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I. La Preparación de un Letrado
Una mirada al mapa de relieve de España muestra una tierra dividida por varias
cordilleras montañosas en un conjunto de mesetas y valles. Uno de los más planos y
áridos de estos valles, ése el de Castilla en el área de la Mancha, se levanta hacia el
sur dentro de la Sierra Morena, que separa a la Nueva Castilla de Andalucía. A
medida que la sierra baja hacia la provincia de Córdoba, el suelo adquiere un color
rojizo, y las colinas inclinadas, cubiertas con árboles de olivo, y más recientemente
con campos de girasoles, alcanzan casi las murallas de la ciudad de Córdoba, que
fuera una vez el corazón de la España árabe. En la esquina noroeste de la provincia,
a un lado de la carretera hacia Pozoblanco y asentada sobre un promontorio expuesto
a todos los vientos, se encuentra el pequeño pueblo de Pedroche. El nombre
proviene del terreno rocoso sobre el que se asienta, Pedroche se ve muy similar a los
otros pueblos del sur de España. Historias oscuras en pequeñas anotaciones dicen
que en otras épocas el pueblo fue más importante de lo que es ahora.
Pedroche es un pueblo antiguo que fue conquistado por los cristianos españoles
en el año de 1130. En el siglo dieciséis era más extenso, tenía más habitantes que
ahora, y algunos de sus hijos hicieron contribuciones importantes a la iglesia y al
estado. Sin embargo, su mayor logro para la fama es que fue el lugar del nacimiento
de Pedro Moya de Contreras, primer inquisidor de la Nueva España, tercer arzobispo
de México, visitador, capitán general y virrey de la Nueva España, y presidente del
Consejo de Indias.1
Aunque la fecha es incierta, Pedro nació probablemente cerca del año de 1530.
Ambos, su padre, Rodrigo de Moya, y su madre, Catalina de Contreras, pertenecían a
la baja nobleza, al grupo que se hacía llamar caballeros o hijosdalgo. Provenían de la
clase que fue la columna vertebral de la Reconquista, la lucha que España libró contra
el dominio árabe y que duró siglos. Fue una familia, que por ambas líneas, tenía sus
orígenes en la Edad Media y en los primeros años de la Reconquista. Los Moyas eran
de origen gallego y su nombre derivaba de Alvaro Marino, quien había participado en
la conquista del pueblo de Moya en Cuenca en el año 830, y había recibido ese
nombre como premio. La línea familiar de los Moscoso, de la cual el futuro arzobispo
pareció estar muy orgulloso, se ostentaba como descendiente de los Visigodos.2 Él
1
uso frecuentemente el escudo de armas, aunque nunca el nombre. Como arzobispo
de México usó los símbolos del escudo de armas de los Moya, Contreras y Moscoso.3
No se sabe cómo o porqué la familia llegó a establecerse en un pueblo,
comparativamente hablando, poco conocido. Puede ser que como a muchos otros
nobles de baja alcurnia les llegaron los tiempos difíciles, después de la reconquista.
Los hidalgos fueron numerosos, muchos de ellos no tenían tierras, y eran
frecuentemente pobres.4 Moya algunas veces mencionó su parentesco con los
Mohedanos de Pedroche y Córdoba, una familia que incluyó entre sus miembros a un
virrey de Nápoles, Juan de Mohedano, y a un pintor local famoso, Antonio de
Mohedano, pero los únicos parientes conocidos con cierta certidumbre fueron una
hermana y un tío.
Su tío era Don Asisclo Moya de Contreras.5 Un nativo de Pedroche como su
sobrino, se graduó en leyes por la Universidad de Salamanca y tuvo una distinguida
carrera como diputado en las cortes aragonesas (parlamento) y en el obispado de
Vich en Cataluña. En 1561 atendió la sesión final del Concilio de Trento y en 1563 fue
nombrado arzobispo de Valencia, pero murió en 1565 antes de tomar posesión de su
puesto. En una época cuando contaban mucho las relaciones de sangre, parece poco
posible que un tío de tal importancia y puesto no tuviera alguna influencia en la
temprana carrera de su sobrino; todavía no existe evidencia que tal fuera el caso. En
toda su correspondencia conocida, Pedro Moya de Contreras hace solamente una
referencia a su tío. El joven Pedro encontraría un padrino en otra parte.
Quien quiere saber que vaya a Salamanca. Para un joven de la nobleza de baja
alcurnia, solamente existía un imán educacional en toda España: Salamanca. Con ya
tres siglos de antigüedad, la universidad disfrutaba de un crecimiento y prestigio sin
precedentes en el siglo dieciséis, con más de seis mil estudiantes y once cátedras de
teología al momento en que Moya llegó.
Donde sea que el escolasticismo había declinado hacia el formalismo y la lógica
dividía en el resto de Europa, Salamanca resonaba con los nombres de grandes
dominicos tales como Vitoria, Soto, y Cano. El renacimiento teológico dominico se
centró alrededor del convento y del colegio de San Esteban, donde el tomismo
tradicional de la orden fue revitalizado y llevó a discusión los problemas apremiantes
2
de la época: derechos humanos, la ley internacional, la guerra justa, la libertad en los
mares, y el derecho de conquista.6
Si, conforme al aforismo medieval, la teología era la reina de las ciencias,
entonces en Salamanca existía un reino sin regla, ya que el estudio de la ley era el
que gobernaba. El derecho – ya sea canónico, civil o una combinación de ambas –
ofrecía a un joven de la España del siglo dieciséis ingresar en puestos de trabajo muy
bien pagados y prestigiosos en la iglesia y en el estado. El crecimiento del imperio
español y su maquinaria gubernamental crearon una demanda de letrados: hombres
de las clases medias de la sociedad, entrenados y educados en leyes, quienes
ocuparían las posiciones claves en la burocracia aburguesada y formarían una élite
gubernamental. Doctores y licenciados de Salamanca y de otras universidades
mayores podían ser encontrados en toda el Nuevo Mundo, donde ejercían puestos de
oídores, alcaldes, obispos, clérigos, profesores universitarios, y concejales de pueblo.7
En el siguiente siglo, la edad de oro de Salamanca se diluyó, pero en los tiempos de
Moya, fue el bastión del pensamiento regalista y de la Contrareforma, y una puerta de
acceso al letrado mundo del derecho, la administración, y el estatus – una auténtica
plaza de armas de letras.
Fue en Salamanca probablemente, que Pedro Moya de Contreras conoció a la
figura más influyente en su vida, a Juan de Ovando. Aunque Ovando fue uno de los
personajes más importantes de la administración civil y eclesiástica de la España del
siglo dieciséis, se lo conoce muy poco. Por lo general siempre ha recibido mucho
menos atención de los historiadores que su ilustre protegido, y todavía está en espera
de un digno biógrafo. Por un breve periodo, se situó en la cumbre del gobierno
colonial de Felipe II y fue reconocido por sus conocimientos jurídicos, su habilidad
administrativa, e ideas progresistas. Iba y venía rápidamente en comparación con
otros favoritos reales, pero en menos de diez años dejó una huella muy fuerte en la
política colonial de España.
Juan de Ovando nació en Cáceres, Extremadura, en 1514.8 Los Ovando fueron
una de las primeras familias de la provincia y estaban íntimamente relacionados y
casados entre ellos – Juan tuvo dos abuelos que se apellidaban Ovando. El famoso
Nicolás de Ovando, primer gobernador de la Española, fue su tío-abuelo. Su padre
fue un ilegítimo pero fue reconocido por uno de sus familiares y creció entre ellos. El
joven Juan fue alumno del Colegio Mayor de San Bartolomé, en Salamanca, donde
3
recibió el grado de licenciado en derecho – tal vez canónico y civil, ya que él estaba
muy versado con ambas. Fue un clérigo, aunque no se sabe con certidumbre cuánto
avanzó en su orden.
Ovando enseñó en Salamanca hasta 1554, cuando partió hacia Sevilla. En el
transcurso de dos años se había convertido en el provisor de la arquidiócesis y en la
virtual cabeza de la jurisdicción en la ausencia de su arzobispo, Fernando de Valdés,
quien estaba muy relacionado con la corte, con la Inquisición, y en los conflictos con el
cabildo de su catedral. Ovando tenía sus propios problemas con el cabildo. En 1556
cierto Doctor Constantino solicitó una clerecía vacante y obtuvo el apoyo de una
mayoría del cabildo. Ovando se opuso a esta candidatura bajo los términos de que
Constantino era judío, poco ortodoxo en su doctrina, y casado. En la disputa que se
produjo, Ovando excomulgó a todo el cabildo. Se concedió el puesto a Constantino,
pero Ovando fue reivindicado cuando la Inquisición, más tarde, arrestó y encarceló a
Constantino por guardar las enseñanzas luteranas.9. El escándalo le ocasionó
enemigos a Ovando, y cuando hubo un intento para nombrarlo Inquisidor de Sevilla,
su nombramiento fue frustrado bajo las bases de que las oficinas de inquisidor y de
provisor eran incompatibles. Cerca de 1564 Ovando llegó bajo el patronazgo de
Diego de Espinosa, quien en ese año se convirtió en el presidente del consejo
supremo de la Inquisición. Espinosa fue el responsable para que Ovando destacara,
como también lo sería Ovando para con Moya.10
No se sabe con certeza como se conocieron Moya y Ovando. Algunos biógrafos
dan la impresión de que Moya se convirtió en el paje de Ovando cuando éste fue
nombrado presidente del Consejo de Indias – algo imposible, porque Moya ya tenía
rumbo en su propia carrera al momento cuando Ovando fue designado para ese
puesto. Otra fuente indica que Ovando conoció a Moya en una visita a Pedroche.11
Aunque esto sea una posibilidad, es más probable que Moya haya conocido a Ovando
y entrado a su servicio, en el Colegio Mayor de San Bartolomé cuando éste todavía
enseñaba en Salamanca. Parece que ambos tuvieron una relación muy cercana, si
bien su correspondencia tiene más tintes de negocios, ya que en la mayor parte es
imposible detectar cualquier muestra de afecto. Incluso como arzobispo de México,
Moya siempre mostró hacia su patrón gran admiración, mucha cortesía y total respeto.
Cualquiera que haya sido su relación personal, Ovando pensó lo suficiente en el joven
4
para estar muy cercanamente relacionado con su educación, si no es que hasta
pagando por ella, tal como los biógrafos lo indican.
Ovando y Asisclo Moya de Contreras fueron colegiales, o alumnos, de San
Bartolomé. Éste era una de los cuatro colegios o colegios residencia en Salamanca
que fue fundada en 1401 por Diego de Anaya, arzobispo de Sevilla.12 Un colegio
mayor no era un college en el sentido moderno estadounidense, sino una combinación
de dormitorio, fraternidad, y servicio privado de asesoría, todo dentro del marco de la
universidad y algunas veces con privilegios especiales dentro de la misma. Los
colegiales tendían a ser elitistas y se apoyaban mutuamente, incluso después de
graduarse. Estas instituciones producían una larga lista de funcionarios públicos,
abogados, y eclesiásticos, quienes mantenían una red de “viejos muchachos” que
promovían sus carreras.
“El mundo entero está lleno de bartolomicos” era la frase de la época. San
Bartolomé tenía un gran prestigio por ser el más antiguo de los colegios mayores de
Salamanca y uno de los más unidos y cerrados.. Si los graduados de Salamanca eran
regalistas, los bartolomicos eran los más regalistas de todos. Ovando, el príncipe de
los letrados, era parte de esta red y formó su propio núcleo de protegidos, donde no
todos eran compañeros bartolomicos. Apadrino tempranamente a Mateo Vásquez
(1562) – quien más tarde sería secretario del Cardenal Espinosa y del rey Felipe II –
también a Benito Arias Montano, un escritor muy conocido y bibliotecario del Escorial.
