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LA VERSIÓN EXTRANJERA – NOVELA
La dama loba
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PRIMERA PARTE (O PRIMERA VERSIÓN)
Ya no sé si vivo o si me acuerdo.
“Entre sí y no”, en Del revés y del derecho, Albert Camus
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Día 1
Aeropuerto Newark, New Jersey. En la fila de migraciones, un policía marca en mi
papel de aduana lo que parece una sigla de algo que no conozco. Cuando paso por la
ventanilla me sacan la foto y me toman las huellas digitales. Otro policía, joven, rubio,
con un tatuaje rojo en su muñeca izquierda, como pulsera, me está esperando a pocos
pasos. Cuando llego a él, sin escapatoria, me indica que lo siga. Me acompaña en
ascensor a un salón al que llegamos descendiendo. El salón es amplio. Tiene muchas
butacas que miran hacia un mostrador semicircular. Detrás de ese mostrador hay otros
dos policías con uniforme negro. Yo me siento en primera fila como entregándome.
Tengo que llegar al aeropuerto de San Francisco. Allí me espera madre y me espera
hermano. Por ahora solo sé que tengo que llegar a esa ciudad, todavía no presiento
que llegar es volver.
Me llaman. Me acerco. Me habla uno, pero los dos atienden mi caso. A mi lado, de pie y
llorando, una mujer que me parece de Europa del Este cuando la escucho, intenta
controlar a sus tres hijos. No quiero mirarla, tengo miedo. Ellos me explican que soy
sospechosa por tener un pasaporte español que dice que nací en Argentina. Nadie
habla mi idioma; se ríen de algunas respuestas que doy o de mi pronunciación. Intento
ser cortés. Me preguntan de qué trabajo en Madrid. Me acorralan; les contesto con
miedo. Me preguntan también por qué voy. Tiemblo frente a la pregunta. ¿Turismo?
Por qué voy.
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Estoy sudando. Me habría gustado no tener que recoger la maleta en la conexión. A mi
alrededor la gente come. Ya no quiero estar en este aeropuerto, pero tengo ocho horas
de espera. Me siento agotada. Me pregunto cómo podría haber hecho las cosas de otro
modo. ¿Qué cosas? Me pregunto lo que no es la pregunta. ¿Turismo? Qué hago acá.
Qué hago fuera, siempre fuera. Fuera del tiempo, fuera de la historia. Del cuerpo. De la
familia.
¿Familia?
Desde mi asiento observo lo que parece un desfile de policías. Policías con
camisetas azules, policías con camisas de un azul más oscuro. Un afroamericano juega
a que boxea y se queda quieto cuando los azules pasan a su lado.
Me despierto. Ya puedo hacer el check-in. Paso por el control para tomar el segundo
avión Newark-SFO. Me saco las zapatillas. Uso tres bandejas para depositar mis
pertenencias. Me quito el abrigo. Paso mi cuerpo cuando me indican con la mano que
avance. Imito la imagen que muestra lo que debemos hacer. Pongo las manos por
encima de mi cabeza pero más arriba, sin tocarme. Las palmas al frente. Una especie
de puerta corredera pasa rápidamente y me escanea. Estoy limpia. ¿Estoy limpia?
Avanzo. No hay tecnología para las preguntas, para la amnesia, para la memoria, para
la duda. Ahora sí es más confortable la sala donde debo esperar. Ahora hay más gente
comiendo. Algo más de paciencia y estaré arriba del avión.
Me toca junto a un matrimonio con un bebé. Miro a la familia: conversa, se agita, tiene
asuntos. Pañales, comida, azafata, cosas que resolver. Dormito a pesar de todo. Me
despierta recurrentemente el deseo de que nos ofrezcan algo de beber. Hace calor en
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este avión. En el suelo que sobrevolamos veo cuadrados de colores. Son verdes, rojos
y amarillos. Pienso que es un país muy geométrico. También hay círculos dentro de los
cuadrados y a su vez líneas marcadas dentro de esos círculos. Hay un orden
preestablecido.
En el aeropuerto de San Francisco sigo las flechas de los carteles que dicen baggage
claim y mientras avanzo dejo a mis costados vitrinas con libros de diseño de vestidos y
vestidos pequeños dentro de las vitrinas. Una escalera mecánica me baja. Ellos están
esperándome. Madre llorando, hermano sonriendo. Los miro un instante, sin mueca.
Los abrazo. Me alivia tanto verlos y ya no estar en viaje, que en este momento me
confundo y pienso que el logro está en llegar. Todavía ni sospecho que no acierto. Que
el único destino está atrás y ni siquiera en línea recta. Que estamos girando en el
recuerdo.
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Día 2
Estamos en casa de hermano. Somos cuatro. Ya no tres como en la infancia. La casa
queda en Pacific Grove, Monterey, bastante cerca de San Francisco. Del aeropuerto a
la casa demoramos menos de una hora en coche. Yo viajo atrás. Madre me hace
preguntas y él intenta callarla. Como en la infancia.
La casa parece pequeña, un aire a maqueta, a escenografía, pero es grande.
Solamente la cocina duplica más de una vez el piso que acabo de dejar en Madrid. Las
habitaciones están, subiendo una corta escalera, a medio piso de altura del salón y la
cocina, pero a uno del garaje, la parte de la casa que queda justo debajo de ellas. Mi
habitación, la de huéspedes, es muy fría. Anoche me quedé en el baño de arriba unos
minutos sin hacer nada, solo para disfrutar de la calefacción que había ahí. Casi todo el
suelo de la casa está cubierto por una moqueta amarillenta, incluso los baños. Excepto
en la cocina y en el hall de entrada, que no están alfombrados, por la casa no se puede
andar con calzado. El baño de la planta baja, que está junto a la cocina, tiene, además,
cubiertas sus paredes con un empapelado de motivos frutales. Hay fresas.
Ayer cuando llegamos me presentaron a la esposa de hermano. Es rubia, tiene piel
amarilla, anda en pantuflas, sonríe ligeramente.
Hermano tiene que hacer trabajos hogareños para una casa que es familiar y que debe
estar en las mejores condiciones. Lo que necesita la casa está determinado por el
sentido común, por el sentido del gusto y por una serie de reglamentaciones típicas de
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este país para, entre otras cosas, velar por la mejor relación posible con los vecinos, me
explica madre. Intento ayudar para velar por la mejor relación posible con la familia,
pero no puedo hacer algunas cosas. No puedo cortar las ramas de ese árbol con este
serrucho. En cambio, hermano trepa como un mono, y las que no corta, las arranca con
la fuerza de sus propios brazos. Madre y yo colocamos las hojas caídas dentro de uno
de los contenedores de basura que están al costado del jardín. Él sigue cortando y
nosotras ya no tenemos espacio para más hojas y ramas. Entonces decidimos que hay
que aplastarlas. Lo decidimos entre todos. Familia. Y pasa muy rápido, como si pasara
antes de mi llegada. Él me coge por las axilas y me alza, como a una niña pequeña,
como a una hermana pequeña, como si fuera su hija, y yo no siento miedo ni placer ni
memoria, pasa muy rápido, antes de los recuerdos, es mi hermano gigante levantando
una tuerca, un lápiz, cualquier cosa menor de veinte centímetros, ya está pasando,
sucede en el espacio, no en el tiempo, y yo con las suelas de mis zapatillas y el peso de
mi cuerpo, ínfimo, aplasto varias hojas y rompo varias ramas y todo parece acomodarse
un poco cuando es mi hermano mayor con el canto de sus manos en mis axilas y eso
podría hacerme muchas cosquillas y recordar. Pero todavía no tengo memoria, vivo. Y
me hago daño. Ya pasó. Ahora es cuestión de tiempo. En la piel de las piernas es el
daño de vivir. La naturaleza encaja al tiempo que algo de mi pellejo se pierde. No
obstante, no digo nada; él me levanta nuevamente por las axilas y me baja para que
vuelva a impactar con mi peso sobre las ramas y hojas; me levanta y me baja, me
levanta y me baja, me levanta y me baja, varias veces, con una especie de movimiento
mecánico en sus codos. Vuelve a pasar. Es la vida. Es mi hermano máquina y yo
todavía no recuerdo, el pasado está adelante, todavía el jet lag. Soy, claramente, una
prensa humana que funciona mientras tanto. Una máquina en descomposición frente a
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un hermano máquina que funciona, hermano máquina siempre funciona. Una prensa
presa de un mecanismo que no para, que nunca para. Y entonces sí me parece
sospechar algo: que vine para recordar, pero necesito la máquina del tiempo, y es la
que hermano va a apagar cada vez que yo la encienda, que yo me encienda. Yo me
encienda.
Una vez fuera del contenedor veo un brillo que desciende por mi piel y en los
calcetines ya no es brillo: es un sello amarronado que garantiza que sangré.
Se va a ir el sol pronto. Decidimos hacer ahora la caminata hasta el mar. Cuando
todavía estaba en Madrid, creo que lo recuerdo, le prometí a madre que cada aterdecer
íbamos a salir a caminar juntas mientras estuviera en su casa. ¿Su casa? Sí, al teléfono
le dije tu casa. Pero esta no es su casa. ¿Es la casa de hermano? ¿Es la casa del
matrimonio que conforman hermano y su mujer, y mi madre es la madre y la suegra que
llega a vivir con ellos porque necesita ser cuidada o rescatada? ¿Dónde está nuestra
casa?
Yo estaba en Madrid y ella al otro lado del teléfono, en California, el día que me
hizo prometerle que cuando por fin estuviera allí íbamos a ir cada tarde a caminar, solas
o acompañadas, le daba igual. Será una actividad de nosotras, pase lo que pase,
podría ser algo así lo que me dijo, pero no recuerdo exactamente, no, no recuerdo
mucho hacia atrás, no recuerdo muy bien el pasado. No acierto. No puedo decirle que
no a madre acerca de las caminatas; no puedo decirle a nada que no; seré siempre
rehén de sus deseos, incluso cuando no desee nada. Pero reservo esperanzas de que
no suceda muy a menudo, que a veces se olvide. Caminar también sola. O quedarme
sentada. Alguien que olvide.
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Tomo tres fotos al paisaje. Me sorprende pero estoy como anestesiada, todavía el
jet lag. De cualquier modo, no puedo dudar de lo que veo. El azul del océano Pacífico.
El cielo que se va poniendo blanco cuando llega la luna.
Nos detenemos a descansar en una medianera del enorme hotel que está frente al
mar. Me imagino sentada allí con hermano. Un descanso para celebrar que llegué, que
estamos de nuevo juntos. Para darnos mutuamente la mirada que nos ponga en una
complicidad que signifique: me acuerdo, me olvido. Pero él no nos ha acompañado, no
puede. Tiene obligaciones varias: trabajo, casa, familia. Cuando me habla de esas
cosas por teléfono, no me parece hermano, no tiene nada que ver con el mío, hermano
de siempre, el que sabemos, el que olvido pero aparece, el que invoco pero se esfuma.
Hermano a veces me parece otra cosa. Un monstruo, una máquina, un padre. Un
hombre, ¿eso? Un pasado claro de hermano opaco, un recuerdo turbio de hermano
pulcro. Miro a madre sentada en la medianera y nos parecemos. Recuerdo algo:
hermano cuando era la corriente de un río. Arrastraba pero no golpeaba. Y después ya
otra cosa. Yo no fui, fuiste vos, nena. Eso en la infancia. O: estás loca. Una amnesia
que me permite recordar estas frases: lo estás confundiendo todo, yo nunca dije eso, yo
nunca hice eso; ¡si era eso lo que querías! Un hermano que no obliga, que hace que
desee.
Reanudamos la caminata. Madre me habla, me cuenta cosas de su vida americana;
habla de sus amigas con las que juega al bridge. Y de la madre de mi cuñada. Me dice
que ya la conoceré, que seguro que vamos a visitarla durante mi estadía. Mientras me
cuenta, yo pienso que hermano y yo, en la adolescencia, de haber llegado a una casa
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que tenía las paredes del baño empapeladas con motivos frutales, nos habríamos
burlado salvajemente de esa gente. Salvajemente en el baño.
Volvemos a la casa andando a la velocidad de los pasos de madre. Es un camino
diferente al que hicimos de ida. Todo huele a eucalipto por un tramo hasta que empieza
a haber muchos pinos y entonces huele a pino. Me hago una pregunta imposible para
mí y me la hago porque sé que me es imposible responderla: si prefiero el olor a
eucalipto o a pino. Es como no saber elegir la versión de un pasado.
Es de noche. Hace rato cenamos los cuatro juntos y madre ya está durmiendo. Frente
al fuego de la chimenea le respondo a mi cuñada lo que pregunta por cortesía. Luego
se interesa por aquella vida, por la infancia. Me salen anécdotas estúpidas de la boca,
me sale como un reflujo. Tengo serias dudas de que sea cierto lo que cuento, no
controlo lo que digo, es lengua ajena. Tampoco sé cuál es el idioma que sabe la
verdad. O quizá esté contando la historia que ella entendería. Es la primera vez que
hablo con mi cuñada a solas. No me cae mal; simplemente me parece una momia
realizada con otra tela.
La alarma de incendio nos interrumpe. Hermano baja las escaleras con rabia y nos
grita. Que qué está pasando. Su voz suena por encima de lo agudo de la alarma. No
nos dimos cuenta de que la casa estaba llena de humo. La chimenea debe de estar
tapada. Él desconecta la alarma y abre las ventanas. Discute con su esposa y yo siento
ganas de decirle que si él hubiera estado con nosotras en la sobremesa frente a la
chimenea, tal vez eso no habría sucedido. Pero no digo nada porque comprendo que
no puedo hablar más, me empieza a parecer que es un lenguaje extraño el que me
exige este viaje, hable con quien hable, sea en español o en inglés.
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Decido que por hoy basta, y me voy a dormir. Pero no concilio fácilmente el
sueño. Los ojos se me quedan como dos aceitunas sin hueso que brillan en su lata.
Esas dos aceitunas perdidas al fondo de la nevera, que ya nadie comerá.
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Día 3
Vamos por la carretera. Empieza a sonar una canción de Loud Reed. La cantamos y la
bailamos con la cabeza. El pelo se me vuela con el aire que entra por la ventanilla. Da
latigazos en mi asiento. Son vacaciones a la Costa Atlántica. Yo soy adolescente y él es
más grande, es enorme. Conduce con brazos boa, sus manos son crustáceos. Por
pocos instantes me olvido de en qué país estoy. Huele a mar, ya no debo escoger entre
eucalipto o pino. Es el Océano Pacífico. No suena música. Apenas conversamos.
Conduce él. Puede que aún tenga las mismas manos y brazos, no se los veo, no es
verano y va tapado. Mi pelo está recogido.
Llegamos a la ciudad de Santa Cruz. Es el primer destino turístico de este viaje. Dijo
que hoy venía con nosotras por ser mi segundo día, pero que no estaba seguro de
poder acompañarnos todas las veces. Que no sabe cuántos días más se puede pedir
en el trabajo. Antes del viaje, por teléfono, le pregunté si creía que madre y yo teníamos
que hacer solo paseos de ida y vuelta en el día, cuando él no pudiera acompañarnos, o
si acaso pensar en quedarnos en un hotel alguna noche. Me dijo que no se le había
ocurrido la segunda opción, pero que ahora que la escuchaba le entusiasmaba, como
una opción para descansar de madre. ¿Descansar de qué? Demadre. Me dijo. Luego
agregó: y estar por fin solos con mi mujer. A solas, me dijo. Como nosotros en la
infancia. Solos. A veces dormíamos en la misma cama. Yo no emití sonido. El teléfono
en la oreja, risa, y yo amordazada. ¿Me estás amordazando, hermano? No, hermano
nunca me amordaza; hermano me trataba como a una cajita de música. Quería que
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reprodujera siempre el mismo sonido. Y yo siempre lo defraudaba. Contaba otra
verdad, la versión. Yo no fui, fuiste vos, nena. Si seguís diciendo mentiras, las vas a
pagar. Mi novia no vino a la Costa Atlántica porque sus padres todavía no la dejan. Lo
miro mientras conduce. Quiero agradecerle que a pesar de esto, del pasado, de la
historia, de la duda, a pesar de mí, haya venido esta tarde con nosotras. Agradecerte
que seas hermano, quería. O no, no quería.
Santa Cruz me parece muy urbana en comparación con Pacific Grove. Aparcamos y
comenzamos a caminar por la avenida principal: Pacific Avenue. Un policía le pide a
hermano que apague el cigarrillo. Que no está permitido fumar en esa calle. Hermano
se hace el desentendido pero ya lo sabía. Pide perdón y luego se ríe. Como en la
adolescencia cuando fumábamos a escondidas de madre. Siempre hay una ley. Y un
tramposo.
Es mediodía y tienen hambre. Hay muchas opciones de comida mexicana y también
asiática. En una esquina encontramos un restaurante indio que nos parece una buena
alternativa. Funciona bajo un sistema de autoservicio que consiste en elegir un tamaño
de caja, que hace de plato, y llenarlo hasta lo que el cartón permita. Pagamos seis
dólares por la caja más pequeña, que enseguida lleno con comida del buffet. Hemos
comprado una para cada uno. La caja resulta ser más grande de lo que parecía, y eso
nos da la posibilidad de elegir varios platos diferentes para probar. Lamentablemente,
no acierto y tres de cuatro que escojo me resultan demasiado picantes. En cualquier
caso, no tenía hambre. Me sobra toda la comida. Madre acertó con lo que no pica, pero
de todos modos deja más de la mitad. Hermano come todo de su caja y rechaza la mía
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que le ofrezco, ya no quiere más. Comprendo. Rabas de sobra en la Costa Atlántica,
pero hermano en la medida justa. Patearlo por debajo de la mesa, pero que no me
mirara. Acudir a la complicidad, pero hermano hablando de hartazgo y de su novia.
Perder a hermano cuando él pierde las ganas. Perder a secas. Perder mojada. Y
entonces voy al baño y vomito. Porque no me gustan los mariscos, porque pica la
comida, porque solo hay cuerpo para el rechazo.
Frente a nuestros vasos medio vacíos, hermano me pregunta cómo es mi vida en
Madrid. Le digo que normal. Me acuerdo de los policías del aeropuerto. Le pregunto yo
a él si está bien con su vida americana. Me dice que muy. Le digo que yo los extraño
bastante, a los dos, a madre y a él. Lo de madre lo digo porque está presente. Me dice
que de todos modos yo también me mudé de país. Le digo que porque en Argentina ya
no tenía familia, que en otro caso no lo habría hecho. Me dice que eso es hacer
hipótesis. Le pregunto por qué se fue. Me dice que lo lamenta, pero que no podía dejar
pasar la oportunidad de venirse a Estados Unidos. Le digo que me dejó sola. O no lo
digo, amordazada. Le pregunto a madre si está contenta. Me dice que nadie le dio a
elegir. Le digo que es cierto. Hermano la mira con flechas. Dice que es una
desagradecida. Ella le dice que él es el rey. Madre insulta cosas que a mí me parecen
piropos. Hermano con corona y flechas dice que fue por el bien de las dos, que peor
para mí si me dejaba a madre, que peor para madre si la hacía pasar la vejez en
Argentina. Yo levanto un poco el tono de voz para decir que hacer por el otro es
relativo. Hermano me dispara sin palabras, es un balazo en el vientre. Madre dice que
no empecemos. Hermano la calla. Madre se pone nerviosa pero se controla. Hermamo
me dice que no puedo reclamarle toda la vida lo mismo. Le digo que nunca le dije nada.
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Me dice que cuando no digo lo insinúo. Le digo que también insinúo que en la
adolescencia no se comportó como un hermano normal. Hermano me ignora, como si
yo no hablara, hermano siempre me entrega armas con silenciador. Madre lo defiende
como aleatoreamente, defensa random, como tras tirar un dado. Dice que debería estar
avergonzada por no haber venido a visitarlos antes, en cinco años, grita. Madre grita y
es la infancia. Ni para la boda de hermano, grita. Le digo que no podía. Susurro. Y
empiezo a sentir que ya no tengo palabras, de nuevo, solo fuego del picante, que soy
un dragoncito en la habitación de hermano, sobre la cama, un peluche. Hermano dice
que basta, y es la infancia. Madre levanta su caja con restos de comida y la golpea en
la mesa. Le digo a madre, que se puso de pie, que se calme. Susurro ese deseo. Madre
nos dice que le compremos un pasaje a Argentina, que se quiere volver a su casa.
Mamá, por favor, no sabés lo que decís, sentencia hermano. Pero yo sí sé cosas, digo.
Sí, digo. Cualquier cosa. Solo por intentar competirle a la flecha con una espina.
Un indio nos observa. Suena la voz de madre y hermano como el mar dentro de
un caracol. Hay algo inmenso encerrado. Siento el cuerpo escurrirse, tal vez es fiebre.
Hermano bajó la voz pero sigue hablando. Estoy abombada y me parece como si me
deslizara a continuación de él, como si me extendiera a partir de su forma. Soy una
mancha negra tendida en el suelo que reproduce su silueta. Hermano me mira porque
me hizo una pregunta y espera una respuesta. De nuevo no puedo hablar, amordazada.
Me empieza a parecer que a cada minuto que paso en este país adquiero menos
vocabulario, como la capacidad de adquirir una regresión. Saco la mirada del vaso de
agua y les pido que nos vayamos. Hermano dice que llevemos lo que me sobró de
comida para cenarlo más tarde. Podemos picar eso más la sopa de anoche, la que
preparó su mujer mientras madre y yo caminábamos entre pinos y él no sé qué hacía.
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¿Es consecuencia de este viaje el que se desvanezca el cuerpo en sombra? Estoy
sudada y todavía me escuece un poco la boca por el picor de la comida india.
De regreso a Pacific Grove paramos en la reserva natural de secuoyas. Ya hemos
olvidado. Es un ejemplo de la amnesia que me parece recordar. Los árboles rojos se
imponen. Los Coast Redwood son los árboles más altos del mundo, nos informan.
Luego le sigue el Giant Sequoia, que puede llegar a ser más alto incluso que la estatua
de la Libertad. Además de la altura, el diámetro de los troncos es otra de sus
características sorprendentes. Un tronco cortado nos enseña cómo calcular la edad de
un árbol de acuerdo con los anillos que posee su interior. Otros troncos son tan anchos,
que el agujero interno que tienen convierte lo hueco en una cueva. Entramos en una:
está fría hasta lo inimaginable y no se ve absolutamente nada, pero llega una familia
que ilumina el interior con teléfonos móviles.
Ya estamos en la casa. Me duele la garganta. Cenamos la sopa y la comida india:
parece que hermano tuvo una buena idea. Ambas cosas empeoran mi escozor con su
temperatura. Tuvo una idea que solo podía perjudicarme a mí, a mi cuerpo. Madre y mi
cuñada saborean la cena, hasta gimen de placer. Es solo contra mí, es mi cuerpo el
débil, el no apto para hermano.
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Día 4
Hoy es el cumpleaños de hermano. Lo hice a conciencia: elegí la fecha del viaje para
estar en esta ocasión. Me propone desayunar juntos, los dos solos: madre se fue a su
partida de bridge con las demás latinoamericanas exiliadas en Estados Unidos, y mi
cuñada está en su trabajo a pesar de que es sábado; necesita cerrar unas cosas y
luego irá a visitar a su madre, me explica él.
A solas.
Estoy poniendo las cosas para el desayuno en la isla de la cocina, pero me dice
que no, que me espere. Baja al garaje. Vuelve con una mesa que coloca junto a los
ventanales de la cocina que dan al jardín del fondo. La mesa es muy precaria. La
madera está astillada y escrita con bolis. Las patas son desparejas pero están bien
aferradas a la tabla por clavos. La armó él. ¿No te acordás?. No. Acá pintábamos
cuando éramos chicos. No, le digo. Vos eras muy chica. ¿Acá?. Sí, ¿no te acordás? La
hice yo a esta mesa. Tendría doce años. Entoces yo siete, le digo. No me acuerdo de la
mesa. Me acerco a mirarla en detalle. Me acuerdo de otras cosas. Tiene una pelota
dibujada con boli azul. Muy redonda, casi perfecta. Me acuerdo de otras cosas de sus
doce años. ¿Quién la hizo?, le pregunto señalándola. La mesa, yo. La pelota, ¿quién la
hizo? Esta pregunta no llego a pronunciarla. Me acuerdo de tener nueve y él catorce,
inocentes, hermanos, casi perfectos. Ocurre solo en mi interior. La pregunta.
Le regalo dos cedés de jazz. Los compré en Madrid. Mi cuñada me dijo por teléfono
antes del viaje lo que él quería. Yo no tengo idea. Ni de jazz, ni de hermano actual. Los
cargué en la maleta hasta ahora. Me mira cuando me da las gracias, sus ojos son la
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vajilla de la infancia. Me imagino que se los lavo con un estropajo y jabón. A ver si
asoma el pasado, si aparece hermano de antes.
