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A todas las mujeres que han sufrido, sufren o sufrirán las diversas formas de los malos
tratos. A sus familias.
A mis alumnas y alumnos, sin excepciones, por todo lo que me han enseñado.
A mi familia y amigos, y a todas las gentes de las Cinco Villas aragonesas.
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Eva, hoy, cuando cumples un año, te estoy escribiendo una dedicatoria.
Este libro te lo daré el mismo día en el que hagas los dieciocho. Será mi único
regalo. De hecho, si estás leyendo esto, quiero que sepas que lo hice imprimir
en una copistería de la plaza San Francisco. El tiempo pasa volando, ya te
darás cuenta. También yo, una vez, tuve tus mismos años. Sus capítulos
contienen los recuerdos que me han hecho ser como soy. Sin embargo, no
dejan de ser la razón por la que te quiero con locura. No te esperaba. Pensaba
que jamás podría ser madre.
No he modificado nada de un viejo cuaderno amarillo que guardaba.
Simplemente, he repasado un poco la manera como lo escribí cuando tenía tu
edad, quiero decir, 18 años. Ahora, no sólo tengo 29 años, también he acabado
un doctorado en filosofía del derecho. Además, soy profesora titular en la
universidad de Zaragoza y, por encima de todo, tu madre. Pero, a estas alturas
de tu vida, tú ya sabrás todas estas cosas y, también, que me gustan las
palabras justas y precisas. ¡Ah!, me olvidaba, conoces perfectamente que amo
la poesía. Por cierto, para escribirlo, he aprovechado mi baja por maternidad.
En estas páginas, te dejo mi secreto. No sé si tú llegarás a tener 18 años
o si yo lo veré. La vida es imprevisible e injusta, pero muy hermosa. Para
acabar, si llegas a leer esto, mi pequeña princesa, comprenderás por qué te
amo tanto.
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Mientras dura la tristeza, la memoria no encuentra o, acaso, pierde sus límites,
la soledad atraviesa los ojos y las palabras duelen amargas en la boca; el
silencio brota y se hace herida en el alma, y los recuerdos fermentan al otro
lado del olvido.
Me llamo Nuria. Escribo en las primeras páginas de una libreta que dejé
en blanco para este momento. Hace nueve meses y dieciocho días que vivo
aquí, en este colegio residencia. Esta es mi última noche. La una de la
madrugada. Marta y Julia duermen tranquilas. Ellas también tienen muy fácil
aprobar los exámenes de mañana. Tocan las pruebas de las materias que
según nuestra sociedad actual no sirven para nada; sin embargo, a nosotras
son las que más nos gustan. Ahora ya soy consciente. Quiero convertirme en la
voz pública de muchas mujeres que no son capaces de expresar lo que
sienten. Las palizas de sus hombres las han deshumanizado.
Mañana, es nuestro último día de vivir juntas las veinticuatro horas.
Nuestros caminos se separan, pero no así nuestras almas. Julia se va a vivir y
a estudiar Antropología a Miami, pues el banco traslada allí a su padre. Su
madre ha decidido correr el mismo riesgo y se va con ellos, segura de sus
oportunidades como asesora laboral. Julia, no sin cierta ironía, dice que su
madre ha visto últimamente muchos episodios del CSI en Miami. Marta se va a
vivir a una ciudad del extrarradio de Barcelona. Su padre monta una empresa
de envases de plástico. Ella ha decidido estudiar Ciencias Políticas.
¡Cómo ha cambiado mi vida! La noche ha pasado. Me espera un nuevo
amanecer. Me viene a la cabeza la canción de Luz Casal. Es nuestro himno
secreto. ¡Cuántas veces lo hemos escuchado juntas! Mañana, al levantarnos,
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hemos decidido que pondremos esta canción por última vez. Será nuestra
sonora despedida del resto de las alumnas internas. No sé cuántas de ellas la
entenderán. Dudo que muchas de ellas, como nos pasaba a nosotras al
principio de estar aquí, sean capaces de encontrar brillar la luz en el amanecer.
Lo que ocurra mañana no me importa nada. He aprobado segundo de
bachillerato, tengo dominada la selectividad, y también he vivido mi nuevo
amanecer. En mis manos, tengo este cuaderno amarillo. Se ha convertido en la
prueba notarial de lo que ahora, en estos momentos tan íntimos y especiales,
estoy pensando, cuando llevo cuatro cargados nescafés preparados con el
agua caliente de las duchas. Por cierto, las tres tenemos un cuaderno. En ellos,
está recogido el pacto de honor y amistad que hemos hecho. Si llegamos a ser
madres, se lo entregaremos a la primera de nuestras hijas, si tenemos más de
una, el mismo día en el que cumpla sus dieciocho años. Las tres hemos
novelado nuestro corazón.
Durante algunos meses, el dolor me ha herido con rabia. Sin embargo, el
paso del tiempo me ha curado. Por fin, cuando cae el sol, ya no me encuentro
sola. Si soy sincera, no esperaba la llegada de la verdadera amistad a mi vida.
Pensaba que ya no podría volver a ser feliz. Durante algunos meses, he
caminado doblada sobre el peso de la tristeza y el miedo a la muerte. Sin
embargo, Marta y Julia me han ayudado a comprender de nuevo las razones
de mi vida. Ahora, nuestra intención consiste en dejar testimonio del camino
que, durante estos diez meses, hemos recorrido juntas. Bueno, juntas y con la
ayuda de otras personas, en especial de Juan. Estoy muy emocionada. Cada
instante de mi vida es único. El cuaderno me espera y la noche con su luz
también.
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Acabo de regresar a mi pupitre. Mientras volvía del Departamento de
humanidades de asistir a la clase de latín, he visto cómo unos alumnos de
cuarto de ESO trababan por fuera la puerta de su clase. Lo hacían con sus
manos enganchadas a la lámina del cristal que permite ver lo que ocurre en el
interior del aula sin necesidad de entrar.
¡Que no salga!
No saldrá. No se entera de nada.
¿No anda por ahí el Paco?
Ese está durmiéndola.
Seguro que se ha tomado tres o cuatro cubatas.
Era una conversación entre alumnos, igual a otras tantas. Supongo que
dentro habría alguno de los docentes del colegio, hombre o mujer, con poca
experiencia o, tal vez, de los del grupo de los desencantados de la clase de
vida que llevan y que tanto se les nota en sus explicaciones y actitudes. La
persona que fuese no ha podido abrir la puerta hasta que ellos han decidido
marchar y salir corriendo.
Estoy estudiando como alumna interna. Estoy repitiendo segundo de
bachillerato. El curso pasado no hice bien las cosas. Sólo hace unos meses
que he llegado y mi vida ha cambiado. Hoy, después de una serie de meses de
silencio y miedo, he decidido comenzar a novelar mi corazón. Por eso, quiero
concentrarme en mis recuerdos.
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Todavía tengo muy presente en mi memoria que al llegar aquí, a este
colegio residencia, hace más o menos dos meses, concretamente el día
primero del mes de septiembre, todo el mundo se quedó sorprendido cuando
les expliqué que era hija de un pequeño empresario rural y que, además,
bajaba a estudiar desde un pequeño pueblo, Biota, en el que comienza la tierra
plana, quiero decir, las llanuras de la comarca de Las Cinco Villas.
Hoy, sé que su inicial sorpresa no se debió ni a la procedencia de mi
familia ni a mi lugar de origen. ¡No!, su asombro tuvo que ver más con la
condición social de sus respectivas familias y con sus exclusivos lugares de
procedencia. Ahora, ya conozco que la inmensa mayoría de ellos pertenecen a
las familias más influyentes de nuestra tierra y que casi todos ellos provienen
de Zaragoza y de su área de influencia.
