Llámame Por Tu Nombre -...

Post on 21-Sep-2018

229 views 0 download

Transcript of Llámame Por Tu Nombre -...

Annotation

En una localidad de la costa deItalia, durante la década de losochenta, la familia de Elio instauró latradición de recibir en el verano aestudiantes o creadores jóvenes que,a cambio de alojamiento, ayudaran alcabeza de familia, catedrático, en suscompromisos culturales. Oliver es elelegido este verano, un joven escritornorteamericano que pronto excita laimaginación de Elio. Durante lassiguientes semanas, los impulsos

ocultos de obsesión y miedo,fascinación y deseo intensificarán supasión.

LLÁMAME POR TUNOMBRE

En una localidad dela costa de Italia, durantela década de los ochenta,la familia de Elio instauróla tradición de recibir enel verano a estudiantes ocreadores jóvenes que, acambio de alojamiento,ayudaran al cabeza de

familia, catedrático, ensus compromisosculturales. Oliver es elelegido este verano, unjoven escritornorteamericano quepronto excita laimaginación de Elio.Durante las siguientessemanas, los impulsosocultos de obsesión ymiedo, fascinación ydeseo intensificarán supasión.

Título Original: Call me byyour name

Traductor: Díaz Ceballos,Guillermo

Autor: André Aciman©2008, AlfaguaraColección: Alfaguara literaturasISBN: 9788420473895Generado con: QualityEbook

v0.52

LLÁMAME POR TUNOMBRE

ANDRÉ ACIMAN

Traducción de Guillermo DíazCeballos

Título original: Call Me By YourName

© 2007, André Aciman© De la traducción: Guillermo Díaz

Ceballos© De esta edición:

2008, Santillana EdicionesGenerales, S. L.

Torrelaguna, 60. 28043 MadridTeléfono 91 744 90 60Telefax 91 744 92 24

www.alfaguara.santillana.es

ISBN: 978 - 84 - 204 - 7389 - 5Depósito legal: M. 17.282 - 2008

Impreso en España - Printed in Spain

Diseño:Proyecto de Enríe Satué

© Imagen de cubierta:

Andrew Davis/Trevillion Images Impreso en el mes de junio de 2008en los Talleres Gráficos de Unigraf,S. L., Móstoles, Madrid (España)

Queda prohibida, salvo excepción

prevista en la ley, cualquier forma dereproducción, distribución,

comunicación pública ytransformación de esta obra sin

contar con autorización de lostitulares de propiedad intelectual. La

infracción de los derechosmencionados puede ser constitutiva

de delito contra la propiedadintelectual (arts. 270 y ss. Código

Penal).

Para Albio,alma de mi vida

PARTE 1 - SI NO ESLUEGO, ¿CUÀNDO?

«¡LUEGO!» Una palabra, una

expresión, una actitud.Nunca había escuchado a nadie

utilizar «luego» para despedirse. Meresultó arisco, seco y despectivo,dicho con la velada indiferencia dealguien a quien le daría igual novolver a verte o no saber nada de ti.

Es el primer recuerdo que tengode él y aún hoy puedo oírlo.

«¡Luego!»Cierro los ojos, pronuncio la

palabra y vuelvo a estar en la Italiade hace tantos años, caminando porla acera arbolada y viéndole salir deltaxi con una camisa azulada con unestampado ondulado, con los cuellosbien abiertos, las gafas de sol, ungorro de paja y mucha piel a la vista.De repente me da la mano, meentrega su mochila, saca el equipajedel maletero del taxi y me pregunta simi padre está en casa.

Puede que todo comenzaseprecisamente allí y en aquel instante:

la camisa, las mangas remangadas,los pulpejos redondeados de su talónque se escapan de las alpargatasdesgastadas, ansiosos por probar lacálida gravilla del camino que llevaa nuestra casa y preguntando concada zancada por dónde se va a laplaya.

El huésped de este verano. Otropelmazo.

Entonces, casi sin mediación yya de espaldas al coche, agita elenvés de la mano que le queda librey suelta un despreocupado «¡luego!»a otro pasajero que había en el coche

con quien probablemente hubiesecompartido el pago de la carreradesde la estación. Ni siquiera dijo unnombre o hizo una bromilla parasuavizar la abrupta despedida. Nada.Le despachó con una palabra: brusca,audaz y franca. No había forma deque le hubiese podido molestar.

Observa, pensé yo, así es comose despedirá de nosotros cuandollegue el momento. Con un brusco ychapucero «¡luego!».

Mientras tanto, tendremos quesoportarle durante seis largassemanas.

Estaba francamente intimidado.Era uno de los inaccesibles.

Bueno, podría intentar que megustase. Desde su barbillaredondeada hasta sus pulidos talones.Y después, tras unos días, aprenderíaa odiarle.

Ésta era la misma persona cuyafoto de la solicitud había resaltadomeses antes como promesa de unasafinidades instantáneas conmigo.

Acoger a huéspedes durante elverano era la manera que tenían mispadres de ayudar a profesores

universitarios jóvenes a revisar unmanuscrito antes de su publicación.Todos los veranos durante seissemanas debía dejar libre mihabitación y mudarme a un cuarto delpasillo mucho más pequeño y quehabía sido de mi abuelo. En losmeses de invierno, cuando estábamosen la ciudad, se transformaba en uncobertizo, almacén y ático a tiempoparcial, donde se rumorea que miabuelo, mi tocayo, aún rechina susdientes en su sueño eterno. Losresidentes estivales no tenían quepagar nada, se les otorgaba un uso

libre de toda la casa y podían hacerbásicamente lo que les apeteciesesiempre y cuando dedicasen más omenos una hora al día a ayudar a mispadres con la correspondencia ypapeleos varios. Se convertían enparte de la familia y, después de unosquince años haciendo esto, noshabíamos acostumbrado a recibir unatonelada de postales y regalos, nosólo en Navidad, sino todo el año, degente que estaba en deuda emocionalcon mi familia y que solía desviarsus itinerarios cuando venía a Europapara pasarse por B. durante un día o

dos con sus familias y darse un paseonostálgico por sus antiguos refugios.

Era común que durante lascomidas hubiese dos o tres invitadosmás, unas veces familiares o vecinos,otras compañeros de clase,abogados, médicos, personas ricas yfamosas que se acercaban a ver a mipadre de camino a sus casas deverano. En ocasiones, inclusoabríamos nuestro comedor a parejasde turistas ocasionales que habíanoído hablar de la vieja casa decampo y simplemente deseabanpasarse por allí a echarle una ojeada

y se quedaban encantados cuando lesinvitábamos a comer y les pedíamosque nos contasen algo de su vida,mientras que Mafalda, a la que seinformaba en el último momento,cocinaba su especialidad másnovedosa. A mi padre, reservado ytímido en privado, lo que más legustaba era rodearse de valiososexpertos en cualquier campo paramantener largas conversaciones envarios idiomas, mientras el calurososol estival y unas cuantas copas derosatello daban entrada a la tarde consu inevitable letargo.

Denominábamos a ese cometido lalabor del almuerzo y, al poco tiempo,también se unían a él la mayoría denuestros invitados de seis semanas.

Quizá todo comenzase pocodespués de su llegada, durante una deaquellas comidas tremendas, cuandose sentó junto a mí y me di cuenta deque, aparte de un ligero bronceadoconseguido durante su breve estanciaen Sicilia a comienzos de aquelverano, el color de las palmas de susmanos era igual de pálido que lasuave piel de las plantas de los pies,

la del cuello o la del enves de susantebrazos, que no habían estadoexpuestas tanto al sol. Lucían casi deun rosa claro, tan brillante y suavecomo la parte inferior del estómagode un lagarto íntimo, casto, implume,como el rubor en la cara de un atletao el atisbo de la aurora en una nochetormentosa. Me dijo cosas sobre élque nunca hubiese sabido comopreguntar.

Puede que comenzase duranteaquellas interminables horas despuésde comer cuando todo el mundoholgazaneaba en traje de baño por la

casa, cuerpos espatarrados encualquier lugar matando el tiempohasta que alguien sugería ir a lasrocas a darse un baño. Los parientes,primos, vecinos, amigos, amigos deamigos, colegas, o básicamentecualquiera que le apeteciese llamar anuestra puerta para pedir que ledejásemos utilizar nuestra cancha detenis, todo el mundo era bienvenido agandulear, nadar o comer y, sipermanecían el tiempo suficiente, autilizar la casa de invitados.

O quizá comenzó en la playa. O

en la cancha de tenis. O durantenuestro primer paseo juntos el primerdía que estuvo aquí cuando mepidieron que le enseñase la casa ylos alrededores y, una cosa llevó a laotra, me las arreglé para llevarle másallá de las viejísimas puertas dehierro forjado y llegamos hasta elinterminable solar vacío que llevabahacia las vías del tren abandonadasque solían conectar B. con N.

—¿Hay alguna estaciónabandonada en algún lugar? mepregunto mientras observaba entrelos árboles bajo un sol abrasador,

con la intención probable deformular una consulta típica que sedebe hacer al hijo del dueño.

—No, nunca hubo una estación.El tren simplemente paraba cuandose le solicitaba.

Le llamaba la atención el tren;las vías parecían muy estrechas.Había gitanos que vivían en ellasahora. Llevan habitando ahí desdeque mi madre venía a veranear aquícuando era niña. Los gitanos hantransportado dos vagonesdescarrilados más hacia el interior.¿Quería ir a verlo?

—Quizá luego.Una indiferencia educada, como

si se hubiese percatado de miinoportuno entusiasmo por darlecoba y se estuviese alejando de mísumariamente.

Me dolió.En lugar de eso me dijo que

quería abrirse una cuenta en uno delos bancos de B. y luego hacer unavisita a la traductora al italiano aquien su editor en Italia habíaadjudicado su libro.

Decidí llevarle allí en bici.La conversación sobre ruedas

no mejoraba la que habíamos tenidoa pie. Por el camino paramos a poralgo para beber. La bartabaccheriaestaba completamente a oscuras yvacía. El dueño fregaba el suelo conun fuerte producto a base deamoniaco. Salimos de allí a todavelocidad. Un solitario mirlo quedescansaba sobre un pinomediterráneo entonaba unas pocasnotas que se perdían inmediatamenteentre el zumbido de las cigarras.

Le di un buen trago a la botellagrande de agua con gas, se la pasé yluego volví a beber. Me eché un

poco en la mano y me froté con ellala cara, pasándome los dedos por elpelo. El líquido no estaba losuficientemente frío, ni tenía muchogas por lo que dejaba una sensaciónde sed mal aplacada.

¿Qué se podía hacer por allí?Nada. Esperar a que acabase el

verano.Y entonces, ¿qué se hacía en

invierno?Sonreí al pensar en la respuesta

que estaba a punto de darle. Él lopilló al vuelo y dijo: «No me lodigas: esperar a que llegue el verano,

¿a que sí?».Me gustaba que me leyese la

mente. Entenderá la labor delalmuerzo antes que muchos de losque llegaron primero.

—En realidad este lugar duranteel invierno se vuelve muy gris yoscuro. Venimos en Navidad. De locontrario sería una ciudad fantasma.

—¿Y qué más hacéis aquídurante la Navidad aparte de asarcastañas y beber ponche de huevo?

Me estaba vacilando. Le mostréla misma sonrisa que antes. Loentendió, no dijo nada, y ambos nos

reímos.Me preguntó qué hacía yo.

Jugaba al tenis. Nadaba. Paseaba denoche. Corría. Transcribía música.Leía.

Me dijo que él también salía acorrer. Por la mañana temprano. ¿Pordónde se podía hacer ejercicio allí?Prácticamente sólo por el paseo. Selo podía mostrar si queria.

Y justo cuando parecía que denuevo comenzaba a gustarme, me diocon un canto en los dientes: «Quizáluego».

Había puesto «leer» al final de

mi lista, pensando que con la actitudtestaruda y descarada que habíatenido él hasta ahora, leer tambiénhubiese sido lo último de la suya.Una hora después, cuando me acordéde que acababa de escribir un librosobre Heráclito y que, por tanto,«leer» sería una parte muysignificativa en su vida, me di cuentade que debía dar un poco de marchaatrás y hacerle saber que misintereses reales iban muy parejos alos suyos. Sin embargo, lo que medesconcertaba no era tener que hacerelegantes juegos malabares para

conseguir redimirme, sino lasdesagradables dudas que me veníanasaltando tanto antes como durantenuestra conversación informal junto alas vías del tren y que me hacíancreer que continuamente, sinpercatarme y sin ni tan siquieraadmi- tirlo#habia estado intentando(sin éxito) recuperarle.

Cuando me ofrecí (a todos losvisitantes les había encantado laidea) a llevarle a San Giacomo ysubir andando hasta la parte más altadel campanario que habíamosapodado algo-por-lo-que-morir,

debería haber reaccionado mejor quesimplemente quedándome pasmadosin una respuesta. Pensé que lellevaría por allí tan sólo para quesubiese y pudiese echar un vistazo alpueblo, al mar, a la eternidad. Perono. ¡Luego!

Sin embargo, puede que hubieseempezado mucho después de lo quepensaba, sin que yo me diese cuentade nada. Miras a alguien, pero enrealidad no ves a la persona, estáentre bastidores. O te percatas de supresencia pero no conectas, no«pillas» nada, y antes incluso de

percibir su estampa o alguna extrañaperturbación, se te han pasado lasseis semanas que tenías y en esemomento, o ya se ha marchado o estáa punto de hacerlo y entonces teencuentras peleando para poderasimilar algo que, sin tú saberlo, seha estado gestando ante tus narices yque muestra todos los síntomas de loque comúnmente se denominaría «Yoquiero». ¿Cómo pude no notarlo?, ospreguntaréis. Reconozco el deseocuando lo veo y así, sin embargo,esta vez, se me pasó por completo.Iba en busca de la sonrisa maliciosa

que arrojase una repentina luz sobresu gesto cada vez que me leyese lamente, cuando lo único que queríaera piel, tan sólo piel.

Durante la cena de su tercer díaallí me dio la sensación de que meestaba mirando fijamente mientras yoexponía Las siete palabras de Cristoen la cruz de Haydn que llevabatiempo transcribiendo. Ese año teníadiecisiete y como era el más pequeñode la mesa y el que menosposibilidades tenía de ser escuchado,había creado el hábito de meter lamayor cantidad de información con

el menor número de palabrasposible. Hablaba rápido, lo quehacía creer a la gente que estabasiempre nervioso y me trastabillabacon los términos. Cuando termine depresentar mi transcripción, mepercaté de una intensa mirada que mellegaba por la izquierda. Me sentíemocionado y halagado; obviamenteestaba interesado en mí, le gustaba.No había sido tan complicado alfinal. Pero cuando por fin, despuésde mi turno, me giré para examinarley ver su mirada, descubrí unsemblante frío y helador; algo a la

vez hostil y vitrificante que rozaba lacrueldad.

Me desarmó por completo.¿Qué había hecho yo para merecer talcosa? Quería que volviese a seramable conmigo, que se riese comohabía hecho tan sólo unos pocos díasantes en las vías del trenabandonadas, o cuando aquellamisma tarde le expliqué que B. era elúnico pueblo de Italia donde lacorriera, la línea regional deautobuses que llevaba a Cristo,pasaba de largo sin parar nunca. Serió de inmediato al entender la

referencia velada al libro de CarioLevi. Me gustaba cómo nuestrasmentes parecían trabajar de formaparalela y, de manera instantánea,inferíamos los juegos de palabras delotro, pero al final siempre nosconteníamos.

Iba a ser un vecino difícil. Serámejor que me mantenga alejado deél, rumié. Y pensar que casi meenamoro de la piel de sus manos, desu pecho, de sus pies que nuncahabían pisado tierra áspera en suvida y de sus ojos que cuando tededicaban la otra mirada, la de

semblante dulce, te portaban elmilagro de la resurrección. Nuncaera demasiado tiempo el que pasabasmirándolos, sino que necesitabasseguir al tanto para averiguar por quéno podías evitarlo.

Debí haberle lanzado unamirada igual de aviesa.

Durante dos días nuestrasconversaciones se interrumpieron deforma repentina.

En el largo balcón común a lashabitaciones de ambos nosevitábamos por completo: tan sólounos improvisados «hola», «buenos

días», «hace bueno», paliquesuperficial.

Entonces, sin ningunaexplicación, retomamos las cosas.

¿Que si quería ir a correr esamañana? No, la verdad es que no.Bueno, entonces a nadar.

Hoy el dolor, las esperanzas, laexcitación de lo novedoso, lapromesa de tanta dicha rondando laspuntas de os dedos, el deambularentre gente que podía llegar amalínterpretar pero que no queríaperder y por lo tanto debía hacerconstantes conjeturas, el ingenio

desesperado que le brindo a todo elmundo que quiero y deseo que mequiera, las separaciones queintercalo entre el mundo y yo que noson sólo una, sino una serie de capasde puertas deslizables de papel dearroz, el impulso por codificar ydescodificar lo que ni siquieraestuvo jamás en código. Todo estocomenzó el verano en el que Oliverllegó a nuestra casa. Está grabado encada canción que sonó aquel verano,en cada novela que leí durante suestancia y después, en cualquiercosa, desde el olor del romero en los

días calurosos, hasta el ruidofrenético de las cigarras por lastardes. Los sonidos y los olores conlos que he crecido y que conozco decada año de mi vida de repente sevolvieron en mi contra y adquirieronun cariz tintado por lo ocurrido aquelverano.

O quizá comenzó después de suprimera semana, cuando me sentíacontentísimo de saber que aún sabíaquién era, que aún no me ignoraba y,por lo tanto, podía permitirme el lujode cruzarme con él cuando me dirigía

al jardín sin tener que fingir que no leveía. El primer día fuimos corriendohasta B. por la mañana temprano. Ydespués todo el camino de vuelta.Por la mañana al día siguientenadamos. A la jornada siguiente,salimos a correr de nuevo. Megustaba echar carreras a la camionetadel lechero cuando aún le quedabamucho por repartir, y trotar mientrasel tendero o el panadero comenzabana prepararse para su jornada laboral,me encantaba hacerlo por la orilla ypor el paseo marítimo cuando nohabía ni un alma todavía y nuestra

casa parecía tan sólo un espejismolejano. Me deleitaba que nuestrospies se coordinasen, el izquierdo conel izquierdo, y chocasen contra elsuelo a la vez, dejando nuestrashuellas en una arena a la que tenia laintención de volver y, en secreto,colocar mi pie en el lugar donde éldejó su marca.

Esta alternancia entre correr ynadar era simplemente su rutina en launiversidad. ¿Correría también enSabbat?, bromeaba. Siempre seestaba ejercitando, incluso cuandoestaba enfermo; hacía ejercicio

incluso en la cama si hacía falta.Hasta el punto de que si habíadormido con alguien por primera vezla noche antes, aun asi se levantabapara trotar prontito por la mañana. Elúnico momento en que no se ejercitófue cuando le operaron. Alpreguntarle por qué, me sorprendiócon la respuesta que me habíaprometido que nunca le iba a incitara responder, como el muñecosobresaltado que brinca de una cajacon un resorte y su siniestra sonrisa.«¡Luego!»

Quizá se había quedado sin

aliento y no quería hablar demasiado,o tan sólo quería concentrarse en lanatación o la carrera. O tal vez era sumodo de incitarme a hacer lo mismo,de forma totalmente inofensiva.

Pero había algo escalofriante ydesalentador en la inoportunadistancia que surgía entre nosotros enlos momentos más inesperados. Eracasi como si lo estuviese haciendo apropósito; dándome más y más cobapara después alejar de golpecualquier atisbo de amistad.

La mirada inflexible siemprevolvía. Cierto día, mientras yo

practicaba con la guitarra en lo quese había convertido en «mi mesa» enla parte trasera del jardín juntóla lapiscina y él estaba tumbado cerca, enla hierba, me di cuenta de esesemblante al momento. Estuvomirándome fijamente mientras meconcentraba en los trasteos y cuandode repente levanté la cabeza para versi le gustaba lo que estaba tocando,ahí estaba: cortante, cruel, como unacuchilla reluciente que se repliegajusto en el momento en el que lavíctima se percata de su presencia.Me brindó una sonrisa insulsa como

queriendo decir, para qué ocultarlo.Aléjate de él.Debió de percatarse de que me

había molestado y, haciendo unesfuerzo por retractarse, comenzó ahacerme preguntas sobre la guitarra.Estaba demasiado en guardia comopara responderle con candor.Mientras tanto, el ver que estabaluchando por encontrar respuestas lehizo sospechar que quizá pasaba algomás de lo que yo mostraba.

—No te preocupes porexplicarme nada. Simplemente tócalaotra vez.

—Pero si pensaba que laodiabas.

—¿Odiarla? ¿Qué te hizo pensareso?

Discutimos un rato.—Venga, tócala otra vez.—¿La misma?—La misma.Me levanté, y entré en el salón.

Dejé las puertaventanas abiertas paraque pudiese escucharme tocar elpiano. Me siguió hasta la mitad delcamino y tras apoyarse en el quiciode la ventana de madera, me escuchódurante un rato.

—La has cambiado. No es lamisma. ¿Qué le has hecho?

—Tan sólo la he tocado de lamanera en la que lo hubiese hechoLiszt si hubiese experimentado conella.

—Sólo tócala, por favor.Me gustaba la manera con la

que fingía estar mosqueado. Así quecomencé a tocarla de nuevo.

Después de un rato:—No puedo creer que la hayas

vuelto a cambiar.—Bueno, pero no demasiado.

Así es como Busoni la hubiese

tocado si hubiese alterado la versiónde Liszt.

—¿Puedes, por favor, tocar aBach como lo escribió el propioBach?

—Pero él nunca lo escribiópara guitarra. Quiza ni siquiera loescribiese para clavicémbalo. Dehecho no estamos seguros de que seade Bach.

—Olvida que te lo he pedido.—Vale, vale. No hace falta que

te exasperes tanto —dije. Era mimanera de mostrar una fingida yreticente conformidad—. Esto es

Bach transcrito sin influencias deBusoni o Liszt. Es de un Bach muyjoven, y está dedicado a su hermano.

Sabía perfectamente quéfragmento de la pieza le iba aconmover la primera vez que lotocase y todas las demás veces quelo oyese. Se lo estaba enviando comoun pequeño regalo pues en realidadiba dedicado a él, como señal dealgo muy bonito en mí que no hacíafalta ser un genio para reconocer yme impulsaba a imprimirle unacadencia prolongada. Sólo para él.

Estábamos —y él debió de

haber reconocido las señales muchoantes que yo— ligando.

Aquella misma tarde escribí enmi diario: Estaba exagerandocuando dije que creía que odiabasla pieza. Lo que quería decir eraque creía que me odiabas a mí.Tenía la esperanza de que meconvencieses de lo contrario; y lohiciste, durante un rato. ¿Por quémañana por la mañana ya no me locreeré?

Así que éste es también él, medije después de ver cómo se

transformaba de hielo a luz del sol.Podía haberme preguntado

asimismo si yo era igual de variable.PD: No estamos compuestos

para un solo instrumento; ni yo, nitú.

Estaba dispuesto a etiquetarlecomo alguien difícil e inalcanzablecon quien no tenía nada más quehacer. Dos palabras suyas y veíacómo mi apatía llorosa setransformaba en un jugaré a lo que túquieras hasta que me pidas que pare,hasta la hora de comer, hasta que lapiel de mis dedos se caiga una capa

tras otra, porque me gusta hacercosas para tí, haría cualquier cosapor tf, tan sólo pronuncia la palabra,me gustaste desde el primer día eincluso cuando congeles misrenovadas propuestas de amistad,nunca olvidaré que tuvo lugar entrenosotros esta conversación y que hayformas más fáciles de recuperar elverano en plena tormenta de nieve.

Lo que se me olvidó resaltar enesa promesa es que el hielo y laapatía tienen maneras de truncarinstantáneamente todas las treguas ylos propósitos firmados en veranos

anteriores.Entonces llegó aquella tarde, un

domingo de julio, en que nuestra casase vació de repente y nosotroséramos los únicos que quedábamosallí y el fuego me quemaba lasentrañas, pues «fuego» era la primerapalabra y la más simple que me vinoa la mente en aquel preciso momentoen que intenté darle sentido a todoello en mi diario. Esperé y esperé enmi habitación inmóvil sobre la cama,en un estado de trance, lleno detemores y expectativas. No era unallama de pasión, ni un fogonazo de

rabia, sino algo paralizante, como elfuego de una bomba de racimo queabsorbe todo el oxígeno a sualrededor y te deja jadeando porqueparece que te han dado una patada entus partes y una aspiradora te hasuccionado cualquier materia viva detu interior y te ha secado la boca yesperas que nadie hable pues tú nopuedes y rezas para que no te pidanque te muevas porque tu corazón seha atascado en un latir tan rápido,que antes escupiría trozos de cristalque dejar que alguien circule por susestrechos pasillos. Fuego como el

miedo, como el pánico, como unminuto más así y me muero si nollama a mi puerta. He aprendido adejar las puertaventanasentreabiertas y a tumbarme en lacama con el bañador puesto y todomi cuerpo ardiendo. Fuego como unaplegaria que reza por favor, porfavor dime que me equivoco, dímeque me lo he imaginado todo y yotampoco soy real para tí, y si para tila realidad es esto, entonces eres elhombre más cruel que existe. Asi, latarde en la que por fin entró en micuarto sin llamar, como si hubiese

respondido a mis oraciones y mepregunto que por que no estaba conel resto de la gente en la playa y todolo que pude pensar en decir, aunqueno tuve las agallas de ver- balizarlo,Ríe un para estar contigo. Para estarcontigo, Oliver. Con o sin bañador.Para estar junto a ti en mi cama. En tucama, que es la mía durante el restodel ano. Hazme lo que quieras.Arrástrame. Sólo pregúntame siquiero y verás lo que respondo, perono me dejes decir no.

Y dime que aquella noche noestaba soñando cuando escuché un

ruido en el rellano junto a mi puerta ysupe de repente que había alguien enmi cuarto, que había alguien sentadoal pie de mi cama, venga a pensar,pensar y pensar y que súbitamentecomenzó a venir hacia mí y se tumbó,no junto a mí, sino sobre mí, mientrasyo me tendía sobre la tripa y que megustó tanto que, en lugar dearriesgarme a hacer algo parademostrar que me había despertado ycon ello hacer que cambiase deopinión y se fuese, fingí estarcompletamente dormido y pensandoque no era un sueño, no podía serlo,

pues las palabras que me llegabanmientras apretaba mucho mis ojoseran: Esto es como volver a casa, escomo volver al hogar tras muchosaños viviendo entre troyanos ylestrigones, como volver a un lugaren el que todos son como tú, donde lagente te entiende y sabe de tí; volvera casa como cuando todo sederrumba y te das cuenta de quedurante diecisiete años has estadotoqueteando las combinacioneserróneas. Y fue cuando decidíexpresar sin menearme, sin mover unsolo musculo de mi cuerpo, que

estaba dispuesto a ceder si meempujabas, que ya me había rendido,que era tuyo, todo tuyo a pesar deque de repente hubiesesdesaparecido y pareciese demasiadocierto como para ser un sueño,aunque estuviese convencido de quetodo lo que deseaba a partir de aqueldía era que me volvieses a hacerexactamente lo mismo queexperimenté mientras dormía.

Al día siguiente estábamosjugando un partido de tenis a doblesy durante un tiempo muerto, cuando

bebíamos la limonada de Mafalda,puso el brazo que tenía libre sobremis hombros y con delicadeza apretómi carne con su pulgar y su índice,como imitando un amistoso abrazomasajeados todo resultaba tan deamigotes. Sin embargo, yo meencontraba tan embelesado que medeshice de su brazo pues un segundomás y me hubiese desarmado comouno de esos muñequitos de maderacuyo cuerpo quebradizo se derrumbaen cuanto se acciona el resorteprincipal. Sorprendido, se disculpó yme preguntó si me había tocado algún

nervio o algo así, que no teníaintención de hacerme daño. Debió dehaberse sentido muy mal al pensarque me había hecho daño o me habíatocado de una forma equivocada. Loúltimo que deseaba era desanimarle.Con todo, se me escapó algo como«no me ha dolido» y hubiese zanjadoasí la cuestión. Pero tenía lasensación de que si el dolor no habíaprovocado tal reacción, entonces,¿cuál era la explicación parajustificar que le quitase de mishombros de forma tan brusca delantede mis amigos? Así que imité la cara

de alguien que se afana en reprimir,sin éxito, una mueca de dolor.

Nunca se me había ocurridopensar que lo que me habíaproducido pánico cuando me tocófuese lo mismo que asusta a lasvírgenes cuando las toca por primeravez la persona que han elegido:descubren sensaciones que no sabíanque existían y que producen placeresmuchísimo más perturbadores quelos que se consiguen en solitario.

Él parecía sorprendido por mireacción, pero hizo todo lo posiblepara demostrar que me creía mientras

yo fingía el dolor de mis hombros.Fue su forma de dejarme escapar yde disimular que no se había dado nipizca de cuenta del extraño matiz enmi reacción. Cuando mas tarde supelo meticulosamente mordaz que erasu habilidad para identificar señalescontradictorias, no dude de que tuvoque haber sospechado algo entonces.

—Espera, déjame mejorarlo —me estaba poniendo a prueba ycomenzó a masajearme el hombro .Relájate —me dijo delante de losdemás.

—Pero si me estoy relajando.

—Estás tan rígido como estebanco. Toca esto —le dijo a Marzia,una de sus amigas que estaba máscerca de nosotros—. Es todo nudos.

Noté sus manos en mi espalda.—Mira —dijo mientras

presionaba la palma abierta confuerza contra mi espalda—, ¿lonotas? Debería relajarse más.

—Deberías relajarte más —repitió ella.

Quizá en este momento, al igualque en muchos otros, ya que no sabíahablar en clave, no supe qué decir enabsoluto. Me sentí como un

sordomudo que no sabe ni siquierautilizar el lenguaje de signos.Tartamudeé todo tipo de cosas parano decir lo que estaba pensando.Hasta ahí llegaba mi código. Encuanto conseguí respirar lo suficientecomo para pronunciar unas pocaspalabras, pude más o menos salir delatolladero. De otra manera, elsilencio entre ambos me hubiesedelatado, por lo que cualquier cosa,incluso el más absurdo disparate, eramejor que el silencio. El silencio meponía en evidencia. Sin embargo, loque probablemente me delatase

incluso más fuesen mis intentos porsuperarlo delante del resto.

El desánimo personal debió deaportarme algo cercano a laimpaciencia y a la rabia contenida.Que él hubiese pensado que ibadirigido contra él no se me había nipasado por la cabeza.

Quizá fuese por razonessimilares el que yo apartase la vistacada vez que me miraba: para ocultarlas presiones de mi timidez. Que élhubiese encontrado mi desdénofensivo y, de vez en cuando,cargado de hostilidad tampoco se me

pasó por la cabeza.Tenía la esperanza de que no

hubiese visto en mi reacciónexagerada algo que no era. Antes deapartar su brazo, sabía que me habíarendido ante su mano casi hastatumbarme sobre ella, como si ledijese —al igual que le había oídodecir a muchos adultos cuando aalguien le daba por hacerle unmasaje en los hombros al pasar pordetrás no pares. ¿Se habría dadocuenta de que estaba dispuesto, nosólo a rendirme, sino también aamoldarme a su cuerpo?

Éste fue el sentimiento queaquella noche también traslade a midiario: lo denominé «eldesvanecimiento». ¿Por qué me habíadesfallecido? ¿Y era tan fácil queocurriese, tan sólo debía tocarme enalgún punto para que me volviesediscapacitado y perdiese todavoluntad? ¿Era esto a lo que la gentese refería cuando afirmabanderretirse como la mantequilla?

¿Y por qué no iba a demostrarlelo mantecoso que podía ser? ¿Teníamiedo de lo que pudiese ocurrir? ¿Ome asustaba que se pudiese reír de

mí, decírselo a todo el mundo oignorarlo todo con la excusa de queaún era muy joven como para saberlo que estaba haciendo? ¿O quizáfuese porque con todo lo que él yasospechaba, al igual que haríacualquiera en su lugar, estaríadispuesto a actuar en consecuencia?¿Quería que actuase? ¿O prefería unavida repleta de anhelo siempre ycuando ambos mantuviésemos activaesta partida de ping-pong: nosaberlo, no saber que lo sabe, nosaber que sabe que lo sabe? Tan sólocalla, no digas nada, y si no puedes

decir «sí», tampoco digas «no», di«luego». ¿Es ésta la razón por la quela gente dice «quizá» cuando quierendecir «sí», con la esperanza de quecreas que es un «no» mientras que loque en realidad significa es «porfavor, pregúntamelo una vez más, ydespués otra vez»?

Recuerdo aquel verano, y nopuedo creer que, a pesar de todos ycada uno de mis esfuerzos por vivircon «el fuego» y «eldesvanecimiento», la vida aun meofrecio grandes momentos. Italia.Verano. El sonido de las cigarras a

primera hora de la mañana. Mihabitación. Su habitación. El balcónque dejaba fuera el resto del mundo.La suave y perfumada brisa queascendía por las escaleras desde eljardín hasta nuestra habitación. Elverano en que aprendí a amar lapesca. Porque el lo hacia. Adorar elcorrer. Porque él lo adoraba.Idolatrar a los pulpos, a Heráclito, aTristán. El verano en que escuchabaa los pájaros cantar, olía las plantasy sentía la humedad trepar por lospies en los días calurosos y, debido aque mis sentidos estaban siempre

alerta, los notaba automáticamentedirigiéndose hacia él.

Podía haber negado tantascosas: que deseaba tocarle lasrodillas y las muñecas cuando lucíanal sol con aquel viscoso lustre que hevisto en tan poca gente; que meencantaba cómo sus pantalones detenis cortos blancos parecían poseer,de forma permanente, el color delbarro y que mientras transcurrían lassemanas se convirtió en el color desu piel; que su pelo, cada día más ymás rubio, atrapaba al sol antesincluso de que saliese del todo; que

su camisa azul ondulada se volvíamás ondulada cuando se la ponía endías borrascosos en el patio junto ala piscina, con la promesa deimpregnarse de un aroma a piel ysudor que me la ponía dura con tansólo pensarlo. Podía haber negadotodo esto. Y haberme creído mismentiras.

Pero fue el collar con la estrellade David y una mezuzá de oro quellevaba al cuello lo que me dijo quehabía en él algo más fascinante de loque yo esperaba, algo que nos unía yme recordaba que, mientras todo a

nuestro alrededor conspiraba paraque fuésemos los seres más distantesdel mundo, esto trascendía cualquierdiferencia. Me percaté de la estrellade manera inmediata el primer díaque estuvo con nosotros. Y desdeaquel instante supe que lo que medesconcertaba y me hacía anhelar suamistad con la esperanza de no hallarjamás la excusa para que no megustase era mayor de lo quecualquiera de los dos podría esperardel otro, más grandioso y por lo tantomejor que su alma, mi cuerpo o lapropia tierra. Mirarle fijamente al

cuello con la estrella y el reveladoramuleto era como observar algoeterno, ancestral, inmortal en mí, enel, en ambos, que suplicaba por serreavivado y substraído de un sueñomilenario.

Lo que me desconcertó fue queno pareció importarle o no se diocuenta de que yo también llevabauno. Al igual que tampoco le interesóo se percató de las múltiplesocasiones en que mis ojosdeambularon por su bañador en unintento por vislumbrar el contorno dela marca que nos convierte en

hermanos hebreos en el desierto.A excepción de mi familia, él

era probablemente el único judío quehabía puesto el pie en B. Pero adiferencia de nosotros, lo hacíapatente desde el primer momento. Noéramos unos judíos que llamasen laatención. Practicábamos nuestrojudaismo como la mayoría de lagente en el resto del mundo: bajo lacamisa, no oculto, pero sí bienguardado. «Judíos muy discretos»,usando las palabras de mi madre.Ver a alguien proclamando sujudaismo colgado del cuello como

hizo Oliver cuando cogió una de lasbicis y se dirigió hacia el pueblo conla camisa abierta nos chocaba,puesto que nos indicaba quepodíamos también hacer lo mismo ysalimos con la nuestra. Intentéimitarle en varias ocasiones. Sinembargo estaba demasiado cohibido,como alguien que intenta actuar deforma natural mientras caminadesnudo por un vestuario cuando alfinal en lo único que se fija es en supropia desnudez. En el pueblo,intenté hacer alarde de mi judaismocon unas silenciosas fanfarronadas

que no surgen tanto de la arroganciacomo de una vergüenza reprimida. Elno. Aunque esto no significa que élnunca pensase acerca de su ser judíoo acerca de la vida de un judío en unpaís católico. En ocasioneshablábamos sobre este tema enparticular durante aquellas largastardes cuando ambos dejábamos delado el trabajo y disfrutábamoscharlando mientras el resto de lacasa y los invitados se habíanretirado a sus respectivashabitaciones para descansar unashoras. Él había vivido durante el

tiempo suficiente en pequeñospueblos de Nueva Inglaterra comopara saber lo que significaba ser unjudío que está de sobra. Pero eljudaismo nunca le preocupó de lamisma forma que a mí, ni laofuscación metafísica con uno mismoo con el mundo era un temarecurrente para él. Ni siquieraalbergaba la tácita promesa místicasobre la hermandad redentora. Yquizá es por eso por lo que no sesentía incómodo por ser judío y notenía que estar hurgando en ello atodas horas, de la misma forma que

los niños se manosean las costrasque desean que desaparezcan. Élllevaba bien ser judío. Estaba a gustoconsigo mismo, al igual que secontentaba con su cuerpo, con suapariencia, con sus reveses, con suselección de libros, música,películas, amigos. No le importabaperder su preciada pluma Montblanc.«Me puedo comprar otra exactamenteigual.» Se sentía a gusto también conlas críticas. Le mostró a mi padreunas páginas de cuya autoría seenorgullecía. Mi padre le indicó quesu acercamiento a Heráclito era

brillante pero necesitaba másconcreción y aceptar la naturalezaparadójica de los pensamientos delfilósofo, no simplemente explicarlos.Le parecía bien consolidar ciertascosas, le gustaban las paradojas.Volvimos a la mesa de dibujo quetambién le parecía bien. Invitó a mijoven tía a una conversación íntima amedianoche mientras daban una gita,un garbeo, en nuestra motora. Ella lorechazó. Pero no pasaba nada. Lointentó de nuevo unos días más tarde,volvió a ser rechazado y le quitóimportancia. A ella también le

pareció bien y, si hubiesepermanecido otra semana connosotros, probablemente hubieseaceptado salir a medianoche a daruna gita por el mar que a buen segurohubiese durado hasta el amanecer.

Solamente en una ocasióndurante sus primeros días allí, tuve lasensación de que este chico deveinticuatro años, terco peroacomodado, tranquilo, al que todo leresbalaba, imperturbable eincorruptible, a quien le parecíanbien tantas cosas en la vida, era, dehecho, un analizador de personas y

situaciones, frío, sagaz y siempre enalerta máxima. No había nadaimpremeditado en lo que decía ohacía. Era capaz de observar a travésde todos, y podía hacerloprecisamente porque lo primero quebuscaba en la gente era lo que habíavisto en sí mismo y no deseaba quelos demás lo viesen. Era un granjugador de póquer, lo queescandalizó a mi madre el día que seenteró, que solía escaparse al puebloun par de noches a la semana a«echar unas cuantas manos». Por estemotivo, para nuestra completa

sorpresa, había insistido en abrirseuna cuenta bancaria el mismo día enque llegó. Ninguno de nuestrosresidentes se había hecho nunca unacuenta bancaria. La mayoría no teníani un centavo.

Ocurrió durante una comida enla que mi padre invitó a un periodistaque se había interesado por lafilosofía en su juventud y queríademostrar que, a pesar de no haberescrito nunca sobre Heráclito, aúnpodía debatir sobre cualquier cosabajo el sol. Él y Oliver no hicieronbuenas migas. Más tarde, mi padre

comentó que era «un hombre muyingenioso y también muy inteligente»,a lo que Oliver le interrumpiódiciendo «¿De verdad lo crees,Pro?», sin darse plena cuenta de quea mi padre, pese a ser de trato fácil,no siempre le gustaba que lecontradijeran y mucho menos que lellamasen Pro, aunque no le dio másimportancia. «Sí, eso creo», insistiómi padre. «Bueno, no estoy muyseguro de estar de acuerdo. Leencuentro un poco arrogante, soso,patoso y ordinario. Utilizademasiado el humor y tiene un gran

vozarrón —Oliver imita la seriedaddel hombre—, y gesticula de formaostentosa para atraer a su audienciapuesto que es incapaz de defenderuna postura con palabras. Lo de lavoz es exasperante, Pro. La gente seríe con su humor, pero no porque seagracioso sino porque telegrafía sudeseo de ser gracioso. Su humor noes más que una forma de ganarse a lagente que no puede convencer.

»Si te fijas en él mientras estáshablando, siempre mira para otrolado, no te escucha, solamente tieneganas de decir cosas que ha ensayado

cuando tú hablabas y tiene que soltarantes de que se le olviden».

¿Cómo podía nadie intuir laforma de pensar de otro sin que ésteestuviese ya familiarizado con lamisma forma de pensar? ¿Cómopodía alguien percibir tantos girosenrevesados en otros si no loshubiese utilizado con anterioridad?

Lo que me chocó no fue sólo suasombrosa habilidad para leer a lagente, para rumiar en sus entrañas yrescatar la configuración precisa desu personalidad, sino su capacidadpara intuir cosas de la forma exacta

en la que yo lo habría hecho. Alfinal, esto fue lo que me acercó a élcon una fuerza que iba más allá deldeseo o la amistad o la atracción decompartir la misma religión. «¿Porqué no vamos a ver una peli?», soltóuna tarde mientras estábamos todosjuntos sentados, como si de repentehubiese caído en la solución de loque podría haber sido una aburridatarde en casa. Acabábamos de dejarla mesa de la cena en la que mipadre, como solía hacer últimamente,me había estado animando a intentarsalir con amigos más a menudo,

sobre todo por las tardes. Casilindaba con un sermón. Oliver eraaún novato entre nosotros y noconocía a nadie en el pueblo por loque yo le debí de parecer tan buencompañero de película comocualquier otro. Pero había hecho estapregunta de una forma demasiadodespreocupada y espontánea, como siquisiese hacernos saber a mí y atodos los demás que estábamos en lahabitación que no le interesabademasiado ir al cine y que por lotanto podía quedarse perfectamenteen casa y revisar sus manuscritos. La

inflexión indiferente de su propuesta,sin embargo, fue un guiño enviado ami padre: sólo fingía haber tenidoesa ocurrencia; de hecho, sin dejarque yo lo sospechase, estabacontinuando con el consejo de mipadre en la mesa y se ofrecía abuscar mi propio beneficio.

Sonreí, no por el ofrecimiento,sino por el truco de doble filo.Inmediatamente pilló mi sonrisa. Ytras haberla entendido, me ladevolvió, casi haciéndose burla a símismo, con la sensación de que si medaba algún indicio con el que yo

pudiera descifrar su trampa, entoncesestaría confesando su culpabilidad; yaun así, negarse a confesarlo una vezque le dejé claro que lo había pilladole condenaría todavía más. Por loque sonrió para demostrarme quesabia que le había pillado perotambién para revelarme que eraalguien lo suficientemente buenocomo para confesarlo y no obstantepoder ir a disfrutar del cine juntos.Toda esa situación me excitó.

O quizá esa sonrisa fuese sumanera de afrontar mis ataques,como si se tratase de una insinuación

tácita de que, a pesar de haber sidosorprendido mientras intentabaaparentar una completa naturalidadante su ofrecimiento, él tambiénhabía encontrado algo en mí por loque sonreír, en concreto el placerastuto, enrevesado y culpable queexperimentaba al descubrir talmultitud de afinidadesimperceptibles entre ambos. Puedeque nada de eso existiese y que yome lo hubiese inventado todo. Perolos dos sabíamos lo que había vistoel otro. Aquella tarde, mientras nosdirigíamos en bici a los cines, yo iba

—y no me preocupé por ocultarlo—montado en el aire.

Así que, tras tantasperspicacias, ¿no se habría percatadode lo que significaba que me hubieseescabullido de su mano de forma tanbrusca? ¿Ni tampoco que meinclinase sobre su brazo? ¿No sabríaque no quería que me dejasemarchar? ¿No sintió que cuandocomenzó a darme el masaje, miincapacidad para relajarme era miúltimo refugio, mi última defensa, midefinitivo pretexto, que no me habríaresistido ni por lo más remoto del

mundo, sino que era una resistenciafalsa, que era incapaz de resistirme yque nunca iba a querer resistirme apesar de lo que me hiciese o mepidiese que hiciera? ¿No sabría que,mientras estaba sentado en la camaaquella tarde de domingo en la queno había nadie en casa más quenosotros dos y le vi entrar en mihabitación para preguntarme por queno estaba con los demás en la playa ydecidí no abrir la boca pararesponder usando tan sólo unencogimiento de hombros, fuesimplemente para no mostrarle que

no era capaz de recabar el suficienteaire como para hablar, y que siconseguía pronunciar un solo sonidoiba a ser para que se me escapaseuna confesión o un lamento, una cosau otra? Nadie jamás, desde miinfancia, había conseguido hacermepasar un trago así. «Tengo una malaalergia», dije por fin. «Yo también»,me contestó. Probablemente lamisma. Volví a encogerme dehombros. Recogió mi viejo osito depeluche con una mano, se inclinóhacia él y le musitó algo en el oído.Después, tras girar la cabeza del

osito hacia mí y modificando su vozme preguntó:

—¿Qué ocurre? Estás enfadado.Para entonces ya debía de

haberse percatado del bañador quellevaba puesto. ¿Lo llevaba más bajode lo que rige la decencia?

—¿Quieres ir a nadar? —preguntó.

—Quizá luego —le respondí yo,haciendo uso de su palabra, perointentando hablar lo menos posiblepara que no se diese cuenta de queestaba sin aliento.

—Vamos ahora.

Extendió la mano paraayudarme a levantar. Se la cogí yocultándole el lado de la cara quedaba a la pared para evitar que meviese le pregunté:

—¿Debemos hacerlo?Esto es lo más cerca que jamás

he estado de decirle quédate.Quédate a mi lado. Deja que tu manovuele hacia donde desee, quítame elbañador y tómame, no haré ningúnruido, no se lo diré a nadie, sabesque la tengo dura y si no lo sabescogeré tu mano, me la meteré ahoramismo dentro del bañador y dejaré

que introduzcas todos los dedos quete apetezca dentro de mí.

¿No se habría enterado de nadade esto?

Dijo que iba a cambiarse y salióde la habitación. «Te veo abajo.»Cuando me miré la entrepierna mepercaté, para mi asombro, de queestaba húmeda. ¿Lo habría visto el?Seguro que sí. Es por eso por lo quequería que mesemos a la playa. Espor eso por lo que se fue de mihabítacion. Me golpeé la cabeza conel puño. ¿Cómo podía haber sido tandescuidado, tan inconsciente, tan

estúpido? Por supuesto que lo habíanotado.

Debía aprender a hacer lo queél había hecho. Encogerme dehombros y no preocuparme del fluidopreseminal. Pero ése no era yo. A mínunca se me hubiese ocurrido decir«¿Y qué más da si lo vio?». Y ahoraél lo sabe.

Lo que nunca se me habíaocurrido pensar es que alguien de losque vivían bajo mi mismo techo, quejugaba a las cartas con mi madre, quedesayunaba y comía con nosotros,

que recitaba por pura diversión lasoraciones de bendición hebreas enlas cenas de los viernes, que dormíaen una de nuestras camas, usabanuestras toallas, compartía nuestrasamistades, veía la tele con nosotrosdurante los días de lluvia cuando nossentábamos en el salón tapados conuna manta porque hacía un poco defrío y nos sentíamos tan cómodostodos apretujados escuchando elrepiqueteo de la lluvia contra loscristales, que a alguien más en mimundo más cercano le pudiese gustarlo mismo que a mí, querer lo mismo

que yo, ser quien yo era. Nunca seme hubiese pasado eso por la cabezaya que aún estaba bajo la ilusión deque, salvo lo que leía en los libros,infería por los rumores u oía porcuriosidad en algunasconversaciones subidas de tono,nadie de mi edad podría querer serhombre y mujer a la vez, conhombres y mujeres. Había deseado aotros chicos de mi edad conanterioridad y me había acostado conchicas. Sin embargo, hasta que él sebajó del taxi y se adentró en mihogar, nunca me habría parecido ni

tan siquiera remotamente factible quealguien tan contento consigo mismohubiera querido compartir su cuerpotanto como yo anhelaba ofrecer elmío.

Con todo eso, dos semanasdespués de su llegada, todo lo quequería cada noche era que saliese desu habitación, no por la puertaprincipal, sino a través de laspuertaventanas de nuestro balcón.Quería escuchar cómo se abrían susventanales, percibir sus alpargatas enel balcón y después el sonido de misventanas, que nunca estaban

trancadas, al abrirse mientras élentraba en mi habitación después deque todos se hubiesen ido a la cama,deslizarse bajo las sábanas,desvestirme sin preguntar y trasconseguir que le desease más de loque creía que podría querer jamás aalguien, se abriese camino dentro demi cuerpo suave y dulcemente, con lacordialidad que un judío le otorga aotro, y después de haber tenido encuenta las palabras que yo habríaestado ensayando durante días, Porfavor, no me hagas daño, lo quesignificaba, Hazme todo el daño que

quieras.

Apenas estaba en mi habitacióndurante el día. En lugar de eso, losúltimos veranos había adecuado unamesa circular con una sombrilla en elcentro junto a la piscina del jardíntrasero. A Pavel, nuestro anteriorinquilino estival, le gustaba trabajardentro de su alcoba y salía de vez encuando al balcón para echarle unvistazo al mar o fumarse uncigarrillo. Antes que él, Maynardtambién trabajaba en su cuarto.Oliver necesitaba compañía. Al

comienzo compartíamos mi mesapero con el tiempo se habituó aextender una gran sábana en la hierbapara tumbarse encima, flanqueadopor páginas sueltas de susmanuscritos y lo que llamaba «suscosas»: una limonada, crema solar,libros, sus alpargatas, unas gafas desol, lápices de colores y música queescuchaba sin parar con unosauriculares, por lo que era imposiblehablar con él a no ser que él hablasecontigo antes. En ocasiones, cuandoiba al piso de abajo por la mañanacon mi libreta de apuntes o algún

otro libro, él ya estaba espatarrado alsol con su bañador rojo o amarillo yvenga a sudar, íbamos a correr o anadar y al volver teníamos listo eldesayuno en la mesa. Luego sehabituó a dejar «sus cosas» en lahierba y a tumbarse justo en el bordealicatado de la piscina, el lugar quedenominábamos «el cielo», unaforma corta para decir «esto es elcielo», y después de comer solíadecir «y ahora me voy para el cielo»añadiendo, como broma interna entrelos latinistas, «a turrarme». Solíamostomarle el pelo por las innumerables

horas que pasaba empapado enloción solar tumbado en el mismopunto exacto.

—¿Cuánto tiempo estuviste estamañana en el cielo? —le preguntabami madre.

—Dos horas sin parar. Perotengo la intención de volver estatarde prontito para un aturramientomás prolongado.

Ir al canto del paraíso tambiénsignificaba estar tumbado sobre laespalda en el borde de la piscina conuna pierna remojada en el agua,escuchando los auriculares y con el

sombrero de paja en la cabeza.Ahí estaba una persona a la que

no le faltaba de nada. No entendíaeste sentimiento. Le envidiaba.

—Oliver, ¿estás dormido? —solía preguntarle cuando el aire de lapiscina se había vuelto aletargado ytranquilo hasta la opresión.

Silencio.Luego llegaba su respuesta, casi

como un suspiro, sin que se movieseun solo músculo de su cuerpo.

—Lo estaba.—Perdona.Podía haberle besado todos y

cada uno de los dedos del pie en elagua. Después besarle el tobillo y lasrodillas. ¿Cuántas veces me habríaquedado mirándole el bañadormientras el sombrero le tapaba lacara? No se podría ni imaginar en loque me fijaba.

Otra opción era:—Oliver, ¿estás dormido?Un largo silencio.—No. Pensando.—¿Sobre qué?Los dedos de los pies salían y

entraban del agua.—Sobre una interpretación que

hizo Heidegger de un fragmento deHeráclito.

O, cuando ni yo tocaba laguitarra ni el escuchaba losauriculares, aún con el sombrero depaja en la cabeza, rompía el silencio:

—Elio.—Dime.—¿Qué estás haciendo?—Leer.—No, no estás leyendo.—Pensar, entonces.—¿Sobre qué?Me moría por decírselo.—Es privado —le respondía.

—¿Así que no me lo vas adecir?

—Así que no te lo voy a decir.—Así que no me lo va a decir

—refrendaba, pensativamente, comosi le estuviese explicando a alguienalgo sobre mí.

Cómo me gustaba la manera enla que remachaba lo que yo acababade repetirle. Me hacía pensar en unacaricia, o en un gesto que estotalmente accidental al principio,pero que se vuelve intencionado lasegunda vez y más aún la tercera. Merecordaba la forma en la que

Mafalda me hacía la cama cadamañana, primero doblando la sábanade arriba sobre la manta, luegovolviéndola a doblar para cubrir laalmohada que estaba encima de lamanta y una última cuando volvía adoblarlo todo sobre la colcha una yotra vez hasta que me di cuenta deque arropados entre todos estosdobleces había recuerdos de algo almismo tiempo piadoso e indulgente,como el beneplácito de un instante depasión.

El silencio de aquellas tardesera siempre discreto y liviano.

—No te lo voy a decir —ledecía.

—Entonces me vuelvo a dormir—expresaba él.

Me iba el corazón a cien. Debíade sospecharlo.

Silencio profundo de nuevo.Momentos después:

—Esto es el cielo.Y no volvía a oírle pronunciar

otra palabra en al menos una hora.No había nada que me gustase

más que estar sentado en mi mesaescudriñando mis transcripcionesmientras él estaba tumbado boca

abajo haciendo marcas en las hojasque le recogía cada mañana a laseñora Milani, su traductora en B.

—Escucha esto —decía de vezen cuando mientras se quitaba losauriculares, rompiendo con ello elsilencio opresivo de aquellasmañanas estivales largas ysofocantes—. Escucha esta chorrada—y se ponía a leer en alto algo queno podía creer que hubiese escritounos meses antes—. ¿Tiene algo desentido para ti?, porque para mí no.

—Quizá lo tenía cuando loescribiste —le dije yo.

Recapacitó un rato, quizámidiendo mis palabras.

—Eso es lo más tierno que meha dicho nadie en los últimos meses—dijo de una forma muy honesta,como si le hubiese sobrevenido unarevelación repentina y estuvieseotorgando a lo que dije unsignificado mayor del que yo quiseimplicar. Me sentí enfermo de formasúbita, aparté la mirada y finalmentepude murmurar lo primero que se mepasó por la cabeza:

—¿Tierno? —pregunté.—Sí, tierno.

No entendía qué tenía que ver laternura con eso. O quizá no veía contotal claridad hacia dónde se dirigíatodo esto y preferí dejar pasar eltema. De nuevo silencio. Hasta lasiguiente vez que abriese la boca.

Me encantaba cuando rompía elsilencio que existía entre ambos paradecir algo, lo que fuese, o parapreguntarme qué opinaba sobre X, osi había oído hablar de Y. Nadie enla casa me preguntaba jamás miopinión sobre las cosas. Si aún no sehabía dado cuenta de por qué, se ladaría muy pronto, era tan sólo una

cuestión de tiempo hasta que élcayese en la misma cuenta que elresto de que yo era el bebé de lafamilia. Y así con todo allí estaba ensu tercera semana con nosotrospreguntándome si alguna vez habíaoído hablar de Athanasius Kircher,Giuseppe Belli o Paul Celan.

—Sí, había oído hablar deellos.

—Yo soy casi una décadamayor que tú y hasta hace tan sólounos pocos días no sabía de laexistencia de ninguno de ellos. No loentiendo.

—¿Qué es lo que no entiendes?Papá es profesor universitario. Crecísin televisión. ¿Ahora lo entiendes?

—¿Por qué no te vuelves aponer con tus ruiditos? —dijomientras hacía como si estuviesearrugando la toalla y tirándomela a lacara.

Me gustaba incluso la manera enla que me regañaba.

Cierto día, mientras movía micuaderno encima de la mesa, tiréaccidentalmente un vaso. Se cayó alsuelo. No se rompió. Oliver, queestaba cerca, se levantó, lo cogió y

lo colocó, no sólo encima de lamesa, sino junto a mis papeles.

No sabía dónde buscar laspalabras de agradecimiento.

—No tenías por qué —proferífinalmente.

Dejo pasar el suficiente tiempopara que yo registrase que surespuesta no iba a ser fortuita odespreocupada.

—Quería hacerlo.Quería hacerlo, pensé yo.Quería hacerlo, me lo imaginé

repitiéndolo ama- e, complaciente,efusivo como solía estar justo antes

de que le sobreviniese el mal humor.Para mí aquellas tardes que

pasábamos alrededor e la mesa demadera del jardín con el enormeparasol sombreando de formaimperfecta mis papeles, con elrepiqueteo de los hielos en lalimonada, el sonido no muy lejano delas olas besando las enormes rocas yde fondo, proveniente de alguna delas casas vecinas, una emisora degrandes éxitos repetidos una y otravez de forma entrecortada y velada,todas estas cosas quedaronenmarcadas para siempre en aquellas

mañanas en las que lo único quedeseaba era que el tiempo sedetuviese. Que el verano noterminase jamás, que él nunca sealejase, que la música repetida una yotra vez siguiese para siempre, pidomuy poca cosa y juro que no exigirénada más en la vida.

¿Qué es lo que quería? ¿Y porqué no podía saber lo queambicionaba incluso cuando estabaya lo suficientemente preparado paraser tan brutal en mis confesiones?

Quizá lo menos que esperabaque me dijese fuera que no había

nada malo respecto a mí, que no eramenos humano que cualquier otrojovencito de mi edad. Me hubiesequedado satisfecho y no hubiesepedido nada más si él se hubieraagachado y recogido la dignidad quehabía arrojado a sus pies con tanpoco esfuerzo.

Yo era Glauco y él eraDiomedes. En nombre de algúnoscuro pacto entre hombres nosintercambiamos las armaduras, lamía de oro por la suya de bronce. Uncambio justo. Ninguno de los dosregateó ni mencionó nada de

baratijas ni de extravagancias.La palabra «amistad» me vino a

la cabeza. Pero la amistad, como ladefine todo el mundo, me era ajena,algo improductivo que no meimportaba en absoluto. En cambio, loque yo había querido desde elmomento en que se bajó del taxihasta que nos despedimos en Romaera lo que todos los humanossuplican a los demás, lo que hace quela vida sea vivible. Tendría que salirde el primero. Después,posiblemente, de mí.