Estrena uno: suena Lennie Tristano y no me hace falta simular que sé quién es,
que lo elegí yo. Detrás de mi cuñada dando instrucciones estoy segura de que ha
estado él. Lo hizo por mí: pidió algo relativamente barato y fácil de transportar.
A la hora de la comida madre regresa, la alcanza hasta la casa una amiga con su
coche. Hermano le dice que se cambie rápido, que nos tenemos que ir, que ellas ya
habrán llegado. Habla de su mujer y de su suegra; nos esperan en un restaurante
francés para festejar el cumpleaños de hermano.
Cuando llegamos, las dos mujeres están sentadas en torno a una mesa redonda,
esperando. Margaret se llama la suegra de hermano.
Margaret es muy mayor, probablemente tenga más de noventa años. Es una
mujer clara: piel blanca y arrugada, ojos azules, pelo blanco, labios pálidos, manos con
piel casi transparente, ropa rosada. Se preocupa por conocerme, por saber a qué me
dedico, pero no oye nada bien y encima no me entiende el acento. Practicar con los
policías del aeropuerto no parece haberme servido de nada. Avanza mi regresión,
habito esta paradoja. La garganta, además, me escuece.
Nos acercamos los cinco al mostrador de un salón del restaurante para elegir el
postre. Él dice que no quiere ninguno, y cuando yo escojo el de la fresa inmensa y roja
en la cúpula del cono que forma la nata, intenta persuadirme de que será más rico el de
moras. Persisto, realmente quiero la fresa.
La como sosteniéndola con las puntas de los dedos desde las hojas verdes, para
no mancharme. Mientras tanto, él coge mi cuchara y prueba el resto. Prueba y come.
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Termino mi fresa y lo miro, pero él come mi postre y come. Se lo acaba. Me mira y
comenta: tenías razón, era rico el de la frutilla.
Soy una niña traicionada. Me pongo a llorar y corro hacia los brazos de madre.
Ella me sacude en vez de darme un abrazo. Me grita. Le grita a él también. La tenemos
cansada, dice. Luego se va a maquillar porque tiene una cita. Pero es mi cumpleaños,
mamá, no salgas esta noche.
Es su cumpleaños. Mamá comió tranquilamente el postre que eligió y que nadie le
robó.
Luego hermano me buscaría en el dormitorio. Por qué le contaste a madre lo que
te hice. Porque me robaste el postre. Pero no, a madre no, te dije que a madre nunca
nada; todo entre nosotros dos. Le conté solo lo del postre, le diría. Muy bien, me gusta
que seas una buena chica; acordate: a madre nada. Le acariciaría la espalda. Dame un
beso de hermano, le pediría. Cerrá los ojos, esos se dan con los ojos cerrados. Pasaría.
En una versión pasaría.
La acompañamos a Margaret a su casa, que es un hogar de ancianos. Está construido
sobre lo que era un hotel de lujo y todavía conserva la apariencia de aquello. En el
segundo piso funciona el servicio de enfermería y están también los consultorios
médicos. En el tercero está el restaurante, que tiene una barra semiredonda donde se
puede tomar una copa, y las mesas distribuidas alrededor. Como salón de bienvenida al
restaurante, hay una antesala donde ahora se puede disfrutar de una exposición de
pintura. Los cuadros se parecen al empapelado del baño de hermano.
Cuando acabamos el tour, vamos al sexto piso donde está su departamento, o su
habitación: no sé cómo llamarlo. Su espacio, que no es solo una habitación sino que
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tiene también un salón, un comedor, una cocina y más de un baño. Nos sentamos los
cuatro alrededor de una mesa. Margaret querría estar muerta. Lo dice y yo no sé si
estoy entendiendo bien o cualquier cosa. Porque ya no tiene que hacer nada aquí en la
vida, dice, y porque prefiere que su muerte suceda antes que un deterioro físico mayor.
Dice que ya no tiene apetito y yo le miro los ojos y todo lo que pronuncia comienza a
ponerme rosa: una mezcla entre la palidez y el pudor.
La papada de Margaret parece anunciar un terremoto pero nadie se inmuta. Solo
descansa cuando se queda callada.
Margaret intenta ser realista y dice que el cuerpo, y la papada, otra vez, se mueve
en su coreografía, que el problema es el cuerpo, dice, cansada Margaret.
Cuerpo.
De vuelta a la casa, nos detenemos en diferentes lugares a hacer compras. Parecen
paradas obligatorias. Chicles en un supermercado. Clavos en una ferretería del tamaño
de un pequeño centro comercial.
Por la noche cenamos los cuatro juntos. Las cocineras somos madre y yo. Su
mujer, que lleva toda la semana haciéndole regalos, según me contó madre, hoy le
obsequia el postre: fresas enormes recubiertas con distintos tipos de chocolate
contenidas en una gran caja de cartón. Él se lo agradece. Parece mentira. ¿Querías
postre? Que ella le dé lo que a mí me roba. Ahí tienes. Luego se indigna: el packaging
es innecesario. No, ya no quieres. Mucho papel: el cartón de la caja que contiene las
fresas, cartoncitos dentro que separan entre fresa y fresa, flores de papel que decoran
entre cartón separador y fresa, papel envolviendo la caja. ¿Para qué, honey? No hay
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necesidad, dice, hay que reciclarlo. Ahora hay que empezar de cero, deshacerlo. Que
ella le regale justo la parte del postre que yo me quedé.
Su mujer gotea vergüenza. Me voy al baño, no quiero verlo. Y allí en el
empapelado hay fresas.
Llegan un amigo de hermano y su esposa a festejar el cumpleaños con nosotros. Nos
sentamos los seis a conversar en el salón, frente al fuego, hasta que ellos advierten que
hay mucho humo. La chimenea, de nuevo, no absorve. Yo me sorprendo de que no
haya sonado la alarma de incendio como la vez pasada. La casa está llena de humo, es
cierto. Le pregunto a hermano. La desconecté, me dice. Hay que salir de la casa. Eso
dicen ellos. Genial, dicen las esposas, vamos de bares. Pero madre, a quien yo le
traduzco, con una copa de vino en la mano pregunta por qué cortarlo todo, que la
estamos pasando bien ahí, que ella a los bares no va a ir, y que no quiere quedarse
sola. Hermano dice que no se preocupe, que volveremos enseguida. Madre opina que
yo me puedo quedar con ella. Asiento. Pero a continuación dice que no es justo, que se
queden todos. Se sirve más vino, traga mucho junto, como si fuera una pieza de sushi.
Hermano le aconseja que deje de beber. Madre le dice que si se van, nosotras haremos
nuestro propio bar en casa. No me gusta la parte del plan que me toca, pero soy la niña
pequeña que nunca tiene edad suficiente para salir y siempre debe quedarse en casa
con madre. O sola. Te veo irte a bailar, y yo en casa con madre, y lloro, y me tiro en tu
cama y me desnudo y me hago pis, y al día siguiente, con resaca, me pegas fuerte y no
me gusta, pero me acomodo para el golpe, más fuerte, y te grito que pares y que fue sin
querer, que a veces todavía me pasa, que me hago pis en la cama, y te burlas y encima
no me crees y además: ¡¿por qué en mi cama?! ¡No te di permiso para que durmieras
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acá! Porque mamá también salió, en medio de la noche, y me dejó sola. No es cierto,
no me dijo eso. Sí que lo hizo. ¡Bueno, ¿y qué tiene que ver?! Me tenés harto. Que
tenía miedo y en tu cama no tengo miedo. Es tu olor, no tengo miedo. Eso no lo
confieso. Pero él lo sabe. En su cuerpo no tengo miedo. Duele, pero no tengo miedo
ahí. Contame más de papá, cómo era, pregunto mirándote el cuerpo como si pudieras
reproducir parte de ese que nunca conocí. Él ya se está poniendo un abrigo. Su mujer y
los demás también. Madre lo sujeta de un brazo y le dice mocoso. Nosotros nos vamos,
sentencia con su bastón de mando en alto. Entonces nosotras seguiremos bebiendo
hasta acabar el vino que hay en la casa, dice madre. No sé dónde aprendió el concepto
de amenaza. Alguien tose. Vamos a jugar al bar, hoy es uno de esos días que madre
juega conmigo porque hermano, mayor, es tan grande que ya no juega; madre se
solidariza, tengo los contratiempos de una hija única, pero hermano, muy hermano, sí
que juega conmigo, madre, a moderme, jugamos en la bañera también, a las cosquillas.
Shhh, esto a madre no. Por qué no, si tan bonito; me encanta. Claro que te gusta, diría
en una versión. Se me van nublando los ojos, todavía hay mucho humo. Si te vas, no te
perdonaremos, ¡tu hermana se cruzó un océano para venir a verte el día de tu
cumpleaños, desagradecido! Pero, madre, yo podría ir con ellos, pienso. ¿O acaso sigo
siendo muy pequeña? Que venga si quiere, dice él casi susurrando, como si la relación
lógica entre la estupidez de madre y su sensatez masculina no mereciera más volumen.
Abren la puerta. ¡Entonces no vuelvan a domir!, les grita madre. A ver si nos
entendemos: esta es mi casa, y te aseguro que dormiremos aquí. Mi cuñada se ríe,
porque algo entiende, y porque intenta que la familia sea normal, al menos delante de
sus amigos. A ver si nos entendemos. Hermano siempre gobernó los hogares. Era el
padre. A ver si nos entendemos: o te callás o madre va a escuchar y se va a enterar de
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todo. De todo, qué, si sos vos el que quiere que no se entere. Nada que ver, la que se
va a meter en líos por lo que me hacés sos vos, y ya no tenés cuatro años y la excusa
del pis en la cama ni de miedo en el baño, así que callate, te conviene. Shhh, te dije
que te callaras. Así, amordazada.
Pasan apenas minutos en la discusión de quién sale y quién no de la casa, pero siento
años, recuerdos, vida. La pareja de invitados no dice nada porque no entiende ni una
palabra de español. Yo miro y estoy perdida. Los seis de pie. Una ventana abierta.
Gritos. Madre es quien más grita, es madre. Sos un arrogante y un egoísta. La
consideración nunca estuvo en vos. No es hoy, es de siempre, dice. Es nunca. Hace
cuarenta años que te soporto. Dice otras cosas pero no sé contarlas, no tengo lenguaje.
No dice nada más de la infancia. ¿Qué versión es la de madre? Luego explica: porque
sos tres cabezas más alto que yo te respeto aunque más no sea por miedo. Pero me
tenés harta, sentencia, no te aguanto más, escupe, siempre me hacés sentir mal,
confiesa. Grita como le gritó alguna vez cuando era adolescente y empezaba a tenerle
miedo. Empezábamos. Como que me vuelva a despertar otra noche con los sonidos
que hacen cada vez que se viene esa chica a dormir a casa, te juro que no volvés a
entrar, que dormís afuera. Bien, madre, bien. Dile más. Te vas de esta casa para
siempre y no se me va a mover un pelo. ¡No, eso no! Solo prohíbele que esa zorra no
vuelva nunca más, pero él sí, madre, él sí, lo necesitamos, en el fondo lo amamos,
mamá. Mamá, ya está bien, es mi cumpleaños y solo dije de ir a un bar, no maté a
nadie, basta, andá a la cama. Esta también es mi casa, arriesga madre como si fuera
un concurso de respuestas y no perdiera lo acumulado si no acierta. Sí, vayan al bar,
pero no descartes que trabe las puertas y no puedas entrar. Estoy pasmada. Madre es
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la madre que quiso ser. Todo igual: madre, hermano. Yo no hablo. Por algún instante
siento que ella y yo nos fusionamos en un solo ser, que soy igual de pequeña, igual de
mujer tachada ante hermano. Desdibujada. Desmembrada. Pero permanentemente lo
miro y deseo, hoy, ayer, en la infancia, ahora, como hermana, como des-miembro de
esta familia, como mujer, como des-mujer, protegerlo. Él la escucha sin cambiar el
gesto. Madre se calla y me mira, tiene ojos de fruta abrillantada y la piel de la cara
como cartón corrugado. Hay que comerla y reciclarla. La pareja amiga abre la puerta y
sale. Un poco ríe entre dientes. Cuando la familia es ajena cualquier cosa parece papel
de regalo. Pero no. En una familia nada puede envolver y al mismo tiempo ser abollado
y tirado para pasar a la sorpresa que ilusiona. Aunque todo se quiera cubrir.
Pasan las doce y ya no es tiempo de soplar las velas.
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Día 5
Madre no fantasea, actúa: no los dejó entrar en la casa. Supo cómo trabar la puerta
desde dentro. Hermano trepó e intentó entrar por el ventanal de vidrio que comunica la
cocina con el jardín trasero. Golpeó fuerte, yo fui a abrile pero madre me clavó la
mirada: si les abrís, me traicionás, estás de mi lado, de este. Del lado de la casa. Una
parte la dice, otra la deduzco de sus ojos de higo. Lo miro a hermano: ya está bien,
abrí. Una parte la grita para que el vidrio no lo silencie, la otra parte me la dice el vidrio
de sus ojos. Le abro, él es hermano. Todavía pienso en la complicidad de la infancia.
Madre, furiosa, le grita por el balcón que se lo advirtió, que se vaya a dormir a un
parque, yo lloro, corro al balcón en bragas, le suplico que suba, me dice que la puerta
está trabada por dentro, que la destrabe, que lo ayude, madre descuelga del balcón la
mitad del cuerpo que tenía orientado hacia la planta baja para girarse hacia a mí y
decirme que soy una mocosa insolente y me golpea en la cabeza con un puño cerrado
y luego en las nalgas con el puño ya abierto. Cerda, me corre hasta la cama y cuando
me tiro en el colchón e intento proteger mi cuerpo con las mantas y la cara con los
brazos me da con una zapatilla en la espalda, en todo el torso, y cuando se cansa la
suelta. Escucho la zapatilla contra el suelo y a continuación la voz de madre alejándose
que dice: la próxima te doy con una que tenga clavos en la suela. Hermano entra y va
hacia la puerta. La destraba y deja entrar a su mujer. Suben juntos para irse a la cama.
Madre insulta, dice gringos de mierda, vuelca una copa recién servida y se va a dormir
también.
Su hijo no es gringo. Lo insulta como si no fuera su hijo. Des-hijo. Luego vuelve a
la habitación y me dice que me levante y le vaya a abrir a hermano. Lo hago, corro con
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las piernas muertas de miedo de que en el camino hacia la puerta madre cambie de
idea. Hermano entra. Lo abrazo. Madre nos desarma el nudo y le dice a hermano que
no lo quiere ni ver, que se encierre en su cuarto y que no salga ni mañana. Se va
porque tiene sueño, no por obedercerle. Me quedo sola con madre en el salón. Sé que
no puedo irme, que soy su rehén todavía, que va a darme más instrucciones, tal vez
hasta entrada la mañana. Rehén. Des-hija.
No entiendo esta familia patriarcal sin padre.
Des-padre.
No entiendo esta familia matriarcal sin madre.
Desmadre.
Es domingo. Desayunamos los cuatro juntos bajo el sol en el jardín del fondo. Él pide
permiso para poner el disco de Eric Dolphy que le regalé ayer. Su mujer le dice que
claro, que por supuesto que puede. Madre opina también que sí. Amaneció una
formalidad que no había imaginado. ¿O es respeto pseudo-americano como
consecuencia de lo de anoche? Compensar. Me desconciertan. Los miro, me
reconozco y me asumo en la escena. Voy a pedir permiso para tomar leche. La vida de
puntillas es lo más familiar que tenemos. Ahora hay música. ¿Qué le sigue a esto?
Vamos de compras. Domingo de compras. ¿De nuevo? Sí, mi mujer necesita cosas. ¿Y
las va a encontrar allí? Cosas. Necesita cosas.
En el supermercado más grande que he visto nunca nos dan de probar comida.
Degusto todo para no perder la oportunidad de atracarme y luego buscar el alivio. Pero
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en cuanto salimos vamos los cuatro a comer a un restaurante mexicano en Cannery
Row. Es una idea de mi cuñada y el resto la festeja como si muriera de hambre.
Cannery Row está pegado a Pacific Grove, justo arriba del downtown de Monterey. Es
un paseo marítimo que tiene ese nombre por una novela de Steinbeck. Mi cuñada nos
cuenta un poco el argumento, pero no la leyó. Se aprendió la historia por ser vecina de
este parque temático. Hermano dice que leyó otra del autor, porque él siempre sabe
algo: De ratones y hombres. ¿Y las mujeres? Los turistas parecen interesarse por
algunos souvenirs y atracciones que recuerdan la obra literaria, pero más les atraen los
restaurantes. Mi cuñada está indignada porque la camarera nos atiende muy mal.
Madre dice que no se acostumbra a la comida mexicana. Él se queja de que lo suyo
llegó frío. Yo me atraco hasta la arcada y en el baño ya no necesito esforzarme, de mi
boca todo fluye excepto las palabras.
Para bajar la comida proponen caminar junto al océano por una pasarela de madera
que nos ofrece restaurantes de mariscos a ambos lados. En la puerta de cada local,
una promotora o promotor nos extiende una mínima dosis para degustar. Aceptamos
todas y cada una. Como si olvidáramos el propósito de las cosas. ¿Vivir o recordar?
Como acudir a la amnesia para hacer más memoria. Como este viaje, que parece
avanzar en los días, pero cada día desemboca en la regresión.
Volvemos en el coche a Pacific Grove. En el camino nos detenemos en un
supermercado. La parada me deja perpleja. No pido explicaciones. Me entrego: acepto
las salchichas que ahí dentro nos dan de probar. De piel gruesa y lubricadas con salsa
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tipo ketchup. Crujientes de piel como cuero y corazón blando. En el baño sonrío frente
al espejo, y los dientes manchados de rojo de la salsa-sangre de la salchicha caliente.
Sí, sonrío. De mi boca todo fluye escepto las palabras.
Hermano por primera vez me dice que soy un asco. Tengo doce años. Un asco, y se
tapa la nariz. Nene, es normal, a todas las mujeres nos pasa, le digo. Ya sé, me dice,
pero tu olor es más fuerte que el de las chicas con las que estuve. Me hiere. Sangro el
triple. Esa noche me desangro de dolor, me tuerzo de dolor. Madre intenta ayudarme
con analgésicos, no, le digo, llorando sin consuelo, mamá, no, no es eso, es que me
muero, ¿no lo entiendes?, sí que te entiendo, nena, te creés que a mí no me pasó. No,
no te pasó, no tuviste hermanos varones.
Me siento realmente mal. Es de noche. No es el estómago, milagrosamente. Es la
garganta. Hermano sale un rato con su amigo, con el que estaba el día de su
cumpleaños cuando madre lo castigó como a un adolescente. Mamá mala, mala madre.
Me libera como a la cinco de la mañana, todavía no amaneció. Me hizo limpiar todos los
muebles de madera del salón y los adornos que estaban sobre él. En bragas y con la
piel de la espalda latiendo de dolor. Hermano duerme plácidamente. Me duele la
garganta al tragar, me pincha como una aguja de tejer. Mi tráquea es una salchicha sin
piel que escuece y sangra su propia salsa. Me vuelve loca este dolor. Me duermo en el
sofá. Luego me voy a dormir a mi cuarto, aunque me habría acostado ahí mismo en el
salón, si no fuera porque madre por la mañana me mataría. Cuando hermano llega me
despierta para que me pase a la cama. Me despierta acariciándome la espalda que no
late, la que sufre esta vez es la garganta. Me paso. Antes de volver a quedarme
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dormida pienso que es la primera vez que me toca en esta casa. Me duermo con fiebre.
Las dos veces. Igual.
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Día 6
Amanezco casi llorando. No puedo más de dolor. No puedo ni llorar con esta garganta.
Voy al baño y me la cruzo a madre en el pasillo. Me pregunta qué me pasa. Le explico
el malestar y noto que mi voz ha cambiado. Mi garganta se ha jodido. Incluso el español
se me planta ajeno, irreconocible; es artificio, es una lengua materna que sangra. Algo
está hirviendo en la piel desmenuzada. Madre no me ofrece remedios. Aún es
temprano, cada una vuelve a su cuarto.
Me despierto temblando. No puedo más de odio, de rabia. Voy hacia la habitación de
hermano y me la cruzo a madre en el pasillo. Me pregunta adónde voy. Le miento y
digo que al baño y me contesta que queda para el otro lado. Mi plan se ha jodido.
Incluso aguantar e intentarlo luego se me plantea imposible; es tarde, es una línea del
tiempo que se tuerce. Algo está hirviendo en la piel desmenuzada. Madre no me ofrece
remedios. Es tarde para todo, aun así, cada una vuelve a su cuarto.
Me despierto igual de mal que hace un rato. Me levanto y llamo al seguro médico que
pagué desde Madrid. Hablo con un español que me dice que en breve van a
contactarse conmigo desde California. Suena el teléfono y es un mexicano. Me pide mi
ubicación, mi domicilio exacto y mi estado. Okey, vuelvo a llamarte, me dice. Suena el
teléfono, es el mexicano, confirma mi dirección, el estado, el país. ¿El estado de quién?
Ah, sí, California. Okey, vuelvo a llamarte. Suena el teléfono, es el mexicano que me
dice a qué clínica de Monterey en California en Estados Unidos debo dirigirme para que
arreglen el estado de mi garganta. Gracias. Y su saludo demora porque me tiene que
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decir muchas cosas: que de nada, que cualquier cosa los llame de nuevo, que para eso
están, que me desea una pronta recuperación, que gracias por confiar en ellos, que no
me cobrarán nada excepto los medicamentos que corren por cuenta del paciente, que
tenga un muy buen día a pesar de todo y de mi estado de salud y que desea que pronto
volvamos a estar en contacto.
Hermano me alcanza en coche hasta la clínica y sigue viaje hacia su trabajo. Me
atiende primero un enfermero, pero entre mi difonía y el lenguaje médico, no me puedo
comunicar muy bien. El enfermero aprovecha la oportunidad para practicar su español.
Luego viene el médico, me da todo lo que deseo en ese momento: la receta para un
antibiótico, mi pasaje a Walgreens. Me lo gané yo sola, con el sudor de la noche. En
Walgreens firmo una especie de contrato de más de una página para que me den una
simple amoxicilina.
Hermano me alcanza antes de que pueda regresar corriendo a mi habitación. Me
atiende primero, me presta atención, quiere saber por qué entré en su cuarto sin
golpear. No puedo explicarle bien, intento decirle cosas que se me van ocurriendo en el
momento, pero tartamudeo. Hermano aprovecha la oportunidad para hacerme burla,
para tratarme como discapacitada, para practicar su cinismo. Luego viene madre, me
da todo lo que deseo en ese momento: el desayuno está listo y nos pide que lo
compartamos en familia, mi pasaje a escapar hacia la cocina. Me lo gané yo sola, con
la inutilidad de mi boca. En la cocina firmo una especie de pacto implícito con hermano
cuando lo acaricio descalza por debajo de la mesa más de una vez y él no dice nada.
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Paso toda la tarde mirando la tele y durmiendo. Enferma me permito ver la vida
cotidiana de la familia: madre hace pocas cosas; algunas tareas hogareñas y, sobre
todo, jugar a las cartas por internet. Se hizo de un grupo. Hermano y su mujer regresan
del trabajo alrededor de las cuatro de la tarde hoy, en ocasiones un poco antes. Aquí
cenamos entre las siete y las ocho. Algunas veces cenamos a las seis. Hoy su mujer no
cena con nosotros, va a visitar a Margaret, o a ver si la encuentra viva.
Tengo fiebre y no quiero preparar yo la cena. Se lo digo a hermano. Madre está arriba,
seguramente frente a su ordenador. Me dice que okey y regresa media hora más tarde
al sofá donde estoy recostada. Mastica. El país de la masticación. ¿Ya cenaste? Sí, me
dice, mientras consulta su móvil. ¿Por qué? Porque tenía hambre. Yo también. No, vos
tenés fiebre y no tenés hambre. Sí que tengo hambre. No quisiste hacer el arroz. No
quería cocinar. Y bueno, yo tampoco. Pero, ¿qué comiste? Fruta, una ensalada, yogur,
cereales, almendras, un cono de helado y chocolate. ¿Y no puedes darme algo? ¿Qué?
Compartir algo. Si nunca tenés hambre. Mi garganta se bloquea. Hermano suspira por
la nariz mientras mastica con la boca. Y aparece madre. Desciende como una figura
cristiana. ¿Qué pasa? Nada. ¿Qué hablaban? Nada, mamá. Hablamos de la cena.
