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Nota para la presente edición.
La Piedra Simpson, y otras 80 piececillas de dudosa verosimilitud, fue escrita entre 1984 y 1986, y editada por Alfaguara en 1987. Inicialmente constaba de cien cuentos, que el editor redujo a ochenta.
Son muchos los cuentos leídos desde entonces, y los escritos (y los que me tuve que contar, y los que hube de vivir, para sobrevivir), por lo que, de manera natural, se ha “caído” casi un tercio de los cuentos de aquella edición. Los que ahora se presentan conservan del original la idea íntegra y el noventa y nueve por ciento de su texto, y están dispuestos casi en el mismo orden. Hay además, intercalados, tres cuentos nuevos: total: cincuenta y seis piececillas. Madrid, otoño de 2012
Alberto Escudero
La Piedra Simpson Y otras cincuenta y seis piececillas de dudosa verosimilitud
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ÍNDICE
Prólogo 1
Índice 2
1. La patada 4
2. Los espejos amaestrados 6
3. Todo consejo desinteresado es por nuestro bien 11
4. En lo cotidiano es donde únicamente… 14
5. Que las almas sepan en cada momento… 16
6. Más que profesión, vocación 17
7. El misterio de Pelton Hills 20
8. Informe rutinario a las altas instancias 21
9. El hiperrealismo del cinquecento… 23
10. La Marquesa salió a las cinco 25
11. Polémicas literarias nocturnas 28
12. Una buena capacidad de síntesis 29
13. Quo Vadis 31
14. Las palabras, cuanto antes… 33
15. Cuándo llegará el penúltimo samsara 35
16. Bailes de antaño 37
17. La confabulación 40
18. Un avance espectacular en la medicina… 42
19. Perseverancia; esa es la única virtud 44
20. Cambios en el castigo no lo mitigan 46
21. Un domingo cualquiera 48
22. En Roma siempre queda algo por ver 51
23. Un viernes cualquiera 53
24. Escaleras 54
25. La nueva hermenéutica… 57
26. Polifonía de vecindonas 58
27. No hay que ser nunca escrupuloso… 60
28. Salvar el alma pese al cuerpo 61
29. Fin del amor a las palabras 65
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30. Una gran pintura, de no ser manierista… 66
31. Pasatiempos 69
32. Volver a empezar las cosas allí… 71
33. Si Jean-Baptiste Lamarck… 73
34. La naturaleza: has visto una… 74
35. Reversibilidad también de la seducción 77
36. Pasarse enteramente al otro lado 79
37. Si se pierden las formas… 81
38. No ir más allá de los menguados límites… 84
39. Adivinanza nocturna 86
40. Un servicio eficaz 87
41. Los dos científicos que no sabían… 89
42. Nadie o casi nadie se avergonzaba… 90
43. Al principio, a veces… 91
44. Abuelitas desgraciadamente en extinción 93
45. Otro de la abuelita 95
46. Prevaricación de la intertextualidad 97
47. Cuidado con la crítica… 99
48. El viaducto 101
49. La experta y el aprendiz 103
50. Acróbata sin red: en la red 105
51. Ministerio para la Mejora Cultural 107
52. La componente trágica de la música… 108
53. Contar los aconteceres 110
54. Ejemplar suceso… 113
55. La Piedra Simpson 116
56. Una última cosa… 123
Dedicatorias y agradecimientos 125
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1. La patada
En la media hora que llevaba caminando, sólo me había
cruzado con cuatro o cinco personas.
Vaya unas horas. Qué cierta es la expresión popular
“éstas no son horas”. No recordaba haber empezado nunca el
día al amanecer, aunque sí haberlo acabado, y muchas veces.
Ah, aquellos eran tiempos. Tiempos que no volverán…
Nostalgia puede que no sea más que un melancólico eufemis-
mo de resignación.
Pocas ciudades se ven favorecidas cuando la luz es tan
incierta; aquella además no parecía que pudiera mejorar con
luz alguna. Ya nada me retenía allí. Por mi gusto me habría
largado mucho antes, pero no hubo manera; había que
esperar el “fatal desenlace”, una de las muchas circunlo-
cuciones que tratan de soslayar la muerte.
Aunque no tenía sentido encolerizarse ante lo irreme-
diable, una vez más hube de rezongar: “A quién se le ocurre,
irse a morir ahora, en estas fechas que no hay un solo billete
para salir de la ciudad”.
Toda la noche en aquel hospital siniestro, sin pegar ojo,
entre parientes que siempre me han odiado y nunca dejaré de
despreciar. Y media hora buscando mi abrigo por todas
partes, hasta que descubrí a mi tía Águeda sentada encima.
En el hospital había oído hablar del bar adonde me
dirigía. Allí al parecer se conseguían billetes; falsos, imaginé.
Qué mañana más desapacible. Nunca entendí la
costumbre de morirse al amanecer más que como ganas de
fastidiar a parientes y amigos. La falta de sueño, además, me
tenía destemplado y con mal cuerpo. “Cuando llegue al bar
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ese me voy a tomar un buen café, y un coñac”, recuerdo que
me dije.
Aquel era el bar, sin duda; no había más que ver a la
gente que había dentro; los viajeros varados son inconfun-
dibles.
Se me acercó un tipo patibulario:
−Venga conmigo −me susurró, con el rostro a pocos
centímetros del mío.
Su aliento, pese a las horas que eran, apestaba a ajos.
Pensé que sería un exceso homeopático.
−¿No puede esperarme un momento? Quisiera tomar-
me…
−No hay tiempo que perder.
Salí con él. Ni café ni copa.
−Vamos ahí abajo −y me señaló las escaleras del metro.
Hice un gesto de extrañeza; había venido a un bar
próximo a la estación de autobuses para coger uno que me
llevara a mi pueblo; la línea de metro llevaba a la estación de
trenes. Pero él me insistió, ya con acritud:
−No querrá usted que dé la patada aquí.
La patada; no lo entendí; pensé que era una expresión
típica de esa gente, una extorsión quizás.
Llegamos a la taquilla; saqué unas monedas. No
hicieron falta; el hombre mostró un carnet a la taquillera y
esta se envaró, y nos hizo un gesto para que pasáramos. Me
intranquilicé aún más; a ver si el tipo aquel iba a ser de la
policía.
Caminamos por la estación. Al final del andén había
unos peldaños; nos internamos por el túnel.
No las tenía todas conmigo. Aguzaba el oído a cada
momento, para intentar prever la llegada de algún tren. Me
parecía ver sombras de enormes ratas.
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Pasada la segunda curva, mi guía se detuvo. Dio una
patada en el suelo y, por la grieta que se abrió, subía un calor
insoportable, con toque levemente azufroso.
No iba a necesitar nunca más el abrigo. Hizo muy bien
mi tía Águeda quedándose con él.
2. Los espejos amaestrados
Al ser retrovisores todos los espejos, enmarcado Narciso se contempla por lo que hay detrás. No quiere ver, no quiere saber lo que hay delante, por eso interpone espejo que lo tape. El espejo se lo oculta servilmente, mas no siempre.
−¿Qué le podríamos regalar a Marianne?
−El otro día, cuando me enseñó la reforma que han
hecho en el ático, vi un rincón en uno de los pasillos y pensé:
“aquí le vendría muy bien un espejo”. ¿Por qué no vas adonde
el señor aquél que era amigo de tía Elvira? Don Toribio, creo
que se llama. Allí tienen de todo.
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Efectivamente, tenían de todo; demasiado: no sabía cuál
elegir. Señalé uno, no muy recargado y con una airosa cenefa
Segundo Imperio.
−Ah… Veo que usted entiende. Y está, además, muy
bien de precio; le saldrá en unos veinticinco mil.
−Creo no haber oído bien.
−No, sí; ha oído usted bien. Le parecerá quizás algo
excesivo, pero tenga en cuenta que todos nuestros espejos se
venden ya amaestrados y, naturalmente, esto lleva muchos
gastos: hay que seleccionarlos; hay que tener personal
especializado; seguros sociales…
−¿Amaestrados? −el caso era que aquel hombre no tenía
cara de gastar bromas, ni de estar loco.
−Sí, claro. Los espejos de calidad son muy perezosos; si
por ellos fuera, no reflejarían más que estrictamente lo que
mandan las leyes de la óptica. Por eso nos vemos obligados a
“forzarlos un poco”, ya me entiende. Es preciso que le mostre-
mos a usted nuestras instalaciones. Tenga la bondad de
acompañarme.
Por una puerta disimulada que había al fondo, pasamos
a una espaciosa trastienda. Había allí varios empleados, con
guardapolvos; cada uno de ellos se contoneaba frente a un
espejo y le hablaba en un extraño lenguaje. Volví la cabeza
con inquietud hacia la puerta, por si había que huir
precipitadamente de aquel sitio.
−Estos espejos que ve aquí son ejemplares en fase de
perfeccionamiento, ya han pasado por todas las otras fases del
proceso. Vamos a hacerle una pequeña demostración.
Llamó a uno de sus empleados.
−Ramón, haga usted el favor. Póngase frente a este, para
que el señor cliente pueda apreciar nuestro trabajo.
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Al tal Ramón daba pena verlo, pero el espejo devolvió
una imagen de él bastante aceptable. Mi perplejidad se iba
convirtiendo en oscuros temores.
−Le voy a enseñar ahora lo de abajo. Hace un poco de
frío, le advierto.
Seguí a don Toribio. Los empleados me dedicaron una
mirada burlona; luego sabría por qué.
Recorrimos varias salas, todas ellas repletas de
hermosos espejos. La trampilla se levantaba con una polea y
un motor. A medida que bajábamos, las escaleras se iban
haciendo más lóbregas. En uno de los rellanos había una
repisa con unas capuchas.
−Tome; vamos a ponernos esto.
−¿…?
−Con los de aquí abajo todo el cuidado que se tenga es
poco. Si se quedan con su cara, puede que algún día le hagan
una faena, porque además se transmiten las imágenes de
unos a otros.
El sótano era una excavación a modo de catacumba,
con pasillos y galerías laterales. Había muy pocas bombillas, y
envueltas en trapos.
−Vamos hacia las celdas de castigo. Deme la mano, está
el suelo muy mal en algunas zonas.
Nos detuvimos frente a una puerta de hierro. De detrás
de ella provenían unos débiles sollozos, muy extraños.
Cuando me di cuenta de qué clase de sollozos se trataba, sentí
erizárseme todo el cabello.
−Mire, don Toribio −me salía solo un hilo de voz−. Mi
mujer sabe que he venido aquí. Y lo sabe también mi socio, y
su secretaria…
−No le va a pasar a usted nada; esté tranquilo. No son
más que espejos. Los tenemos encerrados varios meses, en la
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oscuridad, para que se vayan “ablandando”, que decimos
aquí.
−Pero es terrible…
−No tanto como parece. Hay muchos que fingen el
llanto, para que creamos que ya están a punto.
−¿Y en ese caso…?
−Cuando lo descubrimos, otra vez para adentro. Y a
algunos no tenemos más remedio que ejecutarlos.
−¿Ejecutarlos?
−Sí; solo a los que reinciden varias veces. ¿Quiere ver la
celda de los condenados a muerte? Hay siempre alguno,
porque espaciamos las ejecuciones, para hacerlas delante de
los que aún pueden enmendarse, por si les sirviera de lección.
Aquello me pareció ya demasiado: solté una carcajada,
tras de lo cual sentí un gran alivio.
−Vamos, pues, a ver a esos desgraciados −dije, riéndome
de nuevo.
Caminamos por una larga galería. Al final había una
estancia, aceptablemente iluminada.
−A estos ya no importa que les dé la luz. Tenga cuidado;
son peores que las fieras. Las fieras no nos conocen como
ellos, que nos ven como somos, y como no quisiéramos ser, y
saben lo que nos aterra que fuéramos en realidad: conocen
bien nuestros puntos débiles. Tome; y no dude en emplearlo.
Y me alargó un martillo.
−Pruebe usted con ése.
Me puse frente al que me indicó, observándolo por todos
lados.
Comencé a oír algo parecido a un zumbido; luego un
ronroneo. De repente me vi. Santo Dios: CÓMO ME VI.
El grito del espejo se confundió con mi propio grito;
levanté el martillo; entonces el espejo me devolvió una imagen
todavía más espantosa. No sé cuántos años he de vivir, pero
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sé que no lograré olvidar aquella tremenda visión. Caí
desmayado.
Recobré el conocimiento en un camastro que tenía don
Toribio para estos casos, en el pasillo. Puso el tapón al frasco
de sales. Se fueron los empleados.
−No ha sido nada; solamente el susto. Es aconsejable
que nuestros clientes tengan esta experiencia. Creo que ahora
está usted en disposición de comprender la razón de que
nuestros precios sean, digamos, poco frecuentes.
A los pocos días estuve en casa de Marianne, y me
apresuré a ver el espejo. Llamé a don Toribio esa misma tarde:
−…Le parecerá a usted una chifladura, pero le he
notado al espejo una especie de…
−¿Sonrisa irónica?
−Sí, exactamente.
−Ah, no se preocupe; la ironía es siempre resignación.
Ésa es la señal de que está bien amaestrado. Es lo que
permite tener la seguridad de que devolverá siempre a sus
amos la mejor imagen.
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3. Todo consejo desinteresado es por nuestro bien
−Haga usted el favor de firmar aquí. Bien. Ahora tiene
que esperar unos quince días. Le comunicaremos por correo
la fecha de instalación.
El empleado ofrecía un aspecto desolador; amplias
ojeras y traje negro, con todas las dobleces abrillantadas por
el desgaste.
−¿Y este número que pone aquí va a ser el de mi
teléfono?
−Es ya el de su teléfono.
−Qué gracioso; me dan el número antes que el teléfono.
−Sí, es una paradoja. Por cierto: no se le ocurra a usted
marcarlo, y menos desde una cabina. Es por su bien.
Y dijo esto último con inenarrable expresión en sus
desesperados ojos.
Fernando salió de la oficina de la Telefónica y se dirigió
hacia la parada del autobús. Llegó justo a tiempo de ver cómo
se alejaba; el próximo no pasaría antes de una hora.
Buscó en vano un kiosco de periódicos. Tampoco había
un bar donde echarse un café. Cerca de la parada, en una
calleja solitaria, vio una cabina de teléfonos; decidió probar, a
ver qué pasaba.
Marcó su número. Daba señal de llamada; era lo que
había supuesto: el número aquél todavía pertenecía a otro
abonado. No le dio tiempo a colgar.
−Sí. Dime.
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La voz le resultó familiar.
−...Oiga.
−Sí, sí, te oigo. Dime, Fernando.
−¿Cómo sabe usted mi nombre?
−Nuestro nombre, querrás decir.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
−Bueno, ¿pero qué clase de broma es ésta?
−¿No te advirtió un empleado de la Telefónica, un señor
vestido de negro, que no llamaras?
−Sí, bueno, pero yo...
−El hecho es que estamos hablando, ¿no? Pues
aprovecha; estos desdoblamientos ocurren rarísimas veces.
−¿Y cómo voy a aprovechar...?
−Preguntando, naturalmente. Sé toda nuestra vida.
−Como yo, imagino...
−No me has entendido. Cuando digo toda me refiero a
TODA; desde el día que nacimos hasta el día en que hayamos
de morir...
Se le secó la garganta. Le latían las sienes. No; no iba a
preguntar por el día de su muerte. Además: qué tontería;
estaba cayendo como un imbécil en la broma del tipo aquél.
−Mire: vamos a dejarlo; ya ha sido suficiente tomadura
de pelo.
−Veo que no me crees; quizás porque estás muerto de
miedo. A ver si con esto te logro convencer. La promesa del
señor Gálvez sobre nuestro ascenso; ¿te acuerdas?
−Sí.
−Es que hace tanto tiempo, que creí que se te había
olvidado. Bien; pues la plaza la cubrió con Norberto, hace más
de tres meses. ¿No has advertido las sonrisas de los amigos de
Norberto cuando nos cruzamos con ellos en el pasillo?
−...
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−Más. Las dos horas extraordinarias que dice Julia que
hace cuando llega a casa a las diez, pues es cierto.
−Ah.
−Quiero decir que se lo pasa extraordinariamente bien,
con Paco, el del almacén. Otras veces no...
−No.
−Otras veces no es Paco, es Elías, que se la lleva al
camión.
Se encontraba mal realmente.
−Ay, madre...
−¿Madre? Por poco tiempo; verás cuando vayamos
mañana a recoger sus radiografías...
Le daba todo vueltas. No pudo aguantarse más. Y con
cada sollozo parecía que iba a partírsele el corazón. De nuevo
la voz.
−¿Crees que estás solo? No es cierto; me tienes a mí...
Lo que pasa es que eso que llaman vida, es una mierda, hay
que largarse de ahí, créeme. Venga, límpiate esas lágrimas.
Los hombres no lloran. Vamos a ver: súbete al saliente que
hay frente a la puerta. Así, perfecto. Ahora: encima del
teléfono, a tu izquierda; ¿ves que hay como una especie de
pivote? Bien; pues engancha ahí el cable del teléfono. No te
preocupes, que resistirá. ¿Te lo has arrollado ya? Estupendo.
Ahora salta. Salta, Fernando, salta y vente... Aaasí: muy bien.
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4. En lo cotidiano es donde únicamente puede un hombre llegar a forjarse
Lo extraordinario casi nunca acaece; es algo que uno mismo hace surgir, para obligar a la soledad a una tregua. No tengo nada contra la soledad, y tratar de neutralizarla con lo extraordinario me parece un recurso poco imaginativo, de cobardes tal vez. Lo cotidiano: ahí es donde se forja un hombre. En el plano de lo cotidiano hay que probar los amores y buscar la aventura, y nunca olvidar que ambas cosas son siempre con uno mismo. Pensaba todo esto una mañana cualquiera; se anunciaban las primeras luces del día por los bordes de las contraventanas. Estaba abrazado al mullido cuerpo de Louise, mientras ella dormía plácidamente. Siempre dormía así; para mí era todo un hallazgo. Con otras con las que había dormido antes no pude sentir nunca esa doble sensación: fiel compañía y, al mismo tiempo, independencia en mi propio yacer. De repente, tuve un presentimiento. Han pasado años de esto y aún no logro explicarme por qué lo tuve, ni mi comportamiento en tan tremendo trance. Encendí la luz:
−Louise. ¡Louise! No se movía; estaba boca arriba, con los ojos abiertos. Le ocurría con cierta frecuencia, pero enseguida comprendí que esta vez era más serio. Abrí el cajón de las medicinas; no vi la que buscaba. ¿Dónde diablos la habría puesto? Le tenía dicho que no la moviera de su sitio. Quizás en la cocina. Corrí por el pasillo.
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Pero al pasar frente al espejo del recibidor, frené en seco. Me vi allí asustado, en pijama, y lo insólito de esta situación fue probablemente lo que hizo que mirara mi propia imagen como si no me hubiera visto en años. Me acerqué jadeante y, frente al espejo, noté adentrárseme una idea como un bisturí; hasta me pareció oír esa idea en la voz de mi imagen: “¿Estás seguro de que tienes tanta prisa?”. Quedé petrificado. Sentí cómo el terror me paralizaba. Seguía ante el espejo; la cara se me estaba deformando en una expresión atroz, cuya visión realimentaba su creciente distorsión; empezaba a creer que me iba a ser dado contemplar el verdadero rostro del crimen. Estaba perdido y al borde del máximo horror. En medio de un estremecimiento, apreté los dientes; no era la primera vez que me veía en una situación apurada. Llevo muchos años peleando contra los fantasmas que se originan en los más bajos instintos. Me aferré a una idea-asidero: ella estaba allí y me necesitaba, y si seguía demorándome podría perderla para siempre. Para siempre, para siempre… Estas dos palabras martilleaban mis sienes. Caí finalmente de rodillas, con la cabeza entre las manos, y lloré, lloré como un niño. Sequé mis ojos con los faldones de la camisa del pijama. Me incorporé y llegué hasta la cocina; enseguida encontré la cajita. ¿Quién la habría llevado hasta allí? Subí inmediatamente a la habitación. Louise seguía en la misma postura; retiré las sábanas; su hermoso cuerpo lució en todo su esplendor. Acerqué mi rostro al suyo, que se iba demacrando por momentos, y apenas pude percibir su respiración. Puse mi oreja sobre su pecho; se oía un leve ruido, como un silbido. Localicé al fin de dónde provenía; nada de importancia. Abrí la cajita y tomé un parche, y el pegamento.
−Te vas a poner buena enseguida. Por primera vez en la mañana, entreví un atisbo de esperanza.
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5. Que las almas sepan en cada momento y ocasión a qué atenerse
−Ave María Purísima.
−Sin pecado concebida. Dime, hija, ¿de qué te acusas?
−Preferiría confesarme por los Mandamientos.
−Como quieras, hija. A ver: el Sexto Mandamiento. ¿Libro?
−Libro tercero; artículo ciento sesenta y tres.
−¿Sección quinta?
−Sí, padre. Párrafo octavo; apartado segundo.
−Ay, hija; has vuelto a las andadas. ¿Cuántas veces?
−Pues casi todas las tardes, desde hace un mes.
−O sea, algo menos de treinta veces. Bien; has tenido suerte. Afortunadamente estás dentro del apartado dieciséis, y te aplica la reducción de la cláusula once.