El último caso es el más interesante porque Arias Montaño era un converso, un
“cristiano nuevo” de ancestros judíos.13 Ovando, sus protegidos, y los colegiales,
especialmente los de San Bartolomé, representaban una nueva generación de
funcionarios públicos españoles, alejados de la orientación flamenca de los primeros
años de Carlos V, y preocupados primordialmente por España y su imperio, y fieles
para reformar, la eficiencia y la organización.
Aunque no existe evidencia documental de que Moya haya sido un bartolomico,
parece difícil que hubiera sido de otra manera, dados los relatos de su tío y de
Ovando.14 Las listas de la universidad incluían su nombre como estudiante de de
derecho canónico para los años 1551-1554, aunque él pudo haber llegado más antes.
No estudió teología en Salamanca, pero se especializó en leyes. De acuerdo a sus
biógrafos, se graduó con un doctorado en derecho civil y derecho canónico, pero no
existe documentación contemporánea de que haya recibido tales grados. Ya que el
5
doctorado frecuentemente requiere cerca de siete a ocho años de residencia, la
evidencia parece estar en contra de que obtuviera el grado en Salamanca y más a
favor de que lo haya completado en otra universidad – lo más probable Sevilla. Sus
primeras rúbricas, que fechan desde 1569, usan el título de doctor, y es poco creíble
que él haya rubricado sin que su grado no fuera válido. Un uso falso del título podría
haber dado cauce para acusaciones de los muchos enemigos que hizo más tarde en
su vida. Uno de los biógrafos de Moya establece que en un principio pretendió una
carrera literaria.15 Esto no era común para gente de su clase y de su edad; sin
embargo, tuvo marcados gustos e intereses literarios a lo largo de su vida.
Ovando dejó Salamanca por Sevilla en 1554, y significativamente, este fue el
último año en el que el apellido Moya está incluido en las listas de la universidad. Es
muy probable que Moya haya seguido a Ovando y actuado como su secretario
durante los siguientes años, e inclusive al tiempo que completaba su educación. Sus
cartas indican un conocimiento detallado de Sevilla, y especialmente de los trabajos
de la administración de la arquidiócesis, lo cual sólo pudo haber sido el resultado de
un contacto personal extenso.16 En una fecha desconocida, pero probablemente a
mediados o últimos días de 1560, fue designado para el puesto de maestrescuelas de
la catedral de las Islas Canarias. Fue el primer paso para una carrera eclesiástica,
aunque es seguro que no fuera un sacerdote, todavía.17 Un maestreescuelas era un
miembro del cabildo de clérigos de la catedral, pero el tipo del oficio y las costumbres
de aquellos tiempos permitían la posibilidad de que él lo fuera solamente en las
órdenes menores, o tal vez fuera un diácono.
Aunque no se sabe exactamente cuánto tiempo duró en este puesto, es seguro
que durante los años de 1567 a 1569 fue maestreescuelas y provisor de la diócesis,
en un principoio a las órdenes del obispo Bartolomé de Torres, quien llegó desde las
Canarias en 1567 pero murió al cabo de un año (el 1 de febrero de 1568). El obispo
había llevado consigo a Diego López, un jesuita bien conocido, quien se convirtió en
gran amigo de Moya. Bajo la dirección de López, Moya hizo los famosos ejercicios
espirituales de San Ignacio de Loyola. Este fue su primer contacto conocido con los
jesuitas, y su estima para esa orden, junto con su aprecio y respeto por sus miembros,
continuó por el resto de su vida.18
Es una tentación especular sobre la influencia que tuvo en las actitudes del joven
clérigo esta estancia en las Canarias. Las islas fueron la primera experiencia de
6
España con la conquista y la colonización, y los primeros contactos con una población
no cristiana más primitiva. Esta situación fue similar a la después encontrada en las
Indias, y muchas de las disputas que se libraron a través del Atlántico, tales como la
encomienda y el tratamiento a los nativos, fueron primero peleadas en las Canarias.
Recuerdos de estas disputas y de la conquista española de las Canarias estaban
todavía frescas cuando Moya llegó y pudieron haber influenciado en sus actitudes,
tiempo después, hacia los indios de la Nueva España, aunque no existen referencias
explícitas a las islas en su correspondencia epistolar.
Mientras Moya estuvo en las Canarias, Ovando sirvió como miembro del consejo
supremo de la Inquisición. En 1556, por medio de la influencia del Cardenal Espinosa,
fue requerido para hacer una visita, es decir una investigación general, de la
Universidad de Alcalá. Algunos de sus amigos intentaron persuadirlo para que
permanezca en Sevilla, pero él reconoció en la oferta un punto de inflexión en su
carrera. Realizó la investigación exitosamente y casi inmediatamente fue requerido
para hacer otra investigación similar en el Consejo de Indias, la segunda, en la historia
de esa institución.19 Una serie de reportes, quejas y denuncias que llegaron a España
especialmente desde el Perú, habían dado cuenta del pésimo estado de las cosas en
la Indias y reflejaban pésimamente el conocimiento y la competencia del consejo tal
que Felipe II había decidido establecer una investigación detallada. Es muy probable
que fuera gentilmente propuesto para esto por el Cardenal Espinosa. La investigación
comenzó en los últimos meses de 1567 y estaba preocupada más con encontrar
soluciones a los problemas y remediar las deficiencias que en castigar a los
delincuentes – la mayoría de ellos, parece ser que murieron o se retiraron antes de
que el reporte final fuera enviado al rey en 1571. Aunque era poco frecuente para un
visitador participar en la implementación de las reformas que él recomendaba, Ovando
aparentemente lo hizo con el consentimiento de Felipe II. Se dedicó a una reforma
genuina de la iglesia y del estado, y como visitador fue responsable por la famosa
junta general de 1568, que ayudó a esquematizar un plan integral de reforma de las
Indias. En agosto de 1571, Felipe II lo nombró presidente del Consejo de Indias, un
cargo que había estado vacante por un año. También fue presidente del Consejo de
Finanzas, el único hombre en ese siglo que ocupó ambos puestos simultáneamente.
Inclusive como visitador, Ovando había intentado comenzar con la codificación de
las leyes y las ordenanzas de las Indias, y su intento continuó a lo largo de su periodo
7
como presidente del consejo. Su trabajo de reformar y centralizar incluyó el
establecimiento de la Inquisición en la Nueva España y la emisión de la famosa
Ordenanza del Patronazgo de 1574 (se discutirá en el siguiente capítulo) que codificó
el derecho real del patronazgo y le dio la fuerza de la que carecía con anterioridad.
Ovando murió súbitamente el 8 de septiembre de 1575, poco después de que el rey lo
había nombrado como arzobispo de Santiago y presidente del Consejo de Castilla.
Mucho de su trabajo sobre el Consejo de las Indias que abarcó la recopilación, o
codificación, de las leyes de las Indias quedó inconcluso.21
El fervor de Ovando por imponer la ley y el orden en la caótica y difícil situación del
Nuevo Mundo, particularmente el Perú, no pudo haberse realizado sin la gente la
gente de confianza en la escena. Por esta razón los nombramientos de los altos
puestos oficiales en las colonias desde 1567 hacia adelante reflejaron su influencia.
En esto fue apoyado por Espinosa, quien usó su gran influencia con Felipe II para
asegurar la aprobación necesaria. Debido a esta influencia dual, Francisco de Toledo
fue nombrado virrey del Perú y Martín Enríquez de Almansa virrey de la Nueva
España.22 No existe la menor duda de que Moya tuvo su rápido ascenso gracias a
Ovando. Él se describía frecuentemente como la hechura de Ovando (cliente o
protegido) y en muchas ocasiones importantes repitió su cita del 24 de enero de 1575
a “esta dignidad en la que Su Muy Ilustre Excelencia me ha colocado”. Aunque no
existe una prueba documental, es obvio que el ascenso rápido de Moya de maestro
escolar provincial a ser arzobispo de México en el transcurso de cinco años fue parte
de un plan deliberado por parte de Ovando. La selección de Moya como primer
inquisidor de la Nueva España en 1570 fue sin duda para enviar un mensaje de que
todos los puestos importantes eran para gente de confianza de Ovando. No es que
Ovando haya sido ignorante del hecho que Alonso de Montúfar, entonces arzobispo
de México, estaba ya viejo y enfermo y que un sucesor muy pronto sería necesario.
A los ojos de Ovando, Moya probablemente ya vestía la mitra cuando embarcó hacia
el Nuevo Mundo. Moya estaba para ser una extensión de Ovando en la reformación,
organización, la supervisión y documentación.24 El presidente del Consejo de lndias
difícilmente pudo haber hecho una mejor selección.
De tal manera ocurrió que en 1569, cuando Ovando todavía era miembro del
consejo supremo de la Inquisición y llevaba a cabo su visita del Consejo de Indias,
Moya fue nombrado uno de los inquisidores de Murcia. Su carrera en ese puesto ha
8
sido un tanto exagerada por sus biógrafos y por otros historiadores. No fue el único
inquisidor de Murcia, pero uno de tres, y su nombre siempre aparece al final de la lista.
Además, solamente estuvo cerca de seis meses en servicio activo en ese puesto.
Tomó posesión formal de su oficina el 30 de octubre de 1569, pero volvió casi
inmediatamente a Córdoba para empacar sus pertenencias. Su nombre no aparece
en ningún documento hasta el 9 de enero de 1570, y tampoco aparece hasta después
del 1 de julio del mismo año. La experiencia, sin embargo, debió haber sido valiosa,
porque la Inquisición de Murcia estaba plagada por la ineficiencia, la corrupción entre
sus familiares, y tenía una impopularidad general entre la población local.25 El 18 de
agosto de 1570, Moya fue nombrado inquisidor de la recién establecida Inquisición de
la Nueva España. La fase preparatoria de su vida ya estaba remontada. Ahora
asumía la primera de las oficinas en las cuales se volvería famoso.
La vida de Moya antes de 1571 puede ser estudiada en unas cuantas líneas.
Como se anotó, existen pocas fechas fehacientes para este periodo. Sobre la
suposición de que haya estado en sus tempraneros treintas durante su estancia en
Salamanca y de que tenía la misma edad que sus compañeros obispos de la Nueva
España, su fecha de nacimiento rondaría cerca del año de 1530. La mayor parte de
sus primeros años de vida, por lo menos antes de su salida de Salamanca, debió
haber sido ya sea al servicio de Ovando o en las Islas Canarias; y la mayoría de estos
años no están contabilizados.
Moya fue descrito por su primer biógrafo, Gutiérrez de Luna, como:
De cuerpo bien proporcionado, de una estatura más bien dentro del promedio, bien
formado y agraciado en todos sus miembros, sin ningún defecto natural. Su rostro
era tranquilo y guapo, su complexión rosada, su cabello de color claro mezclado
con gris, acompañado por una gravedad natural y compostura, de temperamento
amable y muy humilde en sus maneras, de tal forma que solamente por la autoridad
que marcaba su semblante, aquellos que le veían y le hablaban se ponían serenos y
estaban obligados a mostrarle un respeto decente. Era muy derecho y bien criado.
Hablaba a todos con gran civilidad y con mucha cortesía, con su bonete (gorro
eclesiástico) en su mano. Era muy limpio y ordenado en su ropa y en los muebles de
9
su casa, no muy atento a la comida y más bien atemperado, porque sus gastos
ordinarios de la mesa no incluían alguna comida refinada.26
Existen dos retratos básicos de Moya, ambos fechados después de su
nombramiento como arzobispo (ver ilustraciones en la pág. 162) Uno lo muestra
como virrey, esta fechado en 1583, y se encuentra en el Museo del Castillo de
Chapultepec en la Ciudad de México. También lo muestra más o menos limpio y sin
barba. El otro se encuentra en el pasillo del capitel de la catedral metropolitana de la
Ciudad de México, donde se lo muestra con una pequeña barba conforme a la moda
de de los últimos años del siglo dieciséis. Moya era asmático, un hecho que podría
reflejarse en el aspecto más bien delgado, dibujado en estos retratos, pero existen
solamente pocos indicios de que esta enfermedad haya seriamente dificultado su
trabajo.27 Siempre consideró al Nuevo Mundo como dañino para su salud. A pesar de
lo que indica Gutiérrez de Luna sobre que él “no tenía defectos de ninguna
naturaleza,” estos retratos también muestran, en diferentes grados, que sufría de un
moderado a severo estrabismo en el ojo izquierdo.
