplo, estuviera presente en todos los compuestos. ¡Qué confusos tenían que
estar los químicos! Con estos criterios, debía ser imposible analizar hasta las
reacciones químicas más simples. Los corpúsculos de Boyle les llevaron a un
método más reduccionista, y más simple, de analizar los compuestos.
3. El juego de los nombres
Uno de los problemas a los que se enfrentaron los químicos en los siglos XVII y
XVIII era que los nombres que se habían dado a una variedad de sustancias
químicas carecían de sentido. Antoine-Laurent Lavoisier (1743-1794) hizo que todo
cambiara en 1787 con su obra clásica, Méthode de Nomenclature Chimique. A
Lavoisier se le podría llamar el Isaac Newton de la química. (Quizá los químicos
llamen a Newton el Lavoisier de la física).
Fue un personaje asombroso. Competente geólogo, Lavoisier fue también pionero
de la agricultura científica, financiero capaz y reformador social que hizo lo suyo por
promover la Revolución francesa. Estableció un nuevo sistema de pesos y medidas
que condujo al sistema métrico decimal, en uso hoy en las naciones civilizadas. (En
los años noventa, los Estados Unidos, por no quedarse demasiado rezagados, se
van acercando poco a poco al sistema métrico).
El siglo anterior había producido una montaña de datos, pero en ellos reinaba unadesorganización desesperante. Los nombres de las sustancias —pompholix,
colcótar, mantequilla de arsénico, flores de zinc, oropimente, etíope marcial— eran
llamativos, pero no indicaban que hubiese detrás orden alguno. Uno de sus
mentores le dijo a Lavoisier: «El arte de razonar no es más que un lenguaje bien
dispuesto», y Lavoisier hizo suya esta idea. El francés acabaría por asumir la tarea
de reordenar la química y darle nuevos nombres. Cambió el etíope marcial por óxido
de hierro; el oropimente se convirtió en el sulfuro arsénico.
Los distintos prefijos como «ox» y «sulf», y sufijos, como «uro» y «oso», sirvieron
para organizar y catalogar los nombres incontables de los compuestos. ¿Qué
importancia tiene un nombre? ¿Habría conseguido Archibald Leach tantos papeles
en las películas si no hubiese cambiado el suyo y adoptado el de Cary Grant?
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se daba el nombre de «pelícano». El pelícano estaba diseñado de manera que el
vapor de agua que se producía al bullir el agua quedase atrapado y se condensara
en una cabeza esférica, de la que retornaba a la vasija de ebullición a través de dos
tubos con forma de asa. De esta manera no se perdía agua. Lavoisier pesó
cuidadosamente el pelícano y el agua destilada, y puso a hervir el agua durante 101
días. El largo experimento produjo una cantidad apreciable de residuo sólido.
Lavoisier pesó entonces cada elemento: el pelícano, el agua y el residuo. El agua
pesaba exactamente lo mismo tras 101 días de ebullición; algo dice esto de lo
meticulosa que era la técnica de Lavoisier. El pelícano sin embargo, pesaba un poco
menos. El peso del residuo era igual al perdido por el recipiente. Por lo tanto, el
residuo del agua en ebullición no era agua transmutada, sino vidrio disuelto, sílice,
del pelícano. Lavoisier había demostrado que la experimentación, sin mediciones
precisas, no vale para nada e incluso induce a error. La balanza química de
Lavoisier era su violín; lo tocaba para revolucionar la química.
Esto por lo que se refiere a la transmutación. Pero muchos, Lavoisier incluido, creían
aún que el agua era un elemento básico. Lavoisier acabó con esa ilusión al inventar
un aparato que tenía dos pitones. La idea era inyectar un gas diferente por cada
uno, con la esperanza de que se combinasen y se formara una tercera sustancia. Un
día decidió trabajar con oxígeno e hidrógeno; creía que con ellos formaría algún tipo
de ácido. Pero lo que le salió fue agua. Dijo que era «pura como el agua destilada».¿Por qué no? La producía a partir de sus componentes básicos. Obviamente, el agua
no era un elemento, sino una sustancia que se podía fabricar con dos partes de
hidrógeno y una de oxígeno.
En 1783 ocurrió un acontecimiento histórico que contribuiría indirectamente al
progreso de la química. Los hermanos Montgolfier efectuaron las primeras
exhibiciones de vuelos tripulados de globos de aire caliente. Poco después, J. A. C.
Charles, nada menos que profesor de física, se elevó a la altura de tres mil metros
en un globo relleno de hidrógeno. Lavoisier quedó impresionado; vio en esos globos
la posibilidad de subir por encima de las nubes para estudiar los fenómenos
atmosféricos. Poco después se le nombró miembro de un comité que había de
buscar métodos baratos para la producción del gas de los globos. Lavoisier puso en
pie una operación a gran escala con el objetivo de producir hidrógeno mediante la
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los pesos macroscópicos del carbono y del oxígeno que desaparecen para generar el
CO tendrán siempre la misma proporción. Esto solo no sería más que un argumento
débil a favor de los átomos. Sin embargo, cuando se hacen compuestos de
hidrógeno-oxígeno y de hidrógeno-carbono, los pesos relativos del hidrógeno, del
carbono y del oxígeno son siempre 1, 12 y 16. Uno empieza a quedarse sin otras
explicaciones. Cuando se aplica el mismo razonamiento a docenas y docenas de
compuestos, los átomos son la única conclusión sensata.
Dalton revolucionó la ciencia al declarar que el átomo es la unidad básica de los
elementos químicos y que cada átomo químico tiene su propio peso. En sus propias
palabras, escritas en 1808:
Hay tres distinciones en los tipos de cuerpos, o tres estados, que han llamado más
específicamente la atención de los químicos filosóficos; a saber, los que marcan las
expresiones «fluidos elásticos», «líquidos» y «sólidos». Un caso muy famoso es el
que se nos exhibe en el agua, el de un cuerpo que, en ciertas circunstancias, es
capaz de tomar los tres estados. En el vapor reconocemos un fluido perfectamente
elástico, en el agua un líquido perfecto y en el hielo un sólido completo. Estas
observaciones han conducido, tácitamente, a la conclusión, que parece
universalmente adoptada, de que todos los cuerpos de una magnitud sensible, sean
líquidos o sólidos, están constituidos por un vasto número de partículas sumamente
pequeñas, o átomos de materia a los que mantiene unidos una fuerza de atracción,que es más o menos poderosa según las circunstancias…
Los análisis y síntesis químicos no van más allá de organizar la separación de unas
partículas de las otras y su reunión. Ni la creación de nueva materia ni su
destrucción están al alcance de la acción química. Podríamos lo mismo intentar que
hubiera un nuevo planeta en el sistema solar, o aniquilar uno ya existente, que
crear o destruir una partícula de hidrógeno. Todos los cambios que podemos
producir consisten en separar las partículas que están en un estado de cohesión o
combinación, y juntar las que previamente se hallaban a distancia.
Es interesante el contraste entre los estilos científicos de Lavoisier y Dalton.
Lavoisier fue un medidor meticuloso. Insistía en la precisión, y ello rindió el fruto de
una reestructuración monumental de la metodología química. Dalton se equivocó en
muchas cosas. Como peso relativo del oxígeno respecto al hidrógeno, usó 7 en vez
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Universidad de San Petersburgo, y cuando estuvo con ellos durante una protesta
hacia el final de su vida, la administración le echó.
Sin alumnos, quizá no habría construido nunca la tabla periódica. Cuando se le
nombró para la cátedra de química en 1867, Mendeleev no pudo encontrar un texto
aceptable para sus clases, así que se puso a escribir uno. Mendeleev veía a la
química como «la ciencia de la masa» —otra vez esa preocupación por la masa—, y
en su libro propuso la sencilla idea de colocar los elementos conocidos según el
orden de sus pesos atómicos.
Para ello jugó a las cartas. Escribió los símbolos de los elementos con sus pesos
atómicos y diversas propiedades (por ejemplo, sodio: metal activo; argón: gas
inerte) en tarjetas distintas. Mendeleev disfrutaba jugando a paciencia, un tipo de
solitario. Jugó, pues, a paciencia con esa baraja de elementos que había hecho,
dispuestas las cartas en orden creciente de pesos. Descubrió una cierta
periodicidad. Cada ocho cartas, reaparecían en los correspondientes elementos
propiedades químicas parecidas; por ejemplo, el litio, el sodio y el potasio eran
metales activos químicamente, y sus posiciones la 3, la 11 y la 19. Similarmente, el
hidrógeno (1), el flúor (9) y el cloro (17) son gases activos. Reordenó las cartas de
forma que hubiera ocho columnas verticales, y tales que en cada una de ellas los
elementos tuvieran propiedades similares.
Mendeleev hizo algo más, y no fue ortodoxo. No se sentía obligado a llenar todos loshuecos de su rejilla de cartas. Como en un solitario, sabía que algunas cartas
estaban ocultas todavía en el mazo. Quería que la tabla tuviese sentido leída no sólo
fila a fila, a lo ancho, sino por las columnas hacia abajo. Si un hueco requería un
elemento con unas propiedades particulares y ese elemento no existía, lo dejaba en
blanco en vez de forzar un elemento existente en él. Hasta le puso nombre a los
espacios vacíos. Utilizó el prefijo «eka», que en sánscrito significa «uno». Por
ejemplo, el eka-aluminio y el eka-silicio eran los huecos que quedaban en las
columnas verticales bajo el aluminio y el silicio, respectivamente.
Esos huecos en la tabla fueron una de las razones por las que Mendeleev recibió
tantas burlas. Pero cinco años después, en 1875, se descubrió el galio y resultó que
era el eka-aluminio, con todas las propiedades predichas por la tabla periódica. En
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1886 se descubrió el germanio, y resultó ser el eka-silicio. Y el juego del solitario
químico resultó no ser una chaladura tan grande.
Que los químicos hubieran conseguido ya una precisión mayor en la medición de los
pesos atómicos de los elementos fue uno de los factores que hicieron posible la
tabla de Mendeleev. El propio Mendeleev había corregido los pesos atómicos de
varios elementos, y no es que ganase con ello muchos amigos entre los científicos
importantes cuyas cifras había revisado.
Hasta que en el siglo siguiente no se descubrieron el núcleo y el átomo cuántico,
nadie supo por qué aparecían esas regularidades en la tabla periódica. En realidad,
el efecto que inicialmente tuvo la tabla periódica fue el de desanimar a los
científicos. Había cincuenta sustancias o más llamadas «elementos», los
ingredientes básicos del universo que, presumiblemente, no se podían subdividir
más; es decir, más de cincuenta «átomos» diferentes, y el número pronto se inflaría
hasta más de noventa, lo que caía muy lejos de un ladrillo último. A finales del siglo
pasado, los científicos debían de tirarse de los pelos cuando le echaban un vistazo o
la tabla periódica. ¿Dónde estaba la sencilla unidad que buscábamos desde hacía
más de dos mil años? Sin embargo, el orden que Mendeleev halló en ese caos
apuntaba hacia una simplicidad más profunda. Retrospectivamente, se ve que la
organización y las regularidades de la tabla periódica pedían a gritos un átomo
dotado de una estructura que se repitiese periódicamente. Los químicos, sinembargo, no estaban dispuestos a abandonar la idea de que los átomos químicos —
el hidrógeno, el oxígeno y los demás— eran indivisibles. El problema se atacó más
fructíferamente desde otro ángulo.
Pero no hay que culpar a Mendeleev de la complejidad de la tabla periódica. Se
limitó a organizar la confusión lo mejor que pudo, e hizo lo que los buenos
científicos hacen: buscar el orden en medio de la complejidad. En vida, sus colegas
no llegaron a apreciarlo del todo, y no ganó el premio Nobel pese a que vivió unos
cuantos años tras la institución del premio. A su muerte, en 1907, recibió, sin
embargo, el mayor honor que le cabe a un maestro. Un grupo de estudiantes
acompañó el cortejo fúnebre llevando en alto la tabla periódica. El legado de
Mendeleev es la famosa carta de los elementos presente en cada laboratorio, en
cada aula de bachillerato de cualquier lugar del mundo donde se enseñe química.
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8. Ranas eléctricas
Nuestra historia empieza a finales del siglo XVIII, con la invención por Galvani de la
batería, que luego mejoraría otro italiano, Volta. El estudio de los reflejos de las
ranas por Galvani —colgó músculos de rana en la celosía exterior de su ventana y
vio que durante las tormentas eléctricas sufrían convulsiones— demostró la
existencia de la «electricidad animal». Este trabajo fue el estímulo de la obra de
Volta y, además, de algo que luego vendría muy bien. Imaginaos a Henry Ford
instalando un cajón con ranas en sus coches y estas instrucciones para el
conductor: «Hay que dar de comer a las ranas cada veinticinco kilómetros». Volta
descubrió que la electricidad de las ranas tenía que ver con que alguna grosería de
la rana separase dos metales diferentes; las ranas de Galvani estaban colgadas de
ganchos de latón en una celosía de hierro. Volta fue capaz de producir corrientes
eléctricas sin las ranas; para ello probó con pares de metales distintos separados
por piezas de cuero (que hacían el papel de las ranas) empapadas de salmuera.
Enseguida creó una «pila» de placas de cinc y cobre, y observó que cuanto mayor
era la pila, más corriente impulsaba a lo largo de un circuito externo. El
electrómetro que Volta inventó para medir la corriente tuvo un papel decisivo en
esta investigación, que arrojó dos resultados importantes: un instrumento de
laboratorio que producía corrientes y el descubrimiento de que podía generarseelectricidad mediante reacciones químicas.