−Tenía entendido que la cláusula once había sido invalidada en una resolución del Concilio de Nimes.
−Efectivamente, pero como en la adenda primera se hace mención expresa al subapartado dos, a la espera de un más claro pronunciamiento del sínodo, queda vigente todo el capítulo seis.
−Me asombra, padre. Tiene usted una memoria prodi-giosa.
−A ver, hija; son ya muchos años de práctica sacramen-tal. Bueno; vamos con el libro cuarto. ¿Artículo?
−El treinta y cuatro, y me parece que el cincuenta y seis también.
−¿El cincuenta y seis? Por Dios, hija mía. ¿No será el párrafo dos?
−No, padre; eso sí que no.
−El párrafo siete entonces, ¿eh, picaruela?
−Padre: me va a sacar usted los colores…
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6. Más que profesión, vocación
Si algo hay difícil, incluso meritorio, en nuestra
profesión, es la enorme paciencia de la que hay que hacer
gala.
−Buenos días, doctor.
−Buenos días, señor Vinuesa. Siéntese, por favor.
¿Cómo nos encontramos hoy?
−Pues… No muy allá; porque Mamá lleva unos días con
un catarro tremendo y me paso las noches en blanco, junto a
ella, por si necesita algo. Créame: es muy duro; no sé cómo
puedo resistirlo.
−Imagino que tomándose varios cafés, y quizás
también… alguna…
−Uy, nada de eso, doctor. Desde que me puso el
tratamiento, ni una gota… Bueno, si acaso… pero, entién-
dame, es que se hace tan larga la noche…
−Bien. Tiéndase en el diván. Relájese. Recuerde que en
el diván es imposible engañar al doctor.
Se tumban y me cuentan. Cuentan y no paran, siempre
las mismas miserias. Finjo interés, y hasta tomo notas en un
cuaderno, pero suelo estar pensando en otras cosas, en las
que sea, me da igual.
−…Y Mamá me dijo: “Juan Augusto, hijo; son las nueve
de la mañana y todavía sigues ahí. Haz el favor, al menos, de
no dejar rodando por el suelo las botellas vacías…”
De pronto vi cómo los ojos de mi paciente se quedaban
vidriosos y fijos en un punto tras de mí. Seguí su mirada
hasta un rincón del despacho. Virgen Santa.
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Eran varios, horribles, y nunca los había visto tan
grandes. Me subí a la mesa. Conviene estar preparado: atacan
en cuanto se organizan.
−…No quería ser un niño. Quería ser como papá;
envidiaba su recio y viril aliento a ginebra; pensaba que Mamá
lo quería a él más que a mí por eso…
Ya avanzaba una serpiente-gusano con garras en todas
sus patas. Le acerté con un grueso libro, en medio del lomo.
Chilló de manera espeluznante; de la herida le brotaba un
caldo negruzco. Se subió al alféizar, preparé otro libro; saltó
afuera. Por los gritos y ruido de tazas rotas deduje que había
entrado en la casa de al lado; era justo la hora en que
tomaban el té.
−…Y no paraba de vomitar y llorar, y Mamá gritaba y
gritaba: “Qué vergüenza; no tienes fuerza de voluntad…
Nunca la tendrás… Tu padre sí que era un hombre…”
Dos bogavantes con cola de escorpión rodearon la mesa,
a la que ya había trepado una iguana tremenda. Tomé la
pesada lámpara del escritorio y la levanté sobre mi cabeza;
dejé que se acercara: debía bastar un solo golpe.
De pronto vi cómo los ojos de la iguana se quedaban
vidriosos y fijos en un punto tras de mí. ¿Un truco quizás?
Seguí su mirada hasta la entrada al despacho. Santo Dios.
Allí había también bichos, y tan repugnantes y
amenazadores que, en comparación, aquellos contra los que
estaba luchando parecían tímidos conejitos.
De modo que una iguana verde con delirium. Me pareció
que ya era suficiente. Bajé de la mesa y levanté del diván a mi
paciente, cogiéndolo por las solapas:
−Su madre tiene toda la razón: es usted un maldito
alcohólico, sin absolutamente ninguna posibilidad de cura-
ción.
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Lo llevé casi en volandas hasta la puerta, la abrí e
impulsé a aquel tipo con el pie, con tanta violencia que
atravesó la sala de espera como una exhalación, derribando
todo lo que encontró hasta empotrarse en una estantería.
Los pacientes que aguardaban enmudecieron asusta-
dos. Pero no les suele venir mal presenciar este tipo de
acciones; se tranquilizan, y deponen el ánimo agresivo que les
reconcome.
−Que pase el siguiente −ordené sin más.
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7. El misterio de Pelton Hills Un nuevo caso del Intendente Brewstone
DRAMATIS PERSONAE
(Por orden de aparición)
1. Lawrence J. Williamson: administrador de “Pelton Hills”,
enorme finca cercana a Stockton, condado de Durham.
2. Myrna Williamson: esposa del anterior.
3. Kaylashari-Denurth, “Jim”: pakistaní; jefe de los jardine-
ros de Pelton Hills.
4. Sir Reginald Webb: propietario de Pelton Hills. Asesinado,
al parecer, de un solo golpe de azada en la cabeza.
5. James Dennison: mayordomo. Probó estar fuera el día del
crimen.
6. Claire Webb: hija de Sir Reginald. Siempre le viene corta
su asignación. Algunas mañanas su cama amanece sin
deshacer.
7. Monique Landau: doncella de Claire Webb. También se
sospecha de ella, pero es asesinada poco después.
8. Mr. Ferguson: médico forense. Descubre que a Sir
Reginald le dieron un golpe en la cabeza tras estrangularle,
con dedos muy fuertes.
9. Vladimir Frankewich: polaco exiliado; profesor de piano
de Claire Webb. Asesino de Sir Reginald y Monique
Landau.
10. Thorton Brewstone: detective de Scotland Yard. Finge
haber esclarecido el crimen, deteniendo a Kaylashari, con
lo cual Frankewich se confía y vende objetos robados en
Pelton Hills a un perista.
11. Stephen Cloister: policía; ayudante de Brewstone.
Falso perista. Detiene a Frankewich.
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8. Informe rutinario a las altas instancias
INFORME Nº 716
Nombre del custodiado: Ernesto Villaplana Rosales
Fecha: 23.V.91, sábado
Pasó toda la mañana durmiendo. Al mediodía fue a comer a
casa de sus padres. Partida de dominó con la familia,
bebiendo moderadamente. Al tercer “ahorcamiento” conse-
cutivo del seis doble, algunas blasfemias, que su hermano
Hugo reprendió enérgicamente (debe hacerse constar en la
ficha de éste).
A la caída de la tarde salió de allí, contento, y tan distraído
que se puso a cruzar en rojo la avenida Ellington. Hube de
cambiar el color del semáforo de los coches, que frenaron
como pudieron, chocando algunos. Innumerables blasfemias,
gravísimas casi todas. Noté que Ernesto tenía una espantosa
idea metida en la cabeza; me preparé para lo peor.
Efectivamente. Perdí al custodiado en el cruce de la calle
Amparo con el Bulevar Genet, debido al gentío que transitaba
y a la deficiente iluminación. Pagué caro mi descuido, porque
para buscarlo hube de sobrevolar bastantes fachadas,
atisbando por las ventanas y, válgame San Gabriel, las cosas
que me vi obligado a ver.
Descubrí por fin a Ernesto. Se había despojado ya de sus
ropas, y otro tanto estaba haciendo su acompañante, una
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señora entrada en años, y en carnes. Golpeé levemente los
cristales con los nudillos. La señora recogió sus cosas y
desapareció en un santiamén. Ernesto abrió la ventana de par
en par y, desde dentro y en cueros, me gritó zafias alusiones
al “sábado-sabadete”; me debí de sonrojar hasta la raíz de las
plumas. En su ira creciente me arrojó los zapatos; sólo pude
esquivar uno de ellos.
El vociferio atrajo a bastante gente a las ventanas, que reían y
se sumaban al escarnio.
He notado, en ésta y otras veces que hube de llegarme a esos
antros, que siempre hay algún individuo que en vez de
“concentrarse en la faena” (son sus palabras), atiende más
bien a detalles periféricos. Suelen ser personas instruidas.
Uno de los referidos me increpó, sacando fuera de su ventana
casi medio cuerpo: “Tú: deja al chico ¡…! ¿Qué pasa? ¿Es que
no estudiáis ya en la academia a Santo Tomás? Pues en la
Summa lo dice bien clarito: allá cada menda con su libre
albedrío. No te digo… Si al final va a tener razón Lutero”. De
este último sí que nos habían hablado en la academia: me
santigüé concienzudamente.
Comenzó entonces a llover, por lo que tuve que bajar a la calle
a por los zapatos de Ernesto; no podía permitir que me saliera
descalzo y me pillara un mal catarro. Los zapatos se los
habían apropiado ya unos golfillos; sólo me los devolvieron a
cambio de algunas acrobacias que les hice, lo que acrecentó
aún más las risas de los clientes de los meublés… y los
insultos.
Es muy duro tener que custodiar a gente así, creedme. Cómo
será entonces, me pregunto a veces, la existencia de nuestros
23
compañeros caídos en desgracia tras la rebelión luciferista.
Cuando pienso en ello termina por ponérseme la piel de
gallina que, vejado y empapado como estoy ahora, sería más
exacto decir de gallina escaldada. Creo que estoy llegando al
máximo del desdoro de mi aspecto reglamentario.
9. El hiperrealismo del cinquecento daba lugar
a situaciones ahora impensables
“Hablar puedo hablar, y durante horas. Para ello no
hubiera hecho falta que me aplicarais la rigurosa perfección
del cincelado, de la que tanto os envanecéis. Lo que sería
extraño es que lograra decir algo”.
Su peculiar modo de arrastrar las intervocálicas era
propio de la época; todavía puede apreciarse en el yiddish
moderno.
“Realmente no tengo mucho que decir y, de todas
formas, mi expresión deja bastante que desear. Bien sabéis
que fui simplemente un caudillo. Nunca hube de construir
24
oraciones gramaticales complicadas, tal vez ni simples. Me
limité al modo imperativo de los verbos. No muchos verbos,
solamente aquellos que indican movimiento y acción de
hombres y armas.
“Mas si he de hablar, expresaré a vuestra merced mi
disconformidad con el parecido que pretendéis. Jamás llevé
esta absurda camisa, ni tan luengas barbas, por no hablar del
tópico de la tablas. Es cierto que me fueron dadas, pero en
verdad hubo poco tiempo para leerlas, y mucho menos para
descifrar sus largas y grandilocuentes elipsis. Se aplicó la
antigua ley, la que permite en un mundo de acechanzas
perpetuar el orden más propicio para librar el pellejo, un
constante oscilar entre el matonismo y el talión.
“Agradezco, eso sí, la deferencia que habéis tenido en
haberme dejado sentado; estoy realmente exhausto. Fueron
muchos años correteando por el desierto tras la dudosa
zanahoria de la Tierra Prometida. Ya sabéis que es lugar muy
propicio a espejismos y alucinaciones; tanto es así que hubo
quienes creyeron alcanzarla, y se creó la leyenda. El desierto
acabó con todo, excepto con el mito: hay ahora muchos que
creen estar exiliados de esa tierra. Y son muchos más los que
creen que la verán en la otra vida. Se engañan, naturalmente.
No la hay; ni la va a haber, ni, por supuesto, estoy en
situación de mostrar caminos imaginarios, o de volver a
protagonizar una locura colectiva como aquélla.
“De lo cual deduzco que la instalación de mi efigie en la
tumba −algo ostentosa, ¿no creéis?− de Su Eminencia Della
Rovere, no le ha de procurar más que un cierto placer estético.
Luego, su inmovilidad asemejará la mía, y la corrupción
decidirá si prevalecen más sus huesos que mis mármoles.
“Creo que eso es todo. Ignoro si mi discurso ha
satisfecho el interés de vuestra merced. En cualquier caso,
parece que habéis olvidado que una buena escultura es
25
aquella que, tras ser contemplada, no precisa hablar para
dejarlo todo dicho, y nunca aquélla que pueda decir algo. De
otro modo acabaríamos en la muda y efectista impotencia del
expresionismo”.
10. La Marquesa salió a las cinco
La Marquesa ordenó tener el coche para antes
de las cinco
Todavía quedaban dos horas de sol cuando descendió
por la escalera Brodenweir, observando cómo la excelente
poda del seto nordeste realzaba la cuidadosa disposición de
los magnolios. No consintió que la acompañara Madame
Duplanget; aquella visita requería de la mayor discreción.
Al entrar en el landó comprendió la causa del nervio-
sismo y palidez del cochero: no estaban solos. Sintió el frío de
una pistola en su mejilla. Uno de los encapuchados ordenó:
“Hacia Bainville, por el puente viejo”.
Junto a la puerta de Saint Nazarie había una patrulla
de soldados. Los secuestradores, al verlos, se quitaron las
capuchas. Dios mío: eran hombres de Couvert. Ahora que los
había descubierto, su suerte estaba echada.
26
Anochecía cuando llegaron a la casa. Tenía aspecto de
llevar mucho tiempo deshabitada. Atravesaron un amplio
recibidor lleno de cuadros arruinados y amenazadoras
panoplias y corazas. El viento movía los mecheros de los
velones y las sombras del lóbrego corredor. Se cruzaron en un
recodo con un joven de expresión abatida, cuya aventajada
estatura realzaba el patetismo de su figura demacrada. ¿Otro
prisionero quizás?
Oyó el ruido de varios cerrojos y se hizo un silencio de
abandono.
La puerta es sólida, sin siquiera una rendija. Muy cerca
de ella, en la pared de la izquierda según se entra, hay un
pequeño postigo enrejado, por el que tal vez hagan llegar
alguna comida a los prisioneros, y agua. En la hoja de este
ventanuco han practicado una mirilla, de la que es muy difícil
estar a cubierto. En esa pared ya no hay nada más. En la
contigua, sólo un camastro; en la de enfrente se abre una
tronera. Mirando hacia arriba puede adivinarse un lucernario,
al que es imposible ascender, dado que, con todo el mobiliario
de la habitación (hay también una banqueta) apilado según la
dimensión más favorable, sumado a la estatura de la Marque-
sa con su brazo alzado, quedarían aún varios palmos para
llegar al techo. En la otra pared, la que está opuesta al
camastro, se observan varios desconchones provocados por la
humedad, se diría a primera vista; un análisis más minucioso
revelaría otras causas, nada tranquilizadoras. El suelo es de
tablas, grandes tablas, más exacto decir q ue es de tablones…
Parece que se mueven al pisar sobre ellos; efectivamente.
La Marquesa se arrodilló y levantó uno de ellos. Creyó
ver alguna luz. Quitó dos tablones más. Abajo había otra
celda, con varios individuos. Uno de ellos se erguía portando
un candil, con el que se iluminaba a sí mismo, quedando los
demás sumidos en una luz espectral. “Buenas noches. Oh, no
27
contestéis, no digáis nada aún. No digáis quién sois; vamos a
ir adivinándolo poco a poco. No tenemos demasiada prisa;
ninguna, verdaderamente. Acabábamos de oír algunos pasos y
un arrastrar de tablas. Es suficiente por el momento. Podemos
especular con estos indicios mucho más tiempo del que nadie
creería, años quizás. No tenemos nada mejor que hacer. Luego
os sumaréis a nuestro grupo; todos los vecinos de ahí arriba
terminan haciéndolo, aunque al principio no puedan evitar ser
recorridos por intensas y hasta profundas corrientes de…
¿cómo se dice…? Creo que lo llamáis desprecio”. Y al decir
esta palabra hubo un crispado estallido de groseras risotadas.
Bajo todo destino subyace una sentencia y en pos de
cada causa se apresuran las culpas cuál será la mía no hay
más triste expiación que la de aquél cuya condena nadie llega
a saber nunca pero siempre supe que nunca la sabría y ahora
no puedo esperar más que una caída veo que están dispuestos
los elementos como en la vida misma arriba la soledad abajo
la abyección y a nadie conozco que no haya acabado por caer
tirarse huir de la soledad del cuerpo la del alma no existe
Soledad del cuerpo… soledad sin cuerpo… En los
hermosos ojos color miel nueva de la Marquesa
aparecieron dos lágrimas, de las que tardan
mucho en caer; lágrimas de resignación ante la
incorporeidad. La Marquesa no existía sino en la
literatura.
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11. Polémicas literarias nocturnas
“Ya están esos dos otra vez”, dijo el pisapapeles. La
tijera asintió, con un gesto de resignada tristeza.
“Ahora estaba descrito perfectamente”. “No me meto en
eso; ni me interesa ni me gusta. O quizás me gustaría si fuera
mejor. Quiero decir, si fuera bueno”. “No se debe opinar de lo
que no se sabe”. “Que le digo que no me meto en eso. Estaba
mal redactado; lo borré y punto”. “¿Cómo quiere que le diga
que yo no redacto, que yo escribo?”. “Hay que redactar lo que
se escribe”. “Pero bueno: ¿es que esto es un colegio, o qué es
esto?”. “¿Lo ve? Habla usted como redacta. Mal”. “Hablo como
me sale de…”. “Y de dónde le sale eso que cree que escribe?”.
“¿Qué de dónde me sale? Ahora vas a ver, gorda asquerosa”.
El lápiz cruzó el folio tomando carrerilla. Se lanzó en
picado. Visto y no visto.
La goma había apenas empezado a huir. “¡Ahhh!”. La
perforación era casi de parte a parte. No se dio por vencida:
tomó resuello y giró violentísimamente las caderas. Se oyó un
crujido seco.
“¡Ugggh!”, se dolió el lápiz. Y mostraba deshilachadas
sus encías, sin la punta.
El afilalápiz lo consoló. “Ven hombre; ven, no llores. Ven
que te apañe”.
La máquina de coser grapas consiguió poner orden, a
base de hacer brillar sus cromados amenazadoramente:
“Dejadlo. Ya ha sido suficiente por esta noche. Mañana será
otro día”.
29
12. Una buena capacidad de síntesis
El veterano corrector de estilo torció el gesto: “…y, de
este modo, no le fue difícil poseerla: tres veces la hizo suya…”.
Hasta el final de esta escueta narración va a persistir dicha
mueca en su inexpresivo rostro.
Tenía ante sí una pieza muy codiciada: la versión
definitiva de los Cuentos de Canterbury, traducida por un
equipo de estudiosos de filología inglesa preisabelina. Una
verdadera joya. Su trabajo consistía tan sólo en observar si
alguna de sus facetas era todavía susceptible de recibir un
mayor grado de pulimento.
La frase, pensó, introducía una cuantificación de la
voluptuosidad que, además de rayar en lo procaz, se apartaba
de lo que es más inconfundible en el estilo de Chaucer: la
precisión. Las tres “veces”, ¿lo eran del estudiante o de la
molinera? Su conciencia de corrector concienzudo le decía que
el párrafo tenía la suficiente importancia como para requerir
alguna digresión.
“Poseerla…”. La propiedad, se dijo, es una instancia que
emana de lo propio, y esto último no expresa la esencia de la
cosa, pertenece a esta cosa sola y establece una no desde-
ñable reciprocidad con ella. El acto de la posesión, en el eje
diacrónico, observa una difuminación de su génesis: antes de
adquirir no hay propiedad; después sí, pero es notorio que al
llegar a las cercanías del objeto ya se está subsumiendo la
propiedad, toda vez que la existencia de esa categoría no
depende de la voluntad del poseedor, sino que es una
característica inmanente a lo poseído. En otras palabras: la
propiedad es una propiedad que tienen las cosas. Dado que
30
por esta vertiente se escurría, probó a continuación en el
ámbito de lo volitivo, campo en el que el sujeto se afirma en
terrenos menos aporéticos.
El sujeto, hasta no haber “sentido” bien al objeto, no
quiere poseer; ni siquiera querría poseer, sino que, puesto que
enuncia desde sí, quisiera poder poseer y, en el caso de que el
objeto le fuera propicio, quisiera poder querer poseer, para
que de este modo se aunara la voluntad del sujeto con la
aquiescencia del objeto. Yendo a nuestro caso, la menor fisura
en esta concatenación de infinitivos potenciales significaría
que el estudiante trata de forzar a la molinera. Recurrió a
continuación a la historia, para mayor seguridad.
Coincidiendo con la salida del medioevo, hay una cesura
del modo de propiedad, que en Inglaterra viene a ocurrir a
finales del XIV, la época de madurez de Chaucer. La sociedad,
sacudida en sus cimientos por esta discontinuidad, conoce
una época de gran incertidumbre, toda vez que, como
concluyó K. Marx una tarde, casi a punto de cerrar la
biblioteca del Museo Británico: “…La clase burguesa no se
entreveía aún ni por el forro”. “Conclusión quizás apresurada”,
hubo de anotar al día siguiente, “pero es que ayer me sacaba
de quicio el bibliotecario, agitando incesantemente el manojo
de llaves”. El estudiante, como representante del mundo que
se aproxima, trata de afianzarse en él. Sobre los viejos molinos
de las orillas de los ríos, por otra parte, se ciernen ya las
primeras sombras de los prolegómenos de la revolución
industrial.
