Post on 07-Apr-2016
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Mis mejores Cuentos
(Recopilación de autor)
Daniel Campodónico
(Cuentista: DCF)
Dedicado:
A los viejos cuentistas, que me enseñaron a caminar entre gigantes
Agradecimientos:
Al fotógrafo, Alex Ramirez de la productora: www.rvfilms.tk
Y a mi lectora correctora: Susana Norma Fantini
Cuentista: DCF
Escritor, guionista y dramaturgo
Daniel Campodónico
Correo: cuentistasami@gmail.com
Éste pequeño pescador artesanal, navegante, lleva d esde el año
ochenta y seis parchando redes y tirando botellitas al mar. He
aquí uno de los puertos que me ha dado resguardo. S i estás
dispuesto a hacerte a la mar, atá tu bote al mío:
Http://literaturateatroaudiovisual.blogspot.com
Juntos, el viaje será más ameno, recuerda que enfre ntaremos
tormentas y monstruos de mar; juntos, será más difí cil
naufragar.
Carta abierta a los artistas
Leí por ahí que un escritor nace, cuando se sienta a
escribir por primera vez. Pudiendo ocurrir esto a c ualquier
edad, yo debo de ser un cuentista adolescente: Cump lo hoy
quince años con la cuadernola en el bolsillo.
Sí, sé que tengo una memoria extraña y jamás recuer do:
fechas ni direcciones, títulos ni autores. Pero ell a
siempre recuerda lo que vale la pena ser recordado.
Como aquel día en que sentado en mi casa, frente a una hoja
en blanco; comencé a escribir. Tardé un tiempo, per o luego
de mucho esfuerzo levante la vista para entonces ca nsada de
la hoja y noté para mi asombro… que ya no estaba en casa,
estaba en otro lugar. Confieso que esto al principi o me
asustó un poco; ahora… cuando uno de los personajes se me
acercó, puso su mano en mi hombro y me explicó al o ído que
yo todavía estaba escribiendo, me terminé de espant ar y
salí corriendo. Pobres personajes, se habrán creído que
estaba loco.
Desde entonces trato de empatarle a mi necesidad de
expresarme, pero me gana siempre.
Mientras los músicos van llenando con sonidos el si lencio
absoluto del que parten; dibujantes y escritores pa rtimos
de una hoja en blanco; al tiempo que los actores, d esbordan
todo espacio vacío que ocupan con su cuerpo. Por es o son
los artistas fundamentales, los únicos capaces de c rear a
partir de la nada. Representantes de las cuatro art es
eternas que existen desde siempre, desde hace cinco
millones de años… o más, ¿quién sabe?, desde que no s
empezamos a comunicar, a decirle algo al otro. Desd e
entonces venimos remontado historia, tras historia, tras
otra… hasta el principio de los tiempos, hasta la p rimera
historia. La inspiración, creo yo, se originó en aq uel
instante en el que un homo sapiens, luego de haber logrado
su primer razonamiento, salió corriendo desesperado a
tratar de explicárselo a otro… y para colmo: ¡lo lo gra! Eso
sí fue inspiración, y el resto es historia, nuestra
historia, la que nos venimos contado desde siempre, desde
aquella historia.
A las artes por infinitas les tocó ser juez eterno de la
humanidad.
Porque los cuentistas nos pasamos los cuentos de ma no en
mano, y en cada ser humano hay un artista, y en cua lquier
lugar del universo donde un hombre se encuentre, es tarán
las cuatro artes con él. Por eso sepan todos los ti ranos,
monstruos pisoteadores de gente, sepan que su conde na es
eterna. Porque suyas serán las armas, el dinero y e l poder;
pero sepan que la memoria, el sentimiento, y la ima ginación
son nuestras.
Por eso los artistas no están entre la gente, son l os
sueños de esa gente. Y el bufón, siempre será el ún ico que
pueda burlarse en la cara del Rey; y la gente lo ap laude
por ello. Esas son las artes, ese es su poder, como el Dios
más eterno y omnipresente que jamás hayamos conocid o.
Por eso, yo admito que algunos cuentos… son más mío s que
otros. Porque en algunos sé, de donde traje sus sem illas;
otros se pierden en el tiempo y no sé de donde vien en… pero
vienen, y son los más lindos. O como les digo yo: l os
colados en el tren de la memoria. Vienen corriendo detrás
del último vagón y son muchos; por suerte siempre h ay
cuatro o cinco que saltan, se cuelgan… y allí van, yo no sé
de donde vienen pero llegaron. Están acá.
De allí que a mis quince años, quiera dedicar esta carta a
todos mis lectores correctores y decirles:
Sepan que son un puñado, de entre todos los lectore s; gente
muy querida. La gente que siempre todo escritor a l o largo
del camino va encontrando, y se eligen solos, natur almente,
cada quien a su manera y sin darse cuenta; como a l os
amigos. Algunos nos acompañan un trayecto, otros ha sta el
final. No siempre expertos, ni tan solo un poco ent endidos,
y a veces, ni siquiera escritores.
Lectores, eso sí; con la mirada distinta, la observ ación
precisa, la palabra necesaria; pero sobre todo, con el
atrevimiento de decirle a autor lo que le tienen qu e decir.
Como a los amigos, alcanza con los dedos de una man o…
Felices quince años para todos, y gracias, por darm e la
alegría de poderlos compartir.
