Post on 06-Mar-2016
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Año X, Número 7 (versión II)
Diciembre de 2012
David Allen Dunlop, "NYC, Grand Central Station, Reader"
Quizás escribamos así como una suerte de catarsis, de purificación,
uno quizá escribe los temas para olvidarlos. Jorge Luis Borges
Coordinadora: Marta Ortiz
TALLER DE
LECTURA Y
ESCRITURA ÓPERA PRIMA
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Edición: Marta Ortiz Amankay Appezzatto Scropanich
CONTENIDO
Diez años de Ópera Prima Marta Ortiz …… 3
Con la luz encendida Jorge Albornoz…… 7
Esquina Susana Álvarez Temiño…… 9
Los clavos Amankay Appezzatto Scropanich…… 12
Siempre se vuelve Eduardo Blanch...... 14
Intento Gladis Chiozzi...... 16
Besos robados Graciela Mitre...... 18
Esa mujer Saidah Nazar…… 21
Reunión de amigas Silvia Pavía…… 23
La muñeca precolombina Natalia Ponce de León…… 26
La mujer de rojo Jorge A. Pozzi…… 29
La taza de café Graciela Querzola…… 32
Marta G. Rodríguez La mirada en las piedras, Encuentro, Naturaleza…… 34
María Emilia Zalba Tiempo…… 37
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Diez años de Ópera Prima
por Marta Ortiz
El taller de Lectura y Escritura Ópera Prima, creado en abril de 2003, cumple diez años de trabajo ininterrumpido. Reproduzco aquí el contenido de una entrevista para el espacio de prensa literaria LETRA COSMOS (Link http://www.letracosmos.com.ar/entrevistas/letra-cosmos-conversa-con-marta-ortiz-sobre-los-talleres-de-lectura-y-escritura/), porque creo que allí expresé todo lo que hoy me gustaría escribir aquí, en esta nota editorial: -Contanos la historia de Ópera Prima. ¿Cómo y cuándo surgió? -Abrir un espacio de taller ya existía entre mis proyectos cuando recibí (año 2003) la propuesta de la escritora Marcela Atienza –a cargo entonces del Café de la Ópera, bar centenario anexo al teatro El Círculo-, de coordinar grupos en ese ámbito, lo que explica el nombre Ópera Prima, elegido por los talleristas. Empezamos en abril y se ofrecieron dos instancias: el taller de Lectura y Escritura y el taller de Lectura. El 2004, marcado por la expectativa en Rosario del II Congreso Internacional de la Lengua Española, reportó la primera mudanza. Los tres grupos (dos de lectura y escritura y uno de lectura) alcanzábamos nuestra mesa de trabajo eludiendo boquetes, escombros, zanjas; aferrados a pasamanos, sobre tablones, seguíamos los carteles indicadores que diariamente modificaban el ingreso al Café. Imposible olvidar el polvillo invasor que respirábamos, pisábamos y tocábamos. Asistíamos a la destrucción constructiva de una esquina emblemática de la ciudad (Mendoza y Laprida) en tanto se desplegaba el cauce de la literatura. Polvorienta o no, ella marcaba y defendía su territorio. La calle asfaltada volvió a ser de tierra y se colocó el “nuevo” adoquinado; como en un sueño, la calzada retrocedía cien años para renovarse… Y la mutación urbana nos empujó a un nuevo hogar ad-hoc, a solo media cuadra del Café de la Ópera, donde por un misterio atribuido a préstamos temporarios, usamos las mismas sillas que usaron los miembros dela RAE, José
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Saramago y Sábato y Jorge Edwards y Ernesto Cardenal y tantos otros escritores durante las sesiones del Congreso habidas en el teatro. En diez años de actividad hubo otros puntos de reunión, siempre bares. Alguna vez la errancia nos desbordó: en 2007, por ejemplo, cambiamos tres veces de domicilio. “No es buena para el hombre la vida errante”, se lee en La Odisea, que paradójicamente cuenta las peripecias de un destino errante. El modelo mítico ayudó: elegimos apropiamos de las historias derivadas y minimizar la ausencia de hogar fijo. ¿Cuánta experiencia hubiera pasado des-apercibida, des-preciada, des-vivida, si algo hubiese frenado la estrella itinerante de Ópera Prima? Finalmente, y desde 2011, el taller se reúne en librería Ross (¿Ítaca? Quién pudiera leer el futuro…) ya no “en” el bar pero siempre a mano del imprescindible café. -¿Qué es para vos un taller de lectura? -Un espacio pensado para lectores que no se sienten inclinados a transformar en escrituras sus experiencias, aunque leer sea una modalidad peculiar de la escritura. Lectores que buscan en el libro un viaje que de un modo u otro desestabilice o trastorne su paisaje interior. Se sabe que la lectura no es un acto pasivo, que el lector interpreta, devela la línea oculta, asocia, se apropia de, agrega, retiene, olvida, opina, asiente o disiente. En definitiva, un trabajo intenso que construye. Somos en alguna medida y entre muchas otras cosas, la suma de lo que hemos leído. “A veces creo que los buenos lectores son cisnes aún más tenebrosos y singulares que los buenos autores”, escribió Borges en el prólogo a su Historia Universal de la infamia; donde incluso afirma que leer es una actividad “más resignada, más civil, más intelectual”. Los recorridos propuestos en el taller son a veces temáticos, otras por elección de autor o género. Si la hay, incorporamos también la versión cinematográfica. Hicimos incluso la riquísima experiencia de leer clásicos universales (El Quijote, La divina comedia, Las mil y una noches, entre otros). La lectura compartida recupera, además de la cadencia y la modulación de la voz, una vieja práctica oral nunca desaparecida y siempre mágica. -¿Y un taller de escritura? -Una reunión de gente nada ortodoxa unida por la misma pasión, locura, adicción, deseo, o como quieras llamarlo, cuyo único material de trabajo es la palabra. Y la imaginación, que entreteje los hilos de la fantasía con la experiencia vivida. Lo asimilo a la posibilidad de aportar nuevas miradas. Los temas y conflictos en la escritura de ficción se repiten, pero cada ojo registra a su modo, cada subjetividad aporta lo suyo y sale de la galera el texto flamante que siempre parecerá y en algún sentido “es” un nuevo texto. Sí o sí partimos de la lectura –primer gran disparador de nuevas escrituras‒, el texto busca y seduce a su lector. Luego la reflexión sobre lo leído, el asombro renovado y el deseo inmediato de experimentar qué giro adoptará mi propia voz, en qué inflexiones se distancia de lo conocido, hasta qué límite voy a llegar con mi escrito, ni más ni menos que una vía privilegiada de acceso al conocimiento, certeza que expresó claramente Marguerite Duras en su bello texto Escribir: “La escritura es lo desconocido. Antes de escribir no sabemos nada de lo que vamos a escribir. […] Si se supiera algo de lo que se va a escribir, antes de hacerlo, antes de escribir, nunca se escribiría. No valdría la pena.”