Un tercer retrato está en el Museo de Oakland, Oakland, California. Su origen es
incierto pero muy bien podría ser una copia dibujada de segunda o tercer mano o de
alguna descripción oral o escrita. Solamente en la barba y la vestimenta se parecen a
lo otros retratos; las características faciales son completamente diferentes.
A pesar de la oscuridad de sus primeros años, algunos hechos sobresalen en la
preparación de Moya para su futura carrera. Proveniente de una familia de hidalgos,
herederos de una clase guerrera que había aguantado el sufrimiento de la
reconquista, y que en el desenlace muchas veces se encontraron ellos mismos sin
recursos. Los hidalgos contribuyeron en un número extenso a la creciente burocracia
y elite del gobierno. Los antecedentes de Moya, su educación y su formación, lo
prepararon para un papel entre esa elite, entre los letrados quienes estaban ganando
un monopolio en los puestos de la maquinaria de la iglesia y del estado. Como cliente
de Ovando, se lo asoció con la nueva generación de funcionarios civiles del imperio:
regalista, dedicado a reformar – ya sea eclesiásticamente o civilmente – y a la
centralización de la autoridad. De no haber elegido (o ser elegido para) el camino de
la iglesia. Moya podría muy bien haber vivido el resto de sus días como juez,
consejero legal, o inclusive como miembro de algún consejo real importante. Como
10
fue, al igual que otros letrados, se encontró consigo mismo en el Nuevo Mundo,
confrontando los retos y experimentado las oportunidades que no se encontraban en
el Viejo. Su esfera principal de actividades sería la ciudad y la arquidiócesis de
México, un lugar donde habría de tener una influencia perdurable y profunda.
11
II. Una ciudad fundada sobre el agua
En 1585, catorce años después de que Moya de Contreras puso pie en la ciudad
de México, dos monjes franciscanos la describieron como la ciudad más poblada,
noble de toda la Nueva España, y por tal razón, más grande que cualquier otra del
Perú. Con algunas reservas esta descripción también era verdadera en 1571.
La capital Mexica (o Azteca) de Tenochtitlán fue casi totalmente destruida
en el transcurso del sitio español (1520- 1521). Una ciudad renacentista española
se levantó de sus ruinas, con el nuevo nombre de México-Tenochtitlán. Más tarde
se llamaría simplemente México. De igual manera que su predecesora, la nueva
ciudad estaba localizada sobre una isla pantanosa en medio de un lago – o, para
ser más exactos, en un conjunto de lagos – en la meseta central. Estaba
conectada con tierra firme por una serie de calzadas. “Por esta razón,” los dos
franciscanos informaron, “se dice que México está fundada sobre el agua, y por
esta razón es… y si los edificios son altos y pesados, estos se hunden
constantemente, poco a poco,” una observación que es verdadera hasta el día de
hoy tal como lo fue cuatro siglos atrás. El drenaje del valle (el famoso desagüe)
comenzó en 1608 y no se completó hasta el siglo diecinueve, con el terrible costo
en vidas y trabajo de los indios.
En 1571 la entrada principal a la ciudad era una calzada que venía desde
Guadalupe (Tepeyac) en el norte. Este era el punto acostumbrado de entrada,
inclusive para las carrozas y los viajeros que llegaban de Veracruz, quienes se
desviaban al norte, y luego se aproximaban por el camino de Guadalupe y
Tlatelolco. En los tiempos de Moya se acostumbraba encontrar a todos los
visitantes importantes de la ciudad en Guadalupe. Adicionalmente, otras dos
calzadas iban desde Xochimilco en el sur y Tacuba en el oeste. La ciudad estaba
también conectada con tierra firme por dos acueductos, uno que partía desde
Chapultepec, y el otro desde Santa Fe, distante a dos leguas de la ciudad. Como
en los tiempos de los Aztecas, el área general era un jardín, y el valle circundante
el legendario Valle de Anáhuac, que fue descrito consistentemente como fértil y
placentero, por lo menos hasta antes de que fuera deforestado por los españoles.
12
La ciudad colonial de México era agradable, especialmente para los españoles,
quienes consideraban que la vida citadina significaba el ápice de la civilización.
Las casas estaban bien construidas y las calles eran atractivas, limpias, y anchas
– lo suficientemente anchas como para que tres carros o nueve jinetes desfilarán –
aunque algunos contemporáneos las consideraban más bien muy uniformes, nada
igual a las calles estrechas y serpentinas tan comunes de España. El corazón de
la ciudad era una plaza central muy amplia, la Plaza Mayor, ahora llamada el
Zócalo, la cual colindaba con dos plazas más pequeñas. De cara se encontraba la
catedral original de México, detrás de la cual se comenzaba a construir la actual
catedral. Sobre el lado este de la plaza se establecieron las casas reales, que
incluían el palacio del virrey y las oficinas de la audiencia y de los oficiales de la
tesorería, el corazón en pleno del gobierno colonial. Una buena parte de la ciudad
todavía estaba comunicada por canales en vez de calles a pesar de los esfuerzos
españoles por rellenar los muchos canales originales. El canal principal pasaba
por la plaza principal donde la antigua catedral y las casas reales estaban
localizadas.5
En realidad la ciudad de México era dos ciudades, una española, la otra
indígena, con espacios mezclados entre ellas. El límite del distrito español se
llamaba la traza, un término que era más o menos equivalente a “pálido”.
Alrededor de la traza estaban los cuatro distritos indígenas en forma de L (barrios)
que provenían de las divisiones tribales antes de la conquista: San Juan
(Moyotlán) hacia el suroeste, Santa María (Talquechiuhcán) hacia el noroeste,
San Sebastián (Atzacualco) al noreste, y San Pablo (Teopán) hacia el sureste. La
razón original de esta división fue la defensiva: en los años previos a la conquista,
los españoles eran todavía una minoría rodeada por una mayoría indígena
potencialmente rebelde. El miedo a los levantamientos de los nativos en la ciudad
continuó hasta finales del siglo. Con el pasar del tiempo, la división se justificó
sobre las bases humanitarias y religiosas – por ejemplo: para hacer más fácil la
evangelización de los indios, o para separarlos de la influencia corrupta de los
españoles. Cuando México se pobló con más habitantes de sangre mezclada
(castas), se consideró necesario mantener a los indios separados de ellos
13
mismos, en parte debido al miedo de que la anarquía de las castas pudiera
resultar contagiosa. El resultado fue que las fronteras cambiaron muchas veces
durante el siglo, incluso por órdenes de Moya mismo, el 21 de agosto de 1585.
Con el tiempo los límites originales y bien definidos se volvieron tenues y las
fronteras entre los varios distritos más difíciles de determinarse. 6 Los distritos
indios tenías sus propios gobernadores y consejos y hasta cierto grado existía un
autogobierno.
Conforme fueran los prejuicios de algún observador, los habitantes de la
ciudad de México podían bien ser ya elogiados como corteses, de buena
conversación, y cultos, o condenados como extravagantes, borrachos, e
inmorales. Muchos de ellos pertenecían a la nobleza inferior y eran gente de
respeto, mientras que un número aún mayor pretendía serlo. Aunque con el paso
del tiempo y el asentamiento en las tierras, la rudeza inicial de los colonizadores
se suavizaba constantemente por la sociedad en desarrollo. Tal vez sea por esto
que a la gente le gustaba exhibirse y alardear la riqueza que tenían con todo el
entusiasmo y la vulgaridad de los nuevos ricos. A pesar de las estrictas leyes de
la corona, las apuestas para juegos de azar con apuestas altas e imprudentes
eran rampantes. Los ricos eran muchos, pero, como los dos franciscanos
anotaron tristemente, los pobres se volvían día a día más numerosos. Los niños
de la ciudad eran un regocijo especial para los visitantes, y el dicho de la época
era que México tenía cuatros cosas que eran valiosas de alabar: sus calles, sus
casas, los caballos y las criaturas.
En la cima de la sociedad local se encontraban los españoles peninsulares,
quienes monopolizaban los puestos más altos de la iglesia y del estado y eran
llamados popularmente por su apodo oprobioso de gachupines. Debajo de ellos
estaban los criollos, personas nacidas en el Nuevo Mundo y de sangre europea,
quienes eran cada vez más hostiles a los peninsulares y resentidos de lo que ellos
consideraban tener una ciudadanía de segunda clase. Ya con presencia en el
siglo dieciséis estaban los indicios de la identidad y la conciencia del criollo, el
14
despertar de aquellos en quienes el sentimiento de alineación iba a jugar una
parte importante en el movimiento por la independencia.8
Debajo de los criollos en la escala social estaban los indios, los negros, y
los diversos grupos de sangre mezclada, de los cuales los más importantes eran
los mestizos – personas de descendencia mixta española e indígena. Ellos se
sentían marginados y rechazados de las sociedades española e indígena, y se
volvían un serio problema social. Estaban los esclavos africanos, que fueron
importados para trabajar en las minas ya que los indios eran frágiles para ese
trabajo, y también había aquellos que eran la mezcla de blancos y negros, los
llamados mulatos. Estos grupos raciales constituyeron la mayoría de los
habitantes de los tugurios y vagabundos de la Nueva España, y que conformaban
una mezcla social volátil.9
Los españoles de ese siglo no podían vivir sin alguna forma de organización
municipal o vida citadina. Para ellos tal organización era la única forma de que
una persona pudiese vivir de una manera civilizada (políticamente, que es más
cercano a su raíz griega polis, o ciudad, que al inglés moderno politica**l). Se
regocijaban de que su ciudad, no importara cuan pequeña o colonial fuera, tenía
toda la estructura, las autoridades, y las oficinas que cualquier ciudad de España
pudiera jactarse. El panorama se intensificó en el Nuevo Mundo, debido al deseo
de compensar cualquier sentimiento de inferioridad con la península, y debido a la
nostalgia por el estilo de vida que se tenía en el viejo terruño. Los nuevos
españoles querían ser más españoles que en España.
Ellos podían estar especialmente orgullosos de la ciudad de México. Era
primero la sede del virrey, del señor y gobernante de toda la Nueva España. Era
literalmente el alter ego del rey, porque Felipe II no solamente vivía en España
pero también de manera vicarial en la ciudad de México por medio del virrey, cuya
residencia se llamaba real e igualmente, en muchas ocasiones formales, “La
residencia real de su Majestad.” Sin embargo, el poder que iba con el título no era
regalista y tampoco absoluto. La corona española, que no confiaba en ninguno de
sus funcionarios civiles en el Nuevo Mundo, era cuidadosa de balancear la
15
autoridad de uno contra otro y dejaba deliberadamente traslapes y líneas vagas de
jurisdicción para prevenir el acumulamiento del poder.