Chica, pues aquí la inmensa mayoría somos de la capital.
¡Sí!, todavía hoy, no me canso de repetírselo: mi pueblo es uno de esos
pequeños pueblos de Aragón con iglesia románica y torre de defensa.
¿Vives en un pueblo?
¿Tienes agua corriente en casa?
¿Hay coches?
¿Tenéis conexión a internet?
¿De qué trabaja tu padre? ¿Es agricultor o pastor?
Ya sé que tuve que pagar el precio de las muchas preguntas iniciales
que me hicieron sobre los orígenes y condición social de mi familia; preguntas
en principio extrañas para mi. Yo me quedé muy parada. ¿Por qué tienen este
comportamiento hacia mí?, pensé con dolor y vergüenza. La condena moral de
mi padre, por la humillación familiar que, según él, habían supuesto los
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acontecimientos en los que me vi envuelta el curso anterior en nuestra capital
de comarca, Ejea de los Caballeros, consistía precisamente en esto: en ser
alumna interna en este pequeño colegio residencia en un pueblo perdido, lleno
de nostalgia y envidias, y venido a menos que se encuentra a las afueras de
Zaragoza. Sin embargo, si quiero ser honesta conmigo misma, tengo que
reconocer que, a mi llegada, también algunas de mis compañeras se
preocuparon de forma desinteresada por mí.
Este verano pasado, ha sido el más duro de mi vida. No es fácil
compartir las horas con tus amigos, que están preparando su inminente marcha
hacia la ciudad para estudiar en la universidad, liberados ya de la angustia de
la dichosa selectividad. Yo tendría que ser una más de ellos. Y he fracasado. El
curso pasado fue horrible. El corazón me engañó y yo misma me destrocé.
Estoy rota por dentro. No hay suturas suficientes para esta herida.
¿Suturas? No sé por qué escribo esta palabra. Ahora tendría que estar
realizando los primeros pasos del primer curso de derecho, mi gran sueño
personal desde niña. Yo quería racionalizar mi mente para ayudar a los demás
y no supe advertir en mí los síntomas de mi autodestrucción. Tengo que dejar
de escribir. Una vez más, los demás compañeros me observan y oigo la voz de
mi profesor de inglés que, como siempre, un día más, llega tarde.
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Cuando a finales de julio, expliqué a María, mi mejor amiga de la comarca, el
castigo de mi padre, ella, una gran observadora del alma humana como yo, me
sorprendió, tal vez con la intención de ayudarme, con unas palabras cargadas
de amargura e ironía.
Nuria, no te preocupes, así tú también tendrás en ese colegio
residencia las mismas experiencias mágicas que Harry Potter. No estoy yo para mucha magia le respondí malhumorada.
Me olvidaba de explicar que mi amiga María es una gran lectora. A
veces, creo que es una lectora incluso más compulsiva que yo. Si lo analizo
bien, en mi vida, hasta ahora que estoy en esta residencia, sólo la he tenido a
ella como una verdadera amiga.
Ella es la que más comparte conmigo la pasión por los libros, la historia
y la literatura. Sin embargo y aunque parezca extraño, si lo pienso bien,
también tuve por amiga a Merche durante unas cuantas horas de una ya
dolorosa, lejana y triste noche; una noche difícil de olvidar y que se ha
convertido en la principal causa por la que yo debo novelar mi corazón.
Ahora, con el paso del verano y con mi nueva experiencia personal,
entiendo perfectamente el significado irónico de las palabras de María. Aquí, la
vida no tiene nada de mágica. ¿Qué debe de estar haciendo ella ahora en la
ciudad? ¿Cómo estará viviendo sus primeras clases de filología clásica?
Seguro que todo le irá muy bien. Ella siempre tuvo muy claro que
estudiaba por placer y que le gustaban las asignaturas que no son útiles a los
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ojos del dinero. Ella ha intuido desde hace años, por algo llaman en el pueblo a
su familia los de Casa el Brujo, lo que dice mi nuevo profesor de filosofía.
En saber vivir y gozar de lo cotidiano está la verdadera magia de la
vida.
Por cierto, hablando de él, de mi profesor de filosofía, de Juan, él es el
único culpable de estas páginas.
A mi llegada, me tocó en suerte como tutor. De forma muy profesional y
correcta, me hizo una primera entrevista personal, la que corresponde a la
llamada tutoría inicial o cero. De toda ella, me sorprendió tanto la manera como
la concluyó que todavía recuerdo muchas de sus palabras.
Tu vida no es sólo tuya. No es sólo tu problema. También lo es de los
que te quieren. No lo olvides jamás.
Lo que me faltaba, más tópicos le respondí.
No te equivoques. No pierdo mi tiempo con palabras vacías. La
paradoja se produce porque, precisamente cuando amas, no le debes nada a
nadie. Nunca se lo has debido.
Eso ya lo sé.
Espero que no lo olvides. El amor es libre y gratuito como el aire que
respiramos. Tú, que posees una buena formación, no lo debes ignorar. Tus
palabras deben convertirse en el grito de muchas mujeres sin voz.
¿Qué quieres decirme?
Atrévete a hablar por otras chicas que han sufrido como tú.
¿Cómo sabes tú que he sufrido? le pregunté malhumorada.
Si no fuese así, no estarías aquí. Tú eres una persona muy inteligente.
Alguien te ha hecho daño. Eso es fácil de ver.
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Recuerdo que interpreté esas últimas palabras como el saludó de
alguien que te ofrece agua para calmar tu sed. Desde el primer momento,
intuyó que yo era una persona rota por dentro. Sin embargo, lo más intenso y
emotivo se produjo al finalizar esta primera entrevista, aquella ya lejana primera
semana de septiembre.
En tus estudios, cuenta conmigo para todo; pero tienes que entender
que no puedo ayudarte a sanarte por dentro.
¿Por qué me dices esto? le pregunté enfadada y muy nerviosa.
Ya sabes de lo que te hablo. Es una tarea que debes hacer tú sola.
Ya estoy demasiado sola.
No, Nuria, si uno quiere, nunca nadie está solo.
Eso son palabras. Sólo palabras le dije todavía más enfadada.
Guarda tu rabia, la necesitarás. La única ayuda que me atrevo a
ofrecerte es una propuesta. No me considero el maestro de nadie.
¿Qué quieres decirme con esto de que no te consideras maestro?
¿No te dedicas a enseñar?
Educar es otra cosa. Yo no tengo consejos que ofrecerte; pero, si
quieres volver a sentirte viva por dentro, intenta novelar tu corazón.
A continuación, de dentro de un pequeño libro blanco, que llevaba
adosado con una goma a su agenda, sacó un fragmento de papel.
Nuria, intenta salir. Es necesario que vuelvas a ser tú misma. De una
vez por todas, rompe los nudos de tus miedos.
¡Vaya palabras! ¡No te enrolles! No hagas de profe bueno. En esta
absurda vida, ¿quién no tiene miedo? ¡Qué camino ni que leches! le grité
todavía más enfadada.
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No hace falta que grites. Piensa lo que quieras. Todos tenemos
nuestro propio camino. De eso te hablo. Reconoce tus errores. Aprende de ti
misma. Tu dolor te está jodiendo viva.
¡Otra vez acabas con un buen rollo! Eso sólo son palabras, simples y
ridículas palabras de profe. Aunque las entiendo, déjate de hablarme así.
