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Profesores y PAS Un cuento de amor Marcial Fernández Rudolf, con la cabeza levantada y reclinado en su cadencioso cuerpo, la miraba con sus profundos ojos verdes. Ella, esbelta y apetitosa, bailaba enfrente y en torno a Rudolf apenas sin tocar el suelo. Él -es de suponerse- estaba en posición de ataque, con esa nerviosidad serena que siempre le fue tan característica. Ella, seductora, como si no se diera cuenta de la situación, seguía exhibiéndose alegre y provocativa. Rudolf, entonces, de un sólo movimiento atrapó entre sus fauces gatunas a la mariposa, y, de dos mordidas, se la comió. Las llaves de Stella Jorge Ariel Madrazo Stella abrió la puerta de su casa, radiante como siempre. Entre cuatro dedos de su mano derecha -en posición supina- agitaba las llaves y con la otra mano sujetaba a su perra blanca, Stephanía, a la que llevaba al paseo nocturno. De pronto comprobó: ya no tenía las llaves. Nunca aparecerían. En la siguiente oportunidad aferraba la correa perruna cuando, en una distracción o algo así, advirtió con alarma que ya no la sujetaba. De la perra, nunca supo. Una noche del mes siguiente apoyó una mano en una pared de su casa y ¡zaz! ésta se esfumó ante su aterrado estupor. Decidió entonces invitar a salir al hombre a quien odiaba, lo aferró de un brazo con fuerza. Nada. Stella ignoraba que el don de las desapariciones le había sido otorgado por el dios bromista sólo para ser ejecutado tres veces. Resignada, Stella descubrió en cambio que el hombre no era tan desagradable. Y poseía llaves, perro y casa. Servicio de correos Orlando Van Bredam

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Profesores y PASUn cuento de amorMarcial Fernández

Rudolf, con la cabeza levantada y reclinado en su cadencioso cuerpo, la miraba con sus profundos ojos verdes. Ella, esbelta y apetitosa, bailaba enfrente y en torno a Rudolf apenas sin tocar el suelo. Él -es de suponerse- estaba en posición de ataque, con esa nerviosidad serena que siempre le fue tan característica. Ella, seductora, como si no se diera cuenta de la situación, seguía exhibiéndose alegre y provocativa. Rudolf, entonces, de un sólo movimiento atrapó entre sus fauces gatunas a la mariposa, y, de dos mordidas, se la comió.

Las llaves de StellaJorge Ariel Madrazo

Stella abrió la puerta de su casa, radiante como siempre. Entre cuatro dedos de su mano derecha -en posición supina- agitaba las llaves y con la otra mano sujetaba a su perra blanca, Stephanía, a la que llevaba al paseo nocturno. De pronto comprobó: ya no tenía las llaves. Nunca aparecerían. En la siguiente oportunidad aferraba la correa perruna cuando, en una distracción o algo así, advirtió con alarma que ya no la sujetaba. De la perra, nunca supo. Una noche del mes siguiente apoyó una mano en una pared de su casa y ¡zaz! ésta se esfumó ante su aterrado estupor. Decidió entonces invitar a salir al hombre a quien odiaba, lo aferró de un brazo con fuerza. Nada. Stella ignoraba que el don de las desapariciones le había sido otorgado por el dios bromista sólo para ser ejecutado tres veces. Resignada, Stella descubrió en cambio que el hombre no era tan desagradable. Y poseía llaves, perro y casa.

Servicio de correosOrlando Van Bredam

Mi natural desconfianza del servicio de correo me llevó a probar la eficacia del sistema. Me envié cartas a mí mismo para saber si llegaban a tiempo. Nada más particular que la cara del cartero cuando descubría que el destinatario y el remitente eran la misma persona.

En una oportunidad, el texto me resultaba extraño. Supuse que se trataba de una broma de los empleados o de mi vieja costumbre de pensar una cosa y escribir absolutamente lo contrario. Lo cierto es que nada me proporcionaba más placer que recibir mis propias cartas. Eso tenía sus ventajas; en primer lugar, nunca había sorpresas desagradables; en segundo lugar, eran líneas sinceras, nunca trataba

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de engañarme con adulaciones hipócritas y tercero; en caso de que la carta se extraviara del correo a mi casa, no importaba, yo sabía de qué se trataba.

SoledadPedro de Miguel

Le fui a quitar el hilo rojo que tenía sobre el hombro, como una culebrita. Sonrió y puso la mano para recogerlo de la mía. Muchas gracias, me dijo, muy amable, de dónde es usted. Y comenzamos una conversación entretenida, llena de vericuetos y anécdotas exóticas, porque los dos habíamos viajado y sufrido mucho. Me despedí al rato, prometiendo saludarle la próxima vez que le viera, y si se terciaba tomarnos un café mientras continuábamos charlando.

No sé qué me movió a volver la cabeza, tan sólo unos pasos más allá. Se estaba colocando de nuevo, cuidadosamente, el hilo rojo sobre el hombro, sin duda para intentar capturar otra víctima que llenara durante unos minutos el amplio pozo de su soledad.

Paternidad responsableCarlos Alfaro

Era tu padre. Estaba igual, más joven incluso que antes de su muerte, y te miraba sonriente, parado al otro lado de la calle, con ese gesto que solía poner cuando eras niño y te iba a recoger a la salida del colegio cada tarde. Lógicamente, te quedaste perplejo, incapaz de entender qué sucedía, y no reparaste ni en que el disco se ponía rojo de repente ni en que derrapaba en la curva un autobús y se iba contra ti incontrolado. Fue tremendo. Ya en el suelo, inmóvil y medio atragantado de sangre, volviste de nuevo tus ojos hacia él y comprendiste. Era, siempre lo había sido, un buen padre, y te alegró ver que había venido una vez más a recogerte.

Ajuar funerarioFernando Iwasaki

Cuando llegué al sanatorio, encontré a mi madre enlutada en las escaleras.-Pero mamá, tú estás muerta.-Tú también, mi niño. Y nos abrazamos desconsolados.

