- Cesar Vidal - Sangre Y Suelo - Historia Y Nacionalismo

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http://www.libertaddigital.com/ http://www.lailustracionliberal.com/ Historia y nacionalismo Sangre y suelo César Vidal Hace ahora 70 años, en medio de la convulsa Europa del periodo de Entreguerras, se publicaba en Alemania un libro titulado Sangre y suelo. El autor era un alemán nacido en Belgrano, Argentina, llamado Richard-Walther Darré. A su infancia en Argentina, Darré había sumado una educación en Heidelberg y Bad Godesberg, el paso por el King's College de Wimbledon, y el puesto de oficial de artillería del kaiser durante la I Guerra Mundial. Al concluir ésta, Darré buscaba hacerse un sitio en la vida e incluso logró concluir sus estudios de perito agrónomo. Aunque por aquel entonces ya era un convencido nacionalista, lo cierto es que no puede decirse que fuera él quien se sintió atraído por el nazismo. Más bien fue Hitler quien descubrió en sus escritos algunos elementos especialmente sugestivos. Como buen nacionalista, Darré insistía en la existencia de una especie de unión mística entre el suelo y la sangre. Semejante afirmación constituía, desde luego, un desiderátum más místico que real, lógico o sensato, pero obtuvo un éxito extraordinario. El propio Hitler, que había publicado Mein Kampf hacía ya varios años, encontró en las páginas de Darré una descripción más que convincente de lo que significaba el nacionalismo alemán. Tanto fue su entusiasmo que Darré, a pesar de no formar parte de los «antiguos luchadores» del partido nazi, comenzó a escalar puestos en su jerarquía de una manera sorprendente. Entre 1930 y 1933, justo los años previos a la llegada de Hitler al poder, Darré desempeñó tareas de excepcional importancia en el terreno de la agitación. El 4 de abril de 1933, con Hitler convertido ya en canciller, Darré fue nombrado Reichsbauernführer y, tres meses después, pasó a ser el ministro de Alimentación y Agricultura. Era sólo el principio. A lo largo de los siguientes años, Darré -que seguía insistiendo en la comunión espiritual existente entre la sangre y el suelo- fue acumulando honor tras honor hasta el punto de convertirse en el jefe de la Oficina Central de las SS para la raza y el reasentamiento. Darré podía ser - de hecho, era- un magnífico ideólogo del nacionalismo de la sangre y del suelo pero, como tantos otros, destacaba por su carencia de competencia en el terreno práctico. A pesar del apoyo directo de Hitler, al poco de estallar la II Guerra Mundial, perdió su puesto. Mantenerle hubiera supuesto matar de hambre a la población del III Reich. Aun así, logró aferrarse a la poltrona durante los años de victoria de las armas alemanas. Sólo en mayo de 1942, se vio obligado a presentar su dimisión. Le gustara o no a Hitler, las obligaciones de la guerra eran lo suficientemente serias como para que el führer tuviera que asignar determinados cometidos no a nazis fanáticos, sino a funcionarios y militares competentes de diversas extracciones. Cuando en 1945 fue capturado por las fuerzas norteamericanas, Darré fue puesto a disposición del tribunal de Nuremberg por crímenes de guerra. Quedó demostrado que había provocado deliberadamente la muerte por hambre de población civil judía y polaca, pero sólo recibió una condena de cárcel de cinco años. En 1950, fue puesto en libertad y falleció algunos años después en una clínica privada. A esas alturas, el nacionalismo parecía una doctrina condenada por la Historia. Sus formas fascistas habían sido vencidas en el campo de batalla, sus manifestaciones en el campo de los aliados occidentales habían quedado completamente diluidas en las consignas de defensa de la democracia, y la Unión Soviética insistía en su carácter internacionalista y liberador de pueblos. La aparente derrota no había sido fácil. A mediados de los años 20 -y

