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Boceto para un des-nudo de memoria
Dioscórides Pérez
“No quiero morir sin antes haber amado,
Pero tampoco quiero morir de amor.
Calaveras y diablitos
Invaden mi corazón.”
Los Fabulosos Cadillacs
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La bordadora de sincronicidades no da puntadas al azar, espe-
cialmente en este mes de memorias, invocaciones, y de ritos. Te-
niendo como blanco testigo la estatua de la Venus de Milo, David
Lozano me pidió escribir una memoria personal sobre los treinta
y cuatro años que he vivido en el campus de la Universidad Nacio-
nal destinado al catálogo de la exposición de profesores que él se
inventó y curó para el Museo de Arte de la Universidad como con-
memoración de los 120 años de Escuela de Artes Plásticas. Acepté
el complicado encargo, advirtiéndole que hacer un relato para des-
nudar tan desparramadas experiencias no ofrecía garantía lineal,
pues, en estos días, cuando la décima luna está crecida, las imáge-
nes de mis recuerdos se dispersan y ocurre lo que advierte Eielson,
el poeta de los nudos infinitos: “mi piel es una puerta abierta / y mi
cerebro una casa vacía”.
Con la idea de hacer un des-nudo de las reminiscencias,
agarré de inmediato una cuerda y le hice un amarre talismánico a
la memoria para invocar los buenos recuerdos y un nudo ciego para
inventar los olvidos. Pero como dibujar una buena crónica podría
tardar meses, decidí intentar un boceto de fin de semana, donde
con trazos rápidos pudiera rescatar las huellas de sucesos acaeci-
dos en un tiempo envejecido y expresar los albures del tiempo pre-
sente. Este ritual de invocación exigía restringir fechas y trastrocar
el orden de los calendarios para poder engarzar los sucesos en una
suerte de rosario. Pero necesitaba una señal que desplegara la es-
critura oracular de las revelaciones.
Y esta llegó a mitad de semana. Los estudiantes de la Es-
cuela que viajaron a México para participar en un Foro de Artes
regresaron sin la máscara de plata de el Santo que les había en-
cargado, pero me trajeron una calavera de azúcar cuyos ojos de
lentejuela roja destilaban lágrimas color violeta, trozos de mango
seco embadurnados en infernal chile, caramelos rellenos de mez-
cal y festones de papel color limón y rosado Soacha, con la figura
recortada de la huesuda Catrina de Posada. Al día siguiente, en el
taller experimental donde estructuramos con máscaras, velas y
destellos eléctricos la oscuridad del Vacío, se apareció de sorpresa
la esquiva Laura portando un colorido monstruo de Oaxaca llama-
do alebrije, al que ella encomendó la tarea de protegerme de los
malos espíritus y de la mansalvera muerte; y, casi a media noche,
Salomé me regaló un manual con toda clase de supersticiones,
agüeros y conjuros, desde cuya carátula sonríe el mismísimo dia-
blo de la caja de fósforos que mi padre guardaba en un bolsillo
trasero del pantalón.
Este viernes de difuntos, en la plazoleta de Artes, bauti-
zada por la generación de la TV como Plaza Sésamo, un grupo de
estudiantes se arrojó al piso entre siluetas de tiza y cintas de seda
morada y permaneció varias horas bajo la lluvia en un performance
donde invocaron la memoria de los muertos por la violencia del
país. Desde la Plaza Central, custodiada por la imagen del Che
Guevara, desbigotado durante la última restauración estudiantil,
irradiaba un espíritu lúdico, musical y creativo que reemplazaba la
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desmadrada bacanal del aquelarre de otros años; pero ya en la no-
che de luna casi llena se encendieron las hogueras en los prados y
se instalaron las carpas para los ritos nocturnos que ilustraban con
los lúbricos cuerpos juveniles los quejidos eróticos de un Carmina
Burana criollo.
La cuerda se anuda y el boceto va surgiendo. Cumplo
años a media noche del día de brujas, celebro con pastel el día de
los santos, y para esta ocasión del día de los muertos sonrió como
calavera de chocolate, porque se puso en vitrina la edición de mi
libro amarillo sobre la tumba del emperador Qin Shi Huangdi y sus
guerreros de terracota. Mientras tanto, en Transmilenio, los pasa-
jeros leen mi crónica sobre “El espinazo de la capital”, escondida
entre las amarillentas páginas de un Libro al viento, marcado como
la “Radiografía del divino niño”.
Pero en esta memoria de tiempos y maestros idos, y de todos
los presentes, no estoy solo. Un grupo de estudiantes de la Escuela
tiene como tarea escarbar en la vida, pasión y muerte de los ar-
tistas que durante los 120 años se han embarcado en esta “nave
de los locos”. Además, este mes, algunos artistas del performance
decidieron imitar a los mexicanos, recordando a sus creadores más
queridos, a aquellos que la chirosa de la guadaña se llevó a vivir
al barrio de los acostados. En Medellín tocaba tener boleta para
entrar a una celebración en el cementerio central. En nuestro cam-
pus, desde las paredes, sonrientes esqueletos manitos invitaron a
un rito en la poceta de posgrados de Ciencias Humanas. En Bogotá
dos galerías invocaban el espíritu de los desaparecidos maestros
Antonio Barrera y Leonel Góngora, mostrando al tiempo sus bru-
mosos paisajes sabaneros y esas eróticas muchachas de apasiona-
das manos. Se recuerda que ambos iniciaron sus primeros dibujos
en nuestra Escuela.
Entre este aroma de rituales y memorias, y en medio de
tormentosos aguaceros, la Escuela realizó el rito de paso a los que
nacerán para las artes en el año siete de este milenio. Cien aspi-
rantes fueron citados al examen específico de habilidades, sensibi-
lidad y abstracción, para realizar una prueba de dibujo, hacer un
volumen, escribir un texto, y responder una entrevista. El tema era
el concepto de repetición e imitación en las artes, ilustrado con
fotos de la Torre Colpatria, la Rebeca, Monserrate, la plaza de San
Victorino, los cerros orientales, una fila de postes de la avenida El
Dorado y una foto de ciclistas en la ciclovía. El escrito debía basar-
se en la observación crítica de la foto cédula de Marilyn Monroe y
de los repetidos rostros de esa monita pintados por Andy Warhol.
Todo se ofrecía en parchoso blanco y negro, y los aspirantes podían
responder en cualquier técnica.
Esta prueba, que llevaba años repitiendo variadas preguntas
sobre Las meninas de Velásquez y El grito de Munch, proponía para
esta ocasión una mirada introspectiva hacia el entorno urbano
de la capital. El cambio provenía de los jóvenes artistas en cuyas
manos está ahora la Escuela, una generación llena de vida y de
sueños que tendrá la responsabilidad de señalar los derroteros de
las artes del país y de sembrar en las nuevas generaciones lo que
será la estética de este siglo incierto, que hereda los odios y las
guerras del pasado, pero que augura las más sorprendentes uto-
pías terrestres y cósmicas en medio de la inevitable paradoja del
deshielo y la sequía.
Me llama la atención que este anudamiento de la sincro-
nicidad señale hacia México, pero creo que esto resulta inevitable
al hacer memoria sobre nuestra identidad popular, cuyas viejas raí-
ces se hunden en el cine mexicano de rancheras charrasqueadas,
de abaleos entre acaballados sombrerones, del Zorro dibujando
zetas con su espada, del Santo peleando contra momias, hombres
lobo y vampiros, de Kalimán, el hombre increíble, de los chistes
gagos de Capulina y Cantinflas y de la protección del Chapulín Co-
lorado para las últimas generaciones. Y en las bellas artes, con la
fuerte influencia de sus muralistas; de las pinturas de Tamayo y
los dibujos de Cuevas; del espíritu de Frida Khalo, que bellamente
nos ronda, y de los monstruos zoomorfos grabados por Toledo, que
parecen escapados del mundo mágico del viejo chamán Juan Ma-
tus. No es gratuito que tres de nuestros mejores escritores vivan
y escriban en esas tierras del Popol Vuh, el tequila y el atole. A mí,
por un pelo no me bautizaron como Vasconcelos, apellido del no-
table escritor de Oaxaca, quien había dicho: “Por mi raza hablará
el espíritu”. Mi madre finalmente eligió el nombre del más famoso
médico yerbatero griego.
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“Estefanía” Dioscórides Pérez
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Estas imágenes de identidad me hicieron recordar cómo
la ayuda de mi madre para hacer la tarea escolar de dibujar una
bruja se convirtió en mi primera lección de arte; ella, al tiempo
que nombraba las características de una hechicera, la iba trazan-
do con el lápiz sobre el cuaderno rayado corriente. “Así se dibuja
una bruja, mijo –me dijo – ahora échele los colores a su gusto”.
Entonces entendí que dibujar era cuestión de ver con la imagina-
ción; el resto lo hacía el sentimiento y la mano. Ese fue el único
dibujo que ella hizo en su vida, sin imaginar que se convertiría en
un juego de espejos.
A partir de ese momento eché colores a los santos de
la historia sagrada, y las ilustraciones de La alegría de leer; dibujé
para mis amigos todos los héroes de las historietas y los próceres,
un Cristo para una tía, una canasta de frutas para una vecina,
los tres del calvario para la parroquia, varias mujeres desnudas
para un zapatero, y la foto de una novia secreta para mí. En el
colegio hice a tinta china todos los animales de la zoología, desde
el plasmodio hasta el desconocido ornitorrinco; todas las plantas,
desde la matica de fríjol hasta la inmensa secoya; y sobre las ca-
misetas blancas de mis compañeros pinté con pincel y laca negra
el rostro del Che.
Luego, en la Sociedad de Amigos del Arte de Pereira, recibí
lecciones de perspectiva de Omar Gordillo, torero y dibujante,
que tuvo la suerte de irse a México a trabajar sobre un andamio
al lado de Siqueiros. Pero la maldita álgebra de Baldor, curiosa-
mente compilada por un cubano, me mató. Me gustaban mucho
las ilustraciones de esos barbados de turbante, hechos en chillón
tecnicolor, pero la combinación de números y letras eran para mí
como el crucifijo para un vampiro. Entonces, con la libreta militar
en el bolsillo de la camisa, abandoné la casa paterna.
Llegué a la fría Bogotá tarareando Una flor para mascar del
“comandante” Pablus Gallinazo, tratando de encontrar el nido de
las artes, sin conocer el orinal de Marcel Duchamp, quien en esos
días falleció. Pero encontré la Universidad Nacional cerrada. Así
que durante un año me volví un nómada de la carrera séptima,
desde El Automático, café donde los viejos poetas y artistas toma-
ban tinto y fumaban pielroja, hasta El Cisne, cafetería donde los
nadaístas fumaban marihuana, se burlaban de la iglesia y comían
de vez en cuando un plato de pasta para poder enfrentarse al gru-
po “Piedra y Cielo”. Y desde la calle de los hippies, detrás del Hilton,
hasta el parque de la sesenta. Caminé como ingenuo observador
entre esa colorida y humeante escenografia surrealista, silbando
Café y petróleo, con Boquita de chicle, hasta que se me rompieron
los zapatos. Después, castigado con saco y corbata, trabajé como
cobrador de letras, lavador de tornillos en una ferretería, diseñador
de estufas a gas, dependiente de una librería y muralista en un
oscuro prostíbulo. Siete años más tarde, durante mi primera ex-
posición individual en la galería El Callejón, recibiría un beso en la
mejilla del incendiario poeta y escritor Gonzalo Arango y hablaría
con él un día entero sobre los monstruos que rondaban su infierno
personal, que en esa época, acompañado de Angelita, ya conjura-
ba con meditaciones y rezos en el monasterio del Ecce Homo de
Villa de Leyva. En un segundo encuentro me contó que el “Ángel
del silencio” le había aconsejado renunciar a la violencia verbal;
entonces dejó el nadaísmo en otras manos, y se declaró libre en el
amor de Jesucristo. Firmó y me regaló su místico libro Fuego en el
altar, ilustrado por su compañera. Me extrañó el discurso del “pro-
feta”, pero me conmovió la placidez de su espíritu. Lástima que el
compromiso de reunirnos pronto para iniciar un proyecto creativo
se frustró, pues, dos lunas más adelante, un desbocado bus de flota
se lo llevaría al cielo esmerilado de los excomulgados.
Hoy, treinta años después, en compañía de Ricardo Ar-
cos, realizamos las entrevistas a un grupo de aspirantes a artistas,
verificando sus respuestas sobre el tema de la repetición e imita-
ción. Recuerdo que en mi época no había prueba de aptitudes ni
presencia ante un jurado. La suerte se resolvía en dos agotadoras
jornadas contestando cientos de preguntas sobre conocimientos
generales y matemáticas, en la que desde siempre ha sido la más
dura prueba de admisión del país. Ahora se contestan doscientas
difíciles preguntas en tres horas largas, y un buen puntaje permite
a una minoría pasar a la prueba específica de Artes.