La cita inesperadaPablo Santillán Ledesma

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Me había dicho que no volveríamos a vernos; que era la primera y última vez. Que era peligroso. Lo decía sutilmente, como silbando las palabras. Yo tenía la certeza de que estaba mintiendo, o que con esa determinación decía lo contrario; estaba seguro porque mientras me hablaba apretaba mis manos, silabeando. Al siguiente día, en la noche, cuando la velaban, una de sus íntimas amigas me susurró al oído: “Fíjate que hoy, precisamente hoy en la tarde, ella me había dicho que mañana en la noche tendría una cita contigo”.

Con el corazón en la manoLeopoldo Ruiz Cervera

Alfredo mató a su madre. Una vez muerta le extrajo el corazón. En su alocada huida cayó y rodó por las escaleras de su casa. El corazón salió despedido y dando botes fue a parar al rellano siguiente. El corazón de la madre desde el suelo, con el tierno recuerdo de un invisible cordón umbilical, vibró y dijo:

-¿Te has hecho daño, hijo mío?

Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidosAntonio Pereira

Una vez estaba Pepín Ramos el poeta inspirado en la taberna que llaman el Senado, sentado a la mesa tosca, haciendo su papel de poeta inspirado. Todos lo respetamos mucho en sus esperas de la voz misteriosa, aunque nunca se le haya visto una página terminada. Vino un parroquiano de la taberna con la alegría lúcida de los primeros vasos, y fisgó el renglón que campeaba en la hoja.

Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos.

El verso hermoso, todavía único, con que iba a arrancar el poema.

El parroquiano suspiró:

-Es un buen empiece, Pepín. Pero ahora qué.

El sueñoChuang Tzu

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Chuang Tzu soñó que era una mariposa y no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre.

Hara-kiriGustavo Tatis Guerra

El viejo almirante Oshibo, luego de hacerse el hara-kiri, entró a la muerte, luego de una tremenda agonía. No quiso acelerar lo inexorable. Antes que alguien se le ocurriera darle un golpe de gracia, él había dejado escritas dos líneas concebidas poco antes del final. Eran en esencia, la sombra de un pájaro en el agua, acaso toda su vida:

La luz de tu cuerpo brilla y tiemblaen la luna de mis manos

La sangre del viejo almirante no dejó de fluir.

Sus ojos parecían diáfanos y serenos como los de un niño.

Instrucciones para llorarJulio Cortázar

Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.

NagasakiAlfonso Sastre

Me llamo Yanajido. Trabajo en Nagasaki y había venido a ver a mis padres en Hiroshima. Ahora ellos han muerto. Yo sufro mucho por esta pérdida y también por mis horribles quemaduras. Ya sólo deseo

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volver a Nagasaki con mi mujer y con mis hijos.

Dada la confusión de estos momentos no creo que pueda llegar a Nagasaki en seguida, como sería mi deseo; pero sea como sea, yo camino hacia allá. No quisiera morir en el camino. ¡Ojalá llegue a tiempo de abrazarlos!

Muerte de un estilistaMiguel Ibáñez de la Cuesta

—¡Socorro! —gritó.

—¡Auxilio! —volvió a gritar.

—¡Ayuda!

Y los que iban a rescatarlo dejaron de correr: no sería tan grave lo suyo, si aún le quedaban ganas de buscar sinónimos.

FúnebreMario Haley Mora

Cuando nacía, murió su madre de parto. Fue hijo huérfano de padre viudo. Se casó y enviudó a su vez, pero antes de morir, su esposa le dio un hijo que resultó ser el hijo huérfano de un padre viudo que era hijo huérfano de un padre viudo. Viven los tres en la misma casa, y cuando paso frente a ella, camino con solemnidad, como si pasara frente a un panteón.

Página asesinaJulio CortázarEn un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.

La joya de ópaloFabio Martínez

Como estaba muy enamorado, le regaló para su cumpleaños un anillo de ópalo. Después del regalo, empezaron las desgracias. Primero, fue la historia del suicida que al tirarse de un décimo quinto piso casi le

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cae en la cabeza y lo mata; segundo, se le incendió la casa; tercero, le mataron a un hermano.

Cuando él escogió la joya de ópalo, no sabía que esa piedra trae consecuencias funestas.

No al que la recibe, sino al que la escoge y la obsequia como regalo.

La tortuga y AquilesAugusto Monterroso

Por fin, según el cable, la semana pasada la Tortuga llegó a la meta.

En rueda de prensa declaró modestamente que siempre temió perder, pues su contrincante le pisó todo el tiempo los talones.

En efecto, una diezmiltrillonésima de segundo después, como una flecha y maldiciendo a Zenón de Elea, llegó Aquiles.

Historia de CeciliaCicerón

He oído a Lucio Flaco, sumo sacerdote de Marte, referir la siguiente historia: Cecilia, hija de Metelo, quería casar a la hija de su hermana y, según la antigua costumbre, fue a una capilla para recibir un presagio. La doncella estaba de pie y Cecilia sentada y pasó un largo rato sin que se oyera una sola palabra. La sobrina se cansó y le dijo a Cecilia:

—Déjame sentarme un momento.

—Claro que sí, querida —dijo Cecilia—; te dejo mi lugar.

Estas palabras eran el presagio, porque Cecilia murió en breve y la sobrina se casó con el viudo.

La fiesta nacionalAlfonso Reyes

(...) Ventura de la Vega, en el tránsito, reúne a sus deudos e íntimos para revelarles el secreto de su vida. Todos esperan terribles cosas:

–¡Me carga el Dante! –les confiesa.

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Luis Taboada, moribundo, llama a su hijo:

–Ve –le dice– a la Parroquia de San José, y di que me manden los Santos Óleos; pero que sean buenos, que son para mí.

Y el novillero. El novillero que acosaba día y noche al Lagartijo pidiéndole la alternativa. Murió una tía de éste a quien él tenía por su segunda madre. Pidióle el novillero la alternativa por el alma de su señora tía, y cedió el torero, como sensible. El primer toro que toca lidiar al nuevo matador resulta toro de bandera, que lleva la muerte en los cuernos. El padrino le ayuda, le prepara el toro:

–¡Tírate ahora! –le grita.

Y el ahijado se perfila; sabe que no podrá, da por segura la cornada y, resuelto a todo, vuelve un instante los ojos al maestro: advierte entonces el brazal negro, el traje negro y oro de Lagartijo que recuerda el luto reciente y, antes de arrancarse, todavía tiene tiempo –¡y ánimo!– para decir, jugando la vida y el vocablo:

–Maestro, ¿qué se le ofrece para su señora tía?