Para ser corrector de estilo, hay algo de lo que no se
puede carecer: una buena capacidad de síntesis. A la vista de
las premisas establecidas en los tres enfoques de la cuestión,
enarboló el lápiz rojo. Tachó todo el párrafo y en su lugar
escribió: “la tuvo entre sus brazos”.
31
13. Quo Vadis
De tanto mirar, no ver.
Hay pocas cosas y enseguida están vistas, en sí mismas
y en sus relaciones con los otros tres planos: paralelismo sin
convergencia aquí, perpendicularidad allá, con inevitable
intersección y, en determinados momentos de la estancia, tres
líneas concurren a noventa grados unas de otras .
Frente a la ventana hay una pared y nunca entra el sol.
Como siempre que esto ocurre, la luz viene en el mismo
ángulo, y con un espectro que abarca tan sólo desde el gris
mortecino a la no luz. Esto es todo, y si el día es menguado o
neblinoso, ni siquiera eso.
El olor es nauseabundo, pero llevamos ya aquí el tiempo
suficiente para haberlo incorporado y, por tanto, neutralizado.
Vamos ahora con el relieve.
Como el ángulo, creo ya haber dicho, en que la luz
transita no ofrece variación alguna, el relieve de lo que −por
otra parte− apenas sobresale, está sujeto sólo a las variaciones
de intensidad día-noche. Aun siendo amplia la estancia, la
sensación de inmovilidad es aplastante.
Se acentúa esta sensación los días de más calor.
Creíamos haber ya superado el terrible estío romano, y no era
así; la autumni recidiva, que le dicen aquí, nos estaba
machacando. Tenso los nervios, el espacio disponible parecía
haberse estrechado, el suelo ya no era un consuelo refres-
cante, y asentábamos las patas rígidamente, las zarpas
prestas contra el compañero; el rugido incipiente de baja
32
frecuencia, el colmillo un anhelo de herir, rasgar. Amari-
lleaban los ojos en la locura.
Tras incontables días en esta situación inacabable, una
tarde nos penetra el alivio de un viento cargado de humedad,
y de nostalgia. Sentíamos cómo los resecos árboles apercibían
sus raíces y abaniqueaban gozosos las hojas. La sabana
polvorienta comenzaba a exhalar el venturoso aroma de la
tierra mojada, efluvio que anuncia inminencia de lluvias.
Se tornan apacibles las miradas y se relajan los cuerpos
de mis compañeros de destierro y cautiverio. La distensión
propaga somnolencia y, sumidos en ella, nos parece oír
música celestial.
La ley de la selva, en sus apartados de supervivencia,
ordena no descuidar ni un momento la rigurosa observación
de los indicios: dicha música además huele… ¿cristianos
aherrojados? Se trata seguramente de sus cánticos, tristes y
esperanzadas músicas precelestiales.
A medida que esta posibilidad se va evidenciando,
comienza a manifestarse un rumor ajetreado de glándulas
salivales comprobando sus circuitos. Jugos gástricos salen de
sus expectantes letargos y nos corroen al no dar ahí dentro
con vianda alguna. Restallar de lengüetazos contra ávidas
fauces.
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14. Las palabras cuanto antes; tiempo habrá
para los conceptos
Hmm. Un bulto. ¿Qué será?... Sneiff… Huele bien… Ahora
caigo: es un pezón… Parece que debo hacer algo… No
recuerdo. ADN: dime… Ya: succión. Vamos con ello. Fschl,
fschl… Hmmm… Está bueno. Se me está quitando la
intolerable sensación de vacío.
A medida que me voy llenando, pienso las cosas −pronto podré
verlas− con más nitidez. He pensado palabras complejas:
“intolerable”, “nitidez”. Cómo estorba la necesidad al
pensamiento conceptual.
¿Por qué me lo quitan? ¡No he terminado! Me lo vuelven a
poner. No: este es otro. Parece que hay más de uno. Fschl…
Está bueno también.
Noto una sensación rara; parece que voy a pensar una
palabra importante… Efectivamente: “pero”. Está bueno este
pezón, “pero” el otro más bueno. ¿Por qué no me dan el primer
pezón? No lo entiendo. ADN: dime… Ya: hay una razón. ¿Y
qué es una razón…? Ya: cosa de otros, siempre exterior.
De todos modos, sigo dándole vueltas. Creo que estoy
produciendo otra palabra importante… Aquí está “preferir”.
¿Qué será?... Error: dice ADN que debo borrármela. Nunca
preferir, sino elegir. ¿Elegir qué?... Ya: los otros me dirán.
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Ayyy. Cuánto duele borrarse una palabra. No lo soporto.
Lloraré un poco, y de paso desarrollo el respiratorio: Eeehg,
eehgg.
Nota para la segunda edición
Incluimos aquí algo más que le dijo el ADN:
…Olvídate de “pero” en la enunciación de un anhelo de
mejora. Se trata de una conjunción adversativa, y no
tardarás en darte cuenta de que es una buena
herramienta para aminorar la adversidad. Hay cosas
insufribles, “pero” siempre las hay peores. La resigna-
ción es siempre evolutiva, o sea: ayuda a vivir más.
¿Vivir mejor?, ¿vivir más decentemente? Muchas
preguntas para el primer día.
En el ADN había también, por fortuna, más tipos de genes.
Varios de ellos se manifestaron de esta guisa:
…El sistema límbico, que ya tienes muy avanzado, te
dirá casi siempre “huye y no luches”. Ese “casi” has de
cuidarlo: es la joya de la especie.
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15. Cuándo llegará el penúltimo samsara
−¿Tú? No me lo puedo creer. Qué alegría me das. Años
hace que no veía a nadie de Gorakhpur. ¿Qué tal te va?
Imagino que vienes también a ver las listas.
−Así es, mi señor. Acaban de decirme que están a punto
de salir.
−A ver si tengo suerte y me toca algo tranquilo; estoy un
poco cansado. He tenido mucho ajetreo esta última tempo-
rada. ¿Tú cuántos samsaras llevas?
−He perdido la cuenta, señor. Unos dos mil.
−Son bastantes, desde luego. Claro que vosotros tenéis
más que purificar. Yo llevaba una buena cantidad de ellos,
pero he estado de lombriz de tierra ni se sabe el tiempo;
incontables veces, una detrás de otra.
−Es curioso, ¿no, señor? Un terrateniente convertido en
tierracomiente.
−Pues sí, y creo que llegué a comerme más de la que
nunca soñé tener.
−¿Y cómo salisteis de eso, si me permitís la pregunta?
−Sí, hombre. Pues una gallina providencial, que se puso
a escarbar justo allí.
−¿No sería una gallina gris, alta y fuerte, que le faltaba
un ojo?
−Sí, creo que sí. Era, según me contaron, la amante de
un barquero del Gandak, un tal Siddhartha.
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−Los caminos inescrutables del Karmamarga son
además curiosísimos: a esa gallina me la comí yo, cuando
estuve de zorro por esos lugares.
−Ahora recuerdo que en tu familia siempre tuvisteis una
cierta propensión a la gallina ajena.
−Es cierto, señor. Los sudras que trabajábamos en
vuestros campos llegamos a tener fama de hambrientos hasta
entre los propios sudras.
−Olvidemos aquello. Ya están los brahmanes poniendo
las listas. A ver… “abeja…” ¿que pone ahí?
−“Abeja obrera”, señor. Lo siento.
−¡Válgame Krisna! Un kshatriya como yo verse reducido
a eso. Creí que había llegado a lo más bajo cuando fui mosca
verde de la mierda.
−No os aflijáis, señor. Las abejas viven menos que las
lombrices. Quizás, de todos modos, os dé tiempo a picar a
algún inglés.
−Ya se han ido los ingleses.
−Pues a los que haya ahora. Creo que eso cuenta
también para la purificación.
−La verdad es que estoy bastante desanimado… ¿No
habría otra forma…?
−Quiero recordar que, hace mucho, oí hablar a los
misioneros cristianos de un tal Sahib Francisco de Asís, que
al parecer tenía muy buena mano para los bichos…
−¿Cristianos? Si en esta religión se pasa mal, figúrate en
las otras, que ni siquiera son verdaderas. Además ellos se
purifican de una manera atroz: purgándose. Menuda
indignidad: durante media eternidad con el cólera, y en la
misma antesala del paraíso.
−Bien lo dice el refrán paria: “Más vale lo malo
conocido”.
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16. Bailes de antaño
Doña Manolita abrió de nuevo la puerta.
−Buenas tardes. ¿Podría robarle a usted cinco minutos?
−Oiga: estoy ya de vendedores hasta aquí. Seis han
venido antes que usted.
−Lo siento mucho, señora; pero estoy seguro de que
ninguno traía un producto como éste.
−Todos traían un producto del que decían que ninguno
era como el que traían.
El vendedor no supo qué decir. Comenzó a cerrar la
maleta. Doña Manolita pensó que se había excedido.
−Bueno, venga. A ver qué trae usted.
−Traigo el mejor líquido desmaquillador del mundo: el
famosísimo elixir transcutáneo Bailes de Antaño. Además de
eliminar totalmente el maquillaje, suprime esas pequeñas
arruguitas que la vida de la metrópolis, con sus ajetreos y
tensiones, produce en el terso rostro de la mujer moderna…
−¿Qué es una metrópolis?
−Pues… No le puedo a usted decir. El caso es que nos lo
dijeron en el cursillo…, pero hace ya tantos años…
−Bueno, a ver: ¿Cuánto vale el frasco pequeño?
−El frasquito precisamente está en oferta: sólo son dos
mil novecientas noventa.
−¿Se ha vuelto usted loco o qué?
−Es que es un concentrado. Diluyéndolo debidamente le
puede durar a usted meses.
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Lo dijo con una expresión tan lamentable en sus
cansados ojos que a doña Manolita estuvo a punto de
rompérsele el corazón. Pobre hombre, tan mayor, con los
zapatos destrozados y polvorientos…
−Bueno. Voy por el dinero.
Aquella misma noche decidió probar el “famosísimo
elixir facial transcutáneo”. Siguió puntualmente las instruc-
ciones: diluir dos gotitas en una jofaina. Se sentó frente al
espejo del tocador, mojó un algodón y procedió a desma-
quillarse.
Al contacto con el algodón, sintió que sus mejillas se
arrebolaban, como si tuviera de nuevo dieciocho años. De
repente se vio en aquel baile, rodeada de chicos que le daban
sus nombres, y ella los apuntaba entre risas, en su repleto
carnet…
El recuerdo fue tan intenso que quedó anonadada. En
medio de su desconcierto, cometió un error de pavorosas
consecuencias: en vez de volver a mojar el algodón en la
jofaina, vertió sobre él parte del contenido del frasquito de
concentrado.
Bajo sus ojos se acumulaban grandes bolsas; las frotó
bien con el algodón, no tardando en desaparecer. Igual suerte
corrieron las profundas arrugas de su frente y las incontables
patas de gallo. La barbilla emergió de nuevo, tras librarse del
lastre de la papada.
Cualquiera que hubiera estado allí se habría conster-
nado ante los estragos que doña Manolita se estaba infiriendo,
pero ella no podía advertirlo. Cuando la voluntad de querer
ver algo raya en la desesperación, los espejos optan por
inhibirse cobardemente; saben muy bien que, en tales
momentos, no hay realismo inquebrantable que no termine en
añicos.
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Roció de nuevo el algodón con el frasquito. La forma de
su nariz le había estado atormentando años y años: afuera
con ella. Respiró aliviada. Se deshizo también de los surcos de
las comisuras de la boca, y de los labios, que estaban ya tan
contraídos que ni se podía dar carmín. Quedaron al
descubierto sus todavía hermosos, aunque algo amarillentos
dientes, en la más amplia sonrisa que recordara. Y es que a
cada momento se encontraba mejor, y con más ganas de vivir.
Al terminar con el elixir, observó el nacarado brillo que
habían tomado lo que la infeliz creía que eran sus mejillas.
Henchida de satisfacción, se desvistió; rebuscó en los
cajones del tocador hasta encontrar su mejor camisón y, tras
un último vistazo en el cobarde espejo, se acostó. No tardó en
quedar profundamente dormida.
Soñó que volvía a aquel baile.
Descendió sola del coche y se dirigió, con estudiada
elegancia, hacia el hermoso edificio neoclásico. La puerta,
profusamente iluminada, destacaba en la penumbra de la
plaza; dos criados con librea se ocupaban de abrirla. Solían
decirle: “Buenas noches, señorita Manola. Cien veces nos han
preguntado ya por usted”. Pero aquella noche las cosas iban a
ser muy distintas.
Al llegar bajo las luces, vio cómo uno de los criados
abría los ojos de manera inusitada y se desplomaba; el otro
saltó limpiamente un seto y escapó a través del jardín,
gritando, y sin reparar en que a su paso quedaban arruinados
innumerables parterres.
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17. La confabulación
−Oye; ¿tienes un momento?
−Tú sabes tan bien como yo el tiempo del que dispongo.
¿Qué te pasa? Te veo muy preocupada.
−Preocupada no; harta.
−Y… ¿de qué estás harta?
−De qué va a ser, de esa desgraciada.
−Os habéis vuelto a pelear, ¿no es eso?
−Sí, hija. Es que no hay manera; no se puede con ella.
Esta mañana, por ejemplo, iba yo tan contenta, pausada-
mente, y sin meterme con nadie; estaba llegando al ocho
cuando la oigo detrás de mí, con su eterno sonsonete, al que
tantísimas veces pone letra: “qui-ta qui-ta e-na-ni-ta que te pi-
llo”. ¿Tú crees?, ¿yo enana?. Soy un poco bajita, no digo que
no, pero enana… Y así un día y otro… Va ya para nueve años.
−¿Nueve años hace que empezamos? Cómo pasa el
tiempo.
−Sí, hija; nueve años. Y te digo una cosa: yo ya no
aguanto más. A la próxima que me haga ésa: a parar. ¿Has
oído? Me paro. Y allá películas.
−Pero mujer: ¿cómo vas a hacernos eso?
−Pues como lo oyes. Y lo voy a sentir por ti; por ella
nada; es lo que se merece.
−Bueno, no te pongas así. Creo que estás sacando las
cosas de quicio. ¿Quieres que hable yo con ella?
−Haz lo que quieras. Yo ya te he dicho lo que hay.
−Mira; por ahí viene… Oye, un segundito, que quiero
hablar contigo.
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−Imposible, tengo mucha prisa. Además, ya sé lo que me
vais a decir. Yo también estoy harta de ir todo el santo día
dando vueltas, a todo correr, mientras otras se pasean, sin
ninguna prisa. Si no fuera por mí, que le doy un poco de
alegría y movimiento a esto, nos íbamos a pasar las horas
muertas en el puro muermo. Pero yo sé lo que os pasa, uy si
lo sé: me tenéis envidia. Sí, envidia. Eso es lo que me tenéis.
Porque soy joven y dinámica, y además alta y esbelta; sobre
todo comparada con ésa, que es una enana, ¿me oís?: “u-na e-
na-ni-ta”. Hasta luego; ahí os quedáis.
−¿Te das cuenta? Pues así a cada minuto.
−La madre que la parió… Hay que hacer algo.
−¿…Qué podríamos hacer?
−Algo definitivo: nos juntamos una noche, la espera-
mos… y click.
−Sí; va a ser lo mejor. ¿Pero no…?
−No te preocupes; parecerá una simple avería. Esta
misma noche; ¿para qué esperar más?
−¿A qué hora?
−A las doce en punto, que ya todos se han ido a dormir.
Nadie lo verá.
−De acuerdo.
−¿Estás preparada?
−Sí.
−Bien. Cuando la tenga encima, tú me empujas a mí y
yo la empujo a ella; ¿de acuerdo?
−De acuerdo.
−Yo llevaré la cuenta. Ahí viene ya: …cincuenta y siete,
cincuenta y ocho, cincuenta y nueve, y sesenta: AHORA.
−¿Pero qué hacéis? ¡Cerdas lentas! ¡Ahhhg!
CLICK.
42
18. Un avance espectacular en la medicina
naturista postvienesa: el “Programa de
Erradicación de la Angustia Ciudadana”
(PEAC)
−No; los martes no viene. Hoy viene el suplente, el
doctor Tena. Es tan bueno como el otro, y más amable. Yo por
eso prefiero venir los martes.
−Buenos días, señoras.
−Buenos días, doctor.
−¿Qué tal? Ya veo que bien. ¿Y sus hijos? Los veo ya
muy pequeñines, y con buen aspecto. Permítame. A ver:
siéntese más al borde de la silla, un poco más erguida. Es
para que el cordón quede más suelto. Eso es; y mantenga a su
hijo cabeza abajo todo el tiempo que pueda. Y usted: ¿me ha
empezado a hacer la gimnasia? No le queda ya mucho, ¿eh?
Bueno; voy a cambiarme. Enfermera, por favor: que pase ya la
primera de estas señoras.
−¿Es usted la primera? Venga por aquí. ¿Me deja la
cartilla? Quítele toda la ropita, y póngalo tumbado sobre la
mesa. Cuidado con el cordón.
−Bien; aquí estoy de nuevo. Vamos a ver. Sujételo un
momento, enfermera, por favor, que le vea la barriguita. Bien.
El cordón ha cicatrizado perfectamente. Vamos a ponerlo
sobre la báscula. Estás ya muy reducidito, ¿eh, majo? ¿Qué
edad tiene su hijo?
−Cuarenta y tres. Y los catorce meses que lleva en fase
de reducción.
43
−Cójalo en brazos, que le vamos a medir la cabeza. Y…
dígame: ¿por qué ha tenido que…?
−Uy, estuvo muy malito. Primero tuvo quiebra
fraudulenta, después divorcio; ya sabe usted cómo son las
mujeres de ahora. Si no llega a ser por el PEAC no sé qué
hubiera sido de él…
−Entiendo, entiendo. Ya lo puede usted vestir… Va a
tener que seguir con la reducción, por lo menos dos meses
más.
−Pero si está ya muy pequeñito…
−Sí, de cuerpo sí; el problema es el tamaño de la cabeza,
y más que nada el de su cuello, señora.
−¿Mi cuello?
−Sí, el cuello de su útero, señora. Aquí en la ficha tengo
las medidas. De todos modos, venga por aquí dentro de un
mes. Y recuerde lo que le dije antes: el cordón lo más suelto
posible.
−Entonces, la reinserción…
−Pues, déjeme mirar… Dos meses, le dije… Nos mete-
mos ya en las fiestas… Yo creo, si todo va bien, que para la
primera semana después de Reyes.
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19. Perseverancia; ésa es la única virtud
Ahí los tenemos. Altivos . Mirándonos con aburrida sufí-
ciencia. De tanto mostrar un aspecto amenazador e incon-
movible, han acabado por creer que son lo que fingen. Qué
pagados están de sí mismos. Se reflejan hacia abajo y, tontas
de nosotras, les devolvemos sus imágenes exactas. Van a ver
ahora lo que les vamos a devolver.
Venga. Todas a la vez. Medid bien la distancia. Con-
servad el ritmo. Vamos. Aaaahora:
SHROOULM
Dejad de contonearos en onditas y crestas. Se os va
toda la fuerza en espuma.
Vamos a tomar un poco más de impulso. Vendremos
desde más atrás.
Bien. Mantened la alineación. Acelerando ahora. Aaaahí:
SSHRRAOOLMM
Si es que os paráis al final. Todo lo tengo que hacer yo.
Mirad lo que hemos conseguido: tres esquirlas de nada y dos
percebes.
Que esto no es un juego. Que es una lucha a muerte.
¿Es preciso que os lo tenga que recordar a cada momento?
¿Habéis olvidado ya a todas nuestras compañeras muertas
por los ácidos, petróleos, chapapotes, radiaciones…? O ellos o
nosotros.
Vamos de nuevo. No empecéis a correr hasta que
estemos todas juntas. Bien. Un poco más apretadas. Más
deprisa las de atrás. Muy bien. Ahora. Metiendo el hombro:
STCHHAOULUMFF
45
Uf, qué daño me he hecho. Con razón le llaman a esto
rompientes.
Nada. Por aquí no hay manera. Vamos por allí, a la
izquierda de esa escarpadura, donde oímos el crujido la
semana pasada. A ver si ha crecido algo la grieta.
Tenemos que entrarle en punta de flecha, luego un
viraje hacia el Este y le explotamos dentro.
Vamos. Id formando el frente. Atención las del otro lado:
hay que converger en ondas cincuenta metros antes. Venga
arriba. Bien. Desplomándose y virando. Ahora. Toma yaaaa:
PFLOOOUUUMFF
Ahí, ahí. Le dimos, le dimos. Atrás, que nos aplasta.
CRESHH… TROUUUBLL
Bravo. Arrastrad bien los trozos. Lo reduciremos a
arena.
Buena hendidura le hemos hecho. Vamos contra ella.
Seguro que no nos espera por el mismo sitio.
Venga, como antes. Con perseverancia. Apretándonos
más al final. Buen viraje. Codo con codo ahora. Valeee:
FLAOOUUMFF…
46
20. Cambios en el castigo no lo mitigan
Qué obsesión tienen los Dioses con el arrastre de
objetos. Parece como si nuestra naturaleza, móvil en sí
misma, debiera ser dificultada por la perenne adhesión a
objetos yacientes. Una escalera más liviana bastaría para
llegar a todos los estantes; ésta tiene aspecto de máquina de
guerra para asaltar murallas.