Mis yoes
Lo estoy esperando agazapado tras este muro, porque sé que
va a pasar por acá. Lo sé porque lo estuve siguiend o y allí
viene: Viste como yo, camina como yo, habla como yo ; pero
no soy yo. Aunque nadie nos distinga, ése no soy yo y
apenas pasa junto al muro me pongo de pie y lo enca ro. Él
no puede creer lo que ve, intenta decir algo pero n o le doy
tiempo, de inmediato clavo la afilada hoja en su cu ello y
corro asustado, ya que por un momento, creí sentir esa
puñalada en mi propio cuello y mientras corro, lo e speso de
la sangre baja por mi garganta; toso; y solo para
cerciorarme toco mi yugular: estoy sano. Tiro el cu chillo
en un basural y sigo a pie hasta llegar a casa.
Allí entro en silencio, no quiero molestarla. Voy h asta su
cuarto y la veo sentada en su silla, mirando nada; de
espaldas a mí.
—¡Papi papi… volviste!
(Si yo no hablé… ¿cómo supo que era yo?, habrá sido por mi
olor… el sonido de mis pasos; ¿tanto así me conoce? ), y
corrió a abrazarme:
—¿Me trajiste los dulces que me prometiste?
—No… disculpame, en el apuro se me olvidó —le dije
mientras pensaba: (ese desgraciado le prometió dulc es, ¿qué
más le habrá prometido?), espero que no haya sido c omo el
otro, aquel otro, el primero que he matado de una l arga
lista. Aquel la lastimaba, era el peor de todos y p or eso,
lo arrastré con rabia hasta el bote y lo arrojé all á… en
medio de aquel lago profundo; con mucho peso y aún vivo,
para que sufra.
Sí, el primero fue por venganza y el resto, sólo po r
perfeccionamiento.
Recuerdo el sabor del agua salada entrando por mis narices,
recuerdo la desesperación y todo a mi alrededor se puso
negro; casi muero en el bote aquel día, pero yo sob reviví,
y él no. Al llegar a casa, mojado aún, la encontré como era
habitual: escuchando la radio y al correr hacia mí,
pobrecita, pechó un mueble que aquel mal hombre hab ía
dejado en el camino, yo corrí hacia ella y la tomé en
brazos, la alcé, la puse contra mi pecho y viendo l o blanco
de sus ojos le dije:
—Otra vez olvidé traerte los dulces, pero ya voy a
buscarlos, vuelvo en seguida
Y salgo tan rápido de casa, tan apurado voy, que no me doy
cuenta de que alguien me está siguiendo; pero sí no to el
plomo entrando por mis espaldas, y al escuchar el s egundo
disparo, caigo de rodillas y logro girar para ver a mi
asesino corriendo, dando grandes zancadas casi sin mover
los brazos… tal y como lo hago yo. Tal vez sea mejo r así,
pensé. Tal vez él recuerde llevarle dulces, a mí po bre niña
ciega.
Buceo literario
Estábamos todos en silencio. Yo, miraba la copa de
grapamiel… y me recordaba el frío que hacía afuera; vos,
tenías la vista perdida en mis ojos, dulces de lico r , y
sentados en una mesa tres niños pequeños devoraban
muzarellas, haciendo uso de sus manos, enchastrándo se el
pantalón, limpiándose la boca con sus mangas y chup ándose
los dedos, mientras sus padres discutían afuera.
En ese momento entró ella al bar.
Traía consigo una cartuchera de lata, con muchos lá pices de
colores y varios papelitos sueltos; pasó con toda s u
adolescencia junto a nosotros.
Yo levanté la vista, vos te prendiste un cigarro; m e llamó
la atención esa flor roja que le prendía en el pelo a la
altura de la sien y la seguí con la mirada. Vi cuan do se
sentó en una mesa, aislada, abrió su latita, y come nzaron a
surgir palabras. Yo apuré el trago, vos fumabas, y los
niños seguían a sus anchas cuando le hice la seña a l mozo
pa´ que me traiga otra grapa:
—¿Por qué camina usted así? —le preguntaste.
—Para no pisarlas —respondió el mozo encogiéndose d e
hombros y recién ahí notamos, que había palabras re gadas
por todo el suelo, hasta la altura del tobillo.
Observé a los padres que seguían discutiendo afuera ,
mientras los niños chapoteaban en un mar de letras. Vos
apagaste el cigarro, yo me agaché para tocar el agu a, y
allí viste por encima de mi hombro como emanaban l as
palabras, se escurrían por la mesa de la muchacha y ya las
teníamos por la cintura cuando me terminé la grapa. Los
padres, entraron con las palabras por el pecho, las iban
apartando con sus manos y braceando al avanzar lleg aron
donde los niños; pasó una muzarella flotando; jugab an una
guerrilla de agua locos de la vida. Pero a vos te m olestó,
porque ya no podías fumar. Claro, es que a esa altu ra los
dos flotábamos. Si yo, para terminarme la grapa, tu ve que
bucear. El trago se me había quedado abajo y logré sacarlo
a flote mientras que el mozo, arrodillado sobre la más alta
estantería, de cara contra el techo se niega a trae rme la
cuenta, insiste en que no las quiere pisar… y ella cierra
su latita, todos caemos, dejamos de flotar, la poet isa se
retira, se despalabró el bar.