En la entrevista encontramos que muy pocos conocían la pin-
tura de Warhol, pero la mayoría sí recordaba las piernas de Marilyn
debajo de su falda levantada por un soplo desde el piso. Otro recor-
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dó haber visto su retrato de Mao ofrecido en reciente subasta, pero
dijo odiar sus coloridas repeticiones publicitarias.
Cuando terminó la evaluación, encontré debajo de una mesa
un cartón con un texto manuscrito donde un joven ensayó por 13
veces la repetición del nombre de Marilyn y firmó imitando la letra
cursiva de Warhol. Es posible que este incipiente artista conceptual
nos acompañe durante el próximo lustro. Lastimosamente, de los
detectados como mejores dibujantes y coloristas, con buen manejo
del volumen y conceptos, sólo pasaran unos treinta, el resto morirá
en esta prueba debido al valor de los porcentajes y al karma per-
sonal. Deberíamos tener la posibilidad de que cien flores se abran,
como quería Mao durante su revolución cultural. Pero aquí no hay
espacio, y en la China de cristal y acero de hoy día, tampoco.
Los chinos dicen que todo está en permanente cambio.
Y como el tiempo se me esfuma entre los dedos debo amarrar con
doble nudo las imágenes que repentinamente florezcan desde el
olvido, para convertir largos años en apenas un cuarto de hora
de memoria. Yo presenté el examen de admisión en la Nacional
sin ninguna esperanza, pues venía de provincia traumatizado por
los números. Pero pasé, gracias a los rezos y a las veladoras que
le encendía mi madre a la Virgen del Carmelo. Y a los pocos días
estaba bajando por la puerta trasera de un bus, en el paradero de
Inravisión, un colchón de rayas azules que me habían regalado
para invadir un espacio en las residencias estudiantiles Camilo
Torres. Eso sí, con el posterior visto bueno y la indeseada pro-
tección de la plaga, pandilla de colinos de pésima reputación que
dominaba con voz dura, navaja y cadenas todo el territorio del
edificio de Gorgona.
Desde allí, cada mañana, después de desayunar gratis
en la cafetería de la Universidad, situada donde ahora mismo es
el auditorio Alfonso López Pumarejo, cruzaba los pantanos del
sur del estadio cargando mi mochilada de materiales para llegar
a la Facultad.
La Escuela de Bellas Artes, que funcionaba en la calle novena,
al lado de la iglesia de Santa Clara, se trasteó a la ciudad universi-
taria en 1965 y parte de sus aulas se instalaron en el edificio viejo,
que en esa época era de Arquitectura. Los estudiantes, todos jó-
venes, venían inyectados con el espíritu de la llamada revolución
cultural los años 60 y de sus cantos de libertad. Rabiaban contra
la guerra de Vietnam, usaban la píldora anticonceptiva y se inspi-
raban en los poemas de Mao. En esos mismos días el cura Camilo
Torres, que había sido capellán de la Universidad, se integraba a
la lucha guerrillera en las montañas de Santander, donde al año
siguiente recibiría un rosario de balas.
Para entonces, en un edificio cúbico cerca de la calle 26, don-
de ahora es Filosofía, funcionaba el Museo de Arte Moderno que
había fundado Marta Traba, pero no existían la Biblioteca Central
ni el auditorio León de Greiff y el edificio de Arquitectura todavía
olía a cemento fresco y ladrillo nuevo; allí se alojó al resto de soña-
dores. Los salones del fondo del primer piso estaban destinados al
dibujo técnico, la perspectiva y las clases de diseño básico, mate-
rias que tomábamos junto a los estudiantes de Diseño Gráfico.
Entre ladrillo y vidrieras todos escuchamos el vozarrón
de Joaquín González, profesor de perspectiva y escenografia, quien
repitió cientos de veces, con gesto cada vez más fuerte, el cuento
de la trompada con la que tiró al piso en una calle de La Candelaria
al chiquito Lleras, quien fuera después presidente de Colombia.
El viejo roble de inmenso mostacho tenía la mano multada y bajo
su eterna boina guardaba la memoria de todas las escenografías
hechas para las compañías extranjeras de ópera y teatro que visita-
ron durante la época dorada el Teatro Colón. Con él aprendimos a
fabricar teatrinos y a montar las escenografías en cartulina Bristol.
En la mezcolanza también aprendimos rotulación y principios de
diseño gráfico con Rosalba de Gélvez. Los secretos ocultos en la
geometría de las formas nos fueron develados en la clase de diseño
básico por las amorosas Leonor Acevedo y Clara de Cediel, y por el
maestro Luis Fernando Robles, crítico pintor de mandatarios, mili-
tares y monseñores, a quienes representaba con cara de terribles
y sanguinarios monstruos. De vez en cuando nos colábamos a las
clases de Jimmy García para escuchar su apostillada voz de locu-
tor de radio mientras hablaba de las ondas hertzianas y los trucos
de la publicidad en los comerciales. Y fue por esa radio que una
neblinosa mañana escuchamos en directo el sonido de bombas y
metralla con las que Pinochet le bombardeaba a Salvador Allende
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el Palacio de La Moneda. En la Escuela se enlutaron las paletas y se
multiplicaron los carteles de protesta.
Los salones del segundo piso, al occidente, estaban des-
tinados al dibujo artístico y a los talleres de pintura de los más
avanzados. En el tercer piso tenían los cubículos los maestros; allí
dibujaban, pintaban y guardaban esqueletos, yesos y bodegones.
En el primero piso occidental, donde ahora se encuentra Diseño
Industrial, estaba el área de escultura, modelado en arcilla, talla-
do de piedra, el taller de soldadura, la carpintería y el taller de
cerámica. En este sitio hervía la acción creativa. El área estaba
comandada por el famoso “camarada” Alfonso Parra, experto del
yeso, que tenía a su cargo los moldes de valiosas copias llegadas
de París, volúmenes que ahora guarda celosamente el Museo, al-
gunos expuestos hoy día en el hall del Auditorio León de Greiff.
El “camarada”, que era el decano de las reproducciones, se había
ganado ese apodo porque saludaba a todo el mundo con ese mo-
tete y por su diario discurso sobre la inminencia de la revolución.
El Che había sido asesinado en Bolivia hacía apenas un lustro, y
Fidel, uno de sus ídolos, completaba una docena larga de años
mandando en La Habana. Los recién llegados creímos que real-
mente allí, entre los bultos de yeso y los moldes de bodegones
y desollados, el viejo escondía el tan mencionado arsenal. Pero
cuando se jubiló sólo encontramos algunas oxidadas seguetas y
una destripada pistola de plástico.
El grupo de profesores, algunos veteranos y otros muy
jóvenes, trastearon desde el viejo claustro chécheres y recuerdos,
y estando aquí, gozando del viento soplado que bajaba de la mon-
taña sobre esta pantanosa finca sembrada de viejos pinos y ura-
panes, añoraban no sólo las instalaciones, sino a quienes habían
sido sus maestros. Atrás quedaron Botero, Grau, Obregón e Ignacio
Gómez Jaramillo, de quienes hablaban con respeto y admiración,
pues habían construido juntos una amistad cargada de solidaridad.
Los más jóvenes nos contaban cómo trepaban el muro y gatea-
ban por los zarzos para guindar los dormitorios y hacer bromas
eróticas a las enclaustradas monjas vecinas, y se disfrazaban con
los bártulos de los modelos para montar irreverentes guachadas a
los cachacos del sector. También mencionaban con cariño a otros
artistas que habían pasado por el viejo claustro y que no alcan-
cé a conocer en la nueva academia: Édgar Negret, Antonio Grass,
Manuel Camargo, Arcadio González, Luis Ocre, León Cuartas, Gui-
llermo Angulo, Alipio Jaramillo, Luis Rengifo, Adolfo Samper, José
Domingo Rodríguez, Pedro Moreno, Roberto López, Julio Castillo,
Miguel Arguello, Hugo Martínez, Fabio Rodríguez, Hanne Gallo, Ju-
dith Márquez, Nelly de Sarmiento, Beatriz Daza, Blanca de Salom,
María Otálora y Henna Rodríguez.
Pero aquí, animados por los nuevos tiempos, todos se
untaban de arcilla y marmolina para enseñarnos a amar el oficio
y extender la tradición. Mardoqueo Montaña, con su terno prote-
gido por la bata caqui, incitaba con su voz de tambor vibrante a la
exactitud de las formas y a mirar con respeto las culturas preco-
lombinas. De él aprendimos el valor de la estatuaria de San Agus-
tín, antes de que la encantadora y siempre risueña Stella Muñoz,
dibujante de paisajes y mujeres desnudas, y la sabiduría crítica
e histórica de Germán Rubiano nos enseñaran con diapositiva e
ilustrado discurso el valor de lo prehispánico y del arte y la cultura
visual de occidente. Luego vino Pepe Stevenson, escritor y nove-
lista, quien nos enseñó a ver el arte desde dramáticos ángulos li-
terarios, mientras hablaba con nostalgia de la recién desaparecida
revista Mito, publicación local donde aparecieron como primicia
textos de Carlos Fuentes y Julio Cortázar. Y el capellán Rivera,
que nos permitió escuchar a Jesucristo Super Star y la música gospel
cuando esta apenas se imprimía en acetato al otro lado del mar;
además, nos contó historias de otros lares e irreverentes asuntos,
a riesgo de ser excomulgado.
Allí también estaba el maestro Alfonso Neira, riguroso
mago del modelado de la figura humana, hacedor de las mucha-
chas de la plaza de banderas de lo que hoy es Kennedy. Lo acom-
pañaba en su tarea de pregonero de las bellas formas el joven
maestro Héctor Castro, quien había adquirido la habilidad del mo-
delado agregando una carga expresiva a las figuras e insistía para
que las aplicáramos a nuestros primerizos ejercicios de torsos y
cabezas. Al sur echaba chispas la soldadura con la que Pacho Car-
dona construía a punta de cortes y dobleces sus ensamblajes de
varillas y láminas para crear furiosos caballos y gordas palomas. Y
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Luis Gélves, quien también atacaba los metales, soldando intere-
santes collages. Creo recordar a un argentino de pedagogía meti-
culosa, y al ilustrado y amable Rodrigo Callejas, pero este último
se escapó hacia Medellín.
El taller de cerámica estaba amparado por la belleza juvenil de
Cecilia Ordóñez, cuyo hermoso espíritu inspirado en el hinduismo
dio forma profesional, creativa y escultórica, a una técnica que se
aferraba al oficio del plato y el pocillo. La acompañaban la inmor-
tal Maruja Suárez, risueña escultora y ceramista, y el hacedor de
caballos en terracota Jaime López. Más tarde llegarían a reforzarlos
Cristóbal Schlenker, experto del color sobre las placas de azulejo, y,
si mal no recuerdo, Trixi para el manejo del torno.
El ambiente general era de acción constante, profesores
y estudiantes invertían largas jornadas extendiendo los horarios
por el placer de lograr la aparición de las formas desde la arcilla.
Algunos forzudos martillaban hasta el cansancio la piedra amarilla
para sacarle torsos y retratos, otros golpeaban la madera con marti-
llo y formón. Reinaldo, un fraile dominico, pintaba pacientemente
figuras de santos sobre hojillas de oro para cumplir con el patroci-
nio de su comunidad. “Trapito”, un estudiante de último semestre
que fundó el canto de “Los Amerindios”, se colgaba de los árboles
tocando una flauta de caña y profetizando paraísos con un zodíaco
de cartulina. Antonio Caro, también alumno, exponía la cabeza del
presidente Lleras, hecha de hielo para que se derritiera en el piso
del Museo Nacional. Carrizosa ya dibujaba con trazos fuertes sus
conocidos obreros; y Rubén Rueda se estaba yendo con otros pin-
tores, poetas y adivinadoras a conquistar Villa de Leiva.
Cada semana, después de la rigurosa evaluación, todos los
cuerpos y figuras eran destrozados por la garlancha del enterrador
y caían a la fosa de la arcilla desde donde esta salía nuevamente
para ser amasada y modelada sobre las tablas y las varillas de hie-
rro del sostén. Varios próceres, algún ecuestre para una película y
retratos de alcaldes y doctores nacieron allí fundidos en cemento
patinado o falso bronce, para instalarse en plazas de provincia y ca-
sas de cultura, y no faltaba alguno que tomara rumbo al exterior.
