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Las zapatillas radioactivas
Capítulo 1
—Entonces usted lo vio pasar.
—Sí. Dobló en la esquina de Chacón.
—Y era él el que manejaba.
—¡Pero comisario! Ahí en el parque estoy de control, era mi turno.
—Pasó en el ómnibus 135.
—Cómo que el 135. En el de él, el 1863.
—El agente dijo que era el 135.
—¡Ah! Aclaremos dijo un ciego. Corría en la línea 135, pero era el 1863.
—Era el 1863, el de Almada.
—Él estaba asignado a esa unidad.
—¿Está seguro de que él iba al volante?
—Sí. Ya lo declaré tres veces.
El interrogado se encogió de hombros. Llevaba la chaqueta gris y la corbata roja
de los empleados de la Empresa de Transportes Municipales, estaba despeinado y
con visible cansancio. El rostro, aplastado como el de un boxeador, empezaba en
una frente pequeña, reducida por el pelo que le llegaba a los ojos. Hacía un buen
rato que estaba sentado frente al comisario Segarra. Ante la oficina pasaban agentes
cachacientos. Toda la comisaría olía a pies sucios y desodorante barato, a tabaco y a
papeles amontonados, a pisos de tablas roñosas, a decrepitud. Las paredes del
despacho de Segarra estaban pintadas al aceite, de un verde rabioso; tenían
lamparones claros y franjas de roce a la altura de los respaldos de las sillas. En el
techo —alguna vez blanco, ahora amarillento ahumado— una lámpara de tubos
fluorescentes brillaba las veinticuatro horas del día, ya que la única ventana tenía
los vidrios esmerilados y quedaba al otro extremo. Segarra insistió:
—Vamos a ver. El 135 entonces pasó como siempre por el control.
—No, comisario. Es decir, sí, pero ya había avisado que salía de línea.
—Pasó en hora.
—Sí, a las 15.08, como tenía que ser.
—Y circulaba en dirección Sevilla.
—Si no, no tendría que controlarlo yo, se entiende.
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—No, no se entiende. Yo no soy empleado de la ETM. Conteste a lo que le
pregunto y a lo mejor hoy se va a su casa. ¿No tiene ganas de irse a su casa?
—¿Es que usted pensaba dejarme aquí?
—Quién sabe.
—Pero... ¡hágame el favor!
—Éste es un asunto raro y a nosotros nos pagan el sueldo para desenredar
asuntos raros.
Segarra echó el cuerpo contra el respaldo de la silla y se ajustó el cinturón. Estiró
con el dedo el nudo de la corbata y sintió el cuello de la camisa húmedo de sudor.
Tantas veces había pedido un ventilador eléctrico para ese cuchitril mugriento
donde tenía que trabajar, pero todo quedaba en promesas. Una cerveza, una cerveza
bien helada en El París Chiquito era lo que necesitaba y que se quedaran con el
ventilador si le daban una cerveza friísima. Esperó un instante pero el hombre no
dijo nada más. Mientras mantenía la mirada en el piso se rascó una axila y un fuerte
olor llegó hasta la nariz de Segarra.
—Muy bien —dijo éste. A las 15.08 el ciudadano Gastón Almada Salmerón pasó
manejando su ómnibus 1863 por la garita de control de avenida de la Raza en el
parque Alborada y dobló por la avenida Chacón en dirección Sevilla. ¿Es así?
—Así es. Se llama ”pasó al comando de la unidad 1863”, si quiere ser más
exacto.
—¿Usted me está jodiendo?
—No comisario, para nada, pero es así como se dice y no quisiera ser
malinterpretado.
—Bueno. Voy a cambiar la redacción.
Buscó un nuevo formulario. Empujó la máquina de escribir hacia un costado,
ordenó un par de informes en un ángulo del escritorio, hizo lugar entre otros
papeles, volvió a tomar el lápiz y escribió: declaración de Atilio Pérez dos Santos.
Edad: 32 años. Domicilio: Prolongación General Cabrera 4565. Asunto: accidente y
desaparición.
—Al comando de la unidad, entonces —dijo. ¿Y después?
—Después dobló por Chacón y chocó contra el auto estacionado, y entonces ahí
fue que se descubrió que él no estaba al volante. Pero eso ya es cosa de otros,
porque yo no sé más.
—Según los testigos, cuando escucharon el choque miraron al autobús y no había
nadie en él. Nadie se bajó, nadie abrió las puertas. Nadie. ¿A usted qué le parece?
—Yo lo vi. Era él. Por los bigotes. Levantó el brazo para saludarme, hizo señal
con los reflectores, esperó el semáforo y aceleró, dando la curva. Desde el puesto no
se ve Chacón, oiga. Cuando vino el patrullero me preguntaron lo mismo que usted.
¿Me puedo ir? Está de calor y vivo lejos.
Por fórmula, Segarra le preguntó si no quería agregar nada más y el hombre, ya
con medio trasero fuera de la silla, contestó que no. Lo peor, para Segarra, era que
él tampoco sabía nada más. El ómnibus había chocado y no había habido
contusos; nadie estaba adentro, nadie manejaba. El vehículo venía a velocidad
normal, es decir de peatón, y hasta el momento en que atropelló a un viejo
Chevrolet Impala 1959 ningún transeúnte le había dado importancia. Sí, decía 135 y
decía Depósito en el indicador de ruta. Eso era todo. Debería de estar, aún, medio
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atravesado en la vía de tránsito. Segarra estiró los brazos, bostezó, y entonces sonó
el teléfono:
—Segarra, hable.
—Segarra, m’ijo. Buenas tardes —escuchó la voz aguda, gangosa, ronca y
burocrática del Coronel, nada menos que del Coronel, el jefe de la policía de toda la
capital.
—Buenas tardes —respondió y pensó maldita costumbre la de llamar m’ijo a
todo el mundo; debería contestarle sí papi y después buscar otro empleo.
—Segarra, es mi deber como jefe superior ante mis subalternos anunciarle que
este acontecimiento del chofer desaparecido tiene prioridad. Ni siquiera habría que
descartar un suceso paranormal. La sangre y el agua no se mezclan, Segarra. ¿Me
comprende?
—Creo que sí, coronel.
—Usted tiene ahí unas balaceras y unos contrabandos de los de todos los días
¿no?
—Efectivamente, coronel.
—Deje todo. Encárguese con exclusividad excluyente de esto.
Segarra cayó en la cuenta de que aquí había una nueva oportunidad de retomar
una antigua lucha, la lucha por lograr la asignación de un vehículo de servicio.
—Imposible, coronel. Lo lamento.
—Lo va a lamentar más si no lo hace. Usted fue elegido Policía del año y esto
pone en juego su capacidad.
—Coronel, sin transporte propio es imposible.
—¡Ah! Usted es listo, m’ijo. Chantaje, con premeditación y alevosía. Usted hace
un autochantaje. ¿Y qué dice Guzmán?
—Dice que la comisaría no puede disponer de más vehículos. No hay plata, usted
sabe, los marcos presupuestales.
—Muy bien. Yo respeto inverosímilmente, y óigame bien, inverosímilmente la
autoridad de mis mandos intermedios. La inspectora Guzmán es su jefa y es la
cabeza regente de usted mismo, entonces. Mi confianza en su capacidad de ella y de
usted mismo es bastante ilimitada. Si la dirigente de la comisaría más activa, bella e
importante de nuestra ciudad indica e insinúa que yo tengo que arreglar el asunto,
pues, lo arreglo. Mañana. Segarra: el futuro es suyo. Le envidio la predisposición.
Segarra pensó que ahora existía la posibilidad de que, por fin, le asignaran un
coche. Lo de la sangre y el agua sería una referencia a la ETM en cuya dirección
estaba un primo lejano del Coronel. Además lo indispuso la mención a su título de
Policía del año: había sido dieciocho veces Policía de la semana, tres veces Policía
del mes y al fin Policía del año, según el sistema de estímulos que el anterior jefe de
personal había aprendido en los Estados Unidos. Los diplomas, pitos y gorritos de
colores que acompañaban a los títulos descansaban en un cajón, mientras el creativo
jefe se desempeñaba en una ex empresa del Estado, privatizada. Ya no hay más
Policía del año. Tranquilo, Segarrita. Decidió que al día siguiente establecería un
plan de trabajo y distribuiría tareas entre el personal a su cargo, es decir, en primer
lugar su asistente, el cabo Dorival Santacruz.
Fue a lavarse las manos. Si su escritorio parecía un cambalache, el baño tenía
todo el carácter de zona siniestrada: dominaba un profundo olor a creolina, las
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baldosas del piso estaban rotas y gastadas; lo iluminaba una lamparilla cagada por
abundantes moscas quienes también habían decorado los espejos, atacados de
viruela y eczemas. No era seguro que en los lavamanos hubiera agua y cuando la
había se filtraba por craquelados y rajaduras reparados con cemento blanco. Y ésta
era la comisaría Primera, la del distrito Central, pues en las comisarías de los barrios
dominaba otro estándar: peor. Orinó en uno de los oscuros excusados; se lavó; sacó
el peine y humedeciéndolo lo pasó por su pelo lamido y aplastado contra el cráneo,
volviendo a hacerse la raya justo en el medio. ”Parecen las alas de un gallo negro”
le había dicho una vez una mujer. Eso le había gustado. Las alas de un gallo negro,
Segarrita, pero es hora de irse. De todos modos podría pasar por Chacón y darle una
mirada al ómnibus. Después seguiría hasta el barrio San Ildefonso y llegaría a la
cantina.
Salió caminando con lentitud por la calle Río Amazonas. La comisaría del
distrito Central funcionaba en un antiguo edificio, alguna vez un convento
franciscano, y tenía por vecinas a la Dirección regional de policía, donde mandaba
el Coronel, y la Academia policial, donde éste enseñaba a las futuras generaciones
de guardianes ciudadanos. De las gruesas paredes reverberaba el calor en olas
implacables: en las calles angostas del centro viejo no había árboles y la brisa era la
llama de un soplete cargada de tóxicos. Quedaba la esperanza de que refrescara a la
noche, pero ya estaba comenzando el atardecer y no daba ninguna garantía de que
así fuera a pasar. Segarrita, hay que aguantarse no más. Se aflojó la corbata, tan
mojada de sudor que parecía un fregón de lavar platos, entreabrió el cuello
ensopado y pegajoso de la camisa y estiró las solapas, húmedas, de su chaqueta
liviana. Por Río Amazonas llegó a Chacón. En la concurridísima avenida, el olor
dulzón de los escapes se sentía especialmente fuerte y el aire contaminado de
combustible le produjo un instantáneo dolor de cabeza. Eso no era normal —pensó
— pero si lo normal era ese aire, entonces quién podría ser normal. Entre la niebla
grisácea del esmog y las caravanas de vehículos vio al ómnibus del crimen.
Era un Volvo nuevo de carrocería brasileña, amarillo y azul como todos los
vehículos de la ETM. Estaba semiatravesado en el carril, como si hubiese
comenzado a meterse a un inexistente garaje. Delante había un Impala 1959 con una
de las enormes aletas cromadas de la cola casi demolida. A juzgar por el óxido que
aparecía entre las chapas rotas, el estado del Impala, ya antes del golpe, había sido
de decadencia. En torno al accidente, motores y bocinazos aturdían y los estresados
conductores pasaban a la mano contraria para poder superar el obstáculo. Para peor,
en la esquina estaba la parada de las líneas para Ensanche y Cañaveral: la avenida
Chacón y los alrededores del mercado Presidente Urdaneta eran el centro del
comercio popular. En la puerta de la tienda Gran Gigante, justo en donde el choque
se había producido, habían altoparlantes y la música de Oscar D’León, el Rey de los
soneros, acompañaba a un paisaje urbano que se podría calificar de cualquier cosa,
menos de apacible.
Segarra se abrió paso por entre los curiosos, los vendedores callejeros de ropas y
caramelos, radios y cigarrillos de contrabando y los comerciantes que aprovechaban
la vereda como un escaparate suplementario. Parado junto a la puerta del 135 estaba
Santacruz, oscuro y pequeñito, con ojos de campesino asustado y un uniforme
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armado de a pedazos, ya que, aún sin salirse de las normas, el color de las prendas
presentaba amplia variación.
—¿Qué me dice, Santacruz?
—Pues aquí, comisario. De guardia.
—¿Y?
—Nada.
—Voy a subir a mirar.
—Los de la Técnica ya miraron, comisario. Les dio un trabajal la puerta de
adelante, les dio, y subieron por atrás.
—¿Por qué?
—El hidráulico se dañó con el trancazo y la puerta quiso magullarse también,
pero la trasera se abre así nomás. A lo mejor abiertita la dejaron. Tiente, comisario.
Segarra probó a empujar las hojas de la puerta trasera, éstas cedieron. Subió al
vehículo y comprobó que todo aparentaba normalidad: ningún signo de violencia,
ninguna cosa fuera de lugar. El asiento del conductor estaba girado hacia el pasillo
como para permitir la salida y la palanca de los cambios automáticos indicaba
”marcha”. Sorprendentemente, olía a nuevo y limpio. Por las ventanillas veía el
viscoso devenir de los taxímetros y camiones, las motocicletas grandes, medianas y
pequeñas, los otros buses que estremecían el asfalto con sus aceleradas. Todos
llevaban ya los focos encendidos y también los faroles callejeros estaban en
función. La música esa me tiene podrido, pensó Segarra cuando la charanga
prevaleció sobre el escándalo del tráfico. No había nada para ver allí adentro: ni
siquiera intentó revisar el puesto de comando pues la Técnica lo debería de haber
hecho. Además tenía calor y la insistente cumbia en los parlantes lo llenaba de
inquietud. Descendió.
—Bueno, Santacruz, lo dejo. ¿A qué hora lo relevan?
—Después llega Bonifaz y me voy para las casas.
—La señora lo espera.
—Sí pues comisario, la Deolinda, qué cosa la vida, me espera sí, comisario.
Digo. En las casas. Allá.
Por los altavoces tronaban ahora Ricky Padilla y Los Bamboleantes, los
creadores del ritmo del fuqui-fuqui. Segarrita, huye antes de que te vuelvan loco.
Siguió por Chacón para abajo, pasó frente al mercado Presidente Urdaneta, y se
acercó poco a poco a San Ildefonso. Dobló por el callejón del Chorro y atrás
quedaron el ruido y el tráfico, y una brisa como si alguien hubiera abierto una
ventana le dio la bienvenida: El París Chiquito lo esperaba con mesas en la vereda y
el aroma del espiedo. En la cantina, y sin quererlo, se vio envuelto en una discusión
estúpida sobre los cafés.
—Si esta cueva de borrachos se llama El París —dijo Ganduglia— tiene que
tener intelectuales. A falta de pan, nosotros somos los intelectuales, Segarra.
Debatieron si el café era un invento italiano, arahuaco, etíope o turco, aún
finlandés igual que el tango, propuso un parroquiano. El abogado Segarra —no eran
parientes pero así es la vida y todo el mundo le preguntaba a Segarra si este otro era
su primo— lanzó la teoría de que sin Europa no habría café, o sería al igual que el
matecito de yerba limón, un producto de consumo local. Segarra —el comisario—
se despidió amablemente para irse a dormir. Era la noche de un lunes.
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Como Segarra vivía solo no tenía ante quien quejarse y por lo tanto a la hora de
empezar un nuevo día solía estar de mal humor. El martes, su rutinario trayecto al
trabajo le resultó especialmente falto de incentivo. En el segundo piso del vetusto
edificio conventual, su despacho lo esperaba con el tufo acostumbrado, las
quejumbrosas tablas del piso y la eterna luz fluorescente. A esa hora entraba el sol
por la ventana esmerilada y el verde de las paredes brillaba en toda su esplendorosa
miseria. Se quitó la chaqueta y se sentó, y en ese momento tomó una decisión: no
podía trabajar más en esa pecera de aire inmóvil, en ese mar de los sargazos. Salió
al corredor y fue tanteando las puertas de las otras oficinas, saludó con una forzada
sonrisa a la inspectora Guzmán, ya en su puesto, dejó atrás el tramo que
correspondía a la comisaría Central y entró al de las brigadas especiales. La puerta
de la brigada del Vicio estaba abierta. Escritorios desordenados ocupaban una sala
de paredes rojo vino y textura apergaminada. Lo más importante: allí había varios
ventiladores. Eligió uno que adornaba una mesa sin propietario definido. Avanzó en
puntas de pie, buscó el enchufe en la pared, desconectó el aparato, lo tomó bajo el
brazo y salió lo más rápido que pudo.
Una vez reinstalado en su despacho lo encendió y el primer chorro de aire echó a
volar la mitad del trabajo de la semana anterior. El malhumor creció, pero también
la satisfacción del triunfo: tenía ventilador. Ahora, era necesario plantar bandera.
Buscó una etiqueta engomada en sus cajones. Nada. Fue hasta otro escritorio, pero
los cajones estaban prolija, ejemplar y policialmente cerrados con llave. Volvió a su
mesa con peor humor aún. No se iba a dar por vencido. Del fondo del caos
consiguió pescar un rotulador negro y con él escribió ”SEGARRA no tocar” en la
carcasa del artefacto. Entonces sí, comenzó a poner orden, pero la comisaria
inspectora Guzmán lo llamó por teléfono: quería tener una entrevista con él. Sus
escritorios quedaban puerta por medio. Segarra caminó cinco metros y enfrentó a su
superiora.
En la oficina de la inspectora todo estaba pintado de blanco, con muebles nuevos
de color blanco y lámparas blancas, cortinas blancas y paredes empapeladas de
blanco. Allí no cabían ni la mugre ni la duda, ni la penumbra aplastante que
dominaba en la comisaría. A lo mejor, ella misma había pintado y arreglado todo,
brocha y martillo en mano. La señora tenía aspecto autoritario y evidente confianza
en sí misma.
—Estaremos de acuerdo —comentó— en que nadie puede desaparecer de un
ómnibus cerrado, a las tres de la tarde, en medio de la ciudad, ante la vista de
cientos de mercaderes y transeúntes, peatones y pasajeros.
Segarra estuvo de acuerdo. Las maestras escolares, los vendedores de aspiradoras
y la comisaria Guzmán le producían profunda inseguridad.
—¿Tiene suficientes recursos de personal? —preguntó ella.
—Santacruz, seguro; algún otro, puede ser.
—Disponga de medio Carmelo.
Acordaron que la mitad disponible de Carmelo sería dedicada al papeleo: para
eso era bueno, el cabo Carmelo.
—Lo felicito por haberse maniobrado un automóvil. Le va a ser necesario —
siguió ella.
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Ves, no te has movido en un año y el Coronel me lo consiguió de un solo
telefonazo, pensó Segarra y dijo.
—Es un gran honor. Sin embargo quiero hacerle una pregunta pero no sé si
corresponde.
—Usted sabe que no tengo ningún problema en cerrarle la puerta a quien sea, si
no quiero que pase —dijo ella.
—Bueno, es que —siguió Segarra— me sorprende, diría yo, que el Coronel me
haya encomendado especialmente el caso.
—Y que encima, tenga méritos o no, le haya dado un auto. Tampoco me lo
explico, pero es una orden, Segarra. Cuente con los recursos de la comisaría,
movilice al batallón de Ingenieros si lo necesita. Que tenga suerte —dijo, se paró y
lo despidió.
Bueno, no queda otra: hay que salir de este atolladero. Por ahora sabemos que
pasó por el control y cien metros más allá chocó. El hombre llevaba el ómnibus a
depósito pero en vez de entregarlo se había disuelto en la nada. Si en esos cien
metros el ómnibus se hubiera detenido para que el chofer bajase, entonces, ya sin
chofer, no habría vuelto a arrancar. Almada se había hecho humo. Alguien habrá
advertido ese humo. Santacruz preguntará por los comercios de la cuadra.
Sacó una hoja del archivo de cajones chirriantes, corrió con el brazo castillos de
papel, encontró un lápiz mecánico y escribió una notita innecesaria. Dobló el apunte
y tanteó la parte inferior de la tapa de su mesa para ubicar el borde de la cajonera.
En ese momento sintió que, debajo de la tabla, había un papel que colgaba en
comba. Corrió la silla y se inclinó a mirar, y sí, una hoja de máquina fijada por dos
de sus bordes describía un arco en el aire. Allí abajo. La hoja debería haberle rozado
las rodillas, pero no lo había hecho. La despegó con cuidado y comprobó que estaba
escrita con letras rojas. No eran letras de mano conocida ni jamás —por más
relajado que fuera para sus documentos— se le hubiera ocurrido pegar un papel con
cinta engomada abajo de la mesa. Leyó: ”Segarra: hay cosas gordas. Discresión.
Firmado: Anónimo. Destrúyase”. Dudó si ”discresión” mostraba la ortografía
correcta y pensó que eso de ”Firmado: Anónimo” era bastante idiota.
¿No sería en broma? Con seguridad era una broma. Dobló el mensaje y lo
guardó, junto con su apunte, en el bolsillo del pantalón. Anónimos, a mí. Se puso de
pie y salió a desayunar a la cantina policial, al fondo del segundo patio donde unas
palmeras luchaban por sobrevivir. Caminó por las arcadas y desde algún lugar entre
los arcos y columnas escuchó una voz que reclamaba por su ventilador.
El informe de la Técnica había venido acompañado de una nota de Menguele, el
director del laboratorio, quien le recomendaba a Segarra morigeración en lo sexual.
Primero con cierta simpatía, luego con disgusto, asimiló el contenido y la tiró a la
basura. Menguele era baboso: tenía los labios siempre bañados en saliva y la
escupía en cada papelera o maceta que encontraba, evitaba hablar en serio y su
aspecto era negligente. Los Chicos —así se autodenominaban los asistentes de
laboratorio— le habían enviado un resumen sin formalidades. Del piso del vehículo
se habían recogido pequeños objetos, que no podían ser más que desperdicios. Las
únicas huellas digitales halladas en la palanca de cambios y el volante
correspondían a la misma persona, a Almada, según el registro nacional. La tapa de
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inspección del motor había sido abierta recientemente y la puerta de emergencia
tenía aún el precinto de fábrica. No venía al caso. Única irregularidad advertida: la
puerta trasera mostraba una deficiencia en la conexión del aire comprimido, la
manguera estaba suelta y no podía descartarse que alguien hubiera aflojado el
zuncho de sujeción con alguna herramienta, aunque también podía ser un descuido
de mantenimiento. El zuncho, en todo caso, había sido recogido del piso. Si la
manguera no estaba conectada, la puerta podría abrirse empujándola. Los daños del
choque no iban más allá de láminas abolladas, focos rotos y una deformación de la
puerta delantera.
En la última hoja venía una copia del contrato de empleo de Almada que incluía
una foto carné. Segarra la miró distraído, luego fijó la vista en ella y la siguió
contemplando. ”A este hombre lo conozco”, se dijo, pero le fue imposible precisar
de dónde. Almada usaba un bigotazo a lo charro y su cara daba impresión de cierta
elegancia vulgar, algo así como si un niño bien educado se hubiera hecho
proxeneta. Segarra leyó la frase final: si el oficial encargado del caso no requería
nueva inspección, el vehículo debería devolverse a su propietario a la brevedad. El
oficial encargado del caso, él, no veía motivo para demoras. El primo lejano del
Coronel podía recuperar su autobús. Recibió un nuevo llamado de éste:
—M’ijo querido, su jefe no falla. Vaya a hablar con Pordenone y arregle lo del
vehículo. Combustible y mantenimiento son cosa suya, reparaciones le pueden
hacer en talleres. No exija estereofónico ni refrigeración. Segarra, agárrese de lo
que haya. Desarmonía en los detalles implica obliteración del todo.
Excitado, Segarra telefoneó a Pordenone, el jefe de Automotores, y éste le dijo
que algo tenía, que lo esperaba cuando él quisiera. Llamó también a la Empresa de
transportes. Varias voces le dijeron ”Ete eme, ¿con quien quiere hablar?” y varias
veces explicó su asunto. Las voces decían entonces ”un momentito por favor”,
pasaban la comunicación a otra extensión y de nuevo tenía que explicarlo. Al fin
llegó hasta la encargada de Bienestar del personal, quien se presentó como Susana.
—¿Cómo puedo ayudarlo? —dijo grave y sedosamente.
A Segarra se le produjeron pequeñas olitas de sentimientos agradables a lo largo
de la columna vertebral.
—Por el momento, quisiera antecedentes del desaparecido.
—Qué historia ¿no? —dijo ella. Hacía poco tiempo que trabajaba aquí.
—¿Perdón? —dijo Segarra.
Estaba dedicando demasiada atención a la suntuosa voz de terciopelo y poca al
mensaje que ésta transmitía, y porqué todo el mundo compararía la voz con
materiales textiles. Preguntó:
—¿Usaba bigote?
—¿Tiene importancia?
—Todavía no sé.
—Tenemos tantos empleados. Si tiene importancia, pues, lo pregunto. ¿Usted
piensa que lo mataron?
—Sin pensarlo dos veces pienso que puede ser —contestó con tono autoritario,
dándose importancia.
Notó el disparate.
—Es increíble.
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—No se ve nada que lo indique pero vamos a ver.
Nuevo disparate. Síguele así, Segarrita, que esa mujer te lleva por buen camino.
La Voz agregó:
—No tengo más información por el momento...
—Gracias por la ayuda. De cualquier manera tendremos que seguir en contacto...
Susana...
—Con mucho gusto. Pida en la puerta por mí.
Pido, exijo, clamo, ruego, suplico, solicito, golpeo, toco el timbre, la campana, el
claxon, pido de rodillas, de hinojos, de perejiles, de manos juntas, de favor, de
desesperación. Segarra colgó y quedó mirando el vacío.
Carmelo era alto y flaco como un maratonista etíope.
—Usted —le dijo Segarra— va a encargarse de la burocracia.
—Empiezo con la vaina.
—Empiece. Resuma lo que sabemos.
—Pues, bien nadita.
—Espérese, entonces.
En esos trámites se había ido la mañana. El Policía del año se arremangó la
camisa y caminó en compañía de su asistente el cabo Santacruz hasta el último patio
en busca de almuerzo. Habían regado los macetones y el pasto ralo de los canteros,
y un vaho agradable disminuía el calor. En la cantina reinaban sin competencia el
fuerte olor a comida, el ruido de las conversaciones, las colas de clientes, las
moscas y el sudor.
Un patrullero los alcanzó hasta Automotores, en las afueras de la ciudad. Las
instalaciones constaban de una vieja casona campesina y un espacio de tierra
apisonada que se continuaba en un potrero. Muchos años atrás había funcionado en
el solar un tambo o caballeriza y desde ese entonces existían allí la casa, un galpón
y techados a lo largo de dos bardas de anchos adobes. En la casona, gracias a los
techos altos, las ventanas pequeñas y el aire que entraba desde el campo abierto,
había un ambiente fresco y modorriento. Los limpios pisos de ladrillo pulido, aún
desparejos, se veían dignos. Para sorpresa de Segarra había orden, modernos
archivos, equipo de ordenador, hasta plantas. Ante el escritorio estaba sentado un
hombre joven y rubio: Pordenone.
—Ustedes nunca habían estado aquí ¿No? —les preguntó.
Santacruz negó con un gesto.
—No. La verdad, me sorprende lo bien organizado que tiene esto —comentó el
comisario.
—Se trabaja duro aquí. Estos son los vehículos disponibles.
Le alargó un fajo de hojas impresas.
—¿Le importa si me quedo por ahí y busco uno con tranquilidad?
—Para nada. Pasen al fondo. En la cocina hay café.
El jefe los acompañó, sacó de un armario tazas desportilladas y una jarrita con
esencia de café, tomó la caldera con agua hirviendo de sobre una vieja cocina de
leña, sirvió y ofreció azúcar. Los dejó. Segarra sacó a la galería dos taburetes de
tablas rústicas, los puso contra uno de los palos que sostenían el techado y se sentó
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a la sombra con Santacruz. Provenían del galpón los inconfundibles ruidos
metálicos propios de un taller. Atrás, estacionadas en hilera, estaban tres muy
notorias tanquetas policiales de ruedas altas, símbolo de odio más que de orden.
Segarra sintió la tentación de sacarse los zapatos pero se conformó con aflojarse los
cordones. Tomó un trago de café y empezó a leer.
—Elija máquina grande, comisario. Pesada ha de ser —comentó Santacruz.
En la lista figuraban los automóviles que habían cumplido la ”Regla de los seis
meses”: todo vehículo envuelto en algún asunto ilegal quedaba depositado durante
ese plazo. Si nadie lo había reclamado o pagado multas o quién sabe qué, pasaba a
disposición del ministerio de Gobierno por tiempo indefinido. Era una manera de
conseguir vehículos para el Estado sin aumentar los impuestos. Santacruz sugirió un
Chrysler del ’78. Segarra opinó que manejar eso sería como maniobrar un
portaaviones en una bañera. Además, tenía que pagar la gasolina y no era
propietario de ninguna de las Siete hermanas del petróleo mundial. Dudaba entre un
Fiat y un Austin. Entonces regresó Pordenone.
—¿Todo bien, comisario?
—Gracias por el café. Muy sabroso.
—Es de la hacienda de mis padres.
—Ajá. ¿Se vino de la sierra para aquí?
—Trabajo y estudio leyes. Cuando me reciba me vuelvo a la sierra.
—No se vaya. Es raro que las cosas funcionen, en este país.
—Esa es nuestra normalidad, comisario. Otra no hay. Las cosas funcionan como
pueden y no hay que sufrir. ¿Eligió carro? Yo le recomendaría un Nissan.
—Ese mismito —dijo Segarra y se evitó más problemas de conciencia.
—Usted perdone, señor jefe —dijo Santacruz a Pordenone. De mí está hacerle
una pregunta, si no es molestia. ¿Ese Nissan cuánto tiene de compresión? ¿Es de
diferencial autobloqueante? ¿A cuántas vueltas da el momento de torsión?
Pordenone lo miró, miró a Segarra, otra vez a Santacruz, y dijo:
—No tengo ni la menor idea.
—¿Y usted de donde saca esas cosas? —comentó Segarra.
Santacruz hizo un gesto incomprensible: a la vez que su cabeza indicaba sí, cerró
los ojos tres veces seguidas y movió los labios repetidamente hacia arriba y hacia
abajo.
Se llevaron un Nissan de cuatro puertas algo cascoteado, blanco y rojo como los
taxis. El interior del coche mostraba asientos y alfombras rotosas y el metal de los
pedales estaba a la vista, pero el motor sonaba confiablemente y el autito frenaba
cuando así le era indicado.
Segarra manejó por la autopista con mucha prudencia, inclinado hacia adelante y
con ambos antebrazos sobre el volante de modo que su cara casi tocaba el
parabrisas. Mediante complejas maniobras logró meterse y estacionar en un espacio
escaso, cerca de la comisaría. Miró el Nissan con satisfacción de propietario,
suspiró y se encaminó hacia la escalera de entrada.
En la comisaría, ninguna novedad. Decidieron ir a estudiar el terreno de los
hechos y salieron caminando. A pesar del calor implacable, la avenida Chacón
estaba llena de gente. Los vendedores que no habían tenido la suerte de ocupar un
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lugar al lado de alguno de los raquíticos y descuidados árboles urbanos,
desplegaban sombrillas y toldos improvisados. En medio de tanta cosa sería un
milagro que alguien hubiese percibido detalles del accidente. Ni un ómnibus se
puede ver entre el náilon en rollos y los carteles de ofertas, entre las mesas de
chocolatines o de relojes de chafalonería.
Santacruz practicaba un paso elástico, como el de esos monjes tibetanos que
caminan decenas de quilómetros en trance, casi sin tocar el piso. Por la dirección de
la visera de la gorra policial se podía deducir que el cabo miraba a algún horizonte
virtual más elevado que el físico: iba con la cabeza levantada y los ojos fijos en el
primer piso de los edificios. En el momento en que pasaban por la puerta de Gran
Gigante por los altoparlantes se escuchó Zorzalito negro, al engolado estilo de los
tenores chilenos. De inmediato estalló un rasgueo de guitarras acompañado de
bombo. Hoy estamos autóctonos. No sé si no prefiero a Oscar D’León. Vio a
Santacruz interrumpir su marcha de zombi.
—¿Qué fue, Dorival?
—Pensandito.
Segarra respetó el silencio.
—Ahí enfrente hay oficinas y apartamentos, que si alguien estaba mirando por la
ventana cuando chocó el cabrón, desde allá para acá, un por si acaso, tenía una
chance grande de haber visto lo que como para acá. Es un decir, acasito nomás.
—Échese una golpeada de puertas por ahí enfrente. Yo sigo hasta el puesto de
control. Voy a hablar con ese tal Atilio.
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Capítulo 2
Recorrió una cuadra larga hasta avenida de la Raza, pues había decidido
reconstruir paso a paso —rueda a rueda— el último viaje de Almada. Un quiosco de
madera pintado de amarillo y azul, con una puerta en el costado y una ventana,
ocupaba parte de la ancha vereda del parque Alborada: el puesto de control de la
Empresa de transportes municipales.
En realidad, el parque se había llamado desde siempre Parque Santa Teresita del
niño Jesús, pero la dictadura había cambiado su destino, como hizo con tantas otras
cosas, personas e ideas. En el centro y junto al Jardín de los senderos que se
bifurcan, estaba el monumento que daba nuevo nombre al parque: el Monumento a
la Alborada de la Nueva Patria. Era por todos llamado ”el Monomento” o
llanamente ”el Mono”.
La construcción comenzaba en una pirámide de cierto trazo azteca coronada por
una torre vagamente emparentada con la del ingeniero Eiffel pero con patas de
perro salchicha. De la torre salía un monstruoso mástil de hormigón del que se
suponía debía flamear una gran bandera pero como el Mono traía recuerdos ingratos
la bandera había sido arrancada tantas veces que un buen día nadie más se molestó
en reponerla. El emplazamiento del adefesio había exigido la demolición de una
glorieta, el verdadero corazón del parque donde cada domingo había fiesta popular.
Ahora, en tiempos de libertad de empresa y sin glorieta, venían feriantes y
vendedores de comida y alguno de esos camiones con tremebundos equipos de
parlantes que la gente llama ”trueno eléctrico” El baile o la verbena se armaban
espontáneamente y el disfrute caótico quedaba registrado en las fotografías que los
turistas llevaban de regreso a sus países y en alguna billetera que dejaban para
siempre.
Segarra se detuvo ante la puerta abierta del quiosco. De una radio chillona se
emitía un partido de fútbol. Un muchacho joven, con pantalones de uniforme y una
camiseta verde con el nombre de un club deportivo, estaba trabajando. El empleado
lo ignoró; Segarra se corrió hasta la ventana.
—Buenas tardes. Soy el comisario Segarra. Quiero hablar con su colega Atilio.
¿No está?
—Lo comprendo perfectamente sin duda —dijo el joven— pero no está para
nada. Trataba de mirar hacia la calle, por encima del hombro de Segarra
—¿Y dónde está?
—Jodido, está mal.
—¿Qué le pasó?
—Permiso médico de enfermedad... Córrase un poquitito a alguno de los dos
costados, haga el bien.
Segarra se lo hizo. El joven rellenaba una planilla.
—Dígame, ¿cómo puedo conseguir esas planillas? —preguntó Segarra.
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—De control son. En la ofi... Córrase, se lo ruego amablemente y por favor.
El semáforo cambió a rojo y el pescuezo y el corto lápiz del hombre se calmaron.
—En la oficina hay un cárdex de archivo para dejar los papeles guardados ahí.
—¿Los guardan para siempre?
—No, para siempre de todas las eternidades no, imagínese. Un mes, quedan, o
dos o tres, quedan, muchos días, un decir. Por la planificación de tráfico del
tránsito, si los choferes se atrasan o viceversa se adelantan y entonces se analiza la
posibilidad del control del reajuste del tiempo del horario del recorrido del vehículo
del conductor. Y después se echarán creo yo, a veces, como desecho en la papelera
de la basura, me parece a mí, yo creo. Para el reciclado. ¡Cuidado!
El semáforo había dado paso. Una larga hilera esperaba para doblar y arrancó en
el mismo momento en que partía en sentido contrario otra corriente de metal,
plástico, gomas y todas las demás materias primas que acostumbran llevar los
vehículos. El controlador volvió a controlar descontrolado. En la siguiente pausa
semaforil, Segarra preguntó:
—¿Desde cuándo está enfermo su colega?
—Hoy mismo por la mañana temprano en el día se dio de baja por indisposición
patológica. A mi me mandaron para acá de apuro con urgencia.
—Ajá —dijo Segarra. Ayer no parecía patológico el caballero.
—Así es la existencia de la vida —aseguró el joven.
Segarra decidió que iba a ir a visitar al enfermo. Prolongación General Cabrera,
es más lejos que... Mejor cruzo y trato de... un teléfono, pido un patrullero. Cruzo al
bar, llamo, aviso... ¡Pero qué digo! ¡Ahora tengo el Nissan!.
—¡Oiga! —gritó al controlador. ¿Usted puede ver desde ahí la cara de los
choferes?
—Imposible sin chance ninguna. Usted mira para ver el número y ya el sol le
enceguece las vistas, así que si usted mirara para ver quien maneja en el volante
entre el resplandor del sol y el brillor de los vidrios del parabrisas no vería nada —
contestó el muchacho.
Segarra saludó con la mano y se fue cavilando. El accidente había ocurrido el día
anterior, más o menos a esa hora, más o menos con la misma incidencia de los rayos
solares. Difícil que Atilio hubiese podido distinguir saludos y menos bigotes. Este
tipo no vio nada. Lo vio, no lo vio. La cara de ese tal Almada, yo mismo la he visto
en algún lugar, alguna vez. ¿Dónde se ven caras? En la calle, en la tele…
Recogió su rodado y manejó hasta la casa del sospechoso. El barrio era conocido
como Villa de los Chanchos pero en la época militar su nombre había sido
cambiado a Polígono industrial Revolución de 1864, lo que pasó inadvertido para
todos menos para los cartógrafos. En Villa de los Chanchos alternaban maestranzas,
depósitos y viviendas junto a las turbias aguas del arroyo epónimo, es decir, De los
Chanchos o de la Revolución de 1864. En el extremo, una fila de ranchos de
material de desecho se extendía a lo largo de vías de ferrocarril, pero en la parte
central había pequeñas casas de ladrillo. Por allí pasaba Prolongación Cabrera; allí
vivía Atilio dos Santos. Segarra detuvo el Nissan y a falta de timbre hizo sonar un
par de palmazos. En pantalones, de torso desnudo, descalzo, Atilio abrió la puerta.
—¿Usted es el de la cana, no? —preguntó antes de que Segarra siquiera lo
saludara.
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—Comisario Segarra, a las órdenes.
—Mire usted. ¿Y en qué puedo servirle?
—En mucho más que ayer, espero. ¿Puedo pasar?
—Si insiste.
Lo dejó pasar de mala gana. En la única habitación había una cama de
matrimonio y al otro extremo una mesa de comedor demasiado grande para el
espacio disponible, rodeada de cuatro sillas. Sobre la mesa había un mantel blanco y
un jarro de peltre con flores; sobre la cama, una valija a medio hacer y ropas de
hombre en desorden. En el calor insoportable dominaba el acre tufo a sobaco.
—¿Andamos de viaje? —preguntó Segarra, señalando a la cama.
—Me voy a casa de unos parientes.
—Mirelé. Y yo que vengo de enterarme de que está enfermo...
—Estoy enfermo.
—¿De qué?
—Sida.
Segarra dio un paso atrás involuntariamente y lo miró. Siempre pensaba, en
primera instancia, que la gente decía la verdad; al minuto, que lo estaban
engañando. Acababa siempre confundido. Nunca había conocido, además, a un
enfermo del mal del siglo y la palabra ”sida” le produjo una reacción en cadena: a la
sorpresa siguió el miedo; el miedo dejó paso al impulso pedagógico; a éste se le
sobrepuso la curiosidad morbosa. Recién detrás arribó el profesionalismo.
—¿Sida...? —preguntó.
—No se sabe. Los exámenes demoran —comentó Atilio.
Se rascó la axila derecha con todos los dedos de la otra mano, lo que aumentó la
concentración de feromonas.
—¿Y por eso se va?
—Tengo licencia médica.
—Ayer cuando lo interrogué no parecía precisamente agonizante.
—Esto viene en altas y bajas.
Revolvió en el montón de ropas hasta que halló su billetera y en ella un papel. Se
lo extendió a Segarra. Era un certificado médico que indicaba dos semanas de
descanso. Estaba firmado, con grafía casi de imprenta, por un tal Felipe Segura,
doctor en medicina.
—Gracias —dijo Segarra y lo devolvió al tiempo que preguntaba: ¿Usted vive
solo?
—¿Y dónde viven sus parientes?
—Pero dígame una cosa: ¿soy sospechoso, yo?
—Más o menos.
—Usted sabe que no puede hacer esto. La dictadura se acabó hace tiempo.
—La policía no.
El hombre se pasó las manos por el pelo y se dejó caer en una silla. Con voz
irritada dijo:
—Estoy metido en esto de casualidad. Si el ómnibus hubiese pasado dos horas
más tarde yo ya no tendría nada que ver.
—El destino... Cuénteme de Almada.
—Apenas lo conozco.
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—¿Nada más?
—Nada más.
—¿Amigos comunes?
—No.
—¿Y usted?
—¿Yo qué?
—¿Tiene amigos?
—Claro que tengo amigos.
—¿En la ETM?
—También.
—Deme algún nombre.
—No.
—¿Por qué?
—Porque no es de concomitancia.
—¿De qué?
—Que no es su cosa.
—¿Qué sabe usted? —dijo Segarra, alzando el tono.
—No sé nada, no tengo nada que decir. Trabajo ahí, tengo el número de
empleado 45 - 60-...
—Pare la moto. Esto no es película de guerra. Hay un desaparecido, lo estamos
buscando y le guste o no, la última persona que lo vio fue usted.
—No.
—¿Cómo que no?
—No.
—¿Y quién, entonces?
—El que lo sopló.
—¿Y cómo sabe?
—Alguien lo tiene que haber limpiado.
Quedaron en silencio. Segarra no estaba conforme. Un río de sudor le bajaba por
la espina dorsal y buscaba abrirse paso erosionando los calzoncillos. Debería
esforzarse por bajar de peso.
—Si quisiera tomar contacto con usted, ¿cómo hago? —preguntó.
—Espere a que vuelva.
—Ajá. ¿Y si no quiero esperar?
—No hay teléfono ni telégrafo, no llega tren ni ómnibus. Es en la sierra. Con yip
llega bien, o en mula.
—Perfecto. ¿Cuál es la dirección?
—Casa de comercio Casarabe, Quebrada del Rayo.
Segarra buscó un papel para anotarlo. Sacó la nota de Anónimo y usó la parte de
atrás. En un rapto de humanidad deseó a su involuntario anfitrión mejoría y buen
viaje. Arrancó el Nissan y salió lo más rápido que pudo de la inclemencia sahariana
del barrio de Los Chanchos, soportando con espíritu de misionero la fetidez del
arroyo.
Mientras Segarra andaba por Los Chanchos, Santacruz había golpeado puertas en
el lugar del accidente sin ningún resultado concreto. Decidió seguir la idea que le
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había inspirado su paseo esotérico, cruzó la avenida Chacón en el punto donde
había chocado el autobús y entró a la casa ubicada enfrente. Allí estaba la Clínica
Médica Forever, en el primer piso de un edificio comercial.
Era una construcción de oficinas baratas —cemento y aberturas de herrería—
pero alguien había tenido la intención de aparentar lujo mediante lámparas y
cortinados hasta el piso. Subió la escalera, entró y atravesó una sala donde
esperaban varias personas y se presentó a una recepcionista. Ella pareció asustarse
pues salió de entre sus mamparas y plantas de ornato y echó a correr. Del fondo de
la clínica regresó con un cincuentón corpulento, tan vestido de médico que parecía
llevar disfraz.
—No solicitamos ningún servicio policial, joven —dijo éste.
—No, si yo vengo por una investigación.
La recepcionista miró al piso. Los pacientes habían dejado caer las revistas y
folletos de laboratorio con que se entretenían y pararon la oreja. El doctor
contempló la apocada figura de Santacruz y le indicó:
—Pase a mi consultorio —dijo, malhumorado.
El consultorio era una habitación pequeña; una ventana de vidrios manchados
daba a un techo de lata. Toda la parafernalia de la profesión estaba dispuesta en
estanterías de cristal y ángulos cromados y en la mesa, junto al teléfono, había más
objetos: Ciba-Geigy había suministrado una carpeta acolchada en pantazote verde;
Lilly, una agenda de cantos de bronce; Bayer Leverkusen un cenicero de
acrílico; La Roche, un reloj de mesa forrado en cuero. En la pared colgaba el aporte
de Laboratorios Cantero, un almanaque ordinario con foto del Salto de la Tararira;
también, un diploma en letras góticas mediante el que se garantizaba a quien
quisiera comprobarlo que el Sr. Marco Aurelio Escipión Pelayo y Pidal había
obtenido un Título de Doctor en Medicina.
El doctor Pelayo y Pidal se sentó debajo de su diploma. No le ofreció asiento, y
Santacruz quedó ante su imponente figura como escolar castigado. Negros ojos lo
miraron con desprecio desde debajo de un matorral de cejas canosas y oyó la
palabra de la Ciencia.
—¿Usted viene de parte de Zaragoza?
—De por sí, no. Será Zaragoza, a lo mejor será, pero yo trabajo con el comisario
Segarra.
—¿Y qué hace? ¿Organiza riñas de gallos?
—Porque es que los otros días, o sea ayer, chocó un ómnibus aquí enfrente,
contra un auto colachata ya medio carcacha.
—No tengo idea.
—Bueno. Sin más ni menos, a las quince cero ocho, por más datos, el vehículo
ETM 1863, conducido por el ciudadano Gastón Almada Salmerón y destinado a la
línea 135, pero fuera de servicio...
—¿Qué tiene que ver este prestigioso establecimiento con eso?
—¡Ah, doctor! La geografía. Pues que fue aquí enfrente.
—Ni me enteré.
—Desapareció el conductor.
—¿Y?
—Y desapareció nomás, caray. ¿Le parece migajitas?
16
—Lamento no poder...
—¡Claro que poder! ¡Qué poder ni que ocho cuartos! Ahora de inmediato le voy
a hacer una pregunta y contésteme bien bonito —alzó la voz Santacruz.
¿Qué busca este cholo —pensó el doctor—que en mi casa barrería el jardín,
vestido con ese uniforme payasesco y gritándome, a mí, al hijo del fundador de la
cátedra de apendicectomía, a mi, que tengo un Mercedes Benz? Santacruz lanzó su
pregunta:
—¿Porqué no me ofreció asiento?
Esto lo acabó de convulsionar. Cuando las papadas dejaron de temblarle, articuló
perdón disculpe y señaló una de las dos sillas con posabrazo que completaban el
mobiliario. Santacruz la ocupó y no lo dejó reponerse:
—¿Nadie vio nada ayer? ¿Nadie estaba en alguna de las ventanas a la calle?
—Ahí son consultorios. ¿No vio que son vidrios opacos?
—Se pueden abrir.
—No.
—¡Madres!—dijo Santacruz.
Se levantó y se fue. Pasó con veloz taconeo ante las enfermeras y las miradas de
pacientes y funcionarios lo siguieron hasta que abrió y cerró la puerta cancel. Las
mejillas le ardían de la bronca. En la calle se detuvo, respiró hondo, giró el cuerpo y
miró hacia las ventanas malditas. De todos modos, tenían una estrecha hoja lateral
que sí podía abrirse. Atisbando por allí, semioculto por la persiana, divisó nada
menos que al mismísimo doctor Pelayo y Pidal.
—¡Culebra! —musitó Santacruz. Que no se podían abrir, buey. Pues ahí está, se
podían, pendejo. Que no se podían abrir.
Carmelo estaba sentado en un extremo de la mesa, dispuesto a llevar actas.
Segarra resumió sus visitas al Mono y a Los Chanchos y le dio paso a Santacruz.
Éste tenía su libreta reglamentaria en la mano, el primer paso hacia la
computarización total de los servicios policiales en la República, había dicho el
Coronel en una ceremonia.
—Las damas señoritas del Gran Gigante nada vieron y las dependientas de la
panadería Dánoslo hoy tampoco. En la barraca Martín Fierro, de la vereda de
enfrente, nadie notó nada. Así que todo está en condición de acefalía, mi comisario.
Hablé también con el encargado responsable del bar Rey de Copas, situado
habitualmente en la esquina, y pregunté en los abarrotes de más abajo, ahí como ya
casi llegando al mercado, pero a nadie se le importó y el silencio fue lo que escuché.
—Las damas del Gran Gigante —comentó Segarra— con la salsa esa dale que
dale todo el día deben estar como dormidas. El autobús les chocó delante de las
pestañas y no vieron nada. Antes de llegar hasta ahí tiene que haber pasado por
otros comercios, sin embargo.
—Si, el del turco Selim, turquito, por poner un ejemplo.
—¿Y?
—Había sabido estar detrás de la trastienda de las telas, declaró. Cierra puerta y
toma, comisario. Ebrio y dipsómano, con perdón de las expresiones.
—¿Y a usted que le parece? —dijo Segarra.