Otro progreso importante fue la medición que efectuó Coulomb de la intensidad y la
naturaleza de la fuerza eléctrica entre dos bolas cargadas. Para ello inventó la
balanza de torsión, aparato sumamente sensible a las fuerzas minúsculas. La fuerza
que estudió fue, claro, la electricidad. Con su balanza de torsión, Coulomb
determinó que la fuerza entre las cargas eléctricas variaba con el inverso del
cuadrado de la distancia entre ellas. Descubrió además que las cargas del mismo
signo (+ + o − −) se repelían y que las cargas de signo distinto (+−) se atraían. La
ley de Coulomb, que da la F de las cargas eléctricas, desempeñará un papel
fundamental en nuestro conocimiento del átomo.
En un auténtico frenesí de actividad, se emprendieron muchos experimentos acerca
de los fenómenos, que al principio se creían separados, de la electricidad y el
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magnetismo. En el breve periodo de cincuenta años que va, aproximadamente, de
1820 a 1870 esos experimentos condujeron a una gran síntesis que dio lugar a la
teoría unificada que englobaría no sólo la electricidad y el magnetismo, sino también
la luz.
9. El secreto del enlace químico: otra vez las partículas
Buena parte de lo que, en un principio, se fue sabiendo de la electricidad salió de
descubrimientos químicos, en concreto de lo que hoy llamamos electroquímica. La
batería de Volta enseñó a los científicos que una corriente eléctrica puede fluir, a lo
largo de un circuito, por un cable que vaya de un polo de la batería al otro. Cuando
se interrumpe el circuito mediante la conexión de los cables a unas piezas metálicas
sumergidas en un líquido, circula corriente por éste y, como se descubrió, esa
corriente genera un proceso químico de descomposición. Si el líquido es agua,
aparecerá gas hidrógeno cerca de una de las piezas metálicas, y oxígeno junto a la
otra. La proporción de 2 partes de hidrógeno por 1 de oxígeno indica que el agua se
descompone en sus constituyentes. Una solución de cloruro de sodio hacía que uno
de los «terminales» se cubriese de sodio y que en el otro apareciera el verdoso gas
de cloro. Pronto nacería la industria del electrorrecubrimiento.
La descomposición de los compuestos químicos mediante una corriente eléctrica
indicaba algo profundo: que el enlace atómico y las fuerzas eléctricas estabanrelacionados. Fue ganando vigencia la idea de que las atracciones entre los átomos
—es decir, la «afinidad» de una sustancia química por otra— era de naturaleza
eléctrica.
El primer paso de la obra electroquímica de Michael Faraday fue la sistematización
de la nomenclatura, lo que, como los nombres que Lavoisier les dio a las sustancias
químicas, resultó muy útil. Faraday llamó a los metales sumergidos en el liquido
«electrodos». El electrodo negativo era el «cátodo», el positivo el «ánodo». Cuando
la electricidad corría por el agua, impelía un desplazamiento de los átomos cargados
a través del líquido, del cátodo al ánodo. Por lo normal, los átomos son neutros,
carentes de carga positiva o negativa. Pero la corriente eléctrica cargaba, de alguna
forma, los átomos. Faraday llamó a esos átomos cargados «iones». Hoy sabemos
que un ión es un átomo que está cargado porque ha perdido o ganado uno o más
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Colaboración de Sergio Barros 146 Preparado por Patricio Barros
electrones. En la época de Faraday, no se conocían los electrones. No sabían qué
era la electricidad. Pero ¿tuvo Faraday alguna idea de la existencia de los
electrones? En la década de 1830 realizó una serie de espectaculares experimentos
que se resumirían en dos sencillos enunciados a los que se conoce por el nombre de
leyes de Faraday de la electrólisis:
La masa de los productos químicos desprendidos en un electrodo es proporcional a
la corriente multiplicada por el lapso de tiempo durante el cual pasa. Es decir, la
masa liberada es proporcional a la cantidad de electricidad que pasa por el líquido.
La masa liberada por una cantidad fija de electricidad es proporcional al peso
atómico de la sustancia multiplicado por el número de átomos que haya en el
compuesto.
Lo que estas leyes querían decir es que la electricidad no es continua, uniforme,
sino que se divide en «pegotes». Dada la concepción atómica formulada por Dalton,
las leyes de Faraday nos dicen que los átomos del líquido (los iones) se desplazan al
electrodo, donde a cada ión se le entrega una cantidad unitaria de electricidad que
lo convierte en un átomo libre de hidrógeno, oxígeno, plata o lo que sea. Las leyes
de Faraday apuntan, pues, a una conclusión inevitable: hay partículas de
electricidad. Esta conclusión, sin embargo, tuvo que esperar unos sesenta años a
que el descubrimiento del electrón la confirmase rotundamente hacia el final del
siglo.
10. Conmoción en Copenhague
Proseguimos la historia de la electricidad —eso que sale de los dos o tres agujeros
de vuestros enchufes y que hay que pagar— yéndonos a Copenhague, Dinamarca.
En 1820, Hans Christian Oersted hizo un descubrimiento decisivo —según algunos
historiadores, el descubrimiento decisivo—. Generó una corriente eléctrica de la
manera reconocida: con cables que conectaban los dos bornes de un dispositivo
voltaico (una batería). La electricidad seguía siendo un misterio, pero se sabía que
la corriente eléctrica tenía que ver con algo a lo que se llamaba carga eléctrica y
que se movía por un hilo. No causaba sorpresa, hasta que Oersted colocó una aguja
de brújula (un imán) cerca del circuito. Cuando pasaba la corriente, la aguja del
compás viraba, y de apuntar al polo norte geográfico (su posición natural) iba a
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11. Otro déjà vu de cabo a cabo
Entra Michael Faraday (1791-1867). (De acuerdo, ya ha entrado, pero esta es la
presentación formal. Fanfarrias, por favor). Si Faraday no fue el mayor
experimentador de su época, ciertamente opta al título. Se dice que hay más
biografías suyas que de Newton, Einstein o Marilyn Monroe. ¿Por qué? En parte
porque su vida tiene un aire que recuerda a la de la Cenicienta. Nacido en la
pobreza, a veces hambriento (una vez se le dio un pan para que comiese una
semana entera), Faraday apenas si asistió a la escuela; su educación fue muy
religiosa. A los catorce años era aprendiz de un encuadernador, y se las apañó para
leer algunos de los libros a los que ponía tapas. Se educaba a si mismo mientras
desarrollaba una habilidad manual que le vendría muy bien en sus experimentos.
Un día, un cliente llevó un ejemplar de la tercera edición de la Encyclopaedia
Britannica para que se lo encuadernasen de nuevo. Contenía un artículo sobre la
electricidad. Faraday lo leyó, se quedó enganchado con el tema y el mundo cambió.
Pensad en esto. Las redacciones de las cadenas informativas reciben dos noticias
que les transmite Associated Press:
Faraday descubre la electricidad, la Royal Society festeja la hazaña y Napoleón
escapa de Santa Elena, los ejércitos del continente en pie de guerra. ¿Qué noticia
abre las noticias de las seis? ¡Correcto! Napoleón. Pero durante los cincuenta añossiguientes el descubrimiento de Faraday electrificó Inglaterra y puso en marcha el
cambio más radical en la manera en que la gente vivía que jamás haya dimanado
de las invenciones de un solo ser humano. Con que en la universidad se les
hubieran exigido a los responsables del periodismo televisivo unos conocimientos
verdaderamente científicos…
12. Velas, motores, dinamos
Esto es lo que Michael Faraday hizo. Empezó su vida profesional, a los veintiún
años, como químico; descubrió algunos compuestos orgánicos, el benceno entre
ellos. El paso a la física lo dio al poner en claro la electroquímica. (Si esos químicos
de la Universidad de Utah que creían haber descubierto la fusión fría en 1989
hubiesen entendido mejor las leyes de Faraday de la electrólisis, puede que se
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Colaboración de Sergio Barros 152 Preparado por Patricio Barros
Pero somos científicos puros… Les seguimos la pista al á-tomo y la Partícula Divina;
nos hemos detenido en la técnica sólo porque habría sido durísimo construir
aceleradores de partículas sin la electricidad de Faraday. En cuanto a éste, lo más
seguro es que la electrificación del mundo no le habría impresionado mucho,
excepto porque así podría haber trabajado de noche.
El propio Faraday construyó el primer generador eléctrico; se accionaba a mano.
Pero estaba demasiado centrado en el «descubrimiento de hechos nuevos… con la
seguridad de que estas últimas [las aplicaciones prácticas] hallarán su desarrollo
completo en adelante» para pensar en qué hacer con ellos. Se cuenta a menudo
que el primer ministro británico visitó el laboratorio de Faraday en 1832 y,
señalando a esa máquina tan divertida, le preguntó para qué servía. «No lo sé, pero
apuesto a que algún día el gobierno le pondrá un impuesto», dijo Faraday. El
impuesto sobre la generación de electricidad se estableció en Inglaterra en 1880.
13. Que el campo esté contigo
La mayor contribución conceptual de Faraday, crucial en nuestra historia del
reduccionismo, fue el campo. Nos prepararemos para afrontar esta noción volviendo
a Roger Boscovich, que había publicado una hipótesis radical unos setenta años
antes de la época de Faraday y con ella hizo que la idea del á-tomo diese un
importante paso hacia adelante. ¿Cómo chocan los á-tomos?, preguntó. Cuando lasbolas de billar chocan, se deforman; su recuperación elástica impulsa las bolas y las
aparta. Pero ¿y los átomos? ¿Cabe imaginarse un átomo deformado? ¿Qué se
deformaría? ¿Qué se recuperaría? Esta línea de pensamiento condujo a que
Boscovich redujese los átomos a puntos matemáticos carentes de dimensiones y de
estructura. Ese punto es la fuente de las fuerzas, tanto de las atractivas como de las
repulsivas. Elaboró un modelo geométrico detallado que abordaba las colisiones
atómicas de una forma muy aceptable. El á-tomo puntual hacía todo lo que el
«átomo duro y con masa» de Newton hacía, y ofrecía ventajas. Aunque no tenía
extensión, sí poseía inercia (masa). El á-tomo de Boscovich influía más allá de sí
mismo en el espacio mediante las fuerzas que radiaban de él. Es una idea de lo más
presciente. También Faraday estaba convencido de que los á-tomos eran puntos,
pero, como no podía ofrecer ninguna prueba, no lo defendió abiertamente. La idea
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de Boscovich-Faraday era esta: la materia está formada por á-tomos puntuales
rodeados por fuerzas. Newton había dicho que las fuerzas actúan sobre la masa;
por lo tanto, la concepción de Boscovich-Faraday era, claramente, una extensión de
la newtoniana. ¿Cómo se manifiestan tales fuerzas?
«Vamos a hacer un juego», les digo a los estudiantes, en un aula grande. «Cuando
el que esté a vuestra izquierda baje la mano, levantad y bajad la vuestra». Al final
de la fila, la señal salta a la fila de arriba y cambio la orden: ahora es «el que esté a
vuestra derecha». Empezamos con la estudiante que esté más a la izquierda en la
primera fila. Levanta la mano y, enseguida, la onda de «manos arriba» atraviesa la
sala, sube, la atraviesa en dirección contraria y así hasta que se extingue al llegar
arriba del todo. Lo que tenemos es una perturbación que se propaga a cierta
velocidad por un medio de estudiantes. Es el mismo principio de la ola que hacen en
los estadios de fútbol. Las ondas del agua tienen las mismas propiedades. La
perturbación se propaga, pero las partículas del agua se quedan clavadas en su
sitio; sólo oscilan arriba y abajo, y no participan de la velocidad horizontal de la
perturbación. La «perturbación» es la altura de la onda. El medio es el agua, y la
velocidad depende de sus propiedades. El sonido se propaga por el aire de una
forma muy similar. Pero ¿cómo se extiende una fuerza de átomo a átomo a través
del espacio entre ellos? Newton echó el balón fuera. «No urdo hipótesis», dijo.
Urdida o no, la hipótesis común acerca de la propagación de la fuerza era lamisteriosa acción a distancia, una especie de hipótesis interina, hasta que en el
futuro se sepa cómo funciona la gravedad.
Faraday introdujo el concepto de campo, la capacidad que tiene el espacio de que
una fuente que está en alguna parte lo perturbe. El ejemplo más común es el del
imán que actúa sobre unas limaduras de hierro. Faraday caracterizaba el espacio
alrededor del imán o de la bobina con la palabra «tensado», tensado a causa de la
fuente. El concepto de campo se fue constituyendo, laboriosamente, a lo largo de
muchos años, en muchos escritos, y los historiadores disfrutan no poniéndose de
acuerdo acerca de cómo y cuándo nació, y bajo qué forma. Esta es una nota de
Faraday, escrita en 1832: «Cuando un imán actúa sobre un imán o una pieza de
hierro distantes, la causa que influye en ellos… procede gradualmente desde los
cuerpos magnéticos y su transmisión requiere tiempo [la cursiva es mía]». Por lo
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lo tanto, con el mensaje, el que sea, que contenga, se propaga a partir de la antena
a la velocidad de la luz. Cuando llega a otra antena, hallará una multitud de
electrones, a los que, a su vez, hará que bailen arriba y abajo, creándose así una
corriente oscilante que se podrá detectar y convertir en informaciones de vídeo y de
audio.
A pesar de su contribución monumental, Maxwell no causó sensación precisamente
de la noche a la mañana. Veamos qué dijeron los críticos del tratado de Maxwell:
«La concepción es un tanto burda». (sir Richard Glazebrook)
«Una sensación de incomodidad, a menudo incluso de desconfianza se mezcla
con la admiración…». (Henri Poincaré)
«No prendió en Alemania, e incluso pasó casi desapercibido». (Max Planck)
«Debo decir una cosa acerca de ella [la teoría electromagnética de la luz]. No
creo que sea admisible». (lord Kelvin).