Correo Nacional
Se encuentra de espaldas, sentado a la mesa con un
espejo colgado en la pared; sus manos con guantes
escriben una carta:
Claudia:
Esta será la última carta que recibas de mi parte; si
fue tu decisión dejarme, no insistiré. Sólo quiero que
sepas que yo aún te amo, y lo que siento por ti es
inmortal.
Sé que no comparto tus gustos, cambiarme por tu am iga,
la fetichista; es algo que jamás entenderé. Sus jug uetes
no se comparan a lo que yo te puedo dar.
Quiero que sepas que te extraño, y que te recuerdo
siempre. Puedo verte de pie frente a mí, riendo, pu edo
tocarte, escuchar tu voz; porque cada vez que cierr o lo
ojos, mi amor me permite tenerte de vuelta.
Levanta la vista y su novia está parada frente a la mesa.
—¿Acaso esto es real?
—No, no lo es; tu amor me trajo de vuelta
—¿Por qué me abandonaste?
—Yo no te abandoné, vos falleciste; y llevás muerto ya seis
meses solo que tu conciencia, aún no lo sabe. Mirat e al
espejo.
Gira y se ve putrefacto en el espejo, se asusta, y cuando
vuelve la vista al frente la chica ya no está. Enso bra la
carta aún de guantes, escribe la fecha, la direcció n, y
dibuja un corazón flechado al final; entonces se qu ita los
guantes y observa sus manos comidas por los gusanos .
Al día siguiente, el cartero arroja un sobre por de bajo de
alguna puerta, una chica algo machona lo levanta y al
voltearlo, tiene aquel corazón flechado dibujado; m ira la
fecha y grita:
—¡Claudia…! —molesta— ¡otra carta vieja de tu novie cito
muerto!
La crecida
Una araña, una araña de considerable tamaño cruza
velozmente por encima de la mesada de la cocina cua ndo
Elena (Estará en el bar… seguro que está bebiendo con sus
amigotes en el bar) —Paf—, la mata de un golpe con el
palote de amasar; lo limpia debajo de la canilla y continúa
haciendo las tortafritas.
El perro comienza a ladrar afuera… y no para; mient ras la
pequeña Andrea, acostada en la cama junto al ventan al de su
cuarto, intentaba dormir la siesta: (Papi no me las tima,
papi me quiere…), cuando una langosta voladora se e strella
contra el vidrio y queda rebotando, una y otra y ot ra vez
contra el cristal hasta que Andreita se levanta (…c uando me
toca, así me toca… acá me toca; papi no me lastima, papi me
quiere).
—Hip— sirva otra —hip— copa cantinero y brindemos, porque
paró de llover.
—Dicen que en el norte llovió mucho más que acá, y que se
viene la crecida por el río
–Y a quien le impor… hip ta, si el agua viene y va, siempre
es lo mismo… hip; cantinero, hip, sirva la penúltim a que me
vuelvo pa las casas
En su hogar, Elena termina de fritar la última tort a cuando
ve, como por debajo de la puerta se mete a la casa un
extraño ciempiés y el perro que no para de ladrar y en eso,
también entra la niña a la cocina:
—Mami mami, ¿papi dónde está?, —y ese perro por fav or que
no para entonces Elena, abre la puerta de la cocina que da
al fondo para ver a una serpiente pasar a toda velo cidad
por enfrente suyo y más allá… el agua, revuelta y m arrón,
cargando con plantas y animales muertos se aproxima en
silencio y el perro que no deja de ladrarle al agua , y a
cuanto bicho le pasa por enfrente huyendo de esta.
Elena lo desata y entra presurosa a la casa donde
frenética, comienza a meter toda la ropa adentro de una
maleta ante la atónita mirada de Andreíta que recos tada en
el marco de la puerta acaricia al perro casi de su altura,
lo abraza ahora. En ese momento entra Francisco, qu e sin
mediar palabra y ni enterado, de la venida del agua ; va
directo al dormitorio dejándose caer sobre la cama donde
quedó inmóvil. Elena comienza a sacudirlo y éste ba lbucea,
balbucea cosas sin sentido en un estado de semi-
inconsciencia del que no parece despertar pese a lo s
esfuerzos de esta madre que toma a su hija en brazo s,
maleta en la otra mano sale por la puerta de enfren te. Ya
con el agua por los tobillos gana la calle y se enc amina
hacia arriba, hacia el centro del pueblo mientras q ue su
esposo… —¿y papi, papi no viene?– sigue inconscient e en la
cama y el agua…
El hombre infinito
—Es increíble la ventaja que le lleva a los demás
competidores y se aproxima al último tramo donde
acelera aún más y cruza la meta… La carrera de los
cien metros llanos, olimpíadas 2085 ha terminado y
como se esperaba: el japonés Sakamura, ha impuesto un
nuevo record bajando la marca, al increíble tiempo de
dos segundos cuatro décimas, sí, escucharon bien, d os
segundos cuatro décimas para correr cien metros. Me
pregunto si tendrá sentido seguir compitiendo ahora …
Jota Jota
—Yo no sé si habrá otra olimpíada después de esta,
pero que este año nos vamos a llevar varias sorpres as…
no tengo dudas, Romano
—¿Cuáles sorpresas?, si es un hecho que los japones es,
americanos y demás, van a ganar en todas las
competencias, la sorpresa sería si algún atleta
normal, del tercer mundo, lograse al menos clasific ar…
El viejo apagó el televisor, apretando un botón en el
control remoto; aquello era una reliquia que conser vaba
desde su juventud. Se levantó con dificultad de la
poltrona, que le quedaba muy baja para sus piernas
cansadas, entumecidas, atravesó el salón arrastránd olas
pasito a pasito y se paró, al pie de una larga esca lera a
observar: los muchos peldaños que subían hasta su
dormitorio. Respiró hondo, y subió despacio, esas
escaleras, ya le costaba, poder respirar, jadeaba a cada,
paso que daba; y se paró: (nunca había… estado tan…
agitado), pensó y se desvaneció rodando escaleras a bajo.