Cada tres semanas, al arrastrar la escalera hasta el
siguiente estante, es cuando más me acuerdo de mi piedra.
Hubieron de restituirme la memoria para este suplicio:
recordar bien que lo que estoy aprendiendo ya lo sé. Pero
recuerdo más cosas. Añoro mi mucho tiempo con la piedra. El
aire libre. El paisaje. Sobre todo el paisaje, tan cambiante con
las estaciones, y las vistas, según iba subiendo la ladera. Y
cómo brillaban los músculos que, gracias al constante
ejercicio, logré acumular. Nada que ver, no obstante, con las
forzadas poses de obrero hercúleo con que algunos escultores
han pretendido inmortalizar su habilidad y plasmar mi triste
destino.
Y ahora ¿quién me llevaría a bronces y óleos?, ¿cómo
mostrar que la lectura puede convertirse en un tormento? Si
me representaran encadenado con un libro en las manos,
parecería una cínica propuesta de liberación de la esclavitud
mediante la cultura. Si encadenado al libro, una incitación al
analfabetismo.
El Dios que decidió mi suerte debía de ser muy leído. El
número de libros es infinito, dicen; pero mucho antes de la
primera milla —así los contamos aquí— comienzan unos a
referirse a otros, y por encima de la segunda legua, ya no hay
47
nada que leer que no haya sido leído en otro lugar. Y yo he de
leer eternamente todo este discurso, que gira inacabablemente
sobre sí mismo.
Quizás por ello la biblioteca sea circular, y al poder
estar el principio en cualquier parte, termina por no haber tal
principio ni, al menos para mí, final. Aunque ya veremos;
eternidades no va a haber más que una, y a nadie he dicho
que he visto ya algunas carcomas. Ellas tienen todo el tiempo
por delante y a favor; sabrán acabar con tanta repetición
pretenciosa, tanta soberbia.
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21. Un domingo cualquiera
Bix y yo veíamos desde la ventana cómo caía la lluvia,
una hora y otra. De no haber sido por nuestro estado
depresivo habitual, hubiéramos llegado a apreciar algunos
aspectos melancólicos de la plaza: casas grises chorreando
agua, árboles sin apenas hojas, escasos viandantes, con
paraguas, sacando a sus perros a hacer las necesidades en
medio de las aceras.
No nos gustan los perros; defienden con los dientes a los
tres fantasmas que tanto hostigaban al pobre Engels: familia,
propiedad y Estado, sobre todo a este último, olfateando y
descubriendo las maravillosas sustancias que hacen ver las
cosas de otro modo, o atacando a los grupos de gentes que
enarbolan el bello discurso de todas las causas perdidas
posibles. ¿Ha visto alguien alguna vez un gato policía?
Por si no bastara lo anterior, se prestan, los perros, al
papel de hijos sumisos de padres incuestionables, en vez de
acabar con éstos mientras duermen y escapar, para inme-
diatamente asilvestrarse en los bosques cercanos. Se dejan
morir de miedo y desconcierto sobre las frías losas de las
tumbas de sus dueños. Si no conciben un mundo sin amos,
¿por qué, al menos, no crean un sindicato?
No sé a qué extremos hubieran llegado mis reflexiones
de no sonar el teléfono en ese momento:
−Oiga: ¿es ahí dónde el anuncio…?
−¿Se refiere usted a lo del “gato con vasectomía, ofré-
cese…”?
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−Sí, eso es. ¿Podría traerlo usted esta misma tarde? Mi
gata está realmente insoportable.
La mujer tenía una voz grave y acariciante. Anoté la
dirección y me dispuse a salir. Tomé a Bix y lo coloqué bajo mi
gabardina. Este gesto, unido a la llamada telefónica, le
permitió adivinar adónde nos dirigíamos; lanzó un enervante
maullido premonitorio, que repitió luego por el camino, con
aspavientos de animadversión por parte del taxista.
−Buenas tardes. Aquí nos tiene usted.
Nada más vernos, la hermosa mujer hubo de ocultar, a
duras penas, un gesto de desaprobación. Le extendí el
arrugado papel del certificado veterinario, que rehusó exami-
nar.
La gata siamesa color ceniza, bañada y perfumada,
maullaba con ansiedad en el centro de la habitación. Bix miró
a su alrededor gratamente sorprendido; sabía apreciar una
buena biblioteca. Lo puse en el suelo.
−Convendría dejarlos solos −dije, por decir algo.
−¿Pensaba usted que me iba a quedar a mirar?
Me pasa siempre que no me paro a pensar lo que voy a
decir. Fuimos hasta un saloncito. Se sentó en un sillón al
tiempo que me indicaba el sofá. Preferí sentarme en el borde
de una banqueta, para que mi mugrienta gabardina no
arruinara la hermosa tapicería. Ella agradeció el detalle con
una mirada de sus ojos azules que tengo aún clavada aquí.
El silencio me ponía nervioso; volví a meter la pata:
−No tardará Bix. Un ambiente culto y distinguido le
acelera su natural predisposición. ¿Y a quién no?
Aunque tenía ahora sus ojos puestos en la alfombra,
adiviné en ellos un relampagueo de desprecio.
No tardó en oírse el maullido característico de las gatas.
−Es Anne Lise −y se levantó para salir.
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Hice lo propio. Llegué a la puerta antes que ella y, al
pararme torpemente para cederle el paso, estuvimos a punto
de chocar. Me rozó un momento con su pelo; créanme: jamás
olvidaré aquel perfume.
Cuando entramos ya se había Bix desentendido del
asunto. Estaba absorto en una buena copia del Souvenir de
Mortefontaine.
Nos acompañó hasta el rellano. Acarició levemente a Bix
y me extendió un sobre con el dinero. Busqué de nuevo sus
ojos, pero mientras llegó el ascensor los tuvo enfocados en
algún punto de la pared que estaba a mis espaldas.
En casa, Bix se puso de nuevo a contemplar la lluvia.
Los gatos, reflexioné, no han sabido o no han podido crear,
como nosotros, una cultura basada en el aplazamiento de la
satisfacción de los instintos y, generalmente, en su insatis-
facción sin más. De ahí los ojos de Bix, cargados de tristeza, y
envidiosos de los míos que, al menos aquella tarde, fulgu-
raban con la llama que sólo el amor sabe prender.
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22. En Roma siempre queda algo por ver
Tenían ustedes que haber conocido a Laura, mi mujer.
Menuda era. Vean si no. Me acabarán dando la razón.
Una tarde estábamos en un hermoso café de la Avenida
Ambrose Bierce. Recuerdo que habíamos discutido sobre si en
la bourrée era preciso acentuar las corcheas o no. Sus argu-
mentos eran aplastantes; harto me tenía ya.
En la mesa de detrás había una chica rubia; ojos
inteligentísimos en un rostro desvalido. Apenas la había
mirado media décima de segundo; bueno, pues cuando Laura
hubo de ir al tocador y me dijo “perdona un momento”, ya
estaba guiñándome un ojo, como diciendo “a ver qué haces
con esa chica”.
Todo tiene un límite, me acuerdo perfectamente que me
dijo. En ese momento salió la chica; me fui tras de ella, sin
más. En la esquina sacó un plano de la ciudad y trató de
orientarse. Me ofrecí a ayudarla. Era una estudiante de arte,
americana; esa misma noche se iba a Roma, con una beca.
Pues a Roma que nos fuimos.
Yo conocía muy bien la ciudad y tenía muchas ganas de
volver a visitarla. Fueron días inolvidables. Ella se levantaba
antes, para ir al museo etrusco de Villa Giulia; yo me
levantaba tarde y vagabundeaba hasta el mediodía, que iba a
buscarla para comer. Tomábamos mil aperitivos, comíamos a
las tantas. Desde nuestra buhardilla veíamos ponerse el sol
por encima del Campo dei Fiori.
Los domingos hacíamos la ruta de los Caravaggio.
Gallería Borghese: Madonna del Serpe. Santa María del
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Popolo: Crocefissione di San Pietro. San Luigi dei Francesi: San
Matteo, vocazione, col angelo e martirio, Sant’Agostino:
Madonna dei Pellegrini. Doria Pamphilj: Riposo nella fuga in
Egitto. Cappucini: San Francesco in meditazione…
Hermosos días, como les dije, presididos por Bernini y el
blanquito del Friuli. Vuelve Laura del tocador y qué creerán
que me dice: “¿Ya estás de vuelta? Seguro que no tuviste
tiempo de enseñarle Santa María della Vittoria- in Trastevere”.
Ya han visto: una elementa de cuidado.
No pueden imaginarse lo que la echo de menos.
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23. Un viernes cualquiera
Al caer la tarde del viernes es cuando más inexo-
rablemente se crispan las rígidas leyes de oferta-demanda
entre los cuerpos.
Mastico con objetividad un bocadillo en un bar, a una
hora en que la contratación casi ha terminado. Unos cuantos
borrachos, unos viejos que van de recogida, y yo.
Entran dos mujeres bajísimas, una de ellas casi enana.
Ambas de humilde extracción, que un adivinable esplendor
reciente, dilapidado en ropas y sortijas, no consigue ocultar.
Los dedos como morcillas, de piel resquebrajada a conse-
cuencia de la mucha fregación. Amargos surcos en sus bocas
de expresión muy ordinaria.
Me observan a hurtadillas, con sorpresa y atrevimiento.
Las envuelvo en una mirada de fraternidad mientras muevo
las mandíbulas. Saco una porción de mi hermosa lengua y
recojo las miguitas adheridas a mis labios sensuales. Tragan
saliva: noto que el deseo las ha golpeado.
Imagino sus soledades. Lo terrible que es trabajar toda
la semana y llegar a un sábado de horroroso vacío, y el
domingo la ciudad estará desierta, con las aceras mojadas.
Rechinan mis dientes de militante siempre que estoy
ante la injusticia tan cara a cara. Decido acompañarlas.
En su casa no paran de hablar, las dos al tiempo. Ríen
excitadísimas, las dos al tiempo, mostrando no pocos huecos
en sus encías granujientas.
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Apenas veo a una aparecer con un rollo de gruesa
cuerda ya me ha derribado la otra con un único hábil golpe.
Cuando vuelvo en mí estoy sólidamente atado a una
silla y tengo un poco de frío. Veo mis ropas apiladas en un
rincón.
−Mmmm…, es todo lo que alcanzo a decir bajo el ancho
esparadrapo.
Mis dos recientes amigas se desternillan. En breve se
me va a quitar el frío, presupongo al ver el extraño instru-
mental que calientan en la pringosa cocinita de butano.
24. Escaleras
Se anda siempre por la Escalera, y la pretensión de que
hay una para cada cual, está por ver. La mayor parte de las
veces no da tiempo a recorrer sino la superficie de un peldaño.
De ser cierta la Refutatia Metempsicosis Haeriticorum, de San
Juan Damasceno, eso parece que va a ser todo. Hay luego
mínimas porciones, sub-escaleras, conocidas como escaleras
sin más.
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En éstas, la parte horizontal de los escalones −casi
siempre mayor que la vertical− suele pasar desapercibida. Al
atribuirse toda fatiga al acto irresponsable del pecado original,
el esfuerzo de subirlas siempre es penoso; y por otra parte: el
mito de la Caída como descenso hacia el Mal, hace temerosa
cualquier bajada. Prevalencia de la altura sobre el camino,
que llegó a obsesionar a Leonardo y a tantos precursores,
anónimamente despeñados, de los hermanos Wright.
La altura es además subsidiaria de otra linealidad: el
devenir, al que llaman incierto por no llamarle lo que es:
anodino. Si se ha de dotar al devenir de alguna componente
no repetitiva, es preciso ingeniar un ciclotrón de partículas
pasionales, para que el impacto contra la barrera de energía
de la inmanencia determine una elegante sinusoide en la
curvatura del horizonte que demarca lo cotidiano. Pero me
aparto del asunto que me ha traído aquí.
Las escaleras son objetos giroscópicos, como las
bicicletas, pero de orden estático: han de ser recorridas, y de
una vez. Son muy estrictas en esto último, y aguantan pocas
bromas: ¿alguien cree todavía que las caídas por las escaleras
son casuales?
Uno baja la escalera; o la sube. A mitad de camino
recuerda que olvidó algo; se vuelve. En seguida piensa que no
vale la pena; sigue en la dirección primera. Pero no, se dice,
debo volver, y vuelve a volverse. No tarda en arrepentirse de
nuevo y sigue; para enseguida volver sobre sus pasos. O mejor
lo deja y se vuelve otra vez. A partir de ese punto, la escalera,
en cualquier momento, puede decidir que ya es suficiente.
Primero hace naufragar la idea de dirección, y poco
tarda el sentido en correr la misma suerte. El terreno de los
objetivos va siendo ocupado palmo a palmo por lo aleatorio.
Con la aparición de la arbitrariedad se suspende la teleología
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y, tras la hegemonía final de un puñado de significantes,
acaece la negra noche de la equivalencia de los códigos. La
lógica de la escalera se hace añicos, y la risa de Escher se
adentra en los canales semicirculares y los paraliza de
estupor.
El vértigo de la subida al fondo del abismo es sólo
comparable a la soledad de la bajada hacia los cielos
transfinitos de un universo ya para siempre retraído en su
expansión, pero no tarda en sobrevenir la bajada al exterior de
sus cúspides y allí el salto al vacío absorbe todo en espiral
concéntrica, y lo expulsa luego hasta los límites del punto de
partida. Cae la oscuridad, y el sol eterno envuelve los objetos
como un manto de hierro.
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25. La nueva hermenéutica puede dar al traste
con todo
ABRAHAM: Héme aquí, Señor, en la tierra de Moriah,
exactamente en el monte que me indicaste. Está afilado el
cuchillo escrupulosamente; apenas va el niño a enterarse.
ÁNGEL DE YAHVÉ (para sí): Cada día estoy más convencido:
tiempos son éstos de fantasmagoría y superstición.
VOZ: Soy el Ángel de Yahvé. Detén tu mano, Abraham. Porque
ahora he visto que en verdad temes a tu Dios, pues por mí no
has perdonado a tu hijo, a tu unigénito.
ÁNGEL DE YAHVÉ (con los ojos como platos): ¿De quién es
esa voz…? Oh, Señor; nadie me va a creer cuando cuente esto.
ABRAHAM: Así se hará, si ese es el deseo del Señor; pero no
sé si tiene mucho sentido habernos dado semejante caminata
para esto.
VOZ: Mira a tu espalda.
ABRAHAM: Sólo veo montes por todos lados, ningún árbol, y
un carnero, con los cuernos enredados en la jara.
VOZ: Ofrécelo en sacrificio, aunque sólo sea para aprovechar
el porte.
ABRAHAM: Ya puestos…
EL CARNERO (aparte): Dirán que es una pregunta impro-
cedente, pero es muy normal cuestionarse los hechos que le
van a costar a uno el pescuezo: ¿Es la ventriloquia una gracia
divina o un arte demoníaco?
ÁNGEL DE YAHVÉ: Yo me voy de aquí. Si le da a Dios por
bajar se me va a caer la cara de vergüenza ajena.
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26. Polifonía de vecindonas
−Pues ayer por la tarde, me crucé con la hija mayor de la Reme. Hay que ver cómo iba. Llevaba una falda por aquí, y con una raja en un lado; más de medio muslo se la veía. Y tenían que ha-ber visto cómo se mo-vía, taconeando toda la calle abajo, enseñando la pierna a cada paso. Y la falda bien ceñida, y marcando bien… Bueno: con decirle a ustedes que no llevaba faja… −No sé qué pensarán ustedes, pero yo les voy a decir una cosa: no la he visto nunca dos veces con la mis-ma ropa; y la veo con bastante frecuencia. Algunas cosas de las que lleva son de las que salen en las revis-tas de la peluquería, que las llevan en las fiestas ésas de los rica-chones de los palacios y los yates, y esa gente no creo yo que se vista en Saldos Arias. −Pero, vamos, que el asunto no es lo que cuestan todas esas cosas tan modernas que lleva. Yo, en mis tiempos, ni aunque hubieran salido gratis, fíjense en lo que les digo. Porque si mi ma-dre, que en paz des-canse, me llega a ver así, es que me mata.
−Yo la he visto hoy desde el balcón, y eran las cuatro de la maña-na, porque había pues-to el despertador para tomarme la pastilla ésa que me han mandado para la tensión. A saber de dónde vendría a esas horas. No quiero pensar mal, pero traía todo el pelo alborotado, y me han dicho que más de una vez la han visto sin medias. −Pues no quisiera pensar mal, pero no sé de dónde lo sacará. Porque la Reme ya no compra los garbanzos donde el Inocencio, que la ha dicho que no la despacha más de fiado. Y el otro día, cuando fui al ambulatorio a recoger unos análisis que me han hecho pa-ra eso que tengo de la albúmina, la vi salir de una butique de ésas, cargadita de paquetes. −En su casa es que no se han preocupado nunca de ella. Si hubiera vuelto yo un día a mi casa después de cenar, menuda pa-liza que me hubiera ganado.
−Pues yo me crucé con ella el jueves pa-sado, que salía yo con mi Gregorio, y casi la tenemos el Gregorio y yo. Porque al Gregorio, claro, se le iban los ojos, y no vayan uste-des a creer que él sea muy mirón: es que la niñata ésa llevaba el escote hasta aquí, y sin sujetador. −Es lo que le decía yo el otro día a mi Gregorio: a esas mo-dernuquis es que les importa todo un pi-miento; sólo piensan en qué ponerse, y en salir. Y claro, como no pueden aguantar ese tren de vida, pues ya se sabe cómo acaban. Porque además, con esas ropas que llevan, las terminan por tomar por lo que no son. O a lo mejor es eso lo que andan buscando. −Yo a su edad estaba ya de novia con mi Gregorio, y vestía como visto ahora. Ha sido en lo único que el Grego-rio me ha llegado a levantar la mano.
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−Van así vestidas a los bailes, y hasta las tantas, y luego además se montan solas en los coches, con cualquie-ra, y claro, pasa lo que pasa. Y es que no es una ni dos, es que son ya todas las de su edad. Como esto siga así, no sé adónde vamos a ir a parar.
−Pues yo creo que saben muy bien que van provocando, ya lo creo que sí. Así vienen luego en los periódicos las cosas que vienen. Y más que van a venir; porque yo les voy a decir una cosa: esto, cada día está peor.
−Es que los hombres sólo se fijan en lo que se fijan, y ellas bien que se lo saben. Nada, que llega un momento que se pierde la ver-güenza… y perdida se quedó. A mi Gregorio se lo tengo dicho yo muchas veces: esto ya no hay quien lo arregle por las buenas.
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27. No hay que ser nunca escrupuloso en exceso
El vigilante de las puertas levantó nuevamente la vista
de la novela. Se estaba empezando a obsesionar con el viejo
aquél, que lo miraba fijamente, frunciendo casi todo el rostro.
Olvidarlo. El viejo empezó ahora a emitir un ruido; un blando
carraspeo, como de flemas. La madre que lo parió. Volvió a la
lectura; ya había leído cuatro veces la misma línea. A ver si se
baja pronto este tío. Era ya casi media noche, solamente
estaban ellos dos en el vagón. El ruido se convirtió en un
estertor. Miró otra vez al viejo: estaba moviendo las desden-
tadas mandíbulas sosegadamente. El vigilante notó un vuelco
en el estómago: estaba mascando aquello, el muy cerdo. Había
visto muchos tipos repelentes en el metro, pero aquel viejo era
de otra dimensión. Sintió una aguda punzada por dentro de
los brazos; el cuello comenzaba a quedársele rígido, le hormi-
gueaban las palmas de las manos. El viejo seguía carras-
peando y rumiando. El vigilante tenía ya los ojos desorbitados
por las náuseas. De repente sintió que algo se rompía en su
interior. Abrió las puertas; parecía como si estuviera obede-
ciendo una orden. El ruido de las puertas acabó de
enloquecerlo. Dios mío: debo arrojar al túnel a este canalla.
El viejo lo vio venir. En su rostro imperturbable, sus
ojos eran dos rendijas; el único movimiento que hizo fue
echarse hacia atrás todo lo que le permitía el respaldo. Luego
hizo un seco gesto hacia delante y escupió, una sola vez, y
bastó. La enorme masa verdosa envolvió al vigilante que,
terriblemente asqueado, retrocedió, trastabilló, y se precipitó
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por una de las puertas. Su grito de espanto fue ahogado por el
traqueteo del vagón.
El viejo accionó la palanca de cerrar las puertas.
Recogió la novela del suelo, le limpió el polvo con la manga, la
abrió por el principio y volvió a arrellanarse en su asiento.
28. Salvar el alma pese al cuerpo
Sobre la recia mesa colocó una silla desvencijada y,
sobre ésta, una banqueta. Trepó luego trabajosamente,
perdiendo en la escalada más de un harapo de sus andrajosos
hábitos. Al llegar arriba, se sujetó con una mano a las rejas de
una ventana y extendió la otra en gesto de demanda de
silencio. Cesó un tanto la algarabía del personal, todos
hombres.
−En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo. Mis queridas hermanas en Cristo.