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—No... si yo... Misterio esto, comisario. Hasta el día de hoy nunca se había visto
vehículo que ande solo ¿no cree? Sólo el burrito de la abuela, ja, ja, ja. Termino con
el final. Fui enfrente del insuceso, a la clínica Forever, para preguntar si habían
visto algo y tampoco habían visto cosa ninguna. No es por decir nada de señores tan
respetuosos, pero el viejo desgraciado de ahí estuvo de vichada por la ventana
cuando me retiré y habló cosas de un colega nuestro.
—¿Un colega? —preguntó Segarra.
—En efectivo, comi.
—¿De quién?
—Un tal Zaragoza.
—Ajá. ¿Y quién es?
—Vaya usted a saber, para mí es ignorante.
—¿Cómo así?
—Pues que no sé quien sería la tal persona.
—Zaragoza.
—Así de mismo.
—El único Zaragoza que ubico es el asistente del Coronel. Zaragoza...
Necesitaríamos asistencia. Santacruz, ¿usted no conoce algún brujo, allá en sus
pagos?
El cabo estiró su chaquetilla cortona y le enderezó las puntas del cuello. Ante su
mutismo, Segarra insistió.
—Un brujo nos podría ayudar.
—Esas son cosas serias, comisario.
—Era una broma, Santa, era una broma.
—Será pues, si usted lo dice, comisario.
Santacruz cerró la libreta, la guardó en un bolsillo y se quedó sentado, completa
y absolutamente quieto. Segarra se alisó las alas de su peinado, echó hacia atrás la
silla y tamborileó con los dedos.
—El tipo del control es el único que afirma haber visto al conductor —comentó.
—¿Por sus bigotes, ah? —preguntó Carmelo.
—¿Bigotes? —preguntó Segarra.
—Bueno, que yo le pasé en limpio el interrogatorio y el tipo dijo que lo había
conocido por los.
—¿Por los qué?
—Bigotes ¿no?
Carmelo terminaba sus frases con un gesto de la mano. Nadie, en medio de una
de las avenidas más transitadas, a la media tarde, cuando el sol llega a través de un
halo abominable y polucionado, cuando el ruido y las multitudes llenan todos los
resquicios, nadie había notado que un ómnibus de la ETM rodaba por cuenta propia.
Sólo la Generala —como llamaban a sus espaldas a la comisaria inspectora
Guzmán— era capaz de organizar un esquema de trabajo donde todos los horarios
formaban un rompecabezas de cuadraditos de colores. El medio Carmelo aparecía y
desaparecía entre columnas y renglones y ese día le tocaba asomarse recién a última
hora de la tarde.
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Segarra estaba solo, se sentía lleno de vigor y bienaventuranzas. Puso el
ventilador a la máxima potencia y el vientito, la anhelada posesión del Nissan y una
reciente ducha, lo llevaron a soñar despierto con Vueltabajo, el balneario de Colón
”junto al río y bajo las palmas” según los folletos de turismo, donde los
adolescentes acostumbraban celebrar su temprano debut sexual en las noches del
llano. Se consideraba un tipo feliz, pero a pesar de ser un gallo de alas negras, el
tiempo y su cintura iban en una sola dirección. El tiempo avanzaba y comprimía el
futuro; la otra, se ensanchaba y comprimía la pretina de los pantalones. Tenía
pensado visitar la ETM y a la mujer de la voz escalofriante.
Salió a toda máquina en el Nissan y corrió con alegría y ventanillas abiertas por
las avenidas. La ciudad había crecido. Lo que antes habían sido modestos caminos
entre chacras y jardines, hoy eran arterias comerciales en rápido desarrollo: torres
de oficinas, agencias de automóviles y edificios de departamentos, dibujaban la
ciudad nueva lejos de los callejones coloniales. Allá se quedaban las casas de adobe
y techos de teja, los palacios afrancesados, los suntuosos bancos y oficinas de
gobierno, los cafés de maderas oscuras, el pobrerío de los conventillos. La ciudad
nueva: letreros en inglés, muros y alambres de púa, mansiones con guardias
armados. Segarra vio un avión en descenso hacia el aeropuerto, el vecino más
cercano del enorme complejo que ocupaba la ETM. La empresa disponía de una
sucesión de locales modernos unidos a edificios industriales, un monstruo con
tantas variantes de funcionalismo, remendonismo y adaptacionismo que necesitaría
un libro de arquitectura para él solito.
Segarra estacionó donde estaba marcado Visitantes, caminó hasta la entrada y
allí preguntó por la sección de Bienestar del personal. Vino la jefa, Susana, la Voz,
una mujer que mediaba los treinta años, morena, de cabello negro ondeado. Segarra
admiró el escote de su blusa blanca.
—¿Usted es... Susana? —preguntó, con temor de escucharla nuevamente.
—Bienvenido, comisario —dijo ella y sonrió.
Dientes de perlas y labios de coral, leche y miel, rubíes y diamantes, poesía
modernista. A Segarra se le endurecieron los músculos del estómago. Sacó fuerzas
y dijo:
—Quiero controlar los papeles de mantenimiento de la unidad 1863.
—Es bien fácil. Venga conmigo.
Hablaba con la cadencia del llano y Segarra casi se hubiera atrevido a apostar
que ella también había, alguna vez, emigrado desde Colón.
—El 1863 era el coche de Almada, imagino —comentó mientras caminaron por
los anchos hangares.
Esa voz, ese derroche de ángeles del trópico, esa barbaridad arrolladora y
serpenteante. Pobre Adán si cuando le ofrecieron elegir entre la manzana o el
paraíso lo hicieron con una voz así. Qué paraíso, ni manzana, ni ocho cuartos. El
paraíso era esa voz, voz para noche de luna llena junto al río y bajo las palmas,
profundo perfume, brumosa brisa, pronta promesa de que hay mujeres, y todas eran
diferentes versiones de ésta, de ésta mismita.
Un ruido sordo de motores, martillazos sobre metal y chirridos de sierras o
pulidoras no dejaban dudas de que allí se trabajaba. En un rincón cerrado por
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vidrieras estaba un empleado de guardapolvo blanco en lucha infatigable contra el
papel. Metía hojas y más hojas en archivadores y carpetas.
—Aquí lo dejo con Ulpiano —presentó Susana y se despidió.
Segarra comprobó tanto sus manos como las de ella tenían el mismo tono de
cáscara de piña. Cuando Susana se alejó, Segarra contempló las caderas y las
piernas como largas ánforas. Suspiró.
Todos tenemos prejuicios sobre cómo debe ser el aspecto de una persona que
hace determinado trabajo y los de Segarra indicaban que alguien que mantiene
archivos en orden debe ser apocado, debilucho, miope, sensible. Ulpiano era una
especie de minotauro de cabeza cúbica y un rostro rosado de bebé. El pelo,
abundante, era una atildada melena de poeta que se extendía como llamarada
cenicienta. Llevaba la túnica de trabajo indolentemente desprendida. Puesto que el
tipo no mostraba el menor interés por su visita y lo miraba de frente —es decir,
hacia abajo—Segarra explicó a qué venía y le preguntó cuál era su función.
—Supervisor —dijo el hombre.
—¿Puedo ver los papeles del ómnibus 1863?
—Mmmm —expresó el hombrón y salió con paso de aplanadora en dirección a
un grupo de mecánicos.
—El Isleño lo atiende —dijo, y señaló a uno de ellos.
El Isleño, igual que los demás, llevaba una tarjeta plastificada de identificación
colgada del overol con un clip metálico, pero estaba tan cubierta de grasa que podía
perfectamente haber pertenecido a Marilyn Monroe o a Josef Stalin. Era tan ancho
como Ulpiano, pero no medía más de metro y medio. Lo que en aquél era canosa
cabellera, era en éste una trenza hasta la mitad de la espalda; era, sí, más
comunicativo. Explicó que tenía los coches del 1800, números de registro y no
época de fabricación. Habían entrado el 63 a talacha por un bonche de bisnes
pequeñitos.
—Ahoritita le daré los papeles —dijo y se limpió las manos en un trapo, se
ajustó un quepis de color indefinido y fue hasta una puerta.
Desde allí miró a Segarra con unos ojos tan estrechos que parecían cortes en un
panecillo antes de que leudase. Segarra interpretó que detrás de la puerta estarían
los papeles que buscaba y se acercó. A su lado arrancó un ómnibus mientras dos
mecánicos empezaron a hablar a gritos. Dio un salto hacia adelante, rozó con el
pantalón de su traje celeste una pringosa valija de herramientas que le dejó una
marca indeleble.
El Isleño abrió la puerta, dijo ”esperemé” y entró a un estrecho cuarto de baño,
donde se desengrasó las manos y la cara. Salió hecho otro hombre, casi, y silbando
un tango pasó a otra habitación. Limpió la manilla de la nueva puerta con el viejo
trapo, abrió, invitó a Segarra a pasar, limpió una silla con el trapo infame y se la
ofreció. Segarra rogó en silencio pidiendo el milagro de que la lipidinosa silla no se
le quedara pegoteada al rabo. El Isleño preguntó:
—¿Cuál era la máquina?
—La de Almada.
—Estaba en dos.
—La del choque.
—Las dos están chocadas.
20
—La de Chacón.
—Chévere.
Abrió un armario de madera laminada —una de las puertas se había
desvencijado, la otra tenía chorretes de pintura azul y la foto de una muchacha rubia
con enormes tetas de silicona— y sacó de su interior un bibliorato repleto. Abrió el
gancho, buscó un instante entre los papeles y le alcanzó a Segarra un fajo. El
cuartucho olía a neumáticos y gasolina y daba la impresión de que, desde el día de
la inauguración, nunca lo habían ventilado. Una lamparilla de luz moribunda,
cubierta por una película de hollín, ofrecía iluminación. Segarra empezó a mirar los
formularios.
El Isleño encendió una radio y llenó el ambiente con la rumba Paparrucha.
Comenzó a silbar, acompañando el ritmo con golpes de una llave de tuercas contra
el costado del armario. Segarra sufrió un colapso en los tímpanos y se concentró en
el texto: cambio de una polea y calibrado de velocímetro. Estaba decidido a resistir.
Preguntó:
—¿Está reparado?
El mecánico balanceó la cabeza indicando afirmación, sin dejar el silbido ni la
ejecución del solo de timbales.
—¿Aquí en el taller?
El mecánico balanceó la cabeza indicando afirmación, sin dejar el silbido ni la
ejecución del solo de timbales.
—¿Usted lo atendió?
El mecánico balanceó la cabeza indicando afirmación, sin dejar el silbido ni la
ejecución del solo de timbales.
—¡Pare con esas vainas! —gritó Segarra.
Sin cambiar de posición ni un sólo músculo, el increpado explicó:
—Rueda.
—¿Qué rueda?
—El coche.
En la radio, un locutor en delirio afiebrado, de voz altísima y acompañado de
violentos efectos sonoros, anunciaba el próximo gran baile de la estación de lluvias.
Segarra fue y apagó el aparato.
—¿Rueda? —insistió.
El Isleño asintió.
—¿Quiere decir que está en servicio?
El Isleño asintió.
—¿Ya está otra vez en la calle?
El Isleño asintió.
—Aquí hay alguna confusión.
El Isleño asintió. Segarra volvió a mirar los papeles y notó que el número de
registro era el 1824. Ese no era el ómnibus. Entonces tomó una decisión: se abrió la
chaqueta, metió la mano en la sobaquera y amenazó con sacar su pistola calibre 45
de reglamento, un arma imponente y pesadísima, vieja como el pecado.
—Déme el papel que le pedí.
—Ese es —dijo el hombre, impasible.
—Le pedí el ómnibus de Almada.
21
—Ese es.
—Le pedí el del accidente.
—Ese es.
—El de Chacón.
—Ese es.
—Este es el 1824 y el otro era el 1863 —dijo Segarra golpeándose la rodilla con
el fajo y golpeándolo a su vez con el índice de la mano derecha, para contenerse de
golpear al Isleño en el preciso punto de la fontanela.
—¿Usted dice el otro? —preguntó el mecánico.
—Si, el del accidente. ¿No sabe de qué le hablo? El de avenida Chacón.
—Ese chacó en Chocón, digo y me disculpe, en Chacón chocó la semana pasada,
también. Nada se hizo. Un rozoncito contra el puesto de un zapallero. Los dos
chocaron, chocadingos los carros, sendos los dos. El 24 no se hizo nada, pero hubo
que revisar. Fue en Chacón, doblando del Mono para acá. Cambié una polea porque
se precisaba nomás. El 36 entró ayer. Para allá, para Chapa y pintura se lo supieron
llevar.
Segarra no entendía bien la situación pero en todo caso pensó que debería ser
más diplomático. Sacó sus cigarrillos y ofreció uno al Isleño. Este lo aceptó y se lo
guardó tras de la oreja. Segarra se llevó uno a la boca y abrió la tapa del
encendedor.
—No pite aquí, jefe —dijo el Isleño. Ahí al ladito suyo hay un tanque de
combustible. Quiere fumar, al patio.
—No importa. Deme los papeles del 1863. Por favor.
—Para servirle a usted.
Buscó otra vez en el bibliorato y le entregó un nuevo fajo. Segarra guardó
cigarrillo y demás. Controló con cuidado todos los datos, comprobó que este sí era
el ómnibus que buscaba y comprobó también que, en el último mes, a no ser que
faltara una referencia, la puerta trasera del 1863 no había sido reparada.
—¿Usted tiene a su cargo este coche? —preguntó.
—Si, jefe, pero no solito. Equipo somos.
—Ajá. ¿Cada cuánto tiempo le hacen una revisión general?
—¿De puesta al día o general nomás?
—De las dos.
—Ah pues, unos seis meses, unos tres meses, dos a veces, cuando hace falta.
—¿Y cuándo hace falta?
—Cuando se chinga.
—Es decir que, cuando entra a taller por alguna causa, revisan todo.
—Lo chingado. Todo no, ni tiempo hay. Lo chingado nomás.
—Pero ¿nunca controlan que todo ande bien?
—¡Ah! El servicio. Sí, pues, dos veces al año.
—Aquí no encontré ninguna anotación de servicio.
—Ni lo hay, jefe. Esa máquina es nuevecitita. Del Brasil llegó. Pintadita ya
venía. Mucha máquina, esa.
Además, pensó Segarra, si hubiera habido una tubería de aire comprimido que
estuviera cortada, la habrían cambiado. Ese daño no existía hasta el choque.
Preguntó:
22
—Si una puerta no recibe el aire para abrirla y cerrarla, porque se rompió la
manguera, ¿qué hace el chofer?
—Deja bajar al pasaje y pone cartel y se viene para acá. Va bajando la fuerza del
freno.
El Isleño guardó los documentos y salieron a los talleres. Bajo techo, los
voluminosos transportes parecían ser aún más grandes. A la izquierda se abría una
nave con tragaluces cenitales, donde evidentemente se reparaban neumáticos.
Carretillas de motor transportaban las ruedas; una maza golpeaba contra el aro de
una llanta y los compresores de aire chistaban. Sobre un elevador, Segarra vio un
ómnibus con letreros del aeropuerto, lo señaló y preguntó:
—¿Atienden también a ésos, aquí?
—Sí señor. Sus camionetas de ellos, los camiones del quéitrin también, los de
ascensor, el carrobomba, también, las escaleras de pasarela, también, las ruedas de
los aviones la misma cosa. Macho taller.
—Una cosa más. ¿Conoce a Almada?
—¿Al Bigotes? Sí, cómo que no. Lo conozco.
—¿Amigo personal?
—Personalmente, sí, lo conozco. Se las peló, dicen.
—¿Estuvo en su casa?
—Cómo no.
—¿Cuándo?
—Todos los días. Toditos los días, señor.
—¿Son vecinos?
—¿Quién?
—Con Almada.
—No.
—¿Y todos los días va su casa? ¿A visitarlo, a qué?
—Yo, a la casa de mí mismo, sí, no de Almada, no. A su casa de él no. El
Mambora es más su amigo de él.
—Quisiera hablar con esa persona. ¿Trabaja aquí?
—Cómo que no, el Mambora.
—¿Cómo se llama?
—Artemio Coscorí Fernández, para servirlo.
—Usted no. El Mambora.
—Ulpiano, Ulpiano se llama. De apellido no sé.
—No importa. ¿Es mecánico también, ese Ulpiano?
—Never. Es de Inspección. Lleva y trae las máquinas; las prueba y pone el sello
de salida. Archivo, tiene.
—¿Es la misma persona que me trajo aquí, a encontrarlo a usted?
—El Mambora, ajá, Ulpiano, ajá.
Segarra no podía acostumbrarse a la forma de hablar de muchos compatriotas y
el esfuerzo de poner orden en el discurso le perturbaba. Quería irse, pero sentía que
se estaba olvidando de preguntar algo importantísimo y fundamental. Al fin, la
sensación de insuficiencia desapareció para dejar paso a la diafanidad:
—¿Usted dijo que Almada chocó dos veces?
—Así mismo.
23
—¿Estas dos últimas semanas?
—Así mismo.
—¿Y las dos veces en Chacón?
—Así mismo.
—¿En la misma cuadra, si no le entendí mal?
—Así mismo.
—¿Y no es medio raro, eso?
—Así mismo.
24
Capítulo 3
Segarra regresó a la jaula de vidrio del nombrado Mambora. Notó que éste había
girado la cabeza para ignorarlo. Ulpiano Vladimir Sierra Montesinos —tal el
nombre que constaba en la impecable identificación perdida como un náufrago en
su pecho— llenaba la habitación con su presencia.
—Usted es el encargado de control final, tengo entendido.
—Confirmo la reparación y pruebo el vehículo.
—¿Dónde? ¿En la calle...?
—Puede acontecer. Generalmente aquí atrás.
Señaló hacia el aeropuerto.
—¿Hay un camino hasta allá?
—Llega hasta el puerto aéreo.
La expresión ”puerto aéreo” le sonó a demasiada sofisticación. Segarra clasificó
al imponente Ulpiano como antipático. Era el momento de hacerse pasar por idiota
y darle chance a que se sintiera superior.
—¿Es de mucho tráfico?
—¿Tráfico? Es una vía privada. A veces, por el portón de Centenario, les
dejamos pasar alguna carga grande, si no puede entrar por otro lado.
—¿Carga grande de qué?
—Grande, alta, ancha. De qué, no tengo idea. Les abrimos el portón, no más. El
otro día pasó un tráiler llevando una avioneta.
—Entiendo. ¿Y ustedes transportan cosas también?
—La ETM transporta exclusivamente pasajeros.
Segarra se sintió agredido, pero profundizó su papel de inocente.
—¿Por ese camino?
—Ah, no. Por ese camino no. Por ahí llevamos y traemos equipos para hacerle el
servicio. Siempre hay gente que va y viene.
Ahora sí. Ahí va el lanzazo:
—¿Cómo conoció a Almada?
Una virtud de las caras de piel rosada es su condición camaleónica: el color les
cambia continuamente. Ulpiano Vladimir Sierra Montesinos no esperaba la
pregunta y por un instante se puso rojo. Un punto para el cerebro que protegen estas
alas de gallo negro, amigos, se felicitó Segarra.
—¿Almada? ¿Quién es Almada?
—Vamos, Mambora —dijo Segarra, ensañándose.
Ulpiano fijó en Segarra sus ojos de globo. Pareció retroceder como tomando
impulso, se llevó una mano a la boca con un gesto tan brusco que podría haberse
interpretado como la preparación para una bofetada, e intentó un contraataque.
—Le ruego que me llame por mi nombre de pila y no por mi apodo.
—Como quiera, Ulpiano Vladimir, pero hábleme de Gastón Almada —siguió
Segarra impertérrito.
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—No lo conozco.
—El chofer que desapareció, Ulpiano.
—¡Ah! El Bigotes.
El Mambora recuperó algo de su aire superior, suspiró dilatando las aletas
nasales, y continuó:
—Si, efectivamente, comisario.
—Efectivamente ¿qué?
—Que esa persona es de mi círculo de relaciones.
—Por mí puede ser un cuadrado. ¿Cómo lo conoce?
—Pues, por su apariencia y su personalidad.
Si no hubiese sido una cabeza más alto y media cintura más ancho que él,
Segarra hubiese considerado seriamente remacharlo de un puñetazo. El hombre
usaba un lenguaje entre crónica de sociales y serial de la tele. La ropa bajo la túnica
era de buena calidad y alto precio pero mal combinada, una imagen de persona
enriquecida de golpe. En ese momento, un autobús rodó lentamente por la gran
nave del taller, se estacionó con un bufido de frenos de aire ante la oficina y de él
bajó un empleado. Estaba por abrir la puerta, cuando vio por los cristales que el
Mambora tenía compañía. Entonces golpeó. Ulpiano pidió disculpas, se levantó de
su asiento y fue a abrir.
—Listo el 2084. Ahí atrás viene Rosendo con el 1293. Si usted quiere los
probamos nosotros —agregó el empleado, alargando unos hojas de papel y
señalando con un gesto de la cabeza a Segarra.
Mambora pensó un instante, miró a Segarra, miró al mecánico y dijo:
—No. Yo lo hago. Gracias.
Volvió a su asiento.
—Como usted ve, estoy ocupado —explicó. Podemos seguir otro día.
—A mí me parece que, si me contestas, puedes irte a probar tus limusinas de lo
más pancho.
—Señor, mi tarea aquí es bien clara: no recibo mi sueldo para estar sentado
conversando de la vida de otras personas.
—Muy bien. Quedas citado a declarar. Yo me gano mi sueldo conversando de la
vida de otras personas.
El Mambora hizo una mueca, miró en redondo, fijó la mirada en el comisario,
sonrió, inclinó la cabeza hacia un lado y contestó:
—Si usted quiere, me acompaña mientras hago el test, me plantea sus
interrogaciones y ambos cumplimos con nuestros deberes.
Segarra olió alguna cosa extraña detrás del cambio de actitud. Por otra parte, una
vuelta por el lugar no le vendría mal para reconocer el terreno. Aceptó.
El 2084 era un ómnibus antiguo de motor trasero refrigerado por aire, que
producía un rugido de turbina al mínimo toque de acelerador. Ulpiano Vladimir se
acomodó en el asiento, se caló un par de anteojos Ray Ban, estiró los faldones de la
túnica y aflojó el freno de estacionamiento. Segarra se sentó junto a la puerta
delantera, cosa de ver al chofer, y partieron. Cuando atravesaron el portón desde la
penumbra al aire libre sintió la luz del día como un golpe en la frente. Un sol y un
cielo como para atraer turistas y un calor como para venderles helados, le
26
produjeron un agradable mareo. Tomaron un tramo recto que desembocaba en un
camino más ancho. A lo lejos, los cerros mostraban aspecto de olas marinas; los
barrios pobres, entonces, parecían espuma.
Una pradera erosionada, cubierta de pasto seco y pequeños matorrales, los
separaba del aeropuerto. El camino principal describía una U, cuyos extremos se
perdían en el grupo de edificaciones del aeropuerto. Segarra miró al complejo de
talleres. Dominaba una nave central con techo de bóveda aplanada y detrás
aparecían locales fabriles de ladrillo, antiguos y reciclados, de ventanales en ojiva.
Ulpiano aceleró y desaceleró tres veces, clavó los frenos, repitió la maniobra,
dijo ”perdone la molestia” sin mirar a Segarra y dobló a la derecha. El ómnibus
vacío avanzó por el asfalto desparejo hamacándose con ganas. Detrás de los Ray
Ban, los ojos de Ulpiano parecían estar fijos en la ruta. La había hecho bien: en
medio del ruido del motor y la sinfonía de tornillos flojos, rechinantes elásticos y
puertas desajustadas que sonaban como redoblantes, era imposible hablar.
Segarra pensó que, a lo mejor, él no era tan inteligente como creía; a lo mejor, el
Mambora sí era más inteligente de lo que él había pensado; a lo mejor no debería
sentir tan seguido que los sospechosos se burlaban de él; a lo mejor debía de
sentirlo ya que era cierto. Debían de correr a cerca de setenta quilómetros por hora.
Ulpiano Vladimir continuaba impasible. Segarra vio las marcas y las luces de una
pista de aterrizaje en medio del descampado. Sin disminuir la marcha, el verdugo
dobló cerradamente para ese lado por un sendero de tierra. La carrocería escoró y
crujió y el vehículo, pesado de cola, inició un derrape que parecía desarrollarse
hacia un trompo, mientras se inclinaba como un yate virando.
La fuerza del señor Newton aplastó el cuerpo de Segarra contra la ventanilla y un
anuncio de chorizos Pampero ”la alegría moderna de la juventud de hoy”, allí
pegado. Sintió miedo. Estaba en las manos de ese idiota. Trató de encontrar una
explicación lógica a lo que estaba haciendo el Mambora y la única y evidente fue
”quiere fregarme”. Pensó en manotear la pistola y ponérsela en una oreja y decirle
basta, estúpido, pero seguía pegado como estampilla al ridículo anuncio de
Pampero. Ulpiano corrigió el derrape y le sacó aún más velocidad al cansado motor,
demostrando así que los mecánicos de la ETM eran unos indiscutibles magos. Frenó
de golpe, tan de golpe que Segarra saltó por el aire y quedó doblado en dos,
colgando sobre la barra que separaba su asiento del pozo de la puerta, como
borracho aliviándose.
—Bueno, éste anda bien. —dijo el chofer.
Giró con lentitud. A velocidad de paseo recorrió el camino en dirección
contraria. Lo que me falta es que ahora esta desgraciado pida a la torre permiso para
remontar, pensó Segarra y sintió dolor en las costillas. Ulpiano probó todas las
posiciones de la caja de cambios, frenó con el freno de emergencia, sonó la bocina y
parecía feliz como un niño a quien hubieran permitido sentarse al volante de un
semirremolque. Cuando arribaron al taller, Segarra se bajó y agradeció por el paseo.
—Lo espero mañana en mi oficina, comisaría del distrito Central —dijo.
—Vamos a ver si puedo concurrir a la cita.
—Puedes. Te lo prometo.
Salió de la oficina con dolores y temblores en todo su vapuleado organismo. Para
que lo oyeran quienes andaban por los alrededores, gritó:
27
—¿Dónde mando al patrullero a buscarte? ¿Aquí o a tu casa? Así no te pierdes.
Mambora se allegó a la puerta y, también para que se oyera en todo el taller,
replicó:
—Llego solo. Conozco bien la ciudad. No soy llanero.
Segarra caminó entre las miradas de mecánicos y empleados, mareado y perdido,
en busca de la salida. Volvió a toparse con Susana.
—¡Ay, ay, ay! ¿Qué le pasó? ¿Se siente mal? ¿Quiere una sal de fruta? ¡Y el
traje! Se le mancharon los pantalones, tiene polvo en el saco... Hasta el peinado ese
tan elegante que usted usa, todo deshecho. ¿Puedo ayudarlo? ¿Lo llevo a
Enfermería?
Dejó el Nissan en Río Amazonas y caminó por las desgastadas aceras. Un aire
revoltoso venía del suroeste, del lado de los cerros, y podía ser que la temporada de
lluvias estuviera a la puerta. Con las aguas, Segarra, acostumbrado a los calores
húmedos del llano, sentía cierto cariño por la capital confusa, terrosa, extendida
como una mano en el valle. Era la hora de almorzar y un buen almuerzo —no los de
la cantina policial— le permitiría pensar más claro y reponerse de las emociones
vividas. Pensó en tomar por la calle Perú y elegir uno de los restaurantes chinos que
allí se hacían la competencia. Pato. Podría comer pato. Su colega español Carvalho
había estado en visita de cortesía y después de probar todos los platos de pato que se
ofrecían en la ciudad había escogido el del Imperio Celeste. Desde ese momento,
Segarra lo recomendaba. Carvalho parecía ser una autoridad en la materia; él, en
cambio, era hombre de gustos menos refinados. Si todo me sale como espero, la
invito a Susana a comer pato, fantaseó, y se extrañó del alto vuelo acelerado de sus
ilusiones. No contó con que Santacruz estaba esperándolo en el segundo piso.
—¡Ni se frene! Venga y nos vamos —gritó éste, cuando Segarra dobló por el
último tramo de la escalera.
—¿Qué le pasa, hombre? —dijo Segarra entre jadeos.
—¡Una vio algo, jefe!
—¿Quién, qué?
—Del choque, del finado, digo, diosmeperdone.
—Un momento, Santa. Pase a mi despacho.
—No, jefe, que se va la niña. Venga, vámonos. Le explico todo bien derechito.
Disculpe, lo siento.
Se perdería el almuerzo pero no tenía más remedio que volver a bajar y caminar
hasta la avenida Chacón. Santacruz había logrado encontrar una testigo y ella había
prometido esperar antes de su pausa. La única persona que hasta ese momento había
visto algo interesante relacionado con el accidente era una empleada del Emporio
Maravillas. Salieron hacia allí, y Santacruz marcó el paso: parecía un fox terrier
asustado de un caballo.
Se presentaron ante el dueño del comercio, un inmigrante gallego. Parado sobre
una plataforma de madera detrás del mostrador, atendía la caja y dominaba la
escena. Si no movía dinero, abrazaba la registradora con ambos brazos,
extraordinariamente peludos.
—La ley es la ley y si tenéis que interrogar, interrogad —dijo el patrón. Mejor
así y si hay que hacer una cosa, pues se hace. Hay que hacerlo, hacedlo, y si yo
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tengo que hacer algo, bueno, me da la gana de hacerlo y lo hago. Pero no me
entretengáis a la dependienta, que mucho me cuesta pagarle el salario, habéis de
saberlo, y estas indias, si pueden, pues se rascan todo el día, os diré.
Este gentilhombre tendría futuro como político, pensó Segarra. Santacruz lo
remolcó de la manga hasta el fondo del comercio. La solución del caso podría estar
ahí, entre bolsas de harina y cajones de bacalao noruego, colgada entre salames y
jamones, oculta en paquetes de cereales o latas de tomate, tal vez perdida entre
botellas de aceite.
Claudina era el nombre de la persona clave, una chica pelirroja, pecosa y
sonriente. El día de los hechos y a las tres de la tarde, venía caminando hacia el
Emporio cuando a su lado una mujer de pelo largo, pantalones vaqueros y una
camiseta con números saltó al pavimento desde la puerta trasera de un ómnibus en
marcha y cruzó la calle corriendo entre los vehículos y se perdió.
—Pocos metros más adelante, paf, el mismo ómnibus donde viajaba la señorita
fue y chocó.
—¿Usted está segura? —le preguntó Segarra.
—Pero general, fue al ladito mío. Todos miramos, pues pensamos que el chofer
se iba a bajar, pero ahí salió el comentario, ay, mirelé, nadie, ni chofer ni ser
viviente. Usted se imagina, la gente empezó a decir que el señor se había muerto
fulminado del corazón, y así. En eso quedó todo, pues yo no quería llegar tarde al
Emporio, que el patrón me había mandado a un trámite en la Impositiva y usted
sabe que eso lleva horas, porque no se importan de una y una ahí haciendo cola, y
las madres con sus niños.
—Perdone que la interrumpa —dijo Segarra y observó que en el Emporio
Maravillas más de uno tenía vocación de político. Quisiera que me describiese un
poco más a la mujer.
—Bueno, más alta que yo, que ya ve usted yo soy bastante mínima; el pelo así,
como bien largo para atrás y teñido.
—¿Cómo sabe?
—Comisario, eso se ve. Y tenía un pantalón vaquero más bien anchito.
Segarra se sintió inspirado y preguntó:
—¿Le vio los zapatos?
—Ajá. Casual.
—¿Los vio de casualidad?
—Casual, esos que tienen la marca en letras fosforescentes, todo por arriba del
pie. Deportivos, usted sabe.
—Entonces no se puede decir si eran zapatos de hombre.
—Claro que no. Lo moderno es unisex.
—¿Y la vio correr?
—Primero saltó y después corrió ahí contra los autos, pasó por atrás del micro y
se lanzó a cruzar la calle. Muy deportiva, ella, y más llevando un bolso que parecía
pesadito, pero arriesgada en ese tráfico loco.
—¿Un bolso? ¿Cómo era?
—Casual también. No me fijé más. ¿Hice mal?
—Hizo muy bien. Usted fue, hasta ahora, la única persona que vio a esa mujer.
Tiene una memoria extraordinaria.
29
—Me acuerdo de todas las canciones de Los Bamboleantes y de los resultados
del Mundial de fútbol.
—De casualidad, ¿no se había fijado quién venía manejado el ómnibus hasta ese
momento?
—Ay, no. Usted sabe cómo es, una va entre la gente y pasan los autobuses así,
uno detrás del otro, y si una no piensa tomar ninguno, y no iba a tomar un bus por
unas cuadras con lo que cuesta. Usted no se crea que ese nos da dinero para
transporte cuando vamos a un trámite, que a patita nomás que caminar hace bien a
las pantorrillas, dice, y después se queja si una demora, pero no es culpa de una.
—Muy cierto. En su opinión, Claudia, ¿no podría haber sido ella, la de las
zapatillas esas, quien había venido conduciendo?
—¡Carambolas! Ahora que usted me llama la atención, sí, sería bien pero bien
fácil. Soltó el volante, corrió por el pasillo y se largó a la calle por atrás. Sí. Me
pregunto qué podría ganar, pero podía ser.
—En eso estaba pensando, Claudia —comentó Segarra. ¿Pero usted está
completamente segura de que era una mujer?
Con las manos, ella dibujó en el aire la forma de un par de senos
—Relleno también se usa —agregó.
—¿Y eran... grandes? —dijo Segarra y repitió, con reserva, el gesto.
Ella asintió y descubrió con miradas nerviosas que el peninsular se había
acercado con evidente intención de interrumpir.
—Señorita Claudia, muchas gracias —dijo entonces el comisario. No sabe
cuánto le agradezco.
—Claudina, me llamo, en honor a la verdad —anotó la testigo.
—Perdone —se disculpó Segarra. Mi memoria no es como la suya.
Ya en la calle, comentaron el resultado de la visita. Había surgido una pista: una
mujer se había lanzado a tierra desde el vehículo en marcha.
—Entonces, comi, tenemos que prender a la fulana de las chancletas
transparentes.
—¿A quién?
—La que se largó como hacen los changuitos vendedores.
—Letras fosforescentes, dijo Claudina.
—Eso quería decir, tenis radiactivos.
Segarra sintió un hambre feroz y la pausa del almuerzo ya había más que
terminado.
—Santacruz ¿nos echamos un almuerzo en el mercado, y vamos después hasta lo
de Almada? —propuso.
—Usted perdone y no lo vaya a tomar como desprecio, pero no tengo plata.
—Bien, yo lo invito —dijo Segarra y razonó que su sueldo era tres o cuatro
veces mayor que el del cabo. Además, él no tenía siete hijos.
La dirección del desaparecido Almada correspondía a una llanura polvorienta
donde se extendían hileras de casas prefabricadas, unidas como en rosario por
cables eléctricos. Mínimos jardines separaban una de otra y eran más bien depósitos
de todo lo imaginable. En algunos espacios aparecía el verde de cultivos o de
30
indómitas plantas callejeras. Los techos de lámina brillaban como reflectores y
soplos de viento traían sabor a tierra seca. El cabo miró en su libreta de apuntes y
buscó algún cartel con el nombre de la calle.
—Doble acá, comisario. Héroes de Cabo Frío tiene que ser la próxima, porque en
Batalla de Sepetiba vive mi primo Arnaldo y ya la pasamos, y allí está la plaza de la
Guerra Grande y el mercado Gloria de las Armas.
Segarra puso la primera velocidad y dobló, pero la calle se llamaba Héroes de
Paso Hondo y la siguiente Héroes de Camino Real y la otra Héroes de Peñón.
Algunos tramos estaban asfaltados; otros eran de pedregullo y el Nissan
desencadenaba una tempestuosa polvareda. Dobló por Combate del Saladero, tomó
Escaramuzas, desembocó en Altercados y pensó que el barrio debería llamarse
Sangre y Arena en vez de Armas de la Patria. Los personeros de la dictadura,
cuando cambiaron el nomenclator, deberían también haber previsto suficientes
carteles con el nombre de las calles. Al fin, una señora que los paró pensando que
eran un taxi en servicio, les explicó que la dirección que buscaban quedaba más
lejos, por el Hogar de menores delincuentes Divino Tesoro.
En poder de ese importante dato hallaron la casa. Golpearon. Una mujer más o
menos joven pero bastante ajada les abrió, con un gesto brusco. El traje celeste de
Segarra, sucio y arrugado después de las violentas experiencias de la mañana y el
uniforme de Santacruz bastaron como identificación.
—¿Usted es Dora Zaldívar? —preguntó el comisario.
—¿Vienen por lo de Gastón? —replicó ella y les cedió paso.
Los pisos de cemento estaban sin barrer, las paredes de ladrillo revocado a la
mala mostraban rajaduras y en el mobiliario de la casita se mezclaban piezas
heredadas o de segunda mano con modestos ejemplares de tablas de cajón que se
compran en cualquier mercado. Un televisor gigantesco era el centro hogareño y
desentonaba con su lujosa presencia negra. Cierta calidez, bastante, la daba el
mormazo que se desprendía como una maldición desde el techo sin cielorraso.
La mujer tenía el cabello sucio, teñido con rayitos de luna; era menuda pero de
pechos grandes y llevaba una bata cubriendo un viso descosido. Afuera ladró un
perro.
—¿No han sabido nada de él? —preguntó.
—No. Por eso vinimos.
Segarra y Santacruz se sentaron en un sillón destartalado, frente al televisor. Ella
arrimó una silla.
—Ni una noticia, tuve. Nada sé —dijo. Yo lo amo, ¿me entiende?
—Comprendemos, señora —trató de cortar Segarra. Para ayudarla es que
necesitamos saber más.
—Todo lo hicimos solitos como el pichón del añangabaú. ¿Qué buscan? Lo
mataron. Terminado está. Sólo Dios sabrá si hay un sentido en esta dura enseñanza.
Segarra pensó qué sería un pichón de añangabaú, pero dijo:
—¿Conoce a algún compañero de trabajo de Gastón?
—Solamente a uno, ¿me comprende?
—No. ¿Quién es?
—Uno que le dicen el Mambora. Apenas desapareció Gastón llegó aquí, y no a
darme el pésame.
31
—¿Qué vino a hacer?
—Los paquetes. Que había unos paquetes y que eran de la ETM y que tenía que
llevárselos. Yo no sabía. Miré en el ropero, en toda la casa, ningún paquete, nada.
Gastón nunca me dejó saber las más recónditas cuestiones de su alma, ¿me
interpreta? Todavía va y se enoja el señor este y amenaza con que la Empresa no sé
qué. Espero que lo del seguro sea cierto.
—¿Qué seguro?
—Mi marido me dijo que había un seguro, que si le pasaba algo no me
preocupara.
—¿Será un seguro de la ETM?
—Platita necesito.
—Santacruz —dijo Segarra. Anote en su libreta lo del seguro.
Éste rebuscó en sus bolsillos y siguió revolviendo en busca de algo con que
escribir.
—Disculpe usted, señora, pero parece que he cometido algo indebido y no ubico
el instrumento codiciado ahora y si no es molestia ruego la demanda de si me presta
un lápiz, especialmente de bolígrafo —dijo, dirigiéndose a ella.
La mujer se levantó y abrió un cajón en un bargueño voluminoso y complicado.
Miró por encima de los muebles, buscó otra vez en el mismo cajón, susurró ”a lo
mejor en la cocina” y fue hacia el fondo de la casa.
—¡Mire ahí, comi! —cuchicheó Santacruz mientras clavaba el codo en las
doloridas costillas del comisario.
Señaló un aparato en el piso, semioculto por una pila de revistas.
—Eso es transmisor de radio —dijo, y siguió codeándolo.
Segarra miró el artefacto y asintió distraídamente. La mujer regresó con el
pedido y entonces él pensó que debería plantear alguna pregunta con respecto a la
radio. ¿De dónde diablos iba a saber Dorival que eso era un transmisor, si ni él
estaba seguro? Era probable que la pregunta no llevara a nada, pero la hizo:
—¿Eso es una radio, señora?
—Ay, sí. Es una radio rota. Tiene mal los bulbos.
Segarra cambió el tema:
—¿Mambora era un amigo desde hace tiempo?
—Yo era artista, de la noche, de lugares nocturnos, y ese hombre tenía
muchachas. Así conocí a Gastón, también. Y ahora todo acabado, como si la
contribución que hemos hecho al dolor humano aún no alcanzara a pagar nuestra
culpa por el simple hecho de vivir.
—Señora —continuó Segarra. ¿Usted cree que su marido no va a aparecer?
—Algo me dice aquí —dijo ella con voz ronca y en tono bajo, señalándose con
un índice y en gesto dramático entre los senos, abriendo aún más la bata para no
dejar dudas sobre el punto— que está muerto.
—¿Y por qué? —terció Dorival.
Ella cambió su mano a la frente y echó hacia atrás un mechón rebelde que
obedeció de inmediato, miró al cabo a los ojos y dijo:
—Hay razones que una mujer conoce, pero un hombre no.
Dorival quedó impresionadísimo. Segarra no.
—¿Tiene sospechas? —preguntó.
32
—El Mambora es... como grosero. Miente.
Segarra dejó pasar un momento, otro más, y en el silencio roto por intermitentes
ladridos de perro Dorival lo miró como diciendo ”¿y ahora, comisario?”. Entonces
ella habló:
—El Mambora me ha dicho lujurias.
—Cuénteme —la alentó Segarra y se acomodó entre los resortes del sillón.
—Pienso que fue la defensa del honor lo que marcó el destino de mi marido, lo
que llevó su vida a su fin, lo que, cómo se dice...
—¿Fue lo definitivo? —sugirió Santacruz, sentado en la punta del rotoso
almohadón e inclinado hacia el pecho magnánimo de la interrogada.
—Si, exacto.
—Entiendo —sumó Segarra. Usted piensa que, digamos, fue un crimen pasional.
—La vida tiene sorpresas.
—Sin duda. ¿Pero cree que el Mambora hubiese hecho desaparecer a Gastón
mientras éste manejaba un autobús en el centro? ¿No hubiera sido más lógico darle
una puñalada o un balazo o clavarle un paraguas envenenado en la pantorrilla?
Santacruz giró la cabeza y lo miró. Sus ojos podrían haber dicho ”qué inteligente
es este hombre” o ”qué falta de respeto ante el dolor ajeno”. Dora Zaldívar se
encogió de hombros y cruzó las piernas. La bata y el viso se corrieron hacia arriba.
—¿Desean fumar? —preguntó.
—No, gracias —contestó Segarra y se puso de pie.
Dorival hizo lo mismo y al perder el peso de sus ocupantes el sofá expresó trong,
boing, pling. La dueña de casa seguía de piernas cruzadas y los miraba. Los bordes
superior e inferior de la bata y del viso mostraban una peligrosa tendencia a
juntársele en la cintura.
—Creo que nos vamos —explicó Segarra.
—Como usted quiera —dijo ella, y no se movió.
Los dos hombres enfilaron hacia la puerta con cierto titubeo. Cuando ya estaban
por salir, Dora dijo:
—Perdonen, pero si no desean fumar ¿no me pueden dejar igual algunos
cigarrillos?
Segarra sacó los suyos y se los alargó. Se le ocurrió preguntar:
—¿Y qué tenían los paquetes?
—Bulbos —dijo Dora, mientras exigía que le dieran fuego con un chasquido de
los dedos.
—¿Bulbos? —preguntó Segarra, ofreciéndoselo.
—Bulbos. Iban a arreglar la radio —informó ella, soplando el humo.
—Santacruz, lo arrimo con el Nissan hasta su casa en San Juanito —dijo Segarra
cuando salieron de la entrevista con Dora. Santacruz pensó un momento, miró al
cielo que había empezado a oscurecer, y contestó.
—Vale, pero si me deja que yo llegue a las casas manejando el carrito.
Segarra aceptó. Su socio tenía sus caprichos. Enfiló por una y otra de las batallas
hasta la avenida Héroes Generales y tuvo que frenar en el semáforo de la esquina de
General Paz. Giró hacia el centro y quedó encerrado entre la parte trasera de un
camión tanque y la amenazadora careta de un semirremolque. Si no salía de esa
33
posición, el Nissan podría muy bien ser transformado en puré de auto. El tanque se
detuvo con quejidos y relinchos en el semáforo de Santos Lugares; él bombeó
desesperado el pedal de freno y quedó a unos decímetros de su brutal parachoques.
”Charles Bronson” leía en él. Por el espejo no divisaba más que una muralla de
brillante color naranja, fierros cromados y lámparas de posición. Se pasó la mano
por la frente. A su lado paró un blanco rutero de la compañía Costa y Sierra. El
comisario podía contemplar por la ventanilla las pequeñas cuarteaduras de una
cubierta B. F. Goodrich, casi más alta que el Nissan. Los poderosos motores de sus
vecinos sonaban como bombas de tiempo esperando para explotar.
—Si usted quiere yo sigo manejando —ofreció Santacruz.
—¿Usted sabe manejar?
—Llevaba camiones con tropa.
—¿Fue milico, Santa?
—Carnicero.
En el momento que la luz cambió a verde, el monstruo anaranjado espetó un
bocinazo de carretera; una nube de gasoil mal quemado salió por debajo de Charles
Bronson; la B. F. Goodrich se arrimó aún más a su cara y el Moby Dick de Costa y
Sierra comenzó a doblar de manera antirreglamentaria. Segarra aceleró entre los
nubarrones, esquivó la maniobra de la ballena asesina y logró pasar el cruce.
—Un tráfico de los mil carajos —dijo Segarra.
—Ponga la radio y disfrutemos de la cultura —dijo Santacruz.
—Que va. No tiene radio.
—Tiene. Está ahí, adentro de la guantera para que no la roben.
Segarra desvió la vista hacia la guantera y casi se come una furgoneta cargada de
bolsas de coliflor. Santacruz sacó la mano por la ventanilla, alzó una antena que
Segarra no había notado, y encendió el aparato. El Nissan se llenó con la balada
Renacido para amarte.
—Usted es un tipo de recursos. ¿Sabe también de radio, Santacruz?
—Con los curas, aprendí.
Segarra apretó los dientes y entró por la radial a San Juanito entre el laberinto de
vehículos que iban trepando la cuesta. A la distancia se veía la ciudad, ya
iluminada. Detrás de la sierra lampareaban relámpagos: se recortaban las negras
siluetas sobre un nebuloso fondo de espectrales pantallazos. Venían las lluvias.
—Bueno, Santa —dijo Segarra. Mañana será otro día. Usted vaya a Los Jarros y
averigüe si es cierto que éstos estuvieron ahí el domingo pasado. Por hoy basta. Ya
estamos llegando a su casa.
—Si no fuera molestia yo llevo el Nissan, como dijimos.
Segarra dijo ”sí, cómo no”, se detuvo al costado del camino. Santacruz bajó,
corrió para abrirle la puerta, lo despidió con una venia y cambiaron de puesto. Subió
el volumen de la radio, bajó el parasol aunque era de noche, ajustó el retrovisor y
corrigió la posición del asiento cosa de tener piernas y brazos bien estirados. Con
las manos en posición diez y diez arrancó con una primera violenta y corta,
enganchó la segunda y se metió al tráfico entre un taxi y un triciclo motorizado,
como si fuera un proyectil inteligente, cambió a tercera en el momento exacto y
continuó la trepada. Antes de la siguiente curva bajó a segunda con doble
desembrague para no perder revoluciones y pasó al taxi. El Nissan respondía.
34
¿Tendrá licencia de conductor, éste?, pensó Segarra, mientras se agarraba al borde
del tablero de instrumentos.
Con el Nissan recalentado y la espalda como los resortes del asiento de la señora
Almada, Segarra estacionó ante El París Chiquito y fue recibido por la tertulia.
—Carrito nuevo ¿eh? —fue el comentario obligado.
Las opiniones sobre las ventajas y desventajas de la adquisición duraron todo el
tiempo necesario para que él cenara un tradicional bife con papas fritas. El París no
era un restorán de moda como el Palacio Manolo, el Gran Consulado o el Crayon,
sino una simple cantina de barrio. Ganduglia afirmó que el auto era como el caballo
de antaño, herramienta y símbolo de poder:
—El poder —afirmó Pereyra, comerciante en ropa interior— es y siempre ha
sido tomar todo el vino, tener todas las mujeres y comer toda la carne que se te dé la
gana.
—De ninguna manera —discutió Zitlowsky, relojero. El poder es el mal,
Imagínense lo que hubiera pasado si Hitler hubiese ganado la guerra.
—No la ganó porque no pudo conquistar el Abisinia —propuso el charcutero
Krautzenberg, con su forma de hablar pausada y cadenciosa.
—¿Abisinia? ¿Te has vuelto loco, mamón? —interrumpió el obeso político
conservador Ganduglia.
—Abisinia, si —insistió Krautzenberg. No sean burros y aprender. La conquista
del Abisinia, en el Abisinia estaba el conocimiento.
Así era siempre. Interminables discusiones en un clima de fraternidad agresiva
sin el cual Segarra no podría pasarse. La tesis del fiambrero le pareció interesante y
propuso:
—A mí me gustaría escuchar lo de Abisinia.
Krautzenberg, con calma flemática, retomó la palabra.