Ya sé que eres muy inteligente…
¿Qué sabrás tú? no le dejé acabar . Pero tienes razón. El dolor se
clava. Te jode.
Es bueno que saques tu rabia. Pero recuerda que sólo te hace daño,
si le dejas. Escucha a tu corazón.
Filosofadas. Simples y estúpidas filosofadas me atreví a sugerirle.
Si tú lo dices. Me da igual. Tienes razón. Estoy acostumbrado al
desprecio. Sólo una cosa, recuerda a los que sinceramente te aman.
Lo que me faltaba, ahora me sales con eso. ¡Qué sabrás tú de mi vida!
Sólo si te atreves a ser tú misma, podrás volver al único paraíso que
compartimos todos los hombres, el paraíso perdido de nuestra infancia.
Me dejó con la palabra en la boca. Colocó sobre la mesa el papel que
sostenía en su mano derecha. Salió. Lo cogí. Con una caligrafía original pero
muy precisa, había escrito las siguientes palabras: “Mientras dura la tristeza, la
memoria no encuentra o, acaso, pierde sus límites, la soledad atraviesa los
ojos y las palabras duelen amargas en la boca, el silencio brota y se hace
herida en el alma, y los recuerdos fermentan al otro lado del olvido. Juan”
Todavía hoy desconozco cómo Juan intuyó de forma tan rápida y
humana el amargo dolor de mi corazón.
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Tengo que reconocer que salí de la sala de tutoría sin saber muy bien lo que
me había querido decir. Estuve toda la tarde dándole vueltas a estas palabras:
“Intenta novelar tu corazón”. A la hora del estudio de la noche, después de
cenar, abrí una de las libretas nuevas, la de las tapas amarillas, que había
traído de casa por nostalgia, ya que era un regalo de mi hermano pequeño.
Con un rotulador permanente, escribí en su primera página: “Intenta novelar tu
corazón”.
Marta, la compañera que por la mañana me había tocado en suerte
como alumna asistente en mis primeros días de novata y que, ahora, después
de estos dos meses de curso, se está haciendo mi amiga junto a Julia, miró lo
que acababa de escribir. Me habló en voz baja, por el temor de ser castigada
con el peor de los castigos que aquí una puede recibir, el de no salir al pueblo
al día siguiente, como unos minutos después pude comprobar y aprender por
propia experiencia.
¡Vaya pensamiento más profundo!
No es mío.
Le contesté con voz normal, mientras Marta no paraba de hacerme
gestos con sus manos y la cara para que bajase el tono de mi voz.
Ya lo sé. Aquí todos los alumnos de bachillerato conocemos al autor
de esta sentencia.
Me dijo con una voz cálida en forma de susurro; una voz que desde
aquel preciso momento adiviné que formaría parte para siempre de mi vida.
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Pero, no la entiendo.
Respondí en voz baja y dándole a conocer que había captado el primer
aviso: en el estudio de después de cenar, está totalmente prohibido hablar con
los compañeros de clase.
No le des más vueltas. Es literal.
¿Qué quieres decirme?
Si te atreves, debes novelar todo lo que sientes en tu corazón. Él te ha
guiado. Tú has escogido una libreta y...
Y entonces ella metió su mano en el pupitre y sacó otra libreta muy
similar a la mía. La abrió y en su primera página, también con un rotulador
permanente, estaba escrito: “Intenta novelar tu corazón”.
Las dos, sin poderlo remediar, nos pusimos a reír como un par de tontas
ante las atónitas miradas del resto de compañeros que no comprendían lo que
podía estar pasándonos. Al instante, entró el señor Paco, el jefe de la
residencia y pronunció su terrible sentencia.
Mañana, ustedes dos sin salir al pueblo.
El silencio se quedó dando vueltas en el techo del aula. Era nuestra
sentencia. Todos callaron. Cuando el señor Paco marchó, Marta me volvió a
hablar, bajando esta vez su tono de voz.
Nuria, novela tu corazón. Haz caso a Juan. Escribe cómo te
encuentras por dentro. Deja salir todo lo que llevas y, después, sánate,
vuélvete a respirar por dentro.
Vale, pero...
Marta no me dejo continuar.
¡No!, mañana, mañana, tendremos mucho tiempo para hablar.
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El silencio se adueñó de todo el piso en el que están las aulas de
bachillerato. Todas las clases habían intuido que dos alumnas, del segundo
curso del bachillerato de humanidades, habían inaugurado la lista de castigos
de este curso. En esos momentos, pensé en las palabras de mi amiga María y
en lo irreal y poco educativa que me parecía la magia de Harry Potter.
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Al día siguiente, tuve mi primera clase de filosofía con Juan. Lo primero que me
sorprendió fue que entraba al aula sin ningún libro y con sólo un pequeño bote
de tizas de colores en sus manos. Lo segundo que me llamó profundamente mi
atención, ya que no estaba acostumbrada a ello, es que, cuando él entró,
bromeó con el saludo de los buenos días y, acto seguido, toda la clase, de
forma automática, calló. Se produjo un silencio intenso.
La clase se desarrolló con toda normalidad. Recuerdo que fue una
explicación de los contenidos de segundo, basados en la historia de la filosofía,
y la ejemplificación de la metodología de los apuntes, trabajos y exámenes.
Pero, también tengo muy presente el final de esa su primera clase.
Cuando me parecía que sería una más, como tantas otras que había ido
viviendo a lo largo de mi vida como estudiante, al faltar unos cinco minutos
para que acabase, Juan calló.
Se produjo, una vez más, ese silencio único y especial que sólo
consiguen algunos hombres. Todos callaron como si intuyeran o supieran que
ahora se produciría un pequeño milagro. Juan hizo un rápido pero intenso
barrido con su mirada de todos nosotros y comenzó a hablar.
De nuevo, en la rutina del corazón. Se os han acabado los días
mágicos del verano. Días de esperanzas y alegrías, pero también…
En ese momento, como si intuyera toda mi vida, se volvió hacia mí,
mirándome con una profundidad serena que, hasta ese día, jamás había visto
yo en otros ojos.
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Cuando hoy escribo sobre aquella primera clase, también yo, como
Marta, tengo escritas esas y otras muchas palabras. Pero, ahora las entiendo.
Mi padre, desde muy niña, me ha educado con la convicción de que, algún día,
llegaré a ser alguien muy importante; sin embargo, hoy sé a ciencia cierta que
se ha olvidado de enseñarme que, seguramente, como todos, sólo seré un ser
humano más luchando por sobrevivir de forma digna.
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La falsa educación me ha llevado al abismo. Han pasado casi tres meses
desde que vine aquí. Es necesario que intente recuperar mi memoria sobre los
brutales acontecimientos que viví entre finales del mes de abril y principios de
mayo del curso anterior. Debo poner de manifiesto la integridad de mis
recuerdos. Por fin, después de unos cuantos meses, empiezo a tener muy claro
que mi estancia actual en este colegio residencia es sólo una de sus
consecuencias.
La noche del 22 de abril fue el inicio del camino de mi destrucción. El 22
fue un jueves. El día comenzó magnífico. En mi cabeza, tengo un fragmento de
conversación en el autocar escolar que no he olvidado; ese autocar en el que
acabábamos reuniéndonos chicos y chicas de Uncastillo, Castiliscar, Layana,
Sádaba, Biota, Bardenas, El Bayo, Pinsoro y algunos pueblos más de nuestra
histórica comarca de Las Cinco Villas aragonesas para dirigirnos al instituto
situado en Ejea, su capital.