Bien sabido es que la frontera entre la Virtud y el
pecado está firmemente trazada en los Evangelios; pero
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en la vida, ay, la constante presencia del Maligno hace
que esa demarcación resulte a menudo borrosa.
Nosotros y vosotras, que en su día juramos estar
siempre al servicio de la Palabra de Jesús, somos
adelantados de esa frontera. No podemos −porque no
debemos− instalarnos cómodamente en la retaguardia,
allí donde la Virtud florece con menor agobio, sino en
primera línea, donde no crecen sino los espinosos
matojos del vicio y la abyección.
Ingrata es nuestra tarea, y parece además como si
Dios, para probarnos −o Satán para perdernos− acrecen-
tara los obstáculos y embotara los filos de nuestras
herramientas. Me refiero, bien lo sabéis, a la disposición
del gobierno republicano −“re-fariseo”, lo llamaría yo−
(risas) prohibiendo toda clase de hábitos y trajes talares.
¿Qué pretenden esos impíos con tal medida? Os lo
diré con franqueza que podrá parecer brutal, pero
habéis de estar precavidas.
Ellos saben que vuestros honestos y recatados
hábitos son una defensa contra las asechanzas de tanto
truhan como ahora vagabundea por éstas, antes felices,
tierras de Su Majestad, que Dios tendrá ya a Su Diestra.
Vestidas ahora como cualquier mujer −y cada día
la mujer es más cualquiera− os tomarán por lo que no
sois, y algunos pretenderán además tomaros (murmu-
llos). Aclararé esto.
Quiero decir, sencillamente, que tratarán de forza-
ros: “coitum et aberrationem homines suscipient
adversante natura ancillae Domini”.
Pero tan sublime es nuestra misión que hasta a la
hora del suplicio hemos de dar ejemplo de Pureza y de
Fe.
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Cuando la plebe, enfebrecida por la concupis-
cencia, os desgarre y arrebate los vestidos, sólo un
milagro podrá detener el pecado atroz. No debéis pedir a
Dios que lo detenga; cosas más importantes estarán
recabando entonces su atención. Ofrecedle a Él vuestro
martirio y el perdón de los verdugos. Y mientras se
inmola en el altar de vuestros cuerpos el sacrificio a
belcebú, pensad, pensad y nada temáis, en vuestras
compañeras que hubieron de precederos en esa suerte:
Santa Margarita de Vicennes; toda la noche, y no perdió
la sonrisa ni dejó de recitar la Letanía. Santa Genoveva
de Alsasua: un batallón de coraceros, y los perdonó uno
a uno…
−Nunca. Nunca se había visto nada así en Charenton
−comentó el otrora cardenal Quercy.
…Y si acaso notarais que una cierta laxitud trepa
por vuestras piernas, lentamente al principio, más insis-
tentemente luego −a medida que el suplicio se alarga−
habéis de saber que quizás no sea sino una recompensa
por la entereza inquebrantable que estáis mostrando,
para pasmo y quizás posterior arrepentimiento de los
que os ultrajan.
Y cuando las convulsiones…
Ante los empujones, cedió el banco que bloqueaba la
puerta. Entraron varios enfermeros y una monja. Ella daba
las órdenes.
−Bajadlo de ahí. Y hacedle callar.
Los enfermeros derribaron el improvisado púlpito. El
predicador quedó en el suelo; no tuvieron miramientos. Al
cesar sus gritos se pudieron oír los impactos de las porras.
64
Desalojados los demás asilados con la misma contun-
dencia, se oyó al Señor de Sade decir al excardenal de Quercy:
−El hermoso sermón y posteriores violencias me han
sumido en un estado de ánimo muy especial. Lo mismo,
imagino, os habrá acontecido a vos, monseñor. Propongo que
disimuladamente nos dirijamos a mi celda. Allí podríamos
acabar la jornada sosegadamente.
Y se perdieron ambos por uno de los lóbregos corre-
dores.
65
29. Fin del amor a las palabras
En el cementerio de Taluit ocurrían cosas que, por un mínimo de delicadeza y un resto, aunque sólo sea, de buen gusto, no deberían ser comentadas, bien lo sé; pero no las puedo callar por más tiempo. Se morían los muertos. Tal vez falte a las convenciones de la lengua o a las proposiciones en que ésta se enmascara, poco importa ya: es la única forma que encuentro de referir estos hechos, a los que tantas vueltas les he dado, y quitármelos así de encima. Se morían de amor los muertos. No diré que todos, casi todos: los que en vida no pudieron entregarse a ninguna pasión estéril, absorbidos en acumulaciones y negocios, para al final nada. La producción la has de dejar en la orilla de acá. Sólo admiten en la Barca equipajes inmateriales; sólo el amor lo es. A salvo al fin del abyecto discurso de la posesión, la tenencia y el eres mía-soy tuyo, y de la mucha vileza en la apropiación de la sustancia hipostasiada con anhelo de perdurar en lo efímero, que dieron en llamar existencia. Muerto el cuerpo, desligado de las inercias del instinto, nada más perduraba el deseo de desear. Sombras espectrales vagaban adosadas a los muros, resguardándose del viento temible de marzo. Tres de ellas o
más −jamás dos− se decían entre sí:
−Eschss ss s… Mmm uhmm mm… Asshss ss.. Habían logrado abolir y olvidar la palabra, cuyo eterno volverse sobre sí misma tanto falsifica el amor de los vivos con el simple amor a las palabras que constantemente emiten para tratar de alejar a la muerte. No siendo ahora éste el caso, ahondaban en el ejercicio del susurro, el murmullo, los suspiros…
66
30. Una gran pintura, de no ser manierista,
es siempre menos real que una escueta
narración. Donde más se nota es en los
cuadros históricos
−No hablamos de la verdad como realidad frente a su
apariencia, sino de fidelidad frente a su infidelidad.
−No nos interesa el descubrimiento de las cosas, aquello
que pueda ser antes de haber sido.
−La verdad es la voluntad fiel a la promesa. Por eso Dios
es lo único verdadero, porque es lo realmente fiel.
−Así sea.
−Si invocáis a Dios como prueba, incurrís en
estéril nominalismo teodiceico. La verdad no es más
que una propiedad de ciertos enunciados. Ya lo
advirtió el sabio: “Decir de lo que es que no es, o de lo
que no es que es, es lo falso; decir de lo que es que es,
y de lo que no es que no es, es lo verdadero”.
−No quisiéramos adelantarte acontecimientos, pero día
habrá en que oirás a los gentiles: “adaequatio rei et
intellectus”, y no podrás, entonces, dejar de invocar a Dios.
−Nada causa más temor y nada se asemeja más a la
blasfemia que la directa comprensión de las cosas que Él creó.
−Ese enunciado es una opinión, y pretendéis
elevarlo a ciencia.
67
−¿Ciencia? ¿Qué es eso?
−Es un conocimiento que incluye una garantía de
la propia validez. Un conocimiento que demuestra sus
propias afirmaciones.
−¿Y cómo se puede demostrar lo que se afirma? Si se
tratara de lo que se niega, bastaría con un bien fundamentado
anatema.
−No es tan sencillo. Consiste en la observancia
de una doble regla. La primera es dialéctica, o incluso
retórica de tipo judicial: lo que es materia a probar es
elemento de convicción en el debate. La segunda es
metafísica: el mismo referente no puede proporcionar
una pluralidad de pruebas contradictorias o inconsis-
tentes…
−Entiende que van siendo ya demasiadas charadas…
−Tal vez pueda parecerte una obsesión nuestra defensa
de cosas pasadas, pero al menos en nuestros tiempos había
un mayor respeto a las canas… Pero ahí vienen José y María.
−Hijo, ¿qué haces aquí? Te hemos estado buscando más
de tres días. No hay uno solo de los recovecos del Templo en el
que no hayamos mirado…
−Dejadme abrazaros. Que la alegría del hallazgo
se sobreponga a la prolongada inquietud que irrespon-
sablemente os causé.
Sapientísimos doctores: lamento dejaros. Debo
volver con mis padres.
−Ve con Dios, niño.
−Dará que hablar este chico.
68
−No lo dudo. El extraño brillo de sus ojos es lo más
parecido que he visto a lo que cuentan que es la luz de la
sabiduría.
−Quiera Dios que no se vuelvan contra él algunos de sus
asertos.
−Sí; recuerdo uno que dijo ayer: “Aquél que detenta un
discurso performativo, o está respaldado por las legiones del
imperio o termina malamente”.
69
31. Pasatiempos
Entre estos dos textos hay siete diferencias: ¿podría usted
hallarlas?
A. Estaba terminando de disponer las flores en el búcaro
cuando oyó la voz de su madre: “Ahí vienen ya,
Genoveva. ¿Estás lista?”. “Enseguida, mamá”. Se secó
las manos en el delantal y, tras quitárselo, lo guardó en
un cajón del aparador, con gesto irritado. Estaba cansa-
da de fingir ante la familia de Luis Carlos que, casual-
mente, era el día libre de la criada, cuando en realidad
en aquella casa nunca la había habido.
B. El búcaro había quedado perfecto. Contempló su obra
por un momento. “Ya vienen ahí, Genoveva. ¿Estás
lista?”. Se quitó el delantal nerviosamente. “Sí, mamá.
Ya voy”. Escondió el delantal. Era preciso fingir, una vez
más, que era el día libre del servicio. La familia de Luis
Carlos no concebía una casa decente en la que no
hubiera criados.
[Escriba aquí, o en un papel aparte, las siete diferencias
halladas, y compárelas con las que le proponemos en la
página siguiente]
70
SOLUCIÓN
1. En A, la cadena didagmática itera en continuum; en B
se rompe la cadena dos veces.
2. Hay una diagonal activa en la matriz de significantes de
A; en la matriz de B, tres diagonales.
3. En A hay poliandromía sintéctica del discurso, mientras
que en B es recurrente.
4. En A, el tercer melasma es asintótico con el eje de
sincronía; en B es convergente.
5. En A la contingencia textual tiene tres grados de liber-
tad; en B, ninguno.
6. En A, el plano de actantes presenta dos zonas por
debajo de la línea de Gibson; en B coincide con ella en
todo momento.
7. A: dextremas imbricados; sinestremas homotéticos. B:
dextremas yuxtapuestos; ausencia de sinestremas.
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32. Volver a empezar las cosas allí donde
se dejaron
Pensaba salir sin precipitación, pero su compañero de
debajo evidenciaba alguna prisa; lo sentía rebullirse con
impaciencia.
Era de mañana, las once o así, calculó. Advirtió muy
extrañado que la manía de sonarse constantemente no le
había desaparecido con el paso del tiempo. Recabó el pañuelo
y sólo consiguió unas pocas hilachas, que se desmenuzaron
entre sus dedos huesudos. Advirtió, de todos modos, que no
tenía nariz.
Junto a él pasó una señora que sí la tenía, incluso
pómulos y algo de barbilla. Se dirigió a ella.
−Por favor: ¿Ha empezado ya el reparto de carne?
−No le puedo decir, pero esto que me ve lo he tenido yo
de siempre. En nuestra familia existe, desde hace siglos, la
costumbre del embalsamamiento.
Y lo miró con cierta altanería. Oyeron sobre sus cabezas
un pesado aleteo; era un ángel, que rateaba un poco,
sobrecargado con el peso de las listas.
−Si no les importa, vayan agrupándose en aquella
ladera. Enseguida vamos a empezar con los cánticos.
−Por favor: ¿puede decirme la fecha?
−Lo siento. A partir de Hoy han quedado abolidas las
fechas; ha comenzado la Eternidad, definitivamente.
72
El cielo estaba gris y amenazante; la confusión aumen-
taba, los incipientes cantos no lograban sobreponerse a los
lamentos e imprecaciones. Lo único que le ofrecía algún
consuelo era el siempre bello olor a tierra húmeda recién
removida.
De pronto le vino a la cabeza algo en lo que pensó
durante lo creyó que iban a ser sus últimos momentos. Se
había entonces preguntado si tenía realmente algo que perder,
y se había contestado que no. Volvió a hacerse ahora la
misma pregunta.
73
33. Si Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829)
levantara la cabeza y viera en qué ha quedado
el “lamarquismo”
Al hombre le estimula la perplejidad que ve en los bellos
rostros de las colegialas. El grupo se detiene, discuten. Una de
ellas se acerca; es la más alta, ¿lo irá a agredir? Se cierra la
gabardina y se resigna a la huida; ya ha tenido alguna
experiencia desastrosa. En los colegios de élite enseñan artes
marciales: qué vulgaridad, y qué manera más insensata de
acabar con la inocencia de las pobres niñas.
−Señor, ¿le importaría volver a abrirse la gabardina?
Puede ser una trampa, pero el hombre vuelve a
exhibirse, y nota satisfecho cómo la proximidad de la chica
impulsa sus potencialidades hasta un máximo, muy
satisfactorio. La chica, no obstante, muestra decepción. Se
vuelve hacia el grupo:
−Vale; he perdido. Nada de Armani; ni siquiera
Burberry; pone que es de Almacenes López.
74
34. La naturaleza: has visto una y las has
visto todas
¡Triste sino el de las rosas que además de
bellas sois estáticas y pretendéis hacer
pasar vuestra inmovilidad por mérito esté-
tico, y tenéis que aguardar a que el viento o
bien algún bicho os permita autofecundaros
sin al menos aparentemente ningún placer y
eso y no otra cosa es lo que la naturaleza os
tiene reservado os guste o no!
La naturaleza imita siempre no al arte, como se ha
llegado a creer con frecuencia, sino a los ricos, de ahí lo
antinatural de buena parte de las prácticas sociales de los
pobres, entre los cuales la naturaleza goza de un sólido y bien
justificado desprestigio.
La naturaleza, por otra parte, no advirtió la contra-
dicción en que incurría al hostigar lo urbano en nombre de lo
bucólico, mientras destilaba en sus entrañas los negruzcos
jugos del asfalto aniquilador que, en manos de los hombres,
han llegado a pavimentarla y destruirla en su casi totalidad.
Pero también hemos de señalar que, la naturaleza, como
maestra e inspiradora de fábulas, sigue teniendo su vigencia
intacta.
Los capullos estaban que no podían más: sflass, se
abrió de golpe uno del rosal rosa; sflass, casi al mismo tiempo,
uno del rosal rojo.
75
Ambas rosas terminaron de desperezar sus pétalos;
desplegaron sépalos y pistilos, e inmediatamente echaron un
vistazo alrededor.
“Vaya un rosa hortera que lleva ésa”, se dijo para sí la
rosa roja. “Qué rojo más chillón”, pensó la rosa rosa al ver a la
anterior. “Se ha debido desprender del blanquecino escote de
la Marquesa de Saint-Nazarie”, sospechó una. “Se ha caído de
la curtida oreja de una bolchevique”, se temió la otra. De las
inferencias sociocromáticas pasaron a las palabras.
−También es mala suerte, ¿no? Con todo el campo que
hay…
−Perdone mi mutismo, señora. No suelo contestar según
a qué gente.
El zumbido inconfundible de un abejorro propició una
tregua momentánea. Viene muy a cuento su entrada en
escena, porque estos animales son el polo opuesto a las flores:
mueren sin ajarse, y están tan seguros de sí mismos que no
encuentran ocasión para reparar en su aspecto, o quizás no
reparan en él para poder estar seguros.
Tras un leve revoloteo, aterrizó en la rosa roja, como
muy bien podría haberlo hecho en la otra. Fue directamente al
grano.
−¿Cómo andáis de néctar?
−Pues no sé cómo andaré, la verdad, porque acabo de
abrir y todavía no he comprobado las existencias.
−Yo sí que tengo −dijo la rosa rosa.
−Embustera −le increpó la roja−. No le hagas caso;
acaba también de abrir. Ya sabes cómo son de fantasiosas
esas niñas cursis de rosa.
−Eres tan vulgar como tu color −le respondió, y luego se
dirigió al abejorro−. Seguro que si ésa tiene néctar será peleón.
−¿Y tú qué tienes? ¿Chateau Donzy?
76
−No estoy para polémicas de vecindonas. ¿Tenéis o no
tenéis néctar?
−Deja ya de pedir de comer y extasíate en la belleza de
nuestros colores, a cual más bello, sobre todo el mío.
Probó el néctar de la una, luego el de la otra.
−Hmnn… En cuanto a los colores, sólo están para atraer
a los estetas, que suelen tener la barriga llena. A mí el hambre
me produce daltonismo.
Y se alejó, más despacio de lo que se acercó, porque
parte del zumbido propulsor lo utilizaba para disimular la
risa. Convinieron las dos rosas en que lo malo de la natura-
leza es que prolifera en ella gente sin apenas sensibilidad, y
que se ríe sus propias gracias. Pero enseguida se enfrascaron
en sus rivalidades, descalificaciones e insultos. No sabían que
estaban ya polinizadas por el abejorro, que había además
mezclado sus pólenes, tal que las semillas de ambas plantas
originarían flores rojas jaspeadas de rosa y viceversa. Astucias
de la naturaleza, que favorece siempre el mestizaje de los
individuos, mientras éstos se creen únicos y se odian con
obstinación.
77
35. Reversibilidad también de la seducción
Camino del salón, suelo detenerme frente al Gauffier;
señalo el bosque que hay tras el castillo: “Mira esa lejanía”. O
se estremecen o no tienen sensibilidad, en cuyo caso no van
bien las cosas.
El fuego de la chimenea hace arabescos en las copas de
Murano. No tardan en advertirlo, y cuando veo que tienen sus
ojos presos en el cristal, recito Drops of fire, stain on eyes…, el
único de Hodgeson que me sé entero. Si no avanzan su mano
hacia la mía, no tienen el nivel, y se me desactiva el interés.
Finalmente pongo el disco de Gerry Mulligan con Enrico
Intra. De no ser que hayan estado fingiendo, éste es el
empujón definitivo.
A la mañana siguiente les digo: “Te voy a hacer un buen
desayuno, inolvidable; ya verás”
En la cocina pongo la cafetera, frío huevos, tuesto pan y
canto, con estudiada desafinación, heroicas canciones del
servicio militar y bochornosos estribillos de despedidas de
soltero.
Vuelvo con la bandeja. He dejado bien visible en la
mesilla el álbum. “¿Puedo verlo”. “Por supuesto; no tengo
secretos para ti”.
Se trata de una colección, estratégicamente ordenada,
de bellas mujeres, de media-baja extracción, con vestidos
baratos y expresión sumisa. Mientras pasa las páginas, sorbo
el café soezmente y mastico chasqueando los labios. “Quiénes
78
son”, terminan por decir. “Mis exmujeres y amantes suce-
sivas”, contesto con la boca llena.
Se suele hacer una pausa tensa, que procuro amenizar
con algún regüeldo. “¿Te dejaron o las dejaste?”. “¿Dejarme a
mí?, ¿estás loca?”, y avanzo la cara hacia el haz de luz de la
lámpara de la mesilla. Sumo entonces a mi discurso la
evidencia de las bolsas que cuelgan de mis ojos, espinillas
grasientas en la nariz, calva incipiente con no poca caspa. De
este marco subyugador hago emerger la más canalla de mis
sonrisas, tintos los dientes en la yema del huevo frito.
Nunca fallo. Normalmente hasta me puedo tomar
también el otro desayuno. Cuando oigo la puerta corro las
cortinas, apago la luz, me vuelvo hacia la pared y echo un
sueñecito.
Hay actuaciones que puede que incurran en el eterno
retorno de lo idéntico, pero de lo repetitivo es de donde la vida
−al menos para mí− extrae su máximo encanto.
79
36. Pasarse enteramente al otro lado
−Es realmente eficaz, pero permítame que le insista:
media pastilla cada vez. Recuérdelo bien.
El cliente disimuló una sonrisa. Era un tipo curioso
aquel farmacéutico, con sus ojos profundos y sus elegantes y
solemnes canas, vendiendo un vulgar laxante como si se
tratara de una droga peligrosísima. Pagó y salió a la calle.
En la misma esquina había un bar. Pidió un café; abrió
la caja y sacó dos pastillas. “Veremos si es tan realmente
eficaz”.
No tardó en sentir un retortijón. “Vaya, vaya”.
Bajó a los lavabos. “Formidable”.
Al poco pudo oírse un suspiro. “Ah; estoy quedando
nuevo”. “Qué barbaridad.” “Estaba realmente atascado”.
Los retortijones seguían en aumento. Bromeó: “Santo
Dios; me voy a ir por el agujero”. Se secó el sudor; tenía la
frente helada.
Iba notando un extraño vacío; todo fluía ahora sin
espasmos ni ninguna otra intermitencia. Los primeros
crujidos de las costillas le alarmaron. Quiso pedir auxilio. Solo
le brotó un oscuro lamento: tenía ya la garganta desplazada
hacia abajo más de un palmo.
Notó que se iba; se iba irremisiblemente.
La meticulosa exactitud en la descripción de los
horrores pertenece a ciertos géneros de literatura en los que
no quisiera incurrir.