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Historia y nacionalismo

Sangre y sueloCésar Vidal

Hace ahora 70 años, en medio de la convulsa Europa del periodo de Entreguerras, se publicaba en Alemania un libro titulado Sangre y suelo. El autor era un alemán nacido en Belgrano, Argentina, llamado Richard-Walther Darré. A su infancia en Argentina, Darré había sumado una educación en Heidelberg y Bad Godesberg, el paso por el King's College de Wimbledon, y el puesto de oficial de artillería del kaiser durante la I Guerra Mundial. Al concluir ésta, Darré buscaba hacerse un sitio en la vida e incluso logró concluir sus estudios de perito agrónomo. Aunque por aquel entonces ya era un convencido nacionalista, lo cierto es que no puede decirse que fuera él quien se sintió atraído por el nazismo. Más bien fue Hitler quien descubrió en sus escritos algunos elementos especialmente sugestivos. Como buen nacionalista, Darré insistía en la existencia de una especie de unión mística entre el suelo y la sangre. Semejante afirmación constituía, desde luego, un desiderátum más místico que real, lógico o sensato, pero obtuvo un éxito extraordinario. El propio Hitler, que había publicado Mein Kampf hacía ya varios años, encontró en las páginas de Darré una descripción más que convincente de lo que significaba el nacionalismo alemán. Tanto fue su entusiasmo que Darré, a pesar de no formar parte de los «antiguos luchadores» del partido nazi, comenzó a escalar puestos en su jerarquía de una manera sorprendente. Entre 1930 y 1933, justo los años previos a la llegada de Hitler al poder, Darré desempeñó tareas de excepcional importancia en el terreno de la agitación. El 4 de abril de 1933, con Hitler convertido ya en canciller, Darré fue nombrado Reichsbauernführer y, tres meses después, pasó a ser el ministro de Alimentación y Agricultura. Era sólo el principio. A lo largo de los siguientes años, Darré -que seguía insistiendo en la comunión espiritual existente entre la sangre y el suelo- fue acumulando honor tras honor hasta el punto de convertirse en el jefe de la Oficina Central de las SS para la raza y el reasentamiento. Darré podía ser -de hecho, era- un magnífico ideólogo del nacionalismo de la sangre y del suelo pero, como tantos otros, destacaba por su carencia de competencia en el terreno práctico. A pesar del apoyo directo de Hitler, al poco de estallar la II Guerra Mundial, perdió su puesto. Mantenerle hubiera supuesto matar de hambre a la población del III Reich. Aun así, logró aferrarse a la poltrona durante los años de victoria de las armas alemanas. Sólo en mayo de 1942, se vio obligado a presentar su dimisión. Le gustara o no a Hitler, las obligaciones de la guerra eran lo suficientemente serias como para que el führer tuviera que asignar determinados cometidos no a nazis fanáticos, sino a funcionarios y militares competentes de diversas extracciones. Cuando en 1945 fue capturado por las fuerzas norteamericanas, Darré fue puesto a disposición del tribunal de Nuremberg por crímenes de guerra. Quedó demostrado que había provocado deliberadamente la muerte por hambre de población civil judía y polaca, pero sólo recibió una condena de cárcel de cinco años. En 1950, fue puesto en libertad y falleció algunos años después en una clínica privada. A esas alturas, el nacionalismo parecía una doctrina condenada por la Historia. Sus formas fascistas habían sido vencidas en el campo de batalla, sus manifestaciones en el campo de los aliados occidentales habían quedado completamente diluidas en las consignas de defensa de la democracia, y la Unión Soviética insistía en su carácter internacionalista y liberador de pueblos. La aparente derrota no había sido fácil. A mediados de los años 20 -y conviene recordarlo en esta época de desmemoria histórica- el nacionalismo italiano representado por Mussolini sólo recibía palabras de encomio. Emil Ludwig recogía en su libro de entrevistas con el duce la sensación de que los únicos regímenes progresistas eran la Italia fascista y la Unión soviética siquiera porque ambos eran feroces partidarios del intervencionismo estatal y enemigos jurados, amén de destructores de las democracias liberales. En el curso de esa década, el nacionalismo italiano de Mussolini fue alabado por personajes tan dispares, y a la vez tan relevantes, como Winston Churchill o Mahatma Gandhi. Al mismo tiempo, despertaba la admiración de los enemigos del liberalismo supuestamente putrefacto sin excluir a la URSS. Lejos de considerarse enemigos, Stalin y Mussolini realizaron negocios pingües intercambiando la sonrisa de quienes se creían dueños de un futuro exento de democracia. Para el comunismo, por encima de las libertades se hallaba el triunfo de la revolución socialista; para el nacionalismo, fascista o no, se encontraban el suelo y la sangre. Un proceso similar -y no por ello menos inexplicable- fue el que acompañó la llegada al poder del partido socialista-nacionalista de Hitler. También Churchill y Gandhi, como antaño hicieron con el nacionalista Mussolini, alabaron la energía del antiguo veterano del Ejército del kaiser. Incluso en los órganos de expresión de la URSS se insistió en que el Partido

