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50 Revista Novedades Educativas | N° 300-301 | Diciembre 2015 / Enero 2016

rita dE PaScualEDirectora del Centro de Estudios Didácticos del Comahue (C.E.Di.Co.)

el oficio docente hoy y la obstinación por enseñar

Se propone un modo de mirar la ense-ñanza que permita a quienes participan en ella reconocerse como parte influyen-te en los procesos sociales del aula y de la escuela, definir intervenciones posi-bles y construir comprensiones acerca del valor educativo de las experiencias que desarrollan, identificando –además– los límites institucionales y éticos de la profesión y práctica docente.

En el título de esta comunicación hay una proposición acerca de nuestra práctica. La pro-puesta es mirar este oficio en el contexto actual y su vinculación con la didáctica. Plantear este oficio en el contexto actual es posicionarse en un escenario complejo y desafiante. Como sa-ben, el oficio docente es estudiado, analizado, comprendido desde diversos campos de co-nocimientos –psicológico, político, filosófico, antropológico, pedagógico, sociológico, entre otros–. Cada uno de ellos ha producido y pro-duce potentes conceptualizaciones acerca de esta práctica y de sus efectos en los sujetos a los cuales se dirige.

En este sentido, esta presentación hace foco en un campo de conocimiento, el campo di-dáctico y más específicamente en la Didáctica General; es decir, voy a mirar esta práctica pro-fesional desde la especificidad de mi trabajo, la enseñanza. A partir de allí, formularé algunas apreciaciones en torno a cómo esta práctica se desenvuelve en el contexto actual y cómo a pesar de las condiciones históricas, culturales, sociales e institucionales, seguimos insistiendo en enseñar.

Es así que comencé por la pregunta: ¿quiénes somos los que ejercemos este oficio de enseñan-tes? Quienes lo ejercemos somos nombrados de diferentes modos: maestros, profesores/as, enseñantes, educadores/as, profesionales o pro-fesionales de la educación, entre otras tantas no-

minaciones. Sabemos que cada una de ellas con-tiene supuestos ideológicos y éticos diferentes y, en tal sentido, analizar estos supuestos podría ser un camino para responder este interrogante. Sin embargo, resultó preferible ensayar otra vía para analizar. ¿Quiénes somos los que ejercemos el oficio de enseñar?

De este modo, me acerco a la enseñanza, a esta enseñanza que Tom (1984) define como práctica social pero, fundamentalmente, como práctica humana. En primer lugar, es bueno reconocer a la enseñanza y por lo tanto a este oficio, como una práctica social, que responde a intereses y determinaciones que exceden las intenciona-lidades de los sujetos particulares, pero esto no significa dejar de lado, que es también una práctica humana que compromete éticamente a quien la realiza: si bien, recibimos presiones que nos constriñen, al mismo tiempo, somos los sujetos que la llevamos a cabo los que, al re-conocer las condiciones de existencia, genera-mos modificaciones, buscamos intersticios para transitar el camino del saber, lo que nos permite preguntarnos por la significación social de los contenidos que enseñamos, por los propósitos que guían nuestras intervenciones, así como de las diferentes estrategias y materiales que utili-zamos en la puesta en acto de la enseñanza. De esta manera, se puede reconocer que nuestras prácticas, son siempre prácticas contextuadas en una estructura social e institucional pero, al mismo tiempo, somos los sujetos los que, en úl-tima instancia, definimos en ella las actuaciones.

Plantearla de este modo nos acerca al suje-to concreto a cada uno de nosotros que lleva-mos a cabo esta práctica. Esto no significa ser inocente, no se pueden dejar de reconocer las condiciones y las influencias que como proceso público nos atraviesan.

En primer lugar, y como no soy inocente, para reconocer algunas condiciones culturales, so-ciales e institucionales que nos atraviesan, es-cuchemos qué dicen de nosotros: en La opción

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de educar, Meirieu (2001) plantea que nuestra profesión es una profesión bajo sospecha y que el oficio de educa-dor, si bien no es la única cuestionable, sí que es la que más cuestionamientos recibe. En este sentido, todos nos vemos interpelados y hasta despreciados. En primer lugar, son las concepciones mercantilistas y eficientistas de la educación las que amplifican sus voces descalificatorias a través de uno de sus productos más potentes, esto es, los medios de comunicación masiva. De este modo, con formato de panfleto publicista nos endilgan la responsa-bilidad del deterioro de la escuela; dicen que no sabemos lo suficiente; que enseñamos conocimientos perimidos; que no ejercemos autoridad frente a nuestros estudiantes; que los estudiantes se aburren, y más y más en el mismo sentido. Acaso quienes nos acusan, ¿pretenden sustituir la escuela?, ¿imponer su lógica empresarial a la educación?, ¿aulas con formato de show mediático?, ¿recreos como tandas publicitarias?, ¿conocimiento como dato ahistórico y descontextualizado?, ¿maestros como comentaristas de espectáculos? En fin, para seguir pensando y preguntando.

