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MarianaAurelianoSixtos
SeminariodeCreaciónLiteraria
Desierto [Títulotentativo]
En un pueblo sin nombre la línea que separaba lo real de lo imaginario era difusa, casi inexistente. El lugar tomaba partida en muchos aspectos de la vida de su población, incluso en el amor. La joven de rojos cabellos no estaba preparada para aquello que, en un principio, nunca creyó real.
Capítulo I.
El tropiezo
Era un pueblo sin nombre; un lugar olvidado en medio del desierto al cual muy pocos sabían
cómo llegar. Toda su población parecía demasiado parca, con una fisonomía casi idéntica:
cabello castaño rojizo, ojos oscuros y piel bronceada. Sí, casi todos parecían figuras idénticas
que habían surgido por efecto espontáneo en ese lugar sin nombre. Todo parecía en ocasiones
tan monótono y miserable que uno no llega a explicarse cómo esa gente podía vivir en aquel
incógnito lugar y, mucho menos, como la joven de rojos cabellos lo encontró.
Eran las diez en punto de la mañana, pese a ser temprano el sol quemaba sin piedad los
terrosos caminos. Tomás, el encargado de la vieja posada, atravesó el dintel de su casa y
mientras caminaba recordó como su esposa lo había hecho comprar la antigua puerta que
dejaba detrás:
—Lo viejo —dijo él— no sirve.
—Pero, está bonita, ¿a poco no parece la puerta de un importante lugar?
—Está vieja —contestó— me cuesta más arreglarla que comprarla.
—Bueno, como quieras —exclamó mientras sus ojos verdes recorrían la madera con
curiosidad. Aquellos ojos que ambos amaban.
Mientras iba recordando aquello el hombre escuchó que lo llamaban y volteó: era su hija, la
segunda de los cuatro vástagos que tenía. Una joven de complexión robusta, cabello rubio
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deslavado, como si el sol se hubiera tragado su color, ojos oscuros y tez bronceada.
Nuevamente recordó que ella y su mellizo, el mayor de los cuatro, eran los únicos con
cabellos rubios en aquel inhóspito lugar, que su hijo mediano tenía los ojos verdes y el menor
la piel blanca, a pesar del tirano sol. Todos ellos tenían una característica de su madre; era
por eso que su padre siempre los juntaba porque así cuando todos estaban juntos él podía
volver a ver a su esposa.
El anciano hombre, después de contemplar por unos segundos a su hija, se marchó. No hizo
caso cuando ella le recordaba a gritos que debía de llegar temprano, antes que anocheciera,
debido a que las corrientes de viento levantarían la tierra y traerían la oscuridad que
ensombrecería los caminos; en vano lo llamó, pero tampoco insistió, conocía demasiado bien
el carácter de su padre como para saber que él nunca escuchaba consejos o advertencias de
alguien, además él era muy capaz de leer el clima y nunca fallaba al pronosticarlo. Sabía que
su padre los domingos caminaba hasta llegar a los bordes del pueblo y más allá, después iba
a tomar una o dos botellas de alcohol para, finalmente, regresar alrededor de las ocho a comer
un pan con ate y dormir. Ella, sus hermanos y el pueblo entero conocían su rutina. Lo que
nadie se esperaba era que esa noche el señor no iba a volver.
Aquel día, mientras deambulaba cerca de los restos de una casa quemada una brisa de viento
proveniente del mar le había traído un recuerdo tan vívido que ese hombre lleno de vicios,
unos comunes y otros extraños, había salido hasta el desierto buscando algo que sólo él podía
ver; había andado tanto, empeñándose en encontrar a la persona más valiosa, que su cuerpo
se perdió en la arena y todo rastro de su existencia se borró. Nadie sabía que ese hombre
había huido para no volver y que la razón de su afanosa carrera no era otra, sino que el
fantasma de aquella mujer.
A kilómetros de distancia, en ese mismo día, un río de lágrimas corría por unas pálidas
mejillas. Ella sostenía un arma, traía puesto un camisón azul con encaje y la sangre manchaba
su rostro, cuello y manos; la pupila dilata apenas le permitía ver el escenario frente a ella. No
sabía cómo había podido tomar el arma, es más, no recordaba el momento en que había
llegado a su casi ni porqué, de repente, se había sentido tan enfadada.
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Era un recuerdo borroso, lleno de demasiado ruido y movimiento; era un rompecabezas con
piezas incompletas. Su mano comenzó a temblar, el recuerdo repentino la azotó contra la
realidad; ella se levantaba de la cama a toda prisa ignorando la voz escandalosa de un hombre
que, momentos antes, se encontraba junto a ella. No sabía a dónde iba, no, sí lo sabía; corría
por el pasillo y entraba a una habitación blanca, se inclinaba y sacaba el arma, no lo pensaba
dos veces; regresaba con ella en la mano, la misma que había matado a su abuelo, y entraba
al dormitorio.
Contempló unos ojos azules, los cuales la veían llenos de miedo y pavor, sin embargo, su
propio reflejo mostraba una abrumadora seguridad de lo que hacía. Tal era la determinación
que mostraban sus fieros ojos negros que aquel hombre no pudo siquiera moverse o hablar:
estaba petrificado por lo que veía frente a él. Ella lo sabía, sabía que no iba a haber otro
momento como ese, que era su última oportunidad, por eso, sin permitirle tan siquiera
pronunciar una palabra, le apuntó y le disparó: uno, dos, tres disparos y el tiro de gracia justo
en el corazón.
Ella no entendía por completo su proceder, pero sí sabía que lo tenía que matar, no tenía
ninguna duda acerca de eso, su conciencia estaba tranquila, se sentía liberada; creía que era
lo justo.
—Una vida por otra —se decía así misma— una vida por otra, después de todo el maldito
ya me mató— se dijo mientras se metía a bañar.
Pasadas un par de horas la joven ya tenía listas sus maletas, había recogido lo que se podía y
quería llevar, no le importaba que encontraran el cadáver, el simple hecho de buscar una
forma de deshacerse del cuerpo era estúpido. No tenía nada que temer, por ello no hizo ningún
intento de ocultar lo que había hecho. Simplemente abrió la puerta de la casa, salió, cerró con
llave y miró la fachada una vez más, esa vieja fachada que se caía a pedazos, caminó hacia
la reja y antes de alejarse dijo con seguridad:
—Todo era un simple ajuste de cuentas, sólo era un simple ajuste de cuentas.
No había caminado hasta el final de las tres primeras cuadras cuando un papel se cruzó frente
a su cara, lo tomó. Al desdoblarlo pudo distinguir, entre la mala caligrafía, unas breves
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indicaciones; revisó nuevamente el papel: olía a cigarro y café. Trató sin éxito de descifrar la
totalidad de su contenido y meditó por unos instantes. Ella pensaba iniciar de nuevo en una
bonita ciudad o algo parecido, pero, primero quería alejarse un poco de la realidad y ya sea
por casualidad, o suerte, tenía en sus manos la localización de un pueblo aparentemente
inhóspito ubicado entre un desierto y el mar. Únicamente le tomó unos segundos decidirse:
dobló el papel, lo guardó en su bolsa y se dirigió a la estación de tren más cercana para tomar
el transporte que la llevaría a un nuevo lugar.
Sin embargo, dentro del papel no sólo se encontraban una serie de indicaciones también, y
escritos por una mano con experiencia, una serie de advertencias para llegar al pueblo sin
nombre. Riesgos, eso había; unos que la joven de cabellos rojos sólo conocía en su
imaginación y, tal vez, en lo más profundo de su memoria. Aquella dirección tenía otra
función.
En el mismo momento que ella le disparaba al hombre sentado en la cama; otra persona
completamente diferente se encontraba apoyada en un pequeño y destartalado camión; era
un hombre obeso, sudado y sucio, lleno de tatuajes obscenos, con barba y cabellos negros
que bebía café y, mientras lo tomaba, él recordaba la historia que le había platicado su
compañero: un hombre requemado por el sol, con cabello castaño y delgaducho. Éste le había
contado que existía un pueblo muy a lo lejos, en un lugar internado entre la arena del desierto
y la arena del mar, con continuos choques de corrientes de aire; unos prevenientes del norte
y otros del sur, pero, que lo más insólito de aquel pueblo no era la arena o el sol, sino la luz
que emanaba, era como un punto brillante a lo lejos, un punto de luz en medio del desierto.
Esto era porque cada casa, tienda o construcción que existiera poseía colgada algo parecido
a un espanta espíritus fabricado de un resistente cristal de diversos colores pero muy
resistente. Aquel hombre delgado, que iba una vez al mes a vender o comprar cosas de uso
común, se había habituado al clima y la zona incluso tenía amistades con algunos de los
pobladores que le platicaban sobre sus costumbres e historias; uno de ellos, un anciano, le
había dado como regalo uno de esos extraño objetos; él no sabía exactamente qué era o cuál
era su función, pero por no desairarlo aceptó el obsequio y lo llevó a su casa.
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El hombre obeso ya había visto el peculiar objeto, inclusive le había quitado una pieza al
presente de su compañero; lo había hecho por pura curiosidad que después se volvió codicia;
pronto ese hombre descubrió que el misterioso cristal era muy valioso y los rumores de que
en un pueblo lejano existía un material muy preciado inmediatamente lograron despertar en
él el deseo de saber de dónde provenía y, sobretodo, cómo era posible obtener más de éstos
pequeños materiales cristalinos.
Mientras el hombre barbudo divagaba sobre cómo llegar al pueblo el viejo papel voló de sus
manos y terminó en poder de la joven de cabellos rojos. Aquello parecía un juego de azar; el
tablero estaba puesto y las piezas estaban por reunirse.
El día estaba soleado, pero no se sentía sofocante. Tal vez era por las corrientes de viento que
venían del norte, esas corrientes frías que lograban traerle un momento de frescor al
abandonado pueblo; todos estaban realizando sus labores cotidianas: arreglar zapatos,
atender la tienda, cuidar lo poco que se lograba cultivar en los huertos. Los pobladores
parecían vivir un día común y corriente o, al menos, eso parecía, pues los hijos del hombre
vicioso estaban de luto, ya habían pasado cinco días desde que su padre había desaparecido,
todos sabían perfectamente adonde había ido, pero nadie se atrevía a seguirlo:
—Se fue en dirección a las dunas —lamentó una voz aguda.
—Sí, se fue a esa parte del desierto de donde nadie vuelve.
—Se marchó porque así lo quiso ella —concluyó otro.
—No, se marchó para encontrarla —sentenció con voz grave el anciano Tomás.
Eso y más se murmuraba en el pueblo, no existía ni una sola persona que creyera lo contrario
incluso sus hijos lo sabían, fue por eso que no lo siguieron y también por lo que no llevaron
a cabo ningún velorio; simplemente los hijos vestían de negro porque habían perdido a su
padre, bien podría estar muerto o bien podría estar vivo, sin embargo en ambos casos creían
que estaba con su esposa.
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No era frecuente pero sí común que la gente se internara en el desierto y no regresara; por
ello, cuando el sol comenzó a caer y una oscura silueta se empezó a aproximar entre los
remolinos de arena, con dirección a la entrada del pueblo, todos empezaron a sentir como el
temor los inundaba. Era como un deja vú para la gente adulta y una señal para los más
ancianos, sólo para los jóvenes y niños carecía de significado.
La luna, que estaba en su esplendor, empezó a ser ocultada por gruesas capas de nubes negras,
no se veía más que oscuridad en todas las direcciones posibles, no había estrellas y el viento
golpeaba con una increíble fuerza las arenas del desierto; las corrientes del sur no sólo podían
sentirse sino que también se podían ver, pues traían consigo la blanca arena de la playa y ese
olor inconfundible del mar; por primera vez, después de treinta años, el frío de las montañas
del norte cayó sobre el pueblo y una densa neblina lo cubrió, todo era exactamente igual al
día en que ella llegó. Sólo unos cuantos lo sabían y otros pocos lo que significaba; lo único
que todos sabían era que esa noche era completamente inusual. La joven de cabellos rojos
sin embargo no conocía el lugar ni lo que su llegada significaría, es más no sabía si podría
llegar pues no podía ver más allá de dos o tres pasos; caminaba sola por la oscuridad, pues
nadie había querido acercarla más a ese pueblo maldito. Mientras caminaba trabajosamente
se repetía en su interior las indicaciones de un hombre viejo:
—Camine derecho, lo más que pueda, cuando haya andado como una hora podrá ver la luz
que despide el pueblo y de ahí sólo tiene que seguirla.
—No es nada exacta su indicación —reprochó la pelirroja.
—Es todo lo que puedo hacer, no hay señalamientos en el desierto y de nada serviría darle
referencias, para usted todos serían los mismos cactus o la misma arena, sólo los que viven
ahí saben cómo llegar, pero casi nunca salen y únicamente los insensatos encaminan sus
pasos para allá. No existe nada ahí que pueda ser considerado lindo, sólo Dios sabe que hay
en ese pueblo para que nadie se vaya de él y para que los que lleguen no lo quieran abandonar.
—¿No cree que está siendo muy supersticioso?
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—No, usted viene de ciudad, de muy lejos de aquí, está acostumbrada a llevar una vida
cómoda y lejana de lo que usted y su gente considera una superstición absurda, pero cuando
llegue a ese lugar se va dar cuenta.
—¿Cuenta de qué?
—De que no existe alguna línea que separe lo real de lo imaginario, sólo la ilusión de que así
es. Yo no voy a arriesgar a alguno de mis muchachos a que se quede varado ahí sólo por
llevarla, a lo mucho la dejaran al inicio del camino.