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Importa romper estereotipos, la búsqueda de la voz propia y el aprendizaje constante de la corrección, este punto es tan importante como partir de la lectura para despertar nuevas escrituras. Abelardo Castillo habla de una ética de la forma, coincide con Paul Valéry (y yo coincido con ambos) en considerar a la corrección de un texto no como a una tarea retórica o estilística sino como una empresa espiritual de rectificación de uno mismo. -Ha sido muy compartida –aunque con los años se fue diluyendo bastante-, una visión negativa, entre algunos escritores sobre todo, sobre la utilidad de un taller. ¿Qué pensás vos que sos autora y tallerista? -Los talleres literarios son espacios de pertenencia y de resistencia donde los grupos buscan reunirse con sus pares para compartir experiencias. No creo en recetas ni en moldes, la creación literaria y sus secretos son poco transmisibles, más allá de algunas consideraciones formales y consejos expertos. No creo tampoco en espacios muy estructurados ni demasiado light. Sí, se puede transmitir y compartir una pasión creando el clima favorable a la reflexión en torno al objeto o al deseo común que engloba por igual el trato con la literatura y la idea de asumir un destino, si visualizo que es el mío (el del escritor/a), y para este objetivo sí es útil, o propicio, me gusta más la palabra, un taller de escritura. De hecho participé en dos espacios afines nada convencionales, por cierto: el de Imelda Ferrero y los grupos de reflexión de Angélica Gorodischer, como también participé y sigo haciéndolo, en múltiples grupos de trabajo. Siempre son enriquecedores. -¿Cuáles son las cosas que más te han gratificado como tallerista? -La mística y el vínculo de amistad crecidos al calor de la palabra. Sentir que aprendo en el intercambio tanto como compruebo la evolución de los talleristas. La publicación en 2010 de Debe Haber Cuentos, un libro que firmaron Marta Rodríguez y Oscar Tartabull (ambos miembros de Ópera Prima), este último, un buen amigo y colega a quien siempre extrañaremos. La edición de 6 números de la revista de cuentos Ópera Prima. El libro en proceso de edición “Canon a nueve voces” concebido y editado en su totalidad por un grupo de autoras del taller. Y muchas pequeñas y grandes epifanías, derivas azarosas de la práctica, imposibles de reproducir acá.
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A la entrevista anterior le agrego un detalle importante: Canon a nueve voces se editó, se publicó y se presentó en sociedad el 28 de septiembre de 2012 y ya está en venta en las librerías (Canon a nueve voces, Laborde editor, Rosario, 2012). Digo además que Canon… no es una presentación de taller, tiene que ver con un taller pero a su vez se desprende de él. Tiene que ver porque fue allí donde se gestó la idea de una publicación independiente. Tiene que ver porque Ópera Prima para estas escritoras –y me incluyo–, opera como espacio de pertenencia donde debatir ideas trabajando los múltiples aspectos del oficio de escribir. Los escritores buscamos estos grupos o interlocutores válidos donde dar a conocer lo que hacemos, generalmente grupos que se forman a partir de lo que se llama afinidad electiva, sitio donde ensayamos, exponemos y cuando nos sentimos
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seguros de lo escrito pasamos a la etapa de buscar otros lectores, abrirlos al mundo, más allá del cenáculo privado.
Planteada la idea, se decidió la edición y se empezó a trabajar en el libro con la intención, además, de que un grupo de autoras la mayoría inéditas, experimentaran por sí mismas el camino de la edición. Cómo se hace un libro, las etapas que conlleva. Y dado que nos reunimos en un libro único que solo tiene en común el deseo, como dice la contratapa de dar de sí las autoras, sus mejores tonos, el título acabó siendo Canon… por similitud con el canon musical que reúne en una composición única (en este caso el libro) diferentes registros vocales.
Y como broche de oro a un año de logros, la cereza de finales de 2012 que llega en 2013 como un buen augurio para el año que recién comienza y confiamos en que los vientos nuevos soplarán palabras nuevas; siempre renovado, el taller produce. Y llega en 2013, entre otras razones porque los tiempos corren muy deprisa y con todo no se llega a tiempo, o es lo que parece, en todo caso, tiempos exigentes, mucho para absorber, y el día sigue contando con escasas veinticuatro horas.
Presentamos nuestra revista Número 7, esta vez virtual, con relatos y poesías de los talleristas. Punto final de un año muy rico en experiencias y en productividad. Textos para disfrutar y compartir.
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Con la luz encendida
Jorge Albornoz
No debíamos querernos, pero lo hicimos. No pudimos evitarlo. No debíamos
cruzarnos y sin embargo, la curiosidad nos venció. No sé si el hastío de su vida la empujó
hasta mí, o si el naufragio de la mía me llevó a sus playas. Nos conocimos y nos gustamos.
Yo me enamoré antes de enterarme que era casada, y ella, quién sabe cuándo. El destino
alineó los astros y sus ojos de chispa encendieron en mí el fuego olvidado.
Hablábamos por teléfono todos los días y nos encontrábamos dos veces al mes en un
hotel. Ella faltaba a sus clases y yo la esperaba ansioso en la habitación. Llegaba y se
apoyaba en el marco de la puerta. La mirada traviesa, la sonrisa clara y la felicidad. Éramos
el uno para el otro en ese tiempo y espacio apartado del mundo. Mis besos penetraban
con sincronismo en sus labios tersos. La redondez de sus pechos calzaba con milimétrica
precisión en el cuenco de mis manos. Tan perfectos que aprendimos a amarnos con
nuestras imperfecciones.
“Es lo que hay” decía con su acento de magia y yo rendía todas mis banderas a su
ejército de suspiros. “No pido más de lo que puedas dar”, decía yo, y todos sus bastiones
caían en mi avanzada de caricias. Nos amábamos con la luz encendida para vernos mejor.
