María Valdez - La comedia

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La comedia según maría valdez.

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LA COMEDIA María Valdez

DOS O TRES COSAS QUE NO SE SABEN DE ELLA Casi como una maldición, la Historia debe al excelso Aristóteles la cristalizada abominación de la comedia. Para el estagirita, si la imitación era algo natural en el hombre ¿qué placer podría obtenerse de imitar acciones risibles, en la medida en que lo risible es un aspecto de lo feo? Y si lo risible es un defecto, una desfiguración obscena sin dolor ni perjuicio ¿cómo osarían los poetas preferir tamaño sacrilegio? A partir de la no-legitimación aristotélica, entonces, la historia de la comedia. Historia de periplos que, a fuer de aclarar el concepto, arrojó a la teoría en un callejón sin salida porque, en definitiva ¿de qué hablamos cuando hablamos de comedia? ¿Cómo hacerse cargo de un término que, desde el mismo Aristóteles, aparece definido por negación/oposición a la Tragedia? Si la historia del teatro y la novela, si la teorización hegemónica (o no) en torno de los problemas narrativos, durante casi veinte siglos, no han cerrado la discusión, no se trata de aclarar de un plumazo el enigma. En todo caso advertimos de la dificultad de asir un concepto escurridizo y de límites endebles; un concepto que además, será puesto en relación ya no con los sistemas discursivos más tradicionales (el cuento, la novela, el drama) sino con uno que ha sabido —desde su misma especificidad— tejer también sus propias ambigüedades: el cine. Hablemos, entonces —y más que nunca en virtud de esos límites borrosos, de esa ambigüedad conceptual y de esa teorización díscola— sobre la comedia en el cine sonoro argentino.

EN EL PRINCIPIO FUE EUSEBIO Cuando el cine argentino comenzó a hablar (fluidamente, al menos), lo hizo a ritmo de tango (¡Tango!, 1933, de Luis Moglia Barth, para Argentina Sono Film)1 y en ese ritmo se fraguó el primer petit drama musical de la pantalla local. Veintidós días más tarde, Lumiton se apresuraba a estrenar su producción Los tres berretines (1933, equipo Lumiton). Con ésta nace la primera comedia con canciones. La historia es clara: se trata del sacudón que sufre una familia tradicional de barrio, la típica de la clase media trabajadora, cuando a algunos miembros de la casa les da por aferrarse a algún tipo de berretín (léase “hábito enfático”). Así, las mujeres de la casa tomarán la cartera y partirán rumbo al cine, un hijo se apasionará con el fútbol y el otro... El otro es Eusebio (Luis Sandrini), metido a compositor de tangos. Tango, fútbol y cine; las tres pasiones, los famosos “tres berretines” que se instalan en el corazón de la sociedad porteña. Fútbol para que la virilidad se haga deporte y la violencia, juego de muchachos. Cine para que la familia (mejor aún, la mujer de la

1 En todos los casos, la fecha señalada corresponde al año de estreno de los films.

familia) incorpore buenas costumbres, afiance la sana ley del patriarcado y se excite —montada en ficciones varias— con la posibilidad de ser lo prohibido para aceptar la imposición de ser lo debido. Tango para cantar, en definitiva, los límites y las transgresiones de las pasiones humanas. Si el tango prefirió, en la solidificación del imaginario popular, los tonos melancólicos y nostálgicos y el quiebre emocional2 , el tango en Los tres berretines se abraza a una figura, por cierto, de muy poca estampa romántico-sentimental, Eusebio. Ahí se ciñe, justamente, la erosión que provee la comedia. No se trata, podríamos aventurar, en todo caso, de lograr un efecto cómico determinado, sino de movilizar la empatía espectatorial hacia el vago — por inconsciente— terreno donde las convenciones empiezan a tambalear: en cuanto personaje, Eusebio es (porque lo es Luis Sandrini) un disparador cómico3. En cuanto artilugio narrativo expone la zona de fricción que horada el relato clásico: si bien, como en éste, existe una clausura diegética convencional y una linealidad temporal clara, el proceso identificatorio del espectador con el protagonista, en esta comedia, se basa en una síntesis de atribuciones culturales pertenecientes a dos paradigmas distintos: el tango (metonimia simbólico-discursiva de un registro de apropiación del mundo) y el efecto cómico construido desde el personaje (inadecuación deliberada del sistema significante en relación con el significado). En otras palabras, cada vez que Eusebio templa el instrumento (el tanguero, se entiende) se estimula el placer (inconsciente, se entiende) del público por encabalgarse en un rítmico vaivén: sólo que este deseo bascula entre la doxa que enmascara la canción popular y la subversión de la misma que se mimetiza en sonrisa. Ecce Homo: he aquí a Eusebio, o mejor, he aquí cómo la primera comedia sintetiza algunos procedimientos que son inherentes al huidizo género. Textualidad artificial, entonces, la de la comedia. Mundo boca arriba (tal como uno se ríe) que señala un orden boca abajo (tal como se construyen los mundos desordenados de la comedia). Obviamente que la lógica del desorden que se desmadeja desde ella, más allá de la crítica a los sistemas socioculturales que propone, no escapa de la vuelta al mandato que reubica cada cosa en su lugar: por más vocación crítica que la comedia clásica tenga, su propia oposición al relato hegemónico la coloca en una zona de fragilidad de la cual el sujeto, afectado, prefiere huir. No vaya a ser que, de quedar el sujeto entrampado en sus redes, descubra la precaria veracidad de los mundos socialmente aceptados que lo definen, lo construyen y le dan seguridad. Se trata, en última instancia de saber algo más que las dos o tres (o más) caracterizaciones que se puedan inferir de ella: se trata, repetimos, de cómo la comedia da cuenta de la función formativa de las leyes del lenguaje.

2 Vale la pena destacar cómo, en términos generales, la mención de la palabra “tango” desencadena, la mayor parte de las veces, asociaciones semánticas de connotación triste, como se ha señalado en el texto principal, a expensas de su otra vertiente, más ligada al compadreo y a la picazón del perfil milonguero, sabroso y vivificante que, paradójicamente, fundó las bases del tango. 3 Así lo termina de subrayar su ingreso al cine, antes del film citado, en ¡Tango! (1933, Luis Moglia Barth): allí su personaje “funda”, iconográficamente, el “texto Sandrini”. Para mayor información al respecto, confróntese el recuadro dedicado al actor.

FUNCIÓN, NORMA Y VARÓN: EL MACHO ÁPTERO LEVANTA VUELO A grandes rasgos, los modelos narrativos de los cuales abrevó la incipiente comedia argentina pueden rastrearse en sus inmediatos antecesores populares: la radio, el sainete y la revista porteña, entre los más comunes. De la primera pudo obtener la realización de un sueño, a saber, que hombres y mujeres reconozcan los rostros el dial y que los homologuen a verosímiles determinados. Idolos de la radio (1934, de Eduardo Morera para la Compañía Argentina de Films Río de la Plata), por ejemplo, jugó con la historia mínima de amor inmersa en el universo radial; allí no sólo se duplicaba la relación entre el público y sus cantantes favoritos —en la medida que la representación doblaba los avatares del mundo de una broadcasting— sino que, a partir de la reelaboración fílmica de ese universo puede entreverse un primitivo intento por fijar una iconografía audiovisual donde a cada voz le corresponde un rostro, esto es una connotación desprendida de la síntesis visual entre la efigie y la voz. Así, a la intempestiva y campechana voz de Olinda Bozán correspondió una inadecuación simpática en el espacio del glamour. Al arrastre aporteñado de los tonos de Tito Lusiardo, una justa pero parca hechura compadrita que limaba el dibujo de la gallardía atribuida a un típico galán. Parecía que, al hablar, el cine había podido hacer corresponder voces y cuerpos, es decir, había creado el simulacro de producción de un sentido falsamente unívoco a partir de elementos heterogéneos y, a veces, disímiles. En la gloriosa falsedad del procedimiento es donde se cuece la comicidad: en entender que, por ejemplo, tanto en Olinda como en Lusiardo la construcción vocal/física discrepa con la referencialidad de los espacios ficcionales, edificados como sinonimia del mundo real. Del sainete de divertimento, la comedia tomó tipos, la amalgama de la música, el canto y el baile, y la presencia de la figura cómica, depositaria del desplazamiento de los tipos establecidos y obstaculizadora del decurso normal de la intriga. Junto con el sainete, también aparece oblicuamente, la herencia del grotesco criollo4. Basta como ejemplo El conventillo de la Paloma (1936, Leopoldo Torres Ríos), basado en el sainete homónimo de Alberto Vacarezza. De la revista porteña, la comedia se nutrió con los ejercicios paródicos, básicamente el de la crítica mordaz al sistema sociopolítico y su correlato, el ácido juego de palabras y de doble sentido que le era propio. Pero también le birló su contexto específico, esto es, las noches de Buenos Aires con sus mujeres fatales, el cabaret y las luces de neón, y las modeló en una reedificación de lo ya míticamente conocido como “las noches de Buenos Aires”. No es casual que dos grandes amigos y pioneros de la revista porteña, Luis Bayón Herrera y Manuel Romero, hayan saltado la invisible valla que separa el proscenio de la pantalla cinematográfica. Las noches de Buenos Aires serán grandes protagonistas contextuales en el cine argentino. Sólo en el melodrama canónico se volverán densas (Noches de Buenos Aires, 1935, de Manuel Romero), mientras que en la comedia son tomadas como amenaza para la integridad moral del protagonista, generalmente balanceado con un personaje

4 En este tipo de pieza breve en prosa, de uno a cuatro actos, importa que “la comicidad-texto adquiere una dramaticidad-contexto, de cuya síntesis resulta el signo ambiguo que da el nombre a la serie. El objetivo de esta pieza breve radica en descubrir la desintegración de la realidad cotidiana, presentándola desmembrada de sus elementos primarios”, según citan Susana Marco, Abel Posadas, Marta Speroni y Griselda Vignolo en Teoría del género chico criollo, Buenos Aires, EUDEBA, 1974, 16. Los mismos autores señalan que si estos elementos primarios construyen la realidad de miembros de clase baja o marginal, resulta la fórmula del grotesco asainetado.

bueno... y diurno (Por buen camino, 1935, de Eduardo Morera). Es de notar, también cómo la aguda ponzoña de la verba del teatro revisteril mutó, en la comedia argentina, en ironía sutil, en filosofía orillera (ahí está Pepe Arias en su composición de Puerto Nuevo, 1934, de Luis César Amadori y Mario Soffici). Otra herencia de la revista engloba la picardía, el travestismo, la gestualidad facial y, por supuesto, la incorporación del chiste intercalado, típico del soliloquio del capocómico5. Por último, la herencia circense también aportó lo suyo en la constitución de la comedia mediante la incorporación de las posibilidades histriónicas inscritas en la imagen del payaso6. En este punto, vale la pena destacar la popularidad que alcanza la figura adelantada de Luis Sandrini. Máscara única para un sinnúmero de sujetos sociales, Sandrini trabaja su adherencia cómica como un signo complejo, como un reenvío de la unidad y la pluralidad dado por el hecho de que un mismo bufo es hijo, hermano, amigo, padre, marido, pretendiente. Su tipo largo y desgarbado, la nariz abotonada, los ojos redondos enmarcados por cejas de sube y baja, su cuello siempre estirándose desmedidamente, trabajan la humanidad de un cuerpo ajeno a lo carnal, al deseo sexual. Es raro ver a Sandrini estampando un beso o estrujando apasionadamente a la pareja de turno. Apenas roza el cuerpo femenino, como con cierta conciencia de la incapacidad física a la que lo constriñe su propio muñeco. Por eso, tal vez la mejor pareja que le cabe es la de su propia madre, varias veces encarnada por María Esther Buschiazzo, en un juego de oblación perpetua de las dotes viriles. En este sentido, el texto Sandrini opera, muchas veces, con objetos metonímicos de su propia incapacidad para lograr la posición erecta, esto es, la madurez necesaria para asumir la adultez. Ironía fatal la del lenguaje: Sandrini, que había actuado en la comedia Bartolo tenía una flauta (1939, Antonio Botta, para la Corporación Cinematográfica Argentina, del mismo Sandrini) demostraba que la “flauta” de Bartolo tan sólo podía sonar para su madre. Por un lado, es comprensible: el espectador gozoso debía ubicarse en el mejor lugar y éste es, sin dudas, el de la identificación total con el conspicuo y más sano de los personajes. Por el otro lado, esta suerte de infantilismo marcado en el texto Sandrini borra el aparato restrictivo de la comedia clásica. Aparato que, tras la risa fácil, señala la dura punición a la transgresión social. Y no hay nada más transgresor que el sexo, por eso el relato clásico ha tratado, invariablemente, de ocultarlo. Otra muestra de la pedagogía de la vida sencilla y del humor en clave de desigual compañerismo es Chingolo (1940, Lucas Demare). El chingolo o chingol es una pequeña ave canora, querible en nuestro territorio, que fácilmente da cuenta de las destacables dotes de un pájaro “común”: cual Orfeo de barrio canta con la voz de todos, se mezcla con todos, acompaña a todos. Tamaño vuelo afectivo toma plumaje metafórico en el personaje central de la trama, muchacho volátil de suburbio devenido amigo de un niño rico. Pero éste último habita en jaula de oro y, aunque invite a su compañero a ingresar en ella, Chingolo, primero tentado, después se resiste. Dentro de la jaula dorada las leyes son distintas, ajenas a la pureza del cielo o la limpidez del aire. Por eso Chingolo huye de allí y vuelve a la cristalina seguridad de los simples. El film construye un progresivo consentimiento del público con los sentimientos y valores de Chingolo. En esta aprobación, el canto del

5 El uso del monólogo, la presencia de las coristas, la funcionalidad de los decorados telones y cortinillas que suben y bajan también son aprovechados en el paso a la pantalla cinematográfica, ya sea como reciclaje de esas formas en el texto fílmico, ya sea como reduplicación de la instancia del teatro de revista dentro de la representación. 6 La revista viene del circo, de los diálogos en la pista del circo tamizada por el music hall de comienzos de siglo.

chingolo, cual Circe emplumada, esfuma los límites de la confrontación social, prefiriendo la sana compenetración con el afecto. El efecto Chingolo es, en este sentido, cual canto de sirena convertida en ave. De aquí se desprende que el “modelo Chingolo” es el texto Sandrini en su nivel semántico y comunicacional, que se sostendrá y perfeccionará a lo largo de las décadas. Incluso la metáfora avícola retornará al texto Sandrini con Cuando los duendes cazan perdices (1954), dirigida por el mismo don Luis, gran pájaro del humor fílmico nacional.

TALLAR UN UNIVERSO DE RASGOS, DIBUJAR LA PREGNANCIA DE ROSTROS La herencia del género chico criollo, con sus posibles contaminaciones hispánicas e itálicas, proveyó tipos que después fueron cocinados, en tanto personajes principales o secundarios, en la olla de la comedia. En términos generales, el sujeto del género chico es dinámico, de buscada hiperactividad kinética, a veces escurridizo, dotado de moderado ingenio y de sabiduría popular. Tiene incorporada la normativa del empedrado, aunque puede fluctuar entre el centro de la ciudad, el barrio y la orilla, combinando sus facetas particulares en rítmica adecuación con el entorno. Puede ser advenedizo, sobre todo por la inestabilidad laboral; puede zafar temporariamente de la observación de la ley, pero no definitivamente. Sus conflictos sentimentales están vinculados con el trastorno de los roles genéricos. Puede atravesar los espacios y sobrevolar aquellos de las clases tanto alta como baja, porque al final volverá a la suya, dado que no es un sujeto en ascenso; y si asciende es la consecuencia de un enredo cuyo desorden se allanará. Porta un erotismo ingenuo, precario, más verbal que físico, más gestual que genital. Y si bien este retrato podría aparecer en cualquier trama genérica, no es menos cierto que los cómicos más importantes del país —Pepe Arias, Luis Sandrini, Luis Arata, Elías Alippi, Florencio Parravicini, Enrique Serrano— captaron y reelaboraron muchas de sus atribuciones. Aún más, aunque algunos hayan filmado intensos melodramas, sus composiciones remiten, invariablemente a un contexto genérico que excede el marco del gesto expuesto en esos films. Así el Parravicini de Los muchachos de antes no usaban gomina (1937, Manuel Romero) o Carnaval de antaño (1940, Manuel Romero) no tiene mucho que envidiar al de Melgarejo (1937, Luis Moglia Barth) o al de Noches de carnaval (1938, Julio Saraceni): siempre sus caracterizaciones parecen que, a fuerza de haber trashumado las noches porteñas, los garitos, las timbas o alguna borrachera, se plantan en la seguridad del que sabe que la ciudad “le queda chica”. Luis Arata, por su parte, ya había demostrado que la conjunción del inmigrante (Mateo, 1937, de Daniel Tinayre), del criollo del circo (La muchacha del circo, 1937, Manuel Romero) y del citadino policía (Fuera de la ley, 1937, Romero) no hacía más que reforzar la machietta trabajada en Los tres berretines, acrisolada con apenas algún matiz en Busco marido para mi mujer (1938, Arturo S. Mom) y vuelta aún más evidente en El tesoro de la isla Maciel (1941, Manuel Romero). Es que la mueca caballuna, hija de la cruza entre la risa asainetada y la deformación del grotesco, parecía haber plantado bandera en el rostro y los modos interpretativos de Arata. El garbo del porteño “flor y flor”, la polaina pizpireta y la espigada liviandad de la verba pertenecieron a Elías Alippi. El prototipo que funda serpentea en cada uno de sus roles y, aunque lleve dramático traje militar (Viento Norte, 1937, Mario Soffici), existe un hilo de pícara

elegancia que se escurre desde el bigotito hasta el corte del uniforme castrense. El sincretismo del refinamiento del porteño se torna cita corporal en Medio millón por una mujer (1938, Francisco Mugica), donde Alippi realiza un verdadero duelo interpretativo con la despistada comicidad de Enrique Serrano. Este último, otro de los frutos del circo y de las famosas compañías de Jerónimo Podestá, Parravicini, Roberto Casaux y Camila Quiroga, manejó los tonos del porteño ligero y juerguista, sobre todo en sus primeras películas (El alma del bandoneón, 1934, de Mario Soffici; Noches de Buenos Aires, de 1935, y Tres anclados en París, de 1937, ambas de Manuel Romero), aunque supo volcarse hacia un particular registro de la picardía inocente, donde su calva sonriente bien podía responder al hombre maduro que era o, en una cascada asociativa, a la pelada lustrosa de algunos tunantes casi infantiles, ésos que se sorben los mocos y tienen agujeros en el pantalón por donde asoman, vergonzosas, las rodillas sucias. En este sentido, Don Fulgencio (1950, Enrique Cahen Salaberry), permite redescubrir, a través de la historia del hombre “que no tuvo infancia”, la capacidad de Serrano para hacer del adulto progresista de clase media una caja de resonancia para los humores y desconfianzas infantiles que señalan, soslayadamente, la frágil y engañosa seriedad normativa con que los “mayores” regulan los pactos sociales7. Enrique Serrano es una suerte de niño-hombre, aunque se transmute en la piel de un pretendiente con ínfulas (La rubia del camino, 1938, Manuel Romero). La mezcla de lo aniñado y lo maduro (el gesto y las actitudes que no condicen con el tipo físico) en sí misma es fricción significante que cuestiona, desde su misma edificación corporal, los roles atribuidos tanto al párvulo como al hombre de mundo y que los puede volver, incluso, sanamente siniestros. Una buena muestra de esto es Jettatore (1938, Luis Bayón Herrera), donde la maldición de portar sobre sí la mala suerte, le permite azorarse ante el débil límite entre la vileza y la ternura humanas: no existen sujetos más indefensos y por eso torpes en su primera apropiación del mundo y de los objetos que los niños; no existe nada tan siniestro, sin embargo, como observar a un hombre —otra inadecuación— funcionar a la manera de un niño (de ahí el desconcierto ante el rechazo de los otros). Serrano encantó con sus personajes frescos y sanamente desenfadados, en contrapuntos sublimes con parejas de turno a su “medida”: tal es el caso de la celebérrima trilogía de Manuel Romero (Divorcio en Montevideo, 1939; Casamiento en Buenos Aires, 1940; Luna de Miel en Río, 1940), donde hizo las delicias de la platea en la voz y el porte de “el pelado Goyena”, partenaire excelso para una no menos grandiosa Niní Marshall. Otras risueñas y magníficas facetas de Enrique Serrano se desatan en Muchachas que estudian (1939), Así es la vida (1939), Los martes, orquídeas... (1941), El piyama de Adán (1943), Adán y la serpiente (1945), Novio, marido y amante, (1947) con una des/medida (para él) e infartante Tilda Thamar, y Miguitas en la cama (1949), entre muchas, muchas otras. Por último, Pepe Arias, con su cansino gesto medio asombrado, medio bobalicón, encaró la laxa fibra del sujeto descolocado frente a las circunstancias. La voz gangosa y los ojos absortos sirvieron apropiadamente en historias donde el hombre, ingenuo y torpe, se erige como el gran perdedor del relato, aunque el final del mismo pueda ofrecerle alguna que otra recompensa. Así lo acreditan Kilómetro 111 (1938), de Mario Soffici o El pobre Pérez (1936), Maestro Levita (1937) y El haragán de la familia (1939), estas tres últimas de Luis César Amadori, a quien lo une la amistad y el trabajo desde años atrás en el teatro

7 Otra variable sobre el mismo eje, más ácida aunque teñida de humor, es la que trabaja Serrano en su personaje del tío Severo en Locos de verano (1942, Antonio Cunil Cabanellas).