Existe una ley en algún lugar

que dice que cuando una persona estátotalmente enamorada de otra, esinevitable que la otra lo esté también.Amor ch’a null’amato amarperdona. «El amor no exime de amara quien es amado», palabras deFrancesca en el Inferno. Solo tienesque aguardar y tener esperanza. Yo latenía, aunque quizá esto fuese lo quehe querido todo el tiempo. Esperarpara siempre.

Mientras estaba allí sentadotrabajando en mis transcripciones enla mesa redonda por la mañana, loque hubiese aceptado finalmente no

era su amistad, ni cualquier cosa.Tan sólo levantar la cabeza y verle,loción solar, sombrero de paja,bañador rojo, limonada. Elevar lavista y encontrarte allí, Oliver. Muypronto llegará el día en que mire y yano estés más en tu lugar.

A última hora de la mañana, losamigos y vecinos de las casasadyacentes normalmente se dejabancaer por aquí. Todo el mundo sereunía en nuestro jardín y luego todosjuntos nos dirigíamos a la playacercana. Nuestra casa era la que más

cerca estaba del agua y todo lo quehacía falta era abrir la puertecilla enla balaustrada, bajar por lasestrechas escaleras del peñasco y yaestabas en las rocas. Chiara, una delas chicas que hace tan sólo tres añosera más baja que yo y que el veranopasado no me dejaba ni a sol ni asombra, se había convertido en unamujer que dominaba el arte de nosaludarme siempre que noscruzábamos. En cierta ocasion, ella ysu hermana menor llegaron con elresto, recogieron la camiseta deOliver de la hierba y se la lanzaron.

—Ya vale. Nos vamos a laplaya y tú te vienes con nosotras —dijeron.

Él estaba deseandocomplacerlas.

—Dejad que recoja todos estospapeles, o de lo contrario su padre—y mientras sus manosreorganizaban los papeles, usó labarbilla para señalarme— medespellejara vivo. r

—Hablando de piel, acércate unpoco —diio ella y con la punta delos dedos, suave y lentamente, intentoarrancar un pellejo que se le estaba

desprendiendo de sus hombrosbronceados, que habían adquirido elmismo matiz dorado que un campo detrigo a finales de junio. Cómodeseaba yo poder hacer eso—. Dilea su padre que fui yo quien arrugó lospapeles, a ver qué dice entonces.

Echando un vistazo a losmanuscritos que Oliver había dejadosobre la enorme mesa del comedorantes de subir las escaleras, Chiarale gritó desde el piso de abajo queella podría haber hecho unatraducción mejor de esas hojas que latraductora local. Chiara, que era hija

de un expatriado como yo, tenía unamadre italiana y un padre americano.Hablaba en inglés e italiano conambos.

—¿También sabesmecanografiar? —su voz procedíadel piso de arriba donde buscaba porsu habitación otro bañador, luegodesde la ducha, portazos, porrazos decajones, golpes de zapatos.

—Escribo bien a máquina —gritó ella mientras miraba haciaarriba al hueco vacío de la escalera.

—¿Tanto como hablas?—Mejó. Y te haría también me

jó precio.—Necesito cinco páginas

traducidas al día, listas para recogercada mañana.

—Entonces no te haré nd —soltó Chiara—. Búscate a otrapessona.

—Bueno, la señora Milaninecesita el dinero —dijo mientrasbajaba con la camisa ondulada azul,alpargatas, un bañador slip rojo,gafas de sol y la edición roja deLoeb de Lucrecio de la que nunca seseparaba—. Me va bien con ella —dijo a la vez que se extendía crema

en los hombros.—Me va bien con ella —dijo

Chiara con una risa tonta—. A mí mevas bien tú, a ti te voy bien yo, a ellale va bien él...

—Dejad de hacer el payaso yvamos a bañarnos —dijo la hermanade Chiara.

Me costó mucho tiempo darmecuenta de que tenía cuatropersonalidades según el bañador quellevase puesto. El hecho de saber aqué atenerme me hizo pensar queposeía una cierta ventaja.

Rojo: descarado, testarudo, muy

maduro, casi brusco y malhumorado.Mantenerse alejado.

Amarillo: enérgico, optimista,gracioso aunque no carente de púas.No ceder con facilidad, puedevolverse rojo en cualquier momento.

Verde, casi nunca lo llevaba:conformista, con ganas de aprender,hablador, deslumbrante. ¿Por qué nosería siempre así?

Azul: lo llevaba la tarde queentró en mi habitación por el balcón,el día que me dio un masaje dehombros o cuando recogió el vasodel suelo y lo colocó justo a mi lado.

Hoy iba de rojo: estabaacelerado, resuelto, vigoroso.

Cuando se disponía a salircogió una manzana de un cuencoenorme de fruta, profirió un animado«¡Luego, señora P.!» a mi madre queestaba sentada con un par de amigasa la sombra, las tres en traje de baño,y en lugar de abrir la puertezuela quedaba al camino estrecho que ibahacia las rocas, la saltó. Jamásninguno de nuestros invitados habíasido tan espontáneo. Todo el mundole adoraba por eso, todo el mundoaprendió a apreciar su ¡Luego!

—Okay, Oliver, okay. ¡Luego!—dijo mi madre, intentando imitar sujerga y aceptando incluso su nuevaforma de tratamiento como señora P.Siempre había algo brusco en esapalabra. No era un «hasta luego» oun «cuídate», ni siquiera un ciao.¡Luego! era. un saludo excitante yrompedor que daba de lado a todasnuestras melifluas sutilezas europeas.¡Luego! dejaba siempre un regustoáspero en lo que hasta entonces habíasido un momento cálido e íntimo.¡Luego! no cerraba las cosas deforma suave, ni daba pie a que se

fuesen muriendo poco a poco.Procuraba un severo portazo.

Pero ¡Luego! era también unaforma de evitar decir adiós y facilitartodos los adioses. Se dice ¡Luego!sin dar a entender que es unadespedida sino para decir que enbreve estarás de vuelta. Es elequivalente a «Será un segundo», larespuesta que le dio a mi madredespués de que ésta le pidiese que lepasase el pan mientras él seentretenía apartando las espinas delpescado. Será un segundo. Mi madre,que odiaba lo que ella denominaba

sus americanismos, terminó porreferirse a él como il cauboi, elvaquero. Comenzó como algodespectivo pero rápidamente se tornóen un apodo cariñoso queacompañaba a su otro mote, que se leotorgó durante su primera semanaallí cuando bajó a la mesa delcomedor después de ducharserepeinado hacia atrás. La star, habíadicho ella para abreviar la muvistar. Mi padre, que siempre era elmás indulgente de todos, aunquetambién el más observador, ya habíadescifrado al cauboi.

—É un timido, ése es elproblema —dijo cuando lepreguntaron por el desabrido ¡Luego!de Oliver.

¿Oliver tímido? Eso era nuevo.¿Podía todo aquel bruscoamericanismo ser solamente unamanera exagerada de encubrir elhecho de que no sabía —o teníamiedo de no saber— cómodespedirse con gracia? A raíz de esorecordé cómo durante días se habíanegado a comer huevos pasados poragua por las mañanas. Al cuarto oquinto día, Mafalda insistió en que

no podía abandonar la región sinhaber probado los huevos. Al finalaccedió, lo que le llevó a tener queadmitir, no sin un cierto matiz deauténtica incomodidad que nunca sepreocupo en ocultar, que no sabíacómo abrir un huevo pasado poragua.

—Lasci fare a me, SignorUlliva. Déjame a mí —dijo ella.

Desde aquella mañana y trasmucho tiempo entre nosotros, lellevaba dos huevos y no servia a losdemas hasta que no hubiese abiertola cáscara de ambos.

¿Querría un tercer huevo?,preguntó ella. Había gente a quien legustaban más de dos huevos.

—No, con dos vale —respondió él y volviéndose hacia mispadres añadió—: Me conozco y sime tomo tres, luego serán cuatro ydespues más.

Nunca había oído a alguien desu edad decir me conozco. Me sentíintimidado.

Sin embargo, a Mafalda ya lahabía convencido mucho antes,durante su tercera mañana connosotros, cuando le preguntó si le

gustaba tomar zumo por las mañanas.Él contestó que sí. Seguramenteesperase néctar de naranja o depomelo pero lo que recibió fue ungran vaso lleno hasta el borde dejugo de albaricoque muy denso.Nunca antes lo había tomado. Ella sepuso delante de él con la bandejaapretada contra el delantal,intentando vislumbrar su reacciónmientras se lo tragaba. Al principiono dijo nada. Luego, probablementesin pensar, se relamió. Ella estaba enel cielo. Mi madre no podía creerseque gente que daba clase en las

grandes universidades se relamieselos labios después de beber zumo dealbaricoque. Desde aquel día, unvaso de ese elixir le estabaesperando cada mañana.

Se quedó perplejo al saber que,de entre todos los lugares posibles,había albaricoques en nuestro huerto.Al final de la tarde, cuando no habíanada que hacer en la casa, Mafaldasolía pedirle que se subiese a unaescalera con una cesta y recogieselos frutos que estuviesenvergonzosamente sonrojados, ledecía. No, éste está aún demasiado

joven, los jóvenes no tienenvergüenza, la vergüenza llega con laedad.

Nunca olvidaré cómo leobservaba desde mi mesa cuando sesubía por la pequeña escalera con subañador slip rojo y tardaba unaeternidad en coger los albaricoquesmás maduros. De camino a la cocina—cesta de mimbre, alpargatas,camisa ondulada, crema bronceadoray demás me lanzó uno enorme y medijo «¡Píllalo!» de la misma maneraque hubiese lanzado una pelota detenis de lado a lado de la pista y

hubiese dicho «¡Sacas tú!». Porsupuesto que él no tenía ni idea de loque estaba pensando unos minutosantes, pero los firmes y redondeadoscarrillos del albaricoque con elhoyuelo en el medio me recordaroncómo su cuerpo se había estirado deuna rama a otra con el culo prieto yredondeado recordando el color y laforma de la fruta. Tocar elalbaricoque era como tocarlo a el. Élnunca lo sabría, al igual que la gentea la que le compramos el periódicocada día y con la que fantaseamostoda la tarde no tiene ni idea de que

un rasgo peculiar de su cara o elbronceado de sus hombros expuestosnos aportarán infinitos momentos deplacer cuando estemos solos.

¡Píllalo!, al igual que ¡Luego!,posee una calidad directa y pococeremoniosa que me recuerda loretorcidos y misteriosos que son misdeseos comparados con laespontaneidad sociable de todo loque le rodea. Nunca se le hubieseocurrido que al poner el albaricoqueen la palma de mi mano me estuvieseobsequiando con su culo para que loagarrase o que, al morder la fruta,

también estaba mordiendo esa partede su cuerpo que debe de ser másfina y bella que el resto, pues nuncase dora al sol y además está cerca, sies que llegase a atreverme a mordertanto, de su rabito.

De hecho, él sabía más sobrelos albaricoques que nosotros —injertos, etimología, orígenes,aventuras en el mediterráneo y susalrededores—. Aquella mañana en lamesa del desayuno, mi padre nosexplicó que el nombre de la frutaprovenía del árabe pues la palabra—en italiano albicocca, abricot en

francés, aprikose en alemán, e igualque las palabras «álgebra»,«alquimia» y «alcohol»— derivabade un sustantivo arábigo combinadocon el artículo al delante. El origend e albicocca era al-birquq. Mipadre, que no podía resistirse a nodejarlo todo lo suficientemente claro,necesitaba respaldar toda laactuación con un pequeño estímulode reciente cosecha por lo queañadió que lo realmente asombrosoera que, en la actualidad, en Israel yen muchos países árabes se refieren aesa fruta con un nombre

completamente distinto: mishmish.Mi madre estaba perpleja.

Todos, incluidos mis dos primos queestaban de visita aquella semana,sentimos el impulso de aplaudir.

Sin embargo, en lo que respectaa las etimologías,

Oliver sintió tener que disentir.—¡Ah! —fue la reacción

sobresaltada de mi padre.—En realidad el término no es

exactamente árabe—dijo.—¿Y eso? —era obvio que mi

padre estaba imitando la ironía y lamayéutica socrática, que empezaría

con un «Así que no...», dejandodespués que el interlocutor seintrodujera en turbulentas arenasmovedizas.

—Es una larga historia, así queno te despistes, Pro —de repenteOliver se había puesto serio—.Muchas palabras latinas derivan delgriego. En el caso de «albarico-que», sin embargo, es a la inversa: elgriego bebe del latín. La palabralatina era praecoquum, de pre-coquere, precocinado, que maduraantes, como en el caso de «precoz»que significa «prematuro».

»Los bizantinos tomaronprestado praecox que se convirtió enprekokkia o berikokki, y así es comofinalmente los árabes debieron deheredar al-birquq.

Mi madre no pudo resistir suhechizo, se acercó a él, desaliñó supelo y dijo: «Che muvi star!».

—Tiene razón. No hay por quénegarlo —dijo mi padre sin aliento,como si estuviese actuando igual queun acobardado Galileo que tuvieseque murmurarse la verdad a símismo.

—Lo sé gracias a un curso

elemental de Filología —dijo Oliver.Todo en lo que yo podía pensar

era albaricoque, rabito, rabito,albaricoque.

Un día vi a Oliver subido en laescalera con el jardinero, Anchise,intentando aprender todo lo posibleso- re sus injertos, que explicabanpor qué esos albaricoques eran masgrandes, carnosos y jugosos que losde la mayoría de la región. Lefascinaban los injertos, sobre todocuando descubrió que el jardineropodía pasarse horas y horascompartiendo todo lo que sabía

sobre ellos con alguien que semolestase en preguntar.

Resultó que Oliver sabía mássobre tipos de comida, quesos yvinos que todos nosotros juntos.Incluso Ma- falda estaba cautivada yen ocasiones se adhería a su opinión:«¿Crees que debo saltear la pastacon cebolla o salvia? ¿Sabedemasiado a limón ahora? Lo heestropeado, ¿no? Debería haberleañadido un huevo más, ¡no sesostiene! ¿Debo usar la licuadoranueva o debo seguir usando el viejomortero y la mano?».

Mi madre no podía resistirse alanzar alguna que otra pulla.

—Como todos los caubois —decía—, saben todo lo que hay quesaber sobre la comida pero no sabensujetar con propiedad ni el tenedor niel cuchillo. Gourmets aristocráticoscon modales plebeyos. Dadle decomer en la cocina.

Con mucho gusto, hubieserespondido Mafalda. Y de hecho, undía que llegó tarde a almorzardespués de haber pasado toda lamañana con la traductora, el señorUlliva se puso a comer en la cocina

espaguetis y a beber vino tinto conMafalda, Manfredi, su marido ynuestro chófer y Anchise, y todosintentaron enseñarle una canciónnapolitana. No sólo era el himnonacional de la juventud en el sur,sino que era lo mejor que podíanofrecer cuando querían entretener ala realeza.

Se los había ganado a todos.

Me daba la sensación de queChiara estaba igualmente colada. Ysu hermana también. Incluso lamuchedumbre de tenistas holgazanas

que llevan cuatro años viniendo aprimera hora de la tarde antes de ir ala playa para darse un último baño sequedaban un rato más de lo habitualcon la esperanza de poder jugar unpartido rápido con él.

Con cualquiera de los otrosresidentes estivales me hubiesemolestado. Pero al ver que todos lecogían tanta simpatía me sobrevinouna sensación extraña, un pequeñooasis de paz. ¿Qué podía tener demalo que me gustase alguien que legustaba a todo el mundo? La mayoríaestaban encantados con él, incluidos

mis dos primos, así como los demásparientes que venían a quedarse losfines de semana y a veces mástiempo. A pesar de ser conocido porsacar defectos a todo el mundo, meproducía cierta satisfacción ocultarmis sentimientos por él bajo mi usualindiferencia, hostilidad o rencorhacia cualquiera que me eclipsara enla casa. Debido a que les gustaba atodos, yo debía decir que me gustabatambién. Me sentía como esoshombres que dicen de otro varón quees muy guapo como la mejor formade ocultar que en realidad se mueren

por abrazarle. Si me oponía al vistobueno universal sería una forma dealertar a los demás de que teníamotivos ocultos para resistirme a él.Oh, me gusta mucho, decía durantelos primeros diez días cuando mipadre me preguntaba qué pensaba deél. Había utilizado de formaintencionada palabras muycomprometedoras pues así nadiesospecharía que había un doblefondo en la secreta paleta de maticesque empleaba para referirme a él. Esla mejor persona que he conocido enmi vida, dije la noche en que el

pequeño bote en que había salido anavegar junto con Anchise por latarde tardó en volver y comenzamosa buscar el teléfono de sus padres enEstados Unidos por si debíamosdarles una terrible noticia.

Aquel día incluso me animé adejar salir mis inhibiciones ydemostré mi dolor de la mismamanera que el resto estabamostrándolo. Pero también lo hicepara que nadie pudiese sospecharque albergaba unos deseos muchomas secretos y desesperantes, hastaque me di cuenta, para mi vergüenza,

de que había una parte en mí a la queno le importaba que se muriese, quehabía algo incluso excitante en laidea de que su cuerpo hinchado y sinojos arribase finalmente a nuestrascostas.

Pero no podía engañarme.Estaba convencido de que nadie en elmundo lo deseaba tan físicamentecomo yo; ni había alguien dispuesto aviajar la distancia que yo estabapreparado para recorrer por él.Ninguno había estudiado cada huesode su cuerpo, tobillos, rodillas,muñecas, dedos de las manos y de

los pies, nadie codiciaba cadapliegue de sus músculos, ninguno selo llevaba a la cama cada noche y alverlo por la mañana tumbado en sucielo junto a la piscina le sonreía ycuando una sonrisa se aproximaba asus labios pensaba: ¿sabes ya queanoche me corrí en tu boca?

Quizá los demás tambiénalbergasen algo especial hacia él queocultaban hasta que se lodemostraban de manera particular.Pero a diferencia de los otros, yo erael primero que lo veía cuando volvíade la playa o cuando la silueta

inconsistente de su bicicleta, borrosaentre la bruma de media tarde,aparecía por el camino de pinos quedaba a nuestra casa. Fui el primeroen reconocer sus pasos cuando unanoche llegó tarde al cine y se quedóallí de pie buscándonos, sin deciruna palabra hasta que me di la vueltasabiendo que le haría muy feliz quele hubiese visto. Le reconocía por laforma en que pisaba las escalerasque le conducían a nuestro balcón oel descansillo justo delante de lapuerta de mi habitación. Sabíacuándo se detenía delante de las

puertaventanas, como si se estuviesedecidiendo a llamar, pero luegorecapacitase y continuase caminando.Sabía que era él quien conducía labicicleta por la forma en que éstaderrapaba siempre de manerajuguetona en el camino de gravilla ydespués seguía rodando a pesar deque era imposible que tuviesetracción, para luego pararse de formarepentina, enérgica y decidida yproferir una especie de voilà! albajarse.

Intentaba siempre tenerlo dentrode mi campo de visión. No dejaba

que se alejase de mí nunca, exceptocuando no estaba conmigo. En esecaso no me importaba demasiado loque hiciese, mientras que secomportase igual con los demás queconmigo. No le permitía ser otrapersona cuando estaba lejos. Nialguien que yo no hubiese visto. Notoleraba que tuviese una vidadiferente a la que tenía con nosotros,conmigo.

No me consentía perderlo.Sabía que no podía sujetarlo,

que no tenía nada que ofrecerle,ningún señuelo para atraparlo.

No era nada.Sólo un crío.Él simplemente distribuía su

atención cuando la ocasión le parecíaidónea. Cuando vino a ayudarme aentender mejor un fragmento deHeráclito, puesto que yo tenía ladeterminación de leer a «su» autor,las palabras que me vinieron a lacabeza no eran «caballerosidad» o«generosidad» sino «paciencia» y«aguante». Unos minutos más tarde,cuando me preguntó si me gustaba ellibro que estaba leyendo, me dio lasensación de que no era por

curiosidad sino por tener unaoportunidad de charlar de manerainformal. Todo era muy informal.

Le parecía bien la informalidad.¿Cómo es que no estás en la

playa con los demás?Vuelve a tu sitio.¡Luego!¡Píllalo!Sólo estaba intentando mantener

una conversación.Charlar de manera informal.Nada.

Oliver recibía muchas

invitaciones de otras casas, o sehabla “«vertido en una especie detradición entre nuestros inquilinosveraniegos. Mi padre siempre queríaque se sintiesen libres de «propagar»sus libros y conocimientos por elpueblo. También creía que los sabiosdebían saber cómo dirigirse a loslegos, y es por ese motivo por el quesiempre había abogados, médicos oempresarios sentados a nuestra mesa.Decía que todo el mundo en Italiahabía leído a Dante, Homero yVirgilio. No importa a quién tedirijas, siempre puedes soltar algo

de Homero o Dante al principio de laconversación. Virgilio es un deber yLeopardi llegará después. Tras eso,siéntete con libertad paradeslumbrarles con todo lo quetengas, Celan, cilantro, salami, quémás da. Esto tiene también la ventajade que da la posibilidad a todos losresidentes de perfeccionar suitaliano, uno de los requisitos de laresidencia. Que estuviesen de rondade cenas por todo B. tenía tambiénotro beneficio: nos libraba detenerlos a nuestra mesa todas y cadauna de las noches de la semana.

Pero las invitaciones de Oliverse habían vuelto vertiginosas. Chiaray su hermana lo querían al menos dosveces por semana. Un caricaturistade Bruselas, que había alquilado unahacienda para todo el verano, losolicitaba para sus soupers dedomingo, a las que siempre estabaninvitados los escritores yespecialistas de los alrededores.Luego los Moreschi, que vivían trescasas más abajo, los Malaspina deN. y los conocidos ocasionales querompían a tocar en una de lastabernas de la piazzetta o en Le

Danzing. Todo esto sin mencionarsus partidas de póquer y bridge, quese organizaban de una formatotalmente desconocida paranosotros.

Su vida, al igual que suspapeles, incluso cuando daba toda laimpresión de ser caótica, estabameticulosamente compartimentada.En ocasiones se saltaba la cena deltodo y tan sólo le decía a Mafalda:«Esco, me marcho».

Su Esco, me di cuenta lobastante pronto, era tan sólo otraversión del ¡Luego! Un adiós

incondicional y sumario que no seexponía mientras te ibas sino cuandoya estabas fuera. Se pronunciaba deespaldas a aquellos de los que tedespedías. Me daban pena lasvíctimas que deseaban apelar,presentar declaración.

Ignorar si se iba a personar enla cena era una tortura. Pero erasoportable. El auténtico traumaconsistía en no atreverme a preguntarsi asistiría. Que se me saliese elcorazón del pecho si por fin oía suvoz o le veía sentado en su sitiocuando ya casi había perdido la

esperanza de que aquella noche seencontrase entre nosotros,mostrándose de repente como unaflor envenenada. Verle y creer que seiba a unir a nosotros para cenar yluego escuchar un Esco tajante meenseñó que hay ciertos deseos quedeben ser sujetados con alfilerescomo las alas de una radiantemariposa.

Quería que se fuese de nuestracasa para así poder darle el portazodefinitivo.

También deseaba que semuriese y así, como no podía dejar

de pensar en él y de preocuparme porcuándo sería la próxima vez que lovería, al menos su muerte acabaríacon todo ello. Incluso ansiabamatarle yo mismo, para así darle aentender lo que su mera existenciahabía llegado a importunarme, loinsoportable que era su facilidad contodo y con todo el mundo, el llevarlas cosas con tanta calma, suincansable no me molesta tal o talcosa, los brincos por encima de lavalla hacia la playa cuando todos losdemás abrían antes la puertezuela,sin mencionar sus bañadores, su

lugar en el paraíso, su descarado¡Luego! y la manera de chasquear loslabios al beber zumo de albaricoque.Si no le asesinaba, entonces ledejaría paralítico de por vida paraque tuviese que permanecer connosotros en una silla de ruedas y novolver jamás a Estados Unidos. Siestuviese en una silla de ruedas,siempre sabría dónde se encontraba yseria mas fácil localizarle. Mesentiría superior a él y meconvertiría en su maestro, ahora queestaba lisiado.

Luego se me ocurrió que en

lugar de eso podía suicidarme, odejarme gravemente herido y hacerlesaber el motivo de haberlo hecho. Sime laceraba la cara desearía que memirase y se preguntase por qué, porqué iba alguien a hacerse eso a símismo, hasta que luego —sí, ¡Luego!—, anos mas tarde, atase cabos y sediese golpes contra la pared.

En ocasiones era Chiara quiendebía ser eliminada. Ya sabía lo quepretendía. Era de mi edad y sucuerpo estaba más que preparadopara él. ¿Más que el mío?, mepreguntaba. Ella iba detrás de él, eso

quedaba claro, mientras que yo todolo que deseaba era una noche con él,sólo una noche —incluso una hora—aunque solamente fuese paradeterminar si quería pasar algunaotra más con él después de laprimera. De lo que no quise darmecuenta fue de que su ansia por ponera prueba al deseo no era más que unaestratagema para obtener lo quequeríamos sin tener que admitir quelo pretendíamos. Me dio pavorpensar lo experimentado que podíaser él. Si era capaz de hacer tantosamigos a las pocas semanas de estar

aquí, simplemente figúrate cómosería su vida en su casa. Imaginadejarle suelto en un campusuniversitario urbano como el deColumbia, donde impartía clases.

El asunto con Chiara ocurriócon tal facilidad que no hubo tiempopara conjeturas. Le encantaba irsecon ella a dar un paseo y alejarsemar adentro montados en la barca deremos de doble casco, él remandomientras ella ganduleaba al sol y sequitaba el sujetador cuando ya sehabían parado lejos de la costa.

Yo observaba. Temía perderlo

en su favor. Temía también perderlaa ella en favor de él. Aun así, la ideade los dos juntos no me angustiaba.Me la ponía dura, aunque no sabía siera provocado por el cuerpo deChiara desnudo tumbado al sol, porel de él junto a ella, o los dos juntos.Desde donde yo estaba en labarandilla del jardín que daba alpeñasco podía forzar la vista yconseguir verlos tumbados al sol eluno junto al otro, probablementebesuqueándose, ella colocando devez en cuando un muslo sobre el deél, hasta que unos minutos despues el

hacia lo mismo. No se habían quitadolos bañadores. Eso me confortaba,pero cuando tiempo después los vibailando una noche, algo me dijo queésos no eran los movimientos dealguien que se había limitado ameterse mano.

En realidad, me gustaba verlosbailar juntos. Quizá observar cómose contoneaba así con alguien mehizo darme cuenta de que ahoraestaba cogido, que no existíanmotivos para la esperanza. Y esto eraalgo bueno. Ayudaría a mirecuperación. Tal vez pensar de esta

forma era ya una señal de que lareparación estaba en camino. Habíarozado la zona prohibida y habíasido perdonado con bastantefacilidad.

Pero cuando a la mañanasiguiente me dio un vuelco el corazónal verle en nuestro lugar habitual deljardín, supe que desearles lo mejor yanhelar una recuperación no teníannada que ver con lo que aún requeríade él.

¿Se le aceleraba el corazón alverme entrar en la habitación?

Tenía serias dudas.

¿Me ignoró aquella mañana dela misma forma que yo le ignoraba aél: a propósito, para sacarme de miscasillas, para protegerse, parademostrar que no significaba nadapara él? ¿O no era consciente, de lamisma forma en que, a veces, laspersonas más observadoras sonincapaces de entender los signos másobvios pues simplemente no estánprestando atención, no les interesa,no les preocupa?

Cuando él y Chiara bailaban,veía cómo ella pasaba su muslo entrelas piernas de él. Y los había pillado

luchando en broma rebozados en laarena. ¿Cuándo había comenzado?¿Y por qué no estaba yo allí cuandose inició? ¿Y por qué no me locomunicaron? ¿Por qué no era capazde reconstruir el momento en el quepasaron de X a Y? Estoy seguro deque había muchas señales a mialrededor. ¿Por qué no eraconsciente de ello?

Comencé a pensar solamente enlo que harían juntos. Hubiese hechocualquier cosa para arruinar todas ycada una de las oportunidades quetuviesen para estar solos. Hubiese

comenzado difamaciones del unocontra el otro para luego contarle lareacción al otro. Pero también queríaver cómo lo hacían ellos mismos,quería estar presente, que medebiesen algo y ser su cómplicenecesario, su intermediario, el peónque se había convertido en algo tanvital, tanto para el rey como para lareina, que era ahora el dueño deltablero.

Comencé a decir cosasagradables sobre ambos, fingiendono tener ni idea de cómo marchabatodo entre ellos. Él pensaba que yo

estaba siendo muy coqueto. Ella dijoque sabía cuidarse sola.

—¿Estás intentandoemparejarnos? —me preguntó ellacon un cierto tono de burla en su voz.

—De todos modos, ¿a ti quémás te da? —me preguntó él.

Le describí el cuerpo de elladesnudo, que había contemplado dosaños antes. Quería que se excitase.Daba igual lo que desease, siempre ycuando estuviese excitado. A ellatambién le describí su cuerpo, puesquería ver si su pasión se parecía ala mía para así compararlas y

comprobar cuál de las dos era laauténtica.

—¿Estás intentando hacer queme sienta atraído por ella?

—¿Qué problema habría enello?

—Ningún problema. Exceptoque a mí me gusta ir por mi cuenta, sino te importa.

Me llevó un tiempo entender loque buscaba en realidad. No sóloquería que se excitase en mipresencia o hacer que me necesitase,sino que le animaba a hablar sobreella a sus espaldas. Iba a convertir a

Chiara en el cotilleo entre doshombres. Eso permitiría uncalentamiento de ambos a través deella, salvar la distancia entre los dosal admitir que nos atraía la mismamujer.

Tal vez sólo quisiese hacerlesaber que me gustaban las chicas.

—Mira, es muy amable por tuparte, y yo te lo agradezco, perodéjalo.

Su rechazo me indicaba que noiba a seguirme el juego. Me puso enmi lugar.

No, él es muy noble, pensé. No

como yo, insidioso, siniestro ybásico. Eso potenció mi agonía yprovocó en mí unas marcas devergüenza. Ahora, además de ladeshonra de desearle de la mismamanera que Chiara, le respetaba, letemía y le odiaba por conseguir queme odiase a mí mismo.

La mañana siguiente de verlesbailar no hice ningún ademán de ir acorrer con él. Ni tampoco lo hizo él.Cuando finalmente lo saque acolacion, puesto que el silenciosobre la materia se había vueltoinsoportable, me dijo que ya había

ido.—Estás siendo un poco

dormilón últimamente.Qué listo es, pensé yo.De hecho, durante las últimas

mañanas me había acostumbradotanto a que me esperase que meconfié y dejé de preocuparme decuándo me levantaba. Así aprenderé.

A la mañana siguiente, a pesarde que yo quería ir a nadar con él, iral piso de abajo hubiese sido comola reacción de alguien escarmentadotras una eventual regañina. Así queme quedé en mi habitación. Tan sólo

para demostrar que estaba en locierto. Oí cómo andaba con cuidadopor el balcón, casi de puntillas. Meestaba evitando.

Bajé mucho más tarde. Paraentonces él ya se había ido a entregarlas correcciones y recoger lasúltimas traducciones de la señoraMilani.

Dejamos de hablar.Incluso cuando compartíamos

espacio por las mañanas, lasconversaciones eran a lo sumo vagasy superfluas. Ni siquiera se le podíallamar charlar.

No le molestaba. Probablementeni lo hubiese reconsiderado.

¿Como puede haber gente queatraviese un infierno para estar máscerca de otra persona mientras éstano tiene ni la más remota idea denada y ni tan siquiera le dedica unpensamiento durante semanas ointercambia unas palabras con él?¿Podría Oliver imaginarse algo?¿Debía

El romance con Chiara comenzóen la playa. Después dejó de lado eltenis y comenzó a dar paseos en bicipor las tardes con ella y sus amigos a

través de las lejanas colinas deloeste paralelas a la costa. Cierto día,cuando eran demasiados para ir amontar en bici, Oliver se giró y mepreguntó si me importaba dejarle mibicicleta a Mario pues yo no laestaba utilizando.

Hizo que volviese a cuandotenía seis años.

Me encogí de hombros dando aentender un «Adelante». Me dabacompletamente igual. Pero en cuantose fueron, subí corriendo a mi cuartoy rompí a llorar sobre mi almohada.

Alguna noche nos

encontrábamos en Le Danzing. Nuncapodíamos pronosticar cuándoaparecería Oliver. Tan sólo salía aescena e igual de repentinamentedesaparecía, unas veces solo, otrasacompañado. Cuando Chiara venía anuestra casa como había hecho desdeque era una niña, se sentaba en eljardín y miraba hacia fuera, a laespera de su llegada. Entonces,mientras pasaba el tiempo y ya noteníamos nada más que decirnos, mepreguntaba, «C’è Oliver?». Fue a vera la traductora. O bien: Está en labiblioteca con mi padre. O: Está por

la playa. «Bueno, pues entonces mevoy. Dile que he estado aquí.»

Se acabó, pensé.Mafalda negó con la cabeza con

una mirada de reproche compasivo.—Ella es un bebé, él un

profesor universitario. ¿No podíahaber buscado a alguien de su edad?

—Nadie te ha preguntado nada—soltó Chiara, que lo había oído yno estaba dispuesta a ser criticadapor una cocinera.

—No se te ocurra hablarme asío te partire la cara en dos —dijonuestra cocinera napolitana a la vez

que levantaba con ademánamenazante la palma de la mano .Aún no ha cumplido los diecisiete yya va por ahí levantando pasionescon los pechos al aire. ¿Se cree quesoy nueva?

Podía imaginarmeperfectamente a Mafaldainspeccionando las sábanas deOliver cada mañana. O comparandoinformación con la criada de Chiara.No se le podía escapar ningúnsecreto a esta red de amas de casainformadas perpetuamente.

Miré a Chiara. Sabía que estaba

dolida.Todo el mundo sospechaba que

había algo entre ellos. Por la tarde,él solía decir que iba al cobertizojunto al garaje a coger una bici paraacercarse al pueblo. Una hora ymedia después había vuelto. Latraductora, solía decir.

—La traductora —la voz de mipadre resonaba mientras mecía uncoñac vespertino.

—Sí, sí, la traduttrice—canturreaba Mafalda.

En ocasiones nosencontrábamos fortuitamente en el

pueblo.Un día, estaba yo sentado en el

café donde algunos de nosotrossolíamos quedar por las nochesdespués del cine o antes de ir a ladiscoteca, cuando vi a Chiara yOliver salir hablando de un callejóncontiguo. Él iba comiendo un heladocon una mano, mientras que ella seagarraba a su brazo libre con los dossuyos. ¿De dónde habían sacado eltiempo para intimar tanto? Daba lasensación de que tenían unaconversación interesante.

—¿Qué estás haciendo tú aquí?

—me dijo al verme.Uso un tono de broma tanto para

cubrirse las espaldas, como paraocultar que habíamos dejado dehablarnos del todo. Pensé que era untruco barato.

—Nada, pasar el rato.—¿No se te ha pasado ya la

hora de irte a la cama?—Mi padre no cree en los

horarios —me defendí.Chiara estaba aun sumida en un

profundo pensamiento. Evitabamirarme a los ojos.

¿Le habría dicho las cosas

bonitas que yo había estado diciendosobre ella? Parecía molesta. ¿Leimportunaba mi repentina intromisiónen su pequeño mundo? Recordé eltono de voz que utilizó la mañana queperdió los papeles con Mafalda. Unasonrisa de satisfacción planeó sobresu rostro; estaba a punto de deciralgo cruel.

—Nunca hubo horarios en sucasa, ni control, ni supervisión, nada.Por eso es un chico tan bueno yeducado. ¿No crees? No tiene nadacontra lo que rebelarse.

—¿Es eso cierto?

—Supongo —respondí,intentando quitarle importancia antesde que siguiesen por allí—. Todostenemos nuestra propia forma derebeldía.

—Ah, ¿sí? —preguntó él.—Dinos una —metió baza

Chiara.—No lo entenderíais.—Es que lee a Paul Celan —me

interrumpió Oliver, intentandocambiar de tema pero quizá tambiénpara salir en mi ayuda ydemostrarme, aun sin dar talsensación, que no había olvidado

nuestra conversación anterior.¿Estaba intentando rescatarme trasaquella pequeña punzada acerca dela hora a la que me acuesto o esto erael comienzo de otra broma a micosta? Surgió en su rostro una miradaneutral e inflexible.

—E chi e? —ella nunca habíaoído hablar de Paul

Celan.Le lancé una mirada cómplice.

Él la recibió, pero no mostró ni unápice de connivencia en sus ojoscuando finalmente me la devolvió.¿De qué lado estaba?

—Un poeta —susurró mientrascomenzaban a dirigirse paseandohacia el centro de la piazzetta y mededico un improvisado ¡Luego!

Vi cómo buscaban una mesavacía en uno de los cafés adyacentes.

Mis amigos me preguntaron si élestaba tirándole los tejos a ella.

No lo sé, respondí yo.Entonces, ¿lo estaban haciendo?Eso tampoco lo sabia.Me encantaría estar en su lugar.¿Y a quién no?Pero yo estaba en el cielo. Que

recordase la conversación que

tuvimos sobre Celan me aportó unaespecie de tónico que no habíaexperimentado durante muchos,muchos días. Contagiaba todo lo quetocaba. Una simple palabra, unamirada y me llevaba al cielo. Al fin yal cabo, ser así de feliz quizá noRiese tan difícil. Todo lo que debíahacer era buscar una fuente defelicidad en mí mismo y no esperar aque los demás me la proporcionasenla próxima vez.

Recordé la escena de la Bibliaen la que Jacob le pide agua aRaquel y al oírle pronunciar las

palabras que le habían sidoprofetizadas, alza sus manos al cieloy besa la tierra junto al pozo. Yo,judío; Celan, judío; Oliver, judío.Estábamos en un medio gueto, mediooasis, en un mundo que en otrascircunstancias hubiese sido cruel eimpávido, donde sentirse confundidoentre extraños dura poco, donde nomalinterpretamos a nadie y nadie nosjuzga mal, donde una personasimplemente conoce a otra y laconoce tan bien que alejarse de talintimidad se considera la palabrahebrea para definir el exilio y la

dispersión. Entonces ¿era él mihogar, mi vuelta a casa? Tú eres miretorno al hogar. Cuando estoycontigo y estamos bien juntos nodeseo nada más. Consigues que meguste quién soy y en lo que meconvierto cuando estás conmigo,Oliver. Si existe la verdad en elmundo, ésta miente cuando estoycontigo y si algún día encuentro elcoraje para decirte mi verdad,recuerdame que encienda una vela deagradecimiento en todos los altaresde Roma.

Nunca se me ocurrió pensar que

si bien una palabra suya podíahacerme tan feliz, otra me destruiríacon igual facilidad; si no quería serinfeliz, debía aprender a tenercuidado de esas pequeñas alegrías.

Sin embargo, aquella mismanoche utilicé la euforia embriagadoradel momento para hablar con Marzia.

Bailamos hasta pasada lamedianoche, luego la acompañé acasa a través de la costa. Despuésnos detuvimos. Comenté que measaltaba la tentación de pegarme unbaño, con la esperanza de que ellame quitase la idea de la cabeza. Sin

embargo me dijo que a ella tambiénle gustaba bañarse por la noche. Nosdeshicimos de la ropa en un segundo.

—No estás conmigo porque tehas enfadado con Chiara, ¿no?

—¿Por qué voy a estar enfadadocon Chiara?

—Por culpa de él.Negué con la cabeza y fingí

poner cara de asombro para darle aentender que no concebía de dóndese podía haber sacado tales ideas.

Me pidió que me girase y queno la observase mientras usaba susuéter para secarse el cuerpo. Simulé

echarle una ojeada clandestina, perofui muy obediente e hice lo que mepidió. No me atreví a exigirle que noechase un vistazo cuando me vestía,pero ella fue lo suficientementeatenta como para mirar hacia otrolado. Cuando ya no estábamosdesnudos la cogí de la mano y lebesé en la palma, luego en losespacios entre los dedos, acontinuación en la boca. Le costódevolverme el beso, pero después noquería parar.

Quedamos en encontrarnos en elmismo sitio de la playa al día

siguiente por la tarde. Le dije queestaría allí antes que ella.

—Pero no se lo digas a nadie—dijo ella.

Hice un gesto que simulaba quele echaba la cremallera a mi boca.

A la mañana siguiente, duranteel desayuno, les dije a mi padre y aOliver que casi lo habíamos hecho.

—¿Y por qué no lo hicisteis? —preguntó mi padre.

—No sé.—El que no lo intenta siempre

se lamenta —Oliver se estaba

burlando y a la vez apoyándome conese refrán tan manido.

—Solamente tenía que haberencontrado el valor para extender lamano y tocarla, ella hubiese dichoque sí —comenté, en parte paraeludir cualquier crítica posterior dealguno de ellos y en parte parademostrarles que cuando se trata dereírse de uno mismo, sé cómoadministrarme la dosis solito,muchas gracias. Estaba presumiendo.

—Inténtalo luego —comentóOliver.

Esto es lo que hacía la gente que

estaba segura de sí misma. Perotambién me daba la sensación de quetramaba algo que no se atrevía amostrar, quizá porque había algoligeramente inquietante detrás de suestúpido pero bien intencionadointéntalo luego. Estaba criticándome.O riéndose de mí. O viendo a travésde mí.

Me dolió cuando por fin soltó loque se guardaba. Solamente alguienque me hubiese descifrado a laperfección podía haberlo dicho.

—Si no es luego, ¿cuándo?A mi padre le gustó: «Si no es

luego, ¿cuándo?». Le recordaba alfamoso mandato judicial del rabinoHillel: «Si no es ahora, ¿cuándo?».

Oliver intentó instantáneamenteretirar su comentario hiriente.

—Yo sin duda lo volvería aintentar. Y después otra vez esta erala versión suavizada. Sin embargointéntalo luego era el tupido velo quehabía corrido sobre si no es luego,¿cuándo?

Repetí su frase como si fuese unmantra profético que mostrase cómovivía él su vida y cómo yo intentabavivir la mía. Al corear lo que había

salido de su boca, me aventuraba apasar por un pasadizo a algún tipo deverdad inferior que hasta entoncesme había estado esquivando, unarealidad sobre mi, sobre mi vida,sobre los demás y sobre mi con losdemás.

Inténtalo luego eran las últimaspalabras que me decía a mí mismocada noche cuando me juré que iba ahacer algo para atraer a Oliver.Inténtab luego quería decir: ahora notengo el coraje. Las cosas no estabanlistas en ese instante. No sabía dedónde iba a sacar el valor y la

determinación para intentarlo luego.Sin embargo, tener la intención dehacer algo en lugar de sentarmepasivamente me hizo sentir que yaestaba realizándolo, como siestuviese recogiendo los beneficiosde un dinero que no había invertido,ni mucho menos ganado.

También sabía que estabaconstruyendo un fortín alrededor demi vida con muchos inténtalo luego yque los meses, las estaciones, losaños enteros podían escaparse demis manos con un simple SanIntentaloluego en el santoral de cada

día. Inténtalo luego funcionaba paragente como Oliver. Si no es luego,¿cuándo? era mi doctrina.

Si no es luego, ¿cuándo? ¿Y sime había descubierto y habíadestapado todos y cada uno de missecretos con esas cinco afiladaspalabras?

Tenía que hacerle saber que meresultaba totalmente indiferente.

Lo que hizo que cayese enbarrena fue cuando hablé con él unascuantas mañanas después en el jardíny me enteré, no sólo de que estaba

haciendo oídos sordos a todos mishalagos de parte de Chiara, sinotambién de que iba por el malcamino.

—¿Qué quieres decir con quevoy por el mal camino?

—No estoy interesado.No sabía si quería decir que no

estaba interesado en discutir o que noestaba interesado en Chiara.

—Le interesa a todo el mundo.—Bueno, igual sí, pero a mí no.Aún no lo tenía claro.Había en su voz algo seco,

molesto y meticuloso.

—Pero yo os he visto.—Lo que viste no era de tu

incumbencia. Y de cualquier formayo no le estoy siguiendo el juego ni aella ni a ti.

Le dio una calada al cigarro ydespués me echó una miradaamenazante y heladora que podíahaber cortado mis entrañas con laprecisión de una artroscopia.

Me encogí de hombros.—Pues lo siento mucho —y

volví a mis libros.Una vez más había sobrepasado

mis límites y no tenía forma de salir

con refinamiento a no ser queadmitiese que había sidoterriblemente indiscreto.

—Quizá debieras intentarlo tú—soltó.

Nunca le había oído expresarseen un tono tan radiante. Normalmenteera yo el que titubeaba en los límitesdel decoro.

—Ella no querría tener ningúntipo de relación conmigo.

—¿Tú querrías eso?¿Hacia dónde nos dirigíamos y

por qué tenía la sensación de queunos pasos más adelante me

aguardaba una trampa?—No —respondí con cautela,

sin darme cuenta de que mi falta deconfianza había hecho que mi «no»sonase casi como una pregunta.

—¿Estás seguro?¿Había estado de alguna manera

dándole a entender todo este tiempoque la deseaba?

Levante la cabeza para mirarley dar así la sensación de que estabarespondiendo a un reto con otro reto.

—¿Qué sabrás tú?—Sé que te gusta.—No tienes ni idea de lo que

me gusta —espeté—. Ni idea.Procuraba que sonase con un

tono de superioridad y misterio,como si me estuviese adentrando enuna esfera de la condición humanasobre la que alguien como él nohabía oído hablar jamás. Sinembargo, sólo había conseguidosonar malhumorado e histérico.

Un lector del alma humanamenos astuto hubiese visto en misconstantes negaciones los terroríficossignos de la admisión nerviosa enbusca de una excusa con respecto aChiara.

Un observador más sagaz, porotra parte, lo hubiese considerado unpreámbulo a una verdad totalmentedistinta: abre la puerta del todo a tucuenta y riesgo, créeme, no quieresoírlo. Quizá deberías irte ahora queaún estás a tiempo.

Pero también sabía que si eracierto que él mostraba claros signosde sospechar la verdad, yo haría unmayor esfuerzo para quitarle la ideade inmediato. Si, en cambio, nosospechaba nada, entonces mispalabras nerviosas le hubiesendejado indiferente de igual forma. Al

final yo estaba más contento si élpensaba que yo deseaba a Chiara,que si forzaba más la situación yconseguía que me tropezase una yotra vez conmigo mismo. Me hubiesequedado sin palabras y hubiese idodonde mi cuerpo quería ir muchashoras antes, sin ninguna agudezapreparada. Me pondría muy, muyrojo, por haberme ruborizado, haberconfundido las palabras y finalmentehaberme derrumbado. Y entonces,¿dónde estaría? ¿Qué diría él?

Mejor hundirme ahora, pensé,que vivir otro día más barajando las

posibles soluciones al inténtaloluego.

No, mejor que no lo supiesenunca. Podría vivir con eso.Siempre, siempre podría vivir coneso. Ni siquiera me sorprendió ver lofácil que me resultó aceptarlo.

Y así con todo, sin previoaviso, surgió de repente un momentotan dulce entre ambos que laspalabras que deseaba decirle casi seme caían de los labios. Un momentode bañador verde, los llamaba,incluso después de que mi teoría de

los colores fuese refutada y mequitase todas las esperanzas deesperar «bondad» durante los díasazules o tener cuidado con los díasrojos.

La música era un tema de fácildiscusión entre nosotros, sobre todocuando yo estaba al piano. O cuandoquería que tocase algo a la manera detal o de cual. Le gustaban lascombinaciones de dos, tres o cuatrocompositores en armonía en la mismapieza transcritos por mí. Cierto díaChiara comenzó a tararear unamelodía de la lista de éxitos y de

repente, ya que era un día muyventoso y no había nadie que fuese ala playa y ni siquiera fuera de casa,todos nuestros amigos se reunieronalrededor del piano del salón,mientras yo improvisaba unavariación de Brahms sobre unainterpretación de Mozart de esamisma canción.

—¿Cómo lo consigues? —mepreguntó una mañana mientrasdescansaba en el cielo.

—En ocasiones, la única formade entender a un artista es ponerse ensu lugar, adentrarse en él. Después,

el resto fluye de forma natural.Volvimos a hablar sobre libros.

Yo casi nunca había hablado deliteratura con nadie salvo con mipadre.

O dialogábamos sobre música,sobre los filósofos presocráticos,sobre las universidades americanas.

O si no estaba Vimini.La primera vez que se

inmiscuyó en nuestras mañanas fueprecisamente el día que estuvetocando la última variación deBrahms sobre una variación deHändel.

Su voz rompió el intenso calorde media mañana.

—¿Qué estáis haciendo?—Trabajar —respondí.Oliver, que estaba tumbado

sobre su estómago al borde de lapiscina, miró hacia arriba mientras lecaía el sudor entre sus omoplatos.

—Yo también —respondiócuando ella se giró y le hizo lamisma pregunta.

—Tú estabas hablando, notrabajando.

—Es lo mismo.—Ojalá yo pudiese trabajar.

Pero nadie me da trabajo.Oliver, que no la había visto

nunca antes, me miró, completamenteimpotente, como si no conociese lasreglas de la conversación.

—Oliver, te presento a Vimini,nuestra vecina de al lado.

Ella le ofreció la mano y él lasacudió.

—Nacimos el mismo día, peroella tiene diez años. Es también ungenio. ¿Es verdad o no que eres ungenio, Vimini?

—Eso dicen. Pero a mí me da lasensación de que puede que no lo

sea.—¿Y eso por qué? —indagó

Oliver, asegurándose de no sonardemasiado condescendiente.

—Sería de muy mal gusto porparte de la naturaleza el habermehecho un genio.

—¿Cómo dices? —Oliverparecía más asombrado que nunca.

—No lo sabe, ¿no? —mepreguntó delante de él.

Negué con la cabeza.—Dicen que no viviré mucho

tiempo.—¿Por qué dices eso? —

parecía totalmente aturdido—.¿Cómo lo sabes?

—Todo el mundo lo sabe.Tengo leucemia.

—Pero eres preciosa, con unaapariencia muy sana y muyinteligente —protestó.

—Pues eso, una broma de malgusto.

Oliver, que ahora estaba derodillas en la hierba, había tirado sulibro al suelo.

—Quizá podrías venir un día ami casa a leerme algo —dijo ella—.Soy muy buena chica y tú pareces un

buen chico también. Bueno, adiós —trepo el muro—. Y siento haberteasustado como un fantasma, pero...

Casi se podía ver cómointentaba retractarse de una metáforatan macabra.

Si la música no nos habíaacercado ya lo suficiente, al menosdurante aquel día y por unas horas, laaparición de Vimini lo consiguió.

Charlamos acerca de ella todala tarde. No tenía que buscar cosassobre las que dialogar. Él se encargóde hacerlo y preguntar casi todo elrato. Oliver estaba hipnotizado. Por

una vez no estaba hablando sobre mímismo.

Muy pronto se hicieron amigos.Ella estaba siempre esperando a queél volviese de correr o nadar por lamañana y juntos caminaban hasta lapuerta y bajaban, siempre de formacautelosa, las escaleras, paradirigirse a una de las enormes rocas,donde se sentaban y conversabanhasta que era la hora de desayunar.Nunca había visto una amistad tanbonita o tan intensa. No estabaceloso y nadie, y yo mucho menos, seatrevía a interponerse entre ellos o a

espiarles. Nunca olvidaré cómo ellale daba la mano una vez que habíaabierto la verja hacia las escalerasque daban a las rocas. Pocas vecesse aventuraba a ir tan lejos a no serque fuese acompañada de alguienmás mayor.

Cuando recuerdo aquel verano,nunca soy capaz de ordenar loseventos. Hay algunas escenascruciales. Por lo demás, todo lo querecuerdo son momentos repetidos. Elritual matutino anterior y posterior aldesayuno: Oliver tirado en la hierba,

o junto a la piscina y yo sentado enmi mesa. Más tarde ir a correr o anadar. Luego él cogía la bicicleta eiba hasta el pueblo a ver a latraductora. La comida en la mesalarga y a la sombra del otro jardín, ocomíamos dentro, siempre con uninvitado o dos a la labor delalmuerzo. Las horas vespertinas,espléndidas y opulentas, repletas desol y silencio.

Luego están las escenassecundarias: mi padre preguntándosesiempre qué hacía yo con mi tiempo,por qué estaba siempre solo; mi

madre recomendándome que hiciesenuevos amigos si los viejos no meinteresaban y sobre todo que noestuviese constantemente por casa —libros, libros y más libros, siemprecon libros y todos esos cuadernos denotas—. Ambos me pedían quejugase más al tenis, que fuese abailar más a menudo, que conociesea gente, que averiguase por mí mismopor qué son tan necesarios los demásen la vida y no sólo cuerpos extrañosa los que acercarse furtivamente. Hazlocuras si crees que debes, medecían todo el tiempo, fisgoneando

constantemente para destapar losposibles signos misteriosos yreveladores en un corazón roto, quede manera torpe, indiscreta y devota,ambos deseaban esconder, como siyo fuese un soldado que se hubieseextraviado en su jardín y necesitaseque le curasen las heridas de formainmediata o de lo contrario moriría.Siempre puedes hablar conmigo. Yotambién tuve tu edad, solía decir mipadre. Las cosas que sientes y creesque solamente las sientes tú, créeme,yo las he vivido y sufrido también yen más de una ocasión. Algunas aún

no las he superado y otras las sigoignorando como lo puedes hacer túhoy y aun así conozco casi cadarecodo, cada guarida, cada estanciadel corazón humano.

Había otras escenas: el silenciode las sobremesas, algunos dormían,otros trabajaban, otros leían, todo elmundo ensimismado bajo profundastonalidades. Esas horas celestialesen las que las voces del mundo másallá de nuestra casa se filtraban tansuavemente que estaba seguro dehaberme quedado dormido. El tenisal atardecer. Duchas y cócteles. La

espera de la cena. De nuevoinvitados. La cena. Su segundo viajea la traductora. Un paseo hasta elpueblo y el retorno a casa ya denoche, a vecessolo, a veces conamigos.

Luego están las excepciones: latarde tormentosa en la que nossentamos en el salón a escucharmúsica y el granizo apedreando cadaventana de la casa. Las luces seapagaron, la música se terminó ytodo lo que teníamos eran nuestrascaras. Una tía mía mofándose de susaños horribles en San Luis, Missouri,

que ella pronunciaba Sen Luí; mimadre siguiendo la pista al olor delté y de fondo, desde la cocina delpiso de abajo, las voces de Manfrediy Mafalda —algún susurro de unapareja discutiendo con estruendosossiseos—. Bajo la lluvia, la figuracubierta, delgada y encapuchada deljardinero luchando contra loselementos, arrancando hierbajosincluso bajo la lluvia, mi padrehaciéndole señas con los brazos através de las ventanas, Vuelve,Anchise, vuelve.

—Ese hombre me asusta —

solía decir mi tía.—Ese bicho raro tiene un

corazón de oro —decía mi padre.Pero todos esos momentos

estaban tintados de miedo, como si elmiedo fuese un espectro amenazador,o un ave extraña y perdida atrapadaen nuestro pueblo, cuya ala negracomo el hollín cobijaba a todos losseres vivos bajo una sombra quenunca se desvanecía. No sabía a quétemía, ni por qué me preocupabatanto, ni por qué esto que podíacausar el pánico de forma tan fácil separecía a menudo tanto a la

esperanza y al igual que la ilusión enlos momentos más negros, mebrindaba alegría, alegría ficticia, unaalegría con la soga al cuello. Elvuelco que me daba el corazóncuando le veía de forma inesperadame horrorizaba y me excitaba a lavez. Tenía miedo cuando aparecía,miedo cuando no lo hacía, miedocuando me miraba y más miedo aúncuando no lo hacía. Al final, laagonía me agotaba y durante lastórridas tardes simplemente merendía y me echaba a dormir en elsofá del salón y a pesar de estar

durmiendo, sabía a la perfecciónquién estaba en el salón, quién habíaentrado o salido de puntillas, quiénestaba allí de pie, quién meobservaba y durante cuánto tiempo,quién intentaba coger el periódico dehoy procurando hacer el menor ruidoposible, para después darse porvencido y buscar el listado depelículas del día sin preocuparse desi me despertaba o no.

El miedo nunca se disipaba. Medespertaba con él y observaba cómose tornaba en alegría cuando le oíaducharse por la mañana y sabía que

desayunaría con nosotros, pero setruncaba cuando en lugar de tomarcafé, atravesaba rápido la casa y seponía de inmediato a trabajar en eljardín. A mediodía, la agonía de laespera por oír si se dirigía a mí eramás de lo que podía soportar. Sabíaque, en una hora o dos, el sofá seríami destino. Me odiaba a mí mismopor sentirme tan desdichado, tanextremadamente invisible, tanenamorado, tan bisoño. Sólo dimealgo, tócame, Oliver. Mírame eltiempo suficiente y observa bien laslágrimas de mis ojos. Llama de

noche a mi puerta y comprueba quela he dejado entreabierta para ti.Entra. Siempre hay sitio en mi cama.

Lo que más temía eran los díasen los que no le veía durante largosperiodos de tiempo, tardes enterassin saber dónde había estado. Enocasiones le descubría cruzando lapiazzetta o hablando con alguien queyo nunca había visto por allí. Peroeso no contaba porque en la pequeñapiazzetta donde la gente searremolinaba a la hora del cierre, élni siquiera me miraba, solamenteasentía con la cabeza, gesto que

parecía más propio que se lodedicase a mi progenitor, de quiendaba la casualidad que yo era hijo,que a mí.

Mis padres, pero sobre todo mipapá, no podían estar más a gustocon su presencia. Oliver estabaactuando mejor que la mayoría denuestros residentes. Ayudaba a mipadre a organizar sus papeles, sehacía cargo de la mayoría de sucorrespondencia extranjera y estabaclaramente sacando adelante supropio libro. Lo que hiciese en suvida privada y con su tiempo libre

era asunto suyo. Si la juventudtuviese que ir al trote, ¿entoncesquién iría al galope?, decía unrefrán chapucero de mi padre. Dentrode la estructura de nuestra casa,Oliver parecía no hacer nada mal.