—Voy a explicar para ti, muchacho. ¿Porqué estaban los ingleses desesperados
por parar a Rommel? ¿Eh? ¿Por las pirámides, te crees? Era por la clave oculta en el
Abisinia, señores.
Se produjo un silencio impresionante.
—¿La clave de qué? —preguntó Ganduglia.
—De la bomba.
El silencio, si hubiera podido, se hubiese hecho aún más impresionante.
—¿De la bomba? —preguntó el relojero, casi en un cuchicheo.
—De la bomba atómica —dijo el empedernido Krautzenberg.
Alguien tosió; Segarra sacó un cigarrillo. El relator hizo una pausa, se sirvió
cerveza, tomó un trago largo, se secó la boca con la mano.
—Ahí está el Arca de la Alianza. El Arca fue la primer bomba atómica. Eso
quería Hitler.
—Es cierto. Yo leí algo en Selecciones —comentó Pereyra.
—Pero la ciencia... —intentó decir Ganduglia.
—La ciencia, la ciencia —interrumpió Pereyra. ¿Qué dicen los científicos? Igual
que los políticos, lo que les conviene.
—No acuses, ganso, que vas a quedar como el burrito de la abuela —replicó
Ganduglia.
35
Pereyra estaba preparando una respuesta cuando Segarra le tocó el hombro y
preguntó:
—¿Qué es eso del burrito de la abuela?
—Un dicho.
—Políticos había antes —dijo Zitlowsky.
De ojos abiertos en la oscuridad, las manos bajo la almohada y acostado de
barriga, Segarra pensó que el foro de la cantina no era suficiente para llenarle la
vida. Pensó en su antiguo amor Rosa de los Ángeles Bejarano Monasterio. Rosa
había sido Miss Primavera en Colón y causaba taquicardia a los muchachos del
secundario. En la gran suaré que siguió a la elección, ninguno de sus compañeros se
animaba a sacarla a bailar. La sacó su propio papá, el coronel Bejarano, jefe del
Séptimo Batallón de Caballería Motorizada Isla Grande. Alguien empujó a Segarra
a la pista y él no tuvo más remedio que solicitar la pareja. El marcial y orgulloso
progenitor aceptó encantado y retornó a su güisqui colombiano.
—Te vengo mirando desde hace rato —dijo ella. Eres tan bobalicón que ni
cuenta te diste.
A partir de ese momento Segarra y Rosita fueron inseparables. La cosa avanzó
hasta tal grado que tuvieron que decidir casarse rápida y urgentemente. Compraron
un refrigerador, recibieron promesa de muebles y andaban buscando una casa en la
periferia de Colón cuando en un control médico se descubrió que el embarazo era
solamente una irregularidad monumental. Segarra tuvo un acceso de pánico y
decidió que en vez de casarse pediría un lugar en la Escuela de Policía. Tomó el
primer transporte a casa de sus parientes en Riberalta, aún más adentro del monte y,
sin regresar nunca más a Colón, emigró a la capital. El escándalo alcanzó nivel
regional y el coronel lo buscó para ”cagarlo a fustazos” —tal dijo a quien lo quiso
oír. El odio de la familia Bejarano Monasterio hacia su persona se mantenía vivo y
candente. Una, dos, tres veces le habían llegado cartas con amenazas, pero de esto
hacía ya años: era policía y había tomado la decisión de casarse cuando cumpliera
cuarenta con una mujer poco exigente, no tan impulsiva como Rosa. Qué tibia el
agua en el río y cuánta vaca de pata larga en los llanos, gibosas. blanquitas. Las
palmas y el bote, chicha en tutuma, asado de capibara, ya me voy, madre, piáleme
ese novillo overo...
36
Capítulo 4
No quería perder el final de un sueño donde Susana estaba en la cama con él,
abrazada como si el mundo anduviera cayéndose a pedazos y sentía en las manos la
sucesión de curvas —una, otra— de ese cuerpo, a pesar de que vestía el estricto
uniforme gris y la corbata roja de los choferes de la ETM. Allí estaba esa felina, esa
calabacita, esa tinaja de barro, y él manoteaba el aire e intentaba suspirar y decirle
palabras que no salían de su boca. Gritó con su dormida garganta; ella se transformó
suavemente en una montaña, en un lago... Despertó. La tengo que llamar por lo de
Almada, la tengo que llamar por lo del Mambora, la tengo que llamar porque se me
da la gana, la tengo que llamar porque si no la llamo voy a empezar a gritar por las
calles.
Dejó la cama desordenada. Era el día de la señora Ofelia quien limpiaba,
arreglaba, le lavaba las camisas y dejaba comida preparada en el refrigerador.
Después de todo —reflexionó mientras tomaba un poco de café parado ante el
lavadero de la cocina— con la señora Ofelia no necesito otra ama de casa. A qué
meterme. Pero Susana se había instalado en su mundo y por lo tanto también en
esas tres habitaciones y esas dos ventanas y el televisor que miraba algún domingo
aburrido. Todo llevaba ya a Susana y sintió que había hecho mal, o bien, o quién
sabe. Estás poniéndote viejo y loco, Segarrita, basta de zonceras.
En la calle, comprobó que el día había amanecido gris, de calor descompuesto y
aplastante. Si el temporal no empieza hoy, lo hará mañana, predijo, y se instaló en
su oficina. Minutos después se mostró el Mambora en la puerta del despacho.
—Buen día comisario Segarra —saludó sonriente. Fui puntual.
Ulpiano Vladimir traía un perfume penetrante de costosa loción, que se expandió
como un virus en la atmósfera de la oficina. Segarra le hizo una seña para que
pasara y conectó el ventilador.
—¿Algo nuevo para comunicar? —le preguntó.
—No.
—¿Alguna explicación sobre lo de Almada?
—No.
—¿Y a qué vino?
—¿Me citó o no? — suspiró y dijo con suficiencia.
—Usted sabe más de lo que dice.
—Hasta ahora no dije nada.
—Muy cierto.
Segarra puso en marcha un pequeño grabador.
—Hábleme de Almada —indicó.
—Un empleado como cualquier otro.
—No. Almada era su amigo.
—Ah, pero eso es cosa privada.
37
—¿Quieres un refresco?
—¿Eh?
—Un refresco. Te invita el Estado.
El cambio súbito de táctica le había dado resultado otras veces. Sin esperar
respuesta, llamó por teléfono a la cantina y pidió dos Sibaritas de limón y con hielo.
Continuó con su maniobra.
—Cuénteme su vida.
—¿Eh?
Segarra no dijo una sola palabra más; Ulpiano tampoco. Ahí quedaron, los dos,
sentados frente a frente y mirándose. Parecían dos ajedrecistas en un café de la
plaza Mayor, concentrados en medio de conversaciones y ruido de platos. Al fin
llegaron los refrescos. Segarra sorbió de la pajita; Ulpiano la sacó y la sostuvo en la
mano mientras bebía a grandes tragos. Segarra no le ofreció la papelera y el hombre
no se atrevió a tirar el adminículo al piso. Siguió sentado impertérrito, ahora con
una mano ocupada con una pajita a rayas rojas y blancas. Ese estúpido engreído
tenía el privilegio de ver a Susana todos los días; en cambio él tenía que averiguar
cosas que ni sabía bien qué eran y aguantar petulancias y desbordes entre ladrones y
asesinos. Atacó
—Acabemos con el merequetengue. ¿Qué negocio tenía con Almada?
—Que yo sepa, ninguno. A veces lo llevaba a pasear cuando probaba las
máquinas reparadas.
Ulpiano se rió mirando al techo. Tenía varios dientes de oro. continuó.
—Hablé con la esposa. Ella lo nombró a usted.
—¿Esposa, la Dorita?
—¿De qué eran los paquetes?
—¿Qué paquetes?
—Ulpiano, vamos...
—Ahí sí que el tatú se robó la mancuerna.
Segarra comprobó una vez más que había muchos dichos circulando y de cuyo
significado no tenía la menor idea.
—El lunes, cuando Almada desapareció, ella dijo que usted fue a buscar algo.
—Esa pobre enferma hubiera querido que la fuera a buscar a ella.
—¿Está seguro? —preguntó Segarra e intentó una trampa. Parece que ella
encontró los bulbos.
—¿Puedo ir a arreglar la radio?
—Hay sospechas de que usted hizo mató a Almada.
—Pero por favor, comisario, bájese del eucalipto. ¿Me puede dar un motivo?
—Los paquetes.
—¿Unos bulbos de radio que se pueden conseguir hasta en los reducidores?
¿Quién dijo esa majadería?
—No doy explicaciones.
Segarra no tenía ninguna excusa para retenerlo, no había sacado nada en limpio,
no sabía qué diablos preguntarle, no se daba una idea de cómo... Pero una luz
apareció en el túnel, si es que no era un espejismo o el tren que se le venía encima.
—¿Quién es su abogado? —le preguntó.
—¿Mi abogado?
38
—Estoy pensando en una acusación formal por el asesinato de Almada, según
denuncia de su viuda.
—Con todo respeto, señor, usted está con problemas. Almada desapareció,
verdad, pero quedé tan sorprendido como usted, entiéndame.
—¿Qué hizo en el momento del accidente?
—Estaba en mi trabajo, por supuesto.
—¿Cómo se enteró?
—Llamó un policía.
—¿Qué hora eran?
—Ah, no se... Las cuatro, serían.
—¿La llamada le llegó a usted?
—El hombre llamó a la centralita. Me pasaron la llamada.
—¿Dijo que Almada estaba desaparecido?
—Dijo algo así como que el chofer no estaba.
—¿Y usted sabía quién era el chofer?
—¿Cree que tengo las cien líneas de transporte en la cabeza?
—¿Cómo se enteró de que era Almada?
—Se comentó en el taller. Después fui a su casa.
—¿A qué hora?
—A la nochecita, por ahí. Pensé que ya habría, qué se yo, regresado. Habíamos
quedado en vernos.
—¿Cuándo?
—Pues ese día.
—¿Cuándo habían quedado de acuerdo en verse ese día, pregunto?
—El domin... —empezó a decir el Mambora.
Segarra esperó.
—A ver, déjeme ver. El domingo fue que me dije ”mañana tengo que ir a ver a
Almada”. Así habíamos quedado. Así fue.
Segarra se rió.
—¿Y qué iban a hacer?
Ulpiano Vladimir se decidió y puso la pajita sobre los papeles del escritorio.
Segarra, molestado, la retiró para tirarla a la papelera y una última gota de Sibarita
le embadurnó los dedos. Antes de que le quedaran pegados como con resina
epoxilínica, buscó dónde limpiarse y manoteó debajo de su mesa para acceder a la
cajonera. Con una sensación de hielo en la sangre, comprobó que, otra vez, había
allí una hoja de papel, pegada y colgando. Retiró la mano como su hubiera tocado
un gargajo. Abrió el cajón, no encontró nada con qué limpiarse y se conformó con
frotar el pegote contra la silla.
—¿No iban a hacer nada, entonces?
—Tomar unos tragos, qué más.
Se hablaba de negociados en el aeropuerto y en la ETM. Segarra pensó que, con
el lío del ómnibus o sin él, había llegado el momento de tomar medidas y que le
gustaría que este hombre estuviese complicado. Apagó el grabador y despachó al
sospechoso. Tocó debajo de su mesa y, cuidadosamente, despegó el papel. En ese
momento empezaron los truenos.
39
El Policía del año había sido citado por el Coronel. Que fuera a verlo, nada más. Al
jefazo le gustaban las sorpresas. Segarra subió hasta el tercer piso por una escalera
de barandal en balaustrada. Esa parte había sido agregada muy posteriormente: se
veía como un brutal emplasto en la pesada y sobria estructura colonial. Llegó y se
presentó. Tres secretarias se repartían dos escritorios en una antesala alfombrada.
Un guardia armado estaba también allí, del lado interior de la puerta y flanqueado
por dos grandes macetones, un trío de cariátides. Máquina automática de café,
refrigerador y botellón de agua filtrada tenían un lugar especial junto a los
ordenadores y el teletipo. Las ventanas estaban cerradas, pero un equipo Sony se
encargaba de refrigerar y purificar el aire. En las paredes había un retrato del
Presidente de la República, otro de John Fitzgerald Kennedy y una gran foto del
Coronel en uniforme de gala, saltando un obstáculo en un caballo blanco y negro.
Segarra fue anunciado y la voz carrasposa gritó por el intercomunicador ”Pero
que pase ese hombre, nomás”. El jefe máximo de la capital disponía posiblemente
de más instrumentos que el resto de la policía: frente a su rimbombante mesa de
despacho tenía un instalación para videoconferencias, radio de onda corta y
teléfonos. Un cuadrafónico transmitía ”1812” a desaforado volumen.
—M'ijo, qué gusto de verlo —dijo el Coronel.
Era de baja estatura y tenía un tic nervioso que lo obligaba a fruncir la boca.
Durante la dictadura, cuando el patriarca torturaba personalmente, se decía que su
tic se transformaba en un aluvión de mohines. Ese día hubiera alcanzado un
modesto registro de dos en la escala de Richter. Le recordó a Segarra el privilegio
que tenía por trabajar bajo las órdenes de un hombre tan generoso como él.
—Vivimos nuevos tiempos, Segarra. Como decían los griegos, o témpora o
temporales. Nuestra misión es el crimen, la hidra sanguinolenta que lo es. ¿Estamos
de acuerdo?
—Ciertamente, coronel.
—¿Y usted cree que tenemos una organización eficaz?
—De acuerdo con las circunstancias.
—Que hay que superar a diario, Segarra. Hay que adaptar método y estructura,
metas de organización y prospecto de resultado analítico, Segarra. ¿Qué me dice?
—Muy cierto. Es posible.
—Felizmente estamos en una democracia y en un mercado libre, y esto de las
privatizaciones va a significar por ahora sacrificio, pero mañana, mañana, ¡ay
Segarra, no ser joven otra vez para gozarlo!, obtendremos el fruto de nuestros
esfuerzos.
Segarra no podía relacionar de modo satisfactorio el tema de las privatizaciones
con su presencia ante el Supremo, menos aún podía hacerlo mientras Napoleón se
acercaba a Moscú cubierta de nieve y la orquesta filarmónica aplicaba la táctica de
tierra arrasada.
—El análisis de mercado —siguió implacable el jefazo— indica que el erario
público no debe solventar actividades que la iniciativa privada puede suministrar a
precio mucho más bajo y, lasting but not leasing, de modo muchísimo más efectivo.
Trombones, violoncelos. El Coronel empezó a bigotear entre un escándalo de
percusiones y un allegro vivace de los vientos. Continuó el discurso, las manos en
proa, los ojos perdidos en el cielorraso:
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—Nosotros, agentes del orden, tenemos una posición dominante en este sector
del mercado. Ahora estamos ante desafíos de alta significación para crear y
desarrollar la competencia necesaria y enfrentar y arrollar a la necesaria
competencia.
Redoble tenso, arpas y pífanos. Segarra nunca había escuchado tantas palabras
sin comprender ni una sola y menos con acompañamiento filarmónico. Parecía que
la orquesta estaba intentando trepanar las paredes y la voz ronca del Coronel se
elevaba para contrarrestar los ataques en picada de platillos y cornos.
—¿Qué me dice, Segarra? — preguntó, en un resquicio del combate.
—Está muy bien.
—Me alegro que esté de acuerdo hasta aquí, pues ya verá. Para eso hemos
contratado consultores, quienes han hecho mérito suficiente como para justificar la
barbaridad que les pagamos. Ellos han cometido una hermosa propuesta. Un
consultor debe considerarse un socio más de la empresa, en este caso de nuestra
común empresa contra el crimen organizado y el desorganizado también, ¿o qué?
¡Hay que repensar la distribución física de recursos, m’ijo!
El pueblo ruso estaba trabado con los franceses en una carga a la bayoneta, o por
lo menos a la semifusa. El Coronel se paró con brusquedad y a sus temblores agregó
un sibilino acezar. Parecía que se iba a romper en cualquier momento.
—¡Hay que crear el MISIP! —gritó.
Si no hubiese sido el Policía del año posiblemente no hubiese estado allí. No
preguntó el significado de MISIP, pues dio por descontado que eso era parte de un
golpe de efecto. El Coronel avanzó hasta un rotafolio, tomó un grueso marcador y
escribió MISIP.
—¡Modelo interactivo sinérgico de integración policial! ¡He aquí el futuro, mis
muchachos! Con este nuevo marco de administración programática, nuestros
conocimientos, metodologías, habilidades, capital accionario y experiencia de
ventas darán una rendimiento mucho mayor en cada ejercicio contable. Nuestro
producto tendrá un perfil acorde con la cultura empresarial que nos caracteriza. Hay
que clarificar la visión futura de la policía, clarificar el objetivo, y allí estarán los
resultados: la competencia no tendrá chance alguna. Un mensaje conciso, unitario,
una integración horizontal y vertical a largo plazo, y el éxito, el éxito. ¿Qué me
dice?
—Me parece muy interesante.
—¿Nada más?
—No, si debe ser así como dicen los especialistas, nomás. Lo que no entendí
bien fue lo de la competencia. No tenemos competencia.
—¡Interna, Segarra, competencia interna! ¡Pasaremos a ser unidades con
resultado contable propio!
—¿Nosotros, Coronel? ¿Investigaciones?
—Sí, señor comisario. La sinfónica nacional ahora se compone de treinta
miniempresas y reciben su pago de acuerdo a la cantidad de compases que cada una
interprete. Nosotros aplicaremos un esquema similar: ¡el MISIP! Yo seré una
empresa, usted otra y nos compraremos servicios mutuamente. Los limpiadores
tendrán su empresa, las niñas de Pasaportes la suya, los choferes, una más. Se acabó
41
esa pavada de los sindicatos, se acabó lo de las licencias por enfermedad. Y usted
ha sido elegido para lanzar la primera experiencia.
—¿Ahorita, así, en seco como parto de gallina?
—Hay mucha plata. La plata es como las muchachas bonitas: no espera.
Segarra estaba aturdido. No sólo estos planes sorpresivos, sino la muy concreta
experiencia que le suministraba el cuadrafónico, retumbaban en su bóveda
craneana. Debido a su escaso relleno se le producía allí adentro un eco peor que en
ducha de gimnasio. Balbuceó:
—¿Y no sería mejor, digo, sugiero, me parece, terminar primero con lo del
chofer desaparecido y recién después entrarle a lo otro?
—Hoy por hoy tenemos el monopolio. Mañana, la policía chilena puede abrir
una filial, o el FBI, el Mossad, qué se yo, y a llorar al cuartito. Sus hijos se lo
reprocharán toda la vida.
—Coronel, deme unos días para pensarlo.
—Haga un presupuesto, Segarra —insistió el Coronel. Presente una oferta,
contrate personal. Nosotros lo capitalizamos con créditos blandos. Confío en usted.
¡Venceremos!
Segarrita, esto es demasiado, demasiadamente demasiado. Pero si contestaba que
no ¿qué? La única manera de combatir su frustración y su terror era ir a comer algo.
Regresó a su oficina y ordenó el caos. Se agachó a recoger un lápiz caído y recordó
el nuevo mensaje. Las mismas letras rojas y las mismas faltas de ortografía. ”No se
dege distraer. Firmado Anónimo. Destrúyase”. ¿Dejarse distraer? De qué. Le dolía
el estómago, crecía la acidez, le sobraban las emociones simultáneas y superpuestas.
Imposible salir a comer; se había hecho tarde. Pidió un sánguche y banana con
leche a la cantina.
Escuchaba el tecleteo de las máquinas de escribir, alguna voz que gritaba un
apellido, sillas que eran arrastradas, campanillas de teléfonos. Por momentos, de un
golpe, un brillo de sol atravesaba la ventana esmerilada como si se encendiera una
lámpara, pero ésta se apagaba de inmediato y entonces retumbaba un trueno. La
espera de la lluvia le generaba una insufrible tensión nerviosa, no podía
concentrarse. Quiso escuchar la grabación del interrogatorio con el Mambora pero
le dio fastidio: su propia voz sonaba aflautada y ridícula; preguntas y respuestas,
falsas y lejanas. Se quitó la chaqueta, frotó las manos, respiró hondo y discó el
número de la ETM.
Contestó la telefonista, ”un momentito, por favor”; contestó después un hombre
que se hizo repetir la pregunta y gritó ”¡Susana!” en lo que parecía una caverna y
tenía que ser la ETM, y al fin apareció la voz del otro lado del tubo. La Voz.
Segarra había vuelto a los doce años, cuando trataba de llamar la atención de las
niñas en Colón: lo invadía la misma sensación de fiebre. Segarrita, estás estúpido.
Preguntó, babeándose, si ella podía darle unas informaciones.
—Claro, diga nomás.
—Este señor Ulpiano ¿estuvo el lunes en el trabajo?
—Sí, estuvo.
—¿Cómo se enteró del accidente?
—Llamó un policía, se le informó a él y se consignó en el registro.
42
—¿Supo él cuál era la unidad siniestrada?
—Bueno, el policía no se había fijado en el número y volvió a llamar después.
Entonces sí.
—¿Cómo es cuando se daña un ómnibus en servicio? ¿Qué hace el chofer?
—Estaciona, deja al pasaje y trae el coche para acá.
—¿No avisa?
—Puede suceder, si hay que mandar la grúa, si tiene un teléfono a mano.
Estamos discutiendo si vamos a instalar radios en todos los coches, o si darles
teléfonos celulares a los conductores.
—¿Hay buses con radio, entonces?
—Sí. Los más nuevos la traen de fábrica.
—¿Tenía radio el 1863?
—Así es.
—¿Avisó Almada por radio que iba a salir de ruta?
—Así es.
Segarra sudaba de modo enfermizo y sentía el latido de su sangre en el tubo del
teléfono, apretado contra la oreja. Si el mismo Almada había avisado que dejaba la
ruta y luego había pasado por el parque Alborada y Atilio el controlador no había
mentido, la única oportunidad de esfumarse era el escaso tiempo necesario para
llegar desde el puesto de control hasta el Gran Gigante. Si la mujer de los zapatos
escandalosos se había apoderado del autobús y de algún modo había eliminado a
Almada, también tendría que haberlo hecho en ese corto lapso. La mujer,
probablemente, viajaba como pasajera.
—¡Comisario! ¿Está ahí? —dijo la fascinante Susana.
La voz llegó a través de un velo de sensualidad e íntimas caricias, de detrás de
promesas de delirio erótico, envuelta en suntuosidades orientales y occidentales y
nórdicas y sureñas. Esas palabras no eran un vulgar chorro de electricidad que ponía
a vibrar una membrana de material plástico, sino una emanación misteriosa y
celestial. Bueno, no exageremos.
—Ah...
—¿Puedo ayudarlo con algo más? —preguntó ella.
—Me gustaría que habláramos pero de modo algo informal, menos oficial —
replicó Segarra. ¿Qué tiene que hacer, hoy, después del trabajo?
Esperó la respuesta como el ganado en el matadero.
—¿Hoy? Me iré a casita igual que todos los días, pues.
Con la garganta tan acalambrada que se le escapó un gallo, Segarra exprimió de
sus entrañas una invitación.
—Y no... no podríamos, digo, encontrarnos, por ejemplo. Tomar un café, una
copa...
—Bueno... —contestó Susana luego de un silencio de algunos segundos.
Al valiente comisario se le destornillaron las rodillas y las lágrimas anegaron sus
ojos: el dolor del auricular incrustado en la oreja era insoportable.
—Sólo que —continuó ella— primero tengo que ir a cocinar para mi marido y
mis dos hijas.
43
En estado de descomposición, con las cuerdas vocales deshilachadas, desde
algún lóbulo cerebral donde aún quedaran reflejos profesionales, Segarra aflojó la
presión del auricular y comentó:
—Entonces, no es conveniente.
—No.
Había quemado sus proyectiles.
—Una última cosa: ¿tienen seguro los empleados?
—Sí, todos.
—¿Qué pasa con el seguro cuando una persona desaparece?
—Si es un accidente se le paga al beneficiario.
—¿Y si es un crimen?
—Tendría que hablar con nuestro asesor jurídico.
—¿Cómo se llama?
—Se llama... ¡Ah! ¡Qué divertido! ¡Si se llama Segarra, como usted! ¿Es su
primo?
—¿Armandito? No. Todos me preguntan lo mismo. No creo que a él le pase
igual.
—¿Lo conoce?
—Sí. Del París.
—¿Estudiaron en Europa?
—El café París, en mi barrio. Nunca estuve en Europa. Mi viaje más largo fue
una excursión al Uruguay.
—¡Huy! Eso sí es exótico y exclusivo.
—¿Usted cree?
Con la autoestima destripada, la voluntad inerme, las ganas de vivir en estado de
ausencia absoluta, el vientre en pleno alzamiento de las masas oprimidas y una
sensación de sopor causada tanto por el disgusto como por la lluvia que se había
descolgado con alegría inaugural y atronaba en los canalones de desagüe del ex
convento, Segarra escuchó el informe de Santacruz.
—Que sí estuvieron en Los Jarros y que libaron grueso. Que discutieron, y que
había dos hombres más. Se fueron hasta la noche, dijo el cantinero.
Santacruz había cumplido. El desparejo uniforme estaba uniforme y parejamente
empapado. Segarra le sugirió que fuera a Intendencia y pidiera otro.
—No, si así nomás es. Se me va a mojar, también.
—Pero si se resfría estamos bien jodidos. No se me vaya a morir de una
moquera, Santa. Usted es una parte clave en todo lo que sabemos.
—¿Qué sabemos?
—Ahí está la... el... —intentó Segarra, pero no encontró ningún dicho adecuado y
se calló la boca.
Carmelo escribía, concentrado. Santacruz miraba al techo, sentado en el extremo
de la silla, en tensión laboral.
—Ahí empieza el lío —siguió Segarra. El autobús choca y el chofer desaparece.
Después nos enteramos de que una testigo vio a una muchacha.
—Con los tamancos transparentes—agregó Santacruz.
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—Esa, que se lanzó del bus en marcha, antes de que chocase.
—Y desapareció también.
—Al poco rato llama un policía a la ETM.
—Fui yo —dijo Carmelo. Traje el parte y avisé desde el teléfono de.
—Eso se me había escapado —reconoció Segarra. ¿Quién avisó a lo de Almada?
—Una patrulla fue a preguntar si.
—¿Si qué?
—Si el hombre había llegado.
—¿Qué hora era?
—Las cinco y —siguió Carmelo, completando como siempre las frases con
movimientos de la mano.
—Después de las cinco, entonces, tanto en la ETM como en casa de Almada se
sabía lo de la desaparición —concluyó Segarra. Bien. El Mambora se enteró
directamente con su llamada, Carmelo, y más tarde fue a lo de Almada y reclamó
unos paquetes de la ETM. Los paquetes no estaban.
—Mambora era cuate del marido de la señora artista, con el que había estado de
chupandina el domingo —razonó Santacruz.
—Dijo en el interrogatorio que los paquetes contenían bulbos de radio.
—Bulbos de la ETM para la transmisora...
Santacruz dijo esas palabras, se paró, se puso un dedo en la boca, hundió el
meñique en la oreja y lo presionó varias veces con violencia tal, que la cabeza se le
sacudía.
—¿Qué hace hombre, además de sacarse la cera? —preguntó Segarra.
—Le doy bomba al cerebro.
Segarra esperó.
—Un suponer —empezó Santacruz. Usted va y lleva un paquete envuelto en un
papel del Gran Gigante, pero adentro no lleva cosas del Gran Gigante, y lleva
producto del Emporio Maravillas, en vez. Usted va y lo deja, por un decir, olvidado
en el Mono, porque se pone a bailar con un trueno eléctrico ahí y se olvida de todo
con la guaracha y un suponer se va y cuando se viene a dar cuenta, pues, se le
olvidó y ya no hay de qué y usted vuelve y la gente ahí lo ve, que usted va a la
callandita entre los botines de los bailantes y da vueltas y mira el piso como perro
con sueño, y decimos que vienen unas señoritas y le preguntan con todo respeto,
¿qué hace, caballero?, y usted ahora dígame nomás, así por una idea, ¿qué les dice?
—Santa, no voy a bailar al Mono con el trueno eléctrico.
—Pero no, comi. Es la idea. Usted fíjese en la idea. ¿Qué les dice a las
preguntadoras?
—Bueno, creo que les diría métanse en sus propios líos.
—No. Usted, con todo respeto a su persona y su voluntad, usted les diría ando
buscando paquete del Gran Gigante. Eso les diría. Y no andaría explicando que
adentro tenía mercadería del Emporio Maravillas.
—¿Anoto, comisario, lo que?
—Espérese un momento, Carmelo —dijo Segarra.
Poco a poco fue descontando los bordados y lentejuelas de la hipótesis.
—Usted sugiere, Santa, que él dijo paquetes de la ETM, pero quería decir
paquetes envueltos en papel de la ETM, o en cajas de la ETM, o así.
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—Así será, si usted lo dice.
—El que lo dice es usted.
—Así será entonces.
—No tenían porqué ser propiedad de la ETM. O sea que los bulbos de radio no
eran de la ETM, o lo eran pero...
—Otra cosa —siguió el cabo. Difícil que llevara muchos bulbos. En la radio se
quema uno y se acabó. Además, para mí que ese equipo es transistor. Bulbo, ni de
reclame.
—¿Y quién dijo que eran bulbos?
—La señora artista, dijo.
—Esta mañana el Mambora me preguntó si habían arreglado la radio. Es decir,
confirmó que sí eran bulbos. Santa, a lo mejor eran bulbos nomás.
—Comi, usted dice eso y está bien, pues es su decir de ahora. Pero si el equipo es
transistor ¿qué diría?
Segarra calló. Santacruz retomó el razonamiento.
—Al sancocho le dicen cocido y le dicen fricasé, al dólar le conocen como verde
y también lechuga, y a la guitarra le llaman vihuela pero a veces instrumento.
—Santa, sancocho y fricasé no son lo mismo.
—A lo mejor no son. ¿Usted me comprende la idea?
—Dicen bulbos, pero pueden estar diciendo cualquier otra cosa.
—Eso, no más.
—¿Y porqué entonces el Mambora me preguntó si podía ir a arreglar la radio?
—Dios mediante no tenían por qué arreglar nada.
—Bueno, sí. Pero esta mañana cuando le dije que Dora había encontrado los
bulbos, él preguntó si ya podía ir a arreglarla.
—¿Qué? —gritó Santacruz y se enervó como si al triste despacho hubiera
entrado el Excelentísimo Sr. Presidente de la República. Segarra levantó un codo
instintivamente.
—¡Muchacho! ¿Qué pasa? —exclamó.
—¿Usted le dijo que ella había encontrado los paquetes?
—Claro, para que se descubriera.
Santacruz se mordió los labios y empezó a caminar en círculos en el pequeño
espacio entre la pared y el raído escritorio.
—No es nuestra cosa salvarla de la paliza, pero si él los había ido a buscar, si ella
no se los había dado, si usted le dice que ahorita sí, que la doña encontró los
paquetes, entonces él va a ir a buscarlos de nuevo y ella va a decir que no, que de
dónde sacó esa mentira, y él que que sí, que le dijeron que que sí y que ahora ya, me
entregas los paquetes ya, y va guamazo y va lumazo y va machetazo, y ella que que
no, ay mamacita, santa virgen de la Resurrección del Cobre, que no lo sé, que no lo
sé, y él, qué que no lo sabes, pues sangre habrá, dientes no habrán, y va golpazo y
va pescozón y va cachete. Sobre su conciencia quedará marcado, comisario.
Segarra comprendió la profundidad de su metida de pata. Santacruz giraba como
un derviche y cambiaba la voz cuando los roles lo exigían. Lo frenó en un giro y
dijo:
—Si se la dan a Dora que se la den, pero podemos pescar a alguno allí en su
casa. Déjeme buscar la pistola y salimos en el Nissan para el barrio de las batallas.
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—Batalla vamos a encontrar, comisarito. Yo manejo.
—¡Hello! —dijo Carmelo— ¿Qué hago con la? Tengo más horas con.
—Guárdelas para mañana, Carmelo. Pase todo a máquina, quede a la orden. Por
ahora se acabó —contestó Segarra.
Corrieron escaleras abajo. Al vuelo, mientras avisaban al portero que estaban en
misión, Segarra le lanzó el llavero del coche a Santacruz. Las llaves —así se las
habían dado— estaban fijadas a un zapatito de bebé. Santacruz corrigió la posición
del asiento y arrancó desde Río Amazonas como un tornado. Llovía que era una
barbaridad. Cortó por el callejón de la Merced y el petardeo del escape retumbó
contra las altas paredes de piedra de la iglesia. Clavó el freno al llegar a Nueva
York y a velocidad desconsiderada bajó por la pendiente que lleva a avenida
Independencia. En la calle mojada, el pavimento desparejo daba abundantes
ocasiones para que se formaran charcos y lagunillas. El Nissan levantaba cortinas
de agua que caían implacables sobre los transeúntes. ¡Taxista tenías que ser,
cabrón!, y expresiones similares acompañaron su recorrido de bólido. Ya en el
cruce del Obelisco, siempre atascado de colectivos, golpeó con las manos sobre el
volante en plena desesperación.
El semáforo cambiaba inútilmente las señales ya que allí no se rendía nadie, y si
hubiesen estado a pie o en bicicleta les hubiera ido mucho mejor. De repente, se
abrió un pequeño espacio. Santacruz bajó su ventanilla, arrancó y semitapándose la
boca con una mano, con la cabeza afuera, aulló ”¡emergencia!” y puso a sonar la
bocina ininterrumpidamente. Los vehículos más cercanos hicieron lo que pudieron
para darle paso. Cuando salió del atolladero subió otra vez el cristal.
—Por la aerodinámica —explicó.
A velocidad de partero pasó ante la estación de ferrocarriles y dobló por la
avenida que llevaba a Los Héroes, o Las Batallas, o como fuera que se llamase el
aguerrido barrio de Almada. Desde que Ulpiano había dejado la jefatura hasta ese
instante habían pasado un par de horas. Si él había ido a rescatar los paquetes
supuestamente encontrados, entonces no quería imaginar el posible estado actual de
la artista que Santacruz tanto admiraba. Dora estaría, a esas alturas, secuestrada o
muerta.
Las calles arenosas del arrabal se habían vuelto zanjones de barro y las manchas
de vegetación, que en su visita anterior estaban opacadas de polvo, brillaban ahora
en la lluvia como una alegoría del triunfo de la vida. Santacruz maniobró a las
derrapadas entre héroes y contiendas y frenó con un patinazo largo ante la casa.
Sacó su revólver —aún más arcaico que la pistola de Segarra— y corrió hasta la
entrada. El comisario cerró de un taconazo la puerta del auto y lo siguió. Al llegar al
umbral vio cómo sus bien cuidados zapatos habían adquirido el aspecto de dos
empanadas de barro. Golpearon con los puños; Dora les abrió. Pese a la hora tardía,
daba la impresión de estar recién levantada. Su cabellera era un revoltijo; sus
facciones, trastos viejos. La bata apenas se cerraba sobre los desproporcionados
senos, ocultos por una camiseta sucia.
—¿Qué pasó? —gritó, mientras Santacruz, arma en alto, la empujó a un costado
y entró a la casa.
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—Policía, señora Dora —explicó redundantemente Segarra. ¿Está sola? Le
aclaro que tememos que el Mambora venga en cualquier momento, y no justamente
en visita de cortesía.
—Parece que está señalado en mi carta natal. Nunca me libraré de esa sombra
maligna que acosa lo más íntimo de mi ser femenino. ¿Qué hace su asistente?
Segarra pensó que su colega se habría caído, tal vez tropezado con algún bibelot
en el veloz ingreso: Santacruz estaba tirado en el piso.
—Clarín clarito. Motorola. Transistor —dijo desde atrás de la cómoda.
—¿Entonces Ulpiano no vino, no mandó tampoco a nadie? —preguntó Segarra.
—Aquí no ha venido nadie más que ustedes y no se puede decir que lo hayan
hecho con educación.
—Está en serio peligro —aclaró el comisario.
—Una mujer sola siempre está en peligro. Y viuda, más aún. Bastaría con una
desgracia, pero siempre hay más en una existencia desamparada.
—Comprendo. Ahora óigame bien: los paquetes.
—¿Sólo lo material le interesa? ¿Y yo?
—De eso depende que a usted no le rompan la cabeza. ¿ Qué tenían los famosos
paquetes;?
—Bulbos, ya le dije.
—¿Andaba por plantar gladiolos? El transmisor no necesita bulbos.
—Ellos dijeron que eran bulbos.
—¿Los vio?
—Los vi. Gastón y el Mambora los trajeron. Que la radio no andaba, que la iban
a arreglar.
—¿Cómo eran?
—Así —explicó ella. Definió con las manos un espacio en el aire, como el
volumen de un quilo de harina.
—¿Usted vio que eran bulbos de radio?
—¿Qué es un bulbo de radio, me explique?
—¿No sabe? ¿Y cómo dijo que eran...?
—¿Porqué habría yo de desconfiar de mi legítimo esposo?
—¿Estaban envueltos? —intervino Santacruz.
—Si eran paquetes, estaban envueltos —dijo Dora.
—¿Estaban envueltos en papel de ETM? —insistió el cabo.
—Estaban.
—¿Vio? —dijo Santacruz al comisario.
En ese momento escucharon dos portazos de un auto en la calle y una voz de
hombre que decía ”es aquí”.
—Llegó alguien. Atienda como si no pasara nada. Nosotros nos escondemos —
dijo Segarra, excitado y señaló hacia la pieza vecina
—Perdónanos señor por todos nuestros pecados —balbuceó Dora.
Fue a abrir mientras Segarra y Santacruz se desplazaban. Una delgada puerta
separaba las habitaciones y entraron a lo que resultó ser un dormitorio. Santacruz, al
parecer según nueva costumbre adquirida, se echó al piso y reptó debajo de la cama
de matrimonio.
—¡Pah, la mugrecita! —dijo.
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Segarra buscó un ángulo adecuado para cubrir el campo con su artillería. Decidió
meterse en un voluminoso ropero que aparentaba resistir el peso de su cuerpo, o
más bien, que él confiaba en que resistiría el exceso del mismo. Abrió las puertas de
la parte media. Entre una selva de perchas sobrecargadas vio dos piernas peludas,
un órgano sexual masculino cubierto por dos manos gruesas y todas las partes
correspondientes a un cuerpo entero, vivo, en estado natural. Era cortito, un poco
calvo, y cerraba los ojos y temblaba. Por entre los dientes se le escapaba ”no me
mate, sea buenito, no me mate, sea buenito, no me mate, sea buenito, no me mate”.
—Haga hueco, pelotudo —le dijo Segarra literalmente y lo empujó hacia un
extremo.
El piso del ropero crujió. Entre la montaña de ropa usada y mugrienta, y el olor
del fulano encerrado Segarra pensó que iba a vomitar, lo que hubiera complicado
aún más la ya precaria situación. En la otra pieza alguien decía:
—¿Quién vino en el taxi ese, che? ¿Ya andás con un nuevo macho?
Y oyó también que Dora se quejaba súbitamente, como en respuesta a un golpe.
La misma voz dijo:
—A ver, che. Fijate ahí atrás, no sea cosa que nos madruguen.
Una respiración agitada, pies que frotaban el piso y la invasión de sonidos del
exterior fueron señales de que alguien había abierto la puerta y la había cerrado
después.
—No, Carlitos, no hay nadie —dijo el enviado.
—Controlá el fondo, también ¿Cuántas piezas tiene este rancho, che? Hablá,
petiza. Apiolate y no te hagás la difícil. Vamos a estar un ratito aquí, no te
preocupés, querida —dijo el llamado Carlitos.
Dora se quejó otra vez. El hombre tenía un vozarrón como para competir con
Pavarotti. Siguió un diálogo que Segarra —entre vestidos enteros y en partes, faldas
de verano, invierno y media estación, soleras, camisas de manga corta y larga,
boleros, camperas, chaquetillas, sacos de pied-de-poule y escocés, cazadoras de brin
sanforizado, chaquetas de tweed y casimir, pantalones de náilon, de algodón cien
por cien, de lycra, de banlón, varios pares de zapatos que lo hacían perder el
equilibrio a cada minuto y los sollozos apesadumbrados del otro huésped del ropero
— no pudo escuchar. Repentinamente, empezaron los gritos:
—¡Largá, atorranta! ¿Dónde está la mercadería? ¡Te arranco los dientes que te
quedan, te arranco!
Dora gritó y sollozó: Carlitos estaba en acción. Segarra abrió la puerta del
mueble con la intención de salir quedamente y acercarse paso a paso para que la
sorpresa fuera total. Pisó un par de sandaletas platinadas de altísimos tacones,
perdió el equilibrio, manoteó un racimo de prendas y arrancó el perchero. Ese palo
sostenía por milagro toda la estructura y por lo tanto, en ese momento, cedió el piso.
Su pie atravesó la tabla y quedó como en un cepo. A la vez las paredes laterales
comenzaron a separarse del fondo del guardarropa. El vecino recibió sobre sí toda la
carga textil y además las tablas.
—¡Por la mierda! —gritó Segarra. ¡Vamos Santacruz, préndales bala a esos
cabrones!
Santacruz trató de salir de su escondite levantando la cama con sus corcoveos.
Entre gruñidos, agitó una colección impresionante de pelusas y polvo acumulado y
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causó una tormenta de zapatillas que salían disparadas como bolos. Se le enredó un
brazo en una de las patas del tálamo nupcial y de su antiguo revólver reglamentario
se escapó un retumbante disparo. El desnudo gritó ¡por diosito! y cayó entre las
pilas funerarias de lo que había sido el ropero de Dora y Gastón Almada. En su
derrumbe arrastró a Segarra y varias astillas del cepo que lo aprisionaba se
enterraron en el pie y la pierna del comisario. Por encima de los dos accidentados,
con un estruendo de demolición, cayeron una a una las puertas del mueble. De todos
modos, el valiente Santacruz gritó ¡coño! y se tiró contra la puerta de la habitación.
Rebotó. Tropezó con el desbarajuste de tablas y astillas y cayó de bruces sobre
ellas, y por tanto sobre el comisario y la otra víctima de las circunstancias.
—¡La cagamos, compadre, la cagamos! —gritó Segarra desde abajo de seres
humanos, tejidos y leños.
Sudaba desesperado; quería zafar o por lo menos sacarse al sargento de encima.
Afuera se escuchó la arrancada violenta de un automóvil. Santacruz, al fin, llegó a
la otra habitación.
—¿Qué se ve ahí? —le gritó Segarra.
Guardó la pistola, cerró los ojos y esperó la respuesta.
—Pues nada, comi.
De los matones no quedaban ni rastros. Dora sangraba de una lastimadura en la
frente.
—Bueno, —dijo Segarra. Venga y me ayuda a sacar la extremidad y vemos qué
hacemos con este fiambre desnudo que me dejó.
Dora y el caído comenzaron a quejarse al unísono. Con decisión, Santacruz
levantó las tablas que aplastaban a su jefe y rajó de un puñetazo el madero que le
crucificaba el pie. Entre los dos levantaron al desconocido y lo tiraron en la cama.
La bala de Santacruz se había incrustado en la pared, lacerando el revoque. Mayores
daños había sufrido el comisario: astillas en bastillas y tobillos, magullones,
raspones, tajaduras y el pantalón hecho harapos. Después de la fricción con el
revoltijo de prendas, el barro en sus zapatos ya ni se notaba. Rengueando fue con
Santacruz a ver a Dora, quien reaccionó rápidamente y los miró sin interés, Segarra
se sentó en el averiado sofá y encendió un cigarrillo.
—Bien, Dora —dijo. Creo que nos merecemos una explicación.
—Ay, comisario. Si yo pudiera dársela.
Estaba casi desnuda. La bata le había sido arrancada y los pechos colgaban
flácidos bajo la camiseta. Un calzón mínimo ocultaba lo menos posible y sus flacas
piernas parecían mentirosamente largas.
—¿Quién es el tipo del ropero?
—Un hecho de la vida.
—¿Quién es el argentino?
—Si supiera, se lo diría.
—Señora Dora —dijo Santacruz—, esos van a volver o usted se va a tener que
irse de cohete nomás, o las dos cosas. Y si no sabemos, pues, no sabemos y le van a
dar para tabaco, disculpe.
—Dorita, Almada ya no está para defenderte... —agregó Segarra.
—Compermiso, yo creo que me retiro —apareció el siniestrado y dijo.
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Entró a pasitos cortos desde el dormitorio, vestido con lo que había encontrado
en el reguero, con un par de alpargatas en la mano y sonriendo con timidez.
—¿Usted quién es? —le preguntó Segarra.
En ese momento, el tobillo lastimado le dio un jalón. Hizo una mueca de dolor.
—No es para reírse, señor —comentó la imagen arquetípica de la desgracia.
—¿Qué hace acá?
—Vivo ahí al lado —dijo él, con suave, manso y quedo tono.
—Es el vecino. Mi vecino —aclaró Dora.
—¿Y qué pito toca en este asunto? —preguntó Segarra.
—Pito ninguno. Usted no se imagina la soledad que me aquejaba.
—Santa, anótele los datos y que se largue.
—Gracias, señores, y disculpen la molestia —dijo el aparecido.
—¿Nos vamos a poner de acuerdo, Dora? —pidió Segarra. Por lo menos hay
chance de evitar que te masacren, o los vas a seguir protegiendo a esos mafiosos. Te
prometieron garrote y sigues en las mismas haciéndote la pendeja y nosotros
tratando de salvarte la vida y tú de estrella de la película. No me gusta andar
mezclado con gente a la que no le importa su propio pellejo, su propio pellejo,
caramba, ya no digamos la patria o la Internet: su propio pellejo. El tuyo, Dorita, ¿o
no te das por aludida?
Dora lo miraba como si él no estuviera presente. Preguntó:
—¿Quiere que se lo diga yo con mi propia voz? Vinieron a buscar los bulbos,
¿qué iba a ser?
Segarra se rió.
—Eres un caso perdido, Dora —dijo, sacudiendo la cabeza.
—Este... —habló el cuarto actor del drama suburbano. Ahora si, ya me interrogó
el señor aquí. Si no es molestia, me retiro. Adiós Dorita, que la pases bien. Nos
vemos después.
—Ojalá y que revientes —dijo ella.
Santacruz, otra vez en el suelo junto al equipo de radio, gritó:
—¡Ya está! Los bulbos.
—¿Otra vez los bulbos? —comentó, agriado, Segarra.
Santacruz levantó cuidadosamente el aparato, lo trajo junto a la ventana para
lograr mejor iluminación y comenzó a revisar la tapa trasera. Sacó del bolsillo un
cortauñas, aflojó los tornillos que mantenían la placa en posición y abrió el aparato.
Adentro de la carcasa no había ningún bulbo, ningún transistor, ninguna radio, sólo
un chasis pelado.
—Los bulbos, comi. Mire la jodienda con los bulbos; cabe cualquier montonal de
cosas adentro de este asunto.
Dora no opinó.
—Se acabó la fiesta, Dora. Vístete, si encuentras algo en el desperdicio que
hicimos. Te echaste la soga al cuello —comunicó Segarra.
—Las sogas se atan y se desatan —dijo ella.
—Depende de quién haga el nudo —contestó Segarra.
—Oiga, comi —dijo Santacruz. ¿Qué le parece si llamamos a una patrulla por la
radio? La pinche radio...
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Capítulo 5
Dora se lavó la cara, se vistió, se peinó y se preparó para salir como si se fuera de
compras. La casa mostraba claramente los impactos del cataclismo, pero Segarra no
le permitió que se pusiera a ordenar. A esas alturas ya eran las dos de la tarde y él
no sólo tenía agujeros en el tobillo y los pantalones, sino fundamentalmente en el
estómago. Su sánguche y su licuado estarían allá en el despacho, alimentando a las
moscas. Dora cerró con llave y puso además un candado en la puerta. Segarra
colocó la carcasa de radio en el portaequipajes del auto y se sentó atrás, junto a la
detenida. Partieron con Santacruz al volante.
—Disculpe comisario — dijo Dora en ese momento. Me frunzo de hambre. ¿No
podemos comprar algo de comer?
Pensó que la situación no era la más adecuada para andar de restoranes, pero
estaba hambriento y desolado y podía controlar a su presa si tomaba las
prevenciones debidas. Santacruz, a pesar de su concentración como conductor,
debería de sentir hambre también. Los serranos pueden aguantar días sin comer más
que habas o maíz tostado, sin disminuir el ritmo de trabajo, sin expresar ni una
queja; así andan desde los tiempos de la conquista y además no tienen dinero para
almorzar.
—Que así sea —dijo Segarra. Santa, vamos primero a buscar algo para comer.
Dorival asintió. A los resbalones en el barro dirigió el coche hacia el mercado
local. Parecía un taximetrista de uniforme un poco curioso llevando a una pareja de
novios. Encontraron en una esquina a una señora bajo un palio casero que ofrecía
comidas, fritadas sobre una llama de gas butano. Por la lluvia, la señora había
colgado trozos de película de plástico de su toldo, lo que le daba apariencia de
carpa.
—Bájese usted, Santa, y consíganos de lo que haya. ¿Qué desea servirse, Dora?
—Pan, tortilla, cualquier cosa. No como desde ayer.