—¿Hay un camino?, ¿no cree usted que sería más fácil haberme dicho eso antes?
—El camino aparece y desaparece a su antojo, bien podría llevarla a otro lado si lo sigue
ciegamente.
—No entiendo lo que dice —exclamó molesta.
—Lo que le digo es que el camino sólo aparecerá si se le apetece, y si el camino lo desea
podría llevarla en dirección a las dunas doradas de donde nadie vuelve — le contestó serio.
—Eso es absurdo.
—¡Pues váyase!, ni yo ni nadie de aquí la va a detener, pero no ignore mis recomendaciones:
no siga el camino sino no está segura de adónde va, si ve a alguna persona no la siga, aunque
le hable, y por ningún motivo voltee hacia atrás.
—Si sigo el camino es porque estoy segura de a dónde voy ¿no?
—No, usted sabe que quiere llegar a ese lugar, pero si no está segura de que realmente quiere
ir, entonces no siga el camino.
En la inmensidad de la nada la joven de cabellos rojos se preguntaba si de verdad llegaría,
simplemente no podía creer que estuviera ahí, sola, en medio del desierto y sin saber adónde
dirigirse; había sido completamente estúpido ir.
—¿En qué demonios estaba pensando al venir aquí?
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Cualquier otra persona hubiera seguido su instinto común alejándose de ahí; sin embargo ella
sentía que debía de ir a ese lugar, era algo inexplicable, después de todo nunca había ido y,
por lo que había visto y escuchado, todo indicaba que el pueblo no era precisamente hermoso;
pero en el fondo sentía que algo la incitaba a seguir caminando. Aquella aventura parecía
demasiado difícil: era trabajoso caminar, desesperante tratar de ver e irritante continuar. Justo
cuando ella casi se daba por vencida escuchó una voz:
—Adelante, mira hacia adelante —murmuró una melodiosa voz.
—¡¿Quién está ahí?! — gritó horrorizada.
—Adelante, camina hacia adelante.
La voz femenina había logrado que la joven de cabellos rojos prestara más atención a su
alrededor; estaba aterrorizada, ¿cómo era posible que hubiera alguien tan cerca de ella sin
que lo hubiera notado?, frenéticamente empezó a dar vueltas y mirar en todas direcciones
para ubicar de donde prevenía esa voz, pero lo único que logró fue perder el rumbo que
llevaba, ahora, sola, hundida en su desesperación finalmente pudo entender lo peligrosa que
se tornaba su decisión. ¡Qué absurdo había sido seguir ese irracional deseo de saber qué era
lo que escondía en su interior el desierto! Sin embargo, cuando su primera lágrima de
frustración y miedo tocó la arena, la voz volvió a hablar:
—Síguela, sigue la arena blanca —dijo de manera consoladora.
Alzó el rostro y vio frente a ella una fina arena blanca balanceándose lentamente hacia
adelante, estaba siendo dirigida por un cálido viento, rápidamente se secó las lágrimas y
empezó a seguir a la arena; no sabía por qué ni le importaba lo que le hubiera dicho aquel
hombre viejo, lo único que sabía era que estaba irremediablemente perdida y que
posiblemente la única opción que tenía era hacerle caso a esa voz. Cuando tan sólo llevaba
caminando unos cuantos minutos sintió como la arena se endurecía bajo sus pies y al mirar
hacia abajo pudo notar que se encontraba sobre un camino de piedra lisa y, al parecer,
amarillenta; fue en ese momento cuando se detuvo y recordó la recomendación del anciano.
La arena blanca se dirigía en una dirección mientras que el camino se dirigía en otra
completamente diferente, pronto la duda la asaltó; seguir contra toda indicación el camino o
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hacer lo que había dicho la voz. En ambos casos era peligroso, realmente no sabía qué hacer,
pero ¿qué era lo que quería? ¿realmente quería llegar al pueblo o sólo creía que quería llegar?
Por un momento cerró los ojos y lo meditó en silencio.
Notó que ya había pasado aproximadamente una hora, tal vez un poco más, así que
inmediatamente abrió los ojos y caminó en lo que ella suponía era derecho, sin seguir a la
arena o seguir el inicio del camino, pues ahora estaba segura de adonde ir.
— Voy en la dirección que me indique la luz —afirmó.
Tras algunos segundos de caminar pudo ver, frente a ella, las intensas luces que emanaba el
pueblo, un punto en medio de la oscuridad, ahora ella se sentía confiada, se sentía segura; fue
en ese momento que sintió bajo sus pies algo duro y al mirar se dio cuenta que estaba sobre
el camino.
— Querías llevarme a las dunas doradas ¿verdad?, no te funcionó, ahora estoy segura de
adónde me dirijo —exclamó victoriosa.
Y así, con paso decidido camino en dirección al pueblo; lo que no sabía era que ya la estaban
esperando.
En medio de la oscuridad y la neblina circundante pequeñas lucecitas empezaron a brillar,
después de todo no importaba que tan inusual fuera ese día; las costumbres nunca las pasaban
por alto, es más, eran tan respetadas y se realizaban de una manera tan precisa que cualquiera
ajeno a ese lugar creería que era más una obligación que una simple práctica.
Sin embargo, aquella tradición le había salvado la vida a la joven de cabellos rojos, pues si
ella no hubiese visto aquella luz a lo lejos probablemente se hubiera desconcertado y tratado
de regresar al camino, el cual, sin duda, la llevaría a esa parte del desierto donde la arena se
encuentra mezclada con fino polvillo de oro, esa parte del desierto que como muchos otros
lugares se encuentra rodeada de un velo incesante de misterio y que, sin embargo, nadie se
atreve a descubrir.
Capítulo II
Las dunas doradas
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“Lafinaarenadoradaseacercabasilenciosahaciamí,labrisacálidameabrazabay, aun así, entregada por completo a ese secreto, pude mirar a través de losinvisibles ojos del viento su figura; en ese instante supe que ambos estábamosdestinadosaestar juntosy,queapesardetodoelesfuerzoqueinvirtiéramosenello, nunca podría ser así; pues una parte de mi le pertenecía a él y la otra lepertenecíaaldesierto”.
Hace años que corría con el viento el rumor de una inexplicable existencia en el corazón del
desierto; se decía que en lo más apartado de ese inhóspito lugar vivía una niña con cabellos
rubios y ojos esmeralda que corría descalza por la arena y reía cuando las leves brisas
chocaban contra su cuerpo y la hacían elevarse lentamente hacia el cielo. La mayoría de la
gente no daba crédito a esos rumores, pero nadie se atrevía a negarlo abiertamente por temor
a que fueran ciertos.
No poca gente trato, en vano, de probar su existencia, fueron bastantes los que se aventuraron
al desierto para refutarla y pocos los que regresaron de semejante empresa. Sin embargo, no
todos los hombres se perdían, algunos, muy pocos, regresaban para contar una historia; y
todas esas historias tenían algo en común: la niña de cabellos rubios.
—¡Es cierto!, ¡lo que digo es cierto! —gritaba un hombre con los labios despellejados y la
boca seca.
—¡Cálmate Tomás!, nadie dice que no sea cierto.
— ¡Creen que estoy loco, lo veo en sus miradas!, busquen a los otros y les dirán que no
miento —gritaba un joven mientras intentaba incorporarse de la cama.
— Tomás ¡mírame! —le decía un hombre mientras trataba de calmarlo— ninguno volvió,
esperábamos que tú supieras donde estaban.
En ese instante la mirada de aquel moribundo se perdió en la distancia; en vano sus
compañeros intentaban captar su atención. Aquel joven delgado y deshidratado sabía que ya
no había marcha atrás, que no importaba cuantas veces lo repitiera, nadie le creería; a lo
mucho lograría relatar una vez más su historia; así, tal vez, evitaría que alguno intentara
buscar a esa niña.
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Por supuesto nadie lo aceptaba completamente, ni creía que en verdad encontraron a esa
pequeña criatura y que lo primero que hizo al ver a los seis hombres en medio del desierto
fue reírse de ellos:
—Nunca debieron venir aquí, a él no le gustan los extraños, váyanse —comentó entre seria
y divertida.
Ninguno quería admitir que pocos segundos después aquellos hombres fueron abatidos por
una enorme ola de arena dorada que casi siempre se tragaba a aquellos que importunaban los
juegos de la pequeña rubia. Con el paso de los años el miedo dio paso a la incertidumbre para
continuar con la resignación y el olvido de esas escalofriantes muertes; al final todo rastro de
la historia se desvaneció poco a poco; sólo los más ancianos la recordaban y, con frecuencia,
ocupaban para asustar a los niños y a los escasos visitantes.
— Se dice que en las dunas doradas vive la hija del desierto —exclamó un joven cuidándose
de no ser escuchada por los transeúntes.
—No, yo había escuchado que es un alma en pena —contradijo una mujer.
—Te equivocas —decía un hombre viejo— en esa parte del desierto se encuentra la amante
del demonio de la arena, es por eso que todos los hombres que van ahí mueren.
Nadie sabía realmente lo que sucedía, lo que sí sabían era que tenían que alejarse de las dunas
doradas por su propio bien. Tal era el temor a esa historia que todos preferían dejar a un lado
la posible riqueza que encontrarían allá por salvar la vida. Después de todo aún se seguían
desapareciendo hombres en esa parte del desierto y si algo constaba de alguna certeza era
que aquel que se internara demasiado nunca regresaría.
— Hoy vi a la joven de cabellos rubios— se decían los viajeros.
Con el pasar de los años la niña se convirtió en una mujer que los pobladores temían; nadie
siquiera se atrevía a mencionarla cuando se encontraban solos en la inmensidad del desierto,
pero un día todo cambio.
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Fue un día que empezó ordinario: el sol quemaba como siempre y había pocas corrientes de
aire. Un joven caminaba solitariamente en dirección a una antigua casa, llevaba puesta una
gastada camisa a cuadros y, envuelto en una vieja tela, un itacate.
Cuando el joven llevaba ya un buen trecho caminando escuchó que su padre le hablaba:
—¿Adónde vas Raúl? —le decía molesto.
—Con don Tomás.
—¿otra vez vas a escuchar esas estúpidas historias? —le dijo desdeñosamente.
—No son estúpidas —comentó en un susurro.
—Vuelve temprano, necesito ayuda con el local para variar —y con un gran tinte de
desprecio aquel hombre agregó— ¡no necesito haraganes que solo saben comerse mi pan!
—Maldición, lo único que sabe hacer ese viejo es insultarme —se decía asimismo el joven
mientras seguía caminando.
Por supuesto la mayoría de los padres creían que don Tomás era, sino mala, poco beneficiosa
influencia, pues realmente lo único que hacía era, según ellos, contar historias que llenaban
de humo la cabeza de los jóvenes y evitaba que se enfocaran en cosas verdaderamente
importantes. Además, se decía que don Tomás estaba marcado, de alguna manera había sido
el último, con vida al menos, que había visto a la niña y por ello se creía que estaba destinado
a morir cuándo y dónde lo quisiera el desierto; por ende, muchos jóvenes se mantenían
alejados de él, al menos casi todos.
Como era muy común contar historias demasiado descabelladas, como para ser reales, e
inventar cuentos cargados de demasiado ficción, como para ser productos sólo de la mente
humana, era bastante normal que los niños y jóvenes se interesaran en las historias y leyendas
del pueblo; así que casi nunca se levantaban murmullos de desaprobación al escuchar que
alguien quería escuchar una historia, pero Raúl era diferente, pues ese joven parecía estar
demasiado enredado en aquellas historias y extrañamente fascinado con la joven de cabellos
rubios. Tal era su interés que casi cada jueves visitaba a don Tomás para que le contara algo
acerca de esa joven que anteriormente era conocida como la niña de los cabellos rubios;
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siempre pedía detalles de su rostro o de su figura, cómo sonaba su voz y como se sentía uno
al mirarla a los ojos.
Por supuesto no era algo que aprobaran sus padres o los adultos del pueblo; sin embargo, su
curiosidad era demasiada y poseía una actitud poco precavida que conllevaría a algo
inimaginable.
—Vaya, vaya, pero si es el jovencito Raúl — decía un anciano sentado en una vieja silla
negra al ver al joven entrar.
—Cuando va a dejarme de llamarme “jovencito”, ya soy un hombre.
—Te dejare de decir “jovencito” cuando tengas tu propia casa y una prometida; entonces te
llamaré “joven Raúl”
—Vaya, usted es imposible.
—Entonces ¿por qué vienes cada jueves a verme?
—Sabe que no era cierto lo que decía.
—Oh, ya lo sé, es solo que me gusta molestarte. Dime, jovencito Raúl ¿en qué te puedo
servir?
—Ya sabe para que vengo don Tomás, cuénteme más cosas acerca de la joven de cabellos
rubios.
—¿Nunca te cansas de oír esas historias? —le preguntó en un susurro.
—No.
Y así, nuevamente, el anciano y el joven, terminaban introduciéndose a un vasto mundo
surreal. Raúl, fascinado por esas interminables y fortuitas apariciones contemplaba siempre
su reflejo extasiado frente a un viejo espejo; él no conocía el origen del porque se encontraba
tan maravillado por esa joven, para él, como para el resto de los demás, era un completo
misterio; incluso muchas veces creía que el anciano hombre se inventaba las historias para
no desilusionarlo y que él sólo creía una mentira bien elaborada, pero que mentira tan
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apasionante, tan intrigante, tan deseable. Sin embargo, en lo más recóndito de su ser se
encontraba grabado el porqué de esa imparable seducción por parte de la joven de cabellos
rubios.