Con reseñas como estas cuesta convertirse en una superestrella. Hizo falta un
experimentador para hacer de Maxwell una leyenda, pero no en su propio tiempo,
pues, por unos diez años, murió demasiado pronto.
15. Hertz, al rescate
El verdadero héroe (para este aprendiz de historiador tan tendencioso) es HeinrichHertz, quien en una serie de experimentos que se prolongaron durante más de diez
años (1873-1888) confirmó todas las predicciones de la teoría de Maxwell.
Las ondas tienen una longitud de onda, que es la distancia entre las crestas. Las
crestas de las olas en el mar suelen estar separadas de unos seis a nueve metros.
Las longitudes de las ondas sonoras son del orden de unos cuantos centímetros.
También el electromagnetismo adopta la forma de ondas. La diferencia entre las
distintas ondas electromagnéticas —infrarrojas, microondas, rayos X, ondas de
radio— estriba sólo en sus longitudes de onda. La luz visible —azul, verde, naranja,
roja— cae por la mitad del espectro electromagnético. Las ondas de radio y las
microondas tienen longitudes de onda mayores; la luz ultravioleta, los rayos X y los
rayos gamma, más cortas.
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angulares del universo material— siempre permanecerán enteros y sin desgaste
alguno». Sólo con que hubiera usado las palabras «quarks y leptones» en vez de
«átomos»…
El juicio definitivo sobre Maxwell procede otra vez de Einstein, quien afirmaba que la
de Maxwell fue la contribución concreta más importante del siglo XIX.
16. El imán y la bola
Hemos pasado demasiado deprisa sobre algunos aspectos importantes de nuestra
historia. ¿Cómo sabemos que los campos se propagan a una velocidad finita?
¿Cómo supieron los físicos del siglo XIX siquiera cuál era la velocidad de la luz? Y
¿cuáles la diferencia entre la acción a distancia instantánea y la reacción diferida?
Imaginaos que hay un electroimán muy poderoso en un extremo de un campo de
fútbol y, en el otro extremo, una bola de hierro a la que un fino alambre suspende
de un soporte muy alto. La bola se vencerá, poco, muy poco, hacia el imán alejado.
Suponed ahora que desconectamos muy deprisa la corriente del imán. Las
observaciones precisas de la bola y el alambre deberían registrar la reacción,
cuando la bola volviese a su posición de equilibrio. Pero ¿es instantánea la reacción?
Sí, dicen los de la acción a distancia. El imán y la bola de hierro están
estrechamente conectados y, cuando el imán se apaga, la bola empieza
instantáneamente a retroceder a la posición de desviación nula. « ¡No!», dice lagente de la velocidad finita. La información «el imán está apagado, ahora puedes
descansar» viaja por el campo a una velocidad definida, con lo que la reacción de la
bola se retrasa.
Hoy conocemos la respuesta. La bola tiene que esperar; no demasiado, porque la
información viaja a la velocidad de la luz, pero el retraso es medible. En la época de
Maxwell este problema era el centro de un encarnizado debate. Estaba en juego la
validez del concepto de campo. ¿Por qué no hicieron un experimento y zanjaron la
cuestión? Porque la luz es tan rápida que cruzar el campo de fútbol entero le lleva
sólo una millonésima de segundo. En el siglo pasado, ese era un lapso de tiempo
difícil de medir. Hoy es una cosa corriente medir intervalos mil veces más cortos, así
que la propagación a velocidad finita de los campos se calibra con facilidad.
Hacemos, por ejemplo, que un rayo láser rebote en un reflector nuevo situado en la
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Luna y medimos de esa forma la distancia entre la Luna y la Tierra. El viaje de ida y
vuelta dura alrededor de 1,0 segundo.
Un ejemplo a mayor escala. El 23 de febrero de 1987, exactamente a las 7:36 de
hora universal u hora media de Greenwich, se observó la explosión de una estrella
en el cielo meridional. Esta supernova estaba nada menos que en la Gran Nube de
Magallanes, un cúmulo de estrellas y polvo que se halla a 160.000 años luz. En
otras palabras, la información electromagnética necesitó 160.000 años para ir de la
supernova a la Tierra. Y la supernova 87A era una vecina hasta cierto punto
cercana. El objeto más distante que se ha observado está a unos 8.000 millones de
años luz. Su luz partió hacia nuestro telescopio no mucho después del Principio.
La velocidad de la luz se midió por primera vez en un laboratorio terrestre. Lo hizo
Armand-Hippolyte-Louis Fizeau, en 1849. Como no había osciloscopios ni relojes
gobernados por cristal utilizó una ingeniosa disposición de espejos (que extendían el
camino recorrido por la luz) y una rueda dentada rotatoria. Si sabemos a qué
velocidad gira la rueda y su radio, sabremos calcular el tiempo en que un diente
reemplaza a un hueco. Podremos ajustar la velocidad de rotación de forma que ese
tiempo sea precisamente el tiempo que tarda la luz en ir del hueco al espejo lejano
y volver al hueco y pasar por él hasta el ojo de M. Fizeau. Mon Dieu! ¡Lo veo!
Acelérese entonces la rueda poco a poco hasta que el rayo quede bloqueado. Eso
es. Ahora sabemos la distancia que ha recorrido el haz —de la fuente de luz por elhueco hasta el espejo y de vuelta al diente de la rueda— y el tiempo que le ha
llevado hacerlo. Trajinando con este montaje consiguió Fizeau su famoso número:
300 millones (3 × 108) de metros por segundo.
No deja de sorprenderme la hondura filosófica de estos tipos del renacimiento
electromagnético. Oersted creía (al contrario que Newton) que todas las fuerzas de
la naturaleza (las de entonces: la gravedad, la electricidad y el magnetismo) eran
manifestaciones diferentes de una sola fuerza primordial. ¡Es taaaan moderno! Los
esfuerzos de Faraday por establecer la simetría de la electricidad y el magnetismo
invocan la herencia griega de la simplicidad y la unificación, 2 de los 137 objetivos
del Fermilab para la década de los años noventa.
17. ¿La hora de volver a casa?
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En estos dos últimos capítulos hemos cubierto más de trescientos años de física
clásica, de Galileo a Hertz. He dejado fuera a gente muy buena. El holandés
Christian Huygens, por ejemplo, nos contó un montón de cosas sobre la luz y las
ondas. El francés René Descartes, el fundador de la geometría analítica, fue un
destacado defensor del atomismo, pero sus amplias teorías de la materia y la
cosmología, aunque imaginativas, no dieron en el blanco.
Hemos considerado la física clásica desde un punto de vista, el de la búsqueda del
á-tomo de Demócrito, que no es el ortodoxo. Se suele abordar la física clásica como
un examen de fuerzas: la gravedad y el electromagnetismo. Como ya hemos visto,
la gravedad deriva de la atracción entre las masas. En la electricidad, Faraday
reconoció un fenómeno diferente; la materia aquí no cuenta, dijo. Fijémonos en los
campos de fuerza. Claro está, en cuanto se tiene una fuerza hay que recurrir a la
segunda ley de Newton (F = ma) para hallar el movimiento resultante, y entonces sí
que importa la masa inercial. El enfoque adoptado por Faraday de que la materia no
contase parte de una intuición de Boscovich, pionero del atomismo. Y, claro,
Faraday dio los primeros indicios de que había «átomos de la electricidad». Puede
que se suponga que uno no debe mirar la historia de la ciencia de esta manera,
como la persecución de un concepto, el de partícula última. Y, sin embargo, ahí
está, bajo la superficie de las vidas intelectuales de muchos de los héroes de la
física.A finales del siglo XIX, los físicos creían que lo tenían todo a la vez. Toda la
electricidad, todo el magnetismo, toda la luz, toda la mecánica, todas las cosas en
movimiento, y además toda la cosmología y la gravedad: todo se conocía gracias a
unas cuantas ecuaciones sencillas. Respecto a los átomos, la mayoría de los
químicos pensaban que se trataba de un tema casi cerrado. Estaba la tabla
periódica de los elementos. El hidrógeno, el helio, el carbono, el oxígeno y demás
eran elementos indivisibles, cada uno con su propio átomo, invisible e indivisible.
Había en el cuadro algunas grietas misteriosas. El Sol, por ejemplo, era
desconcertante. Basándose en las creencias por entonces corrientes en la química y
en la teoría atómica, el científico británico lord Rayleigh calculó que el Sol debería
haber consumido todo su combustible en 30.000 años. Los científicos sabían que el
Sol era mucho más viejo. El asunto ese del éter planteaba también problemas. Sus
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propiedades mecánicas tenían que ser verdaderamente extrañas: había de ser
transparente del todo y capaz de deslizarse entre los átomos de la materia sin
perturbarlos, y sin embargo tenía que ser tan rígido como el acero para aguantar la
velocidad enorme de la luz. Pero se esperaba que esos y otros misterios se
resolverían a su debido tiempo. Si yo hubiese enseñado en 1890, a lo mejor habría
estado tentado de decirles a mis alumnos que se buscasen otra disciplina más
interesante. Todas las grandes preguntas tenían ya su respuesta. Las cuestiones
que aún no se comprendían bien —la energía del Sol, la radiactividad y unos
cuantos quebraderos de cabeza más—, bueno, todos creían que más tarde o más
temprano sucumbirían ante el poder del monstruo teórico de Newton y Maxwell. A la
física la habían empaquetado cuidadosamente en una caja y atado con un lazo.
Entonces, de pronto, a finales del siglo, el paquete entero empezó a desenvolverse.
La culpa, como suele pasar, la tuvo la ciencia experimental.
18. La primera verdadera partícula
A lo largo del siglo XIX, los físicos se enamoraron de las descargas eléctricas que se
producían en los tubos de cristal rellenos de gas cuando se disminuía la presión. Un
soplador de vidrio hacía un impecable tubo de cristal de un metro de largo. Dentro
del tubo quedaban sellados unos electrodos de metal. El experimentador extraía lo
mejor que podía todo el aire del tubo e introducía el gas que se desease (hidrógeno,aire, dióxido de carbono) a baja presión. Cada electrodo se conectaba a una batería
externa mediante unos cables y se aplicaban grandes voltajes eléctricos. Entonces,
en una sala a oscuras, los investigadores se maravillaban ante el resplandor
espléndido que aparecía, cuyo aspecto y tamaño variaba a medida que la presión
disminuía. Cualquiera que haya visto un anuncio de neón conoce este tipo de
resplandor. Cuando la presión era lo bastante baja, el brillo se convertía en un rayo,
que iba del cátodo, el terminal negativo, al ánodo. Como es lógico, se le denominó
rayo catódico. Estos fenómenos, de los que hoy sabemos que son bastante
complejos, apasionaron a una generación de físicos y profanos interesados de toda
Europa.
Los científicos sabían algunos detalles, que daban lugar a controversia,
contradictorios incluso, acerca de estos rayos. Llevaban carga negativa. Se movían
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por líneas rectas. Podían hacer que diese vueltas una rueda de palas encerrada en
el tubo. Los campos eléctricos no los desviaban. Los campos magnéticos sí los
desviaban. Un campo magnético hacía que un haz estrecho de rayos catódicos se
doblase y describiese un arco circular. Un espesor de metal detenía los rayos, pero
atravesaban las hojas metálicas finas.
Son hechos interesantes, pero el misterio fundamental persistía: ¿qué eran esos
rayos? A finales del siglo XIX, se hacían dos suposiciones. Algunos investigadores
pensaban que los rayos catódicos eran vibraciones electromagnéticas del éter,
carentes de masa. No era una suposición mala. Al fin y al cabo, resplandecían como
un haz de luz, otro tipo de vibración electromagnética. Y era obvio que la
electricidad, que es una forma de electromagnetismo, tenía algo que ver con los
rayos.
Otro bando creía que los rayos eran una forma de materia. Según una buena
suposición, se componían de moléculas del gas presente en el tubo que habían
cogido de la electricidad una carga. Otra hipótesis era que los rayos catódicos
estaban hechos de una forma nueva de materia, de pequeñas partículas que hasta
entonces no se habían aislado. Por una serie de razones, se «mascaba» la idea de
que había un portador básico de la carga. Nos iremos de la lengua ahora mismo.
Los rayos catódicos ni eran vibraciones electromagnéticas ni eran moléculas de gas.
Si Faraday hubiese vivido a finales del siglo XIX, ¿qué habría dicho? Las leyes deFaraday daban a entender con fuerza que había «átomos de electricidad». Como
recordaréis, realizó algunos experimentos similares, sólo que él hizo que la
electricidad pasase por líquidos en vez de por gases y obtuvo iones, átomos
cargados. Ya en 1874, George Johnstone Stoney, físico irlandés, había acuñado la
palabra «electrón» para referirse a la unidad de electricidad que se pierde cuando
un átomo se convierte en un ión. Si Faraday hubiera visto un rayo catódico, quizá,
(dentro de sí, habría sabido que estaba observando a los electrones en acción.
Puede que algunos científicos de este periodo sospechasen intensamente que los
rayos catódicos eran partículas; quizá unos cuantos creyesen que por fin habían
dado con el electrón. ¿Cómo saberlo? ¿Cómo probarlo? En el intenso periodo
anterior a 1895, muchos investigadores destacados de Inglaterra, Escocia, Alemania
y los Estados Unidos estudiaron las descargas eléctricas. Quien dio con el filón fue
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un inglés llamado J. J. Thomson. Otros anduvieron cerca. Nos fijaremos en dos de
ellos y en lo que hicieron, sólo para que se vea lo despiadadamente cruel que es la
vida científica.
El tipo que estuvo más cerca de ganar a Thomson fue Emil Weichert, físico prusiano.