Este discurso permea el entramado social, establece en la relación padres-maestros –cuando los padres no se au-sentan– un vínculo que es cada vez más complejo. Esta

vociferación del mercado a través de los medios de comu-nicación propicia el declive de la escuela como referen-te social. Esta erosión en la credibilidad de la institución escolar, trae aparejado, según Tenti Fanfani (2009), una crisis en la autoridad pedagógica; en las actuales condi-ciones, los maestros no tenemos garantizada la escucha, el respeto y el imprescindible reconocimiento social para realizar nuestro trabajo. Carencia u omisión de escucha y respeto que esmerila cualquier esbozo de autoridad do-cente frente a nuestros estudiantes; lo cual es preocupante si entendemos que para enseñar la autoridad –entendida como reconocimiento y legitimidad– es condición central. Entonces, ¿qué es lo que garantiza esta autoridad hoy? An-tes éramos portadores de una autoridad por efecto de la institución, por tener una titulación. Sin embargo, en este contexto somos los docentes quienes tenemos que volver a construirla; pero el desafío es encontrar nuevos compo-nentes y principios de construcción. Es decir, no se trata de recuperar nostálgicamente aquello que nos licuó el mer-cado, sino de encontrar otros coagulantes que solidifiquen el sentido y valor de nuestras prácticas.

Es acá donde entran a jugar nuevos conocimientos, nue-vas miradas acerca de la práctica del enseñar y del apren-der que recuperen y, al mismo tiempo, cuestionen lo que fuimos, cómo lo logramos y cómo lo perdimos. Considero que no hay modos de desarrollar “nuevos coagulantes” para dar sentido social a nuestras prácticas si no descar-tamos o modificamos fórmulas perimidas o vencidas.

Desde esta actitud crítica y cuestionadora en pos de una construcción son muchos los interrogantes que emergen.

• En primer lugar, me pregunto, como integrante de una institución que es formadora de formadores, ¿recono-cemos esta situación, este contexto que atraviesa el oficio? Y si lo hacemos, ¿cómo reconstruimos este ofi-cio, qué planes de estudio promovemos, qué perfiles profesionales explicitamos, qué conocimientos de los campos disciplinares ofrecemos en nuestra formación que nos permiten pensar alternativas para construir y reconstruir una práctica que, al reconocer las condicio-nes por la que transcurre, no se paralice; que recupere la autoridad de la enseñanza; que promueva aprendiza-jes; que les permita a los estudiantes hacer una lectura del mundo y de las palabras, tal como plantea Freire.

• En segundo lugar, ¿qué decimos de nosotros, cómo nos vemos nosotros? Creo que reconocemos esta crecien-te pérdida de legitimidad, esta pérdida de autoridad deontológica –por portación de títulos–, de la que ve-nimos hablando. A veces nos sentimos alienados, nos queremos jubilar o realizar otra tarea, sentimos que no nos reconocen, que estamos cansados, que se suman a nuestras tareas habituales demandas sociales nuevas y complejas relacionadas con la formación de subjeti-vidades, la formación de nuevos sujetos. Que ese estu-diante conocido se convierte de pronto en ese “extraño escolar” del que nos habla Alliaud (2009).

Acepto estas circunstancias, este casi “sufrimiento psíquico” lo asumo y, sin embargo, como dice Meirieu (2001), ejerzo y defiendo este oficio desde hace veinticinco años. Ahora bien, qué hace que uno, a pesar de lo narrado antes, per-sista; no es una cuestión monetaria, no es una cuestión de prestigio social, no es una cuestión de comodidad o porque, según los medios y buena parte del sentido común acrítico,

Es posible pensar en formas de enseñar que pueden ser concebidas como procesos de búsqueda y construcción colaborativa, superando

las concepciones de control social e imposición jerárquica implícitas en visiones de enseñanza de orden técnico

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somos los que tenemos tres meses de vacaciones. Entonces qué es lo que nos pasa, que seguimos insistiendo en este oficio de enseñar.