Segarra pensó que él tampoco lo hacía. Santacruz empezó a transportar
servilletas de papel de astraza cargadas de comida entre el comal y la ventanilla del
Nissan. Llevó primero cuatro albóndigas de papa, que Segarra y Dora dividieron.
—¡Oiga, oficial! —gritó la prisionera. ¡Que le ponga más chile verde!
Santacruz volvió, recogió las albóndigas y pidió a la señora que hiciera ese favor.
La señora lo hizo. Segarra quería más sal y Santacruz trajo un poco en el hueco de
la mano. Se había decidido a dar un primer mordisco a un taco, cuando Dora gritó:
—¡Oficial! ¿Una sopita no se podrá?
Santacruz pasó el pedido a la señora y ésta se ofreció a ir a buscar el encargo a su
casa, ahicito nomás, pero alguien tenía que quedarse a cuidar la fritanga. Santacruz
ocupó el puesto. Echó un puñado de porotos hervidos en el aceite. Chirrió de lo
lindo. Revolvió el guiso con el pedazo de palo de escoba que la dueña del puesto
usaba como espumadera.
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—Le preparo frijoles pasados, comisario —gritó.
Segarra asintió.
—¿Salsa verde o solo ají? —gritó otra vez.
—De ají está sabroso —dijo Segarra.
Santacruz armó las porciones, las colocó sobre nuevos trozos de papel de
envolver y luego en hojas de periódico, y las llevó. En eso regresó la señora con un
tazón de barro de buen tamaño, lleno de sopa. Flotaban en ella verduras y trozos de
pollo, cubiertos de perejil.
—Pucherito de gallina había en las casas, si no es de su disgusto —dijo y entregó
el tazón a Dorival.
Éste se lo pasó a Dora y regresó a pescar su comida.
—¡Cuchara! —gritó la presa.
Allá fue la señora a conseguir una, y ahí quedó el cabo de guardia vestal. Cuando
la cocinera regresó, Dorival, otra vez, volvió hasta el Nissan.
—¡Alto, Santa! —gritó Segarra. Ya que viene con la cuchara, tráigame por favor
una Sibarita.
Mientras tanto, la señora fritaba postas de pescado, y era increíble ver todo lo
que lograba producir en su improvisada cocina. Llovía sin detención; la tarde
avanzaba lenta. En eso, Santacruz oyó un grito desesperado del comisario y vio
cómo Dora abría la puerta del Nissan y salía a todo correr calle arriba, entre los
escasos transeúntes que poblaban la siesta. Miró a su jefe: éste se cubría la cara con
las manos y gemía. Tuvo un primer impulso de ayudarlo pero salió a perseguir a la
fugitiva.
—¡Me paguen, me paguen! —gritó la cocinera. ¡Se comieron todo mi capital y
por más encima no me pagan!
Dora llegó rápidamente hasta la esquina y dobló; Santacruz, un minuto después,
hizo lo mismo. Allí se abrió ante sus ojos un panorama de barrio pionero: pequeños
comercios improvisados cortaban el paso con sus mesas en medio de la calle.
Preguntó si no la habían visto, pero eso es lo peor que un hombre vestido con el
uniforme de la policía puede hacer en un ambiente de libérrima y pequeñísima
empresa. Algunos comerciantes se rieron, varios dedos apuntaron en todas las
direcciones: Dora había recuperado su libertad. El cabo retornó al comal de cabeza
gacha. La señora estaba pasándole un trapo con agua a su jefe por la cara, el saco, la
camisa y la corbata, en un intento de retirarle los restos de sopa.
—Nos derrotaron, Santa, nos jeringó la Dora.
Se sentaron en uno de los guardabarros delanteros del Nissan, bajo la lluvia.
Santacruz, en silencio pesaroso, mantenía los brazos cruzados sobre el pecho y la
gorra sobre las cejas. Segarra dejaba que la lluvia refrescara sus quemadas mejillas.
El traje estaba en harapos y un poco más de agua ya no podría empeorarlo. La radio
en el cofre del auto —cuyo vacío interior analizaría Menguele— era el único
resultado tangible de la violenta mañana; desde otro punto de vista, el destrozo de la
mitad del mobiliario de la vivienda de los Almada, del traje y el pie de Segarra,
también eran resultados tangibles.
—Hay que poner guardia en la casa. Puede haber más cosas y es posible que
alguien venga a buscarlas —dijo éste, saliendo del sopor que nublaba su mente.
53
—Basta con precintar, comi. Que los Chicos vengan y empeoren el revoltijo. Ahí
hay pura porquería.
La mujer, el primer detenido en el caso del autobús a quien se le podía imputar
alguna cosa, o por lo menos presumiblemente se le podría imputar alguna cosa,
había decretado ella mismita que quedaba en libertad. Si hubiera sido un tipo,
Segarrita, no te hubiese preocupado que tuviera hambre. Jamás le habían
aconsejado, ni padres ni maestros, que antepusiera la conmiseración al deber y
menos aún que fuera y se enamorara perdida y hormonalmente de una señora
casada con dos hijas, encargada de bienestar de personal en una empresa municipal
de transportes.
—Voy a conseguir un teléfono.
Dejó a Santacruz en el Nissan y bajó cojeando por las bélicas vías. Allí estaba la
plaza, un espacio abierto en la densa y baja edificación del barrio. Comercios y
puestos de fruta, algunos árboles plantados recientemente, microbuses y
automóviles que roncaban bajo el cielo gris eran las señales del centro y, podría
esperarse, de que hubiera acceso a algún teléfono. Entró a la farmacia El Cañón
llevando al arrastre su tobillo lastimado. El farmacéutico vio el traje sucio y roto,
ensopado de sopa y de lluvia, una pierna del pantalón transformada en flecos de
estandarte, el pelo pegoteado, lamparones de grasa y salsas en la camisa, la corbata
suelta, la cara en estado lamentable y dijo:
—La posta de emergencia es más abajo, amigo. Si yo fuera la policía cerraría
todas las cantinas, sin perdón.
Segarra sacó su identificación, se la puso bajo la nariz al idóneo y pidió prestado
el teléfono. De la comisaría le dijeron que iban a mandar a Carmelo apenas
apareciera un vehículo. Volvió con tranco cansino al fogón. La señora, en febril
fritandería, ofrecía buñuelos con miel de caña. Los policías se sirvieron algunos
como postre y regresaron a lo de Dora y se dispusieron a esperar. La lluvia continuó
bajo un calor pesado. Santacruz ya había cabeceado dos veces y Segarra sintió
cómo se le instalaba la somnolencia. Decidió combatirla con un cigarrillo. Salió del
coche y lo encendió, protegiéndolo lo mejor posible del agua. Chisguetes de
adrenalina recorrieron de golpe su organismo: Santacruz había puesto la radio y la
música de Oscar D’ León, el Rey de los soneros, llenó la tranquila calle con súbito
escándalo de timbaletas.
Cuando llegó el patrullero, anunciándose con sirena, algunos vecinos se
asomaron. Pocos automóviles rodaban ante sus casas y el inusitado trajinar de ese
día, si bien algo excepcional, no era tan interesante como las seriales de la
televisión. Carmelo precintó lugar del crimen con tiras amarillas de plástico
autoadherente donde estaba impresa en negro y en sucesión ininterrumpida la
leyenda ”Oficial Prohibido tocar Oficial Prohibido tocar Oficial Prohibido tocar”.
—Espérese aquí hasta que lleguen los Chicos —ordenó Segarra.
Carmelo buscó un rincón del umbral donde sentarse. De un morralito sacó un
refresco, dos naranjas, una mínima radio y un libro sobre medicina del deporte.
Estudiaba quinesiología en cursos nocturnos. Era tan alto y flaco que cuando se
sentó en el escalón sus rodillas parecieron las patas de un saltamontes.
El viaje hasta la comisaría lo hicieron en silencio: no hubo recriminaciones ni
comentarios. Segarra sentía latidos de dolor de su pie lastimado y el ardor de la
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quemadura en la cara. Llevaba como recuerdo del aciago día la convicción de que
se había dejado engañar: se sentía un pobre infeliz.
—Yo mejor lo llevo a su casa —dijo Santacruz. Duerma. Qué va a hacer en su
oficina. Se le van a reír del su porte, de por sí, perdone la confianza. Hay que
empezar de nuevo, no se preocupe. Me llevo el Nissan y mañana tempranito lo paso
a buscar. Lo lavo también, afuera y adentro. Parece chiquero, sin desmerecer.
Segarra ni contestó. En ese momento recordó con terror que debería haber
presentado un informe a la Generala Guzmán, pero todo lo que podía perderse se
había perdido y el atardecer nublado entristecía aún más su miserable existencia.
Al otro día, tal como habían acordado, Santacruz llegó temprano a recogerlo.
Tenía que hacer largos viajes entre la casa y el trabajo, tenía siete niños y una
huertecita por cuidar y en sus días libres tomaba trabajo de albañil. Segarra se
preguntó cuánto dormiría, en realidad, su segundo de a bordo. Se había abstenido de
afeitar su magullado rostro, embetunado de pomada. A intervalos parejos, en ritmo
siniestro, surgía en su cabeza el asunto de la privatización. Necesitaba consultar a
alguien que supiera de esas cosas, pero quién podría ser su consultor. Pordenone
estudiaba leyes; Armandito era abogado. A lo mejor podrían iluminarle el camino.
Pensó “camino” y miró su pie, vendado y emplastado.
Tomaron la avenida Chacón, donde los andamiajes de los vendedores aún
mostraban sus esqueletos vacíos. Debido a las lluvias y a lo temprano de la hora, el
aire estaba claro, fresco y rebosante de optimismo. Justamente los antónimos
llenaban el alma del comisario. Quedaron detenidos por el semáforo frente a la
clínica Forever.
—Por aquí mismito cruzó la niña transparente —comentó Santacruz.
La señal los obligó a continuar. Vieron salir de la clínica a dos personas. Segarra
reconoció al siempre bien trajeado Zaragoza, pero no a su acompañante. Santacruz,
con agresivo disgusto, comprobó que el engreído doctor Pelayo y Pidal, corpulento
y de guayabera blanca, caminaba junto a un desconocido y solícito fulano.
—¿Lo vio, comi? —dijo el cabo y estacionó en doble fila.
—¿A Zaragoza?
—¿El mentado Zaragoza?
—Si, es Zaragoza; el gordo, no sé.
—El gordo conozco; el flaco, no. El pinche médico doctor es.
—Bronca le tiene, mal ojo le tiene, Santacruz.
—Silla no me ofreció.
—Hay algo con esa clínica. Si no averiguamos qué, no llegaremos a ningún lado.
—Como con el burrito de la abuela.
—Explíqueme eso del burrito.
—¡Mire, comisario!
Los gestos de los hombres no dejaban dudas: estaban discutiendo. Después de
intercambiar ademanes airados se separaron: Zaragoza dobló por Río Amazonas y
el doctor Pelayo y Pidal detuvo un taxi y se fue, como si hubiera montado el burrito
de la abuela.
—Lo de la Dora redáctelo suave, Carmelo —dijo Segarra.
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—Cómo no, jefe. Adiós Policía del año, si la Generala.
—Deje eso.
—Un momento. No sé donde va la hoja que. Lo de su visita a, comisario.
—¡Caramba, Carmelo! Puedo aceptar que lo tengamos sólo por medio tiempo,
pero trate de que esa mitad hable entero.
—No voy a hacer más la... este... la cosa esta de... este...
—¿Este qué?
—Lo de los estitos de la cuestión nomás, digo, que no, cómo decirle.
—Carmelo, siga como venía. Mejor medio que un cuarto.
—¿Dónde meto la hoja donde usted dice lo de los dos choques?
—¿Los dos choques?
—Usted me dio un papel. En un lado dice ”Segarra: lo del ómnibus es gordo.
Discresión. Anónimo. Destrúyase”. En el otro, escribió que el chofer había chocado
dos veces en el mismo lugar.
—¡Carajo! —gritó Segarra. Déme esa porquería.
Se lo metió al bolsillo.
—Exactamente. Dos veces —dijo.
—De mucho para casualidad —comentó Santacruz.
—Ni que estuviera entrenando —acotó Carmelo.
—¿Entrenando? —repitió Segarra.
—Si uno entrena, mejor le.
—Usted hace deporte, ¿no, Carmelo?
—Quiero.
—¿Cómo definiría un entrenamiento?
—Pues, una prueba para, un ensayo para.
—Choque de entrenamiento —dijo Santacruz.
Se paró. Empezó a separar sillas para hacer espacio. Tomó impulso a taconazos.
—No dé más vueltas, Santa.
—No, qué vueltas —dijo y caminó en círculos. Voy derechito nomás a mi
pensar. El tipo no quería achuntarle, el tipo quería otra cosa…
Los pescuezos de Carmelo y Segarra giraban con el discurso.
—…el tipo quería saber qué pasaba. Qué pasaba si pasaba, qué hacía la gente, la
vida social, qué.
—¿Para? —preguntó Carmelo el lacónico.
—Para saber algo, algo que no me sale —continuó Santacruz en plena giradera.
—¿Y la deportista? —volvió a preguntar Carmelo.
—¿Se le subió el deporte a los músculos del cerebro? —comentó Segarra.
—El cerebro no tiene músculo.
—Ya lo sé, hombre. ¿Qué deportista?
—Aquí está en la. Una mujer de zapatillas.
—La efervescente, ahijuna —dijo Santacruz.
Frenó en seco.
—La mujer podía conducir el... —arrancó Segarra.
—O si no —acotó Carmelo—, Almada manejó hasta la puerta rota y dejó la ruta
y.
—¡Claro! Tiene que haber abandonado la ruta en algún lugar...
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—La ruta la dejó en la calle —aportó Santacruz.
Recomenzó su círculo vicioso.
—Dejó la ruta en la calle. ¡Qué bobera! Bien loco estás, serrano —comentó
Carmelo.
—Así mismo es, así mismito es. La dejó en la calle. Qué tan raro es. Venía por
esas bonitas avenidas urbanas y en alguna esquina va y se le fastidia la máquina y
ahí deja la ruta. Hasta ahí, con sus pasajeritos y todo, el chofer; en esa calle ¡pras!,
la deja, si, en la calle, caray. En la calle, pues, deja la ruta —dijo, irritado.
—Y avisó por la radio —completó Segarra. Si llamó antes de, digamos, tres y
diez, llamó él mismo. Si lo hizo después, llamó ella.
—En la ETM dijeron que llamó él, clarito —aportó Santacruz.
—Dijeron que un hombre. ¿Quién? Pasajeros venían en.
—Ubicaremos algún pasajero.
—Y ahí —comentó Santacruz— pues ellos dirán sí manejaba el hombre o la de
zapatos negligentes.
Segarra interrumpió la reunión y empezó un duro trabajo telefónico. Habló con
diarios y radios, y le prometieron que el asunto sería mencionado y alguien podría
hacerse oír. Cuando había decidido ir a almorzar, sonó el teléfono.
—M’ijo querido, buenos días. Esto no es un reproche, sino una recriminación.
No es una recriminación, sino una recomendación. No es recomendación, que sí
sugerencia, y se trata de lo siguiente: ¿qué está pasando, Segarra? Fabríqueme una
media docena de culpables, si no hay más remedio. ¿Dónde está el honor
profesional?
—Hacemos lo que podemos, jefe. Hasta tenemos algún sospechoso.
—Teníamos, tuvimos. Por un ratito.
—Reconozco que cometí un descuido.
—Usted se olvidó de mí, Segarra. Recibió una dotación de recursos
extraordinarios, dediqué mis esfuerzos a conseguirle un vehículo, tiene como
asistentes a dos brillantes policías, cuenta con el apoyo incondicional de la
comisaria inspectora señora de Guzmán. Y nada.
—De acuerdo, Coronel. Estamos trabajando al máximo de nuestra capacidad.
—Ese máximo debe considerarlo mínimo.
Inmediatamente fue hasta el despacho de la Generala y comentó la conversación
que acababa de mantener.
—Usted recibe un sueldo del Estado para ser profesional —empezó ella. Póngale
ganitas, Segarra.
En ese blanco medioambiente, el coto de cacería de la estricta inspectora,
Segarra veía una mesa de disección y el disecado era él.
—Estamos trabajando según dos líneas —explicó. Una línea de transporte,
digamos, con el chofer desaparecido antes de que adquiriera la condición de tal.
Adquiriera la condición de tal. Tanta frialdad positivista era ridícula. Ojalá que la
Generala hubiese quedado satisfecha. Suficiente palo había recibido ya del Coronel,
suficiente humillación del Mambora, suficiente pena de amor de Susana, suficiente
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sopa de Dorita. Suficiente. La inspectora no había quedado de modo alguno
satisfecha.
—Puras palabras. ¿Ve usted aquí, mi escritorio, mi oficina? Blanco. ¿Sabe por
qué?
—Supongo que es su color preferido.
—Ahí está. ¿Y por qué?
—Bueno, la preferencia es cosa de sentimientos.
—Ahí está. ¿Y cuáles son sus sentimientos hacia mí?
Segarra quedó confundido. Un ataque por ese lado no se lo había esperado jamás.
—¿Sentimientos?
—Sí, ¿qué piensa de mí?
—Que usted es un superior eficiente.
—No me friegue, Segarra. Usted piensa que soy una vieja cascarrabias, que lo
hueveo y no lo dejo trabajar y que debería dedicarme a criar nietos o cultivar
malvones.
Si Segarra no hubiese sido tan moreno, ni estuviera paspado en los cachetes, ella
hubiese notado su turbación ruborosa: eso era más o menos lo que pensaba de ella.
—Mire aquí a mi alrededor —continuó. Todo blanco. Claridad, Segarra. Lógica.
A este país le falta lógica, le sobra crepúsculo. Tinieblas. Arrastramos todavía la
edad Media, vemos la modernidad como cosa de plata y maquinitas. Aquí somos
todos abogados y poetas y políticos. ¿Estamos de acuerdo?
—Señora, yo...
—¡Qué va a estar de acuerdo! Usted está conforme con esta situación. No se
atreve a más.
Segarra se retorcía en el asiento. Por suerte ese día también debería tener un fin,
en algún momento.
—Entiendo, comisaria inspectora —inició una débil argumentación— que
vivimos épocas de cambio y que el cambio debería ir en el sentido que usted indica,
pero en el caso que nos ocupa...
—¡El caso que nos ocupa! ¡Ande que le habla lindo usted! El caso que nos ocupa
somos nosotros mismos, Segarra. Es la falta de claridad. La falta de blanco. El
blanco es lo que permite ver la inmundicia, limpiarla. Si el Viejo diera más
presupuesto, yo mandaría pintar toda esta pocilga de blanco y así el blanco se iba a
meter en sus mentes, oficialitos, agentecitos, escribientecitos.
Segarra pasaba el dedo contra el canto del escritorio, cruzaba y descruzaba las
piernas según se lo exigían los tirones del tobillo. Ella continuó:
—No me tenga miedo. No soy una bruja y si lo soy, soy una bruja fallida. Esto
del chofer no es un lío entre cargadores del mercado ni un asesinato en familia.
Confío en usted. Después de todo, usted es de los pocos que no anduvieron en algún
escándalo. No ha tenido oportunidad, o su fantasía es limitada. Esa macacada
infame de Policía del año no se le subió a la cabeza, pero la sopa fue un error grave.
No lo disimule. Espero que trabaje el fin de semana. Busque a Dora con la policía
de todo el país. Ya pedí que cerraran aeropuertos, que controlaran carreteras. Usted
ni pensó en eso, Segarra.
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Abatido, con la misma sensación de cuando su mamá lo rezongaba y ella, y no
él, tenía la razón, salió a buscar un café, gente, algo que lo desenterrara del enfado.
De la Generala dependía su empleo; de Dora, su honor profesional; de Susana, su
felicidad; de la fosforescente, la clave del caso. El único dato cierto era que
Claudina la había visto saltar del ómnibus. Ella podría indicarle el aspecto de la
mujer a los Chicos, para un retrato hablado. Con el retrato, otra persona podría...
Podría y podría y podría: en su investigación dominaban ampliamente los
condicionales.
Cruzó la calle Buenos Aires en un sueño, entre los ríos profundos de vehículos.
Tenía un dolor de cabeza formidable y no podía achacárselo a El Niño ni a falta de
sueño. Necesitaba verle las patas a la sota y la sota llevaría zapatillas Casual. Fue
entonces que, como cuando uno pone los ojos bizcos y ve dos imágenes que el
cerebro no logra juntar en una, florecieron dos opciones. Veía a la luminiscente y a
Almada; también veía minibuses, taxis colectivos, ciclistas suicidas, camionetas,
carretillas, motociclos y gente, gente, gente. El semáforo le dio paso y pudo cruzar.
Cuando pisó el umbral del café Metropol, las imágenes coincidieron: Almada y la
radioactiva podían haber sido la misma persona. Tenía una fotografía de carné del
tipo, horriblemente mala: la transformaría en la foto de una mujer de cabellos rubios
y largos. Si la desaparecida era el desaparecido disfrazado de mujer, Claudina
podría reconocerlo. Sin bigotes podría haberse disfrazado de mujer y hablar
tranquilamente por radio pese a la metamorfosis. De esos bigotes colgaba la
solución.
Entró. Las puertas de cristales biselados se decía que eran importadas de Italia,
las sillas de Austria, los bronces y espejos de Francia. La caja registradora era
National y el café criollo. No encontró a ningún conocido y se sentó solitario a
tomar un expreso. Ya ni hambre sentía. No sentía, así de simple. De algún lado
conocía a Almada, conocía la cara de ese hombre. Un niño mendigo recorrió las
mesas del Metropol y dejó en cada una caja de fósforos. Luego pasó a cobrar el
importe. Segarra le dio unas monedas y le devolvió la cajita.
—¿La quiere comprar o no? —preguntó el vendedor, aún sin edad para entrar a
la escuela, si algún día lo haría.
—Llévatela, chico —dijo Segarra.
—Aquí tiene su plata. Yo vendo, no pido —explicó el niño.
Dejó junto al pocillo del avergonzado comisario los níqueles recibidos. Una
lección más, en ese día terrible.
—Pásale, pásale —dijo Menguele, abriendo la puerta del laboratorio. Tenemos
un par de six. A ver si le entras.
Sobre una mesa, entre aparatos, había dos paquetes de seis latas de cerveza.
Menguele y los Chicos —como ellos mismos se llamaban— los compartían. En un
bollón de cristal tenían alcohol puro y lo echaban a cucharadas en las latas abiertas.
—Es viernes, hay que salir a bailar. Aquí le estamos dando al trueno eléctrico —
siguió Menguele. Sus laboratoristas festejaron la ocurrencia.
—Pero don Segarra —dijo uno de los Chicos. Con esa cara que se trae parece
que va para un velorio, no para la milonga.
—¿Y qué te vas a fregar hoy, llanero? —siguió Menguele. ¿Negra o blanquita?
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La redonda barriga del técnico saltaba de risa. Menguele tenía una apariencia de
gelatina: firme a la vista, pero que al tocarla se deforma. También sus facciones
eran blanduzcas: mejillas caídas, nariz de globo, labios entreabiertos y mojados.
Acostumbraba comentar con fruición sus visitas a los prostíbulos, como los pobres
peones del llano.
—Necesitaría ayuda, colegas —dijo Segarra.
—Cómo no. ¡Abajo los pantalones!
Carcajadas histéricas. La cosa venía difícil, pero él necesitaba realmente ayuda y
ellos podían prestársela. Tenían que dejar las estupideces. Se le ocurrió decir:
—Ando mal de salud.
Esa era la única razón que un grupo de borrachos podía entender. Exclamaciones
de conmiseración sucedieron a las risotadas.
— Es una cosa bien fácil —agregó.
Explicó su idea de modificar la foto de Almada.
—El dibujante ya se fue —explicó un asistente.
—Pero Segarrita —opinó Menguele. Así pones la carreta justo adelante de los
bueyes. Ven con la niña esa la testigo y hacemos un retrato con ella. La forramos,
de paso. ¿Está buena?
—Hablo en serio.
—Tráete la foto el lunes, hermano, y ahora te vas a curar por ahí —dijo
Menguele, tomándolo del brazo.
Se metió en su escritorio y trató de concentrarse. Tengo que tener ese retrato hoy,
en este día canallesco. La fotografía era pésima. Tapó los bigotes con el dedo. Esa
frente ancha, ese arco ciliar, el cabello largo y ondeado... Arrancó un trocito de
papel de un apunte inservible y lo fue recortando hasta que con él pudo ocultar nada
más que los bigotes. Ese mentón, el pescuezo. ¿Quién es, quién era? Primero habría
que ampliar la foto, después, copiarla con mayor definición. Alguien limpia, fija y
da esplendor a las malas fotos. Pensó en sus conocidos de la prensa. Ningún diario o
revista le permitiría disponer así nomás de instalaciones y mano de obra sólo porque
él quería hacer una prueba. La pregunta esperable era ¿y no tiene la cana quién haga
esas cosas? Sí, pero es viernes y están todos borrachos. ¿Y qué crees que pasa por
aquí? La prensa: diarios, revistas, radios, televisión. Televisión. Ajá. ¿Televisión?
Caía una luz en el punto de contacto entre la cara de Almada y las de la televisión.
Pensó en los actores de comedias, en los informativistas, en las propagandas más
frecuentes. No olvidó a los jugadores de fútbol, políticos, hombres de negocios y
consejeros de dietas para adelgazar. Los Bamboleantes... Música, música, música.
¡Julio! Almada es Julio, Julio me hace acordar a Almada: Julio no usa bigote, pero
es como igualito, Julio Iglesias. Julio Iglesias, el tal Almada.
Había tenido una idea, si no brillante, por lo menos no tan opaca. A pesar de
todas las circunstancias en contra sacaría adelante su retrato hablado o leído o
cuchicheado o tanteado ese mismo día. Uno puntal del misterio se derrumbaría ante
sus ojos con el estrépito de una fracasada especulación bursátil. En acceso febril, en
delirio incontenible, en el punto de pasaje a una realidad superior, ectoplasmática,
salió otra vez para el centro. Varios puestos de revistas ofrecían su mercadería. Se
acercó a uno.
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—¿Qué revistas de música tiene? —preguntó.
—¿De música? Silencio, Clave de ti...
—Quiero una con muchas fotos.
—¿De artistas?
—De artistas.
—Lleve Chisme o, de España, El destape.
Segarra miró la revista española y por primera vez en el día sintió una real
satisfacción. Un titular decía “Julio y las flechas de Cupido” y ahí estaba él, Julio
Iglesias, a todo color. Abrió el ejemplar y vio a Almada, a Julio, a Almada, página
tras página. Compró gustoso dos ejemplares y se llevó también, por las dudas, más
revistas.
Después de un día tan negro necesitaba una pausa. El movimiento de la tarde del
viernes era una posibilidad tentadora. Fue por las calles comerciales, la vista
perdida en productos que no le interesaban y en rostros que nunca más iba a volver
a ver. La gente salía del trabajo, los cafés estaban llenos, había una prisa cargada de
esperanza en el aire, cierto vergonzoso optimismo pujaba por nacer. Y entonces la
vio.
A unos metros de distancia, mirando vidrieras, venía hacia él la mujer de su
desvarío, Pensó en taparse la cara con las revistas, en cruzar la calle. Imposible. Ella
lo había visto. No había escapatoria y además escapatoria de qué. Si no fuera casada
otro gallo cantaría, Segarrita, pero ese gallo no eres tú. Se adelantó entonces,
decididamente, con la mano extendida para saludarla. Ella tenía un vestido de
colores fuertes: brillaba, ese cuerpo de frutas. Se veía más maquillada de lo habitual
y parecía más joven; mirándola bien, daba la impresión de estar más delgada. ¿Se
había cambiado el peinado? Era ella: dos mujeres así no tuvo Dios suficiente tiempo
para crear. Sus pasos lo acercaron inexorablemente al delicioso abismo.
La mujer lo vio venir: un hombre alto en acelerado avance, esa mano ancha y
morena como pala de pizzero dispuesta a atravesarla. Miró hacia atrás para
controlar si había allí alguna otra persona a quien la amenaza de saludo fuese
dirigida. Segarra se había colocado la mejor sonrisa cuando la manifiesta extrañeza
de ella lo despistó. Bajó la mano, pues ya era idiota continuar ofreciéndola cuando
nadie intentaba aceptarla, y dijo.
—¡Susana! ¡Qué sorpresa!
—Oh... —dijo ella.
Segarra comprendió: no era Susana. Aunque pareciera absurdamente imposible,
no era Susana. Captó, poco a poco, las sutiles diferencias: era algo así como una
copia, pero con pequeñas variaciones; dos caprichos creativos del mismo artesano.
—Disculpe usted, señorita. La confundí con una conocida.
—No es nada. Me pasa cada dos por tres. ¿De dónde la conoce?
—Bueno...
Sudaba. Esto no era posible, no era posible y chau, pero era posible y ahí estaba
ese ser de lo real maravilloso.
—La empresa de ómnibus —balbuceó.
—Entonces pensamos en la misma Susana.
—¿La conoce?
—Desde hace treinta y cuatro años. Es mi hermana.
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—Increíble. Usted es tan...
—Igualita. No logro diferenciarme.
—Ni falta que hace. No cambie nada.
—¿Y por qué? Quiero ser yo misma.
Para que me quede alguna gana de vivir, pensó el atribulado comisario.
—Uno es… como es.
—Ah, si. Muy filosófico, usted. No sé su nombre.
—Segarra, a las órdenes. ¿Cómo se llama? —dijo él.
Pudo, al fin, usar la mano.
—Eva.
—El modelo de mujer.
Segarra se molestó por su torpe falta de originalidad. Susana le había producido
escalofríos, esta nueva versión le daba chuchos, migraña y lipotimia, lo ponía al
borde de la crisis. Era peor que la cerveza envenenada de Menguele: todo el día en
una pura canción desesperada y de golpe veinte poemas de amor.
—Modelo para nada. ¿Usted es de los ómnibus?
—Parcialmente. Desde hace días no hago más que pensar en ella, en la empresa.
Soy comisario de policía y...
—¡El de la raya al medio!. Susana me comentó lo del desaparecido.
—Complicado y peligroso.
Su peinado impactaba a las damas.
—¿Complicado y peligroso? ¿No me contaría el caso?
—Con mucho gusto —dijo Segarra. Vamos a una confitería.
—Muy bien —aceptó Eva, sin más trámite. Más tarde tengo una cita, pero... Así
nos escapamos de la lluvia, mire si se le mojan las revistas. ¿Qué lee? ¿Artistas?
¿Es cantor, usted, además?
Entraron a Topsy, un lugar de plástico y neones. Hablaron rodeados de
adolescentes y con su misma dispersión temática. Segarra utilizó todas sus artes de
relator y seductor y matador.
—Son las ocho —dijo Segarra. Usted tenía una cita.
—Es cierto.
Suspiró, se entristeció, sonrió. Segarra la miró con intensidad llanera.
—¿Es una cita... de amor?
—Usted es un poco atrevido.
Efectivamente, joven, y a veces me ha dado un resultado bárbaro.
—Disculpe. Creo que son celos y envidia.
—¡Comisario! ¿No se está dejando llevar por sus impulsos?
—Me parece que sí.
Segarra dejó el Topsy con el alma renovada. Decidió dar a sus escasas fuerzas la
orden de ataque frontal: en su casa modificaría el retrato de Julio Iglesias Almada y
lo transformaría en el de la mujer de los zapatos radioactivos. Silbando bajo la
lluvia caminó hasta San Ildefonso. Entonces se dio cuenta de que no habían
quedado en verse con Eva, no le había pedido el teléfono, no tenía idea de su
dirección. Kaputt. Rumbeó para el París Chiquito, el único consuelo que le quedaba.
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Capítulo 6
En el París había ambiente de viernes. Llovía con fuerza. El asfalto, esa versión
urbana de la caverna de Platón, reflejaba las luces de la cantina. Las sillas y mesas
habían sido retiradas de la vereda por el temporal. Segarra comió con tristeza el
menú que ofrecía don Jaimito, el cantinero. Había conocido a una muchacha de
suprema belleza y no tenía su teléfono, ni dirección, ni nada. En eso, entró Segarra.
Segarra lo saludó con un ademán y le dijo:.
—Qué milagro, Armando. Te hacía con tu mujer.
—Salimos a ver a unos amigos —comentó el abogado. Volvimos, nos peleamos.
Cuando se enfríe, regreso. ¿Y, tocayo?
—La vida tiene sus vueltas.
—Estás hecho un gurú, Segarra. ¡Qué profundidad! Ni que hubieras estudiado en
la universidad de Las-Hormona.
—Fue una semanita feroz....
—Sí, ya sé. ¿Qué pasó con lo del chofer?
—Bueno, pues, que el tipo venía por el Mono y dobló por Chacón, y...
—No, eso está claro. ¿Qué hay atrás?
—Ah, Segarra, quién sabe. ¿Atrás de qué?
—Hoy me volvieron a llamar por lo del seguro. La mujer cree que lo puede
cobrar así nomás. Alguien la convenció de eso.
—¿Te volvieron a llamar?
—Ella, otra vez. Llamó anteayer; llamó hoy. Hablé con la empresa y estamos
estudiando el rollo.
—Perdón, Armando —dijo Segarra. Dijiste que ella, la mujer de Almada te
llamó ¿hoy...?
—A ver... Todavía no son las doce. Sí, hoy.
—¿No sabes de dónde llamó?
—De un teléfono, supongo.
—Anda fugada.
—¿Fugada?
—Mira mi cara: ¿te crees que éstas son quemaduras de balneario?
—Tocayo, tan moreno, da igual.
—Y este cototo en la frente...
—¡Hombre, que estamos para delicados hoy! Es una nadita.
—Me tiró una cazuela con sopa hirviendo.
—Se fugó para que no te vengaras.
—Armandito: si te llama otra vez, dale una cita y me avisas.
—No sé si profesionalmente me corresponde.
—Profesionalmente me tienes que ayudar.
—¿Está requerida o es por lo de la sopa?
—Está requerida desde antes de la sopa.
63
—Entonces no entiendo. ¿Por qué me llamó quien dirige la investigación?
—¿Cómo, mangos, si el que la dirige soy yo?
—¿Tú?
—Si, yo. ¿Quién te llamó?
—Un tal Zaragoza
—¿Un tal Zaragoza?
—Que era de la policía, en fin.
—Pinche cabrón. Es el secretario privado del Coronel. Puesto político. ¿Qué
quería?
—Lo mismo que ella. Que le arreglara rápido lo del seguro.
—¿Y puede cobrar?
—Claro que no. Si el tipo estuviese muerto, bueno, pues sí. Por ahora está
desaparecido. Hay que esperar una punta de años.
La lluvia arrastraba lentamente las horas de la noche. Segarra, sentado a la mesa
de su comedor, estaba en lucha contra las revistas desplegadas. Había recortado
todas los fotos de Julio Iglesias y cabellos de diverso modelado, lo había atraído un
artículo sobre el grupo Los Bulbos. Encendió un cigarrillo y comprobó entonces
que su abuso del tabaco, ese día, había roto todas las barreras: el cenicero rebosaba.
Fumó con mala conciencia y mientras lo hacía probó peinados diferentes a su nuevo
ídolo. Ninguno lo conformó.
Retocó las figuras con marcadores y lápices de color. Sí, podría haber sido
Almada disfrazado de mujer: estaba desaparecido y no cabía duda, qué duda podría
caber; cómo, era la pregunta. Un ómnibus justo enfrente a la clínica Forever podía
significar alguna cosa y ninguna cosa. Zaragoza había andado por ahí, tenía relación
con Dora Zaldívar. Dorita reunía los hilos en sus manos de artista, esas manos que
le habían reventado un plato de sopa en la cara, putaquelaparió. Sintió dolor en los
hombros, el cuello y la espalda. Un cigarrillo se había consumido entre los restos de
los anteriores: apestaba.
Esta casa está toda hedionda y cuando me acueste no voy a poder ni respirar.
Salió a la puerta: llovía, era de noche, el barrio se cubría de silencio y de sueño. En
medio de la calma escuchó arrancar un motor y comprobó que se trataba de un yip.
El vehículo avanzó sin encender los reflectores. Segarra fue hasta el borde de la
acera y el yip aceleró, apuntando en su dirección. Por impulso reflejo se retiró hacia
su zaguán. Mal había pisado el escalón de entrada cuando una sucesión de disparos
rompió el idilio burgués: lo estaban tiroteando desde el yip. Se echó al piso e intentó
cerrar la puerta de un manotón pero ésta recibió el violento impacto de dos plomos.
Algunos perros aullaron y ladraron escandalosamente; celosías y persianas se
movieron; un vecino en pijamas se asomó y gritó ¿qué pasa? Segarra se acercó a
tranquilizarlo.
—Buenas noches, don Cosme. Parece que andaban atrás mío.
—Podrían haberlo tiroteado de día. Me despertaron. ¿Qué tengo yo que ver?
—En realidad nada, don Cosme. Le agradezco su preocupación.
—No hay de qué, comisario. Para eso estamos.
—Le voy a pedir si no me permite usar el teléfono.
64
—Le permitiría con gusto si no estuviera roto. Se la cayó a mi esposa desde la
ventana.
—¿La ventana?
—Quiso ahuyentar un gato. Cosas del destino.
—Así es. Lo dejo, don Cosme. Voy a ver si encuentro algún teléfono.
—Muy bien, pero y perdóneme, ¿cómo puede ser que un comisario no tenga
teléfono?
—Usted lo ha dicho: cosas del destino.
Teléfono había uno en la plaza San Ildefonso. Mañana pido un teléfono. ¿Qué
hubiera pasado si mis hijos hubieran estado durmiendo adentro? ¿De qué hijos
hablas, Segarrita? Arreció la lluvia y Segarra, en mangas de camisa, estornudó. La
plaza estaba vacía, el bar cerrado, ni un taxi en la parada, ningún automóvil en la
cercanía. En el quiosco telefónico, buscó monedas, las introdujo al aparato y discó
el número de urgencia.
—¿Qué? —dijo una voz somnolienta.
—Aquí el comisario Segarra. Páseme el distrito Central.
—Bromas a esta hora. Vaya a hacerse freír, idiota.
Colgaron. Segarra insultó en voz baja, metió más monedas y llamó otra vez.
—¿Qué? —dijo la misma voz.
Colgó. Los teléfonos andaban como la mona. No tenía más monedas. Mejor sería
buscar el Nissan y allegarse hasta la comisaría. Cuando dobló por su cuadra y vio su
hogar se dio cuenta de que había dejado la puerta abierta. Peores cosas ya no tenían
cabida, la cuota de complicaciones estaba rebasada. Entró, se cambió la ropa
mojada y volvió a salir, ésta vez cerrando la puerta. Los impactos de los proyectiles
parecían ojos de calavera.
Fue en busca del auto. Imposible moverlo un solo centímetro: los cuatro
neumáticos estaban tan desinflados que las llantas de acero tocaban el asfalto; los
limpiaparabrisas se habían transformado en alambres retorcidos y los cristales
quebrados decoraban con partículas el interior de la cabina. Notó que las ruedas
habían sido tajeadas profunda y escrupulosamente. ¡Mierda!, dijo entre dientes.
Alguien se había ensañado con él.
Regresó una vez más a su baleada casa. Qué vidita, Segarrita. Preparó café bien
cargado; trajo la taza al comedor y abrió la ventana para ventilar el olor a cafetín de
antaño. De entre las rendijas de la celosía cayó un papel doblado. Decía: “Cuando
los testículos de tu vecino veas cortar, pon los tuyos a remojar”. Y nada más. Los
ocupantes del yip —¿quién, si no?— habían sido tan atrevidos como para dejar el
anónimo. ¿Serían competidores de la empresa que aún no se había decidido a
fundar? ¿Sería la fosforescente? Puso la taza en medio de la barahúnda que cubría la
mesa y se sentó ante ella, suspirando. Si, mañana mismo pediría un teléfono.
Sábado, día libre. Despertó como después de una borrachera. Probó a afeitarse, y,
con cuidado, lo logró. Hablaría por teléfono y compraría los periódicos para
comprobar si las fuerzas vivas de la información se habían decidido a colaborar con
las del orden. Dominaba un calor bochornoso: se estaba preparando un nuevo
aguacero. Llegó a la plaza y fue al bar Trago Amargo. Compró diarios y pidió un
desayuno completo con dos huevos. ¿Y si la llamo?, pensó.
65
La Razón sostenía que el accidente se había debido a las excesivas regulaciones
de tráfico, una dificultad más impuesta a la iniciativa privada. Con prohibir no se
progresa, concluía. La Fuerza titulaba ”Desaparecido prófugo” y alababa los
esfuerzos por poner orden en el caos causado por la iniciativa privada. La revista
Crimen y Turismo hacía un análisis interesante: si no creemos en fuerzas
sobrenaturales, alguien condujo el autobús. Una dependienta del Emporio
Maravillas había declarado: “El tráfico está cada día más pésimo y más peor. El
accidente podría haber salido aún más malo, si una señorita que venía de pasajera
no se hubiera lanzado en marcha”. Claudina debería haber cerrado el pico. En los
tres periódicos se repetía el llamamiento a posibles testigos: Segarra quedó
satisfecho.
Pidió cambio en el mostrador y fue al teléfono público del bar para llamar a la
comisaría. Marcó el número y colgó de inmediato. Mejor llamo a Eva. No, primero
está el deber y mi auto reventado. Eva es más importante para mí. No puedo
decidir; que lo haga el azar. Tiro una moneda: si sale cara, la llamo; si sale el
escudo, no. Revoleó la pieza y la echó a volar. Trató de recogerla en la caída, pero
no pudo: la moneda tintineó en el piso de baldosas y rodó, alejándose. Observado
por el solitario encargado del café se agachó a mirar debajo de las mesas vacías.
Allí la vio brillar: cara. No vale porque se me escapó. Miró con sonrisa idiota al
barista. Otra vez la moneda al aire y ahora sí la recogió. Cerró el puño y decidió que
valdría lo que estaba contra la palma. Abrió la mano: el escudo de la patria se veía
estampado en el pequeño disco. Había salido, otra vez, la señal de que debería
llamar a Eva. Bueno, no quedaba escapatoria.
Entonces recordó que no sabía su teléfono, tal vez ella ni siquiera tenía teléfono.
¿De dónde había sacado esas ideas? Podría llamar a la hermana mayor y decir mire
Susana, yo ando caliente con su hermanita ya que usted no me da ni limosna y no
vaya a creer que es solo consuelo sino que quisiera apretármela por sus propios
méritos. Discó entonces el número de la comisaría.
—No quiero explicar demasiado, pero manden a alguien a mi casa.
Colgó, pagó su consumo y se fue.
Esperó a los policías junto a su auto destrozado, pues lo más probable era que
tomaran por el callejón del Chorro. Así fue. El patrullero se detuvo junto al Nissan;
Bonifaz venía de acompañante.
—Como para rellenar salchicha, comisario —dijo el obeso Bonifaz. Seguro
fueron algunos muchachos desgraciados.
—Me parece que sé quienes fueron —dijo Segarra.
—¿Y quienes fueron, comisario?
—No sé.
—Bueno. Así no más será. ¿Y para eso llamó?
—No. ¿Usted va a quedar de guardia?
—¿De guardia?
—¿Y a qué lo mandaron, entonces?
—A preguntarle qué quería.
—Quería que viniera alguien.
—Así no más es. Asisito. Aquí le vinimos. ¿Qué quería?
66
Segarra indicó al conductor donde estaba su casa; éste dejó a su pasajero y
continuó la marcha. Bonifaz siempre miraba con disimulo; quien sabe,
desconfianza. Señalo la agujereada puerta de calle y comentó:
—¡Pa su anciana madre, caray! Ahora veo por mis propios ojos.
—Lo bien que hace —dijo Segarra. Necesito que vengan los de la Técnica.
—¿Y porqué no lo dijo por el teléfono?.
—No quería levantar la perdiz en el bar —mintió.
—¡Ah, sí! Le dio con la justa. Hay que ser reservado. Pero si hubiese avisado al
patrullero...
Segarra se sintió estúpido. Eva. Susana.
—No se lo dije pues pensaba largarme en el Nissan hasta la comisaría —siguió
rumbo al infame despeñadero de la mentira.
—Si le rueda... —comentó Bonifaz, achicando los ojitos porcinos.
Este hombre lo sacaba de quicio, cauce, casillas.
—Puchas, la vida —tuvo que reconocer.
Hizo pasar al sargento Bonifaz, lo instaló en el comedor.
—Mirelé —comento éste, toqueteando las pegoteadas fotos de Julio Iglesias. Eso
hacen mis hijos en la escuela. ¿Es divertido, comisario?
—Es parte de un trabajo —aclaró Segarra, de mala gana.
—Lo mismo dicen mis chiquillos. ¡Qué cosa, la existencia!
Segarra tomó un taxi y llegó al distrito Central. Había empezado a llover y el
movimiento en la comisaría era constante. En tiempos cada vez más lejanos había
habido jornada de ocho horas y semana de cinco días en el país y en otros países
también: ahora era un privilegio de los jefes. Segarra escribió un memorándum para
Automotores y pidió que recogieran el carro. Y que le dieran otro.
Por teléfono, desde su casa de fin de semana, el Coronel prometió que harían un
control de todos los yipes, privados u oficiales, que circulaban por ahí. Ofreció
ponerle guardaespaldas, lo que Segarra consideró innecesario. Con guardias en la
casa era suficiente.
—¡Ánimo, m’ijo! Necesitamos mártires y héroes en esta puta patria. Usted,
quién sabe, puede estar llamado a serlo —terminó la conversación.
Segarra solicitó asistencia de la Técnica y vino un muchacho de lentes a quien
nunca había visto antes. Era la imagen opuesta a la de los Chicos.
—Tinaja, para servirle —se presentó.
—¿Es un apodo? —preguntó Segarra.
—No, señor. Mariano Tinaja, a sus órdenes.
El técnico llevaba una valija. Mientras esperaban a que los pasaran a recoger,
Segarra intentó conversar.
—¿Usted es nuevo aquí?
—Si, señor. Suplente. El titular dio parte de enfermo.
Uno de los Chicos, enfermo de viernes.
—¿Sabe del caso del autobús?
—¿Tiene relación con la balacera que vamos a controlar?
—Sospecho. Lo de mi auto también.
—¿Tocó algo de los restos?
67
—Tan restos no son.
—Puede haber huellas.
—Puede.
—¿Y cómo va la investigación?
—Al tranco —explicó Segarra.
—Como el burrito de la abuela.
—¿De dónde sale eso del burrito?
Llegó un viejo Citroën negro y largo; subieron, se instalaron en el asiento trasero
y el chofer preguntó la dirección. Colocó la primera y arrancaron entre ronquidos de
planetarios y cojinetes con cuarenta años de trabajo forzado encima. Se abrieron
paso hasta San Ildefonso en medio del tráfico sabatino, constante y neurótico.
—Aquí saqué clarito la impresión de una mano —dijo Tinaja, mientras
espolvoreaba el techo del apachurrado Nissan.
—No sé cómo logró ver algo, con la lluvia —comentó Segarra.
—Por suerte usted lo tenía bastante maltratado. Grasa y tierra pegada. Alguien
plantó la palma aquí. Dejó una preciosa impresión. Claritinga, la dejó. Y era zurdo.
—Mire usted.
—Y le falta una falange en el meñique, parece.
—¡Hombre!
—Grandotón, gorila mismo.
—¡Ah, caray! ¿Cómo le ve tanto?
—Gracias a la espesa capa de mugre. El resto es conocimiento, tecnología
moderna e imaginación científica controlada. La gente debería seguir su ejemplo y
no lavar nunca los autos. No se sabe si no habrá un crimen.
—Pero amigo, ¿no es demasiado ojo de águila, eso?
—Ciencia es ciencia —contestó, molesto, Tinaja.
Revisó la puerta de la casa, extrajo uno de los plomos y lo guardó en la valija.
Terminada la inspección, el Citroën lo condujo de regreso.
Bonifaz dormitaba sentado en un sillón que Segarra sabía incómodo. En la
pantalla del televisor se desarrollaba un partido de fútbol. Lindo guardián me eché.
Se secó la mojadura de la lluvia con la toalla de baño y revisó el refrigerador en
busca de comida pero no encontró nada. El día empezaba a declinar, indefinido y
gris. Sintió un disgusto profundo, sensación de estar en un tanque de melaza, en un
universo de chicle, viscoso y flotante como una aguaviva, triste como un
adolescente, aburrido y opaco como orquesta de contrabajos. Me voy, decidió.
Buscó su mejor traje, la corbata más lujosa, los zapatos más fulgurantes y hasta el
sombrero que no había usado en años. Mientras se ponía la gabardina —y
acomodaba la cartuchera debajo— apagó el televisor para despertar a Bonifaz.
—Ya... —rezongó éste.
—Lo dejo, Bonifaz.
El agente manoteó los brazos del sillón para alzarse e intentó un remedo de
saludo de honor.
—Creo que medio me descabecé un sueñecito —explicó.
—Está bien. ¿Quién viene a la noche?
68
—Ah, será de Dios. Los sábados sabe haber relajo. Alguno vendrá.
—Que lo pase bien —se despidió Segarra.
Bajo la lluvia buscó un taxi pero como las víboras, cuando llueve no aparecen.