Ya que ellos nunca sepreocupaban por sus ausencias, creíque era más seguro no mostrar nuncala ansiedad que a mí me provocaban.Mencionaba sus faltas sólo cuandoalguno de los dos se preguntabadónde podría estar; fingía estar tansorprendido como ellos. Sí, esverdad, lleva mucho tiempo fuera.

No, no tengo ni idea. Y tambiéntenía que controlar no parecerdemasiado sorprendido pues esopodría despertar sospechas yalertarles de que algo me ocurría.Descubrían las cosas hechas de malafe en cuanto las veían. De hecho mesorprendía que aún no se lo hubiesenimaginado. Siempre habían dicho quem e encariñaba demasiado rápidocon la gente. Aquel verano, sinembargo, me di cuenta por fin de aqué se referían con encariñarsedemasiado rápido. Obviamente yahabía ocurrido antes y es probable

que ya se hubiesen percatado de ellocuando yo aún era muy joven paradarme cuenta solo. Ejerció una graninfluencia en sus vidas. Seintranquilizaban por mí. Yo sabíaque tenían motivos para preocuparse.Albergaba la esperanza de que nuncase diesen cuenta de lo lejos queestaban ahora las cosas de susinquietudes ordinarias. Yo sabía queno se escamaban de nada y eso memolestaba, aunque por otra parte noquería que lo supiesen. Eso meindicaba que si ya no era tantransparente y podía ocultar tantas

cosas sobre mi vida, entonces estabaa salvo de ellos y de él; pero ¿a quéprecio?, y ¿quería en realidad estar asalvo de alguien?

No tenía a nadie con quienhablar. ¿A quién se lo podía decir?¿A Mafalda? Dejaría la casa. ¿A mitía? Se lo diría a todo el mundo. ¿AMarzia, a Chiara, a mis amistades?Me abandonarían al momento. ¿Amis primos cuando viniesen? Jamás.Mi padre era el que tenía unas ideasmás liberales, pero ¿con respecto aesto? ¿Quién me queda? ¿Escribirle aalguno de mis profesores? ¿Ir al

médico? ¿Y si necesito unpsiquiatra? ¿Se lo digo a Oliver?

Se lo explicaré a Oliver. No hayotra persona a la que se o puedacontar, Oliver, así que me temo queva a tener que ser a ti...

Una tarde, cuando sabia que lacasa estaba completamente vacia,subí a su habitación. Abrí su armarioy, como era mi habitación cuando nohabía residentes, fingí estar buscandoalgo que se me había olvidado en unode los cajones de abajo. Tenía laintención de rebuscar entre sus

papeles, pero en cuanto abrí suarmario lo encontré. Colgado de ungancho estaba el bañador rojo que nohabía usado para ir a nadar ese día yque por eso estaba allí colgado y nosecándose en el balcón. Lo recogí.Jamás en mi vida había fisgoneadoentre las pertenencias personales denadie. Me acerqué el bañador alrostro, luego restregué la cara por suinterior, como si estuviese intentandoacurrucarme dentro y escondermedetrás de sus pliegues. Así que éstees el aroma que tiene cuando no vaembadurnado de crema solar, así es

como huele, así es como huele, merepetía una y otra vez mientrasbuscaba dentro del bañador algo aúnmás íntimo que su olor, para luegocomenzar a besar cada recoveco,casi deseando encontrarme un pelo,algo, para chuparlo y poner la prendaentera en mi boca. Si pudieserobarlo, guardármelo para siempre,no dejar que Mafalda lo lavasenunca, volver a él durante los mesesde invierno en casa y al olisquearlohacer que él cobrase vida, desnudo ami lado en aquel precioso instante.Llevado por un impulso, me quité mi

traje de baño y comencé a ponermeel suyo. Sabía lo que quería, y se meantojaba bajo un éxtasis embriagadorde los que consiguen que la gente searriesgue como nunca lo harían, nisiquiera con el organismo repleto dealcohol. Quena correrme en su trajede baño y dejarlo allí para que él lodescubriese. Entonces fue cuando meposeyó una idea aún mas insana.Deshice su cama, me quité subañador y lo abracé, desnudo entrelas sábanas. Deja que me encuentre,sabré arreglármelas, de una forma uotra. Reconocí el tacto de la cama.

Mi cama. Pero su aroma, saludable ycompasivo, me rodeaba al igual queel perfume extraño que se habíaapoderado de todo mi cuerpo cuandoun anciano que se encontraba porcasualidad a mi lado en el templodurante la celebración del YomKipur situó su talit sobre mi cabezahasta que me hice invisible y me aunécon una nación dispersa para siemprepero que, de vez en cuando, sevuelve a congregar siempre que unser y otro se envuelven bajo unmismo paño. Coloqué su almohadasobre mi cabeza, la besé de manera

descarriada y enrollando las piernasa su alrededor le dije lo que no meatrevía a decirle a nadie en el mundo.Entonces le solté todo lo que quise.Me llevó menos de un minuto.

Había expulsado de mi cuerpoel secreto. ¿Y qué si me veía? ¿Y quési me pillaba? ¿Y qué, y qué, y qué?

Mientras iba de su cuarto al míome pregunté si volvería alguna vez aestar tan desenfrenado como parahacer lo mismo de nuevo.

Aquella tarde, me descubrí a mímismo tomando buena cuenta dedónde se hallaba cada persona de la

casa. Un nuevo y vergonzoso impulsose apoderó de mí antes de lo que mehubiese imaginado. No me habríacostado nada volver a escabullirmeal piso de arriba.

Una tarde, mientras leía en labiblioteca de mi padre, me encontrécon la historia de un joven y apuestocaballero que estaba locamenteenamorado de una princesa. Ella loestaba de él también, pero no sehabía percatado e todo de ello y pesea la amistad que floreció entre ellos,o quizá precisamente por dicha

amistad, él se encontró tan comedidoy estupefacto ante su pureza vedadaque fue incapaz de manifestar suamor. Cierto día él le preguntódirectamente: «¿Es mejor hablar quemorir?».

Yo ni siquiera tendría el corajede hacer tal pregunta. in embargo, loque le había revelado a su almohadame mostró que, al menos por uninstante, había di-

cho la verdad, la habíaexpulsado y de hecho me habíadivertido haciéndolo y si hubiesedado la casualidad de que pasase por

allí en el preciso instante en queestaba murmurándolo, no hubiesesido capaz de volver a mirarme en unespejo, no me hubiese importado, nipreocupado —deja que lo sepa, dejaque lo vea, deja que me juzguetambién si así lo desea, pero que lagente no lo sepa—. Incluso cuando túeres mi mundo ahora mismo, inclusosi en tus ojos se oculta un universohorrible y despreciativo. Esa duramirada tuya, Oliver, preferiría morirantes que verla de nuevo una vez telo hubiese confesado.

PARTE 2 - EL MURODE MONET

HACIA finales de julio las

cosas llegaron a un punto crítico.Parecía estar claro que después deChiara había habido una serie decotte, enamoramientos, pequeñaspasiones, amores de una noche,aventurillas, quién sabe. Para mí,todo eso se resumía en una: su pollahabía estado en todos los sitios de B.Todas las chicas habían tocado esa

verga que tiene. A saber en cuántasvaginas se había introducido, encuántas bocas. Esa imagen medivertía. Nunca me molestóimaginármelo entre las piernas deuna chica mientras ella estabatumbada mirando hacia él, hacia sushombros anchos, morenos yrelucientes moviéndose arriba yabajo como me lo había imaginadoaquella tarde que enrosqué mispiernas en su almohada.

Una simple mirada a susespaldas cuando daba la casualidadde estar revisando sus manuscritos en

su cielo particular me hacíapreguntarme dónde habría estado lanoche antes. Con qué naturalidad ylibertad movía sus omoplatos cadavez que se revolvía, con quéinconsciencia atrapaban el sol.¿Hicieron saborear el mar a la mujerque había estado tumbada debajo ylos había mordisqueado? ¿O sabían acrema solar? ¿O a aquel olor quedesprendían las sábanas cuando memetí entre ellas?

Ojalá yo tuviese unos hombrosasí. Quizá, si los tuviese no losdesearía tanto.

Muvi star.¿Deseaba ser como él?

¿Anhelaba ser él? ¿O solamentequería tenerle? O tal vez los verbos«ser» y «tener» son totalmenteinadecuados para esta rebuscadatrama del deseo, en la que poseer elcuerpo de alguien para poder tocarloy ser ese alguien al que ansiamosmanosear son lo mismo,sencillamente son las dos orillas deun no que fluye de nosotros a ellos yde vuelta a nosotros y una vez máshacia ellos en un circuito perenne enel que las cavidades del corazón,

igual que las escotillas de laesperanza, las guaridas del tiempo ylos falsos fondos en el cajón quellamamos identidad comparten unalógica seductora de acuerdo con lacual la distancia más corta entre lavida real y la vida irreal, entre lo quesomos y lo que queremos, es unaescalera de caracol designada con lamisma crueldad traviesa que lohiciera M. C. Escher. ¿Cuándo noshabían separado a ti y a mí, Oliver?¿Y por qué yo sí lo sabía y tú no?¿Es tu cuerpo lo que anhelo cuandopienso en tumbarme a su lado cada

noche o lo que quiero es colarme ensu interior y poseerlo como si fuesemío, como hice cuando me puse tutraje de baño y me lo volví a quitar,suplicando a cada segundo, como nohabía suplicado jamás en mi vida,que te deslizases dentro de mí comosi mi cuerpo entero fuese tu bañador,tu hogar? Tú en mí, yo en ti...

Luego llegó el día. Estábamosen el jardín y le hablé de la novelaque acababa de terminar de leer.

—La que trata del caballero queno sabe si hablar o morir. Ya me lohas contado.

Resultaba obvio que ya se lohabía comentado y me habíaolvidado.

—Sí.—Entonces, ¿qué? ¿Lo hace o

no lo hace?—Es mejor hablar, dijo ella.

Pero ella está en guardia. Percibeque hay una trampa.

—¿Así que habla?—No, lo elude.—Se lo figura.Acábanos de desayunar. Aquel

día a ninguno de los dos nos apetecíatrabajar.

—Escucha, necesito recogeralgo en el pueblo.

Algo era siempre las últimaspáginas traducidas.

—Si quieres puedo ir yo.Se quedó sentado en silencio

durante un instante.—No, vayamos juntos.—¿Ahora? —lo que en realidad

querría haber dicho era «¿Deverdad?».

—¿Qué pasa? ¿Tienes algomejor que hacer?

—No.—Entonces vamos —metió unas

pocas páginas en su deshilachadamochila verde y se la colgó de loshombros.

Desde el último paseo enbicicleta juntos a B., nunca me habíapedido que fuese con él a ningúnsitio.

Dejé la pluma estilográfica,cerré el cuaderno de apuntes,coloqué un vaso lleno de limonadaencima de los papeles y ya estabalisto para irnos.

De camino al cobertizocruzamos por el garaje.

Como era normal, Manfredi, el

marido de Mafal- da, estabadiscutiendo con Anchise. En estaocasión le estaba acusando de aguarlos tomates al regarlos y eso estabamal hecho porque así crecíandemasiado rápido.

—Quedarán muy harinosos —sequejaba.

—Mira, yo me encargo de lostomates, tú te dedicas a conducir yasí estaremos todos felices.

—Es que no lo entiendes.Durante todo el día los estásmoviendo de un lado a otro y luego aotro —insistió— y plantaste

albahaca muy cerca. Pero claro, losque habéis estado en el ejército losabéis absolutamente todo, porsupuesto.

—Lo que tú digas —Anchise leignoraba.

—Por supuesto que lo que yodiga. Ahora me explico por qué no tedejaron quedarte en el ejercito.

—Eso es, no me dejaronquedarme.

Ambos nos saludaron. Eljardinero le dio a Oliver su bicicleta.

—Ayer enderecé la rueda que lehacia falta. También le hinché un

poco los neumáticos.Manfredi no podía estar más

molesto.—De ahora en adelante yo

arreglo las ruedas y tú te haces cargode los tomates —apuntó el conductormuy resentido.

Anchise nos ofreció una sonrisairónica. Oliver se la devolvió.

Cuando ya habíamos llegado alcamino de cipreses que lleva a lacarretera del pueblo le pregunté.

—¿No te asusta un poco?—¿Quién?—Anchise.

—No, ¿por qué? El otro día mecaí cuando volvía y me hice una granherida. Él insistió en ponerme unpoco de un mejunje embrujado.También me arregló la bici.

Manteniendo una mano en elmanillar se levantó la camiseta y memostró una costra enorme y unmoratón en el lado izquierdo de lacadera.

—Aun así me asusta —dije yo,repitiendo el veredicto de mi tía.

—Simplemente es un almasolitaria.

Hubiese manoseado, acariciado

y alabado esa costra.De camino, me di cuenta de que

Oliver se lo tomaba con calma. Noestaba tan apurado como decostumbre, sin velocidad, sin subir lacolina con entusiasmo atlético.Tampoco parecía tener prisa porvolver con sus papeles o reunirsecon sus amigos en la playa o, comosolía ocurrir, dejarme tirado. Quizáno tuviese nada mejor que hacer. Meencontraba ante mi momento en elcielo y, a pesar de mi juventud, sabíaque no iba a durar mucho así que eramejor que lo disfrutase como se

presentaba que arruinarlo con mideterminación excéntrica porfiniquitar nuestra amistad o llevarla aotro nivel. Nunca habrá una amistad,pensaba yo, esto no significa nada,sólo un minuto de bendición.Zwischen Immer und Nie. ZwischenImmer undNie. Entre siempre ynunca. Paul Celan.

Cuando llegamos a la piazzettacon vistas al mar, Oliver se detuvopara comprar unos cigarros. Habíacomenzado a fumar Gauloises. Yonunca los había probado y lepregunte si me daba uno. Saco un

cerino de la caja, ahuecó las manoscerca de mi cara y me lo encendió.

—No están mal, ¿eh?—No, nada mal.Me recordarán a él, a estos

días, pensé, mientras me daba cuentade que en menos de un mes se habríaesfumado sin dejar ningún rastro.

Probablemente aquélla fuese laprimera vez que me permitía contarlos días que le quedaban de estanciaentre nosotros en B.

—Echale un vistazo a esto —dijo mientras nos paseábamosdespacio bajo el sol de media

mañana camino del costado de lapiazzetta que se elevaba sobre lasredondeadas colinas.

A lo lejos y mucho más abajo,se podía observar el mar con unaspocas líneas de espuma rayando labahía al igual que unos delfines quequebrasen el oleaje. Un pequeñoautobús luchaba por subir la colina,mientras que tres ciclistasuniformados se rezagaban tras él,quejándose obviamente de loshumos.

—Ya sabes quién dicen que seahogó cerca de aquí, ¿no? —

comentó.—Shelley.—¿Y sabes qué hicieron su

esposa Mary y sus amigos cuandoencontraron el cuerpo?

—Cor cordium, corazón decorazones —le respondí, haciendocon ello referencia al momento enque un amigo agarró el corazón deShelley antes de que las llamas sehubiesen tragado todo su cuerpohinchado cuando lo quemaron en laorilla. ¿Por qué me estaba poniendoa prueba?

—¿Hay algo que no sepas?

Le miré. Éste era mi momento.Podía aprovecharlo o podía dejarlomarchar, pero de cualquiera de lasmaneras, sabía que no podríalibrarme de ello. O podía saborearsu cumplido y vivir para odiar todolo demás. Ésta fue probablemente laprimera vez en mi vida que hable conun adul to sin haber planeado lo queiba a decir. Estaba demasiadonervioso como para idear algo.

—No sé nada, Oliver. Nada denada.

—Sabes más que nadie poraquí.

¿Por qué respondía a mi tonotrágico con un estímulo tan anodinopara mi ego?

—Si supieses lo poco que sésobre lo que en realidad importa.

Estaba flotando en el agua,intentando no hundirme pero tampococon intención de nadar a un lugarseguro, tan sólo permanecía allí,pues ahí estaba la verdad; inclusoaunque no pudiese decirla, o ni tansiquiera hacer alusión a ella, podíaasegurar que estaba a nuestroalrededor, al igual que un collar queacabamos de perder mientras

nadamos: sé que está por aquí enalgún sitio. Si él supiese, si supiesede veras que estaba dándole todaslas oportunidades posibles de atarcabos hasta que lograra llegar másallá del infinito.

Pero si él lo entendiese,entonces habría sospechado, y si lohacía sería que también lo habríavivido, observándome desde uncarril paralelo con una miradainflexible, hostil, vidriosa, mordaz yomnisciente.

Debió de toparse con algo,aunque Dios sabe qué. Tal vez

quisiese dar la sensación de no estarreculando.

—¿Cuáles son las cosas queimportan?

¿Estaba siendo un poco falso?—Ya sabes qué cosas. A estas

alturas, tú, de entre todos, yadeberías saberlo.

Silencio.—¿Por qué me estás contando

todo esto?—Porque pensé que debías

saberlo.—Porque pensabas que debía

saberlo —repitió mis palabras

despacio, con la intención desacarles todo su significado,organizándolas en todo momento,ganando tiempo mientras las repetía.El hierro, pensé, estaba al roio vivo.

—Porque quiero que sepas —solté de repente— que no hay nadiemas a quien se lo pueda contar, sóloa ti.

Hala, por fin lo había dicho.¿Tenía algún sentido lo que

decía?Estaba a punto de interrumpir y

de desviar la conversación haciendoalgún comentario sobre el mar y el

tiempo que haría mañana o sobre sisería una buena idea salir a navegarhasta E. como solía prometer todoslos años por esta época mi padre.

Pero en su favor debo decir queno me lo permitió.

—¿Tienes idea de lo que estásdiciendo?

En esta ocasión desvié mi vistaal mar y con tono impreciso ycansado dije lo que era mi últimoviraje, mi tapadera final, mi huidadefinitiva.

—Sí, sé perfectamente lo quedigo y tú no estás malinterpretando

nada en absoluto. Lo que ocurre esque no me expreso demasiado bien.Estás en tu derecho de no volver ahablarme en tu vida.

—Espera, estás diciendo lo quecreo que estás diciendo.

—Bueno... sí —ahora que lohabía dicho ya todo, podía asumircierta despreocupación, ese tonilloligeramente exasperado con el que undelincuente, asediado por la policía,le confiesa a uno de los agentes cómorobó la tienda.

—Espérame aquí, tengo quesubir un momento a coger unos

papeles. No te vayas.Le observé con una sonrisa

confiada.—Sabes perfectamente que no

me voy a mover de aquí.Si eso no era otra confesión

entonces ¿qué era?, pensé.Mientras hacía tiempo, cogí

nuestras dos bicicletas y las llevéhacia el monumento conmemorativode la guerra, dedicado a los jóvenesdel pueblo que perecieron en laBatalla del Piave durante la PrimeraGuerra Mundial. Cada pueblopequeño de Italia tiene un monumento

similar. Dos pequeños autobuses seacababan de parar delante y estabanbajándose los pasajeros: unasancianas que venían de los pueblosvecinos para comprar. Alrededor dela pequeña plaza, los viejos, lamayoría hombres, estaban sentadosen unas sillas pequeñas hechas conun mimbre raquítico o en bancos delparque y llevaban puestos unos trajesviejos de color pardo claro. Mepreguntaba cuánta gente habría allíque aún recordase a los jóvenescombativos que se perdieron en elrío Piave. Tendrías que tener al

menos ochenta años para haberlosconocido y al menos una centena, sino más, para haber sido mayor queellos. Cuando eres centenario, estoyseguro de que ya has aprendido asobreponerte a la pérdida y el dolor,¿o te acosan hasta que te mueres? Ala edad de cien los hermanosolvidan, los hijos olvidan, laspersonas amadas olvidan, nadierecuerda nada, incluso los másdesolados olvidan recordar. Lasmadres y los padres hace ya muchoque murieron. ¿Alguien se acordará?

Un pensamiento me recorrió la

mente: ¿llegarán a saber misdescendientes lo que se dijo hoy enestapiazzetta?. ¿Lo sabrá alguien? Ose diluirá en el aire liviano, comouna parte de mí deseaba queocurriese. ¿Sabrán lo cerca delabismo que estuvieron nuestrosdestinos aquel día en la piazzetta?Esa simple idea me divirtió y meotorgó la perspectiva necesaria paraafrontar el resto del día.

Dentro de treinta o cuarentaaños, volveré aquí y recordaré laconversación que sabía que noolvidaría jamás, a pesar de haberlo

deseado en ocasiones. Volveré conmi mujer y mis hijos, les mostraré lasvistas, señalaré la bahía, los caféslocales, Le Danzing, el Grand Hotel.Des- pues me quedaré aquí de pie yle preguntaré a la estatua y a lassillas de mimbre y a las mesasendebles de madera que si recuerdana alguien llamado Oliver

Cuando volvio, lo primero quesoltó fue: «Estúpida Milani, hamezclado las páginas y tiene quereescribirlo todo. Así que no tengonada para trabajar esta tarde, lo quepospone todo un día entero».

Era el turno de él para buscarexcusas que esquivasen el tema. A míno me importaba dejarle escapar siquería. Podíamos hablar sobre elmar, el Piave o acerca de fragmentosde Heráclito como «La naturalezagusta de ocultarse» o «Fui abuscarme a mí mismo». Y si esto novalía, teníamos el viaje a E. del quehabíamos estado discutiendo durantedías. También nos quedaba, si no, elconjunto de música de cámara quenos visitaría cualquier día de ésos.

De camino pasamos por unatienda donde mi madre siempre pedía

flores. Cuando era niño me gustabamirar los enormes escaparates dedelante de la tienda bañados por unacortina perpetua de agua que bajabaresbalando suave- mente y aportaba ala tienda un aura de encantamiento ymisterio, que me recordaba aaquellas películas en las que lapantalla se emborronaba paraanunciar que estábamos a punto depresenciar una escena enretrospectiva.

—Ojalá no hubiese dicho nada—comenté al fin.

Nada más pronunciarlo, sabía

que acababa de romper el exiguohechizo surgido entre ambos.

—Fingiré que no lo hicistenunca.

Bueno, ése era un enfoque quejamás me hubiese esperado de unhombre al que le gustaba el mundo.Nunca había oído utilizar una frasecomo ésa en nuestra casa.

—¿Quiere esto decir que aúnnos hablamos, pero en realidad no?

Se lo pensó.—Mira, hay cosas sobre las que

no podemos hablar, de verdad que nopodemos.

Se colgó la bolsa del cuello ycomenzamos a descender la colina.

Quince minutos antes, estaba entotal agonía, los nervios a flor depiel, los sentimientos heridos,pisoteados, triturados con el morterode Mafalda, pulverizados de talmanera que no se podía distinguir elmiedo de la ira o de un mero rastrode deseo. Pero en aquel momentohabía algo de esperanza. Ahora quehabíamos puesto todas las cartassobre la mesa, el secretismo y lavergüenza habían desaparecido, perocon ellos también esa pizca de

ilusión tácita que había mantenidotodo esto vivo durante estas semanas.

Tan sólo el paisaje y el climapodían levantarme el ánimo en aquelinstante. Lo consiguió el paseo enbicicleta juntos por el campo vacío,que en aquel momento del día nospertenecía y bajo un sol quecomenzaba a lucir sobre los terrenosexpuestos a ambos lados del camino.Le dije que me siguiese, que leenseñaría un lugar que la mayoría delos turistas y foráneos jamás habíanvisto.

—Si tienes tiempo —añadí,

pues no interesaba avasallarle enaquel preciso instante.

—Tengo tiempo.Lo dijo con un tono de voz poco

comprometido, como si se hubiesepercatado de un matiz sobreactuadoun tanto cómico en mis palabras.Pero quizá ésta fuese una pequeñaconcesión para compensarme elhecho de no haber discutido lo queteníamos entre manos.

Nos desviamos de la carreteraprincipal y nos dirigimos hacia elborde del acantilado.

—Éste —dije a modo de

prefacio con la intención de mantenersu interés intacto— es el lugar dondeMonet venía a pintar.

Unas palmeras pequeñas y maldesarrolladas y unos olivos nudososformaban el bosquecillo. Después, através de los árboles, en unapendiente que iba hasta el mismoborde del acantilado, había unmontículo sombreado en parte porunos pinos altos. Dejé apoyada mibici en uno e aquellos pinos, él meimitó y le mostré el camino hasta elmuro.

—Y ahora, observa —dije con

una gran satisfacción, como si leestuviese revelando algo máselocuente que cualquier cosa quepudiese decir en defensa propia.

Una ensenada tranquila ysilenciosa se abría justo bajonosotros. No había signos decivilización en ningún sitio, ningunacasa, ningún embarcadero, ningúnbarco de pesca. Más alejado, comosiempre, se hallaba el campanario deSan Giacomo y si forzabas la vista,se perfilaba un poco N. e incluso unapizca más alejado había algo queparecía nuestra casa y las casas

contiguas; aquella en la que vivíaVimini, la de la familia Moreschi,con sus dos hijas con las que Oliveres probable que hubiese dormido,por separado o juntas, quién sabe, yllegados a este punto, a quién leimportaba.

—Este es mi sitio. Todo mío.Vengo aquí a leer. He perdido lacuenta de cuántos libros me he leídoaquí.

—¿Te gusta estar solo? —mepreguntó.

—No. A nadie le gusta estarsolo. Pero he aprendido a vivir con

ello.—¿Eres siempre tan sabio? —

siguió preguntando.¿Estaría a punto de adoptar un

tono condescendiente previo a unacharla como la que me daban todoslos demás, sobre la necesidad de sermás extrovertido, de hacer másamigos y después de hacer amigos noser tan egoísta con ellos? ¿O esto erael preámbulo a su papel de psiquiatray amigo de la familia a tiempoparcial? ¿O tal vez, una vez más, leestaba malinterpretando porcompleto?

—No soy sabio. Ya te lo dije,no sé nada. Conozco algún libro y sécómo colocar una palabra detrás deotra, pero eso no quiere decir quesepa hablar sobre las cosas que enrealidad me preocupan.

—Pero ahora, en cierta forma,lo estas haciendo.

—Sí, en cierta forma sí. Así escomo normalmente digo las cosas: encierta forma.

Con la vista perdida, para nomirarle a el, me senté en la hierba yme di cuenta de que unos cuantosmetros más allá se estaba poniendo

en cuclillas sobre las puntas de susdedos, como si en cualquier momentose fuese a poner de pie de un salto yvolviese al lugar donde habíamosdejado las bicicletas.

Nunca se me ocurrió pensar queno sólo le había llevado allí paraenseñarle mi pequeño mundo, sinopara pedirle a mi pequeño mundoque le dejase entrar, para que así, ellugar en el que venía a estar solodurante las tardes de verano tuviesela oportunidad de conocerle,juzgarle, ver si me convenía,arroparle para que yo pudiera volver

aquí y recordarle. Aquí solía venir aescaparme del universo conocido yen busca de otro de mi propiainvención; estaba básicamenteenseñándole mi plataforma delanzamiento. Todo lo que tenía quehacer era una lista de las obras quehabía leído aquí y sabría todos loslugares a los que había viajado.

—Me gusta la forma en quedices las cosas. ¿Por qué siempre teestás menospreciando?

Me encogí de hombros. ¿Meestaba criticando por criticarme a mímismo?

—No lo sé. Así que supongoque tú no lo haces.

—¿Tanto miedo tienes de lo quelos otros puedan pensar?

Negué con la cabeza. Pero nosabía la respuesta. O quizá era unapregunta tan obvia que no necesitabacontestarla. Eran estos momentos losque me hacían sentir muy vulnerable,totalmente desnudo. Presióname,ponme nervioso y, a menos que yo tepresione a ti también, ya me hasdescubierto. No, no tengo respuestapara eso, pero tampoco me estabaconmoviendo. Mi primera reacción

fue dejarle que volviese solo a casa.Yo llegaría a tiempo para la cena.

Estaba esperando mi respuesta.Estaba mirándome fijamente.

Ésta, pensé yo, es la primeravez que me atrevía a quedarmemirándole yo también. En la mayoríade las ocasiones, vislumbraba sumirada y quitaba la mía, la retirabaporque no quería sumergirme en lapiscina clara y encantadora de susojos sin haber sido invitado y jamásesperaba el tiempo suficiente comopara saber ni tan siquiera si seríabien recibido en ella; la retiraba

porque no quería que se me escapasenada; la retiraba porque no queríaadmitir lo que me importaba.Apartaba mi mirada porque la suya,tan dura, me hacía recordar lo altoque había llegado y lo tan por debajode él que estaba yo en laclasificación. Ahora, en el silenciodel momento, se la aguanté, no enforma de desafío, o con el fin dedemostrarle que ya no era tímido,sino para rendirme, para indicarlecómo era yo, cómo era él, que esto eslo que quería, que tan sólo habíaverdades entre nosotros ahora y que

donde hay verdad no hay barreras, nimiradas furtivas y, si de aquí nosurge nada, que jamás se pueda decirque alguno de los dos no estaba altanto de lo que podía haber ocurrido.No me quedaban esperanzas. Y quizáme quedé mirándole con unacomplicidad total que le retaba abesarme, como haría alguien quelanza un desafío a otro y le incita aescaparse juntos en un solo gesto.

—Estás poniéndome las cosasmuy difíciles.

¿Podría estar refiriéndose porcasualidad a nuestro cruce de

miradas?No me vine abajo. Ni tampoco

él. Sí, se refería a eso.—¿De qué manera estoy

poniendo las cosas difíciles?Mi corazón latía demasiado

rápido como para poder expresarmecon coherencia. Ni siquiera estabaavergonzado por mostrarle misonrojo. Vamos, házselo saber,díselo.

—Porque podría estar muy, muymal.

—¿Podría? —le pregunté.Había un rayo de esperanza.

Se sentó en la hierba, más tardese tumbó sobre su espalda con losbrazos bajo la cabeza y se quedóobservando el cielo.

—Sí, podría. No voy a fingirque no se me ha pasado por lacabeza.

—Sería el último en enterarme.—Bueno, pues sí se me ha

pasado. Hala. ¿Qué te pensabas queocurría?

—¿Ocurrir? —salí de lapregunta a tientas. Nada—me lopensé un poco más—. Nada —repetí,como si lo que estaba comenzando a

entender de forma velada fuese tanextraño que pudiese alejarlo de mirepitiendo «nada» y de ese modorellenar los insoportables huecos desilencio—. Nada.

—Ya veo —dijo por fin— quelo has entendido mal, amigo mío —ycon un cierto tono de regañinacontinuó—: Si te hace sentir mejor,tengo que contenerme. Ya va siendohora de que aprendas tú también.

—Lo mejor que puedo hacer esfingir que no me importa.

—Eso hace ya tiempo que losabemos —me interrumpió.

Me sentía defraudado. Todasestas ocasiones en que pensaba quele estaba menospreciando almostrarle lo fácil que era ignorarloen el jardín, en el balcón, en la playa,había estado sabiéndolo todo yaceptando mis movimientos como laclásica táctica de irritación que eran.

Su reconocimiento, que parecíaabrir todas las compuertas entrenosotros, fue precisamente lo quehundió mis crecientes esperanzas.¿Hacia dónde iríamos desde aquí?¿Qué más quedaba por decir? ¿Y quéocurriría la próxima vez que

fingiésemos no hablarnos pero noestuviésemos seguros de si esafrialdad entre ambos era aún unafarsa?

Charlamos durante algún tiempomás, luego la conversación se fueacabando. Ahora que habíamosenseñado nuestras bazas, toda tertuliaparecía irrelevante.

—Así que en este es el lugardonde Monet venía a pintar.

—Ya te lo enseñare en casa.Tenemos un libro con unasreproducciones preciosas de estazona.

—Sí, ya me lo enseñarás.Estaba interpretando el papel

del condescendiente. Lo odiaba.Ambos apoyados en un brazo,

ambos mirando al horizonte.—Eres el chico más afortunado

del mundo —dijo.—No tienes ni idea.Dejé que meditase mi frase.

Luego, quizá para aplacar el silencioque se hacía insoportable, solté.

—Sin embargo, hay muchascosas que están mal.

—¿Qué, tu familia?—Bueno, eso también.

—¿Pasar aquí todo el verano,leer todo el tiempo, conocer todosesos trucos que tu padre saca a la luzen cada comida?

De nuevo se estaba mofando demí.

Sonreí con cierta satisfacción,pero tampoco era eso.

—¿Entonces qué es? ¿Nosotros?No contesté.—Bueno, pues veamos...Y antes de que pudiese darme

cuenta, se me acercó furtivamente.Pensé que estábamos demasiadocerca, nunca había estado tan cerca

de él aparte de en un sueño o cuandome aproximó las manos ahuecadaspara encender un cigarro. Siarrimaba su oreja un poco máspodría oír mi corazón. Lo había leídoen alguna novela pero hasta entoncesno me lo había creído. Me mirófijamente a la cara, como si leencantase y quisiese estudiarla yentretenerse en ella, después me tocóel labio inferior con un dedo y lodirigió de izquierda a derecha, dederecha a izquierda, una y otra vezmientras yo permanecía tumbado,viéndole sonreír de tal manera que

me hacía temer que podría pasarcualquier cosa y no habría vueltaatras, que esa era su manera depreguntar y allí estaba mioportunidad de negarme o decir algoy ganar tiempo, para así poderdebatirlo conmigo mismo, una vezllegado a ese punto. Pero no mequedaba tiempo pues adosó suslabios a mi boca y me dio un besocálido, conciliador, perfectamentemedido hasta que me percaté de lofamélico de mi beso. Ojalá supiesecalibrar el mío de la forma que lohacía él. Pero la pasión nos permite

esconder más y en aquel instante, enel muro de Monet, si deseabaesconderlo todo sobre mí tras aquelbeso también estaba desesperado porolvidarlo perdiéndome en su interior.

—¿Ahora mejor? —mepreguntó después.

No le respondí, pero levanté micara hacia él y le besé de nuevo, caside forma salvaje, no porqueestuviese lleno de pasión, ni porquea su beso aún le faltase un poco delentusiasmo que yo ansiaba, sinoporque no estaba seguro de si mehabía llegado a convencer de algo

sobre mí mismo. Ni siquiera teníaclaro si lo había disfrutado tantocomo esperaba y necesitaba probarlode nuevo, para, incluso en el propioacto, comprobar la comprobación.Mi cabeza se perdía en las cosas másmundanas. Un discípulo de Freud depoca monta hubiese dicho que habíademasiada negación. Disipé misdudas con un beso aún más violento.No quería pasión, no quería placer.Quizá ni tan siquiera quería unacomprobación. Y no queríapalabrería, ni charlas irrelevantes, nicharlas relevantes, ni charlas en bici,

ni tampoco charlas sobre libros.Simplemente el sol, la hierba, laesporádica brisa marina y el perfumefresco de su cuerpo, de su pecho, desu cuello y de sus sobacos. Cógemesin más y múdame la piel y pon misentrañas al aire, hasta que, al igualque el personaje de Ovidio, memimetice con tu lujuria, eso desearía.Véndame los ojos, cógeme la mano yno me pidas que piense. ¿Harías esopor mí?

No tenía ni idea de hacia dóndenos llevaba todo esto, pero me estabarindiendo a él, centímetro a

centímetro y él tenía que saberlo,pues notaba que aún mantenía ciertadistancia entre ambos. Inclusocuando nuestras caras se tocaban,nuestros cuerpos se hallaban muylejos. Sabía que lo que hicieseentonces, cualquier movimiento querealizase, rompería la armonía delmomento. Así que, con la impresiónde que no habría una secuela denuestro beso, comencé a comprobarla eventual separación de nuestrasbocas, para darme cuenta, ahora queestaba haciendo unos pequeñosesfuerzos para terminarlo, de cuánto

deseaba que no acabase, quería sulengua en mi boca y la mía en la suyaporque todo en lo que nos habíamosconvertido tras estas semanas, estasriñas, tantos pactos e inicios que ibanacompañados siempre por unestremecimiento, eran dos lenguashúmedas revolviéndose en la bocadel otro. Sólo dos lenguas, todo lodemás no era nada. Cuando, por fin,levanté una rodilla y la coloqué parapoder estar frente a él, supe quehabía roto el encanto.

—Creo que deberíamos irnos.—Aún no.

—No podemos hacer esto. Meconozco. Hasta ahora nos habíamoscomportado. Habíamos sido buenos.Ninguno de los dos había hecho nadade lo que avergonzarse.Mantengámoslo así. Quiero serbueno.

—No lo seas. No me importa.¿Quién se va a enterar?

Mediante un movimientodesesperado que sabía que noolvidaría jamás si él no lo aplacaba,alargue la mano hacia él y la posésobre su entrepierna. No se movio.Debería haber metido directamente

la mano bajo sus pantalones cortos.Debió de intuir mis intenciones y,con suma serenidad, que lindaba conun gesto muy cordial, pero un tantofrío, colocó su mano sobre la míadurante unos segundos y después,entrelazando sus dedos con los míos,me la levantó.

Hubo un instante de silencioensordecedor.

—¿Te he ofendido?—Déjalo.Sonó muy parecido al ¡Luego!

que escuché por primera vez unassemanas antes mordaz, directo y

completamente triste, sin ningunainflexión de la alegría o de la pasiónque acabábamos de compartir—. Metendió su mano y me ayudó aincorporarme.

De repente se estremeció.Me acordé de la herida de su

costado.—Tengo que asegurarme de que

no se me infecta—dijo.—Pararemos en la farmacia en

el camino de vuelta.No respondió. Pero fue

probablemente lo más aleccionadorque podíamos haber dicho. Dejó que

se colase en nuestras vidas elindiscreto mundo real: Anchise, elarreglo de la bicicleta, lasdiscusiones sobre los tomates, lapartitura abandonadaprecipitadamente bajo el vaso delimonada, todo parecía tan lejano.

De hecho, mientras nosalejábamos de mi sitio, vimos dosfurgonetas de turistas dirigirse haciael sur en dirección a N. Debía de sercasi mediodía.

—No volveremos a hablarnos—dije mientras nos deslizábamospor la interminable colina con el

viento entre nuestros cabellos.—No digas eso.—Es que lo sé. Hablaremos de

trivialidades. Trivialidades ypalabrería. Sólo eso. Y lo graciosoes que lo soportaría.

—Acabas de hacer una rima —dijo.

Me encantaba la forma en queme daba coba.

Dos horas más tarde, durante lacomida, me mostré a mí mismo todaslas pruebas necesarias de que nosería capaz de soportarlo.

Antes del postre, mientras

Mafalda retiraba los platos y laatención de todos los demás estabapuesta en una conversación sobreJacopone da Todi, sentí cómo un piedescalzo y cálido frotabacasualmente el mío.

Recordé que, en el muro, debíde haber aprovechado la oportunidadpara comprobar si la piel de su pieera tan suave como me la habíaimaginado. Ahora, ésta era la únicaoportunidad que tendría.

Quizá fue el mío el que semovió y tocó el suyo. Él lo apartó, noal instante, pero lo suficientemente

pronto, como si hubiese esperado deforma consciente un intervaloapropiado de tiempo como para nodar la impresión de que lo habíaretirado espantado. Yo tambiénesperé unos pocos segundos más ysin haber planeado mis movimientos,le di permiso a mi pie para quecomenzase a buscar el suyo. Nohabía hecho más que comenzar lainvestigación cuando mi dedo gordose topó con su pie; apenas lo habíaalejado, como un barco pirata quedaba continuas indicaciones dehaberse alejado mucho, pero que en

realidad estaba oculto en la niebla aapenas cincuenta metros, a la esperade poder abalanzarse en cuanto sepresentase la oportunidad. Casi notuve tiempo suficiente de hacer nadacon el pie cuando, sin previo aviso,sin darme la oportunidad de abrirmecamino o dejar que volviese a ponerel mío a una distancia de seguridad,volvió a mover su pie con suavidad,gentileza y de repente, en direcciónal mío y comenzó a acariciarlo, afrotarlo, no dejándolo quieto enningún momento, con el pulpejoredondeado y liso de su talón

estrujando el mío, de vez en cuandoponiendo todo el peso para moverse,pero aligerándolo rápidamente conuna nueva caricia de los dedos.Durante todo el tiempo me indicabaque estaba haciéndolo con intencióndivertida y juguetona, pues era deesta manera como podíamosevadirnos de los tostones que estabanocurriendo al otro lado de la mesa,pero también me decía que esto notenia que ver con los demás ypermanecería entre nosotrosestrictamente, porque era sólo algonuestro, aunque tampoco debía darle

más importancia de la necesaria. Elsigilo y la tenacidad de sus cariciasmotivaron un espasmo en micolumna. Me sobrevino un repentinovértigo. No, no iba a llorar, no setrataba de un ataque de pánico, nitampoco un «desvanecimiento», nime iba a correr dentro de lospantalones cortos, aunque esto lodisfrutase mucho, mucho, sobre todocuando el arco de su pie se posabaen el mío. Al echarle un vistazo a miplato de postre y ver el pastel dechocolate salpicado con zumo deframbuesa, me dio la sensación de

que alguien estaba echando muchamás salsa roja de lo habitual y de queparecía caer del techo sobre micabeza hasta que, de repente, me dicuenta de que provenía de mi nariz.Pegué un grito y rápidamente agarrémi servilleta y me la llevé a la cara,inclinando la cabeza hacia atrás almáximo.

—Ghiaccio, hielo, Mafalda,perfavore, presto—exclamétranquilamente para dar la sensaciónde que controlaba la situación a laperfección—. Subí esta mañana a lascolinas. Me pasa a menudo —dije

para disculparme ante los invitados.Hubo un barullo de sonidos

secos mientras la gente se apresurabaa entrar y salir de la habitación.Había cerrado los ojos. Cálmate, merepetía constantemente, cálmate. Nodejes que tu cuerpo te delate.

—¿Fue culpa mía? —mepreguntó cuando entró en mihabitación después de comer.

No le contesté.—Estoy hecho un desastre, ¿a

que sí?Sonrió, pero no dijo nada.

—Siéntate un segundo.Se sentó en la cama, en la

esquina más alejada. Parecía queestaba visitando a un amigohospitalizado que acababa de sufrirun accidente cazando.

—¿Te pondrás mejor?—Eso tengo entendido. Me

recuperaré —había oído decir eso amuchos personajes en miles denovelas. Daba al amante furtivo laoportunidad de escaparse. Daba atodo el mundo la oportunidad deguardar las apariencias. Restaurabala dignidad y el coraje a quien le

hubiesen descubierto la tapadera.—Te dejare que descanses —lo

dijo como una enfermera muy atenta .Estaré por aquí —comentó antes desalir, de la misma forma que unamadre diría «te dejo la luzencendida»—. Pórtate bien.

Mientras intentaba conciliar elsueño, aquel acontecimiento de lapiazzetta, ocurrido en algún momentoentre lo del monumentoconmemorativo de la Batalla dePiave y nuestra excursión a lasmontañas, a las que subimoscargados de miedo, vergüenza y a

saber cuántas cosas más, parecíasurgir de veranos lejanos, de otrostiempos, como si hubiese ido en bicia la piazzetta antes de la PrimeraGuerra Mundial, siendo aún un niño,y hubiese vuelto como un soldadomutilado de noventa años confinadoahora en esta habitación, unahabitación que ni tan siquiera era lamía, pues había sido cedida a unjovenzuelo que era la luz de misojos.

La luz de mis ojos, dije, luz demis ojos, la luz del mundo, eso es loque eres, la luz de mi vida. No tenía

ni idea de lo que significaba la luz demis ojos y una parte de mí sepreguntaba de dónde había sacado taldisparate, pero eran las cosas sinsentido como ésas las que hacían quebrotasen lágrimas, unas lágrimas quedeseaba ahogar en su almohada,secar en su bañador, unas lágrimasque quería que tocase con la punta desu lengua y consiguiese así disiparmi pena.

No entendía por qué habíapuesto su pie sobre el mío. ¿Era unpermiso o un gesto bienintencionadode solidaridad y camaradería, como

su masaje de amigos, o un codazodesenfadado entre amantes que ya nose acuestan juntos pero que handecidido seguir siendo amigos y devez en cuando ir los dos al cine?¿Querría decir No se me haolvidado, permanecerá parasiempre entre nosotros, a pesar deque no saldrá nada de todo esto?

Quería huir de casa. Quería queya fuese otoño y estar lo más lejosposible. Abandonar mi pueblo y suestu pido Le Danzing y a los jóvenesidiotas con quien nadie en su sanojuicio desearía entablar amistad.

Dejar a mis padres y a mis primos,que siempre competían conmigo, y aaquellos residentes horribles deverano con sus proyectos académicosextraños que siempre acababanacaparando todos los baños de miparte de la casa.

¿Qué ocurriría si le vuelvo aver? ¿Sangraría de nuevo, lloraría,me correría en los pantalones? ¿Y sile veía con otra persona, de paseocomo solía hacer por la noche cercade Le Danzing? ¿Y si en lugar de unamujer fuese un hombre?

Debía aprender a evitarle, a

cortar todos los lazos, uno a uno,como hacen los neurocirujanoscuando separan una neurona de otra,un deseo tormentoso de otro, nodebía volver al jardín, debía dejar deespiarle, dejar de ir por las noches alpueblo, detestarme a mí mismo unrato cada día, como un adicto, un día,una hora, un minuto, un segundoinfectado de heces tras otro. Podíaconseguirlo. Sabía que esto no teníafuturo. Suponiendo que viniese a mihabitación aquella noche. O inclusomejor, suponiendo que me tomaseunas cuantas copas y fuese yo a la

suya y te dijese toda la verdad a lacara, Oliver: Oliver, quiero que meposeas. Alguien tiene que hacerlo ypor qué no ibas a ser tú. Corrección:quiero que seas tú. Intentaré no ser elpeor lego de tu vida. Simplementetrátame como tratarías a alguien conquien esperas no volver a topartenunca. Ya sé que esto no suenademasiado romántico pero estoyatado por tantos nudos diferentes quenecesito una solución gordiana. Asíque apúrate.

Lo haremos. Después volveré ami habitación y me lavaré. Más

tarde, yo sería el que de formaocasional colocaría mi pie sobre elsuyo y esperaría a ver su reacción.

Ese era mi plan. Ésa era laforma en que lo sacaría de miorganismo. Esperaría a que todo elmundo se hubiese ido a la cama.Controlaría las luces. Entraría en suhabitación por el balcón.

Toc, toc. No, mejor no llamar.Estaba seguro de que dormíadesnudo. ¿Y si no estaba solo? Mequedaría escuchando un rato en elbalcón antes de entrar. Si hubiesealguien con él y ya fuese tarde para

emprender una retirada apresurada,dina: «¡Dirección incorrecta!». Sí,eso: dirección incorrecta. Un toquede frivolidad para salvar la cara. ¿Ysi estaba solo? Entraría en pijama.No, mejor sólo con la parte de abajo.Soy yo, diría. ¿Qué haces aquí? Nome puedo dormir. ¿Quieres que tetraiga algo de beber? No es unabebida lo que me hace falta. Ya hetomado lo suficiente para sacar valory venir desde mi habitación hasta latuya. He venido a por ti. No lo hagasmás difícil, no hables, no me desninguna razón y no actúes como si de

un momento a otro fueses a gritarpidiendo ayuda. Soy mucho másjoven que tú y lo único queconseguirías haciendo saltar laalarma o amenazándome condecírselo a mi madre sería quedarcomo un idiota. Y justo después, mequitaría los pantalones del pijama yme introduciría en su cama. Si no metocase, entonces yo le tocaría a él, ysi no me correspondiese, dejaría quemi boca se dirigiese a sitios dondenunca antes había estado. La graciade esas palabras me divirtió. Sexointergaláctico. Mi estrella de David,

su estrella de David, nuestros cuellossiendo uno, dos judíos unidos desdetiempo inmemorial. Si no funcionasenada de esto, me iría a por él,intentaría defenderse y lucharíamos,me aseguraría de excitarle mientrasme atrapase, a la vez que yo leenvolvería con mis piernas como auna mujer, incluso le haría daño en elcostado que se había herido cuandose cayó de la bicicleta, y si todo estono funcionase, entonces cometería lahumillación definitiva, y con estahumillación le demostraría que elavergonzado era él, no yo, que yo

había llegado con verdad y bondadhumana en mi corazón y que lo estabadejando en sus sábanas pararecordarle cómo había despreciadola petición de camaradería de unjoven. Si dices que no a eso temandan al infierno de cabeza.

¿Y si no le atraía? Dicen que denoche todos los gatos..., ¿y si no legustaba nada de nada? Con todo teníaque intentarlo. ¿Y si se enfada y seofende de verdad? «Sal de aquí, eresun enfermo, un desgraciado y unmierdas retorcido.» El beso era unaprueba suficiente de que algo le

gustaba. Por no mencionar lo del pie.Amor ch’a null’amato amarperdona.

El pie. La última vez queprovocó una reacción tal en mí no fuecuando me besó sino cuando apretóel pulgar contra mis hombros.

No, hubo aún otra ocasión. Enun sueño, cuando entró en mihabitación y se tumbó encima de mí yyo fingí estar dormido. Una nuevacorrección: en un sueño suspiré deforma muy suave para decirle: «Note vayas, estás invitado a continuar,simplemente no me digas que lo

sabías».

Más tarde, cuando me desperté,tenía muchas ganas de tomar unyogur. Recuerdos de la infancia. Fuia la cocina y me encontré a Mafaldataciturna guardando la vajilla quehabía sido lavada unas horas antes.Debía de haberse echado una siestatambién y se acababa de levantar. Viun melocotón enorme en la cesta dela fruta y comencé a pelarlo.

—Faccio io —me dijo mientrasintentaba arrebatarme el cuchillo delas manos.

—No, no, faccio da me—contesté con la intención de noofenderla.

Quería cortarlo y luego haceresos trozos aún más pequeños y losresultantes en otros más pequeñostodavía. Hasta que se convirtiesen enátomos. Terapia. Luego cogí unplátano, lo pelé muy despacito ycomencé a trocearlo en finas tirasque luego corté en cubos. Después unalbaricoque. Una pera. Dátiles.Luego cogí el recipiente gran- e eyogur de la nevera y volque lo quequedaba y los pedazos de fruta en la

batidora. Por último, para darle untoque de color, eché unas fresascogidas del huerto. Me encantaba elronroneo de la batidora.

No era un postre que a Mafaldale resultase familiar, pero me dejabahacerlo a mi manera en la cocina sininterferir como si estuviesecomplaciendo a alguien a quien yahabían hecho el suficiente daño. Lamuy zorra lo sabía todo. Debía dehaber visto lo del pie. No me quitabalos ojos de encima en ningúnmomento, como si se estuviesepreparando para arrebatarme el

cuchillo en cuanto lo acercase a lasvenas.

Después de mezclar el mejunje,lo eché en un vaso grande, lancé unapajita como si fuese un dardo y medirigí al patio. De camino, entré en elsalón y cogí un libro enorme defotografías de los cuadros de Monet.Lo coloqué en una pequeña estufajunto a la escalera. No iba aenseñarle el libro. Lo dejaría allí. Ello entendería.

Una vez en el patio, vi a mimadre tomando el té con doshermanas que habían venido desde S.

para jugar al bridge. La cuartajugadora llegaría en cualquiermomento.

Desde la parte de atrás, la delgaraje, llegaban los ecos de unadiscusión sobre fútbol entre su chófery Manfredi.

Llevé mi bebida a la parte másalejada del patio, saqué una tumbonay, de cara a la verja alargada, intentédisfrutar de la última media hora desol. Me gustaba sentarme ycontemplar cómo al acabar el día seextendía una luz extraña previa alocaso. Ése era el momento en que

uno se iba a dar el último baño deldía, aunque tampoco estaba malquedarse allí leyendo.

Me gustaba sentirme tandescansado. Quiza los antiguossabios tuviesen razón: no hace dañofundirse con el entorno de vez encuando. Si continuaba sintiéndomeasí, más tarde iba a tener que tocaruno o dos preludios o fugas, o quizáuna fantasía de Brahms. Tragué másyogur y puse la pierna en la silla deal lado.

Tardé un rato en darme cuentade que estaba adoptando una pose.

Quería que apareciese por aquíy me sorprendiese así de relajado. Éltenía poca idea de lo que estabaplaneando para la noche.

—¿Está Oliver por aquí? —megiré a preguntarle a mi madre.

—¿No ha salido?No dije nada. Ya estaba

cansado de los «pues estaré poraquí».

Tras un rato, Mafalda vino allevarse el vaso. Vuoi un altro diquesti?, me preguntó si quería otro deaquello como si se refiriese a unlicor extraño cuyo nombre no

italiano, si es que tuviese alguno, nole interesase en absoluto.

—No, quizá salga.—¿Y dónde irás a estas horas?

—me preguntó dando a entender quese refería a la hora de cenar—.Sobre todo después del estado en quete encontrabas a la hora de comer.Me preocupas.

—No pasará nada.—Bueno, yo te he intentado

avisar.—No te preocupes.—Signora —gritó, tratando de

ganarse el apoyo de mi madre. Mi

madre coincidió en que no era buenaidea.

—Entonces iré a nadar.Cualquier cosa antes que estar

contando las horas hasta la noche.Cuando estaba bajando las

escaleras hacia la playa, me encontréa un grupo de amigos. Estabanjugando al voleibol en la arena. ¿Quesi quería jugar? No, gracias, heestado enfermo. Les dejé solos y meacerqué a la enorme roca, me quedémirándola un rato y después miré almar que parecía dirigir un ondulanterayo de luz desde el agua hasta mi

cara, como en un cuadro de Monet.Me adentré en el agua tibia. Noestaba feliz. Quería estar con alguien,pero no me importunaba estar solo.

Vimini, a la que debió de llevarallí alguno de los otros, dijo quehabía oído que no me encontrababien.

—Nosotros los enfermos... —comenzó.

—¿Sabes dónde está Oliver? —le pregunté.

—No lo sé. Pensé que estabapescando con Anchise.

—¿Con Anchise? ¡Esta loco! La

última vez casi se matan.No respondió. Estaba

contemplando la puesta de sol.—Te gusta, ¿a que sí?—Sí —le contesté.—A él también le gustas, más

que él a ti, creo.¿Era la impresión que le daba a

ella?No, lo había dicho Oliver.¿Cuándo se lo había dicho?Hace tiempo.Coincidía con el tiempo en que

casi habíamos dejado de hablarnos.Incluso mi madre me llevó a un

aparte durante aquella semana y mesugirió que fuese más educado connuestro cauboi. Esa manía de entrar ysalir de las habitaciones sin tansiquiera un hola indiferente no estababien.

—Creo que tiene razón —dijoVimini.

Me encogí de hombros. Nuncaantes me habían acaecido talescontradicciones. Era una agonía algosimilar a la ira lo que se estabafraguando en mi interior. Intentécentrar la cabeza y concentrarme enla puesta de sol ante nosotros, de la

misma forma que la gente que está apunto de responder al polígrafovisualiza lugares serenos y plácidospara ocultar su agitación. Perotambién estaba forzándome a pensaren otras cosas porque no queríamanosear ni malgastar ningúnpensamiento que tuviese que ver conlo de esta noche. Puede que él dijeseque no, puede que incluso decidieseabandonar nuestra casa y, si lepresionaban, decir el porqué. Estoera todo lo que me iba a permitirpensar.

Una reflexión horrible se

apoderó de mí. ¿Qué ocurriría si,ahora mismo, fuese a revelar o a darpistas sobre lo que había ocurrido ennuestro paseo en bicicleta al puebloa alguno de los amigos que habíahecho entre los chicos de allí, o atoda aquella gente que solicitabainvitarle a cenar? ¿En su lugarhubiese sido capaz de mantener laboca cerrada ante tal secreto? No.

Y aun así, me había demostradoque podía darse y recibirse lo que yodeseaba de forma tan natural que unose preguntaba por qué era necesariotanto tormento retorcido y tanta

vergüenza, viendo que no hacía faltaun gesto tan complicado pudiendo,por ejemplo, comprar un paquete decigarrillos, o pasar un porro, opararse justo delante de una de laschicas de la parte de atrás de lapiazzetta por la noche y, tras pactarun precio, subir con ella paracompartir unos minutos.

Cuando volví de nadar, aún nohabía ni rastro de él. Indagué. No, nohabía vuelto. Su bici estaba en elmismo lugar donde la había dejado amediodía. Y Anchise había vueltohacía unas horas. Subí a mi cuarto y

desde el balcón intenté abrirme pasoentre las puertaventanas de suhabitación. Estaban trancadas. Loúnico que podía ver a través delcristal eran los pantalones cortos quellevaba puestos durante la cena.

Intenté hacer memoria. Teníapuesto un bañador cuando entró enmi habitación aquella tarde y meprometió que se quedaría por aquí.Eché un vistazo desde el balcón conla esperanza de ver el barco, en casode que hubiese decidido volver asalir con él. Estaba amarrado en elembarcadero.

Cuando baje, mi padre tomabaunos cócteles con un reportero deFrancia.

—¿Por qué no tocas algo? —mepreguntó.

—Non mi va —respondí—. Noestoy de humor.

—Eperché non ti va?—meinquirió, como si discrepase de mitono de voz.

—Perché non mi va —lerespondí de mala manera.

Después de haber librado unabarrera tan difícil aquella mañana,me daba la sensación de que podía

expresar abiertamente cualquiertrivialidad que se me pasase por lacabeza.

Mi padre dijo que quizá yotambién debía tomar una copa devino con ellos.

Mafalda anunció la cena.—¿No es demasiado pronto

para cenar? —pregunté.—Son más de las ocho.Mi madre estaba acompañando

a una de sus amigas que había venidoen coche y debía irse.

Agradecía que el francésestuviese sentado al borde del sillón,

aparentando estar a punto delevantarse para ir al salón, aunqueaún permaneciese sedente, sinmoverse. Sostenía con ambas manosun vaso vacío, forzando a mi padre,que acababa de preguntarle quépensaba de la incipiente temporadaoperística, para que se mantuviesesentado mientras terminaba deresponderle.

La cena se pospuso aún unoscinco o diez minutos. Si llegabatarde, no cenaría con nosotros. Perosi ocurría eso significaba que estabacomiendo en otro sitio. Yo no quería

que cenase en ningún sitio que nofuese allí con nosotros.

—Noi ci mettiamo a tavola,sentémonos —dijo mi madre.

Me pidió que me sentase a sulado.

El asiento de Oliver estabavacío. Mi madre se quejó de que almenos debía habernos avisado deque no vendría a comer.

Mi padre dijo que quizá fueseuna vez más culpa del barco. Esaembarcación debía ser desarmadadel todo.

—Pero el bote está abajo —dije

yo.—Entonces debe de ser por la

traductora. ¿Quién fue el que me dijoque tenía que ver a la traductoraaquella tarde? —preguntó mi madre.