La persona del rey también estaba representada como entidad corporal, en
la audiencia, que de acuerdo a los rangos se encontraba justo debajo del virrey y
en algunas circunstancias era su igual. Aunque modelada sobre los antecedentes
peninsulares, la audiencia en el Nuevo Mundo era realmente una institución
distinta de la de España. Cada distrito de audiencia era considerada como un
reino del imperio español. Consistía de cuatro a seis jueces, llamados oidores,
que combinaban dos funciones: la de corte suprema y la de consejo administrativo
del virrey, y por medio de él, la del rey. Como consejo, la audiencia estaba sujeta
al virrey, quien actuaba como su presidente. Como corte de leyes era
independiente de él y respondía solamente al Consejo de Indias y al rey. La
audiencia de México, como la de Lima, distinguían las jurisdicciones civiles y las
criminales en tribunales separados (salas). Los oidores actuaban como jueces
solamente en los casos civiles. Los casos criminales eran juzgados por los
alcaldes del crimen, quienes también eran independientes del virrey: Él no presidía
sus reuniones o veía su correspondencia con el rey. La audiencia era una corte
apelativa y tenia su jurisdicción original solamente para casos específicos.10
Ya sea como consejo o como un buró del gobierno, se suponía que la
audiencia tenía que trabajar con el virrey en los asuntos que afectaban al tesoro,
la guerra, y las operaciones rutinarias gubernamentales. Regía en el distrito
durante la ausencia del virrey. Las funciones ejecutivas y judiciales no estaban
separadas, y la audiencia vino a ejercer algo parecido a un poder legislativo.
Como muchas instituciones importadas de España, la audiencia era más fuerte en
el Nuevo Mundo que en el Viejo.
Debajo de la audiencia estaban los funcionarios menores, de los cuales los
más importantes eran los oficiales reales, quienes manejaban las ganancias y las
finanzas de la corona y que vivían en las casas reales, como símbolo de su
estatus y como medio de vigilancia.
16
Estos funcionarios civiles no eran burócratas grises y sin rostro, sino que
eran los directos descendientes espirituales de los conquistadores. Muchos eran
turbulentos, agresivos y ambiciosos. Al igual que muchos españoles, habían
llegado al Nuevo Mundo para hacer fortuna y establecer un lugar para ellos
mismos en una sociedad emergente. Eran fuertes, asertivos, y frecuentemente
tenían personalidades combativas, con una inclinación a doblegar o violar las
leyes convenidas en un gobierno que se encontraba a miles de millas lejos, y
determinados para aprovechar todas las oportunidades que ofrecía la vida en el
nuevo territorio.
Teóricamente, todos los oficiales locales desde el virrey hacia abajo
estaban sujetos a la reglamentación que limitaba de manera importante su libertad
de acción. El gobierno de Felipe II está popularmente considerado como
altamente centralizado y absoluto. Un rey español, sin embargo, era visto más
como un dispensador de justicia que como alguien que otorgaba leyes, y en la
práctica del gobierno había un cuidadoso balance entre los distintos, y muchas
veces opuestos, grupos de interés especiales. El resultado era una vacilación
sorprendente en el proceso de toma de decisiones y en un deseo
sorprendentemente igual para el cambio en la política o la alteración de los
decretos bajo la presión de los intereses coloniales.12
La centralización del gobierno y el ejercicio de la autoridad absoluta fueron
templados en una forma especial debido al problema de la comunicación que era
lenta por la vasta distancia que separaba a España del Nuevo Mundo.
Adicionalmente, la corona española – reaccionando a la actividad de la piratería –
había adoptado el sistema de flota, mediante el cual todos los envíos y la
correspondencia eran transportados por solamente dos flotas por año. La
correspondencia era llevada por un transporte especial, el navío de aviso, y las
distancias involucradas, junto con la infrecuencia de las flotas, significó que las
transacciones entre las colonias y la metrópoli tardaran hasta años en realizarse.
Esta lentitud agonizante permitió a los oficiales locales tener mayor dominio de lo
que la letra de la ley les permitía.
17
Si había otra profesión, además que la de clérigo, para ejercer en el siglo
dieciséis en México, era la del derecho. La colonia parecía ser un enjambre de
abogados, jueces, notarios, y todo el aparato del sistema legal. Los españoles de
ese siglo eran gente litigante que recurría a la corte con una frecuencia
asombrosa. Sin embargo, la profesión de la ley no era popular, tampoco bien
estimada; por el contrario, como ocurría en otras sociedades, a los abogados se
los veía como parásitos, o, en el mejor de los casos, como un mal necesario. La
justicia no era ecuánime, tampoco barata: Los coloniales cautos sabían que el
dinero costearía tanto los honorarios como los sobornos, estos últimos no
solamente aceleraban el proceso legal sino que también ayudaban para asegurar
los veredictos favorables.
Solamente una figura en la ciudad se igualaba a la del virrey en poder y
prestigio, ese era la del arzobispo. Como primer hombre de la iglesia en el Nuevo
Mundo, presidía sobre la estructura eclesiástica que permeaba casi todo los
aspectos de la vida colonial. Asociado a él y teóricamente bajo su liderazgo
estaban los nueve o diez obispos sufragáneos, que gobernaban las diócesis que
se extendían desde Guadalajara hasta Guatemala.
La iglesia había llegado de forma definitiva al Nuevo Mundo con “Los doce,”
los primeros franciscanos quienes en 1524 comenzaron la evangelización
sistemática de las tierras recientemente conquistadas. A partir de entonces, y por
casi dos décadas la iglesia de la Nueva España estaba en las manos de las
órdenes religiosas – franciscanas, dominicas, y agustinas – con los resultados que
serán detallados en el capítulo V. No fue hasta 1530 que México hizo una
diócesis. Su primer obispo, Fray Juan de Zumárraga (1476 – 1548), un
franciscano vasco, fue consagrado en España en 1533. México fue elevado al
rango de sede metropolitana en 1546. Sus fronteras, cruzaban y traslapaban
jurisdicciones civiles, se extendían desde la costa del golfo hasta el Pacífico. Por
1571 se habían añadido las diócesis de Yucatán, Chiapas, Nueva Galicia, (que
incluían lo que es ahora Jalisco y Zacatecas), Antequera (ahora Oaxaca), Tlaxcala
(que realmente precedió a México), Michoacán, Guatemala, Vera Paz en
18
Guatemala, y, aparentemente, Comayagua en Honduras, a las que se unió Manila
en 1579.13
La influencia de la iglesia era penetrante. Desde el bautismo hasta el funeral,
desde el nacimiento hasta la muerte, las vidas de los colonizadores españoles, los
indios conversos, los esclavos negros, y las diversas castas estaban afectados –
aunque sea remotamente – por sus ceremonias, y ministerios. Las celebraciones
y los rituales elaborados no solamente elevaban la mente y los corazones al culto
divino pero también aliviaban la monotonía de la vida colonial. Varios festejos de
obligación, junto con las fiestas patronales de las escuelas, las órdenes religiosas,
las iglesias, y las confraternidades, daban un respiro de bienvenida a aquellos que
tenían que trabajar para su subsistencia. Algunas veces el efecto de la religión
era superficial, sus ceremonias se convertían en observancias externas que
buscaban un consuelo ocasional o un favor en las devociones externas del culto
popular o en las prácticas casi supersticiosas.14 En otros tiempos la religión
colonial era más profunda y más comprometida, expresándose asimismo en un
misticismo ibérico o en empresas educativas o caritativas.
El promedio de los habitantes de la Nueva España no parecían estar bien
instruidos en su religión. El cristianismo de los indios estaba fuertemente
mezclado con el sincretismo y la superstición, y los archivos de la Inquisición
muestran que muchos españoles rayaban en el analfabetismo religioso, con el
conocimiento de su fe confinado a la recitación mecánica de unas cuantas
plegarias. El jesuita Juan de la Plaza dijo a los obispos del Tercer Concilio
Mexicano que las creencias religiosas de la gente de la Nueva España eran muy a
menudo nada más que opiniones heredadas, y nada igual a la religión del
musulmán promedio, una posición apoyada por el tenor general de la legislación
conciliar. Adicionalmente, el extenso número de gente vagabunda y sin raíces –
mulatos, mestizos y españoles, todos lo cuales eran invariablemente descritos en
términos despectivos por sus contemporáneos – no estaban fuertemente
afectados por la influencia religiosa.
19
El poder de la iglesia no era extenso, aunque su influencia si. Paradójicamente, el
gobierno español, que era responsable por mucho de la influencia de la iglesia,
era también igualmente responsable en la restricción de su libertad. Las
relaciones ente la iglesia y el estado estaban gobernadas por una compleja serie
de leyes y privilegios llamados colectivamente como el patronato real, y descritos
por un escritor español como “la perla más preciosa en la diadema real.”
Originado en la Edad Media como una forma de apoyar a las iglesias mediante
una dotación, el patronato había llegado a incorporar el concepto de la iglesia
estado, con el estado teniendo el papel principal. Los derechos y privilegios
habían sido adquiridos por más de un siglo mediante la diplomacia, las amenazas,
la extorsión, y una devoción sincera para reformar. Como pasó con muchas
instituciones transplantadas de la madre patria a las colonias, los derechos del
patronato fueron más fuertes y más profundamente protegidos en el Nuevo Mundo
que en el Viejo.
El papado no fue exitoso, al final, en resistir estas usurpaciones en la
libertad eclesiástica. El papa San Pío V (1556-1572) buscó prevenir la extensión
de patronato. Gregorio XIII (1572-1585) ofreció mayor resistencia. En parte por
esta oposición y en parte por la urgencia de Ovando para reformar y regularizar
todos los aspectos de la vida en la Indias, Felipe II emitió su famosa Ordenanza
del Patronazgo el 1 de junio de 1574. Un documento importante y perentorio, que
codificó los derechos del patronazgo real como existieron hasta entonces y los
extendió.16
Estos derechos cortaron profundamente en la jurisdicción de los obispos
sobre sus propias diócesis. Ninguna iglesia o monasterio pudo ser fundado o
dotado sin un permiso real. El rey tenía el derecho para fundar todas las oficinas
eclesiásticas y marcar las líneas divisorias de las diócesis. Arzobispos y obispos
eran designados por el rey, quien presentaba sus nombres al Papa. Aunque el
Papa en realidad otorgaba la oficina, la nominación real era equivalente a la
designación directa. De igual manera, los oficiales eclesiásticos de menor rango
tales como los canónigos y los capellanes eran designados por el rey, aunque la
20
colación canónica era dada por el obispo. El poder de los obispos para nombrar a
los oficiales eclesiásticos de menor rango era pequeño y temporal. Disposiciones
provisionales afectaban a las órdenes religiosas (estas serán detalladas en el
capitulo V).
En práctica, el patronato significó el dominio sobre la iglesia, un dominio
que se incrementó con el correr del tiempo. La libertad de los obispos para actuar
sobre su clerecía, y de aquí sobre la corrección de los abusos, fue frustrado
constantemente por el entrometimiento gubernamental y por la necesidad de
referirse hasta en los asuntos más triviales al Consejo de Indias. Cuando los
derechos del patronato eran bien usados, el resultado era, ciertamente, una iglesia
apostólica y próspera con obispos de alta calidad. Cuando estos eran mal usados,
el resultado era asfixiante.
Aquellos que aceptaban el patronato y lo defendían teóricamente, eran
llamados regalistas. Ellos creían que los derechos del patronato eran inherentes
en soberanía y les pertenecía por definición. Moya mismo era un regalista; sus
antecedentes, educación y temperamento lo hicieron así. Su posición no siempre
era popular con sus sufragantes y en momentos lo pondrían en dificultades al
respecto.
La iglesia estaba completamente apoyada por el estado por medio de un
sistema de diezmos, colectados por la corona y reembolsados de acuerdo a una
fórmula compleja.17 Este sistema, del cual supuestamente los indios estaban
exentos, incrementó la dependencia de la iglesia con el estado. La privación de
los ingresos era la forma favorita para obligar a los hombres de la iglesia a seguir
las órdenes civiles. Sin embargo, la iglesia era una entidad que crecía
económicamente en su propio derecho a través de la acumulación de tierras y
edificaciones. Este proceso, ampliado por las donaciones y los legados, estaba
todavía en su etapa temprana en 1571, pero ya habia encontrado una oposición
de los círculos laicos, junto con demandas para que se las limite. La retribución
total de este enriquecimiento sería exigido después de la independencia.