Hoy, será un día especial recuerdo todavía que me dijo Ester.
Sí, me he preparado para ello le respondí.
¿Qué quieres decirme?
El lunes, te lo explico.
Jamás pasó como yo lo imaginé. En el instituto, habíamos montado una
semana cultural dedicada al centenario de la incorporación de la ciudad al reino
de Aragón, que se celebraría al año siguiente. Y ese jueves, último día de
nuestra semana escolar, el instituto resplandecía lleno de murales con motivos
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históricos antiguos y de la actualidad. Los alumnos de segundo de bachillerato
y, en concreto, los de la modalidad de humanidades, nos habíamos querido
encargar del bar y de los disfraces de la cena medieval que tendría lugar en el
pabellón el viernes por la noche, festividad de San Jorge.
Un bar que comenzaría después de la cena y que permanecería abierto
durante el concierto de música de un grupo de música alternativa en aragonés.
Con su recaudación, pretendíamos sacarnos unos cuantos euros para una
cena final de curso.
Aquella mañana del jueves, el sol lucía intenso por encima de las
montañas. Casi no se oían coches por los alrededores del instituto, por mucho
que esté a su lado el centro comercial más grande de la comarca. Llegué de
las primeras. El autobús, que recoge y baja a los alumnos de los pueblos de la
zona noroeste de la comarca, es el primero en llegar y con una precisión
impropia de una comarca agrícola y poco industrializada. Me había puesto la
primera falda corta del año y un jersey muy ajustado. Por fin, comenzaba a
hacer más calor. El invierno había sido uno más entre tantos, mucho cierzo,
incontables heladas, bastantes nieblas, algo de nieve y poca lluvia.
Me voy le dije a Ester al bajar del autobús . Alfonso no tardará en
llegar.
Mañana, si estuviésemos en Catalunya, sería vuestro día me
insinuó.
¿Qué día? le pregunté malhumorada.
El de los enamorados me respondió ella.
Déjate de tonterías. Ester, luego, hablamos. Alfonso no tardará en
venir.
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Desde hacía unas semanas, me había ido prometiendo que ese fin de
semana sería mágico e inolvidable para los dos. Así lo creí. Pero yo no
esperaba que transcurriera tal como pasó y tal como, llena de dolor y de miedo,
lo recuerdo. El simple hecho de volver a revivirlo me está haciendo llorar sin
control. No sé cómo las lágrimas han vuelto a mí. Pensaba que ya no me
quedaban. ¿Tendrá razón Juan cuando dice que son las palabras la auténtica
magia que sana al ser humano? Era nuestro día, o, al menos, de esa manera lo
creía yo.
Le oí llegar con su moto. No hay muchos chicos que conduzcan y,
mucho menos, tengan una moto de gran cilindrada en la comarca. Los chicos
prefieren el coche, ya que en invierno hace mucho frío y en verano, por el
contrario, te asas de calor. Alfonso tenía tanto moto como coche. Para algo se
tenía que notar, como tantas veces se encargaba de recordarme, que, además
de ser el hijo de un médico, era el hijo pequeño de la alcaldesa de la capital de
la comarca.
Me había enamorado de él ciegamente por los ojos. Como cada
mañana, me dirigí hacia él y lo besé. Recuerdo que él lo hizo como otras tantas
veces, es decir, sin ganas. Sin embargo, hoy, al escribir estas palabras,
también descubro en mi memoria que, esa vez, hasta se limpió sus labios con
el reverso de su mano. ¿Por qué aquel día no lo noté? Tuvimos una
conversación de lo más informal, si se puede llamar así.
¿Qué te pasa? le pregunté.
Nada. ¿Qué quieres que me pase? me respondió con malos
modales.
Sí que has venido de buen humor...
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¿Ya quieres hacer de letrada conmigo antes de empezar la carrera?
¿Qué te he hecho, ahora?
Me das dolor de cabeza.
No me trates así.
Calla de una vez. No necesito que ninguna mujer se preocupe por mí.
¿Qué te pasa hoy?
¡Vamos!
Me cortó. No me dejó acabar de hablar. Me cogió y apretó fuerte de una
de mis manos. Me condujo hacia las inmediaciones de nuestro improvisado y
estudiantil bar, donde le aguardaban sus inseparables amigos. Alfonso estaba
nervioso y malhumorado, como todas las mañanas. Fui una tonta. Pensé que
ese nerviosismo y malhumor tan frecuentes se le comenzarían a pasar en
cuanto liara el primer porro con sus amigos, costumbre y rito compartido cada
mañana antes de entrar a clase. Pero, no fue así.
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Ayer tuve que interrumpir el relato. No quiero que nadie sepa lo que
estoy escribiendo. Hago caso a lo que me propuso Juan. No puedo seguir
huyendo siempre de lo que me sucedió aquel día. Mi miedo no tiene una forma
interminable. Tengo que estar a la altura de mis circunstancias. Debo dejar
atrás la costumbre de guardármelo todo para mí. Es muy triste saber que uno
mismo se pierde por no tener fuerzas para mirarse en un espejo, el de su
propia vida.
Durante el resto de las primeras horas de la mañana, lo noté diferente,
es decir, todavía más agitado y violento que otros días. Por cualquier cosa se
enfadaba. Llegó al extremo de avergonzarme delante de todos.
¿Cómo te atreves a mirarme así? me gritó.
¿Cómo te miro?
Como una perra en celo.
Hoy, reconozco que me dio miedo el tono con el que pronunció estas
palabras. Sin embargo, yo, como una tonta, no dejé de buscarlo y de ponerme
mimosa con él. Tal vez, en aquellos momentos, no quise o no supe ver lo que
en realidad pasaba. Desde el primer momento en que conocí su adición a
determinado tipo de drogas, más o menos a la semana de haber comenzado a
salir juntos a principios del mes de octubre, en las fiestas del Pilar, me había
propuesto salvarlo. Pequé de ingenua, pues creí que lo podría liberar por amor.
Fue tan grande mi error, que ni siquiera supe advertirlo después de que me
pegara por primera vez la madrugada del viernes en Zaragoza, donde
habíamos bajado con los amigos del instituto para pasar de marcha el fin de
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semana grande de las fiestas. Me pegó porque le había ensuciado sus zapatos
italianos con mi calimocho.
¡Eres una estúpida! ¡Una pueblerina!
Lo he hecho sin querer…
Ya me lo supongo. ¿Sabes cuánto cuestan estos zapatos?
No le pude responder. Me abofeteó con todas sus fuerzas. ¡Sólo
llevábamos unos diez días saliendo juntos!
Desde el inicio de nuestra desigual relación, cada día, delante de sus
amigos, me había estado humillando en público una y otra vez. Pero, siempre
acababa pidiéndome perdón y hasta se ponía a llorar cuando estábamos a
solas.
No sé, me pierdo. Lo hago porque te quiero mucho. No deseo que
nadie se burle de ti y, mucho menos, ninguno de nuestros amigos. Son todos
ellos una banda de gilipollas.
En esas ocasiones y bajo el efecto de alguna sustancia, me acababa
haciendo juramento de fidelidad.
La próxima vez, te lo prometo, paso de ellos. Sólo son una cuadrilla de
porretas. No saben ni controlar ni pasar del tema.
Yo lo miraba, callaba, dudaba…
Hoy, lo dejo por ti. Créeme. Es el último día en el que lo hago. Yo
siempre he podido y puedo controlar los riesgos.