Pip…, pip…, despertó en un cuarto blanco, pip…, pip …, era
el único sonido que escuchaba; con la vista algo nu blada
observó a su alrededor y creyó hallarse en el quiró fano, de
un muy costoso y moderno hospital, por el cual él, nunca
había pagado. Sacó su mano derecha de entre las sáb anas y
la artritis, que se la había dejado deforme y casi inmóvil,
ya no estaba. Apretó su puño con tanta fuerza como cuando
tenía veinte años… o quizás más. Supo entonces lo q ue había
ocurrido y cerró sus ojos: “Señor, sé que no te he hablado
en mucho tiempo; espero que me escuches ahora…” y su
oración se vio interrumpida por la repentina aparic ión de
una enfermera, cuyos labios parecían frutillas de e nero:
—Padre Antonio, hay un agente de la Federación
espacial que desea hablar con usted; le diré que pa se…
Y ni bien terminó de decir esto, el padre Antonio q uedó
solo en la habitación.
Aún desde la camilla, comenzó a observar a su alred edor con
mayor detenimiento; no hacía falta ser doctor para saber
que los equipos que allí se encontraban eran de últ ima
generación, de hecho… (Creo que ni siquiera hay de estos en
la Tierra y… quién habrá pagado…)
—Padre Antonio
—¡Mierda! casi me matas de un susto
-Soy el Agente de la Federación…
—…de las naciones espaciales, ya lo sé
—Habrá notado entonces su mejoría física
—Sí… parece que estiraron a este viejo un poco más
—Técnicamente, usted ya estaba muerto cuando lo
encontramos; un infarto y dos huesos rotos,
¿recuerda?
—Las escaleras… si
—Pues aquí no hay escaleras, ni siquiera tendrá que
caminar aunque podrá hacerlo si lo desea
—Acércate un poco más… para poder tocarte
—¿Tocarme…?
—Sí, para saber si eres de verdad
—Soy real Padre Antonio, todo esto es muy real –y s e
lo dijo invitándole con sus manos a mirar alrededor
—Pues allá abajo se dicen muchas cosas de esta ciud ad
espacial, porque aquí es donde estamos ahora… ¿verd ad?
—En el hospital de la ciudad para ser precisos… sí
—¿Y quién pagó por esto, la iglesia… no lo creo?
—No se preocupe Padre, usted fue seleccionado
—¿Seleccionado para qué?
—Verá… la terraformación de Marte esta en su etapa
final; ya hay científicos y personal militar vivien do
allí desde hace más de diez años, y pronto llevarem os
a los primeros colonos, familias enteras que
precisarán de su guía espiritual
—Hijo… en este mundo hay miles de sacerdotes, y si
hubieras hecho bien tus deberes, sabrías que
últimamente he tenido algunas discusiones con la
iglesia
—Sí, nosotros también, y por eso decidimos operarlo a
usted precisamente; pensamos que tal vez… si viera el
lado bueno de todo esto, podría abandonar su vieja
iglesia y venirse con nosotros
—O sea que no fue la iglesia la que pagó
—No, la iglesia no está nada conforme con que sea
usted el nuevo sacerdote de Marte, perdón, dije
sacerdote, quise decir Obispo
—Ya veo que si me sigo negando, me van a ofrecer el
Papado a punta de revólver
—Tiene usted un gran sentido del humor Padre
—Pues dígale a quien sea que haya pagado, que lo
siento mucho, pero que se equivocó de hombre; les
devuelvo la operación y déjenme en donde me
encontraron
—Padre… le recuerdo que lo encontramos muerto
—Si así lo quiso el señor, que así sea
—Le diré lo que haremos, si no quiere venir con
nosotros lo devolveremos a la superficie, y en cuan to
a la operación, ya está paga, tómela como un obsequ io
—Desconfío de estos regalos
—Vístase Padre, lo acompañaré al ascensor que lo
llevará de regreso a la Tierra
Ambos caminaron en silencio por el corredor estrech o; las
luces del piso se iban encendiendo mientras avanzab an, las
paredes cubiertas de tuberías y el techo muy cerca de sus
cabezas daban una sensación de claustrofobia; más a delante
estaba oscuro y detrás, oscuro también. Al llegar a l lugar,
la puerta del transporte se abrió automáticamente.
—¿Esta cosa nos va a llevar a la Tierra?