¿Qué pasó con la cena? Nada, mamá, vos comé lo que quieras. Él ya comió. ¿Cómo,
quién? Nadie. Él. Madre viene hacia mí al ataque. Se detiene al borde del sofá y me
grita levemente su ira: por qué no una cena los tres juntos, aprovechar que estamos los
tres juntos por primera vez en años, en mil años, dice; por qué estos desencuentros,
por qué no cocinamos, por qué estoy en el sofá, por qué él comió solo, por qué yo no
comí con él, por qué no le avisé que él ya estaba comiendo, por qué ella no fue
partícipe de la situación. Me grita. Como a una hija irresponsable, me grita. Qué pasó
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con el arroz y las verduras que habíamos pensado como menú. Esta también es mi
casa. Yo quiero que se cene en familia. Por qué no me fueron a buscar a la habitación.
Salto del sofá. Paso por encima de su voz y hablo. Amordazada, yo hablo. Le grito a
hermano: que se haga cargo de lo que dice madre, que responda lo que le concierne,
que no quiero esto, que no quiero nada, que sí que hoy tengo hambre, que por qué
comió solo, por qué no me avisó, por qué se olvidó de su familia y de la cena, que haga
algo, que lo arregle todo, que la calle. Que toda esta mierda huele a infancia. A la
historia de siempre. Yo pagándolas todas y él chupando o masticando. Y entonces
logro lo que no buscaba: irritarlo y que también grite. Lo que nunca buscaba. Y madre
grita por encima. Que se calle, que se calle, le pido. Basta, me dice, ¡es madre!
Comiste, lo acuso. Y madre grita y se atreve a tocarnos, a ponernos esos dedos de
uñas pintadas de morado encima de nuestras ropas como para sujetarnos y
zamarrearnos, como niños desobedientes, pero apenas pellizca tela porque se
contiene, madre vieja, caducada, uñas-mora.
Subo furiosa las escaleras. Desde la habitación grito, olvidando mi difonía,
olvidando mi falta de lengua, y cierro la puerta de un golpe. Y comprendo: somos la
familia de entonces. Y me avergüenzo. Por mí y por todos. Por el patetismo. Por la
locura. Por la historia. Por la memoria y lo que olvidamos. Por lo que nunca sabremos.
Por lo que apenas ha pasado. A penas. Y comprendo: hermano diciéndome que vuelva
a medicarme porque confundo recordar con inventar. Una versión con otra. De verdad,
nada de eso pasó. Cuidate. Y cualquier cosa que necesites me avisás, dinero, lo que
sea, que te hago un giro internacional y de Estados Unidos a España llega enseguida.
Un beso. Y cortamos. Y me avergüenzo.
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Día 7
Me levanto temprano y desayuno con él y con su mujer. Cuando acaban, coordinan
para irse los dos juntos en un solo coche. Ella sale de la casa primero, hermano todavía
está en el hall de entrada poniéndose el abrigo. Aprovecho para hablarle a solas. Le
digo que lo de anoche fue una tontería. A él le parece más o menos importante y, en
cualquier caso, lo que tiene claro es que no va a darme la razón. Como me siento
atacada, argumento a mi favor, ya no intento hacer las paces. Para simplificar quién
gana, él propone que lo vea así: sigo pensando que todo lo que hice estuvo bien, pero
quiero que sepas que ya ni me importa el tema. Se acerca mucho cuando me habla; me
lo dice casi peinando sus pestañas con las mías. No es frontal. Es obsceno.
Al rato, cuando ya no sé cómo pasar el tiempo y no me aguanto en esta casa, guardo
todo mi orgullo en el estómago y lo llamo para pedirle el coche prestado. Ya me fijé en
el garaje y vi que se fueron en el de ella. Me dice que sí pero me da infinitas
indicaciones. Conduzco en dirección al sur bordeando el mar. Llevo mi cámara de fotos.
Voy hacia Carmel aunque no sé si llegaré hasta allí. Justo por encima del océano
verdoso se apoya una nube blanca. Luego viene el cielo celeste. Son franjas. Como
una bandera o una escala de colores en desorden. Freno en el Cypress Point. Bajo con
la cámara colgada como una turista japonesa. Intentaré tomar una foto de este punto
que sea diferente a todas las fotos tomadas en este punto. Click varias veces. Brisa: lo
infotografiable. Reviso las que tomé y me parecen idénticas a las que voy a encontrar
en internet. Todo es copia. El árbol en su verticalidad corta las franjas de la escala de
colores alterada. Es la unión de aquello con lo otro, lo que intenta integrar lo separado.
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El ciprés estilizado, el ciprés que se erige solo. Y sin embargo, tan pequeño, tan bajito,
que si lo fotografío a distancia su figura me queda retratada sobre el océano, ya no
sobre el cielo. El ciprés que se hunde. Pero el mismo de siempre, el famoso ciprés.
Nada ha cambiado. Todo este viaje huele a plaga, a plagio.
Sigo bajando con el coche y llego a Peeble Beach. Me alivia estar haciendo este
paseo sola. Madre tenía todo el día ocupado en el club con sus compañeras
latinoamericanas que también barajan el exilio en los mazos. Hay más turistas que
gaviotas. Hay bosque; bosque de pinos, piñas caídas.
Me adentro y lo atravieso. Aparezco en un barrio de casas con ventanales y
cortinas. Casas con banderas americanas en la entrada.
Hermano no puso la bandera en su casa, vivimos sin bandera.
Desde que me levanté tengo la cabeza embotada. En la isla de la cocina, frente al
desayuno, me sentí como una astronauta auspiciando una dieta rica en cereales.
Hermano estaba sentado enfrente. A su lado, la momia rosa. Hablaban sobre la visita
de ella a Margaret anoche. No entendí todo. ¿Él es hermano cuando habla en inglés?
¿Sabría hablar de mí o de la infancia en ese idioma? ¿Y en español? La momia es a
hermano lo que hermano a mí: una venda sobre una herida con sal. Los miré como a
través de un acrílico. En parte es el resfrío y las anginas, en parte es mi ausencia. Mi
atmósfera. Mi medicación, que nunca recuerdo. Cuando en el hall de entrada me habló
de frente ya no sentí protección en mi cabeza. Me barrió la cara con las pestañas.
Quiero regresar a Pacific Grove por tierra.
Hermano es al inglés lo que yo a mi medicación: naúfragos a una astilla de la
balsa.
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Huérfanos a una madre viva.
Llego a la casa y para mi sorpresa hermano está, y pintando la cerca. Lo saludo. Me
sonríe pero es frío, como placas de hielo lo que forran sus dientes. Lo abrazo. No me
toca. No lo suelto. Se queda quieto. Es un instante, pero me da tiempo a todo: recuerdo
su cuerpo infierno, imagino que lo presiono contra el mío, pero ya lo voy soltando. Que
lo toco. Que lo raspo, lo rasco. Que me enrosco y él me anuda, que se enrolla y nos
atamos. Caemos al césped, encontramos lo que queríamos. Hay hormigueros. Me
meto, se mete, no decimos nada, habla por nosotros la profundidad y la tirra fértil. Ya lo
solté, era absurdo perpetuar el abrazo. Le pregunto por la cerca porque soy normal y
hago preguntas estándar. Cuando siento el cuerpo lleno de hormigas, salgo. Él se
queda unos instantes más. Lo espero encandilada. Me alcanza afuera y entiendo que
es porque él también acabó su batalla con las hormigas. Las matamos a todas, me
dice. Me dice que el frente de la casa es importante, que tenía que pintarla. Lo dejamos
vacío, le digo. Le digo que me gusta, que brilla. Sí, es solo barniz, me dice, pero lo
cambia todo. Sí, le digo, y piso una hormiga para matarla.
Por algo se llama hacer el amor.
Le cuento que tenía intenciones de llegar a Carmel pero que solo llegué a Peeble
Beach. Me propone ir juntos por la tarde. Me avergüenzo de lo pasó recién ante la
cerca y brinco de emoción en una parálisis. Me preparo y nos vamos.
Por algo se llama fraternidad.
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Carmel es como una maqueta. Tiene galerías de arte y flores. Sobre todo eso: colores y
apariencias. Decorados y pulcritud. Carmel es el empapelado del baño de hermano.
Pienso una broma para hacer al respecto pero elijo no decir nada.
Lo hace por mí, me dice: vamos a olvidar lo de anoche, fue una tontería.
Terminamos de desayunar y hermano se echa en el sofá a ver la tele. Me acerco y le
digo que no siga enfadado por lo de esta mañana, que me perdone haber entrado en su
cuarto sin golpear la puerta. Me dice que me calle y que no me perdona y que soy una
cerda, que mi pie contra su piel mientras desayuna le da asco y que la próxima se lo
dice a mamá, que no me cubre más, que necesito ayuda psicológica. Me lastima todo lo
que me dice y que no me diga más nada. Que no vuelva a hablarme, que no me mire,
que suba el volumen cada vez que intento agregar algo que creo que puede mejorar las
cosas. Luego ya es casi de noche, el día pasó como esos que parecen trenes
subterráneos. Y justo antes de irme a dormir, mientras me estoy duchando y haciendo
lo que hago en todas las duchas cuando pienso en él, golpea y entra. Escucho su voz
real, que me hace saltar de nervios, y me avergüenzo. Cierro la ducha y salgo. Lo miro
en carne de gallina, tiemblo. Me envuelve en una toalla, intenta secarme un poco,
incluso el pelo, pero yo estoy hecha trizas, el tren accidentado, y me resisto, le quito las
manos, le digo que me puedo secar sola, que se vaya, entonces me dice: vamos a
olvidar lo de esta mañana, fue una tontería.
Lo hace por mí.
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De regreso paramos en Peeble Beach para mostrarle lo que vi. Necesito estar donde
estoy y asumir lo que he decidido: volver a verlo, a pesar del pasado; atreverme a esta
visita a Estados Unidos. Volver a madre, también a pesar del pasado.
En este momento necesito vivir, no recordar.
Ya es noche. No hay más luces que las estrellas y las farolas de las casas.
Respiro Peeble Beach como no lo hice unas horas antes. Intento anclarme en la
presencia. Me impongo vivirlo como si no existiera un recordarlo. Muevo los dedos para
sentir las manos.
Llegamos a la casa. Madre y mi cuñada ya cenaron juntas. Están de buen humor.
Tuvieron el día muy ocupado y la chimenea ya no echa humo. Todo para sonreír. Les
contamos nuestra tarde de turismo. Celebran que lo hayamos hecho. Insinúan que es
importante llevarse bien entre hermanos.
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Día 8
Es miércoles. Por la tarde volvemos a ir a Carmel, pero esta vez nos acompaña mi
cuñada y su hermano Kasey. A madre también la traemos. Kasey el basquetbolista. El
de piernas de redwood. Kasey el rubio rojizo. El que me mira con desconfianza y
vergüenza a la vez. No confía en mi lengua, es eso. Yo tampoco. Lo ve a su cuñado
hablarme en español y cree que el mundo le está tendiendo una trampa. Nos está
tendiendo una trampa.
Dedicamos la excursión a recorrer las galerías de arte que hay en esta ciudad. Resulta
que anoche se les ocurrió este plan en familia, yo me entero hoy. Una al lado de la otra
y macetas con flores en la calle. Las aceras parecen vías de algodón azucarado. El aire
se siente en la piel como hoja de navaja de doble filo. Es el mar pero es el cielo. Había
una nube pero al final es niebla. Luce a verano pero hace frío. Es belleza pero es
dinero.
Hay un viento de horror. Las banderas americanas mezclan estrellas con rayas. Si
mezclamos azul con rojo se hace el morado. La gente que pintó estos cuadros
seguramente lo sepa.
Caminamos por las calles buscando un café que todos ellos han frecuentado. Los
flecos del pañuelo que rodea mi garganta avanzan paralelos al suelo.
Cuesta, pero finalmemte lo encontramos. Bonito, de madera, a los hermanos
americanos les da nostalgia. Deseo mucho una bebida caliente. Lo digo. Los deseos de
madre coinciden con los míos. Hermano mira la carta que está pegada en el vidrio y
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opina que es muy caro. ¿Muy caro?, pregunto. No leo yo misma, tengo los ojos
entornados como si me fuera a entrar mucha arena si los relajo. Kasey dice que como
nos parezca a nosotros. Mi cuñada no opina. Madre no entiende el inglés. Yo digo que
tengo frío. Hermano dice que busquemos otro.
¿Cuánto puede salir un café en aquel bar al que fuiste tantas veces con tu
esposa?
Probamos suerte en otros dos lugares que encontramos en las callejuelas. Ambos
nos dicen que cierran a las seis y ya son las cinco y pico. Es un café, pienso, no un
pollo con patatas, qué más da. No, las camareras opinan que no tenemos tiempo.
Nos subimos al coche sin haber bebido café, sin haber consumido nada. Milagro.
Un milagro justo hoy que tanto deseo algo caliente. Si pusieran al menos la calefacción
del coche. Pero Kasey abre una ventanilla.
Volando hasta Pacific Grove.
Madre se está conteniendo.
De camino, paramos en la High School a la que fueron mi cuañada y Kasey. Nos
metemos dentro y vamos al gimnasio. Encuentran pelotas de baloncesto y comienzan a
lanzar a la canasta. Hermano es tan o casi más bueno que Kasey. Juegan como
estudiantes. Mi cuñada los alienta, a ambos por igual. Madre está por decir algo. Miro
como una animadora pero sin atuendo sexy. Juego con un fleco del pañuelo cada tanto.
Me gustan ambas espaldas. Están transpirando.
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En la puerta del gimnasio hay una feria que vende todo por un dólar. Es ropa que los
alumnos del colegio dejaron olvidada en las aulas. Siguen acertando al aro mientras
madre, mi cuñada y yo nos acercamos a los puestos a ver si nos gusta algo. Encuentro
una camiseta de mangas largas y escote en V, de color gris. La compro. Me la pongo.
Cuando nos estamos yendo, les muestro cómo me queda. Kasey me mira las tetas con
desconfianza. Hermano besa a su mujer.
A madre no le gusta nada.
Preparamos pasta en la casa. Kasey ya estará con su esposa e hijos. Me he quitado el
pañuelo pero me dejé la camiseta gris puesta. Cuando hierve el agua, elevo el mentón
sobre el vapor para que me caliente la piel que coincide con mi tráquea.
Madre hoy no dice nada. Me da desconfianza.
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Día 9
Soñé con hermano. Él y yo teníamos lengua en común. Hablábamos. Quiero que
vuelva al español. El idioma materno es como sexo. Quiero regresar a algo muy
originario.
Kasey nos pasa a buscar con su coche a madre y a mí. Esto fue planeado ayer y esta
vez sí me enteré. Hermano se siente responsable, nos quiere conseguir planes,
tenernos entretenidas, responsabilizarse de mi estadía, nos quiere conseguir un coche,
él y su mujer no pueden todos los días hacer cosas de turistas o de jubilados. Vamos
los tres a Big Sur. Visitamos la Biblioteca Conmemorativa Henry Miller. Es un espacio
cultural que está donde fue la casa de Henry Miller, un escritor norteamericano, nos
explica Kasey. Se entra por un jardín y en el fondo está la librería y café, es una casa
pequeña, de cristales y madera, modesta. Cuadros, libros, fotos. Sillones y alguna
mesa. El baño. Un porche para sentarse a leer. Reviso, busco, observo. Kasey, madre
y yo nos cruzamos cada tanto, pero cada uno sigue su propio recorrido. A veces nos
sonreímos. Estoy más pendiente de la coreografía que trazan nuestros
desplazamientos, que de los libros que hay: una pena, me debo de estar perdiendo
algo, un diccionario que me traduzca todo, una historia que cuente mi versión.
Nos informan que en el jardín de la entrada va a haber un desfile de modas. Kasey
bromea acerca de que es él mismo quien va a desfilar. Remato el chiste diciendo que la
que va a desfilar soy yo, eso sí que es más gracioso. Madre no entiende. Kasey no se
rie. Le traduzo a madre. Madre completa mi chiste con información genética: dice que
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soy como una modelo porque salí a ella. Kasey se agacha con una mezcla de ternura y
condescendencia y le da un beso en la sien, lo primero que encuentran sus labios. Me
siento enana, deforme y vieja. En cambio, el nene sí que te salió guapo: ¿de quién sacó
esos ojazos, a ver?
¿Cómo era papá, tenía ojos azules como vos? Sí, vos saliste a mamá y yo a papá. Qué
envidia, es injusto. No, vos te llevás la mejor parte: vivís con un chico que está
buenísimo, en cambio yo, me tengo que conformar con tu enanismo. ¡Mentira!, es
chiste, no te pongas así, si tus ojos son medio miel, pero enana sí que sos. Da igual, a
mí me gusta que seas así de chiquita, te puedo mover como me da la gana.
Vamos al museo que está a pocos pasos de la Biblioteca. Exhibe sobre todo esculturas.
Las pocas pinturas que hay nos gustan más que lo otro. Comentamos sin saber de arte.
Por lo menos no nos aburre como las galerías de ayer. Los cuadros tienen menos
flores.
Big Sur podría ser azul y Carmel de color miel. Es un verso de niños inocentes.
Muy inocentes.
El edificio del museo es lo mejor del museo. Tiene una terraza que da al mar. Las
paredes son vidrios que dan al mar. Los cuadros cuelgan de otros lugares que no son
paredes y no tapan la vista al mar. Sencillamente cuelgan en medio de nada, de aire.
En el camino de vuelta a Pacific Grove paramos a almorzar los sándwich que preparé
esta mañana. Nos sentamos a un costado de la carretera, sobre el césped, mirando el
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océano. El viento es tan fuerte que por momentos me parece que me vuela las manos y
que no emboco la comida.
Me reencuentro con hermano ya en casa. En la cocina está inquieto. Me sorprende su
actitud. Al rato habla. Me dice que haga un esfuerzo con su mujer por hablarle en
inglés. Que ella bastante tiene con las dificultades de comunicación con madre. Que se
siente incómoda, que me ponga en su lugar. Que me ponga en su lugar. Le digo que
siempre que estamos a solas le hablo en inglés. Me pide que no sea solo esas veces,
que sea todas, que le hable a él también en inglés si está ella presente. Que es muy feo
no entender, no poder comunicarse, no tener lenguaje en común. Es muy feo no
entender, no poder comunicarse. ¿No tener lenguaje en común es como no tener sexo?
Que lo haga por él también. Que están incómodos. Que lo haga por él. ¿Con mi visita?
No, no es eso, pero son muchos días. Estoy hace una semana. Hace nueve días.
Perdón, señor exacto, será que perdí la cuenta. No seas irónica, es solo un favor lo que
te pido. Un favor, por ti. Me parece bien, pero no sé qué me pasa con el inglés. Si de
chicos lo estudiamos mil años, vos sabés… Es que se me olvida. Es tu oportunidad
para practicarlo. O si lo recuerdo, entonces ya no digo. Es eso: recordar o vivir. Le digo
que muchas veces pienso en él. No sé de dónde salen las palabras, qué es esta lengua
materna que dice. Se sorprende pero también me sonríe. Creo que me devuelve
amabilidad disfrazada de cariño. Le pregunto si él en mí… me quedo sin palabras
maternas en la pregunta, como si la hiciera en lengua extranjera, en lengua huérfana.
Me dice aquí en casa siempre te recordamos. O sea, no me dice nada. Es como subir el
volumen del televisor en este túnel abandonado, ya no hay tren. ¿Me quieres? Yo estoy
desplomándome. Es como tirarse a las vías. No hay futuro. Dice que claro. O sí hay
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futuro, precisamente ese: ya no pasará el tren. Cambia de tema: me dice que Kasey se
tiene que mudar a Berkeley. Si mañana queremos acompañarlo y de paso conozco esa
ciudad. ¿No trabajas mañana? Y por primera vez me parece que no acentuar la última
sílaba del verbo es hacerme extranjera de hermano. Sí, pero por lo menos ya terminé
con los arreglos de la casa, ahora tengo más tiempo. No entiendo su respuesta. Él es
extranjero siempre. Me propone cocinar, huérfanos. Todo el tiempo es la hora de la
cena en este país. Una hora que se nos cae encima como el techo del túnel. Me quiere
hacer sentir cómoda, me sonríe de más. Parece un niño tonto. En esta casa nos
volvemos de tamaño pequeño. Me abraza, pero no lo siento como hermano, más bien
me parece una sábana bajera.
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Día 10
Hermano sale más temprano del trabajo para que podamos llegar a Berkeley a la hora
que Kasey quedó con la anterior dueña de la casa que acaba de comprar. Vamos a
estrenarla pasando el día y la noche allí. Madre va a aguantarse un rato sola y luego
llegará mi cuñada. La mujer de Kasey, a quien no conozco, se queda en casa con los
niños.
Carga el maletero del coche con dos sacos de dormir, almohadas y mantas. Le
pregunto para qué eso. Dice que la casa está pelada. Él se prepara una pequeña
maleta con muda de ropa. Yo llevo solo un bolso con lo mismo de lo de todos los días.
Pasamos a buscar a Kasey por su casa y salimos a la carretera.
Durante el trayecto, Kasey nos cuenta la aventura que fue conseguir una buena
casa en Berkeley. Dice que finalmente se la compraron a una familia india. Que la casa
es grande, pero que necesita reformas.
Al llegar, aparcamos el coche a metros de People’s Park y pasamos andando por un
costado para llegar al centro. Las camas están plantadas como arbustos. La gente no
está de paseo, está haciendo su vida cotidiana. El cielo es el techo; el césped, la
alfombra. En una olla se cuece un guiso.
La mujer india está esperando a Kasey para entregarle las llaves y llevarse, de paso,
las últimas cosas. Le dice que llegamos diez minutos tarde. Como si fuera alemana.
Tiene las uñas teñidas de condimentos y el pelo escondido. La nariz ornamentada en
dorado. Hermano y yo perseguimos a Kasey y Kasey persigue a la india. Con Kasey
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siempre se arma como una coreografía. Entramos en la cocina: está destrozada y un
niño intenta gatear sobre las migas del suelo. Pasamos al salón: las ventanas cierran
con dificultad y la bombilla de luz está reventada. La india habla. Su inglés está
enfadado. Volvemos a la cocina y adivino que horas antes ha estado preparando algo
picante. Se toca un seno para testear si está listo y mientras se despide de Kasey le
grita a su niño algo en hindi. El niño repta como un insecto moribundo que va dejando
mocos en el rastro de su agonía. Visitamos los otros ambientes. La casa está
inhabitable. Kasey confía en que tras las obras, va a quedarles preciosa. Las casas
vacías son personas afónicas. Están llenas de cosas pero se quedaron
momentáneamente sin la posibilidad de contar nada. O para siempre. Amordazadas.
En Telegraph Avenue entramos en un restaurante chino a comer. Es tarde, pero a los
chinos no les importa darnos de comer a cualquier hora. Kasey nos cuenta cuál será su
nueva rutina cuando empiece a ejercer de profesor en la Universidad de esa ciudad. En
la sopa se hunden vegetales pesados que han perdido su color para teñir el agua. Las
puntas de los bigotes de Kasey retienen gotas grises. El vapor huele a tiempo. La soplo
y se aligera un humo espeso que me empaña las gafas de sol. Me doy cuenta de que
me olvidé de quitármelas. Una gota cae desde su bigote en la pantalla del móvil, que lo
tiene junto al plato. Dice shit y con una servilleta de papel logra dejar a la vista los
nueve puntos que esperan ser unidos o esquivados con el trazado de un dedo que
desbloquee. Le regalo mi sopa a hermano y me pido un postre de goma. Sólo los
jueves tendrá libres, nos cuenta. No me interesa nada de lo que dice, pero hablo
disimulando. Cada vez que pronuncio Berkeley adquiere otra forma la palabra. Me
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parece un nombre transparente al que puedo atravesar con una mano sin siquiera
separarlo en sílabas. Sigo pronunciándolo como una sudaca.
Vamos a cenar a un restaurante mexicano. Entre una comida y otra no pasa nada, ni
siquiera tiempo. Después del postre chino tengo el estómago como de gominola. Son
menos de la siete de la tarde. ¿Tenemos que dormir en lo que trajimos?, le pregunto a
hermano. Claro, me contesta, si no dónde. ¿Cómo vamos a hacerlo? Hermano pasa al
inglés para integrar en la conversación a Kasey. A ellos les emociona el plan de esta
noche. Parecen niños jugando a acampar. Sobre el suelo, dice hermano. O podemos ir
a un bosque con los sacos de dormir, propone Kasey. Y el burrito vegetariano sobre un
colchón de lechugas nos escenifica su plan. ¿Pero no hay osos?, pregunto. Ninguno
me contesta. Y con las dos manos se llevan el burrito a la boca y lo destruyen.