De nuevo, ¡cuánto me equivoqué! Él me fue rehuyendo todo el día con el
pretexto de que teníamos que vender muchos bocadillos, bebidas y algunas
otras cosas para hacer una gran cena de lujo en el casino.
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No seas pesada, tendrás tu momento. Será una cena de la que se
hablará durante años en toda la comarca.
Ahora, sé que las palabras de Alfonso fueron proféticas. De hecho, se ha
hablado y se seguirá hablando. En aquel momento, no le di más vueltas. Pensé
que igual eran imaginaciones mías o que, lo más seguro, se había vuelto a
pelear con su padre. Ya se le pasaría y cuando esa noche, por fin,
estuviésemos solos, cambiaría.
Esta noche, será inolvidable.
Me había prometido Alfonso. Sus padres tenían una cena por los diez
años de leal servicio de su madre al ayuntamiento democrático de la ciudad.
Pero, lo que en esos momentos desconocía Alfonso era que yo había tomado
la decisión de hacerle el regalo. Él siempre lo había esperado. Era el obsequio
por el que era admirado y envidiado por el resto de los chicos del instituto, mi
cuerpo.
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El cierzo de estos últimos días de noviembre aprieta y hace difícil soportar el
equilibrio de los cuerpos. Este viejo y espeso viento se comporta como si
quisiera recordarnos a todos que lleva ya algunos días viajando desde lejanos
lugares; pero que, no por eso, viene cansado a visitarnos.
Ahora, nos tocaba clase de historia del arte. La profesora no ha venido.
Está embarazada. Es una buena mujer, algo bohemia como todas las personas
que buscan lo mejor de su interior. Otra persona, como dice mi amiga Marta,
que ha estudiado cosas que no sirven para nada. Nos han dejado solos en
clase. Dicen que confían en nosotros, porque somos pocos. Yo creo que no
tienen ningún profesor para vigilarnos. Todos mis compañeros están callados.
Algunos se han puesto los auriculares de sus “MP3” o de sus móviles y están
escuchando música.
Tal vez, la música sea una de las pocas válvulas de escape de este sitio.
La música y estas blancas montañas, que constantemente observo cambiar de
color desde la ventana de mi clase.
Las montañas siempre sanan el alma me dijo un día María.
¿Por qué?
Son nuestro reflejo fiel: frías por fuera y calientes en su interior.
De hecho, creo que he tenido suerte de venir a parar a un sitio desde el
que se pueden observar algunas de las montañas que contemplaron
Carlomagno, Roldán y los suyos. Estoy de nuevo escribiendo. Marta ya no
mira. Ya sabe lo que estoy haciendo. Junto a Julia, son las únicas personas de
aquí que, hoy, ya conocen parte de mi historia personal y de mi secreto. Marta,
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cada día que pasa, con su silencio, me confirma más que no me he equivocado
al escogerla como amiga. Se está comportando de forma brillante. Ella y Julia
son las únicas que empiezan a comprender cómo me siento.
Por cierto, en estos momentos, estoy viendo cómo Julia está repeinando
su larga cabellera morena, repleta de largas mechas rubias. Creo que a otras
les quedarían mal. En ella, es un rasgo más que pone de manifiesto su fuerte
carácter: enérgico, pero bondadoso. Julia sabe en todo momento lo que quiere
conseguir; sin embargo, jamás se olvida de los demás, siempre está dispuesta
a ayudar. Es muy buena como estudiante. No hay nadie que se exprese por
escrito de forma tan brillante como ella. Creo que podría llegar a ser una gran
novelista, o, como hace unas semanas le dijo Berta, nuestra profesora de
lengua, una gran cronista del alma humana. ¿Qué estará pensando? Cuando
se peina en clase, jamás deja de pensar.
La verdad es que me sorprendió encontrar una persona como ella en un
colegio residencia. Yo siempre había creído que a los internados sólo iban los
alumnos desmotivados o los problemáticos según sus padres, como yo. Mi
estancia en este colegio residencia me ha hecho ver cómo estaba de
equivocada. Al menos, este colegio, en el que vivo y estoy empezando a nacer
de nuevo, está lleno de personas.
Aquí, estamos personas como tú, con un secreto íntimo en su
corazón, me insinuó un día Julia.
Por cierto, su secreto es muy fácil y rápido de explicar, tal y como me
contó una de las primeras noches de conocernos sentadas en mi cama y
bebiéndonos un sabroso nescafé hecho con el agua caliente de la ducha.
Todavía, hoy, recuerdo gran parte de aquella primera conversación íntima.
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Nuria, tienes que conocer que, al cumplir catorce años, cansada de
escuchar y de sentir cómo mis padres se autodestruían en continuas peleas,
producidas muchas veces por el simple cansancio laboral, les pedí ir a estudiar
a un colegio con residencia.
¿La decisión fue tuya? ¿Por qué, Julia?
¡Vaya preguntas Nuria!, porque me sentía terriblemente sola y quería
huir de una realidad que me estaba destrozando.
¿Cómo lo conseguiste?
Obligué a mis padres para que me buscaran un colegio residencia. Al
decírselo, no entendieron mi decisión: Todavía, hoy, que acabo de cumplir los
dieciocho años, tampoco la entienden.
Es lógico que tus padres dudasen, viniendo de ti la propuesta le
indiqué.
En un primer momento, no sabían qué hacer. Su hija, su querida y
única hija, una estudiante ejemplar de sobresalientes, quería ir a estudiar fuera
de casa. ¿Por qué? ¿Por qué quería abandonarlos? ¿En qué se habían
equivocado? ¿No tenía todo? ¿Qué más podía querer y pedir?
Es duro para unos padres tomar esta decisión si no hay un motivo
aparente, como el mío. Claro, Nuria, me olvidaba de que yo tenía una habitación para mí sola.
Una habitación que era como la mejor suite del hotel más caro de una gran
ciudad. Una habitación que había sido mi regalo de Navidad al cumplir doce
años, ya que las volvimos a pasar separados, una vez más, por cuestiones de
trabajo de mi padre, un gran directivo del banco más importante de Zaragoza.
Perdona, no quería hacerte enfadar.
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¿Quieres saber más? Por estas fechas, me renovaron todo mi
dormitorio. Mis padres, como ya habían decidido no tener más hijos para
poderme dar a mí, a su única hija, el mejor futuro de todos los posibles,
pensaron que ya era hora de hacer más grande mi habitación.
No quiero herirte.
Nuria, no lo haces. Además, además, ahora, viene lo mejor. Mis
padres empezaron uniendo a mi habitación la que habían estado reservando
para mi posible hermanito, porque sería un niño y se llamaría Nacho; pero mi
hermano nunca llegó por problemas de agenda e incompatibilidades laborales.
No sigas, por favor.
Tranquila, quiero contártelo. Las reformas no acabaron allí. También
decidieron que, a partir de ese momento, ya no era necesario que Antonia, la
chica del servicio, durmiese en casa. Yo ya era mayorcita y los sistemas de alta
seguridad funcionaban de forma precisa. Con la incorporación de este nuevo
espacio, pudieron hacerme un cuarto de baño nuevo con una bañera moderna
de hidromasajes. Todo para su niña, la niña de sus ojos.
No sufras más.
No me hizo caso. Julia no pudo más y se puso a llorar, sin dejar de
contarme su cruda historia removiendo su nescafé con el mango del cepillo de
dientes.