Conforme avanzaba la plática el sol comenzó a caer y lentamente se empezó a formar una
densa neblina; era una de esas tardes en las que el clima bueno de repente sufre un cambio
drástico, una tarde que ponía nerviosa a la gente solitaria de ese pueblo; pues pertenecía a los
llamados “días oscuros”, debido a que el lugar entero se sumergía en una espesa neblina que
no permitía ver absolutamente nada y que, como característica única, poseía un pigmento
negro, nauseabundo incluso. En esos días la gente no salía de sus casas, todos se encontraban
temblorosos esperando a que los espíritus de los desaparecidos volvieran y confiaban que
después de que éstos dejaran sus mensajes se marcharan y nunca más volvieran. Por
supuesto, el hecho de que la neblina negra arribara una o dos veces al año significaba que los
mensajes no habían sido correctamente interpretados o que había nuevas almas que
realizaban ese viaje para dejar sus últimas palabras a aquellos que poseían su afecto.
—Será mejor que te vayas Raúl —le comentó preocupado.
—Pero ¿por qué?, si apenas empezamos con las historias.
—Sí, ya lo sé, pero mira pa’fuera, está empezando a bajar una neblina oscura y si no te vas
ahorita podrías perderte al intentar llegar a tu casa y tus padres se preocuparían mucho por ti.
—No tiene por qué alarmarse, vendrá una corriente del sur que evitará que caiga demasiado
rápido la oscura neblina; yo diría que tenemos una hora antes de que todo se quede
completamente a oscuras — y agregó en un débil susurro— además mi padre probablemente
se alegraría de que yo muriera allá afuera.
—No digas eso, tu padre te quiere.
—Se equivoca, para él sólo soy un estrobo, una mala copia de mi difunto hermano, pero no
me importa, yo no soy él y no pienso serlo; pero tiene razón será mejor que me vaya, pues
tengo que ir a comprar algo.
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—Hasta luego, jovencito Raúl —decía el anciano mientras reía— por cierto, ¿cómo sabes
que llegará una corriente del sur?
—Sólo lo sé —le respondía mientras salía— sólo lo sé.
Raúl caminaba cabizbajo sobre un sendero cubierto de polvo, la gente corría a su alrededor
para refugiarse lo más pronto en sus hogares, pero él caminaba lentamente; se podía ver que
algo ensombrecía su postura y estaba tan absorto en sus pensamientos que no escuchaba lo
que le decía la gente al pasar:
—Ándale Raúl, date prisa.
—¿A dónde vas muchacho, que no ves la neblina?
—Hijo, te vas a perder.
Él no prestaba atención a lo que le decían ni tenía miedo de la oscura neblina. Sabía
perfectamente que tardaría en llegar una hora; realmente no sabía porque estaba tan seguro
de que así sucedería pero él ya se había dado cuenta que siempre acertaba y por eso no se
preocupaba.
Sin embargo, al lugar al que tenía que ir se encontraba un poco retirado así que aceleró el
pasó; en ese momento no se imaginaba que su vida estaba a punto de cambiar.
Tomás comenzó a reír mientras tomaba el paquete que previamente Raúl había traído
consigo.
—Ese muchacho, siempre tan atento.
Justo cuando se encaminaba a su pequeña cocina una voz lo detuvo. No era en sí sorpresa
por escuchar a alguien que no fuera el joven que se acaba de ir, eran realmente pocos los que
lo llegaban a visitar a su casa, ni que esa voz tuviera un timbre femenino, no, era el tono con
el que hablaba: seco, impersonal, carente de emoción y, sobre todo, peligroso. Volteó
lentamente para confirmar sus sospechas; ahí frente a él y junto a la ventana la dueña de unos
enormes ojos verdes lo traspasaba con la mirad
—Ese joven, ¿cómo se llama? —demandó saber.
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Capítulo III
Un recuerdo
Abrazabaconfuerzaelcuerpoinertedesuhermano.Laarenagolpeabaconbrutalidadsucuerposinembargo,elnocedía.Suspequeñasmanosseaferraban conmás fuerza sobre el pecho del cadáver. Lo caótico de lasituación le impedía verla. Ambos niños alzaron su rostro y cruzaron lamirada.Losdosparesdeojos,unosmarronesyotrosverdes,derramabanlágrimas;losprimeros,porlapérdida,lossegundos,porlaculpa.
No eran poco los murmullos que se escuchaban en las calles, poco a poco el sol le dio de
lleno por la ventana y la obligó a levantarse para acercarse al balcón; unos cuantos minutos
mirando hacia el horizonte le hicieron comprender que, tal vez, no había sido la mejor idea
seguir las instrucciones de un papel. En un murmullo maldijo su curiosidad. Se preparó
mentalmente para salir de la posada y adentrarse a la vida de un pueblo que se le hacía
demasiado rudimentario para su gusto. Tan ensimismada estaba planeando sus siguientes
movimientos que no se percató que la observaban. El de ojos marrones la miraba con
curiosidad desde la calle; el otro, muy lejos, con añoranza.
Atendiendo la posada buscaba distraerse para evitar pensar en su padre; su mellizo le había
dicho que era innecesario, pero ella insistió en quedarse a pasar la noche en la, denominada
por ellos, recepción; su casa, ubicada en la parte trasera de la construcción la comenzaba a
asfixiar por lo que buscaba por todos los medios no estar ahí. Casi una semana durmiendo en
la incomodidad de un catre la obligó a replantearse la posibilidad de regresar a su cuarto y
dejar el negocio solo durante la noche; grande fue su sorpresa al recibir a una joven
desconocida en la madrugada preguntando por una habitación. Una joven que tenía la misma
mirada de su madre, aunque en lugar de toparse con unos orbes verdes se encontró con una
oscuridad abrumadora; pero en esencia eran muy parecidos y eso sólo lograba inquietarla
más.
—Cata, ¿quién es la joven de cabellos rojos? —demandó saber uno de sus hermanos y
sacándola de sus recuerdos.
—Un cliente —remarcó con obviedad.
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—Bueno…sí, pero …
La pregunta no llegó a concretarse pues la presencia de la susodicha llamó la atención de
ambos. Lentamente se dirigió a los hermanos y preguntó, con un poco de ansiedad, cómo
podía irse de ahí y qué tanto tiempo le llevaría. Ambos la miraron sorprendidos, era extraño
que se extraviara la gente ajena al pueblo, pero más que lograran llegar los foráneos tan
adentro del desierto. Cuando la joven se comenzó a exasperar e intento volver a formular su
pregunta la voz del joven la detuvo.
— No se puede ir —exclamó el joven con solemnidad mientras Amelia enarcaba una ceja
— Y, ¿se puede saber la razón? —demandó saber visiblemente enojada.
— Fácil —respondió el joven mientras le sonreía— te vas a perder, hoy es uno de los “días
oscuros”, tendrás suerte si logras llegar a la entrada del pueblo.
La pellirroja sólo se limitó a verlo a él, a la joven rubia, extrañamente ajena a la conversación,
y a la ventana. Lo que le decían no tenía sentido para ella.
—Veo que no entiendes— exclamó entre burlón y sorprendido el joven.
—¿Debería? —contestó molesta mientras éste parpadeaba desconcertado por la actitud de la
joven.
—Santiago acompaña a la señorita a la salida del pueblo, si no se quiere quedar pues que se
vaya —le dijo su hermana— ¡apúrate que no tarde en caer la neblina! —le gritó mientras se
alejaba.
Los dos jóvenes se quedaron en silencio sin moverse. Santiago sabía que Catalina tenía un
genio de los mil demonios, pero generalmente sólo lo externaba con él, Omar, su mellizo, y
en mayor medida con José. La pelirroja, sin pensar mucho en la actitud de la rubia le volvió
a pedir a Santiago que la llevará al mencionado lugar. Él sólo la miró sin creérselo, pero
accedió; de todas maneras, él ya tenía un plan por si no llegaban a tiempo a la entrada, lo cual
era lo más probable.
18
Ambos caminaban sin mirarse o hablar; cada uno sumido en sus propios pensamientos hasta
que escucharon como le gritaban a Santiago, el aludido, sin saber bien que hacer le dijo a la
joven que lo espera ahí mientras él iba a ver que quería el odioso de su hermano mayor. La
joven sólo asintió y se acercó con parsimonia a un viejo poste.
—¿Qué quieres? —preguntó fastidiado.
—¡Qué genio te traes!, ¿quién es la chica?, ¿has visto a Omar?, ¿dónde está Cata? —preguntó
con rapidez.
—¡Qué te importa!, es un huésped, no lo he visto desde temprano, está en la casa —contestó
con igual velocidad— por cierto, ¿y ese golpe?
—Nada, el imbécil de Adolfo volvió a preguntar por nuestra hermana y …
—Le volviste a pegar —concluyó. Santiago a veces entendía porque Catalina se enojaba
tanto con José.
—Eso no te importa, a dónde la llevas, acaso no te das cuenta que el viento ya está más fuerte;
te vas a perder y ni creas que voy a salir a buscarte, tengo cosas más importantes que hacer
que buscarte entre la arena y la niebla — dijo mientras le daba la espalda y se marchaba.
—¡¿A dónde vas?! —le preguntó sin obtener respuesta.
Aunque no lo pareciera José se preocupaba por su hermano; él sabía que no se perdería, pero
lo tenía inquieto la extraña joven.
—Creo que se le perece —dijo a la nada mientras exhalaba una bocanada del cigarro.
Sin saberlo alguien más concordaba con él, pero aun así tenía que comprobarlo. Y así, de un
momento a otro la densa neblina negra se instaló en el pueblo desconcertando a todos.
Amelia, quien se había alejado de Santiago, sólo pudo sentir como alguien la atraía al interior
de una casa con fuerza; el grito quedó amortiguado por la indiferencia y mientras se le
nublaba la vista sólo pudo pensar que era una estupidez que le pasara todo eso, otra vez.
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Corría de manera frenética por las calles, ¿cómo se le había perdido la chica?, pobre, seguro
estaba asustada. La neblina no lo dejaba ver, sin embargo, podía sentir en su cuerpo como
aquellas almas le estaban evitando el paso.
—¡lo que me faltaba! —gritó exasperado mientras se revolvía el cabello— de seguro esa
chica se muere del susto, ¿cómo voy a cargar con una muerte en mi conciencia? no fue mi
culpa de todos modos, ella se alejó. ¡Pero qué pasa con esta niebla! se suponía que iba a tardar
en llegar. Haber, piensa, ¿en dónde se pudo haber metido?, no creo que allá regresado a la
posada, ni sabría cómo, pero sino está en la calle ni allá seguro alguien la dejó entrar a su
casa —con eso en mente el joven comenzó a correr hacia la casa del cuentacuentos, hacia la
casa de Tomás.
La joven lentamente abrió los ojos e intentó enfocar su vista, frente a ella estaba un anciano
con una sonrisa pintada en el rostro. Le extraño, pero parecía inofensivo así que únicamente
se limitó a verlo inquisitivamente. Ninguno de los dos parecía querer romper ese extraño
silencio. Afuera se oía el ulular del viento y, si se ponía atención, voces que evocaban a
nostalgia y tristeza. La joven casi podía jurar que una de aquellas voces era la que escuchó a
su llegada al pueblo, aquella que la había ayudado a encontrar el camino sin embargo, el
sonido de un golpeteo en la puerta evitó poder comprobar su suposición. El anciano hombre
se levantó y fue a abrirla:
—¿Está aquí?, dígame que está aquí —preguntó con esperanzas Santiago.
—¿Quién muchacho? ¿la nueva inquilina? —contestó divertido el hombre.
—Sí, esa mera. ¿está aquí verdad? Ya sabía yo que de todos los del pueblo usted sí la iba a
ayudar —en ese momento el joven entró y la vio— yo le dije que no se alejara, pero ni hizo
caso, ¿ya ve?, le dije que no se iba a poder ir, además ahora estamos atorados aquí.
—Pareciera que no te gusta estar en mi casa Santiago.
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—No es eso don Tomás, pero mi hermana anda de un humor que para que le cuento; y con
eso de que José se agarró a golpes con Adolfo y Omar anda desaparecido, por lo menos no
se ha ido a presentar con ella, pues ya se imaginará.
—Siéntate muchacho, voy a calentar el café —invitó el viejo.
—¡Oye!, me ibas a llevar a la entrada del pueblo —demandó Amelia mientras se
incorporaba— vámonos, ya después te regresas por el café.
Ambos hombres la miraron sin decir nada.
—No te puedes ir, ¿qué no ves que hay neblina? —le dijo el más joven.
—No me importa.
—Te vas a perder niña inconsciente —la reprendió el anciano.
—Mire señor, yo hago lo que quiera, no tiene por qué decirme que puedo o no puedo hacer.
—Bien, entonces salte —le dijo el anciano mientras abría la puerta.
La joven se quedó estática en su lugar, nunca antes había visto una oscuridad como esa; un
negro profundo se balanceaba frente a ella, casi podía jurar que veía rostros que intentaban
mimetizarse con la negra bruma. Las voces, aquellas que creyó imaginar, provenían de ahí,
sólo que ahora se escuchaban con claridad y, entre ese caos de sonidos y formas, logró
distinguir una pequeña figura; la sangre se le heló, ese rostro era idéntico al suyo. No tenía
lógica para ella, pero era verdad. El viento arreció y los lamentos aumentaron su intensidad.
—¿Qué… — la impresión no la dejó terminar su pregunta.
—¿Aún quieres irte niña? —escucho mientras el anciano cerraba la puerta.
—¿Qué era eso? —exclamó visiblemente espantada.