No debía mostrar signos deansiedad. O de que me importaba.Tenía que guardar la calma. Noquena volver a sangrar. Sin embargo,aquel momento, que parecía de unadicha total, en el que fuimos enbicicleta a la piazzettdy tanto antescomo después de nuestra charla,pertenecía ahora a otro segmentotemporal, como si le hubiese

sucedido a otro yo, en otra vida queno era muy diferente a la mía, pero losuficientemente distante como paraconseguir que los pocos segundosque nos separaban pareciesen añosluz. Si ponía mi pie en el suelo yfingía que el suyo estaba justo detrásde la pata de la mesa, ese suelo,como si fuese una nave espacial queacabase de apagar su dispositivo deocultación o un fantasma que hubiesesido llamado por los vivos, sematerializaría de repente como unpliegue en el espacio y diría: Sé quehas sentido la llamada. Alarga la

pierna y me encontrarás.No había pasado mucho tiempo

cuando la amiga de mi madre, que enel último instante decidió quedarse acenar, fue invitada a sentarse dondeyo me había situado durante lacomida. El lugar pactado para Oliverfue retirado de inmediato.

La retirada se llevó a cabo demanera concisa, sin una pizca depesar o remordimientos, de la mismaforma en que se quitaría unabombilla que ya no funciona o sedesecharían los sobrantes cárnicosde un cordero que en su momento fue

un animal de compañía, o de lamanera en que se quitarían lassábanas y las mantas de una cama enla que acaba de morir alguien. Toma,coge esto, y quítalo de mi vista.Observé cómo desaparecían suscubiertos, el mantel individual, laservilleta, todo su ser. Fue unpresagio de lo que iba a ocurrir enmenos de un mes. No miré aMafalda. Odiaba estos cambios deúltima hora en la mesa. Hacía ungesto con la cabeza en reproche aOliver, a mi madre, al mundo engeneral. A mí también, supongo. Sin

tan siquiera mirarla sabía que susojos estaban escrutando mi cara paracruzarse con los míos y mantener lamirada, es por eso por lo que estabaevitando quitar la vista de misemifreddo, que me encantaba, y ellalo sabía y me lo había situado ahíporque, a pesar del semblanterepresor de su cara que vigilaba cadauno de mis movimientos, ella sabíaque yo sabía que sentía lástima pormí.

Esa noche, más tarde, mientrastocaba algo al piano, me dio unvuelco el corazón al creer que había

escuchado cómo una moto parabajunto a la puerta. Alguien le habíaacercado hasta casa. Podía estarequivocado. Me esforcé por percibirsus pasos, desde el sonido de lasuela sobre la gravilla hasta elenmudecido batir de sus alpargatasmientras subía por las escaleras quedaban a nuestro balcón. Pero no entrónadie en casa.

Mucho, mucho después, en lacama, distinguí algo de música queprovenía de un coche que se habíadetenido en la carretera principal,más allá del paseo de los pinos. Se

abrieron las puertas. Hubo unportazo. El coche arrancó. La músicacomenzó a disiparse. Simplementequedó el sonido del oleaje y de lagravilla rastrillada por los piesgandules de alguien que está muyconcentrado en sus pensamientos oun poco borracho.

Y si de camino a su cuarto lediese por entrar en mi cuarto paradecirme: Sólo estaba asomando lacabeza antes de meterme en la camapara ver cómo te encontrabas.¿Todo bien?

No respondo.

¿Estás cabreado?No respondo.¡Estás cabreado!No, en absoluto. Pero me dijiste

que te quedarías por aquí.O sea, que estás cabreado.Pero ¿por qué no te quedaste

por aquí?Me mira, y como si fuésemos

dos adultos. Ya sabes por qué.Porque no te gusto.No.Porque nunca te guste.No. Porque no te convengo.Silencio.

Créeme, hazme caso.Levanto la esquina de la sábana.Dice que no con la cabeza.Sólo un segundo.Vuelve a negarse. Me conozco.Ya le había oído usar esas

palabras antes. Quieren decir: Memuero por hacerlo, pero puede queno consiga controlarme una vez quecomencemos, así que mejor noempiezo. Qué gran aplomo decirle aalguien que no puedes tocarle porquete conoces.

Bueno, pues si no vas a hacernada conmigo, ¿puedes por lo menos

leerme una historia?Me conformaba con eso. Quería

que me contase un cuento. Algo deChéjov o de Gogol o de KatherineMansfield. Quítate la ropa, Oliver, ymétete en mi cama, déjame acariciartu piel, pon tu pelo sobre mi carne, tupie sobre el mío, aunque no hagamosnada, acurruquémonos, tú y yo,cuando la noche se extiende en elcielo y leamos historias sobre genteinquieta que siempre terminaquedándose desolada y odian estarsolos porque siempre son ellosmismos con quienes no soportan

estar a solas.Traidor, pensé a la espera de

escuchar la puerta de su cuartochirriar al abrirse y de nuevo alcerrarse. Traidor. Qué fácil nosolvidamos. Estaré por aquí. Claro.Mentiroso.

Nunca se me ocurrió pensar queyo también era un traidor, que enalgún lugar de la playa cerca de sucasa una chica me había estadoesperando, todos los días, y que,como Oliver, no me lo había nireplanteado.

Le oí salir al descansillo. Yo

había dejado la puerta de mi cuartoentreabierta de forma intencionada,con la esperanza de que la luz delvestíbulo se colase lo suficientecomo para mostrar mi cuerpo. Teníala cara contra la pared. Dependía deel. Camino por delante de mi puerta.No se paró. Ni siquiera lo dudó.Nada.

Oí cómo se cerraba su puerta.Unos pocos minutos después la

abrió. Me dio un vuelco el corazón.Para entonces ya estaba sudando ypodía sentir la humedad en mialmohada. Escuché algunos pasos

más. Luego percibí cómo seencerraba con pestillo en el baño. Siencendía la ducha quería decir quehabía hecho el amor. Escuché elruido de la bañera y luego encendióla ducha. Traidor. Traidor.

Esperé hasta que saliese. Perotardaba muchísimo.

Cuando por fin me decidí aechar un vistazo en el pasillo, mepercaté de que mi habitación estabacompletamente a oscuras. La puertase había cerrado, ¿había alguien enmi cuarto? Podía distinguir elperfume de su champú Roger &

Gallet tan cerca de mí que llegué apensar que si levantaba el brazotocaría su cara. Estaba en mihabitación, de pie en la oscuridad,estático, como si intentase decidir sise animaba a despertarme o a buscarmi cama en la penumbra. Oh, benditanoche, pensé, bendita noche. Sindecir una palabra me esforcé porvislumbrar el contorno de la bata quetantas veces me había puesto despuésde que él la usase, su largo cinturónde toalla colgando tan cerca de mí,frotándome la cara tan suavementemientras permanecía de pie a mi

lado, preparado para dejar que caigala toga al suelo en cualquiermomento. ¿Habría venido descalzo?¿Y habría cerrado mi puerta conllave? ¿Tendría la verga tan duracomo yo y le estaría sobresaliendode la bata, motivo por el cual elcinturón me acariciaba la cara?¿Estaría haciéndome cosquillas en lacara aposta? No pares, no pares, nopares nunca. La puerta comenzo aabrirse sin previo aviso. ¿Por qué laabría ahora?

Había sido solamente el aire.Un golpe de viento la había cerrado.

Y otro la abrió. El cinturón que habíasobado mi cara con tanta picardía noera más que la mosquitera rozándomecada vez que respiraba. Fuera, podíaescuchar cómo coma el agua en elbaño, parecían haber pasado horas yhoras desde que entró en el aseo. No,no era la ducha, sino la cadena. Nofuncionaba bien del todo, yesporádicamente soltaba toda el aguacuando estaba a punto dedesbordarse, para luego volver allenarse y vaciarse una y otra vez, yasí toda la noche. Cuando salí albalcón y vislumbré el perfil azulino

del mar, sabía que estabaamaneciendo.

Volví a despertarme una horadespués.

Durante el desayuno, como erahabitual, fingí no darme ni cuenta desu presencia. Fue mi madre laprimera que, al verle, exclamó:Maguardi unpo’quant’epallido,pero qué demacrado que está. Pese aunos comentarios tan sinceros,continuó usando un tono formal aldirigirse a Oliver. Mi padre levantóla vista y continuó leyendo elperiódico.

—Espero que hicieses el agostoanoche, de lo contrario tendré quecontestar a tu padre.

Oliver rompió la parte de arribade sus dos huevos pasados por aguausando el canto de la cuchara. Aúnno había aprendido.

—Yo nunca pierdo, Pro —sedirigía al huevo de la misma maneraque mi padre le hablaba al periódico.

—¿Te deja tu padre?—Siempre me he financiado

solo. He pagado mis gastos desdeque iba a la escuela primaria. Eracasi imposible que no lo aceptase.

Le envidiaba.—¿Bebiste mucho anoche?—Hice eso y otras cosas —

estaba untando mantequilla en el pan.—Prefiero no saberlo —dijo mi

padre.—Tampoco mi padre quiere

saberlo. Y para serte completamentefranco, me parece que a mí tampocome interesa recordarlo.

¿Hacía esto por mi bien? Mira,nunca va a ocurrir nada entrenosotros y cuanto antes te lo metas enla cabeza, antes estaremos todos mástranquilos.

¿O se trataba de una posturadiabólica?

Admiraba a la gente quehablaba de sus vicios como si fuesenparientes lejanos a los que habíaaprendido a soportar pues no podíarenegar de ellos. Hice eso y otrascosas. A mi tampoco me interesarecordarlo —al igual que el meconozco— se referían de formadirecta a una esfera de la experienciahumana a la que sólo tenían accesolos demás, yo no. Cómo deseabapoder decir una cosa así algún día,como por ejemplo que no me

apetecía recordar lo que había hechola noche anterior, en pleno esplendormatutino. Me preguntaba cuáles eranlas otras cosas que necesitaban deuna ducha. ¿Te duchabas parasentirte mejor ya que tu organismo nopodía soportarlo más? ¿O te duchastepara olvidar, para eliminar cualquierrastro de la degradación y laindecencia de la noche anterior? Ah,proclamar todos tus vicios paramover la cabeza en señal dedesaprobación y purificarlo todo conun zumo de albaricoque recién hechopor los dedos aritméticos de Mafalda

y hacer sonar los labios al terminar.—¿Ahorras las ganancias?—Lo ahorro y lo invierto, Pro.—Ojalá hubiese tenido esa

cabeza a tu edad; me hubieseahorrado muchas decisionesequivocadas —dijo mi padre.

—¿Decisiones equivocadas tú,Pro? Sinceramente, no te figurosiquiera imaginándote una decisiónequivocada.

—Eso es porque me ves comouna figura, no como un ser humano.Peor aún: como un anciano. Perohubo alguna que otra. Me refiero a

decisiones equivocadas. Todo elmundo atraviesa un periodo detraviamento: cuando tomamos, porponer un ejemplo, un caminodiferente en la vida, la otra via. Elpropio Dante lo hizo. Algunos serecuperan, otros fingen hacerlo, otrosnunca vuelven, algunos se rajanincluso antes de empezar y otros, porel miedo a no tomar decisiones, seencuentran siguiendo un caminoequivocado durante toda su vida.

Mi madre suspiró de formamelodiosa. Era su manera de avisar alos presentes de que esto podía

convertirse en una conferenciaimprovisada de aquel gran hombre.

Oliver comenzó a romper otrohuevo.

Tenía unas bolsas enormes bajolos ojos y un aspecto adusto.

—A veces el traviamentoresulta ser el camino correcto, Pro. Otan bueno como cualquier otro.

Mi padre, que para entonces yaestaba fumando, asintió de formapensativa. Ésta era su manera dehacer patente su desconocimiento deltema y su disposición a rendirse antelos que sabían al respecto.

—A tu edad yo no sabía nada,pero hoy en día todo el mundo sabede todo y hablan, hablan y hablan.

—Quizá lo que Oliver necesitaes dormir, dormir, dormir.

—Esta noche, le prometo,signora P., que no habrá ni póquer, nibebida. Me pondré ropa limpia,revisaré mis manuscritos y despuésde cenar veremos todos juntos la teley jugaremos a canasta, como losviejos en Little Italy. Pero antes —añadió con una sonrisa desatisfacción— necesito ver a Milaniun momento. Sin embargo esta noche,

lo prometo, seré el chico que mejorse comporte de toda la Riviera.

Y eso fue lo que ocurrió. Trasuna breve escapada a B., se convirtióen el Oliver «verde» durante todo eldía, un niño no mayor que Vimini,con todo el candor y ninguno de susdardos. También había un enormeramo de flores que habían enviado dela floristería local. «Has perdido lacabeza», dijo mi madre. Después decomer, dijo que iba a echarse unasiesta, la primera y la última durantesu estancia entre nosotros. Y sí quese la tomó pues cuando se despertó,

hacia las cinco de la tarde, estaba tanfresco como si se hubiera quitadodiez años de encima: las mejillasrojas, los ojos descansados y habíadesaparecido su sobriedad. Podíahaber pasado por alguien de mi edad.Como había prometido, aquellanoche nos sentamos todos juntos nohabía invitados— y vimos películasrománticas en la tele. La mejor partefue cómo todo el mundo, incluidasVimini, que pasaba por allí, yMafalda, cuyo asiento se hallabacerca de la puerta del salón,replicaba cada escena, predecía

cómo acabaría y en ocasiones seindignaba y se burlaba de lasestupideces de la historia, de losactores y de los protagonistas. ¿Porqué? ¿Qué hubieses hecho tú en sulugar? Le hubiera dejado, esohubiese hecho. ¿Y tú, Mafalda?Bueno, en mi opinión, creo quedebería haberle dicho que sí laprimera vez que le preguntó y notitubear tanto tiempo. Exactamente lomismo que digo yo. Recibió lo quese merecía. Y punto.

Sólo nos interrumpieron unavez. Fue una llamada de teléfono

desde Estados Unidos. A Oliver legustaba que sus conversacionestelefónicas fuesen extremadamentecortas, casi abruptas. Escuchamoscómo pronunció su inevitable¡Luego!, colgó y antes de que nosdiésemos cuenta estaba de vueltainvestigando qué se había perdido.Nunca hacía ningún comentario trascolgar. Nunca le preguntábamos.Todo el mundo se ofreció voluntariopara explicarle lo que había ocurridoen la trama a la vez, incluido mipadre, cuya versión de lo que sehabía perdido Oliver era menos

precisa que la de Mafalda. Habíamucho ruido, por lo que nosperdimos la mayoría de lo queocurrió durante su corta llamada.Nos reíamos mucho. En algúnmomento, mientras nos hallábamostotalmente concentrados en semejantedrama, Anchise entro en el salón y,desenrollando una camiseta vieja yempapada, nos mostró la pesca de latarde: un róbalo gigantesco que iríadestinado a la comida o a la cena demañana y había suficiente para todoslos que se quisiesen unir. Mi padredecidió echarle un poco de Grappa a

todo el mundo, incluso le dio unasgotas a Vimini.

Aquella noche, todos nos fuimospronto a la cama. El día había sidoagotador. Me debí de quedarprofundamente dormido, pues cuandome desperté ya estaban retirando losutensilios del desayuno.

Me lo encontré tumbado en lahierba con un diccionario a suizquierda y un cojín amarillo bajo elpecho. Tenía la esperanza de hallarlosobrio o que estuviese del mismohumor que estuvo todo el día de ayer.Pero ya estaba metido del todo en su

trabajo. Me sentí extraño al romperel silencio. Tuve la tentación devolver a mi costumbre de fingir queno le había visto, pero ahora era másdifícil de hacer, sobre todo cuandodos días antes me había dicho que sehabía dado cuenta de mi pequeñaactuación.

¿El hecho de saber queestábamos fingiendo cambiaría algosi volvíamos a no hablarnos?

Es probable que no. Quizáabriese incluso aún más la brecha,pues era difícil para cualquiera delos dos creer que seríamos lo

bastante estúpidos como paraaparentar precisamente lo que yahabíamos confesado que era unafarsa. Pero no podía aguantarme.

—Te estuve esperando el otrodía —me parecía a mi madre cuandole reprochaba a mi padre que llegasea casa tan tarde sin explicación.Nunca pensé que llegaría a sonar tanmalhumorado.

—¿Por qué no bajaste alpueblo? —fue su respuesta.

—No sé.—Lo pasamos bien. Te hubieses

divertido. ¿Descansarías al menos?

—Mas o menos. Inquieto, perobien.

Volvió a quedarse mirando lapágina que había estado leyendo ypronunciaba con afectación y ensilencio las sílabas, quizá parademostrar que estaba muyconcentrado en esa hoja.

—¿Vas a ir al pueblo por lamañana?

Sabía que le estabainterrumpiendo y me odiaba por eso.

—Luego, tal vez.Debí de haber pillado la

indirecta, y lo hice. Pero una parte de

mí se negaba a creer que alguienpodría cambiar tan rápidamente.

—Yo tengo pensado ir alpueblo.

—Ya veo.—Un libro que había pedido ha

llegado por fin. Debo recogerlo en lalibrería hoy por la mañana.

—¿Qué libro?—Armancia.—Si quieres yo lo recogeré.Le miré. Me sentía como un

niño que, pese a todas las disculpas eindirectas, se ve incapaz de recordara sus padres que le habían prometido

que le llevarían a la tienda dejuguetes. No hacía falta andarse porlas ramas.

—Es que tenía la esperanza deque pudiésemos ir juntos.

—¿Te refieres a como el otrodía? —añadió como si estuvieseayudándome a decir lo que no meatrevía a mencionar yo solo, pero ala vez complicando las cosas alfingir no acordarse de las fechasexactas.

—No creo que se vuelva arepetir nada como lo del otro día —quería dar la sensación de mantener

la nobleza y la gravedad en miderrota—, pero sí, algo así —podíamostrarme también indeciso.

Que yo, un chicoextremadamente tímido, encontrase elvalor para decir algo así sólo podíaser debido a una cosa: a un sueñoque había tenido dos o quiza tresnoches seguidas. En el sueño, Oliverme había estado suplicando con estaspalabras: «Me matarás si paras».Pense que recordaba el contexto,pero me avergonzaba tanto que memostraba reticente, incluso frente ami mismo, a admitirlo. Había

colocado una cortina a su alrededor ysolo podía echar alguna ojeadafurtiva y precipitada.

—Aquel día pertenece a unpliegue temporal totalmente distinto.Deberíamos aprender a no menearmás las cosas.

Oliver me escuchaba.—La voz de la experiencia es tu

más valioso rasgo.Él había levantado los ojos y

estaba mirándome fijamente a lacara, lo que me provocó unasensación de incomodidad.

—¿Tanto te gusto, Elio?

—¿Que si me gustas? —queríasonar incrédulo, como si estuviesecuestionando que él lo hubiesedudado. Pero entonces me lo pensémejor y comencé a suavizar el tonode mi pregunta con un intencionado yevasivo quizá, que supuestamentedebía de significar por supuesto,cuando de repente suelto—: ¿Que sime gustas? Te idolatro.

Ya está, ya lo había dicho.Quería que la palabra le asustase y lesentase como un cachete para quefuese seguido instantáneamente porunas caricias de lo más lánguidas.

kkk
kkk

¿Qué es un simple gustar cuando seestá barajando la posibilidad deidolatrar? Pero también quería queese verbo actuase como un puñetazoque le dejase «KO» como los quepropina, no la persona que estáenamorada de ti, sino un amigoíntimo para decirte en privado:Escucha, creo que debes saber queFulanito o Menganito te idolatra.«Idolatrar» parecía implicar más delo que nadie se atrevería a decir enesas circunstancias; aun así era lomás seguro y en última instancia lomás turbio que se me ocurrió decir.

Me tuve que reconocer el mérito porquitarme la verdad de encima,aunque siempre me guardaba un as enla manga por si acaso debía retirarloinmediatamente al ir demasiadolejos.

—Iré contigo a B. —dijo—,pero no me des más discursos.

—Ni discursos, ni nada. Ni unapalabra.

—¿Qué te parece si cogemoslas bicicletas en media hora?

Oh, Oliver, me dije a mi mismode camino a la cocina a por algo parapicar, lo haré todo por ti. Subiré a

las montañas contigo, te echaré unacarrera hasta el pueblo, no señalaréel mar cuando lleguemos al muro, teesperaré en el bar de la piazzettamientras tú visitas a la traductora, ytocaré el monumento al soldadodesconocido muerto en Piave y nodiré una palabra, te enseñaré elcamino a la librería y aparcaremoslas bicis fuera de la tienda paraentrar juntos y salir juntos y teprometo, te prometo, te prometo queno diré nada de Shelley o Monet, nime rebajaré a decirte que hace dosnoches añadiste un anillo de vida a

mi alma.Voy a disfrutar de esto

simplemente por lo que es, me digouna y otra vez. Somos dos jóvenes deviaje en bici, y vamos a ir al puebloy volver, y nadaremos, jugaremos altenis, comeremos, beberemos y, yapor la noche, nos encontraremos enla misma piazzetta donde dosmañanas antes nos dijimos tanto y ala vez tan poco. El estará con unachica, yo estaré con otra chica ypuede que hasta seamos felices.Todos los días, si no estropeo lascosas, conduciremos hasta el pueblo

y volveremos, e incluso si esto estodo lo que está dispuesto a dar, locogeré. Estaría dispuesto aconformarme con menos, con tal devivir con estos restos trillados.

Aquella mañana fuimos enbicicleta hasta el pueblo yterminamos con lo de su traducciónrápidamente, pero aun después detomar un café rápido en el bar, lalibrería no abría. Así que nosentretuvimos por la piazzetta, yo mequedé mirando el monumentoconmemorativo, el observaba lasvistas de la bahía moteada, ninguno

de los dos mencionó nada delfantasma de Shelley, que nos vigilabaa cada paso por el pueblo y nosmandaba mas señales que el padre deHamlet. Sin pensarlo, me preguntoque cómo podía ser posible que¿guien se ahogase en aquel mar.Sonreí inmediatamente puescomprendí su intención de darmarcha atrás, lo que provocó unamirada cómplice entre ambos, comoun beso húmedo y apasionado enmitad de una conversación entre dosindividuos que, sin pensarlo, hanconectado con los labios del otro en

el abrasador desierto rojo que amboshabían situado de forma intencionadaentre ellos para así no buscar atientas sus cuerpos desnudos.

—Pensé que no íbamos amencionar... —comencé a decir.

—Sin discursos. Lo sé.Cuando volvimos a la librería,

dejamos nuestras bicicletas fuera yentramos.

Me sentí especial. Como si lemostrase a alguien una capillaprivada, una guarida secreta, el lugardonde, como ocurrió con el muro,uno viene a estar solo, a soñar con

los demás. Aquí es donde soñécontigo antes de que entrases en mivida.

Me gustaba cómo sedesenvolvía en la librería. Eracurioso pero no estaba del todoconcentrado, interesado aunque nodespreocupado, fluctuando entre unMira lo que he encontrado y un¿Cómopuede ser que una librería notenga tal o tal libro?

El librero había pedido doscopias áeArmancia de Stendhal, unaedición en rústica y otra más cara entapa dura. Llevado por un impulso

dije que me llevaba las dos y lasapunté en la cuenta de mi padre.Luego le pedí al asistente unbolígrafo, abrí la edición de lujo yescribí: Zwischen Immer und Nie,por ti en silencio, en algún lugar deItalia, en la década de los ochenta.

En los años venideros, si aúnseguía en su poder la copia, deseabaque le doliese. Mejor aún, deseabaque algún día alguien, husmeandoentre sus libros, abriese este volumende Armancia y le preguntase: Dime,¿quién estaba en silencio, en algúnlugar de Italia, en la década de los

ochenta? Y ese instante quiero quesienta algo tan punzante como la penay más terrible que el arrepentimiento,incluso algo de lástima por mí,porque aquella mañana en la libreríaeso era lo que yo había recibido,pues era todo lo que él me pudoofrecer. Quizá Riese por lástima porlo que puso un brazo a mi alrededor,y entre tal oleada de clemencia yremordimiento que nos andabarondando como si se tratase de unacorriente subterránea indefinida yerótica que llevaba forjándosemuchos años, quería que recordase la

mañana en el muro de Monet cuandole besé, no la primera sino lasegunda vez, y le dejé mi saliva en suboca pues deseaba de formadesesperada tener la suya en la mía.

Comentó algo sobre que eseregalo era lo mejor que habíarecibido en todo el año. Me encogíde hombros para quitarle importanciaa esos agradecimientos cumplidores.Quizá simplemente quería que lorepitiese.

—Me alegro. Tan sólo queríaagradecerte esta mañana que hemospasado —y antes incluso de que él

pensase en interrumpirme, añadí—:Ya lo sé. Sin ningún tipo de discurso.

Mientras íbamos cuesta abajo,pasamos junto a mi lugar, y en estaocasión fui yo quien miró en otradirección, como si ni siquiera meacordase. Estoy seguro de que si lehubiese mirado en aquel momento,nos habríamos dedicado la mismamirada infecciosa que nos borramosde la cara al recordar la muerte deShelley. Tal vez eso nos hubieraacercado más el uno al otro, aunquesólo fuese para recordarnos lo lejosque necesitábamos estar ahora.

Quizá, al mirar para otro lado,sabiendo que así evitábamos los«discursos», habíamos encontradouna manera de sonreirnos, puesestaba seguro de que sabía que yosabía que él sabía que estabaevitando mencionar lo ocurrido en elmuro de Monet, y que el hecho deevitarnos, que parecía estaralejándonos, en realidad, se tratabade una situación íntima de sincroníaperfecta que ninguno de los dosdeseaba disipar. Esto está también enel libro de los cuadros, podía haberdicho, pero me mordí la lengua. Sin

discursos.Sin embargo, si en los

siguientes viajes en bici juntos mepreguntaba, lo soltaría todo.

Le diría que aunquemontábamos en bicicleta todos losdías para ir a nuestro lugar favoritoen la piazzetta donde tenía laintención de no decir nunca nada adestiempo, cada noche, cuando sabíaque estaba en la cama, abría laspuertaventanas y salía al balcón, conla esperanza de que él hubiese oídoel temblor de los cristales, seguidodel chirrido delator de las viejas

bisagras. Le esperaba allí, vestidosólo con la parte de abajo delpijama, listo para exclamar, si mepreguntaba qué hacía allí, que lanoche era demasiado calurosa y elolor de la citronella era insoportabley por lo tanto prefería estar allí depie, sin dormir, sin leer, simplementeobservando, pues no conseguíadormirme, y si me preguntaba porqué no lograba dormirme, tan sólo lecontestaría que no quería saberlo, odando un rodeo, le diría que mehabía prometido no cruzar nunca a sulado del balcón, en parte porque

tenía mucho miedo de ofenderle,pero también porque no quería ponera prueba la cuerda de trampainvisible que se hallaba entrenosotros. ¿De qué cuerda hablas? Dela cuerda de trampa que de noche, simi sueño es muy realista o he tomadomás vino de lo habitual, podía cruzarfácilmente, luego empujar tu puertapara que se abriese y decir, Oliver,soy yo, no puedo dormir, deja que mequede contigo. ¡Esa cuerda!

La cuerda de trampa surgía acualquier hora de la noche. Un búho,

el propio sonido de laspuertaventanas de Oliver chirriandopor el efecto del viento, la música deuna discoteca distante que abre todala noche en un pueblo vecino, unarefriega entre gatos a las tantas o elcrepitar del dintel de madera de mihabitación, cualquier cosa medespertaba. Pero esto lo sabía desdela infancia y, al igual que un cervatosomnoliento que chasquea la colaante la presencia de un insectointruso, sabía cómo quitármelo deencima y volver a dormirmeinstantáneamente. Sin embargo, a

veces, cualquier nadería, como unasensación de vergüenza o de temor,conseguía abrirse camino entre misueño y me rondaba, me vigilabamientras dormía y acercándose a mioído me susurraba No tengointención de despertarte, de verdad,vuelve a dormirte, Elio, siguedurmiendo, mientras yo me esforzabapor recuperar el sueño al que estabaa punto de reincorporarme encualquier momento y del que podíaincluso reescribir el argumento si lointentase un poco más.

Pero no lograba conciliar el

sueño y estaba seguro de que no uno,sino dos pensamientos tormentososme vigilaban, como si fuesen unapareja de espectros que toman formaal salir de la niebla de la ilusión:deseo y vergüenza, el anhelo porpoder abrir mi ventana de par en pary sin pensarlo entrar en su habitaciónen cueros y, por otra parte, miconstante incapacidad para arriesgarlo más mínimo y lograr conseguirtodo esto. Allí estaba vigilando ellegado de mi juventud, las dosmascotas de mi vida, el hambre y elmiedo, y me decían Ha habido

muchos antes que tú que searriesgaron y obtuvieronrecompensa, ¿por qué vas a sermenos? No hay respuesta. Muchostiraron la toalla, ¿por qué debeshacerlo tú también? No hayrespuesta. Y después aparecióridiculizándome como siempre: Si noes luego, Elio, ¿entonces cuándo?

Aquella noche, una vez más,hubo una contestación, aunque llegóen un sueño que en sí mismo era unsueño dentro de otro. Me despertécon una imagen que dio másinformación de la que quería saber,

como si, a pesar de mi francaconstatación de lo que quería de él yde cómo lo quería, hubiera aúnalgunos resquicios que hubieseevitado. En este sueño aprendí porfin lo que mi cuerpo debía de saberdesde el principio. Estabamos en suhabitación y, al contrario que entodas mis fantasías, no era yo quientenía la espalda contra la cama sinoOliver, yo estaba encima de él,observando en su rostro unaexpresión muy acalorada, que seconforma con poco, que incluso enmis sueños me arrancaba profundas

emociones y que me exponía algoque no hubiese sabido o adivinadonunca: que no darle lo que deseabaotorgarle a cualquier precio quizáfuese el peor crimen que jamáscometiese en mi vida. Anhelaba condesesperación entregarle algo. Encontraste, obtener parecía tananodino, tan vulgar, tan mecánico. Yluego lo escuché, como si paraentonces ya lo supiese. «Me matarássi paras», dijo entre jadeos asabiendas de que ya me había dichoesas mismísimas palabras unascuantas noches antes en otro sueño,

pero que habiéndolas pronunciado yauna vez, era libre de repetirlascuando le apeteciese siempre que mevisitase en sueños, incluso aunqueninguno de los dos parecía saber sisu voz procedía de mí o si mirecuerdo de esas palabras explotabaen su interior. Su cara, que parecíaestar percibiendo mi pasión y alhacerlo me excitaba, me ofreció unaimagen de bondad y de fuego quenunca había experimentado y jamásme hubiese imaginado en ningúnsemblante. Esta imagen suya iba aconvertirse en una lamparilla de

noche en mi vida, manteniéndome envilo en esas noches en que haría detodo menos darme por vencido,reavivando mis deseos hacia élcuando quería que desaparecieran,atizando las brasas del coraje cuandotemía que un rechazo pudiese disiparcualquier atisbo de orgullo. Sumirada se volvía como la pequeñafoto de un ser querido que lossoldados se llevan al campo debatalla y no sólo les hace recordarque hay cosas buenas en la vida yque la felicidad los aguarda, sino quetambién les hace pensar que esa cara

nunca les perdonará si vuelven acasa en una bolsa para restoshumanos.

Estas palabras hicieron queansiase e intentase cosas que nuncame había creído capaz de hacer.

Sin considerar lo mucho que éldeseaba no tener nada conmigo, sinpensar en esos con los que habíaentablado amistad y seguramenteestuviese durmiendo cada noche,cualquiera que me hubiese reveladoasí su huma- ni ad mientras yacíadesnudo bajo mi cuerpo, aunque solofuese en sueños, no podía ser muy

distinto en la vida real. Así era él enrealidad; todo lo demás eraaccidental.

No: también era el otro, elhombre del bañador rojo.

Era sólo que no podíapermitirme tener la esperanza deverle sin llevar ningún bañador.

Si durante la segunda mañanadespués de lo de la piazzettaencontré el valor para insistir en ir alpueblo con él, a pesar de que eraobvio que él no quería ni hablarconmigo, fue solamente porquecuando le miré y le vi verbalizando

lo que acababa de escribir en sulibreta, me acordé de sus otraspalabras de plegaria: «Me matarás siparas». Cuando le entregué el libroen la librería, y más tarde insistí enpagar los helados pues invitar ahelado también significaba pasear enbici por las tortuosas y estrechascalles de B. y por lo tanto estarjuntos un rato más, era también paradarle las gracias por aquel «Mematarás si paras». Incluso cuando letomé el pelo y le dije que no habríaningún discurso, fue porque estabaacunando de forma secreta el «Me

matarás si paras», mucho másvalioso ahora que cualquierreconocimiento por su parte. Aquellamañana lo escribí en mi diario, peroevité mencionar que había sido unsueño. Quería volver años después ycreer, aunque sólo fuese por unmomento, que él había pronunciadode veras aquellas palabras desúplica. Lo que anhelaba preservarera el jadeo turbulento en su voz quepermaneció conmigo durante variosdías y que me afirmaba que si eracapaz de conseguir que le gustasetodo eso en mis sueños durante cada

noche de mi vida, entoncesconstruiría toda mi vida con sueños yterminaría con todo lo demas.

Mientras bajamos a todavelocidad pasamos por mi sitio,junto a los olivares y los campos degirasoles que tornan su cabeza hacianosotros cuando nos deslizamoshacia los pinares, dejamos atrás losdos vagones de tren que perdieronsus ruedas hace ya unas cuantasgeneraciones pero que aún mantienenel escudo de la Casa de Saboya,pasamos por delante de la hilera decomerciantes gitanos que nos desean

la muerte a gritos porque casirozamos a sus hijas, me giré y lechillé «Me matarás si me paro».

Lo dije para poner palabrassuyas en mi boca, para saborearlasdurante un rato antes de almacenarlasen mi escondrijo, de la misma formaque los pastores de ovejas sacan a suganado a la colina cuando hace calorpero lo meten en la cuadra a todavelocidad cuando el tiempo enfría.Al gritar sus palabras las estabahaciendo carne y dándoles mayorvida, como si tuviesen vida propiaahora, más prolongada y más

llamativa que no podía gobernarnadie, como la duración de un ecoque ha rebotado ya en los acantiladosde B. y ha ido a zambullirse en eloleaje donde el barco de Shelley setopó con la tormenta. Le devolvía aOliver lo que le pertenecía,entregándole sus palabras con eldeseo implícito de que me lasvolviese a decir de nuevo, como enmi sueño, pues ahora era su turnopara pronunciarlas.

Durante la comida, ni unapalabra. Después de comer se sentó

en el jardín a la sombra para hacer,como ya nos había anunciado, eltrabajo de dos días. No, no iba a ir alpueblo aquella noche. Quizá mañana.Tampoco iba a jugar al póquer.Posteriormente subió a su cuarto.

Unos pocos días antes tenía supie sobre el mío. Ahora ni siquierame miraba.

Más o menos a la hora de lacena, volvió a bajar a por algo debeber. «Echaré de menos todo esto,señora P.», dijo con el peloreluciente después de la duchavespertina, su faceta de «estrella»

refulgiendo sobre todo lo demás. Mimadre sonrió, la muvistar seríabienvenida en cualquier momento.Luego realizó el usual paseo cortocon Vimini para ayudarle en labúsqueda de su camaleón mascota.Nunca llegué a entender del todo quéveían el uno en el otro, pero daba lasensación de ser mucho más natural yespontáneo que cualquiera de lascosas que él y yo compartíamos.Media hora después estaban devuelta. Vimini se había subido a unahiguera y su madre le dijo que fuesea lavarse antes de cenar.

Durante la cena, ni una palabra.Después de cenar desapareció en elpiso de arriba.

Hubiese jurado que a eso de lasdiez se escapó de forma silenciosa yse fue al pueblo. Sin embargo podíaver la luz de su cuarto al otro ladodel balcón. Proyectaba una tenuebanda oblicua anaranjada hacia eldescansillo junto a mi puerta. De vezen cuando le oía moverse.

Decidí llamar a un amigo parapreguntarle si iba a ir al pueblo. Sumadre me contestó que ya se habíaido, y sí, era probable que hubiese

ido al mismo sitio. Llamé a otro.También se había ido. Mi padre mepreguntó que por qué no llamaba aMarzia, que si la estaba evitando. Noes que la estuviese evitando, pero erauna chica muy conflictiva, a lo quemi padre me replicó diciendo que sipensaba que yo no lo era. Cuando lallamé me dijo que no tenía pensado ira ningún sitio aquella noche. Su vozposeía un frío tétrico. Llamaba amodo de disculpa.

—Había oído que estabas malo.—No fue nada —contesté—.

Puedo pasarme por allí, recogerte

con la bicicleta y bajamos juntos a B.Me dijo que me acompañaría.Mis padres estaban viendo la

televisión cuando me fui de casa.Podía escuchar mis pasos en lagavilla. No me molestaba el ruido.Me hacía compañía. El lo oiríatambién, pensé.

Marzia se reunió conmigo en eljardín. Estaba sentada en una viejasilla de hierro forjado con laspiernas estiradas hacia delante y tansólo sus tacones en contacto con elsuelo. Llevaba puesto un jersey. Medijo que le había hecho esperar

demasiado. Dejamos su casa a travésde un atajo que era mucho másescarpado, pero nos llevó al puebloen nada. La luz y el bullicio de laanimada vida nocturna de la piazzettainundaban las callejuelas adyacentes.En uno de los restaurantes tenían lacostumbre de sacar unas mesas demadera diminutas a la acera encuanto la clientela desbordaba sucapacidad. Cuando entramos en laplaza, el ajetreo y la conmoción seapoderaron de mí con una sensaciónde ansiedad y deficiencia. Marzia seencontraba con unos amigos, otros se

inclinaban por las burlas. Inclusoestar con ella me suponía un ciertoreto. No quería ser desafiado.

En lugar de unirnos a algunas delas personas que conocíamos en lascafeterías, nos quedamos de pie en lacola para comprarnos dos helados.Me pidió también que le compraracigarrillos.

Después, con nuestros conos dehelado, comenzamos a caminar condespreocupación por la piazzetta,abriéndonos paso de una calle a otra.Me gustaba cuando los adoquinesbrillaban en la oscuridad. Me

gustaba la manera en que ella y yodeambulábamos vagamente por laciudad con nuestras bicicletas en lamano mientras escuchábamos lasdistantes tertulias televisivas quesurgían de las ventanas. La libreríaaún estaba abierta y le pregunté si leimportaba que entrase. No, no leimportaba, entraría conmigo.Dejamos nuestras bicicletasapoyadas en la pared. La cortina decuentas para las moscas daba paso auna habitación húmeda, llena dehumo y de ceniceros que rebosaban.El dueño tenía pensado cerrar

pronto, pero el cuarteto aun estabatocando música de Schubert y unapareja de turistas veinteañerosmanoseaba los libros de la secciónde ingles, quizá en busca de unanovela con color local. Qué diferenteera de aquella mañana en la que nohabía ni un alma y la luz del solcegadora y el olor a café reciénhecho inundaban aquel espacio.Marzia echó un vistazo por encimade mi hombro cuando cogí unpoemario de la mesa y comencé aleer alguno de los poemas. Estaba apunto de pasar la página cuando me

dijo que no había terminado aún deleerla. Eso me gustaba. Al ver cómopareja que estaba junto a nosotros sedecidió a comprar una novelaitaliana traducida, me inmiscuí en suconversación y les persuadí en contrade su elección.

—Esta es mucho mejor. Tienelugar en Sicilia, no aquí, pero quizasea la mejor novela italiana escritaen este siglo.

—Hemos visto la película —dijo la chica—. Así todo, ¿es tanbueno como Calvino?

Me encogí de hombros. Marzia

seguía interesada en el mismo poemay estaba releyéndolo.

—Calvino no es nadie encomparación con éste, es comocomparar perlas con bisutería. Perosólo soy un niño, qué sabré yo.

Otros dos jóvenes adultosvestidos con chaquetas de vestirveraniegas, sin corbata, estabandiscutiendo sobre literatura con eldueño, los tres estaban fumando. Enla mesa junto a la caja había unmontón de vasos de vino mediovacíos y a su lado una botella enormede vino de Oporto. Me percaté de

que los turistas sostenían unos vasosvacíos. Era obvio que durante lapresentación del libro se habíaobsequiado al público con un vino.El dueño nos vio y con una miradasilenciosa que pedía disculpas porinterrumpir, nos preguntó siqueríamos un poco de Oportotambién. Observé a Marzia y meencogí de hombros, dándole aentender que parecía que ella noquisiese. El dueño, aún en silencio,señaló la botella y negó con lacabeza burlonamente en señal dedesaprobación, queriendo decir que

era una pena tirar un vino tan bueno,por lo que podríais ayudarnos aterminarlo antes de cerrar la tienda.Finalmente acepté y Marzia también.Por educación le pregunté cuál era ellibro que se había presentado. Otrohombre, al que yo no había vistoporque estaba leyendo algo en unapequeña habitación contigua,menciono el titulo: Se l’amore. Si elamor.

—¿Está bien? —pregunté.—Una mierda —respondió—, y

se de lo que hablo, lo he escrito yo.Le tenía envidia. Envidiaba la

lectura de su libro, la presentación,los amigos, los aficionados quehabían llegado de las zonas cercanaspara darle la enhorabuena en aquellalibrería pequeña, en nuestradiminutapiazzetta de nuestrominúsculo pueblo. Había mas decincuenta vasos vacíos. Anhelaba suposicion privilegiada paramenospreciarse.

—¿Me dedica un ejemplar?—Con piacere —me contestó, y

antes de que el dueño le pudieseentregar un rotulador, él ya habíasacado su Pelikan—. No estoy muy

seguro de que este libro sea de tuestilo, pero... —y dejó que la frasese desvaneciese en el silencio conuna mezcla de humildad total y unremoto tinte de fingida fanfarronería,que se traducía como Me pediste quete firmase y yo simplemente mealegro de asumir el rol del poetafamoso que ambos sabemos que nosoy.

Decidí comprarle asimismo unejemplar a Marzia y le solicité quetambién se lo dedicase, lo que hizo,terminando su nombre con ungarabato interminable.

—No creo que tampoco seapara ti, signorina, pero...

Entonces, de nuevo volví apedirle al librero que los apuntase enla cuenta de mi padre.

Mientras estabamos de pie juntoa la caja, observamos lo que tardabael librero en envolver cada ejemplaren papel de charol amarillo a lo quele añadió un lacito y sobre el lacitopuso la pegatina con el selloplateado de la tienda. Me acerqué aella y, quizá simplemente porque latenía tan cerca, la besé detrás de laoreja.

Pareció estremecerse, pero ni semovió. Volví a besarla. Después,conteniéndome, le susurré al oído sile había molestado.

—Por supuesto que no —mecontestó, también entre susurros.

Fuera no pudo evitarlo.—¿Por qué me has comprado

este libro?Por un momento pensé que me

iba a preguntar que por qué le habíabesado.

—Perché mi andava, porque meapeteció.

—Sí, pero ¿por qué lo

compraste para mí? ¿Por qué mecompraste un libro a mí?

—No entiendo por qué lopreguntas.

—Cualquier idiota entendería elmotivo de mi pregunta. Pero tú no.¡Claro!

—Sigo sin seguirte.—¡Eres todo un caso!Me quedé mirándola

sorprendido por el tono de enfado ydisgusto de su voz.

—Si no me lo dices meimaginaré cualquier cosa y entoncesme sentiré fatal.

—Eres un gilipollas. Dame uncigarro.

No es que no intuyese lo quequería decir, pero no me podía creerque me hubiese pillado con tantafacilidad. Quizá no quería creer loque ella quería decir por miedo atener que responder por micomportamiento. ¿Me habíacomportado de forma falsa apropósito? ¿Podía seguir raa-linterpretando lo que me decía sinsentirme completamente deshonesto?

Entonces se me ocurrió unabrillante idea. Quizá había ignorado

todas y cada una de sus señalesaposta: para alejarla de mí. Es unaestrategia triste e inútil.

Sólo entonces, y mediante unatáctica de rebote que me pilló porsorpresa, caí en la cuenta. ¿Habíaestado Oliver haciendo lo mismoconmigo? ¿Ignorándome de formaintencionada todo el tiempo paraatraerme más?

¿No sería esto lo que quisodecir cuando me comentó que habíaadivinado mis intentos de ignorarle?

Dejamos la librería y nosencendimos dos cigarros. Un minuto

después escuchamos un estruendometálico. El dueño estaba bajando lapersiana de la tienda.

—¿Tanto te gusta leer? —mepreguntó mientras nos dirigíamoslentamente en la oscuridad hacia lapiazzeta.

La miré como si me hubiesepreguntado si me gustaba la música,o el pan con sal y mantequilla, o lafruta fresca en verano.

—No me malinterpretes —continuó—, a mi también me gustaleer. Pero no se lo digo a nadie.

Por fin alguien que dice la

verdad, pensé. Le pregunté por quéno se lo decía a nadie.

—No lo sé... —esto parecíamás una manera de solicitar tiempopara pensar o una forma de evadirseantes de contestar—. La gente quelee se oculta. Ocultan quiénes son. Lagente que se esconde no siempreaprueba su propia forma de ser.

—¿Tú ocultas quién eres enrealidad?

—A veces, ¿tú no?—¿Yo? Supongo que sí —y

entonces, contradiciendo mis propiosimpulsos, me encontré formulando

dubitativamente una pregunta que deotra forma jamás me hubiese atrevidoa hacer—. ¿Te escondes de mí?

—No, de ti no, bueno, quizá unpoco sí.

—¿Qué me escondes?—Sabes exactamente el qué.—¿Por qué dices eso?—¿Por qué? Pues porque creo

que puedes hacerme daño y no quieroque me hagan daño —luego meditódurante un instante—. No creo quetengas intención de hacer daño anadie, pero siempre estás cambiandode opinión, siempre escabulléndote

para que nadie sepa dónde estás. Medas miedo.

Caminábamos tan despacio quecuando se detuvieron las bicicletasno nos dimos cuenta. Me inclinéhacia delante y la besé suavementeen los labios. Cogió su bicicleta, lacolocó en la puerta de una tiendacerrada y, tras apoyarse contra lapared, me dijo «Bésame otra vez».Haciendo uso de la pata de cabra demi bici, la dejé en medio del caminoy, una vez que estábamos cerca, cogísu cara entre mis manos y me inclinéhacia ella mientras comenzábamos a

besarnos, puse mis manos bajo sufalda, puso sus manos en mi pelo. Meencantaban su simplicidad, suinocencia. Podía encontrarlas encada palabra que pronunciabaaquella noche —desinhibida,sincera, humana— y en la manera enque sus labios correspondían a losmíos, sin tapujos, sin exageración,como si la conexión entre los labiosy las caderas de su cuerpo fuesefluida e instantánea. Un beso en laboca no era el preludio de uncontacto más exhaustivo, ya era uncontacto total en sí. Lo único que

separaba nuestros cuerpos era laropa y no me pilló por sorpresa queella pusiese una mano entre ambos,dentro de mis pantalones y dijese:«Sei duro, duro». Esa franqueza sintrabas y tan relajada hizo que se mepusiese aún más dura.

Quería mirarla, perderme en susojos mientras me sostenía en sumano, decirle hace cuánto quedeseaba besarla, confesarle que lapersona que la había llamado aquellanoche y la había recogido en casa yano era aquel chico frío y apagado,pero se me adelantó: «Baciami

ancora, bésame de nuevo».Volví a hacerlo, pero mi cabeza

estaba ya en el muro. ¿Debíaproponérselo? Con las bicisllegaríamos en cinco minutos, sobretodo si utilizábamos el atajo y nosabríamos camino a través del campode olivos. Sabia que nos toparíamoscon otros amantes por allí. Por otraparte teníamos la playa. Ya la habíautilizado antes. Todo el mundo lohacía allí. Podía proponerle mihabitación, nadie en casa seenteraría, o no le importaría enabsoluto.

Una imagen pasó por mi cabeza:ella y yo sentados todos los días enel jardín tras el desayuno, ella con unbikini solicitándome que bajase paraacompañarla a nadar.

—¿Ma tu mi vuoi veramentebene, te importo de verdad? —mepreguntó. ¿Procedía esa pregunta dela nada o se trataba de algo parecidoa esa mirada herida que necesita deuna cura que me había estadopersiguiendo desde que salimos de lalibrería?

No llegaba a entender cómoaquella audacia y aquel pesar, el Sei

duro y el Ma tu mi vuoi veramentebene, podían coexistir tan cercanos.Tampoco lograba descifrar cómoalguien aparentemente tan vulnerable,indecisa y ansiosa por hacerconfidencias a alguien sobre susincertidumbres pudiese, con tan sóloun gesto de una imprudenciadesvergonzada, meterse en mispantalones, agarrarme la polla yestrujarla.

Mientras la besabaapasionadamente, con nuestras manossobando el cuerpo del otro, medescubrí redactando la nota que le

pasaría por debajo de la puerta deOliver aquella noche: No soporto elsilencio. Necesito hablar contigo.

Cuando me decidí a colar lanota por debajo de su puerta yaestaba amaneciendo. Marzia y yohabíamos hecho el amor en un lugarapartado de la playa, un lugarapodado El Acuario, en el que seaglutinaban de forma irremediabletodos los condones de la noche queflotaban entre las rocas como lossalmones que remontan el río yquedan atrapados en el agua

estancada. Quedamos en ver- nosmás tarde aquel día.

Ahora, cuando me dirigía devuelta a casa, adoraba su olor en micuerpo, en mis manos, no haría nadapara eliminarlo. Lo mantendríaconmigo hasta que nos volviésemos aver por la tarde. Una parte de mí aúnse deleitaba con esta ola deindiferencia hacia Oliver reciénadquirida y benéfica que rayaba conla aversión, lo que me agradaba y meinformaba de lo inconstante que eraúltimamente. Quizá presintiese quetodo lo que quería era acostarme con

él para terminar con él y quedecidiese instintivamente que nodeseaba tener nada que ver conmigo.

Y pensar que hace unas nocheshabía sentido una gran urgencia pordar la bienvenida a su cuerpo en elmío que casi me hace saltar de micama para ir a buscarlo a suhabitación. Ahora la idea no podía niocurrírseme. Quizá todo este lio conOliver haya sido un calentóncanicular y ya me había librado deél. Por el contrario, simplemente olera Marzia en mi mano me hacia amara todas las mujeres que hay en cada

mujer.Sabía que esa sensación no iba

a durar demasiado y que, como leocurre a todos los adictos, era fácilrenegar de una adicción justodespués de una dosis.

Apenas una hora después,Oliver volvería a mi au galope. Trassentarme en la cama junto a él yofrecerle la palma de la mano ydecirle «Toma, huele esto» y luegoobservar cómo husmea mi manomientras la sujeta con suavidad entrelas suyas, colocaré al fin mi dedocorazón sobre sus labios y

súbitamente dentro de su boca.Arranqué un trozo de papel de

mi cuaderno escolar.Por favor, no me evites.Luego lo reescribí:Por favor, no me evites. Me

moriría.Una vez más:Tu silencio me está matando.Demasiado exagerado.No puedo dejar de pensar en

que me odias.Muy llorica. No, lo haré menos

lagrimoso, pero manteniendo elmanido discurso sobre la muerte.

Antes me moriría que saber queme odias.

En el último momento volví aloriginal.

No soporto el silencio.Necesito hablar contigo.

Doblé el trozo de papelcuadriculado y lo metí por debajo desu puerta con el mismo temor yresignación con que César cruzó elRubicón. Ya no había escapatoria.Alea iacta est, como dijo aquél, lasuerte está echada. Me divirtiópensar que el verbo «echar», iacereen latín, dio lugar también a un verbo

como «eyacular». Aún no habíaterminado de pensar esto cuando medi cuenta de que lo que quería no eratan sólo hacerle llegar el aroma demis dedos, sino los restos de misemen reseco en la mano.

Quince minutos después erapresa de dos sentimientoscompensatorios: lamentaba haberenviado el papel y no haber añadidoun poco de ironía en lo escrito.

Durante el desayuno, cuando sepresentó finalmente después de habersalido a correr, todo lo que mepreguntó, sin tan siquiera levantar la

cabeza, fue que si me había divertidola noche antes, implicando tambiénque me había acostado muy tarde.

—Insomma, más o menos —respondí, con la intención deresponderle de la forma másimprecisa posible, lo que eratambién mi modo de sugerir queestaba resumiendo una crónica quede otra forma se hubiese extendidodemasiado.

—Debes de estar cansadoentonces —era la manera irónica quetenía mi padre de entrar en laconversación—, ¿o tú también

estuviste jugando al póquer?—Yo no juego al póquer.Mi padre y Oliver se dirigieron

unas miradas muy significativas ycomenzaron a planear el trabajo deldía. Y yo le perdí de vista. Otro díamás de tortura.

Cuando volví a subir en buscade mis libros, encima de mi mesa seencontraba el trozo de papeldoblado. Debía de haber entrado enmi habitación a través del balcón y lohabría dejado en un lugar donde yolo pudiese ver. Si lo estudiaba ahorame arruinaría el día. Sin embargo, si

posponía su lectura, todo el día seríaun sinsentido y no conseguiría pensaren otra cosa. Era muy probable queme lo hubiese devuelto sin añadirnada como queriendo decir. Me heencontrado esto en el suelo. Creoque es tuyo. ¡Luego! O puedesignificar algo más definitivo: Nohay respuesta.

Madura. Te veré a medianoche.Era eso lo que había anotado

bajo mis palabras.Me lo había devuelto antes de

desayunar.Esto lo entendí con unos pocos

minutos de retraso pero me llenóinstantáneamente de ansia yconsternación. ¿Deseaba ahora estoque se me ofrecía? Y lo quisiese o nolo quisiese, ¿cómo iba a soportarlohasta medianoche? Aun no eran ni lasdiez de la mañana: quedaban catorcehoras... La ultima vez que habíatenido que esperar tanto tiempo poralgo fue para recibir mis notas. O unsábado de hace dos años cuando unachica me había prometido que nosveríamos en el cine y no estabaseguro de si se le olvidaría. La mitaddel día viendo cómo mi vida se

mantiene suspendida en el aire.Odiaba esperar y tener que dependerdel antojo de los demás.

¿Debía contestarle a la nota?¡No se puede responder una

respuesta!En lo que respecta a la glosa:

¿el tono tan ligero era intencionado,o quería dar la sensación de que erauna idea vaga que se le ocurriódespués de salir a correr y antes deldesayuno? No echaba de menos elpinchacito en mis formassentimentales, seguido de un te veré amedianoche lleno de confianza y al

grano. Me preguntaba si ambossonaban bien y cuál vencería al finaldel día, el matiz irónico o undesenfadado quedemos esta noche yya veremos lo que ocurre. ¿Ibamossolamente a hablar? ¿Se trataba deuna orden o de un consentimientopara vernos a la hora típica de cadanovela y de cada obra de teatro? ¿Ydónde nos íbamos a localizar amedianoche? ¿Encontraría algúnmomento durante el día para decirmeel lugar? O quizá, al ser conscientede que me había estado preocupandotoda la noche anterior y que la cuerda

de trampa que dividía nuestrasrespectivas partes del balcón eratotalmente artificial, ¿asumiría queuno de los dos cruzaría tarde otemprano la linea Maginot que nuncahabía detenido a nadie?

¿Cómo afectaría esto a nuestrospaseos rituales en bicicleta por lasmañanas? ¿La medianochedesbancaría a los paseos matutinos?¿O seguiríamos como antes, como sinada hubiese cambiado, salvo queahora teníamos una medianoche a laque esperar con impaciencia?Cuando me lo encuentre ahora, ¿le

regalaré una sonrisa exultante o deboseguir actuando como antes yofrecerle, en cambio, una miradaamericana, fría, vidriosa y discreta?

Y aun así, de todas las cosasque deseaba revelarle la próxima vezque nos cruzásemos, la másimportante era gratitud. Uno podíamostrar agradecimiento y así contodo no ser considerado un intruso oun patoso. O tal vez, la gratitud, pormuy comedida que sea, siempre llevaconsigo un pegote extra de melazaque aporta a la pasión mediterráneaese inevitable carácter afectado y

empalagoso. No puedo dejar que lascosas salgan solas, no puedo restarleimportancia, debo gritarlo,anunciarlo, declamarlo...

Si no dices nada puede que élpiense que te arrepientes de haberleescrito.

Si dices cualquier cosa, estaráfuera de lugar.

Entonces, ¿qué hago?Esperar.Esto lo sabía desde el principio.

Simplemente esperar. Trabajar todala mañana. Nadar. Quizá jugar altenis por la tarde. Quedar con

Marzia. Volver a medianoche. No, alas once y media. ¿Lavarme? ¿Nolavarme? Ay, pasar de un cuerpo aotro.

El estaba haciendo lo mismo,pasar de uno a otro, ¿o no?

Y entonces, se apoderó de mí unpánico terrible: lo de medianoche ibaa ser sólo una charla para aclarar lascosas entre ambos, como si dijese,¡anímate, alégrate, madura!

Entonces, ¿para qué iba aesperar hasta tal hora?

¿Quien elegiría ese momentopara mantener una conversación así?

¿O quizá la medianoche iba aser de verdad medianoche?

¿Y qué me iba a poner?El día pasó como había temido.

Oliver encontró la forma de irsejusto después de desayunar sindecírmelo y no volvió hasta la horade comer. Se sentó, como erahabitual, a mi lado. Intenté entablaruna conversación con él variasveces, pero me percaté de que iba aser otro de aquellos días de nohablarnos, en los que ambosintentábamos dejar muy claro que yano simplemente fingíamos estar

callados.Después de comer, fui a

echarme una siesta. Le oí subir lasescaleras tras de mí y cerrar lapuerta.

Más tarde llamé a Marzia.Quedamos en la pista de tenis.Afortunadamente no había nadie allí,así que estaba tranquilo y jugamosdurante horas bajo el sol abrasador,lo que nos encantaba a ambos. Aveces, nos sentábamos a la sombraen el viejo banquillo y escuchábamosa los grillos. Mafalda nos trajo unosrefrescos y luego nos advirtió de que

ella ya estaba mayor para eso, que lapróxima vez fuésemos nosotrosmismos a coger lo que nosapeteciese.

—Pero si nunca te hemospedido nada —protesté yo.

—Entonces no debías habértelobebido —y se marchó lentamenteconsciente de habernos marcado untanto.

Vimini, a quien le gustaba verjugar a la gente, no vino aquel día.Debía de estar con Oliver en su lugarfavorito.