—Esta belleza, sube y baja por un cable de acero
trenzado; hay cinco de ellos que nos anclan a la
superficie terrestre, funciona como los viejos
ascensores… sólo que éste lo hace un poco más rápid o;
por cierto Padre, siempre tuve curiosidad, aquí arr iba
también se dicen muchas cosas de lo que ocurre allá en
la Tierra y…
—Qué… ¿nunca estuviste allí?
—No, pero tendré oportunidad de hacerlo, cuando vay a a
visitarlo dentro de un mes, para saber si ha cambia do
de opinión
El Padre ingresó callado al transporte
—Ahórrate el viaje –le dijo ya estando adentro
—Nos veremos en treinta días –se apresuró a respond er
el agente mientras se cerraban las puertas
Efectivamente, el ascensor espacial lo trajo en men os
de cinco minutos de regreso a la superficie terrest re,
y apenas se bajó, este ascendió nuevamente a toda
velocidad; aunque para su desgracia: (Tenía que ser en
el medio del maldito desierto en donde engancharon el
cable, y ahora cómo diablos voy a volver a casa),
maldecía el Padre Antonio mientras caminaba, al
principio, lento, pero no tardó en notar la agilida d
que tenían ahora sus piernas, pronto aceleró el pa so
y comenzó a trotar y al cabo de unos minutos, ya
estaba corriendo a toda velocidad y corrió y corrió y
siguió corriendo hasta atravesar todo el maldito
desierto.
Luego de una larga carrera, llegó a su casa y entró ,
apenas cansado.
Fue directo a su biblioteca, un antiguo mueble de
madera medio apolillado y repleto de libros, pero n o
tomó ninguno de los que estaban a la vista; abrió u n
cajón, y sacó de allí un grueso ejemplar que hacía
mucho tiempo no leía, acarició su tapa con cariño, lo
extrañaba; ese ejemplar lo había acompañado durante
toda su vida. Lo abrió de golpe en una página al az ar
y leyó la primera frase donde posaron sus ojos :
y los pobres heredarán la tierra
-¡Paf!-, cerró la Biblia de un golpe al escuchar qu e
alguien, abría la puerta de calle sin haber golpead o.
La primera que entró fue una niña pequeña, con tan
sólo tres años de edad no sabía pronunciar
correctamente algunas palabras:
-Papaito… papito –y corrió directo hacia él para
aferrarse a su pierna izquierda y abrazarla,
fuertemente.
Detrás, más calmada, entró la joven madre que dejó la
puerta entreabierta.
El bufón del tiempoEl bufón del tiempoEl bufón del tiempoEl bufón del tiempo
“Por que no hay nada más malo
que un payaso malo”
Un viejo amigo
El enorme charco rojo y espeso, oscurecía coaguland o sobre
la baldosa fría, bordó ahora y pestilente. Las part es del
cuerpo mutilado, habían sido esparcidas por toda la
habitación; moscas; más allá vieron sus tripas en m ontañas
y junto a ellas: las pisadas del asesino inhumano, por lo
que había hecho… y por su talla. ¿Quién puede calza r
tanto?, es casi el doble de un pie normal, ¿y quién , ¡por
Dios!, pudo haber cometido una aberración así? Regi straron
todo el lugar en busca de otras pistas, huellas dig itales…
no hallaron ninguna.
Entró extasiado, feliz y sorprendido miraba, con su nuca
casi tocándole la espalda las luces tenues y multic olores;
con su brazo extendido hacia arriba, tomaba la gran mano de
su abuelo, y esto le distorsionaba el abanico de so nidos
provenientes de todas direcciones el rugir de fiera s,
bullicio de gente, bombo platillo y redoblante le v ibraban
en el codo a la altura de su pequeño oído derecho. Risas y
malabares, dulces y caballos desfilaron ante sus pu pilas
dilatadas que intentaban absorberlo todo. Se encont raba
fascinado con toda aquella novedad de exquisitos ro jos y
algodón de azúcar, hasta que el redoblante se hizo sentir;
se apagaron todas las luces; sólo un foco apunta ah ora,
directo al telón caído, que lentamente, comienza a abrirse
en dos; cesó el redoblante. Salió un payaso y el ni ño clavó
sus ojos en él, quedó helado y sin respirar. Mientr as todos
reían, él se encontró de pronto apretando fuertemen te la
gran mano de su abuelo y con la otra, dejó caer el frágil
palito de madera de su algodón de azúcar, y echó a llorar.
Media hora duró el suplicio del niño: a las once en punto,
terminó la función.
-Tranquilo Rudy… calma
En brazos de su abuelo, ya no lloraba.
Calmado llego el chico a casa y subió a su dormitor io; era
tarde, ya casi las doce, y el payaso en su camerino , se
quitaba la nariz, la peluca, y frente al espejo veí a como
su rostro se transformaba: (una buena función), pen saba…
(pero alguien no quedó conforme). Sentía una voz al go
distinta en su interior, más grave y profunda, (no todos te
quieren no… no todos); se despintaba la gran sonris a de su
rostro y el espejo, le devolvía una cara extraña… f eroz:
(¡cuídate!, alguien muy cercano a tí… te odia), seg uía
pensando… (y de ti se quiere vengar. Tú lo conoces, no lo
dejes, actúa ya). Y se dispuso a salir del remolque
arrojando su camisa multicolor sobre la cama y quit ándose
el ancho pantalón, tan ancho, que se lo sacó con lo s
zapatos puestos y salió, apurado caminó a campo tra viesa
hasta el remolque de su mejor amigo: el domador de fieras,
y de golpe abrió la puerta cuando el niño, en su cu arto,
observó el reloj de su mesita de cama: las doce y c inco y
apagó la luz. Pero un haz brillante se colaba por su
ventana, y cual foco, apuntaba directo a la puerta e doble
hoja del ropero; en su mente comenzó a sonar el red oblante…
y sintió miedo.