Maipo. En sus films, Pepe Arias porta un cuerpo que se le resiente, que semeja siempre un peso obligado a cargar; de ahí sus movimientos por momentos tranquilos y pausados, con los hombros bajos y la cabeza empotrada en el pecho (como si no hubiera más remedio que llevarla así, ya que es la suya y no existe posibilidad de cambio); o, a veces, proclives al sacudón, en un vano intento por zarandear un imaginario ejército de hormigas en la sangre. Cuerpo fuera de registro, entonces, que en sí construye la fláccida inadecuación de la carne en el espacio que la envuelve. Este “desequilibrio agotado” entre el cuerpo y su entorno es el rasgo que define la justeza del humor de Pepe Arias. Más allá de las historias desplegadas en los films, siempre se trata de comprometer la mirada con la situación que “debilita” al cuerpo de Arias. Como ejemplo, basta El hermano José (1941, Antonio Momplet), donde Arias interpreta a un curandero que, a medida que avanza el relato, aumenta su arrastrada grandilocuencia de santulón en medio de situaciones cada vez más sombrías, aunque se vistan de comedia. O en Las seis suegras de Barba Azul (1945, Carlos Hugo Christensen), donde la textura de la complexión del malhadado galán se desgarra entre el deseo por su esposa (y, concomitantemente, por el hálito de vida que arrastran sus flamantes cuñadas) y el luto obligado (en la medida en que siempre está a la vista) que acarrean sus seis suegras. Otros títulos celebrados en la “comediografía” de Arias fueron, además, El loco Serenata (1939, Luis Saslavsky), Flecha de oro (1940, Carlos Borcosque), Napoleón y El profesor Cero (1940 y 1941, ambas de Luis César Amadori), Fantasmas en Buenos Aires (1942, Enrique Santos Discépolo), La guerra la gano yo (1943, Francisco Mugica), El fabricante de estrellas (1943, Manuel Romero), Fúlmine y Todo un héroe (ambas de 1949 y de Luis Bayón Herrera). Y si bien es cierto que los rostros perfilados hasta aquí —Florencio Parravicini, Luis Arata, Elías Alippi, Enrique Serrano, Pepe Arias— fueron flor y nata popular del teatro argentino, es indudable su valor absoluto al reelaborar las respectivas matrices de sus textos actorales a la hora de cristalizarlos para la pantalla plateada.

TANTEAR EL CUERPO DE UN TEXTO Si hasta el momento el acercamiento a la comedia en los primeros años del cine sonoro argentino se sitúa más en el trabajo sobre los textos actorales que sobre la estructura misma del relato es porque, en términos generales, resulta más pertinente reflexionar sobre efectos de comicidad anclados en diversas variables del star system local que proviene de otros ámbitos (por ejemplo, el teatro) que demarcar las especificidades de una estructura narrativa que, en realidad, está en proceso, es decir, en busca de acotamientos pertinentes que engloben no sólo a los personajes sino al entramado fílmico total. Un repaso por los estrenos del período 1933/1937 descubre que, por ejemplo, muchos títulos de los films tienen como centro a “la” figura principal de las historias narradas. Casi podría decirse que se están fundando prototipos por seguir. Está el modelo constituido por el reconocido Luis Sandrini en su vertiente de pueblerino entrampado en la gran ciudad —ya sea por la magia del cine (El hijo de papá, 1933, John Alton), ya por el intento de rescatar a la novia (Loco lindo, 1936, Arturo S. Mom), ya por la intención del triunfo deportivo (El cañonero de

Giles, 1936, Manuel Romero)—, en su remedo de porteño piropeador y osado (Don Quijote del Altillo, 1936, Manuel Romero), o en su canónico rol de compañero de aventuras (La muchachada de a bordo, 1936, Manuel Romero). Pero también despunta el modelo de la rubia frívola y alocada que debe aprender los costes y el sano sacrificio que implica el amor, en la figura estilizada de Nedda Francy (Una porteña optimista8, 1936, Daniel Tinayre). Otra modalidad es la que opera desde el registro cinematográfico del mundo de la radio y de aquellos que sueñan con alcanzar la fama a través del micrófono (Idolos de la radio, 1934, Eduardo Morera; Melodías porteñas, 1937, Luis Moglia Barth). El cine sirve, como hemos anticipado, como punto de unión entre la voz y el rostro, elemento indispensable para un pronto reconocimiento de las estrellas por parte de la audiencia general. Esta circulación de un medio a otro permitió, en algunos casos, que algunas figuras del mundo de la broadcasting aprendieran poco a poco la especificidad del cinematógrafo para incorporarla e incorporarse en ella: allí surge el primer papel de Pepe Iglesias, “El Zorro”, hábil artífice de la metamorfosis vocal que, tras su primera incursión en la comedia Dos amigos y un amor (1937, Lucas Demare), fue fortaleciendo su lugar dentro de la industria cinematográfica argentina. Con los años, el mundo de la radio en el cine abandonó la preferencia por el trazo, en clave alegre, de anécdotas sobre el triunfo en el propio medio para sostener historias, principalmente, de amor (Mañana me suicido, 1942, Carlos Schlieper). Otra modalidad, como hemos señalado con El conventillo de la Paloma (1936, Leopoldo Torres Ríos), es la que se desprende de la tradición sainetesca que se reescribe desde la representación cinematográfica. Tal es el caso de Ya tiene comisario el pueblo (1936, Claudio Martínez Payva y Eduardo Morera) que, amén de la raíz en el sainete campero, tuvo un paso previo por una audición radial del mismo Martínez Payva. En la misma línea del sainete se inscriben Villa Discordia (1937, Arturo S. Mom) —con su trama de amores contrariados al mejor estilo de “Romeo y Julieta”, de William Shakespeare, pero en clave risible anclada, sobre todo, en sus protagonistas principales, Olinda Bozán y Paquito Busto— y El casamiento de Chichilo (1937, Isidoro Navarro, sobre la obra teatral homónima de Mario Folco), donde la trama de la mujer que se casa por obligación con un hombre a quien no ama sirve como excusa para recircular la imagen del conventillo porteño a la vez que anticipa, veladamente, los entuertos y afinidades que generan los problemas de alcoba. Y hasta la misma Mateo (1937, Daniel Tinayre) puede leerse como el grotesco amargo hecho sainete, incluida la “fiesta final”. No faltan en la lista aquellos films que vuelven a ampararse en el popular y querible tango para cobijar sus enredos y entreveros amorosos (Así es el tango, 1936, Eduardo Morera) o que utilizan la conocida y popular gramilla de la cancha de fútbol como excusa similar (¡Goal!, 1936, Luis Moglia Barth). Mundillo mezclado y profuso el de los inicios de la comedia donde, además, en la mayoría de sus especies puede leerse una estrategia conjunta que actúa como impronta risible: la utilización del gag, el enredo y la confusión. A esto se suma la búsqueda de precisión a la hora de elegir temas y situaciones que comprometan el deseo y los apetitos del público. Por ejemplo, si bien El forastero (1937, Antonio Ber Ciani) acusa morosidad narrativa (y en esto estriba su falta de timing), ya desde su mismo título construye la idea de la “otredad” hecha sujeto en el personaje principal del relato; otredad cuestionada y utilizada para la

8 En este sentido, el personaje que Nedda Francy compone en este film es la contracara graciosa de la figura de la vamp que ella misma interpretara en Monte criollo (1935, Arturo S. Mom).

burla —uno de los temas más recurrentes en el registro de las comedias es la burla al pintoresquismo, inocencia y modales de la gente del interior9 frente a la hegemonía ¿cultural? de los nativos de la ciudad— en una franca complicidad del punto de vista del espectador citadino con los de aquellos que organizan la burla. Todavía falta mucho tiempo para que los films elijan, deliberadamente, edificar la “otredad” como un magma sustantivo que una al espectador con el personaje central en forma indisoluble. Mención aparte merece, creemos, ¡Segundos afuera! (1937, Chas de Cruz y Alberto Etchebehere): la historia de dos hermanos gemelos enamorados de la misma mujer sirve como sostén para una primera reflexión sobre el tema de los sosías dentro del cine. El motivo del doble se presta al juego de enredos y al logro de la risa, si de comedia se trata. Generalmente, la duplicación crea dos modelos distintos de hombres o mujeres presos bajo el mismo rostro. De ahí la polarización de rasgos, la diferencia de profesiones, la escala de valores y los gustos, con los que se suele caracterizar a los aparentemente iguales. Este maniqueísmo casi obligado presente en las tramas que trabajan el tema del doble se vuelve condición sine qua non10. Sin embargo, en films como ¡Segundos afuera!, tras la aparente diferencia de los idénticos, se desbrozan aquellos puntos en común, aquel remanente de cordón umbilical o líquido amniótico que reúne, ahora sí, a los iguales. Y si los dobles no son tan distintos se vuelven, a la postre, más humanos y verosímiles en la medida en que, bajo la misma apariencia facial y corporal se establecen lazos viscerales de ligazón entre los opuestos. Esto es, los gemelos construidos en la ficción como seres “esencialmente” diferentes, en realidad, establecen textos enlazados, con sentires a veces comunes donde, en definitiva, la unidad se logra imbricando a ambos sujetos. Aunque la risa campee, la presencia del doble en la comedia siempre deja el regusto de pensar, en definitiva, que tanta equivocación o trastrueque de roles remiten siempre a una unidad construida a partir de dos sujetos. En este sentido, el doble implica siempre un desgarro, rara vez suturado. La comedia falsea, disfraza con humor, en definitiva, un tema complejo, sondeado incluso por las vetas psicoanalíticas de Sigmund Freud y de Jacques Lacan, descomprimiendo su radical beligerancia tanto en el interior de la mente como en los escenarios sociales y/o familiares, que sí demuestra el tratamiento literario de la cuestión por parte de, por ejemplo, Edgard Allan Poe (William Wilson) o de Robert L. Stevenson (El extraño caso del Dr. Jekyill y Mr. Hyde) . Resumiendo las ideas expuestas más arriba, la búsqueda de especificidad en la configuración del texto actoral, el sondeo en los mecanismos y artilugios típicos para el género y la asimilación definitiva de las estructuras provenientes del teatro, conforman el ambiguo mapa de situación donde comienza a escribir sus imágenes la comedia argentina. 9 Estos sujetos eran básicamente designados por su procedencia, aunque ésta no estuviese especificada. Se trataba de los “pajueranos”, derivación de “pa’juera”. No obstante, también era común denominarlos por el gentilicio de su provincia: así, proliferaban los “correntinos”, los “mendocinos”, los “cordobeses”, etc., utilizados como apelativos e incluso como apodos. 10 De hecho, el tema de los mellizos y sus variantes (hermanos, dobles, sosías, etc.) es una constante dentro de la tradición occidental. Basta remitirse, por ejemplo, a la comedia palliata comedia culta de raíz helénica y sesgo civilizatorio, sin demasiada relación con el espectador típico romano de Plauto (Los Menecmos) o de Terencio (Adelphoe): ambos autores, además de retomar en sus comedias aquella vertiente heredada de la los textos de Menandro, promueven la creación posterior de la comedia regular de las literaturas modernas. Particularmente el hermanazgo y la gemelidad son apreciables, desde Plauto, en I due gemelli veneziani, de Carlo Goldoni.

SOFISTICARSE, RIZARSE, PLATINARSE: ENAMORARSE Según señala Domingo Di Núbila11, en la Argentina la comedia sofisticada tuvo su arranque con La rubia del camino (1938, Manuel Romero). Intentar caracterizar este tipo de comedia remite, invariablemente a la screwball comedy, forma de comedia brillante y particular típica de la década del 30 en los Estados Unidos y cuyas derivaciones se hicieron sentir en la década posterior. A la hora de definirla y de justificar su historia, Jean Pierre Coursodon señala en su artículo “La evolución de los géneros”:

“Al principio, el género no tenía nombre en la terminología hollywoodense —la conciencia de haber creado un género no apareció hasta más tarde. Se atribuye a un publicista la invención del termino screwball comedy, que se difundió dos o tres años después de la aparición de los primeros ejemplos del género. Screwball es una palabra del argot que puede usarse como nombre que califica a una persona o, en este caso, como adjetivo. En el primer caso, designa (definición del American Heritage Dictionary) a un individuo «excéntrico, impulsivamente antojadizo o irracional», descripción que se aplica perfectamente al comportamiento de la mayor parte de los personajes (y sobre todo a las heroínas) de la «comedia chiflada» (cabe recordar que, al principio, screwball en el lenguaje del béisbol, designaba una pelota que tomaba una dirección imprevista, opuesta a la que quería darle el jugador: esta definición también se aplica muy bien a las acciones y comportamientos descritos por las películas en cuestión).”12

Y más adelante:

“Pero no hay que buscar la originalidad de las screwball comedies en las fuentes, los personajes, las intrigas o los temas, sino más bien en la vivacidad y la elegancia del tono, en la sofisticación de los diálogos, sutiles y a la vez directos, el sentido de la fórmula, de las lítotes, del sobreentendido, los matices extraordinariamente refinados del juego de intérpretes que parecían hechos para el género y al que daban lo mejor de ellos mismos. Las actrices fueron quienes, particularmente, hicieron triunfar la screwball comedy. Irene Dunne, Carole Lombard, Claudette Colbert o Jean Arthur llevaban muchas películas a sus espaldas antes de abordar el género, pero éste sería el que revelaría la magnitud de su talento.”13

Los fragmentos citados son amplios pero, a la vez, ejemplifican sencillamente elementos claves para entender esta modelización de la comedia americana: el tipo de personajes, por un lado y en el trabajo sobre el lenguaje, por el otro. Entre ambos, la importancia de la figura femenina como motor del relato. A vuelo de pájaro, una relectura de la screwball comedy hollywoodense permitiría rescatar motivos y temas que se recuperan y reconstituyen en la comedia cinematográfica internacional y que podrían tener distintas modalidades de plasmación o correlato en el cine argentino. En principio, se trata de una estructura amplia, más o menos abierta, que se basa en una moderada grieta inoculada en el sistema convencional vincular del grupo burgués, a menudo la alta burguesía. Las jóvenes, gráciles coquetas y a la moda seducen a prístinos 11 Domingo Di Núbila, Historia del cine argentino, Buenos Aires: Cruz de Malta, 1959, volumen 1, 102. 12 Jean Pierre Coursodon “Los géneros cinematográficos”, en Esteve Riambau y Casimiro Torreiro (coordinadores), Historia general del cine. Volumen VIII. Estados Unidos (1932-1955), Madrid: Cátedra, 1996, 266. 13 Jean Pierre Coursodon, “Los géneros cinematográficos”, citado, pág. 267.

galanes que las cortejan con esplendidez no exenta de picardía No obstante, el romance puede ser peligroso, alternativo, dudoso y hasta provocador, aunque sólo en su línea principal de enredo. Ni el matrimonio ni la familia temblarán en sus cimientos. Es importante el desarrollo cómico, el humor sostenido y hasta desopilante, dado que para soportar el peligro nada mejor que la mitigación graciosa. La elegancia y la distinción tienen su espacio; también las buenas maneras, los tratos galantes, los amilanados banquetes y las brillantes fiestas. El amor se hace en los jardines, en las profusamente decoradas salas de estar, en el delicioso paseo en carruaje o en automóvil o en el recodo de una galería con balaustrada. Un mundo evanescente, edulcorado de risas, trastornado de enredos, presto a complicarse del todo sin que nada en verdad se destruya. Al fin y al cabo, la moral convencional de la propuesta debe quedar salvaguardada a costa de lo que sea. De ahí la cantilena de frases comunes que le son propias: el dinero no garantiza la felicidad; ser pobre es, en general, sinónimo de ser honrado y noble; los poderosos o ricos suelen ser mezquinos, caprichosos e inconscientes; el matrimonio es el remedio de las locuras de la juventud, entre otras. Frank Capra, Preston Sturges, Gregory La Cava, Leo McCarey, Howard Hawks, Billy Wilder, George Stevens y el inigualable Ernst Lubitsch fueron y siguen siendo los artífices más decididos del amplio abanico de la screwball comedy en la hollywoodense pantalla cinematográfica. Pero la Argentina no es Hollywood y sería injusto pensar la producción nacional tan sólo como una mera copia del modelo “americano”. Si bien Di Núbila comienza su revisión de La rubia del camino con una fuerte aseveración que busca la filiación del film con Lo que sucedió aquella noche (1934, Frank Capra), inmediatamente atempera tamaña certeza señalando cómo Manuel Romero, director de la producción vernácula, supera el límite de la mera imitación para volver entrañablemente “argentinos” los argumentos y situaciones sólo aparentemente “traídos” del exterior. Ahora bien, qué se entiende por “color local”, “argentinidad”, es algo difícil de asir. Pero vayamos por partes. Es cierto que La rubia del camino —una bella, díscola e independiente muchacha de clase más que pudiente, Betty (Paulina Singerman), huye de su hogar ante la proximidad de un matrimonio arreglado y solicita a un camionero, Julián (Fernando Borel), que la lleve desde Llao Llao hasta Buenos Aires— enhebra casi la misma peripecia que Lo que sucedió aquella noche. También es cierto que muchas de las situaciones del film de Romero están casi copiadas de aquellas realizadas por Capra (véanse, por ejemplo, los fragmentos donde Betty, hambrienta, por fin decide dar cuenta primero del queso y después, de los salamines: versión argentinizada de la secuencia de Lo que sucedió aquella noche donde Claudette Colbert rechaza y luego devora las otrora repudiadas zanahorias). Para la historia del cine, la película de Capra “inaugura” el derrotero de la screwball comedy. Sin embargo, La rubia del camino no termina de compartir todos los rasgos que definirían a una screwball comedy, a la vez que obliga a un replanteo de los puntos en común entre los definidos como screwball comedy y la comedia sofisticada. Es cierto que, como las screwball comedies, La rubia del camino se asienta sobre un personaje impulsivo, caprichoso e irracional y que este personaje, como corresponde, es mujer. Sin embargo, el trabajo pormenorizado sobre el lenguaje, este índice de sofisticación que permite el contrapunto entre las partes, flaquea en el film de Romero. No es que falle, sino que “flaquea” en la medida en que el latigazo verbal y vivaz adquiere adherencia tan sólo en el cuerpo de Paulina Singerman. Ella es la clave para destornillar la comedia y no su partenaire de turno, demasiado desgarbado (como figura corporal, como cadena significante) y un tanto lento a la hora de devolver el ágil discurrir de la muchacha.