—Almas en pena, buscando a algún incauto que ande vagando sólo por ahí —le dijo Santiago
mientras se reía, parecía tener sentido, desde una lógica retorcida para ella, pero el joven lo
decía sin creérselo.
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—No te burles Santiago, que un día de éstos… —le intentó reprender Tomás.
—No es nada —cortó el joven— sólo neblina, pero se ha extendido por todo el pueblo y parte
del desierto, será mejor que no salgas, te perderás y ni siquiera yo podré encontrarte.
—No te asustes niña —le decía el anciano mientras caminaba hacia, lo que ella supuso, era
la cocina.
Nuevamente el silencio se coló entre los dos jóvenes; Amelia no dejaba de mirar la puerta
sorprendida y Santiago no dejaba de verla a ella.
—¿De dónde vienes?
—De la ciudad —respondió tajante.
—Bueno, ¿de cuál? —preguntó él sin rendirse para entablar una conversación.
—¡¿Acaso importa?!
—Sólo tenía curiosidad, me preguntaba cómo es que habías llegado aquí y por qué razón
decidiste venir.
Amelia guardo silencio y recordó la sensación del arma en sus manos, los ojos de aquel
hombre, la sangre fresca en la pared. Aún no lograba comprender porque no se había ido
antes; le mortificaba saber la razón y la desconfianza volvió a ella junto con su mal humor.
Miró sus manos con detenimiento y recordó las veces en que tuvo que cubrirlas con guantes
para evitar las miradas indiscretas, no sólo eso, algunas veces tenía que cubrir su cuello o los
brazos. Nuevamente volteó a ver al joven que la miraba esperando una respuesta y sin saber
la razón le contestó con la verdad.
—Maté a mi novio, vine aquí por mera casualidad, no estoy huyendo —dijo con una
aplastante seguridad.
Santiago la miró absorto sin poder creer lo que le decía aquella joven. Sin embargo, no le
causaba ninguna molestia o repulsión lo que había dicho, sólo asombro. Un poco más retirado
se encontraba el viejo Tomás con unas tazas humeantes sobre una bandeja; a él tampoco le
había causado tanta impresión escuchar la confesión de esa extraña joven, es más, el tema
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pasó a ser de poco interés para él; lo que más le había impresionado era la forma en que lo
había dicho, tan distante y serena. No eran físicamente iguales pero el carácter era muy
parecido, se parecían mucho y al mismo tiempo en nada y eso sólo podía significar una cosa:
debía alejar cuanto antes a aquella joven del desierto, antes de que él la encontrará.
La tarde en casa del mayor transcurrió sin contratiempos. Ninguno de los dos le preguntó a
Amelia algo acerca de su inesperada confesión. Para Tomás, desde joven, era normal
enterarse que alguien había muerto por una bala pérdida o como resultado de un ajuste de
cuentas; puede que no todos, en esos tiempos, portaran un arma, pero muchos aún las
conservaban, junto con alguna historia. Por otro lado, Santiago no lo podía creer; cuando
conoció a la joven de cabellos rojos la asoció inmediatamente con una mujer temperamental
y agresiva, como su hermana, ahora, además, la veía frágil.
El joven, idealizándola, obvio ese detalle de su pasado; en sus recuerdos ella siempre sería
perfecta.
—Entonces ¿cómo llegaste aquí? —preguntó el menor de los hombres.
—Fue incidental
—¿En serio?, es decir, ¿venías caminando por ahí y decidiste adentrarte en el desierto para
ver si encontrabas algo? Suena muy absurdo.
—No, ni me has dejado terminar —Santiago comenzó a reírse.
—Creí que no dirías otra cosa.
—Escúchame —demandó su atención fastidiada— da la casualidad que cuando planeaba a
dónde dirigirme se cruzó frente a mí un papel que traía las indicaciones de cómo llegar aquí
—explicó deprisa.
Santiago la miró unos segundos y después comenzó a carcajearse; Amelia, por su parte,
intentaba no insultarlo.
—Dígale algo don Tomás, ¿acoso no es lo más descabellado que ha escuchado?
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Amelia, harta, levantó su bolso y comenzó a buscar frenéticamente algo; instantes después
sacó el papel arrugado y lo azotó en la mesa.
—¡Aquí está! —exclamó furiosa.
—¿Era verdad?, creí que bromeabas
—¿Por qué habría de hacerlo?
Mientras ambos jóvenes se enfrascaban en una nueva discusión Tomás acercó su mano
temblorosa a la mesa y tomó el papel. Lo distinguió desde el momento en que Amelia lo
había sacado de su bolso, pero aun así tenía que comprobarlo. Lo desdobló lentamente y pudo
reconocer su letra; ese papel, incompleto por cierto, se lo había dado a Fabián, el mercader
que se había extraviado hace unas semanas en el desierto.
—¿Se encuentra bien? —preguntó la pelirroja.
—Por supuesto, sí —se aclaró la garganta— ¿dices que lo encontraste, el papel, así nada
más?
—Sí, fue un poco raro, pero decidí aventurarme a seguir sus instrucciones.
—¿Por qué? —dijo con un hilillo de voz el anciano.
—No lo sé, es como si algo me llamara a venir.
Los tres se sumieron en un profundo silencio; lo único que contabilizaba el paso del tiempo
era el tic tac que emitía el antiguo reloj del anciano. Cuando los más jóvenes se sintieron aún
más incómodos, Tomás intervino.
—¿Te gustaría escuchar una historia? —le preguntó directamente a la chica.
—Por supuesto —contestó Amelia, feliz de disipar el pesado ambiente en el que se había
encontrado.
—Bueno —el anciano se acomodó en el sillón— como no eres de aquí te voy a contar una
vieja historia que fue muy sonada cuando ocurrió —se rio un poco, sin alegría mientras la
joven la miraba con curiosidad y Santiago con suspicacia— fue hace ya bastantes años,
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cuando yo tenía su edad. Aquí, en el pueblo vivían dos jóvenes que se odiaban a muerte; sus
diferencias pronto ocasionarían un triste desenlace.
La voz potente del anciano construyó inmediatamente para Amelia un escenario: casas
cubiertas de polvo y un color terroso, similar al de los caminos, que apenas podían
distinguirse entre los pequeños remolinos de arena, escasas enredaderas y nopales adornaban
algunas esquinas. Todo era viejo y seco. Podía sentir el viento con rudos roces despeinándola
y, más allá, observar la mezcla de arenas multicolores danzando con una cálida brisa. Pronto
se vio transportada a una historia de intrigas y envidias entre dos jóvenes, uno extrañamente
familiar, que en aquel pueblo, sólo podía ser calificado como extraordinario. La voz guía del
relato se detuvo junto con su construcción imaginaria
—Y luego, ¿qué pasó? —no pudo evitar preguntar tras la prolongada pausa, sin embargo fue
otra la voz que continuo la narración.
—Todo terminó en tragedia —dijo Santiago captando su atención— uno de ellos mató a la
familia del otro; fueron tiros errados, únicamente encontraron al joven, herido, recargado en
la pared y, junto a él, los cuerpos de sus dos hermanas.
—¡Qué horror! —exclamó Amelia siendo sacada de su ensoñación por el terrible final—
¿por qué me cuentas algo así?
—No entiendo por qué te alteras —le reclamó Santiago.
—Es una terrible historia.
—Las historias no son bonitas ni terribles, sólo son eso, historias —le dijo Tomás sereno.
—Y, ¿qué pasó después? —se atrevió a preguntar tras un rato Amelia, sin estar segura de
querer escuchar la respuesta.
—El joven baleado cobró venganza y lo mató —suspiró Tomás— aunque eso fue unos años
después.
—Eso, ¿fue bueno no? —por un momento la pregunta de Amelia iba direccionada hacia otro
acontecimiento, el que la había llevado a ese lugar.
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—Ni tanto, dejó una viuda y —pauso un momento intentando recordar— ¿eran sus hijas o
sus nietas? —preguntó a Tomás.
—Sus nietas —afirmó el otro.
—Aun así, creo que se lo merecía —concluyó Amelia sin mucha seguridad. Tomás suspiró
nuevamente y Santiago comenzó a reír.
—Bueno, la conclusión es que… —comenzó el anciano.
—¿La venganza es mala? —interrumpió Amelia.
—No y no interrumpas niña. Más bien que hay que aprender a no ser estúpido —la pelirroja
enarcó una ceja, pero no contestó nada.
Al anochecer los jóvenes se retiraron. Al vislumbrarse las primeras estrellas el anciano se
dirigió a su alcoba y rebuscó en los cajones; sacó dos fotografías: en una estaba él, de joven,
las mujeres que lo acompañaban reían a la cámara, era la última foto que tenía de ellas. La
otra, pese a ser temporalmente más reciente, estaba más maltratada; en ella se podía ver a un
hombre mayor vestido de blanco con dos niñas idénticas. Tomás sollozo en su soledad; nadie
podía escucharlo, así como nadie sabía la culpa que cargaba por la muerte de ese hombre.
Capítulo IV
La familia
Undisparocerteroacaboconsuvida;despuésdetantosañosnuncacreyóqueTomássevengaríay,sinembargo,ahíestaba,muriéndosefrenteasuesposaysusnietas.—Elcobardehuyó—pensóyarrojoelarmaalospiesdeunadelasniñas:erapequeñayblanca.Nopudodeciradiós.
No tenía sentido contabilizar el tiempo, aparentemente en ese lugar no era factible. No podía
llegar a creer cuanto había cambiado su vida por un trozo de papel. Nuevamente suspiró e
intento recordar que día era ¿lunes? o ¿miércoles? Aparentemente no tenía caso seguir
intentándolo. Era extraño, tal parecía que el tiempo se detenía en ese lugar sin nombre; casi
podía jurar que así era y le sorprendía de sobremanera. Cuando se encontraba en la ciudad
sentía que el tiempo se escurría entre sus manos sin poder evitarlo, una inevitable carrera en
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la que tenía que participar y, en la cual, nunca podría ganar. Sin embargo, ahí, en medio del
desierto el tiempo se detenía para ella. No encontraba algún indicio que indicara el paso de
éste. La gente se desenvolvía con naturalidad en ese ambiente, pero ella simplemente no lo
soportaba. Diferenciaba la noche del día, pero tal parecía que no podía vislumbrar un ayer
del mañana. En medio de la nada sólo existía el presente y la gente que lo habitaba no sólo
era consciente de ello sino que lo aceptaba.
Caminaba, para variar, lentamente. Traía consigo una sonrisa boba en la cara, justo como le
había dicho uno de sus hermanos, sabía que tenía cosas que hacer y sin embargo, sólo hacía
tiempo en lo que despertaba la pelirroja. ¿Cuánto tiempo llevaba ella ahí? No lo sabía, pero
se le hacía poco. Siempre había querido marcharse de aquel lugar, pero no sabía que
encontraría allá afuera; el simple hecho de pensar que era muy parecido el exterior a su hogar
lo aterraba. Pero la llegada de Amelia lo había sacado de su suposición, ahora, más que nunca,
tenía deseos de irse y conocer lo que había más allá del desierto.
Amelia le había ayudado a comprender el exterior, aún sin conocerlo, le había platicado de
su vida, con una inusitada confianza y le había prometido que, si se marchaban juntos, le
acompañaría durante un tiempo el cual, esperaba él, se alargará indefinidamente.
—¡Santiago! —lo llamó una vieja voz.
—Don Tomás, qué sorpresa, ¿cómo ha estado? —dijo sin emoción.
—Bien muchacho, ¿y tú?, ¿cómo están tus hermanos? ¿qué tal está Amelia? —preguntó sin
hacer caso de la actitud del muchacho.
—Todos estamos bien, de hecho ahorita mismo iba a ir a buscarla.
—Ya veo —exclamó pensativo— ¿no quieren pasar después por mi casa? Tal vez les pueda
contar otra historia e invitarles un café.
—No lo sé don Tomás, deje le pregunto a ella. Bueno, ya me voy que seguro me
está esperando —sin esperar respuesta se marchó.
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Mientras se alejaba con dirección a la posada el anciano hombre lo miraba fijamente, aquel
joven, según él, se había enamorado de la pelirroja. No por el hecho de que ella fuera bonita
o diferente; sino porque ella se había convertido en una vía de escape para Santiago y éste no
la iba a desperdiciar. Sólo rogaba, a quien escuchara, que las cosas no se volvieran a repetir.
Desde que le había contado aquella historia, extrañamente, la joven tuvo curiosidad por saber
más, sin embargo, Santiago lo evitaba. Seguramente creía que no había sido lo adecuado, en
especial por ser el mismo uno de los personajes pero el anciano hombre no se arrepentía de
su decisión. Ella debía conocer cómo se desenvolvía la gente del pueblo, cuáles eran sus
comportamientos o tradiciones; además, Tomás tenía otro objetivo en mente al contarle
aquella historia, una que, si le daba tiempo explicar, le otorgara a la pelirroja más que un
momento de ocio.
—¡Oye bonita! —la llamó con sarcasmo la voz de uno de los hermanos mayores de Santiago.
—¿Qué quieres Adolfo? —preguntó exasperada sin siquiera voltear a verlo.
—¡Qué genio te traes!, ya hasta te pareces a mi hermana.
—Me vas a decir qué quieres .... —antes de terminar la interrumpió el mayor de los hermanos.
—Buenos días —saludo monótonamente el mellizo.
—¿Días? Más bien son tardes ¿no es así bonita? —le preguntó socarrón José, remitiendo a
su peculiar costumbre de levantarse casi al medio día.
—Buenos días —saludó ella sin desviar la mirada del exasperante ojiverde.