El dinosaurioAugusto Monterroso

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Los dinosaurios, el dinosaurioRaúl Brasca

Cada soñador (¿o habría que decir durmiente?) tiene su dinosaurio, aunque lo común es que no lo encuentre al despertar. Soñadores impacientes despiertan siempre antes de que sus dinosaurios lleguen, y dinosaurios impacientes siempre se van antes de que sus soñadores despierten. Lo admirable del cuento de Monterroso consiste en presentar el único caso en que el tiempo del soñador coincidió con la paciencia de su dinosaurio y la impaciencia de un considerable número de lectores.

Un esclavoPablo Montoya Campuzano

Llevo cadenas. Los dioses no han muerto pero están solos. A mi lado, rabia. Soy la raíz del mundo. La mirada del fuego reflejada en la noche. Mis manos inventan el tambor despojado, y preparan ya la fuga. Preso en lo hondo de este barco, soy la revuelta inevitable.

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Un judíoPablo Montoya Campuzano

En la mirada de la mujer una llanura, caballos que corren hacia un punto distinto al que busca este tren herrumbroso. Ella está junto al respiradero, estira sus manos entre los alambres, buscando un aire huidizo. También sabe que nos ha correspondido el horror. De nuevo estamos signados por la barbarie como antes lo estuvieron nuestros ancestros en Goray. Pero hoy, me repito, todo es una ficticia emanación: el paisaje visto en los ojos, la mujer, el tren que va a Treblinka, mi incredulidad. Este viaje hacia la muerte es ilusorio como la luz y la lluvia. Como la oración dicha por alguien, junto a mí, porque hoy es sábado.

OtroNathaniel Hawthorne

Un hombre rico deja en su testamento su casa a una pareja pobre. Ésta se muda allí; encuentran un sirviente sombrío que el testamento les prohíbe expulsar. El sirviente los atormenta; se descubre, al fin, que es el hombre que les ha legado la casa.

El bello animal indefinidoLuis Fernando Macías

Rosita madrugó el lunes y, apresurada, se bañó.

Los lunes tenía que ir al colegio, pero ella corrió al campo porque tenía la certeza de que era sábado, su día libre.

Cuando saltaba entre los matorrales, sobre un árbol, descubrió un gato tratando de mirar al cielo.

¡Qué bello perro!, se dijo, y trenzó amistad con él.

En la tarde regresó a casa, llevando al animal tras de sí.

Su madre, al verla venir, le habló: Es gracioso el tigre que te acompaña.

Por la noche, su padre llegó cansado del trabajo y Rosita quiso mostrarle su amigo. El padre, estuvo alegre porque su hija tenía un compañero y le recomendó: Cuida mucho de tu zorro para que siempre esté contento.

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Durante los días siguientes, muchos vecinos de Rosita quisieron conocer el oso que ella guardaba en su casa, y algunos quedaron asombrados al ver un cóndor sin plumas.

Reencuentro con una mujerLuis Fayad

La mujer le dejó saber con la mirada que quería decirle algo. Leoncio accedió, y cuando ella se apeó del bus él la siguió. Fue tras ella a corta pero discreta distancia, y luego de alejarse a un lugar solitario la mujer se volvió. Sostenía con mano firme una pistola. Leoncio reconoció entonces a la mujer ultrajada en un sueño y descubrió en sus ojos la venganza.

–Todo fue un sueño –le dijo–. En un sueño nada tiene importancia.

La mujer no bajó la pistola.

–Depende de quién sueñe.

Mensaje de medianocheLuis Fayad

Desde hacía un mes la rata rondaba todas las noches por el apartamento. Leoncio la oía, dueña del lugar, y había ensayado deshacerse de ella instalando trampas y rociando veneno por el piso. También en vano obstruyó los agujeros de los rincones y se paró amenazante con una escoba detrás de las puertas. Al cabo del mes Leoncio se notó a sí mismo con el carácter cambiado, y escribió una nota: «Por favor, déjeme tranquilo». La colocó en el piso de la cocina y se acostó confiado, pero lo único que varió durante la noche fue el pasearse impaciente de la rata, y a la mañana siguiente, cuando leyó de nuevo la nota, Leoncio tuvo la impresión de que iba dirigida a él.

ArmisticioJuan José Arreola

Con fecha de hoy retiro de tu vida mis tropas de ocupación. Me desentiendo de todos los invasores en cuerpo y alma. Nos veremos las caras en la tierra de nadie. Allí dónde un ángel señala desde lejos invitándonos a entrar: Se alquila paraíso en ruinas.

Cuento de horrorJuan José Arreola

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La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.

Los bomberosMario Benedetti Olegario no sólo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy orgulloso de su poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego decía: "Mañana va a llover". Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: "El martes saldrá el 57 a la cabeza". Y el martes salía el 57 a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiración sin límites.

Algunos de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos. Caminaban con él frente a la Universidad, cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible, y dijo: "Es posible que mi casa se esté quemando".

Llamaron un taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca a los bomberos. Éstos tomaron por Rivera, y Olegario dijo: "Es casi seguro que mi casa se esté quemando". Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban.

Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a su colmo. Cuando doblaron por la calle en que vivía Olegario, los amigos se pusieron tiesos de expectativa. Por fin, frente mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y los hombres comenzaron rápida y serenamente los preparativos de rigor. De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla volaba por los aires.

Con toda parsimonia, Olegario bajó del taxi. Se acomodó el nudo de la corbata, y luego, con un aire de humilde vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones y los abrazos de sus buenos amigos.

Las tardesNicolas de Chamfort Cierto hombre pasaba, desde hacía treinta años, todas las tardes en casa de la señora X. Un día, la esposa de este hombre falleció. Todos creyeron que se casaría con la otra y hasta lo alentaron a hacerlo.Él se negó.

–No sabría dónde pasar mis tardes –dijo.HuríesAna María Shúa

Si para el buen musulmán el Paraíso es fértil en huríes, para la musulmana observante, ¿qué promete? Menos que nada es un harem

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de varones dóciles a sus deseos (menos que una sola semilla de sésamo) frente a la gloria de ser la favorita en un harem de cien mil cuatrocientas treinta y dos mujeres bellas. (Las otras cien mil cuatrocientas treinta y una están en el infierno).