PAULINIZARSE (SOFISTICARSE, RIZARSE, PLATINARSE) Clave y bucle de la producción de sentido en sus comedias, la misma Paulina es un cuerpo “imprevisto”, demasiado baja y delgada a fuerza de sacrificios dietarios para la estilización encantadora que promueven las heroínas de la screwball comedy. En Paulina siempre hay un plus que juega al desborde, aunque nunca cae en el exceso. En otras palabras, lo que la vuelve atractiva desde una mirada camp es la fascinación permanente con que bordea lo kitsch: el alto de las plataformas, los vestidos ceñidos, las rectilíneas hombreras en un torso que prefiere las curvas, las diagramadas ondas y canelones de la platinada testa, la boca corazón rabiosamente carmín (aunque la fotografía trabaje el blanco y negro, el maquillaje de la actriz señala la humedad y brillo permanente de unos labios eternamente rojos) dispuesta siempre al puchero, las uñas impecablemente largas, el mohín de disgusto, el timbre entre aflautado y grave con tendencia al gritito, arman un conjunto que se retuerce sobre sí mismo, constriñendo a la mujer para que no traspase el límite y se desparrame en vulgaridad vestida de fiesta. Paulina Singerman convoca el deleite, condición inherentemente tierna del registro camp; provoca un delicioso escozor especular sobre cómo hará ese pequeño cuerpo —casi como una niña travestida de femme fatale— para seducir desde su exageración contenida, contenidísima. Torsión, entonces, la de Paulina, como una verdadera rosca de tornillo/screw que en su elongación estética esfuma la grosería. Torsión semántica del cuerpo/mujer; chifladura/screwball visceral del sujeto en un contexto donde, esencialmente, no puede “atornillarse”. Es allí, entonces, donde más allá de la historia narrada, el cuerpo/Paulina se vuelve antojadizo y acciona sorpresivamente. Antojadizo, por ejemplo, como la primera incursión del personaje en escena, con un arbitrario atuendo que mezcla los zapatos combinados, el saco a rayas, el pañuelo a lunares y el vestido inmaculadamente claro, pero con cordones que recuerdan las galas de los uniformes militares. Y sorpresivo. ¿Cómo aceptar, cuando Betty dialoga con su abuelo, el repentino corte del lagrimeo ante la infidelidad del novio para iniciar una reflexión sobre la necesidad de sufrir para valorar la vida y el amor, y finalmente volver al registro enfurruñado y llorón de la adolescente tardía? ¿Cómo digerir el traje de noche de compromiso, donde al entallado corpiño y la falda amplia se adjunta una torera refulgente de brillos, tantos como los que orlan, en ancha faja, el ruedo del vestido? ¿Se trata de un vestido de fiesta que parece un disfraz o es un disfraz del sentido que señala la mentirosa verdad de la celebración que se llevará a cabo? ¿Cómo no reír, en la misma secuencia, ante la confusión por homologación del vestido con el novio, ambos rotulados como “porquería”? Sorpresivo, entonces, espiralado pero graciosamente retorcido el cuerpo/texto de Betty/Paulina, donde el excedente significativo, una vez que se ha descartado la cochambre (el novio, el vestido), hay que rastrearlo otra vez en el goce del cuerpo por seguir encabalgándose en nuevas y sucesivas espirales. En definitiva, no es otra cosa la que señala el final de La rubia del camino: aunque Betty elija al hombre de su corazón y haya, de alguna manera, madurado, su última aparición en medio de la casa pobre, con un bebé en brazos (ese que ayudó a nacer poco tiempo atrás), la sigue registrando con los bucles perfectos, la boquita redonda, brillante y oscura y el pañuelo alunarado colocado negligentemente alrededor del cuello.

Si por sofisticación se entiende esta torsión alambicada del sistema significante que construye desde sí y en relación con su entorno un sujeto, entonces podemos coincidir que con La rubia del camino se inicia la comedia sofisticada (con raíz en la tradición de la screwball comedy americana). Pero también hemos señalado cómo, en este film, los elementos característicos de la configuración de la screwball comedy pertenecen más al personaje en cuestión que a la estructura global del film. No toda reapropiación del mundo de la screwball comedy, en definitiva, de la comedia chiflada americana, aparecerá neto en la comedia sofisticada argentina. El modelo que Paulina Singerman levanta en La rubia del camino, su primer trabajo para la pantalla grande, es repetido y exaltado a lo largo de su escueta filmografía14. Protagoniza la dama nueve comedias, de las cuales seis llevan la impronta del director Manuel Romero: los conflictos de una millonaria “disfrazada” de pobre trabajadora para hacerse con el cariño de un hombre de la clase social “más baja” (y, que además, odia a los ricos) se hacen canción en Isabelita (1940); la historia de una huérfana dispuesta a conquistar el amor de su rígido tutor se desgaja en Mi amor eres tú (1941)15; las mentiras y equívocos a la hora de asegurar el embarazo al marido se despliegan en avalancha en Un bebé de París (1941); el periplo de una joven rica enmascarada como vendedora en la tienda de su padre y metida a defensora de los derechos de los empleados toma demanda social en Elvira Fernández, vendedora de tienda (1942); nuevamente los contratiempos a la hora de conseguir un marido ideal se entreveran en Hay que casar a Paulina (1944). Las restantes van de la mano de otros directores y son Caprichosa y millonaria (1939, Enrique Santos Discépolo), Noche de bodas 16(1941, Carlos Hugo Christensen) y Luisito (1943, Luis César Amadori). Entre todas éstas, tanto Isabelita como Elvira Fernández, vendedora de tienda insertan dentro del mundo feliz de la alta burguesía un marcado discurso social que “defiende” los derechos del pueblo. Pueblo que, en franca disparidad con la clase pudiente, resulta, en cierto sentido, estereotipado en tanto reserva inagotable de los valores humanos más aquilatados. Al mismo tiempo, esta axiología humanitaria se universaliza (si puede entenderse a la ciudad como un universo acotado) en la medida en que ambos films la hacen cuerpo visible a través de un espacio mítico, la tienda. La tienda es el espacio donde las diferencias se anulan, donde la amistad y el compañerismo entre los empleados prevalece. ¿Qué es, en definitiva, el uniforme, sino la marca visible de la igualdad? La “uniformidad” espacial promueve, por otra parte, el surgimiento del líder. Como es de esperar, el líder lleva faldas y, aunque la mayoría de los otros personajes no lo sepa,

14 Tan sólo diez películas realizó Paulina Singerman y de éstas, apenas una es un drama, Retazo (1939, Elías Alippi), adaptación de Florencio Chiarello de la pieza teatral homónima de Darío Nicodemi. 15 Andrés Insaurralde aclara en su texto sobre Manuel Romero (Manuel Romero, Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1994, 26) cómo Paulina se distingue de sus otras interpretaciones, encarando un personaje más sobrio y romántico. El señalamiento es pertinente si se logra desprender la imagen fuertemente delineada por la actriz en su primera participación con Romero, La rubia del camino. A pesar de este índice de mayor contención del personaje —influencia, según Insaurralde, de la contaminación del nuevo modelo narrativo elaborado por Francisco Mugica, colaborador de Romero en sus anteriores films El caballo del pueblo (1935), Radio Bar (1936), El cañonero de Giles (1936), Los muchachos de antes no usaban gomina (1937), La muchacha del circo (1937), La vuelta de Rocha (1937), Tres anclados en París (1937)—, Paulina Singerman, en la medida en que, repetimos, es en sí misma un núcleo semántico brillantemente imprevisible, turgente y prensado, coquetea (si se quiere, desde una aniñada languidez romántica), nuevamente, con el exceso. 16 Este film está basado en la obra teatral “Canallita mío”, de Carlos Goicoechea y Rogelio Cordone.

pertenece a la clase dominante. En definitiva, más allá de la risa y de los enredos, cada uno de estos films sostiene la fantasía del quiebre de la diferencia social: más aún, la igualación de las clases sociales es posible a través del matrimonio. De alguna manera, lo que no sucede en la realidad, lo puede la ficción. El público satisfecho, se puede retirar feliz a sus hogares. No podía ser de otra manera, si de comedias de Manuel Romero se trata. Claras en su estructura narrativa y sin ambages a la hora de presentar universos ficcionales de tintes maniqueos y de fácil aceptación por parte de la platea, las películas de Manuel Romero buscan una sana y muy rápida (como la misma política de realización de sus films) adhesión popular. El éxito es inmediato al postular una fórmula triunfadora: sencillez en la historia y apoyatura en la estrella de turno. En todo caso, repetimos, se trata siempre de trenzar sobre el cañamazo del sistema industrial, los hilos de un star system reconocible y querido con los de tramas ejemplificadoras al alcance de cualquier bolsillo. Romero supo, en definitiva, entender que la industria cinematográfica nacional debía regurgitar saludablemente los modelos genéricos venidos de afuera para aderezarle los condimentos nacionales. La “argentinidad” de sus films —en todo caso, sería más apropiado hablar de lo urbano o lo netamente porteño— se centra en subrayar la construcción referencial y mítica (la ciudad de Buenos Aires), donde las historias tienen lugar. En este sentido, si La rubia del camino emula a Lo que sucedió aquella noche, no menos cierto es que ningún espectador de la urbe porteña podía imaginarse a Claudette Colbert comiendo salamines: las zanahorias de la diva norteamericana, en todo caso, son muchos más universales que el embutido local.

ASÍ ES LA FAMILIA Mientras la guerra de los sexos, en tanto eje concomitante de la comedia burguesa y sofisticada, toma forma en La rubia del camino, no cabe duda de que para que el escarceo sociosexual sea aceptable y lícito, hay que sostenerlo desde un constructo social tradicionalmente avalado: la familia. De ahí que, paralelo a la aparición de un film como el de Manuel Romero, siga la de otros que subrayan la matriz nutricia del entorno familiar. Nada más aceptado y aceptable para la sociedad argentina que, desde la década del treinta y con un pie en los años cuarenta, busca rescatar los más altos valores éticos, acordes con las leyes tradicionales del patriarcado. Resulta claro, entonces que la demarcación de los registros más eficaces de la comedia en la Argentina siga dos caminos: uno que se aboque al reciclaje de las formas de la comedia sofisticada “a la americana” y otro que delinee (en tanto verosímil representado) la especificidad sociosemántica del universo familiar. Casi puede leerse como una “causalidad social” más que como una casualidad que ha ya sido Los tres berretines el segundo puntapié de la ficción sonora en el cine argentino, con un verosímil claro para los inicios de la década del treinta: esa familia asentada tanto en los valores tradicionales como en la obligada mezcla nacida del cruce entre el proceso inmigratorio y los nativos del país17. El cine indudablemente había sonorizado la fundación

17 “El tango, el cine y el fútbol son los tres berretines. (...) Cada uno de los berretines —obsesiones— representa a un hijo (Luis Sandrini entre ellos), pero también están los padres, los abuelos y un cuarto hijo. Los mayores son inmigrantes españoles y casi seguro el padre también, aunque el actor Luis Arata disimula

mítica de la familia. A partir de ella, todos los cambios, cuestionamientos y quiebres serían posibles. Luego, cuando se trató de registrar los posibles entuertos en la vida familiar, la comedia argentina apeló a peleas y enredos con todos y cada uno de los integrantes de la familia, sobre todo a la hora de incorporar un nuevo miembro. Hasta la comicidad compulsiva de La casa de Quirós (1937, Luis Moglia Barth), adaptación de la obra teatral homónima de Carlos Arniches —con su historia del joven almacenero peleando por el amor de su novia frente a un padre celoso, español y xenófobo, en medio de la provincia de Córdoba —, no hace sino señalar uno de los tópicos más reciclados en torno de las comedias “familiares”: ¿qué hacer cuando el padre de mi novia me rechaza?, o mejor aún ¿cómo aceptar, en la familia, a un advenedizo que pretende la blanca mano de mi adorada (por lo querida y por lo millonaria, si de diferencias de clases se trata) hija? Los enfrentamientos con suegra indiscreta (Mi suegra es una fiera, 1938, Luis Bayón Herrera) o con novios de hermanas no queridos (Los apuros de Claudina, 1938, Miguel Coronatto Paz) fueron otras variables en el momento de pensar qué menjunjes se baten en la familia. En 1939, Así es la vida18, de Francisco Mugica, se convierte en un mojón fundamental. Basada en la obra teatral homónima de Arnaldo Malfatti y Nicolás de las Llanderas, la realización de Mugica articula el patrón de la comedia familiar, mediante los incidentes de un grupo de familia, a lo largo de treinta años. Allí padres e hijos se reúnen en torno de la mesa del comedor, síntoma cotidiano del peso de los roles: a cada uno de los hijos le corresponde un lugar determinado, de acuerdo con la edad y el sexo. Pero la casa no se agota en esta estancia, el patio y la sala con piano son otros tantos lugares reconocibles que ayudan a configurar la idea de una vivienda total. Total en tanto registro de una comodidad creciente (si bien no se pretende ostentosa, la casa manifiesta el mayor poder adquisitivo de sus dueños) pero también en la valoración simbólica que la ubica como el espacio global y seguro, a la hora de cobijar los afectos. El célebre crítico Calki (Raimundo Calcagno) señalaba por esa época:

“Con Así es la vida hace el cine nacional su mejor filme. Buena, completamente buena, Así es la vida marca para el cine nacional la obtención de su más amplio éxito. Nada le falta para serlo.

su acento tras una verba gangosa. El cuarto hijo (Florindo Ferrario), en realidad mayor, se recibió de arquitecto, no halla trabajo y está enamorado de una chica (Luisa Vehil) de clase social más alta. Los inmigrantes conservan los modos —son anticuados, delatan su procedencia— del sainete más popular; los jóvenes desarrollan el decir y las costumbres del medio que frecuentan: el café, las películas, la cancha. Como en el sainete, la acción casi no sale del patio. La oposición paterna no tarda en volverse comprensión humana”, cita Claudio España en “Así es la vida”, en Claudio España (coordinación), Cien años de cine, Buenos Aires: revista La Nación, 1995, 128. El fragmento clarifica sobradamente cómo la clase media baja trabaja sus aspiraciones socioeconómicas de progreso. En Los tres berretines se accede metonímicamente a un proceso que, en definitiva, aún no ha cesado en la Argentina: si el padre es trabajador independiente, la herencia obliga a que algún hijo continúe con la pequeña o mediana empresa familiar; si, en cambio, la relación laboral es de dependencia, se trata de que el hijo obtenga la “independencia” a través de los estudios universitarios. 18 El film también tuvo una versión mexicana, Azahares para tu boda (1950, Julián Soler), con Fernando Soler, Joaquín Pardavé, Marga López, Sara García, Domingo Soler, Eduardo Noriega, Silvia Pinal, Andrés Soler, Rodolfo Landa y Fernando Soto “Mantequilla”.

Humanidad, emoción, interés, comicidad, grandes intérpretes, inteligente dirección. Se produce en ella una feliz conjunción de valores. Hay una destacada realización, junto con un valioso contenido. Y es nacional en esencia; porteña por donde busquen. Se trabajó sobre un material humano rico en emociones directas: la obra teatral de Malfatti y De las Llanderas.

Pero se pulieron sus asperezas sainetescas, se la transformó cinematográficamente, se le dio un nivel más elevado de comedia. Así es la vida en la pantalla, mantiene sus valores básicos y supera en calidad a la pieza teatral.

Porteña, no sólo por su ambiente, sino por su espíritu, refleja la vida en un típico hogar burgués de Buenos Aires, desde principio de siglo, hasta la actualidad. Espejo donde vemos retratado un poco de cada una de nuestras vidas. Todo lo que pasa en ella nos alegra y emociona con la fuerza irresistible de la cercana realidad”.19

La cita es larga pero pone de manifiesto varias cuestiones. Primero, la profusa adjetivación altamente calificativa del film tiene como finalidad realzar los “valores” que sustenta la obra. Sólo que éstos brillan en la medida en que la esencia del argumento teatral es superada al edificarse “un nivel más elevado de comedia”. En segundo término, existe una homologación entre los conceptos de “lo nacional” y “lo porteño”. Aún más, “lo porteño” reúne el ambiente recreado y el espíritu de la obra, asentado sobre “un típico hogar burgués de Buenos Aires”. Calki se permite, además, la emotividad anclada en el juego de la identificación del espectador con el espectáculo representado, negando subrepticiamente la condición del montaje transparente y afirmando la valía “real” del verosímil fílmico. En síntesis, aparecen en la cita la preferencia velada por la superación en el trazo de la comedia, un fraccionamiento de la idea de nación (aglutinándola en el circuito porteño) y una igualación de lo porteño con el mundo de la familia burguesa. Las palabras de Calki, en definitiva, resumen la fantasía más deseada por el público de la época: la del ascenso social y económico de las clases que, intentando desembarazarse de lo popular, buscan un horizonte nuevo, muy similar a los cielos dorados de la clase alta.20 La familia crece y se multiplica en historias diversas. Los años cuarenta auspician la aparición de los bebés en brazos de cómicos —Luis Sandrini pone el pecho para cobijar a un infante, aún antes de casarse (Un bebé de contrabando, 1940, Eduardo Morera); Olinda Bozán se desespera por un nieto (Mi fortuna por un nieto, 1940, Luis Bayón Herrera); Paulina Singerman miente el hijo deseado (Un bebé de París, 1941, Manuel Romero); Pedro Quartucci y Zully Moreno se escudan en un infante de pañales para lograr el favor de la familia (Bajó un ángel del cielo, 1942, Luis César Amadori)—, en medio de circunstancias azarosas y enredos múltiples. Si todavía falta aceitar la “política familiar” para que el hogar sea hogar y no otra cosa, hay que enseñarlo desde la radio: Hogar, dulce

19 Raimundo Calcagno (Calki), Buenos Aires: diario El Mundo; 20 de julio de 1939. 20 “El cine reproduce con su estatuto de imágenes y palabras los logros alcanzados y la voluntad de crecimiento y plasticidad de la clase media para adaptarse prontamente a la realidad cambiante del país”, en Claudio España, “Así es la vida”, citado, 128. Teniendo en cuenta el devenir económico de la Historia argentina, puede leerse la historia económica de la clase media argentina como un continuo forcejeo por evitar la caída en “lo popular”, síntoma inequívoco de la falta de poder adquisitivo que aúna falta de dinero a falta de cultura y de estatus personal.

hogar (1941, Luis Moglia Barth), aunque se mezcle con la intriga casi policial, ofrece soslayadamente una didascalia sobre los elementos que “arman” la escenografía hogareña ideal; todos ellos recitados por Olinda Bozán, ahora en papel de comentarista radial. Varios títulos de los inicios la década acentúan la función social de los miembros de la familia: El hijo del barrio (1940, Lucas Demare), Una novia en apuros (1942, John Reinhardt); Papá tiene novia (1941, Carlos Schlieper), Hay que casar a Ernesto (1941, Orestes Caviglia), El mejor papá del mundo (1941, Francisco Mugica), La hija del ministro (1942, Francisco Mugica). Todavía es muy temprano para que lo sexual (velado, por supuesto) o lo sensual (velado, por supuesto) hinquen sus dientes pecadores en el rojo corazón del universo familiar.