Exhibió su técnica a quienes asistieron a una de sus disertaciones en enero de 1887.
Su tubo de cristal tenía unos cuarenta centímetros de largo y siete de ancho. Los
luminosos rayos catódicos eran fácilmente visibles en una sala en penumbra.
Si queréis meter en el redil a una partícula, deberéis dar su carga (e) y su masa
(m). Para solventar este problema, muchos investigadores recurrieron, cada uno
por su lado, a una técnica inteligente: someter el rayo a unas fuerzas eléctricas y
magnéticas conocidas, y medir su reacción. Recordad F = ma. Si los rayos estaban
compuestos de verdad de partículas cargadas eléctricamente, la fuerza que
experimentarían dependería de la cantidad de carga (e) que llevasen. La reacción
quedaría amortiguada por su masa inercial (m). Por desgracia, pues, el efecto que
se podía medir era el cociente de esas dos magnitudes, la razón e / m. En otras
palabras, los investigadores no podían hallar los valores individuales de e o de m,
sólo un número igual a uno de ellos dividido por el otro. Veamos un ejemplo
sencillo. Se os da el número 21 y se os dice que es el cociente de dos números. El
21 es sólo una pista. Los dos números que buscáis podrían ser 21 y 1, 63 y 3, 7 y
1/3, 210 y 10, ad infinitum. Pero si tenéis una idea de cuál es uno de los números,podréis deducir el segundo.
En busca de e / m, Weichert puso su tubo en el entrehierro de un imán, que arqueó
el haz de luz. El imán empuja la carga eléctrica de las partículas; cuanto más lentas
sean, menos le costará al imán hacer que describan un arco de círculo. Una vez
supo cuál era la velocidad, la desviación de las partículas por el imán le dio un valor
bueno de e / m.
Weichert sabía que, si hacía una suposición justificada del valor de la carga
eléctrica, podría deducir la masa aproximada de la partícula. Concluía: «No se trata
de los átomos conocidos en química, pues la masa de estas partículas móviles [los
rayos catódicos] resulta ser de unas 2.000 a unas 4.000 veces menor que el átomo
químico más ligero que se conoce, el de hidrógeno». Weichert casi dio en el blanco.
Sabía que estaba buscando algún tipo nuevo de partícula. Estuvo cerquísima de su
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Colaboración de Sergio Barros 169 Preparado por Patricio Barros
cámara de niebla, inventada por un alumno suyo, el escocés C. T. R. Wilson, para
estudiar las propiedades de la lluvia, bien no escaso en Escocia. La lluvia se produce
cuando el vapor de agua se condensa sobre el polvo y forma gotas. Cuando el aire
está limpio, los iones cargados eléctricamente pueden desempeñar el papel del
polvo, y eso es lo que pasa en la cámara de niebla. Thomson medía la carga total
de la cámara con una técnica electrométrica y determinaba la carga individual de
cada gotita contándolas y dividiendo el total.
Tuve que construir una cámara de niebla de Wilson para mi tesis doctoral, y desde
entonces las odio, y odio a Wilson, y a cualquiera que haya tenido algo que ver con
este aparato terco como una mula que siempre te lleva la contraria. Que Thomson
obtuviera el valor correcto de e y midiese, pues, la masa del electrón es milagroso.
Y eso no es todo. Durante el proceso completo de caracterización de la partícula su
dedicación no pudo ceder en un instante. ¿Cómo sabe el campo eléctrico? ¿Lee la
etiqueta de la batería? No hay etiquetas. ¿Cómo sabe el valor preciso de su campo
magnético, a fin de medir la velocidad? ¿Cómo mide la corriente? Leer una aguja en
un contador tiene sus problemas. La aguja es un poco gruesa. Puede temblar y
moverse. ¿Cómo se calibra la escala? ¿Tiene sentido? En 1897 los patrones
absolutos no eran artículos de catálogo. La medición de los voltajes, las corrientes,
las temperaturas, las presiones, las distancias, los intervalos de tiempo eran, en
cada caso, un problema formidable. Cada una de esas mediciones requería unconocimiento detallado del funcionamiento de la batería, de los imanes, de los
aparatos de medida.
Y luego venía el problema político: para empezar, ¿cómo se convence a los poderes
de que te den los recursos necesarios para hacer el experimento? Ser el jefe, como
Thomson lo era, ayudaba, la verdad. Y me he dejado el problema más crucial de
todos; cómo se decide qué experimento hay que hacer. Thomson tenía el talento, el
saber hacer político, el vigor para salir adelante donde otros habían fracasado. En
1898 anunció que los electrones son componentes del átomo y que los rayos
catódicos son electrones que han sido separados del átomo. Los científicos creían
que el átomo carecía de estructura y no se podía partir. Thomson lo había hecho
trizas.
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Colaboración de Sergio Barros 170 Preparado por Patricio Barros
Se dividió el átomo, y hallamos nuestra primera partícula elemental, nuestro primer
á-tomo. ¿Oís esa risa floja?
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Colaboración de Sergio Barros 172 Preparado por Patricio Barros
Reikiavik, descansarán, exhaustos aún de haber festejado el centenario del
descubrimiento del electrón casi dos años atrás (en 1998). A los físicos les encantan
las celebraciones. Celebrarán el cumpleaños de cualquier partícula, por oscura que
sea. Pero el electrón, ¡caray! Bailarán por las calles.
Descubierto el electrón, en el Laboratorio Cavendish de la Universidad de
Cambridge, el lugar donde nació, se solía brindar por él con estas palabras: « ¡Por
el electrón! ¡Porque nunca sirva para nada!». Mala suerte: hoy, menos de un siglo
después, toda nuestra superestructura tecnológica se basa en este pequeño
compañero.
Apenas había nacido y ya planteaba problemas. Aún hoy nos deja perplejos. La
«imagen» con que se lo representa es una esfera de carga eléctrica que gira deprisa
alrededor de un eje y crea un campo magnético. J. J. Thomson luchó vigorosamente
por medir la carga y la masa del electrón, pero ahora se conocen ambas magnitudes
con un alto grado de precisión.
Veamos ahora los rasgos fantasmagóricos que le caracterizan. En el curioso mundo
del átomo, se le da al electrón un radio nulo. Ello da lugar a unos cuantos
problemas obvios:
Si el radio es cero, ¿qué es lo que gira?
¿Cómo puede tener masa?
¿Dónde está la carga? Para empezar, ¿cómo sabemos que el radio es cero?
¿Me pueden devolver el dinero?
Aquí nos topamos de frente con el problema de Boscovich. Boscovich resolvía el
problema de las colisiones de los «átomos» convirtiéndolos en puntos, en cosas sin
dimensiones. Sus puntos eran literalmente puntos de matemático, pero dejaba que
tuvieran propiedades corrientes: la masa y algo a lo que llamamos carga, la fuente
de un campo de fuerza. Los puntos de Boscovich eran teóricos, especulativos. Pero
el electrón es real. Es probable que sea una partícula puntual, pero con las demás
propiedades intactas. Masa, sí. Carga, sí. Espín —giro alrededor de sí mismo—, sí.
Radio, no.
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Colaboración de Sergio Barros 173 Preparado por Patricio Barros
Pensad en el gato de Cheshire de Lewis Carroll. Lentamente, el gato de Cheshire
desaparece hasta que no queda de él más que la sonrisa. Nada de gato, sólo
sonrisa. Imaginaos el radio de un fragmento de carga que se vaya contrayendo
poco a poco hasta desaparecer, pero sin que su espín, su carga, su masa y su
sonrisa cambien.
Este capítulo trata del nacimiento y del desarrollo de la teoría cuántica. Es la historia
de lo que pasa dentro del átomo. Empiezo con el electrón, porque una partícula que
gira alrededor de sí misma y tiene masa pero carece de dimensiones es, para la
mayoría de las personas, contraria a la intuición. Pensar en semejante cosa viene a
ser como hacer flexiones mentales. Podría hacerle un poco de daño al cerebro:
habréis de usar ciertos oscuros músculos cerebrales que seguramente no son de
mucho uso.
Pero la idea de que el electrón es una masa puntual, una carga puntual, un giro
puntual no deja de suscitar problemas conceptuales. La Partícula Divina está
íntimamente unida a esta dificultad estructural. Sigue escapándosenos un
conocimiento profundo de la masa, y en los años treinta y cuarenta el electrón fue
el heraldo de esas dificultades. La medición del tamaño del electrón se convirtió en
un trabajo a destajo, y generó doctorados a granel, de Nueva Jersey a Lahore. A lo
largo de los años, experimentos cada vez más sensibles dieron números cada vez
menores, todos compatibles con un radio nulo. Como si Dios hubiese tomado elelectrón en Su mano y lo hubiera comprimido tanto como fuese posible. Con los
grandes aceleradores construidos en los años setenta y ochenta, las mediciones
fueron cada vez más precisas. En 1990 se midió que el radio era menor que
0,000.000.000.000.000.001 centímetros o, en notación científica, 10−18
centímetros. Este es el mejor «cero» que la física puede ofrecer… por ahora. Si
tuviera una buena idea experimental para añadir un cero más, lo dejaría todo e
intentaría que se aprobase.
Otra propiedad interesante del electrón es el magnetismo, que se describe con un
número, el llamado factor g. Por medio de la mecánica cuántica se calcula que el
factor g del electrón es:
2 × (1,001159652190)
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Colaboración de Sergio Barros 174 Preparado por Patricio Barros
¡Y qué cálculos! Para llegar a ese número hizo falta que unos teóricos capacitados
dedicaran a la tarea años y una impresionante cantidad de tiempo de
superordenador. Pero esa era la teoría. Para verificarla, los experimentadores
idearon unos ingeniosos métodos a fin de medir el factor g con una precisión
equivalente. El resultado:
2 × (1,001159652193)
Como veis, la verificación llega a casi doce decimales. Se trata de una concordancia
entre la teoría y el experimento espectacular. Lo que aquí nos importa es que el
cálculo del factor g es una derivación de la mecánica cuántica, y en el corazón
mismo de la teoría cuántica están las que se conocen como relaciones de
incertidumbre de Heisenberg. En 1927 un físico alemán propuso una idea chocante:
que es imposible medir a la vez la velocidad y la posición de una partícula con una
precisión arbitraria. Esta imposibilidad no depende de la brillantez y del presupuesto
del experimentador. Es una ley fundamental de la naturaleza.
Y sin embargo, a pesar de que la incertidumbre es uno de los hilos con que se teje
la mecánica cuántica, ésta hace como churros predicciones, del estilo del factor g de
antes, precisas hasta el undécimo decimal. A primera vista, la mecánica cuántica esuna revolución científica que forma la roca madre sobre la que florece la ciencia del
siglo XX… y que empieza por una confesión de incertidumbre.
¿De dónde salió esta teoría? Es una buena historia de detectives, y como en todo
misterio, hay pistas, unas válidas, otras falsas. Por todas partes hay mayordomos,
para confusión de los detectives. Los policías municipales, los del Estado, el FBI
chocan, discuten, cooperan, van cada uno por su lado. Hay muchos héroes. Hay
golpes y contragolpes. Mi visión será muy parcial, en la esperanza de que podré dar
una impresión de cómo evolucionaron las ideas desde 1900 hasta que, en los años
treinta, los propios revolucionarios, ya maduros, le pusieron los toques «finales» a
la teoría. Pero ¡andad sobre aviso! El micromundo ofende la intuición; las masas, las
cargas, los giros puntuales son propiedades de las partículas que en el mundo
atómico son experimentalmente coherentes, no magnitudes que podamos ver a
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Colaboración de Sergio Barros 176 Preparado por Patricio Barros
mirar por un pequeño telescopio, la gama de colores se distinguía con perfecta
nitidez. Con este instrumento — ¡bingo!— Fraunhofer hizo un descubrimiento. Sobre
los espléndidos colores del espectro solar se veía una serie de finas rayas oscuras,
que parecían estar irregularmente espaciadas. Fraunhofer llegó a registrar 576 de
esas líneas. ¿Qué significaban? En los tiempos de Fraunhofer se sabía que la luz era
un fenómeno ondulatorio. Más tarde, James Clerk Maxwell mostraría que las ondas
de luz son campos eléctricos y magnéticos, y que la distancia entre las crestas de la
onda, la longitud de onda, es un parámetro fundamental que determina el color.
Al conocer las longitudes de onda, podemos asignar una escala numérica a la banda
de colores. La luz visible va del rojo oscuro, a 8.000 unidades angstrom (0,000.08
cm), al violeta brillante, a unas 4.000 unidades angstrom. Con esta escala,
Fraunhofer pudo localizar de forma precisa cada una de las finas rayas. Por ejemplo,
una línea famosa, la llamada Hα o «subalfa» (si no os gusta hache subalfa, llamadla
Irving), tiene una longitud de onda de 6.562,8 unidades angstrom, en el verde,
cerca de la mitad del espectro.
¿Por qué nos interesan esas líneas? Porque en 1859 el físico alemán Gustav Robert
Kirchhoff encontró una profunda conexión entre ellas y los elementos químicos. Este
personaje calentaba diversos elementos —cobre, carbón, sodio, etcétera— con una
llama caliente hasta que se volvían incandescentes, energizaba distintos gases
encerrados en tubos y examinaba los espectros de la luz emitida por esos gasesencendidos con aparatos visores aún más perfeccionados. Descubrió que cada
elemento emitía una serie característica de líneas de color, brillantes y muy nítidas,
superpuestas a un resplandor más oscuro de colores continuos. Dentro del
telescopio había una escala grabada, calibrada en longitudes de onda, de forma que
pudiese precisarse la posición de cada línea brillante. Como el espaciamiento de las
líneas era distinto para cada elemento, Kirchhoff y su colega, Robert Bunsen,
pudieron caracterizar los elementos mediante sus líneas espectrales. Kirchhoff
necesitaba a alguien que le ayudase a calentar los elementos; ¿quién mejor que el
hombre que inventó el mechero Bunsen?). Con un poco de habilidad, los
investigadores fueron capaces de identificar las pequeñas impurezas de un
elemento químico que hubiera presentes en otro. La ciencia tenía ahora una
herramienta para examinar la composición de todo lo que emitiera luz —del Sol, por
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Colaboración de Sergio Barros 177 Preparado por Patricio Barros
ejemplo, y, con el tiempo, hasta de las estrellas lejanas—. El descubrimiento de
líneas espectrales que no se habían registrado antes fue un filón de elementos
nuevos. En el Sol se identificó uno, el helio, en 1878. Pasarían diecisiete años antes
de que se descubriese en la Tierra este elemento estelar.