Me encantaba el clima de

agosto. El pueblo estaba mástranquilo durante las últimas semanasdel verano. Para entonces, todo elmundo se había marchado de le va~canze y los turistas ocasionalesnormalmente se iban antes de lassiete de la tarde. Yo prefería elcomienzo de la tarde, el olor delromero, el calor, los pájaros, lascigarras, el vaivén de los palmerales,el silencio que actuaba como un chalde lino ligero en un día de solimplacable, todos y cada uno deellos acompañados por los paseoshasta la ori- lia del mar y luego las

vueltas a la habitación paraducharnos. Me encantaba mirarnuestra casa desde la pista de tenis yobservar los balcones vacíostomando el sol, a sabiendas de quedesde cualquiera de ellos podías verel interminable mar. Aquél era mibalcón, mi mundo. Desde donde mesentaba ahora podía mirar alrededory decir, Aquí está nuestra pista detenis, allí nuestro jardín, nuestrohuerto, nuestro cobertizo, nuestracasa y allí debajo de aquello nuestroembarcadero. Todo y todos los queme importan están aquí. Mi familia,

mis instrumentos, mis libros,Mafalda, Marzia, Oliver.

Aquella tarde, mientras estabasentado junto a Marzia con mi manopuesta sobre su muslo y su rodilla, seme ocurrió pensar que era, enpalabras de Oliver, una de laspersonas más afortunadas del mundo.No se podía estimar cuánto tiempoduraría esto, al igual que no teníasentido preguntarse qué me depararíael final del día, o la noche. Cadaminuto me daba la sensación de estaren vilo total. Todo podía ocurrir enun abrir y cerrar de ojos.

Pero allí sentado sabía queestaba experimentando la dichaatenuada de aquellos supersticiososque dicen que van a conseguir todolo que siempre han soñado pero estántan agradecidos que no se dan cuentade que todo puede desaparecerrápidamente.

Después de jugar al tenis y justoantes de dirigirnos a la playa, subícon ella a mi habitación por elbalcón. No pasaba nadie por allídurante la tarde. Cerré laspuertaventanas pero dejé lasventanas abiertas para que la suave

luz vespertina dibujase rectángulosen la cama, en las paredes, enMarzia. Hicimos el amor encompleto silencio, ninguno de losdos cerramos los ojos.

Una parte de mi esperaba que lohiciésemos contra la pared o que ellano fuese capaz de contener un grito yque con ello Oliver se preguntasequé estaría pasando al otro lado deltabique. Me lo imaginaba echandouna siesta mientras oía los muellesde mi cama, lo que le molestaría.

De camino a la cala me volvió aagradar darme cuenta de que no me

importaba si se enteraba de lonuestro, así como que me daba igualsi no hacía acto de presencia por lanoche. Ni siquiera me preocupaba él,ni sus hombros ni el blanco de susbrazos. Las suelas de sus pies, laspalmas de sus manos, la parteinferior de su cuerpo. Me daba igual.Prefería pasar la noche con ella queesperarle a él para luego escucharledeclamar beaterías insulsas al dar lasdoce. ¿En qué estaría pensando estamañana cuando le metí la nota pordebajo de la puerta?

Y sin embargo, otra parte de mí

sabía que si se presentaba esta nochey no me gustaba el comienzo de loque me tenía reservado, aun asíseguiría adelante con ello, hasta elfinal, pues era mejor averiguarlo deuna vez por todas que pasarme elresto del verano, o quizá de la vida,discutiendo con mi cuerpo.

Tomé una decisión a sangre fría.Si me preguntaba, se lo diría. Noestoy seguro de querer seguir conesto, pero necesito saberlo y mejorcontigo que con otra persona. Quieroconocer tu cuerpo, quiero sabercómo te sientes, quiero conocerte y a

través de ti, conocerme a mí.Marzia se marchó justo antes de

la hora de cenar. Había quedado parair al cine con unos amigos, me dijo.¿Por qué no iba? Puse una cara raracuando me dijo los nombres. Mequedaré en casa a ensayar, le dije.Pensé que lo hacías por las mañanas.Hoy empecé un poco tarde,¿recuerdas? Entendió lo que queríadecir y sonrio.

Quedan tres horas.Hubo un silencio luctuoso entre

nosotros durante toda la tarde. Si nome hubiese dado la palabra de que

hablaríamos más tarde, no sé cómohubiese soportado otro día así.

A la hora de cenar, nuestrosinvitados eran un profesor adjunto demúsica con contrato parcial y unapareja gay de Chicago que insistía enhablar en un italiano pésimo. Ambosse sentaron juntos, enfrente de mimadre y de mí. Uno de ellos decidióque quería recitar unos versos dePascoli, a lo que Mafalda, pillandomi mirada, respondió con su usualsmorfia con la intención de hacermereír. Mi padre me había avisado deque no debía comportarme mal ante

los profesores de Chicago. Le dijeque llevaría puesta la camisa púrpuraque me había regalado un primolejano de Uruguay. Mi padre separtió de risa, diciéndome que ya eramuy mayor como para no aceptar a lagente como es. Pero hubo un destelloen sus ojos cuando ambos sepresentaron con una camisa morada.Se bajaron a la vez cada uno de unlado del taxi con dos ramos de floresblancas en la mano. Parecían, comose habría dado cuenta mi padre, unaversión floreada y amanerada deHernández y Fernández, los gemelos

de los libros de Tintín.Me preguntaba cómo sería su

vida juntos.Se me hacía extraño contar los

segundos durante la cena, perseguidopor la idea de que aquella nochetenía más en común con los gemelosde Tintín que con mis padres o concualquier otra persona del mundo.

Les miré, preguntándome quiénse pondría encima y quién debajo,como Patachunta y Patachún.

Eran casi las once cuando dijeque me iba a dormir y me despedí demis padres y de los invitados.

—¿Qué pasa con Marzia? —mepreguntó mi padre, con una mirada decorderito inconfundible.

—Mañana —le respondí.Quería estar solo. Una ducha.

Un libro. Tal vez un apunte en eldiario. Centrarme en la medianochepero mantener mi mente ocupada ylejos de todo lo que le concierne.

Mientras subía las escaleras,intenté imaginarme bajando esasmismas escaleras mañana por lamañana. Para entonces puede que mehubiese convertido en otra persona.¿Me gustaría ser esa persona que aún

no conocía y a quien podría nogustarme darle los buenos días oquien no quisiese tener nada que verconmigo? ¿O quizá me quedaríasiendo exactamente la misma personaque sube las escaleras, sin modificary sin haber resuelto ninguna de lasdudas?

O puede que nada hubiesecambiado. Podía negarse e inclusoaunque nadie averiguase lo que lehabía preguntado, aún me sentiríahumillado y por nada. Él lo sabría;yo lo sabría.

Pero ya había superado la

ignominia. Tras varias semanas deesperar y esperar y, admitámoslo,suplicar y estar forzado a teneresperanza y luchar por cada arrebatode esperanza, quedaría devastado.¿Cómo te vuelves a dormir despuésde eso? ¿Te escabulles hasta lahabitación y finges que abres un libroy lo lees hasta que te quedasdormido?

O ¿cómo te vuelves a quedardormido ya sin ser virgen? ¡Para esono hay vuelta atrás! Lo que llevabatanto tiempo en mi cabeza pasará aformar parte del mundo real, no

flotará nunca más en el país de nuncajamás de las ambigüedades. Mesentía como alguien que entra en unatienda de tatuajes y le echa un últimovistazo pausado a su hombroizquierdo impoluto.

¿Debería ser puntual?Debería serlo y decir:

¡Uuuuuuuuh, la hora de las brujas!Muy pronto pude escuchar las

voces de los dos invitados queprovenían del jardín. Estaban de piefuera, probablemente a la espera deque saliese el profesor adjunto paraque los llevase hasta su pensión. Éste

tardaba demasiado y la pareja sededicaba a charlar fuera, uno deellos se reía.

A medianoche no se escuchabani un ruido proveniente de suhabitación. ¿Podía haberme dejadoplantado de nuevo? Eso seríademasiado. No le había oído volver.Supongo que tan sólo tendría queesperar a que viniese a mihabitación. ¿O debería acercarme ala suya? Esperar sería una tortura.

Iré donde está él.Salí al balcón un momento y

miré en dirección a su cuarto. No

había luz. Llamaría de todas formas.O podía esperar. O ni siquiera

acercarme.Esta última se erigió como la

opción que más deseaba en mi vida.Tiraba mucho de mí, me presionabade forma suave, como alguien que tesusurra una o dos veces mientrasduermes, pero que al ver que no estásdespierto, te da un golpecito en elhombro y ahora me pedía quebuscase cualquier excusa para evitarllamar a su ventana. Ese pensamientome empapaba como el agua queresbala por el escaparate de la

floristería, como una crema relajantey fresca después de una ducha tras undía entero bajo el sol, te encanta elsol, pero te gusta más el bálsamo. Elpensamiento funciona como unaturdimiento primero en lasextremidades y luego penetra el restodel cuerpo, aportando todo tipo deargumentos, comenzando con losestúpidos —es demasiado tarde paraque ocurra nada hoy— y llegando alos más importantes —¿cómo teenfrentarás a los otros, cómo teenfrentarás a ti mismo?

¿Por qué no se me había

ocurrido esto antes? ¿Querríasaborearlo y guardarlo para el final?¿Querría que los argumentos en sucontra surgiesen solos, sin yo tenerque haberlos emplazado allípreviamente, para no poder echarmela culpa? No lo intentes, no intentesesto, Elio. Era la voz de mi abuelo.Yo era su tocayo y se dirigía a mídesde la misma cama en la que habíacruzado una línea divisoria muchomás definitiva que la que hay entremi habitación y la de Oliver. Vuelve.Quién sabe lo que te encontrarásuna vez que estés en esa habitación.

No será un descubrimientoreconfortante, sino un manto dedesesperación lo que te cubracuando la desilusión hayadeshonrado todos y cada uno de losnervios dados de sí de tu cuerpo.Los años te observan ahora, cadaestrella que ves esta noche yaconoce tu tormento, tus antepasadosestán reunidos aquí y no tienennada que hacer o decir, Non c’anda,no vayas allí.

Pero me gustaba el miedo, si esque lo era de verdad, y esto misancestros no lo sabían. Era su parte

oculta lo que me atraía, como la lanamás suave que se encuentra en laparte baja del estómago de lasovejas. Me encantaba el atrevimientoque me empujaba a seguir; meexcitaba porque nacía de la propiaexcitación. «Me matarás si paras» oera «Me muero si paras». Siempreque oía esas palabras no me podíaresistir.

Di unos golpecitos suaves en elcristal. Mi corazón latía con locura.No tenía nada que temer y entonces,¿por qué estaba tan asustado? ¿Porqué? Porque todo me aterra, porque

tanto el miedo como el deseo estánocupados engañándose el uno al otroy a mí. No era capaz de diferenciarentre querer que abriese la ventana ydesear que me hubiese dado plantón.

En lugar de eso, en cuanto llaméal cristal de la ventana escuché cómoalgo se movía dentro, como sialguien buscase las zapatillas con lospies. Luego pude adivinar cómo seencendía una luz débil. Recordabahaber comprado aquella lamparita enOxford con mi padre una tarde acomienzos de la primavera anteriorcuando la habitación del hotel era

muy oscura y mi padre bajó alvestíbulo y volvió diciendo que lehabían informado de que existía unatienda abierta veinticuatro horas a lavuelta de la esquina que vendía esetipo de lámparas. Espera aquí\vuelvo enseguida. Pero yo le dije queiba con él. Me puse el impermeableencima del mismo pijama quellevaba puesto hoy.

—Me alegro de que hayasvenido —dijo—. Te oía moverte enla habitación y durante un rato penseque te estabas preparando parameterte en la cama y que habías

cambiado de idea.—¿Yo cambiar de idea? Por

supuesto que iba a venir.Me resultaba raro ver cómo

divagaba torpemente. Esperaba unatormenta de pequeñas ironías, de ahíel motivo de mi nerviosismo. Enlugar de eso, me dio la bienvenidacon excusas, como alguien que sedisculpa por no haber podidocomprar unas galletas mejores paratomar el té.

Entré en mi antigua habitación yme sorprendió un olor que no lograbaidentificar puesto que podía ser una

combinación de muchas cosas, hastaque me percaté de que había unatoalla enrollada puesta debajo de lapuerta del cuarto. Había estadosentado en la cama y había uncenicero medio lleno encima de laalmohada.

—Entra —dijo, y después deque entrase cerró las puertaventanas.Debía de haberme quedado allí depie congelado y exánime.

Ambos susurrábamos. Eso erabuena señal.

—No sabía que fumases.—A veces —fue hacia la cama

y se sentó justamente en el centro.—Estoy nervioso —comenté al

no saber qué otra cosa hacer o decir.—Yo también.—Yo más que tú.Intentó aliviar la extrañeza entre

ambos con una sonrisa y me pasó elporro.

Así estaría entretenido.Recuerdo cómo estuve a punto

de abrazarle en el balcón pero mecogí a tiempo y pensé que si leabrazaba después de haber estado tanfríos el uno con el otro durante todoel día parecería inadecuado.

Simplemente por que alguien te digaque os vais a ver a medianoche nosignifica que le puedas dar de formaautomática un abrazo cuando casi noos habíais dado la mano durante todala semana. Recuerdo haber estadopensando antes de llamar: le abrazo,no le abrazo, le abrazo.

Ahora ya estaba dentro de lahabitación.

Estaba sentado en la cama, conlas piernas cruzadas. Parecía máspequeño, más joven. Yo estabatorpemente de pie al lado de la cama,sin saber qué hacer con las manos.

Debió de ver cómo luchaba pormantenerlas junto a las caderas ycómo después las metí en losbolsillos para más tarde volverlas aponer en las caderas.

Tenía un aspecto ridículo,pensé. Tenía la esperanza de que nose diese cuenta de esto ni de lasupresión del dilema de abrazarle.

Me sentía como un niño al quedejan por primera vez solo junto a suprofesora particular.

—Venga, siéntate.¿Quiere decir en una silla o

junto a él?

Vacilante, me acerqué a la camay me senté mirándole, con las piernascruzadas como él, como si éste fueseel protocolo adecuado entre doshombres que se citan a medianoche.Me aseguré de que nuestras rodillasno se tocasen. Pues quizá lemolestase que se tocasen, al igualque le molestaba que nosabrazásemos, o como le molestócuando, al no saber otra forma mejorde demostrarle que queríapermanecer con él en el muro mástiempo, le coloqué mi mano en lapolla.

Pero antes de poder exagerarlas distancias entre ambos, me sentíinundado por el agua deslizante delescaparate de la floristería, que sellevó toda mi timidez y misinhibiciones. Nervioso o tranquilo,ya no me importaba examinar todosmis impulsos. Si soy estúpido,déjame ser estúpido. Si le toco larodilla, pues le toco la rodilla. Siquiero abrazarle, le abrazo.Necesitaba apoyarme en algún sitio,así que me acerqué hacia la parte dearriba de la cama y puse mi espaldacontra el cabecero.

Miré a la cama. Todo estabaclaro ahora. Éste era el lugar dondehabía pasado tantas noches soñandocon un momento como aquél. Allí meencontraba ahora. En tan sólo unaspocas semanas, estaría de nuevo enesa misma cama. Encendería lalamparita de Oxford y recordaríahaber permanecido de pie en elbalcón, escuchando el roce de suspies en busca de las zapatillas. Mepreguntaba si iba a rememorar todoesto con pena. O vergüenza. O conindiferencia, eso esperaba.

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Sí, yo bien.No teníamos absolutamente

nada que decirnos. Acerqué losdedos de mis pies a sus dedos y lostoque. Después, sin pensarlo, metí midedo gordo entre el suyo y elsegundo dedo de su pie. No lo quitó,tampoco respondió. Queríarozárselos todos con los míos. Comoestaba sentado a su izquierda esprobable que no fuesen los dedos conlos que me tocó el otro día mientrascomíamos. El derecho fue elculpable. Intenté llegar hasta él conmi pie derecho, mientras que seguía

intentando no tocarle las rodillas,como si algo me indicase que ésasestaban fuera del juego.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó finalmente.

—Nada.No lo sabía ni yo, pero su

cuerpo comenzó a devolverme elmovimiento, de una maneradespistada, con convicción, igual deextrañado que yo, como si dijera¿Qué otra cosa se puede hacer sinoresponder con calidez cuando alguiente toca los dedos de los pies con lossuyos? Después de eso, me acerqué a

él y le abracé. Un abrazo infantil conel que esperaba que sintiese ciertaaceptación. No respondió.

—Eso es un comienzo —dijo alfinal, quizá con un poco de humor demás en la voz del que yo hubiesedeseado.

En vez de decir algo, me encogíde hombros, con la esperanza de quese percatase de mi encogimiento y nome preguntase nada más. No queríaque hablásemos. Cuanto menosdijésemos, más desenfrenados seríannuestros movimientos. Me gustabaabrazarle.

—¿Esto te hace feliz? —mepreguntó.

Asentí, con la esperanza denuevo de que notase la respuesta demi cabeza sin la necesidad depalabras.

Finalmente, como si mi posiciónle instase a hacer lo mismo, merodeó con el brazo. No me golpeó, niapre- to. Lo último que deseaba enaquel momento era camaradería. Porlo que, sin dejar de abrazarle, relajéun poco la sujeción, el tiemposuficiente para poner los dos brazosbajo su camisa abierta y retomar el

abrazo. Quería su piel.—¿Estás seguro de que es esto

lo que quieres? —preguntó como siesta incertidumbre fuese el motivo desus titubeos.

Asentí de nuevo. Mentía. Noestaba nada seguro. Me preguntabacuánto tiempo duraría mi abrazo,cuándo me cansaría o se cansaría él.¿Pronto? ¿Tarde? ¿Ya?

—No hemos hablado —dijo.Me encogí de hombros

indicando que no había necesidad deello.

Me levantó la cara con ambas

manos y se me quedó mirando comoaquel día en el muro, en esta ocasiónaún con más intensidad pues ambossabíamos que habíamos cruzado elumbral.

—¿Puedo besarte?Menuda pregunta, sobre todo

después del beso en el muro. O quizáhabíamos hecho borrón y cuentanueva y estábamos comenzando otravez.

No le respondí. Sin asentir,acerqué mi boca a la suya, de lamisma manera que había besado aMarzia la noche antes. Algo

inesperado pareció ocurrir entreambos y, por un segundo, parecía nohaber diferencia de edad, sino sólodos hombres besándose e inclusoesto parecía disolverse, al comenzara pensar que ya no éramos ni tansiquiera dos personas sino dos seres.Me encantaba la igualdad de aquelmomento. Me encantaba sentirmemas joven y más viejo, de humano ahumano, de hombre a hombre, dejudío a judío. Me embargaba la luzde la lámpara. Me hacía sentir agusto y seguro, como me sentíaquella noche en el hotel de Oxford.

Incluso me gustaba la sensaciónrancia y viciada de mi antiguahabitación, desordenada con todassus cosas, pero que en cierta formase había vuelto más habitable bajo sucuidado que bajo el mío: unafotografía por aquí, una sillaconvertida en mesita auxiliar, libros,tarjetas, música.

Decidí meterme debajo de lasmantas. Adoraba el olor. Queríaadorar el olor. Me gustaba incluso elhecho de que no había quitado todaslas cosas de la cama por lo que lesdaba rodillazos continuamente y

tampoco me importabaencontrármelas al meter un piedebajo, puesto que formaban parte desu cama, de su vida, de su mundo.

Él se hundió bajo las mantastambién y antes de que me diesecuenta comenzó a desnudarme. Mehabía estado preocupando cómo loharía, si él no me ayudaba, haría loque muchas chicas hacen en laspelículas, me quitaría la camisa,dejaría caer los pantalones y mequedaría allí de pie, completamentedesnudo, con los brazos lacios yqueriendo decir: Esto es lo que soy,

y así estoy hecho, toma, cógeme, soytuyo. Sin embargo, su acción habíaresuelto el problema. Me estabadiciendo al oído «Fuera y esto fueratambién y esto y esto fuera», lo quehizo que me riese y de repente estabatotalmente desnudo y notaba el pesode la sábana sobre mi miembro, noquedaba ni un secreto en el mundo,pues mi pretensión de estar en lacama con él era el único queguardaba y lo estaba compartiendocon él. Era precioso sentir sus manospor todo mi cuerpo bajo las sábanas,como parte de nosotros, como una

avanzadilla de reconocimiento quehabía conseguido llegar a laintimidad, mientras que lo demás, aldescubierto fuera de las sábanas,estaba aún en lucha con lasintimidades, como alguien que llegatarde y camina entre el frío, cuandoel resto se está calentando las manosen el interior de un club nocturnoabarrotado. Él aún estaba vestido yyo no. Me chiflaba estar sin ropa anteél. Entonces me besó y me volvió abesar, esta segunda vez másintensamente, como si por fin sedejase llevar. En cierto momento me

di cuenta de que el llevaba en pelotasya un rato, aunque no me habíaenterado de cuando se desnudó, peroahí estaba, rozándome con cada partede su cuerpo. ¿Dónde había estado?Llevaba tiempo queriendo hacerleuna pregunta discreta sobre su estadode salud pero parecía que ésta habíasido respondida hacía un rato, puescuando por fin encontré el valor parapreguntarle él me respondió «Ya telo dije, estoy bien». «¿Te dije ya queyo también estoy muy bien?» «Sí.»Sonrió. Aparté la vista porque meestaba mirando fijamente y sabía que

me sonrojaría y pondría caras raras,y aun así deseaba que me mirasefijamente a pesar de que meavergonzase y quería también mirarleyo a él mientras nos asentábamos ennuestra postura de fingida lucha libreen la que sus hombros rozaban misrodillas. Cuánto habíamos avanzadodesde aquella tarde en la que mequité la ropa y me puse su bañadorpensando en que aquello sería lo máscerca que su cuerpo estaría del mío.

Y ahora esto. Me hallaba en lacúspide de algo, y quería que durasepara siempre pues sabía que no había

forma de volver. Cuando ocurrió, nofue como yo había soñado, sino conun aire de incomodidad que me instóa revelar más cosas sobre mí de lasque quería. Sentí el impulso dedetenerle, y cuando se dio cuenta, mepreguntó y no respondí, o no supequé responder y pareció pasar todauna eternidad entre la reticencia adecidirme y su instinto para hacerque no lo consiguiese. Desde esteinstante, pensé, desde este instantetuve, como nunca antes, la sensaciónclara de que llegaba a un lugarquerido, de que quería esto para

siempre, de que era yo, yo, yo, yo ynadie más, sólo yo, había encontradoen cada estremecimiento que recorríamis brazos algo totalmente ajeno y apesar de ello muy familiar, como sitodo esto hubiese sido parte de midurante toda mi vida y lo hubieseperdido y el me hubiese ayudado aencontrarlo. El sueño era correcto,esto era como volver a casa, comopreguntar ¿Donde he estado toda mivida?, que era otra forma deaveriguar ¿Dónde estuviste durantemi infancia, Oliver?, que a su vez eraotra manera de inquirir ¿Qué es la

vida sin esto?, que era por lo que, alfinal, fui yo y no él quien dijo no una,sino muchas, muchas veces Mematarás si paras, me matarás siparas, y era también mi forma decerrar el círculo completo de misueño y mi fantasía, él y yo, el ansiade palabras de su boca a mi boca yde vuelta a la suya, intercambiandopalabras entre ambas, que fue cuandodebí de empezar a soltarobscenidades que él repetía despuésde mí, con suavidad al principiohasta que dijo «Llámame por tunombre y yo te llamaré a ti por el

mío», algo que no había hecho jamásen mi vida y que, en cuanto pronunciémi propio nombre como si fuese elsuyo, me llevó a un lugar que nohabía compartido jamás con nadieantes, ni desde entonces he vuelto ahacerlo.

¿Habíamos hecho ruido?Sonrió. No había por qué

preocuparse.Puede que incluso hubiese

sollozado, pero no estaba seguro.Cogió su camisa y me limpió conella. Mafalda siempre busca pistas.

No encontrará ninguna, dijo. Llamo aesta camisa «La ondulante», lallevabas puesta en tu primer día aquí,tiene más de ti que yo. Lo dudo, dijo.No me dejaba irme aún, peromientras se separaban nuestroscuerpos creí recordar, aunque demanera muy distante, que hace unrato había apartado sin darme cuentaun libro que acabó clavado en miespalda mientras él aún estaba en miinterior. Ahora se encontraba en elsuelo. ¿Cuándo me percate de queera un ejemplar de Se lumoréí¿Dónde encontré tiempo durante el

calor de la pasión para preguntarmesi había estado en la presentación lamisma noche en la que estuve yo allícon Marzia? Eran unos pensamientosraros que parecían amontonarsedesde hacía mucho, mucho tiempo,más de media hora.

Debió de ocurrírseme un ratodespués cuando aún estaba entre susbrazos. Me despertó antes incluso deque me diese cuenta de que me habíadormido, llenándome de unasensación de espanto y ansiedad queno era capaz de descifrar. Me notabaintranquilo, como si hubiese estado

malo y necesitase, no sólo muchasduchas para limpiarlo todo, sino unazambullida en elixir bucal.Necesitaba alejarme de él, de lahabitación, de lo que habíamos hechojuntos. Era como si lentamenteestuviese aterrizando de unapesadilla pero aún no estaba tocandosuelo y no estaba seguro de quererhacerlo, pues lo que me esperaba noiba a ser mucho mejor a pesar desaber que no iba a poder quedarmecolgado de la amorfa y enormepesadilla que parecía la mayor nubede autorrechazo y remordimiento que

jamás hubiese flotado sobre mi vida.No volvería a ser el mismo. Cómohabía permitido que me hiciese esascosas y con qué entusiasmo había yoparticipado de ellas e incitado aellas, esperándole, rogándole que noparase. Ahora su semen seacumulaba en mi pecho comorecordatorio de haber cruzado unafrontera terrible, sin tener en cuenta alos que más quiero, ni siquiera a mímismo o a algo sagrado, o al caminoque nos ha traído hasta este punto, nisiquiera he contado con Marzia, queahora representaba la sirena de una

aventura amorosa lejana que seahogaba en un acantilado, distante eirrelevante, purificada por losenvites de las olas veraniegas,mientras que yo luchaba por alejarmenadando de allí, clamando desde unremolino de ansiedad y con laesperanza de que se convirtiera enparte de la colección de imágenesque me ayudaría a reconstruirme alamanecer. No eran esos a los quemás había ofendido, sino más bien aaquellos que aún no habían nacido oestaban aún insatisfechos y que nuncapodría amar sin rememorar esta gran

vergüenza y repulsión que creceentre mi vida y las suyas. Todo estome obsesionará y mancillara mi amorpor ellos y entre nosotros siempreestara este secreto que empañarátodo lo bueno que hay en mi.

¿O quizá había ofendido a algoincluso mas profundo? ¿Qué era eso?

¿Había estado siempre allí elodio que sentía, aunque camuflado, ytodo lo que necesitaba era una nochecomo ésta para que surgiese?

Algo que rozaba las náuseas,algo parecido al arrepentimiento —quizá fuese eso— comenzo a

atenazarme y parecía definirse conmayor claridad cuanto másconsciente era de la incipiente luzdel amanecer que entraba por lasventanas.

Al igual que la luz, elremordimiento, si es que era eso,parecía desvanecerse por un instante.Pero cuando me tumbé en la cama yme sentí tan incómodo retornó a todavelocidad como si me anotara untanto cada vez que yo pensaba queera la última vez que lo sentía. Yasabía que iba a doler. Lo que no meesperaba es que el dolor se viese

finalmente arrollado y deformado porlas punzadas de la culpa. Nadie mehabía advertido de esto.

Fuera ya había amanecido.¿Por qué me estaba mirando?

¿Habría adivinado lo que pensaba?—No eres feliz —me dijo.Me encogí de hombros.No era a él a quien odiaba, sino

lo que habíamos hecho. No queríaque indagase en mi corazón aún. Enlugar de eso, quería sacarme de esaciénaga de odio autoin- fligido y nosabía cómo.

—Te sientes mal por ello, ¿a

que sí?Una vez más evité contestar a su

comentario.—Sabía que no debíamos

haberlo hecho. Lo sabía —repitió.Por primera vez en mi vida le vireluctante y presa de la duda—.Teníamos que haberlo hablado.

—Tal vez —dije yo.De todas las cosas que podía

haber murmurado aquella mañana,este insignificante «tal vez» era lamás cruel.

—¿Lo odiaste?No, no lo odie en absoluto. Sin

embargo, lo que sentía era peor queel odio. No quería recordarlo, noquería pensar en ello. Sólo queríaguardarlo a buen recaudo. Nunca mehabía pasado. Lo había probado perono me iba bien, ahora quería que medevolviesen mi dinero, rebobinar lapelícula, volver al momento en queestoy casi saliendo al balcóndescalzo, y no avanzaré más, mesentaré, dejaré que repose y nunca losabré. Prefería discutir con micuerpo que sentir lo que estabasintiendo en esos momentos. ElioyElio, ¿te lo habíamos advertido o no?

Allí estaba en su cama,demostrando unas formas de cortesíaexageradas.

—Si quieres te puedes ir adormir —dijo, quizá las palabrasmás amables que me ha dicho jamás,con una mano en mi hombro, mientrasque yo, como judas, seguíarepitiéndome, si él supiera. Si tansólo supiera que deseaba estar aleguas, a miles de años de él. Leabracé. Cerré los ojos.

—Te me quedas mirandofijamente —le dije con los ojos aúncerrados. Me gustaba que me

observasen cuando tenía los ojoscerrados.

Necesitaba que estuviese lo máslejos posible de mí si queríasentirme mejor y olvidar, pero lenecesitaba cerca por si las cosas seponían peor y no tenía a quién acudir.

Mientras tanto, otra parte de míestaba muy contenta porque todohubiese pasado. Estaba fuera de misentrañas. Pagaría las consecuencias.Las preguntas eran: ¿lo entendería? y¿me perdonaría?

¿O esto era otro truco paraevitar un nuevo arrebato de odio y

vergüenza?

Pronto, por la mañana, fuimosjuntos a nadar. Me daba la sensaciónde que era la última vez queestaríamos unidos de esa manera,volvería a mi habitación, mequedaría dormido, me despertaría,desayunaría, sacaría mis partituras ypasaría las horas de las mañanastranscribiendo a Haydn, con algúnsentimiento de ansiedad de vez encuando al anticipar un renovadorechazo por su parte durante eldesayuno, para recordar después que

ya habíamos superado esa etapa, queya le había tenido en mi interiorapenas unas horas antes y quedespués se había corrido sobre mipecho, porque me dijo que así lodeseaba y yo se lo permití, tal vezporque yo no me había corrido aún yme excitaba observar cómo hacíamuecas y llegaba al orgasmo delantede mí.

Ahora se metía casi hasta lasrodillas en el agua con la camisapuesta. Sabía qué hacía. Si Mafaldapreguntaba le diría que se mojó poraccidente.

Nadamos juntos hasta el granpeñasco. Hablamos. Quería quepensase que me alegraba estar con él.Me hubiese gustado que el marlimpiase la mugre de mi pecho, peroaún seguía allí su semen, aferrado ami cuerpo. Poco después, trasenjabonarme en la ducha, todas lasdudas personales que tenía y quehabían surgido tres años antescuando un chico desconocidomontado en bicicleta se detuvodelante de mí, se bajó de la bicicletay puso un brazo sobre mi hombro conun gesto muy poco excitante pero que

aceleró algo que, de otra manera,hubiese llevado muchísimo mástiempo rescatarlo del subconsciente;entonces, todas esas dudas podíantambién ser eliminadas, disipadascomo un rumor malo acerca de mí, ouna creencia falsa, liberadas como elgenio de una lámpara que hacumplido su sentencia y es purificadocon el aroma suave y radiante deljabón de camomila presente en todosnuestros baños.

Nos sentamos en una de laspiedras y charlamos. ¿Por qué nohabíamos hablado así antes? Yo

hubiese estado mucho menosdesesperado de haber sido capaz deentablar este tipo de amistad semanasantes. Quizá hubiésemos evitadodormir juntos. Quería contarle quehabía hecho el amor con Marzia elotro día a menos de doscientosmetros de donde nos encontrábamos.Pero guardé silencio. En lugar de esohablamos sobre el «Todo estácumplido» de Haydn, que acababa determinar de transcribir. Podía hablarsobre esto sin pensar que estabaintentando impresionarle, o llamar suatención o construir un puente

enclenque entre ambos. Podíadivagar sobre Haydn durante horas,qué amistad más preciosa podíahaber surgido.

Nunca se me ocurrió pensar,mientras experimentaba aquellassensaciones excitantes por haberterminado con él o incluso unapequeña decepción de la que merecuperaría con facilidad después deunas semanas, que esta avidez porsentarme y discutir de Haydn de unaforma tan inusitadamente relajadacomo lo estábamos haciendoentonces era mi punto más vulnerable

y que si el deseo tenía que resurgirpodía colarse con facilidad a travésde esta puerta que siempre creí queera la más segura, como a través dela visión de su cuerpo casi desnudojunto a la piscina.

En aquel momento meinterrumpió.

—¿Estás bien?—Sí, sí, muy bien —contesté.Luego, con una sonrisa extraña,

como si estuviese corrigiendo supregunta inicial.

—¿Estás bien en todos lossitios?

Le devolví la sonrisa levementea sabiendas de que ya no queríahablar, cerraba todas las puertas yventanas entre ambos y soplaba lasvelas pues el sol ya estaba en lo altoy la sombra de la culpa es alargada.

—Lo que yo quería decir...—Ya sé lo que querías decir.

Dolorido.—Pero ¿te molestó cuando...?Aparté la cara como si una

corriente de aire helado hubieserozado mi oreja y quería evitar queme golpease en la cara.

—¿Es necesario que hablemos

sobre ello? —pregunté.Utilicé las mismas palabras que

había pronunciado Marzia cuandoquise saber si le había gustado lo quehabía hecho.

—No si no quieres.Sabía perfectamente sobre qué

quería hablar él. Quería recordar elmomento en el que casi le pido quepare.

Ahora, mientras hablábamos,todo en lo que podía pensar era quehoy iría de paseo con Marzia y cadavez que nos sentásemos, a mí me ibaa doler. Menuda indignidad. Sentado

en las murallas del pueblo —lugar enel que la gente de nuestra edad secongregaba por las noches cuando noestaba en las cafeterías— y vermeforzado a retorcerme y recordar acada instante lo que había hechoaquella noche. Seré el hazmerreír delos estudiantes. Oliver vería cómome retuerzo y pensaría Eso te lo heprovocado yo, ¿no?

Deseaba que no hubiésemosdormido juntos. Incluso su cuerpo medejó indiferente. En la roca en la queestábamos sentados ahora observé sucuerpo como alguien mira una camisa

vieja y unos pantalones que haspuesto en unas cajas para que se loslleve la beneficencia.

Hombros: comprobados.La zona entre la parte interior

del codo y la parte exterior que hacetiempo veneraba: comprobada.

La entrepierna: comprobada.El cuello: comprobado.Las curvas del albaricoque:

comprobadas.El pie, y menudo pie: pero sí,

comprobado.La sonrisa al decir ¿Estás bien

en todos los sitios?: sí, comprobada

también. No queda ningún cabosuelto.

Hubo un tiempo en que adorabatodas esas cosas. Las había tocadode la misma forma que una civeta sefrota contra aquello que ansia. Mehabían pertenecido durante unanoche. Ahora no las quería. Lo queno lograba recordar, y mucho menosentender, era cómo había egado adesearlas, a hacer todo lo que hicepara estar cerca de ellas, tocarlas,dormir con ellas. Después de nuestrochapuzón me daría la tan ansiadaducha. Olvidar, olvidar.

Cuando volvíamos nadando mepreguntó, como si se le acabase depasar por la cabeza, si iba a tenerleen cuenta lo de la noche anterior.

—No —le respondí. Pero habíarespondido con demasiada rapidezcomo para saber lo que estabadiciendo. Para suavizar la posibleambigüedad de ese «no» le dije queprobablemente querría dormirdurante todo el día—. No creo quesea capaz de montar en bicicleta hoy.

—Por... —no me estabahaciendo una pregunta, me estabadando la respuesta.

—Sí, por eso.Se me ocurrió pensar que una de

las razones por las que habíadecidido no distanciarme de él tanrápido no era simplemente paraevitar herir sus sentimientos, odesconcertarle, o fomentar unasituación incómoda y difícil demanejar en casa, sino porque noestaba seguro de que en unas pocashoras no fuese a estar de nuevodesesperado por verle.

Cuando llegamos a nuestrobalcón, estuvo dudando un rato en elumbral y luego se adentró en mi

habitación. Me pilló desprevenido.—Quítate el bañador.Esto era muy extraño, pero ni se

me pasó por la cabeza desobedecer.Así que me lo bajé y me deshice deél. Era la primera vez que estabacompletamente desnudo y a plena luzdelante de él. Me sentía raro ycomenzaba a ponerme nervioso.

—Siéntate.No había casi ni terminado de

hacer lo que me ordenaba cuandoacercó su boca a mi polla y se lametió entera. Me empalmérápidamente.

—Lo dejaremos para luego —dijo con una sonrisa irónica y se fuede inmediato.

¿Se trataba de una venganza porhaber supuesto que habíamosterminado?

Pero se acababa de desvanecercon ello mi confianza, mi lista departes comprobadas y mis ansias porterminar con aquello. Buen trabajo.Me sequé, me puse la parte de abajodel pijama que llevaba puesto lanoche antes, me eché en la cama y nome desperté hasta que Mafalda llamóa la puerta para preguntarme si

quería huevos en el desayuno.La misma boca con la que iba a

comer huevos había estado enmuchos lugares distintos la nocheantes.

Como si tuviese resaca, mepreguntaba una y otra vez cuándo seme pasaría esa sensación demalestar.

De vez en cuando, una molestiarepentina me provocaba un doloragudo tintado de incomodidad yvergüenza. Quien dijo que el alma yel cuerpo se juntaban en la glándulapineal era un estúpido. Es en el culo,

idiota.

Cuando bajó a desayunarllevaba puesto mi traje de baño. Anadie le hubiese llamado la atenciónpuesto que allí todo el mundo seintercambiaba la ropa, pero ésa fuela primera vez que él lo hizo y fuecon el mismo bañador con el quehabía ido a nadar aquel amanecer.Verle con mi ropa puesta hizo que meexcitase inevitablemente.

Y él lo sabía. Nos calentaba alos dos. La idea de su polla rozandola zona del bañador en la que había

estado la mía tantas veces merecordaba a cómo, delante de mispropios ojos, y tras tanto esfuerzo,había aliviado su carga sobre mipecho. Pero lo que me excitaba noera eso, sino la porosidad denuestros cuerpos, su permutabilidad.Lo que me pertenecía de repentepasaba a ser suyo, de la mismamanera que lo que le correspondía aél podía ser mío. ¿Estaba siendoatraído de nuevo? En la mesa decidiósentarse a mi lado y cuando nomiraba nadie situó el pie, no sobre elmío, sino debajo. Sabía que mi

extremidad estaba áspera porcaminar descalzo todo el día; la suyaestaba suave; la noche antes la habíabesado y había chupado los dedos;ahora se hallaban acurrucados bajomis plantas callosas y necesitabaproteger a mi protector.

No me permitía olvidarle. Merecordaba a una cortesana casadaque, tras haberse acostado con unjoven vasallo, hizo que lo apresasenlos guardias del palacio a la mañanasiguiente y lo ejecutasensumariamente en una mazmorra porunos delitos inventados, no sólo para

eliminar cualquier posible rastro deevidencias de la noche de adulterioque compartieron o para evitar que eljoven amante se volviese un estorboahora que sabía que podía recibiralgún tipo de favor, sino para evitarla tentación de ir a buscarle a lamañana siguiente. ¿Se estabaconvirtiendo en un estorbo alperseguirme? ¿Y qué debía hacer,decírselo a mi madre?

Aquella mañana bajó solo alpueblo. A la oficina de correos, a vera la señora Milani, lo típico. Leobservé pedaleando por el camino de

cipreses, aún con mi bañador puesto.Nadie había llevado mi ropa. Quizáesas sensaciones físicas ymetafóricas son maneras patosas deentender lo que ocurre cuando dosseres quieren, no sólo estar cerca,sino convertirse en algo tan maleableque el uno se convierta en el otro.Ser quien soy gracias a ti. Ser quienera gracias a mí. Estar dentro de suboca mientras él estaba dentro de lamía sin saber a quién pertenece lapolla, si era la suya o era la mía laque estaba en mi orificio. Él era mipasadizo secreto hasta mí mismo,

como un catalizador que nos permiteconvertirnos en lo que somos, uncuerpo ajeno, un marcapasos, uninjerto, un remiendo que envía todoslos impulsos correctos, una aguja demetal que mantiene juntos los huesosde los soldados, el corazón de otroque nos hace más nosotros que lo queeramos antes del trasplante.

Esa sola idea me hizo deseardejar todo lo que tenía que hacer esedía e ir corriendo hacia el. Espereunos diez minutos, luego saqué mibicicleta, a pesar de la promesa deno montar en bicicleta durante aquel

día, salí en dirección a casa deMarzia y ascendí la carreteraempinada de la colina tan rápidocomo pude. Cuando llegue a apiazzetta me di cuenta de que habíallegado sólo unos minutos despuésque él. Estaba aparcando la bici,había comprado ya el Herald Tribuney se dirigía a la oficina de correos,su primer recado.

—Tenía que verte —le dijemientras me acercaba a él.

—¿Por qué? ¿Ha ocurrido algo?—Simplemente tenía que verte.—¿No estás asqueado de mí?

Eso pensaba y eso deseo, estuvea punto de decirle.

—Sólo quería estar junto a ti —dije, y luego se me ocurrió añadir—:Si quieres me vuelvo a casa.

Se quedó quieto, dejó caer lamano en la que llevaba un montón decartas sin enviar y simplemente semantuvo allí mirándome y negandocon la cabeza.

—¿Te imaginas lo contento queestoy de que nos hayamos acostado?

Me encogí de hombros comopara rechazar cualquier otro halago.No me merecía esos piropos, sobre

todo viniendo de él.—No lo sé.—Casi mejor que no lo sepas.

No quiero arrepentirme de nada,incluido eso de lo que no mepermitías hablar esta mañana. Sólome espanta la idea de habertedescolocado un poco. No quiero queninguno de los dos tenga que pagarlode ninguna manera.

—No se lo diré a nadie. Nohabrá ningún problema —sabíaperfectamente a lo que se refería,pero prefería fingir lo contrario.

—No me refería a eso. Yo estoy

seguro de que tendre que pagar poresto tarde o temprano —por primeravez a la luz del día me percaté de quehabía un Oliver distinto—. Para ti, lomires como lo mires, todo esto aúnes diversión y juegos, como debe ser.Para mí es algo más que aún no heaveriguado y eso hace que me détodavía más miedo.

—¿Te arrepientes de que hayavenido? —estaba siendo un pocotonto a propósito.

—Te agarraría y te comería abesos si pudiese.

—Yo también.

Me acerqué a su oreja justocuando se proponía entrar en laoficina postal y le dije: «Fóllame,Elio».

Se acordo y rápidamentepronunció su propio nombre tresveces entre gemidos como habíamoshecho durante la noche. Podía notarcómo se me ponía dura. Entonces,para tomarle el pelo con las mismaspalabras que había pronunciado élpor la mañana le dije: «Lo dejaremospara luego».

Luego le comenté cómo ¡Luego!siempre me recordaba a él. Se rió y

dijo ¡Luego! por primera vez con elsignificado que yo quería quetuviese: no sólo para decir adiós, opara alejarse de ti, sino para hacer elamor por la tarde. Me di la vuelta yestaba ya encima de la bici,acelerando colina abajo, sonriendoampliamente, hubiese cantado sisupiese.

Nunca había sido tan feliz entoda mi vida. No podía salir nadamal, todo ocurría como lo deseaba,se iban abriendo todas las puertas,una a una, y la vida no podía ser másradiante: irradiaba justo encima de

mí y cuando giraba la bicicleta aderecha o izquierda para apartarmede la luz, me seguía al igual que losfocos persiguen a los actores sobreel escenario. Tenía antojo de él, peropodía perfectamente vivir sin él yambas cosas estaban bien.

De camino decidí hacer unaparada en casa de Marzia. Estaba apunto de ir a la playa. Me uní a ella ybajamos hasta las rocas juntos y nostumbamos en la arena. Me encantabasu olor, adoraba su boca. Se quitó laparte de arriba y me pidió que leechase crema en la espalda, a

sabiendas de que mis manos iban asujetar sus pechos de formainevitable. Su familia poseía unacabañita con techo de paja en laplaya y me invitó a ir. No vendríanadie. Cerré la puerta con llavedesde dentro, la senté encima de lamesa, le quité el bañador y coloquémi boca donde olía a mar. Ella seechó hacia atrás y subió ambaspiernas sobre mis hombros. Queraro, pense, como se hacían sombra yse tapaban el uno al otro, pero no seimposibilitaban. Apenas media horaantes le estaba pidiendo a Oliver que

me follara y ahora me encontrabaaquí a punto de hacer el amor conMarzia y así con todo ninguno de losdos tenía nada que ver con el otroexcepto Elio, que daba la casualidadde que era única y exclusivamenteuna persona.

Después de comer Oliver dijoque debía volver a B. para entregar ala señora Milani sus últimascorrecciones. Echó un breve vistazoen mi dirección pero, al ver que yono correspondía, comenzó a irse.Después de dos vasos de vino,

estaba deseando echarme una siesta.Cogí dos melocotones enormes de lamesa y me los llevé, mientras subíabesé a mi madre. Me los comeríamás tarde, le dije. Una vez en lahabitación oscura, deposité la frutaen la mesa de mármol y me desnudédel todo. Unas sábanas limpias,frescas, almidonadas y bañadas porel sol cubrían perfectamente micama: Dios te bendiga, Mafalda.¿Deseaba estar solo? Sí. Una personala noche antes; luego de nuevo alamanecer. Luego por la mañana otra.Ahora me tumbaba sobre las sábanas

como un girasol maduro que acabade florecer repleto del vigor de latarde de verano más soleada. ¿Estabacontento de estar solo ahora que meatrapaba el sueño? Sí, bueno, no. Sí,pero quizá no. Sí, sí, sí. Estaba felizy eso era lo único que importaba, conotros, sin otros, yo estaba feliz.

Media hora después, o quizáantes, me despertó el enclaustradoaroma marrón oscuro del café queflotaba en la casa. Podía olerloincluso con la puerta cerrada y sabíaque ese no era el café de mis padres.Había sido hecho y servido hacía

tiempo. Ésta era la segunda tanda dela tarde, hecha en la máquina deespressos napolitanos que

Mafalda, su marido y Anchiseusan para hacer café después decomer. Pronto se echarían también adescansar. Un fuerte sopor flotaba enel ambiente, el mundo se estabaquedando dormido. Todo lo quedeseaba era que él o Marzia pasasenpor delante de la puerta de mi balcóny, a través de las puertaventanas amedio abrir, vislumbrasen mi cuerpodesnudo tumbado en la cama.Cualquiera de los dos, pero quería

que alguien pasase por allí y sepercatase de mi situación y ellosdecidirían qué hacer. Yo podíacontinuar durmiendo o, si seacercaban furtivamente a mí, lesharía un hueco a mi lado ydormiríamos juntos. Vería a uno delos dos entrar en la habitación,alcanzar la fruta y con ella en lamano, acercarse a mi cama y colocarlas piezas junto a mi miembro duro.Sé que no estás dormido y dirían ycon delicadeza empujarían elmelocotón blando y demasiadomaduro contra mi polla hasta que lo

perforase justo a la altura del pliegueque me recordaba tanto al culo deOliver. Esa idea se apoderó de mí yno me la podía quitar de la cabeza.

Me levanté y agarré uno de losmelocotones, le hice un hueco a lamitad con ayuda de los pulgares, dejéel hueso sobre la mesita y condelicadeza acerqué el melocotónvelloso y colorado a mi ingle paradespués comenzar a oprimirlo contraella hasta que la fruta partida sedeslizó por mi verga. Si Anchisesupiese lo que estaba haciendo conlo que él cultivaba todos los días con

una devocion casi esclava con suenorme sombrero de paja y sus dedosnudosos y callosos quecontinuamente arrancaban malashierbas de la tierra reseca. Susmelocotones teman mucho dealbaricoque pero eran más jugosos ygrandes. Ya había probado con elreino animal. Ahora me estabaacercando al mundo vegetal. Losiguiente podrían ser los minerales.Al pensarlo casi suelto unacarcajada. La fruta estaba goteandosobre mi miembro. Si ahora entraseOliver, le dejaría que me chupase

como hizo esta mañana. Si llegabaMarzia, le dejaría que terminase eltrabajo. El melocotón estaba suave yfirme y cuando por fin conseguípartirlo con la polla, me percaté deque su centro enrojecido merecordaba tanto a un ano como a unavagina, así que sujeté ambas partescon las manos contra mi pene ycomencé a frotarlas pensando ennada y en todo, incluido el pobremelocotón que no tenía ni la másremota idea de lo que le estabahaciendo, pero tenía que acatar lasreglas y puede que incluso al final

sintiera también algo de placer puesen cierto momento me pareció oírque decía Fállame, Elio, fállame másfuerte y tras un segundo, ¡He dichoque más fuerte! mientras que buscabaen mi cabeza algún fragmento deOvidio en el que creía recordar quealguien se había convertido enmelocotón, y si no había nadaparecido, entonces podía yoinventarme algo allí mismo, comopor ejemplo un hombredesafortunado y una joven que, pordisfrutar de una belleza lozana,habían desdeñado a una deidad

envidiosa que los convirtió en unmelocotonero y sólo ahora, despuésde tres mil años, estaban recibiendolo que les fue arrebatado de formatan injusta mientras musitaban ¿Memoriré cuando acabes y no debesterminar, no debes correrte jamás?La historia me excitó tanto que sindarme cuenta ya casi había llegado alorgasmo. Tuve la sensación de quepodía detenerme y dejarlo allí mismoo que con una caricia más podíacorrerme; fue lo que finalmente hice,teniendo cuidado de acertar en elcentro coloreado del melocotón

abierto como si se tratase de un ritualde inseminación.

Esto era una locura. Me inclinéhacia atrás, sujetando la fruta conambas manos, agradecido por nohaber manchado las sabanas ni dejugo ni de semen. El melocotónmagullado y estropeado, como lavíctima de una violación, estabajunto a mí en la mesita, avergonzado,leal, dolorido y desconcertado,intentando no derramar lo que lehabía dejado dentro. Me hizo pensarque probablemente yo hubiese dadouna imagen parecida en su cama la

noche antes después de que sehubiese corrido dentro de mí porprimera vez.

Me puse una camiseta detirantes pero decidí dejar el restodesnudo y meterme bajo las sábanas.

Me desperté con el ruido dealguien desatrancando el cerrojo delas puertaventanas y volviéndolo aponer después de pasar. Al igual queocurrió en uno de mis sueños, se meacercaba de puntillas, no con laintención de sorprenderme, sino parano despertarme. Sabía que se tratabade Oliver y con los ojos aún

cerrados, elevé el brazo hacia él. Locogió y lo besó, luego levantó lassábanas y pareció sorprenderse deencontrarme desnudo. Rápidamenteacercó los labios al lugar queprometió llevarlos esta mañana. Leencantó el sabor pegajoso. ¿Quéhabía hecho?

Se lo dije y le señalé laevidencia magullada sobre la mesa.

—Déjame ver.Se puso de pie y me preguntó si

la había dejado allí para él.Quizá. O simplemente no había

dado con la solución de cómo

deshacerme de él.—¿Es esto lo que creo que es?Asentí con picardía y fingiendo

estar avergonzado.—¿Tienes idea del esfuerzo que

pone Anchise en cada uno de éstos?Estaba bromeando pero daba la

sensación de que el, o alguien através suyo, me estaban aleccionandosobre el esfuerzo que habían puestomis padres en mí.

Trajo medio melocotón a lacama, asegurándose de no derramarnada de su contenido mientras sedesprendía de su ropa.

—Estoy enfermo, ¿no? —lepregunte.

—No, no estás enfermo. Ojalátodo el mundo estuviese tan enfermocomo tú. ¿Quieres ver enfermos?

¿Qué pretendía? Dudé en decirque sí.

—Solamente piensa en elnúmero de personas que ha habidoantes que tú: tú, tu abuelo, tutatarabuelo y todas las generacionesde Elios anteriores y los de lugareslejanos, todos apretujados en estegoteo de personas que te hacen ser loque eres. Ahora, ¿puedo probarlo?

Negué con la cabeza, ensilencio.

Metió un dedo en el corazón delmelocotón y se lo llevó a la boca.

—No, por favor —esto era másde lo que podía aguantar.

—Nunca pude soportar el mío.Pero éste es tuyo. Por favor,explícate.

—Me hace sentirme fatal.Se limitó a hacer caso omiso a

mi comentario.—Mira, no tienes por qué

hacerlo. Yo fui el que se empeñó enti, yo fui el que te siguió, todo lo que

ha ocurrido ha sido por mi culpa. Notienes por qué hacer esto.

—Tonterías. Yo te deseabadesde el primer día, pero lo ocultémejor.

—¡Claro!Me abalancé para arrebatarle el

melocotón, pero con la mano quetenía libre me agarró la muñeca y mela apretó muy fuerte, como ocurre enlas películas cuando un hombrefuerza a otro a soltar una navaja.

—Me haces daño.—Entonces apártate.Observé cómo se metió el

melocotón en la boca y comenzó acomerlo lentamente, mirándome contal intensidad que llegué a pensar queni cuando hicimos el amor había sidotan penetrante.

—Si quieres escupirlo, hazlo,no me importa, de verdad. Teprometo que no me sentiré ofendido—lo dije mas para romper elsilencio que como una súplica final.

Negó con la cabeza. Podía notarcómo lo estaba degustando en esepreciso momento. No entendía quéme ocurría en aquel instante,mientras le observaba, pero me

sobrevinieron unas ganas enormes dellorar. Y en lugar de luchar contraello, como si fuese un orgasmo,simplemente me deje llevar, aunquesólo fuese para mostrarle algo igualde privado sobre mi. Me acerqué a ély amortigüé mis sollozos contra suhombro. Lloraba porque ningúnextraño había sido tan amableconmigo o había llegado tan lejospor mí, ni siquiera Anchise, que undía me hizo un tajazo en el pie parachuparme y escupir, chuparme yescupir, varias veces el veneno de unescorpión. Lloraba porque no me

había sentido nunca tan agradecido yno tenía otra manera de demostrarlo.Y lloraba por los pensamientosmalignos que había albergado contraél aquella misma mañana. Y tambiénpor lo que ocurrió la pasada noche,pues, para bien o para mal, ya nohabía forma de arreglarlo y aquél eratan buen momento como otrocualquiera para demostrarle quetenía razón, que no era fácil, que ladiversión y los juegos tambiénpodían salirse del camino marcado yque si habíamos propiciado que lascosas se acelerasen ahora era ya muy

tarde para echarse atrás. Llorabaporque estaba ocurriendo algo y notenía ni idea de qué se trataba.

—Sea lo que sea lo que ocurraentre nosotros, Elio, quiero que losepas. No digas nunca que no sabiaslo que hacías —seguía masticando.En el calor de la pasión hubiese sidootra cosa, pero esto era muy distinto.Me estaba llevando con él.

Sus palabras no tenían sentido.Pero yo sabía exactamente lo quesignificaban.

Acaricié su cara con la mano.Después, sin saber por qué, comencé

a chupar sus parpados.—Bésame ahora, antes de que

haya desaparecido —dije. Su bocatendría el sabor de los melocotones yde mí.

Me quedé en mi habitaciónmucho tiempo después de que sefuese Oliver. Cuando por fin medesperte, era ya casi de noche, lo quehizo que me pusiese gruño El dolorhabía desaparecido, pero estabarenaciendo el mismo malestar quehabía experimentado al amanecer.No sabía si era el mismo sentimientoque estaba resurgiendo tras una larga

interrupción o si el anterior se habíacurado ya y éste era uno totalmentenuevo, resultado de haber hecho elamor por la tarde. ¿Experimentaríasiempre ese sentimiento de culpa tansolitario cuando despertase al rato dehaber pasado unos momentosembriagadores juntos? ¿Por qué nome pasaba lo mismo después dehacerlo con Marzia? ¿Por qué lanaturaleza se empeñaba enrecordarme que era mejor queestuviese con ella?

Me duché y me puse ropalimpia. Abajo todo el mundo estaba

tomando cócteles. Los dos invitadosde la noche anterior estaban allí denuevo, entretenidos con mi madre,mientras que un recién llegado,reportero también, escuchabaatentamente la descripción queestaba haciendo Oliver de su libro deHeráclito. Había perfeccionado tantola técnica para hacer un resumen entan sólo cinco frases a los extrañosque parecía haber sido inventado enaquel preciso instante para elbeneficio de aquel escuchante enparticular.

—¿Te quedas? —me preguntó

mi madre.—No, voy a ver a Marzia.Mi madre me echó una mirada

inquieta y de forma discreta comenzóa mover la cabeza en señal dedesaprobación, queriendo decir Noestoy de acuerdo, es una buena chica,deberías salir por ahí en grupo.

—Déjale en paz, tú y tusgrupitos —impugnó mi padre, lo queme dio alas—. En realidad estáencerrado en casa todo el día. Déjaleque haga lo que quiera. ¡Lo quequiera!

Si supiese.

Bueno, ¿y qué si supiese algo?Mi padre nunca se opondría.

Puede que al principio hiciese ungesto raro pero luego lo borraría desu cara.

Nunca se me pasó por la cabezaocultarle a Oliver lo que hacía conMarzia. Los pasteleros y loscarniceros no compiten entre ellos,pensé. Y con toda probabilidad, éltampoco le hubiese dado demasiadaimportancia.

Aquella noche Marzia y yofuimos al cine. Tomamos un heladoen lapiazzetta. Y después a casa de

sus padres de nuevo.—Quiero volver a la librería —

dijo mientras caminábamos hacia lapuerta de su jardín—, pero no megusta ir al cine contigo.

—¿Quieres ir mañana justoantes de que cierren?

—Sí, ¿por qué no? —queríavolver a repetir lo de la otra noche.

Me besó. Lo que en realidadquería era ir a la librería por lamañana nada más abrir, con laopción de poder volver allí por lanoche.

Cuando regresé a casa, los

invitados estaban a punto demarcharse. Oliver no estaba.

Me viene bien, pensé.Fui a mi habitación y, al no

tener nada mejor que hacer, abrí eldiario.