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Su piel, mis manos, sus gemidos, mis ardores; todo se confabulaba para construirnos
momentos únicos. Cada vez era mejor. Cuando pensábamos que no podría ser más
perfecto, algo sucedía y nos llevaba más allá del imaginario.
Sus pies descalzos, su melena al viento y su sonrisa. El sol que entraba por la ventana
le daba de contraluz y su cuerpo se dibujaba en sombras tras la fina tela. La cámara de
fotos, las imágenes, el juego y la fantasía. Ahí estábamos otra vez. El abrazo de bienvenida
hacía latir mi corazón más rápido. El de despedida ralentizaba el suyo. Sentía cada golpe
en su pecho como el tic tac de un reloj adormecido que retrasa la partida. Los besos, el
respeto y las coincidencias, alimentaban ese amor que no cabía en la habitación y sin
embargo, estaba condenado a vivir en ella.
Se iba porque debía, y no quería. Igual que no debía quererme, pero lo hacía. Más allá
de la puerta de la habitación era la profesora y madre devota consumida por los tiempos
de su amor callado. La esposa que vivía con quien no quería, porque creía que debía. Entre
el deber y el querer, las cuentas no le salían y en el haber cada vez había menos. Menos
paciencia, menos alegría, menos sonrisas.
Esa tarde se fue por el pasillo del hotel como se iba siempre. Su contoneo feliz dejaba
perfumes de risas que teñían las alfombras con burbujas de alegría. Los colores en las
paredes se volvían más luminosos a su paso y quedaba el ambiente impregnado de su
aroma. La recuerdo así. Apoyada en el marco de la puerta con la sonrisa alegre y la mirada
de chispa. Yéndose con su caminar de brisa. No quiero poner en mi memoria otra imagen
porque en definitiva, uno elige como recordar a sus seres queridos. Aunque no podamos
decir que eran nuestros, o que los queríamos. Porque no debíamos, pero lo hicimos. Lo
hicimos hasta el día en que tres balas celosas cortaron el romance.
Desde entonces me niego a esta orfandad de besos. Mendigo los sueños donde sueño
su risa. Rechazo la mirada vacía que habita mis pesadillas. Repelo el odio, asesino y
despechado que se esconde en las sombras.
Ilumino el departamento aunque no haya nadie para amar. En la claridad encuentro
su respiración de ahogo y en mi alma habita su ser. Encaja entero y perfecto en el mío.
Igual que nosotros, al momento de amarnos con la luz encendida.
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Esquina
Susana Álvarez Temiño
(Imagen tomada de http://elsuelodesalamanca.blogspot.com.ar/2010_09_01_archive.html)
El mundo está lleno de frases hechas. Mis relatos también, ¡aunque las odio!
Especialmente esa que dice: “Estoy en la encrucijada de la vida”. Rimbombante y
pretenciosa. Por eso, para referirme a lo que me pasó ayer, diré simplemente que en un
cruce de calles tuve unos encuentros que me trastornaron por completo.
Yo venía con una maravillosa inconsciencia, con la mente en blanco, o más bien con la
mente en colores, mirando las vidrieras con unas ropas deslumbrantes, unos zapatos
coloridos, ¡y unos perfumes! Venía, digo, por Mitre, pensando que al llegar a Rioja iba a
doblar y meterme por la galería.
Esa deliciosa liviandad de ideas me duró poco: a escasos metros venía mi ex. Como los
“ex” son varios, mejor indicarlos por sus nombres.
Venía Sergio. Prácticamente metí la cabeza dentro de la vidriera de la tienda, para
que no me viera. Mientras estuvimos juntos, el pobre fue bastante tolerable, pero su
familia, una pesadilla. Nuestro noviazgo fue una sucesión de metidas de pata por parte de
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su madre, su hermana, hermano, sobrina, cuñado. Al pasar me tocó el hombro, y luego
del consabido “Hola Sergio”, salí disparando con la excusa de que venía mi colectivo.
Me crucé de vereda pensando en ir hacia el oeste, pero sufrí un violento cambio de
dirección, porque de frente se aproximaba Luis con una chica, haciendo aspavientos y
riendo. Este ex no me merece respeto: engreído, egoísta y jactancioso. Estaba lluvioso el
día, y aproveché el paraguas en mi mano para darme un golpe en la cabeza. ¡Me lo
merecía, por haberlo elegido alguna vez! Quise igual que antes sumergirme en las vitrinas,
pero de ese lado no había. Reculé e intenté meterme al banco de la esquina.
―Señora, ¡está cerrado! –me dijo un calvo- ¡Son las siete de la tarde!
A todo esto, pasó Luis con la rubia, y creo que me vio porque levantó la voz diciendo
algo así como “Soy un genio” o una de esas frases hechas que él tanto usaba.
Una vez lejos de Sergio y de Luis, intenté volver a mi tan deseada galería. Pero los
hados misteriosos pusieron en mi camino a otro ex…¡Roberto!.
Acá se complicaba más porque él era buena persona, irreprochable, trabajador…Tan
trabajador que yo no lo veía por largos días, y por esa soledad sucumbí a los encantos de
un compañero de facultad. Roberto se enteró y se peleó conmigo sintiéndose un mártir
del trabajo. Nos cruzamos y apenas me miró. Seguía ofendido.
Una de mis fallidas historias románticas se había aparecido por el sur, otra por el
oeste. El de recién, por el este. Por lógica, faltaba un punto cardinal. Desde el norte venía
Marcelo, un imposible amor. Casado, separado, vuelto a casar. En una palabra, de estado
civil dudoso.
¡Demasiado para una sola esquina! ¡Me arrojo a la calzada y que sea lo que Dios
quiera! Y lo que sucedió a esa hora pico fue que una reluciente moto se me vino encima.
Un caballero de traje claro me empujó hacia el cordón. El de la moto me insultó. Bigotes,
anteojos, mirada inteligente…No me refiero al chico de la moto sino a mi salvador. Yo ya
estaba pensando en “sentirme mal” para que me prestara atención. ¿Quiere tomar algo?
¿Un vaso de agua? ¿Un café?
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Es probable que a este caballero aún sin nombre, me lo encuentre dentro de varios
años y quiera esquivarlo como a mis otros “ex”, pero… ¿quién se resiste a las delicias del
amor?
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Los Clavos
Amankay Appezzzatto Scropanich
(Imagen inspirada en los tápices de Joseph Marie Jacquard)
Las tres hermanas y el hilo. La más joven desovillaba, la del medio desenredaba los
nudos y la mayor los cortaba con su tijera de oro: así transcurrían los nacimientos,
desarrollos y finales de los hombres en el tapiz de la vida.