La tramaJorge Luis Borges

Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de la estatua por lo impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.

Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): ¡Pero, che! Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena.

Los amantesJuan Rodolfo Wilcock

Harux y Harix han decidido no levantarse más de la cama: se aman locamente, y no pueden alejarse el uno del otro más de sesenta, setenta centímetros. Así que lo mejor es quedarse en la cama, lejos de los llamados del mundo. Está todavía el teléfono, en la mesa de luz, que a veces suena interrumpiendo sus abrazos: son los parientes que llaman para saber si todo anda bien. Pero también estas llamadas telefónicas familiares se hacen cada vez más raras y lacónicas. Los amantes se levantan solamente para ir al baño, y no siempre; la cama está toda desarreglada, las sábanas gastadas, pero ellos no se dan cuenta, cada uno inmerso en la ola azul de los ojos del otro, sus miembros místicamente entrelazados.

La primera semana se alimentaron de galletitas, de las que se habían provisto abundantemente. Como se terminaron las galletitas, ahora se comen entre ellos. Anestesiados por el deseo, se arrancan grandes pedazos de carne con los dientes, entre dos besos se devoran la nariz o el dedo meñique, se beben el uno al otro la sangre; después, saciados, hacen de nuevo el amor, como pueden, y se duermen para volver a comenzar cuando despiertan. Han perdido la cuenta de los días y de las horas. No son lindos de ver, eso es cierto, ensangrentados, descuartizados, pegajosos; pero su amor está más allá de las convenciones.

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PeronellaBoccaccio

Es, pues, mi intención contaros lo que una jovencita (aunque de baja condición fuera) le hizo, en un periquete, a su marido para salir de un grave aprieto.

Hace casi nada que un pobre hombre, en Nápoles, tomó por mujer a una hermosa y atractiva jovencita llamada Peronella; y él con su oficio, que era de albañil, y ella hilando, con lo que ganaba muy poco, gobernaban su vida como mejor podían. Sucedió que un joven donjuán, viendo un día a esta Peronella y gustándole mucho, se enamoró de ella, y tanto la solicitó de una manera y de otra que llegó a intimar con ella. Y para estar juntos tomaron el acuerdo de que, como su marido se levantaba temprano todas las mañanas para ir a trabajar o a buscar trabajo, el joven se colocara en un lugar de donde lo viese salir de casa; de modo que, una vez se hubiera marchado el marido, entrara él en la casa. Y así lo hicieron muchas veces.

Pero una de aquellas mañanas sucedió que, mientras el buen hombre había marchado a trabajar y ya Giannello Scrignario -que así se llamaba el joven- estaba en su casa con Peronella, el buen albañil regresó a caso cuando en todo el día no solía volver, y al encontrar la puerta cerrada por dentro, llamó y comenzó a decirse:

- Oh, Dios, alabado seas siempre, que, aunque me hayas hecho pobre, al menos me has consolado con una buena y honrada joven por mujer. Ve cómo enseguida cerró la puerta por dentro cuando yo me fui para que nadie pudiese entrar aquí para molestarla ni distraerla.

Peronella, oyendo al marido, al que conocía por la forma de llamar, dijo:

- ¡Ay! Giannelo mío, muerta soy, que aquí está mi marido que Dios confunda, que ha vuelto, y no sé qué decirle de todo esto, que nunca ha vuelto a esta hora. Tal vez te vio cuando entraste. Pero por amor de Dios, sea como sea, métete en esa tinaja que ves ahí y yo iré a abrirle, a ver qué quiere decir este volver esta mañana tan pronto a casa.

Giannello prestamente se metió en la tinaja, y Peronella, yendo a la puerta, abrió al marido y con mal gesto le dijo:

- ¿Pues qué novedad es ésta que tan pronto vuelvas a casa esta mañana? A lo que me parece, hoy no quieres dar golpe, que te veo volver con las herramientas en la mano; y si eso haces, ¿de qué viviremos? ¿De dónde sacaremos pan? ¿Crees que voy a consentir que empeñes lo poco que tengo, que no hago día y noche más que hilar tanto que tengo la carne desprendida de las uñas, para poder

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por lo menos tener aceite con que encender nuestro candil? Marido, no hay vecina aquí que no se maraville y que no se burle de mí con tantos trabajos como soporto; y tú te me vuelves a casa con las manos colgando cuando deberías estar en la obra.

Y dicho esto, comenzó a sollozar y a decir de nuevo:

- ¡Ay! ¡Triste de mí, desgraciada de mí! ¡En qué mala hora nací! En qué mal punto vine aquí, que habría podido tener un joven de posición y no quise, para venir a dar con este que no piensa en quién se ha traído a casa. Las demás se divierten con sus amantes, y no hay una que no tenga sino dos o tres, y disfrutan, y le enseñan al marido la luna por el Sol; y yo, ¡mísera de mí!, porque soy buena y no me ocupo de tales cosas, tengo males y malaventura. De veras que no sé por qué no tomo amante como otras hacen. Entiende bien, marido mío, que si quisiera obrar mal, bien encontraría con quién, que los hay, y atractivos, que me aman y me requieren y me han mandado propuestas de mucho dinero, o si quiero ropas o joyas, pero ni corazón nunca los ha admitido, porque soy hija de mi madre. ¡y tú, en cambio, te me vuelves a casa cuando tenías que estar trabajando!

Dijo el marido:

- ¡Bah, mujer!, no te molestes, por Dios. Te conozco bien y sé quién eres, y hasta esta mañana me he dado cuenta de ello. Es verdad que me fui a trabajar, pero se ve que no lo sabes, como yo no lo sabía. Hoy es el día de San Caleone y no se trabaja, y por eso me he vuelto a esta hora a casa; pero no he dejado de buscar y encontrar el modo de que hoy tengamos pan para un mes, pues he vendido a este que ves aquí conmigo la tinaja, que sabes que ya hace tiempo nos está estorbando en casa: ¡y me da cinco liras!