Imaginaos la emoción que produjo el descubrimiento cuando se analizó la luz de la
primera estrella brillante… y se halló que estaba hecha ¡de la misma pasta que hay
aquí en la Tierra! Como la luz de las estrellas es muy tenue, es preciso dominar bien
el telescopio y el espectroscopio para estudiar los colores y las líneas, pero la
conclusión es inevitable: el Sol y las estrellas están hechos de la misma materia que
la Tierra. De hecho, no hemos hallado ningún elemento en el espacio que no
tengamos aquí en la Tierra. Somos puro material de estrellas. Para toda concepción
global del mundo en que vivimos, este descubrimiento es a todas luces de una
importancia increíble. Refuerza a Copérnico: no somos especiales.
¡Ah!, pero ¿por qué Fraunhofer, el tipo que empezó todo esto, hallaba esas líneas
oscuras en el espectro del Sol? La explicación pronto estuvo lista. El núcleo caliente
del Sol (al blanco vivo) emitía luz de todas las longitudes de onda. Pero a medida
que esta luz se filtraba a través de los gases, fríos en comparación, de la superficie
del Sol, éstos absorbían la luz precisamente de las longitudes de onda que les gusta
emitir. Las líneas oscuras de Fraunhofer, pues, representaban la absorción. Las
líneas brillantes de Kirchhoff eran emisiones de luz.Aquí estamos, a finales del siglo XIX, y ¿qué hacemos con todo esto? Se supone que
los átomos químicos son á-tomos duros, con masa, sin estructura, indivisibles. Pero
parece que cada uno puede emitir o absorber su propia serie característica de líneas
nítidas de energía electromagnética. Para algunos científicos, esto decía a gritos una
palabra: «¡estructura!». Era bien sabido que los objetos mecánicos tienen
estructuras que resuenan con los impulsos regulares. Las cuerdas del piano y del
violín vibran y dan notas musicales en los elaborados instrumentos a los que
pertenecen, y las copas de vino se hacen pedazos cuando un gran tenor canta la
nota perfecta. Si los soldados marchan con un paso desafortunado, el puente se
moverá violentamente. Las ondas de luz son justo eso, impulsos cuyo «paso» es
igual a la velocidad dividida por la longitud de onda. Estos ejemplos mecánicos
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Colaboración de Sergio Barros 178 Preparado por Patricio Barros
suscitaron la cuestión: si los átomos carecían de estructura interna, ¿cómo podían
exhibir propiedades resonantes del estilo de las líneas espectrales?
Y si los átomos tenían una estructura, ¿qué decían de ella las teorías de Newton y
de Maxwell? Los rayos X, la radiactividad, el electrón y las líneas espectrales tenían
una cosa en común: la teoría clásica era incapaz de explicarlos (aunque muchos
científicos lo intentaron). Por otra parte, tampoco es que alguno de esos fenómenos
contradijese abiertamente la teoría clásica de Newton-Maxwell. No podían ser
explicados, nada más. Pero mientras no hubiese una prueba contundente en contra,
quedaba la esperanza de que un tío listo acabara por dar con una forma de salvar la
física clásica. Nunca pasaría eso. Pero la prueba contundente sí aparecería al fin. En
realidad, aparecieron tres.
2. Prueba contundente número 1: la catástrofe ultravioleta
La primera prueba observacional que contradijo palmariamente a la teoría clásica
fue «la radiación del cuerpo negro». Todos los objetos radian energía. Cuanto más
calientes, más energía radian. Un ser humano vivo emite unos 200 vatios de
radiación en la región infrarroja invisible del espectro. (Los teóricos emiten 210 y los
políticos llegan a los 250).
Los objetos también absorben energía de su entorno. Si su temperatura es mayor
que la de ese entorno, se enfrían, pues entonces radian más energía de la queabsorben. «Cuerpo negro» es la expresión técnica que nombra a un absorbedor
ideal, el que absorbe el 100 por 100 de la radiación que le llega. A un objeto así,
cuando está frío, se le ve negro porque no refleja luz. Los experimentadores gustan
de emplearlos como patrón para la medición de luz emitida. Lo interesante de la
radiación de estos objetos —trozos de carbón, herraduras de caballo, las
resistencias de una tostadora— es el espectro de color de la luz: cuánta luz
desprenden en las distintas longitudes de onda; cuando los calentamos, nuestros
ojos perciben al principio un oscuro resplandor rojo; luego, a medida que van
estando más calientes, el rojo se vuelve brillante y acaba por convertirse en
amarillo, blancoazulado y (¡cuánto calor!) blanco brillante. ¿Por qué al final llegamos
al blanco?
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Colaboración de Sergio Barros 179 Preparado por Patricio Barros
El desplazamiento del espectro de color quiere decir que el pico de intensidad de la
luz se mueve, a medida que la temperatura se eleva, del infrarrojo al rojo, al
amarillo y al azul. Según se va desplazando, la distribución de la luz entre las
longitudes de onda se ensancha, y cuando el pico llega a ser azul se radian tanto los
otros colores que vemos blanco al cuerpo caliente. Al blanco vivo, diríamos. Hoy, los
astrofísicos estudian la radiación del cuerpo negro que ha quedado como resto de la
radiación más incandescente de la historia del universo: el big bang.
Pero me estoy desviando del tema. A finales del siglo XIX los datos acerca de la
radiación del cuerpo negro no paraban de mejorar. ¿Qué decía la teoría de Maxwell
de estos datos? ¡La catástrofe! Algo completamente equivocado. La teoría clásica
predecía una forma de la curva de distribución de la intensidad de la luz entre los
distintos colores, las distintas longitudes de onda, errónea. En particular, predecía
que el pico de la cantidad de luz se emitía siempre en las longitudes de onda más
cortas, hacia el extremo violeta del espectro e incluso en el ultravioleta invisible.
Eso no es lo que pasa. De ahí la «catástrofe ultravioleta» y la prueba contundente.
En un principio se creyó que este fallo al aplicar las ecuaciones de Maxwell se
resolvería cuando se conociese mejor la manera en que la materia generaba energía
electromagnética. El primero que apreció la gravedad del fallo fue Albert Einstein en
1905, pero otro físico le había preparado el terreno al maestro.
Entra Max Planck, teórico berlinés cuarentón que tenía tras de sí una larga carrerade físico, experto en la teoría del calor. Era inteligente, y profesoral. Una vez se le
olvidó en qué aula se suponía que debía dar clase y preguntó en la oficina de su
cátedra: «Por favor, dígame en qué aula da clase hoy el profesor Planck». Se le dijo
seriamente: «No vaya, joven. Es usted jovencísimo para entender las clases de
nuestro sabio profesor Planck».
En cualquier caso, Planck tenía a mano los datos experimentales, buena parte de los
cuales habían sido tomados por colegas de su laboratorio berlinés, y decidió que
debía entenderlos. Tuvo la inspiración de encontrar una expresión matemática que
casaba con los datos; no sólo con la distribución de la intensidad a una temperatura
dada, sino también con la forma en que la curva (la distribución de longitudes de
onda) cambia a medida que cambia la temperatura. Por lo que vendrá, conviene
resaltar que una curva dada permite calcular la temperatura del cuerpo que emite la
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Colaboración de Sergio Barros 180 Preparado por Patricio Barros
radiación. Planck tenía razones para estar orgulloso de sí mismo. «Hoy he hecho un
descubrimiento tan importante como el de Newton», alardeó ante su hijo.
El siguiente problema de Planck era conectar su afortunada fórmula, que estaba
basada en los hechos, con una ley de la naturaleza. Los cuerpos negros, insistían los
datos, emiten muy poca radiación a longitudes de onda cortas. ¿Qué «ley de la
naturaleza» daría lugar a la supresión de las longitudes de onda cortas, tan caras a
la teoría de Maxwell clásica? Pocos meses después de haber publicado su exitosa
ecuación, Planck dio con una posibilidad. El calor es una forma de energía, y por lo
tanto el contenido de energía de un cuerpo radiante está limitado por su
temperatura. Cuanto más caliente sea el objeto, más energía habrá disponible. En
la teoría clásica esta energía se distribuye por igual entre las diferentes longitudes
de onda. PERO (nos van a salir granos, maldita sea, estamos a punto de descubrir
la teoría cuántica) suponed que la cantidad de energía depende de la longitud de
onda. Suponed que las longitudes de onda cortas «cuestan» más energía. Entonces,
cuando intentemos radiar con longitudes de onda más cortas, iremos quedándonos
sin energía.
Planck halló que tenía que hacer explícitamente dos suposiciones para que su teoría
tuviera sentido. En primer lugar, dijo que la energía radiada está relacionada con la
longitud de onda de la luz; en segundo, que el fenómeno está inextricablemente
vinculado a que su naturaleza sea corpuscular. Planck pudo justificar su fórmula ymantenerse en paz con las leyes del calor suponiendo que la luz se emitía en forma
de puñados o «paquetes» discretos de energía o (ahí viene) «cuantos». La energía
de cada puñado está relacionada con la frecuencia mediante una conexión simple:
E = hf.
Un cuanto de energía E es igual a la frecuencia, f, de la luz por una constante, h.
Como la frecuencia guarda una relación inversa con la longitud de onda, las
longitudes de onda cortas (o frecuencias altas) cuestan más energía. A cualquier
temperatura dada, sólo se dispone de tanta energía, así que las frecuencias altas se
suprimen. La naturaleza corpuscular fue esencial para que saliese la respuesta
correcta. La frecuencia es la velocidad de la luz dividida por la longitud de onda.
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la luz, la energía electromagnética, ocurre a golpes discretos de energía, hf, y no
idílicamente, como en la teoría clásica, en la que a cada longitud de onda le sigue
continua y regularmente otra.
Puede que esta percepción le diese a Einstein la idea de explicar una observación
experimental de Heinrich Hertz. Para confirmar la teoría de Maxwell, Hertz había
generado ondas de radio. Para ello hacía saltar chispas entre dos bolas metálicas.
En el curso de su trabajo se percató de que las chispas cruzaban con mayor
facilidad el vano si las bolas acababan de ser pulidas. Como era curioso, pasó un
tiempo estudiando el efecto de la luz en las superficies metálicas. Observó que la
luz azul-violácea de la chispa era esencial para la extracción de cargas de la
superficie metálica, que alimentaban el ciclo al contribuir a la formación de más
chispas. Hertz razonó que el pulimentado retira los óxidos que interfieren la
interacción de la luz y la superficie metálica.
La luz azul-violácea promovía que los electrones saltasen del metal, fenómeno que
por entonces parecía una rareza. Los experimentadores estudiaron
sistemáticamente el fenómeno y obtuvieron estos hechos curiosos:
1. La luz roja no puede liberar electrones, ni siquiera cuando es
extraordinariamente intensa.
2. La luz violeta, aunque sea más bien débil, libera electrones con facilidad.
3. Cuanto más corta sea la longitud de onda (cuanto más violeta sea la luz),mayor será la energía de los electrones liberados.
Einstein cayó en la cuenta de que la idea de Planck según la cual la luz viene a
puñados podía ser la clave para resolver el misterio fotoeléctrico. Imaginaos un
electrón, a lo suyo en el metal de una de las bolas muy pulidas que utilizaba Hertz.
¿Qué tipo de luz podría darle energía suficiente para que saltase de la superficie?
Einstein, por medio de la ecuación de Planck, vio que si la longitud de onda de la luz
es suficientemente corta, el electrón recibirá una energía que bastará para que
atraviese la superficie del metal y escape. O el electrón absorbe el puñado entero de
energía o no lo hace, razonó Einstein. Ahora bien, si la longitud de onda del puñado
absorbido es demasiado larga (no tiene la bastante energía), el electrón no puede
escapar; no tiene energía suficiente. Empapar el metal con puñados de luz
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impotente (de longitud de onda larga) no sirve de nada. Según Einstein, es la
energía del puñado lo que cuenta, no cuántos haya.
La idea de Einstein funciona a la perfección. En el efecto fotoeléctrico los cuantos de
luz, o fotones, se absorben en vez de, como pasa en la teoría de Planck, emitirse.
Parece que ambos procesos exigen cuantos cuya energía sea E = hf. El concepto de
cuanto se llevaba el gato al agua. La idea del fotón no se probó de forma
convincente hasta 1923, cuando el físico estadounidense Arthur Compton consiguió
demostrar que un fotón podía chocar con un electrón como si fueran dos bolas de
billar, cambiando con ello su dirección, energía y momento, y actuando en todo
como una partícula, sólo que una muy especial, conectada de cierta forma a una
frecuencia de vibración o longitud de onda.
Aquí apareció un fantasma. La naturaleza de la luz era de antiguo un campo de
batalla. Acordaos de que Newton y Galileo sostenían que la luz estaba hecha de
«corpúsculos». El astrónomo holandés Christian Huygens defendió una teoría
ondulatoria. La batalla histórica entre los corpúsculos de Newton y las ondas de
Huygens quedó zanjada a principios del siglo XIX por el experimento de la doble
rendija de Thomas Young (del que hablaremos enseguida). En la teoría cuántica, el
corpúsculo resucitó en la forma de fotón, y el dilema onda-corpúsculo revivió y tuvo
un final sorprendente.