La anotación del día antes: «Teveré a medianoche». Ya verás. Nisiquiera se presentará. «Piérdete»,eso es lo que «madura» significa enrealidad. Ojalá nunca le hubiesedicho nada.

En los dibujitos nerviosos quehabía realizado alrededor de estaspalabras antes de ir a su habitación,

intentaba recuperar la sensación denerviosismo de la noche anterior.Quizá quisiese liberarme de laansiedad de la noche, tanto paraenmascarar la de hoy como pararecordarme que si mis peores miedosfueron disipados una vez que entré ensu cuarto, quizá no terminarían deforma muy distinta hoy y seríanfácilmente dominados en cuantoescuchase sus pasos.

Pero ni siquiera podía recordarla ansiedad de la noche anterior. Fuecompletamente eclipsada por lo queocurrió a continuación y que parecía

pertenecer a un segmento temporal alque no tenía ningún tipo de acceso.

Todo lo relacionado con lanoche anterior se había esfumado. Norecordaba nada. Intenté susurrarme«piérdete» a mí mismo como formade encender la mecha de mimemoria. Esa palabra parecía tanreal anoche. Ahora solamenteluchaba por tener sentido.

Y entonces me di cuenta. Lo queestaba experimentando hoy no separecía a nada de lo que habíavivido en toda mi vida.

Esto era mucho peor. Ni

siquiera sabía cómo denominarlo.Al volverlo a pensar me di

cuenta de que tampoco sabía cómodefinir los nervios de la nocheanterior.

En aquella ocasión había dadoun paso de gigante. Aun así, allí meencontraba. No era más sabio y noestaba más seguro de las cosas queantes de haberle sentido encima demí. Podíamos también no habernosacostado juntos, ¿no?

Al menos tuve la sensación demiedo que da la posibilidad de caer,el temor a ser rechazado y a que te

llamen lo que yo he usado parallamar a otros. Ahora que lo habíasuperado, ¿había estado estaansiedad siempre presente, pero deforma latente, como un presagio yuna advertencia de que hay arrecifesafilados detrás de la tempestad?

¿Y por qué me importaba dóndeestuviese? ¿No era esto lo que queríade ambos, pasteleros, carniceros ytodas esas cosas? ¿Por qué memolestaba tanto que él no estuvieseallí? ¿Y por qué, al haberme dadoesquinazo, tenia la sensación de quetodo lo que hacía era esperar y

esperar y esperar y esperar?¿Por qué esperar se estaba

empezando a transformar en unatortura?

Si estas con alguien, Oliver, eshora de que vuelvas a casa. No teharé ninguna pregunta, lo juro, perono me hagas aguardar más.

Si no aparece en diez minutos,haré algo.

Transcurrido ese tiempo, conuna sensación de impotencia y unodio total hacia mí mismo porsentirme indefenso, decidí esperar,esta vez de verdad, otros diez

minutos.Veinte minutos después, no

podía soportarlo más. Me puse unjersey, salí al balcón y bajé lasescaleras. Iré a B., si hace falta, y locomprobaré por mí mismo. Decamino al cobertizo de las bicicletas,iba decidiendo si iría antes hasta N.,donde la gente solía quedarse hastamás tarde de fiesta que en B., ymaldiciéndome por no haberhinchado las ruedas por la mañana,cuando de repente algo me dijo quedebía pararme en seco y no molestara Anchise, que dormía en la cabaña

adjunta. Anchise el siniestro, todo elmundo decía que era un pocosiniestro. ¿Había tenido la sospechatodo el tiempo? Supongo que sí. Lacaída de la bicicleta, la pomadacasera de Anchise, la delicadeza conla que le curó las heridas y le limpióel rasguño.

Pero más abajo, junto a la costarocosa, bajo la luz de la luna, le vi.Estaba sentado sobre una de lasrocas más altas, vestido con el suéterde marinero de rayas azules yblancas con los botones del hombrosiempre desabrochados que se había

comprado en Sicilia el veranoanterior. No hacía nada, simplementese abrazaba las rodillas mientrasescuchaba las olas golpear las rocasdebajo de él. Al mirarle desde labarandilla, sentí una emoción deternura hacia él que me recordaba elentusiasmo con el que me precité aB. en su busca, y llegué antes inclusode que hubiese alcanzado la oficinade correos. Era la mejor persona quehabía conocido en mi vida. Le habíaelegido bien. Abrí la puerta y bajé asaltitos varias rocas hasta que llegueal lugar en el que se encontraba.

—Te estaba esperando —dije.—Pensé que te habías ido a

dormir. Pensé incluso que no querías.—No. Esperaba. Simplemente

apagué la luz.Eché un vistazo a la casa. Todas

las puertaventanas estaban cerradas.Me incliné y le besé el cuello. Era laprimera vez que le besaba consentimiento, no con deseo. Me rodeócon sus brazos. Si alguien lo vieseresultaría totalmente inofensivo.

—¿Qué haces? —le pregunté.—Pensar.—¿En qué?

—En cosas. En volver aEstados Unidos. En las clases quetengo que impartir en otoño. En ellibro. En ti.

—¿En mí?—¿En mí? —se burlaba de mi

modestia.—¿En nadie más?—En nadie más —se quedó en

silencio un rato—. Vengo aquí cadanoche a sentarme. A veces me pasohoras.

—¿Tú solo?Asintió.—No lo sabía. Pensaba que...

—Ya sé lo que pensabas.Esas noticias me hicieron muy

feliz. Había estado ensombreciendotoda nuestra relación. Decidí noinsistir sobre eso.

—Este lugar seráprobablemente lo que más eche enfalta —y tras una pequeña reflexión—: He sido muy feliz en B.

Sonaba como un preámbulo dedespedida.

—Estaba observando aquello—continuó mientras señalaba elhorizonte— y pensando que en dossemanas estaré de vuelta en la

universidad de Columbia.Tenía razón. Yo me había

convencido para no contar los días.Al principio porque no quería pensaren cuánto tiempo se quedaría connosotros; después porque no quenaafrontar los pocos días que lequedaban a mi lado.

—Todo esto significa quedentro de diez días, cuando mirehacia este lugar, ya no estarás aquí.No sé que voy a hacer entonces. Porlo menos tú estarás en otro sitio,donde no hay recuerdos.

Que cosas piensas a veces —

apretó su hombro contra el mío—. Teirá bien.

—Puede que sí. Pero puede queno. Hemos desperdiciado tantos días,tantas semanas.

—¿Desperdiciado? No sé.Quizá simplemente necesitásemostiempo para averiguar si esto era loque queríamos.

—Alguno de nosotros hace lascosas difíciles a propósito.

—¿Yo?Asentí con la cabeza.—Ya sabes lo que estábamos

haciendo hace exactamente una

noche.Sonrió.—No sé qué pensar sobre eso.—Yo tampoco estoy seguro.

Pero me alegro mucho de que lohiciésemos.

—¿Vas a estar bien?—Sí, estaré bien —metí una

mano en sus pantaIones—. Meencanta estar aquí contigo.

Era mi forma de decir quetambién estaba siendo feliz allí conél. Intenté imaginarme lo que estarfeliz ahí significaba para él: feliz alllegar aquí después de imaginarse

cómo sería esto, feliz trabajando enel cielo durante las calurosasmañanas, feliz yendo en bicicleta acasa de la traductora, felizperdiéndose en el pueblo cada nochey volviendo tan tarde, feliz con mispadres y sus labores del almuerzo,feliz con sus compañeros de póquer ytodos los demás amigos que habíahecho en el pueblo y en losalrededores y que yo no conocía.Quizá me lo dijese algún día. Mepreguntaba cuál sería mi lugar enaquella amalgama general.

Mientras tanto, mañana, si

íbamos a darnos un baño matutinopronto, puede que me volviese aatrapar el hartazgo y el autorrechazo.Me pregunto si uno se acostumbra aeso, o se le acumula un malestar tangrande que se encuentran maneras deconsolidarlo en un bulto desensaciones con sus propiosperiodos de amnistía y cortesía. Oquizá la presencia del otro, que ayerpor la mañana parecía casi unintruso, se convierte en indispensablepues nos protege de nuestro propioinfierno. Así, la misma persona quenos causa un tormento por el día nos

alivia por la noche.

A la mañana siguiente fuimos anadar juntos. Eran poco más de lasseis de la mañana y el hecho de quefuese tan pronto aportaba a nuestroejercicio una calidad energizante.Más tarde, mientras él realizaba unaversión muy personal de hacerse elmuerto, quise agarrarle, como hacenlos monitores de natación cuando tesujetan el cuerpo de forma tan suaveque parecen mantenerte a flote contan sólo un dedo. ¿Por qué me sentíamás viejo que él en aquel instante?

Quería protegerlo de todo, de lasrocas, de las medusas ahora que eratemporada, de Anchise y su miradalasciva cuando va al jardín a ponerlos aspersores mientras arrancaconstantemente malas hierbas,incluso cuando llueve, inclusocuando está hablando contigo,incluso cuando amenaza conabandonarnos, parecía sonsacar cadasecreto que creías haber escondidoagudamente lejos de su vista.

—¿Cómo estás? —le pregunté,imitando la pregunta que me hizo él amí ayer por la mañana.

—Deberías saberlo.Durante el desayuno, no me

podía creer lo que estaba haciendo,pero comencé a partirle la parte dearriba del huevo pasado por aguaantes de que Mafalda interviniese ode que lo hubiese destrozado con sucuchara. No había hecho eso pornadie en mi vida y aun así, allíestaba, asegurándome de que ni untrocito de cáscara cayese dentro delhuevo. Él estaba tan feliz con suhuevo. Cuando Mafalda le trajo supolpo diario, yo estaba muy contentopor el. Dicha doméstica.

Simplemente porque me dejó ser sucumbre la noche antes.

Pillé a mi padre mirándomemientras terminaba de abrir la partede arriba de su segundo huevopasado por agua.

—Los norteamericanos nuncasaben cómo hacerlo —dije.

—Seguro que tiene algunamanera... —comentó.

El pie que llegó para quedarseencima del mío por debajo de lamesa me indicó que quizá debíadejarlo pues mi padre parecía que seolía algo. «No es tonto», me dijo más

tarde mientras nos preparábamospara ir a B.

—¿Quieres que vaya contigo?—No, será mejor pasar

desapercibidos. Deberías trabajar enHaydn hoy. ¡Luego!

—¡Luego!Marzia me llamó aquella

mañana mientras él se preparabapara irse. Casi me hace un guiño alpasarme el teléfono. No había ningúnrastro de ironía, nada que merecordase, a no ser que meequivocase, y creo que no era elcaso, que lo que había entre nosotros

era igual de transparente que unasimple amistad.

Quizá primero éramos amigos yluego amantes.

Pero entonces quizá sea eso loque son los amantes en realidad.

Cuando recuerdo nuestrosúltimos diez días juntos, veo un bañopor la mañana temprano, unosdesayunos lentos, un paseo enbicicleta hasta el pueblo, un poco detrabajo en el jardín, comidas, siestasa media tarde, mas trabajo por latarde, quizá algo de tenis, estar

después de la cena en la piazzetta ypor las noches hacíamos el amor detal manera que parecía quepudiésemos desplazarnos en etiempo. Al rememorar esos días,creo que no hubo ni un minuto, apartede la media hora más o menos quepasa a con la traductora, o cuando melas arreglé para escaparme unashoras con Marzia, en el que noestuvimos juntos.

—¿Cuándo te enteraste de lomío? —le pregunté cierto día. Teníala esperanza de que dijese Cuando teapreté el hombro y casi te desmayas

en mis brazos. O, Cuandohumedeciste el bañador aquel díaque estuvimos charlando en tu cuarto.Algo por ese estilo.

—Cuando te sonrojaste.—¿Yo?Habíamos estado hablando

sobre la traducción de poesía; eratemprano, durante su primera semanacon nosotros. Aquel día comenzamosa trabajar más pronto de lo habitual,probablemente porque ya habríamosdisfrutado de nuestra animadaconversación mientras ponían lamesa del desayuno bajo el tilo y

estábamos ansiosos por seguir juntosalgún tiempo más. Me preguntó sialguna vez había traducido poesía.Yo le dije que sí y le pregunté si éltambién. Me respondióafirmativamente. Estaba leyendo aLeopardi y se había topado conalgunos versos imposibles detraducir. Habíamos estadodepartiendo sin darnos cuenta dehasta dónde podía llegar laconversación que había empezadopor casualidad, pues mientrasahondábamos en el mundo deLeopardi encontrábamos

ocasionalmente maneras de sacar arelucir nuestro natural sentido delhumor y nuestro amor por laspayasadas. Tradujimos el fragmentoal inglés, después del inglés al griegoantiguo y después de nuevo agalimatiasinglés y galimatiasitaliano.Los últimos versos del poema «A laluna» de Leopardi eran tanpervertidos que nos causaban unosataques de risa enormes cada vez querepetíamos las palabras sin sentidoen italiano, cuando de repente huboun momento de silencio y al alzar lavista para mirarle me estaba

observando directamente con aquellamirada glacial y vidriosa que tantome desconcertaba. Hacía esfuerzospara decir algo y cuando me preguntópor qué sabía tantas cosas, tuve lapresencia de ánimo como para deciralgo sobre haber sido el hijo de uncatedrático. No siempre deseabachulearme de todo lo que sabía,sobre todo con alguien que meintimidaba tanto. No tenía nada queaportar, nada con lo que defenderme,nada con lo que embarrar el terrenoentre ambos, ningún lugar dondeesconderme o donde guarecerme. Me

sentía como una oveja desamparadaen medio de la planicie seca y áridadel Serengueti.

Aquella mirada ya no formabaparte de la conversación, ni siquierade las bromas sobre la traducción;las había suplantado y se habíaconvertido en un tema en sí mismo, apesar de que ninguno quería, ni seatrevía a sacarla a colación. Y sí, susojos tenían tal brillo que debíaapartar la vista y cuando volvía adirigirla hacia él, la suya no se habíamovido y seguía aún clavada en micara como si dijese Así que habías

mirado hacia otro lado y ahoravuelves a mirar> ¿eh? ¿Vasa volver aapartar la mirada pronto?, motivopor el que me veía forzado a quitarlade nuevo y fingir que pensaba enalgo, y siempre estaba buscando algoque decir, de la misma forma que unpez que se está muriendo a marchasforzadas por el calor en un charcocenagoso lucha por salir. Debía desaber a la perfección cómo mesentía. Lo que finalmente me hizosonrojar no fue la vergüenzaintrínseca del momento en que me dicuenta de que me había sorprendido

intentando aguantarle la mirada, paradespués escabullirme con los ojos aun lugar seguro; lo que lo provocofueron las excitantes posibilidades,con todo lo increíbles que meresultaban, de que quizá le gustase dela misma forma que el me gustaba amí.

Durante semanas confundí sumirada fija con una hostilidaddescarada. Estaba muy equivocado.Era simplemente la manera en la queun hombre tímido le aguanta lamirada a otro.

Al final caí en la cuenta de que

éramos las dos personas más tímidasdel mundo.

Mi padre fue el único que lecalo desde el principio.

—¿Te gusta Leopardi? —lepregunté para romper el silencio,pero también para sugerir que habíasido ese tema lo que me había hechoestar en cierta forma distraídodurante el alto en la conversación.

—Sí, mucho.—A mí también me gusta

mucho.Siempre supe que yo no hablaba

de Leopardi. La cuestión es, ¿lo

sabía él?—Sabía que te incomodaba,

pero quería asegurarme.—O sea, que lo supiste todo el

tiempo.—Digamos que estaba bastante

seguro.En otras palabras, había

comenzado unos pocos días despuésde su llegada. ¿Así que había sidotodo fingido desde entonces? Yaquellas oscilaciones entre laamistad y la indiferencia, ¿quésignificaban? ¿Era nuestra forma deseguirnos de cerca con sigilo

mientras negábamos hacerlo? ¿O erasimplemente una forma tan astutacomo cualquier otra de mantenernosalejados, con la esperanza de que loque sentíamos no fuese más quegenuina indiferencia?

—¿Por qué no me diste algunapista? —dije.

—Lo hice. Por lo menos lointenté.

—¿Cuándo?—Una vez, después de jugar al

tenis. Te toqué. Era mi forma demostrarte que me gustabas. De lamanera en que reaccionaste me

hiciste sentir que te había molestado.Decidí mantener las distancias.

Nuestros mejores momentostenían lugar por las tardes. Despuésde comer subía las escaleras paraechar una siesta justo cuando estabana punto de servir el café. Luego,cuando los invitados a comer sehabían marchado ya, o se habíanretirado a descansar a la habitaciónde invitados, mi padre o bien seaislaba en su despacho o se iba adormir un rato con mi madre. Paracuando daban las dos, un intenso

silencio se había apoderado de lacasa (parecía que también de todo eluniverso), y era interrumpido de vezen cuando por el arrullo de laspalomas o por los martillazos deAnchise trabajando, pero concuidado de no hacer demasiadoruido. Me gustaba escuchar cómo seafanaba por las tardes e inclusocuando ocasionalmente medespertaba con algún golpe o con lasierra o cuando encendía la piedra deafilar cuchillos todos los miércoles,me quedaba con una sensación de pazy tranquilidad en el mundo, igual que

la que sentiría años después alescuchar en mitad de la noche lasirena para la niebla en Cape Cod. AOliver le gustaba mantener lasventanas y las puertaventanasabiertas por la tarde, con sólo lasfinas cortinas de separación entrenosotros y la vida, pues considerabaun crimen obstruir tanta luz natural yocultar un paisaje así, sobre todocuando no lo tenías para toda la vida.Luego, los ondulados campos delvalle parecían asentarse sobre uncreciente manto color aceituna:girasoles, viñedos, algo de lavanda y

esos modestos olivos achaparrados yencorvados, los viejosespantapájaros que mirabanboquiabiertos a través de la ventanamientras nos tumbábamos desnudossobre mi cama, el olor de su sudorque era el olor de mi sudor, a milado mi hombre-mujer para quien yoera su hombre-mujer y rodeándonospor todos los lados la colada deMafalda y el detergente con aroma acamomila, que era el aroma de lastórridas tardes de verano en nuestracasa.

Recuerdo aquellos días y no me

arrepiento de nada, ni de los riesgos,ni de la vergüenza, ni de la falta totalde perspectiva. Las formas líricasdel sol, los enormes campos deplantas altísimas que se tambaleabanbajo el intenso calor del mediodía,los crujidos del suelo de madera, oel chirrido de los ceniceros de barroarrastrados suavemente sobre la losade mármol que hacía las veces de mimesita. Sabía que teníamos el tiempocontado, pero no me atrevía acontarlo, ya que sabía hacia dónde sedirigía todo aquello, no mepreocupaba por leer los mojones.

Aquélla fue la época en la que deforma intencionada dejé de arrojarmiguitas de pan para la vuelta; enlugar de eso, me las comí. Podíaresultar ser un completo bicho raro;podía cambiarme o arruinarme parasiempre mientras que el tiempo y loscotilleos desvelarían todo lo queocurrió entre nosotros y lo rumiaríantodo hasta que no quedasen nada másque espinas. Puede que echase enfalta ese día, o puede que me fuesemucho mejor, pero siempre sabré quedurante aquellas tardes en mihabitación viví mi momento.

En cambio, cierta mañana, medesperté y contemplé todo B.cubierto de nubes oscuras y bajasque se movían muy rápido por elcielo. Sabía perfectamente quépresagiaba. El otoño estaba a lavuelta de la esquina.

Unas pocas horas después, lasnubes se habían disipado del todo yel tiempo, como si intentaseresarcirse de su pequeña broma,parecía haber eliminado cualquierposibilidad de otoño de nuestrasvidas y nos otorgó uno de losmejores días de la temporada. Sin

embargo yo había tomado buenacuenta de la advertencia y, al igualque se dice de los jurados que oyenuna evidencia inadmisible justo antesde ser puesta en el archivo, me dicuenta de que vivíamos con el tiempoprestado, que el tiempo es siempreprestado y que la empresa depréstamos nos cobra prima justo enel momento en el que estamos en lapeor situación para pagar ynecesitamos pedir más prestado. Derepente, comencé a hacer fotosmentales de él, a recoger las migasde pan que habían caído de la mesa y

las guardé en mi escondrijo y para mivergüenza, hice una lista: la roca, elmuro, la cama, el sonido delcenicero. La roca, el muro, la cama...Ojalá fuese como esos soldados delas películas que, cuando se quedansin balas, arrojan lejos sus armas,como si ya no las pudiesen volver ausar para nada, o como los fugitivosen un desierto que, en lugar deracionar el agua de la calabaza,ceden ante la sed y se la beben atragos y luego tiran la calabaza encualquier sitio. En lugar de eso, yoalmacenaba cosas pequeñas para

que, en los días de vacas flacas quevendrían, esos brillos del pasado medevolvieran el calor. Comencé, demala gana, a robar dinero al presentepara pagar las deudas que sabía queiban a llegar en el futuro. Esto, sabia,era un crimen tan malo como cerrarlas puertaventanas durante las tardessoleadas. Pero también sabia que enel mundo supersticioso de Mafalda,anticiparse a lo peor era una formasegura de prevenir que ocurriese.

Cuando fuimos a pasear unanoche y me dijo que pronto se iría acasa, me di cuenta de lo inútil que

había sido mi supuesta previsión.Dos bombas nunca caen en el mismolugar; ésta, a pesar de todas mispremoniciones, lió justo sobre miescondite.

Oliver se iría a Estados Unidosla segunda semana de agosto. Pocosdías después de que empezase elmes, dijo que quería pasar tres díasen Roma y utilizar ese tiempo paratrabajar en el borrador final de sumanuscrito junto al editor italiano.Después, volaría a casa. ¿Queríaacompañarle?

Dije que sí. ¿Debía preguntar amis padres antes? No hacía falta,nunca dirían que no. Ya, pero ¿nodeberían...? No deberían. Alenterarse de que Oliver se iba amarchar antes de lo previsto e iba apasar unos días en Roma mi madrepreguntó —con el permiso delcduboi, por supuesto si yo le queríaacompañar. Mi padre no se opuso.

Mi madre me ayudó a hacer lamaleta. ¿Iba a necesitar una chaquetapor si acaso el editor nos llevaba acenar? No habría cenas. Además,¿por qué iba a pedir acompañarles?

Aun así, pensó ella, debía llevar una.Quería cargar solo con una mochila,viajar como lo hacen los de mi edad.Haz lo que quieras. De todas formas,me ayudó a vaciar la mochila y avolver a hacerla cuando quedó claroque no entra a todo lo que queríameter. Solamente vas dos o tres días.Ni

Oliver ni yo habíamosprecisado acerca de los últimos díasjuntos. Mi madre nunca sabrá lomucho que me dolió aquello de «doso tres días». ¿Sabíamos en qué hotelnos íbamos a quedar? La pensión no

sé qué o algo así. No había oídonunca hablar de ella, pero qué iba asaber ella, dijo. Mi padre sí lo sabía.Hizo las reservas él mismo. Es unregalo, dijo.

Oliver no sólo empaquetó élmismo su macuto, sino que el día queíbamos a coger el direttissimo hastaRoma se las arregló para que sumaleta quedase situada en el lugarexacto de la habitación en el que lahabía colocado yo el día que llegó.En aquella ocasión había visualizadoel momento en que me devolvería lahabitación y ahora me preguntaba

cuánto estaría dispuesto a dar con talde volver atrás en el tiempo hastaaquella tarde a finales de junio,cuando le escolté en la presentaciónde rigor por nuestras propiedades ycuando, una cosa llevó a la otra, nosacercamos al solar calcinado junto alas vías abandonadas donde me diomi primera dosis de los numerosos¡Luego! Cualquiera de mi edad aqueldía hubiese ido a echar una siestaantes que caminar hasta los límitesmás alejados de nuestra propiedad.Obviamente, yo ya sabía lo queestaba haciendo.

Toda la simetría, o debía decirvacío, de aquella habitaciónaparentemente saqueada hizo que seme formase un nudo en la garganta.Me recordaba menos a unahabitación de hotel en la que esperasa que el botones te ayude a bajar lasmaletas después de una estanciamaravillosa que ha tenido queterminar antes de tiempo, que a unahabitación de hospital que ha sidovaciada de tus pertenencias, mientrasque el siguiente paciente, al que aúnno han ingresado, aguarda en la salade emergencias de la misma forma

que esperaste tú una semana antes.Esto era una prueba para nuestra

despedida definitiva. Como observara alguien con un respirador antes deque lo apaguen días después.

Estaba feliz porque me iban adevolver la habitación. En mi/sualcoba, seria mas fácil recordarnuestras noches.

No, prefería mantener mi cuartoactual. Así, por lo menos, podíafingir que aún él estaba en el suyo ysi no estaba allí es que todavíaestaba fuera como ocurríafrecuentemente durante aquellas

noches en las que yo contaba losminutos, las horas, los sonidos.

Cuando abrí su armario mepercaté de que había dejado unbañador, unos calzoncillos, suspantalones chinos y una camisalimpia colgada de una percha.Reconocí la camisa. Ondulante. Yreconocí el bañador. Rojo. Loreservaba para cuando fuese a darseel último baño aquella mañana.

—Tengo que decirte algoacerca de este bañador —dijedespués de cerrar la puerta delarmario.

—¿Decirme qué?—Te lo diré en el tren —pero

se lo dije de todas maneras—.Prométeme que me dejarásquedármelo cuando te vayas.

—¿Eso es todo?—Bueno, póntelo mucho hoy y

no nades con él.—Enfermo y retorcido.—Enfermo, retorcido y muy,

muy triste.—Nunca te había visto así.—También quiero a Ondulante.

Y las alpargatas. Y las gafas. Y a ti.En el tren le hablé sobre el día

en que pensamos que se habíaahogado y cómo estaba dispuesto apedirle a mi padre que reclutara atodos los marineros posibles parabuscarle y que cuando leencontrasen, encenderíamos una piraen la orilla, mientras que yo cogeríaun cuchillo de Mafalda paraarrancarle el corazón, pues aquelcorazon y aquella camisa eran todolo que enseñaría durante toda mivida. Un corazón y una camisa. Sucorazon envuelto en una camisahúmeda, como el pez que trajo aqueldía Anchise.

PARTE 3 - ELSÍNDROME DE SANCLEMENTE

LLEGAMOS a la estación

Termini hacia las siete de la tardedel miércoles. El ambiente estabamuy cargado. Daba la sensación deque acababa de pasar un temporalpor Roma que no había sido capaz dellevarse consigo la sensación debochorno que reinaba. El crepúsculo

llegaría en apenas una hora y lasfarolas brillaban coronadas por unoshalos densos, mientras que losescaparates parecían estariluminados y tintados con coloresresplandecientes de propia creación.La humedad se aferraba a todas ycada una de las frentes y las caras.Quería acariciar su rostro. No podíaesperar a llegar al hotel parapegarme una ducha y tirarme en lacama, incluso sabiendo que, a no serque tuviésemos un buen aireacondicionado, no iba a sentirmemucho mejor después de la ducha.

También me gustaba el ambientelánguido que se respiraba en laciudad, como el brazo de un amantecansado y tembloroso apoyado sobretu hombro.

Quizá tuviésemos balcón. Meiría bien uno. Sentarnos en losescalones de mármol frescos y vercómo se pone el sol en Roma. Aguamineral. O cerveza. Y algunosaperitivos para picotear. Mi padrenos había reservado uno de loshoteles más lujosos de Roma.

Oliver quiso coger el primertaxi. Yo, en cambio, prefería el

autobús. Anhelaba los autobusesatestados. Quería entrar en uno,abrirme paso entre la muchedumbresudorosa mientras él se abría pasodetrás de mi. Pero tras variossegundos dando saltitos en elinterior, decidimos apearnos. Erademasiado auténtico, bromeamos. Dimarcha atrás a través de laaglomeración furiosa de gente queiba camino de sus casas y que noentendía qué estábamos haciendo.

Me las arreglé para pisarle elpie a una señora. «E non chiedemanco scusa, y ni siquiera me pide

disculpas», musito a los que seencontraban a su alrededor queacababan de entrar a empujones en elautobus y no nos dejaban salir.

Finalmente cogimos un taxi. Alobservar el nombre del hotel yescucharnos hablar en inglés, eltaxista comenzó a hacer unosextraños giros. «Inutile prenderetante scorciatoie, no hace falta quetomes tantos atajos. No tenemosprisa», le dije en el dialecto romano.

Para nuestro regocijo, la mayorde nuestras habitaciones tenía tantoun balcón como una ventana y cuando

abrimos las puertaventanas,observamos cómo las múltiplescúpulas de las numerosas iglesiasreflejaban bajo nosotros la luz delsol al atardecer. Alguien nos habíaenviado un ramo de flores y uncuenco lleno de fruta. La nota era deleditor italiano de Oliver: «Ven a lalibrería a eso de las ocho y media.Trae el manuscrito. Hay unacelebración preparada para uno denuestros autores. Ti aspettiamo».

No teníamos ningún plan apartede ir a cenar y deambular por lascalles después.

—¿Estoy invitado yo? —pregunté un poco incómodo.

—Ahora ya sí —contestó.Cogimos el cuenco de fruta que

estaba junto al televisor ycomenzamos a pelarnos higos el unoal otro.

Dijo que se iba a duchar.Cuando le vi desnudo, me desnudé deinmediato también.

—Sólo un segundo —dijemientras nuestros cuerpos se tocaban.Me encantaba el sudor que emanabade su cuerpo—. Ojalá no te tuviesesque lavar.

Su olor me recordaba al deMarzia y, como el de ella, tambiénparecía exudar ese aroma a piélagode la orilla durante los días que nohay nada de viento en las playas ytodo lo que puedes oler es el perfumecrudo y seco de la arenaquemándose. Me encantaba el salitreen sus brazos, en sus hombros, en suespina dorsal. Aún eran una novedadpara mí.

—Si nos acostamos ahora, noiremos a la presentación del libro.

Aquellas palabras, dichasdurante un éxtasis tal que parecía que

nadie nos lo arrebataría jamás, metrajeron de nuevo a aquellahabitación de hotel y a la tardecalurosa y húmeda, en la queestábamos los dos totalmentedesnudos apoyando los brazos sobreel alféizar de la ventana, examinandoaquella pausada e insoportable tarderomana, ambos con olor alcompartimento mal ventilado de untren con destino al sur que estaríaprobablemente acercándose aNápoles y en el que habíamosdormido, mi cabeza apoyada en lasuya sin ocultarnos de los demás

pasajeros. Mientras nosinclinábamos sobre el airevespertino, me percaté de que quizáno se nos volviese a presentar algoasí jamás y aun así, no me lo podíacreer. Él debió de pensar lo mismo,al tiempo que contemplábamos lasvistas tan magníficas de la ciudad,fumando y comiendo higos, hombrocon hombro, queriendo hacer algoque marcase un momento así, y espor eso por lo que, guiado por unimpulso que en aquel momento nopudo resultar más natural, dejé quemi mano le agarrase el culo y

comencé a introducirle el dedocorazón mientras me decía «Si sigueshaciendo eso, date por seguro que nova a haber fiesta». Le dije que mehiciese un favor y que mientrasseguía mirando por la ventana seinclinase un poco hacia delante hastaque, una vez hube introducido midedo por completo, comence aplanear: puede que empecemos perode ninguna manera vamos a terminar,luego iremos a ducharnos, saldremosy nos sentiremos como dosexhibicionistas, como unos cablesque sueltan chispas cada vez que se

rozan lo mas mínimo. Miraremos lasviejas casonas y querremosacercarnos a todas; pasaremos juntoa una farola en la esquina, y como unperro, querremos marcarla;desfilaremos por delante de unagalería de arte y buscaremos elagujero del desnudo; cruzaremos lasmiradas con alguien que no hizo másque sonreír en la dirección que nosencontrábamos y comenzaremos aurdir un plan para desnudar a esapersona y preguntarle a el, o a ella, oa ambos, si es que hay mas de una,que si le gustaría tomar la primera

copa con nosotros, o ir a cenar, o loque fuese. Encontraremos a Cupidoen todos los lugares de Roma puescortamos una de sus alas paraforzarle a volar en círculos.

No nos habíamos duchadojuntos nunca. Ni siquiera habíamosestado juntos en el mismo baño.

—No te pongas rojo —le dije—, pero quiero mirar.

Lo que vi me movió un poco ala compasión por él, por su cuerpo,por su vida, pues de repente parecíamuy frágil y vulnerable.

—Nuestros cuerpos ya no

guardarán ningún secreto para el otro—dije mientras llegó mi turno y mesenté.

Él se metió en la bañera yestaba a punto de encender la ducha.

—Quiero que me veas tú a mí—dije.

Hizo más que eso. Salió de laducha, me besó en la boca y observótodo el proceso a la vez que memasajeaba y me apretaba el estómagocon la palma tersa de la mano.

No quería que hubiese ningúnsecreto, ningún filtro, nada entrenosotros. No tenía ni idea de que si

soltaba las sogas de franqueza quenos ataban más fuerte cada vez quejurábamos mi cuerpo es tu cuerpo eratambién porque me divertía reavivarel pequeño farol de la vergüenzaolvidada. Proyectaba un sobrioresplandor precisamente en el lugaren que una parte de mí hubiesepreferido algo de oscuridad. Lavergüenza llegaba justo después dela inmediata confianza. ¿Podríaperdurar una vez que se agotaba laindecencia y nuestros cuerpos sehabían quedado sin nuevos trucos?

No sabía que hubiese realizado

la pregunta, así como no estoy segurode poder responderla hoy.¿Estábamos pagando nuestraintimidad con una moneda errónea?

¿O es el producto deseado y daigual dónde lo encuentres, cómo loconsigas, cuánto pagues por ello enel mercado negro, o gris, o conimpuestos, o libre de impuestos, obajo mano, u honradamente?

Todo lo que sabía es que notenía nada más que ocultarle y jamásme había sentido tan libre o seguroen mi vida.

Ibamos a estar juntos y solos

durante tres días, no conocíamos anadie en la ciudad, yo podía sercualquiera, decir lo que quisiese,hacer lo que me apeteciese. Mesentía como un prisionero de guerraque acababa de ser liberado por unejército invasor y que le habíaninformado de que podía irse a casa,sin ningún papeleo, sin tener queinformar sobre nada, sin preguntas,sin autobuses, sin pasar puertas, sinla necesidad de esperar cola paraque le diesen ropa limpia, tan sólocomenzar a caminar.

Nos duchamos. Nos vestimos

con la indumentaria del otro. Nospusimos la ropa interior del otro. Fueidea mía.

Quizá todo aquello le aportóuna nueva bocanada de tontería, dejuventud.

Quizá él ya había hecho algo asíaños antes y estaba haciendo losúltimos pinitos previos a su viaje devuelta a casa.

Quizá estuviese siguiéndome eljuego.

Quizá no lo hubiese hechojamás con nadie y yo había aparecidoen el momento justo.

Cogió su manuscrito, sus gafasde sol y cerramos la puerta de lahabitación de hotel. Como dos cablesactivos. Salimos del ascensor.Amplias sonrisas para todos. Para elpersonal del hotel. Para el vendedorde flores de la calle. Para la chicaque trabajaba en el quiosco deprensa.

Sonríe y el mundo te sonreirá.—Oliver, soy feliz.Me miró con asombro.—Simplemente estás cachondo.—No, feliz.De camino nos encontramos con

una estatua humana de Dante cubiertacon un manto rojo, con una narizaguileña muy exagerada y un gestodespreciativo dibujado en todos susrasgos. La toga y el gorro rojos asícomo las gafas con una montura demadera extremadamente gruesaaportaban a su ya de por sí severogesto el aspecto marchito de unconfesor implacable. Una multitud sehabía aglutinado alrededor del granbardo que permanecía rígido en laacera, con los brazos cruzados demanera desafiante, todo el cuerpomuy tenso, como un hombre que

espera a Virgilio o a un autobúsatrasado. En cuanto algún turistaarrojaba una moneda a un libroantiguo y ahuecado, él simulaba elaire atontado de un Dante queacababa de estar espiando a suBeatriz, mientras ésta paseaba por elPonte Vecchio, estiraba su cuelloviperino y vociferaba como si fueseun actor callejero escupiendo fuego,

Guido, vorrei che tu e Lapo ed iofossimo presi per incantamento,e messi ad un vascel ch'ad ogni

vento

per mare andasse a voler vostro emio.

Guido, deseo que tú, Lapo y yo

seamos de un encantamiento presos,en un suelto bajel depositadosy dirigidos sólo por nuestros

pensamientos.

Cuanta verdad, pensé. Oliver,deseo que tú y yo y todos a los quehemos tenido cariño pudiésemosvivir para siempre en una casa...

Tras musitar esos versos en vozbaja, volvía a adquirir lentamente su

actitud resplandeciente ymisantrópica hasta que otro turista leechase una moneda.

E io, quando l suo braccio a medistese,

ficcai li occhi per lo cotto aspetto,si che l viso abbrusciato non difesela conoscenza siia al mio ntelletto;e chinando la mano a la sua faccia,

rispuosi: «Siete voi qui, serBrunetto?».

Y yo, viendo que tendíame su brazo,

observé el rostro abrasado por

completo,sin lograr sus heridas impedirme

reconocer al instante a aquel sujeto;y extendiendo hasta su frente la

mano,pregunté, «¿Estáis aquí, señor

Brunetto?».

La misma mirada despreciativa.El mismo semblante. Lamuchedumbre se dispersó. Nadieparecía reconocer el pasaje del«Canto XV» del «Infierno» dondeDante se encuentra con su antiguomaestro, Brunetto Latini. Dos

estadounidenses que consiguieronfinalmente rescatar un par demonedas de la mochila le echaron aDante un puñado de moneditas. Lamisma mirada ceñuda y cabreada: Ma che ciarifrega, che ciarimportasi Voste ar vino cia messo Tacqua:

e noije dimo, e noi je famo,«ciai messo l’acquae nun tepagamo».

Qué nos importa, por qué nos iba a

preocuparsi el posadero aguó nuestro vino,

simplemente le diremos, y lerepetiremos:

«Tú le añades aguay nosotros no pagamos».

Oliver no entendía por qué todo

el mundo se había echado a reír antelos desventurados turistas. La razónera que estaba recitando una canciónde borrachera romana y, a no ser quela conozcas, no es graciosa.

Le dije que le mostraría un atajoa la librería. No le importabacaminar mucho.

—Quizá deberíamos tomar el

camino largo —dijo—, no tenemosprisa.

—El mío es mejor —comenté.Oliver estaba nervioso e

insistió.—¿Hay algo que debería saber?

—pregunté finalmente.Pensé que era una manera

discreta de darle la oportunidad decomentarme algo que le estabamolestando. ¿Era algo con lo que noestaba a gusto? ¿Tendría que ver conel editor? ¿Con otra persona? ¿Senami presencia? Yo me sé cuidar soloperfectamente si prefieres ir por tu

cuenta. De repente se me ocurrió quéle podía estar molestando.

—Allí seré el hijo delcatedrático que se te ha acoplado.

—No se trata de eso, tú, ganso.—¿Entonces qué?Mientras caminábamos me

rodeó la cintura con el brazo.—Esta noche no quiero que

nada cambie o se interponga entrenosotros.

—¿Y quién es el ganso?Me observó durante un rato.Decidimos ir por donde había

dicho yo, cruzando lapiazzetta

Montecitorio hacia el Corso. Luegosubimos por via Belsania.

—Por aquí es por dondeempezó.

—¿El qué?—Eso.—¿Y por eso querías venir por

aquí?—Contigo.Ya le había contado la historia.

Hace tres años, un joven,probablemente el ayudante delfrutero o un chico de los recados, quebajaba en bicicleta por un caminomuy estrecho con el delantal puesto,

se me quedó mirando a la cara, yo leaguanté la mirada, sin sonreír, con unmatiz de preocupación, hasta quepasó de largo. Y luego hice lo queesperaba que otros hiciesen en esoscasos. Esperé unos segundos, y megire. Él había hecho exactamente lomismo.

Yo no procedía de una familiaen la que se hablase con extraños. El,por lo visto, sí. Giró la bicicleta atoda velocidad y pedaleó hasta quellegó a mi altura. Pronunció unaspocas palabras para entablar una ágilconversación. Le resultaba muy fácil.

Preguntas, preguntas y más preguntascon el fin de que fluyese el coloquio,mientras que yo aún no había podidodecir ni «sí» ni «no». Me dio unapretón de manos, pero eraclaramente una excusa para tocarme.Después me rodeó con el brazo y meoprimió contra él, como siestuviésemos contándonos una bromaque nos hacía reír y que nos acercabamás el uno al otro. ¿Quería que nosviésemos en un cine cercano, quizá?Negué con la cabeza. ¿Queríaacompañarle a la tienda pues el jefees probable que ya se hubiese ido?

Asentí. Hizo todo esto sin soltarme lamano, estrujándomela, apretándomeel hombro, cogiéndome la nuca conuna sonrisa compasiva ycondescendiente, como si ya sehubiese dado por vencido pero noestuviese dispuesto a rendirse aún.¿Por qué no? Siguió preguntándome.Podría haberlo hecho, fácilmente,pero no lo hice.

—He rechazado a tantos. Nuncaperseguí a ninguno.

—Me perseguiste a mí.—Me dejaste.Vid Frattina, vid Borgogna, via

Condotti, vid delle Carrozze, dellaCroce, vid Vittoria. De repente meencantaban todas. Cuando nosacercábamos a la librería, Oliver medijo que siguiese solo, que debíahacer una llamada. Podía haberllamado desde el hotel. O tal veznecesitaba privacidad. Así que seguícaminando, me paré en un bar acomprar cigarrillos. Cuando llegué ala librería que tenia una enormepuerta de cristal y dos bustosromanos de barro apoyados en dospeanas con apariencia anticuada,sentí nervios. El sitio estaba lleno y a

través de la gruesa puerta de cristal,con unos adornos austeros de bronce,se podía vislumbrar a un gentío deadultos comiendo lo que parecían serunos pastelillos de mazapán. Alguiendentro de a tien da me vio husmeandopor allí y me indicó que entrase.Agité la cabeza, indicándole con eldedo índice que estaba esperando aalguien que subía en esos momentospor la calle. Pero el dueño o elasistente, como si fuese el encargadode un club, sin pisar la acera, abrióla puerta de par en par con el brazoextendido y la mantuvo allí, casi

ordenándome que entrase. «Venga,su, venga», dijo con las mangas de lacamisa remangadas hasta el hombro.La lectura aún no había comenzadopero la librería estaba llena hastaarriba, todo el mundo fumaba,hablaban en alto, hojeaban lasnovedades, y sostenían una pequeñacopa de plástico con lo que parecíawhisky escocés. Incluso la galeríadel piso de arriba, cuya barandillaestaba cubierta por los codosdesnudos y los antebrazos de variasmujeres, estaba abarrotada. Reconocíal autor inmediatamente. Era el

mismo que nos había firmado aMarzia y a mí un ejemplar de supoemario, Se l’amore. No paraba dedar la mano a la gente.

Cuando pasó junto a mí, no pudeevitar extender el brazo parasaludarle y decirle lo mucho quehabía disfrutado leyendo sus poemas.¿Cómo es que había leído suspoemas si el libro aún no habíasalido? Alguien más oyó su pregunta.¿Me echarían de la tienda porimpostor?

—Lo compré en la tienda de B.hace unas semanas y fuiste muy

amable y me lo firmaste.Dijo recordar aquel día.—Un vero fan —añadió

sonoramente, para que los queestaban a mayor distancia pudiesenoírle.

—Tal vez no es un fan, a estaedad es más común llamarlosgroupies añadió una señora mayorcon bocio y colores chillones que lehacían parecer un tucán.

—¿Qué poema te gustó más?—Alfredo, pareces un profesor

en un examen oral —bromeó unamujer de treinta y tantos.

—Solo quena saber qué poemale gustó más. No hago ningún daño alpreguntar, ¿no? —se quejó en bromacon una exasperación temblorosa ensu voz.

Durante un instante pensé que lamujer que había salido en mi defensame había sacado del apuro. Pero meequivoqué.

—Bueno, pues dime —continuó—, ¿cuál es?

—El que habla de la vida enSan Clemente.

—El que habla del amor en SanClemente —me corrigió pero

meditando sobre la profundidad deambas frases—. «El síndrome de SanClemente.» ¿Y por qué? —mepreguntó, mirándome fijamente.

—Por Dios, deja al pobre chicoen paz, ¿vale? Ven —interrumpióotra mujer que había escuchado a miotra defensora y me agarró de lamano—, te llevaré hasta donde estála comida para que te alejes de estemonstruo con un ego del tamaño desus pies y ¿te has fijado en el tamañode sus zapatos? Alfredo, deberíashacer algo con ellos —dijo de unlado a otro de la tienda.

—¿Mis zapatos? ¿Qué lesocurre a mis zapatos? —preguntó elpoeta.

—Son. Demasiado. Grandes.¿No te parecen enormes? —mepreguntó a mí—. Los poetas nopueden tener los pies tan gigantes.

—Deja en paz a mis pies.—No te rías de sus pies, Lucia.

No hay nada malo en ellos —alguienmás se había compadecido del poeta.

—Son pies de indigente.Caminó descalzo toda su vida y aúnse compra los zapatos de una tallamás por si acaso da un estirón antes

de Navidad cuando la familia seabastece para las fiestas —interpretaba a una arpia amargada yabandonada.

Pero no le solté la mano, ni ellame la solto a mi. Compañerismo deciudad. Qué dulce era sostener lamano de una mujer, sobre todocuando no sabia nada de ella. SeTamorey pensé. Y todos aquellosbrazos y codos de mujer bronceadosque se asomaban por la galería. Selamore.

El dueño de la libreríainterrumpió lo que podía haber sido

perfectamente la escenificación deuna riña entre un marido y una mujer.«Se rumore», gritó. Todo el mundose rió. No quedaba claro si la risaera un signo de alivio por haberterminado con la disputa marital oporque las palabras Se lamoreimplicaban Si esto no es amorentonces...

Y la gente entendió que estotambién era una señal de que lalectura iba a comenzar y fueron enbusca de un rincón cómodo o de unapared en la que apoyarse. Nuestrorincón era el mejor, justo en la

escalera de caracol, sentado cadauno en un escalón. Aún con lasmanos agarradas. El editor estaba apunto de presentar al poeta cuando lapuerta rechinó al abrirse. Oliverestaba intentando abrirse pasoacompañado de dos chicasdespampanantes que o eran unasllamativas modelos o bien actricesde cine. Daba la sensación de que lashabía secuestrado de camino y traíauna para él y otra para mí. SeVamore.

—¡Oliver, por fin! —gritó eleditor mientras sostenía en lo alto su

vaso de whisky—. Bienvenido,bienvenido.

Todo el mundo se giró.—Uno de los jóvenes filósofos

estadounidenses de mayor talento —dijo—, acompañado por misqueridas hijas, sin las que Se l’amoreno hubiese visto nunca la luz.

El poeta asintió. Su mujer sevolvió hacia mí y me susurró: «¿Aque son una monada?». El editor sebajó de la pequeña escalerita yabrazó a Oliver. Agarró el enormesobre de rayos X que Oliver habíausado para llevar su trabajo.

—¿El manuscrito?—El manuscrito —respondió

Oliver. El editor a cambio le entregóel libro que se presentaba.

—Ya me había dado uno.—Es verdad.Pero Oliver admiró la portada

con educación, luego echó un vistazoalrededor y me descubrió sentadojunto a Lucia. Camino hacia dondeme encontraba, puso un brazo sobremis hombros y se inclinó parabesarla. Ella v° a mirarme, miró aOliver, analizó la situación.

—Oliver, sei un dissoluto, eres

un libertino.—Se l’amore contestó a la vez

que mostraba la portada del libro conla intención de querer decir que todolo que hiciese ya había sido escritopor su marido y por lo tanto eralícito.

—Tú sí que Se l’amore.No tenía muy claro si le había

llamado libertino por las dos chicascon las que había llegado o por mí. Opor ambas cosas.

Oliver me presentó a las doschicas. Era obvio que las conocíabien y que ellas le tenían afecto.

—Sei l’amico di Oliver, vero?—me preguntó una de ellas—. Nosha hablado de ti.

—¿Y qué dijo?—Cosas buenas.Se apoyó en la pared al lado de

donde estábamos la esposa del poetay yo.

—No me va a soltar la manonunca, ¿no? —dijo Lucia como siestuviese hablando con una tercerapersona ausente. Quizá quisiese quese diesen cuenta de ello las doschicas.

No quería soltarle la mano

inmediatamente, pero sabía quedebía hacerlo. Así que la agarré conambas manos, me la acerqué a loslabios, besé los bordes de la palma yla solté. Me dio la sensación de quela había sostenido durante toda latarde y estaba entregándosela a sumarido de la misma forma que unosuelta a un pájaro después de tenerledurante mucho tiempo curándolo.

—Se l’amore —dijo a la vezque agitaba la cabeza en señal dereprimenda—. No eres menoscrápula que los demás, solamenteeres más tierno. Aquí os lo dejo.

—Veremos qué podemos hacercon el dijo una de las hijas con unarisita forzada.

Estaba en el paraíso.Sabía mi nombre. Ella se

llamaba Amanda. Su hermana Adele.—Hay una tercera —dijo

Amanda, quitando importancia a lacantidad—. Ya debería estar poraquí en alguna parte.

El poeta carraspeó. Las típicaspalabras de agradecimiento paratodo el mundo. Al final, pero nomenos importante, gracias a la luz desus ojos, Lucia. ¿Cómo le soporta?

¿Por qué está siempre allí? Musitó lamujer con una sonrisa cariñosadedicada al poeta.

—Por sus zapatos —dijo él.—Eso es.—Sigue con lo tuyo, Alfredo —

dijo el tucán con bocio.—Se l’amore. Se l’amore es

una colección de poemas inspiradaen una época que pasé en Tailandiadando clases sobre Dante. Comomuchos ya sabréis, me encantabaTailandia antes de ir y la odiaba alpoco tiempo de llegar allí. Dejad quelo exprese de otro modo: la odié el

tiempo que estuve allí, y la empecé aamar de nuevo en cuanto me fui.

Risas.Estaban repartiendo más

bebidas.—Estando en Bangkok no podía

dejar de pensar en Roma—porsupuesto—, en esta tienda de mediopelo, en las calles de alrededor justoantes del atardecer, en el tañer de lascampanas de las iglesias el Domingode Pascua y durante los días delluvia, que en Bangkok eran eternos,casi llegaba a llorar. Lucia, Lucia,Lucia, ¿por qué nunca me dijiste que

no cuando sabías lo mucho que te ibaa echar de menos durante estos días,que me hicieron sentir mas pesar quecuando enviaron a Ovidio en aquellamisión descabellada en la quemurió? Me fui siendo un idiota y novolví mucho más sabio. La gente enTailandia es preciosa, asi que lasoledad puede ser muy cruel cuandohas bebido un poco y estás a punto detocar al primer extraño que se tecruce. Allí todos son bellos, peropagas las sonrisas con vasos dechupito —se detuvo como pararecapacitar sobre lo que había dicho

—. Llamé a esta serie de poemas«Tristia».

«Tristia» ocupó casi veinteminutos. Luego hubo aplausos. Unade las chicas utilizó una palabra:forte, Molto forte. El tucán con bociose giró hacia otra mujer que no habíadejado de asentir con la cabeza concada sílaba que pronunciaba el poetay que ahora no paraba de repetirstraordinario-fantastico. El poetadescendió del peldaño, bebió unpoco de agua y aguantó larespiración durante un rato como

para prevenir un ataque de hipo. Yohabía confundido los hipos conllantos contenidos. El poeta,buscando entre todos los bolsillos desu americana sin éxito, juntó losdedos índice y corazón y los meneócerca de la boca, dándole a entenderal dueño de la librería que queríafumarse un cigarrillo y tal vezperderse un poco entre la gente.Straordinario-fantastico, que pilló laseñal, sacó inmediatamente sucajetilla.

—Stasera non dormo, estanoche yo no voy a poder pegar ojo

por los envites de la poesía —dijo,culpando a su poesía de lo que iba aser una velada de insomniopalpitante.

Para entonces todo el mundoestaba sudando y el ambiente deinvernadero tanto dentro como fuerade la librería se había vuelto de unpegajoso insoportable.

—Por el amor de Dios, abre laspuertas grito poeta al dueño de latienda—. Nos estamos ahogando.

El señor Venga sacó unapequeña pieza de madera, abrió lapuerta y la colocó entre la pared y el

marco de bronce.—¿Mejor así? —preguntó con

deferencia.—No, pero al menos sabemos

que la puerta está abierta.Oliver me miró preguntando

¿Tegustó? Yo me encogí de hombros,como alguien que se guarda losjuicios para más adelante. Pero noestaba siendo sincero; me gustómucho.

Quizá lo que más me agradó fuela tarde. Todo lo que ocurrió meemocionó. Cada mirada que secruzaba con la mía me parecía un

cumplido, o una pregunta o unapromesa que se quedaba en el aireque flotaba entre el mundo y yo.Estaba electrizado por las bromas, laironía, las miradas, las sonrisas queparecían decirme que se alegrabande que existiese, por el ambienteoptimista de la tienda que embellecíatodo desde la puerta de cristal a losmazapanes, del encanto ocre de losvasos de plástico llenos de whiskyescocés hasta las mangas remangadasdel señor Venga, del propio poetahasta la escalera de caracol dondenos habíamos congregado con las

preciosas hermanas. Todo parecíarelucir con un brillo hechizante yexcitante.

Envidiaba sus vidas y pensé enla vida tan poco libidinosa de mispadres, repleta de comidasagobiantes y labores del almuerzo, ennuestra vida de casa de muñecas ennuestra casa de muñecas y en miúltimo año de instituto que seavecinaba. Comparado con esto, todoaquello parecía un juego de niños.¿Por qué me iba a ir a EstadosUnidos dentro de un año si podíapasar los cuatro años enteros

asistiendo a lecturas como ésta ysentándome y charlando comoestaban haciendo ahora todos? Habíamucho más que aprender en aquellapequeña librería atestada que encualquiera de las grandiosasinstituciones al otro lado del charco.

Un hombre mayor con la barbalarga y descuidada y una barrigacomo la de Falstaff me trajo un vasode whisky.

—Ecco.—¿Es para mí?—Por supuesto que es para ti.

¿Te gustaron los poemas?

—Mucho —dije con laintención de sonar irónico y pocosincero, aunque no sé por qué.

—Soy su padrino y respeto tuopinión —dijo, como si se hubiesepercatado de mi primer farol y noquisiese indagar mas , pero aunrespeto más tu lozanía.

—Te prometo que dentro deunos años ya no habrá nada de estajuventud —dije, queriendo asumir laironía resignada de los hombres quehan vivido mucho y se conocen biena sí mismos.

—Sí, pero ya no estaré por aquí

para dar buena cuenta.¿Estaría intentando ligar

conmigo?—Así que toma —dijo,

entregándome el vaso de plástico.Dudé antes de cogerlo. Era el mismotipo de whisky que bebía mi padre encasa.

Lucia, que se había percatadode la conversación, dijo:

—Tanto, un whisky más o unomenos no te va a hacer menoscrápula de lo que ya eres.

—Ojalá lo fuese —le dije,girándome hacia ella e ignorando a

Falstaff.—¿Por qué? ¿Qué echas de

menos en tu vida?—¿Qué echo de menos en mi

vida? —estuve a punto de decirTodo, pero me controlé—. Amigos,aquí parece que sois todos amigosíntimos. Quisiera tener amigos comolos tuyos, como tú.

—Habrá tiempo de sobra paraeste tipo de amistad. ¿Te salvarán tusamigos de ser un crápula? —esapalabra aparecía una y otra vez comosi fuese una acusación de falta gravey fea en mi personalidad.

—Ojalá tuviese un amigo queno estuviese predestinado a perder.

Me observó con una sonrisameditabunda.

—Estás hablando largo ytendido, amigo mío, y esta noche sólonos dedicamos a los poemas brevessiguió mirándome—. Tecompadezco.

Acercó las palmas de la mano ami cara a modo de caricia triste ylenta como si de repente me hubieseconvertido en su hijo.

Aquello también me encantaba.—Eres demasiado joven para

saber a qué me refiero, pero algúndía no muy lejano, espero quevolvamos a hablar y entoncesveremos si soy lo suficientementemayor como para retirar lo que hedicho hoy. Scherzavo, era broma.

Y me besó en la mejilla.Era un mundo de locos. Me

doblaba la edad, pero podía haberlehecho el amor allí mismo y haberllorado juntos.

—¿Brindamos o no? —gritóalguien desde la otra punta de latienda.

Hubo un tumulto de sonidos.

Y entonces ocurrió. Una manoen mi hombro. Era la de Amanda. Yotra en mi cintura. Oh, conocía esaotra mano de sobra. Puede que no mesuelte esa noche. Adoraba cada dedode esa mano, cada uña que muerdesen cada uno de los dedos, querido,querido Oliver, no me sueltes,porque necesito esa mano allí. Unescalofrío me recorrió la columna.

—Y yo soy Ada —dijo alguiencasi pidiendo disculpas, como sifuese consciente de que habíatardado mucho en abrirse caminohasta el sitio de la tienda donde

estábamos nosotros y estuvieseganándose nuestro favor diciendo atodo el mundo que ella era la Ada dela que debíamos de haber estadohablando. Había algo estridente ylibertino en su voz o en la manera enque se entretenía en decir Ada o en laforma en que parecía quitarleimportancia a todo, a laspresentaciones de libros, a losprotocolos e incluso a la amistad,algo que me indicó de repente quesin lugar a dudas, aquella tarde mehabía adentrado en un mundohechizado.

Nunca había viajado por unsitio así. Pero me encantaba. Y megustaría aún más en cuantoaprendiese a hablar su idioma, puesera también mi idioma, una manerade discurso en la que los másprofundos anhelos se cuelan en formade broma, no porque sea más seguroponer una sonrisa en lo que masmiedo nos causa, sino porque lasformas de todos los deseos de estenuevo mundo en el que me headentrado sólo podían serexpresadas en forma de juego.

Todo el mundo estaba

disponible, vivía disponible yasumía que todos los demás tambiénlo estuviesen. Deseaba ser comoellos.

El dueño de la librería hizosonar una campana junto a la cajaregistradora y la gente guardósilencio.