—Omar y yo vamos a salir, por ahí le avisas a Santiago y él que le avise a Cata —le ordenó
éste último sin esperar respuesta— cuando ella estaba a punto de rebatir observó algo que
llamo su curiosidad.
—¿Y eso? ¿Qué es eso?
—Es una foto niña, ¿qué allá de donde vienes no tienen?
—Ya sé que es una foto, pero de quién es.
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—¿para qué quieres saber?
—Es de nuestro padre, ya vámonos José —habló nuevamente el hermano mayor mientras
salía de la posada.
Amelia no dijo nada, lo poco o mucho que llevaba ahí le habían hecho entender que con los
hermanos mellizos de Santiago era mejor no incordiarse. Sin embargo había crecido dentro
de ella una enorme curiosidad por los progenitores de aquellos. Santiago le platicaba muchas
cosas pero nunca de sus padres y se preguntó la razón. Ella no conocía a los suyos, nunca
supo que era tener cerca a sus padres ni la sensación de sentirse querida.
—Ahhh, ya despertaste citadina, creí que seguías dormida— comentó otra voz burlona.
Amelia suspiró y se preguntó cómo era que Santiago se desesperaba tanto con Adolfo si tenía
el mismo carácter; igual de exasperantes, sólo que el segundo era, además, un cínico.
—Don Tomás nos invitó a su casa —mencionó, esperando que ella no aceptara.
—Pues vamos, sólo hay que irnos por el camino largo —propuso feliz mientras le guiñaba
un ojo.
Santiago sonrió. Caminaban juntos a paso acompasado; él pensando en lo que podía ser y
ella en lo que había sido. Para Amelia, la persona que más le intrigaba en el pueblo era
Tomás, aquel día que terminó en su casa él se presentó como el cuentacuentos del pueblo.
En un principio se le hizo una actividad de mero ocio, pero conforme pasaba el tiempo
comprendió que la función de Tomás era de las más importantes. Ahí, en un lugar sin nombre,
donde el tiempo, junto con las memorias, carecían de importancia el recordar era una
actividad fundamental, así fueran únicamente historias con tintes de irrealidad. Amelia, entre
más permanecía en el pueblo quería descubrir más de éste; el indagar sobre lo había pasado
era su actividad predilecta, una que se veía obstruida por la falta de interés de la población,
él único que podía darle referencia era justamente el anciano Tomás.
Ella pensaba que era por esa razón que no le simpatizaba al pueblo, en general cuando se
remitía a él siempre lo tildaban como un loco, incluso Santiago se llegaba a burlar de él. Los
únicos que lo trataban de manera cordial eran los hermanos de éste último. Pensando en lo
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anterior, llegaron a la casa del cuentacuentos y en la mente de Amelia sólo había un objetivo:
saber quiénes eran los padres de aquellos cuatro hermanos.
—¿Me está diciendo que la madre de Santiago vino del desierto? —exclamó confundida
—Así es, su madre vino de desierto y regreso a él por su propia voluntad
—Lo que me dice no tiene sentido; es decir, no pudo nacer de ahí por efecto espontáneo o
gracia divina, tuvo que haber venido de algún otro lado.
—Alguna vez ella me dijo que alguien la abandonó ahí para que muriera, nunca me dijo
quién, pero era muy chica, solo recordaba una silueta alejándose entre la arena y, poco
después, otra acercándose; pero no era la misma.
—¿Ella se lo dijo?, ¿Cómo pasó de ser una niña vengativa a la madre de cuatro hijos?, ¿cómo
vivió tanto tiempo en el desierto sola? —concluyó asombrada
—Ella nunca estuvo sola, nunca, él siempre estuvo ahí —afirmó solemne.
—¿El padre de Santiago? ¿Su esposo?
—No, el desierto —la corrigió.
—¡No entiendo! —finalmente exclamó rendida.
—Niña, no me pusiste atención ¿verdad?
—Sí, pero me parece imposible de creer que la madre de Santiago vivía en el desierto
atormentando a los viajeros para luego huir de no sé dónde y casarse con el padre de esos
raros hermanos; además, dijo que ella regresó otra vez a ¿las dunas doradas no? —espero a
que el anciano asintiera para continuar— ¿por qué lo haría? Si lo que ella busca era libertad
debió de haberse ido muy lejos de aquí o, por lo menos, no regresar.
Tomás sólo suspiro
—Creo que no se fue por miedo —o culpa, pensó para sí—, además la razón por la que
decidió regresar fue por amor.
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—¿Al desierto?
—Sí, pero también a sus hijos y a Raúl.
—¿Cómo?
—Tal vez si ella no hubiera sido tan curiosa podría haberse ido muy lejos y escapar; pero no
lo hizo. Llegó aquí buscando al último hombre que la vio y sobrevivió para terminar
conociendo a quien sería el padre de sus hijos. Yo conocía a Raúl desde niño, siempre tuvo
una extraña disposición a conocer otras cosas, a acercarse a las viejas historias y comprender,
con ello, un poco mejor donde vivía y que era lo que lo rodeaba. Uno de aquellos enigmas
era Sara, la niña del desierto; la joven que bailaba entre lo posible y lo imposible. Al final,
creo que Raúl siempre lo supo —al ver el rostro interrogante de la joven completó la
oración— el que ella tarde o temprano se iría.
Largos minutos se colaron entre ellos, el café, frío, se convirtió en el punto focal de Amelia.
Todo era tan extraño pero, aparentemente, creíble. ¿En qué clase de mundo vivía? Siempre
creyó que todo se desenvolvía de igual manera en todos lados y al llegar al pueblo éste la
desmentía.
—Y, ¿Santiago sabe? —se aventuró a preguntar.
—No —antes de escuchar los reproches de Amelia continuó— mira, los jóvenes en este
lugar ya no creen ni les interesan este tipo de historias. Has venido con una pregunta y yo he
contestado mi versión de la historia; muchos de los viejos saben, en mayor o menor medida,
de esta historia. Yo te puedo dar una versión más completa por qué yo viví parte de ésta y
conocí de manera cercana a sus protagonistas. Para los hermanos mayores de Santiago y su
padre ésta era la verdad. Para el resto del pueblo y para Santiago su madre se fue por las
constantes borracheras de Raúl y, un supuesto, maltrato físico.
Aquí no vas a encontrar una verdad ni una sola versión, los viejos guardamos la memoria,
pero con nosotros morirá. El restó cree otra cosa y la mantendrá, todo lo que decimos nosotros
son cuentos, son inventos. Santiago es la prueba; sus hermanos nunca le han dicho la verdad
porque saben que no les creería.
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—Los hermanos de Santiago no son viejos —apuntó.
—No, pero eran más grandes cuando su madre se fue. El único recuerdo que Santiago tiene
de ella es una caricia amorosa y un vestido verde. Ese vestido que traes puesto —la señaló—
algún día, tal vez, Santiago perdone a su padre y conozca la verdad sobre su madre o, por lo
menos, la historia que ella contó y que creyó su familia. Supongo que es una suerte que el
muchacho se haya tenido que ir para que así tu pudieras escuchar esta historia.
— ¿Por qué me la contó?
—Has dos motivos —suspiró— he notado que pasas mucho tiempo con el muchacho, era
necesario que lo supieras; lo que te acabo de contar es parte de él, de su historia. El otro es
para advertirte; el que no creas lo que te acabo de contar no significa que no sea real. Te le
pareces mucho, a Sara. La curiosidad mató al gato, dicen. Tal vez no sea tan literal lo que te
digo, pero puede pasar. No te acerques a las dunas doradas, el llamado demonio de la arena
no se ha ido y puede que te llegue a encontrar.
—¿Me está diciendo que puedo terminar secuestrada por un montón de arena? —le preguntó
incrédula— ¿acaso me está tomando el pelo?
—No —contestó muy serio— ten mucho cuidado; tal vez, lo mejor sea que te marches de
aquí lo más pronto posible. Amelia no tuvo tiempo de responder pues Santiago entró
inmediatamente en la casa del anciano hombre.
—Ufff, ya acabé mis pendientes, ya nos podemos ir. Gracias por entretenerla un rato don
Tomás. ¿nos vamos?
La chica se limitó a levantarse, dar las gracias y retirarse sin siquiera voltear a ver a ninguno
de sus acompañantes. No tenía miedo a esas historias, sólo eran cuentos, memorias de aquel
inhóspito lugar el cual ella intentaba entender. Pero había algo que la incomodaba mucho,
¿debía contarle a Santiago lo fantástica versión de Tomás?, ella creía que era lo justo, no
podía saber más de su vida que él mismo, sin embargo, al verlo sonreír de una forma tan
despreocupada y sincera decidió posponer ese momento. Le contaría todo, pero no ahora, ya
él decidiría por sí mismo que versión creer. Ambos, tomados de las manos sin darse cuenta,
se adentraron en el desierto.
Una figura, a lo lejos, los veía partir.
—Aquella vez no la pude proteger. Esta vez no me limitaré a observar.
32
Capítulo V.
El pueblo sin nombre
Podía ver a losmellizos, tomados de lasmanos, acostados cerca de su
madre,alpequeñoojiverde,semidespierto,acomodadoenunaesquinade
la cama y al bebé, Santiago, en los brazos de unamujer rubia. Era un
momentodignodeserplasmadoenunafotografía.Nolopensódosveces
yprocedióadetenereltiempo.Comodeseabaquetodopermanecieraasí;
su esposa le sonrió con ternura. Desde la ventana alguien o algo
contemplabalaescenaconmalicia,prontotodoesoterminaríay,así,ella
podríaregresar.
Las decoraciones que colgaban de las casas animaban el caluroso día en que se encontraban;
rápidamente caminó a las camas de sus pequeños y no pudo evitar una sonrisa al verlos
despiertos e intentando vestirse para la celebración. Eran comunes las festividades en aquel
lugar, pero ninguna se comparaba con la dedicación e importancia que tenía la de ese día.
Raúl había salido temprano, con un grupo de hombres, para colocar los juegos pirotécnicos
que se quemarían al llegar la noche. Ella, por su parte, logró cocinar algunos aperitivos para
la familia y tenía lista la contribución que pedirían los diablitos al pasar por su casa.
—¡Mamá, mamá! —escuchó gritar a su hijo mediano.
—¿Qué pasó cielo?
—Catalina dice que los diablos van a venir por mí, que me van a llevar con ellos y me van a
regalar por ser un latoso ¿verdad que no soy latoso? —Sara comenzó a reírse y reprobó con
la mirada el comportamiento de la niña.
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—¡No es cierto lo que te dijo! —se defendió la niña.
—Tranquilos, pronto llegara su padre y quiero que ya estén vestidos para cuando llegue —
los mayores corrieron a cambiarse en lo que ella vestía al más pequeño.
Cada minuto que pasaba los niños que encontraban más inquietos; ella había logrado
enfundarse en un vestido verde sencillo que le había comprado Raúl. Al abrirse la puerta sus
hijos corrieron a recibir a su padre. Entre risas y bromas la familia se alistó para salir y
disfrutar de la festividad. Tal vez, en esta ocasión, nadie intentaría alejarse de la mujer del
desierto.
El barullo era ensordecedor; parecía que la gente que habitaba el pueblo se había multiplicado
repentinamente. Entre la multitud José se separó de sus padres, siempre se emocionaba en
esas fechas y odiaba como sus padres se detenían en cualquier lugar, pero pronto se perdió
del resto; no se asustó, conocía el pueblo y mientras no se internase en el desierto todo estaría
bien.
Caminaba a prisa, no quería encontrarse con los jóvenes disfrazados de diablo, pues, aunque
lo negara, les tenía miedo. Tal era su desconcentración que no pudo evitar chocar con un
hombre; inmediatamente se levantó del suelo y lo encaró para reclamarle. El sujeto era alto
y, pese a ser de avanzada edad, se veía imponente en su traje blanco; junto a él se encontraba
una mujer y dos niñas. A José apenas le dio tiempo de verlos rápidamente cuando escuchó
una voz que lo llamaba.
—Niño, ¿qué haces solo? ¿y tus padres?
—Los perdí don Tomás
—Ven conmigo, te ayudaré a buscarlos —le propuso mientras le extendía la mano; el niño
la tomó y se fue con él; sólo volteó una vez más para intentar comprobar sus conjeturas: las
niñas eran idénticas.
La tarde cayó y fue acompañada por un viento fresco. En lo que los niños jugaban los padres
se miraron sin decir una palabra; ambos sabían que el momento se acercaba.
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Poco después de que el cielo se oscureció fue iluminado por múltiples luces de colores, el
ensimismamiento de la gente, junto con el ruido, les impidió escuchar balazos a lo lejos; la
arena se teñía de rojo y, entre los rostros asombrados de los espectadores, Sara distinguió una
figura familiar y terrorífica. Él había ido por ella ya no podía posponer más su partida o
pondría en riesgo a su familia; lágrimas silenciosas cayeron de sus mejillas. Únicamente le
quedaba hablar con aquel simpático anciano que la había ayudado y pedirle un último favor.
Sabía que debía irse en silencio y sin decir adiós.
Los días habían pasado lentamente después de aquella festividad sin que nadie se pudiera
explicar la desaparición de Aureliano y su familia. Semanas después la esposa de Raúl se
había ido. Las suposiciones y los chismes volaron como pólvora en el pequeño lugar; pero
pronto se olvidaron. Los únicos que recordaron fueron su familia y Tomás, todos por razones
y con versiones distintas. Unos protegieron secretos, otros culpas y, uno de ellos, preguntas.