Pero la hermana mayor, con sus tijeras, odiaba la terrible monotonía. Le aburría
cortar el hilo a cada rato.
Esa vez, casi dormida en su aburrimiento, fue despertada por sus hermanas y así vio el
brillo.
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En la pared, al lado del tapiz que ellas desovillaban a diario, había clavados tres clavos
de plata.
Curiosa se acercó con su tijera de oro y removió el tercer clavo desde arriba.
Su hermana menor cayó muerta al piso.
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Siempre se vuelve
Eduardo Blanch
Febrero 29. Daniel, adelantándose a su padre, corrió hasta la puerta cerrada con
candados; el hombre al llegar se sorprendió, intentó con una y otra llave, pero ninguna
podía abrir la puerta de la casa.
El ruido a hojalata que producía la brújula les hizo saber que ya estaban en el patio.
Juntos fueron recorriendo cada rincón verde del jardín, pasaban sus manos por las suaves
margaritas que la abuela había plantado tiempo atrás con la llegada de la primavera.
Inquieto, Daniel le insistía a su padre, quería entrar a la casona, intentaron
nuevamente con una y otra llave, nada.
Esperaron sentados bajo la frondosa galería de uva chinche, mientras el zumbido de
las abejas les recordaba esas siestas interminables, con la música casi melodramática de
algún heladero. El calor ya había puesto incómodo al padre, así que se las arreglaron para
entrar por el comedor que se comunicaba directamente con la galería.
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Ningún ruido a puertas abiertas, pero ellos ya estaban adentro, recorriendo los
cuadros pegados en la pared color durazno. Daniel corrió a su cuarto, algo cambiado y a la
vez intacto desde la última vez que jugó a la batalla naval. Su papá en cambio se sentó en
la cocina a solas, comulgando vaya a saber con quién, se oyó un fuerte golpe en la
habitación de al lado. Como no podía abrir la puerta espió por la cerradura la habitación
donde compartió dulce amor, se le vinieron encima todas las vivencias, el primer llanto de
Daniel, las noches de desvelo y así también las noches de amor encarnado con su esposa.
Daniel iba de habitación en habitación sin que nadie lo pudiera detener, sorprendido
de que todo estuviera casi igual, se alegraba por eso, quería volver a jugar con sus
soldaditos, los de verde oscuro y los de más alto rango, los de verde petróleo.
De pronto, saltó la tapa de la caja musical donde Encarnación había dejado su alianza
de matrimonio, cosa que lo lapidó más aún, el desconcierto y las dudas se apoderaron de
él. “¡No puede ser!”, dijo, y se deslizó a la otra habitación sin mediar palabra alguna,
intentó acariciar el cabello de su hijo, ocultar sus lágrimas de desconsuelo que luego se
trasmutaron en el aire de la casona.
Sentados junto al enorme televisor, se quedaron unos instante más. Para no entrar en
una angustia mayor, decidieron dejar la casa.
Daniel no quería salir, así que obligó a su padre a que se detuvieron antes de
emprender el vuelo, fijó en sus retinas todas las emociones vividas y siguieron camino.
A la mañana siguiente, como todos los días, el diario cayó casi en la medianera,
dejando ver uno de los titulares que afirmaba que después de cuatro días de búsqueda,
habían encontrado al padre y a su hijo, sin vida, tras el accidente del 24 de febrero.
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Intento
Gladis Chiozzi
Noche sofocante de verano. El ventilador no alcanza a refrescar el
lugar. La luna llena baña con su luz blanquecina el interior del cuarto con persianas
abiertas hacia el patio.
En la cama, la joven da vueltas y más vueltas. Húmeda de transpiración, como si la luna
fuera el sol que se derrama sobre ella, trata de dormir, mientras ideas alocadas giran en su
cabeza.
Es la noche ideal para escapar.
Nadie entiende que ella desea volar, y quedarse es continuar prisionera. ¡Si es tan fácil
saltar por la ventana y fugarse! ¿Por qué no hacerlo?
La noche es su cómplice, todos duermen, las calles están solitarias. Las recorre
embriagada por el perfume de jazmines, laureles, enredaderas.
Llega a la plaza del pueblo, baila en el centro mientras tararea la música. Se siente
liviana como la brisa que apenas mueve el follaje.
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Las cuatro campanadas del reloj de la iglesia le recuerdan que el amanecer debe
encontrarla lejos de allí.
Se encamina hacia la periferia. En el silencio profundo de la hora percibe con claridad el
sonido acompasado de una respiración que no es la suya. Mira para todos lados pero no
ve nada, entonces apresura la marcha. Se interna por senderos de tierra, corre entre las
piedras que bordean el arroyo, cruza el puente y cuando se detiene vuelve a oír la
inquietante respiración.
Huye.
Las horas pasan. El sol ilumina el nuevo día cuando empiezan a perfilarse los contornos
de las casas de otra población.
Desfallece.
La carrera, el calor, la persecución, la falta de agua, la obnubilan.
Se sienta debajo de un árbol. Apoyada en el tronco descubre sus pies lastimados, su ropa
destrozada y otra vez oye, a su lado, el jadeo.
La invade el pánico pero ya no tiene fuerzas para continuar la marcha.
Es el fin.
Cierra los ojos y lágrimas de rabia e impotencia resbalan por su rostro. Cuando los abre,
la luna continúa inundando con su luz blanquecina el dormitorio de la pareja.
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Besos robados
Graciela Mitre
Era un desafío el abuelo. No sabíamos nada de él, siempre silencioso en su banco de
madera de patas largas, fumando, con sus ojos celestes puestos en la nada. Nos
rezongaba todo el tiempo. Era un deleite su pequeña quinta. Lechugas tiernas, tomates
impecables y otras verduras en simétricos almácigos, conformaban el mundo del abuelo.
Recuerdo a mi prima mayor trozando hojas de orégano, las trozaba para sus muñecas.
Alimentaba con gusto las boquitas de plástico. Yo olía la tacita, el aroma del orégano
hecho añicos. Criaba gallinas el abuelo. Sentado cerca del gallinero amasaba bolas de
afrecho amarillo. Bicho feo las gallinas, pensaba yo mientras las veía corretear de un lado
al otro. Recuerdo un par de pollitos regalos de nuestros padres. Así pequeños, amarillos y
suaves me agradaban. Los tuvimos en casa por un tiempo. Ni bien crecieron fueron a
parar al gallinero del abuelo. Mi hermano podía identificarlos de los otros, pero para mis
ojos eran todos iguales. Un día en que la abuela hizo mayonesa de ave, los pollos
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desaparecieron y nosotros dos, a modo de protesta, no almorzamos. Lo mío fue un acto
de proselitismo, no quería defraudar a mi hermano. Los pollos resultaban más
provechosos en el estómago que correteando por el gallinero.