El poeta comenzó a hablar.—No tenía planeado leer este

poema hoy, pero ya que alguien —aldecir esto modificó su voz—, alguienlo mencionó, no he podidoresistirme. Se titula «El síndrome deSan Clemente». Es, debo admitirlo y

siempre y cuando a un versificadorse le permita decir esto, mi favorito—más tarde me enteré de que nuncase refería a sí mismo como poeta o asu obra como poesía—. Quizáporque ha sido el más difícil, porquehizo que echase terriblemente demenos mi casa, porque me salvócuando estaba en Tailandia o porqueme ha explicado mi vida porcompleto. Contaba los días y lasnoches siempre con San Clemente enla cabeza. La idea de volver a Romasin haber logrado terminar esteextenso poema me atemorizaba más

que quedarme atrapado en elaeropuerto de Bangkok otra semanamás. Y aun así, fue en Roma dondevivíamos a menos de doscientosmetros de la basílica de SanClemente, donde le di los últimosretoques a un poema que,irónicamente, había comenzado hacíauna eternidad muy al este,precisamente porque la ciudad eternaparecía estar a años luz de distancia.

Mientras leía el largo poema,comencé a pensar que, a diferenciade él, yo había encontrado unamanera para evitar contar los días.

Nos íbamos a ir en tres días, yentonces, todo lo que tenía conOliver se iba a esfumar como elhumo. Habíamos hablado sobrevernos en Estados Unidos, yquedamos en llamarnos yescribirnos, pero aun así lomantuvimos todo en una esferamisteriosamente surrealista eintencionadamente opaca paraambos, no porque no quisiésemosque las cosas nos pillasen deimprovisto para así poder culpar alas circunstancias y no a nosotrosmismos, sino porque al no planear

salvaguardar las cosas vivas entrenosotros, evitábamos pensar en laposibilidad de que iban a terminarse.Habíamos llegado allí con el mismoespíritu evasivo: Roma era la últimafiesta antes de que el colegio y elviaje nos separaran, sólo una manerade procrastinar y alargar la marchamás allá de la hora del cierre. Talvez, sin pensarlo, nos habíamoscogido más que unas simplesminivacaciones; estábamosfugándonos juntos, pero con unbillete de vuelta a dos destinosdistintos.

Quizá fuese su regalo para mí.Quizá fue el regalo de mi padre

para ambos.¿Sería capaz de vivir sin su

brazo sobre mi barriga o alrededorde mis caderas? ¿Sin besar ni lamerla herida en su costado que aúntardaría semanas en curarse aunqueahora lejos de mí? ¿A quién más ibaa ser capaz de llamar por minombre?

Por supuesto que habría otros, ydespués de esos muchos más, perollamarlos por mi nombre en unmomento de pasión parecería

siempre una excitación indirecta faltapor completo de naturalidad.

Recordaba el armario vacío y lamaleta hecha junto a su cama. Muypronto dormiría en la habitación deOliver. Dormiría con su carfiiseta,me tumbaría junto a ella a dormir, lallevaría puesta mientras soñase.

Despues de la lectura hubo másaplausos, más alegría, más bebida.Ya casi era hora de cerrar la tienda.Me acorde de Marzia cuando lalibrería de B. iba a cerrar.

Hace cuánto tiempo, quédiferencia. Se había vuelto

totalmente irreal.Alguien sugirió que fuésemos

todos juntos a cenar. Éramos unostreinta. Alguien más sugirió unrestaurante en el lago Albano. Meimagine un restaurante con vistas auna noche estrellada, como algosacado de un manuscrito iluminadode la Edad Media. No, estádemasiado lejos, dijo otra persona.Las luces del lago por la noche van atener que esperar para otra ocasión¿Y por qué no en algún sitio de viaCassia? Vale, pero aún no habíamosresuelto el problema de los coches:

no teníamos suficientes. Sí que habíasuficientes, y si nos teníamos quesentar unos encima de otros duranteun rato, ¿le importaría a alguien?Seguro que no. Sobre todo si a mí metoca sentarme junto a estas dospreciosidades. Sí, pero ¿quéocurriría si Falstaff se tiene quesentar sobre ambas?

Solamente había cinco coches ytodos estaban aparcados endiferentes callejones cercanos a latienda. Debido a que no podíamossalir en masa, tuvimos que pactarotro sitio cerca del Ponte Milvio, y

de allí a via Cassia y a la trattoriacuya situación sólo una personaconocía.

Llegamos casi cuarenta y cincominutos después, menos tiempo delque hubiese hecho falta para llegar allejano Albano, donde las luces dellago por la noche... El sitio era unatrattoria enorme al aire libre, conmanteles de cuadros y velasantimosquitos esparcidas por todo elcomedor. Debían de ser ya casi lasonce. El aire era aún muy húmedo.Se notaba en nuestras caras y ennuestra ropa pues teníamos una

apariencia lacia y revenida. Inclusolos manteles parecían lacios yrevenidos. Sin embargo, elrestaurante estaba sobre una colina yde vez en cuando soplaba una brisillaentrecortada a través de los arbolesque hacía pensar que llovería al díasiguiente pero que el bochornopermanecería.

La camarera, una mujer de casisesenta años, contó rápidamentecuántos éramos y nos pidió que laayudásemos a juntar las mesas enforma de herradura. Lo hicimoságilmente. Luego nos dijo lo que

íbamos a comer y beber. Menos malque no tenemos que decidir, pues sidecide él lo que comemos —la quehablaba era la mujer del poeta—vamos a estar aquí esperando unahora más y para entonces ya sehabrán quedado sin reservas en ladespensa. Enumeró una gran cantidadde entrantes, que se materializaronantes de poder protestar, seguidospor pan, vino, agua mineral:frizzantey naturale. Todo a un preciomódico, explicó. Eso es lo quequeremos, replicó el editor. Este añovolvemos a estar en números rojos.

Volvimos a brindar por elpoeta. Por el editor. Por el dueño dela tienda. Por la mujer y por lashijas. ¿Por quién más?

Muchas risas y camaradería.Ada pronunció un pequeño discursoimprovisado, bueno, no tanimprovisado, según admitió después.Falstaff y Tucán aceptaron tambiénque le habían ayudado un poco.

Los tortellini a la cremallegaron más de media hora tarde.Para entonces ya había decidido nobeber vino pues los dos vasos dewhisky que me bebí de un trago

estaban comenzando a hacermeefecto. Las tres hermanas estabansentadas entre nosotros y todo elmundo en nuestro banco estaba muyapretujado. El cielo.

El segundo plato muchodespués: carne asada a la cazuelacon guisantes y ensalada.

Después, una variedad dequesos.

Una cosa llevó a la otra ycomenzamos a hablar sobre Bangkok.

—Todo el mundo es precioso,pero precioso de una maneraexcepcional, híbrida y mestiza, que

es el motivo por el que quena ir allí—dijo el poeta—. No son asiáticos,ni caucásicos y el términoeuroasiáticos es demasiado simple.Son exoticos en el sentido más purode la palabra y aun asi no sonextraños. Los reconocíamos alinstante, aunque no los hubiésemosvisto nunca y no había palabras paradescribir lo que nos provocaban o loque parecían querer de nosotros.

»AI principio me di cuenta deque pensaban de otra manera. Mástarde me percaté de que tambiénsentían distinto. Luego de que eran

extremadamente agradables, tanagradables como no esperarías quefuese nadie aquí. Podemos seramables, y podemos ser cariñosos ypodemos ser muy, muy afables deesta forma mediterránea tan soleaday apasionada, pero ellos eranagradables, agradables de formadesinteresada, agradables decorazón, agradables en cuerpo yalma, agradables sin ningún matiz depesar o malicia, agradables comoniños, sin ironía ni vergüenza. Estabaasombrado de lo que me hacíansentir hacia ellos. Aquello podía ser

un paraíso, tal y como yo habíafantaseado. El recepcionista nocturnode veinticuatro años de micochambroso hotel, que llevaba unagorra sin visera y que había vistoentrar y salir de todo, se me quedómirando y yo a él. Sus facciones eranlas de una niña. Pero una que pareceun niño. La niña en el mostrador deAmerican Express se me quedómirando y yo a ella. Parecía un chicoque se asemejaba a una niña y quepor lo tanto era un chico. Los másjóvenes, hombres o mujeres, siempresoltaban una sonrisilla nerviosa

cuando los miraba. Incluso la chicadel consulado que hablaba milanéscon fluidez y los estudiantesuniversitarios que esperaban a lamisma hora todos los días el mismoautobús que nos recogía se mequedaron mirando y yo a ellos. Sesumarían todas estas miradas a loque yo creo que significaban, puestoque, me gustase o no, en lo que serefiere a los sentidos, todos loshumanos hablan el mismo idiomaanimal.

Otra ronda de Grappa y deSambuca.

—Quería acostarme con todaTailandia. Y parece ser que todaTailandia estaba tonteando conmigo.No podías ni dar un paso sinchocarte con alguien.

—Toma, dale un trago a esteGrappa y dime si no parece unconjuro de brujas —interrumpió eldueño de la librería.

El poeta le permitió al camareroque le echase otro vaso. En estaocasión lo sorbió lentamente.FalstafFlo engulló de un trago.Straordinario-fantastico lo embuchóen su gaznate. Oliver chasqueó los

labios. El poeta dijo: rejuvenece.—Me gusta el Grappa toda la

noche, me vigoriza. Pero tú —se mequedó mirando esta vez— no loentenderías. A tu edad, sabe Dios,recuperar el vigor es quizá lo últimoque necesites —me observó mientrasdaba buena cuenta del vaso—. ¿Lonotas?

—¿Notar el qué? —pregunté.—La vigorización.—Pues no —dije tras echar otro

trago.—Pues no —repitió él con una

mirada perpleja y decepcionada.

—Eso es porque a su edad elvigor ya está ahí —añadió Lucia.

—Eso es cierto —comentóalguien—. Tu vigorización sóloafecta a aquellos que ya no laposeen.

El poeta:—La vigorización es fácil de

encontrar en Bangkok. Una calurosanoche en la habitación del hotel creíque me iba a volver loco. Debíaelegir entre la soledad, el sonido dela gente en el exterior o el trabajo deldemonio. Pero ahí fue cuandocomencé a pensar en San Clemente.

Se me apareció como una sensaciónindefinida y nebulosa, mitadexcitación, mitad añoranza del hogary una parte de metáfora. Viajas a unlugar porque tienes una imagen de ély quieres aunarte con todo el país.Luego encuentras que no tienesdemasiadas cosas en común con losnativos. No entiendes los signos mássimples, esos que habías asumidoque toda la humanidad compartía.Decides que todo fue un error, quetodo fue un producto de tuimaginación. Luego escarbas unpoquito más y encuentras que, a

pesar de tus sospechas razonables,aún los deseas a todos, pero no sabesmuy bien qué quieres exactamente deellos, o que parecen querer ellos deti, pues da la casualidad de que ellostambién te están observando a ti conlo que parece una sola idea en lacabeza. Pero te dices a ti mismo queson todo imaginaciones tuyas. Yestás a punto de hacer el equipaje yvolver a Roma ya que todas esasseñales desconcertantes te estánvolviendo loco. Pero de repentesurge algo, como un pasillosubterráneo secreto, y te das cuenta

de que al igual que te ocurre a ti,ellos están desesperados y ansiosospor ti también. Y lo peor es que, apesar de tu experiencia, tu sentido dela ironía y tu habilidad parasobreponerte a la timidez cada vezque amenaza con aflorar, te sientestotalmente desamparado. No conocíasu lengua, no conocía el idioma desus corazones, ni siquiera conocía elmío. Veía misterio en todos lossitios: en lo que quería, en lo que nosabía que quería, en lo que no queríasaber que quería, en lo que siempresupe que quería. Esto es o un milagro

o el infierno.»Al igual que todas las

experiencias que nos marcan de porvida, me desbarató por completo, mereventó, me descuartizó. Esto era lasuma de todo lo que había sido en mivida y más: el que soy cuando cantoy sofrío vegetales para mi familia ymis amigos cada domingo por latarde; el que soy cuando medespierto durante las nochesheladoras y lo que más deseo esponerme un jersey, correr hasta mimesa y escribir sobre la persona quesoy y nadie más conoce; el que soy

cuando se me antoja desnudarmejunto a otro cuerpo desnudo o cuandose me antoja estar solo en el mundo;el que soy cuando cada parte de míparece estar a cientos de kilómetrosy de años y cada una de ellas juraportar mi nombre.

»Lo llamé “El síndrome de SanClemente”. La actual basílica de SanClemente está construida en el lugarque fue un refugio para cristianosperseguidos. Fue el hogar del cónsulromano Tito Flavio Clemente y sequemó durante el mandato delemperador Nerón. Junto a los restos

carbonizados, en lo que debió de seruna gran cripta cavernosa, losromanos construyeron un templopagano subterráneo dedicado aMitra, el dios de la mañana y de laluz solar, sobre este templo loscristianos alzaron otra iglesiadedicada, coincidencia o no es algoque debe aún ser investigado, a otroClemente, el Papa San Clemente,sobre la que colocaron aún otraiglesia que se quemó y que es hoy ellugar en el que se encuentra labasílica actual. Las excavacionespodían seguir profundizando y

profundizando. Como elsubconsciente, como el amor, o lamemoria o el propio tiempo, comocada uno de nosotros, la basílica estácreada a partir de las ruinas de lassucesivas restauraciones, no hayninguna piedra base, no hay niprimero, ni último, sólo capas ypasadizos secretos y cámaras que seconectan, como en las catacumbascristianas y en algún lugar tambiénlas catacumbas judías.

»Sin embargo, amigos, comodiría Nietzsche, os he narrado lamoraleja antes que el cuento.

—Alfredo, cariño, por favor sébreve.

Para entonces el encargado delrestaurante se había dado cuenta deque no nos íbamos a ir todavía, porlo que, una vez más, nos sirvióGrappa y Sambuca a todos.

—Así que durante aquellacalurosa noche en que creí que meiba a volver loco, me senté en elcochambroso bar de mi cochambrosohotel y quién si no iba a estar sentadojunto a mi mesa más que el conserjenocturno, con aquella gorra sinvisera. ¿Has terminado?, le pregunté.

He terminado, contestó. Entonces¿por qué no te vas a casa? Vivo aquí.Estoy tomando algo antes deacostarme.

»Me quedé mirándole. Él sequedó mirándome a mí.

»Sin esperar ni un instante más,coge su bebida con una mano, lalicorera con la otra. Pensé que lehabía incomodado y ofendido y quequería estar solo y se iba a una mesalejos de la mía, cuando, mira pordónde, viene directo a la mía y sesienta justo enfrente de mí. ¿Quieresprobar esto?, pregunta. Claro, ¿por

qué no? Da igual en Roma o enTailandia... Por supuesto que habíaoído todo tipo de histo- rías, así queme imaginé que en todo aquellohabía algo sospechoso e indeseable,pero sigamos adelante.

»Chasqueó los dedos y ordenóde forma perentoria un vasito paramí. No había terminado de pedirlo yya lo teníamos allí.

»Dale un trago.»Puede que no me guste, le dije.»Dale un trago de todas formas.

Me echa un poco a mí y otro poco aél.

»El licor está bastantedelicioso. El vaso es poco másgrande que el dedal con el que miabuela solía zurcir los calcetines.

»Dale otro trago, paraasegurarnos.

»Apuré también éste. No mepreguntó nada. Se parece al Grappa,más fuerte, pero menos agrio.

»Mientras tanto, el conserjesigue observándome fijamente. Nome gusta que se quede mirándomecon tanta intensidad. Su mirada escasi insoportable. Me daba lasensación de poder intuir el

comienzo de unas risillas.»Me estás mirando, le dije

finalmente.»Ya lo sé.»¿Por qué me estás mirando?»Se apoya en mi lado de la

mesa. Porque me gustas.»Mira..., comencé.»Toma otro. Se echa uno y me

echa a mí otro.»A ver cómo te lo digo: yo no...»Pero no dejó que terminase.»Qué motivo hay mejor que ése

para tomarse otro.»Mi mente lanzaba señales

rojas en todas direcciones. Teemborrachan, te llevan a cualquierlugar, te roban absolutamente todo ycuando vas a poner una denuncia a lapolicía, éstos, que no son menoscorruptos que los propios ladrones,te hacen todo tipo de alegaciones ytienen fotos para probarlo. Meinunda una nueva preocupación: lacuenta del bar podía resultar serastronómica pues el que pide puedeestar bebiendo te y simular estaremborrachándose. Qué truco másviejo, ¿qué pasa, que he nacido ayer?

»Creo que no estoy interesado.

Por favor, seamos...»Toma otro trago.»Sonrisas.»Estoy a punto de repetir mis

protestas, pero ya puedo oírle decirToma otro. Casi estoy al borde de lacarcajada.

»Observa cómo me río, no leimporta de dónde sale, todo lo que leimporta es que me estoy riendo.

»Ahora se está echando otrotrago.

»Mira, amigo, espero que nopienses que voy a pagar esta bebida.

»Por fin habló el pequeño

burgués que hay en mí. Ya conozcoyo estas remilgadas sutilezas quesiempre, siempre usan paraaprovecharse de los extranjeros.

»No te he pedido que pagues labebida. O, ya que lo mencionas, queme pagues a mí.

»Irónicamente no se ha sentidoofendido. Debía de saber que estoiba a ocurrir. Debe de haberlo hechoun millón de veces, probablementeera parte del trabajo.

»Aquí tienes, toma otra, ennombre de la amistad.»¿Amistad?

»No tienes por qué tenerme

miedo.»No me voy a acostar contigo.»Quizá no lo hagas. O quizá sí.

La noche es joven. Y no me he dadopor vencida.

»En aquel instante se quita lagorra y deja caer una mata de peloque yo no entendía cómo todoaquello podía haber sido enrollado yarropado bajo una gorra tan pequeña.El era una mujer.

»¿Decepcionado?»No, al contrario.»Unas muñecas tan finas, un aire

tan tímido, una piel finísima bajo el

sol, una ternura que parecía saltar desus ojos, no con la satisfaccióndescarada de aquellos que han vistomuchas cosas, sino con unaspromesas desgarradoras de puradulzura y caridad en la cama. ¿Estabadecepcionado? Quizá, pero elaguijón de la situación ha sidoeliminado.

»Apareció una mano que metocó el carrillo y se quedó allí comosi tuviese la intención de calmar lasorpresa y la conmoción.

»Incliné la cabeza.»Necesitas otro.

»Y tu también, dije, echándoleun trago esta vez.

»Le pregunté que por qué hacíacreer de forma intencionada a lagente que era un hombre. Meesperaba alguna respuesta del tipo Esmejor para el negocio, o algo unpoco más disoluto como Paramomentos como éstos.

»Entonces surgió la risita, enesta ocasión de verdad, como sihubiese hecho una travesura malvaday no se hubiese sentido nadadesilusionada ni sorprendida con elresultado. Pero soy un hombre, dijo.

»Estaba asintiendo con lacabeza ante mi incredulidad, como siese movimiento fuese también partede la travesura.

»¿Eres un hombre?, pregunté, nomenos decepcionado que cuandodescubrí que era una mujer.

»Eso me temo.»Se inclinó hacia delante con

ambos codos puestos sobre la mesahasta que casi me toca la nariz con lapunta de la suya y dijo: te gustomucho, muchísimo, señor Alfredo. Ytú me gustas a mí mucho, muchísimo,y lo bueno es que ambos lo sabemos.

»Me quedé mirándole omirándola, quién sabe. Tomemosotro, dije.

»Iba a sugerirlo ahora mismo,dijo mi traviesa amiga.

»¿Cómo me prefieres, hombre omujer?, me preguntó, como si unopudiese elegir su camino en el árbolfilogenético.

»No sabía qué respuesta darle.Deseaba decir que le queríaintermedio, así que dije que la queríacomo ambos, como algo entre losdos.

»Parecía desconcertado.

»Chico malo, me dijo, como sipor primera vez aquella noche me lashubiese arreglado para conseguirasombrarle con algo depravado.

»Cuando se levantó para ir albaño me percaté de que era unamujer con un vestido y tacones. Nopude evitar quedarme mirando lapreciosa piel de sus lindos tobillos.

»Sabía que me había vuelto apillar y comenzó a reírse de formajuguetona.

»¿Me vigilas el bolso?, mepreguntó. Debió de pensar que si nome pedía que le cuidase algo, era

probable que pagase la cuenta y mefuese del bar.

»Esto, en pocas palabras, es loque yo llamo “El síndrome de SanClemente”.

Hubo un aplauso y fue unaplauso muy sentido y cariñoso. Nosólo nos gustó la historia, sino elhombre que la contaba.

—Evviva il sindromo di SanClemente—gritó Straordinario-fantastico.

—Sindromo no es masculino, esfemenino: la síndrome —le corrigióalguien que estaba sentado a su lado.

—Evviva la síndrome di SanClemente —aclamó otra persona queestaba deseosa de gritar algo. Él,junto con algunos más, había llegadomuy tarde a la cena gritando con unbuen acento romano Lassatecepassa,déjanos pasar, al dueño delrestaurante como forma de anunciar asus amigos su llegada. Hacía muchotiempo que todo el mundo habíacomenzado a comer. Había cogido undesvío erróneo con el coche cercadel Ponte Milvio. Después no pudoencontrar el restaurante. Comoresultado se perdió los dos primeros

platos. Ahora estaba sentado al finalde la mesa y a él, al igual que a losdemás que habían venido con éldesde la librería, le sirvieron elúltimo queso que quedaba.Compensó toda la comida que sehabía perdido con demasiado vino.Había escuchado la mayoría deldiscurso del poeta sobre SanClemente.

—Creo que toda estaclementización —dijo— esencantadora, aunque no llego acomprender cómo tu metáfora puedeayudarnos a entender quiénes somos,

qué queremos, adonde nos dirigimosde distinta forma que el vino queestamos bebiendo. Sin embargo, si eltrabajo de la poesía, al igual que eldel vino, es ayudarnos a ver doble,entonces propongo hacer otro brindishasta que hayamos bebido tanto queveamos el mundo con cuatro ojos y,si no tenemos cuidado, hasta conocho.

—Evviva! —le interrumpióAmanda, brindando con el reciénllegado, en un intento desesperadopor hacerle callar.

—Evviva!—brindaron todos los

demás.—Más te vale que vuelvas a

escribir otro libro de poemas, ypronto —dijo Straordinario-fantastico.

Alguien sugirió ir a unaheladería cercana al restaurante. No,saltémonos el helado, vayamos atomar un café. Nos apelotonamos enlos coches y nos dirigimos hacia elPanteón a través del Lungotevere.

En el coche era feliz. Peroseguía pensando en la basílica y loparecido que era a aquella tarde enla que una cosa llevó a otra y esa

otra a algo totalmente imprevisto yjusto cuando pensabas que habíaterminado el ciclo, algo nuevo surgíay después algo más, hasta que tedabas cuenta de que era fácil que teencontrases en el punto de partida,justo en el centro de la vieja Roma.Hace un día habíamos ido a nadarbajo la luz de la luna. Ahoraestábamos allí. En pocos días él sehabría ido. Ojalá volviese despuesde un año. Puse mi brazo sobreOliver y me apoyé sobre Ada. Mequedé dormido.

Eran ya más de la una de la

mañana cuando llegamos al CaffeSant’Eustachio. Pedimos café paratodos. Pensé que entendía por quétodo el mundo sentía total admiraciónpor el café de Sant’Eustachio; oquizá quería pensar que lo entendía,pero no estaba seguro. Ni siquieraestaba seguro de que me gustase.Quizá no le gustase a nadie más, perose sentían obligados a seguir laopinión generalizada y a afirmar queellos tampoco podían vivir sin él.Había una multitud de bebedores decafé, de pie y sentados, por toda laafamada cafetería romana. Me

encantaba observar a esa gente tanligera de ropa tan cerca de mí ycompartiendo las mismas cosasbásicas: el amor por la noche, elamor por la ciudad, el amor a sugente y un deseo ardiente por copularcon cualquiera. Amor por cualquiercosa que previniese la disolución delos grupitos que se habían formadoallí. Después del café, cuando elgrupo consideró que debíansepararse, alguien dijo: «No, no nospodemos despedir aún». Otrapersona sugirió un pub cercano. Lamejor cerveza de Roma. ¿Por qué

no? Así que nos dirigimos por unacallejuela estrecha y larga endirección a Campo de’Fiori. Luciacaminaba entre el poeta y yo. Oliver,que hablaba con dos de las hermanas,iba detrás de nosotros. El ancianohabía entablado amistad conStraordinario-fantastico y estabanambos dialogando sobre SanClemente.

—¡Vaya metáfora de la vida! —dijo Straordinario- fantastico.

—¡Por favor!, no hace faltaexagerar las cosas. Que si laclementización por aquí, que si la

clementización por allá. Tan sólo erauna figura retórica —exclamóFalstaff, quien probablemente yahubiese tenido bastante de su ahijadopara toda la noche. Al percatarme deque Ada iba sola, me quede rezagadoy le cogí de la mano. Iba vestida deblanco y su piel morena poseía unbrillo que me incitaba a tocar cadaporo de su piel. No hablamos. Podíaescuchar como sus tacones sonabancontra el pavimento. En la oscuridadparecía un espectro.

No quería que ese paseoterminase jamás. La calle desierta y

silenciosa era a su vez tenebrosa ylos adoquines antiguos y desgastadosbrillaban bajo el aire húmedo, comosi un carro de la antigüedad hubiesevertido el contenido viscoso de unade las ánforas antes de desaparecerbajo la tierra de la antigua ciudad.Todo el mundo había abandonadoRoma. Y ahora la ciudad vacía, queha visto a tantos y los ha examinado atodos, nos pertenecía solamente anosotros y al poeta que la habíamoldeado, aunque sólo fuese por unanoche, con una imagen personal. Elbochorno no terminaría aquella

noche. Podíamos, si lo deseábamos,haber marchado en círculos y nadielo hubiese sabido, ni le hubieseimportado.

Mientras caminábamosdespacio a través de un laberinto decallejuelas poco iluminadas,comencé a plantearme qué tenía quever con nosotros todo aquello de SanClemente. Cómo avanzamos en eltiempo, cómo el tiempo avanza sobrenosotros, cómo cambiamos ycambiamos y volvemos a lo mismo.Puede que incluso se envejeciese ysólo se aprendiese esto. Nada más.

Supongo que ésa era la enseñanza delpoeta. De aquí a un mes, cuandovuelva de visita a Roma, haberestado hoy aquí con Oliver pareceráun sueño, como si le hubiese pasadoa un yo completamente distinto. Y eldeseo que surgió aquí mismo hacetres años, cuando un chico de losrecados me invitó a asistir a un cinebarato conocido por lo que allíocurría, parecerá igual deincumplido dentro de tres meses delo que era hace tres años. Llegó. Sefue. No ha cambiado nada. No sehabía alterado. El mundo no había

mutado. Y asi todo, nada sería lomismo. Todo lo que queda es soñar yrecordar de forma extraña.

Cuando llegamos, el bar estabacerrando.

—Cerramos a las dos.—Bueno, aún tenemos tiempo

para beber algo.Oliver quería un martini, un

martini americano.—Qué magnífica idea —dijo el

poeta.—Yo también —agregó alguien.En la enorme gramola se podía

oír la canción que habíamos estado

escuchando durante todo el mes dejulio.

Al percibir la palabra«martini», el viejo y el editorpidieron lo mismo.

—Ehi, taverniere!—gritóFalstaff.

El camarero nos dijo quepodíamos tomar vino o cerveza; elbarman se había ido pronto aquel díadebido a porque su madre había sidollevada grave al hospital donde lahabían llevado. Todo el mundocontuvo la risa ante la forma dehablar tan incoherente del camarero.

Oliver preguntó cuánto costaban losmartinis. El camarero chilló lapregunta a la encargada de la caja.Ella le dijo el precio.

—Bueno, entonces, ¿por qué nopreparo yo las bebidas y tú noscobras el precio que estimes debidoa porque nos mezclamos nosotrosmismos las bebidas que nosmezclamos?

Hubo cierta duda por parte delcamarero y de la cajera. El dueñohacía tiempo que se había ido.

—¿Por qué no? —dijo la chica—. Si tú sabes cómo se preparan,

faccia puré, adelante.Un aplauso para Oliver, que se

abrió camino hasta detrás de la barray, en cuestión de segundos y trasañadirle hielo a la ginebra y un pocode vermú, comenzó a batir de formavigorosa la coctelera. No teníanaceitunas en la nevera del bar. Lacajera vino a asegurarse y sacó uncuenco.

—Aceitunas —dijo, mirando aOliver fijamente a la cara comoqueriendo decirle Lo tenías delantede las narices y si hubieses mirado.¿Algo más?

—Quizá te puedo tentar a queaceptes tomarte un martini connosotros —dijo Oliver.

—Esta tarde ha sido una locura.No creo que un trago la hagaenloquecer más. Que sea pequeño.

—¿Quieres que te enseñe?Y comenzó a mostrarle los

entresijos que tiene preparar unauténtico martini seco. No leimportaba hacer de barman para laayudante del bar.

—¿Dónde has aprendido esto?—le pregunté.

—Curso de mezcolanzas: Nivel

básico. Cortesía de Harvard. Durantemis años en la universidad meganaba la vida como barman losfines de semana. Luego me convertíen cocinero, luego proveedor decatering. Eso sí, siempre un jugadorde póquer.

Cada vez que hablaba de susaños universitarios, éstos adquiríanuna magia intensa e incandescente,como si perteneciesen a otra vida,una vida a la que yo no tenía accesopues era parte del pasado. Eran unaprueba del discurrir de su vida, aligual que ahora demostraba su

habilidad para preparar cócteles, ocuando distingue los Grappasarcanos, o cuando sabe hablar contodas las mujeres, o cuando recibe ennuestra casa sobres cuadrados a sunombre desde todos los puntos delplaneta.

Nunca había envidiado supasado, ni me había sentidoamenazado por él. Todas esas facetasde su vida poseían el mismo caráctermisterioso que lo que ocurrió en lavida de mi padre antes de que yonaciera pero que siguen resonando enel presente. No envidiaba la vida

anterior a mí, ni deseaba viajar atrásen el tiempo al momento en el que éltuvo mi edad.

Quedábamos por lo menosquince ahora y ocupábamos una delas mesas de madera rústica másgrandes. El camarero dio el últimoaviso para pedir por segunda vez. Enunos diez minutos, los otros clientesse habían marchado. El camarerohabía comenzado ya a bajar lapersiana de metal debido a porqueera ya la hora de cierre para lachiusuru. La gramola había sidodesenchufada. Si seguíamos

hablando, podríamos quedarnos allíhasta el amanecer.

—¿Te he escandalizado? —preguntó el poeta.

—¿A mí? —pregunté, sinentender muy bien por qué de todoslos de la mesa debía dirigirse a mi.

—Alfredo, me temo que sabemás sobre la juventud corrupta que tú—dijo Lucia—. E un dissolutoassolu- to —entonó con una mano enmi cara, como ya hacía siempre.

—Este poema trata sobre unacosa y sólo eso —dijo Straordinario-fantastico.

—San Clemente en realidadtrata sobre cuatro. ¡Como mínimo! —replicó el poeta.

El tercer último aviso.—Oiga —interrumpió el dueño

de la librería dirigiéndose alcamarero—, ¿por qué no deja quenos quedemos? Meteremos a la jovenen un taxi cuando hayamosterminado. Y pagaremos. ¿Otra rondade martinis?

—Haced lo que queráis —dijoel camarero quitándose el delantal.Se había dado por vencido—. Yo mevoy a casa.

Oliver se me acercó y me pidióque tocara algo al piano.

—¿Qué te apetece? —lepregunté.

—Lo que sea.Ésta sería mi forma de dar las

gracias por una de las noches másmaravillosas de mi vida. Le di untrago a mi segundo martini, con lasensación de ser tan decadente comoaquellos pianistas de jazz que fumany beben mucho y que aparecenmuertos en un callejón al final decada película.

Quería tocar algo de Brahms.

Pero el instinto me dictaba que debíainterpretar algo suave ycontemplativo. Así que me inclinépor una de las variaciones deGoldberg que más me tranquilizabany relajaban. Los quince queestábamos allí suspiramos, algo queme agradó, pues ésta era la únicamanera que tenía de pagar poraquella noche mágica.

Cuando me pidieron que tocasealgo más, propuse un capricho deBrahms. Todos estuvieron deacuerdo en que era una ideamagnífica, hasta que algo se apoderó

de mi y, tras tocar la primera partedel capricho, sin razón aparente,comencé un stomello, una pieza decanto popular italiana. El contrastecogió a todos por sorpresa ycomenzaron a cantar, aunque no alunísono, ya que cada uno cantaba elstomello que conocía. Cada vez quellegábamos al estribillo, nosponíamos de acuerdo para cantar lomismo, que con anterioridad aquellatarde Oliver y yo habíamos oídorecitar a la estatua de Dante. Todo elmundo estaba entusiasmado y mepidieron otra y otra más. Los

stornelli romanos normalmente estánun poco subidos de tono y son muyanimados, no como las ariaslaceradas y descorazonadas deNápoles. Después de la tercera, miréa Oliver y le dije que quería salir arespirar un poco de aire fresco.

—¿Qué le ocurre? ¿No seencuentra bien? —le preguntó elpoeta a Oliver.

—Sí, sólo que necesita un pocode aire fresco. No os preocupéis.

La camarera se agachó del todoy con un brazo levantó la persiana.Pasé por debajo de la rejilla a medio

abrir y de repente sentí un chorro deaire fresco en el callejón solitario.

—¿Puedo hablar contigo? —lepregunté a Oliver.

Deambulamos por el callejón,al igual que dos sombras en algunaobra de Dante, el joven y el viejo.Aún hacía mucho calor y capté la luzde una lámpara cercana sobre lafrente de Oliver. Nos adentramos enlo profundo de una callejaextremadamente silenciosa, luego aotra, como si nos viésemos atraídospor estos pasadizos irreales, mágicosy pegajosos que parecían conducir a

un mundo oculto y diferente, al quese entraba en un estado de estupor yasombro. Todo lo que podíaescuchar eran los gatos y el chapoteode un riachuelo cercano. O bien unafuente de mármol o una de aquellasfontanelle municipales tan numerosasque se encontraban en cualquieresquina de Roma.

—Agua —jadeé—. No estoyhecho para los martinis. Voy muyborracho.

—No deberías haber bebidotanto. Primero tomaste whisky, luegovino, Grappa y ahora ginebra.

—Ya vale de toda estacontención sexual de la tarde.

—Pareces pálido —dijo trasuna risa disimulada.

—Creo que me voy a ponermalo.

—El mejor remedio es dejarque ocurra.

—¿Cómo?—Inclínate y métete los dedos

enteros dentro de la boca.Negué con la cabeza.—De ninguna manera.Encontramos un cubo de basura

en la acera.

—Mira, hazlo aquí dentro.Normalmente me resistía a

vomitar. Pero estaba demasiadoavergonzado como para comportarmecomo un crío. También me sentíaincómodo al hacerlo delante de él.Ni siquiera estaba seguro de siAmanda nos había seguido.

—Venga, agáchate. Yo teaguanto la cabeza.

—Se me pasará. Seguro que seme pasa —intentaba resistirme.

—Abre la boca.Abrí la boca. Antes de que me

diese cuenta lo eché todo en cuanto

me tocó la campanilla.Era un alivio que me sostuviese

la cabeza, y era de un gran corajedesinteresado hacérselo a alguienque está vomitando. ¿Lo hubiesehecho yo si le llega a haber pasado aél lo mismo?

—Creo que he terminado —dije.

—Asegurémonos de que no va asalir nada más.

Como era de esperar, otraarcada sacó más de la comida y de labebida de la noche.

—¿No masticas los guisantes?

—me preguntó sonriendo.Me encantaba que me hiciese

bromas estando yo como estaba.—Solo espero no haberte

manchado los zapatos.—No son zapatos, son

sandalias.Casi nos morimos de la risa.Cuando miré alrededor, me di

cuenta de que había vomitado junto ala estatua de Pasquino. Cómo megustaba vomitar justo al lado de unode los sátiros más venerados deRoma.

—Te juro que había guisantes

que ni siquiera habían sido roídos yque podían haber alimentado a losniños de la India.

Más carcajadas. Me lavé lacara y me enjuagué la boca con elagua de una fuente que nosencontramos de camino.

Justo ante nosotros se aparecióla estatua humana de Dante. Se habíaquitado la capa y llevaba el pelolargo y negro despeinado. Debía dehaber sudado muchísimo con esedisfraz. Estaba discutiendo con laestatua de Ne- fertiti que también sehabía quitado la máscara y tenía el

cabello apelmazado por el sudor.—Voy a recoger todas mis

pertenencias hoy. Buena suerte y quete zurzan.

—Que te zurzan a ti también.Vaffanculo.

—Fanculo tú, epoi t’inculo.Y mientras decía esto, Nefertiti

le lanzó un puñado de monedas aDante, que intentó evitarlas, aunqueuna le golpeó en la cara.«Aaaaaaaaay», chilló. Por unmomento pensé que iban a llegar alas manos.

Giramos en un callejón igual de

oscuro, solitario y reluciente y luegoa vid Santa Maria dell’Anima. Sobrenosotros había una pequeña farolacuadrada incrustada en una esquinitade un edificio. Antiguamente, esprobable que hubiese un candil degas ahí.

—El mejor día de mi vida ytermino vomitando.

No me estaba escuchando. Meempujo contra la pared y comenzó abesarme, mientras rozaba sus caderascon las mías y con los brazos casi melevantaba del suelo. Tenía los ojoscerrados, pero supe que había dejado

de besarme para echar un vistazoalrededor; podía haber gentecaminando por allí. Yo no queríamirar. Que se preocupe él. Luegovolvimos a besarnos. Y, con los ojosaun cerrados, me pareció oír dosvoces, voces de ancianos, gruñendoalgo parecido a un «mira estos dos»,preguntándose si en los viejostiempos se podía haber visto algoasí. Pero no me apetecíapreocuparme por ellos. No meimportaba. Si a él no le importaba, amí tampoco. Podía pasarme el restode mi vida así: con él, de noche, en

Roma, con los ojos completamentecerrados, con una pierna enrolladacon las suyas. Pensé en volver allí enlas siguientes semanas o meses, puesaquél era nuestro espacio.

Volvimos al bar y todo elmundo se había marchado. Ya debíande ser las tres de la mañana, oincluso más. Aparte de por unospocos coches, en la ciudad reinabaun silencio de muerte. Cuando, porerror, llegamos a la, habitualmenteabarrotada, Piazza Rotondaalrededor del Panteón, ésta seencontraba extrañamente vacía.

Había algún que otro turista cargandocon unas mochilas enormes, algúnborracho y los camellos habituales.Oliver detuvo a un vendedorambulante y me compró un refrescode limón. El sabor ácido de loslimones era refrescante y me hizosentir mejor. Oliver compró unabebida de naranja amarga y unarodaja de sandía. Me ofreció unmordisco, pero lo rechacé. Eramaravilloso caminar medio borrachocon un refresco en la mano en unanoche tan calurosa como aquélla, através de las calles de adoquines

relucientes de Roma con el brazo dealguien a mi alrededor. Giramos a laizquierda y mientras nos dirigíamosen dirección a la Piazza Febo, derepente apareció alguien rasgueandouna guitarra y cantando una canciónque no era de rock, sino que alacercarnos nos dimos cuenta de queera una vieja melodía napolitana.Fenesta ca lucive. Me costó unsegundo reconocerla, pero después larecordaba perfectamente.

Mafalda me había enseñado esatonadilla unos años antes cuando eraun niño. Era su canción de cuna.

Casi no conocía Nápoles y,aparte de ella, su séquito deallegados y alguna pequeña visitaallí con mis padres, casi no teniacontacto con ningún napolitano. Sinembargo, los compases de aquellacanción tan triste habían conseguidodespertarme un sentimiento denostalgia muy fuerte por los amoresperdidos, por las cosas que se hanido abandonando en el curso de lavida y por las vidas, como la de miabuela, que habían pasado muchoantes que la mía propia. La coplahabía conseguido transportarme a un

universo pobre y desconsolado degente simple, como los ancestros deMafalda, desgastándose yapurándose en el pequeño vicoli deun viejo Nápoles cuya memoriaquería compartir con pelos y señalescon Oliver, como si él también, aligual que Mafalda, Manfredi,Anchise y yo, fuese un compañerodel sur que yo me había encontradoen una ciudad portuaria extranjera yque entendía perfectamente por quéel sonido de aquella vieja canción,como una antigua plegaria dedifuntos en la más muerta de las

lenguas, podía hacer brotar lágrimasincluso en aquellos que no entendíanni una palabra.

Dijo que la canción lerecordaba al himno israelita. ¿Oestaba inspirada por el poemasinfónico Moldau de Smetana? O,pensándolo mejor, quizá fuese unaria del Sonnambula de Bellini.Cálido, pero un poco apagado, dijeyo, a pesar de que la canción le hasido atribuida a menudo. Estamosclementizando, dijo él.

Traduje las palabras delnapolitano al italiano y luego al

inglés para que lo entendiese bien.Trata de un joven que pasa junto a laventana de su amada, donde lahermana de ésta le dice que Nennellaha muerto. De la boca en la que lasflores llegaron a su apogeo, sólosurgen gusanos. Adiós, ventana, puesmi Nenna no va a poder asomarsejamás.

Un turista, que parecía estarsolo y un poquito borracho, me habíaoído traducir la canción y se nosacerco pidiéndome encarecidamenteque la tradujese también al alemán.De camino a nuestro hotel, les enseñé

a Oliver y al germano cómo cantar elestribillo y luego lo repetimos lostres una y otra vez, mientras nuestrasvoces reverberaban en los callejonesestrechos y húmedos de Roma a lavez que cada uno destrozaba supropia versión del napolitano. Nosdespedimos del teutón en PiazzaNavona. Cuando seguimos hacia elhotel, Oliver y yo cantamosnuevamente el estribillo juntos y enbajo, Chiagneva sempre ca durmeva sola,

mo dorme co’ ¿i muorte

accompagnata. Lloraba siempre porque dormía sola,

y ahora duerme entre los muertos.

Ahora, con la distancia de losaños, puedo pensar que aún escuchola voz de dos jóvenes entonando esaspalabras en napolitano dirigiéndoseal amanecer, sin darse cuenta,ninguno de ellos, mientras seagarraban y se besaban una y otra veza través de las calles de Roma, queaquélla iba a ser la última noche enque hiciesen el amor. —Vayamos

mañana a San Clemente —dije.—Mañana es hoy —contestó.

PARTE 4 -LUGARESFANTASMAS

ANCHISE estaba esperándome

en la estación. Le reconocí en cuantoel tren hizo la prolongada curva juntoa la bahía, aminorando el paso y casiobservando los altos cipreses quetanto me gustaban y a través de loscuales siempre había vislumbradouna visión acogedora del mar

deslumbrante a media tarde. Bajé laventanilla y dejé que el viento merefrescase la cara, atisbando muy,muy lejos la pesada máquina del tren.Alcanzar B. siempre me alegraba.Me recordaba a las llegadas aprincipios de junio después del cursoacadémico. El viento, el calor, elandén gris y centelleante con laantigua caseta del jefe de estaciónpermanentemente cerrada desde laPrimera Guerra Mundial, el silencioprofundo, todo esto conformaba miestación favorita en esta época delaño desierta y encantadora. Parecía

que el verano estaba a punto decomenzar, las cosas no habíanocurrido aún, mi cabeza todavíaestaba zumbando con las últimasempolladas previas a un examen, erala primera vez que veía el mar esteaño. ¿Quién es Oliver?

El tren se detuvo unos instantespara que se bajasen unos cincopasajeros. Tuvo lugar el habitualestruendo que precedía al traqueteohidráulico del motor. Después, tanfácil como se habían detenido, losvagones salieron chirriando de laestación, uno a uno, y se alejaron

rodando. Silencio absoluto.Me mantuve de pie por un

instante bajo la voladiza de maderaseca. Todo aquello, incluida lacaseta hecha con tablas, desprendíaun hedor fortísimo a gasolina,alquitrán, pintura rancia y pis.

Y como siempre: mirlos, pinos,cigarras.

Verano.Casi nunca pensaba sobre el

curso siguiente. Estaba agradecidode que, con tanto calor y tanto veranopor delante, pareciese estar a mesesde distancia.

Unos pocos minutos después demi llegada, el direttissimo que iba aRoma hizo su entrada en el andén deenfrente, siempre tan puntual. Tresdías antes, habíamos cogido esemismo. Recordaba estar observandoa través de la ventana y pensando:«En pocos días estarás de vuelta yestarás solo y lo odiarás, así que nopermitas que nada te pilledesprevenido. Estate atento». Habíaensayado perderle, no sóloprotegerme contra el sufrimientoadministrándomelo en pequeñasdosis de antemano, sino para, al igual

que hace toda la gente supersticiosa,comprobar si mi buena voluntad paraaceptar la peor noche no podríapersuadir al destino para quesuavizase su golpe. Como lossoldados entrenados para luchar denoche, vivía en la oscuridad con elfin de no quedarme ciego cuandoanocheciese. Conoce el dolor paramitigarlo. Homeopáticamente.

Una vez más, entonces. Vistasde la bahía: comprobadas.

Aroma de los pinos:comprobado.

Caseta del jefe de estación:

comprobada.Vistas de las colinas en la

distancia con las que recordar lamañana en que montamos de vueltade B. y aceleramos colina abajo ycasi atropellamos a una chica gitana:comprobadas.

El olor a pis, gasolina, alquitrány pintura rancia: comprobado,comprobado, comprobado ycomprobado.

Anchise cogió mi bolsa y seofreció a llevarla. Le dije que nohacía falta; las mochilas están hechaspara que solamente las lleve su

dueño. No entendió muy bien porqué, pero me la devolvió.

Preguntó si ya se había ido elseñor Ulliva.

—Sí, esta mañana.—Qué triste —apuntó.—Sí, un poco.—Anche a me duole.Evité su mirada. No quería

darle pie a que dijese nada o a que nitan siquiera sacara el tema de nuevo.

Cuando llegué, mi madre quisosaberlo todo sobre nuestro viaje. Ledije que no habíamos hecho nada enparticular, sólo vimos el Capitolio,

Villa Borghese, San Clemente. Por lodemas, simplemente caminamos sinrumbo. Muchas fuentes. Muchoslugares nocturnos extraños. Doscenas.

—¿Cenas? —preguntó mi madrecon un comedido vescomoteníarazóntriunfalista—. Y ¿con quién?

—Gente.—¿Qué gente?—Escritores, editores, amigos

de Oliver. Estuvimos fuera toda lanoche.

—Aún no ha cumplido losdieciocho y ya lidera la dolce vita —

ahí estaba la ironía ácida deMafalda. Mi madre estuvo deacuerdo.

—Hemos puesto la habitacióntal y como la tenías tú. Pensamos quequerrías recuperarla.

Al instante me puse muy triste ycabreado. ¿Con qué derecho?Quedaba claro que habían estadofisgoneando, juntas o por separado.

Siempre supe que tarde otemprano recuperaría mi habitación.Pero tenía la esperanza de que fueseuna transición a la vida previa aOliver más lenta y prolongada. Me

había imaginado estar tumbado en micama juntando el valor para poder irhasta su habitación. Lo que nopresagié fue que Mafalda ya habríacambiado las sabanas, nuestrassábanas. Afortunadamente, aquellamañana volví a pedirle que me diesea Ondulante, despues de llevarlapuesta por Roma durante todo el día.La metí en una bolsa de la colada deplástico del hotel y es probable quetenga que ocultársela a todo el mundodurante el resto de mi vida. Algunasnoches sacaré a Ondulante de labolsa, me aseguraré de que no se

haya contaminado con el olor aplástico o el olor de mi ropa, y laacercaré a mí, situaré las mangas ami alrededor y a oscuras pronunciaréentre jadeos su nombre. Ulliva,Ulliva, Ulliva, era Oliverllamándome por su nombre cuandoimitaba la forma de hablar extraña deMafalda y Anchise; pero también erayo llamándole a él por su nombre,con la esperanza de que merespondiese usando el mío, el cual yohabía usado desde él hacia mí y devuelta a él: Elio, Elio, Elio.

Para evitar entrar a mi

habitación a través del balcón ydarme cuenta de su ausencia, usé lasescaleras interiores. Abrí la puertade mi habitación, dejé la mochila enel suelo, y me lancé sobre la camacálida y bañada por el sol. Dabagracias a Dios por esto. No habíanlavado la colcha. De repente mealegraba de estar de vuelta. Podíahaberme quedado dormido allímismo en aquel preciso instante,olvidando todo lo concerniente aOndulante, el olor e incluso el propioOliver. ¿Quién puede resistirse aquedarse dormido a las dos o tres de

la tarde bajo el sol delMediterráneo?

Debido a mi cansancio, decidísacar mi libreta más tarde y seguircon Haydn en el lugar exacto dondelo dejé. Era eso o me iría a las pistasde tenis a sentarme al sol en uno deesos bancos cálidos que seguramenteprovocarían en mí una sensación debienestar en todo el cuerpo yesperaría a ver quién está preparadopara echar un partido. Siempre habíaalguien.

Nunca me había quedadodormido tan serenamente en mi vida.

Habrá tiempo de sobra paralamentarse, pense. Llegaran,seguramente a escondidas, comohabía oído que ocurrían estas cosas,y tampoco habrá forma de librarse deellos. Anticipar la pena paraneutralizarla es algo miserable ycobarde, me dije a mí mismo, asabiendas de que estaba a punto depracticarlo. ¿Y qué más da si mesobrevenían con dureza? ¿Y qué sivenían y no me dejaban en paz y sequedaban conmigo para provocar enmí lo mismo que me provocó habertedeseado durante aquellas noches en

las que parecía que faltaba algo tanesencial en mi vida que era casicomo si me ultrajase algo de micuerpo, como si perderle fuese algoparecido a inutilizar una mano quepudieses ver en todas las fotos de lacasa, pero que era imposible quevolviese a ser útil jamás? Loperdiste, como siempre supiste queiba a ocurrir, incluso estabaspreparado para ello; pero no puedessoportar vivir con ese quebranto. Ymantener la esperanza de no pensaren ello, rezar por no soñar con ello,duele igualmente.

De repente, una idea extraña meatrapó: ¿qué ocurría si mi cuerpo —sólo mi cuerpo, mi corazón— lenecesitase urgentemente? ¿Entoncesqué debería hacer?

¿Qué pasaría si por la noche nofuese capaz de vivir conmigo mismoa no ser que él estuviese a mi lado,dentro de mí? ¿Entonces qué?

Piensa en el dolor antes deldolor.

Sabía lo que hacía. Inclusocuando dormía sabía lo que estabahaciendo. Estás intentandoinmunizarte, eso es lo que haces,

chico astuto y soplón, y de esta formaterminarás destruyéndolo todo,porque eso es lo que eres, un chicoastuto, chivato y despiadado. El solme pegaba de pleno ahora y amaba alsol con un amor casi pagano por loselementos de la tierra. Un pagano,eso eres. Nunca me había dadocuenta de cuánto amaba a la tierra, alsol, al mar. La gente, los objetos eincluso el arte eran secundarios. ¿Ome estaba engañando a mí mismo?

A mitad de la tarde me di cuentade que estaba disfrutando del sueño yno simplemente estaba buscando un

refugio en él. Una siesta dentro deotra siesta, como los sueños dentrode los sueños. ¿Podía haber algomejor? Un arrebato de algo tanmaravilloso como un auténticoéxtasis comenzó a apoderarse de mi.Debía de ser miercoles, pensé, y dehecho lo era, cuando el afiladorsituaba su pequeño negocio ennuestro huerto y comenzaba a afilartodos los cuchillos de la casa,Mafalda siempre dándole paliquecontinuamente a su lado, sujetando unvaso de limonada mientras que él seempleaba a fondo con la piedra de

amolar. El sonido fricativo y ásperode la rueda crujiendo y chirriandobajo el calor de media tarde enviabaondas de un sonido maravilloso hastami habitación. Nunca había sidocapaz de admitirme a mí mismo lofeliz que me había hecho Oliver eldía que se tragó aquel melocotón.Por supuesto que me habíaemocionado, pero también me habíahalagado, como si con aquel gestohubiese dicho Creo, con cada célulade mi cuerpo, que cada célula deltuyo no debe morir jamás y si esnecesario que muera, deja que lo

haga dentro de mi cuerpo. Habíaabierto la puerta a medio cerrar delbalcón, había entrado y, debido a queen aquella época no estábamos muyhabladores el uno con el otro, nopreguntó si podía entrar. ¿Qué iba ahacer yo? ¿Decirle que no podíaentrar? Ahí fue cuando levanté lamano para darle la bienvenida y ledije que había terminado con lospucheros, que ya no lloraría más,nunca, y le dejé que levantase lassábanas y se metiese en la cama.Ahora, en cuanto oía el sonido de lapiedra de afilar entre las cigarras,

sabía que, o bien me habíadespertado ya o aún seguíadurmiendo, y ambas cosas estabanbien, soñar o dormir, son lo mismo,me quedo con cualquiera de ellas.

Cuando me desperté eran casilas cinco. Ya no quería jugar al tenis,al igual que no tenía ninguna gana detrabajar en Haydn. Hora de nadar,pensé. Me puse el bañador y bajé lasescaleras. Vimini se encontrabasentada en el pequeño muro junto a lacasa de sus padres.

—¿A qué se debe que vayas adarte un baño? —preguntó.

—No se. Simplemente meapetece. ¿Quieres venir?

—No, hoy no. Me han obligadoa llevar este ridículo sombrero siquiero estar fuera. Parezco unbandido mexicano.

—Pancho Vimini. ¿Qué vas ahacer si me voy a bañar?

—Te miraré. A menos que meayudes a subirme a una de aquellasrocas, en cuyo caso me sentaré allí,me mojaré los pies y me dejaré elgorro puesto.

—Entonces vamos.Nunca tenías que pedirle a

Vimini que te diese la mano. Te ladaba de forma natural, de la mismamanera que los ciegos te agarran delcodo automáticamente.

—Sólo te pido que no andesdemasiado rápido—dijo.

Bajamos las escaleras y cuandollegamos a las rocas buscamos unaque le gustase y la senté allí. Éste erasu lugar favorito para estar junto aOliver. La roca estaba ca- lentita yme encantaba la sensación del sol enla piel a esta hora de la tarde.

—Me alegro de estar de vuelta.—¿Lo pasaste bien en Roma?

Asentí con la cabeza.—Te echamos de menos.—¿Quiénes?—Yo. Marzia. El otro día vino

a ver si estabas.—Ah —dije.—Le dije dónde habías ido.—Ah.Estaba claro que la niña

observaba la reacción de mi cara.—Creo que sabe que no te gusta

demasiado.No tenía sentido discutir sobre

eso.—¿Y?—le pregunté.

—Y nada. Simplemente me dalástima. Le dije que te habías ido atoda prisa.

Estaba claro que Vimini sesentía halagada por su propia astucia.

—¿Te creyó?—Eso creo. En realidad no le

estaba mintiendo.—¿A qué te refieres?—Ambos os marchasteis sin

decir adiós.—Tienes razón, eso hicimos.

Pero no había mala intención.—Bueno, lo tuyo me da igual.

Pero él sí me importa. Mucho.

—¿Por qué?—¿Por qué, Elio? Debes

perdonarme por decir esto, peronunca has sido demasiado inteligente.

Me costó percatarme de haciadónde se dirigía con esto. Despuéscaí en la cuenta.

—Yo tampoco le voy a volver aver —dije.

—No, tú puede que sí. Pero yono lo tengo tan claro.

Sentía cómo me crecía un nudoen la garganta, así que la dejé allí enla roca y comencé mi camino hacia elagua. Era exactamente eso, lo que

había predicho que pasaría. Aquellatarde me quedé mirando al mar y porun instante se me olvidó que él ya noestaba allí, que no tenía sentido darsela vuelta y mirar al balcón, donde suimagen no se había desvanecido deltodo. Y así con todo, hace apenasunas pocas horas su cuerpo, micuerpo... Ahora probablemente él yahaya comido por segunda vez en elavión y estará preparándose paraaterrizar en el JFK. Yo sabía queestaba completamente entristecidocuando me besó por última vez enuno de los baños públicos del

aeropuerto Fiumicino y que, inclusosi en el vuelo las bebidas y lapelícula le habían distraído, una vezque estuviese solo en su habitaciónde Nueva York, volvería a sentirsetriste y yo odiaba pensar en queestuviese así, de la misma forma quesabía que él odiaría verme a míapesadumbrado en nuestrahabitación, que se había convertidoen sólo mía demasiado pronto.

Alguien se estaba acercando alas rocas. Intenté pensar en algo quedisipase mi pena y me topé con elhecho irónico de que la distancia que

separaba a Vimini de mí era lamisma que la que me separaba a míde Oliver. Siete años. Dentro desiete años, comencé a pensar, y derepente noté cómo algo me estallabaen la garganta. Me sumergí en elagua.

Fue después de la cena cuandosonó el teléfono. Oliver habíallegado perfectamente. Sí, en NuevaYork. Si, el mismo apartamento, lamisma gente, el mismo ruido —desafortunadamente teníamos lamisma música entrando por laventana— puedes oírlo ahora mismo.

Puso el auricular en la ventana y nosdejó disfrutar del sabor de los ritmoshispanos de la ciudad. La calleciento catorce, dijo. A cenar conunos amigos. Mi madre y mi padreestaban hablando con él por otrosteléfonos desde el salón. Yo estabaen el de la cocina. ¿Aquí? Ya sabes.Las típicas cenas con invitados. Seacaban de ir. Sí, aquí también hacemucho, mucho calor. Mi padreesperaba que esto hubiese sidoproductivo. ¿Esto? La estancia entrenosotros, le explicó. Lo mejor de mivida. Si pudiese, me subiría al

mismo avión e iría con la camisetapuesta, un bañador extra y el cepillode dientes. Todo el mundo se rió.Con los brazos abiertos, caro.Estuvimos haciéndonos bromasmutuamente. Ya conoces nuestratradición, le explicó mi madre, debesvolver, aunque sólo sea unos días.Aunque sólo sea unos días enrealidad significa, sólo unos días, nomás, pero ella lo había dicho enserio y él lo sabía. Allora ciao,Oliver, e a presto, dijo mi madre. Mipadre más o menos repitió lo mismoy luego añadió, dunque tipasso Elio,

vi lascio. Escuché cómo colgabanambos para asegurarme de que nohabía nadie más en línea. Quédiscreto mi padre. Sin embargo, larepentina libertad de estar solo antelo que parecía una barrera temporalme paralizo. ¿Tuvo un buen viaje?Sí. ¿Odió la comida? Si. ¿Pensó enmi? Me había quedado sin preguntasy debía habermelo pensado mejorantes de seguir bombardeándole conmás. «¿Tú qué crees?», fue susomera respuesta como si tuviesemiedo de que alguien fuese a cogeraccidentalmente el auricular, i- mini

te manda recuerdos. Muy enfadada.Iré a comprarle algo mañana y se lomandaré por correo urgente. Nuncaolvidaré Roma mientras viva. Yotampoco. ¿Te gusta tu habitación?Más o menos. La ventana da al jardínruidoso, nunca le pega el sol, casi nohay espacio para nada, no sabía quetenía tantos libros, la cama es muchomás pequeña. Ojalá pudiésemosvolver a empezar de nuevo en esahabitación, dije. Ambos apoyados enla ventana por la tarde, rozándonoslos hombros como en Roma, todoslos días de mi vida. Y los de la mía,

dijo él. Camiseta, cepillo de dientes,libreta y me voy para allá volando,así que tampoco me tientes. Cogíalgo de tu habitación, dijo. ¿Qué?Nunca lo adivinarías. ¿Qué?Averigúalo tú solo. Y entonces losolté, no porque fuese lo que queríadecirle, sino porque el silencio entreambos pesaba demasiado y esto eralo más fácil de deslizar en una pausa:«No quiero perderte». Nosescribiremos. Te llamaré desde laoficina de correos pues allí será másprivado. Quizá en Navidad o en elpuente de Acción de Gracias. Sí, en

Navidad. Pero su mundo, que hastaentonces no parecía más alejado delmío que el grosor del trozo de pielque en cierta ocasión le arrancóChiara de los hombros, ahora sehabía trasladado a años luz dedistancia. Para cuando llegueNavidad igual ya no importa. Déjameescuchar el sonido desde tu ventanauna vez más. Escuché un crujido.Déjame escuchar el sonido que hacescuando... Un sonido débil y tímido,debido a que había otros en casa,dijo. Me entró la risa. Aparte de queme están esperando para salir, dijo.