ARROZ CON LECHE, ME QUIERO CASAR CON UN NOVIO MUY LINDO QUE NO ME HAGA LLORAR La garantía del universo familiar se asienta en las mujeres de la casa, verdaderos receptáculos de enseñanzas, afanes, ternuras y cuidados. Ellas, como indica la ley del patriarcado, deben asegurar que los valores del hogar se hagan carne entre los miembros del clan. Para que esto suceda, primero debe formarse a las niñas desde muy chicas. Sólo así se fortalece la sana continuidad de la especie familiar. No es de extrañar, entonces, que las tiernas adolescentes —ese estadio intermedio entre la pureza infantil y la sana adultez— sean el foco de atención de las producciones de los años cuarenta. Se trata, ni más ni menos, que de la aparición del cine de ingenuas en la pantalla local. La observación es pertinente: decimos cine de ingenuas en la medida en que, a pesar de que la mayoría de las historias protagonizadas por suaves jovencitas abrevan de las límpidas aguas de la comedia romántica, de la comedia brillante o de la comedia dramática, esta caracterización puede leerse como la contrapartida necesaria del universo melodramático. Esto es, las ingenuas no son privativas de la comedia, muy por el contrario, su inclusión en el mundo del melodrama es acorde con la —también— sana necesidad del aprendizaje humano a través del dolor. Pero en el crisol de la comedia las ingenuas templaron su blancura espiritual. Ya la misma estructura de la comedia familiar había provisto de más de una hija casadera a distintas historias, desde la renombrada Así es la vida (1939, Francisco Mugica) a Novios para las muchachas (1941, Antonio Momplet). Se sobreentiende que, para llegar radiante y altiva al matrimonio, la configuración del ideario de la perfecta casada prevé la conquista del novio ideal. Con éste se sueña (o se lo sueña) y se entretejen fantasías henchidas de poemas, flores y lunas románticas. Para pensar seriamente en las condiciones del candidato están los padres. Los martes, orquídeas... (1941, Francisco Mugica) inaugura cabalmente el modelo21. La historia de la angelical Elenita Acuña (Mirtha Legrand), la menor de cuatro hermanas (acompañadas éstas de respectivos pretendientes o novios formales), perdida en sus sueños del novio ideal. Es claro que la joven puede pasar el tiempo divagando amores porque su

21 Basado en un guión de Carlos Olivari y Sixto Pondal Ríos, el film tuvo dos versiones muy reconocidas: la norteamericana Bailando nace el amor (You Were Never Lovelier, 1942, William A. Seiter), con Fred Astaire, Rita Hayworth y Adolphe Menjou; y la mexicana Una joven de 16 años (1963, Gilberto Martínez Solares), con Julio Alemán, Patricia Conde, Tere Velázquez y Enrique Rambal.

padre (Enrique Serrano) es un “moderno” industrial. Tan moderno resulta el hombre que es capaz de alquilar a un pobre desocupado (Juan Carlos Thorry) para que finja la apostura del galán soñado, culto, romántico hasta la melosidad y con prosapia reconocida. ¿Qué más puede pedir Elenita? Y es tan fuerte el candor de la jovencita, con su sonrisa de perlas, sus ensimismados ojos claros y sus modales tranquilos que, a la postre, el falso galán termina enamorándose de la chica. Ya no interesa que el padre haya propiciado una mentira (al fin y al cabo, era con una buena intención) porque la mentira se vuelve realidad (al fin y al cabo, el matrimonio llegará a buen término). En este sentido, ¿qué más puede pedir el público, comprometido con los sueños de Elenita pero también identificado con las angustias simpáticas del galancete, que la certeza de esta total identificación con la historia propuesta donde, nuevamente, la fantasía oblitera la realidad y que, al mismo tiempo, alimenta el sueño individual de una historia similar? Paradoja naïf la de Los martes, orquídeas...: tenía que ser Elena, nombre cargado de peso cultural —“la” Helena más mentada es, sin duda alguna, la de Troya, esa por la que los hombres y los dioses iniciaron una guerra— el que sentara el modelo de las ingenuas de las comedias blancas. María Duval es el rostro que se une sin lugar a dudas al mundo de las ingenuas de los años cuarenta. A ella le pertenecen, básicamente, las historias de huérfanas en busca de un hogar: éste se presenta, casi siempre, como remedo de aquel hogar primero y feliz que siempre se evoca aunque rara vez se lo haya conocido. Así, ella triunfa en Canción de cuna (1941, Gregorio Martínez Sierra y José Suárez) —amparada su orfandad entre las tibias paredes de un convento hasta que, en la juventud temprana, descubra el amor— y refirma sus dotes en La novia de primavera (1942, Carlos Hugo Christensen) —soñando en vano con el amor de un famoso escritor. Cada hogar, un mundo (1942, Carlos Borcosque), la sorprende “adoptada” por una antigua relación de la madre muerta y como tesoro disputado entre el amor de dos hermanos. Parecía que a María el “toque huérfano” le sentaba de maravillas: ahí triunfa la damita en Su primer baile (1942, Ernesto Arancibia), tratando de recomponer las relaciones con los antiguos miembros de la familia materna. En 1943, María Duval repite el modelo de la joven dulce y ejemplar en Casi un sueño (Tito Davison), Cuando florezca el naranjo (Alberto de Zavalía) y 16 años (Carlos Hugo Christensen). Ese mismo año, Besos perdidos, de Mario Soffici, la encuentra más desenvuelta y madura a la hora de pensar su relación con el padre (Miguel Faust Rocha), convencido de que su hija es en realidad, fruto extramatrimonial de la sufrida madre encarnada por Alita Román. Mientras, las mellizas Mirtha y Silvia Legrand —juntas habían debutado con un papelito menor en Hay que educar a Niní (1940, Luis César Amadori)— sueñan con la posibilidad de la armonía y la unión familiar en Soñar no cuesta nada (1941, Luis César Amadori), a través de sustituciones y enredos en un quebradizo hogar, o suspiran pensando en el mismo galán en Claro de luna (1942, Luis César Amadori). En estas propuestas las mellizas cayeron como anillo al dedo de Amadori, hábil estratega de pretextos narrativos basados en los mecanismos de la sustitución y la suplantación. Soñar no cuesta nada, comedia blanca, burguesa y jocosamente brillante permite tanto el lucimiento de las mellizas como las de su contrapunto varonil más eficiente, el cómico Francisco Alvarez, a la sazón abogado de la familia que está a punto de destruirse. Es ésta la triangulación más eficaz que sostiene el ritmo de la comedia y la que da el pie para el ingreso, generalmente festivo, de los otros personajes. Claro de luna, en cambio produce una torcedura imprevisible en la consecución de la comedia: el amor de dos hermanas por el mismo hombre hace que una de ellas (Mirtha) literalmente se sacrifique, es decir, se suicide, para que la otra (Silvia) sea

feliz. Es que alguna lágrima también debe empañar la alegría: ya lo habíamos anticipado, los valores del amor, del hogar y de la familia también se fraguan a través del sufrimiento. Separadas, otro fue el cantar de las hermanitas Legrand. A Silvia, pocas películas más la encontraron sutil en una primera aproximación al drama (Un nuevo amanecer, 1943, Carlos Borcosque) para aceptarla a la hora de los matices en historias graciosas que sueñan con otros tiempos (El juego del amor y del azar, 1944, Leopoldo Torres Ríos). Pero, lentamente, Silvia va prefiriendo los colores del drama familiar tal cual aparecen en Siete mujeres (1944, Benito Perojo). Otro sería el cantar de Mirtha. De la ingenua soñadora a la jovencita menos ingenua y con ínfulas de señorita casadera hay un paso; el mismo que existe en pegar el estirón lo suficientemente alto para que el ruedo de las faldas rechace velar las pantorrillas. Las chicas crecen y los pulóveres se muestran más ceñidos y adivinan otras redondeces (ya no más las del chocolate caliente o las de las masas a la hora del té). De alguna manera, la salvaguarda angelical del hogar paterno que custodiaba el espíritu de las ingenuas, pasa a la batalla por generar los númenes propicios para el hogar propio. Y para eso, finalmente, tiene que haber un marido. Con La pequeña señora de Pérez (1943, Carlos Hugo Christensen), la joven Mirtha pega el salto que separa el aprendizaje en la escuela al aprendizaje marital, otro grande y excelso desafío. La diferencia estriba en que, en el segundo, se supone (aunque no se lo vea) el sexo. Pero como el sexo debe ser absolutamente vedado de la representación, se escurre presuroso a través del lenguaje, más inclinado a la picardía, aunque ésta vaya cuajando poco a poco. La picardía latente toma forma en los enredos que propician problemas de alcoba, tal como señala La señora de Pérez se divorcia (1945, Carlos Hugo Christensen). La habilidad de Christensen radica, básicamente, en haber aprovechado a la misma pareja (Mirtha Legrand y Juan Carlos Thorry ya habían protagonizado Los martes, orquídeas...) para dos argumentos basados en obras distintas —La pequeña señora de Pérez, según figura en los títulos de crédito, está basada en la pieza teatral “Come Back to School”, de Andor de Soos; La señora de Pérez se divorcia tiene su fuente primera en la también obra teatral “Divorciémonos”, de Victoriano Sardou— pero que, sin embargo, se leen fácilmente en continuidad merced a la coherencia narrativa expresada a través de la puesta en escena. El éxito es total y Mirtha, sobre todo Mirtha, queda incrustada cual gema divina en la cúspide de la comedia burguesa y brillante. La casta Susana (1944, Benito Perojo), Cinco besos (1945, Luis Saslavsky), Un beso en la nuca y 30 segundos de amor (ambas estrenadas en 1946 y de Luis Mottura) son otros ejemplos del paso de la comedia de ingenuas muy ingenuas a la picardía de la comedia brillante que devuelve, en última instancia, a procedimientos similares a los anticipados en el recorrido sobre la screwball comedy. Tan rotundamente pregnante es el rostro y las situaciones de la bella Mirtha en la pantalla que hizo falta más de un esfuerzo para apartarla de los tonos de la comedia blanca y brillante. En este sentido, un primer cimbronazo lo produce Luis Saslavsky, cuando la convoca para filmar Vidalita (1949) que, por más que se trate de una comedia, obliga al juego malediciente del travestimiento y de las especulaciones surgidas a partir de esto. De alguna manera, este film es el primer tiro a la cristalización de una imagen femenina de raigambre indiscutible en su público. Tal vez por eso, enorme y exhaustivo fue el esfuerzo de Daniel Tinayre por quebrantar el solidificado texto actoral que había fundado la actriz. Sólo que Tinayre es hábil: primero le asienta un golpe de gracia convirtiendo a Mirtha en sujeto sospechoso de un drama policial (Pasaporte a Río, 1948), luego vuelve al modelo de la comedia (La vendedora de fantasías, 1950) e insiste en la confusión deliberada de la comedia con tintes de falso policial (Tren internacional, 1954). Resquebrajamientos

progresivos del texto-estrella que prenuncia los futuros registros dramáticos que, con Daniel Tinayre, Mirtha Legrand desarrollará en la década posterior. Tampoco María Duval se olvidó de crecer, sólo que en su caso más bien habría que afirmar que la hicieron crecer. En realidad, el hacedor del milagro es el director Carlos Schlieper quien, tras un largo aprendizaje en los estudios EFA y varias producciones fílmicas a lo largo de la década, logra cambiar la plácida y edulcorada imagen de María Duval. Rubia y francamente delgada, histérica y cabeza dura, Olga, la burguesita insoportable que provoca desmanes en un internado de señoritas hace las delicias en La serpiente de cascabel (1947). La gota de suspenso la pone un asesinato y la de amor, el inspector Robledo, encargado de la pesquisa, a cargo del sonriente Juan Carlos Thorry. La fuerza de la propuesta de Schlieper se basa en construir un personaje deliberadamente al filo de la normalidad: el hartazgo y el aburrimiento de Olga no son sino síntomas de un burbujeo hormonal que pugna por escapar y que encuentra resistencia en su entorno. De alguna manera, no resulta extraño que la “muerta” del film sea la celadora (Berta Moss), única mujer —en tanto construcción sociosexual— que ofrece competencia a la joven. El mismo texto fílmico borda un entramado de resonancias en torno del deseo por la institución, es decir, el matrimonio (en la medida en que no es posible evidenciar el deseo por el hombre): no debe olvidarse que la pobre Olga, en definitiva, permanece en el internado porque en su hogar ni siquiera la quieren tener presente ya que su hermana está a punto de casarse. No vaya a ser el despertar del hormonal perfume juvenil corrompa los planes establecidos... Cita en las estrellas (1948, también de Schlieper y con Juan Carlos Thorry), ofrece una versión “angelical” sobre la misma problemática: si el mundo de los vivos es un territorio difícil a la hora de la guerra sexual ¿cuánto más se complicará el asunto si, además, cae en el juego una pareja de difuntos? El cruce de parejas entre el cielo y la tierra es metáfora obligada de la inasibilidad obligada, en términos sociales, de la relación carnal. Todo debe recomponerse dentro del marco de la ley. Pero Schlieper, a pesar de todo, sabe burlar la ley sociosexual reventando sus presupuestos desde la explosión brillante de sus comedias: en ellas, muchas veces —así lo acreditan los films con María Duval— la juventud pequeñoburguesa no sale indemne sino que, desde el humor, se subrayan sus vicios más comunes, sus caprichos y berrinches, sus antojos y pretensiones. No puede ser otro el resultado de la formación fraguada por los padres quienes, con veleidades de grandes señores, intentan inculcar en sus hijas una nueva nobleza de casta generada a partir del poder del dinero. Aunque este trasfondo aparezca sostenido en las casas amplias y las escenografías rutilantes de los films de Schlieper. María Duval colaboró por última vez en la pantalla local en El extraño caso de la mujer asesinada (1949, Boris H. Hardy)22, repitiendo de alguna manera el texto que había logrado elaborar con Schlieper pero, esta vez, en una intriga que mezcla el sueño con la realidad —una mujer sueña que su marido desea asesinarla y busca la ayuda del jefe de éste ante tamaña premonición. La risa se agolpa más en el sobrentendido semántico que en la simpleza de la trama (de hecho, el marido la mata y ella se reúne con su enamorado en el cielo): hizo falta la presencia del firmamento celestial divino para justificar el adulterio deseado. Algunas actrices de la época alternaron la ambivalencia de las ingenuas, tanto en lo referido a la variable genérica (oscilación y contaminación entre la comedia y el melodrama), como

22 La película tiene un antecedente teatral, “El extraño caso de la mujer asesinadita”, de Alvaro de la Iglesia y Miguel Mihura.

en su paso de la ingenuidad ensoñadora a la picante juventud. Sin ser a veces protagonistas absolutas proveen el marco convincente y seguro para el lucimiento de alguna gran figura, sea esta última tan ingenua como ellas o de alguna otra índole. Ellas fueron Nuri Montsé —Doce mujeres (1939, Luis Moglia Barth), Hay que educar a Niní, Dama de compañía (1940, Alberto de Zavalía), Los martes, orquídeas..., El mejor papá del mundo, Canción de cuna—; Susana Canales —Vacaciones (1947, Luis Mottura), Con el diablo en el cuerpo (1947, Carlos Hugo Christensen), La hostería del caballito blanco (1948, Benito Perojo), La locura de Don Juan (1948, Mario Lugones), Un pecado por mes (1949, Mario Lugones)—; Graciela Lecube Pelota de trapo (1948, Leopoldo Torres Ríos), El ídolo del tango (1949, Héctor A. Canziani) y Lidia Denis Un atardecer de amor (1943, Rogelio Geissman), Romance sin palabras (1948, Leopoldo Torres Ríos). Sí, en cambio, protagonizó variables de comedias donde algún rasgo de ingenuidad aun se manifiesta en la primera madurez de la juventud, Elisa Christian Galvé —Yo quiero morir contigo y Vacaciones en el otro mundo (1941 y 1942, ambas de Mario Soffici), Juvenilia (1943, Augusto César Vatteone), Cuando la primavera se equivoca y Despertar a la vida (1942 y 1945, ambas de Mario Soffici), Chiruca (1945, Benito Perojo), La hostería del caballito blanco, Fascinación. Entre todas éstas es Susana Freyre la encargada de conformar, en cierto sentido, la otra cara de los papeles protagonizados por María Duval. Esta última, fue ingenua basándose en languideces y ternuras o fue avasallante (La serpiente de cascabel) a través de la histeria juvenil. En la Freyre, en cambio, la dulzura apenas se resguarda en la nariz respingada, inmersa en un rostro que siempre, siempre trasunta picardía. Y la histeria no es fruto privativo de la mujer; en realidad, el texto actoral que delinea la actriz provoca la histeria en el otro. Con el diablo en el cuerpo —film que catapulta a la pequeña estrella23, estrenado en 1947 y de Carlos Hugo Christensen— la ubica locuaz y vivaracha en su personaje de Valentina, dispuesta, a costa de lo que sea, a conquistar el amor de Severito (Juan Carlos Thorry). “A costa de lo que sea” puede leerse como un intento deliberado de desquiciar al varón, esto es, hacerlo incapaz hasta de encontrarse cómodo en el propio cuerpo. Si el diablo es la mujer, ésta debe acicatear impíamente al hombre. De ahí que Severito desmienta la rigidez del nombre en el descalabro progresivo de su humanidad en manos de la decidida Valentina. Con Carlos Hugo Christensen, Susana Freyre hizo estallar esta versión facetada de “Lolita de comedias” en Una atrevida aventurita (1948), ¿Por qué mintió la cigüeña? (1949) y Un ángel sin pudor (1953).

A GOLPES SE HACEN LOS HOMBRES Del carmín a la corbata, de la falda al pantalón, los ingenuos también hicieron su aparición en la pantalla grande. Del mismo modo que las chicas, a ellos les cupieron tanto la comedia

23 Susana Freyre ya había realizado pequeñas intervenciones en las comedias No salgas esta noche (1946, Arturo García Buhr) y Las seis suegras de Barba Azul (1945, Carlos Hugo Christensen); así como había participado en el melodrama El canto del cisne (1945, Carlos Hugo Christensen) y en el drama biográfico El gran amor de Bécquer (1946, Alberto de Zavalía)

como el melodrama. Fueron sostén de la familia en tiempos difíciles o centraron la atención en tramas particulares —en Adolescencia (1942, Francisco Mugica), un imberbe Angel Magaña se erige como sujeto fundamental para la identificación popular24. La figura joven masculina sirve, para el cine de la década del cuarenta, para apoyar fuertemente el sistema familiar ya sea por adhesión a la norma, ya sea por oposición a ésta. Si el chico de familia es bueno, los valores se subrayan; si, en cambio, construye la imagen de la “oveja negra” o bien es redimido a favor del hogar o bien se pierde definitivamente (en ambos casos, la familia queda salvaguardada). Por otra parte, estos jovenzuelos saltaron el límite de la cerca del jardín paterno para formar corrillos y barras con otros tantos amigos. De ahí que, por momentos, el límite del lugar del ingenuo dentro de la representación fílmica también se diluya en algunos ejercicios que tienden a dibujar un modelo semejante (en la medida en que se habla de mundos de amigos varones) al fundado por el “cine de pandillas” norteamericano. Nosotros... los muchachos (1942, Carlos Borcosque) ofrece un claro ejemplo de esto: tres muchachos del interior viajan a Buenos Aires para probar suerte (todos) y encontrar a la madre (uno de ellos); apenas consiguen trabajo como canillitas cuando se ven implicados en un asesinato y robo. Tan sólo la presencia de un buen juez (Sebastián Chiola quien repite, con algunos matices, su personaje de ...Y mañana serán hombres) tenderá los hilos necesarios no sólo para ayudar a los jóvenes sino para que encaucen sus vidas. El mensaje es claro y ejemplificador y, si bien no se accede nunca a la composición de un tradicional núcleo familiar, la función y estructura del mismo se desprenden desde la didascalia del juez, devenido padre sustituto en el momento de confortar, alimentar a la prole, sancionar o amonestar cariñosamente. El film rezuma rostros juveniles: Oscar Valicelli, Tito Gómez, Daniel Belluscio, Salvador Lotito, Marcos Zucker y hasta un eternamente joven Semillita25. Es difícil registrar el estado del “ingenuo puro” en la comedia blanca argentina. En todo caso, los galanes de apenas probados pantalones largos fueron partenaires adecuados de las damiselas de turno (Mirtha Legrand, María Duval, entre otras), o se prestaron como primitivos intentos de situaciones de este tenor. En este sentido, ya el tópico del romance sano y cristalino había sido prefigurado en Los tres berretines, mediante la línea secundaria que seguía los conflictos del hijo arquitecto (Florindo Ferrario) enamorado de una joven de clase superior a la suya. Fue Carlos Borcosque el director encargado de hacer transitar a los jóvenes por el difícil camino de “hacerse hombres”. Ingenuos, entonces, son sus protagonistas en la medida en que, abandonando la paz mítica del hogar paterno, deben enfrentarse a la vida. Para estas lides prestaron sus hombros Carlos Cores —Cada hogar, un mundo (1942), Un nuevo amanecer (1942), La juventud manda (1943), Eramos seis (1945), Siete para un