Íbamos seguido a la casa del abuelo. Jugábamos con mis primas. Vivian allí junto a sus
padres. Nos gustaba meternos en el galponcito y revolver las cosas del abuelo. Todo
resultaba útil al momento de jugar. Mi hermano comandaba el equipo, nos tenía cortita a
las tres. Se hacía lo que él decía o no se hacía nada. La mayor de mis primas era callada y
tímida, acataba sin demasiados reparos. Su hermana en cambio, dejaba traslucir una
incipiente rebeldía. En cuanto a mí, con los años, perdí el miedo y supe decir que no. La
abuela, al igual que muchas mujeres de la familia, acataba también. Tenía la piel morena y
el cuerpo redondeado: única hija entre cuatro varones. Hacía de todo para todos. Nunca
pudo elegir. La comida debía estar a horario, a buena temperatura y la casa acomodada.
Aun agonizante quería prepararle la sopa al abuelo “son las doce y se va a enojar si no
llego a tiempo”. Así de cumplidora era ella, resultaba un pecado no satisfacer al marido.
La abuela no llegó a tiempo para servir la última sopa. Murió meses antes de mis
quince años y dada mi corta edad, fui vestida de gris y no de negro durante largo tiempo.
Aprendí que a mis mayores, no les bastaba con sentir el dolor, también hacía falta
atestiguarlo.
El puesto de la abuela pasó a manos de su hija. Ella sería a partir de ese momento la
encargada de servir a su padre. El abuelo nunca tuvo nada que perder. Siguió con sus
gallinas y plantas. Cuidando la parra, de uvas negras y rosadas; era su orgullo y un deleite
para nuestros ojos. Preguntaba cuáles queríamos, depositando los racimos en los cuencos
pequeños de nuestras manos. Las comíamos sentados sobre la frescura del piso de la
galería, escupíamos las semillas sin pudor, jugábamos a lograr la mayor distancia.
El abuelo era esquivo. No abrazaba ni besaba a nadie. Quizás nunca besó a la abuela
en la boca. Daba la mano lánguidamente, casi con desgano. Con mi padre se trataban de
usted y así se relacionaban, como vecinos distantes.
Siempre que el abuelo ponía sus ojos en la nada, no dejaba de preguntarme qué
pensaría, qué había adentro suyo que nunca supimos. Qué ocurriría con ese abuelo si lo
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abrazaba algún día o intentaba besarlo. Le pasaba cerquita, le tocaba la mano sin
animarme a otra cosa. Con papá era distinto, se entregaba buscando mimos como un
niño. La abuela en cambio solía acariciarnos la cabeza; nos atendió con esmero, el
alimento como vía de expresión del amor.
Había comenzado el verano y el abuelo retomó el hábito de sentarse en la puerta.
Cruzado de piernas, la derecha sobre la izquierda, fumando su pipa a espaldas de la
ligustrina, resultó una tentación para mí.
Las mejillas del abuelo eran rosadas, casi sin arrugas, impecable su piel. Tenía la cara
delgada y angulosa y usaba bigotes finitos, muy blancos. Fui acercándome, le sonreí, le
pregunté sobre las uvas y las gallinas, jugué con el humo de su pipa, le hablé de la abuela,
remoloneé a su alrededor y lo besé. Cuando se dio cuenta yo ya estaba corriendo como
quien acaba de robar. Escondida detrás de un árbol lo espié, esperé su reacción, lo
escuché decir algunas palabras en italiano que no entendí, pero que no parecían lindas.
No me animé a regresar enseguida. Me mantuve escondida en el pasillo de una casa
abandonada, con el corazón tieso como aquel que comente un gran pecado.
Regresé cuando estuve segura de que todo estaba bien. La abuela me había buscado
entre las casas vecinas, mis primas y mi hermano también. No me creyeron cuando conté
lo sucedido, pensaron que era una fantasía. Nadie había besado al abuelo. A partir de ese
día, él me miraba con ojos sonrientes.
Besar al abuelo y salir corriendo pasó a ser un nuevo juego para nosotros cuatro y
nuestro primer desafío. Supimos que los “no” guardan secretos, que pueden ser “si”
ocultos por miedo o pudor, “si” que atrofiamos o atrofiaron otros y que detrás de una
cara impávida piden ayuda, buscando un beso o una palabra por donde ingrese la luz.
El abuelo murió debajo de un cielo tan celeste como el de sus ojos, entre sus
almácigos y con un ramillete de tomillo en su mano. Asomaba el atardecer y nuestro juego
había llegado a su fin.
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Esa mujer
Saidah Nazar
Llamaba la atención por sus ropas, decían que había vivido tres etapas sociales
disímiles. A la vejez solo poseía un palo, un perro y un changuito de supermercado.
Permanecía frente a un portón tramado de hierro y hojarasca; la rigidez de esa fachada la
custodiaba. La gente pasaba, la miraba y a veces una sonrisa grasienta y falsa se
desprendía.
El aleteo nervioso y hostil de las palomas la rodeaba; un hombre vestido con una
gabardina gris y un sombrero de fieltro la miró con desprecio y desagrado.
Por un momento me dejé atrapar por el día espléndido, el cielo azul, la brisa limpia y
fresca que olía a primavera y a recuerdo de mar. Me acerqué intentando dialogar pero era
como estar frente a un rostro de herrumbre que sangraba tristeza y pena; le costaba ser
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afable y sonriente y un silencio sepulcral se posesionó de nosotras, nos invadió el miedo,
la duda.
Me miró fijamente como si temiese que el mundo fuera a desmoronarse a su
alrededor. Su vestido dejaba asomar una figura un tanto deteriorada, sus pantorrillas
egipcias estaban como gastadas por la miseria, por la pobreza; tenia la tez pálida y un
rostro cincelado, ceñido por un pelo negro, corto, que acentuaba una mirada
contaminada, empapada de alegría. Seguí mi camino, cuanta gente desheredada, sola,
pensé.