Doce treinta. El bufón trastornado sale del traille r de su
mejor amigo; vuelve a su casa rodante; termina de
desvestirse en su cama y duerme. El niño no puede d ormir.
Su abuelo, dado lo ocurrido la noche anterior en el circo,
comentó delante de los padres sobre el miedo irraci onal del
chico a los payasos; éstos no le dieron demasiada
importancia ya que nunca se enteraron, que el domad or de
fieras había amanecido: “brutalmente asesinado”, se gún
decía el periódico de hoy. “Son cosas de chicos”. P ero el
abuelo, dispuesto a terminar con lo que él creía un a
cobardía, compró dos entradas para la función del d ía del
día siguiente.
Al payaso ni bien despertó le dieron la trágica not icia; se
mostró sorprendido pero más que nada: asustado. Otr a muerte
de alguien cercano a él. Afligido fue a hablar con el
director:
-Estoy muy deprimido, le voy a pedir suspender por
duelo la función de hoy
-Imposible, tenemos todas las localidades ya vendi das
-Pero yo estoy destrozado, no sé si podré hacer mi
actuación
-Usted es un profesional… hará su acto con los ojo s
cerrados
Con esas palabras en sus oídos, abandonó abatido el
despacho del director y por primera vez en mucho ti empo,
concurrió al bar.
Al final, el director tuvo razón; el payaso incluso
borracho, ejecutó esa noche su acto a la perfección ; el
público fue incapaz de adivinar el dolor que oculta ba bajo
su sonrisa. La función terminó como siempre, a las once en
punto, cuando el payaso se retiró a su camerino y s entado
frente al espejo, comenzó a cambiar: se quitó la na riz… y
la peluca; mientras que el niño, en su casa, tapado hasta
los ojos, miraba la puerta de doble hoja del ropero y hasta
le parecía que… lentamente, se estaba comenzando a abrir. A
las doce en punto, el payaso mostró ante el espejo su
rostro más feroz y desquiciado; así salió corriendo a matar
a la persona más cercana a él; luego volvió a su ca merino,
y se durmió.
Al día siguiente abuelo despertó temprano, tomó las dos
entradas y fue a darle la noticia a su nieto, de qu e esta
noche, irían al circo nuevamente. El chico se negó durante
todo el día a querer asistir pero la tenacidad de s u abuelo
se impuso. Nadie en la casa sabía lo ocurrido en el circo;
pero lo que sí todos sabían, era que hoy, tendrían que
atrasar los relojes pues comienza el verano y con é l, el
cambio de horario: a las doce, serán las once nueva mente.
En el circo esa noche, el payaso ofreció su más div ertida
función, pero el chico no lo podía resistir, y aunq ue en un
intento por mostrarse valiente, no lloró, apretaba
fuertemente la rodilla de su abuelo ocultando su ro stro
tras el muslo, no quería verlo más. La función term inó y
dos inspectores de la policía, acudieron a hablar c on el
director del circo, mientras el público se retiraba y el
payaso, once treinta, comenzó a cambiarse frente al espejo.
A las doce en punto la transformación fue total:
-Te odia, te odia, véngate de él
Y se hicieron las once, nuevamente
-¿De quién, de que hablás, quién sos?
-Mátalo, mátalo
-Soltá ese cuchillo, soltalo…
Cuando los inspectores entraron a su remolque y vie ron: el
enorme charco de sangre, las pisadas de zapatos gig antes y
las tripas entre el mosquerío… concluyeron.
Política deportiva
Recupera la pelota en su campo y sale a toda veloci dad,
elude a uno a dos y sigue cruza la mitad de la canc ha le
sale un marcador ¡opa que cañito…! se aproxima al á rea le
sale el golero y ¡Gooool! Corre el niño festejando, con los
brazos abiertos, la frente en alto y los ojos cerra dos; y
por un momento olvida que está solo, conmigo y un
monumento, en esta plaza de Kiev, como único espect ador. De
reojo miré al juez de línea que tiene la bandera ba ja, tomo
aire y ¡priiiiiip!, sueno mi silbato señalando el m edio
campo, validando el gol. Mientras corre el jugador
festejando, con los brazos abiertos la frente en al to y los
ojos cerrados, yo saco mi libreta y apunto: Dinamo de Kiev
1, Selección Alemana 0. Y doy la orden de reanudar el
partido.
—¡Te lo juro Dimitri, yo grité aquel gol como nadie en ese
estadio! Imagináte, era la Segunda Guerra Mundial y los
nazis, habían tomado esta ciudad; quince días despu és
organizaron el clásico partido: Selección Alemana c ontra el
campeón local, mi cuadrito. ¡Y los alemanes tenían que
ganar!, aquello de la raza superior y que sé yo, ad emás ni
te digo de qué calabozo sacaron a varios de los jug adores.