24 En este sentido, su protagonismo en Adolescencia juega con todas las circunstancias y descubrimientos del adolescente, incluida la iniciación sexual. Sobre este particular señala el mismo Francisco Mugica véase Mariano Calistro, Oscar Cetrángolo, Claudio España, Andrés Insaurralde y Carlos Landini, en Reportaje al cine argentino. Los pioneros del sonoro, Buenos Aires, Anesa, 1978, 305 que, dada la censura de la época, era necesario “sugerir” un encuentro erótico entre Tilda Thamar y Angel Magaña, sin mostrar nada. Lo logra elidiendo, tras un par de furtivos besos de la dama al muchacho, el acto, exhibiendo la consecuencia posterior, un rostro complacido y un andar campante: un rostro que delata, elocuentemente, que el muchachito ha “crecido”, se ha vuelto “hombre”; un andar feliz que, soterradamente, se vuelve garantía futura de “buen y prolífico marido”. 25 En una escena del film El diablo con faldas (1938, Ivo Pelay), un rapaz escupe semillas con su cerbatana sobre la calva de un espectador en el teatro de Celia Games , acción que instalará el apelativo de Juan Ricardo Bertelegni. Desde ese momento y en adelante, para todo el público será Semillita.

secreto (1947)— y Juan Carlos Barbieri —Cuando en el cielo pasen lista (1945) Corazón (1946), El tambor de Tacuarí (1948), Las aventuras de Jack (1949), Volver a la vida (1949), El alma de los niños (1951). En cierto sentido, todas las posibilidades de inserción eficaz de la juventud en la sociedad gracias a un buen sustento ético familiar, habían sido señaladas por el mismo Borcosque en su gran éxito de 1939, ...Y mañana serán hombres: aunque la historia transcurre en el reformatorio juvenil de Marcos Paz, queda asegurada en ella el paso de la institución represiva a la institución formativa para adolescentes sin rumbo, el hogar-escuela Ricardo Gutiérrez. La ecuación hogar + escuela es lógica para el imaginario colectivo, aunque incongruente en su sentido: se trata de crear, la certeza indubitable en el poder de la institución educativa para, por medio del amor, erigirse como sustituto válido del hogar. Nuevamente es Sebastián Chiola el encargado de dar sangre y alma al pater familiae institucional, pletórico de hijos de todos los tamaños y extracciones sociales. Podría verse una línea coherente en los mundos ficcionales construidos por Borcosque. Si ...Y mañana serán hombres sostiene la posibilidad de amasar un hogar, aunque éste fuera colectivo y de perfil formativo educacional, El alma de los niños (1951) vuelve a subrayar que el corazón del hogar es un alcázar por conquistar y que, a veces, el enemigo puede anidar en él. Así, orfandad y familia, mundo público y mundo privado se igualan para que el espectador aprehenda, en definitiva, que la responsabilidad social engloba a todos y que, en este sentido, todos los espacios simbólicos que recorre la juventud son el mismo. Más allá de la línea inaugurada por Borcosque, también sirvió a los fines de la comedia blanca o de su contracara dramática, la sonrisa siempre a punto de Ricardo Passano (h). Noche de bodas, El mejor papá del mundo, Adolescencia, Casi un sueño (1943, Enrique Amorim y Tito Davison), Juvenilia, La guerra la gano yo, Cuando en el cielo pasen lista (1943, Carlos Borcosque), Las tres ratas (1946, Carlos Schlieper), Chiruca, son muestras de los matices que supo adquirir Passano ya sea en papeles principales o secundarios para sustentar el contrapunto romántico idóneo para la comedia blanca o de enredos; o en su justa inserción en medio de dramas tortuosos o biográficos. Para muchos, Ricardo Passano queda en el recuerdo por haber sido el elegido, a comienzos de la década del cincuenta, para atrapar la frescura, el salero y el corazón de las comedias interpretadas por Lolita Torres. Estas son Ritmo, sal y pimienta (1950, Enrique Carreras) y La niña de fuego (1952, Carlos Torres Ríos).

MISCELÁNEAS MUSICALES Mientras, otras producciones locales aseguran la presencia de figuras de renombre en el mundo de la canción para apoyar el afianzamiento del modelo de la comedia a través de las comedias con canciones y cancionistas. Los años cuarenta recogen, por ejemplo, la presencia de figuras internacionales y vernáculas en tramas livianas diseñadas para el lucimiento vocal de las mismas. De México llegó el amor (1940, Richard Harlan) permite que el amor se trueque en intercambio canoro a cargo del mexicano Tito Guizar y la cancionista porteña Amanda Ledesma, en su nueva imagen de comediante pergeñada por los responsables del sello EFA, superando sus anteriores papeles dramáticos a los que la habían encasillado los directores de Argentina Sono Film, “envejeciéndola” prematuramente. Melodías de América (1941, Eduardo Morera) permite que el también

mexicano José Mojica intente la seducción musical con la esquiva Silvana Roth. La maja de los cantares (1946, Benito Perojo) recoge la “españolísima”26 presencia de Imperio Argentina con sus trinos y claveles en la oreja. A pura voz se hace el amor, canturrea la comedia y los sones melodiosos hechizan, como siempre, a las reputadas figuras nacionales. Ya en 1940, Luis Bayón Herrera había demostrado que Hugo del Carril poseía una flexible predisposición para la comedia y lo hizo debutar dentro del terreno que le era más afín, el tango, mediante una historia que, desde su mismo título, propició analogías con el ídolo musical, El astro del tango. Cuando canta el corazón (1941, Richard Harlan) refirmó las dotes interpretativas de Del Carril en estas lides musicales. Por su parte, fue Ernesto Arancibia el encargado de convertir a Libertad Lamarque en una cancionista bastante pedestre metida a señora de alcurnia en Romance musical (1945), sólo para que el espectador disfrutara de los engaños de la dama y gozara con las dudas de un detective privado (Juan José Míguez) dividido entre el cumplimiento del deber y el ansia de abandono en brazos de la cantante. El film, escrito por el binomio Sixto Pondal Ríos y Carlos Olivari, tuvo su versión norteamericana, Romance en alta mar (Romance on the High Seas, 1948, Michael Curtiz) con la debutante Doris Day , Jack Carson y Janis Paige. Es que el cine argentino no podía desprenderse de su pasado de tango y canciones y si bien los años cuarenta prefirieron otras melodías, algo del tango pervivió en producciones menores hasta que, con un pie en la década siguiente, volvió a sonar, glorioso, con orquesta incluida. De hecho, el cambio que recupera el protagonismo del tango y de sus astros empieza a manifestarse al promediar la década del cuarenta cuando un film, Adiós, pampa mía (1946, Manuel Romero) descubre en la pantalla grande el rostro achinado y los gestos estentóreos de Alberto Castillo, “el cantor de los cien barrios porteños”. Así lo consagró el pueblo. No es casual que el popular cantante haya sido captado por Manuel Romero, el tozudo defensor cinematográfico de la Buenos Aires del café, el cabaret, la revista y el tango, a la hora de querer demostrar que la canción popular y sentida podía convivir en el espacio de la comedia y que éste no negaba —muy por el contrario, recuperaba—, los quilates de la antigua concepción mítica romeriana de Buenos Aires, sus sones y su gente. Los títulos de los films de Alberto Castillo con Romero —Adiós, pampa mía, El tango vuelve a París (1947), Un tropezón cualquiera da en la vida (1948)— y los realizados con Julio Saraceni —Alma de bohemio (1949), La barra de la esquina (1950), Buenos Aires, mi tierra querida (1951), Por cuatro días locos (1953)— diseñan una remozada cartografía del espíritu barrial: Buenos Aires como cuna añorada donde perviven los afectos más sanos e intensos (la familia, la primera noviecita, los amigos bohemios —porque aún coquetean entre la adolescencia y la madurez— de la barra de la juventud) siempre se lleva en el corazón, aunque algún tropezón del destino o algunos días de parranda la vuelvan lejana27. Pero, felizmente, siempre se retornará a ella. Buenos Aires y su gente sintetizan,

26 En realidad, Imperio Argentina nació en el porteñísimo barrio de San Telmo, entre calles adoquinadas y farolas de gas. 27 La concepción del barrio y del tango en los films de Alberto Castillo trae reminiscencias sentimentales de la pintura emotiva sobre el arrabal que cristalizó el poeta Homero Manzi: “Arrabales porteños de casitas rosadas donde acuna los sueños el rasguear de las guitarras. Donde asoma la higuera sobre las tapias, adornando los muros con sus fantasmas. Sombra, telón azul del suburbio donde se juega el disturbio cuando un amor se envenena y al dolor de la traición, se hace rencor, rencor y pena. Sombra, donde los labios se juran mientras la

en los films de Castillo, el corazón más caro de la porteñidad. Pero la porteñidad es concienzudamente humana; si algo queda del garito y de la noche peligrosa arrabalera es casi, podría decirse, su misma condición escenográfica. Con Alberto Castillo el tango-canción se hace tango-emoción; el cantante gesticula y su abrazo amplio envuelve la melodía y con ella, el sentir del pueblo.

ESCUELA DE SIRENAS I: OLINDA BOZÁN (LA GALLINA ORONDA SE PAVONEA) La comicidad jamás abandonó al cine argentino. Mientras las familias intentaban armarse, a costa de niños y niñas en crecimiento, padres y madres solícitos y parientes atentos y al tiempo que los romances con canciones acompañaban distintas historias de amor, la presencia de los cómicos significó, en el desarrollo de la comedia en la Argentina primero, un aprovechamiento de las dotes demostradas en otros ámbitos (sobre todo el teatro), segundo, la capacidad de los directores para insertarlos en historias que no siempre desarrollaban tramas cómicas y, finalmente, la configuración de modelos de actuación cohesionados con puestas en escena y tramas que vehiculizaran sus particulares apropiaciones del mundo. Luis Sandrini, Enrique Serrano, Pepe Arias, entre otros, bastan como ejemplos. Las mujeres también descollaron. Aunque muchos nombres pincelaron la pantalla con escenas inolvidables, dos de ellas fundaron escuela. Olinda Bozán y Niní Marshall. Olinda cargó el peso de su poco atractiva figura —la boca grande y ojival, los ojos pequeños y redonditos, la nariz ganchuda, el talle corto y la estatura retacona recuerdan, invariablemente, la postura altiva de una simpática gallina— para convertirlo en arcilla maleable para la carcajada. Sus trabajos cinematográficos no desmintieron nunca las raíces circenses, aunque supieron reelaborarlas para el formato fílmico28. En el cine sonoro, ya manifestó vivacidad y rapidez a la hora del retruécano en su debut en Idolos de la radio. Pero serían los papeles de mujeres con pretensiones de divismo, glamour o alcurnia, primero, y los remedos de madre, después, los que definirían a Olinda Bozán. Tal vez para éstos la ayudó un rostro excesivo, tan subrayado en sus líneas principales que niega la suave tersura de la benemérita juventud. Olinda siempre pareció una mujer grande jugando a ser joven, aunque lo fuera; pero ella supo aprovechar el poco favorecido regalo de la

noche murmura con su voz de bandoneón. Arrabales porteños en tus patios abiertos las estrellas se asoman y te bañan los silencios. Y la luna amarilla siembra misterios caminando en puntillas sobre tus techos”, dice la milonga “Arrabal”. El texto juega tanto la descripción de una topografía reconocible, como el trabajo de la memoria —la sombra de la noche que permite el encuentro amoroso o la traición también es el espacio en claroscuro para potenciar el fluir de la memoria— para recuperar, desde ese espacio, el tenor de los afectos. Nótese que la descripción se adhiere al registro musical (por las guitarras y el bandoneón, pero al mismo tiempo por el silencio, elemento necesario para rimar las melodías). 28 Nacida el 21 de junio de 1894 en Rosario, provincia de Santa Fe, Olinda Bozán había comenzado su carrera a muy temprana edad. Hija de un padre clown y de una madre domadora de palomas, ambos miembros del circo de Frank Brown, la pista fue la “cuna” de Olinda quien debutó, como trapecista a los cinco años, en la troupe del circo Anselmi. Tras la muerte del padre y junto con su madre saltó como el mismo teatro criollo y sus actores de la pista al escenario del teatro Apolo, con la compañía de los hermanos Podestá. De ahí en más inicia una larga carrera teatral que incluyó giras al exterior y compañía propia, y cinematográfica desde su primera aparición en el film silente Bajo el sol de la pampa (1915, Alberto Traversa) hasta Las locas (1977, Enrique Carreras), film que le está dedicado. Olinda Bozán falleció en Buenos Aires, en 1977.

naturaleza y lo revirtió. Utilizó rostro y cuerpo con la conciencia de su exceso y los inadecuó sabiamente a los espacios de las representaciones para promover el gag, el malentendido, el enredo o el disparate. Así, la eterna y graciosa facha de señora cuarentona (y tal vez más) le vino bien para atormentar yernos (Mi suegra es una fiera, Mi fortuna por un nieto) o para apretarse alocadamente la cintura a la hora de demostrar que la elegancia le pertenece (La casa de los millones). La casa de los millones y La danza de la fortuna (1942 y 1944, ambas de Luis Bayón Herrera) son ejemplos elocuentes de la condensación semántica que promueve Olinda. Ambas películas componen una totalidad, en términos de la funcionalidad de las historias narradas. En La casa de los millones, la nueva rica Fulgencia (Olinda Bozán), intolerante y déspota, ignorante y maleducada, sucumbe ante la servicial disposición de su nuevo sirviente Fortunato Rico (Luis Sandrini) que, de acuerdo con las situaciones, puede ser mucamo, mayordomo, masajista, portero o enfermero. “Mientras el cuerpo aguante29”, fue la frase que brotó de la boca de Sandrini, dejó la pantalla y se hizo dicho popular. Aguantar los reveses y caprichos de Fulgencia se convierte para Fortunato en un ejercicio cotidiano. Ejercicio que, por otra parte, denuncia el mismo procedimiento de la puesta en escena: aguanta Fortunato como aguanta el espacio dislocado por el uso que de él hacen los protagonistas, demasiado torpes, infantiles o absurdos en medio de las estancias amplias pero a la vez cargadas de objetos suntuarios que sólo logran entorpecer —para eso están ahí— la circulación. Se trata, entonces, de que el texto fílmico aguante, soporte, tolere la constante y disparatada cuerda cómica que une a Fortunato y Fulgencia. Esa tensión graciosa permite que el espectador se aboque a tratar de especular sobre los posibles finales de cada escena desopilante. El texto, acalambrado en su vocación por la risa, deja escapar deliberadamente los vericuetos canónicos, por ejemplo, de las artes de la seducción: ¿qué motiva a Fulgencia a “enamorarse” de Fortunato ¿Y a Fortunato, qué le seduce de la mujer? El acercamiento amoroso apenas toma consistencia y, cuando lo hace, es a través de la memoria pasada de la niñez carenciada y del presente lúdico de la travesura infantil: ambos personajes juegan y disputan como criaturas y en ese juego, que por supuesto niega y tira por la borda las connotaciones sexuales, se funda la posibilidad de la pareja. Pareja despareja, entonces, en la medida que el sexo es reenviado a un “no-lugar”. Fortunato jamás “aguantará” el peso de otro cuerpo sobre el suyo; Fulgencia tampoco. La danza de la fortuna comienza donde acabó la película anterior. La millonaria, casi desahuciada por un accidente sufrido en el film anterior, se casa con su sirviente. Ahora los términos se invierten: si en La casa de los millones la ostentación monetaria y el despilfarro eran consustanciales a Fulgencia, en La danza de la fortuna es el nuevo marido rico quien gasta sin parar la fortuna. La clave está en la dilapidación. Se dilapida aquello que se posee (el dinero) a falta de aquello de lo que se carece (la adultez consumada en el cuerpo). Es Fulgencia, entonces, quien debe colocar las cosas en su lugar. Toma drásticas medidas que sólo logran acrecentar el deseo de Fortunato de seguir gastando indiscriminadamente, incluso planeando el rapto de la propia esposa para cobrar un dinero que ya no se tiene. La precipitación de los hechos —unos bandidos secuestran, al final, a los dos protagonistas— encuentra a la pareja, finalmente, en la bancarrota y dispuesta a

29 La frase completa que Fortunato repite hasta el cansancio cada vez que las situaciones amagan descalabrarse es “Mientras el cuerpo aguante, la voluntad no va a faltar”, frase que cobra rápida fama en el habla hispanoamericana de los años cuarenta, merced a las giras teatrales que el mismo Sandrini realizaba por América latina. La frase incluida, repetimos, en los parlamentos del repertorio teatral de Sandrini por los distintos países latinoamericanos, terminó, en algunos casos, convirtiéndose en apodo del actor.

recomenzar sus vidas en una modesta casita. La pobreza, el despojo de la vacuidad de lo ornamental, es también la situación idónea para el encuentro definitivo del matrimonio. Sin embargo, la comedia propone una vuelta de tuerca final. La imagen de la pareja pobre pero rica en afectos afirmará endeblemente los lazos maritales: el destino ha querido que en el jardín de la casita modesta explote, suculenta, la negrura del petróleo. El público ríe ante la posibilidad de un eterno retorno de enredos y dislates semejantes a los vistos. El texto fílmico sonríe, irónicamente, desde el juego propiciado. Si la batalla de los sexos decantó, a través de la comedia brillante, las formas institucionales para permitir el romance soslayando el sexo, las comedias cómicas del tenor de La casa de los millones y La danza de la fortuna subrayaron, en la exageración distanciadora de la carcajada, cómo el verosímil genérico sostuvo la evacuación del cuerpo deseante modelizando, de acuerdo con las normas, la representación. En este sentido, se vuelven irónicas (y casi premonitorias de la operatividad de las imágenes cinematográficas) las palabras que, interpelando al fuera de campo y con la mirada directa a la cámara, pronuncia Fortunato en La casa de los millones: “Después dicen que el cine no educa. ¡Aprendan a avivarse!”.30 Pero volvamos a Olinda. El modelo de la señora con ínfulas caracterizó otros films de la bufa. Tras la búsqueda de unas joyas valiosas en El sillón y la gran duquesa (1943), sintiéndose poseída por los demonios en la esquizofrénica La caraba (1947, Julio Saraceni), o esposa enfurecida de un marido picaflor en Maridos modernos (1948,), Olinda Bozán dibujó con chispa burbujeante los caprichos, humos y fantasías de ciertas señoras porteñas “venidas a más”. Cuando le tocó desplegar las alas grandes de la gallina clueca, el humor se metamorfoseó en la plurisemia desplazada del registro maternal. Doce mujeres (1939, Luis Moglia Barth), Dama de compañía (1940, Alberto de Zavalía), Mamá Gloria (1941, Richard Harlan), Llegó la niña Ramona (1945, Catrano Catrani), la encuentran siempre dispuesta desde la performance histriónica, a solucionar los entuertos de sus hijos reales o simbólicos. En casas de familia o en pensiones típicas que buscan parecerse a éstas, la oronda anatomía de Olinda hizo de la madre una conceptualización más humana y menos romántica, con sus defectos, pasiones y berrinches; con sus simulaciones y preferencias. Hoy cumple años mamá (1948, Ignacio Domínguez Riera) lleva hasta el absurdo la propuesta: la madre viuda que, para casarse nuevamente, oculta la cantidad de hijos que tiene, se convierte en parodia reidera sobre el rol materno y el rol conyugal. Madre o señora acaudalada, dueña de pensión o nueva rica, pobre o burguesa, Olinda fue, eso sí, siempre, muy porteña. La labia que caracteriza a la mayoría de sus personajes nunca pudo desprenderse del anclaje en la ciudad, de la pertenencia a Buenos Aires, sólo que, gracias a su desenfadada y vital vis cómica, la supo hacer entrañablemente nacional y universal.

30 Es muy llamativa esta interpelación. La escena cuenta cómo Fortunato burla a la policía, evitando que le hagan una boleta por estacionar el automóvil de la millonaria donde no corresponde. Una vez que la policía se ha retirado, la cámara toma lateralmente, en un plano general, el auto y se va acercando poco a poco a éste. Así, a medida que la cámara acorta el plano, el mismo aparece reencuadrado por la ventanilla del automóvil; ventanilla, como si fuera un cuadro del que se asoma la representación, a través de la cual Fortunato interpela al fuera de campo y pronuncia la frase.