Otro día la volví a encontrar en ese lugarcito, con su aire hambriento y escuálido de
posguerra, la miré y seguí mi camino.
Un hermoso día de octubre me levanté sonriente, silbando zambas y chacareras y mi alma
pedía salir a pasear; vi para mi asombro que la mujer dejaba el lugar, su silueta se fue
fundiendo por esa calle que parecía infinita; ¿se habrá ido en búsqueda de sueños, de
proyectos? Me quede sola como siguiendo una acción en pantalla. Al volver a casa me
tendí en la cama; vinieron a mi memoria reflexiones, elucubraciones, y me di cuenta de
que a veces el mundo suele resultar incomprensible, scuro y nefasto.
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Reunión de amigas
Silvia Pavía
Cecilia elige esa noche para invitar a cenar a sus tres amigas de siempre. Tienen toda la casa
para ellas solas, pero sólo usan la cocina. Esa habitación de la casa donde se elaboran las comidas,
donde hace más calor y donde Cecilia pasa la mayor parte del día.
Sus amigas adoran las noches de cena en esa casa porque el hogar resplandece, se
sorprenden con comidas exóticas y postres exquisitos mientras conversan libremente, entre ellas
no hay secretos, ni poses, ni valen las apariencias. Se conocen demasiado bien.
Primero hablan de sus otras amigas, las que no pertenecen a su círculo mágico, para
diseccionarlas con una lucidez digna de mejores fines. Después cuentan algo de los hijos,
sumergidos en un mundo sin ideales y hedonista. A continuación, la política. Despedazan por un
rato al gobierno, un tema que siempre da que hablar, sobre todo masticando el pollo tierno,
agridulce, relleno de ciruelas y aceitunas y degustando la crema de calabaza con queso y las
zanahorias glaseadas.
Cuando llegan a los postres, con la perspectiva de los brownies con helado, dulce de leche y
chocolate derretido, atacan su tema preferido, los hombres.
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Cecilia, que se enamoró de su marido y no quiso a ningún otro hombre, es consciente de que
él ostenta todos los defectos masculinos que sus amigas describen a la perfección y, por si fuera
poco tenerlos todos, a la enésima potencia. Cuando le preguntan por su proeza de continuar
casada a pesar de todo, se encoge de hombros. Es posible que se deba a su estrategia infalible de
decirle a todo que sí, darle la razón como a los locos y después… después hace lo que le parece y
se las arregla para hacerle creer que el éxito logrado se debe exclusivamente a él. ¿Todo eso para
qué?, le preguntan las independentistas que viven solas. Cecilia se encoge de hombros de nuevo.
Es tan difícil confesar el amor en estos tiempos.
María José, divorciada desde hace muchos años, todavía guarda la ilusión de encontrar un
compañero que la haga feliz.
Eliana es la artista, dedicada a la danza y al teatro. Los hombres estaban para ella en un
pedestal de dioses, fuertes, poderosos, seguros. Una larga serie de desilusiones amorosas,
incluyendo un suicidio, la convencieron de lo contrario, por lo que se convirtió en una detractora
feroz del sexo opuesto, que de dioses pasaron a ser los seres más egoístas, petulantes y estúpidos
del universo, solo útiles para procrear, como dice cada vez que puede, dentro del desorden de la
charla en la que intervienen las cuatro al mismo tiempo, sin dejar por eso de lado el helado y la
torta.
Stella en cambio atrae a los hombres como moscas, sin tener en apariencia ningún atractivo
especial. Fueron tantos, que no se quedó con ninguno. Y a los cuarenta sigue viviendo como a los
quince. Cecilia cree saber su secreto, mientras mira cómo devora la otra en cinco segundos el
plato entero de postre, casi sin masticar y sin que nadie lo note, salvo ella. “Así debe devorar a los
hombres”, piensa.
Stella se lamenta de que también está sola, ella, que siempre soñó con un príncipe azul, un
señor perfecto, atractivo, inteligente, con chispa, con un titulo y con dinero…
Nunca tuvo la suerte de encontrar todo eso junto en una sola persona.
Es ya la medianoche pasada; las tres amigas se despiden de Cecilia comentando lo bien que
lo pasaron y prometiéndose mutuamente volver a verse pronto. La casa queda silenciosa y en
penumbras, salvo la cocina.
Cecilia ordena un poco para que sus hijos puedan disfrutar de un desayuno liviano cuando
vuelvan. Sus ojos pasean sobre el cenicero cubierto de puchos, la mayoría a medio fumar; las
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servilletas manchadas de pintura de labios y maquillaje aplicados con exageración tratando de
ocultar líneas amargas; un plato a medio comer, otro completamente limpio…
Se encoge de hombros, tira todo a la basura y apaga la luz.
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La muñeca precolombina
Natalia Ponce de León
La encontramos al abrir la tumba de los tres niños. Estaba allí en brazos de quien fue
su dueña. La tenía apretada fuertemente en un abrazo estrecho sobre el torso.
Impresionaba este testimonio de amor de la pequeña hacia su juguete favorito.
Los cuerpos se encontraban perfectamente preservados debido al clima extremo de
la zona. Fueron enterrados muy cerca de la cumbre de un elevado pico de la cordillera de
los Andes. Es el reino de las nieves eternas que coronan estas montañas y transfieren al
mismo tiempo esta condición a los pequeños cuerpos que yacen aquí hace siglos.
La muñeca es de tela, confeccionada en telar precolombino. Su atuendo es fastuoso,
los brillantes colores están un tanto desteñidos por el paso del tiempo. Lleva pollera
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amplia con borde de colores contrastantes y una camisola que sobrepasa la cintura. Sobre
el cabello hecho con lana negra y peinado en dos trenzas, luce un tocado que consiste en
una vincha ancha que cubre parte de la frente.
Al observar con detenimiento notamos que la muñeca en el vestuario repetía
exactamente el de su dueña, en todos los detalles.
Luego del trabajo de recuperación y traslado de los cuerpos pudimos examinar con
mayor atención el juguete. Una oleada de emoción nos embargó al descubrir que la
muñeca portaba también otra más pequeña, que repetía el gesto de su dueña: el abrazo.
Al llegar a este punto no pude menos que preguntarme ¿qué me contaría, si pudiera
hablar, este juguete tan amado y elegido para compañía eterna?
Tal vez lo que sigue:
Tenía nueve años y se llamaba Ch’aska, en quechua “lucero de la mañana”. Llegué a
ella como un regalo más, de los tantos, que ese día recibió. Un día muy especial sin duda,
fue elegida como la niña más bella del lugar. Su belleza marcó su suerte.