Con ese uno a cero les metimos el dedo en culo, y n o veas
que malos se pusieron hubo que aguantar la andanada :
pelotas en el palo, el defensa en la línea el goler o al
corner; pero al final, terminó el primer tiempo y m i dinamo
ganaba uno a cero.
(¿Cómo se lo digo a mis colegas?) pensé mientras abría la
puerta del vestuario de jueces, con las palabras bi en
frescas de aquel capitán al frente de la ocupación:
¡Colabore con el régimen… o los fusilamos a todos! No
comenté nada con los líneas, no pude, y así doy ini cio al
segundo tiempo, sospechando que a los jugadores del Dínamo,
los habrían amenazado igual que a mí.
—Podes creer Dimitri, que el desgraciado del juez, ni bien
comenzó el segundo tiempo, inventa un penal que no existió;
pasó hace treinta años o más, pero lo recuerdo clar ito,
todo el estadio abucheaba y el alemán… la clavó con tra el
palo. Fue el uno a uno por regalo del juez.
Comienza a nevar; pero el niño no parece notarlo y sigue
jugando, solo, con su pelota en la plaza. La toma c on ambas
manos y la apoya en el suelo, cinco pasos de carrer a y
remata una suerte de tiro libre. Como el arco está en su
imaginación no se si lo metió o lo erró, pero lo ci erto es
que a pesar del frío, tajeante, se saca la camiseta y la
revolea festejando un gol.
(¡Maldición!, me traiciona la costumbre y pito una falta al
borde del área en favor del Dinamo; igual si lo met e se lo
hago patear de vuelta), pensé, mientras observo al jugador
colocar con ambas manos la pelota en el suelo, toma r 5
pasos de carrera y rematar el tiro libre. La cuelga de un
ángulo. —¡Priiiiiiip! —hice sonar mi silbato. Todo el
Dinamo me reclama, el estadio me insulta.
—Y el vendido del juez nos anuló ese golazo; si no lo
mataban los Nazis, lo íbamos a matar nosotros y par a colmo
de males, comenzó a nevar; ¡pero mirá Dimitri!, aqu el
jugador volvió a tomar la pelota con ambas manos y la
colocó de nuevo, en el mismo lugar. La barrera se u bicó a
la misma distancia, tomó sus cinco pasos de carrera y
volvió a rematar el exacto y mismo tiro libre. Ese jugador,
podía meterlo veinte veces más de ser necesario, y el juez
no tuvo más remedio que cobrarlo.
—¡Priiiiiip! —soné mi silbato validando, ahora si, el tanto
y a pesar del frío, tajeante, el jugador se quita l a
camiseta y la revolea festejando el gol. En un inte nto por
calmar a los alemanes le muestro la tarjeta roja po r
festejo indebido. Saco mi libreta y anoto: Dínamo d e Kiev 2
/ Selección alemana 1; expulsado el nº 7 del Dinamo .
—Y el juez nos dejó con uno menos, pero no importó; ese
partido se jugó a muerte y mi cuadrito ganó dos a u no, y ni
bien terminó, los nazis pararon a los jugadores del Dínamo
en el centro de la cancha; y con todo el estadio mi rando,
menos yo que me tape los ojos, los fusilaron con la s
camisetas puestas.
No aguanto más el frío y no me explico como este ni ño,
puede seguir jugando, solo; frente a un monumento d e once
tipos, y una placa debajo que no sé qué dice en rus o.
De narradores, personajes y escritores
Era temprano, y el sol todavía no se dejaba ver; au nque
alcanzó con su resplandor para darle en el ojo a Es teban, y
despertarlo. (¿Por qué no escuché al gallo?) pensó
levantándose apurado y así, sin desayunar ni nada, descalzo
pisando la helada fue donde el gallinero y lo vio, y de que
manera, trepado encima de la gallina. Ahí no más lo patea y
saltan algunas plumas, el gallo rebota contra la ma lla
cuadriculada y cae seco al piso. La gallina conmoci onada lo
mira perpleja, él, se acerca al gallo, lo toca con la punta
del pie y nada, el gallo ni se mueve. Recién ahí se da
cuenta, de que lo había matado:
-¿Pero qué decís…?
-¿Qué hacés pelotudo?
-Es que no fue así como pasó, lo estas contando mal
-¡Acá el narrador soy yo y lo cuento como quiero!
-Pero no me jodas a mi, hacelo bien
-Así que el tipo tiene complejo de narrador…: queré s
que me calle y lo contás vos ¡eh!, lo contás vos
-Bueno… pero no te pongas así
-Entonces callate y volvé a tu lugar
Estos dos son unos principiantes –Juzgué-
Al principio, quedó apenado por la muerte del gallo ; miró a
la gallina, la había dejado viuda; volvió la vista al gallo
y… ¡Qué diablos!, al menos tengo la cena y mañana m e compro
un despertador.
-¡Ah no! yo no soy así
-¿Otra vez?
-Que me estás dejando como el culo
-Hay Dio…
-Pero si acá Dios sos vos, que haces lo que querés
-Momentito, que yo también sigo las reglas… y soy m ás
profesional que vos
-¿Pero qué vas a ser…?
-¡Basta!, se callan los dos y me terminan el cuento ,
que para eso los creé -Me impuse-.
-Tá bien, tá bien, no te calentés –respondieron al
unísono.