21
En la mayoría de los ámbitos de la vida, la distinción entre la iglesia y el
estado, lo legal y lo moral, lo religioso y lo civil, era muchas veces confuso. El
derecho canónico de la iglesia también era la ley pública. No es sorprendente
entonces que durante el Tercer Concilio Provincial Mexicano el consejo de la
ciudad de México hiciera recomendaciones sobre la vida de los sacerdotes (y citó
al Concilio de Trento como fundamento para de sus sugerencias) o que los
obispos aprobasen una legislación sobre la venta de esclavos y de la plata. Los
oficiales civiles estaban teóricamente obligados a apoyar las censuras y otros
castigos eclesiásticos impuestos por los obispos, aunque en la práctica, las
obstaculizaban con frecuencia. Mediante la ley universal de la iglesia, los clérigos
eran independientes de la jurisdicción civil y estaban sujetos solamente a las
cortes eclesiásticas. Inclusive, el palacio del arzobispado de la ciudad de México
tenía su propio calabozo para clérigos.
Existían constantes intrusiones dentro de esta exención, por parte de las
autoridades civiles; especialmente por parte de los virreyes y las audiencias, que
clamaban representar el patronato real en las Indias. Esto fue una fuente
recurrente de conflictos durante el siglo dieciséis, tal como lo sería después en el
diecinueve. Estos conflictos eran inevitables; virreyes y arzobispos fueron rivales
naturales. Cada quien clamaba la lealtad del ciudadano común, por lo que la
coexistencia de los dos sistemas con jurisdicciones traslapadas y opuestas
(situación favorecida por la corona española como una forma de verificación) no
podía ser pacífica. El resultado fue una actitud creciente que dentro de un
contexto posterior sería llamado anticlericalismo. En el periodo nacional, el
anticlericalismo buscó mantener a la iglesia y a la clerecía fuera de la vida pública
y restringir su papel al culto y al ministerio. En el siglo dieciséis el lugar de la
iglesia en la vida pública estaba consagrado en el derecho, lo cual fue aceptado
generalmente, pero muchos creían que su papel debía limitarse de una manera
decisiva en la práctica. Ambas actitudes tenían el mismo objetivo. la restricción
de la iglesia como una fuerza en la sociedad. Visto de esta manera el patronato
por si mismo era fundamentalmente anticlerical. En los tiempos de Moya este
proceso estaba todavía inmaduro pero ganaba terreno. La iglesia había perdido
22
mucho de su independencia y estaba en el camino de perder más todavía. La
queja de Moya, de que las jurisdicciones de los obispos se hicieron con tal
desprecio que los hermanos laicos en las órdenes religiosas eran tratados como
más respeto, era tal vez exagerada, pero de todas manera estaba firmemente
basada en la realidad.
La iglesia fue todavía más debilitada por el disentimiento en su propio
interior. Los obispos no solamente luchaban contra las autoridades civiles pero
también peleaban entre ellos. La enemistad entre las órdenes religiosas y la
clerecía diocesana, incluyendo los obispos (algunos de ellos fueron sacerdotes
anteriormente), era tan venenosa que llegaba hasta la violencia. Los sacerdotes
diocesanos muchas veces estaban en desacuerdo con sus obispos. Los obispos
resentían a la Inquisición y a sus oficiales. El estereotipo de una iglesia española
monolítica debió ceder el paso a un espectáculo muchas veces impropio o poco
edificante de pequeñas disputas, querellas jurisdiccionales, honor manchado, y
petulancia infantil.
La ciudad de México tenía cuatro distritos parroquiales: la catedral ( o
parroquia mayor), Santa Catalina, Vera Cruz, y San Pablo. Adicionalmente, las
diversas órdenes religiosas tenían sus iglesias junto a sus escuelas y conventos,
pero éstas no eran iglesias parroquiales en el sentido técnico del término. La ley
canónica daba el permiso para construir una casa religiosa y automáticamente
llevaba consigo el permiso para construir una iglesia o una capilla donde los fieles
pudiesen cumplir con sus obligaciones dominicales (excepto el de domingo de
pascua). La mayoría de las parroquias también incluían capillas de descanso
(ermitas), las cuales estaban localizadas dentro de los límites de las parroquias y
algunas veces ofrecían ministerios regulares, y otras veces no. Además de los
sacerdotes parroquiales comunes anexados a estas iglesias, también existían
diversas capellanías financiadas o fundadas para la recitación de un número
determinado de misas por un sacerdote cuyo salario era pagado por dicha
fundación.
23
La iglesia era una fuente de identidad de los españoles y la fuerza principal
educacional en la colonia. Cuando Moya llegó, la institución educativa más
importante era la Universidad Real y Pontificia, el orgullo de la ciudad, que
mantenía el monopolio de los grados universitarios. Los franciscanos tenían un
colegio en Tlatelolco, llamado Santa Cruz, el cual originalmente había sido
instalado como una escuela educativa para la élite indígena. Su cierre fue una de
las tragedias de la historia de México. Durante el episcopado de Moya, y contra
su fuerte oposición, los agustinos, bajo Alonso de la Vera Cruz, abrieron el famoso
colegio de San Pablo, localizado en la parroquia del mismo nombre.
También existían una buena cantidad de escuelas preparatorias. Para
resolver el problema creciente de los niños huérfanos (casi siempre mestizos
ilegítimos quienes no eran reconocidos por sus padres). El arzobispo Zumárraga
y Antonio de Mendoza, el primer virrey de la Nueva España, habían fundado una
escuela en San Juan Letrán. Su principal patrón era el rey, pero su administración
rotaba anualmente entre los oidores de la audiencia. Alrededor de 1570, Moya
recomendó seriamente de que la escuela debería ser confiada a los jesuitas,
debido a que ésta pasaba por tiempos difíciles, pero los oidores rechazaron la
oferta y no la aceptaron. Una escuela llamada Nuestra Señora de la Caridad fue
fundada para las niñas huérfanas y estaba dirigida por la Confraternidad de la
Caridad, con cuatro o cinco capellanías adjuntas. Al igual que la escuela de San
Juan, había sido originalmente establecida para las mestizas, pero luego comenzó
a aceptar a las niñas peninsulares y criollas ya que ninguna institución educacional
existía, todavía, para ellas.
La población europea de la Nueva España para el año de 1570 estaba
estimada en sesenta y tres mil habitantes, de los cuales doce mil vivían en la
ciudad de México. Uno de cada veinticinco era un clérigo, una proporción que se
incrementaría con el tiempo. Esta población europea era minúscula en
comparación con la inmensa cantidad de indios quienes todavía vivían en lo que
una vez había sido su tierra. En la actualidad no parece existir una buena razón
para dudar de que un declive catastrófico en la población nativa ocurrió en el siglo
24
siguiente a la conquista. Aunque existe un debate intenso entre los historiadores
sobre este punto, los reclamos de aquellos que sostienen el declive en la
población no han sido refutados de manera satisfactoria. Enfermedades de origen
europeo como la viruela, la tifoidea, la gripe, y el sarampión devastaron a la
altamente vulnerable e inmunológicamente débil población nativa.
Una de las peores epidemias, el temido matlazáhuatl de 1576, ocurrió
durante el episcopado de Moya y podría haber matado hasta a dos millones de
indios. El mismo Moya atestiguó la devastación y el despoblamiento de provincias
enteras y dio un heroico ejemplo de ministerio con los nativos afectados. Además
de la epidemia, los indios sufrieron de la explotación económica y del choque
cultural causado por el impacto de la transferencia del estilo de vida nativo al
europeo, con el consiguiente aumento del alcoholismo.
La pérdida de tal cantidad de nativos tuvo un impacto económico en la
Nueva España, ya que ellos eran la base de la economía. La era de la mano de
obra barata y abundante había llegado a su fin. A pesar de la molesta legislación
mercantilista de la corona, la Nueva España tenía un comercio creciente y
floreciente basado en la minería y la agricultura, y por lo tanto en el trabajo de los
nativos. Tal como Moya le escribe a Ovando, “Este país entero es un negocio.”
La minería de la plata era la columna vertebral de la economía, junto con la
ganadería y la agricultura, especialmente la siembra del maíz. Todo esto
dependía del trabajo de los indios, lo cual para 1570 había tomado una forma
obligatoria en el repartimiento, un sistema de reclutamiento de mano de obra que
fue denunciado universalmente por los reformadores de la iglesia y del estado.
Teóricamente, los indios eran libres, o, para ser más exactos,
estaban sujetos a la tutela de la corona española, protegidos por la elaborada red
de leyes y decretos reales. Estaban exentos de la jurisdicción de los españoles,
en contraste con los episcopales, de la Inquisición, y de pagar los diezmos. Sin
embargo, en la realidad, fueron explotados y oprimidos. Aunque no
exclusivamente, su principal defensor fue la iglesia, o, si uno prefiere, los hombres
de la iglesia, especialmente los obispos y los mendicantes. Los franciscanos
25
hicieron una cruzada a favor de los indios de una manera personal, carismática y
apocalíptica, mientras que los dominicos preferían el racionalismo frio de la
teología y de la ley. Pero fue durante todo el siglo dieciséis que la condición y el
estatus de los indios fue un tema que agitó e interrumpió ocasionalmente al
sistema colonial entero. Era un tema que preocupaba profundamente a Pedro
Moya de Contreras y al gran consejo al cual él convocó en 1585.
Así era entonces el mundo al que Moya ingresó al final de 1571, en
el cual iba a vivir los quince años más importantes de su vida. Era un mundo que
ya había comenzado a sentir el impacto de las reformas de Ovando. Con la
llegada de Moya también comenzó a sentirse el impacto de la Reforma Católica.
Los dos movimientos, el civil y el religioso, trabajarían y crecerían en conjunto, y
Moya de Contreras estaría al frente de ambos.
26
III. El Inquisidor de la Nueva España
¿Qué era exactamente la Inquisición? En el sentido más amplio era una corte
eclesiástica de investigación con jurisdicción sobre los casos relacionados con
desviaciones a las doctrinas y a las normas morales. Específicamente, el término
puede referirse a cualquiera de los tres diferentes tribunales descritos a
continuación. El episcopal, en el que las funciones inquisitoriales habían sido
parte de la oficina de cada obispo, quienes eran muy comúnmente llamados
inquisidores ordinarios porque el poder venia con el puesto. El tribunal
internacional, establecido en el siglo trece por el papado, independiente de los
obispos y comúnmente llamado Inquisición Romana, cuyos jueces eran
frecuentemente dominicos. Después de dos siglos este tribunal entró en
descenso, y casi estaba extinto hasta que fue resucitado por los papas de la
Contrarreforma. Nunca existió en el Nuevo Mundo. Por último el de la Inquisición
Española, fundada a solicitud de los reyes católicos Fernando e Isabel en 1480, la
cual era distinta de los otros dos tribunales.
Hasta la llegada de Moya de Contreras la Inquisición episcopal era la única
forma conocida en la Nueva España, aunque en los anteriores años del gobierno
español sus funciones fueron algunas veces realizadas por las órdenes religiosas
por razones de privilegios otorgados por Roma. Inevitablemente, la eficiencia de
los procedimientos inquisitoriales de obispo a obispo variaban de acuerdo a las
circunstancias. Esta desigualdad tendió a hacerla por lo general una institución
más benigna que el rígido y centralizado Santo Oficio de la madre patria. Los
obispos mismos, siempre celosos de sus poderes, veían con recelo al nuevo
tribunal, del cual ellos mismos eran frecuentemente muy críticos. Así, la razón
para el establecimiento del Santo Oficio en el Nuevo Mundo fue el hecho de que la
Inquisición episcopal no había sido efectiva – por lo menos no lo suficientemente
efectiva para satisfacer a Felipe II. A esto se puede añadir el hecho de que la
influencia de la Contrarreforma era sentida en todo el mundo católico. Había
contribuido a la revitalización de la previamente moribunda Inquisición Romana en
Europa y había ayudado a renovar con entusiasmo el sello distintivo de cruzados
27
de los católicos en todas partes. Y, claro, se adecuaba en los planes de Ovando
para reformar, centralizar y controlar las dependencias españolas.