Lo más doloroso del tránsito es llegar a la inequívoca
evidencia de su proximidad. A veces esa tortura se alarga
80
durante meses, como el caso del reo en el corredor fatal, cuyo
abogado ha recurrido con el único objeto de conservar al
cliente mientras dure; o el del enfermo terminal, engañado por
familiares y allegados para que aguante entubado, mientras
discuten minuciosamente la herencia. Pero una vez consta-
tada la inminencia del final, el terror se troca curiosidad, casi
póstuma. El convulso aferrarse a la vida se serena, torna
sobre sí, y el ancestral instinto de muerte renace una vez más,
con su innegable pertinencia.
Poco tardó en comprobar que si efímera es la existencia,
la muerte no lo es menos, aunque no llegó a poseer una clara
noción de esto último, dado que los órganos con los que
generalmente se constata la duración de las cosas, fueron
también expulsados al otro lado del insaciable agujero,
convertido ahora en fatídico plano de separación entre lo que
hubo y lo que ya nunca más habría. Una vez más la compleja
maquinaria, orgullo del universo pluricelular y sintiente, se
trocaba en disgregación y prepodredumbre.
Lo más doloroso, nunca lo hubiera pensado, fue
desprenderse de las diversas instancias que, para abreviar,
llamaremos ónticas: certidumbres, apriorismos, autoestima,
señas de identidad, sentido de la historia: el desgarro con el
que salían daba cuenta de lo muy arraigadas que habían
estado.
La señora de los lavabos introdujo por la cerradura la
llave maestra. Empujó la puerta. “La madre que los parió. Y
mira que les insiste don Genaro: sólo media pastilla. Todo el
día limpiando esta porquería”.
En medio del desastre todavía latía el agujero, apenas
uno pocos pliegues convulsionantes. La señora de los lavabos
lo pisó en cuanto lo vio. Se oyó un leve gritito, pero lo hizo
callar restregando el pie sobre él con saña.
81
37. Si se pierden las formas estamos perdidos
Me despedí de mi chófer con la deferencia habitual. A
un caballero no debe importarle la desigualdad social, ni
oponerse ni contribuir a ella. Estamos muy al margen de esa
cuestión; hasta podemos llegar a incurrir en la ficción de que
ha sobrevenido la igualdad, y tratar a todo el mundo como si
fueran nuestros iguales.
Pasé por la biblioteca y, con el segundo tomo de
Madame de Sevigné bajo el brazo, me encaminé al primer
piso.
Entré en el dormitorio. Clara Esther dormía. La luz de la
lámpara de la mesilla bañaba sus hermosas y nobles
facciones. Así dormida, tenía un innegable parecido a los
diversos retratos que colgaban por la casa de sus padres, los
Rougert Descons, antigua nobleza, aunque de su antigüedad
yo siempre guardé alguna duda.
La belleza de Clara Esther hacía resaltar la del sobrio
mobiliario de caoba de Port-Fleury. Me pareció que estaba un
poco cargado el ambiente; atravesé la espaciosa estancia y
abrí el balcón de par en par. Respiré hondamente y contemplé
el aspecto fantasmal que la luz de la luna confería a los
enebros del parque.
Un leve rumor vino a interrumpir mis meditaciones.
Volví la cabeza y descubrí tras las cortinas a un caballero.
Parecía estar muy nervioso, temeroso; pero yo no tenía nada
contra él.
La obligación de todo caballero es tratar de conseguir
las mujeres de los demás caballeros, como la de un banquero
82
es conseguir todo el dinero, y la de un terrateniente, todas las
tierras. La obligación de toda señora es guardar el honor de su
matrimonio. No era aquél el mejor momento para intentar
resolver esta flagrante contradicción, y hay una sola manera
de recuperar el honor. Me dirigí a mi mesilla; allí, quería
recordar, guardaba un arma de fuego.
Abrí silenciosamente el cajón superior; no la encontré.
Me arrodillé para buscar en los otros cajones. En ese
momento vi el pie de un caballero que yacía bajo la cama.
No hice ningún ademán de extrañeza. No son gestos
propios de caballeros y, por otra parte, no sabía si el caballero
de la cortina conocía la existencia de este otro o viceversa.
Tratándose de asuntos tan delicados, toda discreción es poca.
Decididamente el arma no estaba en la mesilla; quizás
en el armario. Abrí cuidadosamente una de sus puertas y, tal
como me temía, había allí otro caballero. Desistí de seguir
buscando el arma; dado lo concurrido que parecía estar el
dormitorio aquella noche, me pareció que los estampidos
podrían causar innecesarios sobresaltos. Las manifestaciones
ruidosas, por otra parte, suelen desvirtuar y hasta hacer
desaparecer el dramatismo que muchas situaciones encierran.
Lo mejor para todos, concluí, era el estrangulamiento de
aquella desdichada. Resuelto a ello, avancé hacia la cama.
Clara Esther debió de advertir mi intención, bien porque
se despertara en ese momento o, más probablemente, porque
había estado todo el rato fingiendo que dormía. Estaba ahora
sentada, reclinada en las almohadas, con su permanente
expresión de muchacha en flor. Para mi sorpresa, introdujo
los dedos índices de ambas manos en su boca y emitió un
corto y penetrante silbido.
La verdad es que, objetivamente, aquel gesto era
bastante vulgar, pero uno siempre está dispuesto a disculpar
las actividades incursas en la ordinariez de aquellas personas
83
que le están muy allegadas; tal vez para disculpar nuestra
ceguera cuando elegimos su compañía, o para desvincularnos
del proceso de su degeneración posterior.
El silbido era una señal, como me temía; me vi aferrado
por incontables manos y levantado del suelo.
Si hay algo que es innato en un caballero y que se revela
espontáneamente, sea mucha o poca la práctica en ello, es el
saber perder. En cualquier caso, no hubiera podido oponerme,
dado que mis atacantes evidenciaron una hercúlea constitu-
ción, impropia de caballeros, ni siquiera de sportmen.
Nos dirigimos hacia el balcón; yo elevado en volandas
sobre sus cabezas, y ellos en compacta formación, compo-
niendo un grupo que me hizo recordar la escenografía, intole-
rantemente expresionista, del cuadro final de un Turandot que
vi en la Scala hace ya algunos años.
Me fue muy difícil, transportado de ese modo, mantener
una postura correcta, tal vez ni decorosa. Al ser arrojado por
encima de la balaustrada pude, al fin, recomponer la figura, al
tiempo que mi traje de alpaca inglesa adquiría, valga la
dilogía, su caída habitual.
84
38. No ir más allá de los menguados límites de
jovencitas aristócratas laboriosas
Qué tiempos, Santo Dios,
gritó para sí el juglar, acabando de zurcirse la otra calza.
Se suavizó un tanto su pesado aliento, con regaliz,
y partió sin más.
No le faltaban ni inventiva ni avanzados rudimentos de teoría;
eligió por tanto una presa difícil: dirigióse hacia el castillo.
No quisiera anticiparme, pero lo poco meditado de aquella
su elección,
habría, con toda seguridad,
de perderle.
La hija del condestable, oscuros y rectos ojos,
no lo vio llegar.
Justo al oírlo levantó un instante la vista, que absorta tenía
en el caballete:
Aviadas estamos, dijo al aya.
El juglar en lo suyo estaba concentrado;
íbase a poner el sol en breve, y a esa hora
o habría acabado o manera no habría de ver la escala que
sin duda
acabarían por echarle.
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Con el cómputo silábico cuidadoso era en extremo;
la falta de resuello le causaba alguna aférisis, más al ser
toda epéntesis un truco desdeñable
paragoges deslizaba a cada rato,
y los hiatos
fatigaban metaoxítonos apócopes.
Tratábase su auditorio esta vez de gente culta,
decidió que, aun siendo arcaico
lo trocaico, era preferible a lo dactílico, de amplia hipérbole,
que en metalepsis y perífrasis se resolvían,
he de decir que no sin elegancia.
Acabósele luego por calentar el morro,
y ya sin mesura pergeñaba, una tras otra,
etopeyas, catacresis, eufemismos,
metonimias, hipotiposis,
pretericiones, reticencias y expolitios.
Y una tras otra le brotaban
la anástrofe, la silepsis,
calambures palindrómicos
de epínome descabellado,
frecuentemente rematado
con pleonasmo sinonímico en elipsis.
La hermosa hija del condestable hizo un solo leve gesto al aya;
tiró el aya de la argolla:
una tímida campana sonó en el cuerpo de guardia.
Asomóse a la almena el centinela,
y mientras parsimonioso tensaba la ballesta,
ninguna expresión digna de reseñar había en su rostro.
86
39. Adivinanza nocturna
No tiene brazos y estoy en sus manos.
Cuánto más lo interrogo con la vista,
con el alma,
más se encierra en sí mismo.
Sin ojos, sin pupilas ni pestañas,
devuelve inexpresiva mi mirada anhelante.
Su silencio parte el corazón, su sonido lo vuelca.
Sabe que es mi única oportunidad,
y cuántas veces le descubro irónicas sonrisas.
Cuando exasperado lo amenazo con tremenda destrucción,
ni se estremece.
¿Qué es?
Qué va a ser: el maldito teléfono,
cuando pasa el tiempo, pasa y pasa, y nada.
Y sé que es cosa suya, sé que tú me llamas.
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40. Un servicio eficaz
Paseábase un joven poeta experimental a lo largo y a lo
ancho de su buhardilla, unos ochos pasos en total. No se
encontraba lo suficientemente inspirado para lo que acometer
pretendía.
…azar del lazo de dos
entrelazados, momento
que no tengo cuerpo y alma
tengo sólo cuerpo y cuerpo…
No veía manera de salir del atasco. Desesperado, tomó
el boletín.
−Veamos… Página ciento ocho: “Los ojos febriles”. Los
tengo. “Mirada perdida a través de la ventana”. Están muy
sucios los cristales de la lucerna; la abriré. “Recite,
implorando, nuestra llamada de auxilio, página trescientos
doce.”…Aquí está:
Carraspeó y oscureció la voz, para solemnizarla:
−Apiadaos de mí, oh cielos… Oh Zeus y Mnemosine,
decid a vuestra hija Erato, la más insigne de las musas…
ZRASSHH
−Oiga, ¿no podía haber entrado usted por el tragaluz?
Estaba abierto.
−Iba a hacerlo, pero he tomado mal las distancias.
Créame que lo siento.
−Ya. Luego todo son goteras.
88
−Le vuelvo a pedir disculpas. Vamos al asunto; estoy
muy ocupada esta tarde.
El joven poeta tosió todavía un par de veces por la
polvareda y desenterró el manuscrito de entre los cascotes.
−Tenga.
−Vamos a ver… Esto tiene muy mala pinta… Bien;
escriba usted, de todos modos:
Se entrelazan nuestras manos
a la sombra del almendro,
y eran cómplices tus ojos
en el brillo del albero.
−Si no ve usted mejor solución…
−Bien; haga el favor de firmarme aquí. Muy bien. Adiós y
suerte.
−¿No quiere usted tomar un café o…?
−No puedo, hijo. Tengo seis avisos más para hoy, sin
contar las urgencias como la suya.
−Pues se estará usted forrando.
−Uy, nada de eso; la agencia se queda con casi el
setenta por ciento.
−Qué barbaridad.
89
41. Los dos científicos que no sabían que tenían
razón los dos
Nunca vi a mi padre. Nunca mamá me habló de él.
Quizás lo dejara para cuando yo fuera un poco más
mayor. Como luego apareció este hombre y nos separaron, es
posible que me quede sin saber nada al respecto. Mejor así.
Seguramente habría acabado odiándolo, como a este hombre.
Tal vez esté obsesionado, pero desde aquel día mamá
sólo tuvo ojos para él; y estoy seguro de que le permite cosas
que a mí ni se me habrían pasado por la cabeza. ¿Qué es lo
que habrá visto en él?, ¿su bata blanquísima?, ¿su acento de
Riazán?
Mamá: cómo recuerdo tu olor. Y tu vientre cálido.
Rara es la noche en la que no evoco tu nombre. En una
de las jaulas por las que he pasado, un compañero me contó
que mi caso se parece al de cierto personaje griego, en una
confusa historia que cuentan por Viena.
Y no le guardo rencor a ese individuo porque consi-
guiera separarme de mi madre y hacerme encerrar; esto forma
parte de la sentencia que la naturaleza parece haber dictado
contra nuestra especie. Lo odio porque yo era pequeño y
mamá tardaba en venir a darme las buenas noches…
Grrr. Acabo de oír el timbre; no tardará en aparecer, con
su maldita bata. Cuando aparezca, cómo me gustaría saltar
sobre él y clavarle los colmillos en el cuello, y zarandearlo.
Nada me gustaría ya más.
Babeo de placer sólo de pensarlo.
90
42. Nadie o casi nadie se avergonzaba de
aquella iniquidad
−Ven, hijo. Despójate de las calzas. Siéntate aquí.
Súbete un poco el jubón. Así. Abre un poco más las piernas.
¿Traéis con vos la cédula, Fray Antonio?
−Es huérfano este pobre niño. Aquí traigo una carta de
Monseñor Aventini, rector del hospicio, y otra del director del
coro de Santa María Annunciata.
−Bien. En este caso, podemos empezar.
−Vamos a rezar una oración, hijo. Repite conmigo:
“Señor: acepta mi ofrenda y mi dolor…”. ¿Y ésta quién es?
−Es mi criada. ¿Quién te ha dicho que entres? Fuera,
fuera…
−Muchacho: ¡no dejes que te lo hagan! Tú no sabes lo
que es eso, tú no sabes todavía lo que son las mocitas; nunca
podrás conocer el amor, ¡no se puede vivir sin el amor!
Déjenlo, por Dios, dejen que se vaya. Ay, Dios mío, ay que
pena, qué crimen…
−¡Fuera! ¡Fuera he dicho! Maldita sea, mujer. Termina
de fregar el porche, recoge tus cosas y vete. No vuelvas más a
esta casa. Vuelve a los burdeles, de donde nunca debiste
salir… Perdonad la interrupción, Fray Antonio.
−“Ay del que escandalizare a estos pequeñuelos”. A ver,
hijo. No mires; no te va a doler apenas. Mira hacia arriba,
hacia Dios. Repite conmigo: “Señor, acepta esta ofrenda;
acepta mi dolor… Así mi cuerpo permanecerá puro por siem-
91
pre… Y mi voz será expresión de esa pureza… Y seguirá
siendo inocente… Para elevar en cánticos… tu gloria impere-
cedera… Amén”.
El cirujano era muy diestro; el niño sólo sintió un leve
escozor. Luego se desmayó, pálido, como un ángel.
43. Al principio, a veces, es cuando
se hace más largo
Tres horas hube de estar aguantándome las ganas de
pestañear. Tres horas, que se dice muy pronto. Y sin
lagrimear; y manteniendo la expresión fija y vacía. Vacía creo
que siempre la tuve un poco. Pero es igual. Ya todo, por
fortuna, va a ser igual.
Menos mal que siempre hay alguien dispuesto a cerrarte
los ojos; nunca de manera caritativa, sino por miedo a la
mirada, que parece, dicen, que viniera del otro lado. Dicen
también que es una mirada que invita desesperadamente a
92
ser acompañado en el viaje. No es mi caso, en absoluto;
prefiero viajar solo.
Pero a nadie, que se sepa, le han cerrado los oídos. Qué
suplicio tener que soportar a tanta gente. Llevan horas
diciendo las mismas trivialidades. No pensé en esto. Dios mío:
qué largo se me está haciendo. De haberlo previsto, habría
encontrado fuerzas para saltar el pretil.
Bien. No puede quedar mucho; media hora quizás. ¿A
qué esperarán? Ya me han dado el beso los niños; bueno me
han puesto de lágrimas y mocos. Julia no me lo va a dar;
seguro que no. Estará Roberto por ahí y le debe de dar apuro.
Vaya alhaja que te vas a llevar, compañero. A ninguno de los
dos los oigo llorar. Mejor; que guarden las lágrimas; las van a
necesitar para cuando se revise la contabilidad. No puedo
pensar en eso; me va a salir una sonrisa. No creo, de todas
maneras, que entendieran la mueca. Las pocas veces que he
sonreído siempre ha sido a solas. La verdad es que esta es la
vez que más razones he tenido para hacerlo; a ver si ponen la
tapa de una vez.
¿Estará por ahí mi médico? ¿Dónde habrá conseguido el
título? Ganas me dan de deshacerlo todo e insultarlo; las
caras que pondrían. No puedo pensar tampoco en eso; me van
a volver las ganas de reír.
Arrecian los lamentos. Por fin; ya deben de venir con la
tapa.
Magnífico; no se oye nada. Seguro que es de las acolcha-
das. Podían también haber acolchado el fondo; tengo la
espalda molida.
¿Y esta luminosidad? La madre que los parió: si es de
las que llevan ventana. Qué desastre. Esto no se va a acabar
nunca.
93
44. Abuelitas desgraciadamente en extinción
En el escaso espacio de que dispongo no me va a ser
posible describir bien a la vieja. Tres pinceladas habrán de
bastar. Una: escasos dientes verdinegros sujetos entre sí con
alambres nada inoxidables. Otra: constantemente se le
acumulaba pus detrás de su ojo postizo, y poco a poco se le
iba desorbitando, hasta que caía al suelo y se hacía añicos;
luego, durante semanas, lucía un agujero supurante. Final-
mente: para poderse lavar lo que le quedaba entre las arrugas,
debía emplear más de media jornada; su olor denotaba que
hacía años que había desistido de ello.
−Duérmete ya, Anaví.
−Sí, abuela; pero primero cuéntame un cuento.
−¿El de la malvada princesa que les regalaba a sus
sobrinitos navajas de afeitar para que jugaran a los quiró-
fanos? ¿El del niño feo que su bella madre lo encierra en un
desván lleno de ratas? ¿El del perrito pastor alemán que
copulaba con la niña y le destroza la yugular?
−No, abuelita; de esos no, que son todos iguales y me
aburro y me duermo enseguida.
−Bien; a ver éste.
Una abuela le cuenta a su nieta un cuento en el cual
una abuela le cuenta a su nieta un cuento que trata de una
abuela contándole a su nieta un cuento en el que una abuela
le cuenta a su nieta un cuento y la nieta le dice que ya sabe
que las abuelas cuentan cuentos a las nietas y que éstas
suelen saberse los cuentos que las abuelas pretenden
94
contarles, y entonces la abuela le cuenta sin más el del
príncipe que trataba de cabalgar como le habían dicho que
cabalgaban los príncipes que cabalgan de manera principesca
y el caballo va y le dice: ¿estáis seguro, mi señor, de que es así
como hay que hacer?, y respondióle el príncipe no lo sé pero
debemos concentrarnos cada uno a nuestra vez en la misión
histórica que tenemos encomendada y desta guisa cuanto más
caballesco sea tu caminar no caben apenas dudas de que mi
cabalgar será más principesco.
−Abuelita: ¿sabes el de los teólogos?
Su único ojo emitió un relampagueante brillo de fervor:
−“Arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras,
entraron a caballo los hunos en la biblioteca monástica y
rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los
quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran
blasfemias contra su dios…”
95
45. Otro de la abuelita
Dormida ya Anaví, entró en la habitación del Cesc, su
otro nieto. Estaba leyendo un grueso tomo, que escondió bajo
las sábanas en cuanto sintió los pasos de la abuela,.
−¿Vienes a contarme un cuento, abuela?
−Sí. ¿Tipo?
−…Propp, sesenta y uno barra catorce.
−Bien… ¿Diégesis?
−Amor que se trunca pero el protagonista se rehace.
−…Ya lo tengo: “El príncipe excluido que al final tuvo
algo de suerte”.
−Vale.
−Había una vez un rico y hermoso príncipe que, harto
de pasarse el día cazando ciervos y disidentes, decidió que ya
iba siendo hora de casarse. Organizó una fiesta. Sus nume-
rosos funcionarios recorrieron el país invitando a todas las
jóvenes incursas en el canon de belleza que habían preparado
sus asesores iconográficos, y pudieron convocar a muchas.
El príncipe sólo tuvo ojos para una. Los cronistas no se
ponen de acuerdo en si era la más bella o la menos banal,
pero todos coinciden en referir el estupor del príncipe cuando,
poco antes de las doce, la bella muchacha salió a toda prisa
de la fiesta. El estupor dio paso a un gesto divertido, y un leve
encogimiento de hombros. El príncipe ordenó que la fiesta
continuara hasta cuando menos el amanecer, y se retiró, con
96
la serenidad de aceptar aquella contrariedad como una más
de las que en la vida nos aguardan, y los cronistas también
coinciden en que en aquel momento la expresión de su rostro
era tan bella que nadie en aquel reino la olvidó.
El príncipe organizó una segunda fiesta, y ocurrió exac-
tamente lo mismo. Y aquí comenzó la desgracia del príncipe y
la consiguiente decadencia de su reino.
−¿Pues qué hizo, abuela?
−Algo terrible, hijito. Pensó: “¿Adónde irá?”
−¿Pensó eso? Pobre hombre, ¿verdad, abuela?
−Sí, hijito. Basta pensar eso una sola vez para ser inme-
diatamente excluido del Club de Perdedores, uno de los más
exclusivos que pueda haber. Éste fue el caso, y poco tardó en
comenzar a sufrir los irreparables quebrantos de los que, con
su errónea conducta, se había hecho acreedor. Su autoestima
se inflamó, lentamente al principio, pero después el proceso se
avivó, y ningún médico de su reino ni de los reinos cercanos o
remotos pudo dar con el remedio que aliviara en algo la
abyección ética que esta hipertrofia supone. La discon-
formidad consigo mismo no tardó en empujarlo hacia los
tenebrosos bordes del crimen, que lo llevaron a insultar a sus
súbditos y, poco después, en la abominación más absoluta, a
fustigar cruelmente a su caballo, y finalmente al camino sin
retorno de la bebida.