Pero la física clásica aún debió enfrentarse a más problemas, gracias a ErnestRutherford y su descubrimiento del núcleo.
4. Prueba contundente número 3: ¿a quién le gusta el pudin de pasas?
Ernest Rutherford es uno de esos personajes que es casi demasiado bueno para ser
de verdad, como si la Central de Repartos lo hubiera elegido para la continuidad
científica. Rutherford, neozelandés grande y rudo que lucía un gran mostacho, fue el
primer estudiante extranjero admitido en el célebre Laboratorio Cavendish, que por
entonces dirigía J. J. Thomson. Rutherford llegó justo a tiempo para asistir al
descubrimiento del electrón. Tenía, al contrario que su jefe, J. J., buenas manos, y
fue un experimentador de experimentadores, digno de ser el rival de Faraday al
título de mejor experimentador que haya habido jamás. Era bien conocida su
creencia de que maldecir en un experimento hacía que funcionase mejor, idea que
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los resultados experimentales, si no la teoría, ratificaron. Al valorar a Rutherford
hay que tener en cuenta especialmente a sus alumnos y posdoctorados, quienes,
bajo su terrible mirada, llevaron a cabo grandes experimentos. Fueron muchos:
Charles D. Ellis (descubridor de la desintegración beta), James Chadwick
(descubridor del neutrón) y Hans Geiger (famoso por el contador), entre otros. No
penséis que es fácil supervisar a unos cincuenta estudiantes graduados. Para
empezar, hay que leerse sus trabajos. Escuchad cómo empieza su tesis uno de mis
mejores alumnos: «Este campo de la física es tan virgen que el ojo humano nunca
ha puesto el pie en él». Pero volvamos a Ernest.
Rutherford a duras penas ocultaba su desprecio por los teóricos, aunque, como
veremos, él mismo fue uno nada malo. Y es una suerte que a finales del siglo
pasado la prensa no le hiciese tanto caso a la ciencia como ahora. De Rutherford se
podrían haber citado tantas ocurrencias, que habría tenido que colgarse, de tantas
toneladas de subvenciones. He aquí unos cuantos rutherfordismos que han llegado
a nosotros a lo largo del tiempo:
«Que no coja en mi departamento a alguien que hable del universo».
«¡Ah, eso [la relatividad]! En nuestro trabajo nunca nos hemos preocupado
de ella».
«La ciencia, o es física, o es coleccionar sellos».
«Acabo de leer algunos de mis primeros artículos y, sabes, cuando terminé,me dije: “Rutherford, chico, eras un tío condenadamente listo”».
Este tipo condenadamente listo terminó su tiempo con Thomson, cruzó el Atlántico,
trabajó en la Universidad McGill de Montreal y volvió a Inglaterra para ocupar un
puesto en la Universidad de Manchester. En 1908 ganó un premio Nobel por sus
trabajos sobre la radiactividad. Para casi cualquiera, este habría sido el clímax
adecuado de toda una carrera, pero no para Rutherford. Entonces fue cuando
empezó en serio (Ernest) su trabajo.
No se puede hablar de Rutherford sin hablar del laboratorio Cavendish, creado en
1874 en la Universidad de Cambridge como laboratorio de investigación. El primer
teórico fue Maxwell (¿un teórico, director de laboratorio?). El segundo fue lord
Rayleigh, al que siguió, en 1884, Thomson. Rutherford llegó del paraíso de Nueva
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Zelanda como estudiante investigador especial en 1895, un momento fantástico
para los progresos rápidos. Uno de los ingredientes principales para tener éxito
profesional en la ciencia es la suerte. Sin ella, olvidaos. Rutherford la tuvo. Sus
trabajos sobre la recién descubierta radiactividad —rayos de Becquerel se la
llamaba— le prepararon para su descubrimiento más importante, el núcleo atómico,
en 1911. El descubrimiento lo efectuó en la Universidad de Manchester y volvió en
triunfo al Cavendish, donde sucedió a Thomson como director.
Recordaréis que Thomson había complicado mucho el problema de la materia al
descubrir el electrón. El átomo químico, del que se creía que era la partícula
indivisible planteada por Demócrito, tenía ahora cositas que revoloteaban en su
interior. La carga de estos electrones era negativa, lo que suponía un problema. La
materia es neutral, ni positiva ni negativa. Así que ¿qué compensa a los electrones?
El drama empieza muy prosaicamente. El jefe entra en el laboratorio. Allí están un
posdoctorado, Hans Geiger, y un meritorio aún no graduado, Ernest Marsden. Están
liados con unos experimentos de dispersión de partículas alfa. Una fuente radiactiva
—por ejemplo, el radón 222— emite natural y espontáneamente partículas alfa.
Resulta que las partículas alfa no son más que átomos de helio sin los electrones, es
decir, núcleos de helio, como descubrió Rutherford en 1908. La fuente de radón se
coloca en un recipiente de plomo en el que ha abierto un agujero angosto que dirige
las partículas alfa hacia una lámina de oro finísima. Cuando las alfas atraviesan lalámina, los átomos de oro les desvían la trayectoria. El objeto de su estudio son los
ángulos de esas desviaciones. Rutherford había montado el que llegaría a ser el
prototipo de los experimentos de dispersión. Se disparan partículas a un blanco y se
ve adónde van a parar. En este caso las partículas alfa eran pequeñas sondas y el
propósito era descubrir cómo se estructuran los átomos. La hoja de oro que hace de
blanco está rodeada por todas partes —360 grados— de pantallas de sulfuro de
zinc. Cuando una partícula alfa choca con una molécula de sulfuro de zinc, ésta
emite un destello de luz que permite medir el ángulo de desviación. La partícula alfa
se precipita a la lámina de oro, choca con un átomo y se desvía a una de las
pantallas de sulfuro de zinc. ¡Flash! Muchas de las partículas alfa son desviadas sólo
ligeramente y chocan con la pantalla de sulfuro de zinc directamente por detrás de
la lámina de oro. Fue dura la realización del experimento. No tenían contadores de
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partículas —Geiger no los había inventado todavía—, así que Geiger y Marsden no
tenían más remedio que permanecer en una sala a oscuras durante horas hasta que
su vista se hacía a ver los destellos. Luego tenían que tomar nota y catalogar el
número y las posiciones de las pequeñas chispas.
Rutherford —que no tenía que meterse en habitaciones a oscuras porque era el
jefe— decía: «Ved si alguna de las partículas alfa se refleja en la lámina». En otras
palabras, ved si alguna de las alfas da en la hoja de oro y retrocede hacia la fuente.
Marsden recuerda que «para mi sorpresa observé ese fenómeno… Se lo dije a
Rutherford cuando me lo encontré luego, en las escaleras que llevaban a su
cuarto».
Los datos, publicados después por Geiger y Marsden, daban cuenta de que una de
cada 8.000 partículas alfa se reflejaba en la lámina metálica. Esta fue la reacción de
Rutherford, hoy célebre, a la noticia: «Fue el suceso más increíble que me haya
pasado en la vida. Era como si disparases un cañón de artillería a una hoja de papel
cebolla y la bala rebotase y te diera».
Esto fue en mayo de 1909. A principios de 1911 Rutherford, actuando esta vez
como físico teórico, resolvió el problema. Saludó a sus alumnos con una amplia
sonrisa: «Sé a qué se parecen los átomos y entiendo por qué se da la fuerte
dispersión hacia atrás». En mayo de ese año se publicó el artículo donde declaraba
la existencia del núcleo atómico. Fue el final de una era. Ahora se veía,correctamente, que el átomo era complejo, no simple, y divisible, en absoluto
atómico. Fue el principio de una era nueva, la era de la física nuclear, y supuso la
muerte de la física clásica, al menos dentro del átomo.
Rutherford hubo de pensar al menos dieciocho meses en un problema que hoy
resuelven los estudiantes de primero de físicas. ¿Por qué le desconcertaron tanto las
partículas alfa? La razón estribaba en la imagen que los científicos se hacían
entonces del átomo. Ahí tenían la pesada y positivamente cargada partícula alfa que
carga contra un átomo de oro y rebota hacia atrás. En 1909 había consenso en que
la partícula alfa no debería hacer otra cosa que abrirse paso por la lámina de oro,
como, por usar la metáfora de Rutherford, una bala de artillería a través del papel
cebolla.
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El modelo del papel cebolla del átomo se remontaba a Newton, quien decía que las
fuerzas han de cancelarse para que haya estabilidad mecánica. Por lo tanto, las
eléctricas de atracción y repulsión habían de equilibrarse en un átomo estable del
que pudiera uno fiarse. Los teóricos del nuevo siglo se entregaron a un frenesí
realizador de modelos, con los que intentaban disponer los electrones de forma que
se constituyese un átomo estable. Se sabía que los átomos tienen muchos
electrones cargados negativamente. Habían, pues, de tener una cantidad igual de
carga positiva distribuida de una manera desconocida. Como los electrones son muy
ligeros y el átomo es pesado, o éste había de tener miles de electrones (para reunir
ese peso) o el peso tenía que estar en la carga positiva. De los muchos modelos
propuestos, hacia 1905 el dominante era el formulado por el mismísimo J. J.
Thomson, el señor Electrón. Se le llamó el modelo del pudin de pasas porque en él
la carga positiva se repartía por una esfera que abarcaba el átomo entero, con los
electrones insertados en ella como las pasas en el pudin. Esta disposición era
mecánicamente estable y hasta dejaba que los electrones vibrasen alrededor de
posiciones de equilibrio. Pero la naturaleza de la carga positiva era un completo
misterio.
Rutherford, por otra parte, calculó que la única configuración capaz de hacer que
una partícula alfa retroceda consistía en que toda la masa y la carga positiva se
concentren en un volumen muy pequeño en el centro de una esfera, enorme encomparación (de tamaño atómico). ¡El núcleo! Los electrones estarían espaciados
por la esfera. Con el tiempo y datos mejores, la teoría de Rutherford se refinó. La
carga central positiva (el núcleo) ocupa un volumen de no más de una billonésima
parte del volumen del átomo. Según el modelo de Rutherford, la materia es, más
que nada, espacio vacío. Cuando tocamos una mesa, la percibimos sólida, pero es el
juego entre las fuerzas eléctricas (y las reglas cuánticas) de los átomos y moléculas
lo que crea la ilusión de solidez. El átomo está casi vacío. Aristóteles se habría
quedado de piedra.
Puede apreciarse la sorpresa de Rutherford ante el rebote de las partículas alfa si
abandonamos su cañón de artillería y pensamos mejor en una bola que va
retumbando por la pista de la bolera hacia la fila de bolos. Imaginaos la conmoción
del jugador si los bolos detuviesen la bola e hicieran que rebotara hacia él; tendría
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que correr para salvar el pellejo. ¿Podría pasar esto? Bueno, suponed que en medio
de la disposición triangular de bolos hay un «bolo gordo» especial hecho de iridio
sólido, el metal más denso que se conoce. ¡Ese bolo pesa! Cincuenta veces más que
la bola. Una secuencia de fotos tomadas a intervalos de tiempo mostraría a la bola
dando en el bolo gordo y deformándolo, y parándose. Entonces, el bolo, a medida
que recuperase su forma original, y en realidad retrocediese un poco, impartiría una
sonora fuerza a la bola, cuya velocidad original invertiría. Esto es lo que pasa en
cualquier colisión elástica, la de una bola de billar y la banda de la mesa, por
ejemplo. La metáfora militar, más pintoresca, que hizo Rutherford de la bala de
artillería derivaba de su idea preconcebida, y de la de casi todos los físicos de ese
momento, de que el átomo era una esfera de pudin tenuemente extendida por un
gran volumen. Para un átomo de oro, éste se trataba de una «enorme» esfera de
radio 10−9 metros.
Para hacernos una idea del átomo de Rutherford, representémonos el núcleo con el
tamaño de un guisante (alrededor de medio centímetro de diámetro); entonces el
átomo será una esfera de unos cien metros de radio, que podría abarcar seis
campos de fútbol empacados en un cuadrado aproximado. También aquí brilla la
suerte de Rutherford. Su fuente radiactiva producía precisamente alfas con una
energía de unos 5 millones de electronvoltios (lo escribimos 5 MeV), la ideal para
descubrir el núcleo. Era lo bastante baja para que la partícula alfa no se acercasenunca demasiado al núcleo; la fuerte carga positiva de éste la volvía hacia atrás. La
masa de la nube de electrones que había alrededor era demasiado pequeña para
que tuviese algún efecto apreciable en la partícula alfa. Si la alfa hubiera tenido una
energía mucho mayor, habría penetrado en el núcleo y sondeado la interacción
nuclear fuerte (sabremos de ella más adelante), con lo que el patrón de las
partículas alfa dispersadas se habría complicado mucho (la gran mayoría de las
alfas cruzan el átomo tan lejos del núcleo que sus desviaciones son pequeñas); tal y
como era el patrón, según midieron a continuación Geiger y Marsden y luego un
enjambre de rivales continentales, equivalía matemáticamente a lo que cabría
esperar si el núcleo fuese un punto. Ahora sabemos que los núcleos no son puntos,
pero si las partículas alfa no se acercaban demasiado, la aritmética es la misma.