Dijo entonces Peronella:

-Y todo eso haces sin atender a mis esfuerzos, pues tú, que eres un hombre y vas por ahí y debías saber las cosas del mundo, has vendido la tinaja en cinco liras, mientras yo, pobre mujer, cuando no habías apenas salido de casa cuando, y viendo que ya estorbaba, la he vendido en siete a un buen hombre que, al volver tú, se metió dentro para ver si estaba bien sólida.

Cuando el marido oyó esto se puso más que contento, y dijo al que había venido con él para ello:

- Buen hombre, vete con Dios, que ya oyes que mi mujer la ha vendido en siete cuando tú no me dabas más que cinco.

El buen hombre dijo:

- ¡Sea en buena hora! Y se fue.

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Y Peronella dijo al marido:

- ¡Ven aquí, y ahora y vigila con él nuestros asuntos!

Giannello, que estaba con las orejas tiesas para ver si de algo tenía que temer o protegerse, oídas las explicaciones de Peronella, prestamente salió de la tinaja; y como si nada hubiera oído de la vuelta del marido, comenzó a decir:

- ¿Dónde estáis, buena mujer?

A quien el marido, que ya venía, dijo:

- Aquí estoy, ¿qué quieres?

Dijo Giannello:

- ¿Quién eres tú? Quiero hablar con la mujer con quien hice el trato de esta tinaja.

Dijo el buen hombre:

- Habla con confianza conmigo, que soy su marido.

Dijo entonces Giannello:

- La tinaja me parece bien entera, pero me parece que habéis tenido dentro heces, que está todo embadurnado con no sé qué cosa tan seca que no puedo quitarla con las uñas, y no me la llevo si antes no la veo limpia.

Dijo Peronella entonces:

- No, por eso no se anulará el trato: mi marido la limpiará.

Y el marido dijo:

- Sí, desde luego.

Y dejando las herramientas, se hizo encender una luz y dar una raedera, y entró en el recipiente y comenzó a raspar las paredes.

Y Peronella, como si quisiera ver lo que hacía, puesta la cabeza en la boca de la tinaja, que no era muy alta, y además de esto uno de los brazos con todo el hombro, comenzó a decir a su marido:

- Raspa aquí, y aquí y también allí ... Mira que aquí ha quedado una pizquita.

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Y mientras así estaba y al marido enseñaba y corregía, Giannello, que completamente no había aquella mañana su deseo todavía satisfecho cuando vino el marido, viendo que como quería no podía, se ingenió en satisfacerlo como pudiese; y arrimándose a ella que tenía toda tapada la boca de la tinaja, de aquella manera en que en los anchos campos los desenfrenados caballos encendidos por el amor asaltan a las yeguas de Partia, a efecto llevó el juvenil deseo; el cual casi en un mismo punto se completó y se terminó de raspar la tinaja, y él se apartó y Peronella quitó la cabeza de la tinaja, y el marido salió fuera. Por lo que Peronella dijo a Giannello:

- Coge esta luz, buen hombre, y mira si está tan limpia como quieres.

Giannello, mirando dentro, dijo que estaba bien y que estaba contento y dándole siete liras se la hizo llevar a su casa.

La salvación

Adolfo Bioy Casares

Ésta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora. Comprendió la causa. "¿Cómo un ser tan ínfimo" -sin duda estaba pensando el tirano- "es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?" Entonces un pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo salvaría. "Por humildes que sean" -dijo indicando al pájaro- "hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros".

Un horrible bloqueo de la memoria

Alberto Moravia

¿Ha sucedido o no ha sucedido? En mi cabeza se ha formado un vacío ambiguo, que podría deberse igualmente al trauma de lo que ha ocurrido o al cambio que significa lo que está por ocurrir; y no acierto a llenar ese vacío. Sin embargo, la cosa en cuestión me concierne directa e inmediatamente: si no sucedió hace quince minutos, debe suceder dentro de quince minutos. Pero las dos posibilidades tienen en común un mismo sentimiento de impaciencia casi frenética, que me impide esperar que los hechos me proporcionen la explicación definitiva que necesito. No puedo esperar ni siquiera un minuto no sólo porque debo prepararme para enfrentar dos situaciones muy

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distintas, o sea, aquella de lo ya ocurrido y aquella de lo no ocurrido todavía, sino también y sobre todo porque debo indispensablemente superar lo antes posible esta especie de bloqueo que me impide hacer algo para mí fundamental: tomar conciencia. En efecto, precisamente de eso se trata, y no hay quien no vea la enorme diferencia que hay entre tomar conciencia antes de la acción y tomar conciencia después de la acción. Pero, ¿cómo se hace para tomar conciencia cuando la acción está, por así decirlo, en la punta de la lengua y no se decide a adoptar el aspecto sea de lo ya visto, ya hecho, ya padecido, sea el de lo todavía no visto, todavía no hecho, todavía no padecido?

Con una mano sola me llevo el cigarrillo a la boca; lo tomé del paquete que está sobre el tablero y lo prendo con el encendedor del automóvil. Entretanto, sigo apretando con el brazo izquierdo, doblado, el cierre relámpago de la chaqueta, que, no sé cómo, se ha trabado y quedó abierta, de modo que la empuñadura de la pistola se asoma visiblemente. Se me ocurre que para saber si la cosa ha sucedido o aún debe suceder yo podría, en vista de que la memoria está bloqueada, interrogar la realidad, buscar indicios de lo ya ocurrido o lo no ocurrido todavía. Por ejemplo, el cierre relámpago trabado. Ayer funcionaba, por lo tanto se trabó esta mañana. Pero, ¿se trabó después de algo hecho, o antes de algo que todavía falta hacer, debido a un tirón demasiado brusco, causado por la sorpresa de lo ya ocurrido, o por la nerviosidad de lo que todavía no ocurrió?

Abandono de pronto el tema porque reconozco allí la misma ambigüedad indescifrable que hay en el principio de la amnesia; y me digo que hay una sola manera de comprobar inmediatamente si el hecho se ha consumado ya o no: examinar la pistola, verificar si ha disparado. El alivio con que recibo este proyecto me dice que he pensado con exactitud. ¿Cómo no se me había pasado ya por la cabeza una solución tan lógica y tan simple?