El 25 de enero de 1569, Felipe II emitió la cédula real que estableció el
tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en la Nueva España. Un decreto
subsecuente del 16 de agosto de 1570 elaboró la jurisdicción territorial de la
Inquisición, nombrando los distritos de las audiencias de México, Guatemala,
Nueva Galicia, y Manila. Otras órdenes reales instruyeron al virrey y a las
audiencias a cooperar con y a favor del nuevo tribunal. Una cédula del 16 de
agosto de 1570 nombró a Pedro Moya de Contreras como el primer inquisidor de
la Nueva España. En una segunda cédula, dos días más tarde, la designación fue
hecha en el nombre del Cardenal Espinosa, el gran inquisidor, con la aprobación
de Felipe II.
La influencia de Ovando en la designación es fácil de suponerse. A pesar
de esto, y a pesar del hecho de que era un claro avance, Moya intentó rechazarlo.
Una oferta de 3,000 pesos al año en salario y una canonía en la catedral de la
Ciudad de México no detuvo sus protestas. Él informó sobre los efectos
debilitantes de su asma y el hecho de que estaba muy ocupado en el intento de
arreglar un matrimonio adecuado para su hermana, quien vivía en un convento en
Córdoba. Ya sea que él no quería ir al Nuevo Mundo o estaba solamente
siguiendo un conjunto de fórmulas de humildad, sus ruegos fueron en vano.
Ovando se encargó de los arreglos para la hermana, y Moya no tuvo otra opción
más que aceptar. El licenciado Alonso de Cervantes, a quien Moya había
conocido en las Islas Canarias, fue designado como fiscal, y a Pedro de los Ríos
se le asignó el puesto de secretario. Los tres hombres eran sacerdotes o clérigos
diocesanos, no dominicos o religiosos, ya que lo religioso jugaba un papel
tangencial, solamente en el nuevo tribunal. Sin nada más, Ovando, quien buscaba
reducir los inmensos poderes de las órdenes, habría convenido para ello.
El 29 de agosto de 1570 Moya estaba en Sevilla y fue a la Casa de
Contratación, donde recibió el dinero para sus gastos, algo como 300 ducados.
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Sin embargo, él y sus compañeros no estuvieron posibilitados de salir desde
Sanlúcar de Barrameda sino hasta el 13 de noviembre.
En el siglo dieciséis los viajes al Nuevo Mundo no eran algo que se
anticipaba con entusiasmo. Eran frecuentemente largos, molestos y siempre
peligrosos. Los pasajeros tenían que suministrarse su propia comida, aunque los
mares bravos casi siempre los reducían a tal estado de mareos que poco apetito
les daba. Adicionalmente a los peligros de las tormentas y los naufragios, había
un riesgo constante e inminente de ataques piratas ingleses o franceses. La vida
en el barco podía ser claustrofóbica, aburrida y aparentemente infinita.
El viaje de Moya fue calmado al comienzo. Los tres hombres hicieron su
primera parada en Santa Cruz de Tenerife en las Canarias el 20 de noviembre.
Cervantes era un nativo de las islas, y Moya, por supuesto, las conocía de sus
viajes como maestrescuelas. No pudieron hace sus conexiones planeadas con el
convoy comandado por Pedro Menéndez de Avilés (quien pocos años antes había
fundado Saint Augustine, Florida). En consecuencia estuvieron varados por seis
meses antes de que pudieran tomar pasaje el 2 de junio de 1571, en uno de los
seis barcos que salían para la Española y para la Nueva España. El viaje fue sin
contratiempos hasta el arribo a Cuba, donde Cervantes contrajo una fiebre y
murió. Más tarde, el 1 de agosto, el barco encalló, Moya y Ríos escaparon en un
pequeño bote con los archivos de la inquisición. Muy poco después tuvieron éxito
en encontrar un lugar en un pequeño barco que también había salido desde
Tenerife, y en éste llegaron a San Juan de Ulúa el 18 de agosto, sin duda con un
gran sentimiento de alivio.
El grupo inquisitorial entonces marchó hacia la Ciudad de México. El Virrey
Martín Enríquez de Almansa había enviado órdenes de que fueran recibidos y
tratados como sus estatus los demandaban, y por eso el viaje por tierra fue más
que todo una procesión triunfal. A diez leguas de la ciudad, tres canónigos del
capítulo diocesano los encontraron y pagaron sus respetos en el nombre de aquel
cuerpo. Poco después, Moya envío a Ríos en avance para informar al Virrey de
su llegada, presentar sus credenciales, y preguntar por la manera apropiada de
29
entrar a la ciudad, como también sobre las instalaciones que habían sido
preparadas para ellos. A cuatro leguas de la ciudad, fue recibido por los
delegados del consejo de la ciudad. Finalmente, el miércoles 12 de septiembre de
1571, a la una de la tarde – nueve meses después de su salida desde España –
Moya de Contreras entró en la Ciudad de México. Fue recibido por todos los
dignatarios de la ciudad y de la iglesia, con la notable excepción del Virrey y la
Audiencia. El vió esas ausencias como un mal augurio. La excusa del Virrey fue
que esperaba el día de la toma de juramento de la inquisición para pagar los
respetos acostumbrados.
Moya y Ríos fueron alojados en la casa de los Dominicos y ahí fue donde
abrieron la primera oficina de la Inquisición. Más tarde, después de algunos
altercados con el Virrey, se trasladaron a las oficinas centrales permanentes
seleccionadas por Enríquez, un casa rentada por el tribunal a Juan Velázquez de
Salazar, un regidor quien en ese tiempo estaba en España en negocios de la
ciudad. Había suficiente lugar para todas las actividades de la inquisición,
incluyendo la instalación de las celdas carceleras. Moya estaba a gusto con la
selección del Virrey, sin embargo, ésta iba a ser casi la última acción de Enríquez
que lo había a complacer.
Martín Enríquez de Almansa, Señor de Valderrábano, fue el Virrey de la
Nueva España de 1568 a 1580. No fue un primogénito y por lo tanto no heredó el
título familiar, pero era descendiente de la realeza castellana por ambos lados de
sus padres y estaba conectado con la más alta nobleza de España. Aunque
epitomizaba el concepto español del honor y el servicio, Enríquez fue un Virrey
reluctante. Tenía sesenta años cuando llegó a la Nueva España e
inmediatamente sufrió de mala salud. Fue un administrador capaz, un católico de
fuertes convicciones, y un humanista, especialmente en su preocupación por los
indios. Se dedicó asiduamente al trabajo en su oficina y raramente salió de la
Ciudad de México. Su devoción única hacia el deber causó que dejara a su
familia en España, y en 1574 quedó viudo. Como su rey, atendió personalmente
los detalles más pequeños del gobierno. Sus muchas y excelentes cualidades, sin
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embargo, fueron borradas por los estallidos de ira y una brusquedad decidida en el
trato con otros. Su fuerte sentido de posición y honor una vez lo condujo a revocar
a Ovando por no haberse dirigido hacia él con el debido respeto. Esta misma
actitud determinó su actitud hacia la oficina virreinal, y universalmente elogiado por
haber elevado su prestigio a nuevos posiciones.
Si Moya había estado, al principio, molesto porque el Virrey no lo había
recibido en las cercanías de la ciudad, tampoco se sintió animado cuando tuvieron
su primera reunión. Como Moya, Martín Enríquez era puntilloso sobre los detalles
de la ceremonia. Tampoco veía con buenos ojos la intrusión de una jurisdicción
nueva y extraña dentro de su territorio. La llegada de la Inquisición Española
trastornaba el delicado y bien balanceado arreglo del poder local. También, como
muchos virreyes, se encontró en un conflicto frecuente con su contraparte
eclesiástica. En su primera entrevista, Moya notó un grupo grande de
espectadores, quienes se habían reunido para presenciar este primer encuentro.
Moya se quejó fuertemente a Ovando de que se le había dejado de pie y que no
se le pidió cubrirse la cabeza, como si él fuera cualquier otro retenedor virreinal.
Escribe Moya que el Virrey le habló “con mucha autoridad y brusquedad,” y que
Moya rápidamente tomó la salida, diciendo que él había ido solamente para
cumplir con su obligación. En una segunda reunión, al día siguiente, Enríquez fue
más cortés, pero eso tampoco ayudó. Moya pensó que el Virrey había ganado la
primera justa. Las relaciones entre ambos hombres habían comenzado mal y
permanecerían así de mal mientras ambos estuvieran juntos en la Nueva España.
Las causas de las rencillas eran muchas. Las autoridades civiles se
irritaban por el protocolo y las ceremonias de la Inquisición, ya que las
encontraban molestas y degradantes. Se les requería participar en los autos de
fé, pero sus prioridades y responsabilidades les eran asignadas por el tribunal.
Los inquisidores indicaban donde el Virrey y la Audiencia tenían que sentarse y
permanecer durante las ceremonias, y los oficiales civiles tenían que acompañar a
los inquisidores de vuelta a sus oficinas principales al finalizar el auto de fe.
Preocuparse de las ceremonias y las prioridades eran características de todos los
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españoles de aquella época, por lo que las ocasiones para el conflicto eran
muchas y variadas. Las relaciones con la audiencia eran complicadas por el
hecho de que este cuerpo también era una corte de leyes, y existían muchas
disputas sobre su jurisdicción.
El enfrentamiento entre el Virrey y el nuevo inquisidor era interminable y
algunas veces se rebajaba a pequeñeces. Moya llevó consigo una cédula real de
1571 que le daba a la Inquisición la autoridad sobre los oficiales del gobierno.
Enríquez se quejó de que tal cosa nunca se había hecho en España. El nuevo
inquisidor también emitió una orden que decía que nadie podía salir de la Nueva
España sin una licencia de la Inquisición. Para sorpresa de todos, Enríquez no
protestó. Sin embargo, intentó evitar tomar el juramento en apoyo a la Inquisición,
aunque eventualmente tuvo que ceder. También quiso decretar personalmente el
día de la toma de juramento antes de asignar una residencia permanente a la
Inquisición. Moya mantuvo su posición y también ganó. El Virrey a su vez, se
negó rotundamente permitir que el alguacil de la Inquisición lleve la batuta de la
oficina cuando entró en la presencia del Virrey, sosteniendo que le correspondía al
Santo Oficio reconocerlo a él como su igual, sino es que su superior. Enríquez no
cedería en este punto, incluso cuando Moya apuntó al precedente de la propia
corte de Felipe II. El Virrey también rechazó permitir que los notarios de la
Inquisición le lleven cédulas reales personalmente, y demandó que se sometan a
la maquinaria rutinaria del gobierno. Debido a que Moya no quería que los
documentos de la Inquisición pasaran por las manos de burócratas de bajo rango,
se resistió a esta demanda y aparentemente ganó en este punto.
El nuevo Inquisidor fue igualmente exitoso en prevenir que el Virrey tenga
jurisdicción sobre la audiencia de casos que tenían que ver con apelaciones a
España. A su vez, Enríquez rechazó estar de acuerdo con la selección de Moya
de los candidatos a ser oficiales de la Inquisición e intentó imponer a dos
miembros de su bando como alguaciles. Moya se enfureció, por la intrusión en su
jurisdicción y porque uno de ellos no cumplía con el requisito de limpieza de
sangre (prueba de que no tenían ancestros judíos o árabes). Martín Enríquez a su
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vez se quejó de que Moya esta designando solamente a encomenderos ricos
como familiares. Estos hombres, dijo, estaban convenciendo a los indios de que
la Inquisición tenía jurisdicción sobre ellos. La indignidad (humillación) final fue
que el Virrey no permitió que los oficiales de la Inquisición tuvieran un lugar en el
santuario de la catedral e intentó expulsarlos de la sillería del coro. Moya
gestionó, sin embargo, asegurar una orden real (13 de marzo de 1572) que
mandaba que los inquisidores debían tener buenos asientos en la catedral los
domingos y los días festivos “como corresponde a los ministros de tan santo
oficio.”