Con doce años, me encontré con una suite de más de sesenta metros
cuadrados, pero sola. Mis padres me responsabilizaron de tal manera que, a
esa edad, ya cenaba sola. La chica del servicio acababa su jornada laboral a
las ocho. No obstante, cada tarde, a las siete, se encargaba de que yo pasara
por la bañera y de que recibiera mi tonificante baño de sales minerales en mi
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gran bañera de hidromasajes, mientras escuchaba música clásica, en especial
Mozart.
No te tortures más. Deja de llorar, por favor.
No lo hago, quiero contártelo. Mientras tomaba mi baño, Antonia, la
chica del servicio, me preparaba la cena en una moderna bandeja térmica y me
la dejaba en mi habitación, junto a su dosis de vitaminas homeopáticas y a dos
botellas de agua mineral, una para la cena y la otra por si me despertaba y
tenía sed durante la noche.
¡Cuánta soledad! me atreví a interrumpirla.
No se acaba aquí. Mis padres, la mayoría de los días, regresaban de
trabajar, o de sus continuos e innumerables actos sociales, cuando yo ya hacía
horas que dormía. Pero mis padres estaban tranquilos. No por nada se habían
gastado más de un cuarto de millón de euros en un sistema de seguridad de
última generación, altamente informatizado y conectado de forma permanente
con las alarmas de la policía, el hospital clínico y los bomberos. Sistema de
seguridad que Antonia dejaba siempre en funcionamiento al marchar.
¿Vivías sola, completamente sola? Eras una princesa viviendo en un
castillo de cristal.
Exactamente. A mis doce años, no sólo me encontré con una gran
habitación decorada a la última moda por los diseñadores más prestigiosos de
la ciudad, sino con toda una serie de artilugios técnicos: la televisión, mi play , el
ordenador conectado a Internet, una impresora con funciones de copiadora y
escáner y un teléfono móvil de última generación equipado con un sistema
GPS. Tenía un mundo propio, nunca mejor dicho; pero sí, Nuria, estaba sola.
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Lo más curioso de esta historia personal de Julia es saber cómo sus
padres dieron con el colegio. Y, en este punto de la historia, también, de forma
indirecta, interviene Marta. Resulta que Pilar, así se llama la madre de Julia, es
una famosa abogada laboralista de la ciudad y un día recibió la visita de un
nuevo cliente, un empresario del plástico llamado Andrés.
Al entablar una primera conversación protocolaria de presentación,
Andrés, así cuentan tanto Marta como Julia, habló a Pilar de forma apasionada
del cambio personal realizado por su hija en materia de estudios. Al interesarse
de forma educada Pilar por el tema, Andrés, en un primer momento como
excusándose, le explicó que su hija se había salvado del fracaso escolar y de
la soledad por la opción que habían realizado al decidir llevarla a un colegio
residencia. Parece ser que, en ese momento, a Pilar se le iluminó la cara.
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Todavía recuerdo el primer día que llegué aquí. Nos hicieron venir por la tarde.
Era el uno de septiembre y el calor apretaba. Comenzábamos antes que nadie
para que nuestros padres pudieran volver a su trabajo, después de las
merecidas vacaciones de verano, cosa que en mi caso resultaba ser una
terrible paradoja. Notaba el horrible uniforme, que me acababa de enfundar en
el coche, como la ropa de una presidiaria. Me picaba todo. ¿Dónde estaba mi
manera personal de vestir?
Al salir del coche, divisé grupos de jóvenes que, como yo, iban vestidos
de uniforme. En seguida, me di cuenta de que algunas miradas se clavaban en
mí. Más tarde supe que estaban intentando averiguar a qué curso pertenecería.
Mi padre, con cara de pocos amigos, como siempre, avanzó con su forma
particular de caminar que a mí, personalmente, siempre me hace recordar más
a un militar que a un hombre de negocios, el propietario de cinco casas rurales
y un pequeño hotel familiar en la zona noroeste de la comarca.
¡Vamos, Nuria! No puedes llegar tarde el primer día.
Me has traído tú.
¿Todavía tienes ganas de replicar y de llevarme la contraria? ¿No tienes
suficiente con lo que nos has hecho pasar a todos?
Callé. Mi padre está muy orgulloso de su paso por el ejército. Cuando
había, como él jamás se cansa de recordarme, tanto insumiso rojo, maricón y
ateo por la comarca, cuando todo el mundo buscaba fórmulas de objeción de
conciencia para escapar de la mili, él no la rehuyó. Al contrario, la hizo y solicitó
ir de voluntario a la Legión. El mundo vivía tiempos muy difíciles y agitados,
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pero la patria más. Él, Ramiro Arba Garcés, estaba dispuesto a ir a defenderla
y pagar el precio que hiciese falta, incluso su propia vida. ¿Cómo no iba a estar
él dispuesto a librar a su patria de enemigos extranjeros, cuando la tenía que
defender cada día en la comarca de todos aquellos que ya se habían olvidado
del legado nacional del reciente pasado?
Desde que volvió de la mili, hizo la promesa de que jamás, hasta el día
de su muerte y porque no lo podría controlar de forma personal, renunciaría a
dos cosas en este mundo: al pelo corto a la manera de la legión y a su reloj de
pulsera con la bandera auténtica de España, esa que ahora llaman
anticonstitucional. De momento, tengo que decir que ha cumplido con los dos
requisitos a rajatabla, de tal manera que, en la comarca, las personas que nos
quieren mal, ya no nos llaman los de Casa el Rey , sino los del Aguilucho
legionario.
Mi padre avanzó hacia la amplia puerta vidriada de la recepción del
colegio, sin interesarse por las personas o por lo que encontraba en su camino,
ya fuera un coche, unas escaleras o una papelera. Sin mediar palabra con
nadie de los que esperaban haciendo una espartana y silenciosa fila y sin
preocuparse por si había que pedir turno, por mucho que el grupo de padres y
alumnos reunidos en torno a la puerta así lo sugería, se dirigió en línea recta,
como animal herido o pieza blindada de artillería, hacia el mostrador de la
recepción del colegio, donde estaban dos mujeres con un mismo uniforme y
una chapa, la del distintivo del colegio.
Se abalanzó con tal ímpetu sobre el mostrador que, a pesar de lo sólido
que parecía, éste se tambaleó. Las dos recepcionistas dejaron de inmediato lo
que estaban haciendo y clavaron sus miradas en mi padre, quien, al ver lo
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ocurrido y notarse mirado por los padres que llenaban el amplio vestíbulo,
empezó a hablar.
¡Buenas tardes!, soy el señor Ramiro Arba Garcés y vengo a ver a
señor director.
Buenas tardes le respondió amable la recepcionista de más edad .
¿En qué puedo atenderle?
Buenas tardes contestó mi padre, bajando la voz y sintiéndose
fríamente observado . Quiero ver al director.
Como todas estas personas.
La recepcionista, intentando sacar y dibujar una de sus mejores
sonrisas, señaló a todo el grupo de padres que esperaba de forma paciente.
Pero, es que el director me espera a mí.
No. Espera a todos le respondió de forma educada.
¡Vaya organización! Hace unos cuantos años esto no pasaba, dijo
irónico mi padre.
No sé si hace unos años pasaba o no pasaba y, la verdad, ni me
importa continuó hablando de forma amable y educada la recepcionista ,
pero aquí tenemos una organización eficiente y ejemplar. Si usted quiere hablar
con el director, tendrá que aprender a esperar, como todos.
Si no hay más remedio acabó aceptando mi padre , pero que
conste que no estoy de acuerdo con este sistema. ¡Sí que empezamos bien! Si
ustedes no son capaces de mantener un cierto orden, ¿cómo le van a enseñar
disciplina a mi hija?