Deseaba que nunca hubiese llamado.Hubiese querido oírle pronunciar denuevo mi nombre. Estuve a punto depreguntarle, ahora que estábamos tanalejados, qué había ocurrido entre ély Chiara. También me olvidé depreguntarle dónde había dejado subañador rojo. Quizá se le hubieseolvidado y se lo hubiese llevado conél.

Lo primero que hice tras nuestraconversación telefónica fue ir a micuarto para averiguar qué podíahaberse llevado para acordarse demí. Allí pude ver la marca de la

pared. Dios le bendiga. Se habíallevado una postal an- tiguaenmarcada del muro de Monet quedataba del 1905 o por ahí. Uno delos residentes americanos anterioresla había rescatado de un mercadilloen París hacía dos años y me la habíaenviado como recuerdo. La postaldescolorida fue enviada por primeravez en 1914. En la parte de atrashabía amontonados unos garabatoscolor sepia en alemán, que ibandirigidos a un médico de Inglaterra,junto a los cuales, el estudianteamericano me había dedicado unas

palabras en tinta negra: Piensa en míalguna vez. La foto le recordaría aOliver el primer día que dije lo quepensaba. O el día que pasamos enbici junto al muro fingiendo nodarnos cuenta de su presencia. Oaquel día en que decidimos hacer unamerienda campestre allí y juramos notocarnos, para así disfrutar más aúnal acostarnos juntos esa misma tarde.Deseaba que tuviese la foto delantede sus ojos todo el tiempo y parasiempre, toda su vida, delante de sumesa, de su cama, en todas partes.Ponía a la vista allá donde vayas,

pensé.El misterio había sido resuelto,

como siempre sucede conmigo,mientras dormía aquella noche. Nose me había ocurrido hasta entonces.Y así con todo, me había estadomirando fijamente a la cara durantedos años seguidos. Se llamabaMaynard. Cierta tarde, sabiendo quetodo el mundo debía de estardescansando, había llamado a miventana para ver si tenía tinta negra.

—Me he quedado sin ella —dijo—, y solo escribo con tintanegra.

Parecía que él supiese que yo lausaba. Entró. Sólo llevaba puesto unbañador, me acerqué a la mesa y leentregué el frasco. Se me quedomirando, allí de pie, fue un momentoextraño y después cogió la botella.Aquella misma tarde dejó el tarritojusto Riera de la puerta del balcón.Cualquier otra persona hubiesellamado de nuevo y me o hubiesedado en mano. Por aquel entonces yotenía quince años. Sin embargo nohubiese dicho que no. En eltranscurso de una de nuestrasconversaciones le comenté algo

sobre mi sitio favorito de las colinas.Nunca había vuelto a pensar en

él hasta que Oliver robó la postal.Un rato después de la cena pude

ver a mi padre sentado a la mesa ensu sitio habitual. La silla estabagirada y mirando al mar y en suregazo estaban las pruebas de suúltimo libro. Bebía la usual infusiónde té de camomila y disfrutaba de lanoche. Junto a él había tres grandesvelas de citronella. Había grancantidad de mosquitos aquella noche.Bajé para unirme a él. Éste era uninstante que teníamos normalmente

para sentarnos juntos y yo le habíadejado un poco abandonado duranteel último mes.

—Venga, cuéntame cosas deRoma —dijo en cuanto me vio listopara colocarme a su lado.

Éste era también el momento enque se permitía fumar por última vezcada día. Dejó a un lado elmanuscrito con un lanzamientocansado como sugiriendo unentusiasmado ahora viene lo bueno yprocedió a encender un cigarrillo congesto travieso, haciendo uso de unade las velas de citronella.

No tenía nada que decirle. Lerepetí lo que le había dicho a mimadre: el hotel, el Capitolio, VillaBor- ghese, San Clemente,restaurantes.

—Así que comisteis bien.Asentí.—Y bebisteis bien.Volví a ratificar.—¿Hicisteis cosas que le

hubiesen gustado a tu abuelo?Me reí.—No, esta vez no.Le hablé del incidente junto al

Pasquino.

—Menuda idea lo de vomitardelante de la estatua que habla.¿Alguna película? ¿Algún concierto?

Me empezó a dar miedo quepudiese, quizá, estar dirigiéndosehacia algo en particular, sin tansiquiera saberlo. Me percaté de estoporque mientras preguntaba cosasremotamente lejanas al tema,comencé a notar que yo ya estabausando maniobras de evasión muchoantes incluso de que lo que nosesperaba a la vuelta de la esquinafuese tan siquiera visible. Habléacerca de las perennes condiciones

de suciedad y deterioro de las plazasde Roma. El calor, el tiempo, eltráfico, demasiadas monjas. Estaiglesia o aquélla habían cerrado.Escombros por todos los sitios.Restauraciones cutres. Y me quejé dela gente, de los turistas y de losminibuses que dejan y recogeninnumerables hordas cargadas concámaras y viseras.

—¿Visteis alguno de losjardines interiores privados de losque te hablé?

Supongo que se nos pasó visitaralguno de los jardines interiores

privados de los que nos habló.—¿Presentasteis mis respetos a

la estatua de Giordano Bruno? —preguntó.

—Claro que lo hicimos. Casivomito allí también aquella noche.

Rompimos a reír.Un pequeño respiro. Otra

calada a su cigarrillo. Ahora.—Compartís una bonita

amistad.Esto es mucho más atrevido que

lo que yo había anticipado.—Sí —contesté con la intención

de dejar mi «si» colgado en el aire

como si estuviese a la espera de uncalificativo negativo que fuefinalmente suprimido. Tenia laesperanza de que no percibiese en mivoz un si, ¿y que? hostil, evasivo yaparentemente fatigado.

También aguardaba que nofuese a utilizar aquel Sí, ¿y qué? parareprenderme, como hacia tan amenudo, pór ser duro o indiferente odemasiado crítico con la gente quetiene motivos más que aparentes paraconsiderarse mis amigos. Entonces,añadiría su perogrullada habitualsobre lo raro que era encontrar la

amistad verdadera y que, incluso sino puedes soportar a alguien más,aun así, la mayoría tuvieron buenasintenciones y todos tienen algo queaportar. Que si nadie es una isla en símismo, que no te puedes cerrar a losdemás, que si la gente necesita a lagente y todas esas cosas.

Pero me había equivocadopensando eso.

—Eres demasiado listo comopara no saber lo especial y loextraño que era lo que compartíais.

—Oliver era Oliver —dije yocomo si resumiese así todo.

—Parce que c’était lui, parceque c’était moi —añadió mi padrecitando a Montaigne y su recurrenteexplicación de la amistad que le uníacon Etienne de La Boétie.

Yo en lugar de eso pensé en laspalabras de Emily Bronté: «Porqueél es más yo que yo mismo».

—Oliver podía ser muyinteligente... —comencé a decir. Unavez más, mi poco sincera subida enla entonación final anunció un peroirrefutable sostenido e invisible entreambos. Cualquier cosa con tal deevitar que mi padre me llevase por

ese camino.—¿Inteligente? Era mucho más

que inteligente. Lo que disfrutabaisno tenía nada que ver con lainteligencia y a la vez todo seaguantaba gracias a ella. Él erabueno y ambos os sentíais muyafortunados por haberos encontrado,pues tú también eres bueno.

Mi padre nunca había habladoasí de la bondad. Me descolocó.

—Yo creo que era mejor queyo, papá.

—Estoy seguro de que él diríalo mismo sobre ti, lo que os favorece

a ambos.Estaba a punto de golpear su

cigarrillo con el dedo y, al inclinarsehasta el cenicero, me tocó la mano.

—Lo que viene ahora va aresultar muy difícil dijo, alterando lavoz. Su tono implicaba: No tenemospor qué hablar de ello, pero nofinjamos que no sabemos a lo que merefiero.

La única forma que tenía dedecir la verdad era hablando demanera abstracta.

—No temas. Todo llegara. Almenos eso espero.

Y cuando menos te lo esperas.La naturaleza tiene maneras extrañasde encontrar nuestros puntos débiles.Tan sólo recuerda: estoy aquí. Ahoramismo puede que no quieras sentirnada. Quizá nunca lo deseaste. Y talvez no sea yo la persona con la quete apetezca hablar de esto. Peroaprecia lo que hiciste.

Me quedé mirándole. Era elmomento en que debía haberlementido y haberle dicho que estabacompletamente fuera de onda. Estabaa punto de hacerlo.

—Mira —me interrumpió—.

Tuvisteis una amistad preciosa.Quizá algo más que una simpleamistad. Y te envidio. En misituación, la mayoría de los padrestendrían la esperanza de que todo sedisipase o rezarían para que su hijopusiese los pies en la tierra cuantoantes. Pero yo no soy uno de esospadres. En tu situación, si haysufrimiento, domínalo, y si quedaalguna llama, no la apagues, no seascruel. La ausencia puede ser algoterrible si nos mantiene despiertostoda la noche y ver cómo alguien nosolvida antes de lo que hubiésemos

deseado no ayuda. Nosdesprendemos de tantas cosaspropias para poder curarnos lo másrápido posible que a la edad detreinta ya estamos en bancarrota ycada vez tenemos menos que ofrecercuando empezamos una nuevarelación con alguien. Sin embargo,no sentir nada por miedo a sentiralgo es un desperdicio.

No podía asimilar todo aquello.Estaba mudo, asombrado.

—¿Me equivoco? —preguntó.Negué con la cabeza.—Entonces déjame que te diga

una cosa mas. Despejará la realidad.Yo puede que me hubiese que a- domuy cerca, pero nunca tuve lo que tuhas tenido. Siempre hubo algo queme sujetó o que se interpuso en micamino. La forma de vivir tu vida escosa tuya. Pero recuerda, nuestroscorazones y nuestros cuerpos sólonos los entregan una vez. La mayoríano podemos evitar vivir como situviésemos dos vidas, una es lamaqueta a escala y la otra es laversión final y luego están todas lasadaptaciones intermedias. Pero sólohay una, y antes de que te des cuenta,

tienes el corazón gastado y en lo querespecta a tu cuerpo, hay un punto enel que nadie se fija en él, y muchomenos quiere acercarse a él. Ahorasientes pena. No envidio ese dolor.Pero sí envidio que puedas sentirloahora.

Respiró hondo.—Puede que nunca volvamos a

hablar de esto. Y espero que no metengas en cuenta que lo hayamoshecho. Hubiese sido un padrehorrible si algún día tú hubiesesquerido hablar conmigo y yo hubiesedejado la puerta cerrada o no lo

suficientemente abierta.Quería preguntarle por qué lo

sabía. Pero luego pensé que cómo nolo iba a saber. Cómo no iba a estar alcorriente todo el mundo.

—¿Lo sabe mamá? —pregunté.Iba a haber usado el verbosospechar, pero me corregí.

—Creo que no —su voz decíaPero si lo supiese, estoy seguro deque su actitud no sería muy diferentea la mía.

Nos dimos las buenas noches.Mientras subía las escaleras, meprometí que le preguntaría sobre su

vida. Todos habíamos oído hablarsobre las mujeres de su juventud,pero nunca había insinuado nadasobre el resto.

¿Era mi padre otra persona? Ysi lo era, ¿quién?

Oliver mantuvo su promesa.Volvió justo antes de Navidad y sequedó hasta Año Nuevo. Al principioestaba totalmente descolocado por ladiferencia horaria. Pensé quenecesitaba tiempo. Así que se loconcedí. Pasaba la mayoría de lashoras con mis padres, luego con

Vimini, que estaba excitadísima porver que nada había cambiado entreellos. Comence a temer quehubiésemos regresado a los primerosdías cuando, aparte de algún placeren el patio, la indiferencia y laevitación eran la norma. ¿Por qué susllamadas telefónicas no meprepararon para esto? ¿Era yo elresponsable de la nueva situación denuestra amistad? ¿Habríancomentado algo mis padres? ¿Habíareaparecido por mí, o por ellos, porla casa, para huir? Había regresadopor sus obras que ya habían sido

publicadas en Inglaterra, en Francia,en Alemania y estaban a punto depublicarse en Italia. Era un libroelegante y estábamos todos muycontentos por él, incluido el librerode B., que prometió hacer unapresentación durante el verano.«Quizá, ya veremos», dijo Olivercuando nos detuvimos allí connuestras bicicletas. El vendedor dehelados había cerrado por latemporada. Así como la floristería yla farmacia en la que paramos aqueldía que volvíamos del muro, dondeme había mostrado la terrible herida

que se había hecho. Todo esopertenecía a otra vida. El puebloparecía vacío, el cielo estaba gris.Una noche dio un largo paseo con mipadre. Era muy probable queestuviesen hablando sobre mí, o misperspectivas universitarias, o sobreel verano pasado, o sobre el libro.Cuando abrieron la puerta, escuchérisas en el pasillo de abajo, mimadre le beso. Un tiempo despuésalguien llamó a la puerta de mihabitación, no en las puertaventanas.Esa entrada iba a permanecercerrada para siempre, entonces.

«¿Quieres hablar?» Yo ya estaba enla cama. Llevaba puesto un jersey yparecía vestido para ir a dar unpaseo. Se sentó en el borde de lacama, con la misma incomodidad conla que me debí de sentir yo el primerdía cuando esta habitación era aun lasuya. ...

—Es probable que me case estaprimavera —dijo.

Me quedé petrificado.—Pero nunca me comentaste

nada.—Bueno, hemos estado a

intervalos durante un par de años.

—Creo que es una noticiamaravillosa.

Que la gente se case es siempreuna buena noticia. Me alegraba porellos. Las bodas son algo bueno y laenorme sonrisa en mi cara era losuficientemente ingenua inclusocuando un tiempo después se meocurrió pensar que esas noticias nopodían presagiar nada bueno paranosotros.

—¿Te molesta? —me preguntó.—No seas tonto —dije yo.

Hubo un largo silencio—. ¿Te vas ameter en la cama ahora?

Me observó con cautela.—Un rato, pero no quiero hacer

nada.Parecía sonar como una versión

actualizada y mucho más pulida deaquel Tal vez, luego. Así quehabíamos vuelto a lo mismo, ¿eh? Meentraron ganas de reírme de él, perome aguanté. Se tumbó a mi ladosobre las mantas y con el jerseypuesto. Lo único que se quitó fueronlos mocasines.

—¿Cuánto tiempo crees quedurará esto? —preguntóirónicamente.

—No mucho, espero.Me besó en la boca, pero no un

beso como el de después de lo dePasquino, cuando me empujó confuerza contra la pared de via SantaMaria dell’Anima. Reconocí el saborde inmediato. Nunca me había dadocuenta de todo lo que me gustaba ode cuánto lo echaba en falta. Habíaalgo nuevo que añadir a la lista decosas que extrañaría cuando lehubiese perdido para siempre.Estaba a punto de salir de debajo delas mantas.

—No puedo hacerlo —dijo y se

apartó de un brinco.—Yo sí puedo.—Vale, pero yo no.Mis ojos debieron de mostrarse

como unas cuchi- lias afiladísimaspues de repente se percató de loenfadado que estaba.

—Nada me gustaría más quequitarte la ropa y como mínimoabrazarte fortísimo. Pero no puedo.

Puse mis manos alrededor de sucabeza y la sostuve.

—Entonces quizá no deberíasquedarte. Saben lo nuestro.

—Me lo había imaginado.

—¿Por qué?—Por como me hablaba tu

padre. Tienes suerte. Mi padre mehubiese enviado a un correccional.

Le miré: deseaba otro beso.Debía, podía, haberme

aprovechado.A la mañana siguiente, las cosas

se habían enfriado oficialmente.Así y todo, aquella semana

ocurrió una cosa. Estábamossentados en el salón después decomer tomándonos un café cuando mipadre sacó un sobre grande en el quehabía seis solicitudes con una foto de

carné de cada interesado. Mi padredeseaba saber la opinión de Oliver,después le entregó el sobre a mimadre, luego a mí y más tarde a otroprofesor que había venido a comercon su mujer, también una profesorauniversitaria que vino a lo mismo elaño antes. «Mi sucesor», dijo Oliver,cogiendo una de las solicitudes ypasando las demás. Mi padre lanzóde forma instintiva una mirada endirección a donde yo estaba einmediatamente la retiró.

Exactamente lo mismo habíaocurrido casi un año antes. Pavel, el

sucesor de Maynard, había vuelto devisita durante la Navidad y tras mirarlas posibilidades había recomendadouno de Chicago, de hecho le conocíamuy bien. Pavel y todos los demás enla habitación se sintieron un pocoindiferentes ante un joven doctorandoque enseñaba en Columbia y que sehabía especializado, de entre todaslas posibilidades, en lospresocráticos. Me detuve más de lonecesario en la fotografía que metocó y noté un alivio al darme cuentade que no sentía nada.

Al pensarlo ahora, no podía

estar más seguro de que todo entrenosotros había comenzado en estamisma habitación durante lasvacaciones de Navidad anteriores.

—¿Fue así como me elegisteis amí? —preguntó con cierto candorserio y extraño, que mi madreencontraba siempre encantador.

—Yo quise que fueras tú —ledije después a Oli- ver aquella tarde,mientras le ayudaba a meter todas suscosas en el coche justo antes de queManfredi le acercase a la estación—.Me aseguré de que te eligieran a ti.

Aquella noche eché un vistazo

por los cajones del escritorio de mipadre y encontré el archivo con losaspirantes del año anterior. Encontrésu foto. El cuello de la camisaabierto, Ondulante, pelo largo, unaire de estrella del cine capturadosin querer por el fotógrafo. No meextraña que me llamase la atención.Ojalá pudiese recordar qué sentíexactamente durante aquella tarde dehace un año: una explosión de deseoseguido de un antídoto instantáneo, elmiedo. El Oliver de verdad, y todoslos subsiguientes con un bañador dedistinto color cada día o el que se

tumbaba desnudo en la cama, o elque se inclinó sobre la barandilla delbalcón de nuestro hotel en Roma, sesuperponían a la primera imagenconfusa y conflictiva que me habíacreado de él tras aquella instantánea.

Observé las caras de los demásaspirantes. Éste no estaba mal.Comencé a preguntarme lo quehubiese cambiado mi vida si hubiesesido otro el que hubiera venido.Hubiese ido a Roma. Quizá hubieseido a otros sitios. No hubieseaprendido nada sobre San Clemente.Pero hubiese aprendido sobre otras

cosas que de esta forma me heperdido y quiza nunca las vea. Nohubiese cambiado así, no sería el quesoy ahora, me hubiese convertido enotra persona.

Me pregunto quién es hoy esaotra persona. ¿Es mas feliz? ¿Podríacolarme en su vida durante unashoras, unos días y acreditarlo yomismo, no sólo para comprobar siesta otra vida es mejor, o paracomparar cómo nuestras vidas sehabían distanciado tanto debido aOliver, sino para considerar tambiénlo que le diría a este otro yo si fuese

a visitarle en alguna ocasión? ¿Megustaría? ¿Le gustaría yo a el?¿Entenderíamos ambos por qué elotro se había convertido en lo quees? ¿Nos sorprendería saber que dehecho ambos nos habíamos topadocon un Oliver de una manera u otra,hombre o mujer, y que era muyprobable que, sin importar quiénhubiese venido aquel verano, aúnéramos la misma persona?

Fue mi madre, que odiaba aPavel y hubiese forzado a mi padre arechazar a cualquiera querecomendase, quien finalmente le dio

un vuelco al destino. Puede queseamos unos judíos discretos, solíadecir, pero este Pavel es unantisemita y no voy a acoger a otroen mi casa.

Recordaba aquellaconversación. También estabaimpreso en la foto de su cara. Asíque también es judío, pensé.

Y después hice lo que habíaquerido hacer durante toda la nocheen el despacho de mi padre. Fingí nosaber quién era ese tal Oliver. Estofue durante las Navidades pasadas.Pavel aún intentaba convencernos

para que acogiésemos a su amigo.Aún no había llegado el verano.Oliver probablemente llegaría entaxi. Cargaría con su equipaje, lemostraría su habitación, le llevaría ala playa a través de las escaleras quedan a las rocas y después, si nosdaba tiempo, le enseñaría lapropiedad hasta el lugar donde solíaparar el tren y le comentaría algosobre los gitanos que vivían en losvagones con la insignia de la casareal de Saboya abandonados. Unassemanas después, si teníamos tiempo,iríamos en bicicleta hasta B.

Pararíamos a tomar algo. Leenseñaría la librería. Luego lemostraría el muro de Monet. Nada deesto había ocurrido aun.

Tuvimos noticias de su boda alverano siguiente. Le enviamos unosregalos y le incluimos una pequeñafrase. Aquel estío pasó muy rápido.A menudo me vi tentado a hablarlede su «sucesor» e inventé todo tipode historias con respecto a mi vecinode balcón. Nunca le remití nada. Laúnica carta que le mandé al añosiguiente fue para decirle que Viminihabía muerto. Nos escribió a todos

mostrando su dolor por la pérdida.Estaba de viaje por Asia, así quepara cuando recibimos la carta, sureacción por la muerte de Vimini, enlugar de aliviar una herida abierta,parecía hurgar en una que se habíacurado sola. Escribirle sobre ella eracomo cruzar el último puente entreambos, sobre todo después de quequedó tan claro que ni tan siquieraíbamos a mencionar lo que habíaexistido en su momento entre los dos,o, lo que es lo mismo, no lohabíamos mencionado aún. Escribirhabía sido mi forma de informarle

sobre la universidad a la que iba a iren Estados Unidos, por si acaso mipadre, que siempre mantenía unacorrespondencia activa con losantiguos residentes, no se lo habíadicho ya. Irónicamente, Oliver mecontestó a mi dirección en Italia, otromotivo más para la tardanza.

Después llegaron los años enblanco. Si tuviese que fraccionar mivida entre la gente con la que hecompartido cama y dividirlo en doscategorías, antes y después deOliver, el mejor regalo que me podíaotorgar la vida sería poder mover

esta línea divisoria hacia delante enel tiempo. Muchos me ayudaron asegmentar mi existencia entre antesde X y después de X, otros muchosme aportaron alegrías y penas,algunos consiguieron desbaratar mivida, mientras que otros pasaroncompletamente desapercibidos. Deesta manera, Oliver, quien durantetanto tiempo parecía haber sido lapiedra angular de mi vida, poco apoco fue obteniendo sucesores que obien le eclipsaban o le reducían auna simple referencia a pie depágina, a una mísera bifurcación en

el camino, al diminuto e inhóspitoMercurio cuando mis pasos sedirigían hacia Plutón o más allá.Figúrate, solía decir: en mi época deOliver, aún no había conocido a tal ocual persona. Y así todo, la vida sintal o cual persona era simplementeimpensable.

Un verano, mientras estaba enEstados Unidos, nueve años despuésde su última carta, recibí una llamad!telefónica de mi padre.

—Nunca adivinarías quién va aquedarse con nosotros dos días. En tuantigua habitación. Y está ahora de

pie justo delante de mí.Por supuesto que ya lo había

adivinado, pero fingí que no.—El hecho de que te niegues a

decirme que ya lo has adivinado yame dice mucho —dijo mi padre entrerisas antes de despedirse.

Hubo una lucha entre mis padressobre a quién debían pasarle elauricular. Finalmente surgió su voz:«Elio». Podía escuchar a mis padresy varias voces de niños por detrás.Nadie era capaz de pronunciar minombre de aquella manera. «Elio»,repetí yo para indicar que era yo

quien hablaba, pero también parasacar a relucir el viejo juego queteníamos y demostrar que no habíaolvidado nada. «Soy Oliver», dijo.Lo había olvidado.

—Me han mostrado fotos tuyas.Has cambiado mucho —dijo.

Me habló de sus dos hijos, queestaban en aquel preciso instantejugando en el salón con mi madre,ocho y seis años, tenía que conocer asu esposa, esta tan contento de estaraquí, no me lo puedo ni imaginar. Esel lugar más maravilloso del mundo,dije yo, con la intención de dar a

entender que él estaba feliz debido allugar. No puedes entender locontento que estoy de estar aquí. Suspalabras sonaban entrecortadas, ledevolvió el teléfono a mi madre, queantes de ponerse a hablar conmigosiguió hablando con él de formaencantadora.

—Ma se tutto commosso, se haquedado sin habla —dijo finalmentedirigiéndose a mí.

—Me encantaría estar allí contodos vosotros —respondí,emocionado por alguien en quien yacasi había dejado de pensar. El

tiempo nos vuelve unossentimentales. Quizá, al final esdebido a eso por lo que sufrimos.

Cuatro años después, al pasarpor la ciudad donde estaba suuniversidad, realicé lo que debía.Decidí hacer acto de presencia. Mesenté en una de sus aulas por la tardey después de la clase, mientrasguardaba los libros y metía en unacarpeta hojas sueltas, me acerqué aél. No tenía intención de hacer queadivinase de quién se trataba, perotampoco se lo iba a poner fácil.

Había un estudiante que queríahacerle una pregunta. Así que esperémi turno. El estudiante acabóyéndose.

—Probablemente no merecuerdes —comencé diciendomientras me miraba con extrañeza,intentando situarme. De repente sepuso a la defensiva, como si sehubiese asustado al pensar que mepodía conocer de algo que preferíaolvidar. Mostró una mirada irónica einquietante, una sonrisa incómoda yfruncida como si estuviesepreparando algo como Me temo que

me estás confundiendo con otrapersona. Luego se quedó parado.

—Madre mía, ¡Elio!Me dijo que lo que le había

despistado era mi barba. Me abrazóy luego me dio unas palmaditas en mipeluda cara como si fuese más jovenque durante aquel verano. Me abrazóde la manera que no pudo el día queentró en mi habitación para decirmeque se iba a casar.

—¿Cuántos años han pasado?—Quince. Los conté anoche

mientras venía hacia aquí y añadí—:En realidad eso no es del todo cierto.

Siempre lo he sabido.—Así que quince. Pero mírate

—dijo—. Mira, vamos a tomar algoo a cenar esta noche, o ahora, y asíconoces a mi mujer, a mis hijos. Porfavor, por favor, por favor.

—Me encantaría.—Tengo que dejar algo en mi

despacho y después nos vamos. Es unbuen paseo a través delaparcamiento.

—No me has entendido. Meencantaría, pero no puedo.

Ese «no poder» no significabaque no era libre de ir, sino que no

estaba seguro de que pudiesesoportarlo.

Me miró mientras seguíametiendo los papeles en el maletín decuero.

—No me has perdonado jamás,¿a que sí?

—¿Perdonar? No había nadaque perdonar. De hecho, te estoyagradecido por todo. Sólo tengobuenos recuerdos.

Había oído a la gente decircosas así en las películas. Parecíancreérselo.

—¿Entonces por qué?

Estábamos saliendo del aula yadentrándonos en el terreno delcampus donde nos encontramos unode esos atardeceres otoñales largos ylánguidos de la Costa Este queproyectan unos tonos anaranjadosmuy luminosos sobre las colinascercanas.

¿Cómo podía explicarle, oexplicarme, por qué no podía ir a sucasa y conocer a su familia a pesarde estar deseándolo? Mujer deOliver. Hijos de Oliver. Mascotas deOliver. Despacho, mesa, libros,mundo, vida de Oliver. ¿Qué

esperaba? Un abrazo, un apretón demanos, un indiferente cuánto tiempo yluego un inevitable ¡Luego!

La sola probabilidad deconocer a su familia me alarmó. Erademasiado real, demasiadorepentino, demasiado en mis narices,no me había dado tiempo aprepararme. Durante años le habíaalojado en un pasado permanente, eraun amor pluscuamperfecto, lo habíapuesto en hielo, llenado de recuerdosy bolas de naftalina como a un objetoencantado que se había confabuladocon el fantasma de todas mis tardes.

Le quitaba el polvo de vez en cuandopara volverlo a poner en la repisa dela chimenea.

Ya no pertenecía al mundoterrenal o a la vida. Todo lo quepodía descubrir llegados a aquelpunto no era la distancia a la que seencontraban nuestros destinos, sinolo que me chocaría la cantidad depérdida, una pérdida que no meimportaba analizar en términosabstractos, pero que me dolería alencontrármela cara a cara, al igualque duele la nostalgia mucho despuésde que hayamos dejado de pensar en

las cosas que hemos perdido y que yano nos importarán más.

¿O quizá era que estaba celosode su familia, de la vida que se habíaforjado, de las cosas que nuncacompartí con él y que desconocía?Lo que él había ansiado, amado ymalgastado, y cuya pérdida le habíadebilitado aunque su presencia vital,si es que aún la tenía, yo no habíapodido hallar ni constatar. No estuvepresente cuando lo consiguió, noestaba allí cuando se dio porvencido. ¿O era todo mucho mássimple? Había venido a ver si aún

sentía algo, si todavía le quedabaalgo vivo. El problema es que noquería que permaneciese así.

Durante todos estos años,cuando pensaba en él, pensaba en B.o en nuestros últimos días en Roma ytodo se resumía en dos escenas: lascircunstancias agónicas del balcón yvia Santa Maria dell’Anima, dondeme había empujado contra la viejapared y me había besado y me habíadejado poner una pierna a sualrededor. Cada vez que vuelvo aRoma, voy a ese mismo lugar. Aúnsigue vivo para mí y resuena con

algo totalmente presente como uncorazón robado en un cuento de Poeque aún palpita bajo la antiguapizarra para recordarme que allíhabía encontrado por fin la vida queme correspondía pero que no habíasido capaz de conseguir. Nunca pudeimaginármelo en Nueva Inglaterra.Cuando viví en la Costa Esteamericana durante un tiempo y noshallábamos a escasos kilómetros dedistancia, continué imaginándomeloatrapado en algún lugar de Italia,irreal y espectral. Los lugares en losque él vivía también me parecían

inanimados y en cuanto intentabapensar en ellos, se diluían y se losllevaba la corriente, no menosespectrales o irreales. Ahora,resultaba que no sólo los pueblos deNueva Inglaterra estaban muy vivos,sino que el también. Hace años mehubiese abalanzado sobre élfácilmente, estuviese o no casado, ano ser que hubiese sido yo, contratodo pronóstico, quien hubiese sidoirreal y espectral todo el tiempo.

¿O había venido con un objetivomucho más servil? Encontrármeloviviendo solo, esperándome, deseoso

de ser llevado de vuelta a B. Sí, lasvidas de ambos en el mismorespirador artificial, esperando elmomento en que finalmente nosencontrásemos y ascendiésemosjuntos al monumento de Piave.

Y entonces lo solté.—La verdad es que no estoy

seguro de no poder sentir nada. Y sidebo conocer a tu familia, preferiríano sentir nada —seguido por unsilencio dramático—. Quizá nunca sefue del todo.

¿Estaba diciendo la verdad? Oera la situación, tensa y delicada, la

que estaba haciendo que dijese cosasque nunca llegaría a reconocerme amí mismo y que aun no podíacatalogar como ciertas?

—Creo que no se fue del todo—repetí.

—Entonces... —dijo él. Era laúnica palabra que podía resumir misinseguridades. Pero quizá tambiénhubiese querido decir ¿Entonces?como si estuviese preguntándose quépodía chocarme tanto de que aún ledesease después de tantos años.

—Entonces... —repetí yo,intentando hacer referencia a las

penas y sufrimientos caprichosos deun tercero que en este caso era yo.

—Entonces, ¿es por eso por loque no puedes venir a tomar algo? .

—Entonces es por eso por loque no puedo ir a tomar algo.

—¡Vaya ganso!Había olvidado por completo

aquella palabra.Llegamos a su oficina. Me

presentó a dos o tres colegas queestaban en el departamento,sorprendiéndome su conocimiento decada aspecto de mi carreraprofesional. Lo sabía todo, se había

mantenido al tanto de hasta el detallemás insignificante. En ocasiones,había indagado en información sobremí que sólo podía obtenerseconsultando en Internet. Meconmovió. Había asumido que mehabía olvidado por completo.

—Quiero mostrarte algo —dijo.Su despacho tenía un gran sofá

de cuero. Sofá de Oliver, pensé. Asíque es aquí donde se sienta a leer.Había papeles esparcidos por el sofáy por el suelo, excepto en una de lasesquinas para sentarse que estabajusto debajo de una lámpara de

alabastro. Lámpara de Oliver.Recordaba las páginas tiradas por elsuelo de su habitación en B.

—¿Lo reconoces? —preguntó.En la pared había una

reproducción en color enmarcada deun fresco mal conservado de unafigura mitraica con barba. Ambos noshabíamos comprado una la mañanaque fuimos de visita a San Clemente.Hacía años que no veía la mía. Juntoa ella en la pared, había una postalenmarcada del muro de Monet. Lareconocí inmediatamente.

—Solía ser mía, pero ha sido

tuya muchísimo más tiempo que mía.Nos pertenecíamos el uno al

otro, pero habíamos vivido tanalejados que ahora correspondíamosa otros. Los únicos pretendientes denuestra vida eran unos okupas, unossimples okupas.

—Tiene una historia muy larga—dije.

—Lo se. Cuando volví aenmarcarla vi las inscripciones en laparte de atras y por eso ahora sepuede ver. He pensado a menudoacerca de este tal Maynard. Piensa enmí alguna vez.

—Tu predecesor —le dije paravacilarle—. No, nada de eso. ¿Aquién se la darás tú en su momento?

—Tenía la esperanza de queuno de mis hijos pudiese traerla enpersona después de una estancia allí.Ya he añadido mi propia inscripción,pero no puedes verla. ¿Te vas aquedar en el pueblo? me preguntópara cambiar de tema mientras seponía la gabardina.

—Si. Una noche. Tengo que vera unas personas de la universidadmañana y luego me voy.

Me miró. Sabía que estaba

pensando en aquella noche durantelas vacaciones de Navidad y él sabíaque lo sabía.

—Entonces estoy perdonado.Presionó sus labios en

silenciosa disculpa.—Vamos a tomar algo a mi

hotel.Noté su malestar.—He dicho a tomar, no a follar.Me miró y se puso rojo

literalmente. Me quedé mirándole.Aún era muy apuesto, no habíaperdido pelo, ni engordado, salía acorrer todas las mañanas, con la piel

tan suave como antaño. Tan sólohabía unas manchas solares en susmanos. ¿Manchas solares?, pensé, yno pude dejar de pensar en ello.

—¿Esto qué es? —pregunté,mientras le señalaba la mano sinllegar a tocarla.

—Las tengo por todos lados.Manchas solares. Me rompían

el corazón y quería besar todas ycada una de ellas hasta quedesapareciesen.

—Demasiado sol durante mijuventud. Aparte de que esto nodebía llamarte la atención. Estoy

mejorando. Dentro de tres años, mihijo será tan mayor como tú entonces,de hecho, él está más cerca de lapersona que eras cuando estuvimosjuntos de lo que tu lo estas de aquelElio. No te parece raro.

¿Así es como lo llamas, cuandoestuvimos juntos., pensé.

En el bar del viejo hotel deNueva Inglaterra, encontramos unlugar tranquilo con vistas al no y a unenorme jardín que estabacompletamente en flor. Pedimos dosmartinis —con ginebra Sapphire,especificó— y nos sentamos cerca el

uno del otro en el asiento con formade herradura, al igual que losmaridos que se ven forzados asentarse incómodamente demasiadocerca mientras que sus mujeres seempolvan la nariz.

—Dentro de ocho años yotendré cuarenta y siete y tú cuarenta.Cinco después, yo tendré cincuenta ydos y tú cuarenta y cinco. ¿Vendrásentonces a cenar?

—Sí, lo prometo.—Así que me estás diciendo

que sólo vendrás cuando creas queeres lo suficientemente mayor como

para importarte. Cuando mis hijos sehayan ido. O cuando sea abuelo. Melo puedo imaginar. En aquella tarde,nos sentaremos juntos y beberemosun brandy afrutado fuerte, como elGrappa que solía servirnos tu padrealgunas noches.

»Y al igual que hacía el señormayor que se sentaba en la piazzettamirando hacia el monumento a Piave,charlaremos sobre dos jóvenes queencontraron la verdadera felicidaddurante unas semanas y que vivieronel resto de sus vidas mojando bolitasde algodón en el cuenco de la

felicidad, con miedo a gastarlo, sinatreverse a beber más que un dedalen los aniversarios rituales.

Quería decirle que eso parecíaque no iba a llegar nunca. No podrándeshacerlo, ni desescribirlo, nidesvivirlo o volver a vivir,simplemente está ahí incrustado,como la imagen estática de lasluciérnagas sobre un campo estival alatardecer que parecen decir una yotra vez Podía haber sido asi. Perovolver atrás es falso. Pasar página esfalso. Mirar hacia otro lado es falso.Intentar reparar todo lo que es falso

resulta ser igualmente falso.Su vida es como un eco

incoherente enterrado para siempreen una cámara mitraica sellada.

Silencio.—Dios, cómo nos envidiaban

desde el otro lado de la mesa durantela cena de la primera noche en Roma—dijo—. Nos miraban el joven, elviejo, el hombre, la mujer, todos ycada uno de los que estaban a lamesa nos observaban boquiabiertosporque éramos muy felices.

»Y esa tarde en la que noshagamos más mayores, aun

hablaremos de esos dos jovenescomo si fuesen dos extraños que nosencontramos en el tren y queadmirábamos y queríamos ayudar. Ypretenderemos llamarlo envidia,porque definirlo comoremordimiento nos rompería elcorazón.

De nuevo silencio.—Quizá aún no esté preparado

para hablar de ellos como si fuesenunos desconocidos —dije.

—Si te hace sentir mejor, creoque ninguno de los dos lo estaránunca.

—Creo que deberíamos tomarotra.

Accedió sin ni siquiera poneruna mísera excusa sobre que teníaque volver a casa.

Nos quitamos de encima lospreliminares. Su vida, mi vida, a quése dedicaba, a qué me dedicaba, quénos va bien, qué nos va mal. Dóndedeseaba estar él, dónde yo. Evitamoshablar de mis padres. Supuse queestaba al corriente. Al nopreguntarme me dijo que lo estaba.

Una hora.—¿Tu mejor momento? —me

interrumpió por fin.Lo pensé durante un rato.—Uno de los mejores recuerdos

es el de la primera noche, quizáporque titubeé demasiado. Perotambién Roma. Hay un lugar en viaSanta María dell Anima que visito denuevo cada vez que estoy allí. Mequedo mirándolo durante un tiempo yluego todo me viene a la cabeza.Acababa de vomitar y de camino albar me e saste. La gente continuabapasando por allí, pero no meimportaba, ni a ti tampoco. Aquelbeso aun esta gra do allí, menos mal.

Es todo lo que tengo de ti. Esto y tucamisa.

Lo recordaba.—¿Y tú? —pregunté—. ¿Tu

momento?—También en Roma. Cuando

cantamos juntos hasta el amanecer enPiazza Navona.

Se me había olvidado porcompleto. No era simplemente unacanción napolitana lo que acabamoscantando aquella noche. Un grupo dejóvenes holandeses había sacado susguitarras y estaba cantando unacanción de los Beatles detrás de otra

y todo el mundo que estaba en lafuente se había unido a ellos y porsupuesto, nosotros también. InclusoDante apareció de nuevo y comenzótambién a cantar con su ingléscochambroso.

—¿Nos dedicaron una serenatao me lo estoy inventando?

Me observó con perplejidad.—Te la dedicaron a ti pero

estabas completamente borracho. Alfinal agarraste la guitarra de uno deellos y comenzaste a tocar y sin venira cuento, a cantar. Se quedaron todosboquiabiertos. Todos los drogatas

del mundo escucharon a Händelcomo ovejitas. Una de las holandesasperdió los papeles. Querías traértelaal hotel. Ella también quería venir.Menuda noche. Terminamos sentadosen la terraza vacía de una cafeteríacercana detrás de la piazza, solos tú,yo y la chica, observando elamanecer, cada uno espatarrado enuna silla.

Se me quedó mirando.—Me alegro mucho de que

hayas venido.—Yo también me alegro de

haber venido.

—¿Puedo hacerte una pregunta?—dijo.

¿Por qué de repente comencé aestar nervioso?

—Venga.—Si pudieses, ¿volverías a

empezar de nuevo?Me quedé mirándole.—¿Por qué me lo preguntas?—Por nada. Responde.—¿Empezaría de nuevo si

pudiese? Al instante. Pero ya hevivido esto dos veces y estoy a puntode hacerlo otra vez.

Sonrió. Era obvio que me

tocaba preguntar a mí lo mismo, perono quería que se sintieseavergonzado. Éste era mi Oliverfavorito: el que pensaba exactamenteigual que yo.

—Verte aquí es comodespertarse de un coma después deveinte años. Miras alrededor y te dascuenta de que tu mujer te haabandonado, tus hijos, cuya infanciate has perdido por completo, sonunos hombres hechos y derechos,alguno hasta se ha casado, tus padreshace tiempo que han fallecido, notienes amigos, y la carita que te

observa a través de unas gafaspertenece nada más y nada menosque a tu nieto, a quien le han llevadoallí a dar la bienvenida al abuelo trassu largo sueño. Tu cara en el espejoes tan pálida como la de Rip VanWinkle, el protagonista del cuento deWashington Irving. Pero aquí está eltruco: aún eres veinte años más jovenque los que se arremolinan a tualrededor, y por eso puedes volver alos veinticuatro al instante: tengoveinticuatro años. Y si fuerzas laparábola unos cuantos años másadelante, puedes despertarte y ser

más joven que mi hijo el mayor.—Entonces, ¿qué nos revela

esto sobre la vida que has llevado?—Una parte de ella, sólo una

parte, fue un coma, pero prefierollamarlo una vida paralela. Suenamejor. El problema es que lamayoría hemos tenido, vivido quierodecir, más de dos vidas paralelas.

Quizá fuese el alcohol, quizafuese la verdad, quizá no quería quelas cosas se volviesen muyabstractas, pero noté que debíadecirlo pues éste era el momentopreciso, porque de repente caí en la

cuenta de que era para esto para loque había venido.

—Eres la única persona de laque me gustaría despedirme al morir,pues sera entonces cuando esta cosaq llamo mi vida cobrará sentido. Y sime entero de que te has muerto, mivida como la conozco, el yo que teestá hablando ahora, dejará deexistir. A veces me imagino que medespierto en nuestra casa de B.,observando el mar, escuchando lanoticia de la voz de las propias olas:Murió anoche. Nos perdimos tantascosas. Fue un coma. Mañana volveré

al mío, y tú al tuyo. Perdona, no erami intención ofenderte: seguro que lotuyo no es eso.

—No, lo mío fue una vidaparalela.

Quizá casi todas las penas quehe sentido en mi vida decidanconvergir ahora en ésta. Debía lucharcontra ello.

Y si él no lo veía, posiblementefuese porque era inmune.

Se me ocurrió preguntarle sihabía leído una novela de ThomasHardy titulada La bien amada. No lahabía leído. Es sobre un hombre que

se enamora de una mujer que, añosdespués de abandonarle, muere. Élvisita su casa y acaba conociendo asu hija, de la que se queda prendado,y tras perderla también, muchos añosmás tarde, se encuentra con sudescendiente, de la que seencapricha.

—¿Estas cosas se acabanmuriendo por sí solas o algunasnecesitan de varias generaciones yvidas para resolverse?

—No me gustaría ver a ningunode mis hijos en tu cama, de la mismamanera que no me agradaría que los

tuyos, si tuvieses alguno, entrasen enla suya.

Nos reímos entre dientes.—Me pregunto si nuestros

padres...Se quedó un rato pensativo,

luego sonrió.—Lo que no quiero es recibir

una carta de uno de tus retoños conlas malas noticias: Ypor cierto,adjunta encontraras una postal que mipadre me pidió que te devolviese. Nitampoco quiero tener que respondercon algo como: Puedes venir cuandolo desees, estoy seguro de que le

hubiese gustado que te quedases ensu habitación. Prométeme que eso nopasará.

—Lo prometo.—¿Qué has escrito en la parte

de atrás de la postal?—Iba a ser una sorpresa.Soy demasiado mayor para

sorpresas. Aparte de que siemprellevan un canto afilado para hacerdaño. No quiero que me hieran, almenos tú no. Dime.

—Solamente dos palabras.—Déjame que adivine: Si no es

luego, ¿cuándo?

—He dicho dos palabras.Además, eso sería muy cruel.

Pensé por unos instantes.—Me rindo.—Cor cordium, corazón de

corazones, jamás le he dicho a nadiealgo tan cierto en mi vida.

Me quedé mirándole fijamente.Menos mal que estábamos en un

sitio público.—Deberíamos irnos.Agarró su gabardina, que estaba

doblada junto a su silla, y comenzó ahacer amagos de levantarse.

Iba a acompañarle hasta el

vestíbulo del hotel y quedarme allíde pie mientras él se alejaba. Nosíbamos a despedir en cualquiermomento. De repente, una parte demi vida iba a serme arrancada ynunca me la iban a devolver.

—Supon que te acompaño hastatu coche —le dije.

—Supon que vienes a cenar.—Supon que lo hago.Fuera, la noche llegaba rápido.

Me gustaba la paz y el silencio delcampo con la línea iluminada delhorizonte desvaneciéndose y lavisión del río oscureciendo. Campo

de Oliver, pensé. Las lucesjaspeadas de la otra orilla quebrillaban sobre el río me recordaronal cuadro de Van Gogh Nocheestrellada sobre el Ródano. Muyotoñal, muy de comienzo del cursoescolar, muy del veranillo de SanMartín y siempre durante loscrepúsculos de dicho veranillo, esamezcla de asuntos del estío sinterminar y de los deberes sinconcluir y constantemente la i u- siónde los meses por venir que se disipanen cuanto se pone el sol.

Intenté imaginarme su feliz

familia: los hijos inmersos en lastareas escolares o volviendo a casadel entrenamiento, seguro que de unmal humor descomunal y con lasbotas llenas de barro, se me pasabanpor la cabeza todo tipo de clichés.Éste es el chico en cuya casa mehospedé durante mi estancia en Italia,diría él, seguido de los carraspeosmalhumorados de dos adolescentes alos que no les interesaba ni el chicode Italia, ni la casa en Italia, peroque se morirían del susto al oír, Ah,y por cierto, este hombre, que teníacasi vuestra edad entonces y que se

pasó la mayoría del tiempotranscribiendo Las siete palabras deCristo en la cruz, todas las noches secolaba en mi cuarto y follábamoscomo locos. Así que dadle la mano ysed buenos.

Luego, a las tantas de la noche,en el camino de vuelta en coche allado del río iluminado de estrellashasta el hotel viejo y cochambrosojunto a la costa de Nueva Inglaterrapensé que tenía la esperanza de quenos recordase a ambos la bahía de B.y las noches estrelladas de Van Goghy cuando me acerqué a él en las

rocas y le besé en el cuello y a laúltima noche cuando caminamosjuntos por la carretera de la costa,con la sensación de que noshabíamos quedado sin milagros deúltima hora para posponer su marcha.Me imaginé en su coche,preguntándome quién sabe, querrá él,querré yo, quizá una última en el barlo decidiese, a sabiendas de quedurante toda la cena nos estaríamospreocupando de las mismas cosas,con la esperanza de que pasase algopero rezando para que no. Quizá unaúltima lo decidiese. Podía leerlo en

su cara mientras me lo imaginabamirando para otro lado al descorcharuna botella de vino o al cambiar lamúsica, pues él también encontraríaeste pensamiento corriendo por sucabeza y querría saber que se estabaplanteando lo mismo pues, mientrasque servía a su mujer, a mí, a símismo, caeríamos en la cuenta deque él era más yo de lo que yo lohabía sido nunca, ya que desde quese convirtió en mí y yo me transformeen el en la cama hace tantos años, ibaa seguir siendo para siempre, muchodespués de que hubiésemos tomado

caminos muy distintos en la vida, mihermano, mi amigo, mi padre, mihijo, mi marido, mi amante, yo.Durante las semanas que habíamosestado juntos aquel verano, nuestrasvidas casi no se habían tocado, perohabían cruzado a la otra orilla, dondeel tiempo se detiene y el cielo llega atocar el suelo y nos entrega unmuestrario de lo que nos pertenecíade forma divina desde que nacimos.Miramos hacia otra parte. Nos lodijimos todo. Sin embargo siemprelo hemos sabido, y no mencionarnada al respecto ahora lo confirmaba

aún más. Habíamos encontrado lasestrellas, tú y yo. Y esto sólo seconsigue una vez.

El verano pasado por fin vino.Fue una visita de una sola nochemientras se dirigía desde Roma aMentón. Llegó en un taxi que sedetuvo en la carretera escoltada porárboles, prácticamente en el mismolugar en que se había detenido veinteaños antes. Surgió del vehículo conun ordenador portátil, una bolsaenorme de deporte y una gran cajaenvuelta para regalo.

—Es para tu madre —dijocuando me vio mirarlo.

—Será mejor que le digas loque hay dentro comenté tras ayudarlea depositar sus cosas en el vestíbulo—.

Sospecha de todo el mundo.Lo entendió perfectamente y le

entristeció.—¿El viejo cuarto? —pregunté.—El viejo cuarto —confirmó, a

pesar de que ya lo habíamosorganizado todo a través de correoselectrónicos.

—Pues el viejo cuarto, que asi

sea.No estaba demasiado decidido

a subir al piso de arriba con él, asíque fue un alivio cuando Manfredi yMa- falda surgieron de la cocinapara darle la bienvenida en cuantooyeron el taxi. Sus efusivos besos yabrazos hicieron que se apaciguasela intranquilidad que sabía que iba asentir cuando se instalase de nuevoen nuestra casa. Quería que subienvenida sobreexcitada durase laprimera hora completa de suestancia. Lo que fuese paraprocrastinar nuestro primer cara a

cara ante una taza de café dondepronunciar por fin las dos palabrasinevitables: veinte años.

En lugar de eso, habíamosdejado las cosas en la entrada yteníamos la esperanza de queManfredi las subiera a la plantasuperior mientras que Oliver y yodábamos un paseo por toda la casa.

—Seguro que te mueres deganas por verlo —dije, refiriéndomeal jardín, la balaustrada y las vistasal mar. Habíamos pasado junto a lapiscina, por dentro del salón dondeaún estaba el viejo piano junto a la

ventana y finalmente volvimos a laentrada donde nos percatamos de queya habían subido sus cosas. Unaparte de mí quería que se diesecuenta de que nada había cambiandodesde la última vez que estuvo, queel canto del paraíso aún estaba allí,que la verja que daba a la playatodavía chirriaba y que el mundo eraexactamente el mismo salvo lasausencias de Vimini, Anchise y mipadre. Éste era el gesto debienvenida que deseaba ofrecerle.Sin embargo, había otra parte de míque quería hacerle entender que no

tenía sentido intentar recuperar eltiempo perdido pues habíamosviajado, habíamos experimentadodemasiado sin el otro como paraseguir teniendo muchas cosas encomún. Quizá quería que sintiese lapunzada de la pérdida y la congoja.Pero al final y quizá por merocompromiso, decidí que lo mejor erademostrarle que no había olvidadonada. Sugerí ir ai solar vacio queseguía estando igual de chamuscadoe improductivo que cuando se lomostré dos décadas antes. Casi nohabía terminado mi ofrecimiento

cuando soltó «Eso ya esta muyvisto». Tal vez fuese su forma dedecirme que no había olvidado nadatampoco.

—Quizá prefieras que nospasemos rápidamente por el bancodijo riendo—. Qué te apuestas a quejamás cancelaron mi cuenta.

—Si tenemos tiempo y teapetece, te llevaré al campanario. Séque no has subido hasta allí nunca.

—¿Algo-por-lo-que-morir?Le devolví la sonrisa. Se

acordaba del nombre que usábamospara llamarlo.

Mientras paseábamos por elpatio con vistas al extenso azul, mequedé rezagado y observé cómo seapoyó en la barandilla que daba a labahía.

Ante nosotros estaba la roca enla que se sentaba por las noches,donde él y Vimini habían pasadojuntos tardes y tardes.

—Ella cumpliría treinta añoshoy —dijo.

—Lo sé.—Me escribió todos los días.

Absolutamente todos. Estabamirando a su sitio. Recordaba cómo

se tomaban de la mano y seescabullían hasta la orilla.

—Entonces un día dejó deescribirme. Y lo sabía. Simplementelo sabía. He guardado todas lascartas.

Le observé con melancolía.—También he guardado las

tuyas —añadió de inmediato paratranquilizarme, aunque vagamente,sin saber si esto era algo que queríaoír.

Me tocaba a mí.—Yo también guardo las tuyas.

Y algo más. Quizá te lo enseñe.

Luego.¿No se acordaba de Ondulante,

o era demasiado modesto, demasiadocauto, como para demostrar quesabía a la perfección a lo que merefería? Volvió a mirar a lo lejos.

Había vuelto en el día perfecto.No había ni una nube, ni una ola, niuna pizca de viento.

—Había olvidado cuánto amoeste lugar. Pero es exactamente asícomo lo recordaba. A mediodía es elparaíso.

Dejé que hablase. Me gustabaver sus ojos observando el infinito.

Quizá él también estuviese evitandoun cara a cara.

—¿Y Anchise? —me preguntópor fin.

—Se lo llevó un cáncer alpobre. Solía pensar que era muyviejo y ni siquiera tenía cincuentaaños.

—También amaba todo esto: él,sus injertos, su huerto.

—Falleció en el cuarto de miabuelo.

De nuevo silencio. Estuve apunto de decir mi antigua habitación,pero cambié de opinión.

—¿Te alegras de haber vuelto?Supo leer entre líneas mi

pregunta antes que yo.—¿Te alegras tú de que haya

vuelto? —replicó.Le miré, con la sensación de

estar desarmado, aunque noamenazado. Como la gente que sepone roja fácilmente pero no seavergüenza de ello. Sabía bien cómosuprimir ese sentimiento sin que meinfluyese demasiado.

—Sabes que sí. Quizá más de loque debería.

—Yo también.

Ahí lo dijo todo.—Ven, te mostraré dónde

enterramos algunas de las cenizas demi padre.

Bajamos por las escaleras de laparte de atrás hasta el jardín dondese ubicaba la mesa del desayuno.

—Este era el lugar de mi padre.Lo llamo el lugar fantasma. Mi sitiosolía estar allí, si es que aún lorecuerdas —señalé donde solía estarmi vieja mesa junto a la piscina.

—¿Y yo tenía un lugar? —mepreguntó con una media sonrisa.

—Siempre tendrás un lugar.

Quería decirle que la piscina, eljardín, la casa, la cancha de tenis, elcanto del paraíso, todo aquello seríasiempre su lugar fantasma. En vez deeso, señalé al piso de arriba, a laspuertaventanas de su habitación. Tusojos es- tan siempre allí, quisedecirle, atrapados en las cortinastransparentes, mirándolo todo desdemi habitación en la que ya nadieduerme. Cuando hay un poco de brisay se hinchan, las observo desde aquío me quedo de pie en el balcón y mesorprendo pensando que estás allí,atisbando mi mundo desde el tuyo,

diciendo, al igual que una deaquellas noches que te encontré enlas rocas, He sido feliz aquí. Tehallas a miles de kilómetros, pero encuanto miro estas ventanas pienso enun bañador, en una camiseta colgadadel tendal, unos brazos apoyados enla barandilla y de repente estás ahí,encendiendo el primer cigarrillo deldía, hace hoy veinte años. Mientrasaguante aquí la casa, éste será tulugar fantasma y el mío también.

Nos quedamos allí unosinstantes, en el lugar donde mi padrey yo habíamos hablado en cierta

ocasión sobre Oliver. Ahoranosotros hablábamos sobre mi padre.Mañana, recordaré este momento ydejaré que el fantasma de susausencias merodee durante las horasmás crepusculares del día.

—Sé que él hubiese querido quealgo así ocurriese, sobre todo en undía de verano tan espléndido.

—Estoy seguro. ¿Dóndeenterrasteis el resto de las cenizas?

—Por todos los sitios. En el ríoHudson, en el Egeo, en el MarMuerto. Pero es aquí donde vengopara estar con él.

No dijo nada. No había nadaque decir.

—Vamos, te llevaré a SanGiacomo antes de que cambies deopinión —dije finalmente—. Aúntenemos tiempo antes de comer. ¿Teacuerdas de cómo se va?

—Sí, me acuerdo.—Sí, te acuerdas —repetí.Me miró y sonrió. Eso me

animo. Tal vez porque sabía que meestaba haciendo burla.

Veinte años fue ayer, y ayer eraesta mañana, y esta mañana pareceestar a años luz.

—Soy como tú -dijo— Meacuerdo de todo.

Me detuve un instante. Si teacuerdas de todo, quise decirle, y deverdad eres como yo, entonces antesde que te vayas mañana, o cuandoestés a punto de cerrar la puerta deltaxi, te hayas despedido de todos losdemás y no quede nada que decir enesta vida, entonces y sólo entonces,vuélvete hacia mí, aunque sea enbroma o como una última ocurrenciaque hubiese significado todo para mícuando estábamos juntos y, al igualque hiciste en aquel entonces,

mírame a la cara, aguántame lamirada y llámame por tu nombre.