La gallina cacareó como si viera el futuro que se l e
avecina; mientras que Esteban, volvía al rancho afe rrando
al desdichado por el cuello, con su mano derecha.
-¿Pero qué decís…? si yo soy zurdo
-Pero si ese dato me lo dio el escritor
-¡Suficiente, se terminó acá!, se van los dos para la
papelera –Sentencié-.
-¡No…!
-Nada, nada, ¡a la papelera! –Castigué-.
(Nunca más vuelvo a escribir un cuento con estos do s
insufribles) –Pensé y me equivoqué-
La Pepa
Fue allá en los bajos, cerca del puerto; donde entr é por un
corredor largo, muy largo y muy oscuro en el que tu ve que
andar a tientas hasta que al final, alzando la vist a, podía
verse la caseta de vigilancia allá en lo alto; la q ue avisa
cuando viene la policía. Al toparme contra la pared del
fondo, doblé a mi izquierda para salir al gran pati o a
cielo abierto del conventillo. A mis cuatro lados t odas las
puertas rotas o ausentes, fueron suplidas por telas
colgando. Del otro lado del patio, estaban las esca leras
que subí, directo a lo de la Pepa; a preguntarle qu é pasó
con mi hermano. Ya en el segundo piso y poco antes de
llegar a su puerta, un flaco harapiento que estaba
recostado a la pared me cortó el paso; se me paró e n frente
y mirándome torcido pregunta firme:
—¿Cuánto querés?
—Nada, vengo a buscar a la Pepa
—¿Y vó quién só?
—Soy el cuñado —y de reojo, veo como abajo, el pat io
es cruzado a paso rápido y decidido por otro flaco en mal
estado quien cuchilla de cocina en mano se dirige d irecto
hacia la otra puerta.
—Así que vó… so el hermano del chifle —y de aquell a
otra puerta, sale para anticiparlo un gordo armado al
estilo tradicional: dos largas espadas caseras hech as de
hierro con empuñadura de trapo, filo y punta.
—Carlos… mi hermano se llama Carlos, no el chifle –y
de inmediato salió detrás una jovencita gritando:
“¡devolveseló… devolveseló!”.
—Pasá —y entonces comenzó a sonar: “¡se picó el pa tio…
se picó el patio!”, el grito sostenido del vigía.
Yo avancé unos metros más, y una reja se impuso en el
pasillo antes de llegar a la casa de mi cuñada; la única
que tiene cerramientos. Aplaudí y grité: “¡Pepa…!”. Y allá
salió la Pepa, con cara de recién levantada y ropa cómoda,
dos de sus siete hijos la siguen y camina despreocu pada
porque ella goza de especial fama: todos sus hombre s
terminan en prisión.
El dibujo y la palabra
“El infierno es el olvido”
La habitación está muy bien iluminada por la luz na tural,
que entra a raudales por los tres grandes ventanale s que
van del piso al techo. En este cuarto casi vacío, a l fondo,
se ven una serie de almohadones cuadrados, siendo a lgunos
rojos, otros blancos, todos están puestos en el pis o y
sobre ellos: ella, acostada de lado y desnuda al co mpleto.
En el centro mismo de la habitación está el trípode con el
lienzo puesto, al frente nuestro amigo el pintor; y más
atrás, recostado contra la pared estoy yo, retratan do de
otro modo todo lo que ocurre en esta habitación… po co
después del amanecer.
Y pensar que la noche anterior… bueno, imaginen ust edes lo
que pasó la noche anterior, mientras Carlos pone to da su
acuarela al lienzo del amanecer buscando los colore s que
ella lleva adentro; hasta que yo levanté la vista d e esta
hoja y nuestras miradas se cruzaron. Ella cerró sus ojos,
yo bajé los míos, y Carlos continuó, trazo a trazo,
dibujando esas caderas sin dueño que no son de este mundo.
Recuerdo que nos conocimos los tres al mismo tiempo , y poco
después, nos enteramos de su destino; su cruel dest ino.
Ambos sabemos que está en nosotros salvarla, que es tá en
nosotros, hacer que no caiga en el olvido:
-Para que vivas más allá del cangrejo –le dijo C arlos
cuando terminó de pintarla y entonces, yo le coloqu é el
epígrafe a este cuento.
Despiste
—Tierra llamando a Cuentista... tierra llamando a
Cuentista... responda Cuentista
—Aquí Cuentista intentando alunizar… adelante tierr a
—¿Pero qué hace Cuentista…? regrese de inmediato
—¿Qué pasa tierra?, estoy en maniobra complicada
—Regrese de inmediato Cuentista, usted se olvidó de la nave
Fin
Espero les haya gustado y… nos estaremos leyendo.
Saludos, Cuentista: DCF
“Tus cuentos son a padres, envíame más.”
(Respuesta de un adolescente mexicano, que afirmaba no gustarle la literatura)
“En primer lugar debo decir que Daniel logra en esta ficción fantástica, lo
que creo que todo buen escritor intenta y esto es, entre otras cosas,
“mostrar” al lector las situaciones y escenas que relata…”
(Comentario de un jubilado uruguayo)
“Qué gran sentido del humor, qué buen manejo del ritmo, de
complejidad en los personajes. He revisado su trabajo excepcional, lo
felicito por su talento indiscutible y su abundante obra.”
(Comentario de una guionista española)