Pero también, con ritmo semestral, había que tapar todos
los cuerpos con trapos húmedos y abandonarlos por días, sema-
nas o meses, según fuera la orden de cierre que la Rectoría emitía
para conjurar las violentas pedreas que se desataban como pro-
testa política por la situación del país o por las reformas internas
que lesionaban a todos los estamentos universitarios. Los choques
eran verdaderas batallas campales de piedra boliada, cauchera y
ladrillo limpio contra la policía, los carabineros con sus caballos ar-
gentinos y los motociclistas, que hacían piruetas entre los árboles
persiguiendo a los estudiantes. En esa época la malla no existía, y
la quema de buses y el secuestro de carros de gaseosa y leche se
hacía por varios frentes. Las pedreas se armaban después de que
los pregoneros de los distintos grupos políticos arengaban en los
talleres paralizando las clases. La universidad se cubría totalmen-
te de carteles y viñetas, expresivos letreros y coloridas pintas. Las
marchas por la 26 hacia la Plaza de Bolívar tenían una asistencia
masiva de profesores, estudiantes y trabajadores; las pancartas
eran bellamente ilustradas y las arengas políticamente contunden-
tes: “¡Ahí están, esos son, los que venden la nación!”.
La participación en las pedreas era numerosa, y había
comandos de abastecimiento de piedra, hogueras y toallas mo-
jadas contra los gases lacrimógenos; enfermería, agua, comida y
limonada. Pero las cosas nunca terminaban bien: el saldo parcial
era mucho estudiante descalabrado, más de un ojo afuera, una
mano desaparecida, varias piernas rotas; caballos desnucados por
las esferas que les echaban los estudiantes en los cascos, policías
heridos y quemados; las cafeterías, las puertas y los ventanales de
los edificios destrozados, y decenas de detenidos por días y meses
en la Cárcel Distrital. El saldo final: uno o dos estudiantes muertos
por semestre, si no más. De inmediato, las directivas impartían el
“cierre hasta nueva orden” y se clausuraban las residencias. Enton-
ces yo empacaba la ropa, la tinta china y los lápices de colores en
una caja de cartón, la amarraba y me iba a Pereira a esperar que el
periódico trajera la noticia de la reapertura.
En el primer piso del edificio de Diseño Gráfico existía la
cafetería central, y de ahí para arriba estaban los cuartos individua-
les de las residencias estudiantiles Antonio Nariño. La larga cola
para comer allí me permitió llenar cientos de hojas con dibujos y
conocer a María Teresa Vásquez, estudiante de Diseño, quien sería
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mi amorosa compañera y la abnegada madre de mis dos hijos. El si-
tio donde ahora está la dirección del Departamento estaba ocupa-
do por el comando jurídico de los estudiantes, donde un abogado
practicante, siempre de paño y corbatín, recibía las denuncias de la
base y la lista de los detenidos. Al lado estaba la peluquería, con la
barbera, la piedra de alumbre y la alhucema siete medallas, siempre
listas. En la silla, que todavía se encuentra en uno de los auditorios
del primer piso, ahora hacen la siesta los operarios.
En los salones del “edificio viejo” de Artes, como se le llamaba
antes de que fuera numerado, estaban los otros talleres de pintura,
los amplios talleres de grabado y el área de fotografía, iluminada
por Parruca, un extraño e inteligente personaje salido de El tambor
de hojalata, que un día desapareció como un fantasma. En el segun-
do piso, donde ahora se encuentra “Electrodoméstico”, una sala
de creación de arte digital monitoreada por el joven Gabriel Zea,
estaba la biblioteca, conteniendo toda la historia y las imágenes
del arte y la arquitectura universal. El sitio, celosamente vigilado
por doña Genoveva, forrado en madera oscura con viejas mesas y
sillas de cuero, parecía un aula de monasterio; allí el silencio y la
absoluta compostura eran obligatorios.
Fue en uno de esos amplios salones llenos de caballetes
de madera y sillas especiales para las modelos, donde aprendí real-
mente los secretos del dibujo gracias a la férrea dirección de Jorge
Ruiz Linares, un viejo misógino, magnífico acuarelista de retratos,
que a la fuerza trasmitía todos los trucos de la mirada y de la repre-
sentación de las formas. Con Pacho Cardona aprendí a ser riguroso
en la observación de la figura humana gracias a sus indicaciones de
dibujo anatómico, que después perfeccioné con Balbino Arriaga,
quien con sus pacientes correcciones, chistes de grueso calibre y
cantos de alabaos chocoanos, nos enseñó la expresión de los vo-
lúmenes de los cuerpos y a colorear con acuarela los paisajes. La
anatomía comparada la recibí de Manuel Cantor, un joven soñador
de espíritu hippie que además nos liberó de muchos fantasmas.
Los secretos técnicos del óleo, la pintura al temple, la encáustica,
el uso de las colas y barnices, lo aprendimos del maestro Jorge Elías
Triana. Este insigne maestro tolimense aplicaba en su obra lo que
enseñaba, modelando con fuertes pinceladas mercados campesi-
Los sueños del soldado Dioscórides Pérez
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nos y paisajes rurales de aroma tradicional. El temple, hecho con
huevo amarillo de gallina casada, era su fórmula favorita.
Con el hombre más hermoso de la Escuela, Jorge Madri-
ñán, el de los coloridos paisajes de muros y pastales, aprendimos a
apreciar el color y la composición trabajando bodegones; junto al
siempre feliz Édgar Silva, quien no sólo repartía a todos el tricolor y
el arco iris de sus obras, sino también precisas enseñanzas sobre el
círculo cromático. Gerardo Aragón, gocetas de amable ternura, nos
enseñó dibujo, juegos creativos, y la magia de sus ovalados paisa-
jes de nubes y las embotelladas instalaciones. De su trabajo con los
bonsáis aprendimos la composición oriental del paisaje y la filoso-
fía de los creadores de esos microcosmos. Los tres expresaban con
delicado desparpajo su felicidad de vivir y crear fuera del clóset,
y para nosotros, que los apreciábamos, era natural que así fuera.
Ellos están ahora en la sala de espera de las reencarnaciones.
Haciendo coloridos maromeros de circo estaba Carolina
Samper, con su amorosa dedicación a la enseñanza del carboncillo;
siempre a su lado, Pablo Gamboa, historiador, dedicado a investigar
el arte precolombino, y los secretos que escondían en sus plumas
los ángeles de Sopó, mientras criaban a un arquitecto y a un conta-
dor de historias. También, Mariana Varela, bonita flaca tolimense,
de sarcástico humor, excelente profesora de dibujo, enamorada de
la línea, dibujante de la figura humana y del paisaje.
Afortunadamente, todavía estaba Marco Ospina, a quien co-
nocimos ya muy veterano, pero con un juvenil espíritu para en-
señar a transformar hacia lo abstracto el paisaje sabanero, dando
ejemplo con sus arriesgadas obras constructivistas. Igualmente es-
taba Francisco Cárdenas, con sus paisajes de rica materia, colorido
de pedrería y su contagiosa alegría para el canto y la guitarra. Lle-
na de vida se encontraba Nirma Zárate, hermosa mujer de genio
acelerado, que nos enseñó a ver la guerra del Vietnam, no como
una producción de Hollywood, sino como una masacre imperia-
lista, gracias a sus inmensas serigrafías del taller “Cuatro Rojo”,
hechas en compañía de Diego Arango, Rendón y Giangrandi. Fue
la madre del papel hecho a mano en Colombia, con el que realizó
muchas obras, hasta que se fue de este mundo, seguramente a un
nirvana de origami.
Cuando llegó el momento de aprender la xilografía na-
die mejor que Alfonso Quijano, excelente tallador que había perdi-
do la mano izquierda en un accidente ferroviario y que arrojó a la
basura la prótesis que sus compañeros le habían regalado. Él, con
su buen humor y conocimiento de los secretos de la madera, nos
enseñó a tallar y copiar a la perfección las imágenes. Sus grabados
ya eran en esa época hermosas y duras críticas políticas al gobier-
no y la oligarquía. Curiosamente, su obra simbólica se nutría de
las enseñanzas de la gnosis, de su pasión por el cinema y por los
textos de terror gótico de Lovecraft. Este “hermanito”, como llama
todavía con cariño a sus colegas, amigos y estudiantes, nos enseñó
también el amor por los misterios de la vida y de la muerte.
La formación en un dibujo fuerte, expresivo, simbólico,
y si se quería comprometido políticamente, lo recibí de Augusto
Rendón, ese paisa siempre alegre y sensual que nos incitaba a
salir de las bellas formas canónicas para encontrar un lenguaje
personal y un erotismo privado. Daba el ejemplo con su vida apa-
sionada y libre, con su contundente obra de metálicos jinetes y
dragones, y con sus eróticas cortadoras de cabezas. De Rendón, y
de Umberto Giangrandi, un italiano amoroso y jovial que tenía su
taller de aguafuertes en la calle de los prostíbulos y que aparecía
diariamente en clase con su mochila arhuaca repartiendo abrazos,
aprendimos todos los secretos de la alquimia de los metales, los
trucos de la punta seca y del aguafuerte, el manejo de las colofo-
nías y otras muchas maromas.
El uno con sus poderosos caballos cachondos, el otro con sus
expresivos grabados de iluminados espacios habitados por hermo-
sas puticas de pueblo, ambos nos dieron ejemplo de creatividad, de
responsabilidad con el oficio, y de la necesaria búsqueda de iden-
tidad mediante la instalación de la mirada en el pasado, y en un
presente que cambia rápidamente. Quijano, Rendón y Giangrandi,
son los padres del grabado en Colombia.
En algún momento se construyeron el auditorio León
de Greiff, con el que la arquitecta Eugenia Cardozo ganó el Premio
Nacional de Arquitectura; la Biblioteca Central, y una moderna ca-
fetería, en mala hora convertida en un pésimo polideportivo. Gra-
cias a una curiosa reivindicación política del movimiento estudian-
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til, que se denominaba Foco, la comida nunca se pagaba. Después
de una trágica pedrea que nos dejó destrucción y difuntos, la Uni-
versidad se cerró por un tiempo largo, durante el cual las directivas
recuperaron las residencias y espantaron a la plaga que las había
destinado a hotel de malandros, jíbaros, camioneros y choferes de
flota. Como apoyo a mi matrícula de honor permanente, bienes-
tar estudiantil me adjudicó un cuarto individual, lo que mejoró mi
situación hasta el final de la carrera. Allí aprendí a cocinar pasta
y engrudo de fécula para alimentar, con pan francés y roscón, las
tertulias de arte y literatura que armaba con mis vecinos.
Gracias a que vivía dentro del campus podía dedicar el
tiempo nocturno y los fines de semana a las clases de teatro, bajo
la dirección de Ricardo Camacho. Pero en otro revolcón político,
una oscura rectoría prohibió las artes escénicas por considerarlas
ideológicamente peligrosas. A los directores los convirtieron en
profesores de Historia del arte, usando como aula el mismo audito-
rio hoy llamado Carlos Martínez.
Pero Dina Moscovici, Carlos Perozzo, Ricardo Camacho y Car-
los Duplat continuaron trabajando clandestinamente en sus obras.
Nos apropiábamos sorpresivamente de espacios del campus, o en-
sayábamos en la capilla de la Universidad de los Andes, en el sindi-
cato de maestros, y en escuelas y colegios. Así realizamos un largo
montaje sobre las empresas comunitarias titulado La verdadera his-
toria de Milciades García, con el que rompimos el teatro panfletario
de la época y fuimos invitados al Festival de Manizales. Recorrimos
el país presentándonos en varias universidades y sindicatos, hasta
que la obra perturbó la sensible bota del gobierno y nos metieron
presos en la brigada de Yopal; allí nos desvalijaron del vestuario ci-
vil y militar, de las espadas y las escopetas de palo, y nos quemaron
la escenografia de cartones y costales.
Para esa época, la inteligencia militar estaba en la bús-
queda de la espada del Libertador que el M-19 había sustraído de
la Quinta de Bolívar. La ciudad fue rastrillada por sabuesos, y todo
el que oliera a izquierda era detenido y llevado a las caballerizas
de Usaquén. En esas oscuras jornadas le echaron mano a dos de
nuestros profesores y los metieron al hueco por algunos años. Res-
pondiendo a protestas y pedreas, el ejército se tomó la Universi-
dad y durante diferentes períodos las patrullas de la PM montaron
guardia en las facultades y transitaron armados por vías y prados.
En las residencias, hubo que quemar de afán los libros de Marx y
Engels, las revistas de China Reconstruye, el Libro rojo, los comunica-
dos políticos que uno ingenuamente coleccionaba y hasta la revis-
ta Alternativa, con su Zancudo, pues su lema: “Atreverse a pensar
es empezar a luchar” resultaba muy “boleta”, así estuviera avalada
por García Márquez.
Y como muchos provincianos se habían venido aperados con
una cobija gris con tricolor, unas botas militares y un fillack verde,
todo comprado al amigo policía del pueblo para que les durara
toda la carrera y no aguantaran frío, pues hubo que teñir las cha-
quetas de negro y a esconder la inversión familiar. Por eso se pu-
sieron de moda las botas caqui ecuatorianas que importaban los
pastusos, y las cobijas tres tigres. Uno de los cierres más largos,
sin que los estudiantes tuvieran la culpa, sucedió cuando un co-
mando del M-19 se tomó la embajada de la República Dominica-
na, situada en esa época sobre la carrera treinta, andén oriental,
exactamente donde se ingresa hoy a la estación universitaria de
Transmilenio. Imposible ver la casa donde sucedieron los hechos
pues fue borrada hasta los cimientos.