Pero el alivio dura poco. Sí, la pistola puede proporcionarme la prueba que tan afanosamente estoy buscando; pero es una prueba “exterior”. Es como si le pidiera a las ropas que llevo puestas, a los zapatos que calzo, la prueba de mi existencia. Prueba que debe ahora, en cambio, residir en la certeza de que existo sin necesidad alguna de pruebas: en el hecho mismo de que nadie busca pruebas. Por otra parte, la prueba de la pistola me espanta, porque confirmaría esta disociación mía, funesta e insoportable. Después de la prueba, sabré con certeza que la cosa ha sucedido o no ha sucedido; pero tendré al mismo tiempo otra certeza, desconcertante, la de que la cosa ya ha sucedido o no “a otro”, puesto que yo, “dentro” de mí, seguiré ignorando si el hecho se ha verificado o no.

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Sin embargo, debo saber, no puedo esperar. Es como si me hubiera sumergido hasta el fondo del mar, mi escafandra de buzo se hubiera averiado, y yo me sofocara y supiese que sólo tengo pocos segundos para salir a flote. Mi urgencia de saber, por lo demás, es justificada por un embotellamiento de tránsito donde mi automóvil se ha encastrado, según todas las apariencias, irremediablemente y como para siempre. Estamos en un gran camino periférico que no conozco. Los automóviles están quietos, en cuatro filas de ambos lados, adelante y detrás. Exactamente frente a mí, la visión es interrumpida por el rectángulo negro y amarillo de un colosal camión de transporte. A la derecha del camión, allá lejos, la luz del semáforo ya se tornó tres veces alternativamente verde y roja, sin que los vehículos se hayan movido. Debe de tratarse de un accidente; o bien de uno de esos bloqueos inextricables que pueden durar varias horas. Y yo, antes de que el embotellamiento se resuelva, tengo absoluta necesidad de llegar a saber sólo por mis propios medios, es decir, exclusivamente con ayuda de la memoria, y no gracias a indicios proporcionados por objetos, si la cosa ya sucedió o todavía debe suceder.

Recuerdo en este momento (mi memoria funciona tanto mejor cuanto más lejos están los hechos que intento recordar) que hace algunos años atravesé el Sahara, de Túnez a Agadesh, y que varias veces me extravié por perder el camino. ¿Qué hacía entonces para encontrar el camino correcto? De acuerdo con una regla dictada por la experiencia, volvía atrás hasta el punto de donde había partido. De allí partía de nuevo y, en efecto, al cabo de un recorrido más o menos largo, descubría el lugar preciso donde me había desviado. Una vez debí recorrer tres o cuatro veces el mismo camino equivocado antes de descubrir el error. Me perdía siempre de la misma manera, siempre en el mismo lugar. Al fin, sin embargo, cuando estaba ya por desesperar, con el sol cerca del poniente y la perspectiva de quedar sin gasolina, de pronto encontraba el camino. Estaba tras un matorral no más alto que un niño, y borrado por un tramo no mayor de tres o cuatro metros. Es fácil perderse en el desierto.

Ahora haré lo mismo. Volveré atrás hasta el punto en que mi memoria dejó de funcionar; hasta el punto en que empieza el vacío (estuve por decirme “el desierto”). Pero debo apresurarme a emprender esta operación mnemónica, porque de un momento a otro el embotellamiento de la ruta puede resolverse; y en ese caso es muy probable que minutos después llegue a saber con certeza si la cosa ya sucedió o todavía debe suceder. Pero no llegaré a saberlo por mérito propio, sólo gracias a mis fuerzas, sino por obra del choque

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con la realidad: eso jamás podré perdonármelo, y por otra parte no resolvería nada, porque mi problema ya no consiste en saber sino en recordar.

Veamos, entonces, en qué momento de la mañana (ahora son cerca de las doce) mi memoria dejó de funcionar. Entonces, con súbito sentimiento de estupor, descubro que no recuerdo nada hasta... hasta el momento del despertar. Esto quiere decir que sólo recuerdo el despertar, y nada más, porque antes del despertar está el vacío de la noche, que pasé durmiendo; y después del despertar está el vacío del bloqueo mental. Pero el despertar, esos pocos o muchos minutos que pasé en la oscuridad esta mañana, antes de levantarme, ese instante lo recuerdo muy bien y puedo describirlo con todos sus particulares. De modo que, ahora, lo describiré, y mediante esa descripción, estoy seguro, recobraré la punta de la madeja de la memoria; descubriré, como en el desierto, el pequeño matorral tras el cual se esconde el camino.

Por lo tanto, coraje. Me desperté más o menos a la hora fijada, pero por mí mismo, antes de que sonara el despertador. Encendí la luz, miré el reloj de pulsera y vi que faltaban cinco minutos; mi primer impulso fue apagar la luz, acurrucarme y dormirme de nuevo. Pero no era posible; no se puede dormir nada más que cinco minutos; de modo que apagué la luz, pero me quedé sentado en la cama, con los ojos perdidos en la oscuridad. No pensaba en nada; o, más bien, pensaba en el color de la oscuridad. ¿Qué color tenía la oscuridad? ¿Color café muy tostado? ¿Color negro de humo? ¿Color ébano? ¿Color tinta? ¿Y qué consistencia tenía, de qué estaba hecha? ¿Era un hormigueo de moléculas negras sobre un fondo imperceptiblemente luminoso, o en un hormigueo de partículas luminosas sobre un fondo uniformemente negro?

Recuerdo que descarté una tras otra esas definiciones porque no me satisfacían; pero sentí, en compensación, que la oscuridad me “apetecía”, que tenía hambre de ella, como se tiene hambre de comida después de un largo ayuno. Recuerdo también que de vez en cuando encendía la lámpara, miraba el reloj, veía que habían pasado dos minutos, después tres, después cuatro, y cada vez apagaba de nuevo la lámpara, para gozar, aunque fuera durante un minuto, durante treinta segundos, de esa oscuridad deliciosa.

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Por fin encendí la lámpara sabiendo que era la última vez que lo hacía y que ya era hora de que me levantara. Fue justamente en ese instante, precisamente en esa diminuta fracción de tiempo en que encendí la luz, cuando dejé de registrar lo que hacía, porque a partir de entonces no recuerdo nada más de lo sucedido.