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Día 11
Amanecemos sobre el suelo. Las ventanas de la habitación están empañadas. Tengo
frío a pesar de la calefacción portátil y toser se convierte en mi único modo de respirar.
Abro la puerta, me apresuro al baño, creo que me asfixio. Solo escupo flema. Vuelvo.
Se despiertan. Los miro. Kasey propone ir a desayunar adonde sea.
Vamos al café Meditarráneo. Kasey dice que se convertirá en su lugar habitual. Les
pedimos la contraseña de wifi para pasar un rato en nuestros teléfonos. Hermano se
ocupa de llamar a su casa y saber cómo están madre y su esposa. Hermano se ocupa
de las mujeres. Tu hermano te cuida. Sí, madre, sí. No me des la razón como a una
loca. Entonces qué querés escuchar. Que sí pero no con ese tono. Es que a veces no
me cuida. No digas eso. Es la verdad. No, no es la verdad. Bueno, tenés razón. ¡No me
des la razón como a los locos! La miro y hago una promesa: que no voy a hablar nunca
más, que me voy a cortar la lengua si hace falta y que la voy a meter dentro de la cama
de uno de los dos, del que peor me haya tratado esa noche, del que más me haya
lastimado. Pero no, no lo hago, porque la lengua la necesito no solo para hablar. Sí, el
mayor cuida a la nena, explicaba madre delante de mí. Y delante de él decía: este, el
hombre de la familia. El hombre de la familia. Sí, mirá qué grande está, qué brazos
tiene. Boa. Y yo los miraba. Callada a un costado, miraba la conversación de madre con
su amiga y miraba los brazos de hermano y la cara de hermano sonrojándose y luego a
hermano queriendo matar a madre, ¿por qué tenés que hablar de mí a tus amigas? Y
después dijo: ya tiene diecisiete. Y yo tenía doce, aunque nadie lo señalara. Y él unos
brazos y yo un cuerpo, y hermano basta, por favor, basta, ¡por fin!, no veía la hora de
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que dijeras basta, es la única manera de que te vayas de mi habitación y me dejes en
paz. ¿Otro café? No, yo no, dice hermano, y sigue hablando con su mujer. Yo tampoco,
digo. Y no hago ya nada con mi móvil. ¡No digas eso!, por favor, no me eches, pero no
seas tan bruto. Que te vayas, fuera, chau, a tu cuarto. Kasey vuelve con otro vaso
gigante de café. Nos dibuja en una servilleta cómo va a quedar la casa tras la obra.
Hermano está satisfecho, lo sé, por eso no quiere más. No lo hace por mí.
Y sin embargo no puedo dejar de sentir que lo hace por mí.
Y me voy a mi habitación con el rechazo como consuelo.
Caminamos por las calles soleadas y floridas de Berkeley. Los canteros frontales de las
casas son la paleta de color de un lugar que mezcla el silencio con una especie de grillo
diurno incesante. Es una ciudad viva pero hay algo absolutamente momia en todo esto.
Como un recuerdo: una cápsula en el futuro de una vida.
Volvemos a la casa. Ayudamos a Kasey a hacer cosas importantes, cosas que tiene
que resolver. Probamos todos los grifos, chequeamos el agua fría y caliente. Me fijo en
la ducha, hermano en la estufa, Kasey en el horno. Armamos equipo. Limpiamos lo
básico. Se hace la hora de comer. Preparamos cualquier cosa que Kasey trajo en la
mochila. Comida improvisada.
De vuelta a Monterey paramos en San Leandro. Voy a comprarme un ordenador mac
que encontré por Craigslist. El friqui que lo vende se dedica a la informática. No
entiendo nada lo que dice, sobre todo porque no me habla a mí, les habla a ellos.
Confío en que hermano sepa decidir si la máquina está en condiciones. La compro pero
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todavía nos quedamos en su taller una hora más. Les enseña videojuegos y altavoces
que él repara. Pone música y nos ofrece cerveza. Intento que ninguno me dé la
espalda. Kasey, hermano y el friqui hablan y ríen. Yo soy la extranjera. Y la mujer que
no sabe de informática.
En casa de hermano les contamos a madre y a mi cuñada cómo fue la excursión a
Berkeley. Madre está contenta y se ofrece a hacernos la cena. También quiere
encender la chimenea y que bebamos vino de California. Yo digo a todo que sí y su hijo
dice que no a la chimenea y al vino. Ella se enfada y grita y también dice que estuvo
pensando en volverse a su país. Me pone una botella de vino enfrente y me alcanza el
sacacorchos. La abro sin buscar aprobación en la mirada de hermano. Mi cuñada
entiende poco y nada. Ya no sé si es una cuestión de idioma.
Al rato vamos a la cama. Hermano me dice que estoy muy flaca. Me dice que dentro de
poco me tienen que empezar a crecer más las tetas. Bajo a mi hormiguero. Que si no
me alimento me van crecer menos. Cierro los ojos. Que todavía no tengo casi nada.
Tengo imágenes. Me pellizca un pezón. Me siento, me desnudo. Me enfado y le grito
que no me toque. Me calla y me dice que coma más. Me río del recuerdo y me mojo los
labios con la lengua. Le muerdo una oreja, estoy muy enfadada. Me acuesto de nuevo.
Me dice que no le hace gracia, que duele, ¿querés ver cuánto? Estiro las piernas. Le
grito que no, que ya estamos a mano. Curvo la espalda. Se acerca a mi oreja
mostrando los dientes. Junto las piernas para apretarme la mano. Le digo: ¿no querías
que comiera más?, puedo empezar por tu oreja, y me rio, tengo doce años. Doblo las
piernas. Después no digas que no te la buscaste, y envuelve mi oreja entera con su
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boca empapada. Raspo los pies contra la sábana. Cierro los ojos. Estiro la espalda.
Tengo sonidos. Luego me envuelve toda, es un regalo. Vibro. Me río y para callarme
me sella los labios. Lloro.
Quiero hacer memoria.
Volver a lo originario, ir por debajo de la piel.
Quiero vivir habiendo recapitulado.
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Día 12
Está barnizando la cerca de la entrada otra vez. Le digo que pensé que ya había
acabado con todos los arreglos de la casa. Me contesta que son retoques, dice algo
sobre los detalles. Hoy es 27 de mayo. El 4 de junio sale mi avión hacia Madrid.
Es domingo. Desayuno con mi cuñada. Comentamos que hermano está haciendo
arreglos, ella está orgullosa de su marido. Cuenta lo difícil que es mantener una casa.
Me pregunta si allá vivo bien, cómo es la mía. Le digo que es una habitación. No
entiende. Le explico que es un piso compartido en un departamento muy pequeño. Me
pide que se lo describa. Pienso que ya lo vio en algunas fotos que les fui mandando por
compromiso, por madre. Pero quiere que le cuente. Mientras me lo pide, empapa
cereales en leche de almendras. Bebo de mi café como para hacer tiempo, para tener
la boca ocupada, para justificar el silencio. Me clava los ojos. Que empiece. De pronto
sé que no tengo vocabulario, que mi habitación alquilada no tiene nada y que no puedo
describir algo tan vacío y ajeno. Se cruza de brazos, ¿se está ofendiendo? Empiezo a
sudar, muevo la cabeza de lado a lado como diciendo que no, y espera. Comprendo
que no es una cuestión de tiempo, que está dispuesta a esperar toda la tarde, hasta
que hable, hasta disfrutar de la descripción.
Regreso a mi infancia. Estoy en una clase de inglés. En el libro de actividades había un
dibujo de una casa por dentro. Todos los ambientes y muchos muebles y objetos dentro
de los ambientes. El ejercicio consistía en que por turnos los alumnos eligiéramos un
lugar donde esconderíamos un anillo. La profesora y los demás niños debían ir
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preguntando si estaba en tal lado hasta que alguien acertara. Is it under the table? No, it
isn’t. Un ejercicio ideal para aprender preposiciones, los ambientes de la casa y los
objetos. Empiezo a decirle que tiene paredes blancas, que una tiene una ventana, y que
tengo un escritorio. Is it under the window?, pregunta ella. Sí, vamos a jugar a volver a
la infancia. Vamos a preguntar y a contestar hasta adivinar lo que pasaba. Me toca el
turno de esconder el anillo. No sé qué lugar escoger. No recuerdo una sola preposición.
Me dieron un minuto para que eligiera mentalmente un sitio. Cuando me quedo sin
habitación por describir, le explico lo que es una corrala. Pasa ese tiempo y yo sigo
teniendo la vista puesta en la casa llena de cosas y la mente en blanco, sin escondite
para el anillo. También le cuento la peculiaridad de la ropa tendida en las calles de
Madrid o en esos patios interiores, y el sonido que hacen las roldanas. Me dieron un
minuto más. La profesora comenzó a suspirar. Le digo que no sé, con esperanzas de
que entienda que no quiero jugar y de que no le importe, que pase a otro niño. Pero se
cruzó de brazos y siento que emplea toda la hora de la clase en la espera de mi lugar
elegido. Ya vamos por el mercado, como la casa es tan pequeña no daba para tanto. A
mi cuñada lo del mercado con bares al lado de las pescaderías le fascina. Finalmente
me dijo que uno cualquiera, que ya estaba bien, que empezaban a preguntar. Y
dispararon. Yo no tengo un plan. Sigo sin saber mi propio sitio. Mi cuñada me pregunta
por los barrios más turísticos, mi barrio también quedó chico. Entonces, a todo contesto
que no, it isn’t, mientras empiezo a creer que no importa no saber dónde, que a una
pregunta, en un momento determinado, yo la convertiré en mi lugar al responder que
yes, y listo. Le hablo de dos sobre todo. Uno hipster y otro más multicultural. Me
propongo no hacerlo muy al principio del juego para no arruinarlo y para que parezca
que ha merecido la pena pensarlo tanto tiempo; que mi lugar es de esos difíciles que se
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aciertan casi al final, cuando parece que nadie ganará el juego. Ahora estamos ya fuera
de la ciudad de Madrid, por la sierra, porque me pregunta por escapadas de fin de
semana, por la naturaleza. Pero después de la cuarta pregunta se hizo la hora de irnos
y la profesora dijo que ya no había tiempo, que muy bien, que muy difícil porque nadie
lo había acertado. ¿Cuál era?, preguntó, intrigadísima. ¿Cuál río?, me pregunta. Y yo
me quedo paralizada. Que cuál era, me gritó, sospechando. Ahora mismo no me
acuerdo el nombre, le digo. Y a mí no se me ocurre una mentira ni en español. Se me
ha hecho imposible elegir un lugar donde meter algo.
Le invento mi casa. Le repito que las paredes blancas. Le describo una corrala y la ropa
secándose a la sombra. Un mercado, unos barrios, un pinar. Y cuando estoy a punto de
contarlo todo, hoy, como si supiera decirlo en inglés, como si supiera hablarlo, entra
hermano. Entonces digo en ese idioma que me pidió que usara frente a ella cualquier
cosa, cualquiera, como siempre: un idioma que solo sirve para construir realidades
inventadas en lugar de acudir primero a las verdades para luego verbalizarlas. Un
trayecto contrario al habla que exige la descripción. Inverso. Del revés. Alterado. Como
vivir un recuerdo en lugar de recordar una vida.
Hoy domingo es apenas uno de los días de este viaje de vuelta.
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Día 13
Me preguntan si quiero intentar hacer empanadas argentinas con los ingredientes que
se consiguen en este país. Pienso que voy a llorar y salgo al jardín trasero para que no
me vean. Miro una ardilla, vuelvo a entrar. De pequeña me encantaban las de carne
pero las repetía. Sí, busquemos los ingredientes, digo. Las haría de humita. Humita: lo
digo así, como hacía años que no lo decía. Ni siquiera maíz ya; ni siquiera un refugio.
Subo a la habitación a buscar mis zapatillas.
Hoy es feriado, es el Día de los Caídos en guerra o el Memorial Day. Me lo dice mi
cuñada cuando descubro que nadie está yendo a trabajar. Lo cuenta con un tono de
voz ceremomial. Luego me preguntan lo de las empanadas. Es un día para rememorar.
Intento hacer memoria. Humita es choclo. Las de carne podían ser de carne picada o
cortada a cuchillo. Los caídos en guerra en el año 82 en las Malvinas lo aprendí en el
cole porque yo tenía cuatro años. Hermano nueve. Padre ya había muerto. Memoria.
Una palabra que en mi país de nacimiento tiene un sentido político. Ni olvido ni perdón.
Siempre tiene un sentido político. No puedo apropiarme de esta conmemoración hoy en
Estados Unidos con una intención privada e individual, es irresponsable de mi parte.
Pero no me funciona la escala: no sé llegar al peldaño de la sociedad si el intermedio
entre el individual y ese fue arrancado. El de la familia. Hacer memoria: pensar en qué
momento ese fue arrancado. Muere padre. No puedo recordarlo, soy un bebé. No hay
relato. Busco a madre, no está por las noches, es joven todavía. Busco a hermano, me
cuida, pero es pequeño y no sabe cocinar nada aún. Busco a madre, ya no es tan
joven, no sale, se encierra y aúlla. Busco a hermano, ya no es tan pequeño y me quita
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de encima. Busco a madre, ya se levantó de la cama, pero tiene furia y busca clavos
para crucificarme. Busco a hermano, me quiere y sus manos crustáceos me acarician y
otras veces me hacen daño, el consuelo empieza a ser confuso. Busco a madre, no me
cree nada y me medican. Busco a hermano, quiere que me internen porque dejé de
comer hace tiempo. Busco a madre, me pega. Busco a hermano, lo amo. Busco a
madre, no está. Busco a hermano: me dice que todo es mentira, que me confundo. Y un
día se va de la casa.
Hacer memoria de lo que no pasó.
El supermercado va a estar abierto a pesar del festivo. De todos modos,
decidimos dejar las empanadas para otro día.
Mi cuñada cuenta que el Memorial Day se aprovecha para hacer reuniones
familiares. Memorias familiares, aprovechemos.
Madre pasa toda la tarde en su ordenador jugando al bridge on line con unos
mexicanos. A las cinco en punto me pide que la acompañe a caminar.
Llegamos hasta la playa y volvemos por el camino de madera, es decir, por el
camino largo. Durante el paseo, ella trama un plan para que mi relación con hermano
sea buena. Teme que en un momento dado hermano y yo nos alejemos para siempre.
Que ese momento llegue con su muerte. Me dice que ella lo conoce bien, que sabe que
él se cree el centro del mundo. Que sabe lo que es hermano. Pero que me quiere
mucho, que ella lo sabe, y que ha sido siempre así, desde niños, que me cuidó cuando
ella no estaba. Me dice que solo tengo que aprender a respetarlo, a repetar la vida que
eligió, el país que eligió. Y de paso aprovecha para recomendarme que no me quede
soltera, que yo también encuentre una vida y espacios. Me cuenta, riéndose, cómo
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hace su mujer para soportarlo: cada vez que él dice algo que a ella la lastima, ella
espera unos segundos, respira hondo y levanta la mano derecha para tomar la palabra.
El gesto siempre va acompañado de una frase que empieza con la palabra honey y no
sé cómo sigue, me dice, porque yo a ella no le entiendo nada. Estoy sorprendida, llevo
varios días en esa casa y nunca vi una escena así. Se lo comento. Me dice que desde
que yo estoy nada es como en la vida cotidiana. Nada es como en la vida. Aprovecho
para sacarle el tema de la pelea del día del cumpleaños de hermano. Le digo, porque
por un instante me siento como si ya no fuera su hija, que me pareció una escena
calcada de la adolescencia. Se irrita, me pregunta que qué insinúo. Vuelvo a sentirme
su hija, era ese instante. Le repito lo del día del cumpleaños, tartamudeo esta vez. Dice
que no recuerda casi nada. Siento como si una piña seca se me cayera en la cabeza.
¿De la infancia o del día de su cumpleaños? Se queda callada. ¡Que no encuentro la
similitud!, me grita. Y agrega que esa es su relación con él, que no me meta, que ella
estaba hablándome de la mía con hermano. Le digo, liberando mi lengua los últimos
segundos que le quedan de diálogo, que ya sé, pero que de todos modos en su relación
con él yo quedo atrapada. Se ríe. Me dice que soy una hipócrita, si en pocos días me
tomo un avión, ¡¿atrapada?!, y se ríe de nuevo. Si te vas a Europa y ya no existimos.
Sé que no vas a volver a visitarnos. Voy a morirme sin volver a verte la cara. No seas
hipócrita entonces.
No existimos.
Recordar lo que no existe, permanentemente, permanentemente,
permanentemente, permanentemente. Nada es como en el recuerdo.
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En la cena, después de la segunda copa de vino californiano, mi cuñada propone un
juego: que en un papel escribamos una palabra y luego hay que leerla en voz alta y los
demás tienen que adivinar a cuál de las personas presentes se refiere. Le pide a
hermano que le traduzca a madre y dice que madre lo haga en español y que ella va a
entenderlo sin problemas. No sé si salir corriendo a buscar papel y lápiz o quedarme
quieta y callada. Hermano traduce y se entusiasma con la idea. A madre le parece
horrible el juego. Hermano se siente muy mal, cree que es como despreciarle un regalo
decir eso. Madre aprovecha y dice que regalar una caja de fresas bañadas en chocolate
es absurdo. Hermano le grita. Supongo que no recuerda cómo se puso él con el tema
del envoltorio. Amnesia. Mi cuñada no entiende porque hablan rápido. Madre le dice
que no le grite como a una niña y que cómo se nota que no tuvo un padre. Él le grita
que siempre con la misma jodida historia de la muerte y de la infancia. Que de verdad
que somos dos pesadas. Yo sigo sin decir nada aunque ya me nombraron. Madre, que
recicla peleas como hermano cartones, nos dice que a ver si de una vez por todas la
dejamos volver a Argentina. Digo que yo no me opongo a eso, me sirvo más vino y no
miro a nadie a la cara. Él le dice que es una desagradecida, con él y con su mujer. Ella
le dice que ya no lo aguanta, y que esperó mi visita para hablarlo en familia. Él dice que
esto no es hablar, y que yo no pincho ni corto. No pincho ni corto. Yo digo que no es
una familia. Porque me parece que vale todo. Mi cuñada mira ajena, extranjera. Madre
se pone de pie para abandonar la isla. Pienso que hermano escribiría en el papel flaca
esquelética. ¿Por qué no te venís conmigo?, me pregunta madre de pie, sin muebles
alrededor, como flotando, un poco astronauta ella también. Madre, yo a Argentina no
vuelvo, aclaro. Madre satélite. Entonces andate también de esta casa, me dice, y
abandona la cocina al instante. Hermano me pide que no le haga caso,
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desautorizándola; besa a su esposa, ella sonríe y extiende la copa para brindar, como
si nos perdonara.
Mi cuñada se va a dormir. Hermano está a punto de hacerlo pero me atevo a pedirle
que no se vaya, que se quede, que le quiero decir algo. Me quedan pocos días. Le digo
que me parece que no estuvo bien lo que hicimos en la infancia. O en la adolescencia.
¿Qué cosa? No puedo responderle. ¿Qué cosa? No sé cómo se llama. Última vez te lo
pregunto: ¿qué cosa? No sé ni una palabra, me he quedado sin idioma, sin lengua.
Suspira. Me dice que basta, que ya está bien, que ya somos adultos, que no vuelva a
esas ideas, me da un beso en la frente como un anciano a su esposa jubilada y sube
las escaleras. Que siempre fui yo la que lo buscaba. Lo grita. Y además grita que me
calme. Yo estoy de pie en la puerta de su primera casa tras independizarse. Lo
amenazo con romperle todo. Me sujeta por los brazos para no dejarme pasar. Me
sacudo como en un anzuelo. Me aprieta más y me agita, cierro los ojos para no
marearme, me estallan las venas y la cabeza construye un terremoto, ¿querés que te
cuente yo cómo fue?, te metías desnuda en mi cama y yo te tenía que sacar a patadas,
o en la ducha, mamá lo sabe, le conté todo. Y otra gran parte la vio con sus propios
ojos. Sigue hablando pero de a poco dejo de escuchar lo que dice, la presión de la
sangre de los brazos me encapsula los oídos, se me hacen dos caracoles donde tengo
orejas.
No sé mi lengua materna. Desaparece el habla, amordazada. Me convierto en un lápiz
al que le sacaron tanta punta que por diminuto duele escribir con eso; duele, y los
dedos resignados de palabras no logran sujetarlo.
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Día 14
Tenemos que recuperar el tiempo perdido por las festividades de ayer. Reponer lo que
se ha acabado, conseguir lo que no tenemos.
Vamos a Walgreens a buscar codeine para mi tos. Vamos a AT&T a cambiar el
plan del móvil de madre. Vamos al supermercado a por más vino y comida. En el patio
del centro comercial nos sentamos a devorar un almuerzo. Vamos a MacStore porque
necesito un cargador original para mi nuevo ordenador usado (el que me dio el friqui
con el mac no funciona). No compro ninguno porque me parecen caros. Vamos a MYO
(pure frozen yogurt) a tomar el postre, nos cobran por peso. Todo esto lo hacemos
madre y yo a solas. Hermano y su mujer trabajan.
A las seis de la tarde vamos a la residencia de mayores donde vive Margaret. Hemos
quedado para cenar con ella. Yo llevo puesta una falda vaquera, medias verdes y unas
botas de madre. Mi cuñada obligó a hermano a ponerse camisa de mangas largas y
zapatos. Dice que no podemos ir en zapatillas.
Mientras esperamos mesa para cuatro en el salón comedor, hermano le señala a
mi cuñada, con un gesto de cabeza, el cuerpo de madre. Está en chándal y en
zapatillas de cuero blancas. Mi cuñada se ríe y le dice a hermano algo en el oído.
Hermano. Margaret y madre se acarician las manos, es el lenguaje que comparten.
Mano. Hermano se ríe y sus labios buscan la oreja de su mujer, se mueven en inglés
para formar algo que hace que ella se tape la boca y sujete una risa estruendo.
Hermano. La mano derecha de Margaret está sobre la derecha de madre. Mano.
Hermano le acaricia el pelo rubio. Ella se destapa la boca y se quedan mirando.
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Hermano. La mano izquierda de Margaret está debajo de la derecha de madre. Un
sándwich de mano con manos, pan con panes. Mano. Se dan un beso suave y dejan de
mirarse. Vuelven a mirar las zapatillas blancas. Hermano. La otra mano de madre
cuelga y tiembla un poco. El anillo está en el sándwich, como en un roscón de Reyes.
Mano. Ella sacude la cabeza en un gesto de negación al tiempo que se muerde el labio
inferior que está tenso por el efecto de una sonrisa. Él le pasa el brazo derecho por
encima de los hombros. Hermano. El dorso de la mano izquierda de Margaret mira al
suelo, entonces, palma con palma. Mano. Ella reclina su cabeza en el hombro derecho
de hermano, suelta los labios, ya no hace falta el gesto, la emoción descansa.
Hermano. En la mano derecha de Margaret, cuyo dorso mira al techo, su anillo. Mano.
Un camarero viene a decirnos cuál es nuestra mesa. Hermano y yo dejamos de reírnos
del pelo violeta de la amiga de madre porque si alguna se da cuenta, como mínimo, nos
quedamos sin postre. Nos sentamos a la mesa preocupándonos de quedar uno
enfrente del otro, así nos mandamos mejor las señas. Cuando a la amiga de madre se
le queda algo de hoja verde de la ensalada entre los dientes, hermano me patea la tibia.
Yo me muerdo el labio de abajo, tenso en una sonrisa, y lo miro, puedo sostener esa
mirada hasta la fresa del postre. Luego ya relajo los labios. Descansa el gesto en la
certeza de que nos reencontramos en el próximo movimiento de cualquiera de las dos,
en la certeza de que el rictus habita en los glóbulos, en las plaquetas. Hermanos de
sangre. Yo quedo sentada junto a Margaret, enfrente de mí un sexto plato vacío, a mi
izquierda nada, a la derecha de Margaret su hija, que enfrente tiene a su marido.
Ceno salmón con espinacas. Alrededor de nuestra mesa se organizan otras que
reúnen, por lo menos, a un anciano con parte de su familia. Suenan conversaciones
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ajenas de fondo. Cada tanto intento decirle algo a Margaret, pero no me entiende. Su
hija me explica que del oído izquierdo quedó completamente sorda. Lo hace por mí,
para que no piense que es culpa de mi inglés principiante.
Lo hace por mí. Nadie dice: siéntate a su derecha así puedes hablarle.
Regresamos a la casa bordeando el océano para que yo pueda ver las luces de los
barcos de Cannery Row. Sigo siendo la mujer que viaja en el asiento de atrás del
coche. La niña que sacan de paseo. Los pies me cuelgan. Menguo. Y yo, niña, muy
pequeña muy pequeña, siquiera me doy cuenta de cuándo sucede la regresión, este
regreso.