Después de aquella repentina partida el trato familiar pronto se deterioró; los intentos por
entablar buenas relaciones eran, en ocasiones, infructuosos: hijos y padre marcaron una
brecha que con los años sólo se ensanchó. Al final los hermanos optaron por terminar
enterrando aquel pasado en lo más profundo de sus memorias, sin embargo, la joven de rojos
cabellos vino a alebrestar los tristes recuerdos. Sólo José la reconoció; pero no pudo preguntar
por cómo había sido la vida de la joven ni las razones por las que se fue; únicamente habían
compartido una mirada, y, en ella, supo reconocer que aquella mujer pertenecía más a ese
lugar que el resto de ellos; después de todo, y aun siendo una niña, había visto lo que escondía
el desierto. Sabía un secreto que irremediablemente la había atraído a ese lugar.
Amelia nuevamente despertó empapada en sudor; cada día que pasaba ahí sus sueños se
volvían más extraños. En ocasiones eran sensacionales, el color que había ahí no se
comparaba con lo pálido de la ciudad, sin embargo, aquellas pictóricas imágenes que se
aparecían en su mente no la dejaban de preocupar; todas empezaron al llegar ahí, tal parecía
que ese lugar había sido el detonante, pero ¿para qué?
Se levantó lentamente y después de ducharse meditó sobre esconder o no el arma que había
llevado con ella.
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—Lo mejor es —pensó— guardarla muy bien, con lo chismosa que es Catalina igual y le da
por esculcar mis cosas y no puedo cargarla todo el tiempo conmigo.
Lentamente introdujo el objeto en una vieja bolsa que no llamaba mucho la atención y la
acomodó en el fondo de la maleta. Ya tendría tiempo para deshacerse de ella, después de
todo ya nunca más la volvería a usar; en ese lugar se sentía extrañamente protegida. La voz
de Omar llamándola a almorzar la sacaron de su ensoñación y, no comprendió en ese
momento, que ya había tomado una decisión. Bajo rápidamente y mientras se dirigía a la
cocina únicamente podía pensar en la extraña dinámica familiar a la que se había colado, a
la fuerza, en aquella incompleta y disfuncional familia.
Aprovechando la ausencia de Santiago y sus hermanos escapó rápidamente del hotel. Los
paseos que daba con el menor eran, después de un tiempo, aburridos; nunca la había querido
llevar más allá de unos metros del bordo principal pese a que ella le insistiera. Todos la
miraban con desconfianza cuando andaba sola por el pueblo, como en esos momentos, estar
con alguno de los hermanos le garantizaba miradas menos indiscretas que las que le ofrecían;
mientras se colocaba lo gorra blanca que llevaba para evitar una posible insolación se
preguntó si era una característica común que los lugareños vieran de esa manera a los
desconocidos; después de todo ella, aparentemente, solo era una intrusa.
Una suave sonrisa curvo su boca. Necesitarían más que unas miradas inquisidoras y
comentarios groseros para alejarla de aquel lugar; ella no se dejaría amedrentar por un
montón de pueblerinos ni por historias fantásticas. Decidida se encaminó a la salida menos
concurrida de aquel lugar. Ella se adentraría en el desierto, ignorando las recomendaciones
de todos aquellos que habían tenido la atención de advertirle que podría tener una experiencia
terrible, para demostrar que no la detendrían aquellas viejas supersticiones.
—No voy a ir demasiado lejos, sólo unos cuantos metros —se motivaba en voz alta.
Sus pasos, siguiendo un trazo invisible, se aventuraron más allá de las primeras dunas; el sol,
que estaba en su punto más alto, la hizo retirarse más pronto de lo que habría querido. El
calor era insoportable.
—En otra ocasión será.
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Camino lo más rápido que pudo al pueblo, deseaba con urgencia un poco de agua, pues la
que llevaba se había acabado. No pensaba contarle a nadie de su pequeña expedición. Sin
darse cuenta, con aquella travesía se había dado a conocer. El demonio la había reconocido
y, ahora, quería que volviera con él.
Capítulo VI.
Vidrio azul
Una anciana tejía con estambre negro; se encontraba en una miserable casa,
sentadaenunamecedora rota, rodeadadedosniñas, susnietas. Lamujer, casi
ciega,tejíaporpuracostumbre,nosabíaquetejía,peroelnosaberlolamotivaba
aúnmás;talvezeraunabufandaounchal,talvezinclusounacobija;y,mientras
ellaseencontrabaenfrascadaensulaborunadelaspequeñas,quecorríaconun
vasoazul,setropezóycayó; losvidriosse incrustaronensusdiminutasmanose
inmediatamentedespuésdequelarojasangresurgiódelasheridascomenzarona
corrergruesosríosdelágrimasporsusmejillas.Laabuela,apenasvolteandoaver
a laniña,siguióconsu labor; lasgotasdesangresinpausacaíansobreelpisoy
lentamenteempezaronapenetrareltejidodelaanciana.
No despegaba la vista de las manos de Santiago y José. Aparentemente lo que hacían no tenía
mayor dificultad y aun así no dejaba de maravillarse. Nunca se esperó que el hermano de
Santiago tuviera alguna habilidad que no fuera emborracharse y desesperar a sus congéneres;
pese a ello, ahí estaban, esculpiendo con sumo cuidado una pieza de vidrio azul.
—¿Por qué tan calladita?, ¿no se te hace raro Santiago? —preguntó mientras dirigía su vista
a su hermano menor— ¿qué paso? De seguro no creías que pudiera hacer otra cosa además
de beber ¿verdad? Te sorprenderías de mis múltiples capacidades —volvió a su labor sin
dejar de reírse.
Amelia había aprendido, con el tiempo que llevaba ahí, que la mejor manera de librarse de
peleas innecesarias e infantiles con José era no caer en sus provocaciones. Así, que para evitar
arrojarle lo primero que tuviera a la mano, que en este caso era un martillo, volteó hacia otra
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dirección. No lograba entender como Santiago soportaba a sus hermanos; desde que comenzó
a convivir con los cuatro comenzó a agradecer al haber sido hija única.
—¡Amelia!, te estoy hablando —inmediatamente la susodicha volteó a ver a la única
integrante femenina de aquella extraña familia y sin esperar a que respondiera ésta la
interrumpió— necesito que vayas a comprar pan, ya es noche; que alguno de éstos te
acompañe.
—No me voy a perder— dijo con tono molesto, pero la rubia la ignoró.
—Te acompaño —sentenció Santiago
—Ahh, no. Este es tu trabajo, a mí no me vas a dejar colgado. ¿qué, acaso crees que no tengo
mejores cosas que hacer? —reclamó José.
—Vamos —anunció Omar.
Ambos hermanos se miraron entre sí. Amelia, dubitativa, se levantó de su asiento y siguió al
mayor de los varones. El resto sólo los vio partir, internamente Santiago se debatía entre
seguirlos o quedarse con José pues él había notado el ligero temor que tenía Amelia hacia su
hermano mayor.
—Tranquilo, ni que se la fuera a comer. Mejor apúrate, ya me quiero ir.
—¿No te vas a quedar a cenar? —preguntó esperanzado el menor
—¿Para ver como Cata y Omar acribillan a tu novia con la mirada? No, gracias. Además,
tengo algo que hacer.
Santiago suspiró. Necesitaba apoyo moral para variar. José podía ser insoportable a veces,
pero le ayudaba a aligerar el tenso ambiente entre Amelia y los mellizos; ambiente que se
hizo más denso cuando Santiago expresó su deseo de marcharse del pueblo junto con la
pelirroja.
—Un rato, no te voy a dedicar más de mi valioso tiempo —le dijo sin mirarlo. Sonrió
complacido al ver a Santiago volver a trabajar con mayor ahínco. Ahora sólo le quedaba
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esperar que Omar no asustara más a la chica, suficiente tenía con el menor y sus propias
conjeturas para, además, agregarle otra preocupación.
Afuera el fresco clima le arrancó un suspiro a Omar, como le encantaban los días así, le
gustaba el desierto y sus particularidades, pero el calor había sido agobiante los últimos seis
meses. Miró con disimulo por encima de su hombro, unos pasos más atrás caminaba
cabizbaja Amelia. Aún no entendía que le veía Santiago a la chica, era bonita, pero tenía un
carácter del demonio, si lo pensaba bien se parecía a su hermana ¿o a su madre? No le dio
más vueltas al asunto, por ahora, pero le preocupaba de sobremanera que su hermano quisiera
marcharse. ¿A dónde iría? Santiago nunca había salido del desierto, no conocía nada además
de esa arena y ahora pretendía embarcarse a una aventura, según palabras del muchacho.
Suspiró nuevamente, su hermano le estaba causando más preocupaciones de las que éste
creía. Tal vez debería de hablar con él, con suerte y algo de lo que le dijera se quedaría
grabado en su cabeza. Miró otra vez a la chica. No, era imposible que su hermano los dejara
por una desconocida. Sin embargo, muy a su pesar, reconoció que la idea no era tan
descabellada; tenía miedo por su hermano, por su familia y por aquella chica.
Ya había ido a hablar con Tomás, una charla breve y cortante. En un principio tomó la actitud
del anciano con normalidad sin embargo, entre más hablaban Omar no pudo evitar atar ciertos
cabos sueltos. No era tan supersticioso como Tomás, pero aún tenía guardadas algunas
memorias y al armar un escenario casi completo con las piezas que tenía no pudo hacer otra
cosa que preocuparse. Dicha preocupación la externo con su hermana, su otra mitad, como
solía decirle. Ambos acordaron en intentar ahuyentar a la chica, pero vaya problema que les
estaba dando, aparentemente no se quería ir. Siendo honestos, nunca creyeron que ella
permaneciera más de dos semanas ahí, después de todo se había acostumbrado a otro tipo de
vida durante esos años; sin embargo, ahí estaba, unos pasos más atrás. Otro suspiro.
—¿Algún problema? —preguntó curiosa.
—Ninguno, apúrate que Cata se va a enojar —ocultando su sorpresa siguió caminando con
mayor velocidad. Era raro que ella iniciara conversación. Por lo que había notado su
estrategia de intimidación había funcionado tan bien que ella buscaba por todos los medios
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no quedarse sola con él. Ambos caminaron más rápido. No recordaba que la panadería
estuviera tan lejos.
—¿puedo preguntarte algo? —la volteó a ver y, enarcando una ceja por la sorpresa, le indicó
que continuar— ¿tú crees en las historias de tu pueblo? ¿las que cuenta don Tomás? —al ver
la duda en sus ojos ella agregó— ¿crees que puedan ser reales?
—Sí.
—¿cómo puedes creer en algo así?
—Tal vez por la misma razón que has empezado a cuestionártelo— sin dejarla agregar nada
más continuó con su camino.
Minutos después Amelia volvió a romper el silencio.
—¿Qué tipo de trabajo es el que hacen?, me refiero al vidrio.
—Son artesanías; son los tipos de trabajo que venden por las calles de lugares como del que
vienes. Aunque tienen su complejidad, el tallado es —se detuvo unos segundos— muy difícil;
entre más lo pules…
—¿Mayor brillo tiene? ¿se quiebra?
—No —Omar no se molestó por la fastidiosa costumbre de Amelia de interrumpir— entre
más lo pules más macizo se hace —al ver la duda reflejada en la joven procedió a explicarle—
quiero decir que entre más lo tallas más fuerte se hace; sí realizas bien la técnica no se rompe.
—Es vidrio, obvio se rompe.
—No, éste no es un vidrio común; hasta donde yo sé sólo se encuentra en esta parte del
desierto. En ocasiones vienen hombres a comprarnos nuestros trabajos; nos pagan poco, pero
algo es algo; don Tomás era muy amigo de uno de ellos.
—¿Y ninguno de esos hombres se decidió a establecerse aquí? —cuestionó ella, Omar miró
hacia el cielo estrellado antes de contestar.
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—No, a nadie le gusta este lugar; es demasiado inhóspito para los foráneos. Sólo vienen
porque los trabajos se venden bien por allá. Ni siquiera vienen seguido, en ocasiones tardan
hasta dos meses; a veces nos hacen encargos, José, aunque no lo parezca, es uno de los
mejores talladores de por aquí —rio un poco— le ha intentado enseñar a Santiago pero no
tiene paciencia, ninguno la tiene.
—A mí me gusta —dijo en un susurro que alcanzo a escuchar Omar.
—Lo sé —le respondió condescendiente— pero ¿por qué? —esta vez no pudo evitar externar
sus dudas frente a ella.
—No lo sé, es —se detuvo— como si algo me llamara a venir, como si hubiera algo que
descubrir, algo que yo deba saber —al verse reflejada en los fríos ojos de Omar no pudo
evitar preguntar— ¿es tan raro?, don Tomás me ha dicho que debo marcharme, que esta
curiosidad es peligrosa ¿en verdad lo es?
—No sé, me gustaría darte una respuesta pero sin importar lo que te diga tu no planeas
marcharte ¿no es así? —Amelia agachó la cabeza.
—Quiero irme, quiero descubrir otros lugares y conocer otras personas; quiero hacer tantas
cosas pero, no creo poder irme sin saberlo —Omar la miró interrogante— el secreto de este
lugar y la razón de mi interés en él.
—Hay cosas que es mejor no descubrir, puede que las respuestas que encuentras no sean las
esperadas o te lleven a caminos más solitarios que este lugar.
Ninguno continuo con la charla. El pan, que habían comprado recién salido del horno de
piedra, estaba frío.
La cena, servida más tarde de lo usual, se había desarrollado sin mayores incidentes. Al
terminar, todos huyeron despavoridos; lo más probable era que Santiago y Amelia regresaran
ya entrada la noche y que José volviera hasta el amanecer.