Durante un año viviría en un palacio y todos sus deseos serían satisfechos de
inmediato.
Su familia estaba exultante, era un gran honor el que le habían concedido: al cumplir
los diez años sería ofrecida en sacrificio a nuestra diosa, la Pacha Mama, la tierra de la que
venimos y a la que siempre volvemos.
Desde que me vio me nombró Kukuli, palomita, decía que tenía ojos de paloma.
Iba con ella a todas partes y participaba en todos sus juegos, cuando me tocaba el
turno jugaba ella. Así, siempre a su lado. Jamás lloraba, pero claro, por entonces no tenía
motivos para hacerlo, una corte y el mismo rey estaban dispuestos a complacer sus
mínimos deseos. Los dioses lo ordenaban. Además, desconocía su destino y en esto no era
la única, no supe de nadie que conociera el suyo.
Aprendimos juntas la advocación a la Pacha Mama:
Pacha Mama, madre tierra
recuerda que somos tus hijas,
ayúdanos a encontrar nuestro camino.
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De ti salimos y a ti volveremos.
Sin entender bien el sentido de esta plegaria la repetíamos cada día al despertar. No
sabíamos que ya habíamos encontrado ese camino.
El fin de año llegó y era apremiante realizar la ceremonia porque tuvimos un año con
muy mala cosecha. Era necesario desagraviar a la Pacha Mama.
Los preparativos se iniciaron, había que hacer un viaje muy largo, no iríamos solas,
nos llevaban con dos niños más, un varón más pequeño y otra niña casi de la misma edad
que Ch’aska. No eran del Cuzco, venían de una región muy lejana.
Entre todos los juguetes, Ch’aska me eligió. Yo lo esperaba, no en vano era su
preferida.
El camino fue largo y agotador, pero mucho más difícil aun el ascenso a la montaña.
El frío era cada vez más intenso y los niños se quejaban, tenían dolor de cabeza y estaban
agotados. El té de coca los aliviaba y entonces dormitaban.
Al llegar al lugar elegido los chamanes les dieron a beber algo, que según dijeron les quitaría el frío
y el cansancio. Se durmieron de inmediato y yo quedé apretada en el
dulce abrazo de Ch’aska.
Nos cubrieron con vendas ajustadas y nos colocaron muy juntos en un gran pozo. Allí, en la panza
de la tierra madre, permanecimos hasta hoy.
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La mujer de rojo
Jorge A. Pozzi
Mujer en vestido rojo, Roberto Montenegro, 1967
La mujer camina con paso presuroso e inquieto como si algo terrible la angustiara. Un
vestido rojo resalta sus formas juveniles. El rostro, excesivamente maquillado, expresa
preocupación.
Anochece en ese día de verano y las voces de bronce de una iglesia cercana llaman a
la misa vespertina.
Llega a un edificio de planta cuadrada, una torre de unos seis metros de altura. Coloca
la llave en la cerradura y la puerta se abre con un chirrido de goznes herrumbrados.
Cuando entra percibe un olor a viejo que surge del recinto; le recuerda el del sótano de su
casa cuando era niña. Acciona el interruptor de la luz y la habitación queda pobremente
iluminada por una lámpara mortecina.
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El lugar está casi desnudo de muebles: sólo hay una mesa con un par de sillas y,
contra una pared, un aparador. Desde un rincón se eleva una escalera de caracol que
termina, arriba, frente a una puerta. A mitad altura la torre presenta dos ventanucos
rectangulares por los que se divisa un cielo que comienza a llenarse de estrellas cubiertas
parcialmente de nubes oscuras que presagian tormenta. Por uno de ellos se alcanza a ver
la luna llena, redonda y blanca.
Atrás del aparador se esconde agazapado un hombre. En la mano derecha esgrime un
cuchillo cuyo brillo acerado resalta en la casi oscuridad del ambiente. Pálido y
desencajado, exhibe un gesto de desesperación. Se muerde continuamente el bigote y,
por momentos, un temblor espasmódico atraviesa su cuerpo.
Cuando la puerta se abre para dar paso a la mujer su corazón se acelera y los latidos
en las sienes se vuelven insoportables. Teme ser descubierto pensando que el ruido que él
oye en su cabeza pudiera ser percibido por la recién llegada. Los ojos se le nublan.
Transpira copiosamente.
La mujer de rojo sube la escalera de caracol sin verlo. Cuando llega al final abre la
puerta de la habitación superior y entra. Es un dormitorio amueblado con buen gusto. En
las paredes hay reproducciones de cuadros y está iluminado con artefactos de bronce que
crean un ambiente cálido.
La mujer ha estado allí muchas veces. Es el lugar de los encuentros secretos con el
hombre que ama. Decidió venir aquí a tratar de entender por qué él había cambiado
tanto, por qué se mostraba esquivo y la celaba por cosas mínimas, por qué la interrogaba
sobre qué había hecho en el curso del día, con quién había hablado, si aún lo seguía
queriendo. En sus cavilaciones recuerda momentos más felices: las largas pláticas en que
se miraban a los ojos y se contaban las cosas más nimias y las largas caminatas tomados
de la mano.
Cuando él supo que ella iría a la torre decide esperarla allí para ejecutar su plan. Pero
le cuesta decidirse a actuar. Algo le dice que no es realmente lo que debe hacer. La luz de
un relámpago ilumina por un instante el recinto y luego se oye un trueno lejano. El grito
de la naturaleza parece barrer sus vacilaciones. Con el cuchillo en la mano sube tras de
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ella, penetra en la habitación y sin mediar palabra la hiere en un costado. La sangre que
mana de la herida vuelve más púrpura el rojo del vestido.
Ella, desesperada, pregunta “¿Por qué? ¿Por qué?” Él, atropellándose con las palabras
y a los gritos le dice que sabe todo, que ella no lo quiere más, que le es infiel, que todos
sus juramentos de amor han sido falsos y, finalmente, que la prefiere muerta antes que en
otros brazos.
Sosteniéndose el costado herido con ambas manos, ella lo mira con piedad infinita.