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Día 15
Después del desayuno pasamos el día en el garaje separando en cajas y bolsas los
trastos que, sobre todo, eran de padre.
Madre llevó varias cosas de su marido cuando hizo la mudanza. Porque creyó que
a su hijo le servirían, o porque le servía a ella creer eso, de excusa para no tirarlas.
Ahora que estoy me proponen aprovechar para ordenar y ver si quiero algo. Todavía
me pregunto cómo era padre. Vi una foto en la que parece un hippie. Sé que trabajaba
en una empresa de transportes, desconozco si le gustaba. Hay una foto de los dos
cuando todavía eran jóvenes. Madre era igual de bajita y fea. Tampoco parece muy
joven aunque entonces tenía que serlo. En otra posan los tres, con hermano, en el
frente de la casa de la infancia, y hay un perro. Les pregunto de quién era esa mascota.
Me dicen que no lo saben, que no era nuestra, que justo pasaba por allí caminando. O
de un vecino. No se acuerdan. No recuerdan. Madre tira la foto dentro de una de las
bolsas. La cojo cuando nadie me ve y me la guardo en el bolsillo. Hay libros y
herramientas oxidadas. Le pregunto a hermano si se puede abrir el garaje y poner todo
a la venta. No me responde.
Vamos al Ejército de Salvación a dejar las cajas y las bolsas que hemos llenado. Madre
no viene con nosotros porque no cabe en el coche. Tan pequeña. Nos despide en la
puerta como si nos fuéramos de viaje. Sacude su mano de parkinson con los dedos
bien juntos. Por las porciones de uñas que asoman de sus yemas se trasluce el color
mora.
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A hermano le da hambre y piensa que es mejor aprovechar que estamos en el
centro para comer algo. Compramos unos tacos de alcachofas. Comemos andando por
la calle. Puedo predecirlo: el feroz enojo de madre cuando sepa que ya comimos. Le
sugiero que le envíe un mensaje y se lo diga, me dice que no, que se aguante, que es
una niña pequeña. Tan pequeña.
Las tardes transcurren en Monterey muy lentamente. Lo cotidiano ahora es esperar mi
vuelo de vuelta. A veces pienso que esperar es esperar a ayer, un imposible, como si
se dijera recordar hacia mañana. Una pesadilla. ¿Qué pasa con el tiempo? Día 15.
Nada, no pasa nada. Tal vez no pasó nunca nada. Recordar sin pasado. Vivir sin un
presente distinto a lo anterior. De pronto hoy todo me parece una copia de la copia. Una
repetición permanente. Esta rutina de hambre, comidas y comida sin hambre. Esta
lengua seca, autónoma de lo que se consume, que se va durmiendo. Una lengua natal
de muerte; una lengua madre de huérfanos. Madre. A quince días de lo mismo de
siempre, a cuatro de no sé, y no sé si acierto al no saber, y no sé si sospecho. Es un
tiempo trampa, un tiempo que se repliega y nos envuelve. Da igual qué actividad haga o
hagamos esta tarde, puede que ya no haya acontecimientos, que todos los que hubo ya
hayan pasado y que todos los que habría ya no tengan lugar. Puede ser que toda la
verdad fuera mentira, pero lo que no pudimos fue mentir de verdad. Ahora es la tarde,
el sol va a esconderse y probablemente me vea obligada a acompañarlo en su
descenso. The sun is under the sea. Pero no todavía. Y cuando madre se dé cuenta de
que ya se está haciendo esa hora, vendrá a mí y me pedirá que la acompañe para verlo
con sus propios ojos, y cuando lo estemos viendo, hundirse como cada tarde, con la
única preposición que el sol sabe a esa hora, madre me pedirá que elija otra y que elija
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otro lugar del mundo para esconderlo. Y a mí no se me va a ocurrir ninguno. Porque me
va a parecer que es evidente que no hay más opciones, cuando la realidad sea que no
tengo más vocabulario. Pero ella va a inventar escondites y yo la miraré como se mira a
una madre, es decir, con muchísimas ganas de juntar la cabeza con las rodillas, y le
pediré disculpas. Por ser torpe, por ser ínfima, por ser mujer, por ser su hija. A esa hora
del día en la que el sol ya se ha ido y garantiza que nada cambie.
Voy a hacer tiempo para acabar acorralada.
Cenamos arroz con verduras al wok. Cocina mi cuñada, le sale avinagrado. Es un alivio
que la cena sea a las seis de la tarde y un milagro que siempre sea capaz de comer a
esa hora. Sin embargo, estoy muy flaca y pequeña. Casi nada ya. Un bebé apenas.
Lápiz en astilla. Hija.
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Día 16
Madre y yo vamos al centro de Monterey a comprar frutas y verduras en Trader Joe’s.
El día de la marmota. El día de la madremota. Madre-mora. Madre me pregunta si estoy
contenta de volver por fin el domingo a mi casa, o si me gustaría quedarme más tiempo.
No le contesto. Le pregunto yo si estos días conmigo los ha disfrutado. Ya no sé de
dónde me salen las preguntas. Me dice que sí. Y vuelve a investigar ella: quiere saber
cómo me sentí al volver a verlos. No me sé la respuesta. Como el ejercicio de esconder
el anillo. No me sé la versión, ¿es eso? Tal vez es que el anillo no podía estar ni debajo
de la mesa, ni dentro de un tuper, ni sobre la cama, ni junto a la nevera. El anillo estaba
en los dedos. Es eso, va a ser eso. Buscar donde no hay. Como hicieron mis pobres
compañeros de la clase de inglés durante esos cortos minutos que jugué a hacer
trampa y perdí. Buscar lo que ni siquiera está escondido y así todo no encontrarlo,
¡increíble!, y así todo no encontrarlo. Le pregunto si realmente no está bien viviendo con
hermano. Creo que ella tampoco se sabe la respuesta. Hablamos de manzanas. Me
pregunta qué clase de manzana quiero y me las señala. Hay demasiados tipos
diferentes. No me sé la opción. No sé nada, pequeña, lápizniña.
No sé qué más hacemos hoy. Supongo que lo mismo de siempre: rodear la isla,
cocinar, comer, ir al baño de fresas. Hoy es un día al que se le va sacando punta hasta
romperlo. Ya no sirve. Hoy es un día cero. Esta trampa de detener el tiempo, que no
para. Lápiznada.
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Día 17
Viernes primero de mes. Nos levantamos. Antepenúltimo desayuno en esta cocina. A
las once acompaño a madre al dentista. Tienen que extraerle una muela y es muy
importante para hermano que quien se lo haga sea el dentista de toda la vida de su
mujer. Aunque quede lejos y vayamos en autobús porque ninguno nos deja un coche.
Mi cuñada ha sabido conseguirle a madre un hueco en la apretada agenda del mejor
odontólogo de la ciudad. Madre está infantilmente agradecida. La atienden en cuanto
llegamos, yo me quedo en la sala de espera hojeando revistas.
Dos horas después, mi cuñada se escapa del trabajo y nos pasa a buscar para
llevarnos de vuelta a casa. Pero madre todavía no ha salido del consultorio. Ella se
molesta. Que cómo pueden tardar tanto. Pienso que menos mal que es el dentista de
toda la vida, en el que confía y el que le merece tanta fidelidad. Maltrata a la secretaria
y dice que no tiene tiempo para esperar. Nunca la había visto así. Rendida, me dice que
tiene que volver a su trabajo, que lo siente mucho, que no puede esperarla más. Le
digo que no se preocupe, que regresaremos en autobús, como vinimos. Resopla, me
pide disculpas, y suelta una útlima gota de rabia a la secretaria. Sale y siento
vergüenza. Y espero a madre como una niña que se queda sola en la sala de espera y
se angustia, y las piernas le cuelgan y las secretarias le regalan caramelos. Madre sale
del consultorio y me pregunta por su nuera, dice que le escuchó la voz. Le digo que se
tuvo que ir porque no podía esperar, que nos volvemos en autobús. Madre maldice,
pero apenas se le entiende porque está como desfiguarda.
Salimos. Me propone que volvamos caminando hasta la casa, que es un lindo
paseo. La veo frágil y ensangrentada. Tiene los dientes manchados de rojo y gasas que
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le ponen la cara como una piñata. Le acaricio la espalda para protegerla. Me
sobrepongo a mi infancia. Quiero que mi mano le alcance.
Pasamos por la librería Old Capitol Books de camino a la casa, en el mismo centro de
Monterey. Miro un libro de la historia del jazz en fotos, solo porque la manera en que
estaba exhibido invitaba a hojearlo. Madre se impacienta como una niña, dice que nos
vayamos, que no sabemos leer en inglés. Le digo que espere. Refunfuña y coge un
libro de cocina. Lo mancha con sangre y escapamos antes de que nos descubran. La
salsa-sangre de madre.
Atravesamos Cannery Row por el camino de los restaurantes. Aceptamos todas
las muestras gratis de comida. Ella tiene sabor a sangre y está inapetente. Me como lo
mío más lo suyo en un intento de poner el cuerpo por ella. Dice que ya es la hora de
quitarse las gasas. Le digo que espere a que lleguemos por si sangra mucho. Insiste.
Pedimos permiso para pasar a un baño. Sale desinflada, sin chucherías ni confeti.
Parece un payaso que se puso la nariz roja en la boca. Triste y siniestro. Me sonríe y
como no soy una niña, no, hoy que te cuido no, hoy que sangras no, no me pongo a
llorar.
Después de una hora de caminata llegamos a la casa. Quiero que descanse, que se
enjuague la boca, que duerma una siesta, que tome un helado que ayude a cicatrizar.
Me parece que la tarde puede hacerse eterna. Me encierro en el baño de las fresas. Me
echo a llorar y me desnudo. Apoyo mi cuerpo en el papel de las paredes. De frente y de
espaldas, la cara y la cabeza. Me lo miro en el espejo, intento darle un sentido a todo
esto. Pero no alcanzo más que minutos de confusión. Desnuda y con fresas. Madre
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sangrando arriba. Siento rabia e impotencia. Estoy sola. Ahora queda asumirlo y
soportar. Ser una mujer que llora y que sabe dejarse las uñas manchadas de sangre,
aun cuando es el día que le toca sangrar a otra. Un auténtico homenaje al pasado.
Mientras madre duerme la siesta voy a la playa. Lo dejo dicho en una nota. No me llevo
más que la cámara de fotos. En la orilla hay turistas niños jugando. El sol quema
mucho, espero estar protegiéndome lo suficiente con las gafas y el sombrero.
Llego. Ya están todos en casa, dicen que esperándome para salir a pasear. Madre
se encuentra mejor y mi cuñada lavó culpas. Aunque tal vez ya sea tarde para el paseo,
agrega hermano. Propongo hacer lo que quieran. Siento que la cara me explota, ahora
soy yo la piñata. El día que le tocaba a otra. Les pregunto: sí, estoy muy roja. Que vaya
al baño a verme. Cada mejilla es una fresa. Puedo apoyarme en la pared y camuflarme.
Jugar toda la tarde a que me encuentren y que nunca me encuentren. Ser el anillo.
Madre me pone paños de agua fría y vinagre. Yo estoy tumbada y ella se inclina
sobre mí. Hay calma en su labor. La miro desde abajo, indefensa. Es como si aquel
momento en el que sangraba inflamada y roja hubiera sido hace millones de años,
como si mi mano en su espalda no perteneciera a esta era geológica.
Cenamos a tiempo para salir a ver el atardecer en el mar. Corro las curvas de Pacific
Grove y llego antes de que el sol se hunda. En el cielo encuentro todo el espectro de
colores relativos al mar. El océano está plateado. Por minutos se sostiene este estado
de la naturaleza. Justo encima de mí, pero solo justo encima, el cielo ya está azul y hay
una estrella. En un ángulo más cerrado respecto de la tierra, el cielo es celeste. Y
después de ese claro siguen los colores: verdoso, amarillo, naranja, rosa, rojo. Ni
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siquiera hace frío ya. Ni siquiera mover los dedos ya. Como si el viaje fuera un viento
que despeja el cielo de mano y de hermano. Ni siquiera el recuerdo, ni siquiera la vida.
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Día 18
Amanezco. La mañana se hace larga. Recoloco algunas cosas en la maleta y limpio un
poco la habitación. Madre me ofrece de almuerzo tacos que sobraron de la cena de
anoche. Más tarde haremos una comida formal en familia. Es mi último fin de semana
en esta casa.
Comemos formalmente pollo. Mañana es mi último día en casa de hermano. Por la
noche sale mi avión. Hermano dice que no vamos a caber los cuatro más mi equipaje
en un solo coche, y que dos contamina mucho, que todos al aeropuerto mejor no. Mi
cuñada pide traducción. Sucede. Madre agrega: yo voy sí o sí. Mi cuñada eso lo
entiende y no dice nada más. A cambio, promete cocinar hoy. Ya no me parece
increíble que todas las conversaciones acaben en los preparativos de una comida.
Por la tarde miro películas. Aún estoy roja, quemada, afuera el sol arde, no saldré de
esta casa. Miro THX 1138 de George Lucas porque fue filmada en las estaciones del
tren de San Francisco, me explica hermano recomendándomela. O imponiéndomela.
Miro Wild Strawberries de Bergman porque es la que está a mano en el estante de las
películas. Es como homenajear al baño que me acogió dieciocho días.
Me voy despidiendo de a poco, del baño, de la isla, de los pinos y eucaliptos. Me alivio.
De pronto todo el mundo me parece que se reduce a Estados Unidos y ese horror me
alivia. Que las casas son así en todas partes. Que nadie habla otro idioma que no sea
el inglés y que yo, sobre todo, que yo sobre todo, no tengo español y no tengo pasado.
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Que nací ayer, que nací hoy. Que esta es la casa de madre también. Me alivia el jarabe
para la tos, me alivian las compras hechas. Me alivia hasta el sol. Y si soy niña me
alivia la madre, y si soy lápiz me alivia escribir. Me alivia ser deforme solo cuando estoy
de pie, ser flaca solo si estoy desnuda. Me alivia la crema en la piel roja. Me alivia el
cine. Me alivia, de pronto, que nadie planee nada. No volver a ver a Kasey ni a
Margaret para despedirme, y que nadie lo sugiera. Y no tener voz, y no curarme, y no
tomar el jarabe, y quedar muda, y quedar sin inglés, y quedar sin habla, y quedar sin
lengua materna, y quedar sin madre, y quedar sin hermano, también, me calma. Como
una mano tendida que tranquiliza.
Hermano viene al sofá conmigo. Comemos patatas. Anteúltima tarde. Anteúltima
escena. Ya no hay nada que perder, no hay tiempo. Es hoy o nunca. Lo miro. Me mira.
Le sonrío. Se acerca. Me inclino. Calca sus manos en mis nalgas, comienzan los jaleos,
la boca que envuelve una oreja se parece a un agnoloti. Funciona. Los grifos funcionan,
la estufa funciona, la chimenea funciona. Madre nos oye y viene a ver qué pasa: nada,
me está molestando, empezó ella, ¡mentira!, fuiste vos, basta, nena, fuiste vos, ¡la
terminan los dos de una vez!, pero fue él, mamá, no me importa, ¡los dos!, fuiste vos,
nena, como siempre, estás loca, dejame en paz, ¡loca!, si yo no te hice nada, ¡me
chupaste una oreja!, vos me tocaste primero, yo ni te toqué, claro, él nunca me toca,
¿no? ¡Basta! ¿Cuántos años tienen? Me coge de un brazo y me saca del sillón,
soltame, mamá, soltame, grito, lloro, me resisto y para anclarme al suelo me vuelco
hacia abajo, quiebro las rodillas, mi peso quiere hacerme caer, pero madre me sostiene,
fuerte, es él, siempre me decís a mí pero es él, ¡basta!, lo grita casi más fuerte que el
anterior y con la mano que todavía tiene libre me agarra de los pelos y aumenta la
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distancia entre mi cara y el suelo, y yo veo una estrella de dolor, solo una, que está
justo encima de mí, en una parte del cielo muy azul, y lloro y me suelta pero da el golpe
final, una bofetada que me desarma la expresión, y hermano ríe y yo lanzo un alarido
de bestia fiera y en un ángulo más cerrado el cielo todavía está celeste y está madre,
entonces sé que tengo que huir y salgo corriendo las curvas de la casa para llegar a
tiempo a mi cuarto, a mi cama, donde sé que la escena no tiene marcha atrás, que
acabo hasta sangrando a veces, y aunque después me lave bien las manos, queda un
residuo de sangre en las uñas, en esa línea entre la yema y la contracara de la uña
despitada y teñida ahora por detrás, uñas-mora, y aunque me chupe los dedos antes y
después de lavarlos, esa sangre nunca acaba de salir del todo, luego hago pis y me
escuecen las heridas y necesito que me las laman para curarlas para siempre, pero sé
que nadie jamás lo haría, es cierto, en esos momentos, después del estallido, yo sé que
nadie jamás lo haría, y me escuchan llorar y no hacen nada, y es cuando sé que todo
está acabando, cuando siento que si no es hoy, mañana a más tardar tiene que ser el
último día, el día en que yo ya no desee desposeer este cuerpo y conseguir otro, y otro
hermano, y otra madre, y otra casa, simplemente porque ya lo he alcanzado, ese día,
mañana.
El día del alivio final.
Mañana cuando se haga la hora de ir al aeropuerto me despediré de mi cuñada, que va
a quedarse en la casa para contribuir al plan ecológico de hermano. Nos subiremos los
tres al coche. Pararemos en San Leandro a buscar en la casa del tipo que me vendió el
mac un cargador original pero usado. Hermano lo arregló todo porque entiende.
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Algunos minutos más tarde llegaremos al aeropuerto. Descargaremos mi equipaje del
coche. Madre estará conmovida.
Me alivia tanto que sea mañana, que en este momento me confundo y pienso que estoy
a menos de veinticuatro horas del alivio final. Todavía ni tengo memoria para saber que
eso nunca fue así. Que no es mañana, que es hoy. Que al último día nunca se llega.
Que a esto le sigue vivir.