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A Boscovich le habría encantado. Los experimentos de Manchester respaldaban su
visión. El resultado de una colisión lo determinan los campos de fuerza que rodean
las cosas «puntuales». El experimento de Rutherford tenía consecuencias que iban
más allá del descubrimiento del núcleo. Estableció que de las desviaciones muy
grandes se seguía la existencia de pequeñas concentraciones «puntuales», idea
crucial que los experimentadores emplearían a su debido tiempo para ir tras los
verdaderos puntos, los quarks. En la concepción de la estructura del átomo que
poco a poco iba formándose, el modelo de Rutherford fue un auténtico hito. Se
trataba en muy buena medida de un sistema solar en miniatura: un núcleo central
cargado positivamente con cierto número de electrones en varias órbitas de forma
que la carga total negativa cancelase la carga nuclear positiva. Se recurría cuando
convenía a Maxwell y Newton. El electrón orbital, como los planetas, obedecía el
mandato de Newton, F = ma. F era en este caso la fuerza eléctrica (la ley de
Coulomb) entre las partículas cargadas. Como se trata, al igual que la gravedad, de
una fuerza del inverso del cuadrado, cabría suponer a primera vista que de ahí se
seguirían órbitas planetarias, estables. Ahí lo tenéis, el hermoso y diáfano modelo
del átomo como un sistema solar. Todo iba bien.
Bueno, todo iba bien hasta que llegó a Manchester un joven físico danés, de
inclinación teórica. «Mi nombre es Bohr, Niels Henrik David Bohr, profesor
Rutherford. Soy un joven físico teórico y estoy aquí para ayudarle». Os podréisimaginar la reacción del rudo neozelandés, que no se andaba por las ramas.
5. La lucha.
La revolución en marcha que se conoce por el nombre de teoría cuántica no nació
ya crecida del todo en las cabezas de los teóricos. Fue gestándose poco a poco a
partir de los datos que generaba el átomo químico. Cabe considerar el esfuerzo por
comprender este átomo como un ensayo de la verdadera lucha, la del conocimiento
del subátomo, de la jungla subnuclear.
El lento desarrollo del mundo es seguramente una bendición. ¿Qué habrían hecho
Galileo o Newton si todos los datos que salen del Fermilab les hubiesen sido
comunicados de alguna forma? A un colega mío de Columbia, un profesor muy
joven, muy brillante, con gran facilidad de palabra, entusiasta, se le asignó una
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tarea pedagógica singular. Toma los cuarenta o más novatos que han optado por la
física como disciplina académica principal y dales dos años de instrucción intensiva:
un profesor, cuarenta aspirantes a físicos, dos años. El experimento resultó un
desastre. La mayoría de los estudiantes se pasaron a otros campos. La razón la dio
más tarde un estudiante de matemáticas: «Mel era terrible, el mejor profesor que
jamás haya tenido. En esos dos años, no sólo fuimos viendo lo usual —la mecánica
newtoniana, la óptica, la electricidad y demás—, sino que abrió una ventana al
mundo de la física moderna y nos hizo vislumbrar los problemas con que se
enfrentaba en sus propias investigaciones. Me pareció que no había manera de que
pudiese vérmelas con un conjunto de problemas tan difíciles, así que me pasé a las
matemáticas».
Esto suscita una cuestión más honda, la de si el cerebro humano estará alguna vez
preparado para los misterios de la física cuántica, que en los años noventa siguen
conturbando a algunos de los mejores entre los mejores físicos. El teórico Heinz
Pagels (que murió trágicamente hace unos pocos años escalando una montaña)
sugirió, en su excelente libro The Cosmic Code, que el cerebro humano podría no
estar lo suficientemente evolucionado para entender la realidad cuántica. Quizá
tenga razón, si bien unos cuantos de sus colegas parecen convencidos de que han
evolucionado mucho más que todos nosotros.
Por encima de todo está el que la teoría cuántica, teoría muy refinada, la dominanteen los años noventa, funciona. Funciona en los átomos. Funciona en las moléculas.
Funciona en los sólidos complejos, en los metales, en los aislantes, los
semiconductores, los superconductores y allá donde se la haya aplicado. El éxito de
la teoría cuántica está tras una fracción considerable del producto nacional bruto
(PNB) del mundo entero. Pero lo que para nosotros es más importante, no tenemos
otra herramienta gracias a la cual podamos abordar el núcleo, con sus
constituyentes, y aún más allá, la vasta pequeñez de la materia primordial, donde
nos enfrentaremos al á-tomo y la Partícula Divina. Y allí es donde las dificultades
conceptuales de la teoría cuántica, despreciadas por la mayoría de los físicos
ejercientes como mera «filosofía», desempeñarán quizá un papel importante.
6. Bohr: en las alas de una mariposa
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El descubrimiento de Rutherford, que vino tras varios resultados experimentales
que contradecían la física clásica, fue el último clavo del ataúd. En la pugna en
marcha entre el experimento y la teoría, habría sido una buena oportunidad para
insistir una vez más: « ¿Hasta qué punto tendremos que dejar las cosas claras los
experimentadores antes de que los teóricos os convenzáis de que os hace falta algo
nuevo?». Parece que Rutherford no se dio cuenta de cuánta desolación iba a
sembrar su nuevo átomo en la física clásica.
Y en éstas aparece Bohr, el que sería el Maxwell del Faraday Rutherford, el Kepler
de su Brahe. El primer puesto de Bohr en Inglaterra fue en Cambridge, adonde fue
a trabajar con el gran J. J., pero irritó al maestro porque, con veinticinco años de
edad, le descubría errores. Mientras estudiaba en el Laboratorio Cavendish, nada
más y nada menos que con una ayuda de las cervezas Carlsberg, Bohr asistió en el
otoño de 1911 a una disertación de Rutherford sobre su nuevo modelo atómico. La
tesis de Bohr había consistido en un estudio de los electrones «libres» en los
metales, y era consciente de que no todo iba bien en la física clásica. Sabía, por
supuesto, hasta qué punto Planck y Einstein se habían desviado de la ortodoxia
clásica. Y las líneas espectrales que emitían ciertos elementos al calentarlos daban
más pistas acerca de la naturaleza del átomo. A Bohr le impresionó tanto la
disertación de Rutherford, y su átomo, que dispuso las cosas para visitar
Manchester durante cuatro meses en 1912.Bohr vio la verdadera importancia del nuevo modelo. Sabía que los electrones que
describían órbitas circulares alrededor de un núcleo central tenían que radiar, según
las leyes de Maxwell, energía, como un electrón que se acelera arriba y abajo por
una antena. Para que se satisfagan las leyes de conservación de la energía, las
órbitas deben contraerse y el electrón, en un abrir y cerrar de ojos, caerá en espiral
hacia el núcleo. Si se cumpliesen todas esas condiciones, la materia sería inestable.
¡El modelo era un desastre clásico! Sin embargo, no había en realidad otra
posibilidad.
A Bohr no le quedaba otra salida que intentar algo que fuera muy nuevo. El átomo
más simple de todos es el hidrógeno, así que estudió los datos disponibles acerca de
cómo las partículas alfa se frenan en el hidrógeno gaseoso, por ejemplo, y llegó a la
conclusión de que el átomo de hidrógeno tiene un solo electrón en una órbita de
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Rutherford alrededor de un núcleo cargado positivamente. Otras curiosidades
alentaron a Bohr a no achicarse a la hora de romper con la teoría clásica.
Observó que no hay nada en la física clásica que determine el radio de la órbita del
electrón en el átomo de hidrógeno. En realidad, el sistema solar es un buen ejemplo
de una variedad de órbitas planetarias. Según las leyes de Newton, se puede
imaginar cualquier órbita planetaria; hasta con que se arranque de la forma
apropiada. Una vez se fija un radio, la velocidad del planeta en la órbita y su
periodo (el año) quedan determinados. Pero parecía que todos los átomos de
hidrógeno son exactamente iguales. Los átomos no muestran en absoluto la
variedad que exhibe el sistema solar. Bohr hizo la afirmación, sensata pero
absolutamente anticlásica, de que sólo ciertas órbitas estaban permitidas.
Bohr propuso, además, que en esas órbitas especiales el electrón no radia. En el
contexto histórico, esta hipótesis fue increíblemente audaz. Maxwell se revolvió en
su tumba, pero Bohr sólo intentaba dar un sentido a los hechos. Uno importante
tenía que ver con las líneas espectrales que, como Kirchhoff había descubierto hacía
ya muchos años, emitían los átomos. El hidrógeno encendido, como otros
elementos, emite una serie distintiva de líneas espectrales. Para obtenerlas, Bohr se
percató de que tenía que permitirle al electrón la posibilidad de elegir entre distintas
órbitas correspondientes a contenidos energéticos diferentes. Por lo tanto, le dio al
único electrón del átomo de hidrógeno un conjunto de radios permitidos querepresentaban un conjunto de estados de energía cada vez mayor. Para explicar las
líneas espectrales se sacó de la manga que la radiación se produce cuando un
electrón «salta» de un nivel de energía a otro inferior; la energía del fotón radiado
es la diferencia entre los dos niveles de energía. Propuso entonces un verdadero
delirio de regla para esos radios especiales que determinan los niveles de energía.
Sólo se permiten, dijo, las órbitas en las que el momento orbital, magnitud de uso
corriente que mide el impulso rotacional del electrón, tome, medido en una nueva
unidad cuántica, un valor entero. La unidad cuántica de Bohr no era sino la
constante de Planck, h. Bohr diría después que «estaba al caer el que se empleasen
las ideas cuánticas ya existentes».
¿Qué está haciendo Bohr en su buhardilla, tarde ya, de noche, en Manchester, con
un mazo de papel en blanco, un lápiz, una cuchilla afilada, una regla de cálculo y
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unos cuantos libros de referencia? Busca reglas de la naturaleza, reglas que
concuerden con los hechos que listan sus libros de referencia. ¿Qué derecho tiene a
inventarse las reglas por las que se conducen los electrones invisibles que dan
vueltas alrededor del núcleo (invisible también) del átomo de hidrógeno? En última
instancia, la legitimidad se la da el éxito a la hora de explicar los datos. Parte del
átomo más simple, el de hidrógeno. Comprende que sus reglas han de dimanar, al
final, de algún principio profundo, pero lo primero son las reglas. Así trabajan los
teóricos. En Manchester, Bohr quería, en palabras de Einstein, conocer el
pensamiento de Dios.
Bohr volvió pronto a Copenhague, para que la semilla de su idea germinase.
Finalmente, en tres artículos publicados en abril, junio y agosto de 1913 (la gran
trilogía), presentó su teoría cuántica del átomo de hidrógeno, una combinación de
leyes clásicas y suposiciones totalmente arbitrarias (hipótesis) cuyo claro designio
era obtener la respuesta correcta. Manipuló su modelo del átomo para que explicase
las líneas espectrales conocidas. Las tablas de esas líneas espectrales, una serie de
números, habían sido compiladas laboriosamente por los seguidores de Kirchhoff y
Bunsen, y contrastadas en Estrasburgo y en Gotinga, en Londres y en Milán. ¿De
qué tipo eran esos números? Estos son algunos:
λ1 = 4.100,4λ2 = 4.339,0
λ3 = 4.858,5
λ4 = 6.560,6
(Perdón, ¿decía usted? No os preocupéis. No hace falta sabérselos de memoria).
¿De dónde vienen estas vibraciones espectrales? ¿Y por qué sólo ésas, no importa
cómo se le dé energía al hidrógeno? Extrañamente, Bohr le quitó luego importancia
a las líneas espectrales: «Se creía que el espectro era maravilloso, pero con él no
cabe hacer progresos. Es como si tuvieras un ala de mariposa, muy regular, qué
duda cabe, con sus colores y todo eso. Pero a nadie se le ocurriría que uno pudiese
sacar los fundamentos de la biología de un ala de mariposa». Y sin embargo, resultó
que las líneas espectrales del hidrógeno proporcionaron una pista crucial.
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La teoría de Bohr se confeccionó de forma que diese los números del hidrógeno que
salen en los libros. En sus análisis fue decisivo el dominante concepto de energía,
palabra que se definió con precisión en los tiempos de Newton, y que luego había
ido evolucionando y creciendo. Dediquémosle, pues, un par de minutos a la energía.
7. Dos minutos para la energía
En la física de bachillerato se dice que un objeto de cierta masa y cierta velocidad,
tiene energía cinética (energía en virtud del movimiento). Los objetos tienen,
además, energía por lo que son. Una bola de acero en lo más alto de las torres
Sears tiene energía potencial porque alguien trabajó lo suyo para llevarla hasta allí.
Si se la deja caer desde la torre, irá cambiando, durante la caída, su energía
potencial por energía cinética.
La energía es interesante sólo porque se conserva. Imaginaos un sistema gaseoso
complejo, con miles de millones de átomos que se mueven todos rápidamente y
chocan con las paredes del recipiente y entre sí. Algunos átomos ganan energía;
otros la pierden. Pero la energía total no cambia nunca. Hasta el siglo XVIII no se
descubrió que el calor es una forma de energía. Las sustancias químicas desprenden
energía por medio de reacciones como la combustión del carbón. La energía puede
cambiar, y cambia, continuamente de una forma a otra. Hoy conocemos las
energías mecánica, térmica, química, eléctrica y nuclear. Sabemos que la masapuede convertirse en energía mediante
E = mc².
A pesar de estas complejidades, estamos convencidos aún a un 100 por 100 de que
en las reacciones químicas la energía total (que incluye la masa) se conserva
siempre. Ejemplo: déjese que un bloque se deslice por un plano liso. Se para. Su
energía cinética se convierte en calor y calienta, muy, muy ligeramente, el plano.
Ejemplo: llenáis el depósito del coche; sabéis que habéis comprado cincuenta litros
de energía química (medida en julios), con los que podréis dar a vuestro Toyota
cierta energía cinética. La gasolina se agota, pero es posible medir su energía: 500
kilómetros, de Newark a North Hero. La energía se conserva. Ejemplo: una caída de
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agua se precipita sobre el rotor de un generador eléctrico y convierte su energía
potencial natural en energía eléctrica para calentar e iluminar una ciudad lejana. En
los libros de contabilidad de la naturaleza todo cuadra. Acabas con lo que trajiste.