Debido a la formidable reputación que la Inquisición Española siempre tuvo
en la literatura y la ficción es sorprendente encontrar que las autoridades civiles la
trataron tan arbitrariamente. Moya se quejó vehementemente a Ovando de que el
Virrey, a pesar de sus protestas, trató definitivamente a la Inquisición “con
desprecio.” Por esto, Enríquez sería más tarde reprendido por Ovando, pero el
regaño parece que solamente incrementó su disgusto hacia Moya. Las disputas
eran pequeñas superficialmente, pero también eran sintomáticas. El Inquisidor y
el Virrey sabían que los primeros días de este nuevo tribunal determinarían su
posición eventual en la estructura de poder colonial. Cada uno era celoso de su
propia jurisdicción y tenía ideas fuertes sobre la importancia de su cargo. Se las
estaban jugando por su posición. Eventualmente la Corona tuvo que intervenir y
restringir la autoridad de ambos.
Finalmente los dos tuvieron que acordar una fecha para tomar el juramento
oficial y la instalación del Santo Oficio en la Nueva España. El 2 de noviembre de
1571 una procesión salió desde las oficinas inquisitoriales, completa con oficiales,
un heraldo, y una banda de chirimías, trompetas, sacabuches y tambores. Se leyó
una proclamación siete veces, que resumía “todas las personas de cualesquiera
… ambos hombres y mujeres, de cualquier condición y calidad puedan ser ellos,
desde los doce años para adelante” se presentarán en la catedral el siguiente
domingo para oír el juramento y persignarse ante ello.
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El domingo, 4 de noviembre, la ceremonia comenzó con una solemne
procesión desde las oficinas centrales de la Inquisición hacia la catedral. Moya
estaba acompañado por el Virrey y el Oidor más antiguo de la audiencia,
precedidos por los portadores de los estandartes, los oficiales de la iglesia y el
estado, y los profesores de la universidad. En la puerta de la catedral les
esperaba el capítulo diocesano y los representantes de las tres órdenes religiosas
más importantes, los franciscanos, los dominicos y los agustinos. La misa
comenzó con un sermón predicado por el padre dominico Bartolomé de Ledesma,
administrador de la arquidiócesis del enfermo arzobispo, Alfonso de Montúfar.
Antes de la elevación de la ostia, Pedro de los Ríos fue al púlpito y leyó una
instrucción del rey de que la Inquisición estaba bajo la protección del “brazo real.”
El título de Moya como inquisidor fue leído junto con el juramento que él había
hecho el 26 de octubre para llevar a cabo su oficio justo y fiel y guardar la secrecía
requerida por el tribunal. Después, leyó el edicto del nuevo inquisidor de que
nadie que estuviese presente admitiría o consentiría admitir entre ellos a cualquier
hereje sin denunciarlo al Santo Oficio. A la conclusión del edicto leyó las palabras
del juramento y la multitud allí reunida le dio su consentimiento. Después, bajó
hacia una mesa cubierta de terciopelo puesto en el santuario, con el libro de los
evangelios y una cruz de plata cubierta de oro encima. Martín Enríquez puso su
mano derecha en uno de los evangelios e hizo el juramento, aunque de mala
gana. Después, se leyó el edicto de gracia por el que a todo la gente se le dio
sesenta días( en vez de los treinta acostumbrados) en los cuales debían decidir si
habían o no cometido cualquiera de los varios actos que habían sido explicados
en detalle y hacerlo saber a ellos. Más tarde Moya expresó su satisfacción sobre
la ceremonia y sus resultados.
Aunque Moya había ganado la escaramuza sobre la toma de juramento,
sufrió un revés cuando Enríquez no le permitió la lectura del catálogo de los libros
prohibidos en la catedral. El resultado fue que esto tuvo que hacerse en la capilla
de un convento franciscano, probablemente en el de San Francisco. Moya
también emitió un edicto contra los libros prohibidos y comandó una visitación e
inspección a todas las librerías. Todos fueron advertidos de no leer los textos
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prohibidos, y ningún vendedor de libros podía tenerlos o venderlos so pena del
castigo de la excomunión. El mismo edicto también llamó para una inspección de
todos los libros en los monasterios y casas religiosas, y fue tan lejos que requirió
la inspección de imágenes y pinturas religiosas que podrían tener escritos en ellos.
En el contexto de la Contrareforma la censura y la prohibición de libros fue
de extrema importancia y vino a ser una de las mayores funciones de la
Inquisición. En 1573 Moya emitió un índice oficial de libros prohibidos para la
Nueva España. El tribunal también fue muy vigilante de los impresores,
especialmente porque muchos de estos eran extranjeros. En 1571 Moya procesó
a Pedro Ocharte o también llamado Ochart, un francés, por haber leído y elogiado
un libro que contenía las ideas del Protestantismo. Ocharte fue absuelto después
de ser torturado, pero otro impresor, Juan Ortíz, fue reconciliado en un auto de fe
de 1574, multado con 200 pesos, y desterrado de la Nueva España.
Además de todo esto, Moya arregló para que nadie salga del país sin haber
obtenido un permiso del Santo Oficio como también las licencias rutinarias del
gobierno.
Muchos casos y denuncias llegaron al Santo Oficio. Un biógrafo dice que
muchos de los obispos se apresuraron a entregar casos que habían sido iniciados
antes de la Inquisición episcopal, pero esta declaración debe ser tratada con
precaución. Muchos obispos fueron al igual menos entusiastas que Enríquez
sobre el Santo Oficio.
En los primeros años de su funcionamiento la Inquisición condujo más de
170 juicios e investigaciones. Se levantaron inventarios, investigaciones fueron
hechas de casos previos, documentos fueron reclamados de particulares, y listas
de herejes penitentes y reconciliados fueron levantadas e indexadas. El tribunal
funcionó con un alto grado de rapidez y eficiencia. En todo esto Moya parece
haber sido el primer articulador y haber mostrado el mismo sentido de
organización y administración que lo marcó más tarde como arzobispo, visitador y
Virrey.
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Durante la primera década de su existencia en la Nueva España, la
Inquisición se concentró en su mayoría, aunque no exclusivamente, sobre los
Protestantes, especialmente los corsarios franceses e ingleses. Muchos de estos
últimos eran sobrevivientes de las fallida visita de Sir John Hawkins a las costas
mexicanas en 1568, cuando la expedición inglesa fue destruida por Enríquez.
Más de cien sobrevivientes estaban dispersos en toda la Nueva España y eran
vistos por la Inquisición como una avanzada del luteranismo, el término referencial
del protestantismo, y por lo tanto un peligro para el catolicismo,. Aunque muchos
vivieron en un área grande de la colonia, la mayoría de ellos fueron eventualmente
detenidos y arrestados por la policía de la inquisición.
El tribunal también tuvo que ver con los corsarios franceses. El más
famoso de estos fue Pierre Sanfoy, quien con sus cuatros compañeros fueron
llevados a la Ciudad de México en 1571 para ser enjuiciados. El incidente de
Sanfoy es importante porque él había sido protegido por un tiempo por Enríquez,
quien reclamó que su caso caía más en la jurisdicción civil que en la inquisitorial.
Fue necesario que el rey delineara los procedimientos legales para que el Virrey
asegurara que Sanfoy sea devuelto a la Inquisición. Ya que el Virrey había sido
regañado por la corona por ser irrespetuoso a Moya (el 24 de marzo de 1572),
entonces cedió el prisionero a la Inquisición. El rey enfatizó la necesidad de que
las autoridades civiles y religiosas presentaran un frente común.
Los piratas franceses e ingleses formaron la mayoría de los casos del
primer auto de fe que se llevó a cabo en el Nuevo Mundo, y que tomó lugar el 28
de febrero de 1574. El 8 de febrero una proclamación pública fue hecha del
evento. El Virrey y los cabildos civiles y eclesiásticos fueron notificados.
Mensajes fueron enviados a lugares tan distantes como Oaxaca y Veracruz. La
multitud que eventualmente se reunió fue la más grande vista hasta esa fecha en
todas las colonias, y el auto de fe resultante fue el más grande que tuvo lugar en
todas partes. Se colocó una plataforma en una de las esquinas de la catedral que
juntaba el equivalente a dos cuadras de tal manera que mucha gente pudiera ser
acomodada. El obispo de Tlaxcala, Gómez Carvajal, dirigió el sermón. La
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procesión de penitentes llegó desde las oficinas de la Inquisición, seguida a la
mitad por Moya de Contreras, con el Virrey a su derecha, y los oidores en orden
de antigüedad. Los oficiales tomaron sus lugares en la plataforma. El Virrey, la
audiencia, y los oficiales del Santo Oficio se sentaron bajo el dosel. Como una
señal de su rango, el Virrey tenía una sillón de terciopelo y dos almohadones del
mismo material sobre al asiento a sus pies; los inquisidores y la audiencia tenían
sus asientos de piel ( cuero)
Los inquisidores y los oidores probablemente se dieron cuenta muy bien de
sus sillones de piel antes de que finalizara el día, porque la lectura de las causas
duró desde las siete de la mañana hasta las seis de la tarde. Los acusados
vestían sambenitos, trajes especiales que los identificaban como penitentes.
También vestían collares en sus cuellos y llevaban velas en la mano derecha. En
este auto de fe se impusieron sentencias a Sanfoy, Juan Ortíz y a siete piratas
ingleses. Sanfoy fue sentenciado a doscientos latigazos y a seis años en las
galeras, casi el equivalente a una sentencia de muerte. De los ingleses, uno fue
quemado vivo, otro murió por garrote, y dos fueron enviados a las galeras, otro fue
enviado a prisión (aunque aparentemente se le permitió vivir en libertad más
tarde), y dos, incluyendo su cronista, Miles Philips, fueron sentenciados a tres
años de trabajo en las casas religiosas. Además de los piratas, otros tantos
fueron castigados por ofensas morales, tales como la bigamia.
Bajo el liderazgo de Moya, el Santo Oficio también tuvo que ver con las
infracciones morales tales como la bigamia y la blasfemia. Los juicios de los
judaizantes – es decir, de aquellos acusados de continuar con las prácticas de la
religión judía – realmente comenzaron después de este periodo. El auto de fe de
1574 fue el primero y el último en el que Moya participó personalmente. Debido a
su designación como arzobispo de México, concluyó en su función de inquisidor
en octubre de 1574. Por lo tanto no participó como inquisidor en el auto de fe de
1575, sino como arzobispo. Es irónico que como arzobispo rechazara tomar parte
en el auto de fe de 1577 sobre las bases de que no le gustó el lugar que los
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inquisidores le habían asignado. Realmente, se sentía molesto porque el tribunal
había tomado uno de los casos de su jurisdicción.
No es fácil resumir las actividades de Moya como inquisidor o evaluarlas en
un contexto histórico o igualmente humano. Ciertamente él era un hombre de la
ley, y su atención a la ley y los procedimientos apropiados ayudaron a exonerar a
gente que había sido acusada falsamente. Bajo su guía la Inquisición de la Nueva
España era un tribunal legal, no una cacería de brujas. Si uno acepta que la
Inquisición puede ser justificada de alguna manera, Moya surge como uno de los
mejores inquisidores. Él era un hombre de sus tiempos. Como español y clérigo
de la Contrarreforma, estaba horrorizado por la herejía, a la cual vería como un
peligro hacia la esencia misma de la sociedad. Tales consideraciones, sin
embargo, cambian cuando se leen las minutas que describen las torturas sufridas
por hombres tales como Ocharte y Ortiz, mientras Moya se sentaba en espera de
sus confesiones, ordenando verter más jarras de agua en sus gargantas. Había
una cierta sangre fría en su carácter que reaparecería durante la visita. Tal vez
este sea un problema que los historiadores modernos, como Bravo Ugarte antes
que ellos, nunca lo resuelvan.