Observo el rectángulo amarillo y negro de la parte trasera del camión de transporte; veo que no se ha movido; por otra parte, la luz del semáforo, allá lejos, pasado el camión, está roja; tal vez me quede todavía un minuto; tal vez, si al prenderse la luz verde los vehículos no avanzan, haya todavía dos minutos. Entonces reanudo con encarnizamiento la reconstrucción del despertar. La memoria, pues, se apagó en el preciso instante en que se encendió la lámpara. ¿Qué significa esto? ¿Cómo puede haber ocurrido semejante cosa? ¿Y por que precisamente a mí?

Me digo que no es difícil imaginar lo que hice. Soy una persona más bien rutinaria: he de haberme levantado, he de haberme duchado, he de haberme afeitado, etcétera, etcétera, etcétera. Pero todo esto, como lo advierto de pronto, no lo recuerdo; me limito a reconstruirlo sobre la base del recuerdo de mis otros despertares anteriores. Y en cambio debo recordar precisamente el momento de asearme esta mañana, no el de alguna otra. Sólo si lo recuerdo podré recordar lo que aconteció después; es como encontrar de nuevo el matorral tras el cual se esconde el camino.

Hago un gran esfuerzo; me repito: “Entonces encendí la lámpara... entonces encendí la lámpara... entonces encendí la lámpara...”

Ya demasiado tarde. La luz del semáforo ahora es verde; y, casi instantáneamente, toda la calle se pone en marcha. Se mueven los automóviles que están delante, detrás y a ambos lados del mío; se mueve el rectángulo amarillo y negro del camión de transporte. Así pues, muy pronto sabré si la cosa ya ocurrió o aún debe ocurrir. Pero comprendo con angustia que no seré yo, con mi memoria, quien lo descubrirá; en cambio, me lo revelarán los objetos y las circunstancias.

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2º Bach. BEncuentro nocturno

Ray Bradbury

Antes de subir hacia las colinas azules, Tomás Gómez se detuvo en la solitaria estación de gasolina. -Aquí se sentirá usted bastante solo -le dijo al viejo.

El viejo pasó un trapo por el parabrisas de la camioneta.

-No me quejo.

-¿Le gusta Marte?

-Muchísimo. Siempre hay algo nuevo. Cuando llegué aquí el año pasado, decidí no esperar nada, no preguntar nada, no sorprenderme por nada. Tenemos que mirar las cosas de aquí, y qué diferentes son. El tiempo, por ejemplo, me divierte muchísimo. Es un tiempo marciano. Un calor de mil demonios de día y un frío de mil demonios de noche. Y las flores y la lluvia, tan diferentes. Es asombroso. Vine a Marte a retirarme, y busqué un sitio donde todo fuera diferente. Un viejo necesita una vida diferente. Los jóvenes no quieren hablar con él, y con los otros viejos se aburre de un modo atroz. Así que pensé: lo mejor será buscar un sitio tan diferente que uno abre los ojos y ya se entretiene. Conseguí esta estación de gasolina. Si los negocios marchan demasiado bien, me instalaré en una vieja carretera menos bulliciosa, donde pueda ganar lo suficiente para vivir y me quede tiempo para sentir estas cosas tan diferentes.

-Ha dado usted en el clavo -dijo Tomás. Sus manos le descansaban sobre el volante. Estaba contento. Había trabajado casi dos semanas en una de las nuevas colonias y ahora tenía dos días libres y iba a una fiesta.

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-Ya nada me sorprende -prosiguió el viejo-. Miro y observo, nada más. Si uno no acepta a Marte como es, puede volverse a la Tierra. En este mundo todo es raro; el suelo, el aire, los canales, los indígenas (aun no los he visto, pero dicen que andan por aquí) y los relojes. Hasta mi reloj anda de un modo gracioso. Hasta el tiempo es raro en Marte. A veces me siento muy solo, como si yo fuese el único habitante de este planeta; apostaría la cabeza. Otras veces me siento como si me hubiera encogido y todo lo demás se hubiera agrandado. ¡Dios! ¡No hay sitio como éste para un viejo! Estoy siempre alegre y animado. ¿Sabe usted cómo es Marte? Es como un juguete que me regalaron en Navidad, hace setenta años. No sé si usted lo conoce. Lo llamaban calidoscopio: trocitos de vidrio o de tela de muchos colores. Se levanta hacia la luz y se mira y se queda uno sin aliento. ¡Cuántos dibujos! Bueno, pues así es Marte. Disfrútelo. Tómelo como es. ¡Dios! ¿Sabe que esa carretera marciana tiene dieciséis siglos y aún está en buenas condiciones? Es un dólar cincuenta. Gracias. Buenas noches.

Tomás se alejó por la antigua carretera, riendo entre dientes.

Era un largo camino que se internaba en la oscuridad y las colinas. Tomás, con una sola mano en el volante, sacaba con la otra, de cuando en cuando, un caramelo de la bolsa del almuerzo. Había viajado toda una hora sin encontrar en el camino ningún otro automóvil, ninguna luz. La carretera solitaria se deslizaba bajo las ruedas y sólo se oía el zumbido del motor. Marte era un mundo silencioso, pero aquella noche el silencio era mayor que nunca. Los desiertos y los mares secos giraban a su paso y las cintas de las montañas se alzaban contra las estrellas.

Esta noche había en el aire un olor a tiempo. Tomás sonrió. ¿Qué olor tenía el tiempo? El olor del polvo, los relojes, la gente. ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido de agua en una cueva, y una voz muy triste y unas gotas sucias que caen sobre cajas vacías y un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a qué se parecía el tiempo? A la nieve que cae calladamente en una habitación oscura, a una película muda en un cine muy viejo, a cien millones de rostros que descienden como esos globitos de Año Nuevo, que descienden y descienden en la nada. Eso era el tiempo, su sonido, su olor. Y esta noche (y Tomás sacó una mano fuera de la camioneta), esta noche casi se podía tocar el tiempo.

La camioneta se internó en las colinas del tiempo. Tomás sintió unas punzadas en la nuca y se sentó rígidamente, con la mirada fija en el camino.

Entraba en una muerta aldea marciana; paró el motor y se abandonó al silencio de la noche. Maravillado y absorto contempló los edificios blanqueados por las lunas. Deshabitados desde hacía siglos. Perfectos. En ruinas, pero perfectos.