A pesar de querer mucho el teatro, me enamoré perdida-
mente del grabado y trasnochaba tallando sobre el zinc sensuales
mujeres y extraños monstruos y dragones con la punta seca, po-
niéndolos a hervir en los ácidos y sacando copias, siempre en co-
lor sepia. Y dibujando particulares personajes en paisajes oníricos,
usando tintas y lápices de colores. En ese tiempo tuve la oportuni-
dad de asistir a clases con Ángel Lockhart, quien desde sus dibujos
y pinturas de revolcones amantes, prostitutas y travestis nos daba
ejemplo de ritmo, color, y de una expresión en la línea que siempre
me pareció guiada por el espíritu de la caligrafía árabe. Afortunada-
mente, Ángel sigue siendo una madre con los muchachos, un amo-
roso galán con todas las mujeres y continúa pintando sus coloridos
personajes de congos y marimondas del carnaval de Barranquilla,
su ciudad natal.
Pero como también teníamos una excelente colección
de piedras litográficas, el que entregaba la técnica precisa era Al-
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fonso Mateus, quien había aprendido en Alemania y enseñaba con
la rigurosidad técnica de los teutones. Después, años más tarde,
con mayor rigor y un espíritu de investigación que le aportó mu-
chísimo a este arte, vino Luis Paz, dando ejemplo de preciosismo
con sus exquisitos personajes dibujados de perfil y los famosos
piscos. La técnica que él aplicaba sobre la piedra para realizar y
copiar sus sutiles retratos es hasta ahora inigualable. Usando lo
aprendido con mis maestros del grabado, y trabajando con fe la
imagen del Arbolario romántico de la santa Ursulinda y sus amantes,
obtuve el Primer Premio en la Bienal Latinoamericana de Gra-
bado en Puerto Rico. De nuestros talleres han salido los mejores
grabadores del país, y otros que desde entonces se han regado
por el mundo. Y hoy día, gracias al grupo de profesores jóvenes,
este jardín de alquimistas sigue dando una periódica cosecha de
piedras de toque.
Cuando tuvimos que hacer murales al fresco nos dirigió
el maestro Rodolfo Velásquez, excelente pintor de paisajes, labor
que todavía hace con la maestría de su mano izquierda. En una de
esas largas jornadas de pintura con agua y colores minerales, sobre
los encalados muros del primer piso del edificio viejo, aposté con
Jorge Herrera, mi compañero de taller, ahora profesor de la ESAP,
una carrera por las escaleras para calentar los entumecidos cuer-
pos; el que ganara le daría un beso a la Venus. Yo subí al pedestal
y me abracé a sus inmensos pechos para besarla, pero, cuando me
estaba bajando, ella se me vino encima y apenas tuve tiempo de
quitarme para que no me destripara. La estatua, copia en yeso de
la original griega, se había roto desde la cintura, y su torso y hermo-
sa cara eran un triste espectáculo de varillas y trozos de escayola
desperdigadas sobre el baldosín.
La responsabilidad de la reparación me costó el sueldo semes-
tral de monitor, pero me quedó la satisfacción de que, de la mitad
para arriba, esa mujer es mía. Por eso me siento ofendido cuando
hoy los estudiantes la colorean, le pintan bigote, le cuelgan avisos,
la parchan con vinilo negro como un dálmata o la visten con chiros
y papel periódico.
En esa época era monitor de dibujo de Francisco Perea,
maestro de anatomía de la Escuela de Artes y de la Facultad de
Medicina, que ostentaba estudios en Japón. Él no podía dictar la
materia porque estaba trabajando en un programa de alfabetiza-
ción que había inventado, y que él mismo trasmitía por radio Su-
tatenza; además, estaba pintando con acrílico caballos y paisajes.
Yo pude hacerme cargo de la clase gracias a que rápidamente me
había convertido en un buen dibujante de la figura humana y te-
nía idea de cómo trasmitir lo aprendido. Los jóvenes que hoy son
profesores de la Escuela me acompañaron en esa experiencia, re-
cibieron mis indicaciones sobre la figura humana y escucharon los
primeros relatos de esoterismo, chamanismo y plantas de poder
que empezaba a contar.
Los últimos semestres de taller estudiamos en un arrinco-
nado salón, en cuya puerta alguien ajeno había escrito la palabra
“exilio”, quizás porque nos habíamos dedicado a practicar expre-
siones pluralistas bajo la dirección del peruano Armando Villegas,
quien llegó a la Escuela para inyectar una mirada esotérica, mágica
y de riguroso oficio plástico. Cada uno tenía la libertad, y nos la ha-
bíamos tomado en serio, de expresarse en un lenguaje y un relato
individual que el maestro dirigía con acertados consejos, ejemplos
y una excelente bibliografía. De él aprendí la simbología oculta en
lo precolombino, también las ideas teosóficas de Kandisky y Klee
y el aprecio por el colorido, la pasta, el cuerpo y la caligrafía de
pintores como Tamayo, Szyslo, Stella, Tapies, Brancusi, Hartung
y Tobey. Con sus obras, pinturas de guerreros de exquisita factura
cargados de misterio, pájaros, toros y flores, nos dio ejemplo del
oficio, y con sus palabras resaltó la importancia de la identidad y
señaló una ruta intuitiva hacia la pedagogía. Ahora mismo ha ce-
rrado otro círculo y retorna con su mágico colorido al universo de
las formas abstractas. Es mi maestro.
Esta actitud de enclaustramiento, en medio de un entor-
no político que casi obligaba a militar en algún grupo de izquierda,
era tomada como una herejía. Pero teníamos un representante
político que respondía a la asamblea con comunicados hechos en
conjunto, mientras nosotros nos dedicábamos a pintar, grabar y
preparar exposiciones; eso sí, recibía apoyo a la hora del mayor
agite, cuando en las tormentosas discusiones se imponía el punto
de vista de los que más gritaran.
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Los estudiantes políticamente más comprometidos esta-
ban dirigidos por el maestro Carlos Granada, excelente pintor de
colorido y formas humanas violentas, y una fuerza expresiva no
superada, a quien se le acusaba de obligar a sus alumnos a expre-
sarse con una temática revolucionaria. Esto no era cierto; pero las
expresiones personales estaban muy comprometidas. Un día, me
sorprendió ver a Antonio Barrera y a otros leyendo con voz dura
una página del Foro de Yenan sobre literatura y arte de Mao, para
defender sus paisajes con cuerpos sangrantes y las pinturas de
campesinos tumbando alambradas. Otro tanto hacía a esa misma
hora, pero sobre rojas pinturas y serigrafías “calcadas” del alucina-
do realismo maoísta de la “Gran Marcha”, un grupo liderado por
Clemencia Lucena en la Universidad de los Andes. Con múltiples
estrategias estéticas, aquí y allá, todos tratabamos de buscarle el
pierde al “Tigre de papel”.
Y sucedía que en semejante enredijo de ideas y de accio-
nes revolucionarias donde todo el mundo pretendía tener la razón
y defenderla desde sus respectivos manifiestos, las acusaciones
iban y venían, y el insulto verbal formaba parte de la acción polí-
tica. Era común escuchar o recibir calificativos como “mamerto”,
“revisionista”, “trotskista”, y otros, porque había militantes de mu-
chos grupos y de “todos los pelambres”.
Sin participar de ninguna asamblea, cabizbajo y con el paso
arrastrado, vestido siempre de grasoso paño y llevando bajo el
brazo una carpeta llena de papeles, hacía cola en la cafetería el
famoso Goyeneche; a solicitud de los estudiantes, el viejo repetía
con paciencia y acento académico su proyecto político de colocarle
una gran marquesina a Bogotá, uniformar la policía secreta y pavi-
mentar el río Magdalena. Esto último era fácil: echarle el cemento
al río, revolver, y lista una autopista desde la capital hasta Barran-
quilla. Descabelladas utopías; pero cuando la Sabana se llenó de
plastificadas fábricas de flores y en el norte construyeron Unicen-
tro, todos nos acordamos de él.
Las asambleas eran todo un espectáculo puesto a hervir
por los adobos de la Revolución Cubana, por las ideas de Mao
y su Libro rojo y por los manifiestos del partido comunista. Na-
die escribía un letrero o pintaba una pared, ni colocaba un cartel
sin permiso del grupo correspondiente. Tampoco había ningún
espacio libre en las paredes. La ciudad blanca era una torre de
babel, pero en un momento había acuerdo para entonar en coro
las canciones de Soledad Bravo, Víctor Jara, Mercedes Sosa y con
lágrimas en los ojos, La cantata de Iquique. Desde Veterinaria se
escuchaba la voz alegre y la guitarra de Jorge Velosa cantando su
inventada Lora revolucionaria.
Abajo, en las residencias, donde había muchachos de todas
las zonas del país, las noches eran de creatividad, discusión y rela-
jamiento. Se arreglaba el país, se recitaban poemas, se pintaba y
se conjuraba la guerra haciendo el amor, mientras sonaba a todo
volumen la música de Carlos Santana, Joan Báez, Pink Floyd, Je-
thro Tull, Janis Joplin, Led Zeppelin, Bob Dylan, Jimmy Hendrix,
Ravi Shankar, los Rolling Stones y los conciertos de Woodstok y
Bangladesh. En noches estrelladas rumbaba la yerba y corría el
vino de cerezas.
Yo, que desde entonces pertenecía a la “Banda de corazones
solitarios”,.ritualizaba el tantra hindú y me sumergía con el sar-
gento Pimienta en El submarino amarillo de los Beatles para poder
dibujar y endulzaba el oído con El buda y la caja de chocolates de
Cat Stevens. Hoy ruego a Alá, el misericordioso, le permita al gato
regresar pronto al micrófono.
No puedo dejar de amarrar aquí a Argemiro Rojas, apoda-
do “el Rojo”, antropólogo que hacía de sastre en las residencias,
con quien compartí la invasión por un tiempo. Con su Singer, el
hombre pegaba cremalleras y hacía dobladillo a los pantalones
de bota ancha de pana y de terlenka, de todos y también a los
de las muchachas de residencias femeninas. Ellas vivían en un
impenetrable lugar cerca de la calle 26, vigiladas marcialmente
por una “sargento”. Hasta alli llegabamos en noches de verano
para cantar roncamente al pie de alguna ventana o dejar dibujos
y corazones en el libro de visitas. Muchos clientes de pelo largo
y algunas vivarachas muchachas de esa época son hoy docentes,
están ocupando altos cargos en la Universidad, o en otras uni-
versidades del país o del exterior, o se encuentran en nuestros
laboratorios dirigiendo las investigaciones de punta en sus res-
pectivas disciplinas.
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Entre la neblina mañanera cargada del aroma de euca-
liptos en medio del fragor de ideas y de acciones, algunos estu-
diantes caminaban por el terreno de la pintura abstracta ayudados
por Manuel Hernández, pintor insigne de nebulosos símbolos abs-
tractos de color apastelado, mientras otros se aproximaban al arte
pop, gracias a las palabras suaves y a la certera dirección de San-
tiago Cárdenas, quien al tiempo colgaba en galerías y museos de
Colombia y el exterior, sus ganchos de ropa y sus tableros verdes.
Más tarde llegó de Alemania Jorge Riveros, riguroso, exigente con
el color y la forma, pero amigable y jovial. Sus pinturas de colorida
geometría inspiradas en lo precolombino y las finas texturas de
sus lienzos fueron ejemplo del oficio y de la abstracción del pen-
samiento. Enseñó sin egoísmo las técnicas del color y del retrato
hasta su retiro. Los tres siguen vitales y creativos.
La agitada época había opacado el espíritu deportivo; los
reinados y el carnaval universitario de otros tiempos estaban en el
olvido. Pero alguien, con una memoria muy cachaca, cotejada con
una fotografía sepia, recordaba que Paulina Michaels, hoy esposa
del Tigre, había sido “Paola I”, candidata por Artes al reinado de
la semana universitaria. Y el hombre solitario que corría todas las
mañanas por la abandonada pista del estadio, era Álvaro Mejía,
atleta que se había ganado la gloria al cruzar primero la meta en la
carrera de San Silvestre en Brasil. Yo lo veía sudar en sus rigurosos
entrenamientos, mientras intentaba mis primeros perfomances so-
bre las porterías de la cancha.