Igual no le enseñaremos el tipo de disciplina que a usted le gusta;
pero, puede estar seguro de que educación y urbanidad sí.
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Bueno, bueno, no se ponga así. No tengo ganas de discutir con usted
sobre estos temas. Al fin y al cabo, usted sólo es la recepcionista del colegio.
Si quiere esperar, siéntese. Tiene el número doce. Va detrás de esta
señora le cortó de manera brusca, distante y herida, la recepcionista.
La tal señora era Pilar, la madre de Julia. Junto a Pilar, se encontraba su
hija, que había estado muy atenta al desarrollo de la conversación de mi padre
con la recepcionista. Yo la miré. Ella también lo hizo y en su mirada descubrí
un: No te preocupes. Todo va bien. Cálmate, ya hablaremos después .
Y así fue.
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A veces, el tiempo se estanca en mi corazón. Al notar cómo se para, siempre
acabo sintiendo cómo vuelven solas y resecas las sombras. Entonces,
descubro que mi angustia se había querido ocultar. En esos momentos, cuando
el dolor reaparece con toda su fuerza, su sustancia se hace tan densa y se
alarga tanto que se me obstruye la voz.
Me gustaría escapar, pero mis nervios se rompen. No puedo continuar
escribiendo. Me siento como una de las hojas resecas del otoño. Ellas siempre
revindican su última existencia. Por eso, nos regalan a la vista el inolvidable
espectáculo de sus pigmentaciones. Así también debo poder contar mi historia.
Las lágrimas no se deben quedar en mis ojos como si formaran parte de una
ancestral costumbre que vuelve a hablar, una vez más, de la desesperanza de
una mujer. Ya lo sé. Soy otra mujer más que ha sido herida, humillada y
maltratada por un hombre.
Pasaron casi dos horas hasta que el director nos pudo recibir. Mientras
esperábamos nuestro turno, mi padre no paró de hacer llamadas telefónicas, o
de enviar mensajes por su móvil.
¿Funciona todo tal y como indiqué?
No podía oír la respuesta del interlocutor de mi padre.
No me falléis, que todos sabéis que nos jugamos mucho.
Estaba controlando a sus trabajadores. Desde hacia unos pocos años,
había un cambio en la tendencia general de las vacaciones y mucha gente
esperaba la primera quincena de septiembre para hacer sus vacaciones en las
estribaciones y alrededores de los Pirineos, ya que los precios se ajustan de
forma considerable. Por eso, en sus cinco casas rurales y en su pequeño
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hotelito, esta primera quincena de septiembre el trabajo era considerado como
temporada alta, ya que no quedaba ni una sola cama por ocupar. Estaba todo
reservado desde hacía varios meses.
Mi padre comprobaba con estas llamadas y mensajes si las nuevas
entradas de hoy, primer día del mes, habían funcionado con normalidad. Por su
cara, sus sonrisas y, sobre todo, por el tono de su voz, todo debía estar
funcionando de forma correcta y eficiente.
Por mi parte, yo saqué mi móvil y me puse a escuchar mi música. Mi
padre no lo sabía, pero a mí me gustaba escuchar música alternativa en fabla,
en aragonés. Cuando, por fin, pudimos pasar al despacho del director, lo
entendí todo.
Hombre, señor Arba Garcés, cuánto de bueno por aquí.
Bueno, aquí estamos.
Después de conversar con usted por teléfono, tengo que confesarle
que he hecho mis consultas y que me han hablado muy bien de usted y de su
hija.
El director dejó de hablar y me miró. Desde aquel momento, supe que
jamás me caería bien. Me miró como un sapo. Estando vestida, me desnudó
entera. Me miró con los ojos de un cazador que veía en mí una presa fácil. Me
asusté.
Conocía su oficio. Desde la primera palabra, todo su discurso estaba
orientado a tranquilizar y dar esperanza a los padres sobre el futuro académico
de sus hijos y las ventajas que ofrecía estudiar en este centro.
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No tardé en hacerme un juicio de valor sobre él. Pero, también, aquella
tarde, en su despacho, intuí que para llevar a cabo todo su proyecto necesitaba
de un buen equipo de colaboradores y trabajadores. No me equivoqué.
El director no paró de tranquilizar a mi padre y de pedirle perdón por el
tiempo que le había hecho esperar.
Ya conoce usted el tema. Un empresario como usted…
Hoy, cuesta respondió mi padre.
Y tanto que cuesta mantener un negocio. Al fin y al cabo, nosotros
también lo somos. Pero, espero que lo hayan tratado bien.
Mi padre no supo contestar. La recepcionista había hecho muy bien su
trabajo. Recuerdo que, en esos instantes, pensé que el teléfono interior de la
escuela había funcionado bien.
Señor Arba, no se preocupe por nada.
Usted dirá…
Si pasase alguna cosa, hecho improbable, ya le avisaríamos
inmediatamente. Pero, aquí, jamás pasa nada.
No se preocupe, señor director, también yo he hecho mis deberes y
me he informado bien.
¿Qué quiere decirme? preguntó algo nervioso el director, como si
tuviese algún secreto que guardar.
No se asuste. También me han hablado muy bien de su trabajo.
Gracias. Además, a su hija la he puesto en una habitación especial de
la residencia de las chicas. Nada más ni nada menos que dormirá y estudiará
con Julia y Marta, dos alumnas ejemplares.
Muchas gracias volvió a responder mi padre con cara de servilismo.
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Son dos buenas muchachas y, por cierto, muy inteligentes que hacen
el segundo de bachillerato de humanidades como su hija.
Tengo que decir que este juicio de valor sobre Julia y Marta fue lo más
acertado, justo y noble que dijo en toda la conversación. A mí, me ignoró del
todo. Sólo me desnudó con la mirada. Pero, desde la perspectiva del paso del
tiempo, reconozco que mi vida ya no ha vuelto a ser la misma desde que
abandoné aquel despacho.
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Como una breve sombra al final de una tarde de invierno, así era mi vida
aquellos días. No dormía bien. No me entraba la comida. Me sentía como un
grano de arena. Me vivía perdida en medio del lecho de un mar infinito. Mi
corazón no era dueño de sí mismo. Mis manos temblaban por nada. Mi alma se
aburría inmensamente. Buscaba una salvación celestial que jamás llegaba, que
no existía para mí. Mi mirada permanecía seca y dura. Cada día, no me
cansaba de esperar la visita de la nostalgia. Yo misma me disfrazaba con las
caretas del miedo y del dolor.
Salimos del despacho del director y ya nos esperaba una de las
camareras de la residencia. Nos acompañó hasta mi habitación, en la que
escribo ahora estirada sobre mi cama, en la parte superior de la litera que
comparto con Marta. La cama individual está ocupada por Julia.
Cuando llegamos a la habitación, mi padre y yo tuvimos una agradable
sorpresa. Al entrar a la habitación número 7 de la planta segunda, la reservada
al bachillerato, encontramos a Julia y a su madre Pilar, una señora muy guapa.
Todavía estaban acabando de colocar las cosas en el amplio armario situado
en la cabecera de su cama. Mi padre, cuando entró y se las encontró, se sintió
muy incómodo, ya que él nunca sabe qué postura tomar ante una mujer
hermosa. Así que, como yo, respecto a este tema, desde muy pequeña, sé de
qué pie cojea, me vi obligada a romper el hielo.
Me llamo Nuria dije, dirigiendo mi mirada a la chica . Soy nueva
aquí.
Ya lo sé.