Intenta explicarle que lo ama, que todo lo que acaba de enrostrarle son infundios
producto de su imaginación delirante y de sus celos enfermizos. A medida que ella le
habla él va dejando de gritar e intenta escucharla. En cierto momento sus dudas se
disipan, empieza a creer en lo que ella le dice y se da cuenta de la espantosa enormidad
que acaba de cometer. Le besa las manos y la cara y le pide perdón, perdón. Trata de
detener la hemorragia comprimiendo la zona herida hasta que se da cuenta de que sus
intentos son vanos. Entonces le dice que va a buscar auxilio, que espere un momento, ya
vuelve, pero antes necesita pedirle algo: que no lo delate, que no le diga a nadie que fue
él quien la hirió, para que puedan volver a estar juntos y felices como antes.
Con los labios yertos ella murmura un sí. Un violento escalofrío estremece su cuerpo.
Y él se va. Enloquecido, sale a la calle y grita, gime, llora, tratando de que alguien lo
auxilie. Finalmente encuentra a un policía y ambos suben a la carrera por la escalera de
caracol. Por debajo de la puerta de la habitación se extiende un reguero de sangre que se
ensancha más y más. Cuando entran encuentran exánime a la joven herida. Él se arroja
sobre ella y trata de reanimarla con sus besos y caricias.
Es inútil. La mujer de rojo está muerta.
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La taza de café
Graciela Querzola
Edward Hooper, Automat (1927)
Con la taza de café entre las manos para calentarlas como de costumbre, Mariana
observa el camino sinuoso del humo ascendente que se desprende de la taza y recuerda
cuando en su juventud practicaba ese rito en soledad, más tarde fue junto a su
compañero mientras planeaban el futuro y luego con sus hijos con los que reía cuando
sentían como ese pequeño calor entraba en el cuerpo. Ahora, otra vez sola, rememora
esos momentos y piensa en el círculo que se forma cuando el pasado y el presente se
juntan en la repetición de hechos cotidianos que antaño estuvieron poblados de voces y
ahora es el silencio quien la acompaña.
Su vida fue una sucesión de hechos que pasaron en forma muy rápida, desde aquellos
días de estudiante, cuando junto a sus compañeros pasaban las noches en vela para poder
cumplir con la entrega de trabajos y entonces era el café la compañía. Luego, ya sola en la
vida, el café la acompañaba en sus tareas profesionales. Más tarde llegó el compañero que
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ella pensó sería para siempre. Pero no fue así y un día él partió para ese viaje del que no
se regresa. Pero no quedó sola porque unos niños la miraban desde su inocencia y a ellos
les dedicó todo su amor y su lucha diaria por enseñarles a vivir. El ritual del café estaba
presente junto con sus risas y sus descubrimientos.
El tiempo pasó, las enseñanzas dieron sus frutos y cada uno buscó su destino, tal como
ella les había dicho, que debían sentirse libres y no atados a circunstancias; el café servido
en esa taza blanca, seguía siendo quien estaba a su lado. El círculo se cerraba tal como
había comenzado.
Pero en realidad, si bien pasado y presente se juntan, no es en un círculo, sino en
espiral y Mariana ve cómo en ese espacio vacío en que se ubica el tiempo se encabalgan
espiraladas las imágenes que inexorablemente no volverán a repetirse. Observa el humo
que se eleva y piensa cómo cada cambio en su vida significó nuevos desafíos, otros
paisajes, otras tareas, un dar la vuelta por arriba para caer en otras perspectivas y siempre
con la presencia de la taza de café calentando sus manos. No se siente triste, por el
contrario, se siente satisfecha de poder estar rememorando sin dolor episodios que
marcaron su vida y que le dan la certeza de decir, al igual que el libro de Neruda, confieso
que he vivido.
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Marta G. Rodríguez
(Imagen tomada de http://religionysanteria.blogspot.com/2010/02/por-que-se-usan-las-piedras-en-el-
santo.html;)
La mirada en las piedras
Quise develar el secreto
Leyendo los signos de la piedra
Y encontré tus ojos,
Me miraste
Luego de cruzar todos los siglos.
Comprendí que mis estrellas
Fueron también las tuyas
Aún cuando atardece
Se asoman arañando el cielo.
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La vida se entrelaza
Desde la escritura,
La palabra nos une
Distante y misteriosa
Es la dureza de la piedra que te trajo a mi tiempo
Provocando el asombro.
Encuentro
Apenas un pájaro
enredando el viento
tu boca
enrojece frases
mientras
se espigan sombras en la tarde
un silencio de hoguera
domina la oscuridad del aire
mi cuerpo
como un reloj de arena
tartamudea
en el regazo profundo de la noche
Naturaleza
Tenemos raíces
somos una germinación precisa
un cuerpo
la semilla abrigada
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por el viento de los sueños.
Cada uno lleva un brote
doblado por la espalda
obedece al fuego de su volcán
y sus cantos que dan la fiesta
navegan y recuerdan.
Somos el espejo,
la palabra cansada de los rostros
gajos del ramaje
que se esfuerza por llegar
a las fronteras de la vida.
¿Ves, aquella campana desde los altos puentes?
sabíamos de naufragios
y hablábamos con gestos,
creamos el capullo, la flor
la memoria para evitar el hastío.
Somos la sangre
el roce que se derrama
con el rumor húmedo del sur.
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Tiempo
María Emilia Zalba
Hay momentos en los que el tiempo corre acompañando el tic tac del reloj. Es el
tiempo de las alarmas, del mareo de puertas giratorias de los bancos, de las cajas de
cambio de los autos último modelo, de los ascensores en perpetuas carreras de Zanones y
tortugas, de previsibles semáforos, de corbatas que apuran el almuerzo, de celulares
fabulosos, de las acciones de la bolsa, de la cotización del dólar, de bits y bytes, de cajeros
automáticos. Es un tiempo predecible, monótono y hasta a veces, apurado.
Pero hay otros momentos en que el tiempo se derrite como los relojes de Dalí. Es el
tiempo que tardan las gotas de lluvia en formar un charco, el de beberme este café, el de
escuchar una y otra vez esa canción, el de tipear jeroglíficos del alma, el de contar el ir y
venir de los barcos en el río, el que tardan las nubes en ser otra cosa, el que necesita una
hamaca para volver, el de llegar al cielo de la rayuela, el que se toma un caramelo para
deshacerse en tu boca. Es un tiempo que no se mide; se alarga con una ausencia pero
desaparece con una mirada.
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ÓPERA PRIMA
BLOG DEL TALLER: “La trama textual de Ópera Prima”
http://www.latramatextualdeoperaprima.blogspot.com.ar/
e-mail: marmaralicia@yahoo.com.ar
TE: 341-4480750 / Rosario, Argentina