De vez en cuando sobre el prado, al pie de las estatuas de
los tritones de bronce que antes estaban al pie del edificio de ar-
quitectura, se picaban partidos de fútbol entre profesores y estu-
diantes, y en las tardes de sol de los venados se podía ver a algún
docente de dibujo echado por allí tertuliando con sus discípulos, o
pintando con acuarela la perspectiva del edificio, el observatorio
astronómico y la arboleda de sauces llorones y siete cueros, donde
saltaban mirlas y copetones. Al norte, cerca de Biología, había una
inmensa jaula vacía donde algunos recordaban haber visto cautivo
a un hermoso cóndor, bocetado varias veces por Manuel Estrada,
quien trabajaba allí como dibujante de plantas y animales. En el
costado oriental de la Plaza Che habían construido un lago rodeado
de árboles, cotidianamente habitado por cucaracheros de pantano,
tinguas, y por algunos patos zambullidores. La ciudad era más fría
y el cielo azul turquesa; por la Caracas y el Park Way pasaban colga-
dos buses eléctricos, apodados “troles”, y los otros, siempre viejos
y sucios, eran de sólo dos colores; Monserrate, con su santuario al
señor milagroso, quedaba más lejos y más arriba.
Comprometidos con el trabajo político estudiantil esta-
ban Rosa Lamprea y Juan Sánchez, posteriores docentes de Diseño
Industrial y Gráfico, mientras Clarita Perilla, hoy también profeso-
ra y estudiante de acupuntura, danzaba folclor con el grupo de De-
lia Zapata. Al mismo tiempo, yo me despedía del grupo de teatro,
pues sus integrantes, unidos al grupo de la Universidad de Andes,
abandonaban el campus para conformar profesionalmente el Tea-
tro Libre de Bogotá. Sin renegar de las ideas maoístas ellos habían
decidido tomar las enseñanzas de Grotowsky, Stanislawski, Brecht,
Shakespeare y de otros grandes maestros de la interpretación, para
elevar la calidad estética de las obras. Años después, el grupo di-
rigido por Camacho, con Fernando Uribe, Jorge Plata, Beatriz Ro-
sas, Humberto Dorado, Esteban Navajas, Germán Jaramillo, César
Mora, Bruno Díaz y una tropilla de jóvenes, se presentaría con éxi-
to en uno de los escenarios de Beijing con la obra Los andariegos de
Jairo Aníbal Niño, quien también viajó a contar sus cuentos.
Para ese tiempo, el Mao que ellos idolatraban ya había muerto
y sus inmensas estatuas estaban siendo bajadas de los pedestales
y revisadas sus ideas. Yo no tenía la más mínima sospecha de que
años más tarde, con diferente propósito, pisaría también esas tie-
rras del emperador amarillo, donde la agitación ideológica estaba
siendo reemplazada por el debate económico y un nuevo dragón
empezaba a ensayar vuelo para llenar el mundo no sólo de tijeritas,
seda y porcelana, sino para marcar la mayoría de los productos que
hoy nos rodean con su sello de Made in People’s Republic of China.
El tiempo pasó volando y a pesar de los sobresaltos co-
rrió un lustro sin que perdiéramos ningún semestre académico.
Con León Darío Trujillo, Jorge Herrera, Édgar Rivera, Camilo Casas
y Jorge Rocha, habíamos formado un grupo de trabajo que con la
seriedad profesional inculcada por Villegas, exponía en los salones
del Museo de Arte Contemporáneo del Minuto de Dios, en la galería
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La Rebeca y en la Biblioteca Luis Ángel Arango. Finalmente todos
realizamos una excelente exposición colectiva como trabajo final
en la Sala Uno del Museo de Arte, y nos graduamos. Un día de la vir-
gen, en la secretaría de la Facultad, sin paño ni ceremonia, escuché
la lectura del acta, juré con la mano en el corazón y me entregaron
un diploma en cartulina durex amarilla, marcado con la letra góti-
ca que yo mismo había dibujado. Hacía apenas un mes que había
tenido que abandonar las residencias por un cierre con muerto y
sólo regresé a ellas años después, cuando trasladaron para allá los
consultorios de la Caja de Previsión de la Universidad Nacional.
Se estaba cerrando un ciclo. Tiempo después, morían en
un infortunado accidente de aviación el querido maestro Tiberio
Vanegas, dejando sin terminar sus esculturas de trajes de monjes
dominicos congelados en resina, y la escritora y crítica de arte Mar-
ta Traba, quien desde sus performáticas clases de historia del arte,
dictadas en la época del trasteo de la Escuela, y las exposiciones del
Museo, había iluminado polémicamente la conciencia estética del
país con su “Teoría de la resistencia”. Ella protestó enérgicamen-
te contra la ocupación militar de la Universidad y recibió por ello
una orden presidencial de deportación del país. Tiberio, que era un
excelente dibujante, dejó una hermosa huella en quienes lo cono-
cimos. Él fue uno de los que nos abrió a los misterios de la India y
nos enseñó que los frutos en racimo rosado de los árboles de falso
pimiento que rodean hasta hoy el edificio viejo eran un aromático
condimento muy apreciado en oriente.
Un aviso del periódico dominical me alertó a presentar-
me a un concurso para profesores. Cosa rara, pues no había cambio
generacional, pero necesitaban un buen dibujante. Presenté mis
oníricas imágenes, y ante seis profesores dicté una clase sobre pun-
to y línea inspirado en Kandinsky; pinté en acuarela el Observatorio
Astronómico, dibujé con lápiz carbón tres modelos desnudas, hice
un bodegón con carboncillo sobre papel edad media y, finalmente,
sobre un programa de dibujo artístico que había presentado, hice
una clase sobre el volumen, la luz y la sombra. Sumando todo a mis
calificaciones, gané el concurso. Entré al Departamento de Dibujo
donde me recibió, con el amplio abrazo con que abarcaba a todos
los docentes, el querido negro Libio Robles. Rápidamente me in-
tegré al grupo de maestros que habían sido mis profesores, para
configurar con los que llegaron después una generación joven.
El Departamento de dibujo estaba conformado por un
equipo multidisciplinario de artistas, arquitectos, diseñadores e
ingenieros, que enseñaban donde los pusieran: plantas y flores en
Agronomía, anatomía humana en Medicina, animales en Zootec-
nia, ergonomía en Diseno Industrial; dibujo técnico en Ingeniería y
Arquitectura, paisajes en Urbanismo, expresión para arquitectos y
diseñadores, y todos los oficios y juegos de la imaginación en Artes.
Para ello estaban, entre otros, los hijos del maestro Neira, Raúl y
Germán; los hermanos Sánchez, Irma y Fulvio; César Martínez, Ale-
jandro Orjuela, Jorge Rosales, Miguel Sabogal, Ángel Velasco, Dio-
nisio Gómez, Leonidas Ávila, Hernando Arévalo, Gonzalo Arteaga,
Manuel Vicente Rojas, Hernando Arango, Gonzalo Girón, Francisco
Duarte, Jaime Gómez, Fernando Castro, Carlos Tovar, Hernando
Forero, Francisco López, Guillermo García, Orlando Campos, María
Isabel Mayorga, y Mercedes Rodríguez. Entre los artistas había un
negro maravilloso, Alberto Pino, casi vidente para la composición
y las imágenes, mano bendita para el dibujo y un color de acuarela
inimitable. Después apareció Absalón Avellaneda, pintor y riguro-
so dibujante de la figura humana, ahora dedicado a pensar el arte
desde su posgrado en Filosofía.
Más tarde tuvimos de regreso a Otto Sabogal, mago del
dibujo de la figura humana, la escultura y la caricatura; a Judith
Escovar, amorosa profesora de acuarela, paisajista de rico color en
linóleo a la plancha perdida, y en esa época, única con Maestría
en Estética de París. En las clases de dibujo se destacaba la alegría
costeña y la paciencia pedagógica de la dibujante Escilda Díaz. Glo-
ria Esther González estaba para enseñar sus oníricos paisajes de
frutales. A buena hora apareció Alberto Rincón, excelente grabador,
también heredero de la tradición del intaglio, con desbordada imagi-
nación y preciosa técnica en sus figuras, quien le infundió vitalidad
a los talleres de grabado. A quien le tocó dirigir por mucho tiempo
la Escuela, conservar los oficios y prepararla para este milenio, fue
al escultor Amadeo Rincón, quien le inyectó beligerancia, rigurosi-
dad y paciencia. Luis Enrique Pedriza, el pedagogo, era también del
equipo, e impartía con rigor las técnicas tradicionales de escultura.
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Después llegó el joven David Izquierdo, quien puso a dibujar a los
muchachos sobre esferas, para convertirles la mirada humana en
la del ojo de un pescado. Tangencialmente, pasó también la arqui-
tecta Martha Devia, y siguió de largo para abrir de par en par las
puertas del Museo de Arquitectura Leopoldo Rother. Ahora desde la
vicedecanatura de estudiantes se encarga del Bienestar de todos.
Por el lado del Departamento de Artes llegarían luego Cel-
so Román, veterinario, artista, escritor de cuentos para niños, que
tenía la mano bendita para doblar cualquier metal dándole hermosa
forma de caballo, y Diego Mazuera, con sus pinturas abstractas de
paisajes y avalanchas. Y Hernando Giraldo, veterano pintor de car-
noso color expresivo y particular simbología, que hasta ahora se des-
plaza delicado y sonriente mientras enseña a sus estudiantes todos
los secretos del oficio, la pincelada y la composición de los pintores
clásicos. La tradición pictórica de la Escuela estaría coja sin él. Como
“La reina del color”, rondaba, siempre sonriente, con su perfumado
y delicioso encanto de madona, Diva Teresa Ramírez, quien un día
dejó sus clases para internarse por una docena de años en África; la
Escuela nunca volvió a tener noticia de ella, hasta hoy cuando nos
acompaña con sus fantásticos paisajes sobre seda de Zaire.
Desde entonces, y hasta hoy, con una interrupción de tres
años mientras realicé estudios de posgrado en Arte Oriental, y la
ausencia durante dos años sabáticos dedicados a la escritura de
cuentos y al teatro, he vivido en el campus y en la Escuela dic-
tando clases de dibujo, grabado en metal, xilografía, linóleo, taller
experimental, Taichi, y Chigong, y cumpliendo pacientemente con
la tarea que me encomendó Liang Dong Laoshi, quien fuera mi
maestro de grabado y taoísmo en Beijing, de “sembrar bambú” en
el corazón de mis estudiantes.
Los edificios se maquillan y el entorno se mueve; el de
Artes acumula capas y capas de carburo para esconder los grafitis
que le pintan a diario. Pero se trasladaron los tritones para flan-
quear su entrada, y se eliminaron los parqueaderos al frente de la
Facultad para construir en ladrillo rojo la plazoleta, conectada con
las alamedas arborizadas hacia Ingeniería, la 45 y la 26. El Lenin,
desnarigado por el bolillazo de un policía, se pintó de plateado y
hoy es un anónimo personaje pop, arrinconado en nuestra Plaza
Sésamo. Las placas de piedra con los nombres de los estudiantes
muertos durante las pedreas desparecieron; las busetas que entra-
ban hasta el Museo por la 45 fueron espantadas; se cerró el campus
con malla y se le pusieron puertas sin nomenclatura. El puente in-
terior se construyó después, el de afuera, mucho más tarde. En su
inauguración, la Plaza Central estaba presidida por una estatua en
bronce enverdecido del general Santander, hecha por el escultor
Luis Pinto Maldonado, que miraba al horizonte de occidente mien-
tras se protegía la espalda con su capa. Durante una revuelta estu-
diantil la estatua fue bajada de su pedestal, ahorcada y arrastrada
por el campus. Con la cabeza rota y el brazo derecho astillado, se
confinó a la intemperie del patio trasero del área de fundición. Allí
recibió sol y agua y le anidó un pájaro en el cerebro durante años.
Rescatada, y mostrando aún sus heridas, asiste hoy en pose verti-
cal al Museo para ésta exposición conmemorativa.
La torre donde ahora está la Facultad de Enfermería estaba ocu-
pada por la administración, pero cuando el edificio empezó a ladear-
se hacia el norte, todos bajaron a ocupar las residencias Gorgona y
Camilo Torres, que habían sido cerradas a los estudiantes. Coinci-
diendo en la escogencia de los sitios de poder, la rectoría se instaló
estratégicamente en el rincón norte del quinto piso de Gorgona,
lugar donde precisamente estaba la cueva del “viejo brother”, jefe
de la plaga, ahora, según dicen, transformado en un próspero pastor
evangélico en las llanuras sembradas de palma de aceite del Cesar.
Sobre la huella de su cama se colocó el escritorio del señor rector.
El edificio viejo de Artes sigue envejeciendo, con las mis-
mas goteras de antaño que no se reparan con la disculpa de que
también son patrimonio nacional, y para no perturbar el espíritu
del arquitecto Leopoldo Rother. Este alemán diseñó los planos de
la Universidad pensando en ofrecer a los estudiantes un espacio
digno para el desarrollo físico, intelectual, y espiritual: estadio,
aulas y capilla. Y construyó gran parte de los edificios de la bau-
tizada Ciudad Blanca, sobre su diseño elíptico, en el que muchos
han imaginado ver la forma de un búho; pero esto no es verdad.
Lo cierto es que el mapa original se encuentra hoy día bastante
desdibujado por los edificios de posgrado, las casetas posmodernas
de empanada y gaseosa, las improvisadas canchas de fútbol y las
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amenazas de los planes de remodelación vial que pretenden, con
bonitas intenciones, mordisquearle un buen pedazo al perímetro
del campus.