ESCUELA DE SIRENAS II: NINÍ MARSHALL (EL CAMALEÓN FEMENINO SE MUEVE, SE ESPARCE, SE METAMORFOSEA) Distinto es el caso de Niní Marshall (Marina Esther Traveso, 1903-1996). La revista Sintonía, la más leída durante los años treinta, la contó entre sus plumas a partir del 11 de noviembre de 1933. Allí, bajó el seudónimo de Mitzi, delineaba postales costumbristas y tenía a cargo la sección “Alfilerazos”, donde realizaba críticas al medio radiofónico en particular y al del espectáculo en general. Al año siguiente abandona la revista y parte presurosa, a engrosar las filas de Radio Municipal, donde brinda algunas de sus imitaciones. Es el momento en que Mitzi deja de existir y se convierte en Niní Marshall31. Surgen de su garganta prolífica, los tonos de la gallega Cándida Loureiro Ramallada y de Catalina Pizzafrola, Catita, hija de la inmigración italiana enraizada en el conventillo y de la ignorante honradez de la clase popular con antojos de señorona. Fue iluminación inteligente de Manuel Romero convocarla para el cine. Así, Niní debuta en Mujeres que trabajan (1938, Manuel Romero) y le da un cuerpo definido a la voz. Chismosa, extrovertida, indiscreta, temperamental, contestadora, pero también solidaria cuando es necesario, Catita corta el espacio con su pequeña figura exagerada en la vestimenta, extravagante, bordeando el ridículo. La acompaña la estridencia de la voz y la trituración del lenguaje. Queriendo ser culta, evidencia su ignorancia; buscando ser fina, manifiesta cursilería:

“Cuando Niní Marshall creó su personaje Catita, vivió una preconciencia del camp: lo cursi. «Catita quería ser fina —contó la semana pasada a Panorama— y exageraba todo. Si estaban de moda los rulos, ella se hacía rulos hasta en las cejas; si se usaba el sombrero un poco inclinado, ella se lo colgaba de la oreja. Fracasaba y, entonces, no era fina sino cursi».”32

Exagerar, entonces, para conjurar la vida difícil de la trabajadora pobre, de la empleada de tienda siempre ofreciendo lo que está muy lejos de su alcance. “Lo cursi está creado por el deseo de abrigar bien la vida y consagrar su contoneo. Lo cursi se atreve a consolar al fantoche humano y le consagra en cada tiempo”, profetizó tiempo atrás don Ramón Gómez de la Serna.33 Fantoche feliz el de Catita, tras cuyo pavoneo de perfume barato, de bijouterie cambalachera, de apretadísima cintura avispa, de hombreras cuadrangulares, avanza el filo de un lenguaje que atraviesa la rigidez de la configuración jerarquizada de las clases sociales. Su breve cuerpo puede, literalmente, “enloquecer”, por ejemplo, a Tito Lusiardo en Mujeres que trabajan, porque ella conjuga capas yuxtapuestas y

31 Según señalan Laura Santos, Alejandro Petruccelli y Diego Russo en Niní Marshall. Artesana de la risa, Buenos Aires: Ediciones Letra Buena, 1993, 22, el cambio de nombre se debe al matrimonio de Niní con Marcelo Salcedo. “Niní Marshall” sería el fruto de una decisión conjunta. Aún más, “Marshall” es, según los autores, el resultado de juntar “Mar” (de Marcelo) y “Sal” (de Salcedo), con una hache intermedia para volver más elegante al apellido. 32 Ana Basualdo, “La apoteosis del camp: el culto a la nostalgia y a la caricatura”, en revista Panorama, sección “Vida cotidiana”, Buenos Aires: 28 de setiembre de 1971. 33 Ramón Gómez de la Serna, “Ensayo sobre lo cursi”, en Ensayo sobre lo cursi. Suprarrealismo. Ensayo sobre las mariposas, Madrid: Moreno-Avila Editores, 1988, 38.

fragmentadas de todas las clases, de todas las lenguas, de todos los cuerpos femeninos. Establece una fractura sobre el mito de la mujer total e ideal; desgarra sus componentes simbólicos como desgarra el lenguaje que la define, para componer, en clave cómica, la imagen frankensteiniana de “la mujer”. De ahí su altivez de muñequita de torta y su encocorada y absurda pronunciación. Sujeto y lenguaje se hacen fiesta del despiece del sujeto y del lenguaje. He ahí su triunfo y la adhesión de la platea: tan sólo la más grande de las cómicas pudo hacer de un personaje encrespado una burla concentrada y desfachatada de las normas asépticas y terminantes con que el poder parcela y define al mismo “pueblo”. Si Mujeres que trabajan abre sus puertas a Catita, la trilogía de Manuel Romero —Divorcio en Montevideo (1939), Casamiento en Buenos Aires (1939), Luna de miel en Río (1940)— le permite contagiar la propuesta semántica del personaje a su entorno sociocultural, tomándoselas para esto, con la institución matrimonial. La progresión natural de la serie —primero, casamiento; luego, luna de miel; por último, divorcio—, cambia y coloca, como puntapié inicial de la misma, al divorcio como marca primera del relato. Marca, en tanto que es el título que inaugura la serie, aunque la historia narrada apunte a la consecución “feliz” de un matrimonio. Pero la llegada a ésta implica mentiras y disfraces, además de un elemento siempre conflictivo a la hora de pensar el compromiso matrimonial, el dinero. Trata, en última instancia, sobre una soslayada revisión del culturalmente aceptado “contrato matrimonial”. Obviamente, la intriga resuelve a favor del mismo (no hay que olvidar que se trata de un film de Manuel Romero, certero defensor de las normas establecidas, al menos en la representación fílmica), lo que resulta curioso, aún a pesar del mismo Romero y de los enredos típicos que permite el universo de la comedia, es el alto grado de confusión significativa que se desencadena a la hora de “pensar” la institución matrimonial. Parejas ficticias en el contrato (Sabina Olmos y Roberto García Ramos) y parejas dispares que se ahuyentan y se buscan mutuamente (Niní Marshall y Enrique Serrano), hacen de la “pareja” tradicional una membrana delicada, siempre a punto de rasgarse, al menos en vistas a una relectura contemporánea del sentido rector del texto fílmico. Si Divorcio... abre la festiva grieta, Casamiento en Buenos Aires la ahonda al sumar una mentira más que sustente el valor del contrato matrimonial: la promesa de un hijo. Si el matrimonio ha sido hegemónicamente aceptado como “contrato”, todos sus componentes son plausibles de transacción comercial. Incluso los hijos entran en el pacto, aunque no tengan derecho ni a voz ni a voto. Relación espúrea, por ende, la del contrato matrimonial que apoya, desde su misma génesis, la importancia del amor por encima de todo. Luna de miel en Río vuelve al tema de la pareja recién iniciada, a través del viaje de bodas de Catita con el petiso Goyena (Enrique Serrano). Y otra vez aparece el tema de la estafa, del apuro procaz por hacerse con el dinero del otro. Si bien el problema del dinero no se anida en la pareja en sí, rige sobre ella. La luna de miel es, a la postre, una luna muy pragmática y muy poco romántica que despliega desplazadamente, mediante la presencia del otro como peligro (los estafadores), la fantasía del cónyuge como peligro. Una lectura general de los tres films obliga, nuevamente, a la sonrisa: parece que a Manuel Romero no le hubiera bastado con poner en tela de juicio la institución matrimonial; además se da el lujo de hacer extensivo el problema a una geografía que deviene, en definitiva, marca universal. Niní Marshall era una gran estratega y como tal fue hábil y vendió a cada uno de los tres grandes estudios un personaje. Catita fue “propiedad” de Lumiton y, como vimos, fue pergeñada por Manuel Romero. La gallega Cándida engrosó las filas de EFA bajo la mirada atenta de don Luis Bayón Herrera en Cándida (1939), Los celos de Cándida (1940) y

Cándida millonaria (1941). “Argentina Sono Film difundió una figura llamada simplemente Niní, en un tipo de comedia simpática y dislocada en la que privan los casos de sustitución de personajes”, cita Claudio España34. Para “la Sono”, filmó la diva cómica Hay que educar a Niní (1940), Orquesta de señoritas (1941), La mentirosa (1942), Carmen (1943) Madame Sans-Gene (1944), Santa Cándida (1945), Mosquita muerta (1945) y Una mujer sin cabeza (1946), todas dirigidas por Luis César Amadori. También para Argentina Sono Film, Niní realizó Navidad de los pobres (1947), Porteña de corazón (1948) y Mujeres que bailan (1949), las tres de Manuel Romero. Cándida se yergue como el modelo cómico/amoroso de la adecuación del inmigrante a la nueva tierra. Venida de tan lejos, la pretensión de la gallega (“Vengo a este país a ganar cuarenta pesos, casa y comida. Salidas los domingos”, según le enseñaron que debía repetir) Cándida Loureiro Ramallada se convierte en ejemplo virtuoso por seguir, a través de la historia de la mucama fiel, cariñosa y sincera que trabaja Cándida. No preocupa que la mujer hable un lenguaje “cerrado” cerrado, casi sincopado y poco entendible para los porteños; comunica mucho más el gran corazón y las humanas actitudes de Cándida ante los problemas de su patrón. No importa la ignorancia provinciana ni la falta de adecuación al modelo legitimado de la belleza; descubre la ternura envuelta en aparente dureza o superficial coqueteo el gallego Jesús (Augusto Codecá). En la caracterización humorística de Cándida no falta respeto, aunque la risa se promueva a lo largo del film. No podía permitirse tamaño sacrilegio el mismo Bayón Herrera, tan español como la visión fílmica por él desarrollada. La imagen se refuerza y se cristaliza en los dos films posteriores, Los celos de Cándida y Cándida millonaria (primero bautizada “Querer y cerrar los ojos”), aunque las tramas no mantengan ilación alguna. Interesa, en todo caso, que el peso iconográfico y comunicacional de la gallega se adentre fuerte en los corazones del público. La relación del personaje con el verosímil que la alberga es directamente proporcional a la relación que establece el armado de estereotipos dentro del imaginario social. El mismo nombre sintetiza la gravitación significativa de la propuesta: “Cándida” es Cándida Loureiro Ramallada, pero a la vez es un estado de inocencia, pureza y verdad y, por lo tanto, un signo de valor positivo. Por encima de las historias narradas en cada uno de los films, Cándida es un nombre que garantiza, en tanto nombre, la aserción de una condición ética y moral alrededor de, ni más ni menos, una representación. Y si el nombre garantiza la esencia del sujeto, poco importa que la “candidez”, en tanto espacio límpido, también sea un espacio no horadado, no escrito, no “intelectualizado”. Espacio virgen, entonces, y como tal le es perdonada su ignorancia. En otras palabras, el alto valor semántico de la pureza asignada al signo “Cándida” esconde, en definitiva, el juicio de valor que encubre toda forma de estereotipización. Para Argentina Sono Film, Niní celebró la diversidad y la metamorfosis. Diversidad en lo que se refiere a la variedad de títulos; metamorfosis, en la condición esencial de sus personajes, en particular y en la globalidad de los films, en general. Internada en un colegio (Hay que educar a Niní), directora de orquesta en tren de mujer casada (Orquesta de señoritas), bailarina española de sueños (Carmen), dama napoleónica (Madame Sans-Gene), ficticia millonaria (La mentirosa), sirvienta pero heredera (Santa Cándida), femme fatale de pacotilla (Mosquita muerta), hechicera de circo (Una mujer sin cabeza):

34 Claudio España, “Llega Niní Marshall”, en Cien años de cine, citado, 203.

son todos personajes que, suplantando o sustituyendo roles35 hacen del desplazamiento y la aceptación de una personalidad diferente un juego de fisuras entre los límites que separan a los seres humanos. En este sentido, el lugar de “uno como el otro” pone en evidencia las máscaras que construye el “uno como uno”. Por otra parte, si la metamorfosis refiere siempre a la mudanza que hace una persona o un objeto de un estado a otro, esta transformación es aplicable no sólo a los disfraces queridos o no que asumen los personajes interpretados por Niní, sino también a la maleabilidad misma del texto fílmico que la alberga. Cada uno de los films de Niní con Niní como protagonista despliegan en forma conjunta tanto el cambio anatómico de sus protagonistas como el discursivo, en el nivel del relato. De alguna manera, “todas las Niní que Niní era” en los films de Argentina Sono Film refieren a una voluntad metadiscursiva detrás de la cual se vislumbra, a ciencia cierta, la figura de Luis César Amadori, verdadero artífice de las veladuras, disfraces y artilugios narrativos por los que se escurre una vocación autoral.36

DEL SISTEMA INDUSTRIAL A LA BÚSQUEDA PERSONAL: FRANCISCO MUGICA Y OTROS QUE ANDAN POR AHÍ Desde los años treinta a la finalización de la década del cuarenta, la comedia argentina buscó afianzarse dentro del sistema industrial. A diferencia del circuito tipo del sistema industrial hollywoodense, resulta difícil atribuir, por ejemplo, una modalidad de la comedia a cada sello productor. En realidad, todos los estudios intentaron abarcar el amplio abanico que despliega el género, desde aquellos productos centralizados, básicamente, en grandes capocómicos, hasta los que trataban de estructurar un sistema narrativo y representativo que, fehacientemente, sentara rasgos, personajes y situaciones acordes a tan escurridizo género. Las grandes estrellas del star system local y las grandes variaciones dentro del género definen sus límites al tiempo que, inserto dentro del mismo sistema industrial, comienzan a manifestarse rasgos personales. Si Manuel Romero hizo de la comedia de los años treinta una versión —en relación absolutamente especular con sus melodramas— graciosa del mundillo porteño de Buenos Aires y su gente, le tocó a Francisco Mugica desarrollar el canon de la comedia familiar burguesa con progresiva tendencia a la sofisticación. Aprendiz de Romero, Mugica rápidamente comprendió que la manera más directa de llegar al público era mediante una narración semejante, carente de ripios tecnicistas o complicaciones discursivas. Para encabalgarse raudamente en la historia, Mugica describe en forma certera el núcleo del problema en las secuencias iniciales de sus films. Así es la vida se abre con un descriptivo plano referencial de la ciudad de Buenos Aires (esa misma que va cambiando según pasan los años) para inmediatamente presentar al jefe del hogar (Enrique Muiño) y, a partir de éste, permitir que la cámara reencuadre sobre el retrato de la familia que alcanza la

35 El lugar de la sustitución y de la suplantación en los films de Niní Marshall aparece esbozado en los comentarios de Domingo Di Núbila (en Domingo Di Núbila, Historia del cine argentino, Buenos Aires: Cruz de Malta, 1959) y claramente definido por Claudio España (en Claudio España, Luis César Amadori, Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1993). 36 Aparte dejamos, aunque pertenezcan al sello Argentina Sono Film, las películas realizadas por Manuel Romero: Porteña de corazón, Navidad de los pobres y Mujeres que bailan. Las tres tienen como personaje central a Catita y, de hecho, responden más al modelo “Catita”, elaborado por Romero para el sello Lumiton.

totalidad de la pantalla. Padres e hijos en una ciudad que, como ellos, mutará de acuerdo con paso de los años y de los cambios socioculturales. Medio millón por una mujer presenta, tras los títulos de crédito y un breve plano de las calles porteñas, el interior de un auto donde se encuentran Valverde (Enrique Serrano) y su esposa Julieta (Eva Franco) con una pareja de amigos. La escena pinta de cabo a rabo a Valverde, tan sólo preocupado por su dinero; él es en definitiva, el elemento que desencadena las acciones posteriores del resto de los protagonistas. Los martes, orquídeas... apunta, en plano detalle, a la médula del asunto: una invitación matrimonial que, metonímicamente refiere al posicionamiento sobre la vida, el amor y el matrimonio de la pequeña Elena Acuña (Mirtha Legrand). El piyama de Adán (1942) comienza con una brevísima escena donde la despechada Clara (Tilda Thamar) promete venganza al esquivo Adán (Juan Carlos Thorry), dispuesto a casarse, al día siguiente, con Beatriz (Zully Moreno). Inmediatamente, se celebran las nupcias, con una novia enojada y un novio con el ojo amoratado y un arañazo en la cara, fruto de la disputa con Clara. A partir de ahí, comienzan los problemas. La hija del ministro empieza con un insert de un periódico, cuyo titular señala “Interpelación al Ministro de Legislación Social”, dos breves escenas cuentan tanto las deliberaciones a la hora de encontrar quién ocupe el cargo vacante como la presentación del futuro candidato, el industrial Gervasio Correa (Enrique Serrano). Un último titular de diario anuncia que Gervasio Correa es el nuevo ministro. Y comienzan los trastornos para el pobre hombre. Los fragmentos reseñados tienen en común la economía informativa que, a poco de iniciado el relato, permite al espectador sumergirse sin dilación alguna en los enredos, engaños, desplazamientos o vericuetos múltiples que promete el registro de la comedia. Por otra parte, Francisco Mugica concibe la puesta en escena como un ejercicio donde el espacio acusa la relación personal o funcional que tiene con los sujetos. Así, en Los martes, orquídeas... a Elenita Acuña le corresponde declamar sus primeras frases —ésas que la dibujan como una jovencita soñadora y romántica— apoyada sobre el balcón florido de la terraza de su casa, en una noche encantadora. Y es ése el mismo balcón que acompañará, poco después, su primer diálogo con su deseado Romeo (Juan Carlos Thorry). Julieta burguesa, Elenita encarna, desde su misma inclusión espacial, el ideal de la jovencita casadera de una familia sin demasiados conflictos, salvo los de fantasear un marido ideal. O en Adolescencia (1942), donde la verja que separa las casas de los vecinos y noviecitos de la infancia (Angel Magaña y Mirtha Legrand) deviene metáfora anticipadora de una realidad que irá cobrando forma a lo largo del relato: los amores de la primera juventud, puros e inocentes se guardan como recuerdo, aunque nunca lleguen a concretarse en la edad adulta. En el Mugica aquilatado en la comedia burguesa acorde con la pujanza de una burguesía afianzada en el desarrollo industrial, el conflicto se centra en la familia: sus películas tratan sobre el tópico de los padres siempre dispuestos a hacer todo lo humanamente posible por la felicidad de los hijos (Así es la vida; Los martes, orquídeas...; El piyama de Adán) o sobre el estadio anterior a la paternidad, esto es, el conflicto de parejas “desparejas” sea por diferencias aparentemente éticas (La hija del ministro) o sociales (Piantadino). La división no es, empero, tajante, ya que como es período de conocimiento amoroso es el que precede, necesariamente, al matrimonio y los hijos, es lógico que tanto el problema de la lucha de los sexos y el de la formación de la familia se toquen, se insinúen o formen parte del mismo film. El mundo de la comedia —con preferencia, la sentimental, como corresponde a los problemas de familia— en Francisco Mugica incluyó, entre otros títulos, Margarita, Armando y su padre (1939), mirada irónica sobre la continuidad de los

amores entre Margarita Gautier, la “dama de las camelias” y Armand Duval en clave argentina, y además, primer trabajo de Mugica como director; El solterón (1940), divertimento sobre los avatares de un “padre soltero”; Persona honrada se necesita (1941), donde el amor es capaz, a pesar de los entuertos, de redimir a un delincuente; La guerra la gano yo (1943), comedia dramática sobre los beneficios económicos logrados a través de la especulación con la guerra; Deshojando margaritas (1946), historia del rapto de un empresario que descubre, gracias a la aparente traumática situación, los beneficios saludables y amorosos de la vida al aire libre37; La pícara Cenicienta (1950), versión “modernizada” del sueño de una dama con un príncipe azul, encarnado en un famoso escritor. En el medio, quedan Mi novia es un fantasma (1944) y Piantadino. Ambas permiten el lucimiento de un nuevo modelo de cómico que, promediando la década del cuarenta, destaca en sus performances, Pepe Iglesias, “El Zorro”.