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SEGUNDA PARTE (O SEGUNDA VERSIÓN)
En el idioma extranjero, las palabras no tienen infancia. La lengua de mi madre, Emine Sevgi Ozdamar
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; todo parece volver, como si no hubiese otra dirección, esta la única, a contracorriente,
aunque todavía no lo sospeche, aunque crea que un ascensor descendiendo es una
manera de avanzar, de ir hacia delante, de estar más cerca de la llegada; me hablan,
me acerco, es uno, luego son dos, una mujer llora, tres más padecen, tengo miedo, sí, y
mi pasaporte es imperfecto, no sé la respuesta, probablemente no trabajo, no estoy
apta para tal cosa y haya papeles que lo digan, en cambio la gente come y yo me
agoto, me duermo, y cuando me quito equipaje de encima es para pasar la prueba de
limpieza, las manos en alto, el escáner y cuerpo, entonces las formas geométricas, el
mundo organizado, la familia con urgencias: cosas de hoy, y la azafata se olvida de mi
boca, muerdo la sequía hasta que llego a tierra y ya no hay formas, hay cuerpos: madre
y hermano, como antes pero más viejos, más otros, menos ellos, y aún no sé, aún no
acierto; no será sino muy de a poco cuando vaya sabiendo que la historia está de
vuelta, en un espacio que no avanza, que no hay mañana, que no llegará el día final
sino solo la posibilidad de repetir algo hasta el cansancio, y no sabremos nunca si la
vida y la memoria saben a cuál le toca antes; es hoy o nunca, hoy y parar nunca, hoy y
para siempre; y entonces viene ahora, por primera vez, como una de las poquísimas
cosas que pueden pasar por primera vez, viene aquí, a este tiempo y espacio
indeterminado, la pregunta sobre la trampa del tiempo: cómo podía yo saberlo, ser
capaz de saber el día 1, qué era o no era acertar, recordar el futuro, cómo podía, ni
sospechar, saber lo que aún no presentía, cómo podía, si es día 1, no, no puedo
saberlo, no puedo saber el día 1 que todavía no presiento que llegar es volver, ¡es día
1!, no estoy en el futuro, no puedo saber que recordar no es hacia atrás, no, no se
puede saber el día 1 que cuando llegue el 18, por recordar lo que es futuro al final no
habrá memoria, cómo, cómo pude yo haber sospechado que en el reencuentro no
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había logro si el aeropuerto se me había hecho un mundo, si entré vencida porque
interrogaron mi flaqueza, mi flacura, y yo inventando palabras extranjeras que ni
siquiera sé cómo sonarían si fueran correctas porque lo que nunca se aprende es el
matiz de la lengua, pero un segundo idioma te garantiza el futuro, eso nos decían, que
con el inglés nos salvábamos todos nos dijeron durante la infancia o la adolescencia, en
la década del noventa, sí, que el inglés nos salvaría, ¿y dónde se supone que hay que
esconder la lengua madre en una tierra, en una cueva, donde no se habla esa lengua ni
ninguna, donde no se habla porque habla la oscuridad extranjera?, pero esta vez, por
favor, intenten pensar preposiciones diferentes, nos decían, no usemos siempre las
mismas, chicos, ni adentro ni sobre, a ver, otras, ¿abajo?, sí, muy bien, abajo, ¿qué
más?, encima, arriba, suficiente, ¿suficiente?, pero mejor por partes, por días: es día 1
cuando llego al aeropuerto y un rubio con un tatuaje en la muñeca se monta en
ascensor conmigo y no me habla, como si lo tuviera prohibido, como si yo también lo
tuviera prohibido, y entre él, pelo rubio, y la pregunta de mi trabajo en Madrid, ¿trabajo
en Madrid?, hay cuatro llantos de distancia, tres infantiles y uno de mujer, y eso me
suena a familia, entonces en el avión sucede algo extraño: la palabra familia, tan similar
en inglés y español, se me descompone en formas geométricas y a cada letra de la
palabra le corresponde un hueco, un espacio, de esos que se forman entre las líneas
que subdividen los círculos, o entre círculo y cuadrado, depende, porque familia, o
family, da casi igual, es también este llanto de bebé con hambre y con pañales
desechables que se sacia y quiere más, ahora quiere un chupete, luego querrá un
muñeco y más tarde que mamá le dé un beso y papá haga una gracieta, y más, todavía
más, bebé de rasgos gringos, ahí, en el cielo, en el cuadrado grande, el inmenso, el que
contiene figuras más pequeñas, el que no se subdivide pero aloja las subdivisiones y
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deja parte de esa palabra en tierra, una parte de la palabra a la que le corresponden
pequeñas porciones de la sub sub sub infinitas veces porción de la subdivisión que veo
por la ventanilla, sí, absolutamente preestablecido, porque la azafata calentó tres veces
el biberón y no hubo manera de que fuera suficiente, y yo sudaba y pregunté si me
podía cambiar de asiento y me dijeron que no, y pedí agua pero se olvidaron de
alcanzármela, es verdad, es verdad que cuando sientes el alivio te olvidas hasta de la
sed, entonces en San Francisco, en tierra y en familia, sin tierra y sin familia, pero
ignorante y sin sospechar, no acertando pero pudiendo enunciar eso, sin embargo,
trampa del tiempo, todo eso acerca del giro del recuerdo, lo del agua se licuó
completamente cuando pasó algo mucho más grave, la sentencia inicial que es la final:
que el alivio no llega –iba a morirme de sed aun sin órganos se iba a secar la lengua
hasta marchitarse y desprenderse de la tierra fértil y caer desde el avión en una de las
sub sub sub divisiones cualquiera que al azar le tocara–, que la que llega soy yo pero
llego atrás, que hay algo del tiempo y del espacio alterado que ningún relato por días ni
preposición va a poder poner en orden, que hay algo del revés sin estar dado vuelta
; y el segundo día, el segundo día vino a confirmar algo mucho más aterrador que el
hecho de que las preposiciones solo pueden referirse al espacio pero nunca al tiempo,
vino y ya estaba pasando, incluso ya había pasado, había pasado en el futuro, yo ya
tenía un calcetín manchado de sangre, era la máquina, y yo lo vi claramente, como
todas las sombras que vi, que fueron yo misma extendida tras el cuerpo de hermano: vi
que sucedía en el espacio, no en el tiempo, lo dije, está dicho, basta recurrir al día 2 y
buscar esas palabras, es la versión originaria, la de la herida fundacional, se puede ver,
lo dije aunque todavía no podía estar acertando, es decir, correspondiendo con un
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resultado del futuro, ¡por supuesto que no, día 2, no hago magia, no adivino!, acertando
que las preposiciones al final serían ellas mismas una máquina para el tiempo que no
es tiempo, un espacio para la máquina que no es máquina, que es hermano, pero la
sangre de las telas se lava, la única mancha que no sale es la de la uña y la yema, la
de ese límite preciso, esa línea entre un tejido y otro, entonces lavo los calcetines, los
lavo a mano en el baño de fresas porque, poco a poco, se empieza a consolidar un
mundo de cosas comunes y cotidianas y además no me cuesta nada hacerlo, y luego
salgo a caminar con madre, es un pacto, y ahí, por primera vez, hay eucalipto y pino y
no hay elección: se parecen, podrían ser el mismo árbol, es como la versión uno y la
versión dos, o una de tiempo y otra de espacio, dos versiones idénticas con apenas un
movimiento mínimo de ángulo, pero una sola raíz, una sola matriz: la madre, la pieza
fundacional, la herida originaria, y una máquina que puede copiar la matriz para la
producción: hermano máquina, la empresa, que se llama familia, siempre es eso,
funciona, entonces viajo en el coche como en la infancia, yo pequeña, y cuando
llegamos es grande la casa y una moqueta la cubre casi toda excepto a dos ambientes
de los cuales uno, la cocina, será el principal, donde todo o casi todo ocurra, y luego
está el baño, el del empapelado, pero este sí tiene moqueta y entonces está prohibido
entrar ahí con calzado de la calle –y habrá fresas, lo supe inmediatamente, aunque no
sabía cuántas, todavía no podía contar los días posteriores, no podía saber qué era
acertar y qué no–; parece pequeña esta casa y yo en el asiento de atrás como una niña
tan pequeña, que hermano me coge por las axilas, es un juego, como a un bebé y
aplastaré hojas y ramas hasta que una me lastime pero nadie lo note y, sin embargo,
esa sangre será la de menos, la que menos daño muestre: habrá sangre en la boca y
sangre en las uñas, uñas-mora uñas-sangre, pero todavía no lo sé, es el día 2, y
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todavía no recuerdo la sangre de la adolescencia, recién ahora y muy poco a poco se
va configurando un mundo de materia, aunque sí, tal vez algo ya recuerde: un olor
desagradable y hermano despreciándome por ello, pero falta mucho, son muchos años
hacia atrás y faltan días hacia delante para recordar esa sangre, la que hermano me
huele como un perro y le desagrada, le desagrado –yo no soy como las demás chicas,
yo no gusto a hermano– y la sangre moja mi calcetín y lo lavo en el baño de fresas pero
esto es accesorio, podría no haber pasado o no haber sido contado en una versión
anterior, es irrelevante, hasta que pasa lo que cambia las cosas, lo que tuerce el tiempo
y espacio, pasa muy rápido, pasa y está pasando, pasa y ya pasó: hermano ya me ha
tocado, ha jugado conmigo, ha puesto sus manos en mi cuerpo, me ha conducido, me
ha manipulado –y me hago daño y nadie lo ve hermano máquina ya está funcionando y
la máquina de la memoria empieza por la sangre es el día 2 falta que pase todo pero tal
vez todo ya ha pasado–, pasó, y pasó tanto que es la hora en la que el sol se esconde y
madre no va a perdérselo, madre no va a olvidarlo, soy rehén de madre para sus
caminatas de anciana deportista, no va a olvidarlo aunque no pueda hacer memoria y
todo lo haya olvidado –todavía el jet lag poco a poco paso a paso– y llega la luna frente
al mar cuando hermano no es hermano, es otro, un señor extranjero con mujer y con
trabajo que habla otro idioma, todavía no sé si vamos a reconocernos, todavía no sé lo
que va a pasar, todavía no sé lo que ha pasado, hermano otro y otra cosa: máquina
monstruo, hasta reanudar la caminata, tan otro que ya no somos salvajes riendo de
fresas, tan otro que ya no: ¿pino o eucalipto?, como elegir la versión del futuro: el día 3
o el 4 o el 5, mañana o pasado y así, pero ya lo veré, ya sabré que nunca llega
mañana, que es hoy, día 2, pero está en el futuro –todo lo estoy adelantando– entonces
stop, paremos esta trampa, día 2, hoy, aquí, ahora madre descansa y luego volvemos
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andando a la casa y el sol ya no está, es de noche y ya cenamos, estoy frente a la
chimenea y mi cuñada me interroga, son preguntas básicas hasta la infancia y ahí, en
vez de aprovechar la oportunidad, no vomito, apenas un reflujo y digo lo que puedo
armar con las cinco palabras que sé, con la única conjugación que recuerdo, digo
frases estándar que se apagan cuando la alarma de incendio las quema; luego ya solo
humo, ha pasado, ya pasó, no quedan restos, tan solo dos aceitunas al fondo de la
cama que ningún pie rozará
; fue entonces cuando me enfermé, en el día 3, el día que me encontré en una carretera
yendo a la Costa Atlántica pero, sobre todo, que me reencontré con la empresa, con las
armas de hermano y yo desarmada, una empresa con jefe/empleados, y madre
absurda, siempre absurda, y los gritos y la corona y las flechas y apenas esa espina
que consigo tras haberme arrastrado por todos los bosques y campos, solo eso, mi
batalla, idéntica, la misma, antes de la idéntica, sí, incluso antes de esa, que será la del
cumpleaños, la que ya pasó, la que va a pasar: es futuro en el pasado, es el siglo XXI
en el XX y no a la inversa como sería normal al recordar, es madre y hermano –es vivir
o tener recuerdos y es imposible distinguir y no hay cuerpo ni memoria hasta que hay
ambos en jirones y entonces es pliegue repliegue acordeón de lenguas–, ¡y yo qué,
¿qué tiempo, qué espacio?!, tan natural, tan fundacional, tan tan tan atrapados, como
eso inmenso en el caracol, nosotros tres, la empresa entera toda entera en su propio
packaging, pequeña astilla y no es consuelo ni lástima, es la verdad, yo sí que me volví
ínfima cuando me fui quedando sin madera, desde este día 3, cuando precisamente
fuimos a ver los árboles más grandes del mundo, yo, la más pequeña, mientras
hermano disfrutaba de dar toda la explicación acerca de esos troncos, de leer y
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traducirnos los carteles, de contarnos lo que ya sabía porque él todo lo sabe, y lo
subrayaba: que yo era absolutamente ínfima, flaca, pero no acá o allá, era en la
totalidad del lápiz la decandencia y la pérdida, sin embargo, el síntoma ancló en la
garganta, qué casualidad, justo ahí de donde deben salir las palabras, y recuerdo,
empiezo a recordar: su novia no ha podido venir, la cabeza me estalla de felicidad, el
pelo festeja Lou Reed y el cuello la baila, madre va sentada en el asiento del copiloto,
yo en el de atrás, muy pequeña, me cuelgan las piernas aunque no me cuelguen, cada
kilómetro que avanzamos me hago más niña y hermano gigante, tanto, que de pronto
me parece que no cabe en el coche, que su cabeza que se mueve al ritmo de la música
es la copa de un árbol frondoso, que sus brazos boa y su manos crustáceo están
destrozando el volante que, sin embargo, le responde y toma la dirección que él le
indica –su novia se queda en casa, vamos los tres, yo detrás porque pequeña y cuando
creo que ya es imposible menos, todavía me encojo algo más, pero estoy feliz y el pelo
da los látigos que nos daríamos en el cuerpo porque nos odiamos porque nos amamos
porque para eso hay que poner cuero sobre cuero hasta reconocer que este incesto es
real pero no pasa– y llegamos y es Santa Cruz ya no es la Costa Atlántica y madre es
esa que hermano quiere perder de vista porque siempre tiene mujeres mejores que
nosotras para amar y un policía le dice que apague el cigarrillo y lo apaga porque qué
más le da si ya hizo lo que quería, ya le dio tiempo de fumar, y ahora tiene hambre, tal
vez todas tenemos hambre pero es él quien conduce a ese restaurante aunque sea sutil
su conducción, aunque nos parezca natural –siempre hay un tramposo que es el guía
porque es el dueño ¿de qué? ¿de la historia? ¿de la empresa? ¿de la versión? de las
mujeres que lo seguirán con miedo porque es el rey, pero para eso falta, sí, para la
corona falta aunque apenas unos minutos, mucho menos de lo que podía imaginar,
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falta casi nada, tal vez ya esté pasando, mientras tanto tiene hambre– y entonces se
come y hoy es comida india y mañana será de cualquier otra nacionalidad como si nada
y yo vomitaré todas y sentiré placer en cada vómito porque si hablar en inglés con mi
cuñada es apenas un reflujo comer con hermano es volver a los dedos en la garganta
hasta vaciar el cuerpo de rabia, vaciarlo de sentido, vaciar la boca de lengua y volver a
la mesa y que hermano siga ahí sentado y me mire, me mirara, y verle esos ojos claros
y amarlo, pero hoy no me quiere, tal vez nunca me quiere, o porque ya echa de menos
a otra o porque no reacciona a mis patadas cómplices o porque está madre, ¡porque
siempre está madre y es la infancia!, entonces todos le debemos algo a alguien y nadie
es feliz excepto hermano y las mujeres lo odiamos y lo amamos y seguimos esperando
de él algo –algo que nos libere pero al mismo tiempo nos ate y nos quedemos todas sin
dedos para desatarlo algo que nos recuerde que estamos desarmadas y nos
arrodillemos frente a sus armas porque querremos rendirnos y que nos perdone y nos
levante– y puede que todavía sea el jet lag o que esté empezando a enfermarme y
entonces los sonidos se encierran, mi lengua colapsa, y amordazada regreso y saco la
mirada del vaso de agua: soy sombra, es fiebre, estoy sudada, y los árboles más
grandes del mundo son hermano y su cuñado aunque todavía no lo sé, no puedo
saberlo, todavía es día 3 y falta, aunque todo ya pasó, aunque puede que esté
pasando, aunque nunca sea mañana
; entonces cuando me desperté el día 4 lo primero que dije, con esa voz despellejada,
fue feliz cumpleaños, y eso que siempre estaba escrito en inglés, en las tarjetas con
osos y sonidos, incluso, esas que nos regalábamos en la década del noventa en una
adolescencia meciéndose entre cosas que eran siempre importadas, lo dije en español,
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como resistiéndome a algo que ya me había contaminado, y no hubo caso, cuando el
virus entra ya no sirve lo profiláctico, lo que yo necesitaba era un tratamiento, pero, de
nuevo, el problema estaba en el tiempo y creí que habitaba el pasado, entonces busqué
cómo evitarlo, cómo prevenir lo que no solo ya ha venido sino que, ahora lo creo, ya
permanece, la enfermedad que se vuelve incurable, el tratamiento imposible, la
desgracia, pero es atrás, siempre es atrás, vamos por partes: todavía estamos a tiempo
de algunos cumplidos y tu mujer me dice qué regalarte, como si ya no existieras,
hermano, qué extrano, como si ya no existieras y sin embargo tan presente, tan futuro,
tan pasado, todo el packaging ocupado por tu existencia, si no hay nada más, si no
cabe nadie más, eres tú, el rey de la historia, y todo el resto nada, lápiznada –es que
están todos los tiempos contenidos en este espacio, y en este espacio ya no hay
tiempo: es hoy y para siempre, y si hay mañana es idéntido a ayer; y en este espacio ya
no hay espacio: eres tú entero y tan grande–, como cuando todos empezamos a
gritarnos y yo haciéndome afónica, como la regresión, como este viaje del revés que no
avanza, y me dio mucha pena verte al otro lado del vidrio, lamento haber dudado en si
descorrer esa puerta del ventanal o dejarla cerrada, entonces madre me echó esas
pupilas, pero todavía es antes, espera, todavía nada de eso ha pasado, es de día y
conozco a Margaret y es en el postre cuando aparece ese condicional, cuando me
buscarías, me encontrarías y nos querríamos, pero para eso se necesita que hubiera
tenido cuerpo, que tú hubieras tenido alma, nada de eso ha pasado, es un restaurante
francés, es Margaret rosa y su papada temblando, es la muerte y el terremoto y mi
postre comido por ti, hermano, ¡te has comido mi postre!, ya no me importa: me dan
igual todas las fresas de este mundo, y todas las frutas y los frutos: nuestra tierra era
infértil, ahora lo sabemos más que nunca, más que nada –habrá que asumirlo y
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disfrazarse de otra cosa para soportar seguir existiendo: de gringo, de rey, de flecha y
arco, de mano crustáceo, da igual, cualquier cosa nos vale, y a mí ni qué hablar, con
una gota de sudor yo me ahogo, es la espina perdida en los bosques, soy la hormiga
que después de un orgasmo es aplastada, ya no hay tierra para esta tierra–, de verdad,
ya no me importa, en verdad no tenía nada de hambre y por comida no va a ser, este
viaje sí que en eso ha sabido comportarse, pero volver al recuerdo, ir un poco más
despacio: desayunamos a solas, es su cumpleaños, trae la mesa que cojea, ¿la has
hecho tú?, y su respuesta no me vale porque él habla de otra cosa –siempre habla de
otra cosa– y me parece recordar por un instante, es una imagen de mí sentada en sus
rodillas y él enseñándome cómo se dibuja una pelota, pero no esa que vimos en la
mesa, otra, cualquier otra, mucho antes, es una escena paternal, puede que yo no
tuviera ni tres años, ahora ya no sé quién es este hermano máquina monstruo rey que
escucha jazz y está casado y su mujer tiene que decirme qué regalarle: me hago
ínfima, tal vez ya no sea ni su hermana, entonces es otro recuerdo fugaz: él y su novia
encerrados escuchando una música que yo no podía saber ni en qué idioma era, una
música que los hacía reír hasta que madre los echaba de casa indignada y yo quería
estar con ellos, con él, que me enseñara a cantarla, pero tenía edad para jugar a las
muñecas, me decía, y me tiraba una a la cara y me ponía a llorar y la novia se reía y
madre lo echaba a gritos y se moría de ganas de agarrarlo de un brazo y arrastrarlo
hasta la puerta, pero como él era inmenso, tres cabezas más que ella, entonces no se
atrevía y una vez que él se marchaba, riendo y burlándose de las que lo amábamos,
madre me cogía del brazo a mí, como para no quedarse con las ganas, y me tironeaba
hasta mi cuarto porque estaba llorando y quería silencio y le dolía la cabeza, mocosa,
que te callaras, te dije, y una vez dentro me encerraba, como para vengarse tal vez de
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él, de que existiera un hijo así, ese hermano, y pasaban tantas horas que ya no
aguantaba más el pis y aunque lloraba y gritaba y golpeaba la puerta pidiendo que me
abriera, que era urgente, que necesitaba ir al baño, ella no me abría, probablemente ni
siquiera estaba en la casa, entonces aprendí a hacer pis en la cama y nunca más pude
dejar de hacerlo ahí y cuando podía, en tu colchón, hermano, porque era mi homenaje
a tu existencia y a ese castigo desviado, y hoy es tu cumpleaños –es hoy, nunca será
mañana–, vienen tus amigos americanos, pretenden irse de la casa porque hay humo,
pero madre está en tu guerra, madre está en mi guerra, madre va a dar batalla, porque
cuando quiso herirte te escapaste cuando quiso fulminarte te fugaste y cuando quiso
perdonarte tú ya la habías perdonado antes, si eres el rey, ¡cómo no ibas a ganarnos de
mano!, a ser el manso, el que ahora nos salva la vida con dinero y confort, héroe de
todos los tiempos, hermano inmenso, el dios más grande, pero madre te grita que no es
hoy y ahí arriesga y se confunde y acierta –yo sabré faltan pocos días para que lo sepa
que tampoco es mañana que no va a culminar esta historia que lo único es la repetición
o callarse y por eso madre grita lo de siempre y no acierta pero tampoco hay error: es
eso y todo lo contrario, es esa posibilidad de que las cosas estén del revés sin estar
dadas vuelta, es esa línea del tiempo torcida, es el recuerdo que viene por delante y
choca contra la frente y justo ahí, en el momento del impacto, en la nuca estalla el
silencio– y es la infancia y tú igual que en la adolescencia afuera y yo igual que siempre
rescatándote y madre dice que es siempre, que es nunca, le da igual, ya no sabe de
tiempos, no sabemos bien si recordar es ir hacia atrás o hacia delante, pero lo
intentamos, luchamos contra esta historia que no para, que no avanza, que solo sabe
repetirse, que puede contarse en mil versiones, ¡pero hay que callarla!, en algún
momento no habrá palabras ni en inglés ni en lengua madre amordazada –el día de las
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fresas, cuando todas hayan sido comidas, verás, ya lo verás, que las mujeres te tienen
miedo, y usarás ese poder para comerte mi postre, para avergonzar a tu esposa y para
reirte de madre– y es verdad, te irás de bares y esperarás a que sea mañana y mañana
no será para ninguna, pero tú harás como si para ti existiera y entonces nos tacharás
en tu tiempo, nos dejarás sin espacio, y regresaremos al cuerpo, como podamos, como
sepamos, arrastrándonos, desmembradas
; ya es día 5 y sin embargo todavía algo del 4, algo de la discusión con madre el día de
tu cumpleaños, esa que a nadie pareció rememorarle nada, pero fue tan grande, tantos
tiempos, que no cabe en el día 4, que se hace día 5, vivir o recordar, contar desde
adelante, luego desayunamos y el jazz me pareció una música insoportable, pero
tocaba disimular, jugar a más disfraces, y tu mujer se puso el de guía turística que sabe
de ese tal Steinbeck y de historia americana y fue entonces cuando aconteció algo que
iba a anclar más adelante, que anclaría, concretamente, en boca de madre: aparecieron
las salchichas como una premonición, sin embargo, yo ya había sangrado, el día 1, los
calcetines, la máquina, la prensa humana, yo: la herida ya abierta, entonces puede que
haya habido una dirección hacia atrás también, tan atrás que llegamos a la sangre de
mi infancia, hoy es ayer pero nunca mañana: es mi cuerpo en el balcón, es mi cuerpo
en California, es mi cuerpo, siempre es mi cuerpo; es madre que no me permite, es
madre que me da órdenes, es madre, simpre es madre; es hermano que llega del baile,
es hermano que llega del bar, es hermano, siempre es hermano: es la misma historia,
otra versión, pero cada vez más callada, es un desdoblamiento hasta la mudez, es la
historia de antes y la de ahora y entonces ninguna, el silencio es madre que me obliga a
limpiar muebles hasta la mañana, es mi cuerpo la espalda con marcas, es hermano
89
durmiendo, es madre que me mira cruzada de brazos y tiene las uñas despintadas, es
mi sacrificio, es mi condena por amarlos, es hasta placer dejarme torturar por una
causa tan noble, por la fidelidad a una idea –la idea de amor y de hermana–, es mi
cuerpo, al fin, de nuevo la versión en la carne; es domingo, una mañana apacible, una
escena tranquila, una versión apta: vamos de compras y conocemos Cannery Row,
hermano parece que ahora sabe de literatura porque su esposa le cuenta leyendas
californianas, es un sitio absurdo, la gente come y compra, una idea de novela ronda
todo el paseo, pero nadie la ha leído, no parecemos ser gente que haya estudiado, a
pesar de que ahora hermano escucha jazz tal vez porque su mujer le inculca las cosas
típicas de este país, a pesar de haber ido a una escuela gratuita a tomar clases de
inglés para saber algunas preposiciones y ningún tiempo verbal, y cuando ya no
tenemos hambre, como cuando habría que rendirse y dejar las armas, probamos todas
las muestras gratis de comida, como disparar en lugar de entregarse, y nos va a salir
sangre por la boca quizá, no hoy, no mañana que no existe, pero vamos a volver a ese
lugar un día cualquiera y vamos a recordar que hay algo que nos sobra y no se arregla
con ir al baño, meterse los dedos y vomitar, no, nunca se arregla porque es para
siempre y se llama asco: asco a las heridas que no van a cicatrizar asco a sentirse
realmente mal y que sea de noche y que milagrosamente no sea en el estómago el
asco asco en la garganta asco al dolor asco a la herida y el cuerpo sin piel y ahí
escuece y es tanto el asco que me despierto de esa pesadilla con la gloria de la mano
de hermano en mi espalda y no es la infancia y no es la adolescencia es ahora es hoy y
por supuesto no es mañana es aquí hermano en California su mano en la espalda y
entonces por eso tal vez no es esta versión tal vez es otra y tengo fiebre siempre es
fiebre de asco en todas las historias
90
; hasta que empezó la semana, volvió a ser lunes, aunque a mí me daba igual, si de
todos modos no teníamos nada que hacer –rodeábamos la isla y creo que hasta hemos
caminado a su alrededor, en una dirección primero, luego en la otra, siempre
sincronizados para no chocarnos, y todas las veces chocamos, y ahora a la inversa, en
el sentido de las agujas del reloj, cuántas vueltas, las que sean, y alguien podría haber