Desde aquí la Escuela trasladó sus talleres de escultura, cerámi-
ca y grabado para el edificio de la 26 que comparte con Diseño Grá-
fico, y ha permanecido conectada en unión siamesa con Arquitec-
tura, y espiritualmente con los otros edificios de la Facultad: en dia-
gonal, con el Conservatorio de Música; abajo, con Cine y Televisión,
situado en las oficinas del estadio; y por una relación natural, con el
Auditorio León de Greiff, y los Museos de Arte y Arquitectura.
Yo vi puentes elevados en forma de montañas rusas,
inmensas cúpulas de cobre y vidrio, gigantescos lentes que apun-
taban al espacio, rayos láser de colores que cruzaban muros y mon-
tañas, un lago con pagoda en medio de la plaza, el gran auditorio
decorado por Gaudi. La Plaza Sésamo sembrada con una extraña
escenografía de Chirico y, entre el bosque de urapanes y pinos,
inmensos huevos de cristal, sirenas, tritones y pajarracos, como en
el jardín de las delicias del Bosco. Caminaba como un fantasma por
los salones, conversaba con mis maestros, dibujaba en las paredes
caracteres y dragones, intentaba oráculos en mandarín y visitaba
mi casa donde mis pequeños hijos no me reconocían. Entonces
despertaba un día adelante, en la Academia de Artes, cerca de la
Ciudad Prohibida, tendido en mi cama de esparto con la cabeza
hundida en la almohada de semillas, sin poder ponerme de pie por
el cansancio de tan largo viaje. Eran sueños y alucinaciones produ-
cidos por el recién iniciado exilio voluntario en Beijing.
Los primeros artistas colombianos en llegar a China,
todos de la Universidad Nacional, becados por Icetex gracias al
convenio de intercambio firmado con el gobierno chino de Den
Xiao Ping, fueron el Tigre y Paulina, Carlos Estupiñán y el hombre
del sombrero vueltiao, Édgar Francisco Jiménez. Yo llegué un año
después, acompañado de Fernando González, el “caballo loco”,
médico de la UN, quien iba a estudiar anestesia acupuntural, y dos
deportistas. Mares de té, ejercicios de Taichi, Chigong y las agujas
y conos de artemisa que nos aplicaba el “caballo” fueron el alivio
contra las nostalgias de la Escuela y la familia que habíamos dejado
en medio de la guerra de este lado del mundo. Eduardo Márceles,
Los amantes de la señorita Ursulinda Dioscórides Pérez
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escritor y crítico de arte, quien había colgado la túnica azafrán de
budista, nos acompañó en esa época como cronista de nuestra
utopía artística y la reseñó con foto en tecnicolor en las lecturas
dominicales de El Tiempo, mientras él ayudaba a los chinos a en-
contrar el significado de las palabras para construir un diccionario
chino-español. Muchos años después, “el destino de su carne” lle-
varía también a China al poeta Harold Alvarado, profesor de la Uni-
versidad Nacional, para realizar una tarea similar y traducir, entre
otros, los poemas de amor de Li Po, ahogado una noche tratando
de atrapar la imagen de la luna, y de Tu Fo, “el más virtuoso de
todos los poetas chinos”.
En la embajada de Colombia en Beijing, en cuyo comedor los
artistas éramos siempre bien recibidos por el amable diplomático
Luis Villar Borda, fue donde vimos en beta la sangrienta retoma
del Palacio de Justicia. Este holocausto nos apachurró el espíritu.
Después supimos de la tragedia de Armero y el alma se nos en-
charcó. Y por las cartas que me llegaban cada veinte días escuchá-
bamos el traqueteo de la bala venteada que se tiraban los carteles
de Cali y Medellín. La pesada cadena de oro en 24 con medalla de
la virgen se impuso como moda y talismán de protección entre
sicarios y traquetos.
Aquí hay que echar un nudo marinero para contar que des-
pués de las mil y una noches vividas en oriente, regresé a mi casa
de Funza donde María me esperaba con paciencia de Penélope,
bordando unicornios con mostacillas e hilos de colores, mientras
cuidaba del polvorín a Sebastián y Federico. De inmediato retomé
las clases de dibujo y grabado y empecé a relatar cuentos orienta-
les, historias del budismo y a enseñar prácticas taoístas de estética
y meditación en movimiento. Me vinculé al Taller de investigación
de la imagen dramática, bajo la dirección de Enrique Vargas, quien
con Mauricio Bejarano y Clarita Perilla ya había hecho El hilo de
Ariadna, galardonado con el premio del Salón Nacional de Artistas.
En clases con los estudiantes de Artes de mi taller perfeccionamos
El hilo, y recorrimos Latinoamérica y Europa recibiendo distincio-
nes en varios importantes festivales y una mención de honor de
la UNESCO. Después, trabajando siempre en el oscuro y húmedo
sótano del auditorio León de Greiff nos inventamos las obras Orá-
Los amantes de la señorita Ursulinda Dioscórides Pérez
147maestros III, El libro.indb 49 23/01/2007 08:05:10 p.m.
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culos y La feria del tiempo vivo para el Festival Iberoamericano de
Teatro de Bogotá, y nos fuimos a Dinamarca, España, Eslovenia e
Italia, de donde no dejaron regresar a Vargas, que, según la prensa,
sigue ganando premios en Modena y Barcelona.
La historia de las artes y la ciencia estaba cambiando, la
modernidad hacía agua, la contemporaneidad era azotada por las
vanguardias, y asomaba la cabeza la posmodernidad. Algunos estu-
diantes evitaban el lápiz y querían dibujar con flautas y gaitas. En-
tonces invité al taller experimental al arquitecto Mauricio Bejarano
para que introdujera la dimensión del sonido como un elemento
de expresión y enseñara a mis alumnos a dibujar paisajes sonoros.
Allí se quedó, contagiando a los jóvenes con lo que yo profana-
mente llamo “la estética del ruido”; ahora está confabulado con los
muchachos del arte mediático. Así también llegó, desde Ciencias
Humanas, Fernando Urbina, filósofo y poeta, para contar sobre
mitos y ritos amazónicos, sus palabras heredadas de los viejos cha-
manes de Araracuara sembraron de imaginarios a los soñadores y
a los hacedores de performance. De esa experiencia, con su ayuda
y la del antropólogo Enrique Bautista, hice el libro de artista “Los
Cantos del Chamán” ejemplar único con mitos de la selva amazó-
nica que ahora reposa en la biblioteca alemana Herzog August. Ya
sobre el cuerpo había estado trabajando, como profesora especial,
la querida María Teresa Hincapié, madre del performance femeni-
no en Colombia, quien sembró los códigos y las emociones de las
acciones corporales en los talleres experimentales. En dirección de
las artes vivas, y gracias a su reconocida experiencia en la televi-
sión y el teatro, laureado con Cruz de Caballero de las Artes en
Francia, se encuentra trabajando Rolf Abderhalden, graduado en
arte-terapia. Este amoroso performer, que con su hermana inventa
cada día nuevos proyectos en la vieja casa de Mapa Teatro, tendrá
la responsabilidad de reabrir el escenario a las artes escénicas en la
facultad como estudios de maestría.
Ahora, pasando de la escena a la palabra, aprovecho para
anudar en esta memoria de invocaciones a varios pensadores y pa-
labreros. Empecemos por Álvaro Medina, costeño bien aclimatado
en la Sabana, premiado escritor, crítico lúcido, nómada de la inves-
tigación por los museos del mundo, contador de la historia y de los
secretos del arte y los artistas. Sus alumnos, a quienes abre los ojos,
lo “acusan” de buen consejero profesional. José Hernán Aguilar, de
humor yin-yang; en un tiempo iluminado crítico de arte, puntual,
metódico, misterioso según otros, que aborrece el ruido y los celu-
lares, dicta particulares clases de historia, que terminan con incita-
ciones a inventar, como metáforas creativas, dibujos y figuras en
cera de los “dioses” del video y del performance. Jorge Hernán Toro,
filósofo, escritor, soñador, fumador empedernido de “peche”, be-
bedor ambulante de té y gotas homeopáticas, da clases irrepetibles
basadas en lecturas de Kafka, que configuran lúdicas experiencias
teatrales; marcado con la carta 22 del tarot de Marsella, está a car-
go del seminario de grado. Construyendo la mirada de los jóvenes
sobre las artes y la música están: Amparo Vega, Martha Rodríguez,
Ellie Anne Duque, Natalia Gutiérrez, y la uruguaya Ivonne Pini,
María del Pilar López, Juanita Barbosa, Susana Friedman, Bernardo
Uribe, Jorge Ramírez y Santiago Rueda. Con sus investigaciones
todos han dado cuerpo, vida y una voz didáctica y especializada
al Departamento de Investigaciones Estéticas recorriendo las hue-
llas dejadas años atrás por María Elvira Iriarte, Germán Rubiano,
Pepe Stevenson, y Lilia Gallo. Pablo Gamboa dejó sembrada allí la
semilla de la investigación en arte precolombino; después vendría
Guillermo Muñoz a develar las imágenes de los petroglifos. Desde
allí salió hace poco el joven William López, literato, con maestría
en historia, a dirigir el Museo de Arte de la Universidad Nacional
y a coordinar la maestría en Museología. La historiadora Marta Fa-
jardo fue quien organizó desde allí la exposición: “Presencia de los
Maestros” para la celebración del centenario de la Escuela en el
Museo de la Universidad.
Un nudo de papel de arroz me permite nombrar nueva-
mente al Tigre, Luis Eduardo Garzón, quien ahora mismo está en-
cargado de avivar el cuerpo de los talleres de intaglio, de echar a
andar proyectos de impresión y además debe continuar sus inves-
tigaciones de papel hecho a mano sobre los que imprime imágenes
y arma vestidos femeninos. Lo acompañan en esta tarea Ramón
Vanegas, experto en todas las técnicas del grabado, magnífico do-
cente, excelente grabador de paisajes cósmicos y mapas celestes
cargados de simbología e historia personal; y de la dinastía de ar-
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tistas Monsalve está Margarita, reconocida grabadora y fotógrafa,
quien ha llenado el campus y la ruta NQS con sus inmensas y co-
loridas fotos de muros caídos. Esta pareja, con los mapas, fotos y
cajas de luz, es la encargada de dar impulso a las técnicas y los con-
ceptos del grabado en metal, la litografía, la serigrafía y las técni-
cas fotográficas y digitales en la producción de la imagen seriada.
Hasta hace poco estaba en el área de pintura Miguel Ángel
Rojas, pintor y grabador, a quien varias generaciones de alumnos
agradecen sus didácticos consejos y señalamientos; se fue porque
no le quedaba tiempo para seguir soñando, viajar y trabajar con sus
hojas de coca, las fotografías de hermosos amputados y sus pintu-
ras. La academia lo extraña. Después de dibujar para su tesis un
“rompecabezas” de dibujos a lápiz directamente sobre las paredes
del primer piso del edificio viejo, el joven Juan Fernando Cáceres
dictó con aire renovador clases de dibujo y pintura, pero se nos
escapó a París. Hoy regresa para meter mano especializada en el
montaje de esta exposición.
Quien por contemporaneidad anuda también en su me-
moria muchos de estos eventos es María Esther Galvis, docente
de fotografía, quien dejó la vicedecanatura para jubilarse, pero no
abandona su proyecto de pegar sus fotografías de borrosos perso-
najes en los muros del campus y de transeúntes sobre las baldosas
del piso del Museo; ahora mismo está liderando la apertura de la
Especialización en Fotografia para la Facultad. Con los de su gene-
racion, ella recibió clases del fotógrafo y cineasta Carlos Álvarez,
quien antes de jubilarse fundó la carrera de Cine y Televisión y
fue su primer director. Heredando la labor de enseñar la magia
del cuarto del bombillo rojo, está la artista Omaira Abadía, apasio-
nada investigadora de los dibujos y diseños con que decoran los
buses urbanos. Y Jorge Rodríguez, quien encendió luces y se fue a
España. En otro cuarto oscuro, con igual responsabilidad, hay dos
niñas que acaban de llegar: Elizabeth Carrasco, el silencio risueño,
egresada de la Escuela, tímida dueña de un ojo maravilloso y una
exquisita factura en las fotos, que realizó también estudios de pos-
grado en China, pero ya en ese hipermoderno país cuya prosperi-
dad mercantil ha barnizado con laca la memoria de la tragedia de
la Plaza de la Puerta de la Paz Celestial, y Milena Barón, la delicada
sombra, quien se había despedido de la Escuela con una hermosa
tesis de sutiles dibujos inspirados en el Libro de la almohada de Sei
Shonogon. Ellas dos forman el “grupo fantasma”.