La detección y el seguimiento de lo heterodoxo no era la única razón para la
existencia de la Inquisición en la Nueva España. Su introducción en una etapa
tardía en el desarrollo de las instituciones coloniales no solamente afectó el
balance político del poder pero también fue un cambio de la autoridad eclesiástica
hacia la corona y la madre patria. Significó la remoción de uno de los poderes de
los obispos que había sido tradicionalmente identificado con su oficio y que ellos lo
habían usado libremente por medio siglo. Aunque los indígenas permanecieron
bajo la Inquisición episcopal, el Santo Oficio era ahora el instrumento maestro del
control moral y doctrinal. Era un paso más, como muchos otros que seguirían en
los próximos años, en dirección de la centralización y consolidación de la
autoridad civil y religiosa.
La hostilidad de Moya hacia Martín Enriquez, en sus tres años como
inquisidor, tuvo un efecto duradero En cierto sentido los dos hombres jugaban los
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papeles que la corona les asignó: una lucha en equilibrio entre ellos en la
estructura del poder del Imperio español. En otro sentido representaban dos
puntos de vista diferentes de la estructura de poder. Básicamente eran dos
fuertes personalidades de creencias divergentes y estaciones, encuadrándose
sobre ciertos temas y edificando una enemistad que duraría toda la vida. Los
temas cambiarían durante los ocho años de asociación, pero los antagonismos
personales permanecerían.
Cualquiera sea el veredicto final sobre el periodo de Moya de Contreras
como inquisidor, realmente es pequeño, porque rápidamente ascendió a una
posición más alta y con más responsabilidad, la de ser arzobispo de México.
.
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IV. El Arzobispo de México
Cristóbal Gutiérrez de Luna primer biógrafo de Moya de Contreras, y
también amigo personal, y que fue testigo de una buena parte de los hechos de su
vida relata muy claramente que Moya no fue ordenado sacerdote hasta el año de
1571. Dadas las condiciones de la época, es posible que haya ocupado la
mayoría de los puestos eclesiásticos mientras todavía estaba en las órdenes
menores, o tal vez en las órdenes mayores del diaconato o el subdiaconato.
Podría muy bien haber sido diácono antes de venir a la Nueva España, porque
Gutiérrez de Luna no hace ninguna mención a que Moya haya recibido algúna
orden mayor en la Ciudad de México. Adicionalmente, su rápida ordenación al
sacerdocio después de su llegada podría haber indicado que recibió las órdenes
mayores y por eso no tuvo que observar la interstitia, o los intervalos entre la
recepción de las varias órdenes, requeridas por la ley canónica. (Estas, sin
embargo, no siempre eran observadas en la práctica, y las dispensas podían ser
fácilmente obtenidas). Cualquiera haya sido la orden precisa en la cual fue
ordenado, Moya fue rápidamente nombrado arzobispo de México y fue el primer
sacerdote diocesano en ocupar tal posición. En un tiempo de tres años, había
escalado desde una oscura posición provincial a uno de los puestos eclesiásticos
más importantes en el Nuevo Mundo. Su ascenso fue rápido, pero difícilmente fue
accidental.
Desde 1554 el arzobispo de México fue Alonso de Montúfar, un dominico
nacido cerca de Granada por el año de 1489 y que ingresó en esa orden a la edad
de quince años. Después de ocupar varios puestos de enseñanza e
inquisitoriales, Montúfar fue designado al arzobispado mexicano y consagrado en
1553, pero no tomó posesión de su jurisdicción – la cual había estado vacante
desde la muerte de Zumárraga en 1548 –hasta el año siguiente. Montúfar tuvo
que trabajar bajo condiciones difíciles. Convocó y presidió sobre las dos primeros
Concilios Provinciales Mexicanos (1555 y 1565) y jugó un papel muy importante
en la apertura de la Universidad Real y Pontificia. Al igual que muchos obispos de
la época, se encontró inmerso en un conflicto crónico con los sacerdotes de su
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arquidiócesis, especialmente los del capítulo, y con las órdenes religiosas,
especialmente los franciscanos. El capítulo, bajo el liderazgo de su arcediano,
Juan Zurnero, fue particularmente problemático e incluso en algún momento éstos
intentaron que se declarara a Montúfar como un incompetente. Estas dificultades,
junto con su avanzada edad y las muchas enfermedades que padecía, hicieron
que los últimos años de Montúfar fueran infelices, y una buena parte de su tiempo
la dirección real de la arquidiócesis fuera confiada a un administrador, Bartolomé
de Ledesma, más tarde obispo de Oaxaca. La acusación de que Montufar era
mediocre, y que lo parecía más en comparación con Zumárraga, no es justa, no
solamente en vista de los enormes problemas que el segundo arzobispo tuvo que
encarar pero también debido a que recibió el puesto a una edad avanzada.
En 1572 Felipe II nombró a Moya como obispo coadjutor de México cum
iure successionis ( con derecho a sucesión). Muy poco después Montúfar murió y
fue enterrado en el priorato de Santo Domingo entre los hombres de la orden a la
que pertenecía. El 22 de junio de 1573 el rey notificó al Virrey Enríquez que
ordenara al capitulo para dejar la administración de la arquidiócesis en manos de
Moya mientras esperaban por el arribo de las bulas del nombramiento. Se había
vuelto una costumbre para un obispo-elegido asumir el control de la diócesis antes
de su confirmación o consagracion, en parte por los largos retardos que
involucraba la solicitud a Roma por las bulas del nombramiento. Los sentimientos
de Ovando ante el ascenso de su adversario solo quedan para la imaginación.
Ovando ya había escrito a Moya el 15 de junio para solicitarle continuar como
inquisidor, por lo menos hasta que los casos pendientes estuviesen finalizados.
Moya hizo sus primer aparición ante el capitulo arquidiocesano el 30 de
octubre de 1573, en ese momento Zurnero le transfirió la administración del
arzobispado en nombre de ese cuerpo. Las bulas papales del nombramiento
fueron despachadas desde España en abril de 1574, pero se retrasaron en el
viaje. En agosto Moya recibió algunas copias autorizadas desde La Habana y
sobre esas premisas decidió ir adelante con la consagración, aunque hubiera
preferido tener las originales. Estas copias fueron presentadas al capítulo el 27 de
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agosto, y en el siguiente 8 de septiembre el arzobispo-electo tomó posesión de su
puesto en una ceremonia oficial. Más temprano había recibido un mensaje del
inquisidor general en el sentido de que como ya no podía ser miembro del Santo
Oficio, iba a ser reemplazado por Alonso Ganero de Avalos, el procurador de la
Inquisición. El 28 de septiembre personalmente presentó los documentos
originales de la bula papal (fechada el 15 de junio de 1573) al capítulo e hizo la
profesión de fé requerida de todos los obispos electos. Ya que el palio tambien
había llegado desde Roma para ese momento, dispuso su consagración para el
21 de noviembre.
Por alguna razón la consagración fue diferida y no tomó lugar hasta el 5 de
diciembre de 1574. El obispo consagrador fue Antonio de Morales de Puebla, y
Chiapas también estuvieron presentes los obispos de Tlaxcala, Nueva Galicia,
Yucatán. El 8 de diciembre, durante la fiesta de la Concepción Inmaculada, otra
ceremonia tomó lugar para el otorgamiento formal del palio.
Estas ceremonias fueron grandes eventos públicos, celebrados con toda la
pompa civil y religiosa. Uno de los prinicipales sucesos de tal ocasión fue la
presentación en la Nueva España, de uno de los primeros dramas escritos por un
criollo, algo como un hito en la historia literaria mexicana. Se llamaba Desposorio
espiritual entre el Pastor Pedro y la Iglesia Mexicana y fue escrito por Juan Pérez y
Ramírez, descendiente de un conquistador. El drama era una alegoría pastoral
del tipo favorito de los escritores y el público de esos tiempos y muy agotador para
los lectores modernos. Los actores estaban vestidos como pastores y pastoras,
con nombres como Fe, Esperanza, Caridad, Gracia, Prudencia, y Modestia.
También había una figura que representaba al Divino Amor, y el inevitable payaso
fue incluido como un alivio cómico. Todo el texto era un extenso elogio al nuevo
arzobispo.
Alégrese la tierra, el mar y el cielo,
de donde tanto bien nos ha venido,
y al alma tanta gloria y tal consuelo.
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Bendita sea la tierra do ha nacido,
y bendita la mar que lo ha pasado
a la tierra que tanto ha merecido
En medio del regocijo general Moya detectó un nota amarga: Enríquez y la
audiencia completa se levantaron y salieron de la catedral antes de que
comenzara el espectáculo. Además, cuando Moya desfiló delante del virrey en la
procesión y lo bendijo, Enríquez no tomó en cuenta el hecho y trató al arzobispo
como un “simple clérigo”. Enriquez aún estaba dolido por la reprimenda hecha por
la corona por la falta de respeto que había mostrado a Moya cuando éste arribó a
la Nueva España.
No hubo más puntos de fricción. Obedeciendo las órdenes reales, Enríquez
introdujo la alcabala (un impuesto general a las ventas) a la Nueva España, una
acción que había alineado no solamente a los comerciantes pero también a
algunos de sus más devotos seguidores. A pesar de lo que después escribió
Moya, el impuesto fue impopular en la colonia. La mayoría de los comerciantes
temían que el porcentaje subiera y sentían que estaban siendo desangrados por
las diversas exacciones de la corona. Al virrey no le gustó introducir el impuesto,
pero como representante en jefe del rey, no tuvo otra alternativa. Moya fue
indiferente a la alcabala, parcialmente porque sentía simpatía por los criollos, pero
no estaba en la posición para imponerla o defenderla públicamente. Por lo tanto,
además de las animosidades inherentes a sus puestos y las malas relaciones que
habían exisitido desde el principio, una situación se estaba desarrollando en el que
Moya podía ser visto como el defensor de los criollos en contra del virrey. Parece
ser que fue el primer arzobispo a ser categorizado en este papel, aunque se volvió
bastante común en el siglo siguiente que los prelados usarían a sus partidarios
criollos como apoyo en contra de los virreyes. Uno de los festejos para el nuevo
arzobispo fue el suministrar el material para una explosión.
Las celebraciones y las presentaciones teatrales continuaron por algún
tiempo. Otro punto dramático fue el coloquio escrito por Fernán González de
Eslava y dedicado al arzobispo. Estab escrito en prosa, intercalado con música y
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otra vez fuertemente marcado de alegorías. Esta vez la Adulación y la Vanagloria
se juntaron con la Diligencia, el Cuidado, la Prudencia, la Alegría y el Coraje.
Moya, un hombre de buenos gustos literarios, gustó mucho de estas producciones
y arreglo para que una serie entera de farsas y entremeses se dieran en la
catedral inmediatamente después de la misa en la cual él recibía el palio. Uno de
estos cortos interludios cómicos provocó a un choque famoso entre el arzobispo y
el virrey y envenenó su relación todavía más, mientras que mantuvo al populacho
absorto con los rumores y los chismes.
Las parodias se presentaron sobre un escenario montado al lado del altar
mayor, con Moya, los obispos de Tlaxcala, Yucatán, Chiapas, y Nueva Galicia, el
virrey, la audiencia, y una gran cantidad de espectadores presentes. Una de las
piezas fue una sátira sobre la alcabala en la cual un cobrador de impuestos va a la
casa de un hombre pobre y en una serie de diálogos humorísticos intenta explicar
el significado de la alcabala. Finalmente, confisca las sábanas, y la esposa y los
niños del hombre pobre se quedan prácticamente desnudos, esto causó una gran
conmoción en el público. Fue una comedia un tanto cruda y estridente,
mayormente actuada por un comediante mulato,
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