LA VOZ QUE NUNCA PERDIÓ LAS MAÑAS En 1936, Pepe Iglesias, “El Zorro” (José Angel Iglesias Sánchez, 1915-1991) comienza su carrera radiofónica en radio El Mundo. Tampoco le es ajeno, dos años después, el paso por el teatro de revistas. Lucas Demare se encargó de dirigirlo para su primer trabajo en el cine, Dos amigos y un amor (1937). La fórmula era sencilla, segura y exitosa: la convocatoria de dos estrellas del mundo de la broadcasting al cine, Juan Carlos Thorry y Pepe Iglesias. El film significó no sólo el primer trabajo como actor de Iglesias, sino el de Demare como realizador. A éste siguieron 24 horas en libertad (1938, Lucas Demare), Mi novia es un fantasma, Llegó la niña Ramona, El tercer huésped (1946, Eduardo Boneo), Un ángel sin pantalones y Recuerdos de un ángel (1947 y 1948, ambas de Enrique Cahen Salaberry), y El barco sale a las 10 (1948, Mugica), todas comedias que prenuncian los dos grandes jalones en la corta carrera de Iglesias en el país, Avivato (1949, Enrique Cahen Salaberry) y Piantadino (1949, Francisco Mugica)38. Como lo indica el nombre del film, Pepe Iglesias encarna en Avivato al prototipo del porteño vivillo que se busca la vida sin demasiado gasto de energías. Piantadino, en cambio, lo puso a trabajar y a intentar demostrar que era un partido aceptable para la hija de un empresario. Pepe Iglesias había triunfado por sus imitaciones de Pepe Arias y de Luis Sandrini, entre otros, y también por los tipos que creó para la radio39, a la vez que hacía de la garganta un abanico metamórfico de posibilidades canoras. En el cine “el Zorro” explotó, más que nada, la gola. Los juegos

37 De alguna manera, Deshojando margaritas puede leerse como la contracara de Medio millón por una mujer, que se estrenó dos años antes. En esta última Serrano encarna a Valverde, empresario obsesionado por el dinero. Le secuestran a la mujer, Julieta y, más que el peso de la pérdida, Valverde siente tener que desembolsar el medio millón que da nombre al título de la comedia. El film resulta gracioso en la ansiedad con que Valverde, a pesar de sí, no puede desmentir la preocupación que siente por su dinero. A tal punto vive por y para el “vil metal” que no ve que su mujer ha dejado de amarlo y que prefiere, en definitiva, a su raptor. La risa campea en el film merced a la capacidad actoral de Enrique Serrano en la piel de Valverde: así, éste se vuelve “aceptable”, a través del distanciamiento que provoca la risa, por más que la actitud del hombre sea reprochable. Tal vez, en compensación, Mugica elige, para Deshojando margaritas, al mismo Serrano para, ahora él, ser víctima de los raptores. 38 Ambos films tienen como antecedentes sendas historietas. Avivato está basada en la historieta homónima de Lino Palacio, mientras que Piantadino se basa en las viñetas y dibujos de Adolfo Mazzone. 39 En este aspecto, cabe destacar el éxito alcanzado por el actor gracias a los libretos de Wimpi. El uruguayo Arthur Núñez García, “Wimpi”, es considerado uno de los mejores autores radiales del período.

de palabras, de sonidos, onomatopéyicos son su fuerte; sobre ellos hinca una comicidad fina, de acero templado. Tritura el lenguaje para hacerlo acompañamiento personal. Así, el quebranto de la lengua se utiliza como material de base para rearmar los sintagmas donde, por encima de todas las cosas, debe privar el ritmo. Por eso lenguaje y cuerpo (a través del juego de sketches, gags y el uso dinámico del humor) componen, en los films con Pepe Iglesias, una sinfonía corporal. El éxito de sus creaciones se apoya, justamente, en hacer del “deslenguado” una reapropiación única del valor del lenguaje, tal como convenía a sus personajes por lo demás, netamente porteños. El tipo de humor concebido por Pepe Iglesias continuó durante la década del cincuenta en Una noche en el Ta Ba Rin (1949, Luis César Amadori); El heroico Bonifacio (1951, Enrique Cahen Salaberry), El zorro pierde el pelo (1950, Mario Lugones), Como yo no hay dos (1952, Kurt Land), Pobre pero honrado (1955, Carlos Rinaldi).

ESTERTORES DE RISA Un ramillete de comedias —debidas a muchos directores en general— sostiene durante los años cuarenta, los “tópicos típicos” que, hasta el momento, han sido señalados con relación tanto a directores destacados como a los actores estelares con contrato en uno o más estudios de la época. No faltaron las historias que privilegiaron la amistad masculina, donde la juventud manifiesta, casi siempre, las nobles enseñanzas aprendidas en el hogar, aunque se permitan alguna aventurilla o travesura pícara, como retrató Manuel Romero en Los muchachos se divierten (1940), o Mario Lugones en Se rematan ilusiones (1944). La “muchachada” era un tema muy querido para Romero, ya desde los años treinta cuando, con Mujeres que trabajan (1938) registró simpáticamente los sentires y pensamientos de las jóvenes de la época, desde las que sostenían los valores más tradicionales hasta las que acusaban una exultante modernidad. El éxito del film lo animó para la realización de una temática similar en Muchachas que estudian (1939). Ya señalamos cómo Carlos Borcosque, durante los dorados cuarenta, demostró que la juventud bien vale la pena. El varón soltero, reticente a las dulces promesas del matrimonio, también gozó del favor de la platea, casi como contrapunto de aquellos films que sostenían que las mujeres podían ser caprichosas a la hora de elegir marido. No importa si el soltero es maduro (El solterón) o apenas madurito (Hay que casar a Ernesto, 1941, Orestes Caviglia), el varón debe aprender cómo se fragua el hogar. Aunque puede vérselas en dificultades a la hora de “poner las cosas en su lugar”, cuando la mujer, la suegra o la familia toda no hacen caso del “jefe de la casa”, según aparece en Rigoberto (1945, Luis Mottura), Soy un infeliz (1946, Boris H. Hardy) y La locura de Don Juan (1948, Luis Mottura). Los hijos siguieron siendo fuente de preocupación, desvelos, desengaños y reconciliaciones. Así lo acreditan En el último piso (1942, Catrano Catrani), El tercer beso (1942, Luis César Amadori) y Los hijos artificiales (1943, Antonio Momplet). Los apuros ante una posible —casi siempre fingida a sabiendas— infidelidad se hacen presentes en Adán y la serpiente (1945, Carlos Hugo Christensen), Cinco besos (1945, Luis Saslavsky), No salgas esta noche (1946, Arturo García Buhr), Un beso en la nuca (1946, Luis Mottura) y ¿Por qué mintió la cigüeña? (1948, Carlos Hugo Christensen); mientras el divorcio también amenaza, festivo, el fuego del hogar (Las sorpresas del divorcio, 1943, Roberto Ratti), sin evitar que los celos proliferen por doquier (Los secretos

del buzón, 1948, Catrano Catrani). Entre todas, destaca Un modelo de París 40(1946, Luis Bayón Herrera), donde la historia narrada sirve como soporte, en tono de vodevil, para poner en tela de juicio los límites y restricciones que ciñen al matrimonio. Cualquier estrategia es válida a la hora de probar el amor del esposo (Delirio, 1944, Arturo García Buhr). Más aún, la promesa o el sueño de un anillo de bodas alienta mentiras que se hacen realidad (El capitán Pérez, 1945, Enrique Cahen Salaberry; Un hombre solo no vale nada, 1949, Mario Lugones) o que se disuelven entre los sones de un piano (Romance sin palabras, 1948, Leopoldo Torres Ríos). A veces, el trastrueque de roles o el disfraz con el propósito de cobrar una fortuna, desemboca, por supuesto, en romance (Amor último modelo, 1942, Roberto Ratti), mientras algunas mujeres fingen viudez para resultar más atractivas (Los hombres las prefieren viudas, 1943, Gregorio Martínez Sierra). Los citados son todos ejemplos —a veces más, a veces menos logrados— de la multiplicidad y desarrollo de la comedia argentina.

EL GRUPO DE LOS CINCO Siempre la radio ofreció al cine un semillero de nombres y voces que nutrieron la pantalla local. En 1941, Tito Martínez del Box dedicó sus esfuerzos a juntar músicos, imitadores y humoristas. El resultado fue el nacimiento de la Caravana del Buen Humor, más tarde rebautizada la Gran Cruzada del Buen Humor. La integraron Rafael “Pato” Carret, Zelmar Gueñol, Guillermo Rico, Juan Carlos “Gordo” Cambón y Jorge Luz, entre otros41. El libretista Máximo Aguirre se encargó de la pluma que los hizo entrañables cuando, tiempo después y sólo con los mencionados más arriba, el grupo se achica y cambia de nombre por el de “Los Cinco Grandes del Buen Humor”, independizados de Tito Martínez del Box y del resto de la Cruzada. Algunos de ellos —Guillermo Rico, Rafael Carret y Jorge Luz42— ya habían hecho su incursión en el cine con El fabricante de estrellas (1943, Manuel Romero) y Cuidado con las imitaciones (1948, Luis Bayón Herrera). La primera, protagonizada por Pepe Arias, narra la cotidiana y difícil vida de un representante de estrellas, y resulta un intento, a la luz

40 El film está basado en la pieza teatral Un sombrero de paja de Italia, de Eugene Marin Labache y Marc Antoine Michel. La historia es sencilla: un hombre, camino de su boda, arruina el sombrero de una mujer casada que mantiene un encuentro furtivo con su amante. Para evitar las sospechas de un marido celoso y severo, la mujer y su amante persiguen al hombre, quien deberá reponer el sombrero en cuestión. A partir de allí, todo un mundillo de novios, esposos y amantes se precipitan en cascada, en corridas por doquier, en desestabilización espacial. Más allá de la risa, campea en el film un resquebrajamiento de la institución matrimonial; amparado éste en la corrosión festiva de los espacios sucesivos que albergan a los personajes. De alguna manera, el film recuerda en el juego de idas y vueltas, en el desequilibrio emotivo de los personajes, en los meandros de la trama, en el cuestionamiento de las pasiones, en los amores no correspondidos, en su (en el fondo) carcajear amargo el universo ficcional, espeso y brillante, de La regla del juego (1939, Jean Renoir). 41 La película original que cuenta con los oficios de la Cruzada del Buen Humor es Cuidado con las imitaciones y, en ella, los miembros del grupo aparecen en el siguiente orden: Tito Martínez del Box, Zelmar Gueñol, Guillermo Rico, Rafael Carret, Juan Carlos Cambón, Silvia Randall, Jorge Luz, Irma del Monte, Ana María Roig, Julio Vial y Arístides Soler. Puede notarse cómo la reducción del equipo es notable al encaramarse en el proyecto de Los Cinco Grandes del Buen Humor. 42 Este último, además, había aparecido como extra en Cándida, de Luis Bayón Herrera.

de los años, un interesante ejemplo para descubrir cómo la industria cinematográfica pensaba su propio proceso de producción de estrellas locales. A los futuros “Grandes del Buen Humor” les tocó esperar en el vestíbulo, primero, y hacer demostraciones, después, para lograr que un manager un tanto impasible, les ofreciera la posibilidad de triunfar. En Cuidado con las imitaciones aparece el futuro grupo completo, todavía como miembros de la Cruzada. Sin embargo ya se manifiesta claramente el tipo de humor que desarrollarían a lo largo de los años siguientes. La fábula recoge las tribulaciones del quinteto cuando deciden filmar una película pero no consiguen convencer al productor. La única manera de demostrar su valía será, entonces, imitando a los grandes divos y divas de la pantalla de plata. Así, el film transcurre a través de la puesta en escena (para el productor) de astros ficticios encarnados por los comediantes; al mismo tiempo, el relato provoca el goce al hacer participar al espectador del engaño que tiene como eje al mismo corazón de la representación cinematográfica: la adherencia e identificación con la star de turno. La tematización famosa del “cine dentro del cine” se vuelve aquí, parodia y en tanto tal, subvierte el valor de la serie sintagmática establecida. La inflexión sobre los mismos procedimientos del lenguaje fílmico resulta acorde con el hilvanado ligero de las situaciones: se trata, en definitiva de una puesta en escena fracturada de los elementos que se articulan dentro de una puesta en escena. Por eso, poco importa que las imitaciones —Libertad Lamarque, Pedro López Lagar, Alberto Castillo, Luis Sandrini, Miguel de Molina, Jorge Negrete y la celebérrima composición de Leopoldo Stokowski, a cargo de Rafael Carret— se yuxtapongan con los bailes y rumbas de Blanquita Amaro o que salten, con total naturalidad, del interior del estudio cinematográfico a una boite, al hipódromo o a diversos interiores. Todo vale cuando se trata de parodiar el verosímil genérico. Demostraron los cinco que el humor podía dejar los tipos individuales y volverse camaleónico, utilizando la sátira como membrana porosa donde tamizar los ya cristalizados modelos del espectáculo argentino. Por eso en sus films supieron hacer estallar a carcajada imitativa y paródica el cine nacional e internacional, la radio y el teatro de revista. Toda forma tiene cabida en el humor pluriforme anclado en los Cinco Grandes. Incluso ellos pueden ser leídos como una metamorfosis continua que amalgama, serpentea, se funde y se separa en la relaciones que establecen entre los mismos componentes del quinteto. Como Los Cinco Grandes del Buen Humor, realizaron Cinco grandes y una chica (1949, Augusto C. Vatteone), Cinco locos en la pista (1950, Augusto César Vatteone), Fantasmas asustados (1951, Carlos Rinaldi), Locuras, tiros y mambo (1951, Leo Fleider), Vigilantes y ladrones (1952, Carlos Rinaldi), La patrulla chiflada (1952, Carlos Rinaldi), Desalmados en pena (1953, Leo Fleider) y Trompada 45 (1953, Leo Fleider). En Veraneo en Mar del Plata (1954, Julio Saraceni), el grupo mantiene el nombre, aunque uno de los cinco —Juan Carlos Cambón agonizaba— había sido reemplazado por Ramón Garay. A partir de este film, aparecen en pantalla como Los Grandes del buen humor y filman Los peores del barrio (1954, Julio Saraceni), Africa ríe (1945, Carlos Rinaldi) y El satélite chiflado (1955, Saraceni).

LA COMEDIA SOFISTICADA: CUANDO LA SCREWBALL VIENE MARCHANDO Los años cincuenta reciben con euforia la eclosión definitiva de la comedia sofisticada, gracias a los trabajos de Carlos Schlieper. Esto no significa la declinación de los temas

populares o estrictamente cómicos en el mapa de la comedia, como lo afirman los productos populares de Los Cinco Grandes del Buen Humor, entre otros. Schlieper había comenzado su carrera como ayudante de Luis Moglia Barth en Melodías porteñas (1937). Su amistad con Enrique Santos Discépolo se extendió al celuloide y juntos realizaron Cuatro corazones (1939). Pero fue su ingreso en Estudios Filmadores Argentinos (EFA) lo que le dio la cabal competencia del medio. En ellos, Schlieper funcionó no sólo como mano derecha del director-estrella de la “compañía de las estrellas”, Luis Bayón Herrera, sino que supervisó libretos y guiones y más de un quehacer dentro de los estudios de la calle Lima. Pronto, le confiaron la realización de comedias hechas a la medida de Amanda Ledesma, quien, contratada por EFA, había dejado atrás su imagen de heroína dramática para volverse ligera comediante. A Schlieper le tocó dirigirla en Si yo fuera rica (1941), Papá tiene novia (1941) y Mañana me suicido (1942). Otra fábula graciosa, El sillón y la gran duquesa (1943), también contó con su firma. En realidad, el Schlieper admirado y recordado con mayor asiduidad —ése a quien se le cargó el mote de “el Lubitsch argentino”— es el que descuella a partir de El retrato (1947), producción que realiza para Emelco y donde dirige impecablemente a los ya reconocidísimos Juan Carlos Thorry y Mirtha Legrand. La historia es sencilla. Nadie comprende por qué el matrimonio de Clementina (Mirtha Legrand) y Raúl Miranda (Juan Carlos Thorry) está a punto de desbarrancarse a poco de casados. Aún hay más. El hombre abandona la habitación conyugal y busca cama en otra parte. Pero además inicia, tiempo más tarde, devaneos con Olga (Sarita Olmos). Desconsolada, Clementina llora sus cuitas al retrato de su abuela. Mágicamente, la abuela desciende del retrato y se ofrece a la ardua tarea de ayudar a Clementina a recuperar a su marido. Sólo que la abuela sustituirá a la nieta... Mirtha Legrand interpreta los dos papeles: nieta y abuela llevan el mismo nombre y se confunden bajo el mismo rostro. En el juego de la comedia de enredos —la especialidad de Schlieper—, donde las mujeres toman las armas para seducir o conquistar a los hombres, el realizador juega sus bazas. Sus saetas atacan con ironía el corazón de la pequeña burguesía porteña, ya que para el director no existe ambiente más confortable para la disputa que uno elegantemente decorado. Desplazada en el tiempo, la valencia semántica de la screwball comedy se instala, definitiva, en el modelo del sofisticado director argentino. El diálogo chisporroteante, la fluida consecutividad de los enredos y equívocos, los toques de buen gusto y una cierta malicia caracterizan el mundo de la comedia de Schlieper. Todos estos elementos aparecen perfectamente imbricados en El retrato. La torsión de la screwball, el torniquete del sentido debe ser lo suficientemente fuerte para que el film deje escurrir su jugo final: si El retrato sostiene una lanza, ésta es la que ha atravesado la construcción discursiva hegemónica en torno del contrato matrimonial. Si la cultura ha enseñado que una mujer casada debe ser nada más y nada menos que “una señora”, es para negarle el lugar del deseo y el uso libre del sexo. El sexo sólo es permitido para procrear. Pero no para gozar. Schlieper, a través de la voz de la abuela Clementina, deja escapar una sentencia solapada (también cristalizada en el imaginario colectivo, pero con signo negativo) y recuperada como “saber” sobre el final del relato: “De la puerta para afuera, una señora casada debe ser una dama; de la puerta para adentro, una puta”. Y el marido, contento. Para la moral bienpensante de la época, la postura de Schlieper al abordar los problemas de alcoba debería haber sido nefasta. Sin embargo, como las curvas acaracoladas de un tornillo, es tan alambicado el sistema de relaciones “equívocas” que se despliegan en sus films, que no resulta extraño que, en lugar de enjuiciarlas, sus películas gozaran del favor

del espectador. La aparente cuota de transgresión con que Schlieper dibuja la batalla de los sexos en El retrato y que continúa a lo largo de sus comedias sofisticadas, resulta espejismo. Lo cual es justo y necesario. Justo, en la medida en que contemporiza con la misma condición esencial de la comedia, es decir, hacer visible lo invisible: evidenciar el sistema de leyes que rige la organización social. Necesario, en tanto que el sujeto inscripto en esta matriz cultural no puede escapar a los mismos textos culturales que lo han formado, atravesado, “discursivizado”. La transgresión como espejismo en la comedia schlieperiana se basa en la inversión de la misma estructura que sustentan las leyes del patriarcado: en este sentido, las mujeres de Schlieper no transgreden sino que repiten, en clave femenina, los permisos, saberes, mecanismos y apropiaciones atribuidas culturalmente a los hombres. Pero el espejismo de la transgresión es necesario para acallar el otro, el más temible, el de la mujer devoradora del hombre, el de la vagina dentata, el de la fantasía de castración que desgarra la integridad del sujeto masculino43. No por esto las comedias de Carlos Schlieper —Cuando besa mi marido (1950), Esposa último modelo (1950), Arroz con leche (1950) Cosas de mujer (1951), Mi mujer está loca (1951), Los ojos llenos de amor (1953), Mi marido y mi novio (1954), Requiebro (1955), Alejandra (1956), Las campanas de Teresa (1956)— dejan de ser “brillantes”. Muy por el contrario. El brillo se sostiene y se agiganta por la competencia en la marcación de los actores y por el manejo dinámico de los encuadres en relación con la línea dominante del diálogo. Schlieper tuvo la habilidad de saber explotar el comediante fino que escondía Angel Magaña. Midió la mueca histriónica de Juan Carlos Thorry y los desbordes exagerados de Amelita Vargas. Potenció la imagen de “joven cabeza fresca a la pesca de marido” en Malisa Zini. Demostró que Mirtha Legrand podía bajar del altar de la pureza perpetua donde la había alzado el cine argentino. Tensó con matices la cuerda impecable de Delia Garcés. Bajó del pedestal hierático del drama ampuloso a Laura Hidalgo. En el mundo de las comedias de Schlieper, estos principalísimos protagonistas tuvieron un mundo en eco que los apoyaba, secundaba y, más de una vez, demostraban más tino e inteligencia que los espléndidos burgueses de smoking y soireés: los mucamos y mucamas de Schlieper le ofrecen el contrapunto concienzudo a la falta de conciencia de sus patrones44. Carlos Enríquez fue “el mucamo” por excelencia; una suerte de texto único que acompañó a los diversos rostros que, para el mismo tipo de patrones, interpretaron los hombres y mujeres de las comedias de Schlieper. Con Carlos Schlieper, repetimos, la herencia de la screwball comedy norteamericana reelaborada en el contexto porteño tuvo su máximo exponente. Con su muerte prematura, en 1955, el tornillo brillante de la sofisticación presente en el género comenzó a desvanecerse.