Los viejos maestros, encerrados con nudo ciego en sus
talleres para atender a la inspiración de las musas, dieron paso
a una nueva generación de artistas que combina la gestión y los
trabajos de dirección académica con el discurso pedagógico y la
creación. Entre ellos están Marta Combariza, pequeña mujer de
espíritu grande y alegre, instaladora de oníricas tumbas y mágicas
construcciones en tierra, que dirigió por un buen tiempo los des-
tinos del Museo. Raúl Cristancho, siempre bravo, pero de sonrisa
fácil, quien condujo con certeza política la Escuela y con la misma
mano dura con que exigía responsabilidad en los talleres de pin-
tura, pintaba personajes y tigres en una oscura selva amazónica,
bautizada por él como Una noche americana. Es curador e inventor
de proyectos de arte con comunidades urbanas. Miguel Huertas,
un muchacho delgado, nervioso, de fácil vuelo, en cuya cabeza
están archivados todos los estatutos y reformas, y tiene la respon-
sabilidad de dirigir la Especialización en Educación Artística Inte-
gral; además, saca tiempo para sus misteriosos dibujos con lápiz de
humo, hacer video y proponer sus fotografías, extrávicos paisajes
al carbón, espejos y señales, que actualmente están pegados en las
paredes de la galería Santa Fe, como respuesta a la convocatoria
del Premio Luis Caballero.
Con otro estilo, tenemos a Gustavo Zalamea, quien llegó a
la Universidad como ganador del Concurso Internacional de Méri-
tos 125 años. Durante un par de años dirigió con acierto la acade-
mia, y en ese lapso le cambió el espíritu, la forma y renovó los con-
ceptos. Él le dio mayor visibilidad pública a la Escuela, inventando
importantes exposiciones colectivas como Emergencia, Tránsito y el
DACR, “ficticio” departamento de arte del Congreso, creando pro-
yectos institucionales y estableciendo convenios. Además, encon-
traba tiempo para empujar su barco de vapor hundido en la Plaza
de Bolívar y para cuidar con comida para peces sus ballenas negras
varadas en el Congreso de la República. Ahora, calladamente, usan-
do su hermosa caligrafía, coordina las investigaciones docentes en
la dirección del Taller de creación, vigilado por la imagen al óleo de
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Alberto Urdaneta, fundador de la Escuela, y por un emperador ro-
mano de yeso. Nada de esto podría hacerlo sin la ayuda del espíritu
de su madre, Marta Traba, cuya cara juvenil, coincidencialmente,
nos mira en estos días desde amarillos carteles pegados en los mu-
ros; su voz tranquila y sus ideas estéticas anidan hoy en la cabeza
y el corazón de los jóvenes artistas de este campus.
La cuerda del mando la tiene ahora David Lozano, el único
de nosotros que sabe de números, pues tiene colgado en casa un
cartón de la Escuela de Administración Pública ESAP. Egresado de
Artes, paciente consejero, responsable e idóneo en la organización,
fue quien puso orden, modernizó el área de Divulgación Cultural
y dinamizó el Auditorio León de Greiff. Ahora, su tarea inmediata
es timonear el edificio viejo durante los próximos dos años. Deberá
conducir la polémica reforma académica que sentará en la Escuela
las bases de la docencia, la investigación y la extensión que defini-
rán el derrotero de la estética para el segundo lustro de este siglo;
y tendrá que sacar tiempo para hacer sus montajes de fotografía,
continuar inventando sus Festivales del Cuerpo, llamados Marca y
ego, mientras en casa martilla sobre prótesis de látex y dibuja cuer-
pos, mapas de posibles sueños, y crece su colección de pinturas,
dibujos y grabados. Una inmensa y erótica mujer de Góngora hace
de ángel de la guarda en su taller. Óscar Gutiérrez, arquitecto y
pintor, de oportuno ojo para la fotografía, también dirigió la Escue-
la con carácter y acierto; sacó tiempo para sus clases de dibujo y
taller y para realizar En obra negra, la más hermosa instalación que
hasta ahora se haya presentado en la Maestría.
Varias de las maestras de la pasada generación optaron
por anudar una vida tranquila, sin descendencia. Ahora, la nueva
generación de mujeres artistas tiene que combinar la labor docen-
te y su trabajo creativo con la crianza de sus hijos. Con mayor expe-
riencia estaba la desaparecida maestra María Elena Bernal, inteli-
gente y amorosa docente, directora del Museo de Arte, quien vivía
hermosamente obsesionada por la composición y por el estudio
del color en paisajes de reflejos y sombras. Beatrice Allina, antropó-
loga y ceramista, incisiva investigadora, y Rosario López, con el ojo
privilegiado para la cámara y sensible para las instalaciones, ambas
madres, se turnan para dirigir la Maestría en Artes, empujando a
un grupo de muchachos a participar en esta “fábrica de deseos”, y
para crear sus imaginativas instalaciones de objetos, video y foto-
grafía. Después, anudo con moño de seda a tres hermosas mujeres:
María Moran con sus paisajes de colorida hojarasca, Gloria Merino
con sus misteriosos mandalas de lagunas, y María Fernanda Zulua-
ga con sus paisajes conceptuales, quienes enseñan sonrientes la
magia del color y el dibujo en la representación de la naturaleza.
Finalmente, está María Teresa Pardo, la monita feliz, ceramista,
escultora, instaladora, y voluntariosa incitadora de los estudiantes
hacia el diseño y la construcción de formas en metal.
Nudo aparte. En meditativo silencio trabaja Martha Mo-
rales, rigurosa docente del color, con su espíritu totalmente com-
prometido con el budismo y la lucha política del Dalai Lama. En
un momento ella tuvo que dejar sus mantras y meditaciones para
inventar discursos en la dirección de la Escuela y sacar tiempo para
pintar sus “mapas políticos”. También están Martha Guevara, me-
ditadora solitaria que empuja con ahínco a sus estudiantes a dibu-
jar como una forma de conocimiento, mientras ella, con su lápiz
oscuro, estudia magistral y expresivamente las formas caninas, los
caballos y otros animales; y Mercedes Angola, la bonita y risueña
negra que enseña dibujo, hace retratos fotográficos de distorsio-
nadas miradas y se está inventando la manera de recuperar la me-
moria de la participación de la raza negra en la historia del arte y
la cultura del país; Clemencia Echeverri, la paisa, escultora con-
ceptual, cuyas instalaciones audiovisuales recuperaron las voces
y quejidos que escondían las paredes del antiguo panóptico, ahora
Museo Nacional, y Jaidy Díaz, la caricia de ámbar, hábil instaladora
dedicada a la escultura y la fotografia, que hoy refuerza con cariño
y conceptos la Especialización de Educación Integral y el espacio
de arte mediático.
Acaba de ingresar, pero ya se nota la enseñanza de la
composición pictórica dada por Víctor Laignelet, y se pone oído
a sus reflexiones conceptuales en torno al arte y a los procesos de
enseñanza y creatividad. En ese sentido, y dada la importancia de
su obra pictórica, expresiva, cargada de materia y de signos, segu-
ramente será de los más valiosos docentes de esta nueva genera-
ción y su karma es de mucha responsabilidad; eso ya se adivina en
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sus inquietos ojos. Pero quien tiene la responsabilidad de dirigir
esta tarea de reflexión es Ricardo Arcos, artista nuestro, teatrero,
recuperado de Francia gracias al Concurso de Méritos 2017, ya doc-
torado en la filosofía voyeurista de Foucault. Él se encargará de
traducir en palabra filosófica los deseos y propuestas de todos los
profesores sobre la academia que queremos y necesita el país, y de
pensar el perfil de las futuras generaciones de artistas, que –insis-
to– deben ser terapeutas del color y de la imagen, para aliviar los
estragos que en la mirada y el espíritu están causando nuestra gue-
rra intestina y la contagiada visualmente desde otras latitudes.
Temporalmente han pasado por la Escuela importantes
maestros que han dejado su huella en los procesos de la escultu-
ra y cambiado radicalmente los términos de representación de los
volúmenes; entre ellos están: Bernardo Salcedo, el alemán Jöerg
Bachofer y Doris Salcedo.
Ahora el área de escultura está en manos de Lozano, Ramón
Uribe, el más joven, silencioso y reflexivo escultor, hacedor de tóte-
ms de origami, y Cristóbal Schlenker, que se mueve con propiedad
entre la cerámica y sus mágicas instalaciones de agua. El futuro de
esta área se muestra incierto y ellos tendrán que inventar en este
lustro un espíritu fundacional.
También, ganando el Concurso Internacional de Méritos 2017,
y con un posgrado en Medios Digitales, llegó de Alemania Nelson
Vergara, exalumno de la Escuela, quien, jugando con la imagen vir-
tual y apoyado en un precario hardware, ya se ha ganado dos pre-
mios en distintos concursos nacionales. En compañía del espíritu
lúdico, crítico y creador de Mario Opazo, niño chileno escapado a
tiempo de las garras de Pinochet, ahora profesor, reconocido ar-
tista del video-arte premiado en el Salón Nacional, padre de Video
y Julieta, fundaron para la escuela el sitio “Electrodoméstico” y el
espacio de Especialización en Arte Mediático. Estos dos descom-
plicados muchachos de cachucha vasca y tenis armaron un nido
de cables, teclados y pantallas, donde ya empezaron a criar los
cuervos que pixelarán la mirada virtual de las nuevas generaciones.
Claro que los primeros cacharros y pantallas para el nacimiento de
la imagen virtual en la academia ya los había conectado Esteban
Rey, quien presentó para su tesis la mejor de las instalaciones de
multimedia que se recuerda. Ahora también hace parte de este
equipo de docentes digitales.
Gracias a la vecindad, han hecho nudo con nosotros va-
rios diseñadores, quienes desde el Departamento de Diseño Gráfico
han influido notoriamente la mirada de los artistas y compartido
imaginarios y escenarios. Ellos son: Dicken Castro, quien nos ense-
ñó sobre la estética del diseño y los secretos de una campaña insti-
tucional; Martha Granados que nos regala siempre sus imaginativos
y coloridos carteles, y la exquisita estética de sus publicaciones. Y
cómo olvidar al “hombre del cuadrado”, David Consuegra, el gran
maestro de los logos, quien se despidió del mundo en ciudad de
México. Jorge Peña, de quien aprendimos el arte de la composición
en el lenguaje y el relato de la tira cómica. Jorge Grosso, pintor, re-
conocido caricaturista, quien dejó las clases y se fue a Estados Uni-
dos cargado con una serie de muñecos bautizada como Boyacá Toys.
Federmán Contreras, rebelde y contestatario, serígrafo, inventor
de libros de artista, que anda ahora en una obsesiva investigación
sobre el habla oculta en los petroglifos muiscas. Y Armando Silva,
quien desde sus clases de publicidad fue torciendo el brazo y nos
metió a todos en los laberintos de la semiótica y en la simbología de
las ciudades. Su columna semanal en la prensa es obligatoria.
No quiero echar nudo final sin amarrar a esta memoria
varios personajes que nos han acompañado con su oficio y talentos
para que las cosas marchen bien y que a su manera han ayudado a
los artistas a inventar mundos y realizar utopías. Entre ellos están
Mary Olarte, quien en la oscuridad del zarzo del auditorio León
de Greiff oculta sus títeres y su teatro de sombras, con los que ha
contagiado de creatividad a muchos artistas y gestionado exitosos
festivales de teatro y muñecos. Gilberto Sánchez, que ha archivado
la memoria gráfica de los sucesos plásticos, desde las diapositivas
en el antiguo Cemav hasta los videos actuales; Gustavo Díaz, quien
por años ha diseñado todos los carteles, catálogos y publicaciones,
y César Cortés, antropólogo y ermitaño, quien pacientemente y
sin ánimo de lucro ha leído y corregido las miles de palabras de
nuestros enredados textos.
En los nuevos tiempos a Carolina Salamanca quien se encarga
de corregir el estilo de las publicaciones del CIDAR y ha limpiado
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mis textos de insistentes gerundios, y Camilo Páez quien diseña
las ediciones y coloca su sitio las ilustraciones. También Clarita Fo-
rero y Juan Torneros, imaginativos y hábiles diseñadores, quienes
paciente y creativamente ordenaron en compañía de San Judas
Tadeo, Los enanitos verdes y Charly García los textos e imágenes
de los cuentos y crónicas de mis “Memorias del espejo roto”, y las
fotos y discursos de otros profesores de la Escuela.
De los viejos tiempos de la Escuela vale recordar al señor
León, hombre que cuidaba de los yesos, bodegones y esqueletos;
Hernando, el verdugo de la garlancha en modelado; don Guillermo,
“Benitín”, ayudante de los laboratorios de fotografía; Numael, el
hombre del papel, el carboncillo, los óleos y los pinceles, cuando
en la Escuela todo era abundante y gratis; Garibello, el fabricante
de las mejores espátulas de palo de pino, y Velosa, el experto car-
pintero. Antonio, hijo del “Camarada”, continúa hoy a cargo de las
reproducciones; afortunadamente no ha tenido que sacar en los
últimos tiempos mascarilla de yeso a ningún docente muerto por
violencia en el campus.