aplaudido para marcar que se cambiaba de sentido, girar sobre el propio eje y arrancar
la marcha para el otro lado– y como era lunes fue más fácil ir al hospital y conseguir los
antibióticos aunque todo acabara mal, muy mal, y yo gritara con una garganta ajena
que era más propia que nunca, tan enferma que me sobrepongo y puedo morir ya
muerta, estar por encima de todas las posibilidades, de todas las versiones, aunque
sean la misma: madre me encuentra en el pasillo, hermano duerme al otro lado de una
de esas puertas, no duerme solo, nunca, todas lo amamos, le miento a madre y da igual
si me descubre o no me descubre, me castigará de todos modos, me castigará por lo
que haga o no haga, o por lo que haga él, da igual, es la misión de mi cuerpo en esta
casa: pagar las heridas de madre ocasionadas por hermano –seré siempre la armadura
de ambos y os amaré, os amaré eternamente, aun cuando decida irme bien lejos y
abandonaros por años, os amaré porque sois todo lo que tengo y todo lo que he
conocido– y así de herida llamaré por teléfono a una empresa privada, cualquier cosa
que haya comprado, para obtener un pasaje a una cura ficticia, un pasaje al pasado o al
futuro, a la memoria o a la vida, y lo haré sola pero lo haré por vosotros, no por mi
cuerpo sino por vosotros, hasta dormitar y no tener nada que hacer y contemplar la vida
cotidiana de una familia que no me pertenece pero ante la cual me rindo y a la que
rindo todos los tributos de esta tierra: ver cómo llegan del trabajo, cómo están frente al
91
ordenador, cómo se van a cuidar a una madre y hasta cómo comen, y entonces no lo
soporto y madre no lo soporta y por ende a la que no soporta es a mí y estalla otra
pequeña batalla, ídentica a todas las batallas que hemos librado, y pierdo porque no
hay nada más mudo de esta versión que el grito final en la noche, ese grito que no dice
nada porque hermano me calma y me dice que no deje de tomar la medicina y que si
necesito dinero me hace un giro, que un beso, y que me cuide, nada, ese grito no dice
nada cuando antes y después de su estallido hay unas palabras serenas que te
silencian y desarman, que te anulan y te postergan hasta un tiempo que nunca nunca
va a llegar
; doblar la apuesta no solo en la enfermedad y en la muerte, sino también en la vida y la
belleza: hacer turismo dos veces, ese paseo por Peeble Beach en la versión sola y en
la versión acompañada, dos versiones y en las dos hacerlo por mí, es decir, hacerlo por
nadie, ese día 7 hacerlo, sobre todo eso, hacerlo, hacerlo como la primera vez, como la
última, como se hace cuando se llama amor, como se hace cuando se llama
fraternidad, hacerlo de esa manera, hacerlo en silencio, hacerlo juntos y hacerlo
separados, hacerlo a destiempo pero encontrarnos, hacerlo a tiempo pero que sea
tarde, hacerlo también temprano por la mañana, hacerlo todos los días, hacerlo todo el
día, como cuando se llama amor, como cuando se llama fraternidad, hacerlo
mutuamente y eso siempre, siempre hacerlo y que sean dos mutuamente haciéndolo, y
todas las hormigas del mundo en la ceremonia y todas las ceremonias del mundo en las
hormigas, así en la oscuridad como en el resplandor, así en la profundidad como en la
superficie, por el brillo de las cercas, hermano; hermano lo hace por mí, esta es la
versión del plagio, la que copia las versiones anteriores, por ejemplo, le pido perdón en
92
todas las versiones pero hermano me castiga todas las veces y cuando ya estoy
gozando de cumplir la merecida condena de su castigo, porque soy mala, malísima, él
viene y me perdona, justo en ese momento donde más deseo su sanción, pero me
perdona y me seca con una toalla o me susurra consuelos o me abraza en la cama: no
lo invento, son versiones de un pasado que no invento pero que tampoco sé dónde
queda y entonces quiero no volverme loca, quiero seguir con su castigo e incluso que
me castigue más, que lo aumente, que sea más severo, que coja algo para pegarme y
que sea efectivo, que me insulte y yo a su vez castigue mi cuerpo por poseer esa
cualidad desagradable que hermano acaba de describir, por ejemplo, eres flaca y
deforme y entonces comer y vomitar y hacer que el estómago no pueda parar sus
convulsiones y cortarme el pelo de la peor manera para que se vean bien mis orejas
desproporcionadas y un cuello en erupción y cortarme también un poco la piel para no
tener nunca unas piernas lisas, para arrastrar marcas y cruces, todas las versiones son
un plagio de otras y de sí mismas, incluso esta lo es, y a pesar de eso intentaré sacar
una foto que sea única porque querré desafiar esta idea de copia y buscaré el original,
el origen de todo, porque solo hay un camino que no es hacia delante ni hacia atrás
sino en una línea no recta, hacia ese origen, hacia eso muy originario, primigenio, como
la lengua madre que se pierde en cada palabra, en cada pequeña partícula de la copia
y de la regresión, por eso hermano no me perdona y luego me perdona y lo hace por mí
y llego a Peeble Beach habiendo dejado el Cypress Point atrás y a hermano delante
aunque todavía no lo sé, todavía no puedo saber que cuando llegue a la casa él va a
estar frente a la cerca barnizándola, no, aún no puedo saberlo, todavía estoy en el
coche y conduzco con el mar a un lado y el bosque a otro, pero falta poco, tal vez estoy
solo a mil hormigueros de distancia de su cuerpo, el ciprés se irá haciendo más
93
pequeño a medida de que yo me aleje de él y hermano cada vez más grande hasta
tenerlo delante y entonces inmenso, enorme, todas las boas y crustáceos, y me dirá
que el frente de la casa es importante, que hay que pintarlo y yo le diré cosas estándar
y mientras tanto, en la versión originaria que también es en otro idioma, no diremos
nada, lengua del silencio, y caeremos al suelo y nos sumergiremos en la tierra fértil y
cuando yo acabe a él todavía le quedarán unos instantes de placer con mi cuerpo ya en
vuelo y vendrá hacia mí y será un orgasmo y diremos algo así como que las hemos
matado a todas, lo dirá él en verdad, y yo, enamorada, pensaré que habla de hormigas
pero es extranjero, es extranjera la versión, todas las versiones, y tal vez habla de
nosotras, de todas, sí, de todas esas mujeres que todavía seguimos sin saber qué
quiénes o dónde, todas las mujeres que no entendemos la lengua extranjera ni la
lengua madre ni la lengua a secas ni la madre, pero serán ellas, lengua y madre, todo lo
que tengamos, huérfanas de la posibilidad de saber por qué algo se llama hacer el
amor o por qué algo se llama fraternidad, esa clase de extranjerismo, esa clase de
idioma sin infancia –en medio de un mundo tan real que existe Carmel y es turístico y
se visita y existe Peeble Beach y es turístico y su Cypress Point también se visita–, sí,
lo hace por mí, como la venda a la momia como el inglés a mi enfermedad como el
hundimiento a los naúfragos: ¡lo hace por mí!, como todo lo que yo hice por él como
todo lo que yo hice por madre como todo lo que yo hice por mí: por merecerme ser
castigada, ¡lo hacemos y es amor!, ¡lo hacemos y es mentira!, lo hacemos para que
nunca haya pasado: volver también a Peeble Beach, mirar la noche, volver a todas
partes, regresión regresión, y el cuerpo hace lo que puede para entender que aquí es
ahora y es vivir y que recuerdo está antes o después, no sabemos, pero seguro que en
94
otra parte del cuerpo, no en las manos cuyos dedos, mientras tanto, serán los que
intenten retener algo de este instante
; ir a Carmel por segunda vez, ir en familia, y aunque encontraron el café que buscaban,
al final no buscaban el café que encontraron, para acabar cenando pasta un día que
empieza en la desconfianza de Kasey por mi lengua y que acaba en mi desconfianza
por la lengua muerta de madre, la lengua madre de muerte, es Carmel otra vez, la
familia, el plagio del plagio del plagio, todo es repetición, no se avanza sino más que de
uno en uno pero 18 veces cuando había que llegar a 19, es hoy o ayer y nunca llegará
mañana, es vuelta y vuelta, podría no acabarse nunca y sin embargo no hay palabras,
no hay relato, va a esfumarse más temprano que tarde, va a ser cero, nada, fin que no
será fin, que será solo silencio, la resignación de la lengua materna, el paso de lengua
madre a lengua muerta, pero esta vez vamos con Kasey, con madre y con mi cuñada,
recorremos galerías de arte y somos una familia paseando, hay muchísimo viento y a
mí todavía me duele la garganta, entonces comenzamos a buscar un café donde poder
tomar algo caliente y hermano quiere ir a uno en particular porque es su preferido, pero
cuando lo encuentra ya no es su preferido porque le parece caro e injusto que sea tan
caro, dice algo así como que no es una cuestión ecónomica, que poder pagarlo se
puede, pero que se aprovechan de los turistas y que no le gusta que hagan eso con él
que vive allí, hermano americano, y yo apenas escucho todo esto, apenas entiendo su
lengua que ya no es una lengua materna, apenas, pero comprendo que vamos a hacer
lo que él quiera, eso lo sé porque eso es hermano, y su voz de padre en todos los
idiomas universales hasta que dice la sentencia que es que nos vayamos a buscar
otros bares, pero todos están por cerrar porque es la tarde, es decir, empieza la hora de
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la cena en este país donde a las cinco parece que ya todo está por acabar pero nada
acaba nunca, es todo una maldita trampa, entonces nos cierran puertas en la cara y el
único destino que nos queda es volver al coche que se detendrá en el colegio
secundario al que fueron Kasey y su hermana y allí los hombres jugarán un deporte
americano y yo haré cualquier cosa, lo que pueda, con tal de no mirar el cuerpo de
Kasey ni el cuerpo de hermano porque ya no sé si deseo que existan o si deseo que
desaparezcan fundidos en el sudor del ejercicio, y compro una camiseta gris y me la
pongo y quiero que me marque los pechos que no tengo o que hermano siempre buscó
con lupa, y quiero que me miren y quiero que me vean pero lo que pasa es normal
como Carmel como una familia de turismo como cualquier cosa que pertenece al
mundo de las cosas estándares: pasa que regresamos a casa y que cocinamos y que al
hervir el agua de la comida el vapor me calienta la garganta, pasan esas cosas que
responden a los estados de la materia, pero hay un detalle, solo un pequeño detalle,
que me saca todo el tiempo del mundo de lo tangible: es el silencio de madre, porque si
madre calla, porque si madre muere entonces solo nos queda el paso de la lengua
materna a la lengua muerta –madre me habla de su muerte en una de las caminatas
que hacemos, pero para eso falta, madre está viva en el presente y en todos los
tiempos, madre es la estirpe entera, madre tierra fértil matriz de este silencio–, pero ya
sé que eso no llegará nunca, que ese día no vendrá, ya sé que falta poco para que
madre hable e, irremediablemente, nos condene a esta existencia, a esta familia, a este
linaje, a esta lengua madre que dejándonos mudas nunca será nuestra; a esta lengua
extraña, ajena
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; y el idioma universal rogando ser hablado para que no quede mi cuñada fuera de las
conversaciones, por favor, si lo estudiamos de pequeños, practicalo, una petición
absurda cuando la extranjeridad no está en Big Sur ni en Henry Miller ni en una librería
o en un desfile de modas, y menos en un museo sin cuadros en las paredes ni en un
sándwich que no sabe coincidir con una boca, sino en un verbo que ya nunca más será
acentuado, en una cerca que nunca más será barnizada, en un túnel que nunca más
tendrá su tren, en un abrazo que nunca más será el de hermano, de brazos boa a
sábana bajera, una extranjeridad que está en un cuerpo que es de antaño, tus manos
abrazando como ropa de cama, tus dedos sin crustáceos: ¡el elástico, el elástico!, ¡que
no se estire!, ya lo dije: quiero regresar a algo muy originario, eso que es materno,
natal, eso que es cuerpo y que está muy por debajo de la piel, eso que es esencial, eso
que es primario; quiero, y ya lo dije: es parte de una regresión, es también plagio;
porque, ya lo dije: porque ya es eternamente la misma historia y todas las versiones de
la historia, de esta, la de hoy, por ejemplo, día 9: Kasey nos pasa a buscar pero yo, ya
lo dije: yo soñé con hermano, y nos subimos a su coche madre y yo, y vamos hacia Big
Sur como si fuéramos hacia atrás, como si fuéramos hacia algo primario, soñar con
hermano, y una vez allí, bajarnos en una librería que tiene que ver con otro escritor de
la zona y ahora es Kasey quien nos da la lección de literatura, y no miro ningún libro, no
sabría leer en inglés ni una palabra, tampoco leo casi nada en castellano, y entonces
Kasey y nosotras dos, entre los tres, armamos como una coreografía porque es
caminar por caminar cuando no se avanza, ya lo dije: no se va a llegar al día final,
porque pasan los días, es verdad, pero es trampa también, se va a detener justo antes
de tiempo, justo antes de la posibilidad del fin, y mientras tanto, hoy, día 9, vamos a no
avanzar y vamos a enterarnos –hoy, que soñé con hermano y ya lo dije como todas las
97
cosas que ya se dijeron pero que quedan dichas y no dichas por la capacidad de decirlo
todo en la lengua madre y en la extranjera al mismo tiempo, es decir, como todas las
cosas del silencio– de que va a haber un desfile de modas en el jardín de la librería y
vamos a bromear que somos modelos, que nuestros cuerpos merecen esa categoría, y
entonces la regresión será tal que primero seré como madre y luego me achicaré hasta
la astilla, y puede que regrese tanto –hoy, que soñé con hermano y todo lo demás–,
que hasta me meta en el cuerpo de madre para nacer fea otra vez y ser como ella y ser
su hija, para anclarme a un parentezco que explique mi genética y me recuerde que soy
hermana del hombre con el que soñé hoy, que soñé con hermano, luego Kasey nos
lleva a un museo, todavía tiene mucho arte por enseñarnos, y allí veo el mar sobre
todo, los cuadros me importan bastante menos, y cuando ya nos cansamos y nos entra
hambre decidimos sentarnos a un costado de la carretera para comer unos sándwich
que preparé por la mañana y el viento es tan fuerte que me vuela las manos flacas y
necesito crustáceos para vencerlo pero tengo palillos y me da igual comer o no comer
pero siempre como y luego ya me ocupo de arreglarlo, de hecho, es cuando llegamos a
la casa cuando voy al baño y al salir está hermano en la cocina, inquieto, esperándome
porque quiere hablar conmigo y yo tiemblo por un instante y también me ilusiono, en
realidad es la ilusión de que hoy sea el día real, sea el día, el único, el que ahora que
todo lo que puede pasar ya ha pasado –en cualquiera de sus versiones o en todas a la
vez– sé que no va a llegar porque no existe, porque la calma no es el alivio final, la
calma también termina, entonces la condena es esta: estar en la historia una y otra vez
en una versión y en otra, con este detalle puesto, con este foco desplazado, con esta
pincelada borrada, con este grito callado, con esta palabra tachada, con esta verdad
agregada, con esta mentira quitada, y todo viceversa y todo de nuevo y todo nunca y
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todo igual y todo el plagio, pero el día final no, ese no, ahora sé que no aunque en el
día 9 yo todavía pudiera pensar –¿todavía pensar?, o todavía soñar, sí, eso sí, todavía
soñaba con hermano– que hermano diría eso: la clave, la palabra originaria, natal,
materna, nuestra, propia, pero no existe, y por eso todo lo contrario: por eso hermano
hablándome de la palabra extranjera, que la usara, que la estudié, que la sabía, que
integrar a mi cuñada, sí, extranjera, la pobre no entiende, ponete en su lugar, qué risa,
ponerme en su lugar, está bien: seremos extranjeros y por eso, por primera vez, tomo
conciencia de que no acentúo la última sílaba y ya está, no hay vuelta atrás, somos
huérfanos de lengua para siempre
; hasta amanecer para irnos, inventar un nuevo destino que se llame Berkeley,
pronunciarlo como una sudaca y hacer de la palabra aire, como de todas las palabras,
una magia que esté por fuera del cuerpo, por fuera de la boca, que esté en algo que no
sea carnal, en algo que sea terrorífico e insalvable, y todo el mundo nos sea ajeno y en
realidad sea ahí, precisamente ahí, donde hablemos: en el espanto, a diez minutos de
llegar puntuales, india estricta, olor a picante, hijo babosa marcando el trayecto de una
infancia que siempre deja marca, la fundacional, pecho de leche de una madre que
siempre deja herida, la fundacional, y olvidamos el olor a comida india cuando
comemos chino y olvidamos el olor a comida china cuando comemos mexicano y es un
juego, es un bendito juego estar comiendo a cada rato, pero ya ni te quejas, ya ni te
importa, ya ni te enfermas, todo el síntoma está en la garganta, llevas la gestión de tus
vómitos como Kasey la de la reforma de su casa, es realmente extraordinario, es el día
de la excursión a Berkeley, viajo en el asiento de atrás como de costumbre, las piernas
me cuelgan porque soy pequeña, pero al ser Kasey y no madre quien viene de copiloto,
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no me encojo tanto, y llegamos a destino diez minutos más tarde de lo pactado y la
india que nos esperaba se enfurece como si viniera de una cultura de la puntualidad,
sus senos son gigantes y están cargados de leche, su hijo es un insecto que se abre
camino entre las migas del almuerzo, y salen de la casa llevándose sus fluidos aunque
dejándonos gotas imperceptibles que cayeron en la agonía de la espera, y como
nosotros tampoco parecemos tener tiempo salimos tras ellos y vamos a Telegraph
Avenue a comer en un restaurante chino cosas de goma gris y vapores opacos que no
me permiten vislumbrar bien un recuerdo, toda la memoria parece envuelta en humos
de ese tono, pero algo se asoma y es una imagen que se me viene a la cabeza justo en
ese momento en que la gota que se desprende de los bigotes de Kasey cae sobre la
pantalla de su móvil, ni un segundo antes ni uno después, sino en el preciso momento
del impacto de la gota en la pantalla cuando entre el vapor veo que de la frente de
hermano se desprende una gota de sudor y me parece una eternidad el tiempo que
pasa hasta que la gota cae sobre mi frente y estalla, Kasey dice shit y lo seca y
entonces yo veo nueve puntos que esperan ser unidos de una determinada manera
para desbloquear algo y vislumbro, por fin vislumbro, que yo tenía nueve y hermano
catorce cuando me tumbó en el suelo y se puso sobre mí y enfadado y húmedo por el
sudor de su práctica deportiva me amenazó con hacerme mucho daño porque yo me
había hecho pis en su cama, y mientras me amenazaba, su cuerpo coincidía con el
mío, frente con frente, sus ojos contra mis párpados, y la gota que cae y me recuerda
que tengo piel sobre la que impactan cosas, manos con manos a los lados del cuerpo,
las suyas sujetando las mías para que no pudiera moverme, tenemos piel, torso con
torso, quizá ombligo con ombligo y pelvis con pelvis, tenemos cuerpo y es hermano con
catorce y yo nueve y puede que esa haya sido la primera vez que hermano con
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hermana comprendí que lo único que iba a hacerme sentir viva era su enfado, que lo
único que iba a hacerme sentir piel era su sudor, que lo único que iba a darme cuerpo
eran sus fluidos, nueve puntos, solo nueve, pero infinidad de combinaciones posibles
para destrabar algo que solo sabe hacerlo el que inventó el código, y casi sin intervalo
de tiempo entre una cosa y la otra, o esa fue mi percepción, porque yo estaba
encandilada con lo que había vislumbrado, fuimos a cenar, ellos burritos y yo un taco
por no atreverme a decir nada, y cuando vi sus mandíbulas de oso supe que era el
presagio del malestar que yo iba a sentir al día siguiente, cuando amaneciera
; amanecemos en la casa no en el bosque, somos absolutamente cobardes, tal vez sí
que había osos, pero la cobardía principal está en el modo de preguntarlo, cómo, cómo
se te ocurre decirlo en español y que sea hermano el que tenga que pasar al inglés
para integrar a su cuñado, cobarde, siempre tonta ante las clases, ¡si fuiste a tantas!,
las clases extraescolares en una escuela pública de barrio, absolutamente democrático,
para que todos los niños y niñas tuviéramos futuro, para que pudiéramos leer las
tarjetas de cumpleaños, para que dejáramos de pronunciar el participio pasado de
make tal como se escribe, siempre puesto antes de la preposición in y del gigante país
China, para trabajar en una miltinacional y pasar siete entrevistas que serán parecidas
a la del aeropuerto, que harán de la persona entrevistada el ser que menos se merece
ese trabajo, excepto, solo excepto, que sea capaz de demostrar lo contrario y entonces:
se arrastre como un gusano, se revuelque como un cerdo, defeque en la calle como un
gato perdido, gire en una rueda fija como un cobayo y finalmente sea abandonado
como un perro con sarna, entonces sí, entonces hablas muy bien el inglés y te mereces
ese escritorio contra la pared blanca que solo permite ser decorada con post it
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amarillos, en esa caja, que se dice box, en medio de un salón gigante donde la ventana
que tienes más cerca te queda más lejos que el baño, muy bien, felicitaciones,
esperamos que dures aquí mucho tiempo, que sepas crecer, y que valores esta
oportunidad que te está dando la empresa, que es una gran familia, una familia en la
que de pronto hay que hablar inglés cuando no se tiene ni lengua madre, salir a
desayunar en inglés y no querer más café porque en inglés se toma demasiado, parar
en San Leandro y comprar en inglés y no entender en inglés y reír en inglés y que esa
risa sea ajena para llegar por la noche a esa madre que no se tiene y que esté
absolutamente presente y grite y se enfande y entonces sí, irse a la cama, cerrar los
ojos, tener imágenes, sentarse, desnudarse, reírse, pasarse la lengua por los labios,
acostarse, estirar las piernas, curvar la espalda, juntar las piernas y apretarse la mano,
doblar las piernas, raspar los pies contra las sábanas, vibrar, o la otra versión: hacer
memoria y volver a lo originario por debajo de la piel habiendo recapitulado, pero
todavía es la mañana, vamos por partes: vamos a desayunar al café Mediterráneo,
hermano cuida a las mujeres pero tal vez no las cuida y en la dicotomía de esa
memoria o de ese presente aparece el recuerdo del deseo de ya no tener lengua, una
mutilación que va sucediendo sola, era cuestión de tiempo, todo esta maldita historia es
cuestión de tiempo, solo que seguimos sin saber qué tiempo es ese porque ya no
sabemos conjugar en ningún idioma, somos huérfanos de lengua, pero iba a pasar, iba
a terminar pasando, el silencio llegaría de uno u otro modo: o amordazada o mutilada o
sencillamente lo extranjero avanzando sobre lo originario; iba a pasar: Kasey se sirvió
más café y nosotros observamos el plano de su casa aunque nos daba igual, sé que
hasta a hermano le daba igual, pero ahora esa es su familia y hará por ellos cualquier
cosa estándar que sea necesaria, luego salimos a caminar y las calles tienen flores y
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me parece una ciudad más donde el tiempo está detenido en una cápsula, como si no
tuviera pasado, como si nadie fuera a habitarla mañana, solo hoy, solo ahora, con
nosotros tres en sus calles y algunos insectos que aunque no vemos seguro configuran
sus andanzas justo al lado de nuestras pisadas, y cuando volvemos a entrar en la casa
yo noto, aunque no digo nada, que el olor a comida india de ayer ya se ha ido y que si
hacemos nuestra propia comida será como bautizarla, entonces les propongo cocinar
mientras ellos arreglan algunas cosas, ni la estufa ni el horno ni la ducha, pues eso
funciona perfectamente, pero sí otras, las reventadas, y armamos equipo y el wok me
sale un poco soso porque en la mochila había solo dos tipos de verdura, pero no nos
quejamos, más bien buscamos ser cordiales y lo hago porque no quiero más
premoniciones ni visiones del pasado, solo quiero este presente que me libra del
recuerdo y me libera de enterarme de algo para lo que falta poco que caiga en la
cuenta: que va a haber un día, el final, que nunca llegará, y en este presente cómodo,
tramposo, ingenuo y falso, americano en sus canteros, más americano ahí que en
ninguna otra parte, en este presente plagio plagio, copia de sus originales, vamos a San
Leandro porque necesito comprarme un ordenador portátil o al menos eso cree
hermano que necesito, porque dice que una persona no puede seguir teniendo una PC
de escritorio toda la vida, y allí nos atiende un friqui en su casa y el ordenador que me
vende no era suyo sino uno entre varios que compra repara y re-revende y su casa es
más bien un taller en una nave inmensa que está llena de cosas de electrónica y a mí
me parece que la transacción se hace más o menos rápido y que podríamos irnos
cuanto antes, pero resulta que Kasey y hermano se entusiasman con el sitio y con el
friqui y deciden que nos quedamos un rato hablando y bebiendo cervezas pero yo no
hablo porque no entiendo y no entiendo porque no me hablan, porque dan por hecho
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que no entiendo, pero no ya solo el idioma sino tampoco de informática, y no puedo
quejarme porque me estaban haciendo un favor a mí pero no puedo evitar, al mismo
tiempo, que todo me parezca una trampa y quedar sometida y relegada como siempre
quedé ante ese hermano mayor, hombre boa máquina, que todo lo podía, que todo lo
manejaba, y yo pequeña, meciendo las piernas que cuelgan aunque no cuelguen,
porque si no es la edad será el estar disfuminada, sí, la sombra, nunca mi cuerpo
entero, nunca mi cuerpo en carne, apenas una sombra, una extensión, la copia que
tendrá que agradecer ser copia porque lo hacen por ella, sí, lo hace por mí, me lleva a
San Leandro; y ya en la casa les contamos a madre y a mi cuñada cómo nos fue en
Berkeley y aunque parece que madre va a ponerse contenta, en realidad nos estaba
esperando para el ataque y dice que quiere volverse a su país y a mí me da todo igual
ya, no obstante, llego a pensar que en realidad lo que no nos perdona es haber pasado
dos días sin ella, que está celosa y que nos lo va a cobrar, y si fuese la infancia o la
adolescencia, hermano se iría a dormir y yo pagaría por ambos, probablemente
aguantando la ducha helada en la nuca o esa zapatilla de fútbol de hermano que no
necesitaba más armas en sus suelas que los tacos de fábrica, por eso abro el vino,
porque de todos modos la historia no puede cambiarse, ya es pasado, aunque lo
vayamos a beber, ya pasó, eso también ya está atrás, y nosotros aquí, encerrados, en
este hueco infierno que queda justo antes de lo que no existe, antes de ese final