8. ¿Entonces?
Vale, ¿qué tiene esto que ver con el átomo? En la imagen que de él ofrecía Bohr, el
electrón debe mantenerse dentro de órbitas específicas, cada una de ellas definidas
por su radio. Cada uno de los radios permitidos corresponde a un estado (o nivel)
de energía bien definida del átomo. Al radio menor le toca la energía más baja, el
llamado estado fundamental. Si metemos energía en un volumen de hidrógeno
gaseoso, parte de ella se empleará en agitar los átomos, que se moverán más
deprisa. Pero el electrón absorberá parte de la energía; será un puñado muy
concreto (recordad el efecto fotoeléctrico), que permitirá que el electrón llegue a
otro de sus niveles de energía o radios. Los niveles se numeran 1, 2, 3, 4…, y cada
uno tiene su energía, E1, E2, E3, E4 y así sucesivamente. Bohr construyó su teoría
de manera que incluyera la idea de Einstein de que la energía de un fotón
determina su longitud de onda.
Si cayeran fotones de todas las longitudes de onda sobre un átomo de hidrógeno, el
electrón acabaría por tragarse el fotón apropiado (un puñado de luz con una energía
concreta) y saltaría de E1, a E2 o E3, por ejemplo. De esta forma los electronespueblan niveles de energía más altos. Esto es lo que pasa, por ejemplo, en un tubo
de descarga. Cuando entra la energía eléctrica, el tubo resplandece con los colores
característicos del hidrógeno. La energía mueve a algunos electrones de los billones
de átomos que hay allí a saltar a niveles de energía altos. Sí la cantidad de energía
eléctrica que entra es suficientemente grande, muchos de los átomos tendrán
electrones que ocuparán prácticamente todos los niveles altos de energía posibles.
En la concepción de Bohr los electrones de los estados de energía altos saltan
espontáneamente a los niveles más bajos. Acordaos ahora de nuestra pequeña
clase sobre la conservación de la energía. Si los electrones saltan hacia abajo,
pierden energía, y de esa energía perdida hay que dar cuenta. Bohr dijo: «no es
problema». Un electrón que cae emite un fotón cuya energía es igual a la diferencia
de la energía de las órbitas. Si el electrón salta del nivel 4 al 2, por ejemplo, la
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energía del fotón es igual a E4 → E2. Hay muchas posibilidades de salto, como E4 →
E1; E4 → E3; E4 → E2. También se permiten los saltos multinivel, como E4 → E2 y
entonces E2 → E1. Cada cambio de energía da lugar a la emisión de una longitud de
onda correspondiente, y se observa una serie de líneas espectrales.
La explicación del átomo ad hoc, cuasiclásica de Bohr, fue una obra, aunque
heterodoxa, de virtuoso. Echó mano de Newton y Maxwell cuando convenía. Los
descartó cuando no. Recurrió a Planck y Einstein allí donde funcionaban. Algo
monstruoso. Pero Bohr era brillante y obtuvo la solución correcta.
Repasemos. Gracias a la obra de Fraunhofer y Kirchhoff en el siglo XIX conocemos
las líneas espectrales. Supimos que los átomos (y las moléculas) emiten y absorben
radiación a longitudes de onda específicas, y que cada átomo tiene su patrón de
longitudes de onda característico. Gracias a Planck, supimos que la luz se emite en
forma de cuantos. Gracias a Hertz y Einstein, supimos que se absorbe también en
forma de cuantos. Gracias a Thomson, supimos que hay electrones. Gracias a
Rutherford, supimos que el átomo tiene un núcleo pequeño y denso, vastos vacíos y
electrones dispersos por ellos. Gracias a mi madre y a mi padre, aprendí todo eso.
Bohr reunió estos datos, y muchos más. A los electrones sólo se les permiten ciertas
órbitas, dijo Bohr. Absorben energía en forma de cuantos, que les hacen saltar a
órbitas más altas. Cuando caen de nuevo a las órbitas más bajas emiten fotones,
cuantos de luz, que se observan en la forma de longitudes de onda específicas, laslíneas espectrales peculiares de cada elemento.
A la teoría de Bohr, desarrollada entre 1913 y 1925, se le da el nombre de «vieja
teoría cuántica». Planck, Einstein y Bohr habían ido haciendo caso omiso de la
mecánica clásica en uno u otro aspecto. Todos tenían datos experimentales sólidos
que les decían que tenían razón. La teoría de Planck concordaba espléndidamente
con el espectro del cuerpo negro, la de Einstein con las mediciones detalladas de los
fotoelectrones. En la fórmula matemática de Bohr aparecen la carga y la masa del
electrón, la constante de Planck, unos cuantos π, números —el 3— y un entero
importante (el número cuántico) que numera los estados de energía. Todas estas
magnitudes, multiplicadas y divididas oportunamente, dan una fórmula con la que
se pueden calcular todas las líneas espectrales del hidrógeno. Su acuerdo con los
datos era notable.
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A Rutherford le encantó la teoría de Bohr. Planteó, sin embargo, la cuestión de
cuándo y cómo el electrón decide que va a saltar de un estado a otro, algo de lo que
Bohr no había tratado. Rutherford recordaba un problema anterior: ¿cuándo decide
un átomo radiactivo que va a desintegrarse? En la física clásica, no hay acción que
no tenga una causa. En el dominio atómico no parece que se dé ese tipo de
causalidad. Bohr reconoció la crisis (que no se resolvió en realidad hasta el trabajo
que publicó Einstein en 1916 sobre las «transiciones espontáneas») y apuntó una
dirección posible. Pero los experimentadores, que seguían explorando los
fenómenos del mundo atómico, hallaron una serie de cosas con las que Bohr no
había contado.
Cuando el físico estadounidense Albert Michelson, un fanático de la precisión,
examinó con mayor atención las líneas espectrales, observó que cada una de las
líneas espectrales del hidrógeno consistía en realidad en dos líneas muy juntas, dos
longitudes de onda muy parecidas. Esta duplicación de las líneas significaba que
cuando el electrón va a saltar a un nivel inferior puede optar por dos estados de
energía más bajos. El modelo de Bohr no predecía ese desdoblamiento, al que se
llamó «estructura fina». Arnold Sommerfeld, contemporáneo y colaborador de Bohr,
percibió que la velocidad de los electrones en el átomo de hidrógeno es una fracción
considerable de la velocidad de la luz, así que había que tratarlos conforme a la
teoría de la relatividad de Einstein de 1905; dio así el primer paso hacia la unión delas dos revoluciones, la teoría cuántica y la teoría de la relatividad. Cuando incluyó
los efectos de la relatividad, vio que donde la teoría de Bohr predecía una órbita, la
nueva teoría predecía dos muy próximas. Esto explicaba el desdoblamiento de las
líneas. Al efectuar sus cálculos, Sommerfeld introdujo una «nueva abreviatura» de
algunas constantes que aparecían con frecuencia en sus ecuaciones. Se trataba de
2πe² / hc,
que abrevió con la letra griega alfa (α). No os preocupéis de la ecuación. Lo
interesante es esto: cuando se meten los números conocidos de la carga del
electrón, e, la constante de Planck, h, y la velocidad de la luz, c, sale α = 1/137.
Otra vez el 137, número puro.
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Colaboración de Sergio Barros 198 Preparado por Patricio Barros
Los experimentadores siguieron añadiéndole piezas al modelo del átomo de Bohr.
En 1896, antes de que se descubriese el electrón, un holandés, Pieter Zeeman, puso
un mechero Bunsen entre los polos de un imán potente y en el mechero un puñado
de sal de mesa. Examinó la luz amarilla del sodio con un espectrómetro muy preciso
que él mismo había construido. Podemos estar seguros de que las amarillas líneas
espectrales se ensancharon, lo que quería decir que el campo magnético dividía en
realidad las líneas. Mediciones más precisas fueron confirmando este efecto, y en
1925 dos físicos holandeses, Samuel Goudsmit y George Uhlenbeck, plantearon la
peculiar idea de que el efecto podría explicarse si se confería a los electrones la
propiedad del giro o «espín». En un objeto clásico, una peonza, digamos, el giro
alrededor de sí misma es la rotación de la punta de arriba alrededor de su eje de
simetría. El espín del electrón es la propiedad cuántica análoga a ésa.
Todas estas ideas nuevas eran válidas en sí mismas, pero estaban conectadas al
modelo atómico de Bohr de 1913 con muy poca gracia, como si fuesen productos
cogidos de aquí y allá en una tienda de accesorios. Con todos esos pertrechos; la
teoría de Bohr ahora tan potenciada, un viejo Ford remozado con aire
acondicionado, tapacubos giratorios y aletas postizas, podía explicar una cantidad
muy impresionante de datos experimentales exactos brillantemente obtenidos.
El modelo sólo tenía un problema. Que estaba equivocado.
9. Un vistazo bajo el velo
La teoría de retales iniciada por Niels Bohr en 1912 se iba viendo en dificultades
cada vez mayores. En ésas, un estudiante de doctorado francés descubrió en 1924
una pista decisiva, que reveló en una fuente improbable, la farragosa prosa de una
tesis doctoral, y que en tres años haría que se produjese una concepción de la
realidad del micromundo totalmente nueva. El autor era un joven aristócrata, el
príncipe Louis-Victor de Broglie, que pechaba con su doctorado en París. Le inspiró
un artículo de Einstein, quien en 1909 había estado dándole vueltas al significado de
los cuantos de luz. ¿Cómo era posible que la luz actuara como un enjambre de
puñados de energía —es decir, como partículas— y al mismo tiempo exhibiera todos
los comportamientos de las ondas, la interferencia, la difracción y otras propiedades
que requerían que hubiese una longitud de onda?
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Colaboración de Sergio Barros 199 Preparado por Patricio Barros
De Broglie pensó que este curioso carácter dual de la luz podría ser una propiedad
fundamental de la naturaleza y que cabría aplicarla también a objetos materiales
como los electrones. En su teoría fotoeléctrica, siguiendo a Planck, Einstein había
asignado una cierta energía al cuanto de luz relacionada con su longitud de onda o
frecuencia. De Broglie sacó entonces a colación una simetría nueva: si las ondas
pueden ser partículas, las partículas (los electrones) pueden ser ondas. Concibió un
método para asignar a los electrones una longitud de onda relacionada con su
energía. Su idea rindió inmediatamente frutos en cuanto se la aplicó a los electrones
del átomo de hidrógeno. La asignación de una longitud de onda dio una explicación
de la misteriosa regla ad hoc de Bohr según la cual al electrón sólo se le permiten
ciertos radios. ¡Está claro como el agua! ¿Lo está? Seguro que sí. Si en una órbita
de Bohr el electrón tiene una longitud de onda de una pizca de centímetro, sólo se
permitirán aquellas en cuya circunferencia quepa un número entero de longitudes
de onda. Probad con la cruda visualización siguiente. Coged una moneda de cinco
centavos y un puñado de peniques. Colocad la moneda de cinco centavos (el
núcleo) en una mesa y disponed un número de peniques en círculo (la órbita del
electrón) a su alrededor. Veréis que os harán falta siete peniques para formar la
órbita menor. Esta define un radio. Si queréis poner ocho peniques, habréis de
hacer un círculo mayor, pero no cualquier círculo mayor; sólo saldrá con cierto
radio. Con radios mayores podréis poner nueve, diez, once o más peniques. De estetonto ejemplo podréis ver que si os limitáis a poner peniques enteros —o longitudes
de onda enteras— sólo estarán permitidos ciertos radios. Para obtener círculos
intermedios habrá que superponer los peniques, y si representan longitudes de
onda, éstas no casarán regularmente alrededor de la órbita. La idea de De Broglie
era que la longitud de onda del electrón (el diámetro del penique) determina el
radio permitido. La clave de esta idea era la asignación de una longitud de onda al
electrón.
De Broglie, en su tesis, hizo cábalas acerca de si sería posible que los electrones
mostrasen otros efectos ondulatorios, como la interferencia y la difracción. Sus
tutores de la Universidad de París, aunque les impresionaba el virtuosismo del joven
príncipe, estaban desconcertados con la noción de las ondas de partícula. Uno de
sus examinadores quiso contar con una opinión ajena, y le envió una copia a
7/25/2019 La Particula Divina - L Lederman y D Teresi
http://slidepdf.com/reader/full/la-particula-divina-l-lederman-y-d-teresi 200/200
La partícula divina www.librosmaravillosos.com Leon Lederman y Dick Teresi
Einstein, quien remitió este cumplido hacia De Broglie: «Ha levantado una punta del
gran velo». Su tesis doctoral se aceptó en 1924, y al final le valdría un premio
Nobel, con lo que De Broglie ha sido hasta ahora el único físico que haya ganado el
premio gracias a una tesis doctoral. Pero el mayor triunfador sería Erwin
Schrödinger; él fue quien vio el auténtico potencial de la obra de De Broglie.
Ahora viene un interesante pas de deux de la teoría y el experimento. La idea de De
Broglie no tenía respaldo experimental. ¿Una onda de electrón? ¿Qué quiere decir?
El respaldo necesario apareció en 1927, y, de todos los sitios, tuvo que ser en
Nueva Jersey, no la isla del canal de la Mancha, sino un estado norteamericano
cercano a Newark. Los laboratorios de Teléfonos Bell, la famosa institución dedicada
a la investigación industrial, estaban estudiando las válvulas de vacío, viejo
dispositivo electrónico que se utilizaba antes del alba de la civilización y la invención