Anudo también a todos los modelos, mujeres y hombres
que aguantaron frío por años para que los artistas perdiéramos el
miedo a los cuerpos desnudos y verificáramos los cánones griegos
en la construcción de una mirada. A doña Anita, la del desapare-
cido caspete de hojalata, quien alimentó a varias generaciones de
maestros y estudiantes, con kumis, empanada y mogolla integral.
A Abigail, la señora de las tortas de mazorca, y a la Gorda de los
sánduches que nos calmaban el hambre cuando trabajábamos co-
piando grabados los fines de semana. A Peralta y Camacho, viejos
bacanos, eternos porteros de la Escuela, que se llevaron el secreto
de los amores clandestinos de los estudiantes hechos de afán sobre
las colchonetas de las modelos. Y a los espíritus y fantasmas que
lloran, recitan, arrastran esferas y se quejan durante la noche en
los corredores y salones del viejo edificio, y que nos hablaron al
oído durante los trasnochos de la carrera o de la docencia.
Hoy, entrando al campus por la alameda sembrada de
higuerillas de la 26, veo a lado y lado una escena de mercado per-
sa, que se estira hasta la Plaza, se recuesta en las paredes llenas
de carteles, afiches, avisos, propagandas y grafitis, y se prolonga
hacia la salida de la calle 45. Mirando los nuevos y abigarrados
grafitis, todavía recuerdo dos muy famosos: la imagen, en par-
che de esténcil, del bigotudo Emiliano Zapata, con su sombrero
mexicano y sus cananas cruzadas sobre el pecho, y un dinámico
colibrí, que también volaba sobre las paredes por toda la ciudad,
ambos obra de estudiantes de Artes. Ahora, en la misma técnica,
pero coloreados con aerosol fluorescente, me llaman la atención
los textos en apoyo a la lucha en Nepal y unos angelitos en pelota
huyendo del mordisco seguro de un monstruo de tira cómica. Al
pie de las imágenes, y bajo los árboles, muchos estudiantes, y
foráneos “parceros” tienen extendido sobre un plástico su “plan-
te” de artesanías, dulces, papitas y cigarrillos; y usando variados
modelos de teléfonos venden también minutos de celular. Una
bicicleta, de las muchas que la Universidad Nacional tiene en el
campus para servicio gratuito, está tirada llantas arriba con la
cadena rota.
Las campanas de la capilla, donde ahora mismo cuelga una
exposición de arte de profesores y estudiantes de la Escuela, mar-
can con su tilín de bronce la hora del medio día. Una maligna torta
de humo gris siena borra el color turquesa del cielo y nos amenaza
a todos. Sobre los verdes pastales algunas parejas se entrepiernan
en amorosos nudos, mientras otros dormitan o leen obsesivamente
manchosas fotocopias de textos. Un clarinetista ensaya con amari-
llos sonidos su tarea de música. Una pareja ensaya piruetas de cir-
co enredada en largas telas de colores que cuelgan de la alta rama
de un eucalipto. Entre los árboles del jardín de Freud los “jíbaros”
venden libremente sus dosis de veneno mientras los celadores se
pasean en sus motos por los caminos peatonales.
De la puerta metálica hacia afuera, más allá del humo de la
arepa asada, del olor del chicharrón carnudo que fritan en improvi-
sadas hornillas, de la salchicha con cebolla, del vapor de la aromá-
tica de yerbas, de la avena y la chicha de quinua, de las ventas de
relojes, películas y música pirata, paraguas, manillas y mandalas
que bajo cambuches de plástico atosigan la puerta principal de la
Universidad, cientos de buses de todos los colores, y los gusanos
rojos del Transmilenio cruzan por la carrera 30, vomitando hollín
de diesel y haciendo un ruido infernal.
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De la 30 hacia arriba suben nuestros egresados a enfrentar-
se con un mundo en que la cultura visual está contaminada por la
sangre de los caídos diarios, por las luces de neón del consumismo
y por la ilusión de fáciles paraísos. Pero, a pesar de todo, son múlti-
ples los frutos y satisfactorias las recompensas espirituales que nos
proporcionan. En ese difícil medio, todos ellos se la juegan con sus
dibujos, pinturas, esculturas, collages e instalaciones, con los gestos
de performance, trazos de coloridos grafitis, con los segundos del
video, con la palabra que enseña, o la gestión que crea espacios de
sueño y libertad.
La mayoría ya han ensayado estas acciones en las anuales ex-
posiciones del Salón Cano que en octubre de este año del perro lle-
gó a su versión número treinta y tres. Muchos trabajan ahora en las
Escuelas de Arte de varias universidades, museos, galerías, colegios
e instituciones públicas y privadas, construyendo la mirada cultu-
ral del futuro. Otros optan por una labor silenciosa, sacrificándose
por quienes tienen un porvenir incierto. Así tenemos jóvenes artis-
tas enseñando en los cerros de Cazucá y Ciudad Bolívar a grupos
de niños y adultos, campesinos y desplazados, o a las comunidades
indígenas del río Amazonas en Leticia; todos inventando la forma
de hacer del arte una forma de vida y un discurso de paz.
Sin desatar nudos umbilicales, y gracias a convenios e in-
tercambios entre universidades, ahora más abiertos y fáciles, mu-
chos egresados están en el extranjero. Así, un grupo de pregrado
recibe lecciones de arte en gaucho, otros participan de las artes
paulistas y del candomblé, o aprenden de los hijos de Pancho Villa;
arriba, algunos se pasean por museos de Gringolandia, varios se la
inventan en tierras del Quijote, o están deslumbrados por la Ciu-
dad Luz. Cada quien con su karma, cada cual persiguiendo su desti-
no y su oficio. Ayer teníamos en la Escuela unos jóvenes venidos de
España; hoy está aquí un grupo de intercambio que vino de Francia
y se dispone a trabajar títeres y maromas con los muchachos de
Circo Ciudad en un barrio del sur.
Desde distintas universidades del país llegan también jóvenes
ganadores del Programa de Estímulos Nacionales del Ministerio
de Cultura para hacer sus pasantías con nuestros docentes. Entre
ellos, están aquí Yorlady Ruiz, para trabajar con el cuerpo y ha-
cer un mapa de la historia del performance femenino en Colombia;
Martín Martínez, con un proyecto de video; Rodolfo Lozano, con su
tambor ritual y su proyecto social de siembra cósmica, y Nury Ro-
dríguez, para poner en escena un acto de danza contemporánea.
Nuestros artistas dejan la Escuela llevándose un espíritu crea-
tivo, crítico y responsable, animados para participar en salones y
concursos, donde siempre puntean o destacan con sus obras. Hace
poco, la silenciosa Eva Celín, inspirada en un poema de Jacques
Prévert, recibió un jugoso reconocimiento con su tesis de paisaje
interior al ganar el Premio Fernando Botero; mi hijo Sebastián,
con una escultura de espuma, paraguas de plástico y titilantes
bombillos, hija de su tesis Tunjuelito-Matatigres, es ahora “millona-
rio” en libros de arte, gracias al premio que ganó en el Concurso
Artístico de la Embajada de Francia, citado sobre Los jugadores de
Cartas de Cezanne.
Anudo ahora a todos los antiguos maestros de Santa
Clara que se encuentran en el cielo de sus antepasados o que aún
perviven, a nuestros maestros y a todos los nombrados que ahora
mismo inventan mundos en medio de retozos juveniles, para com-
partir la alegría de haber contribuido, en algún instante de estos
120 años de la Escuela, a que las artes fueran un bello alimento
para el espíritu de nuestros estudiantes. Todos se responsabiliza-
ron en su momento de la formación de dibujantes, pintores, graba-
dores, escultores, performers, teatreros y soñadores, que como una
“plaga maravillosa” caminan hoy por el país, o que con su aliento
creador lanzan al aire de otras latitudes, flotantes semillas de dien-
te de león, sembrando imágenes en desconocidas diásporas con la
libertad espiritual del Loco del tarot.
Confiando en que cada día traerá un mejor albur, quie-
ro desatar un nudo de garganta, diciendo que muchos de los que
estudian ahora en nuestras aulas sufren de un extraño desencan-
to para el que debemos encontrar remedio; los oprime el espacio,
los acosa el tiempo, sufren el vértigo del vacío, tienen al alma y
la mano atadas al celular y la oreja a una caja de música; una si-
tuación preocupante para los profesores, pues estos, gracias a su
permanente contacto con las generaciones que van llegando y que
aportan sangre nueva y renovados imaginarios a la Escuela, rejuve-
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necen sus espíritus y vivifican su creatividad para reinventar mitos
y tradiciones, y empujarlos, a la vez, hacia nuevas utopías.
Las tareas sobre el cuerpo, la imagen y las formas que se deben
proponer en estos primeros escalones del milenio no son fáciles de
estructurar pues se deben atrapar con el ojo mecánico, ahora eléc-
trico, de las cámaras de foto y video, configurarse numericamente
en los esquivos espacios virtuales usando el photoshop y el flash,
consignarlo en los blogs, vincularlo todo al laberinto de los hiper-
textos e instalarlos con codigos fractales sobre las “telas” de cristal
líquido para que viajen por la red hacia millones de abonados que
en tiempo real exprimen significados, devoran imágenes y exigen
desde ya una libre interaccion con los sentidos y la motricidad.
La senal ya estaba dada: Mandrake conversa con teledibujos la-
ser, Dick Tracey ve todo en su reloj de pulsera mientras en lejanas
tierra los filoosofos anuncian la muerte del arte; Rendon mata al
Fantasma con la lanza de un pigmeo, los mitos tienen logo de zapa-
to tennis hecho en China o Corea, los dioses se ocultan al llamado
de los hombres, los paraísos estan contaminados por la politica, el
diablo es borrado de los imaginarios y toma su puesto la máquina
Google, que todo lo sabe, que todo lo hace por nosotros. Afortuna-
damente, en este purgatorio de llamas y piedras rodantes, pode-
mos agarrarnos a la serpiente que se muerde la cola y reemplazar
el lápiz de mina por el digital sin sentir más que la nostalgia del
papel del lápiz y el papel, porque su textura y su aroma ya vienen
en camino por la linea invisible del Intenet. Propongo para todos
una sobredosis de artes orientales del movimiento y la respiración
y gotas de catleya como lenta y florecida terapia que nos ilumine
la intuición, abra la imaginación, despierte la lúdica y nos incite a
nuevas creaciones.
El cielo ha desatado lluvias por tres días seguidos y arro-
jó rayos y centellas sobre el campus. El viejo pino que servía de
pajarera a mirlas, tórtolas y a mis colibríes ha caído sobre el prado,
abrazando con sus chamizos el círculo donde practicamos el Taichi.
Curiosa señal para mí, que, parodiando a Lao Tse, me encuentro a
punto de atravesar la gran muralla. Confirmándola con el I Ching,
cierro este texto y en silencio anudo mis tres mejores deseos. Por
ahora estoy protegido por Salomé, mi alebrije de papel maché, y un
colibrí azul, pero seguramente, en el año 2036, cuando uno de mis
alumnos digite los hipertextos de las memorias para la celebración
de los 150 años de la Escuela, ya habré escuchado recitar en mi
oído sordo el bardo Todol, y seré sólo el recuerdo de un dibujo, un
grabado, la imagen fotográfica de un performance, o el eco de un
extraño cuento chino. Y quizás me prepare para intentar con más
paciencia e imaginación otro retorno.
Por eso, a los que conservan la capacidad de asombro,
a los que continúan inventando utopías y juegos creativos, y a los
desencantados, se me ocurre mostrarles la imagen de esos devotos
tibetanos que cada día realizan sin precipitud performances circu-
lares de oración alrededor de la montaña del Potala, tallando con
sus pies sobre las piedras del camino el dibujo de un inmenso y
significante mandala. Hago esto para ilustrar el hexagrama Fu del
“Oráculo de los Cambios”, cuya voz originada en concha de tortuga
dice: “El movimiento es circular, cíclico. No hace falta, pues, precipitar-
se artificialmente en ningún sentido. Todo llega por sí mismo, tal como
el tiempo lo requiere”.
Para todos, como talismán de protección, de salud y de ima-
ginación, he traído como regalo un dibujo del rostro de mi alebrije,
cuyo original se encuentra expuesto entre los textos, objetos, di-
bujos y grabados de mi instalación bautizada como “El gabinete
de las tres memorias” recogidas del campus, traídas de China y
Amazonas. También hay allí un oráculo que incita a la pregunta.
Con este doble nudo chino, mis manos terminan de atar
los coloridos cabos sueltos de mis memorias, pero si he olvidado
a alguien le doy disculpas. Hago lo mismo con quienes se sientan
mal amarrados, pero les aseguro que este dibujo de des-nudo no
está atado con el nudo de la mala fe.
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“La postal romántica de Don Cotoplo” Dioscórides Pérez
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