—Estás muy pensativo —le dijo Catalina mientras secaba los platos.
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—Tenemos que sacarla de aquí, si permanece más tiempo algo podría pasar —sentenció
Omar.
—¿A qué te refieres con algo? ¿a que Santiago se enamore más y nos deje? —lo miró
inquisitivamente y agregó— ¿qué pasó cuando la acompañaste
—A que se la lleve el desierto —hizo caso omiso de la última pregunta— ¿ha andado sola
por ahí?
—No que yo sepa, además siempre sale con Santiago y él nunca la llevaría ahí, sabes que
odia ese lugar. ¿Te has enterado de algo? — la joven no pasó por alto que su mellizo le
evitaba la mirada.
—No, sólo es un mal presentimiento. Se le parece ¿no? —la pregunta descolocó a su hermana
—¿Crees que podrías ser una de ellas?
—José piensa que sí —le contestó Omar mientras revisaba el trabajo inconcluso de sus
hermanos —tendríamos que fiarnos de su memoria porque yo casi no las recuerdo; no era
común que las dejaran salir de su casa por lo que…
—Era muy raro que alguien las viera —Catalina buscó nuevamente la mirada de Omar—
tampoco es que José tenga la mejor memoria, tal vez ni siquiera es una de ellas.
—¿y si lo fuera?
—Pues, me gustaría preguntarle por la otra.
Aquello familia era tan diferentes. Hace un par de horas se estaba aguantando las ganas de
golpear a uno de ellos, después se convirtió en la personificación de los nervios al caminar
con otro y, ahora, sintiendo una enorme tranquilidad, paseaba de la mano del menor.
—¿Te espantaste mucho? —le preguntó consoladoramente Santiago.
—No, pero no entiendo por qué no les caigo bien.
—Debe ser porque les dije que me iría contigo en cuanto te decidieras a marcharte de aquí
—dijo restándole importancia al asunto
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—Tal vez debiste esperar, así igual y no me veían tan feo.
—Hablando de eso, ¿has pensado en una fecha?
—¿una fecha?
—Sí, para irnos.
—Honestamente, no. Me gusta este lugar —el chico la miró sorprendido.
—¿De todos los lugares en los que has vivido me estás diciendo que el que más te gusta es
éste?
—Pues, sí —contestó incómoda— Para mí implica un reto; el intentar desentrañar su misterio
me fascina, me encanta escuchar esas historias y compararlas con otras.
—Hay historias en todos lados.
—Nunca como aquí, jamás había escuchado unas como éstas. Me pregunto qué es lo que hay
detrás de ellas.
—¿Cómo?
—Sí, qué es lo que les dio origen, cuál fue la historia original, la verdadera. Es como la
historia de las dunas doradas ¿a poco no es mágica? Me gustaría saber que le dio inicio a esa
historia.
—¿no crees que exageras? Sólo son inventos, cuentos de los viejos para entretener a los
niños.
—Pero, ¿de algún lugar debieron de haberse inspirado no? —exclamó asombrada, a veces le
sorprendía el desinterés que tenía Santiago por algunas cosas de su hogar, de su pasado, de
su historia. Ella nunca había tenido una, no la recordaba al menos— ¿qué te pasa?
—Me recordaste a mi padre, él siempre mostró cierta fascinación por estas cosas, parecida a
la tuya. Aunque, siendo honestos, nunca me interesó —admitió.
—¿Por qué?
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—¿Sabes?, siempre me quise ir de aquí; desde que tengo memoria ese ha sido uno de mis
más grandes anhelos. El conocer este lugar ha logrado, inevitablemente, que me siente
perteneciente, creo, que, si lo conozco más a fondo, con sus verdades y todo eso, sólo serviría
para echar raíces, para conocerlo mejor y entenderlo. Yo no quiero entender al desierto, no
me importa si es mágico o no, sólo quiero irme de aquí. Ve a mis hermanos, ellos nunca se
irían, conocen algo, un secreto o yo que sé, y eso los ata a este lugar. Al parecer, aquí, conocer
y entender implica permanecer.
—Creo que el exagerado eres tú.
—No, es verdad. Aquí algo ocultan, lo sé; mis hermanos también lo saben— Amelia lo miró
sorprendida mientras recordaba su charla con Tomás, ¿acaso Santiago conocía más de lo que
decía saber de su madre?, ¿desde cuándo ella consideraba esa historia como real?
—Nunca entendí a mi padre —Amelia nuevamente puso atención al joven.
—No tienes…
—No, es lo justo, tú me has contado varias cosas de tu vida. Creo que yo también debería de
hacerlo. Siempre dijo que amó mucho a nuestra madre, pero yo no estoy seguro; creo que si
en verdad la hubiera amado la hubiera seguido. Tal vez pudo haber evitado que se marchara,
pero no lo hizo. Siempre le guarde rencor por ello. Después de que ella se fue él se volvió
insoportable; le quería, pero también le odiaba. Si te soy sincero una parte de mí se alegró
cuando desapareció; sé que lo que te digo no es correcto, es más, es un pensamiento
mezquino, pero ya no lo soportaba. Todo el tiempo nos mantenía juntos, no quería que nos
separáramos, se ponía furioso cuando nos adentrábamos en el desierto solos. ¿sabes? Tomás
alguna vez me dijo que nos parecíamos a nuestra madre, yo no lo recuerdo, no tengo
fotografías de ella, mi padre quemó todas, pero creo que él quería que estuviéramos juntos
porque así le recordábamos a ella, aun si eso significara atarnos de por vida a este miserable
lugar.
Ninguno dijo nada. El viento soplaba cada vez más fuerte, pero ninguno parecía querer
moverse. Para Amelia todo se le hacía irónico; ella no quería irse, aunque todos le pedían
que se fuera, y Santiago únicamente esperaba por ella para marcharse. Sin embargo, ¿podría
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hacerlo? Tomás le dijo que la curiosidad mató al gato ¿tanto arriesgaba al querer permanecer
ahí? No tuvo tiempo de contestarse. Corriendo y con expresión compungida José se acercó a
ellos interrumpiendo los pensamientos de ambos.
—Don Tomás está muerto, alguien lo asesinó.
Capítulo VII.
El demonio
Laescasaluzquedespedíanlaslámparasalumbraronelrostrode
la rubia; todavía la deseaba. Pero, su visita al pueblo no era
únicamente para advertirle que debía volver. Él, aun guardaba
rencoraloshombresqueselearrebataron:unoconsushistorias
yelotroconamor.Undíasevengaríaynadielopodríaevitar.
No tenía intenciones de salir de la casa ese día. Estaba bastante impactada por la muerte de
Tomás, de entre todas las personas de ahí él la había tratado con cariño casi paternal. El hecho
de que su muerte no fuera causa de alguna complicación biológica la inquietaba aún más.
¿quién lo había matado? pero, sobre todo, ¿por qué razón? A su parecer, era un anciano
inofensivo, medio pesado al bromear, pero nada que ameritara ese desenlace. Suspiro,
Santiago, José y Omar andaban fuera de la casa; alguna especie de junta vecinal o algo
parecido fue lo que oyó de una conversación a medias entre los mellizos.
Se levantó del sillón para encontrar algo que hacer, quería distraerse un rato, al menos. Se
acercó con pasos lentos a la pieza de cristal que los hermanos habían estado tallando el día
anterior; con lentitud pasó sus dedos sobre el frío material y recordó con una extraña nitidez
la historia de los cristales. Sonrió para sí, todo estaba plagado de fantasía en ese lugar y eso
era extraño, al menos para ella. Con sumo cuidado levantó una de las piezas de aquel trabajo
artesanal y lo inspeccionó con mucho detenimiento.
—Necesitas ponerlo a la luz si quieres que brille —asustada soltó el objeto, pero
afortunadamente no se rompió— les tomó tiempo a mis hermanos tallarlo, no lo rompas.
—No era mi intención
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—Eso no importa, pudiste romperlo, ten más cuidado si vas a andar de tentona —reprendió
Catalina.
—¿Por qué te caigo tan mal?
—¿Acaso importa? —contestó en tono neutral— pronto te irás
—¿Quién lo dice?
—Santiago, todo el tiempo nos lo recuerda.
—¿Y qué tal si me quiero quedar? —la pregunta descolocó a Catalina que, rememorando,
intentó no creer en las suposiciones de José.
La rubia sola la miró fijamente y se marchó. Amelia, enojada, no se lo pensó dos veces y
salió de la casa. Odiaba como Catalina la miraba como si fuera otro mueble en la casa, uno
del que se quería deshacer, por cierto. Irritada y sin meditar sus acciones caminó sin rumbo
hacia la salida del pueblo, no la principal, sino la lateral. Sin darse cuenta, una pequeña brisa
dorada la seguía. Olvidó las advertencias de Tomás, de Santiago y sus hermanos sobre no ir
sola al desierto ni adentrarse a las dunas doradas. Necesitaba paz y tiempo.
Mientras caminaba sintió que la observaban, pero no se detuvo ni volteó. Si lo hubiera hecho
se habría encontrado con una figura amorfa conformada de arena y oro que la seguía. A lo
lejos, junto a la casa del cuentista, la silueta de una mujer rubia, con ojos esmeralda, decía
adiós mientras desaparecía.
Los hermanos llegaron exhaustos a su casa, habían pasado más de cuatro horas desde que se
marcharon y aún no podían obtener una explicación razonable. Los tres, sentados en su
pequeña sala se miraban sin decirse nada. Cualquier explicación que dieran no tenía sentido.
—¿Cómo les fue? —interrogó su hermana mientras les servía algo para el calor.
—¿Tú qué crees? —se adelantó el ojiverde para responderle— estuvimos metidos en un
diminuto cuarto intentando descubrir quién mató al viejo durante cuatro horas, casi nos
agarramos a golpes con Adolfo, que bien sabe que le traigo ganas, ¿es un idiota sabes? Ya
andaba diciendo que fue una mujer la que lo mató. Según él, esta mujer llegó a casa de Tomas
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apenas oscureció y, según él, parece que se conocían y, según él, la susodicha lo golpeó
brutalmente para después asfixiarlo haciéndolo tragar montones de arena. Esté bien que era
un anciano, pero tampoco era un debilucho. Claro, debo darle un punto a su favor, su historia
era más convincente que la de otros, por lo menos tenía un poco de sentido. Aunque, hubo
algo que llamó mucho mi atención, ¿a ustedes no?
—¿Te refieres al polvillo de oro? -preguntó Omar
— Sí, no es normal que hubiera esa cantidad en la casa del viejo.
—¡Nada de lo que pasó es normal! —grito exasperado Santiago, todo el asunto lo tenía muy
tenso.
—Tranquilo Santiago —advirtió José— no te conviene hacerme enfadar, mira que tampoco
estoy de humor.
—¡Por Dios José! Mataron a don Tomás, ¿podrías, al menos, comportante por unas horas?
—¿Dónde está la chica? —preguntó Omar, interrumpiendo con ello la discusión de sus
hermanos.
—No lo sé, se fue hace como un par de horas, creí que estaba con ustedes —contestó sin
interés Catalina.
—¿La dejaste ir, así como así? ¿pero qué te pasa? —le reclamó Santiago.
—No soy su mamá ni su niñera Santiago, ella ya está grandecita.
—Nada más se nos haya ido al desierto y ya no regresa, mejor ve a buscar a tu novia; no vaya
a ser que el demonio te la robe.
—¡Cállate imbécil! ¡Sólo cállate! —y sin dejarlo responder Santiago salió de su casa
azotando la puerta y maldiciendo a sus hermanos.
—José…
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—No empieces tú también Omar —dijo mientras volteaba a verlo— ¿qué? ¿ahora quieres
que vaya a buscarla yo también? Manda a Catalina, ella fue la culpable, no yo —sin embargo,
la mirada de su hermano no cedía— ¡ahhh! ¡Eres un maldito! — molesto se levantó y se fue.
—Me sorprende como es que lo corres tan fácil de la casa —comentó la rubia después de un
rato.
—No me provoques, también estoy molesto contigo.
—¿Por dejarla ir?, no me culpes, la muchacha se fue solita.
—Pero me preocupa…
—Últimamente les preocupa a muchos ¿no?
—No te enojes, pero, es que —trastabilló— Tomás.
—¿qué pasó con él?
—Hablé con él hace dos días, me había dicho que previno a Amelia, le dijo que se alejara de
las dunas doradas y que se marchara cuanto antes de aquí.
—¿y? ¿cómo planeaba hacer eso?
—Le contó todo —la expresión de su hermana era de suspicacia— al menos casi todo.
Además me confirmó las sospechas de José.
—¿Qué quieres decir?
—No le dijo que él ayudó a nuestra madre a escapar en primer lugar tampoco le dijo que ella
es originaria de aquí ni por qué terminó fuera del pueblo, aunque era posible que eso ni él lo
supiera con certeza. Tal vez, todo eso, junto con las advertencias a la chica, le jugaron una
mala pasada.
—¿Me estás diciendo que…
—Sí, sólo alguien que lo odiara mucho lo habría matado de esa forma. Sólo espero que la
muchacha tonta no haya ido hacia ese lugar.
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—¿y si así fuera? —Omar miró hacia la ventana, en la dirección al lugar maldito del desierto,
el que alguna vez fue el hogar de su madre y, donde ahora, se encontraba el demonio de la
arena esperando.
—No habría nada que hacer— suspiró y salió de su casa para buscar a aquella joven, muchos
problemas les había traído; sólo esperaba que todos sus malos presentimientos no se fueran
a cumplir. Tan ensimismado estaba que no se despidió de su hermana y ella sólo lo vio partir.