Si estuviéramos realizando una inves-tigación sobre esta cuestión y buscára-mos indicadores de por qué persistimos, estos no serían fáciles de identificar; quizás, como plantea Antelo (2014), la dicha es poca pero buena, y esa dicha la obtenemos cuando la clase es exitosa, cuando nuestros estudian-tes nos reconocen; es ese encuentro de mentes del que nos habla Sarason (2002), es la gratificación del oficio y el reconocimiento, que a veces lo lo-gramos; hablo de esa expectativa de transformación aunque sea un rato, esa imagen de estar en la vida de Otro, eso es lo que proporciona la re-compensa, el mostrar que algún logro se debe a mí. Antelo (2001) habla de poder construir una teoría del recono-cimiento pedagógico, pero ese reco-nocimiento no puede ser, como viene sucediendo en los últimos tiempos, un reconocimiento personal, porque el sufrimiento también es personal. Al respecto Dubet (2006) dice que hoy dar clase es como ir a un boliche: al-gunas/os consiguen chicas/os y otros no, esto nos deja en la trampa de la seducción personal.

Y entonces la pregunta que se nos impone es por qué esta obstinación por seguir enseñando y ejerciendo este oficio y cómo hacer para que esta obstinación no sea de índole personal sino colectivo. Es decir, no se sostenga por simples vanidades narcisistas que instituyen la compe-titividad entre docentes –cual co-merciantes del saber regidos por le-yes del mercado–, sino que sea una obstinación por instalar el valor de la construcción social del conocimiento cuyo sentido final sea el bien común.

Nobleza obliga y vuelvo a recurrir a Meirieu (2006), y esa categoría de obstinación didáctica, pero ¿en qué sentido es esta obstinación? Él esta-blece como condición del oficio la obstinación didáctica sobre el fondo

del derecho ajeno a no participar del intercambio. Es decir: intenta-mos ejercer la enseñanza a pesar del Otro, de las condiciones de las situa-ciones que se plantean – sociales e institucionales.

Al hablar de enseñanza, me refiero a una construcción social, un proceso de interacción e intercambio regido por determinadas intenciones e inte-reses, “en principio destinada a hacer posible el proceso educativo (Tom, 1984, p. 38)”.

Un proceso condicionado desde fuera, en cuanto forma parte de la estructura de instituciones sociales entre las cuales desempeña funcio-nes, pero también como la construc-ción que realizan sujetos concretos, de sus intenciones y de sus intereses.

Entender esto críticamente significa no reducir la enseñanza a aplicaciones de decisiones ajenas, sino que requiere el juicio propio de los sujetos implica-dos en la práctica para poder interpre-tar los propósitos globales de la ense-ñanza y juzgar las formas en que estos pueden o no aplicarse en los contextos concretos en los que se actúa.

De este modo, es posible pensar en formas de enseñar que pueden ser concebidas como procesos de bús-queda y construcción colaborativa, superando de esta manera las con-cepciones de control social e imposi-ción jerárquica implícitas en visiones de enseñanza de orden técnico, hijas de una concepción mercantilista.

Considero que las perspectivas comprensivas de la enseñanza son potentes planteos para favorecer visiones críticas acerca del modo en que transcurren las situaciones edu-cativas, habilitan a reflexionar sobre las circunstancias de la vida del aula, los mecanismos personales, institu-cionales y sociales que entran en jue-go y la complejidad de relaciones y aprendizajes que pueden tener lugar en tales situaciones.

Creo que este modo de mirar la en-señanza nos permite a los que parti-cipamos en ella reconocernos como

parte influyente en los procesos so-ciales del aula y de la institución y, en este sentido, poder definir nuestras intervenciones y construir compren-siones acerca del valor educativo de las experiencias que desarrollamos, reconociendo además los límites ins-titucionales y éticos de la profesión y práctica docente.

Teorizar de este modo acerca de la enseñanza nos remite a cualificar esta como “buena enseñanza” (Fens-termacher, 1986), la que se diferencia del planteo de la didáctica de años anteriores que se remitía a la cuali-dad de enseñanza exitosa, esto es, la búsqueda de resultados acorde a los objetivos que prescribíamos.

Por el contrario, en este contexto la palabra buena tiene tanta fuerza éti-ca como epistemológica. Preguntarse en el sentido ético es preguntarse, por un lado, sobre la finalidad de nuestros actos. Meirieu (2001, p. 10) sostiene:

(…) esta interrogación nos sitúa de

entrada ante la cuestión del Otro,

ese Otro como mayúsculas, es pre-

guntarnos en todo lo que digo, en las

decisiones que tomo, si… ¿permito al

Otro que sea frente a mí?, si… ¿acepto

el riesgo a pesar de las dificultades

que ello comporta, de la incertidum-

bre en la que me sitúa?