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Comunista alemán no debía enfrentarse a los nazis, ya que constituían un «progreso objetivo» sobre la república liberal de Weimar. Durante los ocho años siguientes, Hitler y Stalin se comportaron como buenos hermanos. Ciertamente, sus asesores se enfrentaron en tierras españolas durante la Guerra Civil española, pero, a la vez, no tuvieron empacho en dividirse Europa frente a las democracias occidentales. Mientras Hitler obtenía el rearme -en el que le resultó de ayuda esencial la URSS-, los Sudetes, Bohemia, Moravia y parte de Polonia; Stalin se hacía con el resto del territorio polaco, las repúblicas del Báltico y buena parte de Finlandia. Los otros nacionalismos europeos -de nuevo, sangre y suelo como consigna- no eran más democráticos. Algunos abrazaron claramente el modelo fascista, especialmente en Bélgica y Europa central y oriental; otros sintieron que, por encima de la democracia, se hallaba el compromiso con el suelo y la sangre. El caso de España resultó al respecto claramente iluminador. Mientras el nacionalismo español acabó derivando hacia posturas autoritarias e incluso fascistas, en Cataluña y las Vascongadas se optó por un grave desprecio hacia la democracia. En 1934, por ejemplo, el recientemente homenajeado Companys se alzó antidemocráticamente contra un gobierno legítimo de centro-derecha hermanándose con el PSOE y otras fuerzas de izquierdas. Su actitud irresponsable fue la causante directa de una fractura social que acabó derivando dos años después en una cruenta guerra civil. Por lo que se refiere al PNV, mantuvo conversaciones con los conjurados de 1936 en un intento de sumarse al levantamiento contra el Gobierno del Frente Popular. Al respecto, el Informe Onaindía dirigido a la Santa Sede no deja lugar a dudas- Llegado el alzamiento de julio de 1936, se dividió entre los que lo apoyaron y los que se opusieron; mantuvo contacto con los alzados durante las hostilidades a la vez que obtenía del Gobierno republicano un Estatuto de Autonomía y, finalmente, traicionó a las fuerzas republicanas que combatían en el frente norte en el vergonzoso episodio conocido como la capitulación de Santoña. Durante las décadas siguientes, los distintos nacionalismos -que habían dado muestra, vez tras vez, de un talante en el que el suelo, la sangre y, generalmente, la lengua estaban por encima de valores como las libertades y la democracia- se vieron redimidos siquiera en parte. En algún caso, se oponían directamente al avance del comunismo, lo que los convertía en compañeros de viaje de las democracias; en otros, se enfrentaban con regímenes dictatoriales lo que les proporcionaba una cierta vitola de respetabilidad democrática. En unos y otros casos se olvidaba -por ignorancia, por miopía o por interés- que todos ellos sin excepción compartían el aprecio por el binomio que tan bien delimitó Darré y que ese elemento doble se elevaba sobre cualquier otraconsideración. Los movimientos terroristas que asolaron Europa desde los años 50, los regímenes nacionalistas nacidos de la caída del Muro de Berlín o el mismo comportamiento de los denominados eufemísticamente nacionalismos periféricos después de la Transición española han servido, en mayor o menor medida, para confirmar esa triste circunstancia. El hecho de que hasta la fecha en España los nacionalistas periféricos estén unidos en la denominada Declaración de Barcelona a pesar de que alguno de ellos es socio de gobierno de EH; o la espantosa circunstancia de que hace tan sólo unos días se negaran a suscribir la declaración del Parlamento europeo contra el terrorismo de ETA -la excepción fue CiU y sólo después de que el eurodiputado John Hume, y premio Nobel, sacara los colores a un catalanista mostrándole que no existe el menor parecido entre Irlanda y las Vascongadas muestran que, lamentablemente, no se hallan exentos del pecado original de todo nacionalismo. Cuenta éste con elementos irracionales y utópicos pero, sobre todo, antidemocráticos, porque ningún verdadero demócrata consideraría nunca que la sangre, el suelo o la lengua se hallan por encima del derecho a la vida o a la libertad.