No sabía cuánto tiempo llevaba caminando, ni le importaba; cansada se detuvo e intentó
ubicarse. Giró una y otra vez hasta darse cuenta que estaba perdida, otra vez. Suspiro, tal vez
debía de hacer caso e irse de ahí; no le hacía mucha gracia que Santiago la acompañara, pero
tampoco podía dejarlo, era su sueño. Escuchó un leve tintineo y lo siguió. De todas maneras,
ya estaba perdida, ¿qué más daba? Nuevamente se detuvo y contemplo frente de sí el paisaje
más surreal que se jamás se hubiera imaginado; absorta y sin percatarse, sintió como unos
brazos la envolvían protectoramente y un sentimiento de seguridad y nostalgia se apoderó de
ella; lentamente volteó y frente a sus ojos se encontraba aquello que la había retenido por
tanto tiempo en aquel desolado paisaje. Sonrió, tranquila, sin presión ni temor. Pronto, una
serie de incompletos recuerdos acudieron a su memoria.
—Así que esto era lo que se ocultaba en el desierto, ¿tú eres la verdad detrás de todas esas
historias? —le preguntó a la figura extrañamente familiar.
Sólo hubo silencio, sin embargo, ella lo supo interpretar. La curiosidad mató al gato, se
repitió en su mente, pero valió la pena saberlo. Ahora entendía la razón de su estadía en el
desierto; aquel ente era parte de ella como ella de él; no recordaba con nitidez el hecho. pero
podía asegurar que él había estado ahí y que la había salvado aquel día. Todo este tiempo la
había estado esperando. Ahora sabía que decisión tomar. Se acercó lentamente hacía aquella
figura y extendió su mano; en el momento que la tomara no habría marcha atrás. De pronto
todo se volvió difuso, la presencia que la sostenía dio paso a la nada y a lo lejos escuchó un
grito desgarrador. Corrió como nunca en su vida, temió por Santiago.
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A varios metros de distancia vislumbró un cuerpo masculino semienterrado en la arena,
rápidamente se acercó y se dio cuenta que su respiración era muy débil. La sangre manchaba
con prisa la arena dorada; con cada minuto su vida se extinguía, como aquellas velas en la
posada. Lentamente incorporó la cabeza del hombre y suavemente acarició sus cabellos. Ya
no pensaba en ella, ni en Tomás o en aquella extraña presencia; únicamente podía pensar en
Catalina mientras intentaba detener la hemorragia de Omar. A lo lejos podía ver como
aparecían pequeñas luces indicando la ubicación exacta del pueblo, mientras ellos se hundían
en la oscuridad.
Capítulo VIII.
Despedida
Lapequeñaniña,separadaatancortaedaddesuspadres,seinternóeneldesierto
parareclamarleporhabérselosarrebatado.Elexcesivocaloryesfuerzofísicohabían
logradoacabarconlaspocasfuerzasquelequedaban;enpocosminutossucuerpo
erasepultadoporlaarenadorada.Sinembargo,élseacercó,eldemonio,aquelal
quelehabíanarrebatadosuamor,encontróenlosruegosdelaniñaelrecuerdode
Sara.Éllaprotegeríay,cuandollegaráelmomento,laataríaconél.Estaveznadie
selaibaaarrebatar.
Depositando con mucho cuidado unas flores insípidas sobre la tumba sonrió. ¿Cuántas veces
se lo había advertido?, las mismas veces que ella lo ignoró. Se alejó con lentitud del
cementerio. Aún tenía muchas cosas que hacer, pero deseaba tomarse unos momentos;
después de todo, ahí, en medio del desierto, el tiempo era algo que no existía. Abrió con sumo
cuidado la puerta, intentando hacer el menor ruido posible, no quería que ella supiera que
estaba ahí, de nuevo.
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Al entrar notó la nueva decoración, flores por un lado, cristales multicolores por otro, y en el
fondo de la habitación, una fotografía; Santiago le había dicho que no tenían fotos de su
madre, pero frente a ella estaba una. El marco roto y la foto vieja reflejaba una familia de seis
integrantes, el menor era apenas un bebé.
—Si Cata de ve con eso en las manos te aseguro que te mata —le advirtió José.
—No la culparía —suspiro resignada.
—Yo no te culpo, tanto. Debiste de hacer caso.
—Yo no lo creí posible, ni siquiera lo recordaba.
—Lamentablemente eso no te exime de las culpas.
—Lo sé.
—¿Sabes?, recuerdo que antes de que nuestra madre se fuera la vida en el desierto se hizo
más difícil; ahora que lo pienso, tal vez ella se fue para salvarnos de la ira de ese demonio.
Tal vez esa fue la razón por la que sobrevivimos tanto tiempo.
—¿Nunca la volviste a ver?
—Una vez, pero ya estaba muerta; fue en uno de los “días oscuros”, poco después de que se
fue; creo que se murió de tristeza, pensé que nuestro padre también lo haría — al ver la
interrogante de la joven aclaro— morirse. No lo hizo, supongo que por nosotros. Aunque
nunca volvió a ser el mismo. Él siempre la espero, al final, parece que el desierto también
nos quitó eso. Un padre —Amelia volvió a dejar la fotografía en su lugar.
—¿Descubrieron algo nuevo sobre don Tomás? —preguntó titubeante.
—¿Qué quieres que te diga? De seguro tú ya sabes más que nosotros —ella lo miró con la
culpa grabada en el rostro. Era cierto, ella sabía quien había sido el responsable.
—No te sientas mal, has tomado una decisión que, en mi opinión, ya estaba destinada. Tal
parece que el bastardo del demonio siempre se sale con la suya; primero mi madre, después
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la desaparición de mi padre, no dudo que haya sido una treta para engañarlo y hacer que se
aventurara a las dunas. El horrendo asesinato de Tomás —Amelia respingó— y, ahora tú.
—Lo lamento.
—Si quieres disculparte con alguien hazlo con Omar y, si tienes tacto, despídete de Santiago;
nadie más que él te va a recordar, pronto serás parte de otro cuento para niños, uno que nadie
va a creer.
—No puedo —José no insistió.
—Creí que habían quemado todas las fotografías —comentó Amelia después de unos
minutos.
—No le creas a Santiago todo lo que te dice, era un mocoso que no recuerda nada. Muchos
de sus recuerdos no son verdaderos, sólo son una mentira que él mismo se elaboró y que
entendió a su conveniencia.
—Eso fue duro
—Es la verdad, los mellizos siempre lo protegieron; debieron haberlo dicho la verdad antes.
—¿Entonces esa es la verdad? —ella aún tenía sus dudas sobre Sara, la madre de aquellos a
quienes había hecho tanto daño.
—No lo sé, los únicos que la sabían ya están muertos. La verdad yo me conformaré con mi
propia versión —el ojiverde sospechaba que la chica aún no conocía por completo su pasado
y se preguntó si debía de decírselo. ¿Seguiría sintiendo pena por Tomás al enterarse que fue
éste el que mató a su abuelo y la dejó a merced de la soledad? ¿Aún querría irse con el
demonio si supiera que fue él quien la dejó huérfana? ¿Decidiría por propia voluntad irse con
aquel monstruo que aún mantenía en el limbo las almas de su padre y del cuentacuentos?
Esto último era una suposición no una certeza, como las dos anteriores, pero no lo dudaba;
el demonio había demostrado con los años que era rencoroso y vengativo. Una sonrisa irónica
apenas se asomó en su cara. Todo apuntaba a que las decisiones de Amelia ni siquiera habían
sido suyas, todo el escenario era el desierto y el demonio lo controlaba a su antojo, incluso a
ellos. La observo sin que se diera cuenta y se preguntó cómo había llegado ahí ¿Qué clase de
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destino la había traído nuevamente ahí? Ella había logrado salir y ¡volvía por cuenta propia!
Tal parecía que lo que murmuraban los pueblos vecinos era cierto: nadie podía abandonar
ese inhóspito lugar, menos alguien que había sido marcado por él. No valía la pena intentarlo.
—¿La cuál es? —la pregunta lo sacó de sus cavilaciones.
—Esa curiosidad te metió en este embrollo —le dijo riendo, una risa seca y sin alegría. No
se lo diría, tal vez, al darse cuenta que la decisión que tomaba no era por completo suya o al
conocer lo que realmente encararía al estar con el demonio ella se retractaría de adentrase a
las dunas doradas; lo mejor era que desapareciera, que se fundiera con la arena y que cayera
en el olvido. Era un pequeño precio a pagar por la seguridad de los pobladores.
—¿Así que sigues aquí? —se escuchó una tercera voz, ambos voltearon en su dirección.
—Eso parece ¿no? —le contestó su hermano.
—¡Cállate José! —volteó a ver a la pelirroja directo a los ojos— después de todos los
problemas que causaste ¿aún te vienes a parar aquí?, tú, tus preguntas y tus ansias de saber
revolvieron un recuerdo que ya estaba enterrado; y no contenta con eso decidiste cobrarte
victimas en tu camino.
—Yo no…
—¡cállate!, vete ahora mismo. No vuelvas, ya has encontrado donde quedarte ¿no? Pues
permanece ahí y no salgas. ¡Después de todo eso era lo que buscabas!
— Cata…
—¡te dije que te callaras!, no quiero saber nada de ella, por su culpa Omar se encuentra en
ese estado, ¡no despierta! —ambos la dejaron llorar, al final José acompañó a su hermana a
su cuarto. Al bajar las escaleras se encontró con los ojos, ahora inexpresivos, de Santiago.
—¿ya se fue?
—Eso parece.
—¿Cómo sigue Omar? —preguntó sin mucho interés.
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—Como siempre —respondió mientras analizaba a su hermano; una rápida inspección le
confirmó sus dudas: había estado tomando.
—No preguntó por mi ¿verdad?
—No.
—Ya veo, ¿crees que vuelva? —preguntó esperanzado.
—No. Mejor ya no pienses en ello. Debemos trabajar en el tallado del cristal. Apúrate —dijo
José intentando cambiar el rumbo de la conversación.
Su hermano subió lentamente a tomar una ducha. Su hermana dormitaba inquieta en su
habitación, soñaba con polvo dorado y un sol abrasador. Omar, con respiración pausada,
reflejaba en su rostro el peso de los secretos. José, con mucha conciencia de lo que hacía,
vertía el poco alcohol que quedaba en la casa por la ventana. Afuera, los niños jugaban como
si nada en la casa abandonada de Tomás. Las flores, recién puestas sobre la tumba, se
marchitaban rápidamente; tal parecía que el desierto aún se quería vengar. A lo lejos, entre
la arena, desaparecían entre los remolinos de arena dos siluetas tomadas de la mano.
Santiago se acercó a su hermano, quien ya se encontraba trabajando en el cristal. La mirada
que le dedicó se encontraba extraviada en el espacio
—¿Por qué crees que se fue sin despedirse?
—Santiago, ya basta —él también había hecho sus propias conjeturas, unas que no le iba a
decir.
—Le pedí que se despidiera, ¿por qué no lo hizo? —volvió a cuestionar con los ojos llorosos.
—No le des más vueltas al asunto y concéntrate, dentro de poco llega el comprador para
llevarse los trabajos. Concéntrate, la última vez hiciste mal los vasos azules por estar de
distraído.
—No es cierto.
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—Claro que sí, ¿recuerdas que se te cayó uno y se rompió? —espero a que Santiago
asintiera— si los hubieras hecho bien eso no habría pasado.
—Era cristal, era natural que se rompiera.
—Tanto tiempo trabajando en esto y nunca te preguntaste qué era ese material ¿verdad? –
exclamó sorprendido.
—¿No es cristal? —preguntó estupefacto.
—No, es otro tipo de material.
—Pero, ¿cómo es que no lo sabía? ¿ por qué Omar no me dijo nada antes?
—Él sabía que no era cristal, pero desconocía su origen, igual que tú.
—Entonces ¿cómo es que lo sabes tú?
—Siéntate —ordenó— te voy a contar una historia.
Los hermanos charlaban lo más silenciosamente que podían ajenos a lo que sucedía en el
exterior; no notaron que la densa neblina se acercaba lentamente hacia el pueblo. Ya no había
nadie a quien extrañar. En la inmensidad del desierto las almas en pena aún transitaban por
el viejo camino; todos ahí tenían una condena que cumplir. La exhausta figura de Raúl aún
corría en círculos por la arena blanca, cada vez más lejos de su amada esposa pero más cerca
del mar. La vieja voz de Tomás se perdía entre las corrientes de viento, pero ya nadie lo podía
escuchar. Sus cabellos rubios se mecían con el viento mientras posaba su verde mirada en el
pueblo y después en las dunas, ¡cuánto dolor había causado! Ahora entendía que muchas de
los animas que vagaban por la arena habían perecido por su culpa. Esperaba con paciencia la
neblina para entrar al pueblo y poder pedir perdón, aunque sabía que ni sus hijos la podrían
escuchar. El demonio no los dejaría marcharse, mucho menos, encontrar paz. A pesar del
sigilo sepulcral que había en el pueblo se podía escuchar, con mucha atención, los tintineos
de la arena dorada recorriendo cada recoveco del lugar. En esta ocasión los mantendría más
vigilados, pero los dejaría olvidar. Tenía lo que quería así que, por el momento, se mantendría
oculto en la ilusión; un día regresaría.
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A lo lejos una risa cristalina rompió el silencio del desierto. José apretó con más fuerza la
pequeña bolsa que le había dejado Amelia, Santiago miró hacia las dunas.
—Suena feliz —acotó— parece que es la despedida.
Inmediatamente el pueblo se sumió en la oscuridad.