Por otro lado, preguntarnos qué es buena enseñanza en el sentido epis-temológico, es preguntarse si lo que se enseña es digno que el estudiante lo conozca, lo crea y lo comprenda. Esto implica, según Litwin (1996, p. 95),

(…) la recuperación de la ética y los

valores en las prácticas de la ense-

ñanza. Se trata de valores inherentes

a la condición humana, pero desde

su condición social, en los contextos

y en los marcos de las contradictorias

relaciones de los sujetos en los ámbi-

tos escolares.

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En este sentido, se postula la nece-sidad de construir una práctica profe-sional que atienda a la reflexión sobre aspectos que nos permitan recuperar lo imprevisto, la incertidumbre, los di-lemas y las situaciones conflictivas en las que a diario los docentes nos en-contramos y para las cuales debemos recurrir a destrezas y valores humanos relacionadas con la capacidad de libe-ración, de reflexión y de juicio.

Estamos hablando de reconocer como componente legítimo y necesario de la profesión docente aquellas capacida-des que desde la racionalidad técnica quedan excluidas o bien subordinadas solo a cierto conocimiento científico.

Tal como lo plantea McLaren (1989), la idea es en dónde situamos esta prác-tica, si en el terreno seguro de una im-portancia social más bien pequeña, o como problema de interés humano que debe descender a las “arenas mo-vedizas” en donde puede ocuparse de problemas más importantes y desa-fiantes. Si se encuadra en esta última posibilidad, es indudable que deberá dejar de lado el rigor técnico.

Lo que se plantea es la posibilidad de que el docente intelectualice su oficio. Esto es entenderlo, según mi construcción teórica y ética, como un proceso de construcción, de búsqueda permanente de significados y su tra-ducción en valores educativos.

Pensar en el oficio docente, como intelectual, es desarrollar un conoci-miento sobre la naturaleza de la en-señanza que reconozca y cuestione su naturaleza socialmente construida y el modo en que se relaciona con el or-den social, así como analizar las posi-bilidades de transformación implícitas en el contexto social de las aulas.

El oficio intelectual se construye, en este sentido, con orientación de definirse ante los problemas y actuar consecuentemente, considerándolos como situaciones que van más allá de nuestras intenciones y actuacio-nes personales para incluir su análisis como problemas que tienen un origen social e histórico.

Se piensa, desde esta perspectiva, que tanto la comprensión de los facto-res sociales e institucionales que con-dicionan la práctica educativa, como la emancipación de las formas de do-minación que afectan a nuestro pen-samiento y a nuestra acción no son procesos espontáneos que se produ-cen naturalmente por el mero hecho de participar en experiencias educati-vas. Por el contrario, se producen por participar activamente en el esfuerzo por develar lo oculto, por desentrañar el origen histórico y social de lo que se nos presenta como natural, por con-seguir captar y mostrar los procesos por los que la práctica de la enseñan-za queda atrapada en pretensiones, relaciones y experiencias de dudosos valores educativos, mientras necesa-riamente busca la transformación.

Esto, supone un lugar de autonomía profesional en un sentido colectivo y no individual y de su defensa como proceso constructivo continuo que no se agota en logros personales. También supone la comprensión de los factores siempre cambiantes que dificultan no solo la transformación de las condiciones sociales e institucio-nales de la enseñanza sino también la de nuestras propias conciencias. Esta idea de autonomía debe ligarse con la idea de aceptación de las diferencias como reconocimiento de las contra-dicciones de los sujetos y de búsqueda de superación de aquellas.

Tratando de sostener alguna cohe-rencia con el desarrollo de esta charla y ya finalizando, vuelvo a preguntar-me y a preguntarles a los formadores de formadores, a las instituciones de formación y a los estudiantes: si sen-timos, pensamos, consideramos que estamos formando o nos están for-mando en un oficio que nos permita sostener la obstinación por la ense-ñanza. Si los temas, los problemas, las perspectivas teóricas, los modos que ofrecemos y nos ofrecen posibi-litan reconocer la incertidumbre, la complejidad, pero también el placer y la pasión que significa el encuentro

bibLiograFía

Alliaud, A. (2009). Los gajes del oficio. En-señanza, pedagogía y formación. Buenos Aires: Aique.

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entre quienes enseñamos y quienes aprenden con la finalidad de construir espacios sociales y culturales más de-mocráticos, justos y equitativos más allá de los límites del aula.