−¿Y cómo acabó, abuela?
−Esos tipos siempre tienen suerte. Un día, su caballo,
que ya no aguantaba más, frenó en seco al borde de un
barranco. Era una sima muy profunda y, cuando recogieron lo
poco que quedaba del príncipe, vieron que conservaba intacta
su autoestima, que ya sabes que es una lacra indestructible.
Con ella estará ahora en el infierno, bien protegido de las
llamas.
97
46. Prevaricación de la intertextualidad
Salgo del portal. La mañana está ya los suficientemente
avanzada como para que todo el mundo esté en sus
obligaciones. Yo no las tengo; los que las tienen no parecen
muy felices. Camino por las vacías aceras; el sol me baña a mí
sólo.
Arriba, a la izquierda según voy, veo a María Celia,
sacudiendo la estera en su balcón; cuarenta hermosos años;
cinéfila empedernida. Decido seducirla.
La calle tiene una leve pendiente favorable., Camino de
manera deslavazada, como Curd Jurgens. Voy poco a poco
alargando la zancada; imperceptible el braceo; apretando la
mandíbula y la parte superior de los pómulos: Gary Cooper:
“El honor del Capitán Lex”. Cedo el paso a una señora con
carrito de compra. Cuando subo de nuevo a la acera, James
Dean, “Al este del Edén”. Aumenta mi confusión; estoy
perdido; se cargan mis hombros en el desconcierto: Anthony
Perkins, “El Proceso”.
Relajo un trecho tan tremenda tensión dramática. Italia.
Acompaño el contoneo de caderas con leves movimientos
afirmativos de cabeza y rumiar de chicle: Gasmann, con un
toque Celentano.
Pero no tardo en recomponer la figura y mirar a
hurtadillas: James Cagney. Miro ahora de reojo: Burt
Lancaster. Llego finalmente bajo su balcón y levanto la vista,
como Zibulsky en “Cenizas y Diamantes”, cuando trataba de
calcular la hora viendo la altura del sol entre los álamos. Veo
98
que ha dejado de golpear la estera contra la barandilla; no me
quita ojo.
Enseguida Belmondo; aire despreocupado; silbo entre
los dientes una cancioncilla. Diez metros escasos más allá,
Dirk Bogarde, entrando en la audiencia para acusar, como
fiscal, a su hermanastro Woodford: “Providence”, de Resnais,
1977. Apenas esbozada esta figura, me encuentro un charco;
lo piso, caracoleo a modo de Gene Kelly media docena de
pasos subiendo y bajando el bordillo y amaino. Ahora cada
paso va a ser de enorme intensidad. Alan Ladd. Lento
caminar; mantengo la mirada fija en los ojos de mi enemigo;
un mínimo cambio en su expresión denotará que va a sacar el
arma. Con la misma cadencia de pasos, separo un poco las
piernas y adelanto el hombro izquierdo: Richard Widmark.
Braceo con los codos un poco doblados y comienzo a caminar
sobre una línea: Dean Martin, al final de “Río Bravo”.
Atención: viene el plato fuerte. Sigo por la línea, meto hacia
dentro la punta de los pies, subo el estómago y lo incorporo a
la caja torácica: Robert Mitchum. En esta última recreación,
doblo la esquina.
A la tarde cuando vuelva subiré a su casa sin más.
99
47. Cuidado con la crítica cuando destructiva
Aquel dramaturgo, para su desgracia y alivio del
público, era bastante mejor crítico que autor. Acaba de leer su
última obra. No le convence nada.
El enredo de la trama era palmario. A pesar de lo
incomprensible de las larguísimas parrafadas aclaratorias, se
adivinaba cada situación dos escenas antes. Había conseguido
un equilibrio perfecto entre los distintos actos; podría indis-
tintamente representarse antes el tercer acto que el segundo,
o primeramente el segundo y al final el segundo otra vez.
En cuanto a los personajes: ni indicios de verosimilitud.
El conde era un individuo nada aristocrático. La malvada
condesa, un alma de la caridad. El noble y apuesto brigadier,
un verdadero rufián. Y el brillante profesor ignoraba casi todo.
Se les veía, además, incapaces de asumir acción alguna. Eran
figuras de museo de cera.
Meses de esfuerzo para esto. Se encoge de hombros:
donde más a sus anchas se mueve es en el fracaso. Ordena el
manuscrito; lo arroja a la chimenea.
−A otra cosa.
Se dirige a la cocina. Cuando va llegando, advierte olor a
chamusquina. La chimenea del estudio revocaba por la del
fogón. El humo le ciega, tose. Se limpia las lágrimas y las
gafas. Descubre que no va a cenar solo.
La condesa lo mira torvamente:
−¿Es que no acostumbra a cenarse en esta zahúrda?
100
El conde hace un gesto, tratando de disculparla. El
brigadier simula no haberla oído. El profesor manipula con
acierto el cortatiros y la ventana; el humo va desapareciendo.
La cena se desarrolla en un ambiente tenso.
El conde y el profesor charlan de astrología. La condesa
termina por deslizar veneno en el plato del conde. El brigadier
lo advierte; es amigo del conde desde la infancia, y no quiere
que éste se dé cuenta de la maldad de la condesa. Sin ser
advertido, cambia los platos e ingiere él el veneno. Cae de la
silla; acude a socorrerle el conde. La condesa ríe desver-
gonzadamente. El profesor huele el plato envenenado: no hay
tiempo que perder: prepara un antídoto con sal y clavo. El
brigadier se recupera. La condesa insulta a todos. El conde
parece no oírla; ayuda a incorporarse al brigadier; vuelve a la
mesa; toma con elegancia los cubiertos y termina de cenar
como si nada hubiera ocurrido. Lleva la servilleta delicada-
mente a los labios.
El autor, que no ha probado bocado, se sirve otra copa.
La apura de un trago y se retira.
Allí están otra vez; todos en la cama. El brigadier ha
cedido su parte de manta y se cubre con la casaca. La
condesa le dirige miradas incendiarias, y acaricia un puñal
bajo la almohada. El conde reza sus oraciones con más fervor
que nunca. La noche se presenta dramática. El profesor
garrapatea en un cuaderno; quisiera dar fin a su artículo
sobre Humboldt, antes de que sobrevenga la que se avecina.
El autor sabe aceptar los fracasos, tanto de sus obras
como de sus críticas. Se pone el camisón. Le hacen un sitio en
la cama.
Apaga la luz.
101
48. El viaducto
−Haga usted el favor de no empujarme más.
−Y a mí de no pisarme y ya es la segunda vez. Le voy a
decir yo a usted una cosa: si tiene tanta prisa, ¿por qué no se
lo ha hecho en casa?
−Eso digo yo. ¿No tiene usted una buena cuerda? O si
no, con pastillas de ésas, como los artistas.
−A ver si por una vez hacemos una cola como Dios
manda, que va a ser la última que hagamos.
−Eso mismo creía yo y, con ésta, he venido ya tres
veces.
−¿Pues qué le faltaba a usted?
−La primera vez el certificado médico, y la segunda, la fe
de vida.
−Pues estamos aviados. Yo no los traigo.
−Ni yo. ¿Para qué querrán esos papeles?
−Hombre, yo lo veo bien; porque si te vas a morir de una
enfermedad, ¿para qué te vas a andar tirando?
−Bueno, eso todavía; pero la fe de vida, ya me dirá
usted.
−Eso mismo fue lo que yo les dije, pero me contestaron
que no había nada que hacer, que había habido casos de
personas que, al irles a hacer el certificado de defunción,
resultó que ya estaba muertas.
−Pero es el colmo; son incapaces de llevar el censo como
Dios manda, y encima nos echan la culpa a nosotros.
102
−Sería que en vez de venir a matarse venían a rema-
tarse.
−Qué graciosos es usted. No sé qué puede hacer alguien
tan ingenioso en un sitio como éste.
−Ya ve.
−No hace ni diez años que venía la gente dándose un
paseo desde la parada del metro de Ópera, y cogían, se
tiraban, y Santas Pascuas.
−Le voy a decir yo a usted una cosa: la burocracia, eso
es lo que nos está matando.
−A mí no. Yo me muero de otra cosa.
−¿…Y de qué, si puede saberse?
−De ganas de saltar el pretil y perderles de vista.
−Ya le dije que es usted muy gracioso.
−Sí; ya me dijo.
103
49. La experta y el aprendiz
−Tú eres la Jacinta, ¿no?
−No te entiendo, chaval.
−Que si eres la Jacinta. ¿Es que estás sorda?
−Toma y toma. Y toma, gilipollas.
−¡Ay! ¿Por qué me pegas?
−Para que aprendas a tenerle respeto a los mayores. A mí
se me habla de Usted. ¿Te enteras? Y no te pongas chulito, que
con eso no se te va a quitar el acojone. Yo soy una profesional;
la mejor; de modo que haz el favor de tranquilizarte.
−Sí, señora.
−¿Quien te envía?
−Pues... nadie. He oído hablar mucho de usted en el
instituto, de modo que me dije voy a...
−¿Hablaban bien o mal?
−Bien, bien. Hablaban muy bien.
−Son diez pesetas. Está bien: ponlas ahí. Vamos a ver;
venga… Cógetela. Así no: así. Eso es.
−Pero... ¿No me la va usted a...?
−¿Yo? ¿Eres tonto o qué? Cascársela es un asunto de uno
mismo consigo mismo.
−…
−¿Eres huérfano?
−¿Quiere decir que si se ha muerto mi padre o mi madre?
−No, hijo, no. Un hombre sólo puede ser huérfano de
madre.
−Mi madre vive, pero no veo...
104
−Tú déjame, que estoy preparando el guión. Y tu padre,
¿a qué se dedica?
−Es viajante.
−Cuando estaba fuera tu padre, hace unos años, ¿a que
tu madre te metía en su cama para que no durmieras solo?
−...Sí, pero no sé qué quiere usted...
−Tú déjame, que yo sé mucho de esto. Sigue dándole. Ella
se ponía un camisón de raso, bien escotado, y caminaba por la
habitación, descalza, como una gata, y te miraba, y se sonreía,
y luego se inclinaba a darte un beso, y tú mirabas y mirabas su
escote…
−Oiga, señora...
−Ni señora ni señoro. Concéntrate en ese escote; piensa.
Cómo se bamboleaban… Y tú entornabas los ojos. Y aspirabas
su perfume… Sigue, sigue. El escote; el perfume…
−…¡Ahh! ¡Ya! ¡Ya!... ¡Uhhh! ¡Uhhh!
−Está bueno, ¿eh, granuja?
−…Y con mi madre... ¡Ahh! ¡Ay, Dios mío! ¿Qué he hecho?
¿Qué he hecho, Dios mío?
−Te ha dado culpa, ¿eh, granuja? Con culpa es mucho
mejor, el doble de mejor; de modo que me debes otras diez
pesetas.
105
50. Acróbata sin red: en la red
La disciplina en el entrenamiento es lo que distingue a
un verdadero acróbata de un aficionado pretencioso.
Como corolario irrefutable de esta teoría, reparad en la
humilde mosca; de aquí para allá, una y otra vez, abismada
en el cansino devenir del perfeccionista, sin esperanzas ni
aliento que no dedique a esta pulsión.
Se encontraba practicando diversas modalidades de
vuelo acrobático. Le conviene estar preparada; la primavera se
va a desencadenar en breve y comenzarán enseguida los
vuelos de cortejo. Sólo triunfarán las mejores, y la recom-
pensa… No quiso pensar en ello; cuando volaba obnubilada
por estas cosas, terminaba estrellándose.
Hizo un doble loop, sesgado, arriesgadísimo, dada la
velocidad y proximidad a la pared. Después, en vuelo invertido
rasante, pasó por encima de la mesa; soltura, arrojo y
precisión. Comenzó a tomar altura de nuevo; probaría ahora
un espectacular desplome desde la lámpara. Ya arriba, nunca
supo por qué, cambió de opinión. Esto habría de perderla.
Tras un zigzagueo en las inmediaciones del techo del
armario, decidió ir a ronronear a los cristales de la ventana,
para lo que atajó por detrás de la barra de las cortinas. La red
estaba puesta en el sitio preciso, y muy bien disimulada. A la
velocidad que iba le fue imposible maniobrar. Quedó sólida-
mente atrapada.
El impacto fue tremendo. La araña, sorprendida en
plena siesta, pensó que la asistenta le estaba nuevamente
echando abajo la tela a escobazos.
106
Se aproximó despaciosamente a la mosca, contoneán-
dose sobre sus largas patas; indescriptible era la expresión de
sus hermosos ojos saltones. La mosca advirtió que además de
estar prendida estaba prendada. La araña lo adivinó; la tomó
con dos o tres de sus patas y le dio un largo beso de amor,
tras de lo cual chasqueó la lengua contra sus crueles incisivos
superiores. Comenzó a girar a la mosca, y a envolverla en un
inacabable sedoso espagueti, segregado por ella misma con
ternura.
La mosca, arrobada, se dejaba hacer, y aprovechaba la
coyuntura para comprobar cuán justa es la naturaleza, que
compensa a sus criaturas con momentos de dicha y
embriaguez antes de su acabamiento. Quizás fuera que, con
las vueltas, se sentía un poco mareada, y se veía además
superada por los acontecimientos. Ambas sensaciones no
cabe duda de que favorecen la tendencia hacia el estoicismo
cuando −y este suele ser el caso de las moscas− además de
natural, es innata.
107
51. Ministerio para la Mejora Cultural Dirección General de Asuntos Gütemberguianos
OPOSICIONES Y CONCURSOS 216 Plazas de ASESORES ITINERANTES DE EVENTOS PARALITERARIOS
Test Nº 21: Subraye usted el nombre del autor cuya lectura recomendaría
al interesado/a.
CONTEXTO DISCURSO AUTORES Puente, acantilado, etcétera
“Me duele; me duele la vida. Sólo veo ante mí un dolor infinito…”
Drieu La Rochelle. Durkheim. Werther.
Cafetería. “Juan: por lo que más quieras: tú sabes que te he entregado lo mejor de mí misma sin esperar nada a cam-bio..”
Lawrence. Samir Amin. Tellado.
Taberna. “No me s’ocurre ná más…”
Arniches. Hjelmslev. Miranda Podadera.
Ventanilla de banco, caja de ahorros, etcé-tera.
“¿Que no cabe más en el maletín, dices? ¿Quieres que te vuele los sesos…”
Hammet. Genet. Spillane
Una esquina. “Estás loca. ¿Cinco mil por un griego…”
Kavafis. Masters & Johnson. Theodorakis.
Parque. “Ven, Julito, hijo. A ver qué te has hecho. Calla, que los hombres no lloran…”
Illich. Crompton. Maeztu.
Parada del autobús. “¡Dios! Qué frío hace…”
Solzhenitsin. Carnot. Teilhard de Chardin.
108
52. La componente trágica de la música
radica muchas veces en su periferia
Los pentagramas de Scriabin producen siempre en los
primeros compases una densa expectación cargada de
presagios que, con el desarrollo ulterior de la obra, puede
llegar a convertirse en zozobra.
Esta ansiedad previa puede dar lugar a dos tipos de
desazón. Una es anal: buena parte del público se mueve y se
restriega en sus asientos. La otra es oral: las bocas se secan,
bullen las lenguas, y los labios se mueven en succionante
añoranza del pecho materno.
Para calmar esta última, hay quienes utilizan el
conocido recurso del caramelo. Había allí una de esas
personas, y ya iba por el tercero. Abrió el bolso: click. Rebuscó
en su interior: crost, graffatat, zruast. Al fin encontró el
paquete de caramelos. Extrajo uno: creeffst, climfliss. Y
comenzó a desenvolverlo pausadamente: carrasssffufsitss,
errelestffrashh..
A su lado, un espectador desistió de apantallarse las
orejas con las manos tratando de seguir la música; no había
manera de oír más que el despliegue del papel de celofán del
caramelo. Miró hacia el asiento de su vecina con intenso odio.
Se trataba de una enflaquecida señora entrada en años.
Él era un simple obrero, de aquellos que han oído decir que la
cultura es revolucionaria en sí misma, y se afanan en pos de
ella, malgastando tiempo y dinero para, finalmente, no ente-
rarse de casi nada.
109
La señora ni entendía ni atendía. Había oído decir que
la cultura confiere un cierto prestigio y hacía tiempo que iba
por allí dos veces por semana, a aburrirse resignadamente.
Él reparó en las joyas de ella. Su marido las habría
adquirido −sin lugar a dudas− tras la aviesa acumulación de
plusvalías absolutas, y puede incluso que relativas. Erraba en
su análisis. Las joyas eran pura quincalla, y la señora una
modesta funcionaria que trataba de imitar a las señoras de su
barrio, que imitan a las de los barrios residenciales, que a su
vez imitan a las marquesas. Si él, como se ve, confundía
análisis con olfato, éste no le engañaba. Pese a lo patético de
sus hechuras, se trataba de una señora de acendrado
reaccionarismo, y ya le había echado una mirada al obrero,
con mensaje indudable: no sé adónde vamos a ir a parar: aquí
viene ya todo el mundo. Con suficiencia y desprecio chupaba
ahora su caramelo sin asomos de bocca chiusa: efftiahss,
cloupff, plopq, aisshss…
La acumulación del odio inicial del hombre había
llegado hasta extremos de inevitable disrupción, como lo
denotaba su mirada. Nadie que haya recibido una mirada así
ha podido luego contar cómo era exactamente.
Pasó el brazo por el respaldo del asiento de la pobre
mujer, cuya cabeza apenas sobresalía. Con sus tremendos
dedos de enérgico obrero, le bastaría un único apretón; en ese
momento la cabeza de ella se abatió sobre su pecho, en
posición nada desusada: es mucha la gente que se duerme en
los conciertos.
110
53. Contar los aconteceres
−A ver si sabes esta otra: “Siempre pendientes de un
hiiílo, siempre huyendo de la boóta, del secular enmiiígo. Van
a cambiar las cooósas, en cuanto estemos uniídos. ¡Unidad!.
¿Qué te ha −hip− parecido?
−¿Y qué crees tú que haríamos si nos uniéramos?
−Yo qué sé. A mí me gustan −hip− las canciones sólo por
la música. En las palabras no reparo mucho.
−Te voy a cantar yo a ti una: “Si es una hembra
ardorooósa, acabar entre sus braaázos, no me importa, no me
impooórta”.
−No me gusta ese tipo de letras. Con el crudo realismo
se me disipa la euforia de la libación. Por cierto: ¿dónde
estamos?
−No lo sé. ¿Nos hemos vuelto a perder?
−Lo más seguro. Déjame un momento; a ver si me
oriento… Anda: pero si estamos delante de mi −hip− casa. Ahí
vivo yo.
−¿En ese agujero ruinoso?
−No lo llames así, hombre, que me ha costado muchos
esfuerzos hacerme −hip− con él.
−¿Y ésa que está en la puerta?
−Ahí va; buena la he hecho: es mi mujer. ¡Hola!
−Buenas tardes, señora. (Oye: no está nada mal tu
mujer.)
−Dios Bendito; cómo vienes. Seguro que has estado otra
vez en el viñedo. ¿Y ése quién es? ¿Otro alcohólico?
111
−No, mujer, es mi amigo Crc. Se ha brindado a traerme
porque no me encontraba muy bien. En cuanto a ir al viñedo,
lo que se dice ir, no es que hayamos −hip− ido. ¿No es así,
Crc?
−Así es, Vrv. Verá usted, señora. Estábamos al otro lado
del viñedo, por la parte de fuera, y me dijo Vrv: “Vámonos ya,
Crc, que tenemos mucho camino por hacer; hemos de rodear
todo el viñedo”. Y yo le dije: “¿Y por qué tenemos que rodear el
viñedo?” Y él me dijo: “A mi mujer no le gusta que entre en el
viñedo”. Y entonces lo rodeamos, sin más. Pero al pasar por la
cerca del lado del río, nos dimos con unos racimos que había
allí, fuera del viñedo, arrastrados quizás por el viento; y fui yo
el que dijo: “Vamos a picar una uvita”, sin ánimo de nada,
créame, señora… Era nada más que para aliviar un poco la
intensa sed que la larguísima caminata nos…
−Oye, muchacho; qué bien te explicas… y eres muy
guapo…
−Gracias, señora. Es usted muy amable.
−De nada… ¿Por qué no me tuteas?
−Si, sí, claro: eres muy amable. (Oye, Vrv: ¿no te impor-
taría si tu mujer y yo…?).
−¿Te has vuelto loco, Crc? Sabes lo que esto significa,
¿no?