Se había armado un programa cuyo primer punto era una visita a la Telefónica de
calle Ayacucho para llamar a sus padres en Colón. El segundo punto sería un
almuerzo en el restaurante del club Comercio, donde servían platos del llano. Su
familia le comentó por el teléfono que el padre de Rosa de los Ángeles había sido
trasladado a la capital. No tenía el menor interés en toparse con tal persona. La
noticia lo dejó algo preocupado, pero cumplió su plan como había previsto y para
cerrar el día con broche de oro se metió al cine y vio una película de vaqueros.
Claro, después pasó por el París.
Optimista, a las diez de la noche abandonó la tertulia. Su ánimo estaba realmente
de fiesta. Cuando dobló la esquina vio un patrullero estacionado frente a su casa.
Algo estaba sucediendo. Se preparó para lo peor: metió las manos en los bolsillos,
alzó los hombros y tensó los músculos. Vio a Carmelo.
—¡Comisario! —saludó éste.
—Qué dice, Carmelo. Ni me cuente.
—Pues...
—¿Pues qué?
—Soy la guardia que le.
Escuchó la descarga de agua del baño; Bonifaz salió estirándose los pantalones.
—Me echaba nomás una miadita nomás antes de irme. Aquí queda el Carmelo. Y
me voy que me espera el patrulla para llevarme.
Segarra lo acompañó y cerró la puerta.
—Si no es molestia —dijo Carmelo— le corrí un poco los cuadros que.
—¿Qué cuadros?
—Esos que están —dijo, señalando con el mentón la mesa de comedor.
—¡Ah! Puras basuras.
—Yo al arte moderno no lo entiendo pero lo respeto.
Cielo abierto y soleado, un día de postal retocada. Segarra lo disfrutó en el
blanco templo de la inspectora. Un informe de Menguele establecía que en el
aparato de radio habían trazas de cocaína. La inspectora propuso que averiguaran el
origen de la radio.
—Espero su opinión —dijo.
La voz cortante de la inspectora le exigía expresarse. Estaban solos en el níveo y
desusadamente ordenado despacho y la impresión de estar siendo interrogado era
muy marcada; lo mismo.
—De lo poco que tenemos, creo que lo que usted sugiere sería una eventualidad
a probar, para poder ir así eliminando imponderables —expresó Segarra.
—¿Cómo?
Una cadena de oro con una gran cruz colgaba entre sus senos y se balanceó en
movimientos pendulares sobre unos apuntes llenos de frases sueltas, flechas, puntos
numerados y círculos.
—Que pues que que sí —dijo Segarra.
69
—Vamos a crear una brigada operativa especial. Llévese a Carmelo enterito. Del
Vicio vienen Echagüe y Mamani, del distrito Norte, Kunizawa, de Asuntos sociales,
Bergamasco.
La inspectora apuntó los nombres en la misma hoja ya cubierta de grafismos.
—¿La nueva? —preguntó Segarra.
—Gracia Divina Bergamasco. La nueva. ¿Tiene algo en contra de una mujer
policía?
—Para nada. ¿Pero no es muy nueva?
—Siempre el mismo argumento. No tengo nada contra los negros, pero justo ése
es poco culto, o bizco, o le falta, o le sobra —dijo ella, en tono de corneta.
—Bien —aceptó Segarra. Mañana van Gracia y Kunizawa a averiguar de dónde
salió esa radio.
—Mal. ¿Por qué dos? ¿Para que ella no vaya solita?
—Tiene razón, inspectora.
—Que vaya ella. Concéntrese en lo del desaparecido; yo analizo el peritaje sobre
el atentado.
—Tinaja resultó un tigre —comentó Segarra.
—¿Es un refrán? Tenga.
Le alargó un celular. Segarra mantuvo el aparato en la mano, sin decidirse a
encontrarle un destino.
—Qué vergüenza que nunca haya solicitado una línea telefónica. ¿Sabe usarlo?
—preguntó ella, señalando la ocupada mano del comisario.
—Bueno...
—¿Usó uno de éstos alguna vez?
—Bueno...
Sobre la superficie de la mesa, blanca, había marcadores de colores y grosores
diferentes, un calendario de oficina con la hoja del día llena de apuntes marginales.
En unos papeles a medio escribir Segarra leyó urjente, decición nesesaria, comentar
otra ves.
Acabada la reunión con la madre superiora su miserable escritorio le pareció un
edén. Buscó el último anónimo. Uno ha estado mirando un dibujo abstracto con
insistencia, desesperación y un sentimiento de estar perdiendo el tiempo y de
repente los dos círculos concéntricos se transforman en un mexicano visto desde
arriba. En ese instante nace un conocimiento. Así le pasó al comisario: las letras en
rojo, la inseguridad ortográfica: anónimos y Generala; tenía que ser ella. Llevaba
encima la nota que habían metido por la celosía de su ventana, cuando el atentado.
Estaba escrita con letra casi infantil, con bolígrafo y en una hoja de carta de esas
rayadas, semigrises y casi transparentes que venden en los quioscos frente al Correo
central. Los tres anónimos de Firmado Anónimo habían venido en papel de oficina
y con otra caligrafía. Segarra tuvo que aceptar que su razonamiento no tenía ni pies
ni cabeza y lo único común de los mensajes era la anonimidad. Aquellos de
criminal ortografía eran casi seguro obra de la Generala, pero ¿por qué —si era así
— le habría mandado esas notitas escolares?
70
Segarra salió de ronda nocturna. Un informante sopló vagos datos sobre Dora: se
había dejado ver en el cabaré Pussy Cat y según Echagüe, el Mambora era uno de
los dueños del lugar. Un taxi lo llevó hasta la esquina y Segarra se aproximó a pie,
observando el movimiento, pero no había movimiento y se detuvo ante la puerta
cerrada. Le abrió un imponente mulato de acicaladas motas empapadas en
brillantina, y de adentro salió una vaharada de aire caliente. Entró.
El cabaré era alargado y de altos techos, pleno de humo, música de bolero y el
enfermizo resplandor de lámparas rojas y amarillas. Dos mostradores muy
concurridos enmarcaban, al fondo, una pista circular. Segarra avanzó hasta una de
las barras y se acomodó. Botellas y espejos recibían luz de ocultos focos y en las
paredes, a media altura, corría una guarda de puntos luminosos. Segarra no podía
ver más que bultos y sombras e imaginó las espesas telarañas que probablemente
colgaran allá arriba. Asordinados parloteos, risas, se mezclaban a la música; algunas
mujeres caminaban lentamente, mostrándose.
—Ando buscando a la Dorita —dijo al barman.
—¿Y usted quién es? —preguntó éste, pequeño y tan esmirriado que parecía al
borde de la desnutrición, es decir, casi por pasarse al lado de los nutridos.
Llevaba ajustados, planchados y elegantes: pantalones y chaleco rojos, camisa
con volados y bordados y puntillas y perlas.
—Un amigo.
—¿De quién?
—De ella.
El hombrecito lo miró, no dijo más y siguió sirviendo. Tenía una tarea
desmesurada. Una de las mujeres se acercó a Segarra y le pidió que la invitara a una
copa.
—Te invito, pero estoy esperando a otra chica.
—¿Y cómo se llama esa suertuda?—coqueteó ella.
Le faltaba un incisivo.
—Dorita.
—Yo también. ¿No será a mí que me buscas, cocorico?
—No.
Siguió a los parroquianos con la mirada. Reconoció a algunos y pensó que de las
personas que había allí, por lo menos la mitad habían pasado, deberían de haber
pasado o más tarde o más temprano pasarían por su lugar de trabajo. La mujer olía a
pachulí, a humo, a pan levemente rancio. Un broche de falsos diamantes sujetaba
sus rulos oxigenados, pequeños y desparejos. Ella había pedido un güisqui,
seguramente té, y continuó su intento de abordaje.
—Tienes el pelo tan lindo. Es como alas negras. raya al medio, de galán —dijo.
Eso le llegó hondo y Segarra sonrió.
—Sácame a bailar. ¿No quieres bailar, negrito? —insistió ella.
—Te dije que espero a una mujer.
—Soy la mujer que esperabas.
—No. Espero a otra.
—Yo no te espero más.
Le apoyó la palma en la solapa, justo encima de la aparatosa pistola.
71
—¡Qué músculos de acero, mi amor! —comentó. Una pena, la podíamos haber
pasado de lo más chistoso. Gracias por el trago.
Se fue. En ese momento se cortó la música, sonó una fanfarria, un redoble de
tambores, y en la zona de luz se abrió un telón. De algún lugar surgió un tipo de
smoking de lamé y ojos pintados. Arrancó aplausos. Anunció que iba a comenzar
un show de strip tease y presentó a un trío de guitarra, percusión y bajo. Segarra no
estaba dispuesto a soportarlos. Pagó el güisqui y su refresco al escaso barman y
preguntó otra vez por Dorita:
—Se la mandé, ¿no? Espero una propina.
Segarra lo miró como si lo escupiera. Comenzó una música desacompasada que
los parlantes deformaron aún más, y un maestro de ceremonias anunció un número
de strip tease. En ese momento entraba un grupo de tres hombres; uno de ellos era
alto y corpulento vestido de color claro, lo que lo destacaba de las sombras. Segarra
pensó que ese bulto tenía forma conocida. Los hombres parecían buscar alguna
mesa y un mozo les hacía sugerencias. Se acercó discretamente: el bulto tenía que
ser el Mambora. Sin saberlo, quedó junto a una puerta semioculta. Ésta se abrió y
salió un hombre joven, trajeado. Segarra quedó tras la hoja abierta. El del
portafolios caminó hacia los tres hombres y les dio la mano. Alguien cerró la
habitación. En el escenario, un travesti se sacaba mecánicamente prenda tras
prenda. Parecía función de circo pobre donde el trapecista se balancea pensando que
después tendrá que salir a domar al tigre y más tarde ir a lavar ropa. La estrella
inició una frenética parodia de cópula; la música aceleró. El entusiasmo que
despertaba el espectáculo se expresaba en aislados aplausos. Entre alaridos eróticos
culminó el número. El Mambora —era él, sin duda— volvió con sus contertulios y
el joven de traje a la salida. Segarra se les pegó a los talones. Con voz alcohólica, el
portero les deseó las buenas noches. Los hombres tomaron a la derecha; Segarra
cruzó la calzada. Se encendió el motor de un coche, subieron a él y partieron. El
comisario se agachó detrás de un camión y los miró irse. Dio vuelta a la esquina y
encendió un cigarrillo. A pocos metros un letrero anunciaba Sex chow y por las
vidrieras veladas del local salía un aura rojiza; más abajo, el café De los Angelitos
con frías luces de neón, ranfañoso mobiliario, cuarteto tanguero y vino servido en
jarra, no podía competir en pecaminosidad. En las casonas del barrio funcionaban
bares o pequeños restoranes, hoteles y pensiones de nombres como Términus, Del
Viajante, Turismo. Allí cerca quedaba la estación del ferrocarril.
El Mambora llegó caminando solo a la puerta del Pussy Cat, cambió unas
palabras con el portero, miró el reloj y regresó por sus pasos. Más abajo se detuvo
un taxi y dejó a una pareja. El Mambora fue a su encuentro y conversaron un
instante. Entraron los tres al Pussy Cat. Bueno, aquí tiene otra oficina el Mambora,
y hace negocios cortos, rápidos y cercanos a cara descubierta.
Segarra caminó hacia la avenida Bolívar. Cuando pasó por la plaza de la iglesia
de los jesuitas, vio que un cuarteto de muchachos estaba en las escalinatas. Lo
empezaron a seguir. Faltaban algunos árboles y las lámparas de varios faroles y eso
impedía que la plaza conservara su apariencia simétrica. Bajo una de las luces se
detuvo y arrolló la gabardina en el brazo izquierdo. Los muchachos se acercaron:
uno le preguntó la hora, otro le pidió un cigarrillo y otro más le pidió dinero. El
cuarto se había quedado atrás, con las manos en los bolsillos.
72
—La hora es tarde, cigarrillos los invito, plata no doy —dijo Segarra.
Esperó el ataque. El cuarto joven sacó una navaja de resorte, la abrió y avanzó.
Los otros se dispusieron en abanico.
—Esto es un asalto, tonto cabrón —dijo el navajero. Venga la lana, el reloj.
Todito.
Segarra no quería lastimarlos, pero tampoco arriesgar su salud. El bravucón hizo
intento de tirar un tajo pero él lo finteó con la gabardina. Otro asaltante estaba muy
cerca, bajo el farol. Segarra le atinó un tremendo puñetazo en medio de la cara y la
cabeza del chico sonó como un martillazo contra el poste; al mismo tiempo lanzó un
alarido llanero como para detener a una tropilla cimarrona, saltó hacia atrás,
manoteó el trabuco y empezó a tirar al aire. Los jóvenes dieron la media vuelta y
huyeron.
Segarra temblaba de rabia y excitación nerviosa. El caído parecía un paquete. Se
agachó, lo recostó al poste para dejarlo sentado y comprobó que respirara
normalmente. Lo revisó con violencia y en la remendada chaquetilla de tela vaquera
encontró un envoltorio de contenido blando y viscoso de pegamento. Le arrancó del
puño una piña americana con púas y la tiró a una alcantarilla cercana. Sintió dolor
en la mano con que había golpeado y la metió al bolsillo en busca de abrigo. Allí
chocó con el teléfono celular. Voy a llamar a una patrulla. Marcó el número en el
teclado y se llevó el aparato al oído. Muerto. Lo miró y lo sacudió un poco. Marcó
otra vez. Volvió a escuchar. Nada.
—Pinche artefacto.
La noche sonaba como viento, la iglesia era un fantasma lechoso. Como si la
frustrada llamada telefónica hubiera cumplido su objetivo, venía un patrullero a
marcha lenta, observando la plaza. Se detuvo. Uno de los ocupantes lo reconoció.
—¿Qué pasó, comisario?
—Parece que hubo algún relajo aquí. A este niño le pegaron.
Un policía bajó, palpó al chico y éste se quejó.
—Vivo está. ¿Lo alzamos? —preguntó a sus acompañantes.
—Bueno. Algo hay que hacer por el sueldo —contestaron desde el auto. ¿O
usted qué dice, comisario?
—Déjenlo quieto. Puede tener conmoción cerebral. Mejor que se despierte solo.
—¿Cómo sabe?
—Tóquele el coco.
—¡Madre! ¡Qué mamporro! —dijo el agente, pasándole la mano por el occipital.
—¿Ve lo que le digo? —comentó el comisario.
Lo dejaron en paz. Segarra aceptó ser llevado hasta su casa.
Un olor fuerte a cítricos lo recibió. Santacruz estaba de guardia y escuchaba la
radio junto a un bolso de malla con frutas. Sobre la mesa había un diario doblado,
cubierto de cáscaras de naranja.
—Vino mi tío Pantaleón de Callambo —dijo y señaló el bolsón. Oiga, si le hace
el gusto...
Segarra pensó que era una buena idea. Arrancó la dura cáscara de una guanábana
y desgajó la carne blanca con los dedos. Era como volver allá, a la tierra. Sentía aún
ternura ante el olor de la guayaba. Podrida. Santacruz comentó:
73
—Usted una vez un asunto dijo.
—Ajá. Digo tanta cosa.
—Mire. Un decir. Estábamos en su oficina con el Carmelo.
—Ajá.
—Usted contaba que no teníamos ni idea. Y seguimos igual. No sabemos del
víctima, no de la señorita artista, no de los ómnibus, no de los zapatos quirúrgicos.
Ni con manta podemos emponchar la cosa. Usted no se acuerda de lo que dijo aquel
día ¿no verdad?
—Santacruz, ¿qué dije?
—Dijo si yo no conocía un brujo. Eso dijo.
—¿Y?
—Conozco un brujo.
—Santa, un brujo. La policía trabaja de otro modo ¿O usted piensa que es cosa
del Diablo y San Antonio?
—Cómo va a decir barbaridad tan tamaña, jefe.
—¿Ve? Usted tampoco cree.
—Yo creo. El que dice que no cree es usted. Si usted no cree que el Diablo y San
Antonio andan metidos en el brete y espantan a la vaca lechera ¿cómo explica usted
si es así nomás y lo que espanta a la lechera son el Diablo y San Antonio?
—Pero no son ni uno ni el otro, sino todo lo contrario.
—No importa si son o no son. Usted no cree. Entonces, usted dice que es el
viento, un mancarrón, una luz mala. Pero son el Diablo y San Antonio nomás, a lo
mejor. Lo que usted ve es la vaca espantada ¿No?
—A ver, Santa. Vamos de a pasito parejo. Movamos las patas del mismo lado.
—Paso de ambladura, se llama
—¿Qué dice?
—Ambladura. Paso de caballo fino. Las patas del mismo lado.
—Deje eso ahora. Explíqueme.
—En primer parágrafo, usted metió al Diablo. En segundo, a San Antonio. Yo
seguí su concepto y su sentimiento.
—¿Usted dice que una cosa puede tener más de una explicación?
—Ahí le va echando el ojo a la huayna guapetona. Y si usted elige una huayna,
pues, se pierde a las otras. Difícil bailar en rueda. A las muchachas no les interesa.
—Vemos el efecto y elegimos una causa posible.
—Ahora dele vuelta la pisada.
—¿Cómo?
—Que nosotros le vemos los efectos, pero causa la tenemos que averiguar, la
causa.
—Trabajo policial.
—Y si encontramos una causa, pues, tan buena como cualquier otra. Y si es una
causa para ir tirando, de a poco como vida de pobre nos vamos juntando la verdad.
¿Que vemos? Que en lo de la señora artista había un transmisor. Por ahora decimos
lo puso el Diablo. Buscamos al Diablo, pero aparece el señor Mambora y entonces
decimos lo puso el señor Mambora.
—Usted quiere una hipótesis de trabajo.
74
—¡Más trabajo, no! De trabajo estamos hasta el copete, con perdón. Mejor, una
hipótesis de sueldo como la gente.
—¿Y dice que usted podría consultar un brujo?
—Si le ponemos gana, brujos podemos ser nosotros pero, si es de su deseo y su
preferencia, mi tío Pantaleón nos puede echar una manito.
75
Capítulo 7
Se había despertado a las seis, con ganas de trabajar, ganas de superar las
circunstancias y ganas de que le dieran otro auto, también. Y de Susana, de Eva, de
las dos o de una. Caminarían tomados de la mano por las veredas desparejas de los
barrios, bajo las copas de los jacarandás, bajo las guías de las bugambilias y
llegarían a alguna plazoleta de esas de un solo banco y allí la besaría. Ya que estoy
podría elegir una plaza algo mejorcita, pensó y se reprochó su tacañería y su trivial
tercermundismo.
El día estaba tibio y soleado y los inevitables vapores oleosos todavía no se
habían formado sobre la ciudad. Subió a su oficina y dispuso sillas para recibir a sus
ayudantes. No quedó espacio ni para heder. Gracia Divina llegó de inmediato.
Estaba recién egresada de la Escuela de Policía y tenía además estudios de derecho;
había cumplido veinticinco años.
—Buenos días, comisario Segarra —saludó.
—Buenos días, oficial.
Gracia se había vestido como secretaria. Hasta lentes, traía, y una golilla. Notó la
mirada curiosa de Segarra.
—La importadora de las radios queda en la zona Rosa. Hay que ir elegante —
explicó.
—Le queda muy bien —dijo Segarra.
Se arrepintió. No quería pasar por machista. El objeto no protestó y se turbó por
el cumplido.
Poco a poco llegaron los miembros del flamante equipo. A Moctezuma
Kunizawa le decían el Japonés, pero su aspecto era el de un comanche de película.
Desde niño había practicado artes marciales y era instructor en la academia policial.
Usaba el pelo recogido en cola de caballo, pantalones vaqueros y camisetas
ridículas: la de ese día propagandeaba una marca de lamparillas.
Mamani y Echagüe venían en comisión de la Brigada del Vicio. Mamani, si se
ponía ojotas y un ponchito, podía recorrer la sierra entera sin que nadie lo tomara
por un extraño. Echagüe había dejado la familia por apostar a los caballos y era una
enciclopedia caminante sobre todos los tugurios de la ciudad. Asmático y fumador,
la clientela sabía perfectamente quién era y confiaban en él.
Carmelo se dispuso a llevar las actas. Él y Santacruz eran los únicos policías de
uniforme en el pequeño ejército que Segarra pasaba a comandar. El comisario
recapituló, otra vez, los sucesos del primer día.
—Un ómnibus de la ETM choca en avenida Chacón. Primera anomalía.
—¿Con hache va, chief, anomalía? —preguntó Carmelo.
—Como quiera. Primera anomalía. El chofer desaparece. ¿Qué sabemos? El
controlador del Mono dice que lo vio pasar. Posiblemente haya mentido. A esa hora
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el sol impide ver quien maneja. Lo comprobé. Una testigo describió a una mujer
joven con zapatillas de deporte, que se lanzó del ómnibus en marcha.
—¿Es la que le llaman la de los zuecos indiferentes? —preguntó Mamani.
—Botines preferentes, decía el informe —corrigió Kunizawa.
—¿No era que llevaba alpargatas radiantes? —preguntó Gracia Divina.
—Escarpines metálicos, leí yo, si no eran zoquetes hidráulicos —informó
Echagüe.
—Para mí que estaba bien clarito que eran alpargatas —insistió Gracia Divina.
¿Electrónicas, serían?
—Lean el informe otra vez, colegas. Zapatos deportivos y un bolso, de marca
Casual, pintada con color brillante. Eso, era. Déjenme seguir.
—Y chocó —sugirió Carmelo.
—El choque, sí. Aquí aparece un antecedente curioso. El mismo chofer había
chocado la semana anterior en el mismo lugar, en las mismas circunstancias.
Carmelo alzó la mano:
—No es de, pero la misma no, porque se dio contra una pila de zapallos y no
contra.
—Detalles, Carmelito, no me la compliques —dijo Echagüe.
El grupo estaba tenso: un leve rumor, toses, miradas. Segarra retomó el relato.
—Sobre el doble choque no tenemos explicación. En el análisis surgió la
eventualidad, que ya no me parece posible, de que el primero fuera un ensayo para
el segundo.
Kunizawa largó una risotada:
—¿Quién va a ser tan boniato como para ensayar un choque? Es demasiada
pedagogía.
—Es una idea. Ulpiano Vladimir, alias el Mambora, supervisor de la ETM, tiene
conexión con el chofer desaparecido.
—Conexiones dobles, triples, peor que electricista —aportó Echagüe. Anda
metido en todo. Cuando se habla de que hay matufias entre la ETM y el aeropuerto,
siempre se nombra a ese tipo.
—Todo el tiempo están dale que van y vienen de uno a otro lado —dijo Segarra.
Es normal: trabajan en conjunto, puede ser perfectamente legal. Los talleres de la
ETM dan servicio al aeropuerto.
—¡Qué fiesta del pueblo, pasar del aeropuerto a la ETM sin controles aduaneros!
Todo el mundo sabe que se contrabandea a lo loco, ahí —afirmó Mamani. Un
carnaval. Cada investigación ha sido interrumpida, sin embargo.
Segarra anotó mentalmente: si estas pistas aéreas llevaban a otras pistas y si él
seguía piloteando el asunto, esta vez si despegarían y cobrarían altura. A él no lo
iban a hacer aterrizar. Dijo:
—Poner un hombre nuestro ahí, sería interesante. Así tendríamos conocimiento
directo de lo que pasa y observamos al Mambora. Les comento que fue
inmediatamente después del choque a la casa del desaparecido y preguntó por un
paquete con bulbos de radio. Después de diversas circunstancias...
—¿Circunstancias es lo de la sopa? —interrumpió Gracia Divina.
—Lo de la sopa fue circunstancial. Mientras estábamos en esa casa aparecieron
dos personas que le reclamaron los paquetes a Dora Zaldívar, la esposa de Almada.
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Uno de ellos era argentino, un tal Carlitos. ¿Sabe de algún argentino que ande en
cosas raras, Echagüe?
—De tantos que ni vale la pena —dijo éste.
—Por otro lado, el cabo Santacruz hizo un relevamiento y comprobó que justo
enfrente al punto del suceso hay una clínica médica.
—Bueno —comentó Echagüe—, seguro que hay un montón de cosas más. Eso
no prueba nada. Hasta una comisaría podría haber.
Segarra pensó nombrar que habían visto a Zaragoza, pero lo calló. En caso de
que hubieran policías complicados, alguno de los presentes podría estarlo.
—Si la mujer de los zapatos esos que bajó del ómnibus y cruzó la calle —siguió
— hubiera querido desaparecer, la puerta de la clínica era el lugar más cercano. A
lo mejor no quiere decir nada, Echagüe, a lo mejor sí. Tampoco es de descartar que
la mujer fuera el mismo desaparecido, disfrazado. Según mi propia pesquisa creo
que es plausible.
Kunizawa pidió la palabra.
—¿Y lo del atentado contra usted?
—Los agentes han hablado con los vecinos, pero ninguno vio ni oyó nada, dicen.
—¿Tenía bronca con algún vecino?
—¿Usted piensa, Kunizawa, que me tiroteo con doña Encarnación o la familia
González?
—Los amigos son los peores. Piénselo, de todos modos. ¿Y hasta cuándo va a
mantener la guardia?
—Según la Gener..., es decir, digo, según la generalidad de los casos...
—Hay que sacar la guardia —dijo Mamani. Mejor que atenten otra vez y
obtengamos más pistas.
—No es el primero que me quiere ver de mártir.
—Por ahora le han errado y esperemos que sigan así. Además se me ocurre una
cosa.
—Diga nomás.
—Me llevo al Dorival y nos vamos, uno a trabajar a la ETM y el otro al
aeropuerto.
—¿Y porqué a Santacruz? —preguntó Carmelo.
—Pues, los dos somos indios ¿no?
—No hay que fomentar prejuicios —opinó Gracia.
—No. Allí nos verá, joven, con guardapolvos grises y cepillos, y las orejas bien
abiertas. De directores o secretarios no nos creería nadie. Entre los limpiadores
¿quién nos va a notar? Los limpiadores no son personas; son máquinas con callos en
las patas. ¿Usted conoce el nombre de alguno de los limpiadores de aquí? ¿Sabe si
son casados, tienen hijos, sueñan con ganarse la lotería? De seguro no tiene ni triste
idea, ni le interesa.
—De todos modos —siguió Gracia, molesta— me parece mal que utilicemos la
discriminación y los prejuicios. La policía es la reserva moral de la sociedad.
Kunizawa palmoteó en el hombro a Echagüe, que comentó:
—¿Lo de la reserva moral, acaso no es cierto...?
Kunizawa se rió y parecía que la lamparilla pintada en su camiseta se encendiera
cada vez que tensaba los músculos. Hasta el rostro folklórico de Mamani se estiró
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en una sonrisa. Santacruz no entendía nada: parecía que mirara una película húngara
sin leyendas.
—La policía no puede ser ni mejor ni peor que el promedio de la gente —dijo
Segarra. Mañana nos reuniremos otra vez.
—Perdón —agregó Gracia—, pero ¿todos tienen de éstos?
Mostró un celular que había sacado de su cartera. Nadie contestó.
—M’ijo —carraspeó el Coronel por teléfono— vaya nomás que allí lo espera
una máquina magnífica, que este formidable Pordenone le aprontó. Siempre el mar
llega a la costa y la montaña al mar. Del olmo no saldrán peras, Segarra, pero de un
brote nace la planta. Vaya. La nueva movilidad la podría poner a nombre de la
empresa, cuando se decida.
Colgaron. Segarra levantó el tubo nuevamente y pidió transporte para llegar a
Automotores pero no había nada disponible. Llamó a un radiotaxi. El viaje le costó
carísimo pero Pordenone lo recibió con amabilidad. Le buscó conversación y lo
llevó al tema de las privatizaciones.
—Se anda hablando de eso y la primer empresa sería la suya. Aquí alguien que
va a ganar mucha plata y no es usted.
—¿Y si lo fuera? A lo mejor se puede hacer algo. Privado, digo.
—No creo en paraíso privado, ni público tampoco.
—Dicen que si acepto, me dan manos libres.
—¿Pensó que si se mete a empresario, esta investigación se va a la mierda? No
hay caso, Zaragoza es un genio.
—¿Zaragoza?
—Zaragoza, interventor general del plan de privatización.
Segarra sintió que la tierra se abría bajo sus pies: le estaban haciendo la cama.
Zaragoza volvía a mostrar el hocico. Tenía que jugar con mucha prevención. El
Coronel estaría contento, Zaragoza lo mismo. Él no.
Enganchó la primera y se despidió.
—Que no se lo machuquen, a éste también —gritó Pordenone.
El Volkswagen salió barullento por la entrada de tierra hasta la carretera. Segarra
esperó paso, dobló, aceleró muy largamente y cuando parecía que los cilindros ya
iban a salir volando colocó segunda y se ubicó en el tráfico. El carrito por lo menos
no estaba pintado como taxi y era fácil de manejar.
Tenía para coordinar la maniobra de espionaje. No podía traer a Mamani a la
ETM y decirle al jefe, director o presidente aló cumpa, aquí te traigo a este cabrito
que sueña con manejar una escoba. Sondearía a la encargada de personal. Sí, a ella.
Segarra tomó por la avenida Constitución —que por ley en realidad se llamaba
Gran Avenida de la Constitución Republicana de 1848, pero quién se iba a molestar
en usar ese nombre si no era en los programas de preguntas y respuestas— y orientó
el VW hacia los dominios de Susana.
Ella hablaba por teléfono y Segarra se emebelesó con la voz, ese río subterráneo
que ningún limnólogo podría describir, ese retumbo de galería recóndita capaz de
subyugar a un espeleólogo. Cortó y lo saludó con alegría:
—¡Comisario!
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Segarra sintió sus rótulas de jalea, si no era el efecto de las medias cayéndosele.
—¡Susana! —dijo, con un gorgorito estremecido e imprudente, esencia misma
del sentimiento erótico, sangre instintiva en efluvios mediúmnicos, magnetismo
trascendental y más todavía.
—Pensé que me había olvidado —siguió ella, clavando aún más la artera daga, el
yatagán de ondulada hoja, el sable corvo de la perfidia en el corazón sufriente del
desconsolado Segarra. ¡Oh, cruel hija de Eva, cruel hermana de la otra Eva!
—Cómo la voy a olvidar, Susana. Además, el viernes tuve el privilegio de
conocer a su hermana.
—Lo supe. Estaba encantada. Dice que usted es un hombre fascinante,
caballeroso, con intereses artísticos. Nunca se me ocurrió pensar que se dedicaba a
la música.
—¿A la música?
—Contó que usted llevaba no sé que cuántas revistas de música.
—Ah. De música, sí.
—¿Toca profesionalmente, así, en bailes, o sólo en familia?
—Hay una confusión. Es asunto policíaco.
—¿En la Banda Policial? Seguro que, con ese físico, toca el helicón en los
desfiles. No será el triángulo, me imagino.
Segarra comprendió desde las brumas que dificultaban la ardua tarea de sus
sinapsis. desde los glaciares de sus nervios, desde el macizo cordillerano que
dominaba en sus tripas, que el resultado del encuentro con Eva no dejaba de ser
prometedor.
—Su hermana es muy simpática. Salúdela de mi parte, cuando la vea.
Pensó que de ese delgadísimo hilo colgaba su esperanza. Ni siquiera le había
pedido el teléfono, la dirección, algo prestado para recoger después, algún dato
miserable. Era un inútil para averiguar cosas y. para peor era policía.
—En un rato viene a buscarme, así que la puede saludar usted mismo.
Y entonces, un monzón, una tempestad de arena, un Aconcagua de sentimientos
arrasó el expresionista paisaje emocional del comisario. Eva venía, él estaba ahí, se
encontrarían si es que él, de la pura emoción, no se licuaba en la nada. Un empleado
vino a preguntar un detalle y eso lo salvó. Cuando recuperó el aire pasaron a
discutir el plan de espionaje. La Generala ya había enterado a los jerarcas, éstos
estaban de acuerdo y Susana tendría que dar credibilidad a la presencia de
Santacruz, el nuevo limpiador. Sonó el teléfono y anunciaron la visita de Eva.
Susana fue a recibirla, lo que dio al comisario ocasión de babearse mirándole las
nalgas y las pantorrillas, la cintura y los hombros, la espalda y la cabellera y todo lo
que podía alcanzar. Superlativas, pleonásticas, regresaron las hermanitas por el
corredor de las oficinas y él quedó absolutamente bizco. Eva llegó ante él. Los
senos perfectos se agitaron un par de veces, respiró y dijo, pestañeando:
—Segarra...
Segarra estaba ya tan afectado, sacudido y conmovido que tenía nada más dos
posibilidades: o morir de un colapso allí mismito o saludarla. Por economía de
medios aceptó la última opción y dijo con una voz que nunca le había sonado tan
cascada y debilucha:
—Eva...
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Decidieron quitar la guardia. Un patrullero pasaría por la zona varias veces por
noche.
—Por las dudas, no duerma en una habitación que dé a la calle —dijo la
inspectora.
—Pues, tomaré las medidas del caso.
—Que no le queden grandes. Y ahora dígame ¿cómo va eso de la privatización?
—¿La privatización?
—Tuvo una reunión con el Coronel, Segarra, no se haga el menso.
Lo único que le importaba era Eva y la pista que había logrado: ella hacía las
compras en el supermercado Boom de la avenida Vasconcelos. Sin embargo,
comentó:
—Lo de la privatización me pareció tan... raro, que no supe qué decir.
—Hay que saber lo qué decir. Así no va a llegar a jefe.
—¿Y si uno no sabe? —retrucó él.
—Un jefe habla igual. ¿Va a aceptarlo?
—El ofrecimiento llega en un momento mal elegido. Arriesga nuestro trabajo.
Este caso exige dedicación completa.
Eva.
—¿No la ve? —siguió la inspectora.
—¿A ella?
—¿No ve la cosa?
—No. Realmente, no la veo.
—¿No la ve?
—¿Qué?
—Véala. Es lo único que le puedo decir. Mi puesto implica lealtad. Repito:
véala.
—¿Pero a quién?
—Véala. Nada más.
En su casa reflexionó: véala. Vea - la. ¿La ve? No. ¿No la ve? No. ¿Sería lo del
atentado? Recordó la prevención de la inspectora: era razonable dormir en una
habitación interior. Llevó su colchón y las mantas a la bañera y se acostó allí, como
en un sarcófago. Ninguna bala iba a atravesar las paredes, si es que no venían de un
cañón del 102. Miró la escasamente excitante roseta de la ducha y las manchas
parduzcas de humedad en el techo. ”Véala”. Lealtad. Eva. No podía hablar por
lealtad, dijo. Véala, a la empresa de policía. Véala, mírela bien. No, él no tenía
ganas. Le estaba diciendo que no lo hiciera. Eva. Sin embargo, con la privatización
de los bomberos había varios que se habían vuelto ricos. Cobraban por incendio
apagado; los fracasos los cubría el seguro. Estaban más endeudados que México por
la compra de los autobombas, pero si él empezara en pequeña escala... Después de
todo no necesitaba autobomba, le bastaba con el Vocho. Eva. Ella estaba en
divorcio y Segarrita volaba por quién sabe dónde, mucho más allá de los cables
telefónicos. Teléfono. Ella tenía teléfono. Él sabía el número. Ella había nombrado
que era dietista en el hospital Universitario. Ella había comentado que iría a hacer
un surtido al super a las seis en punto y —¡oh casualidad!— allí estaría Segarra. Le
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subía la temperatura: por suerte la roseta de la ducha no estaba conectada a un
detector de incendios.
Se levantó y retiró sus cobijas de la bañera. Estaba con tortícolis y las piernas
agarrotadas por el incómodo sanitario. Nadie había atentado contra la casa.
Desayunó unas galletas y té aguado y se fue. El Volkswagen resopló contento por
las calles. Segarra tuvo que esperar un cambio de semáforo frente a unos grandes
almacenes. ”Aproveche, última oportunidad, ahora o nunca”, decía en letras
desparejas. Así vamos a estar en la poli dentro de poco.
El día luminoso contrastaba con el bemol mayor de la comisaría, con el
desconsuelo que infundía ese lugar que pertenecía a todos y por lo tanto a nadie, y
que se contagiaba al ánimo de quien allí llegara. Segarra, alegre al borde del colapso
amatorio, entró como quien entra al dentista. Qué le vas a hacer, Segarrita.
Todos estuvieron a la hora exacta, tan exacta que se amontonaron en la puerta de
la inspectora para entrar a la reunión. Mientras intercambiaban comentarios, ella
golpeó las manos y dio comienzo. ”Reunión”, escribió en una pizarra, un título algo
infeliz.
—Vamos a ir en rueda. Bergamasco.
—Bueno, yo —empezó Gracia Divina— la verdad es que me llevé una sorpresa.
El aparato de radio es avanzado, no cualquiera lo compra. Ese, en realidad, fue
vendido a una compañía de carga aérea, Arrow S.A. Compraron veinte.
—¿Veinte aparatos? —preguntó Segarra.
—Veinte.
—¿Tiene los números de registro? —preguntó la inspectora.
—Si, pero es más interesante que fueron entregados a la clínica Forever, a un tal
doctor Pelayo.
—¿Forever? —comentó Segarra.
”La radio pertenese a Pelayo”, escribió la inspectora. Segarra sufrió una
aceleración en el ritmo vital cuando vio ”pertenese”. Su sospecha de que la
inspectora era el famoso Anónimo se estaba transformando en convicción.
—¿En qué piensa, Segarra? —dijo ella. Le planteo una pregunta y usted, en la
luna.
Pienso en lo que me dejaste bajo la mesa, pillina. Pidió disculpas y la hizo
repetir.
—Digo: ¿hay vigilancia de la clínica?
Nunca había puesto vigilancia allí.
—Irregularmente, sí —improvisó.
—¿De dónde sacó esa ridiculez? Irregularmente...
—Quiero decir que no lo hemos hecho las veinticuatro horas.
—Observaciones le hicimos —salvó Santacruz al borde del área.
—¿De qué? —dijo ella.
—Pues, que le entra y le sale gente de ahí, gente de esta prestigiosa institución
también.
Echagüe tosió.
—Alto —dijo ella. Echagüe, ya que tiene tos, sígale.
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—Anduve en la ronda estas noches —comentó él, rascándose la coronilla— y
pregunté como a la distraída, usted sabe como es en ese ambiente.
—No.
—A Dora la han visto ¿eh? No anda para nada desaparecida. Ella lo busca a él, al
chofer que se esfumó.
—O sea que no estaban de acuerdo —interrumpió Segarra.
—¿No será que él le huye?
—Absurdo —dijo Gracia. Se hubiese ido y punto.
—Es como usted dice m’ijita —siguió Echagüe. Para mí que la situación es así.
Almada se largó sin decir nada a nadie. ¿Por qué? No sé. Ahora lo buscan.
—Según una fuente de información que me reservo, Dora habló con el abogado
de la ETM para cobrar el seguro de vida de Almada —informó Segarra.
—¿Será una estafa al seguro lo que se traen? —opinó Echagüe.
—Hoy lo voy a saber, probablemente —dijo Segarra.
Se daría una vuelta por el París.
—¿Qué hay de ese Ulpiano, Kunizawa?
—Ayer lo seguí. Fue a Forever, sí señor, y salió al instante. Se tomó un taxi,
recogió a un fulano flaco y de lentes en el Pussy y después los perdí de vista.
—Pero hombre, ¿cómo los perdió?—protestó la inspectora.
—Doña Guzmán —dijo el Japonés. ¿Cómo quiere seguir a un taxi Opel nuevo
con un Citroën del cincuenta? Era el único vehículo disponible. Otros tienen
Volkswagen. Se fueron, no más. El taxista era un Fangio.
—¿Un Fangio? —preguntó Gracia.
—Pregúnteselo a su mamá, con todo respeto —dijo Echagüe. Esa referencia es
de la misma época que el Citroën.
—Carmelo y yo recibimos a los pasajeros del ómnibus que se presentaron —
informó la inspectora. Usted tomó apuntes, Carmelo. Comente.
—Cómo no. Vinieron tres de los. Que Almada los hizo bajar en la parada antes
de. Frenó y dijo que la puerta trasera. Se bajaron, quedaron esperando el siguiente.
Y que pasó al rato. Y que nada más.
La inspectora se puso de pie enérgicamente y dibujó tres paralelepípedos en la
pizarra, los unió mediante líneas punteadas y escribió tres veces la palabra ”testigo”.
Debajo, con rojo, escribió ”disen lo mismo”. El comisario lo leyó, satisfecho como
un gato que cazó una mariposa. Cada nueva palabra que la Generala escribía, cada
error ortográfico —el único delito que podría cometer sin manchar su carrera— era
un ladrillo más en la construcción de su hipótesis. Preguntó:
—¿Todos dicen lo mismo?
—Lo mismo, mismamente.
—¿Nadie nombró a la mujer?
—Nadie.
—¿Les mostraron la foto de carné?
—Les mostramos la.
—¿Y?
—¿Y qué?
—¿Dijeron que manejaba él?
—Ah, pues sí. Que era, dijeron. Él. Con sus bigotes.
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El reservado Mamani formuló la pregunta que estaba flotando en el ambiente:
—Esa mujer, la fosforescente ¿habrá existido?
El diálogo se desorganizó: las opiniones cruzaban como meteoros. El consenso
fue que Almada podría haberse disfrazado de mujer en el mismo ómnibus.
—¿Y qué quería Almada con disfrazarse? —preguntó Segarra.
Por primera vez en la reunión, Santacruz pidió la palabra. Había estado sentado
en un rincón, con los ojos de ratón fijos en la nada.
—Otra persona. Almada no era. Cuando dijo no va más y los transeúntes se
tuvieron que descender, pues, él también se apeó y subió la energética y se puso
como lo más resolutiva al volante.
Un silencio pesado se instaló en el níveo páramo superpoblado. Era una nueva
teoría; no había porqué despreciarla. Segarra dijo:
—Pero Santa, lo mismo sería que él se hubiera puesto una peluca rubia,
disimulado las ropas, etcétera, y vámonos con el ómnibus.
—¡Las ropas! —gritó Santacruz, parándose. ¡Carajo, las ropas!
—¡Más respeto, por favor! —reclamó la anfitriona.
—Que me disculpe le solicito. Perjuro he sido —acató Santacruz.
Las miradas volvieron a Carmelo.
—Nadie dijo nada de la ropa. Debía de llevar nomás el uniforme de la.
—Con las observaciones de los testigos, deberíamos intentar obtener un retrato
hablado —dijo Gracia. O dos.
—¡Ah! Olvídense del retrato hablado —interrumpió Segarra.
Salió corriendo hasta su escritorio para buscar las fotos retocadas. Por
superstición pura pasó la mano por debajo de la tabla: no había ningún anónimo.
Gruñó. Encontró las fotografías y regresó con sonrisa de vencedor; se paró frente al
grupo y las mostró con orgullo.
—Ese es Julio Iglesias —dijo Gracia. No sabía que se había teñido el pelo y lo
había dejado crecer tanto.
—¡No! —rugió Segarra. ¡Ésta es la mujer misteriosa!
Silencio expectante; diálogo de miradas.
—Creo que la tesis de Segarra es correcta —dijo la inspectora como en un
susurro. Almada podría haberse disfrazado de mujer.
”Gracias doña”, pensó Segarra y decidió que le iba a dejar un anónimo debajo de
la mesa: si ella no era Anónimo, serían dos a preocuparse.
—Mamani, ¿qué pasa en el aeropuerto?
—Está todo arreglado. Mañana me dan uniforme y empiezo a limpiar..
—Y usted, Segarra. ¿Cuándo limpia en Chacón?
—¿Tengo que conseguir escoba también?
—No. Llévese a Echagüe y a Gracia, y revisen a fondo la clínica Forever. Vayan
ahora.
Le alargó una orden judicial.
Segarra pulsó el timbre de la clínica. Una empleada bajó y atendió la puerta.
—Señorita, la policía. Allanamiento.
La mujer tragó saliva y los dejó pasar. Mientras subían la escalera, Segarra giró
el cuerpo y le preguntó:
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—¿Está el doctor?
—¿Cuál de ellos?
—El jefe.
—El doctor Pelayo está descansando en Miami, el doctor Segura todavía no
llegó.
Los laberintos subconcientes del comisario se conmovieron. Ese nombre no era
desconocido. Tampoco podía decir que lo conociese. El doctor Segura. Dos
limpiadoras suspendieron lo que tenían entre manos y fueron a sentarse a la sala de
espera, a esperar mientras Gracia Divina buscaba carcasas de radio, Segarra puertas
y Echagüe paquetes.
La clínica tenía salas, salones y saloncitos; cuartos, cuartuchos y recovecos. De
un plano original absolutamente simplificado para que la construcción resultase
barata, había surgido a un complicado mundo de paredes provisorias. Cuanto más
divisiones, más ordinario el revestimiento y peor la iluminación. En uno de los
sucuchos, cuya ventana daba a un lúgubre pozo de aire revestido de hollín, había
una cama y una silla; también, un armario con revueltas prendas de ropa. Segarra
examinó la ventana e intentó abrirla, pero el picaporte estaba oxidado. Entre
chirridos y quejidos, cedió. De afuera entró un penetrante olor a grasa quemada, a
caño de desagüe, a lavaza, a desperdicios. Venía desde un patio con ropa colgada,
una bicicleta, plantas, tablas, cajones. Sonaba un tema de Janis Joplin. Para evitar el
deprimente paisaje cerró la ventana. No sería difícil descolgarse por ese pozo y salir
a la calle. Continuó en la búsqueda de pasajes ocultos pero aquello no era un castillo
medieval: no había. Recorrió una vez más las instalaciones y, claro está, cualquiera
de los consultorios podría ser una vivienda de emergencia: la clínica podría haber
servido de cuartel a toda una brigada.
Echagüe revisó estantes y depósitos. Papeles de Arrow estaban en la oficina del
doctor Pelayo. Se los llevó. Cargó también con copias de recetas. Había hallado
varios atados de bolsas de plástico de diferentes tamaños y calculó para qué serían
utilizadas en la clínica, lo que resultó en infinitas posibilidades.
Gracia Divina alcanzó su objetivo. O casi. Ninguna radio andaba a la vista pero
sí algunas cajas de cartón con la marca de los aparatos en letras azules. Algo había
pasado con el contenido y las cajas servían para guardar sábanas limpias.
El doctor Segura llegó hecho un torbellino, sin bañarse ni afeitarse. Consideró
que todo era un atropello y amenazó con abogados, senadores y jueces. Olía
fuertemente a sudor. A sudor... Y entonces, dos neuronas hicieron contacto en el
cerebro del comisario: éste era quien había firmado la licencia por enfermedad del
controlador del Mono. Si se hubiera bañado, Segarra no habría ubicado nunca de
dónde le olía conocido el nombre Segura. El médico acabó su perorata; él habló:
—Doctor, hace un par de semanas usted autorizó una licencia por enfermedad a
un empleado de ETM...
—Soy, soy médico. ¿Ahora la policía tiene que meterse en la salud? ¿Por qué no
agarran a tanto ladrón suelto, como hay, que se acabó la paz social?
—Ahora husmeamos a los médicos, es cierto. Este empleado se llama Atilio
Pérez y está envuelto en un caso criminal.
—¡La incultura es la raíz del crimen, no la abnegada profesión de Hipócrates!
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—¡Basta, cabrón! Váyase a Miami y recite letanías a coro con Pelayo y Noriega,
si le gusta. Soy el oficial Segarra, tengo superioridad táctica, lo puedo calabocear
aunque chillen el Rotary y el Lions, el Golf y el Tennis Club.
Entonces la modosa y bien educada Gracia Divina tomó al doctor Segura de un
brazo, se llevó uno de sus manicurados dedos a los bien delineados y jugosos labios
en señal de enfermera pidiendo silencio y lo obligó a sentarse.
—Usted dio licencia médica a esta persona justo al día siguiente que un ómnibus
chocó aquí enfrente —siguió Segarra.
—¿Y yo que tengo que ver? —dijo el oprimido por la Gracia. No sé ni me
interesa lo del transporte colectivo. Tengo auto.
—Pienso que tiene que ver. Que la licencia médica fue, por un lado, un premio
por haber dicho determinada cosa y, por otro, una manera de sacar del medio al
pretendido enfermo mientras las aguas se calmaban.
—Fantasías.
—Sospechas.
—¿Sospechas de qué?
—Usted diagnosticó sida.
—¿Sida?
—Ajá. Por eso no me olvidé. Una cosa es resfrío, pero estito, como
comprenderá...
—Francamente, el sida no se diagnostica. Lo que se diagnostica es...
—Será. No se moleste. ¿Podemos ver los certificados expedidos hace un par de
semanas?
—Cómo no —dijo el prisionero.
El doctor no halló el documento. El segundo sorprendido fue Segarra. Tomó el
montón de papeletas y miró las copias de los certificados, por atrás y por adelante;
leyó, comprobó la fecha, la firma...
—¿Es su firma? —preguntó, señalando un garabato medicinal.
—Efectivamente.
Era un gancho imposible. Segarra recordaba que el nombre, en el certificado de
Atilio, estaba escrito casi que con letras de imprenta y él había podido leerlo
fácilmente: Segura. Quien había firmado, ni siquiera intentó una imitación.