inalcanzable, entonces voy a la cama y da igual si esa cama –si esa yo– está en el
pasado o en el presente, es lo mismo, es la copia, es mi cuerpo, es hermano, me meto,
cierro los ojos, estoy desnuda, son sus dedos, tengo cuerpo, tengo imágenes, soy yo y
me enfado, es recuerdo y es presente, estoy sola, me aprieto con las piernas la mano,
me acuesto de nuevo, alguien ríe pero tampoco hace gracia, ¡no!, curvo la espalda,
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tengo once años, es el día 11, no va a haber un final, va a haber una copia tras la copia,
va a haber una sucesión de versiones, todas una, extranjera, doblo las piernas, raspo
las sábanas, estiro la espalda, es mucho después de la gota que cae de su frente en mi
frente, ya pasaron años, dos años, once años, treinta años, pero da igual, ya me da
igual, por eso lo abro, porque es otro vino más, idéntico al de ayer, es la copia de la
copia, es lo mismo, estamos atrapados, vibro, lloro e insisto en que quiero volver a algo
originario, pero volver queda adelante, y adelante, ahora lo sé, aunque sea día 11 ya lo
sé, adelante no llegará, adelante no hay nada que ya no esté aquí, entre estos cuerpos
y sombras, entre esta memoria y la vida, por eso será la amnesia y será la duda y será
esta versión y todas las versiones, pero no será nunca más la lengua materna la que
hable, no será nada originario, no iremos por debajo de la piel porque ya no hay piel
pues a mí la historia se me ha despellejado
; y llega el día de recordar y que no esté hermano, llegan las paredes blancas y las
preposiciones del tiempo no del espacio, llega, todo llega, el día de la corrala
acorralada, el día del río que no digo, el día de la ropa inerte en las cuerdas, llega el día
como cualquier día de esos que sí llegan, y no cambia nada, no pasa nada, porque es
un día del pasado, un día que ocurre en el punto exacto en el que ya se ha recordado y
lo que es vida, no recuerdo, se construirá a imagen y semejanza de modelos anteriores,
y por eso hay relato para comprobarlo, llega y es domingo, y mi cuñada me pide en el
desayuno que le describa la casa ajena y vacía y ahora entiendo que lo ajeno y vacío
es la lengua aunque ya ese día sospechaba que era una cuestión de lenguaje, pero tal
vez aún no había caído en la cuenta de que la lengua es ajena y nunca los objetos o las
cosas o las casas, que la lengua es extranjera y no porque sea inglés, entonces le
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cuento dónde vivo pero en realidad no le cuento, recuerdo, es que en realidad no vivo,
recuerdo, es eso, ese día es eso, ya no es la casa, es el anillo, es el anillo presente, es
ahora, es todo el tiempo, es la maldita repetición, esa desgracia, y con el vocabulario
que tengo o que más o menos voy inventando, le cuento sobre una ciudad que me es
completamente ajena, que la uso para depositar mi cuerpo allí pero no la vivo, y si soy
capaz de decribirle barrios y mercados es porque ella me está pidiendo ese tipo de
relato, pero yo no los uso, yo no voy a esos bares, yo no paseo en esas calles, yo solo
he depositado mi existencia en un país lejano que no me echara por extranjera, es
decir, me he metido en un lugar donde los papeles me lo permiten, ese pasaporte
marcado, un lugar extranjero donde yo soy, por supuesto, extranjera –en ese lugar
como en este y en todas partes, porque soy extranjera de nacimiento como una
orfandad congénita– y si llego hasta la sierra en la descripción es casi por lo mismo que
mi cuñada llega a Cannery Row o Kasey a Big Sur: porque siempre tenemos que fingir
que somos de un lugar, que pertenecemos o algo nos pertenece, porque es parte de
una puesta en escena que no es más que esquemas de casas como el de la servilleta
de Kasey en Berkeley o como el del libro de estudios de inglés en la infancia, lugares
que se suponen propios donde cualquier persona podría esconder un anillo o hacer
reformas o contar su historia, ese tipo de pertenencia, la que a mí no me pertenece, por
eso puedo inventar cualquier vocabulario para describir dónde vivo: porque no vivo,
apenas si recuerdo
; luego es día 13 y salgo a caminar con madre, habla hasta de mi estado civil y es entre
ofensivo y sorprendente y por la noche vuelve su escena, y todos seguimos como si
nada pero madre está pidiendo a gritos algo, ¿es que acaso no la oímos?, madre habla
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en español y pide a gritos algo, pero es impactante cómo el poder y el deseo se
disparan hasta matarse, pero no morimos, es día 13, yo fui a verte a tu casa, a la
primera casa a la que te mudaste cuando te fuiste de la nuestra, fui y me maquillé antes
de ir y elegí la ropa y recé y recé para que me dejaras entrar y me escucharas y una
vez allí no me contuve y fui yo quien dejó de escuchar antes, hay algo inmenso
encerrado y lo hemos construido entre todos, es increíble que todavía no sepamos
liberarlo: es madre hablando y todos haciendo como si callara, soy yo callando y todos
haciendo como si hablara, como si hasta en inglés yo hablara, es lunes de nuevo, pero
nadie va a trabajar porque es festivo y hay que rememorar la historia: quiénes fueron
los caídos, por qué cayeron, quiénes ganaron, quiénes perdieron, sospecho algunas
repuestas si miro a hermano, si recuerdo sus armas, si visualizo todas las coronas que
le ha puesto madre, ya sea para congraciarlo o para insultarlo, da igual, él iba a salir
fortalecido en cualquier caso, hoy hay que hacer memoria y es el día 13, y yo ya no sé
si quiero eso o volver a la técnica de mover los dedos para entender que tengo manos,
luego hacemos nuevamente un paseo con madre a solas y me habla de su muerte y me
parece, cuando lo dice, que sería un acontecer sin lugar en ninguna parte, como algo
por fuera de las posibilidades de estos tiempos y espacios, madre muerta: ¿cambiaría
algo?, o puede que yo a la distancia me olvidara de que estuviera muerta, me parece
eso de pronto: que en realidad nada va a suceder nunca porque es verdad, es cierto, no
va a llegar ese día final, no hay nada que esté en el futuro, es hoy, es el día 13 y
llegaremos al 18 pero nunca al 19 porque en ese punto exacto donde acaba el 18 y
comenzaría el 19 vendrá la repetición a decirnos que no va a haber escapatoria,
crucificadas, entonces madre se hace problema por algo que no pertenece a nuestra
familia y lo hace porque pretende que seamos la familia que no fuimos pero ya es tarde,
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madre, ya es tarde, estamos organizados en otras coordenadas que no tienen nada que
ver con las de la nueva familia que te rodea, con las de la nueva familia de hermano,
coordenadas sin tiempo ni espacio, pero tú, madre, que estás perdida, vas a intentar
darme recetas para la tolerancia, instrucciones que quieres copiar de lo último que has
aprendido, y además querrás convencerme de la clase de hombre que es hermano, una
que vas a inventarte según el discurso aleatorio, totalmente random, de esta tarde, y a
mí no me interesa eso, solo quiero saber si te parece normal todo lo que pasó la noche
del cumpleaños de hermano, si no te parece un plagio de nosotros mismos, si no se te
hace idéntico e insoportable, y por qué ese miedo, por qué le tenemos tanto miedo, qué
es lo que te pasó con él y lo que te pasa, eso me encantaría saber, porque yo no puedo
darte mi versión, ya lo sé, no puedo porque nunca me permitiste pronunciarla, porque
cuando empezaba a soltar algunas palabras me golpeabas hasta dejarme un labio, por
lo menos uno, sangrando, y luego me llevaste al médico y con las pastillas lograron
callarme, no, yo no puedo contártelo, es cierto, pero me gustaría saber tu versión por si
no fuera idéntica a algunas de las partes de todas estas, tu versión por si encontrara en
ella esa zona gris que busco siempre y que no puede contarse porque para eso no hay
palabras –¿sabes de lo que hablo?, de esa zona gris donde no puedes jurar que haya
pasado algo pero sabes, al mismo tiempo, que no es cierto que no haya pasado nada,
es decir, ese gris que queda entre el metal rígido y el metal fundido, ahí hay algo, pero
no hay lengua que pueda explicarlo–, es el gris precisamente la materia de la
extranjeridad más absoluta como ahora soy yo extranjera de esta madre que está viva y
va a morirse y no nos va a cambiar nada, el gris perpetuo, de eso quería que me
hablaras: de si has percibido que en la historia, que en la memoria o en el silencio, hay
algo de lo que podamos sujetarnos, porque a mí no me dices nada, pero luego por la
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noche la esposa de hermano propone un juego y tú explotas los años pasados, lo usas
de excusa para saltar por los aires exactamente igual al día del cumpleaños de
hermano, exactamente igual que en el pasado que también es hoy y que nos copia
como burlándose, por eso te lo preguntaba: porque me parece que tú entera eres la
respuesta de algo, pero no tenemos lengua en común para descifrarte y como ya no
puedo más y faltan poco días y todavía no sé que el 19 no va a tener lugar ni espacio
entonces es a hermano a quien pregunto, ahora es a hermano, pero tampoco ahí hay
palabras, solo recuerdos que se encapsulan en caracoles y una lengua que lo intenta y
duele hablar con ella y duele callar con ella, entonces se vuelve una lengua resignada,
extranjera en todas las bocas
; esperamos mesa para sentarnos a comer en familia y yo estoy sola mientras el resto
se organiza en pares, sin embargo, se preocupan por mí, por mostrarme cosas bonitas
de un país que se ilumina con sus barcos, y ahí voy, sentada en el asiento de atrás
moviendo las piernas que se mecen con madre a mi lado y el matrimonio adelante,
porque tal vez madre ya está menguando también, le falta muy poco para ser una niña
ensangrentada, aunque aún no podemos saberlo, vamos a cenar con Margaret
después de haber tenido una tarde en compañía de madre haciendo recados absurdos
que no cambiarán en absoluto las cosas y en esta cena tengo memoria de algunas
otras pero, sobre todo, consciencia de que nunca vamos a escucharnos, y una de esas
otras sucede en la infancia, yo tengo tal vez doce años y hermano diesisiete y antes
hay una amiga de madre que tiene el pelo de color, sí, pero otra cena diferente,
posterior, una donde hay un matrimonio con cabelleras de colores reglamentarios y
hermano pide permiso para levantarse de la mesa y para levantarme a mí también,
109
como si fuera un rescate, y nos autorizan pero no por mucho rato, no sería de buena
educación, y vamos al baño, es un restaturante muy ruidoso que probablemente vende
la pizza por metro y queda en el centro de la ciudad de nuestra infancia, y en el hall de
los baños me dice que puedo entrar al de hombres, que las niñas pequeñas pueden,
que es allí adonde las llevan sus padres si tienen que acompañarlas, entonces, cuando
dice la palabra padre recuerdo haber sentido una especie de adrenalina y, por
supuesto, le hago caso y entro, porque no es ya obedecer sino que es desearlo, y ese
es el hueso del recuerdo: no puedo saber ni vislumbrar ninguna imagen de lo que
hicimos en ese baño, pero sí hincar la memoria en ese hueso que me revela que una
de las claves de la historia del pasado está en que no había órdenes ni forcejeos de
parte de hermano sino más bien un gesto, un ademán, con los que él lograba que yo lo
hiciera sola porque era lo que yo más deseaba, y si hubo fuerza de su parte fue
precisamente cuando yo ya deseando, él ya no quería, entonces la sanción, la
autoridad, el padre el hermano o la máquina, para expulsarme, para reconducirme, para
ubicarme o desubicarme, para echarme o arrojarme, para exigirme el retorno del pozo
al que yo había caído en la jugada de antes, un regreso que yo no podía enfrentar en
ningún caso porque iba a dejarme desamparada, huérfana y sin hermano –no sé si a
eso se le llama trampa o es no haber entendido las reglas del juego y por este no saber
y todos los no saberes de la historia es que puedo sentir que lo hace por mí y hoy, en el
día 14, quien lo hace por mí es nadie–, un retorno que siempre es regresión pero no a
lo originario, a lo primigenio, es regresión a la copia de ello, a la trampa, es en sí mismo
el tiempo trampa del recuerdo
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; lo de de descubrir esa mesa hecha por sus propias manos y todos los objetos en el
garaje, como jugando a un mercado de saldos, fueron cosas bastante similares,
experiencias que permitían asomar a una infancia ajena en un pasado propio que al
mismo tiempo es de todos y de nadie, entonces hoy decidimos hacer esa limpieza y es
en el garaje, cuando descubro esas fotos, que vuelvo a reencontrarme con la mesa
artasana del día de su cumpleaños y recuerdo otra cosa, ya no sentada en sus rodillas
y el aprendizaje de dibujar una pelota, que tuvo que haber sido mucho antes, sino a una
de sus novias riendo y escribiendo sobre esa madera el nombre del grupo de música
que tanto les gustaba y yo hiervo de furia y cuando salen esa noche y madre no estará
ni tampoco estará hasta que llegue la mañana, intento romper una de las cuatro patas
con un martillo y le pego tan fuerte y tantas veces que no la rompo pero sí logro
arrancarla, estoy en el garaje y recuerdo exactamente el momento en que la pata se
queda huérfana y el resto de la mesa queda coja, nadie gana, y yo me voy a dormir, si
es que duermo, con cierta paz y con cierto sabor a madera astillada en la garganta,
como las anginas perputas de este viaje y un Ejército de Salvación que no nos salva, ya
no hay nada que hacer, solo seguir esperando y aceptar estos recuerdos que
configuran la historia no solo del pasado sino de este presente, de este día a día que va
por el 15 pero que es una trampa: yo toda entera soy la que está atrapada como un
sonido como una imagen como esa familia toda que ahora trabaja en equipo para
ordenar las cosas de una mudanza, entonces uñas-mora nos despide en la puerta de la
casa y nos ve alejarnos, vamos a regalar parte de nuestra historia a un ejército –esta es
mi esperanza– que nos salve de esta amnesia, de tantos recuerdos, de una parte de la
historia que yo no vi y que tampoco nadie me ha contado y por eso mismo no es mi
historia pero su negación es exactamente lo que he heredado, así que llevamos en
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bolsas objetos que madre no pudo abandonar en su momento cuando hizo la mudanza
y ahora hermano exige que ya es tiempo de limpieza y me esperan a mí para hacerlo,
por si quiero conservar algo, y apenas guardo una foto y lo hago a escondidas como si
asumir que quiero las piezas del puzzle fuera a perjudicarme o, más humano aun, a
darme vergüenza, por eso no te pregunto esta vez por padre, pero bien podría hacerlo
porque cuando murió tenías seis años y algún recuerdo tienes de ellos y, sobre todo,
tienes que tener recuerdos del duelo de madre –en realidad es esa la pregunta: por qué
a madre nunca se le pudo preguntar por él ni por nada y qué piensas tú que pasó, que
nos pasó, en ese duelo–, el coche avanza hacia el centro de Monterey y yo, como esta
vez viajo de copiloto, no regreso a esa infancia que me recuerda que debo preguntarlo
todo porque absolutamente nada se ha explicado, luego ni siquiera quieres enviarle un
mensaje a madre para decirle que ya estamos comiendo algo en el centro y, sin
embargo, tampoco pasa nada, se va haciendo la tarde y lentamente espero, así, muy
lentamente, como esas cosas que avanzan y no avanzan, y cuanto más cerca del final
más lento se va haciendo porque aún no lo sé, pero lo sabré enseguida, el final no es
tal, es apenas una línea que se tuerce o, peor, una cámara tan lenta tan lenta, que pasa
las imágenes estiradas y en esa espera de algo que queda delante, como ese día 19
que se aguarda, ya casi ni importa el pasado, porque toda la amnesia se vuelca en
proyectar, solo que aún no sabemos que aquello que se proyecta es una copia, es una
repetición, aún no sabemos que proyectamos pasado mientras nada más pasa, solo un
poco de vinagre en la cena que igualmente será tolerada
; cambiamos de mes en un cambio de era geológica, madre-mora me pregunta si estoy
contenta por volverme a mi casa el domingo: yo no tengo casa, pienso, pero eso no se
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lo respondo, en verdad no le respondo nada, madre tampoco vive en su casa y eso
parece pesarle, pesa este nomadismo de historia, esta orfandad de lengua y este viaje
que intentaba acomodarlo pero que se ha torcido en tiempo y espacio, ahora la casa de
hermano es la de madre y no viceversa y yo ninguna, yo intemperie, y en medio de ese
diálogo imposible buscamos manzanas y me sorprende la cantidad de tipos y
variedades que hay, es muy difícil hacer una elección en este país aunque madre me
dice que cualquiera, que escoja una, y elijo la verde amarillenta, entonces me dice que
me gustaban las rojas, que decía que eran menos ácidas, mi madre me conoce y tiene
recuerdos de mí, me estremezco y suelto la manzana y manoteo una de las rojas, pero
no llega a ser roja, más bien es como rosada y a pesar de eso, me dice que está bien,
como perdonándome todo lo que jamás me ha perdonado, y con la mano donde tiene el
anillo agarra seis más de esas para aferrarse a mis faltas, a mis fallos, y antes o
después le pregunto, toda rosa yo, como Margaret, como mi cuñada, como cualquier
mujer de esta tierra, si es cierto que detesta tanto vivir en casa de hermano, si
realmente quiere volverse, y también le pregunto algo sobre mí, pero ya no me acuerdo
qué era, es una pregunta muy propia de otro tipo de hija, por eso no la recuerdo, porque
salió de una parte de mí que no hace memoria, que no tiene pasado, que no existe, una
parte que invento cuando entiendo cosas concretas como que verde no es rojo como
que seis es mayor a cinco y menor a siete como que el barniz da brillo como ¿madre
me quieres?, sobrepuesta a lo rosado, anclada a la idea de haber sido perdonada, pero
no es esa la pregunta, no es tan concreta, es más formal sin perder su condición de
estándar, es algo que está entre pedir permiso para poner un cedé de jazz al día
siguiente de una tormenta y chequear el funcionamiento de los grifos, no sé, no me
acuerdo, no sé si compramos algo más además de manzanas, supongo que vino, leche
113
de almendras y chocolate, o alguna otra estupidez que esta gente come, y luego no
hacemos nada, es el día 16 y yo creo que todo termina el 19 cuando salga mi avión,
pero todavía no sé que para el 19 no hay relato porque aunque mi avión saldrá, lo que
no llega es el final y en su lugar hay plagio, copia, repetición, como un estribillo cuya
letra no sabemos porque es en una lengua que no nos pertenece, en una lengua
extranjera muy extraña
; madre vas al dentista, madre sales deformada, es la gasa, no te asustes, te pondrás
buena muy pronto, pero sangras, madre sangra, hoy es ella, y yo soy madre porque la
cuido y si no la cuido yo sangro, entonces intentaré no ser yo la que sangre, buena
madre, madre vamos en autobús y madre dices, porque eres terca: no, vamos
andando, bueno, madre, está bien, vamos andando, en el camino veo una librería, si no
leés nunca, bueno, no sé, déjame entrar, ver no cuesta nada, es de jazz el libro, es
visual, atrae, da ganas de mirarlo, y te enfadas, eres pequeña hoy, ¿eh?, ¡vaya!, qué
chiquilina más brava, bueno, espera, ya vamos, venga, ahora, me aburro, ya, ya, un
minutito más, no, venga, ahora, que me aburro, vete a mirar un librito mientras, ya
termino, puf, resoplas, chiquilina brava, y escoges uno con fotos grandes, de platos
ricos y suculentos y te metes el dedo en la boca, como si te lo metieras en la nariz, y
luego pasas página, y manchas la hoja y vienes cabizbaja y avergonzada y me susurras
la metida de pata, vámonos, te doy la mano para irnos juntas y también para cruzar la
calle y por suerte nadie nos sigue, y como y tú no comes porque tienes gusto a sangre
yo como por ambas y haría cualquier cosa por ambas, hoy, hija mía, cualquier cosa,
eres pequeña y frágil y te amo, eres mi hija, joder, cómo no amarte, mamá, no aguanto
más la gasa, te llevo a un baño y la quitamos, no te procupes, y sales desinflada, mamá
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parezco un payaso triste y siniestro, no, hijita mía, los payasos siempre son buenos y
no debes temerles en absoluto, llegamos a casa, te hago la sopa, te acuesto en la
cama, te leo un cuento, te quedas dormida y cuando ya no me ocupo de ti me daño la
cara y cuando ya regreso dañada te sobrepones a mi dolor a tu dolor al dolor de todas
las madres y de todas las hijas de todas las eras geológicas y me pones paños porque
mi mano, pues, no, vaya, qué pena, mi mano… mi mano no alcanza, y entonces
aparece hermano, de alguna manera, no es físico, pero sé que está hermano y que soy
su hermana y ya no madre, por eso voy al baño cuando ella, que sí es madre, se
acuesta a dormir la siesta, y regreso a mi cuerpo como quien regresa a una herida de
tres, la herida triángulo, y ni siquiera por la noche, cuando madre se inclina sobre mí y
me cura solo la cara aunque también tengo otras partes del cuerpo igual o más graves,
ni siquiera en ese momento estamos solas a pesar de ser la escena más íntima con
madre desde que tengo recuerdos o desde que tengo esta amnesia extranjera de la
historia, y aunque no lo veo sé que hermano está alrededor nuestro, pero yo te miro a ti,
madre, a ti que te inclinas sobre mí para curarme las heridas que menos me duelen y lo
haces con la calma de una madre que está recompuesta de sus propias heridas, como
todas las madres moribundas que por un instante se mienten y se recuperan, así,
inclinada sobre mí, te veo a dos días de tomarme un avión y no volver a verte nunca
más en la vida porque morirás y yo no volveré antes a visitarte según tu pronóstico de
mi comportamiento hipócrita de hija huérfana, pero, madre, puede que sea mucho peor
que eso incluso: puede que no dejemos de vernos nunca la cara porque esta historia no
acabe aunque olvidemos con la amnesia nuestra y con la ajena que el día 17 dos
mujeres rotas se lamieron las heridas mientras un lobo las circundaba
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; ya queda poco, falta nada, madre dice que va sí o sí al aeropuerto y no sé si lo hace
porque me quiere o porque es madre, no sé si plantarse de esa manera es ponerse
cerca de mí o alejarse de todos, es que no sé por qué cada vez que habla está
enfadada, es que no sé si es amor o venganza, no me sé la versión de madre, pero
recuerdo hoy, día 18, a un día de irme de este viaje, recuerdo a madre con mis pelos en
sus manos y esa estrella, la que sale justo cuando cae la noche y el estado de la
naturaleza es la ira de madre contra mi cara, la misma cara que años después será
calmada con paños con vinagre, pero falta, todavía es el día de la primera estrella y en
la cara impacta la bestia que un instante después me saldrá por la boca y tras el
aturdimiento del alarido feroz quedará solo un sonido estable que será la risa de
hermano a muchos años de distancia de la estrella que saldrá en las curvas de Pacific
Grove porque falta todavía, es el día en el que la ley de la naturaleza impone un estado
de bestias aullando y el instinto les hace desgarrarse las pieles si hace falta y echar
humo por las fauces muchos años antes de que todo al fin me alivie tendida y
resignada, una calma que llega a un día de mi avión y a eras astrológicas de esa única
estrella alineada con mi cuerpo como si me coronara, sí, solo un día y eso me calma,
entonces ya no recuerdo, no tengo pasado ni lenguaje, soy un brote en la tierra fértil,
todo queda delante y ya no hay sonidos que aturden, no hay nada encerrado, no hay
nadie, no soy ni yo ni soy madre ni soy hermano, a lo sumo soy una hormiga que se
posará en el cuerpo de ellos y les dará el orgasmo, a lo sumo soy la mina de un lápiz
mécanico, a lo sumo soy una de las múltiples fresas del empapelado, sí, qué alivio, ya
no hay riesgo de nada, todas las lenguas se callaron, todos los cuerpos se vendaron en
momias, todas las versiones se negaron, es el fin, es mañana, porque todavía no tengo
memoria, en esta versión tampoco, para saber que es hoy o nunca, hoy y parar nunca,
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hoy y para siempre, entonces otra vez: comemos pollo y no saldré de esta casa, nací
ayer, nací hoy, nací mañana, hermano viene al sofá conmigo, bestia fiera, clavos en la
espalda, shh, no puedo seguir por aquí, no me sé la historia, no hay lenguaje para la
herida fundacional, un idioma sin cuerpo y sin palabras, imposible, entonces hablamos
de manzanas, eso fue antes, pero da igual, ya no queda tiempo para el tiempo ni para
el espacio, hay que recordar e irse, liberarse de este repaso: al día siguiente, de nuevo,
pasó lo del dentista, quise que mi mano le alcanzara, entonces desde ahí, claro que
sucedió: me desnudé en el baño, me miré el cuerpo y me lo recorrí, todo, con las dos
manos, y pensé en madre, por primera vez pensé más en ella que en hermano, un
autético homenaje a todos los tiempos, a todas las eras geológicas, a todas las madres,
entonces deseé que todo el campo explotara, que las fresas estallaran, y quedar
completamente manchada de rojo, como la sangre de su boca, sangre-salsa, entonces
fui bruta y sincera y si no explotó el campo explotó mi cuerpo y tuve manos, y tuve
brazos, y tuve piernas y tuve tiempo: de darme cuenta de que yo era esa mujer que
llora por una herida que es mucho mejor cuando se ve, cuando se toca que sangra,
estar viva y no recordar, hacer que habite en las uñas hoy, no ayer, en este instante,
luego se inclinó sobre mi cuerpo con sus dos tetas viejas colgando como cortinas de
pana sobre mi cara, y me sentí flotar, volé a Madrid en una alfombra mágica, llegué a
ninguna casa para volver al lugar de siempre: la infancia, otras, ajena, inventada, donde
huir de sus garras que son mis garras, de sus uñas-mora-salsa que son mis uñas-fresa-
sangre y regresar, al fin y al cabo, habiendo perdido en este viaje cualquier cosa ínfima,
menor de veinte centímetros, cualquier cosita de nada, para estar sola, bien sola,
siempre sola, ah, qué belleza, ya liberada, y sentir el alivio, un alivio, puro alivio el día
18, un alivio momentáneo que, en realidad, resumirá toda una vida y contendrá en su
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pulso todas las posibilidades, pero quedarse y regresar, sobre todo eso: quedarse y
regresar, sin decirle nada a nadie aunque hablando todo el tiempo en una lengua que
sea madre, que sea huérfana, que sea extranjera, que sea la lengua del día 19, la
lengua del alivio final, la lengua que un día, valiente, esconda entre las sábanas de
alguna cama, como dos aceitunas sin hueso y sin posibilidad, por tanto, de hincar el
recuerdo de que una vez existió esta versión –igual a la de ayer, a la de hoy, a la de
siempre y a la que no va a parar–, esta versión, decía, esta versión extranjera