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Me contestó con una gran sonrisa en su cara. Tenía el rostro todavía
más bello que el de su madre.
Yo me llamo Julia y es el cuarto curso que hago aquí y nunca antes te
he visto acabó de decir, poniéndose a reír con una risa noble y limpia que me
contagió.
Buenas tardes a las dos, me llamo Ramiro Arba Garcés.
Oí la voz entrecortada y tímida de mi padre, al tiempo que vi cómo
extendía su mano en dirección a Pilar, la madre de Julia.
Buenas tardes, señor Arba. Y no se preocupe, deja a su hija en manos
de una buena institución le contestó ella muy amable y sonriente.
Pero, es que no sé si hago lo correcto.
Ya le he dicho que no se preocupe. Desde el momento en que su
corazón le ha obligado a tomar esta decisión, piense que es lo más adecuado y
lo mejor que le puede pasar a su hija.
Estoy un poco asustado. Pero sé que tengo que hacerlo. Mi hija Nuria
no me ha dejado otra salida y no tiene otro camino posible.
Eso lo tendría que decir su hija, ¿no cree señor Arba? era la voz
cálida y serena de Julia . Usted marchará de aquí y su hija Nuria se quedará.
Si hay alguien que debe tener miedo en estos momentos, tiene que ser ella. Y,
créame, no es para tanto. Aquí, no estará jamás sola.
Nuria ahora era de nuevo la voz de Pilar , si haces caso de los
consejos de Julia, como ella desde el primer momento hizo de los de su amiga
Marta, aquí todo te irá bien. Si escuchas a Marta y sigues sus indicaciones,
nadie podrá contigo aquí dentro.
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Ni aquí, ni fuera añadió Julia . Nuria, escucha a Marta y también a
otras personas. De hecho, entre los profesores, también hay gente buena. No
todos son unos amargados.
Ahora recuerdo que, en aquellos momentos, daba vueltas a las cosas en
mi interior. Quería entenderlo todo. Necesitaba volver a sentirme protegida.
¿Quiénes serán tanto esa Marta como esas personas buenas? Pensé en aquel
momento. Hoy, ya lo sé. La madre de Julia se quedaba corta. Marta y las otras
personas, que son la principal causa por la que estoy novelando mi corazón, no
sólo han orientado mi vida aquí dentro, sino que también han vuelto a despertar
mi corazón.
Después de acabar de colocar sus cosas, se despidieron. Antes de
marchar, Julia me advirtió que tenía que ser muy puntual a la hora de entrar a
cenar, a las ocho de la tarde. No debía olvidarlo, porque nosotras, las de
bachillerato, éramos las primeras en cenar.
A solas, mi padre me intentó animar. Como siempre, no supo hacerlo.
Esta decisión es la única posible para recuperar tu vida y el honor de
la familia.
Mi padre no fue capaz de pensar en mí. Mi vida estaba rota. Me sentía
sucia. En mi cabeza, se agolpaban los acontecimientos en los que me había
visto envuelta. En esos momentos, me importó poco que mi familia no pudiese
tenerme cerca. No le daba valor al honor familiar. Ya nada me afectaba. En
esos instantes, mi padre no podía imaginar que estaba haciendo de profeta de
mi corazón.
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Tal vez, el dolor sea amarillo. No lo sé. Aunque sigo buscando respuestas a
todas mis preguntas, sólo me considero una mujer más a la que, de forma
brutal y despiadada, torturó un hombre. Alfonso no sólo ensangrentó mi cuerpo,
sino que, al destrozarlo, también hizo pedazos mi destino. Estoy convencida de
que, por estos días, como me pasa a mí, está comenzando a esperar la llegada
de las Navidades. Seguramente, esta sea la última ilusión que todavía
conserve de su infancia. Alfonso no tiene ningún derecho a disfrutar de los
caminos de la nostalgia. No sería justo. Está donde se merece por lo que me
hizo, en la cárcel.
Las mujeres que hemos sido sometidas a la humillación, a la vergüenza
y al miedo, desconocemos cuál es el verdadero sentido de la esperanza. En
estos primeros días de diciembre, por fin, puedo empezar a afirmar que Alfonso
quiso dominar su destino. Intentó reinar sobre lo que él consideraba su mundo.
Sólo acabó creando a un monstruo, a él mismo.
Acaso los recuerdos sólo sean los paisajes de la memoria. Por eso,
cuando estoy escribiendo sobre mi cama y observo cómo Julia y Marta
duermen tranquilas, me vienen las últimas imágenes de mi primer día aquí, en
este colegio residencia.
Cuando acabé de colocar mis cosas en el armario y de dejar el poco
material escolar que había traído en la mesa de estudio, bajamos las escaleras
que conducen desde la residencia de las chicas hasta el patio. El número de
alumnos y alumnas de mi edad con uniforme había crecido de forma
considerable. Formaban pequeños grupos. Daban vueltas alrededor de la
piscina. Estaba llena de un agua limpia y apetecible. Parecía como si estuviese
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esperando a alguien dispuesto a no recordar. Miré el reloj y, de repente, me
vinieron a la cabeza las palabras de Julia.
Sé puntual, a las ocho.
Faltaban unos diez minutos. Acompañé a mi padre hasta la salida del
colegio. Quiso animarme.
Nuria, aquí estarás bien.
Si tú lo dices.
No te me pongas borde.
No me pongo de ninguna manera. Tú mandas.
Claro que mando yo, faltaría más.
Por favor, calla. Tú tienes la razón. No tengo ganas de volver a discutir
una vez más contigo. Estoy cansada de que no me entiendas.
No empieces con tus manías.
Papá, es mejor que marches ya.
Le corté. No quería volver a tener una conversación estéril. En el fondo,
pensé que, si tenía mi móvil y mis libros, ¿qué más podía pedir? ¡María!, sí,
pero María se encontraba ahora lejos, disfrutando de los primeros días de las
fiestas de verano de nuestra querida capital de comarca.
Tú sabes que debes permanecer por un tiempo alejada del pueblo.
No vuelvas a las andadas. Y, si es así, ¿por qué debo hacerlo?
Lo sabes muy bien. Todavía tu historia es el centro de todas las
conversaciones.
¿Por eso me has prohibido dar a conocer mi destino, por las
conversaciones de las gentes?
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Sí, por eso contestó duró y seco.
Pero, María y los demás, también mi madre, están lejos de aquí y, por
supuesto, de mi corazón.
No te pongas estupenda apelando a tus nobles sentimientos.
¡Cállate! le grité.
Ponte como quieras. No hay otra opción. Es mejor así.
Nos despedimos con un beso frío, que se dibujo distante en el aire. En
mi interior, me hice una pregunta que me dolió y que me continúa doliendo.
¿Dónde guardaba su ternura, aquel dulce afecto que yo sentía por mi
padre en el interior de mi corazón cuando era una niña feliz?
Quise mirarlo a los ojos por última vez, como pidiéndole una explicación.
No se atrevió a devolverme la mirada. Se metió en el coche. Sin volver la
cabeza ni articular palabra alguna, cerró la puerta. Lo puso en marcha y se
perdió por la pequeña avenida de árboles que une el colegio con la antigua
carretera nacional. Tal vez, no quiso mirarme por miedo a verme llorar. Tal vez,
no supo qué explicarse a él mismo. En el fondo, tal vez, tuvo problemas para
justificar su absurda decisión. Si lo hubiese hecho, se habría encontrado con
una mirada vacía y herida, pero sin lágrimas. En aquellos momentos, yo era
una mujer que había decidido no tener memoria.