—¿Y si no lo hizo usted, quién lo hizo? —preguntó.
—Ni idea.
—¿Quiénes pueden entrar aquí?
—En principio, cualquiera. No guardo estos certificados bajo llave.
—¿Podría haber sido el doctor Pelayo?
—Podría. Pero ¿por qué?
—Eso es parte de nuestra averiguación. ¿Conoce a los vecinos de abajo?
—¿Qué tiene que ver?
—Es mi bisnes —dijo Segarra.
—Los conozco. Es el restorán El buen trato.
—¿Ha bajado hasta ahí por la ventana?
—¿Ustedes están locos? Jamás iría a una fonda cochambrosa como esa. Y menos
por la pared ¿O se cree que tengo complejo de araña? Oiga, ¿están bien del moño,
ustedes?
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—Si nadie bajó por la ventana, quise decir.
—Esta payasada casi se parece a un diálogo. Quién va a descolgarse hasta ese
tugurio, hágame el favor.
—Gracia, usted tiene una pregunta también —dijo Segarra.
Ella carraspeó y dijo:
—¿Cómo es que están esas cajas ahí?
—¿Hacen un allanamiento para preguntar por unos cartones?
—¡Conteste! —ordenó Segarra.
—¿Qué sé yo? Las habrá puesto alguien. Solas no se acomodan.
—Esas cajas son interesantes —explicó la asistente.
—¿Es experta en envases, usted? ¿Y ésto es la Ley? ¿Son métodos de tortura
síquica? ¿Qué van a preguntar a continuación? ¿Si la mesa es de madera?
—Por las bolsas de plástico —terció Echagüe.
—¡Virgen mártir y madre! ¿Es veintiocho de diciembre, hoy?
—Doctor Segura, todo eso puede ser parte de un acto criminal.
—¡Valium, Librium! ¿Qué les pasa, señores?
Echagüe estaba clasificando los trofeos de caza entre nubes de tabaco negro y
litros de café, metido en su cueva. Si el despacho de Segarra era deprimente, el de
Echagüe provocaba paranoia y claustrofobia: era una covacha debajo de una
escalera. Colgaba una lamparilla que bailaba al ritmo de quienes subían o bajaban.
Había documentos, objetos, papeles, una caja de radio y bolsas de plástico.
Segarra, por su lado, trabajaba con una pequeña calculadora de bolsillo. Para
montar una empresa de policía se necesita un chingo de plata y no tengo un cobre.
Necesito un socio capitalista. Si mañana se me ocurre, por ejemplo, casarme,
digamos, como una tesis, como una hipótesis, como una síntesis, sístole, diástole,
sábana, sábado, lágrima. Eva. ¡Cómo sufro! A las seis, ay, a las seis en punto de la
tarde, en el Boom. El teléfono lo sacó de su abstracción: era Zaragoza.
—Buenas tardes, Segarra. No tengo el gusto de disfrutar su amistad pero su
brillante foja de servicios ha pasado ante mis ojos.
—Hm.
Pasó, y ojalá haya seguido de largo.
—El motivo de mi llamada es, además de saludarlo y preocuparme por su salud,
informarle de que me he enterado que el Coronel le ha propuesto crear una empresa
piloto. ¿No es así?
—Así es —asintió Segarra.
—¿Tiene capital?
—No.
—¿Tiene idea de cuánto sería necesario?
—Estoy tratando de hacerme una.
—No voy a darle más vueltas: a mí me interesa y soy el interventor de la
privatización. Investigación y desarrollo de productos debe estar a cargo de un
especialista como usted; mercadotecnia, relaciones públicas y emisiones de títulos y
acciones, lo tomaría a mi cargo. Un subcontratista verá la logística necesaria,
equipos, armas, transporte.
—¿Y usted entraría con capital?
87
—Tengo mis contactos. Decídase.
—Déme un plazo.
—Segarra, tenga visión. En un año toda la policía es nuestra. Piense en la
integración vertical y horizontal, fábrica de uniformes, museo, turismo carcelario...
Podemos tener un mundo propio, como Walt Disney. Sus hijos lo van a recordar
con amor, mientras pasean por Europa en sus Porsches.
—No olvide que estoy metido en una investigación importante.
—Los chinos utilizan el mismo signo para representar tanto crisis como
oportunidad. ¿Se da cuenta?
—No.
—Eso se dice en todos los cursos y seminarios a los que asisto. ¿No quiere crecer
a través de desafíos?
—No.
—Usted es una celebridad, Segarra, tiene una posibilidad de image
impresionante. Transfórmela en metálico.
Tomó una decisión. Sacó una hoja en blanco, buscó un marcador grueso y
escribió: “Terminemos el juego. Estoy en un lío. Pase por la esquina del cine
Premier, a las cinco. Firmado: Anónimo también. Destrúyase”. Puso el mensaje en
un sobre y lo cerró. Confiaba en que la oficina de la inspectora estuviese cerrada y
tuvo suerte. Se sacó los zapatos para no hacer ruido, caminó por el corredor, pasó el
sobre por debajo de la puerta y siguió descalzo hasta el baño. A los diez minutos
regresó —calzado— a su despacho.
88
Capítulo 8
Teléfono.
—Segarra —comenzó el Coronel. Esto hay que pararlo. Hache dos o, la revista
de los ecológicos, dice que el chofer desapareció por la polución. Fue la gota de
agua que me horadó los vasos. Estos pendejos, que más poluciones serán sus
madres, no escarmientan. Yo, y disculpe si no lo consulté pero usted es un
funcionario bastante leal, he llamado a una conferencia de prensa para mañana a las
nueve. Hay que aclarar todo. Será un breakfast de trabajo con representantes del
cuarto poder, en la sala de actos. Nosotros ponemos lo sólido y el café, y su futura
empresa paga el jugo de naranja. Usted decide el menú. No elija, por favor, ni
tripas, ni charque frito, ni poroto con riendas. Eso que lo sigan comiendo en su casa,
estos primitivos. Canapés y brioches, nada de tortilla. Carmelo podría servir las
mesas.
—Bueno, Coronel. Si usted cree que es necesario... Pero concédame crédito para
el jugo de naranja.
—¡Ah no, Segarra! Vaya al mercado y arregle con alguna de las señoras que le
preparen cuatro o cinco jarras. Tómelo como una inversión. Seguro que Carmelo
tiene algún pariente en el ramo de las juguerías. La red de contactos es el bien más
valioso del empresario.
Ahora sí que estaba fregado. Había citado a Anónimo para las cinco, Eva iría a
las seis a hacer la compra. tenía que preparar la conferencia, tenía que arreglar con
la cantina lo de los refrigerios. La perspectiva venía de estrés. A las hienas de la
prensa no les podía decir que la situación estaba bajo control y chau. Podía mostrar
diapositivas del ómnibus, del auto chocado, repetir la historia del controlador con
minutos y segundos y la presión atmosférica en milibares. Esa carnaza les gusta a
las hienas. Una transparencia fotocopiada del plano de la ciudad para iniciar la
exposición y, para terminar, el rotafolio. En las grandes hojas de papel podría
marcar puntos, no más de tres para no agotar, y un gráfico donde se relacionara el
número de sospechosos con el tiempo de trabajo invertido y una constante de la
complejidad del caso. Trazaría una curva que apuntara hacia arriba, optimista.
Levantó el teléfono y llamó a Menguele, para pedirle diapositivas.
—Te las tengo que buscar, pequeño. ¿La semana que viene?
—Ni loco estuvieras, Mengue. Dentro de un rato.
—¿Ahora qué? Retobado te has puesto.
—¡Mangos! Me esperarás con las fotos, hermanito probado en las mil y una.
—A qué las prisas. ¿Te esperan?
—Eso.
—Ajajá. Pasado mañana.
—Menguele, escúchame bien: paso a las cuatro.
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Corrió al archivo, pidió un mapa de la ciudad; fue a Intendencia, solicitó
mediante un formulario y tres copias unas hojas de plástico para transparencias y
los lápices adecuados. Encargó fotocopias y se las prometieron sin falta para el mes
siguiente. Hizo un escándalo y terminó arreglándoselas él mismo. Veía en su
imaginación la sala en penumbras, los periodistas atentos, las transparencias
iluminando con su fuerte reflejo el ambiente y él, con voz lenta y pausada,
señalando los detalles con la punta de un lápiz sobre el cristal del proyector.
Debería sugerir que se estaban siguiendo varias pistas, que la policía lograría
eficiencia operativa con la privatización. Decir eso era fundamental. Las hienas
pasarían a discutir privatizaciones y dejarían de preocuparse por el caso. Después,
claro, líquidos y sólidos.
Creó un cronograma esquemático, imaginó posibles preguntas y miró el reloj: ya
eran las cuatro y no había comido nada. Tiró todo a un lado y salió a vuelo para la
Técnica. Menguele, de sucia túnica blanca, trató de sonsacarle algún detalle
escabroso de su vida erótica antes de darle nada. Volvió a explicarle que estaba
apurado, que por favor. Al fin, logró que le entregara algunas fotos y soportó un
juego de escondidillas con el sobre de grueso papel castaño. Ojalá te derritan en una
sartén, butifarra. Mañana a las nueve sería la hora de la verdad pero tenía dos horas
de la verdad más: a las cinco en el cine Premier, a las seis en el supermercado
Boom, y estaba muerto de hambre.
Con el tiempo más que justo salió al encuentro con Anónimo. Cada vez que el
sol se asomaba entre nubes oscuras y voluminosas, la temperatura en la calle
aumentaba como si estallara un incendio. Para peor, en cualquier momento
comenzaría a llover. Trotó entre puestos de venta y madres con hileras de niñitos y
racimos de bolsas, esquivó los canijos árboles, cerró ojos y oídos ante el estruendo
de merengues y cumbias, de motocicletas, camiones y taxis que parecían marchar
todo el tiempo en la primera velocidad, y llegó. Caminó ante el cine para atrás y
para adelante. Miró los carteles; buscó discretamente a Anónimo. Seguro que había
metido la pata y que la Generala estaría furiosa pensando quién habría sido el idiota
de la cartita. En todo caso no lo podría identificar. Que se las arreglara anónimo.
—Buenas tardes —dijo una poderosa voz femenina a su espalda. Lo felicito por
un buen trabajo policial.
Segarra sonrió.
—Entremos —dijo la inspectora. En el segundo piso hay un café.
Ella encargó una taza de té, él pidió café con leche y dos ensaimadas, un refresco
y un pan con mortadela y místicas hojitas verdes, y todo pasó como un derrumbe
por su esófago.
—Bien, no se atragante y desembuche —ordenó ella.
—Inspectora, tengo el sentimiento que el Coronel y Zaragoza me están
saboteando la pesquisa.
—Véala, se lo dije. Otra cosa: las balas que sacaron de su puerta eran de
fabricación militar. Olvídese del chofer, olvídese de la radioactiva, pero no se
olvide de andar prevenido.
—Si tiramos del hilo, alguna cabeza va a caer.
—Probablemente la suya.
—¿Y la suya? Ahora está metida hasta el pescuezo.
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—Voy a asegurarme de que mi pescuezo siga enterito.
—Nunca vamos a liquidar la corrupción, de ese modo.
—A veces revienta una pústula y salpica pero el cuerpo sigue viviendo: es el
precio de la estabilidad. Hay informes y los va a tener. Esa es mi manera de
comprometerme, ninguna otra. ¿Qué va a decir mañana en la conferencia?
—¿Qué me sugiere?
—Pídale ayuda a la prensa, hágalos creer poderosos. Eso lo pondrán en todas las
páginas. ¿Le aflojó plata para gastos, el cretino?
—Algo lo pago yo.
—La privatización avanza.
Se separaron en el hall del cine. Tenía media hora para llegar al supermercado
pero quería pasar por su casa a cambiarse; no era cosa de ir todo sudado. Esperó el
semáforo pegado a la vidriera de una tienda de ortopedia pues la lluvia era cruel,
Llegó a la comisaría empapado, puso el material para su conferencia en una bolsa
de plástico y corrió a recoger el Volkswagen. Manejó como un kamikaze en su
último viaje y cuando entró a San Ildefonso se dio cuenta de que le quedaban
solamente quince minutos. Se duchó a mil litros por segundo, se afeitó rompiendo
las barreras de la prudencia, se vistió a velocidad de sonido, se perfumó con tres o
cuatro productos las partes correspondientes y salió en el auto. Para llegar al Boom
dio un rodeo y exigió al motor mucho más de lo recomendado por el manual, violó
media docena de normas éticas y a las seis y diez estaba girando disciplinadamente
por el estacionamiento del supermercado. Un Packard, que en sus tiempos podría
haber llevado presidentes, dio marcha atrás, lento y balanceante, y dejó un lugar
libre.
Los parlantes del comercio vomitaban música de marimbas y en la sala de
ventas, mayor que una cancha de fútbol, había un océano de gente. Los niños
trabajadores embolsaban y embolsaban y embolsaban a la salida de las cajas. Tomó
un carrito y trató de divisar al objeto de su vigilancia. Ante una torre de latas de
tomates no pudo dominar el impulso: tomó tres; una pila de cajas llegaba hasta el
techo del local y tentaba a la clientela con paquetes de guantes de plástico: cargó
dos; cuatrocientas tostadoras con control remoto y pantalla digitalizada lo llamaron
irresistiblemente: puso una en el carro. Por el altavoz recordaron que nadie podía
ser feliz sin un vaso de yogur: miró hacia la sección de lácteos. Le recordaron a
continuación que se acercaba el Día del Caminante. ¿Conoce a alguien que camina?
¡Llévele un regalo de amor y amistad!. A Segarra se le nubló la vista: allí estaba
ella, sopesando escarolas y puerros, una Diana cazadora de vegetales.. Arrimó su
carro, tragó saliva, se alisó el peinado y dijo:
—¡Qué casualidad!
—¡Pero Segarra! ¿Qué hace por mi barrio?
Se dieron la mano, sonrieron, chocaron los carritos, empezaron a hablar los dos a
la vez, callaron, empezaron de nuevo al mismo tiempo, se rieron: estaban
completamente idiotas. A Eva se le cayó un pepino. Los dos se agacharon a
recogerlo: sus cabezas se tocaron y él sintió que el aliento tibio de esa mujer entraba
directamente a sus gónadas.
—Está muy elegante, Segarra —dijo ella.
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—Gracias por el cumplido.
—Qué curioso que venga a comprar a la otra punta de la ciudad.
—Son buenos precios. Y además, las mejores zanahorias las venden aquí.
—¿Le gustan tanto las zanahorias?
—Son mi plato favorito.
—¿Cómo le gustan?
—A la milanesa...
—¿A la milanesa? Nunca había oído hablar...
—Es una receta de mi madre.
Para su horror, recordó que Eva era dietista y tendría que saber de esas cosas.
—No es un plato de allá de nuestra tierra —dijo ella.
En ese ”nuestra tierra” vio él la imagen de un amanecer.
—De todos modos me alegro de que nos hayamos encontrado. Es aburrido venir
sola a comprar.
—Seguramente la esperan en casa —coqueteó Segarra.
—Sabes que no.
Un hombre atropelló el carro del comisario y lo empujó para acceder a los
melones. El incidente con el agresivo cliente lo ayudó a superar el efecto
megatónico del tuteo.
—¿Qué vas a hacer después de la compra? —dijo, entre ahogos.
—Voy a cocinar algo. Puedo hacerlo para dos.
—¿Y quién es el otro? ¿Tienes gato?
—Sí, y le gustan las zanahorias a la milanesa.
En su torno se había formado un tumulto. Segarra estorbaba a los compradores,
era una barrera comercial. Ella le quitó una inexistente mota de polvo de la corbata.
—¿Aceptas mi invitación? —siguió ella.
—Sí. Tengo hambre.
Eva tenía un departamento pequeño. Dejaron el Volkswagen en el garaje del
edificio, Segarra llevó la compra a la cocina y Eva fue a ayudarlo a descargar. Él,
sin decir nada, la apretó contra el refrigerador, la abrazó y la besó con tal violencia
que le quedaron doliendo los dientes. Echaron a un vulgar gato barcino que estaba
durmiendo en la cama. A las tres de la madrugada, después de diez y siete intensos
encuentros amorosos, Eva dijo:
—¿Comerías algo?
—Por supuesto. Me debes la cena.
Fueron, desnudos, a la minúscula cocina. Segarra la miraba caminar moviendo la
negra cabellera y sentía una agradable tristeza elemental. Esa noche había sido, era
y sería, única. A partir de ese momento cambiaría su vida; ya había cambiado.
Recogieron los restos de la cena y volvieron a abrazarse. Después de más escarceos
amatorios, al fin se calmaron. Segarra, en un instante de lucidez, puso el
despertador de Eva a las siete: tenía una hora exacta para dormir.
Apenas le permitió sonar un instante y le tiró, con rabia profunda, un puñetazo.
Tenía la cintura adolorida y los ojos ardiendo, no de pasión sino de sueño. Eva
dormía desnuda y no quería despertarla. Silenciosamente se metió a la ducha. El gas
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se encendió de un golpe y comenzó a salir un ancho chorro de agua caliente. La
vida tiene también esos instantes de plenitud y alegría, de azul ternura y suavidad,
de feliz maravilla y encantamiento. Se enjabonó la cabeza, se frotó con energía el
cuero cabelludo y empezó a despertarse. Entonces se cortó el agua. La llave
automática del calentador apagó la llama. El silencio se impuso.
—¡País buey del carajo! —dijo Segarra. Fue a tientas en busca de una botella de
agua mineral para enjuagarse. No había. De la canilla sacó un chorrito que se
adelgazó como una viejecita y desapareció de la realidad. Se secó los ojos con un
repasador y aguantó el ardor del jabón en la córnea.
—¡Infame patria de mierda! —repitió un par de veces mientras se quitaba la
espuma del cuerpo con una toalla. Para peor me va a picar el culo todo el santo resto
del putísimo día.
Eva, envuelta en la sábana, tambaleante, con los cabellos a lo Gorgona, apareció
alarmada.
—¿Qué pasa?
Segarra sufrió un ataque de vergüenza y explicó la situación. Se miró al espejo y
tenía unas ojeras del color, aspecto y tamaño de los higos secos. Se peinó y cada
movimiento del peine iba acompañado de dolores en todo el brazo. El reloj no había
cesado de marcar el paso del tiempo, por supuesto. Se besaron y él le aseguró que
nunca había pasado una noche como ésa. Ella tampoco.
El hambre le produjo un espejismo: creyó que su auto era un bollo recién
horneado. Pensó desayunar en algún café pero el tiempo era demasiado justo. Tenía
la cabeza como si hubiera tomado un litro de ron adulterado, los restos secos de
jabón en la espalda lo obligaban a tironearse la camisa con frecuencia y notaba que
se dormía sin remedio. Arrancó el Volkswagen. a puro corazón y buena memoria.
La nuca se le iba hacia atrás, los párpados trataban de balancear el movimiento
yéndose hacia adelante.
Qué mujer con fantasías, ésta. O ya no soy el de antes, o Eva no es como las de
antes. Nadie es como antes. Tenía que pasar por su casa a buscar las porquerías para
la conferencia. La monótona y rítmica tos del motor sonaba en su cabeza como
bombo peronista, son montuno, guajira pasional, usted no sabe lo que yo la amo, se
viene la manada, cuéntamelo todo, dónde mueren los pájaros, privatizamos o nos
privatizan, congruente similitud determinativa. Desde el interior de un Peugeot le
gritaron:
—¡Oigalé, amigo! ¡Despiértese, caray!
Segarra se despertó con brusquedad.
—¡Tonto huevón! —dijo el del Peugeot y arrancó.
Llegó a San Ildefonso como a través de la niebla. A los tumbos entró a su casa,
se enjuagó la cabeza con el agua que aún esperaba en la cañería y se planchó las
alas de gallo negro. Recogió la bolsa de plástico, se sentó otra vez en el Vocho,
metió la llave en el contacto y se quedó dormido. Despertó en pleno pánico. No
daba más; no daba más, de veras. Sintió ganas de llorar.
Subió lentamente la escalinata. Cada paso le costaba una fortuna de calorías. Las
piernas recibían impulsos eléctricos contradictorios, la cabeza dudaba entre
hidrocefalia y jibarismo. Con la presencia amiga de Carmelo y dos aspirinas de
desayuno recibió ánimos adicionales.
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Por suerte, en la sala de conferencias el proyector estaba en su lugar, tenía
lámpara, el enchufe cumplía su función y el micrófono permitía que su voz llegara a
los parlantes. El personal de cantina disponía platos con rodajas de salamín,
cacahuates enchilados y menudencias con un copo de mayonesa. A las diez se
servirían brioches calientes, el punto cúlmine de la conferencia.
—Carmelo, usted debería decir algunas palabras.
—Usted le da al, yo a la presencia. Mire: conseguí uniforme nuevo.
Su subalterno estaba de estreno: todas las prendas del mismo color, un talle más
o menos aceptable, la visera de la gorra brillante como lomo de cucaracha.
—Dije en Intendencia que venía la tele y entonces.
—Lo felicito, Carmelo. Usted está progresando.
Tres periodistas y un fotógrafo se abalanzaron sobre los refrigerios. Saludaron a
Segarra mientras manoteaban lo que podían. Los últimos en llegar fueron los de la
televisión oficial. En total había unas veinte personas que conversaban de fútbol y
de política. Carmelo hinchó el pecho y se colocó al lado de la entrada. Segarra
apagó las luces y encendió un foco dirigido al escenario. Se sentó. Sentía rictus y
tumescencias, jabón seco por doquier, calambres, un principio de licuefacción en la
médula espinal, sed, pánico, hambre y desesperación. Añoró el vientre de Eva, la
suave tibieza. Qué tibieza. El sol del llano sobre los pastizales y ese aire húmedo del
monte y vámonos a pescar mojarras y nos bañamos en la cascada y después nos
amamos con pasión desenfrenada entre las hormigas, las vinchucas, las garrapatas,
y bichos colorados. Se estaba quedando dormido. Empezó a hablar.
—Agradezco a los representantes de la prensa nacional e internacional el que se
hayan hecho presentes aquí, ya que este hecho nos preocupa a todos. Es un insuceso
que lesiona las fibras ciudadanas. Un contribuyente ha desaparecido sin dejar
huellas, a pesar de la valiosa colaboración del ser anónimo, del público en general y
en particular. Pasaré a referir los hechos conocidos.
La lengua se le iba; quería contarles que había tenido una cita secreta con la
Generala, que había pasado una noche en otro planeta con la más hermosa mujer
que habitaba en éste. Todo brotaba al mismo tiempo y quedaba reducido a un
escupo pastoso, una masa blanduzca alojada entre el paladar, la campanilla y los
dientes. Se dormía, sentadito. Con terribles esfuerzos se levantó, apagó el reflector y
encendió la proyectora. Hasta ese momento todo iba notablemente bien: le habían
tomado fotografías, la televisión filmaba y a pesar de ciertas lagunas de conciencia
sobre el contenido de su discurso éste no le parecía incongruente.
—En esta imagen vemos el plano de la zona y los puntos en rojo marcan el
recorrido final del infausto vehículo —dijo. Es aquí donde puede estar la clave del
asunto. No creemos, sinceramente, que seres extraterrestres hayan conducido el
ómnibus hasta allí.
Esperó risas que no se produjeron. Continuó.
—Según testigos, cien metros antes, el chofer Almada todavía dirigía el
vehículo.
Hizo una corta pausa.
—Aquí se muestra el impacto —relató ante una fotocopia ampliada en forma de
transparencia, bastante confusa— en un automóvil estacionado. Les ruego prestar
atención al ángulo de incidencia.
94
Señaló con su bolígrafo sobre el plástico y una gruesa sombra se proyectó en el
paño blanco de pared que hacía de pantalla.
—El ángulo mencionado indica claramente que.
Con horror, comprobó que no podía decir nada más. Un tobogán ocupó el campo
de su conciencia. Por él, se deslizaban sus esfuerzos de mantenerse en vigilia. Los
ojos buscaban acomodarse, la lengua corcoveaba impotente. Pidió excusas y fue a
servirse agua. Puso una tercera transparencia, en realidad patas arriba, y continuó
hablando.
—No todo es una porquería. Vivir es cosa bien sencillota. Ni tanto. Le da la real
gana, y así.
Una inmensa paz se apoderó de su espíritu. Benditas alas de ángeles, las calientes
manos de Eva enviaban brisas balsámicas a su cansado rostro. Se encendieron
lámparas en los navíos y los zorzales piaron alborozados junto a mansas
salamandras. Otra vez no, aunque me tientes paseándote desnuda con esas caderas
como olla de barro, esas nalgas como tajadas de sandía. Te muerdo, ñam, ñam.
En la sala, la primera reacción ante el silencio de Segarra había sido de
impaciencia. La oscuridad dificultaba ver cómo éste había apoyado la cabeza sobre
el escritorio y dormía resoplando. En la imagen, tal como en el día del accidente
pero ruedas arriba, el ómnibus 1863 seguía detenido y silencioso. Un murmullo se
elevó.
—¿Qué pasa? —dijo el camarógrafo del canal oficial.
Pidió a su asistente que iluminara el escenario y comenzó a filmar.
—¿Y ahora qué? —comentó la locutora de Radio Flash.
—Ese hombre se murió —dijo alguien.
—¡Llamen a un médico! —gritó la de Radio Flash.
—Es llanero ¿no?—comentó un viejo periodista del Repórter Esso. De seguro
está con el dengue. Dengue, es.
Los visitantes se habían puesto de pie. Algunos avanzaban hacia el podio.
Estallaban relámpagos fotográficos. Carmelo pidió calma.
—Soy casi médico. Déjenme arreglar la —anunció.
Sacudió al comisario por los hombros.
—Bueno, queda darle a las muelas, no más —propuso el camarógrafo.
Se armó una rueda de comensales que, como en los velorios, comentaban con
murmullos sardónicos la vida del silencioso yacente. Cuando se despertó, el
dinosaurio todavía estaba allí. De entre su universo onírico rescató una voz que lo
llamaba a regresar a este mundo: era el fiel Carmelo.
—¿Qué le pasó, comisarito?
—Me parece que me dormí.
—Yo le hallo que lo mejor es irse como quien no quiere la.
—Puñetera vida.
Salió por una puerta lateral y pasó por toda la planta baja de la sede policial del
brazo de Carmelo, como si acabara de ser corneado por un toro pampa y revolcado
y pisoteado por los caballos de los apartadores. Diferentes hipótesis sobre la causa
del lamentable estado del comisario cruzaron el aire, a cuál más mordaz y agresiva.
Le consiguieron un taxi, lo metieron en él y el taxista se encargó de despertarlo
cuando llegaron a San Ildefonso.
95
Eva pasó todo el día preocupada, ya que él había quedado en llamarla y no lo
había hecho. El celular de Segarra no contestaba. Entre paciente y paciente, Eva
entredormía microsueños ante su microordenador. Pacientemente atravesó el duro
día laboral sin desmayo. Apenas llegó a su casa se desmayó y durmió dos horas
sobre el felpudo de la entrada. Despertó cuando el teléfono sonó por quincuagésima
vez.
—¡Eva!
—¡Segarra!
—Eva, te estuve llamando y no...
—Segarra, te estuve llamando y no...
—¿Qué hacías?
—¿Qué hacías tú? ¿Por qué no vienes?
Él estaba en el París. Colgó y salió ansiosamente en busca de un taxi. Al otro día,
los dos dieron parte de enfermo y, como enfermos, lo pasaron en la cama.
De vez en cuando se levantaban y tomaban agua y volvían al tratamiento. Al
atardecer, Eva buscó un libro y le leyó un poema en voz alta:
—Estar enamorado, amigos, es encontrar el nombre justo de la vida. Es dar al fin
con la palabra...
Tenía una voz que recordaba a la de su hermana. Las suaves consonantes del
llano sonaban lejanas y oscuras, como detrás de una cortina. Segarra no se
interesaba por el texto emblemático y declarativo. Ella llegó al verso final y recitó:
—...estar seguro de tener las manos puras.
Cerró el libro, suspiró hondo, se dejó deslizar desde la almohada hasta quedar
tendida y le dijo:
—¿Te gustó el poema?
—Mucho. Muy profundo, muy bonito.
—¿Qué parte te gustó más?
—Esa donde dice... donde dice...
—¿Estar enamorado?
—Justamente.
Comieron una cena livianísima, pues Eva ya se había propuesto hacerlo
adelgazar. Él se sentía tan cansado como casado y aceptaba todo. Al día siguiente lo
esperaban acontecimientos menos gratos. Ella preguntó:
—¿Y cómo crees que va a terminar lo del ómnibus?
—Algún infeliz vamos a tomar preso.
—Así no deberías pensar. No estás solo. La Generala te ayuda.
—Por abajo de la mesa.
—¿Cómo yo?
Disparó la mano hacia la entrepierna de Segarra.
—¡Basta por hoy!
—Privaticémosnos.
—Eso es otra llaga en mi alma. Me tienta.
—Te quiero al lado mío, pobre y durmiendo tranquilo.
96
—Ningún pobre duerme tranquilo.
—¿Quién te asegura que te vas a hacer rico?
—¿Y si me lo aseguran?
—¡Segarra! ¿El banquero te va a regalar algo?
—Es el peor de todos.
—Y el único que te ha hecho, por lo menos, una promesa.
—Sueños. Yo sueño, a veces. La ilusión es la verdadera cruz de Cristo que
llevamos a cuestas.
—¡Mi hombre! Deberías escribirlo.
—Me saldría un informe policial.
—Mañana me vas a llamar varias veces —dijo ella. Tienes que averiguar qué
pasa con tu celular.
—Está dañado.
—¿A ver?
Segarra lo trajo, Eva apretó el botón del contacto y llamó a la hora automática.
Una pequeña voz chillona dijo: ”La señal indicará las veintidós horas con
diecinueve minutos y treinta segundos”. El mensaje continuó con un pip y arrancó
de nuevo.
—Esto anda perfecto.
Le pasó el teléfono al comisario y éste escuchó: ”La señal indicará...”
—¿Y ahora? —dijo él.
—¿Y ahora qué?
—Para cortar, digo.
—Ese botón. ¿Cómo puede ser que no te funcionara?
—Marqué y marqué, y nada.
—¿Lo habías encendido?
—¿Hay que encenderlo?
Estacionó en el callejón del Chorro y cuando dobló por la última cuadra vio un
camión de bomberos y un patrullero mal estacionado. Como un enfermo grave en el
hospital, su casa estaba unida por mangueras al autobomba. Las llamas enrojecían
los frentes de las bajas construcciones. Por algunas ventanas se asomaban
espectadores silenciosos. La humareda que surgía de lo que había sido su domicilio
era negra y espesa. Pensó en el televisor, en una caja de zapatos con fotos de su
niñez, en los trajes. Un bombero le pidió que circulara, que saliera del paso.
—Es que yo vivo acá.
—¡Está aquí! —gritó hacia el interior de la vivienda.
Salió un bombero como aparición infernal y se quitó la máscara antigases.
—Menos mal —dijo. Le echaron las bombas en el dormitorio, pensamos que se
nos había ido, dormidito.
—¿Bombas?
—Por lo menos los restos de dos molotov le hemos hallado.
—¿Y cómo pueden hallar algo en ese llamerío?
—Bah, está casi apagado, ya. Una de las botellas era de champán, los brutos. No
reventó, pero echó la gasolina para afuera y ayudó a la brasita. De la otra encontré
el culo, si me excusa.
97
—¿A qué hora fue ésto?
—¿Qué sería? ¿Las once, Mario?
—Las once, por ay. Fue después del informativo largo.
—Hoy va a tener que conseguirse otro rancho —comentó el de la máscara.
—Prepárese para empezar una nueva vida —dijo el llamado Mario.
Primero el yip y los balazos, ahora bombas molotov. Y eso que no tengo ni un
sólo detenido, solamente algunos sospechosos de los cuales no puedo decir mucho.
¿Qué irá a pasar cuando realmente estemos sobre la pista, cuando se acerque el
momento de prender gente, de llevarla a la jaula, al juzgado? ¿Van a empezar una
guerra civil? A lo mejor, sí.
Segarra sacó el teléfono, siguió minuciosamente las instrucciones de Eva y al
tercer intento escuchó que las señales sonaban allá, en la otra punta del espacio
cibernético. Una voz soñolienta dijo ”hable” y era la voz que él quería.
—Tengo que ir a verte ahora mismo —dijo.
—Nunca pensé que lograría enloquecer a un hombre hasta ese grado.
—Acabo de quedarme sin casa.
—¿Qué pasó?
—La incendiaron. Si no hubiera estado contigo, yo también estaría hecho
cenizas.
—Conmigo eras puro fuego.
—Donde hubo fuego hay cenizas.
—Ven. Me muero de sueño. Ni siquiera vas a tener que cantarme el arrorró.
Eva le regaló un cepillo de dientes, una marca simbólica del rito de pasaje. Desde
su recién estrenado hogar, Segarra llamó a la comisaría. El jerarca más encumbrado
presente a esa hora era un joven capitán con quien alguna vez había perdido al ping
pong. Prometió que pasaría el informe para que estuviera en manos del Altísimo a
la mañana. Le recomendó que se cuidase, lo que Segarra nunca había pensado dejar
de hacer.
98
Capítulo 9
Cuando llegó a la comisaría, la Generala lo recibió con preocupación. Por
supuesto podía adelantarse un sueldo. Varios curiosos se acercaron a saludar a la
víctima y después harían circular versiones disparatadas del suceso. En cuanto al
caso del chofer desaparecido, Gracia Divina había averiguado que montaban las
radios en el país. Echagüe había dedicado el fin de semana a revolver los papeles de
la aeronáutica Arrow y el principal accionista resultó ser la clínica Forever . La
financiera Golden Silver venía en segundo lugar y en su directorio, entre finos y
conocidos nombres, figuraba el de Zaragoza. Arrow compraba ruedas y más ruedas,
cámaras, cubiertas por docenas. Compraban en el exterior, compraban en
provincias, acumulaban ruedas. Tenían tres aviones, pero parecía que aterrizaran
sobre cien ruedas y en pistas regadas de clavos: Arrow era un negocio redondo.
Había también documentos de identidad perfectamente legales pero
abundantemente sospechosos: una misma fotografía aparecía bajo dos nombres
diferentes. Los aviones de Arrow rodaban en vez de volar y estaban mezclados con
documentos poco saludables. La clínica Forever los atendía, la clínica los llenaba de
ruedas, la clínica repartía radios por ahí, la clínica podía haber sido el refugio del
desaparecido de la ETM, la ETM era vecina de los aviones de Arrow. Mamani y
Santacruz habían observado un inusual y diario tráfico de ruedas de avión entre el
aeropuerto y los talleres de la ETM: todas las mañanas salía una camioneta con
ruedas y regresaba con otras, siempre ruedas de Arrow.
El comisario ordenó los informes en su archivo, junto a los resúmenes de
Carmelo. Por fin el número de papeles comenzaba a crecer. Si había papeles se
estaba produciendo; si se producían papeles, aumentaba el conocimiento; si
aumentaba el conocimiento, la verdad estaba cercana. Bueno, no exageremos. De
Almada, nada; de Dorita, nadita. Pasó, por hábito, la mano por debajo de la mesa y
sí, ahí estaba: ”A las doce treinta en Soranzo y Castilla. Lleve veículo”. Era a unas
tres cuadras. La inspectora, como los adolescentes escapados con el auto de papá,
quería tener una reunión rodante.
Tinaja había encontrado trazas de explosivo plástico militar en los restos de su
casa. Aparte de las molotov, los agresores habían querido asegurar el éxito del
atentado mediante explosivos. Parecía cosa de un loco, pero como cada crimen que
no se resuelve se achaca a un loco, Segarra negó tal conjetura. Los actores ponían
especial cuidado en hacer barullo y dejar huellas de su paso. ¿Falsas, tal vez? Como
si las novedades fueran pocas, Echagüe entró, sacudió ceniza de cigarrillo sobre el
escritorio, compuso sus castigados bronquios y dijo:
—Segarra, noticias.
—Siéntese, compadre.
99
A veces y en privado se tuteaban. Segarra se sentía protegido por el experto
rastreador nocturnal. Le ofreció un café; Echagüe lo aceptó, Segarra hizo el pedido
por teléfono y se dispuso a escuchar.
—¿Leíste los diarios, hoy?
—No leo en horas de servicio —dijo Segarra.
Ni en las otras, debió haber agregado.
—Pues deberías. Fíjate aquí.
El titular de La Voz señalaba: Pistolero acribillado en club nocturno. A Segarra
no le pareció para nada extraordinario. Miró a Echagüe.
—En el Pussy Cat. Un amigo del argentino.
—Están pasando cosas.
—Parece que ubicamos a la Dora.
—¿Dónde?
—Aquí.
—¿Aquí?
—Aquí.
—¿Cómo que aquí?
—En la Escuela de Policía.
—No cameles, Echagüe.
—Para nada. Alguien le consiguió trabajo de sereno nocturno. Dormía en uno de
los cuartitos esos que hay atrás de la cantina.
—Esto es demasiado.
—Además, le íbamos a pagar salario.
—¿A pagar un sueldo?
—Y bueno. Estaba empleada, ¿no?
—Pero... ¿Quién la empleó?
—Parece que Zaragoza.
—¿Está loco?
—Ella necesitaba un enterradero, necesitaba plata. Nada mejor que la misma
policía.
—¿Y cómo se supo?
—Un informante.
—¿Dónde está presa?
—¿Presa?
—Supongo, ¿no?
—No.
—¿Cómo puede ser?
—A ver, Segarra. Cuéntame lo que te hizo con la sopa.
—¿Para qué?
—Para que te consueles.
—¿Le tiró un plato a otro idiota?
—No. Se fue con el camión de la cerveza. Alguien le sopló que la íbamos a
agarrar.
—Zaragoza.
—No sé.
—¿Y él? ¿Está preso?
100
—No.
—¿Nadie se atreve a darle el parelé a ese tipo?
—Inmunidad, Segarra.
—¿Inmunidad?
—Diplomática.
—Echagüe...
—Segarrita, te lo juro. Hace media hora fue nombrado embajador.
—¿Embajador de qué?
—De la República, pues, de qué va a ser. Representante diplomático de nuestro
país ante el Organismo internacional de energía atómica en Viena.
—¿Eh?
—Ajá, pues. Se va en unos días.
—Pero si lo más cerca de la energía atómica que le pasamos es en el Mono con
los truenos eléctricos.
—Seguramente es por prevención.
—¿Prevención de qué?
—De una guerra nuclear contra los salvadoreños, qué se yo de alta política.
—¿Y ahora?
—Esperar.
—La Forever. Allanamos otra vez.
—Todavía no.
—¡Echagüe! Esperar, sólo esperar. Parece un... un...
—¿Un satélite...?
—¿Qué tiene que ver?
—Bueno, era una sugerencia. Estás nervioso, cálmate como el burrito de la
abuela. Tenemos muchachos en varios lados, yo sigo con mi tranco de perro por las
latas de basura de la ciudad, el Japonés se cambió la camiseta. ¿Qué más quieres?
Tú, a tus asuntos. Se dice que andas medio casado...
Segarra se conformó con alzar una mano y agitarla para pedir tregua.
—¿Qué vas a hacer con los escombros de la casita?
—Ni sé.
—¿Y dónde duermes? ¿En un hotel?
Segarra creyó oír un tono de burla y asintió.
—Yo hace años que vivo en hoteles —dijo el veterano.
Vagó con la mirada perdida por las paredes desconchadas y eczemosas. Recién
entonces llegó el mozo con los cafés.
Segarra fue en el Volkswagen al encuentro de la inspectora. Ella esperaba detrás
de un árbol que destacaba su nutrido cuerpo y se acomodó con trabajo en el auto.
—Vámonos —ordenó.
Segarra manejó en silencio por calles secundarias hasta que salió a la Avenida
Chacón, más abajo del mercado.
—¿Adónde, inspectora?
—A mi casa. Quiero mostrarle algo.
Se fueron internando en la nueva zona bancaria y comercial. Las avenidas tenían
árboles en el medio y lámparas de mercurio, las fachadas de cristal de hoteles y
101
edificios reflejaban el cielo y a no ser por los ómnibus abarrotados que atravesaban
el paraíso hacia las barriadas populares se podría pensar que estaban en alguna
ciudad menor de los Estados Unidos. Una brigada de pegatineros había cubierto las
paredes con anuncios de un próximo concierto de Julio Iglesias en el estadio
Nacional.
La inspectora vivía en una casa con jardín al frente, de dos pisos en madera y
ladrillos. Pasaron. Todo el interior estaba revestido de paneles pintados de blanco,
los marcos de las puertas eran del mismo color, así como los cielorrasos.
—Espérese aquí —dijo ella.
Le indicó un sillón de cuero blanco ante un ventanal. Veía la calle y otras casas
similares. No había huellas de hijos ni de marido. La limpieza y el orden deberían
de estar a cargo de sirvientes. Ella regresó con una bandeja, una jarra de refresco y
vasos. Depositó todo en una mesa de cristal traslúcido y se sentó frente al
comisario. Le pasó una carpeta.
—Tenga, esto es confidencial —dijo.
Estaba rotulada con sellos de inteligencia militar. Segarra la abrió y desde la
primera hoja saltó un nombre: el coronel Eulalio Marciano Bejarano González, su
casisuegro. Pensó qué habría sido de la vida de Rosa de los Ángeles, esa niña, niña
que, en realidad, ya rozaría los cuarenta. El informe era la base para un presumario.
El viejo estaba en desgracia: peculado, abuso de autoridad, faltas al pundonor.
Recientemente había sustraído explosivo plástico y amenazado de muerte a diversas
personas, había pintado paredes con la inscripción ”Muera Segarra”, cuyo
significado nunca se había logrado establecer. Acostumbraba merodear por el
callejón del Chorro y la plaza San Ildefonso.
Segarra interrumpió la lectura y miró a la inspectora. Ésta hacía girar los
pulgares.
—Aquí hay algo raro —dijo. Se habla del callejón del Chorro y la plaza de San
Ildefonso. Eso queda a la vuelta de casa, bueno, de las ruinas. Se habla de un tal
Segarra.
—Y le destrozan el auto y le incendian la vivienda. A un tal Segarra.
Los labios gruesos de la inspectora se afinaron en una sonrisa. La boca del
comisario podría haber engullido una carpa de circo.
—Usted insinúa que este hombre anda atrás de todo?
—Por lo menos anda atrás de usted. ¿Qué le hizo, Segarra?
—Bueno, tuve un problema con su hija, allá por mi lejana juventud.
—Un problema, ¿eh? Me imagino. ¿Por qué no se casó con ella?
—No se trata de nada de eso que usted a lo mejor está pensando.
—¡Ay, perdone! —dijo ella, con exagerado acento.
—Inspectora, si no fuera indiscreción, explíqueme cómo obtuvo estos papeles.
Segarra sentía incomodidad. Siempre le parecía estar en las garras de esa mujer,
que a lo mejor ni garras tenía, pero tampoco hallaba la forma de zafarse. Esperó.
—Estoy casada con el anterior ministro de Defensa. Un general, como usted
recordará. No se preocupe. Bejarano marcha para el hospital psiquiátrico. Le van a
dar de baja. No quieren meterlo preso hasta que no se privatice el ejército. Siga
escondido, por las dudas. ¿Dónde vive?
—En casa de amigos.
102
—Ajá.
Se paró a guardar la carpeta y dijo:
—Por lo menos, los atentados podemos desconectarlos del caso del
desaparecido. Pero hay más.
Trajo otra carpeta. Bajo las advertencias de Secreto militar, Alta peligrosidad y
Extrema cautela, Segarra se enteró de sucios pormenores de la vida del Coronel, el
Jefazo, su superior absoluto. Ahí estaban Zaragoza, el Mambora, Pelayo y Pidal,
Menguele.
—Esto es terrible.
Ella seguía con su sonrisa entre maternal y sobradora.
—¿Qué se puede hacer, inspectora?
—En primer lugar, Zaragoza ya se va.
—Esa es otra jugarreta.
—Bueno, él eligió. Tenía la opción de irse a la embajada en Mongolia, también.
¿Sabe de quién es primo?
—No.
—Del Presi.
—Y el Presi no quiere escándalo...
—¿Quién cree que le maneja las cuentas de banco, ahí por el ancho mundo?
—¡Qué corrupción!
La inspectora lanzó una carcajada.
—Es la cleptocracia. Corrupción sería lo que rompe una regla, pero la regla es
ésta.
—Supongo que tiene un plan.
—Usted va a formar la empresa. Necesita un socio y yo pensé en Santacruz.
Asóciese también con el Coronel.
—¿Con ése?
—Justamente. El quiso controlarlo al darle este caso y lo sabotea con la
privatización. Sí, ponga la empresa. Su primera misión será el asunto del
desaparecido. No habrá una segunda misión.
—¿Por qué?
—Porque el Coronel va a renunciar.
—Hay que mandarlo preso.
—Preso, no. Si lo intenta, Segarra, a usted no lo salva ni Amnistía Internacional.
Me gustaría verlo de jefe.
—¿A mí?
—A usted. Se habrá dado cuenta de que paré el sumario administrativo.
—¿Qué sumario?
—¡Pero Segarra! ¿Usted piensa que nadie iba a reaccionar por su siestita? Fue la
noticia central del día ¿No sabe que lo vio todo el país en la tele, roncando como
chancho en el barro? El Coronel ordenó un sumario; yo lo paré.
—¿Y así y todo usted quiere que me lo eche de socio?
—Déjelo que lo regañe, ese viejo sórdido.
Sintió que debería sentarse a digerir todas las emociones. Miró el reloj; ella
comprendió la insinuación.
103
—Váyase. No tome el mismo camino. Fíjese en un Galaxie verde y en un Morris
azul. Ojo. Son de Inteligencia, los que me espían a mí. Pésimos choferes.
—¿Usted tiene auto?
—Si, un Jaguar. De mi marido. Tiene dos carburadores y no un cuentagotas
como su Vocho. El taxi es más barato. Adiós, comisario, y cuídese de las
muchachas de larga cabellera negra. Lo perdemos para la Policía, de lo contrario.
Segarra, desentendiéndose, salió a la calle. Un Galaxie verde estaba a la sombra
de los paraísos. El VW había quedado al sol y en él se hubieran podido hornear un
buey. Abrió las ventanillas, desesperado de calor. Arrancó y pasó al lado del
Galaxie. El chofer dormía. Silbando una milonga campera tomó por calles
desconocidas, avenidas de tránsito rápido, una parte del anillo de circunvalación y
salió a los atolladeros del centro viejo. También allí las paredes anunciaban a Julio
Iglesias. A lo mejor podría invitar a Eva a verlo. Después de todo, Julio Iglesias ya
era parte del caso. Desde la comisaría la llamó. Quedaron en ir a comprar ropa para
él, ya que andaba con lo puesto, y después a cenar a Palacio Manolo. Él se
encargaría de las entradas para el concierto. A Eva, la idea le había parecido
”maravillosa”.
La comisaría estaba más escandalosa que nunca: un partido de fútbol contra la
selección del Ecuador, que éstos habían ganado por cuatro a cero, había causado
avalanchas en los cerros, estupros, ofensas al pudor, raterías, disturbios y motines,
vaciamiento de fuentes públicas y un atentado contra la sede diplomática del
hermano país. Llovían las denuncias por agresión con objetos cortantes, romos y
punzocortantes. Habían arreado con doscientos treinta y cinco borrachos y una
centena de drogados con marihuana, peyote y cortisona. Muchos fanáticos estaban
depositados en custodia en las mismas oficinas, ya que en las celdas no cabían más.
Luego de esperar a que se calmara un grupo que coreaba ¡Muerte a los chilenos!
¡Mar para Bolivia! —nadie sabía explicar por qué— empezaron la reunión y tomó
la palabra Segarra.
—El camionero de la cervecería dejó a Dora cerca del hospital General: ella le
dijo que se iba a vivir con una tía, seguro que para marearnos. Es para reírse, las
cosas que inventa esa mujer. En cuanto al muertito, era un traficante menor amigo
del argentino. A éste lo tenemos bajo vigilancia. El Mambora juró que no tiene nada
que ver pero Echagüe lo detuvo de todos modos.
Sonaron gritos y estallidos de maderas quebradas: un nuevo tumulto tomaba
cuerpo en la vecindad. Por el pasillo corrió un grupo de policías uniformados.
—El Santa y yo —comentó Mamani— pensamos parar la camioneta que lleva y
trae cada mañana las ruedas de Arrow y nos traemos una rueda para que la Técnica
la revise. Ahora bien, eso significaría descubrirnos.
—Yo lo puedo hacer —propuso Segarra, pero de inmediato se arrepintió.
Otras personas, desconocidas en la ETM y el aeropuerto debían realizarlo. Lo
dijo, fue aceptado. Santacruz tomó la palabra.
—Pues, que de allá de lo de Mamani sale a las diez de la mañana la camioneta y
las ruedas de aeroplano. Se viene a donde limpio yo, y bien conformes que están
conmigo, y las lleva a la gomería. Aquí el compadre le tiene mejor sabido, pues,
104
que yo veo pasar la carga, como el pastorcito. Y si hay que capturarla procedemos,
comisario.