−Claro que lo sé. Pero no me importa. Más tarde o más
temprano tiene que pasar, y esta tarde me encuentro en un
buen momento; tu compañía, las uvas, los cánticos, y la
puesta de sol que se ve desde aquí…
−Bien; como quieras. No puedo oponerme a que sigas la
llamada de la Naturaleza. Pero si quieres oír la opinión de
alguien más viejo que tú, y que ha llegado a serlo gracias a
saber desobedecer la voz del instinto…
112
−Virgen Santa; las cosas que hay que oír. ¿Desde
cuándo has tenido tú eso que llamas instinto? Ven, chico; ven
conmigo. A ver si tú eres un verdadero macho.
−Ahora mismo voy. Adiós, Vrv. Hemos pasado muy
buenos ratos juntos. Cuando vuelvas al viñedo, pica una uva,
ya sabes, de las que están en el centro del racimo, y di: “Por ti,
Crc”.
−Así lo haré. Adiós, Crc. Has sido mi mejor amigo.
Nunca te olvidaré…
¡Ah, pérfida Natura! ¿Por qué nos deparaste tan horrible
sino? Conozco otras muchas especies, miles, y en ninguna
ocurre tamaña tragedia. ¿Por qué, por qué sólo nosotros, que
se sepa, hemos de afrontar la más tremenda de las dicoto-
mías: continencia o muerte? Dime, te ruego; dime en qué te
basas, injusta Natura, para exigirnos tamaño sacrificio,
mientras a las demás especies nada similar les exiges, y
encima, a cuenta de esto, nos miran con reticencia, y hasta
hay veces que ni se recatan en ocultar su hilaridad. Oh,
Natura; quizás con el reino vegetal hayas estado afortunada,
pero tu concepción de la zoología, es asimétrica y desca-
bellada: ¿Cómo crees que vamos a conseguir así sobrevivir
como especie? A la vuelta de a lo sumo dos o tres genera-
ciones más no vamos a quedar nadie para contarlo. Y no nos
importa tanto el morir, créenos, como el doloroso vacío
apriorístico en que nos sume el saber que a nadie podremos
contar los aconteceres de nuestra hombría… Ahí viene ya
ésta, y se viene relamiendo las pinzas, la muy canalla. Pobre
Crc.
−No estaba mal tu amigo. Limpia bien la cueva, que han
quedado algunos restos. Yo me tengo que marchar. Antes de ir
a la novena de San Gregorio Nacianceno, quisiera hacer la
salve a Santa Genoveva.
113
54. Ejemplar suceso, mas no parece que
escarmienten
Cerró ya la noche sobre el lóbrego internado; todo el día
estuvo tan gris como sus muros. Esa persistencia en la
monotonía cromática se daba con frecuencia, y hacía los días
más iguales entre sí, más inacabables.
Las alumnas, tras farfullar sin calor las jaculatorias
preceptivas, se restriegan suavemente en la piel de las
sábanas, tersas confidentes. Pasean las manos por sus
vientres y muslos; merodean por los alrededores de sus
antiquísimos centros de todo origen, hasta llegar algunas a
interrogarlo, y no tardan en florecer las respuestas.
Las monjas terminan sus reglamentarios mecánicos
rezos, y se pierden luego hacia sus miserables piltras. Pero
cuatro de ellas no; con solemne nitidez oyeron la llamada:
“Que el torpe instinto encuentre hierro, que el Diablo ni una
baza”.
Madre Podenco (sabréis luego de este razonable sobre-
nombre) es una de ellas. En sus ojos, el fulgor de los que se
saben rodeados del mal por todas partes: solamente en la
penumbra de la capilla en algo se amortigua ese acuoso brillo,
que fluye luego en legañas incesantes. Los nerviosos rápidos
dedos, encorvados como de ave de presa, pueden llegar a
desgajar carne con el pellizco de sus uñas negras.
Otra es la Madre Assumpt (nombre de pronunciación
escupitosa), torva hasta lo inaudito. Obsesivo tic en el labio
inferior, recto, frío, de tanto mascullar plegarias devastadoras
114
que menos mal que Dios desestima. Su temible rosario
termina en gruesa cruz de hierro que, con frecuencia, abate
sobre los tiernos infelices occipucios de las alumnas cuando,
durante el estudio, unos trémulos versos de amor enhebran.
Más otras dos elementas de aún mayor empedernida
acometividad, cuyas nefastas habilidades desconozco y des-
cripción, por tanto, les ahorro.
Refajos, pertrechos y arreos en su justo sitio, comienzan
a trotar por los pasillos, máquina de guerra contra el pecado
(ambulans turris davídica), hacia donde suponen se alberga, tras
santiguarse escrupulosamente.
Los gruesos zafios hábitos ondean con áspero frufrú de
rayador de pan: Señor: no existes si ahora mismo no infliges
un atroz escarmiento en forma de certero aerolito o grieta
sísmica en el suelo, que con esta horrorosa comitiva acabe.
Apocalipsis de espectros alevosos caminando en forma-
ción rigurosísima; al unísono percuten sus recias sandalias en
las baldosas un número exacto de veces por unidad de
tiempo.
En un dormitorio sospechoso (todos lo son) ahora
penetran. De un seco golpe de interruptor, las cómplices
penumbras desbaratan. Consternación, parpadeos y gritos
sofocados. La voz de la Madre Assumpt: “Formad todas una
fila, las manos extendidas, los dedos bien abiertos”.
Madre Podenco olisquea las manos, una por una. Van
siendo apartadas las culpables, sorprendidas in fraganti en el
gozo que carcome los cimientos de la sumisión.
Llega luego hasta una interna, que en el suelo apenas
apoya sus menudos pies (sabréis luego el porqué de esta
postura casi levitacional). Oculta una de sus manos tras de sí.
“A ver: no la escondas; trae acá”.
Mas cuando la mano de la rubia niña huele, un torbe-
llino interior la estremece, y sus oídos se colman con acordes
115
de inusitados instrumentos. Trastabilla en la perplejidad,
mientras crecientes temores la socavan.
Besa esos dedos, enigmáticamente impregnados en la
ambrosía que el Amo de los Dioses con prodigalidad expele.
Las demás monjas son barridas también por los acordes, y
desorbitan sus ojos en el espanto. Harto hablaron de milagros
y ahora, que sin duda los va a haber, no las tienen todas
consigo.
Pronto, no obstante, se tranquilizan: ni el más leve
atisbo de animadversión en los ojos de la niña cuando impone
sus manos sobre las cabezas de las monjas, postradas en
rastreros escorzos. La mirada con la que luego abraza a sus
compañeras nunca la olvidarán.
Agita luego los brazos con la elegancia de lo pausado
ondulante, que confiere naturalidad a su despegue. Va sin
nada bajo la camisa, es lo último que aciertan a entrever de
aquella aparición.
Atraviesa la claraboya sin un solo chasquido.
116
55. La Piedra Simpson
En los albores del cuarto milenio antes de Cristo, las
dos orillas del Nvraz, afluente del Éufrates por su margen
derecha, estaban infestadas de medianos asentamientos
humanos autónomos, conocidos por los investigadores como
los reinos de Nnuhen.
Estaban tan próximos entre sí que no se sabía dónde
empezaba uno y acababa otro. Esta circunstancia espacial se
tornaba dramática con bastante frecuencia, dado que cada
uno de los reinos de Nnuhen estaba en guerra con todos los
demás.
La guerra era probablemente el único acicate evolutivo
de aquellos pueblos; todas sus otras actividades contribuían a
una profunda y secular decadencia. El origen de este deterioro
dividió a los historiadores durante la segunda mitad del siglo
XIX en dos bandos: los que lo atribuían a la excesiva riqueza
del suelo −problemas de excedentes agrícolas y sólida implan-
tación de la holgazanería− y los que la achacaban al estable-
cimiento de la creencia obligatoria en el dios Nn, que los
sacerdotes motejaban de “verdadero”, aunque, por fortuna, no
de “único”, al no haber habido tiempo aún para desarrollar
tan tremendo concepto.
De ambas hipótesis es fácil deducir que la inacción
fomentaba el ánimo pendenciero y que la religión configuró su
peculiar sistema de castas sacerdotales, tan oscuro y
complicado que ni los más longevos vivían lo suficiente para
llegar a entenderlo.
En los dos primeros decenios del siglo XX, los avances
en las prácticas historiográficas permitieron efectuar una
117
amplia revisión de las dos teorías expuestas. No tardaron en
producirse algunas conclusiones:
A) El inicio de la decadencia de los reinos de Nnuhen se
remontaba a una época muy anterior a la primeramente
establecida, y duró todo el tiempo que duraron dichos
reinos.
B) La tasa de conocimiento observó, en un corto período de
tiempo, un brusco y prolongado punto de inflexión. Nadie
supo cómo se empezó a saber menos cada vez. Durante
algún tiempo se jugó con la hipótesis de la aparición del
cultivo de la vid, introducido sin duda por el enemigo
incesante, lo que provocaría un cierto desdoro por parte de
los encargados de realizar las prácticas precientíficas y no
pocas amnesias entre los detentadores del saber memo-
rístico, mayoritario en todas las culturas de pensamiento
mítico.
C) Al poco tiempo, los reinos de Nnuhen desaparecen sin
dejar rastro. Surge la duda de si existieron alguna vez, si
fueron un antecedente del Imperio Babilónico, o quizás
sólo un sueño del rey de Uruk, hecho representar fielmente
por sus poderosos e innumerables ministros.
Todos los investigadores coincidieron en que se había
llegado a un callejón sin salida. La historia, ciencia auxiliar de
la literatura, no daba más de sí. Abandonaron las inves-
tigaciones.
Casi medio siglo después, una afortunada circunstancia
vino a justificar que la polémica en torno a los reinos de
Nnuhen pudiera reanudarse: la aparición de la Piedra
Simpson.
118
Simpson era el sobrenombre del chófer iraquí de Mr.
Douglas Lawson, ingeniero al servicio de la refinería de
Basora. Simpson, debido a sus buenas relaciones con los
ladrones de los yacimientos arqueológicos de Tell Mugayr y
Niffer, sabía apreciar el género.
Aquella tarde, cuando tras el pinchazo se puso a buscar
por la cuneta una piedra con la que calzar el coche, estaba
muy lejos de pensar que su nombre iba a terminar figurando
junto a los de Hammurabí, Champollion y Rosetta. Lo que
creyó una simple piedra era sólo la parte superior de una
lápida, de más de medio metro de diámetro.
La noticia del hallazgo conmocionó al mundillo arqueo-
lógico. Establecida inmediatamente una asociación exprofeso
entre especialistas del Museo Británico, el Louvre y las
universidades de El Cairo y Bagdad, no se tardó en descifrar
sus enrevesadas inscripciones.
Los caracteres de la piedra pertenecían al dialecto
adabio, una temprana akadización del primitivo sumerio,
utilizada por los escribas mercenarios de Adab que solían
acompañar al ejército de Umma en sus frecuentes correrías.
Se calculó la fecha en que fueron realizadas las
inscripciones: una mañana nublada de verano, alrededor del
3900 a.C. He aquí el texto íntegro:
La mañana está gris, pero ya hace dos lunas que
acabaron las lluvias. El Sol está oculto porque es tanto
su fuego, que las aguas de los canales, obedeciendo a
los sacerdotes, se elevan hacia Él, tratando de aliviarle
del sufrimiento de sus quemaduras.
Se toma declaración al último de los interrogados.
Es el Gran Nguda, del mayor de los reinos de Nnuhen,
todos los cuales, desde hace seis lunas, son una
provincia más del Estado de Umma. Va a hablar volun-
119
tariamente; se retiran por tanto los soldados interro-
gadores, llevándose los cestos con las hormigas rojas y
los largos tubos.
−Que el Nn proteja con su manto de astros al
Patesi de Umma, nuestro nuevo Señor. Y que el Nn no
olvide a nuestros Sacerdotes-Sabios, que esperan lastra-
dos en el fondo de los canales a que la Nna decida que
es ya momento de llevarlos consigo. Yo no he de tardar
en seguirles.
Poderoso Patesi: nada tengo que revelar a vuestros
escribas; nada sé que os pueda valer. El conocimiento
siempre fue en Nnuhen asunto del que sólo se ocuparon
castas sacerdotales subalternas. Ya los habéis interro-
gado a todos, y vuestros métodos de recabar el conoci-
miento ajeno son tan eficaces que no creo que se hayan
llevado al fondo de los canales nada relevante. Sabéis ya
todo lo que se sabía en Nnuhen.
Yo soy el único responsable de que no se sepa
más, pero la sabiduría es poca cosa, comparada con la
principal virtud que cohesiona y expande un reino: la
obediencia. Soy también responsable de la desobe-
diencia, y por tanto desorden, que nuestros ejércitos
mostraron en el vado del Éufrates; soy el culpable de su
aniquilación, y del fin de los reinos de Nnuhen.
Pero pude haber sido el Salvador, el Recordado
Unificador, el Emperador de Nnuhen, y quizás también
de Eridú, de Ur y hasta de la orgullosa Umma, bajo
cuya poco misericordiosa espada hoy se inclinan nues-
tras cabezas.
Pude haber sido todo eso si hubiera sabido
reconocer al enviado de Nn, en vez de haberlo confun-
dido con un peligroso visionario. Permitidme que os
120
cuente cómo ocurrió. Será ésta mi modesta contribución
a saciar vuestra sed de conocimiento, que no lo hay
mayor que el escarmiento en cabeza ajena.
Un día, aquél en el que comenzó a fraguarse mi
desgracia, vino a verme un sacerdote Ntar.
−Gran Nguda; hemos sorprendido a un individuo
en el mercado de Nlidan, haciendo extraña magia.
−¿Qué clase de magia? −pregunté.
−Convierte las palabras en unas pequeñas
muescas que hace con un punzón sobre una tablilla de
barro blando. La gente le habla, él hace las muescas y
luego, mirando la arcilla, repite palabra por palabra.
−Oh, eres muy simple. No hay tal magia; se trata
solamente de un pillo con excelente retentiva.
−Tal pensé yo, Gran Nguda; entonces le hablé en
el idioma laberíntico que sólo sabemos unos pocos Ntar,
y él, gracias a su arcilla, me repitió el salmo indes-
criptible que le dije, palabra por palabra. Había pensado
que quizás quisierais verlo, antes de que le sean
cortadas las manos.
−Mostrádmelo pues.
−Traed al mago y sus infames artilugios.
Me lo trajeron. Su mirada y sus gestos eran
inquietantes.
−Oh, Gran Nguda; tened piedad. Sólo soy un
pobre inventor; no he hecho mal a nadie, sino al
contrario: espero beneficiar a todos con mi invento, y
que gracias a él estos reinos se engrandezcan.
−Dejadnos solos −ordené.
Luego hice con él algunas pruebas, y pude ver que
el Ntar estaba en lo cierto. Aumentó mi perplejidad
cuando oí al mago decir estas palabras:
121
−Poderoso Nguda. Esta invención, que he llamado
Tura, va a acabar con el problema secular de los reinos
de Nnuhen: el desgaste del conocimiento debido a la
memorización del mismo; porque ha llegado el momento
en que las nuevas aportaciones no llegan a compensar
los olvidos. A partir de ahora, no habrá más pérdidas: el
conocimiento se podrá conservar ordenadamente, alma-
cenado y custodiado, y a vuestro servicio.
Advertí un cierto peligro en esto:
−A mi servicio y al de cualquiera que pueda llegar
a saber lo que esos extraños signos significan.
Oíd lo que aquel hombre dijo entonces, con tan
certeras palabras que sólo Nn las pudo haber dictado;
pero de esto último tuve constancia cuando ya era
demasiado tarde.
−Los designios de la Tura van mucho más allá que
servir de ampliación y almacén auxiliar de la memoria;
están muy por encima de esa simple función. Al
principio sólo conocerán la Tura unos pocos. Esto
dotará de un moderado prestigio mágico a los iniciados,
y de algún poder. Después la sabrán todos los
sacerdotes; será la época dorada del Templo. Pero luego,
cuando la sepan obligatoriamente todos los hombres, es
cuando Vuestro Poder será verdaderamente inmenso.
Porque en el espíritu de la Tura está inscrito el que
siempre habrá unos pocos que la sepan bien y la
escriban, y todos los demás, orgullosos de saberla
descifrar, la descifrarán, y en el acto de descifrarla se
encierra la mayor obediencia de que el hombre es capaz.
−Maldito seas, −le grité−. Has osado asomarte al
futuro. ¿No sabes que eso no está permitido ni a los
Ngudas del Primer Círculo? ¡Guardias! Arrojadlo a los
leones.
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Tras estas palabras, el antiguo Gran Nguda cae al
suelo, preso de convulsiones, tapándose la cabeza con la
túnica, sin parar de gritar “¿Cómo puede estar tan
ciego?”. El Patesi hace con la mano el leve gesto que
indica que ya es suficiente. Se llevan al Nguda.
El Patesi considera ejemplar este suceso. Ordena
que se busque por todos los reinos a alguien que
conozca la Tura, que todos los sacerdotes la aprendan y
que la desdichada historia del Nguda sea transcrita a
una piedra, que será colocada en un lugar bien visible
del Templo, para que los sacerdotes la tengan siempre
presente y bien en cuenta.
El Patesi desdeñó la experiencia del Nguda, en
cuanto al obligatorio aprendizaje de la Tura por todos
sus vasallos. No habrían tampoco de durar mucho sus
reinos.
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56. Una última cosa, antes de que termine
lo nuestro
Una vez más se constata que toda relación termina por
acabarse.
Le deseo de corazón que las únicas relaciones que se
acaben en su vida sean como la nuestra, emprendida por
ambos con el propósito de que, en un plazo prudencial, llegara
a su fin. Espero, sin embargo, que no sea ésta la última vez
que nos encontremos, porque −todos manifestamos siempre la
misma pretensión− creo tener más de una lectura.
Hemos pasado muy buenos ratos juntos, al menos yo.
Siempre recordaré cómo abría usted amorosamente mis
carnes, que son hojas, e iba adentrándose en ellas y
pasándolas de un lado al otro sin brusquedades, sin
arrugarlas, y sin mojarse el dedo en zafio gesto de capellán
castrense buscando en su grasiento breviario la página del
responso. Le ruego disculpe mis continuas desviaciones hacia
la literatura; se hace muy difícil ir contra la inscripción
genética.
He vivido nuestra relación intensamente, a pesar de su
brevedad. Parece que fue ayer cuando me encontraba
expuesto en aquella tienda, pidiendo a Dios que acabara
pronto con mi vejatoria situación de mercancía irredenta.
Excesiva me pareció Su Magnanimidad cuando vi que
reparaba en mí alguien como usted, con tantos libros sobre su
conciencia y con tantos como había allí. Qué feliz fui luego en
sus brazos, cuando sentía en mi lomo sus caricias y me veía
recorrido línea a línea por sus inteligentes ojos, y he visto en
124
ellos más veces relámpagos de complicidad que parpadeos de
desconfianza ante el desvarío que hay sin duda en muchas de
mis propuestas.
Gracias a esta comunicación ha ido cristalizando algo
que no sabría definirle, pero sí sé sus efectos: soy suyo,
porque lo he sido una vez y lo quiero seguir siendo. Por tanto,
en nombre del hondo vínculo que sin duda nos une −hablo
naturalmente de la propiedad− le suplico que no cometa la
vileza de entregarme a otro.
Soy antiguo y monógamo. Nada me entristece más que
esta moderna promiscuidad y desmedido frenesí de cesiones e
intercambios. Me parecen prácticas fatigosas y de indudable
mal gusto. Mis padres nunca se cansaron de repetírmelo:
“Eres un libro; exige que no te traten como a un ejemplar”.
Una última cosa, antes de que termine lo nuestro.
Quisiera yacer de pie, en la estantería que hay frente a la
ventana, y lejos de los hijos de Borges. Trato así de evitar la
posibilidad de tener que ver la sonrisa condescendiente, no
exenta de desprecio, de alguna avezada carcoma.
Madrid, Septiembre de 1985 - Otoño 2012
125
Dedicatorias y agradecimientos DEDICADO A AGRADECIMIENTO A
1 Ramón, ascensorista
2 Fernando D. Munden
3 Javier Gurruchaga H. Lefebre y Bruckner-Finkielkraut
6 Mercè S.
8 Mari Paz Marsá Agatha Christie
9 Lola H.
11 César Suárez
13 O. Respighi
14 Claudio Jiménez Castillo Fernando Savater
16 Elena C.
19 Ana Vírseda Acantilados de la Reburdia
20 Orson Welles y Borges
21 Nuestro gato Miles
22 Lola H.
23 Taberna “La Nueva”
24 Escher, Aurora Bernárdez y Bela Bartok
25 Javier Brime
26 Mercado San Miguel, Madrid
27 Estación metro “Tribunal”
28 Peter Weiss Peter Weiss
29 Elena C.
30 Joaquín Fernández J.F. Lyotard
31 M. Mourelle de Lema
35 Juan Pastor J. Baudrillard
36 Elena C.
38 J.Mª Díez Borquez
39 Elena C.
126
44 Anaví
45 Paco Santos
46 Robert Mitchum
47 E. Haro Tecglen
50 Elena C.
52 Alexander Scriabin
54 Carlos Blanco Aguinaga
55 Amelia C.
Todos, 2012
Lali S. Correctora in-falible/fatigable; martillo del puntoycoma inconsistente; placaje y amarre de la coma errática; clarividencia en la tilde indebida o inadecuada, amén de la inapropiada; desrelativización del pronombre relativo…