43 La fantasía de castración, el fetichismo y el tabú de la virginidad aparecen claramente trabajados en Barbara Creed, “Medusa’s Head: The Vagina Dentata and Freudian Theory”, en Monstrous-Feminine. Film, Feminism, Psychoanalysis, USA: Routledge, 1993, 105. 44 Incluso en Esposa último modelo, la mucamita es una estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras. Aurelia Ferrer, por su parte, fue cocinera experimentada —entre ollas y admoniciones— en la misma película. Por su parte, también señala Ricardo Manetti en “Carlos Schlieper”, en Claudio España (coordinación), Cien años de cine, citado, 251: “En su período de mayor brillo, las películas suyas [de Schlieper] contaron siempre con una actriz ideal para la contrafigura insistente de la estrella: Nélida Romero, su mujer en la vida real”.

VARIEDAD DE VARIEDADES. TODO ES VARIEDAD No sólo el modelo schlieperiano primó durante los años cincuenta. Este convivió, en todo caso, con el paulatino crecimiento de comedias populares que regurgitaban temas, situaciones y personajes ya presentes desde la década del treinta. Las anécdotas barriales con su grupete de amigos y sus fábulas simples corrieron de la mano de Alberto Castillo (La barra de la esquina, Buenos Aires, mi tierra querida, Por cuatro días locos), cuando de reminiscencias tangueras se trataba. En cambio el barrio con su pintura de costumbres domésticas de perfil naïf fue recuperado en Los Pérez García (1950, Fernando Bolín y Don Napy), basado en el éxito radial homónimo. El mismo Bolín se hizo cargo de llevar a la pantalla los personajes creados por Horacio S. Meyrialle y dio vida a Pocholo, Pichuca y yo (1951)45. El prolífico Enrique Cahen Salaberry sigue demostrando, a lo largo de la década que ningún género le es desconocido y, aún dentro de un sistema industrial que acusaba síntomas fuerte de quiebre, se anima y realiza El ladrón canta boleros (1950), divertimento musical para lucimiento del cantante Mario Clavel; El heroico Bonifacio (1950), una posibilidad más para el histrionismo vocálico de Pepe Iglesias; Don Fulgencio (1950), la historieta de Lino Palacio convertida en rostro y gracia de Enrique Serrano; Especialista en señoras (1951), con Juan Carlos Thorry el papel de un ginecólogo picaflor; Mi mujer está loca (1951) y Cuidado con las mujeres (1951) tres para las dotes interpretativas del español Alberto Closas; dos comedias dramáticas, El infortunado Fortunato y Fin de mes (ambas de 1952) y una musical con Blanquita Amaro, Mi viudo y yo (1954); La dama del millón (1955), comedia de viuda a la pesca de nuevo marido. Esta última tuvo como guionista a uno de los nombres más citados para este rubro, durante la década, Abel Santa Cruz. Santa Cruz adapta y escribe no sólo para Cahen Salaberry, sino también para Carlos Schlieper (Los ojos llenos de amor), Julio Saraceni y Enrique Carreras. Saraceni se aboca decididamente a la comedia, durante los años cincuenta. A las ya mencionadas La barra de la esquina y Buenos Aires, mi tierra querida, con Alberto Castillo, y Bárbara atómica más otras para los Grandes del Buen Humor, el director prueba la parodia ligera con El hermoso Brummell (1951) e intenta recuperar los disparates de Catalina Pizzafrolla en Catita es una dama (1955). Entre tanto, ayuda a configurar el perfil de Lolita Torres, esa estrellita nueva mitad ingenua, mitad pícara. Para y con Lolita filma La mejor del colegio (1953), La edad del amor (1953), Más pobre que una laucha (1954) y Un novio para Laura (1955), todas con guión de Abel Santa Cruz. Algo del espíritu sano de la juventud (con recuerdos de las tramas de Carlos Borcosque) se cuela en la estudiantina mitad comedia, mitad drama, La última escuadrilla (1951), donde el peso de la historia recae sobre un muy joven Juan Carlos Barbieri, que desde la década pasada se había hecho dúctil para los retratos del “hombrecito” bueno de la

45 “Pichuca y yo. Un par de novios felices” era una página que constaba exclusivamente de diálogos y que narraba los avatares del noviazgo de Pichuca (la mujer imprevisible e incomprensible) y Eduardo (el “yo” del título, ejemplo del “sentido común masculino”). Esta página aparecía en la revista humorística Rico Tipo, nacida en 1944 de la mano de Guillermo Divito.

casa y de la historia argentina. Julio Saraceni, durante los años siguientes, se adapta fácilmente a los requerimientos particulares de comediantes tales como Pepe Biondi, Carlos Balá o José Marrone. Pero esa es otra historia. El panorama es francamente heterogéneo. Actores de trayectoria intentan renovar sus máscaras en producciones dispares. Tal es el caso de Luis Sandrini que, en medio de las apocadas Payaso (1952, Lucas Demare) y Fantoche (1957, Román Viñoly Barreto) intenta la comedia con “estrella importada” (Me casé con una estrella, 1951, con Conchita Piquer y de Luis César Amadori) y lleva a la pantalla el éxito teatral Cuando los duendes cazan perdices (1954), que se convierte en un verdadero éxito de taquilla. Por su parte Daniel Tinayre comienza la flexibilización de Mirtha Legrand y le permite hacer de sus ingenuas creciditas unas mujeres más pícaras y mentirosas (La vendedora de fantasías, 1950) o decididamente embaucadoras (Tren internacional, 1954). Ahora bien, quien se lleva las palmas a la hora de filmar en medio de la crisis del sistema de producción cinematográfico argentino es el pantagruélico Enrique Carreras.

A TODA CARRERA Entre 1951 y 1957, don Enrique Carreras realiza 20 películas, de las cuales dos solas son estrictamente dramas (Siete gritos en el mar, 1954; Pecadora, 1955). En términos generales, las condiciones rápidas de filmación y la toma de temas, motivos, personajes y situaciones para seguir explotándolos ad infinitum, hicieron de Carreras un habilidoso artesano. La producción veloz de films en estas condiciones, las “quickies”46, garantizaban, en todo caso, la recaudación suculenta e inmediata en la boletería. Motivo más que suficiente para seguir aplicando este sistema. Su primer trabajo es El mucamo de la niña (1951) con Alfredo Barbieri en el uniforme de Miguelito, mucamo de la voluble niña Lucy (Lolita Torres). Tanto este film como el anterior protagonizado por Lolita—Ritmo, sal y pimienta (1950, Carlos Torres Ríos)—dan cuenta, de que la novísima estrella todavía está en ascenso: marca evidente en los títulos de los films que aún no funcionan como índices del protagonismo de la niña. Parte de la producción prefiere la parodia de textos popularmente conocidos, parodia evanescente de la condición crítica que le es propia47, en beneficio del lucimiento del gran bufón de Carreras, Alfredo Barbieri. La obra teatral “Crimen en borrador”, de Julio Porter y Raúl Gurruchaga, sirve como base para la realización de La mano que aprieta (1952), comedia que parodia, mezclándolos, elementos correspondientes a la codificación típica del género policial con los relatos de fenómenos sobrenaturales. Las zapatillas coloradas (1952) es 46 Así las bautiza Domingo Di Núbila en Historia del cine argentino, Buenos Aires: Cruz de Malta, volumen II, 1959. 47 Mijail Bajtin, La cultura popular en la Edad media y el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, Barcelona: Barral editores, 1974; Victor Erlich, El formalismo ruso, Barcelona: Seix Barral, 1974; Julia Kristeva, El texto de la novela, Barcelona, Lumen, 1974; Victor Sklovsky, Sobre la prosa literaria, Barcelona, Editorial Planeta, 1971; V.N. Voloshinov, El signo ideológico y la filosofía del lenguaje, Buenos Aires, Nueva Visión, 1976, son textos más que elocuentes que, desde distintas ópticas analizan el fenómeno paródico. Más allá de las diferencias entre ellos, concuerdan en el alto grado de voluntad crítica que promueve el texto paródico. En el caso que nos ocupa, el cine de Enrique Carreras, es casi obligado hablar de “parodia”, en la medida en que existe una modificación en el nivel de la serie paradigmática. Sólo que la incisión sobre el mismo lenguaje es tan lábil, que el peso crítico del registro paródico se evapora.

una apropiación argentinizada y desplazada de la famosa película homónima de Michael Powell y Emeric Pressburger (The Red Shoes, 1948), donde del original inglés apenas queda rescatado el nombre: el film argentino, en todo caso, utiliza el apelativo como broma, como marca espontánea e inmediata, como guiño contextual para el espectador de la época. Alejandro Dumas tampoco se salva de que el título de su novela “Los tres mosqueteros” tenga su visión deformada en Los tres mosquiteros (1953). Hasta el mismo William Shakespeare no hubiera imaginado que las lágrimas fúnebres de sus amantes de Verona se trocarían en risas a granel en Romeo y Julita (1953). Con excepción de Las zapatillas coloradas, las tres restantes explotan la química de adaptación entre la cubana Amelita Vargas y sus caderas bamboleantes y Alfredo Barbieri, el hombre de la cara de goma. La aceptación popular de la chanza sobre textos legitimados hace que el director reincida nuevamente, en 1955, con El fantasma de la opereta, donde la parodia se circunscribe más que nada al nombre del film, para escurrirse, levemente, dentro de la trama. Ahí sí se apela a muy conocidos textos de terror (Frankenstein, Drácula), aunque jamás se los nombre. Son siempre comedias ligeras, con enredos de pareja y matices picarescos, con mucho revoleo de objetos y tramas sencillas, las que filma don Enrique. Le encantan los disfraces (en casi todas sus películas del período, un hombre se viste de mujer, o una mujer decide portar ropas masculinas), los gags y los tropezones y caídas de sus personajes (especialmente si tienen la cara “a prueba de piso”, como Barbieri, siempre dispuesto a repetir sus morisquetas fonomímicas desarrolladas en la revista teatral). En el juego no deja a un lado el revuelo momentáneo sobre los cimientos del hogar y, por ejemplo, en 1953, estrena ¡Qué noche de casamiento!, Suegra último modelo y La cigüeña dijo sí: del noviazgo a los hijos, todos los matices para el consumo de la platea están contemplados. La lista es larga e incluye La tía de Carlitos48 (1953), Somos todos inquilinos (1954), Ritmo, amor y picardía (1954), De noche también se duerme (1955), Escuela de sirenas... y tiburones (1955), Mi marido hoy duerme en casa (1955), Luces de candilejas (1956) y El primer beso (1957). La familia como epicentro por salvaguardar y, aún más, por construirlo como un ideal santo, es un propósito que acompaña la carrera de Carreras. A toda marcha, durante los años siguientes, seguirá por la misma ruta, con muy pocas desviaciones en el camino.

EN UN VASO OLVIDADO SE DESMAYA UN VARÓN, UNA MUJER O ... En los flujos y reflujos de la comedia argentina desde el inicio del cine sonoro, siempre el humor contempló la inclusión de la diferencia sexual en términos binarios, acorde, por ejemplo, con el eje de la “batalla de los sexos” o como disparador para reforzar la institución familiar. Sin embargo, nunca dejaron de colarse algunos sujetos distintos, algunas caracterizaciones ambiguas o algunos mecanismos enunciativos que pueden

48 Se trata de otro título “deformante” de la obra teatral La tía de Carlos, de Brandon Thomas, estrenada en 1892, y que ya había tenido una versión argentina en La tía de Carlos (1946, Leopoldo Torres Ríos), con Pedro Quartucci. La obra de teatro tuvo varias adaptaciones homónimas a la pantalla grande, sobre todo en el cine norteamericano: una versión silente a cargo de Scott Sidney,en 1925, con Syd Chaplin, fue seguida por otra en 1930, con June Collyer y Charlie Ruggles. Pero sin lugar a dudas, la más recordada es la protagonizada por Jack Bennysecundado por Kay Francis, James Ellison, Anne Baxter, Edmund Gwen y Reginald Owen para el film homónimo dirigido por Archie Mayo, en 1941.

reverse a la luz de la política del género (gender), en relación con el verosímil genérico (genre). El problema es el sujeto. Tomando al sujeto como territorio de apertura para el debate multicultural, la cuestión del género (femenino/masculino) en función del sexo (hombre/mujer) se presta a confusiones.

“Pensar el cuerpo obliga a detenerse en cómo los comportamientos socioculturales han delimitado y construido la evidencia de la diferencia biológica. Así, la cultura ha organizado una mirada sobre el mundo —y, por consiguiente, un sistema de normas y restricciones— donde cuerpo (biológico, sexuado) y género (artificio) se yuxtaponen y confunden. El cuerpo es un constructo, un territorio marcado, una metáfora del poder, una representación encuadrada que, en su selección, niega el flujo del deseo. Volver al cuerpo es establecerse en la ambigüedad del límite; reconocer que la piel —la frontera, el lenguaje— es una membrana porosa que se resiste a la demarcación”.49

Nos estamos refiriendo, en última instancia, a una relectura del género en el marco de la comedia. Los ejemplos son muchos, pero tan sólo nos referiremos a algunos de ellos, a saber: 1. En los inicios del sonoro, Azucena Maizani en ¡Tango!, canta su última canción vestida

de varón, mientras que en Los tres berretines, aparece un amanerado y atildado amante del biógrafo (Homero Cárpena).

2. Pocos años después, en La casa de los millones, Fortunato Rico (Luis Sandrini) que, para ser aceptado por la irascible millonaria Fulgencia hasta había tenido que colocarse ropas de mujer, convertido en lacayo de librea en la puerta de la mansión, se dedica a anunciar a los invitados que, una noche, llegan a la fiesta ofrecida por Fulgencia. Entre éstos, aparecen tres amigos, muy amanerados y parloteando incansablemente. Ante la reticencia de los mozalbetes para dar sus nombres Fortunato primero se impacienta y luego los deja pasar, mientras grita: “¡Las tres Marías!”. Los muchachos pasan y nuevamente la cámara enfoca a Fortunato quien, siguiéndolos con la mirada exclama: “¡Y mañana serán hombres!”50. El tono de Fortunato es burlón y sutilmente despectivo.

3. Lucrecia Borgia (en el film homónimo) elige a los caballeros para su escolta personal. Con una tiza, marca el pecho de los elegidos. En un momento, se detiene frente a un varón muy fornido y le traza dos marcas para luego preguntarle su procedencia. Le contesta una voz aflautada, con entonación y modos femeninos. Lucrecia borra rápidamente las marcas del pecho del hombre en cuestión.

49 María Valdez, La mirada del cuerpo, texto de presentación del ciclo homónimo de cine, aparecido en La Hoja del Rojas, Dirección de Cultura, Centro Cultural Rector Ricardo Rojas, Universidad de Buenos Aires: septiembre de 1996. 50 La frase es graciosa para el público ya que remite al film de Carlos Borcosque ...Y mañana serán hombres (1939): el film en cuestión narra los avatares de jóvenes que viven en un internado y que, a lo largo de la historia, aprenderán el valor de la hombría de bien, gracias a los oficios del director del establecimiento (Sebastián Chiola).

4. Un mucamo amanerado (Marcelo Ruggero) se sorprende ante los líos en Casamiento en Buenos Aires (1939, Manuel Romero)

5. Paulina Singerman se engomina, se viste de hombre y se va a defender su amor, en Luisito.

6. Un noble afeminado (Adrián Cúneo) dialoga con Niní Marshall en Madame Sans-Gene.

7. Un muchacho se hace pasar por la tía de sus amigos, para que puedan llevar a cabos sus planes de matrimonio. Trama mínima de La tía de Carlos (1946, Leopoldo Torres Ríos) y de su remake de 1953, La tía de Carlitos (Enrique Carreras).

En todos los casos no se accede sino a una reduplicación, en registro humorístico, de las mismas normas con que el heterosexismo compulsivo delimita fuertemente, excluyendo a todo aquel que se muestre “diverso”. Azucena Maizani es aceptada porque está “representando” mientras canta; cosa semejante ocurre con Pedro Quartucci en La tía de Carlos y con Alfredo Barbieri en La tía de Carlitos y la lista sigue. En primer término, a a menos que quede claramente establecida la necesidad de representar, si un sujeto porta un vestido o unos modos que no condicen con el género que le es atribuido culturalmente, es expulsado fuera del límite, esto es, es estereotipado y juzgado. La gracia de las comedias, en estos casos, estriba en hacer reír a partir de la toma de conciencia inconsciente del valor social de la estereotipización. En los ejemplos señalados, repetimos que no son los únicos, la misma estructura propone una vuelta al orden establecido: si hubo enredos y confusiones, si alguien se travistió durante el transcurso de la fábula, debió ser por un buen motivo que se aclara sobre el final del relato mismo. Las leyes del patriarcado son, a la postre, inexorables. Quedan dos films que, deliberadamente dejamos para el final, Vidalita y La dama duende, ambos de Luis Saslavsky. Los dos promueven una fractura dentro del lenguaje concomitante con el cuestionamiento genérico que propugnan. En el primero, el juego enunciativo adquiere carácter ambiguo, gracias a la delegación de las voces over que abren y cierran el relato. Si al menos la voz masculina es creíble, la de la mujer que habla, en cambio, entra en contradicción o complicidad con las imágenes que “autoriza” a ver. Si a esto se suma una estructura compleja, donde el presente del relato es un constante reenvío al pasado para aclarar algo que tan sólo puede ser desvelado en el presente, el círculo se cierra perfectamente: así como no hay clausura del texto, tampoco la hay del sujeto. La dama duende subvierte los discursos a través del uso de los mismos. Por una parte, Angélica (Delia Garcés) explicita claramente su deseo: ella quiere un hombre. Por otra parte, su condición de viuda le impide mantener relaciones con ningún caballero. El “decir” se encarga de desdecir la imagen, a la vez, el “desdecir” de la imagen realza la visceralidad excesiva (justamente porque se la intenta aprisionar) de Angélica. Al mismo tiempo, el hombre es presa, antes que nada, de una mirada deseante, la suya. Manuel (Enrique Alvarez Diosdado) se sabe objeto de la mirada ajena (la de las mujeres del villorrio, la de la dama duende). Si él es el objeto de contemplación (en la taberna, en las calles, en la cama de herido), no resulta extraño que deba asumirse en el espejo para poder “conformarse”. En este sentido, los golpes que pega al espejo del cuarto manifiestan tanto la impotencia por no alcanzar esa mirada que lo construye (la de la dama duende que se esconde tras la superficie azogada) como la angustia de no saber, todavía quién es ése que repite sus

mismos movimientos delante del cristal reflejante. Manuel es, en definitiva, un sujeto en proceso de constituirse como tal. Y si es proceso, no tiene un límite definido, en otras palabras, también es ambiguo. En su momento, Vidalita fue celebrada como un intento de apropiación de una suerte de registro folclórico. Y fue denostada por quedarse a medio camino en la globalidad de la propuesta. En su momento, La dama duende fue celebrada por el despliegue majestuoso, por la enorme superproducción que desplegaron los responsables de Estudios San Miguel. Y fue criticada por su excesivo subrayado en la representación. Ambos films pertenecen a un mismo autor. Ambos fueron leídos “a medio camino”, celebrados y a la vez criticados. Ambos provocan una extraña fascinación y una risa que poco a poco va menguando, —aunque se trate de comedias— sin saber muy bien por qué. ¿Demasiado estilizadas? ¿Demasiado recargadas? ¿Demasiado construidas? Horadando el límite entre la representación y lo representado, ubicándose sobre la herida que anuda sujeto y lenguaje, Vidalita y La dama duende son, más allá de sus intrigas de identidad, textos que colocan el vacío genérico delante de nuestras cabezas. Y no hay imagen más temida, en definitiva, que la del propio caos.