—¿Cómo voy a escribir todo eso en la? —interrumpió Carmelo.
—No te preocupes, Carmelo —dijo Echagüe. Anota nomás lo que se resuelve.
—Ay, sí. Y entonces no se sabe cómo se resolvió la.
—Carmelo —interrumpió Segarra. Póngale el cabo Santacruz describió sus
tareas.
—Yo tengo un plan —dijo Mamani. Para no descubrirnos, contrabandeamos a
dos hombres hasta el camino, a media distancia. Lo que viene el vehículo lo paran,
se hacen llevar con alguna excusa y entran con todo y llantas a la gomería. Allí
esperan las nuevas ruedas y se regresan al aeropuerto. Lo que lleguen al mismo
punto, ahí a la mitad, de vuelta, aparece más gente nuestra. El chofer queda preso,
los que venían con él siguen. En ese punto hay un portón de emergencia. Se gana la
calle y nos vamos.
—Buena idea —aprobó Segarra. Es una oportunidad sola. Se acabó, si le
fallamos.
—Carmelo y el Japonés. Esos son los hombres —sugirió Mamani.
—No tengo problema —dijo Kunizawa— pero ¿no es mejor llegar con tres o
cuatro comandos de choque? Además, ¿esperar a que dé la vuelta para qué? Apenas
arranque, chau.
—No —protestó Mamani. Al regreso de la ETM tiene que ser.
—Lo que queremos son las ruedas, no que hagan turismo —insistió el Japonés.
—Es que si entra contrabando desde el aeropuerto es cosa de Aduanas; en
cambio, si sacan cosas del país entonces es cosa nuestra.
—Pero no es el contrabando lo que nos ocupa —terció Gracia Divina— sino el
caso del desaparecido. ¿Quién dice que sale contrabando en las ruedas?
—Mi intuición.
—¿Y por usted vamos a comprometer recursos?
—Viva intuición —dijo Santacruz. Mucho puede salir de nuestra amada patria en
las ruedas.
—Aire, sobre todo —siguió en su oposición Bergamasco.
—Riñones para trasplantes —se mofó el Japonés. De eso hay buena demanda.
—Oro y diamantes, por ejemplo —insistió Mamani.
—Hay valijas diplomáticas, Mamani —dijo Kunizawa.
—Diamantes no —comentó Santacruz. Dicen en mi pueblo que los brasileños
hicieron un túnel y ya sacaron todo por abajo.
—Si sale algo es cocaína —dijo Echagüe.
Todos lo miraron. Segarra, que había estado concentrado en un lunar que Eva
tenía en la nalga derecha, pidió la palabra.
—En todo caso no producimos cocaína. Que entra, no hay duda, pero hablamos
de lo que sale.
—Entra como quiere y sale como quiere. Ese es el negocio del Mambora.
Segarra autorizó la operación. Se haría al día siguiente. Mamani y Santacruz no
intervendrían de modo alguno. Un patrullero de refuerzo llegaría al lugar a la hora
convenida. Lo demás dependía de la habilidad de los participantes y de la buena
suerte. Una sucesión de alaridos perturbó la reunión. El escándalo futbolero había
105
renovado fuerzas. Habían comenzado a retirarse cuando Segarra tocó en el hombro
a Santacruz y le dijo:
—Santacruz, quédese. Tenemos que hablar.
—Mande, comisario.
Segarra había decidido seguir el consejo de la inspectora y fundar la empresa con
el cabo como copropietario.
—Mire, Santacruz —empezó. Usted sabe que han comenzado nuevos tiempos.
Hay una gran reorganización policial y me encomendaron formar la primera
empresa independiente piloto del proyecto experimental a prueba en calidad de
provisorio.
—¿Y eso qué es?
—Espérese un poquito. Explico. Yo formo una empresa privada de policía y la
comisaría del distrito Central me compra los servicios, los mismos que hago ahora
como empleado, pero en vez de ser empleado soy patrón. Hago lo mismo, pero la
plata, que es la misma en mi bolsillo, viene de otro lado. O sea del mismo lado.
Pero puede ser más o puede ser menos. ¿Me entiende?
—¡Balindo según la vaca! ¿De cuál lado?
—Del Estado.
—¿Y ahora no viene del Estado?
—También.
—Clarín, dijo la trompeta.
—La cosa es que tengo que contratar personal. Y pensé en usted.
—No, si mi comisario, no si, hombre, caramba la bamba, qué cosa la sosa.
—Usted conserva el mismo sueldo pero cobra comisión por cada caso. ¿Qué le
parece?
—Sí, sí mi comisario y yo me pregunto, digo, la cuestión.
—Tenemos ya un primer caso, el del chofer.
—Ah sí, dicen y uno escucha, pero es como con la cangagua, tierra dura: no hay
arado que le entre.
—Santa, confíe en mí. Nos asociamos y ganamos los dos.
—Latente el corazón. Será nomás como usted lo menta.
—¿Qué me dice? ¿Le entra a la sociedad?
—No.
—¿No estaba entusiasmado, recién?
—No.
—Piense en el futuro. En la policía van a racionalizar a un montón. Mire si se
queda sin empleo.
—Me voy para Callambo.
—Santacruz, de allá se vino. ¿A qué va a volver?
—Mi hermano quedó con la chacra. Donde comen dos comen tres.
—¿Tres? Usted, su esposa Deolinda y siete hijos y usted dice tres.
—A ver. Mi hermano el Nadir, la Matilda, los chamacos, el Bugre que vive de
afiliado, don Anselmo que ya está viejito, el tío Pantaleón y la Luján. Como veinte
somos. ¡Está que pela!
—Aquí está el futuro, Santacruz; allá, el pasado.
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Segarra estaba admirado de sí mismo, pues ya le salían del alma los argumentos
de un verdadero director ejecutivo. Santacruz quedó pensativo. Contaba con los
dedos y musitaba ”la Deolinda, don Anselmo, la Luján...”
—¿Pero no pierdo plata, don Segarra?
—Todo lo contrario, hombre. Hay comisión, hay primas.
—Más primas no, don Segarra. Ya somos veinte.
—Otras primas. Billetes, digo. Si resolvemos este caso, pues, vendrán los
billetitos rapidito como el trencito.
Cuando se escuchó decir esa estupidez, cayó en la cuenta de que tenía una
propensión riesgosa a mimetizarse con el lenguaje del interlocutor de turno.
—¡Échese la millonaria, Dorival! —argumentó una vez más. Armemos la
empresa.
—Mi mujer me mata.
—No le diga nada. Cuando usted llegue con la comisión fresquita en el bolsillo
ella se va a alegrar. Entonces le cuenta.
—¿Pero lo de la comisión es de por sí un pago a nosotros?
—Seguro. ¿Qué pensaba?
—¡Ah! Entonces, a otra cosa mariposa.
Llovía de modo desconsiderado, evidente y agresivo. Un cielo de metal, baldazos
en vez de gotas, un viento que amenazaba con arrancar polleras, techos y
esperanzas. Se venía la borrasca; ya estaba allí. Kunizawa se había conseguido un
equipo de lluvia amarillo, menor que lo necesario, y una capucha de hule. Carmelo,
tranquilo e impasible, estaba a su lado. Trabajaban desyerbando la cuneta con palas
y rastrillos. Hubieran necesitado una cosechadora, en realidad: no sacaban hierbas
sino matorrales. Carmelo aprovechaba los movimientos como ocasión de flexionar
la cintura en ángulo recto, rítmicamente. Su equipo impermeable era también
amarillo y su larga figura morena parecía una barrera: si se doblaba no había paso;
si se paraba, adelante. El tráfico aéreo estaba suspendido, el plan estaba en marcha y
esperaba marchar: la camioneta de las ruedas pasaría de un momento a otro.
Kunizawa maldecía. Arrancaba una planta y recordaba a la madre naturaleza que
la había parido. La lluvia lo cegaba, ahogaba y aburría, pero la historia había
querido que estuviera allí en la pradera descampada entre las dos infraestructuras de
transporte, a disposición de los elementos. Carmelo no tenía tanto problema: se
había criado en el campo y la lluvia lenta o furiosa era aceptada como la leche
escasa y el maíz cotidiano. No hacía caso a las charlatanas quejas y furiosos
resoplidos del Japonés. Eran los únicos seres vivos en la extensión, más allá de los
mismos hierbajos y alguna rata que huía de sus palazos. Kunizawa pidió que
detuvieran el trabajo.
—¡Ay, la espalda! —dijo.
Carmelo se apoyó en la pala, lo miró y se rió.
—Ya estás blandito, Japonés.
—¿Cuándo van a pasar los cabrones?
—Ah pues, y yo cómo he de saber. Trabaja, que no mata.
—A los seres humanos, sí.
107
El esperado mensajero de los dioses, una camioneta Dodge abierta, salió
lentamente de entre los edificios de la terminal y se encaminó hacia ellos.
—Apróntate, tú, proletario —dijo Kunizawa, señalando el vehículo. Entramos en
cámara.
Carmelo eligió un lugar donde los charcos no fueran tan profundos como para
permitir la navegación submarina. Allí se tendió a lo largo y con su cuerpo abarcó
todo el ancho del camino. A su lado se agachó Kunizawa, e hizo como que lo
atendía.
—Duérmase cholito —le dijo entre dientes.
—Te vas a la mierda, Japonés. Páralos a esos, que si no me pasan por los
riñones.
El rumor de la Dodge decreció, Kunizawa empezó a gesticular.
—¿Qué les pasó, muchachos? —preguntó el conductor.
—¿Va para la ETM?
—Ajá.
—¿No nos da un aventón? El amigo aquí se sintió de un garrón.
—¡Tendón! —corrigió Carmelo.
—Súbanse atrás. Siéntense en la carga.
La caja de la Dodge estaba completamente ocupada por dos grandes ruedas de
tren de aterrizaje. Con la lluvia, el olor penetrante de la goma vulcanizada parecía
aumentar. Carmelo le puso más color a su papel. Kunizawa lo ayudó, lo dejó a la
lluvia y fue a meterse en la cabina.
—Llueve ¿eh? —dijo el chofer.
—Así parece
Entraron a los talleres y estacionaron en la sección Gomería. Kunizawa ya había
explicado que querían volver hacia el aeropuerto y que esperarían. Con una
carretilla eléctrica un obrero transportó las ruedas hasta otra sección del taller.
Sobre el techo metálico redoblaba la lluvia. El hombre de la carretilla regresó con
otras dos ruedas y las acomodó en la caja de la camioneta. En trazos de tiza decían
”Arrow #15”. Carmelo volvió a instalarse allí. En el momento en que iban a dejar el
local un ómnibus, también en movimiento, les pidió paso con los reflectores y se
adelantó para atravesar el gran portón. El plan no contemplaba la posibilidad de
tener compañía. Lentamente, el autobús salió al camino. El conductor de la
camioneta encendió un cigarrillo y continuó con tranquilidad. Kunizawa trataba de
idear un plan alternativo. ¿Cómo comunicarse con su socio, a la lluvia, allá atrás?
—¿Y éste? —dijo Kunizawa, señalando al autobús con el mentón.
—A las veces siguen para allá, compran güisqui a la mala en el frichop y se
vuelven.
La camioneta tenía radio y de ella salió una voz: ”Santiago, cómo fue todo, te
estamos esperando, cambio”. El chofer estiró el brazo, tomó el micrófono, apretó el
botón que le permitía salir al aire y dijo:
—Aquí Santiago. Voy con un herido. Repito, voy con un herido. Me desvío a
enfermería primerito. Cambio.
—Entendido Santiago. Te esperamos. Veo que traes escolta. ¿Es el Mambora?.
Cambio.
—No, no sé. Casualidad, parece. Corto.
108
Kunizawa estaba definitivamente nervioso. Él tenía que dar la señal de ataque y
hacía sonar los nudillos aprestándose para el gran momento: estaban acercándose al
lugar. Sin embargo, los policías de refuerzo no habían llegado. Algo andaba mal. El
ómnibus que los precedía frenó. Frenó y se detuvo. Santiago hizo sonar la bocina
pero un autobús no tiene oídos. Ahí quedaron, parados en tierra de nadie.
—¿Qué hace, este buey? —dijo Santiago.
¿Y si del mamotrético autobús se bajaba un socio del Mambora, los gomeros, los
de Arrow, y les sacaban las ganas de aventura a trancazo limpio?
—Se le habrá roto la máquina —dijo Kunizawa. Voy y pregunto.
Cabía una muy cierta posibilidad de que los estuvieran madrugando. Bajó, se
acercó a Carmelo y le consultó qué hacer.
—Pues, yo creo que habría que.
—¿Que habría que qué?
—A lo mejor llegan los colegas. A lo mejor el ómnibus se.
—Se qué, se qué. ¿Cuándo vas a terminar una frase, calandraca?
—Cuando se me dé la.
—Los colegas, desgraciados, ni por la puntilla se ven. Siéntate en la cabina. Si el
del ómnibus me ataca, detienes a nuestro chofer, le quitas la camioneta y te vas. Tú
sólo.
—¿Y tú?
—Me las arreglo.
—Sí, Fumanchú.
Fue, olvidándose de renguear, a instalarse en la cabina. Kunizawa se aproximó al
frente del autobús por el lado del camino. Era un vehículo moderno, propulsado con
mezcla de gasolina y alcohol: un olor a aguardiente se esparcía en la lluviosa
mañana. Cuando vio al conductor no pudo reprimir un grito:
—¡Indio bruto!
—¡Callado, cabrón! —contestó Santacruz. Ya, ponte en marcha, tú, que nos
vamos con la camioneta y con éste. Ábreme el portón o paso así nomás.
—¿Para qué te robas este cacharro?
—Tiene una ladina radio de las que ansiamos. Ya, ya. Vete con esa Dodge. Buen
motor. Ocho cilindros.
—¿Pero cómo nos vamos a llevar un bus, también? ¿Estás más huevón que antes,
Santa?
—Apúrate. Vamos a terminar en desastre y tu fregada culpa será. ¿Dónde están
los otros policías?
—La virgencita de Guadalupe, lo sabrá.
—Vámonos a lo de Pordenone. Con el autobús en el centro nos cazan. No tengo
carné de conductor, tampoco.
Los demás policías estarían ahogándose en algún bache callejero. Kunizawa se
pegó en la pierna con la palma de la mano y el hule empapado del impermeable
sonó a latigazo. De un envión llegó al puesto de Santiago. Éste hablaba por la radio.
Kunizawa se aferró a la puerta de la Dodge, la abrió y de un manotazo le quitó el
micrófono. En ese momento Carmelo gritó ”¡Policía!” con innecesario énfasis.
—¿Qué pasó Santiago, cambio, repito, qué paso, cambio? —se escuchó por el
parlante.
109
Empujado por Carmelo desde adentro y tironeado por Kunizawa, Santiago cayó
sentado en el barro.
—Estás preso— le dijo Kunizawa.
Trató de encontrar el par de esposas que había escondido bajo capas de
asqueroso hule amarillo. Tenían que llevar al preso, pero tres personas no entraban
en la cabina. Si lo sentaban en las ruedas, podía escaparse.
—Vuélvete a la caja, Carmelo —ordenó Kunizawa.
—Ni en pedo estuviera. Ya me bañé para tres meses. Vete tú. Yo manejo.
—Estás aventurando la operación.
—Para nada. Apretémonos los tres.
Santacruz se echó a rodar. Kunizawa insultó al aire, abrió la puerta, tironeó a
Santiago y lo obligó a bajarse con él. Corrieron hacia el autobús. Santacruz los vio
por el retrovisor.
—¡Ábrenos, Santa! —gritó Kunizawa.
Dorival recibió a Santiago de pasajero. Kunizawa regresó, insultó otra vez,
colocó la primera rechinando engranajes y partió. Desde el aeropuerto había
arrancado un carro de bomberos; de la ETM salía una pequeña Toyota Hiace.
Santacruz no bajó para abrir el portón: aceleró a fondo y lo embistió con quince
toneladas de autobús. En consecuencia, la estructura metálica voló, los pedazos de
caño galvanizado se desperdigaron a los cuatro vientos y uno de los travesaños
basculó en un gozne, reculó con fuerza terrible y dio de lleno en la Dodge: el
parabrisas, la parrilla y un foco saltaron por el aire. Salieron a la avenida. El azote
de la lluvia, sin parabrisas, era una condena suplementaria y si no fuera porque cada
violento frenazo de Santacruz era anunciado por un juego de seis luces rojas lo
habrían chocado varias veces.
Por suerte para ellos el primer perseguidor que alcanzó la calle fue el camión de
bomberos, un venerable Magyrus Deutz, pesado y largo como misa cantada. Antes
de tomar una curva casi que debía detenerse. Santacruz en cambio lograba hacer
filigranas, contento en el escaso tráfico mañanero, cuando de una calle lateral
apareció la Hiace de la ETM llena de gente armada con tubos y cadenas y de modo
más que temerario intentaron detenerlo. El cabo describió una sinusoide, los
esquivó y les rozó la trompa. La Toyota pegó de plano contra el ómnibus, se
tambaleó, se atravesó en la calzada, volcó, giró en vuelta de campana y volvió a su
posición normal. Kunizawa no pudo esquivarla y acabó incrustado en ella. El
radiador de la Dodge se partió y parecía una máquina de café expreso en medio de
la calle. La Hiace corcoveó una vez mas y tronchó un farol; sus ocupantes,
sacudidos por las circunstancias y golpeados repetidamente por artero destino,
empezaron a salir. Uno de ellos intentó pedir cuentas al Japonés pero éste lo hizo
volar con un solo golpe parteladrillos. Otros estaban boca arriba sobre el pavimento,
como si una mano agrícola hubiese sembrado mecánicos. En el aquelarre, la radio
de la Toyota se había conectado por su cuenta. B. B. King cantaba Recession blues.
Todo era derrumbe, pero Santacruz había continuado.
Carmelo corría a los saltos. Se quejaba de dolores en la rodilla y temía por su
futuro deportivo.
—Esto castigo es, por haberme hecho el enfermo.
—Fue un acto de servicio, Carmelo.
110
Kunizawa revolvía bajo sus mantos en busca del teléfono celular. Al fin lo
encontró y llamó a la comisaría. Le dijeron que los refuerzos habían salido hacía
horas. Sí, las señas eran las correctas. No, no tenía nada que agradecer y menos
putearlos.
En esa cuadra había una frutería, una carpintería y una estación de servicio. De
allí comenzó a acercarse gente. Por el comentario de uno de los civiles, Kunizawa
supo que tenía varios tajos en la cara. Entonces sintió también un fuerte dolor en el
torso, el pecho, el vientre. Un ómnibus de la línea 117 se detuvo al llegar a la zona
de guerra.
—¿Qué pasó, colega? —preguntó el chofer.
—Un golpe nomás. Síguele —contestó el Japonés. Ya viene auxilio.
También se detuvo un taxi.
—¿Qué fue, don, oiga?
—Quedas al servicio —le dijo. Somos de la policía. Hay que trasladar heridos.
—Ni cagando. Ustedes nunca pagan —dijo el chofer.
Dio una rápida marcha atrás y se escapó. A lo lejos Kunizawa escuchó la sirena
del maldito carro de bomberos y era el único hombre en condición de resistir. Por la
mano contraria se acercaba lentamente otro 117. Los pasajeros se agolpaban en las
ventanillas. El dolor se le acentuó. Respiró hondo, pensó en el camino del Tao y
detuvo al autobús.
—¡Policía! El vehículo está requerido.
—¡Requerido las larailas! Yo tengo mi ruta y mi horario —dijo el conductor.
—¡Vas preso, si no! Esto es una emergencia.
—¿Y qué hago?
—Atraviesa el coche, de través. Para a esos bomberos.
—¿Está pifiado? ¿Parar a los bomberos? Me dan cadena perpetua.
—¡Putas con el discurso! —rugió el Japonés. ¡Me cago en la democracia! Son
bomberos de mentira.
Kunizawa se dobló de dolor. El 117 no se movió. En ese momento llegaba el
Deutz. El bombero al mando estacionó, dejó el motor en marcha —sonaba como
una industria metalmecánica— y bajó. Kunizawa, apretándose la barriga como
Napoleón, había concentrado todas sus fuerzas en el brazo derecho por las dudas.
Carmelo tenía empuñado su revólver de reglamento.
—¿Qué pasa, señores? —preguntó el bombero.
Como cualquiera que no tiene lo qué decir, Kunizawa echó mano a los grandes
principios.
—Moctezuma Kunizawa, distrito Central, a cargo de esta operación.
—¿Y qué es lo que van a operar? ¿Se tenían que chorear dos vehículos?
—No saque conclusiones apresuradas.
—Apresurados iban ustedes.
—Hay una justificación.
—Hasta el gobierno que sufrimos tiene una justificación.
Mientras parlamentaban, pasaba el tiempo: Santacruz ya debería de estar cerca
de Automotores. Tuvo una idea que consideró genial.
—Sargento —dijo. Me veo obligado a preguntarle cuál es su papel.
—¿Mi papel de qué?
111
—¿Por qué salió a toda vela, ahí, con su unidad, a perseguirnos? ¿No bastaba con
avisar a la policía?
—Llamamos y nos dijeron que ya habían mandado gente y resulta que son
ustedes.
—Andamos en simple averiguación.
—Menos mal.
—¡Oiga don! —gritó en ese momento el chofer del 117. ¿Me voy?
Kunizawa lo despidió con un ademán. En la calle, mientras tanto, se había
formado un atolladero. Uno de los caídos, con la autorización de Carmelo, se había
sentado contra la abollada Hiace y se sostenía el brazo izquierdo. Carmelo se
frotaba la rodilla y la doblaba cuidadosamente. El bombero habló por radio y se la
ofreció después a Kunizawa, pero éste no la usó: le había llevado semanas aprender
el manejo del teléfono celular y no pensaba meterse con la radio. Una única
ambulancia se hizo presente. Los paramédicos cargaron algunos accidentados,
emplastaron a los demás y partieron al hospital. A las cansadas, llegó el patrullero.
—Ahora recién —reprochó Kunizawa.
—Es que lo de las vacas—dijo uno de los policías.
—¿Las vacas?
—Sí, se habían soltado y estaban pastando por la fuente luminosa de Bella Vista.
—¿En medio de la ciudad?
—Pues, hubo que tropear.
—¿Tropearon?
—Ajá. Las dejamos presas en un estacionamiento. Está Bonifaz allá.
—Es imposible trabajar así.
—¿Y qué quería? ¿Que las metiéramos al patrullero? Si fuéramos de la Montada,
a caballo las hubiéramos arreado.
—¿Cómo dieron con nosotros?
—No dimos. Ustedes no aparecieron. Digo, llegamos y ya se habían ido. Por la
radio nos mandaron para acá.
Kunizawa no tenía más fuerzas para discutir. Utilizando el patrullero como
tractor remolcaron las reventadas camionetas hasta el bordillo y retiraron la
columna del farol a un costado.
—Tenemos que llegar con las ruedas a Automotores —explicó Kunizawa.
—¿Y cómo? Esas ruedas quieren camión. Pare un camión.
—Ah, sí. Y usted y su colega las cargan. Ni sepa lo que pesan. Hay que arrastrar
la Dodge.
Ataron lo mejor posible la camioneta a remolque del patrullero. Kunizawa se
sentía cada vez peor. Un dolor profundo estaba en vigencia incesante en algún
punto medio de su cuerpo, los ojos se le nublaban y la lluvia lo tenía harto. Apenas
se sentó en el automóvil sufrió un acceso de vómitos de sangre y perdió el sentido.
112
Capítulo 10
—Con una tenaza hidráulica, a lo mejor.
Pordenone dirigía la operación de desmonte: las ruedas eran respetables piezas y
habían superado las posibilidades del taller policial. Aplicaron un par de gatos,
calzaron los componentes con cuñas de madera y cadenas y por fin, con un sonido
hueco, la cubierta se separó de la llanta. Santacruz había hecho retirar del ómnibus
el aparato de radio y lo tenía en la mano. Alguien se encargaría de Santiago y de
informar, justificar y discutir con varias instancias la tumultuosa y catastrófica
operación. De todos modos habían obtenido resultados: dentro del neumático, en la
parte interna de la banda de rodamiento, habían encontrado una hilera de paquetes
muy bien protegidos, pegados todo a lo largo. Gruesas cintas adhesivas les
impedían moverse y una vez colocada e inflada la cámara podían rodar por todas las
pistas de aterrizaje del mundo sin desplazarse un milímetro. El contenido resultó ser
un polvo blanco.
La tarde comenzó agitada. Segarra quería escuchar todo lo acontecido y
Santacruz insistía en exigir un control de todos los equipos de radio del país. El
comisario dudó sobre la conveniencia de tal medida y la inspectora ni se dio por
enterada. Ella comentó:
—No sé si alegrarme o lamentarlo. Dos heridos de nuestra parte y seis de la otra.
La cantidad de infracciones de tráfico que usted cometió, Santacruz, no caben en el
reglamento. El monto de los daños supera nuestro presupuesto unas tres veces.
—Fue la intuición del Mamani, inspectora —se excusó Santacruz. Me alcé con la
movilidad para ver lo de la radio. Aquí la Gracia no me deja mentir.
—Es cierto —dijo la aludida. Es del mismo modelo que las otras. Claro que eso
lo podíamos haber averiguado por teléfono. Todo este combate fue bien cosa de
hombres, me disculpen.
—Tiene razón, colega —dijo la inspectora. Que existan los mismos aparatos
tanto en la ETM como en Forever no me dice mucho.
—A mí sí —protestó Gracia— pues si son iguales pueden cambiar de lugar.
Santacruz alzó un brazo y lo extendió con el dedo índice apuntando al techo.
Habló:
—Ese es el no sé qué de la cuestión. Una podía estar hoy en lo de la señora
artista, mañana en lo del matasanos, pasado donde doña Susana. Rodando llegó la
piedra al arroyo y después rodando la misma rueda aérea y vámonos de rodadera
por esos universos, la radio. Llena de bulbos, también, si es de su preferencia.
—¿Las radios podían funcionar de envases? —preguntó Segarra.
—Mismo.
—Está claro —secundó Gracia.
—En el aeropuerto, en la ETM, en la Forever, en lo de Almada, en todos lados
—razonó Segarra— eran vaciadas o llenadas y por eso la mujer del ómnibus...
113
—¿La que usted le dice la termodinámica? —preguntó la inspectora.
—La de tacones tumescentes —ayudó Gracia.
—...que era Almada, cruzó la calle y entró a la clínica.
—¿Y me podría decir para qué? —preguntó la inspectora.
Segarra se retorció en la silla: no sabía para qué.
—Entró a la clínica a refugiarse —siguió Gracia.
—Aquí hay un lío entre dos bandos —dijo Echagüe.
—Y yo es un decir, digo —empezó Santacruz, nervioso como si se hubiera
despertado de la siesta arriba de un hormiguero. ¿No sería que Almada, con eso de
desaparecer, llamó la atención?
—¿Y? —dijo un coro.
Silencio espeso como sopa de bebé. Alguien rascó el suelo con una silla; alguien
cambió su posición en el asiento. Gracia dijo:
—La atención. Si todo el mundo empezaba a hablar del desaparecido, la poli,
nosotros, lo teníamos que buscar. Quería esconderse porque otros lo estaban
buscando también. Entonces, nosotros estorbaríamos a quienes lo buscaban a él..
Echagüe tenía otra teoría:
—Almada engañó a alguien de la ETM, le robó cocaína y se la llevó en la radio
del ómnibus.
—¡No! —gritó Santacruz. El gallo éste cantó por la radio. La cocaína no tiene las
herramientas transmitidoras, pues.
—Bueno, está bien —reconoció Echagüe. Se llevó polvo que era del Mambora o
de socios del Mambora y entonces éste mandó al argentino a buscarlo a lo de
Dorita, pero ya lo tenía Pelayo.
—¿O sea —indagó Segarra— que lo llevó en el ómnibus?
En ese momento sonó el teléfono. Carlitos estaba preso. Echagüe y Segarra irían
a interrogarlo.
En el heroico Volkswagen llegaron en unos minutos. Resultó ser una pensión
pobre del centro viejo, una casona añeja aumentada en un piso y en estado de
perversión. Carlitos era bajo y flaco; tenía cara de angelito italiano, enrulados
cabellos de color pajizo y marcas de viruela. Segarra le habló:
—Carlitos, nos conocemos, por lo menos de oído, de la casa de Dora. Por tu
manera de hablar me pareció que eras argentino. ¿Me equivoco?
—Uruguayo —abrió la boca el preso.
—¿Uruguayo? —dijo Segarra. ¿De Montevideo?
—¿Y a vos qué te importa?
—¡Cómo no! Montevideo. ¿Ibas al parque Rodó a andar en la Rueda gigante, el
Ocho y el Tren fantasma?
—¿Y vos cómo sabés de esas cosas?
—Sé de esas y muchas más, botija —se rió Segarra. Si nos ayudas puedes estar
prontito por allá, chupando tu mate. El doctor se fue, Zaragoza se va, Almada ya no
demora, el Mambora está adentro. Estás solo.
Carlitos calló. Echagüe salió de la pensión y entre las miserables pertenencias del
prisionero había encontrado otra de las radios.
114
—¿Ves, Carlitos? —le dijo Segarra, mostrándosela. Con esto te tenemos
amarrado.
Segarra recogió lo que pudo de entre las ruinas de su casa. Ya que estaba en el
barrio pasó por el París. Saludó a don Jaimito, siempre detrás del mostrador, y vio
que en la mesa habitual estaban Segarra, Zitlowsky el relojero, el maestro chacinero
Krautzenberg, Ganduglia y Pereyra. Todos tenían el dedo índice de la mano derecha
metido debajo del labio superior y lo frotaban en la encía como si se lavaran los
dientes. Con temor de interrumpir algún rito, se acercó.
—¡Feguajja! —lo saludó Pereyra.
Los ojos de los oficiantes se dirigieron al recién llegado. Retiraron los dedos de
la cavidad bucal dando fin a la mística maniobra estomatológica.
—¿Qué hacían? —preguntó el comisario.
—Es que este Pereyra —explicó el flemático Krautzenberg— nos hizo notar que
tenemos pellejito, un frenillo, aquí.
Se alzó el labio superior y mostró unos dientes de caballo, amarillos y
manchados.
—Observador, este Pereyra —dijo Ganduglia.
—Te invito una cerveza —dijo Zitlowsky.
Segarra aceptó. La conversación giró, se mareó, se perdió. Cuando la rueda ya
había comenzado a dispersarse, Segarra lo llamó aparte y le dijo:
—Segarra, tengo que decirte una cosa.
—Claro, tocayo. ¿Te puedo ayudar?
—Más bien te voy a ayudar yo.
—Adelante.
—Afuera.
Salieron. Un calor pesado presagiaba, como siempre, aún más lluvia.
—Se trata de la Dora —dijo el abogado.
—¿Qué?
—Se quiere entregar.
—Caramba. ¿Dónde está?
—En casa de una tía.
—Era cierto. ¡Era cierto! Estaba nomás con una pinche tía, me cago. ¡Y nunca
buscamos a ninguna tía, coño!
—¿Qué te pasa? Pensé que te iba a alegrar pero va y te da el nervio.
—No, si me alegro. Es que me alegro, Segarra. De verdad, carajo.
—Se quiere entregar. Pero pide protección, libertad, un pasaje de avión...
—¿Recompensa no pide, ya que estamos? ¿Dónde vive la tía?
—Eso no lo sé. Además, te diré, Dora es mi clienta y tengo secreto profesional.
—No me jodas, Armando.
—En calidad de mientras, duerme abajo de mi escritorio.
—¿Y no te robó hasta el diploma?
—Dora está liquidada.
—Voy y la remato.
—Mañana a las nueve, en mi despacho.
—Está bien. ¿Sigue con lo del seguro?
115
—No. El marido está vivito y coleando.
En lo de Eva se encontró con Susana, de visita. Besuqueó a las dos, ya que
estaba. Más tarde Segarra llevó a Susana a su casa y pensó en decirle lo que sentía,
había sentido, había creído que había sentido, tal vez habría sentido, etcétera, por
ella. Se aguantó por temor a malos entendidos y a sí mismo. Del beso de despedida
quedó en sus bigotes un caliente aroma de jabón y piel. Regresó por calles
enigmáticas y vacías cantando boleros que chorreaban lágrimas. Se sintió feliz y
desgraciado: dos caras de la misma moneda.
Apenas Segarra le abrió la puerta, Segarra la vio en un ángulo del estudio del
abogado. Demacrada, maltratada, pero la misma Dora de siempre. Los ojos, que ya
insinuaban el final de una segunda y trabajosamente mantenida juventud, se
clavaron orgullosamente en los del comisario. El derecho, lo tenía amoratado.
—Buenos días, Dora.
—Buenos días, comisario. Espero que se acuerde de mí.
Segarra no supo bien si era una cargada o una provocación.
—Cómo no. De usted no se olvida nadie.
—Ustedes saben mis condiciones. ¿Las aceptan?
Armandito, a pesar de su experiencia entre hombres de negocios y delincuentes
de cuello blanco, mostraba incomodidad.
—Con la anuencia de mi cliente —dijo— puedo resumir la situación.
El comisario pensó un segundo y preguntó:
—¿Quién te paga? La señora aquí no creo que tenga medios para tu arancel.
—Quién paga, es secreto profesional.
—No hay por qué ocultarlo, doctor. Paga mi prometido, el licenciado Zaragoza.
El abogado bajó la vista y la fijó en un cartapacio sobre el escritorio. Segarra
sintió un ataque de risa, uno de rabia y uno de estupor, tres ataques. Tosió. La miró.
Miró a Armandito. Éste seguía examinando el cuero.
—¿Su prometido...? —preguntó.
A Dora se le dilataron las aletas de la nariz. Repitió:
—Sí, mi prometido, el licenciado Zaragoza. Conteste. Ni mi representante legal,
ni yo, tenemos tiempo para perder.
—Dora —empezó Segarra. Yo no sé en que mundo vive usted, pero yo vivo en
éste. Da la casualidad de que usted está fugada. Esos moretones en el ojo me
indican que se ha ligado una nueva tunda. Está acorralada y abandonada por sus
socios, amiguetes, cómplices o camaradas y pretende condiciones. Dora: sea
realista. Usted no puede poner condiciones; no tiene nada para ofrecer.
—Una mujer siempre tiene algo para ofrecer —coqueteó.
—Creo que deberíamos iniciar la negociación —dijo Armando.
—Dorita, abra el chorro —dijo Segarra. Ya me aburrí.
—Yo también —dijo ella. Me quiero ir de este mezquino país. Eso es todo. Un
hombre de brillante futuro me ofrece refugio a su lado y siento en el corazón que él
es el elegido. Del mismo. Del corazón mío, entiéndame. Pero con el corazón no
llego al aeropuerto, el corazón no me paga un pasaje a Viena. Y guardo en él
116
secretos inconmensurables, comisario. Dora sabe, comisario. Dora, yo, ha visto, he
visto...
—Deje las concordancias y métale cartucho.
—Los de arriba son como los de abajo o viceversa.
Los Segarras se buscaron con la mirada. Cuando se encontraron, un gran signo
de interrogación se formó en el espacio virtual. Dora siguió, impertérrita:
—La verdad desnuda: ésta soy yo y éste es mi trabajo.
Sacó del corpiño una tarjeta plastificada de identificación. Allí estaba su foto,
bajo la leyenda Drug Enforcement Agency. Segarra, el comisario, no podía ni
quería creer lo que la mujer relataba. Las complicaciones internacionales, si el
asunto era cierto, le daban escalofrío; las complicaciones nacionales, si no lo era, le
daban aburrimiento. El abogado estiró la mano y recibió en ella la tarjeta.
—Parece firme, es curioso —dijo, devolviéndosela al tocayo.
El comisario la miró por los dos lados y como nunca había visto algo así, no
pudo juzgar la autenticidad. Sin comentarios se la entregó a la propietaria.
—Gastón Almada era mi colaborador.
—Ajá —dijo Segarra, sin aventurar opiniones. Y sus poderosos amigos ¿no
pueden hacer nada por usted?
—Comisario. Usted sabe mejor que yo que la DEA no tiene misión oficial. Esto
es legal, pero es ilegal; es cierto, pero es mentira. Es como con la santísima trinidad:
nadie entiende bien.
—¿Y no era mejor trabajar con nosotros que con los americanos? —aventuró
Segarra.
—¿La policía? Ustedes no han sido capaces de encontrar a ese sinvergüenza de
mi marido.
—Hasta este momento siempre ha hablado de él con superlativos.
—Superlativo es ese lavativa. Se llevó todos nuestros bienes gananciales, ¿me
entiende? Y los gananciales del Mambora también. Y ahora seguro anda las putitas
del viejo Pelayo.
—¿Se fue del país?
—Qué se va a ir. La que me voy soy yo. Todo, se llevó el desgraciado, hasta un
paquete de pastillas para la tos. Y usted reventó el resto.
—¿Él le pegó? —preguntó Segarra. Ahora, digo, recientemente. Lo de ese ojo
negro. Usted se la pasa ligando, mujer.
—¿A usted qué le importa? Hablemos entre profesionales.
Segarra trataba de ordenar el rompecabezas. El último trocito, la Dora, con un
carné de la DEA, hágame el favor. Era tan fácil conseguir documentos falsos que
cualquier día los iban a ofrecer en el Gran Gigante. Reaccionó:
—Tiene razón. Hizo bien en tomar contacto conmigo. Por tercera o cuarta vez en
esta mañana le pido que desembuche.
—Comisario, pongo mi vida y mi destino en sus manos.
—Gracias.
—¿No le impresiona, tanta responsabilidad?
—No.
117
—Oquey. El licenciado Zaragoza me conoció bajo nombre artístico y allí
comenzó una amistad íntima que ha culminado ahora en la comunión espiritual a la
que nos estamos dedicando.
—Evite, le ruego, los pormenores.
—Imposible. En el caótico devenir de mi existencia...
—¡Basta!
—Oquey. Yo tenía al mismo tiempo un romance con el licenciado y con Gastón.
Con él, el segundo digo, de los nombrados, pudimos construir un nidito. Ahí sigue,
abandonado, sin cantos de pájaros ni ventanas abiertas para recibir en su seno los
tímidos colores de la aurora.
—¡Usted me va a volver loco!
—Esa es la biografía de mi existencia. Fracasos y reveses, a pesar de que cada
vez nos llegaba más plata. Con la plata comerciábamos para aportar al fondo de
jubilaciones privadas, como se hace ahora. Entonces mi viejo conocido el Mambora
nos empezó a frecuentar. Más frecuentemente a mí que a Gastón; mucho más a mí,
en efecto. Él le consiguió trabajo de chofer en la ETM, pero después mi amado
quiso independizarse...
—¿Cuál de ellos?
—El desgraciado ese. El licenciado es un caballero.
El abogado preguntó:
—¿Usted dice que se va con Zaragoza?
—Siempre quise ser esposa de un diplomático. Primero debo aprender más
inglés. Allá se habla inglés.
—¿Quién mató al pistolero en el Pussy? — preguntó el comisario.
—No lo sé.
—¿Está dispuesta a ser testigo?
—¿De boda?
—De todo. El Mambora ya está preso, Carlos también.
—¿El argentino?
—Uruguayo. La mitad de los argentinos son uruguayos y viceversa. Depende del
gobierno.
—Nunca me interesó la política pero el deporte me apasiona.
—¿Sería testigo?
—¿Cuánto pagan? Necesito irme a Viena.
—Y yo a cortarme el pelo. Zaragoza le mandará el pasaje desde allá.
—Los hombres son pura promesa.
Segarra sintió un tirón en la vejiga: ya llevaba dos horas de diálogo.
—Dora, acompáñeme a la comisaría. Usted está detenida, como recordará.
Ella aceptó, lo que el comisario casi no pudo creer. Dorita abrió la cartera, pagó
un puñado de dólares al abogado, hurgó más, sacó papeles arrugados y los tiró a la
papelera. Allí también arrojó un calzón y el carné de la DEA.
Cuando subieron al VW, conversando sobre el clima, Segarra volvió a preguntar:
—¿Y quién le pegó, Dora?
—Mi tía. Pretendía que me acostara a las diez de la noche. Me zurraba con la
escoba, la harpía. Ella me pegó.
118
La inspectora llamó al orden. Estaba decorada con una extravagante, grosera y
complicada rosa de oro de largo tallo, en la que destellaban engarzados rubíes y
diamantes. Si no fuera inspectora de policía era probable que no se atreviera a andar
por la calle con tamaña pieza tentadora. Carmelo estaba explicándole a Gracia
Divina los detalles de la callificación de sus ligamentos. Kunizawa, desde el
hospital, mandaba saludos.
—Lo curioso del caso —comentó la inspectora— es que está resuelto y no lo
está.
—A lo mejor no lo resolvemos nunca —comentó Echagüe.
—Resolver resolvemos. Empresa nueva empezamos. Mañana vendrá otro
amanecer más —reflexionó Santacruz.
—Quisiera saber dónde estamos. En el caso, digo, me refiero —pidió Gracia.
—Segarra —ordenó la inspectora, con un impulso del mentón.
—Nos falta el doctor Pelayo
—Si aparece... —terció Echagüe.
—Zaragoza tiene inmunidad diplomática, lo que parece broma.
—Es como este país —sumó la Generala.
— No deje que el pesimismo le —opinó Gracia.
—Ahí tienes tu cultura —dijo Santacruz a Carmelo. Ahora la Gracia cortadito
habla.
—Con lo del aeropuerto se están produciendo detenciones en los países vecinos
—comentó Segarra.
—Nuevos miembros de la organización atómica esa —dijo Echagüe.
—En la ETM la encargada de bienestar está colaborando con nosotros.
—Pero... —dijo Carmelo.
—¿Pero qué...? —preguntó Segarra.
—¿Y la mujer?
—¿Qué mujer?
—La de los tenis incisivos. ¿Dónde está?
—Está aquí —dijo Segarra. Almada no salió del país.
—¿Está bien seguro de?
Frotaciones de manos, sacudidas, acomodamientos, movimiento de lápices.
Segarra cambió de tema:
—La detenida Dora quiso convencerme de que era agente de la DEA.
—¿Qué es la DEA? —preguntó Carmelo.
—Lo que antes era la CIA —explicó Gracia Divina.
—¿Y por qué le cambiaron el nombre? —siguió Carmelo.
—Debe tener nuevo propietario.
—¿Se fijó, comisario, en las cositas que nos trajimos de la clínica? —preguntó
Echagüe.
—No me embole, Echagüe.
—¡Comisario! —pidió Gracia Divina.
—Disculpe. A ver, Echagüe.
—Había varios documentos a nombre de Dora. Alguien consiguió esa colección.
Habría que saber quién. Hoy regreso a la clínica.
—¿En que piensa, Echagüe? —preguntó la inspectora.
119
—Pienso. Si tengo tiempo, existo.
Cuando terminó la reunión Segarra, por hábito, pasó la mano por debajo del
escritorio y encontró otro mensaje: ”Espéreme como el otro día. Estaré hatrás del
mismo árbol. A las dos p.m.”. Muy bien. Comprendido. Pero Segarra tenía un
pendiente. Bajó a pie por Amazonas, reflexionó que el primer implicado en esta
historia había sido Atilio, el controlador del Mono. Después no se había oído de él.
Quería averiguar. Llegó a Avenida Chacón y tomó a la derecha. Allá se veían,
asomando sobre un horizonte de cemento y techos, los altos árboles del parque
Alborada milagrosamente verdes, acosados por el desastre natural de la ciudad.
Caminó entre los puestos de la calle y los gritos de los vendedores, entre el rugido
de camiones y autobuses, entre mujeres con bultos y pobreza a cuestas, entre
hombres de camisa abierta hasta el ombligo y muchachos que corrían empujando
carretillas con cajas y cajones. Todo brillaba y el espectáculo era gratuito, y en ese
escenario caótico anidaba su papel en la irrepetible función teatral infinita. Se
acercó al puesto de control y vio, por la ventanilla, al atareado ciudadano Atilio
Pérez dos Santos.
—¡Hola amigo! —le dijo y tapó con su cuerpo el campo visual del funcionario.
—¿Eh? ¡Córrase, por favor!
—Olvídese del control.
—No puedo, es mi trabajo. Córrase, le pido, le solicito.
Segarra entonces se abrió el saco y mostró la desmesurada pistola en su funda.
—¿Saco el fierro o hablamos tranquilos? La ETM no te va a echar si se te pasan
algunos micros.
—No tengo nada que decir.
—Tienes, por supuesto.
—¡Ahí se me va un 144!
Segarra se estiró, agarró al controlador de un brazo y se lo apretó con fuerza.
Éste se sacudió y salió un tufo a sobaco como si se abriera la puerta de un sótano
inundado de cerveza agria. Segarra mantuvo los ojos clavados en los de su
oponente, aunque el olor lo hiciera parpadear, y apretó las mandíbulas. No dilató las
aletas de la nariz debido a la situación ambiental reinante, pero pensó que para
marcar su irritación, ira, integridad, claros propósitos, determinación y firmeza de
carácter, bastaba con la mandíbula. Probablemente había bastado con el apretón,
pues el hombre soltó el lápiz y las planillas, dijo ”¡ay!” y un nuevo efluente gaseoso
complicó la polución. Segarra, que había metido la cabeza por la ventanilla para
asegurar a su presa, se retiró rápidamente al aire libre. Olió con avidez la fragancia
de los escapes.
—¿Por qué nos mentiste, Atilio? —dijo.
Atilio no contestó. Tampoco intentó retomar sus anotaciones. No hizo nada,
simplemente. Preguntó:
—¿Está preso?
—¿Quien?
—Almada.
—Es claro que está preso.
—Me imaginé. Y cantó todo, claro.
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—Qué cantó, no lo sé.
—Aja. Esperaba que me dijera ”sí y nos dio tu nombre”.
—Bueno. Sí y nos dio tu nombre.
—No hice nada.
—Ajá..
—No quería que me rompiera la osamenta, no más.
—Y por eso declaraste que él venía conduciendo cuando en realidad no lo hacía
—sugirió Segarra.
Atilio dos Santos miró al piso. Segarra temió que su teoría sobre la metamorfosis
de la zapatillera amenazara derrumbarse. Si el chofer no había sido Almada, varias
semanas de esfuerzos habían sido inútiles. Su silencio podía solamente significar
que Almada no había estado al volante. Sin embargo, unos pasajeros habían jurado
reconocerlo. Se le ocurrió otra posibilidad: la de las zapatillas había sido, sí, una
mujer: Dora. Dora se había descolgado del autobús en marcha, dejándolo chocar por
el impulso, Y Almada se bajó con los pasajeros. Sin embargo un hombre había
hablado por la radio; si no Almada, otro. El Mambora, pero el Mambora estaba en
la oficina y él y el argentino, es decir, uruguayo, habían sido traicionados por
Almada. Pelayo. Pelayo, tal vez, pero Pelayo hubiera mandado a su chofer a
manejar el autobús. En segundos, el andamiaje teórico del caso de las zapatillas
radioactivas se inclinaba como la torre de Pisa. Segarra tenía que saber la verdad,
allí y en ese momento.
—Usted y Almada inventaron eso del sida con el médico de la ETM — le dijo.
—¡No! Él me dio el certificado desde endenantes y la Susana lo aceptó nomás. Si
a él se lo dio un médico, no se. Nunca vi médico, don, oiga.
—De una vez por todas: ¿quién venía al comando del ómnibus?
—Él.
—¿Almada?
—Sí, pues. Almada, pues.
—¿Pero no me acabas de decir que no, carajo?
—¡Usted lo dijo! Yo no dije nada. Está claro que él venía manejando. ¿Quién iba
a ser, si no?
—¿Y por qué lo complicó, entonces? Si pasaba, de todos modos usted lo hubiera
confirmado; no tenía por qué amenazarlo.
—¿Y qué quiere? ¿Que yo hubiera dicho que pasó poniéndose una peluca
amarilla y afeitándose los bigotes?
—Entonces ya sabías que él se iba a largar y desaparecer.
—Para nada. Vino hasta aquí y me avisó que tenía que decir que había estado en
hora y que no había nada anormal. Ni pregunté. A ese tipo no se le hacen preguntas.
Segarra sintió satisfacción. Almada seguía, de todos modos, desaparecido, pero
la fosforescente, a partir de ese momento, quedaba muerta y enterrada. Feliz y
pensativo fue a comprar las entradas para el concierto. Costaron una fortuna y les
tocó bastante atrás. Ya que en músicas andaba, se le ocurrió regalarle un disco a
Eva. Contempló distraído las vidrieras de la zapatería Imelda; buscó una disquería;
la halló: Disquísimo, se llamaba. Contempló la oferta y cayó en que no tenía ni la
más remota idea de la preferencia musical de su conviviente. En el comercio había
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un ruido enervante. Dos temas trataban de competir por la conquista del espacio. Un
muchacho joven con arito en la oreja, le preguntó qué deseaba.
—Busco un disco para un regalo.
—¿De onda?
—Ehh...
—¿Es un regalo para quién...?
—Una chica.
—Pop hits, número 32. Puritita tromba. Se vende como malo de la cabeza. Es lo
que está tocando. Oiga qué vaina.
—Si es lo que se oye, no me interesa.
—¿Es para su hija?
—No. Para una amiga.
—¡Ah! Una veterana. Melodías del corazón con los Violines del ensueño. Con
eso la ablanda. Un rechurre vomitivo, la babosada completa.
—Ella es media intelectual, ¿me comprende?
—Atómicamente. Venga aquí, a la sección de los plomazos sin remedio.
Segarra salió de la disquería con un envoltorio de colores. Llevaba un ejemplar
de Boccherini que incluía el Menuetto en una versión para arpas, una especie de
apoteosis sinfónica paraguaya.
Reinaba un sol ideal para quienes promueven la energía alternativa. Segarra
estaba con sed y entró a tomar un refresco al café Nacional, donde encontró a
Armando con unos amigos, todos del mismo aspecto: especuladores, abogados,
escribanos, accionistas, políticos, agentes de bolsa. Se acercó pero fue saludado con
frialdad. La población originaria no demostró interés en ofrecerle territorio.
—Armando, no quiero interrumpir.
—Ven, sentémonos por ahí. Quiero preguntarte algo.
Los profesionales los despidieron con un leve movimiento de cabeza; ellos se
acomodaron en el otro extremo del pretencioso local.
—Segarra —empezó Armando. Voy a ser corto e imprudente.
—Tienes mi autorización.
—¿Qué piensas de Dora?
—Esa mujer es como la Amazonía: cualquier cantidad de recursos ocultos.
—Segarra, no dirás que Dora es selva virgen.
—Es metáfora —comentó el comisario.
—¿Qué tal lo de la DEA? Yo le conseguí esa identificación, pero tuve que
disimular cuando la viste.
—¿Estás chalado, buey?
—Todo hombre tiene su precio.
—Armando, te tendría que llevar preso.
—No la hice yo con acuarelas, te imaginarás.
—¿Y entonces?
—Me pidió que recogiera un sobre de Zaragoza para ella, donde otra persona.
—Cómplice.
—Actué de buena fe. Ese día llovía un horror. Va y se me abre el pinche
portafolios, el sobre para Dora cayó en un charco y se embarró completo. Sequé y
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planché lo que pude. Tenía la tarjeta y un montón de plata. Los puse en otro sobre y
se lo entregué.
—Es una historia tan increíble que debe ser cierta. Pero te voy a preguntar algo
que no me vas a contestar.
—Sí, me imagino. Quién me dio el sobre.
—Ajá.
—Pues le erraste. Te lo iba a decir.
—¿Quién?
—Tu jefe, el Coronel.
Segarra estiró la espalda y retiró el torso de la mesa.
Debía almorzar. La hora de encontrarse con la Generala se venía encima y no la
iba a dejar esperando atrás de un árbol. Tomó el camino del mercado y cuando llegó
a Avenida Chacón sintió náuseas por la densa humareda, terror ante el arrojo de los
micreros, compasión por los niños de las vendedoras durmiendo en el suelo entre
montones de cáscaras, hambre con el sabroso aroma de anticuchos y fritangas.
Mediodía. Frente al mercado Urdaneta, las señoras que regenteaban fogones y
sartenes hacían su negocio. Entre obreros, changadores y jubilados, Segarra devoró
una cabeza de oveja asada a las brasas. La acompañó con pan y ají locoto y una
cerveza enfriada en el mismo balde donde la cocinera lavaba los platos sucios.
Toda la energía de su cuerpo se condensó en su estómago y por esa razón le
fallaron las fuerzas para caminar de regreso a la comisaría. Consiguió un taxi; el
vehículo salió a la disparada y a pesar de lo corto del recorrido alcanzó a dormir una
siestecita. Sentía el estómago como si hubiera comido un metro cúbico de
pedregullo. Fue a la cantina a tomar té de manzanilla y sal de frutas en un
desesperado intento de olvidar.
Sin embargo, el llamado del deber es implacable y no pudo continuar
administrando su complicada digestión. Le quedaban cinco minutos. Atravesó
entonces el edificio a paso de carga. Pesadamente, abrió la puerta del Volkswagen y
apretó la barriga para sentarse al volante. La contracción le produjo un eructo que
hamacó el coche. Partió a todo gas. ”Tu jefe” le había revelado Armando Segarra.
No era poca cosa. Debería informárselo a ella. Y allí la vio, detrás del árbol. Frenó
junto a la acera; le abrió la puerta.
—A mi casa —dijo ella.
El Galaxie no estaba pero había otros tres autos estacionados: un brillante Jaguar
Mark II, blanco y suntuoso como un merengue, un negro Renault Laguna y un ya
algo anciano Ford LTD azul metálico, convertible. Segarra pensó que uno así,
exactamente igual, tenía el Coronel, su jefe.
—Va a encontrar a dos conocidos y a un desconocido: mi marido. Deben de
haber tomado algunas decisiones —explicó ella.
Mientras atravesaba el antejardín, Segarra repasó mentalmente el estado de sus
pantalones, la limpieza de la camisa, deseó fervientemente no haberse salpicado la
corbata con el almuerzo, eructó dos veces con disimulo y se pasó la mano por el
pelo. El dueño de casa, un sesentón de un metro ochenta y cinco, frente chata
prolongada por profundas entradas y acicalado bigote gris, les abrió la puerta.
123
—¡Hola, chiquita! —saludó a su esposa.
—Comisario Segarra —se presentó.
—Adelante. Sabía que venía —dijo el anfitrión y franqueó el paso.
Cerró y pasó llave. La inspectora se quitó la chaqueta y sacudió los profusos
volados de su blusa. Segarra quedó en esa zona de nadie donde aún no se entra pero
ya se entró. Sentados en el blanco juego de living estaban el Coronel y Zaragoza.
—Pero pase, Segarra —dijo ella. Ahora conoce a todos.
Segarra avanzó como un faquir sobre brasas, y compartió uno de los sofás con
Zaragoza. Éste estaba de piernas cruzadas para que se notaran sus carísimos
mocasines italianos y fumaba con indolencia reclinado en el blando almohadón. El
Coronel parecía más chiquito que de costumbre, una especie de niño disfrazado de
oficinista. Daba la impresión de que fuera a llorar.
—Así que usted es el comisario Segarra —dijo el dueño de casa.
Quedó esperando una respuesta. Segarra pensó en decir automáticamente ”para
servirle”, pero pensó que, justamente, sonaría automático, y escogió otra fórmula.
—Así es.
Sentía un calor húmedo, un clima de caño selvático, de pantano viscoso y
maloliente con burbujas de gas metano explotando en la superficie, y todo subía en
su esófago. El ex ministro de defensa pidió con una mirada la aprobación de su
esposa y tomó la palabra.
—Bueno... Bueno bueno —dijo, entre largas pausas.
Ese discurso anodino elevó la lóbrega tensión. Aquello ya parecía una sala
velatoria. Por fin, aspiró y dijo:
—Amigo Segarra, hoy aquí han pasado cosas.
Se detuvo. El señor parecía disponer de los nervios de los asistentes tanto como
le daba la gana. Se interrumpió. Había vasos con bebidas en la mesa ratona y
botellas de güisqui, sifones y hielo en un bar rodante, pero ni a Segarra ni a su
esposa les había ofrecido nada.
—Ah, pero... ¿desean beber algo?
—¿Le traigo un café, Segarra? —dijo la inspectora.
—Como usted guste.
No sabía qué se esperaba de él. El silencio era compacto. El Coronel alzó su
vaso, pero un rictus hizo que tuviera que sorber la bebida con fuerza, y produjo un
resoplido.
—Bueno —repitió el general. Bueno bueno...
Segarra sintió agitación gástrica, ganas de toser, principio de diarrea, dolor de
muelas. La imponente figura del general lo examinaba de arriba abajo y mantenía
una mueca que podría ser una sonrisa. Cuando este hombre tenía mando de tropa,
pobre del sargento que la embarrara, pensó Segarra. En eso regresó la inspectora
con tazas y una cafetera que despedía un olor maravilloso. Se detuvo ante el grupo y
dirigiéndose a su esposo, preguntó:
—¿Y, Quique? ¿Ya le dijiste?
Quique la miró con el mismo odio que debía de usar con sus sargentos.
—No, todavía no. Dale su café, primero —ordenó.
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Segarra tuvo miedo de romper el asa de la delgada tacita, de una debilidad
anoréxica evidente. Se la llevó a los labios como pidiéndole perdón y sorbió un
trago.
—Segarra —dijo Quique. ¿Cómo estaría para tomar el cargo que tiene mi
esposa?
La taza golpeó sobre el cristal que cubría la mesa, el salpicón de café cayó en sus
pantalones, la cucharita de plata aterrizó sordamente contra el brazo del sillón y el
minúsculo platillo quedó colgando de los dedos de Segarra en posición vertical.
Zaragoza había saltado como un gato para huir del chorrete.
—Disculpen mi torpeza —dijo Segarra y entre las tres palabras le salió un
eructo.
La inspectora no logró reprimir un ahogado ”¡pero Segarra!” y llamó:
—¡Agripina! Traiga aquí un trapo.
Una mestiza de cofia y delantal blanco capaz de hacer subir las cotizaciones de la
bolsa por lo menos en el mercado Presidente Urdaneta, entró contoneándose. Con
rápida eficiencia secó, ordenó, recogió la tacita y comprobó si su anatomía no se
había modificado. Echó una mirada de rápido examen al culpable y del bolsillo del
delantal sacó una servilleta grande.
—Aquí tiene —dijo, alcanzándosela a Segarra.
Éste la tomó, agradeció y se limpió los labios. Ella señaló directamente a su
bragueta.
—Gracias, gracias.
Hizo lo que pudo con las manchas y Agripina regresó a sus dominios.
—Tómese otro café, muchacho —invitó el dueño de casa.
—Está bien así.
—Bueno, Segarra. ¿Qué pasó? —preguntó la inspectora.
—Que creo que sufrí un calambre instantáneo y traicionero y por eso se me
escapó la taza.
—Ya, ya. Pero ¿tomaría el cargo o no?
—¿Yo? ¿Jefe de la comisaría del distrito Central?
—Le explico —arrancó, por fin, el dueño de casa. El señor coronel, aquí presente
y tan mudo, decidió esta mañana en conversación conmigo renunciar a su puesto y
acogerse a beneficios jubilatorios. El señor Zaragoza pasará con honor a representar
a nuestro país en el exterior. El plan de privatización queda anulado. Mi esposa, y
no son mis palabras, sino de los servicios de Inteligencia militar, sería bien vista
como jefa de la policía capitalina.
Segarra hizo funcionar el disco duro de su mente a todos los milisegundos
posibles: la perspectiva era por un lado, terrible; por otro, todavía más terrible. La
privatización se disolvía en el aire, de donde nunca debería de haber salido. La cosa
tenía, sin embargo, ciertas ventajas: después de todo, la oficina de la Generala era
más amplia, tenía ventana y se podía repintar.
—Es un gran honor, pero... ¿cuánto tiempo tengo para contestar?
—Exactamente cinco minutos. En cinco minutos me llamará el ministro y
prometí darle una respuesta.
—¿Y si digo que no?
125
—Entonces tomo yo la jefatura. Paso a ser su superior. A lo mejor no me gusta
trabajar con indecisos.
—Acepto.
El coronel se tomó la cabeza entre las manos; Zaragoza se rió con un
despreciativo rebuzno.
—¿Entonces ya puedo hacer detener a Menguele? — preguntó la inspectora.
—Como quieras: la policía es tuya. Yo me quedo con el ejército que es más
estable y definido.
—¿Menguele? —preguntó Segarra.
—Menguele y estos señores —rugió la inspectora y los señaló— tenían una
industria de documentos falsos.
—Exactamente —dijo Segarra. Tengo pruebas.
126
Capítulo 11
El Ford, el Jaguar, el Renault y por último el Vocho de Segarra partieron en la
misma dirección. La inspectora viajaba en el aristocrático vehículo de su marido; el
comisario iba solo en su auto. La revolución gástrica se venía implacable y su
estómago borboteaba a coro con el motor. Se sentía pésimo. A medida que se
acercaban a la comisaría la situación le parecía más irreal. Qué pensaría Eva. Iba a
revelarle la gran noticia en medio del concierto de Julio Iglesias. Segarra, comisario
jefe; la inspectora a cargo de la ciudad. Se acabarían las notas bajo la mesa.
Segarra estacionó lejos de la escalinata. Sus ocasionales compañeros de ruta
habían desaparecido pero la terrible efervescencia catabolítica, no. Sintió impulsos
de vomitar y los resolvió con un eructo que ya hubiesen envidiado Gargantúa y
Pantagruel. Reanimado, subió casi ágilmente hasta su oficina. Miró su arruinado
escritorio, miró el ventilador, miró el antiguo teléfono, las surrealistas paredes
sarnosas. Pasó la mano por debajo de la mesa, de supersticioso: había otra nota.
Rabia, sed vengativa, vacío espiritual, complejo edípico y desolación se agolparon
en su pecho con unos golpes machazos, realmente. ¿Y ahora qué? ¿No podían
hablar? El mensaje estaba doblado en dos, metido entre el borde del cajón y la tabla;
decía: Pasé de incógnito, ya que nunca me invitaste. Hiciste bien. Realmente tu
lugar de trabajo es asqueroso. Se me ocurrió dejarte ésto. ¿no soy genial? Tuya,
Eva. Segarra se pasó la mano izquierda por la frente y con la derecha arrugó el
papel hasta que éste casi quedó reducido a sus fibras originarias. Eructó.
Echagüe, asmático y todo, subió la escalinata de la entrada corriendo, la escalera
interior también y se derrumbó en una silla.
—Encontré —jadeó.
—¿Qué te pasa?
—La Forever. Ahora sí.
—¿Encontraste a Almada?
—No. Las radios, el polvo. Todo. Santacruz y Mamani están allá.
—¿En la Forever?
—En la Forever.
—Yo pensé que la habíamos revisado bien.
—Yo también.
—¿Y?
—El restorán.
—Ya.
—No habíamos estado en el restorán.
—No.
—Decidí ir a comer.
—¿Y?
—Una comida horrible. Todavía estoy repitiendo.
127
—Tuvimos experiencias paralelas.
—Vi una puerta.
—¿Una puerta?
—Cerrada.
—¿Cerrada?
—Que no daba a ninguna parte.
—Echagüe, ¿tomaste mucho vino?.
Este contempló a Segarra con la conmiseración de un alma superior hacia un
pobre aprendiz de iniciado. Suspiró, se rascó con dedos manchados de nicotina y
preguntó:
—¿Qué pasa cuando a una habitación de forma oblonga se le quita una esquina?
—Me imagino que queda mocha.
—No, de chaflán no. Imagínatelo bien.
—Toma. Lápiz y papel.
Echagüe dibujó un rectángulo alargado y un pequeño cuadrado al interior de uno
de los ángulos.
—En el restorán faltaba esa esquina. Se me ocurrió mientras tomaba sopa de
entrañas, ahí.
—¿Qué asociación hiciste?
—Ninguna, me las arreglé solo. La esquina cegada mide dos metros por uno;
tiene una puerta; es un depósito.
—¿Y?
—En la clínica había un cuarto igual, en el mismo lado. Guardaban material de
limpieza y no lo revisamos.
—Fue un error.
—Arreglé el error.
—¿Descubriste algo?
—Mugres. Todo porquerías.
—Felicitaciones.
—Las medidas no correspondían. Entré y salí, medí con la cuarta y sí, faltaba un
pedazo.
—¿Un pedazo de qué?
—¡De espacio, Segarra, de espacio!
—El triángulo de las Bermudas.
—Me puse a golpear y sonó a hueco.
—Y bueno, un espacio inexistente suena a hueco.
—Ponte en cuadro: afuera del depósito se habían juntado Segura, las enfermeras,
las limpiadoras: sabían lo que iba a pasar.
—¿Qué iba a pasar?
—Que yo iba a descubrir el espacio ése.
—Dale con el espacio desertor.
—Encontré una pared falsa. Paquetes de vendas, cajas de aspirina, lamparillas,
muñecas Barbie, calcetines, valijas...
—¿Atrás de la pared?
—No, en el depósito. Atrás de la pared había cincuenta quilos, lo menos. Estaba
en paquetitos, los paquetitos en radios, las radios en cajas que decían frágil.
128
—¡Carajo, Echagüe!
—¿Es lo único que se te ocurre decirme?
—Si no empieza a tronar en medio de la función —dijo Eva— podemos pasar
una noche divertida.
—En todo caso estamos a cubierto.
En el estadio habían habilitado solamente la tribuna Diplomática, que cubría a
miles de personas con su techo en voladizo. El escenario también tenía un techo.
Segarra estaba desconforme pues les había tocado un mal lugar. Nunca hubiera
calculado que la demanda por las entradas cobraría tal dimensión: una avalancha de
gente se había derramado sobre las gradas y continuaba haciéndolo.
Casi no quedaban asientos pero afuera del estadio esperaban para entrar largas
colas de entusiastas. Habían ocurrido incidentes más abajo, en la tribuna. Nada de
importancia, tal vez gente que había ocupado asientos ajenos, pero lo curioso era
que los incidentes se repetían y se repetían.
Un locutor conocido de la televisión salió a escena, entre reflectores y sonidos
enervantes. Tal vez fuera el momento de deslizar en la deliciosa oreja de Eva las
sagradas palabras: ”me nombraron jefe”. Había programado mentalmente que la
reacción de Eva iba a ser decir ”¡oh!” y abrazarlo. Tomó aire para empezar; dijo
suavemente ”¿Sabes lo qué, Evita?” y en ese momento el locutor lanzó un grito:
—¡Buenas noches, queridos amigos!
Tres chicas disfrazadas de conejos salían y entraban al trote, alcanzaban papeles,
mostraban los premios que se iban a sortear con las entradas.
—Buena idea la de invitarme —dijo Eva y lo besó en la mejilla. ¿Qué me ibas a
decir?
Llegó un grupo de músicos con trajes dorados y plateados, entre histéricas
muestras de admiración del público.
—¡Los Bamboleantes y su show, la danza del fuqui fuqui! —anunció el relamido
locutor.
—Nada. Nada, en realidad —contestó Segarra.
Se inició un tumulto en una de las escalinatas laterales: puñetazos y gritos
competían con la música. Los Bamboleantes terminaron la cumbia Caderas de
náilon y los aplausos ahogaron la algarada. El locutor aulló que la siguiente pieza
sería el gran éxito Sarpullido de bienestar. Se escuchó un rumor multitudinario de
protestas que venían de afuera. Aumentaba y disminuía como un presagioso
rezongo marino. Los artistas continuaron impertérritos. Otro lío comenzó a tomar
forma delante mismo del comisario.
—¡Ah, yo le pego! —dijo un adolescente y pretendió avanzar pisoteando a Eva.
Segarra se paró.
—¡Alto ahí!. Soy policía —gritó—.
Los exaltados se calmaron. Una joven se dirigió a él.
—¡Qué bien que haya un gusano de la poli aquí! A ver si arregla este relajo,
oiga.
Nadie podía siquiera cambiar de nalga sobre el duro cemento, las graderías
vibraban. Segarra pensó que su oportunidad de comentar el ascenso estaba perdida
por esa noche y que habría que esperar una coyuntura más favorable. Debía
129
prepararse para una posible tragedia. Un aplauso despidió a los ídolos del pop
nacional. El locutor chilló:
—Y ahora, ¡el momento por todos esperado! El astro ibérico de la canción
melódica. El único e incomparable artista que ha hecho vibrar de emoción los
corazones de miles, qué digo, de millones, tal vez billones de corazones en el orbe
entero, un astro cardíaco de dimensiones universales. ¡Venerado maestro Julio
Iglesias!
Ovaciones, aplausos, silbidos, redobles, vagidos, grititos, y apareció el número
central de la noche, de fraque negro, serio y con las dos manos alzadas en saludo.
Sus acompañantes llevaban indumentaria similar. Desde los corredores llegó una
exclamación que las bóvedas transformaban en rugido: cientos de personas
avanzaron en tropel. Segarra calculó las vías de escape, pero no había escape. Los
violines arrasaron la noche con la frotación de sus arcos amplificada por los truenos
eléctricos; el astro rey se acercó al micrófono y rozándolo con los labios musitó:
—A-a...
Aullidos, diez mil aullidos aprobaron jubilosamente. Sirenas de patrulleros
aportaron armonías inesperadas, aquello era un circo romano y los mártires serían
los espectadores. Algo estaba siendo destruido a golpes, allá afuera. Sonó el seco
estallido de bombas lacrimógenas. Gritos entre el pueblo llano, inquietud en el
escenario. Iglesias dio fin a su pieza con un sostenido alto y gran despliegue de
cuerdas pero los aplausos no pudieron tapar la ronca agitación. El locutor tomó el
micrófono, pidió disculpas a la estrella y habló:
—Queridos amigos, calma. Es necesario que mantengan silencio para que
podamos seguir disfrutando de este arte tan singular. ¡Qué idea se va a llevar el gran
Julio Iglesias de la cultura de nuestro pueblo!
Desde la tribuna gritaron un comentario.
—A ver... —dijo el locutor.
Se acercó para escuchar mejor. Un coro de voces le trasmitió un mensaje.
—Lamentablemente...
Más voces volvieron a gritar.
—Yo entiendo... —siguió. Debo decirles que no es nuestra responsabilidad.
Una rechifla hizo patente que el público no pensaba lo mismo.
—No es nuestra responsabilidad, ya que las entradas las vende otra empresa.
Nosotros somos la parte artística —agregó.
Abucheos y protestas ahogaron su voz. Más gente. Más bombas. Un acre olor,
como si violentas especias estuvieran cocinándose en una salsa de brujas, invadió la
tribuna. Los ojos del público comenzaron a sufrir. El artista se mantenía a un lado
del escenario y esperaba con un codo apoyado en la tapa del piano de cola.
—El problema se va a arreglar. ¡Cállense la boca! —dijo el maestro de
ceremonias.
Dio orden a la orquesta de que continuaran. En un despliegue de partituras los
músicos se aprontaron otra vez. Julio avanzó hacia el micrófono, respiró hondo y
calzó un impecable Mi alto. Una expresión generalizada de satisfecha alegría ganó a
la hinchada. Cuando los músicos arrancaron con la Cumparsita empezó una batalla
campal en el ala derecha. Volaban sombreros y almohadones de espuma de látex,
130
volaban zapatos y bolas de papel, volaban chorizos al pan. Julio hizo lo que pudo y
se detuvo de golpe.
—¡Cretinos! —comentó.
El locutor volvió al ruedo.
—¡Pero qué pasa, ciudadanos! Si ustedes insisten en chillar y patalear vamos a
tener que suspender el match, es decir, el show. No sean bestias. ¿Es cultura o
relajo? Viene este señor de la culta Europa a traernos un poco de iluminación y arte
y ustedes, dale, como si estuvieran alrededor de la cachimba. Lo único que faltaría
es que se hubieran venido en patas. ¡Cascarudos!
La gritería que le respondió estuvo a la altura de un partido internacional de
fútbol que fuese ganando el equipo visitante. Un par de botellas partieron desde la
tribuna y dieron en el borde del escenario. Los estallidos del vidrio roto
enloquecieron a los espectadores. Julio bajó la vista y miró sus zapatos de charol.
—¡Si Colón hubiese sabido de ésto, doblaba para otro lado! —gritó el locutor,
furioso.
Julio Iglesias seguía tranquilo, esperando. Un verdadero profesional. Los
músicos golpeteaban con los arcos sobre los mástiles de los violines e
intercambiaban miradas temerosas. Un hombre rodeado de un pequeño grupo de
siniestro aspecto y de dos militares en uniforme de gala se abrió paso desde la
tribuna y subió al escenario.
—¡Y aquí tenemos nada menos que a nuestro querido mandatario máximo!
¡Tengo el honor de anunciar la augusta presencia del Presidente de la República!
”¡A cantarle a tu abuela!”, sonó una voz clara y distinta en el silencio que siguió
al anuncio. El Presidente tomó el micrófono con decisión y dijo:
—Buenas noches, queridos ciudadanos. El motivo por el que estoy aquí es para
escuchar a esta gran estrella del firmamento artístico que nos honra con su presencia
y no las exclamaciones de una cáfila de exaltados que se ocultan entre el pueblo
sincero. No soy más que ustedes, quienes, como yo, se han allegado a este recinto
glorioso para disfrutar del arte de la melodía, impulso universal que viene desde los
ancestros más antiguos del género humano y que no conoce pausa, así como nuestra
labor por el bien de la Patria no admite tampoco ni una sola caída. Hoy han habido
aquí varias caídas y además, según ha llegado a mis oídos, un problema con
entradas que han sido expedidas dos veces, a lo mejor hasta tres, posiblemente
cuatro veces. Yo prometo, yo prometo, hoy, ante ustedes, mis electores, y aún ante
aquellos ciudadanos que han elegido, a pesar de mis virtudes, a algún otro
candidato, que una comisión investigadora se hará cargo de aclarar este incidente.
El Primer mandatario se volvió hacia el huésped español y le alcanzó el
micrófono, con las palabras ”maestro, continuad”. Segarra abrazó a Eva y le dijo al
oído:
—Por las dudas de lo que pase, sabe que te he querido mucho.
—Sapito... —dijo ella, girando la cabeza para mirarlo y golpeándose contra su
frente, ya que el apretujamiento no permitía ni parpadear.
Oleadas de brisa pesada y calurosa llegaban a intervalos, como respiración de un
ser gigantesco. Una suave garúa comenzó y los espectadores que estaban
amontonados contra las bardas, en las galerías de acceso y a lo largo de la línea de
fuera, renovaron las protestas. El cantor retomó heroicamente el honorable y vetusto
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tango pero sus trémolos comenzaron a ser desafiados por aislados truenos y rayos.
Se venía una tormenta de esas que lanzan baldazos por centímetro cuadrado, con un
impulso y derroche que bien podrían servir a fines más altruistas.
Mientras la masa de los sin techo se agitaba al compás del dos por cuatro se
largó, repentina e impiadosa, la lluvia. La orquesta arrancó con brío castizo pero un
rayo buscó el camino hacia uno de los gruesos cables de alimentación eléctrica del
estadio y chau, se acabó. En la oscuridad y mientras toda la precipitación pluvial
que pudiera imaginarse se arrojaba sobre ellos con ardiente frenesí, miles de
personas comenzaron a gritar órdenes y contraórdenes. Las espaldas vueltas hacia el
palco no pudieron apreciar la tranquilidad envidiable con que los músicos
comenzaron a enfundar las mandolinas.
Sacudidos aún por las escenas de caos, desolación y mojadura, llegaron Eva y
Segarra a su departamento.
—Esto va a tener consecuencias —comentó el agotado y sudoroso comisario,
mientras se sacaba los zapatos.
—Para mí las tuvo. Mi vestido está en pedazos.
—Te quiero dar una sorpresa.
—Hoy no. Estoy rematada.
—No sabes lo qué es.
—Si no es aquello, dámela.
—Me ascendieron.
—Es más de medianoche, no bromees.
—Eva, te lo juro: me ascendieron. Ahora soy comisario inspector subalterno de
segunda clase distinguida. Quedé a cargo de la comisaría del distrito Central.
—Bueno —dijo Eva, y fue a cepillarse los dientes.
El flamante comisario inspector subalterno de segunda clase distinguida se sentía
frustrado. Mi mujer no me comprende.
—Pues es así.
Se acostaron y apagaron la luz. Cuando ante los ojos de Segarra habían
comenzado a pasar acémilas, onagros y otros semovientes, Eva cuchicheo:
—Sapito... ¿estás dormido?
—¿Eh...?
—Si no estás dormido te quiero hacer una pregunta, pero si estás dormido, pues
síguele nomás, no te preocupes por mí. Nunca fue mi intención desvelarte, pues sé
que mañana debes acudir a tu trabajo y es necesario que descanses ahora. Mira,
hagamos de cuenta que ni te hablé.
—No... Creo que ya no importa.
—Ah, bueno. ¿Es cierto lo que me dijiste...?
—Es cierto.
—¿Y no te enojaste porque yo no te creí?
—Me enojé.
—Bien. Es una reacción normal. Si no estás dormido, ¿me contarías?
—¿Ahora...?
—Ahora.
Segarra, como Sherazada, contó.
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—Entonces vamos a comprar una batidora —dijo Eva.
Estaba aún obsesionado con todo el aquelarre del estadio, tan obsesionado que un
hombre en el mostrador de entrada de la policía le pareció Julio Iglesias. Con él
estaban señores de traje gris y lentes de armazón de oro, periodistas y fotógrafos.
Segarra siguió de largo. Santacruz lo estaba esperando para ayudar en la mudanza
de sus cosas a la oficina que había tenido la inspectora Guzmán.
—Véngase, Santa —dijo Segarra. Lo invito con unas aguas de fruta.
El cabo dejó un alto de biblioratos sobre una silla, levantó la vista, contestó en
voz demasiado aguda ¡mande!, e hizo la venia. Atravesaron el patio y entraron al
mal ventilado local de la cantina. Segarra estaba contento, jovial, amable y
generoso, pero su colega parecía apocado, achuchado y ausente.
—¿Qué le pasa?
—No, pues sí, comisarito. Pues sí. No.
—¿Anda malo?
—No. Si. Puede ser. Tal vez. Quién diría.
—Usted siempre es optimista, conversador. Hoy está de ala caída.
—Es así, no más.
Santacruz miraba al patio con intensidad.
—Soy su amigo.
—Es que...
—Es que está con un problema.
El cabo sacudió la cabeza.
—No hay más empresa, ¿no?
—No, Dorival. Al fin podremos volver a trabajar tranquilos.
—Tranquilo usted, comi. Su servidor, aquí, de tranquilo, no. Nervio, me da.
—¿Por la empresa?
—Por las comisiones, comi, por las comisiones.
—¿Las comisiones de qué?
—De la empresa.
—¿Qué pasó?
—Comisiones dijo usted. Platita tendríamos. Pues, la casita nuevo techo quería,
comisario. Plata pedí prestada, a pagar con la comisión, comisario. ¿Y ahora?
Esperando quedé.
—Mire, Santacruz. Hay trabajo de oficina. El sueldo es mejor. ¿Cómo anda para
escribir a máquina?
—¿Usted puede decidir, así nomás, aquí, como si fuera purito tirar la mano y
bajar la fruta? Yo, eso de la máquina. El mundo está lleno de máquinas. ¿Por qué
uno va a tener que saber de todas? Uno sabe de troquelado y es troquelador; de
coser y es costurero. Yo sé de autos y sé de radios, comisario, y usted me quiere de
maquinero de escritorio. ¿No podría ver que me pasaran a radiopatrullas? Al mando
de una unidad y con los cupones para la gasolina, que usted sabe se pierden por ahí,
pues, se redondea para la olla, comisario.
Nunca había logrado explicarse por qué el tal Almada había decidido desaparecer
nada menos que desde un autobús de línea. Era una mancha en su carrera pero las
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manchas, sin embargo, pueden limpiarse. Alguien tenía que saberlo y ese alguien
estaba a su alcance, en uno de los calabozos. Subió la ancha escalera cercana a la
cantina, continuó por otra hasta la azotea.
Las celdas para detenidos eran una hilera de cuartuchos. Un cerco de alambre
tejido delimitaba el establecimiento y un pequeño patio de recreo. Prolongándose, el
alambrado albergaba también una dotación de gallinas, propiedad del cantinero.
—¿Qué tal, Ulpiano? —dijo Segarra, mirando por la ventanilla.
El Mambora se incorporó en el camastro.
—Pues aquí.
—Quisiera hablar con usted.
—No lo invito a pasar por circunstancias obvias.
—Ni falta que hace. En vez, puedo invitarlo a salir.
—¿No será mal interpretado?
—Mambora, en unos días lo pasan al juez y si éste tiene suerte lo pasará a la
pesada y allí tendrá para unos años.
—¿Y qué puede hacer un pobre preso para que un representante del poder se
apiade de él?
El preso estaba con sus dos manazas agarradas a las rejas del ventanuco que
parecían fideos cabello de ángel entre sus dedos.
—Escuche, Ulpiano. Nos sentamos aquí afuera, lo invito con un café y me
contesta unas preguntas.
—Y después me confieso a Nuestra Señora de la Limpia Concepción del Rescate
de Ujarrás.
—Gracias por su atención, Hasta luego.
—¡Segarra!
—¿Qué hacemos, entonces?
—Acepto el café; no contesto nada.
Segarra llamó a un guardia y lo hizo abrir la celda. Caminaron paralelamente a la
malla de alambre hasta donde un jardín en macetas florecía al sol. Entre el cacareo
de las gallinas, el cielo abierto y el calor matutino se sentaron bajo un naranjo
plantado en una barrica. Parecían dos estancieros dispuestos a tratar un negocio. Las
crestas de algunos edificios se veían allá afuera y, al fondo, la ola azulada de los
cerros. Segarra encargó una cafetera completa. Cuando llegó, el Mambora tomó una
taza casi sin respirar, chasqueó la lengua y encendió un cigarrillo.
—Comprenderá qué quiero —dijo Segarra.
El Mambora lo miró.
—La cosa es la siguiente: confirme si mi teoría es correcta. Esto queda entre
nosotros dos y pase lo que pase no pienso abrir la boca. Tiene mi palabra.
—Por mí, hable todo lo que quiera.
—Almada lo jodió, ¿no? Se largó con un cargamento suyo y se lo entregó al
doctor ése.
Ulpiano no contestó. Segarra continuó:
—Y el doctor se lo llevó a Miami. ¿Es así?
—Me voy a servir más café ¿Usted no toma?
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—Es para usted. Pero hay una cosa que no entiendo, Ulpiano. Está bien, Almada
robó la mercadería, etcétera. Pero lo del ómnibus, el disfraz, todo... ¿No podía haber
desaparecido más discretamente?
El Mambora sacó otro cigarrillo, echó en su taza lo que quedaba del café, se
aflojó el cinturón y dijo:
—No tenía de otra.
—Se hubiera tomado un taxi, qué se yo, hasta caminando...
—¡Qué comisario, este! —dijo Ulpiano y lo palmeó. Sabe lo que pasó, pero no
sabe lo que pasó. La clave, Segarra, la clave del asunto es un zapallo.
—¿Cómo que un zapallo?
—Zapallo, calabaza o como le digan en el llano.
—Me va a tener que aclarar.
—Cómo no. Pero llegó el momento de hacerle un pedido.
—Escucho.
—Compañía. Quiero compañía.
Segarra había visto y oído muchas cosas en sus años de profesional, se había
imaginado un montón más y le habían contado otras tantas pero ante un pedido de
esta naturaleza no tenía referencia alguna. Se batió en retirada.
—Hablaré con las autoridades, y...
—No, Segarra. Hoy y aquí. Usted está bien loco por saber lo de los zapallos,
¿no?
—Es cierto.
—Y yo por compañía.
—¿Es un acertijo, lo de los zapallos?
—Qué acertijo ni nada. Recuerde: unos días antes del choque, Almada chocó
también.
—Verdad.
—Por supuesto que es verdad. ¿Usted sabe quién era el calabacero?
—Ni idea.
—Pues debería tenerla.
—¿Quién era?
—Segarra: ¿qué me dice de lo de mi compañía?
—Usted pretende demasiado.
—Los ministros presos están en sus casas. No aspiro a que me dejen en mi
apartamento.
—¿Y qué compañía quiere?
—Mi esposa.
—¿Usted es casado?
—Cómo no.
—Ajá. ¿Quien es su esposa?
—La Dorita.
Mambora se rió con ganas.
—Se julepeó, comisario. Tranquilo. Se llama Bendita de Dios. Tengo una foto.
Sacó un retrato polaroid: era una señora peinada a la permanente, con
irremediable aspecto de Margaret Thatcher.
—Ella se encarga de sus negocios, ahora —dijo, insidioso, Segarra.
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—De eso se encarga gente más apta: ella es secretaria del obispo.
—Mambora, usted sabe, el reglamento...
—La ley es para los enemigos; a los amigos se le hacen favores. Usted me debe
su ascenso, o casi. Arrégleme ésto
—Dígame quien era el verdulero.
—El finadito.
—¿Ese que usted mató?
—¿Yo? Fue un puterío en el Pussy.
—¿No está preso por eso?
—Para nada. Echagüe me prendió por defraudación del IVA. Nunca maté a
nadie; me conformo con coscorrones.
—¿Pero y porqué todo ese asunto de los zapallos?
—El único punto débil era que necesitábamos un chofer en las líneas que van por
Chacón. El ómnibus se entreparaba y uno de los muchachos subía y retiraba una
bolsa. De los nervios, el guampudo se llevó por delante los vegetales.
—¿Dónde cargaban la bolsa?
—En la ETM, naturalmente. Ustedes destrozaron no sé cuántos vehículos para
robarse una rueda de Pelayo, nosotros hacíamos menos jarana.
—Ahora entiendo. La segunda vez que lo intentaron, Almada se cortó por cuenta
propia y por eso tenía que desaparecer antes de llegar al puesto de venta.
—No digo más.
—¿Sabe dónde anda Almada?
—No lo veo, desde atrás de estas rejas.
Dos obreros de overoles manchados estaban discutiendo en el corredor ante
tarros de pintura, tablones y escaleras. Segarra pasó a su lado y golpeó a una puerta,
semiobstruida por materiales y utensilios.
—¡Entrelé nomás! —gritaron desde adentro.
Segarra entró. Una sorprendida secretaria le pidió disculpas.
—¡Comisario! Pensé que era uno de los pintores.
—¿Está la inspectora?
—La señora inspectora jefa Guzmán lo espera aquí en su nueva oficina de ella.
Pase, y disculpe el destrato.
Ante el enorme escritorio donde el Coronel había tenido su sede magna estaba
ahora la Generala. Los retratos ya no adornaban las paredes. El color durazno de las
mismas estaba siendo cubierto de archiblanco radiante.
—Buenos días, Segarra. Usted fue a ver al cantor, ¿verdad?
—Cierto.
—¿Estuvo mezclado en los disturbios?
—Debo reconocer que...
—No reconozca nada. Tengo que informarle sobre el artista.
—¿Iglesias?
—A la madrugada alguien golpeó en su habitación del hotel y anunció un
telegrama urgente desde Madrid. Cuando salió a recibirlo, lo golpearon, se robaron
su dinero, billete de avión y pasaporte. ¿No lo vio aquí en la comisaría, con el
embajador y el cónsul?
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—Me pareció, pero pensé en un fantasma.
—Fantasma es el otro, el que se llevó el pasaporte. ¿Me sigue?
—¿Adónde?
—¿Se levantó mal? ¿Es el nombramiento o la morena lo que lo pone tarumba?
¿No se imagina quién puede ser? Usted había llegado a la conclusión de cierto
parecido...
—¡Almada! —gritó Segarra.
Empezó a mirar a un lado y otro, a tironearse el cuello de la camisa, a caminar
por el despacho apurado como preso en recreo.
—El vuelo ya salió. Alguien viajó con los papeles del señor Iglesias.
—Entonces creo que la sigo.
—Trate de dormir mejor por las noches. Las células del cerebro no se renuevan y
la vida disipada colabora a destruirlas. ¿Sabe dónde están las oficinas de Iberia?
—No, pero voy al aeropuerto, a comprobar con el personal de mostrador.
—Mientras tanto llamo por teléfono, mando fax y télex, correo electrónico, hablo
por radio y mantengo una conferencia por video. Es una broma. ¿Me puede decir
para qué quería el sabandija del Coronel tanto aparato? Todo esto desaparecerá de
aquí.
—¿El cuadrafónico también?
—También. Yo escucho solamente la radio policial.
—Me vendría bien a mí, inspectora.
—Muy bien. Mañana le instalan una radio policial.
En las últimas semanas había hecho la ruta al aeropuerto tantas veces que podría
conducir jugando a la gallina ciega, pero como Almada no iba a estar en las oficinas
de Iberia bajó la velocidad y aflojó los músculos. El Vocho corrió plácido, con su
carraspeo de barquito.
En el mostrador de Iberia lo atendió una chica cuyo peinado se alzaba como el
cerro Grande del Potosí y caía como manto de lana crepé. Segarra pensó que abajo
de esos cina cina podría esconderse un cañón antiaéreo. Sí, el flait había salido para
Barajas con escala en Santo Domingo. Sí, el señor Iglesias estaba en la lista de
pasajeros. Sí, fuimos informados de que había habido una irregularidad.
—¿Y usted estaba en funciones? —preguntó Segarra.
—Efectivamente.
—¿No se dio cuenta de que ese pasajero no era Iglesias?
—Evidentemente. Aquí estaba lleno de periodistas que le sacaban fotos, músicos
y admiradores. Estaba de lentes negros y bufanda, y ronco. No podía hablar.
Escribía en papelitos. No hubiera dudado ni su mamá. La de él, no me
malinterprete.
—¿Y ahora?
—Ahora está el otro, el de verdad, en la sala de los vipes. Debe haberse
frustrado, ¿no cree? Digo, con el concierto y lo de las entradas y la lluvia.
—Así es nuestra realidad, señorita.
—Terriblemente.
—¿Por dónde anda el avión?
—Por arriba, probablemente.
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—¿Se puede tomar contacto por radio?
—Sindudamente.
—¿Lo hicieron?
—Seguramente.
Segarra pensó en entrevistarse con el jefe del aeropuerto pero la misma
información podría obtenerla en otro lugar al que de todos modos debía ir: el
consulado. Pidió a la pilosa la guía telefónica y halló el número del Servicio
Consular del Reino de España. Se autorizó el uso del teléfono y anunció que estaba
en camino.
El consulado era un departamento grande en uno de los edificios de la zona Rosa.
Casas de importación, bancos de nombre extranjero, restaurantes más o menos
exóticos y sin excepción carísimos daban nueva cara a la ciudad, cara al exterior.
Llamó por el portero eléctrico. Abrieron. Pasó a la entrada. Un portero humano
le preguntó adónde iba. Explicó. El portero humano llamó por teléfono, confirmó su
declaración y lo autorizó a usar el ascensor. Entró al vehículo. Miró al techo, como
uno hace en todos los ascensores del mundo y vio una cámara que lo filmaba. Llegó
al piso séptimo. Saludó a la cámara. Salió. Ante el departamento apretó el timbre de
un intercomunicador y se anunció. Pase usted, dijo una voz metálica. Un zumbido
de chicharra le permitió abrir la puerta, pero una reja de hierro forjado y reforzado
le cerró el paso. Detrás de la reja, un guardia de empresas le pidió sus documentos
antes de correr tres cerrojos de combinación y permitirle, al fin, posar el pie en la
alfombra violeta que cubría el territorio español. Desde una ventanilla de cristal
blindado, una señora le dio la bienvenida.
—Que el cónsul le espera, caballero.
El guardia buscó una llave en su manojo y abrió otra puerta recubierta de acero.
El cónsul tenía una oficina pequeña y por la ventana entraba el sol de lleno, lo que
la hacía desagradablemente caliente y luminosa. Si tuviera la ventana abierta
correría una brisa, probablemente se mantenía herméticamente encerrado por temor
a terroristas en helicóptero. Tenía las mejillas azuladas por la barba, estaba en
mangas de camisa pero con corbata.
—Ésto es una barbaridad —dijo. Es de suponer que vosotros sabéis lo que estáis
haciendo por la seguridad de nuestro súbdito.
—Señor cónsul, mi problema es el otro súbdito. ¿Qué han hecho ustedes?
—Mucho hemos hecho. Logramos un contacto radiotelefónico con la República
Dominicana y allí se les voló el pájaro.
—¿Quiere decir que el avión siguió para España?
—Hombre, es claro que el avión ya siguió a España, adónde habría de seguir. A
España, pues a España iba. El pájaro, el gorrón, el gilipollas.
—¿Se les fue?
—Pues que se tiró para abajo.
—¿En vuelo?
—No tío, en la pista. Ya quisieran los tiburones maná de las alturas.
—¿Y ahora?
—Que tenemos dos Julios: uno aquí, con salvoconducto y pasaje de la Air
France y el otro en Dominicana con su pasaporte del primero, fresco como una
lechuga. Como si con uno no bastase.
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Ese asunto, por su parte, estaba terminado: la radiactiva había desaparecido en el
aire; Almada también, pero en Iberia. Cosas de la mundialización; que de ese
paquete se encargaran otros. El caso de las zapatillas hermenéuticas quedaba
cerrado por voluntad propia de los involucrados. Segarra suspiró con tranquilidad.
En el salón de actos, donde había mantenido la conferencia fatal, había una
ceremonia de graduación. Las nuevas autoridades ya habían sido autorizadas
mediante los correspondientes discursos de autorización. Empleados de la cantina
policial servían combinados de color lechoso y fuerte olor abrasivo; en mesas
decoradas se ofrecían bocaditos y refrescos. Segarra estrenaba un traje gris oscuro
con chaleco, a pesar del trópico; la inspectora, un vestido blanco, zapatos blancos y
un pañuelo de rabioso tono bolchevique. Se había teñido el pelo en el color de su
rosa de oro y brillaba como una tuba bien lustrada, bajo la batuta de su imponente
marido. Gente de la televisión, la prensa y la radio manejaban sus pertrechos.
Segarra saludaba a todos.
—La hiciste —dijo Echagüe.
Kunizawa también lo saludó. Se había puesto una camiseta que propagaba las
virtudes de un laxante.
—Me perdí lo mejor por estar en el hospital. En todo caso y si viene al caso —
dijo con sonrientes ojos de ranura de alcancía— el pez no cayó en la red.
Mamani y Gracia Divina lo felicitaron. Traían saludos de
Carmelo, quien entrenaba para la Maratón de los Ancianos, una obra de
beneficencia. Santacruz se acercó, tímido.
—Comisario... —dijo— Yo quería...
Pero en medio de periodistas y uniformados, sin haber sido invitadas, sin
anunciarse, abriendo con su sola presencia un callejón entre el público, avanzaban
Susana y Eva.
—¡Qué sorpresa! —dijo Segarra y fue a recibirlas.
Lo detuvo un alto funcionario del Estado. El hombre había entrado detrás de las
hermanas, acompañado por dos guardaespaldas.
—¿Comisario Segarra?
Segarra bajó los brazos.
—¿Con quién tengo el gusto?
—Licenciado Martínez, subsecretario del Ministerio de Gobierno Interior.
—¿Es por el nombramiento?
—Mm. Vengo a notificarle que hubo un error.
Segarra abrió la boca como si fuera a comulgar y quedó esperando la hostia. El
licenciado extendió un brazo y uno de los hombrones le alcanzó un documento.
—Lea —ordenó a Segarra.
Era una hoja cubierta de estampillas y sellos, con la firma del ministro.
Comenzaba con En el día de la fecha, y Segarra no le encontraba ni pies ni cabeza.
Por cierto había un error: el error era ese documento.
—No entiendo.
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—¿Ve aquí? —indicó el licenciado con la uña del meñique. Usted pasará a
desempeñarse en el museo Policial, no como jefe del distrito.
—¿Por qué?
—Hubo cierto apresuramiento en las decisiones. Ese cargo va a ser llenado por
otra persona de mayor jerarquía.
—El general de la Generala, digo, el esposo de la inspectora...
—No es la primera vez que integrantes de las fuerzas armadas se toman
atribuciones indebidas en nuestra patria.
Eva y Susana seguían los devaneos del Poder con ojos de asombro. Algunos
presentes se acercaron y formaron una rueda de curiosos.
—Esto es un problema para mí.
—Exacto. Un problema que estamos resolviendo.
—¿Y quién queda a cargo del distrito?
—El licenciado Zaragoza.
—¿Cómo? ¿Y no se iba, ese...?
—Tiene los bronquios delicados. En Viena sopla mucho el viento.
—Discúlpeme, pero hemos demostrado su implicancia en…
—¡Silencio! No se exceda. Ningún juez competente ha probado que mi colega el
licenciado Zaragoza haya cometido algo indecente. La ley indica que nadie es
culpable hasta que no se pruebe su inocencia.
—Me deja sin palabras.
—Era mi intención.
Segarra pensó en el asaltante que había noqueado contra un farol, pero los dos
toros que acompañaban al subsecretario mostraban sin pudor las correas de sus
cartucheras. En el fondo del salón escuchó que la inspectora Guzmán decía ”¡ésto es
inaudito!”.
—No me queda más que aceptar, pero quisiera saber qué va a pasar con la
inspectora
—A la inspectora se le ha ofrecido la representación del país ante el organismo
atómico ese. Es un esfuerzo dirigido a mantener la unidad de la familia, ya que su
esposo será nuestro agregado militar ante el imperio Austro Húngaro. No conozco
bien los detalles, pues pertenecen a la órbita de la Cancillería, como comprenderá.
—¿Y la jefatura?
—Gracias a Dios, el Coronel aceptó reconsiderar su pedido de pase a retiro.
¿Conforme?
El licenciado dijo ”con su permiso” y se retiró con los gorilas. La rueda de
curiosos también se apartó. Todos se retiraban. Un portero comenzó a apagar las
luces; los de la cantina recogían el servicio en grandes canastas. El silencio no le
ofreció a Segarra ningún apoyo. Entonces, tomó del brazo a Eva y a Susana, saludó
a sus compañeros y se fue.
Algunas semanas más tarde consiguió un nuevo empleo: encargado de seguridad
de un banco. Iba a su trabajo en ómnibus. Sí, utilizaba la línea 135.
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