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Puso en marcha el motor, recorrió algo más de un kilómetro y se detuvo nuevamente. Dejó la camioneta y echó a andar llevando la bolsa de comestibles en la mano, hacia una loma desde donde aún se veía la aldea polvorienta. Abrió el termos y se sirvió una taza de café. Un pájaro nocturno pasó volando. La noche era hermosa y apacible.

Unos cinco minutos después se oyó un ruido. Entre las colinas, sobre la curva de la antigua carretera, hubo un movimiento, una luz mortecina y luego un murmullo.

Tomás se volvió lentamente, con la taza de café en la mano derecha.

Y asomó en las colinas una extraña aparición.

Era una máquina que parecía un insecto de color verde jade, una mantis religiosa que saltaba suavemente en el aire frío de la noche, con diamantes verdes que parpadeaban sobre su cuerpo, indistintos, innumerables, y rubíes que centelleaban con ojos multifacéticos. Sus seis patas se posaron en la antigua carretera, como las últimas gotas de una lluvia, y desde el lomo de la máquina un marciano de ojos de oro fundido miró a Tomás como si mirara el fondo de un pozo.

Tomás levantó una mano y pensó automáticamente:

¡Hola!, aunque no movió los labios. Era un marciano. Pero Tomás había nadado en la Tierra en ríos azules mientras los desconocidos pasaban por la carretera, y había comido en casas extrañas con gente extraña y su sonrisa había sido siempre su única defensa. No llevaba armas de fuego. Ni aun ahora advertía esa falta aunque un cierto temor le oprimía el pecho.

También el marciano tenía las manos vacías. Durante unos instantes, ambos se miraron en el aire frío de la noche.

Tomás dio el primer paso.

-¡Hola! -gritó.

-¡Hola! -contesto el marciano en su propio idioma. No se entendieron.

-¿Has dicho hola? -dijeron los dos.

-¿Qué has dicho? -preguntaron, cada uno en su lengua.

Los dos fruncieron el ceño.

-¿Quién eres? -dijo Tomás en inglés.

-¿Qué haces aquí -dijo el otro en marciano.

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-¿A dónde vas? -dijeron los dos al mismo tiempo, confundidos.

-Yo soy Tomás Gómez,

-Yo soy Muhe Ca.

No entendieron las palabras, pero se señalaron a sí mismos, golpeándose el pecho, y entonces el marciano se echó a reír.

-¡Espera!

Tomás sintió que le rozaban la cabeza, aunque ninguna mano lo había tocado.

-Ya está -dijo el marciano en inglés-. Así es mejor.

-¡Qué pronto has aprendido mi idioma!

-No es nada.

Turbados por el nuevo silencio, ambos miraron el humeante café que Tomás tenía en la mano.

-¿Algo distinto? -dijo el marciano mirándolo y mirando el café, y tal vez refiriéndose a ambos.

-¿Puedo ofrecerte una taza? -dijo Tomás.

-Por favor.

El marciano descendió de su máquina.

Tomás sacó otra taza, la llenó de café y se la ofreció.

La mano de Tomás y la mano del marciano se confundieron, como manos de niebla.

-¡Dios mío! -gritó Tomás, y soltó la taza.

-¡En nombre de los Dioses! -dijo el marciano en su propio idioma.

-¿Viste lo que pasó? - murmuraron ambos, helados por el terror.

El marciano se inclinó para tocar la taza, pero no pudo tocarla.

-¡Señor! -dijo Tomás.

-Realmente... -comenzó a decir el marciano. Se enderezó, meditó un momento, y luego sacó un cuchillo de su cinturón.

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-¡Eh! -gritó Tomás.

-Has entendido mal. ¡Tómalo!

El marciano tiró al aire el cuchillo. Tomás juntó las manos. El cuchillo le pasó a través de la carne. Se inclinó para recogerlo, pero no lo pudo tocar y retrocedió, estremeciéndose.

Miró luego al marciano que se perfilaba contra el cielo.

-¡Las estrellas! -dijo.

-¡Las estrellas! -respondió el marciano mirando a Tomás.

Las estrellas eran blancas y claras más allá del cuerpo del marciano, y lucían dentro de su carne como centellas incrustadas en la tenue y fosforescente membrana de un pez gelatinoso; parpadeaban como ojos de color violeta en el estómago y en el pecho del marciano, y le brillaban como joyas en los brazos.

-¡Eres transparente! -dijo Tomás.

-¡Y tú también! -replicó el marciano retrocediendo.

Tomás se tocó el cuerpo, sintió su calor y se tranquilizó. «Yo soy real», pensó.

El marciano se tocó la nariz y los labios.

-Yo tengo carne -murmuró-. Yo estoy vivo.

Tomás miró fijamente al fío.

-Y si yo soy real, tú debes de estar muerto.

-¡No! ¡Tú!

-¡Un espectro!

-¡Un fantasma!

Se señalaron el uno al otro y la luz de las estrellas les brillaba en los miembros como dagas, como trozos de hielo, como luciérnagas, y se tocaron otra vez y se descubrieron intactos, calientes, animados, asombrados, despavoridos, y el otro, ah, si, ese otro, era sólo un prisma espectral que reflejaba la acumulada luz de unos mundos distantes.

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Estoy borracho, pensó Tomás. No se lo contaré mañana a nadie. No, no.

Se miraron un tiempo, de pie, inmóviles, en la antigua carretera.

-¿De dónde eres? -preguntó al fin el marciano.

-De la Tierra.

-¿Qué es eso?

Tomás señaló el firmamento.

-¿Cuándo llegaste?

-Hace más de un año, ¿no recuerdas?

-No.

-Y todos ustedes estaban muertos, así lo creímos. Tu raza ha desaparecido casi totalmente ¿no lo sabes?

-No. No es cierto.

-Sí. Todos muertos. Yo vi los cadáveres. Negros, en las habitaciones, en las casas. Muertos. Millares de muertos.

-Eso es ridículo. ¡Estamos vivos!

-Escúchame. Marte ha sido invadido. No puedes ignorarlo. Has escapado.

-¿Yo? ¿Escapar de qué? No entiendo lo que dices. Voy a una fiesta en el canal, cerca de las montañas Eniall. Allí estuve anoche. ¿No ves la ciudad?

Tomás miró hacia donde indicaba el marciano y vio las ruinas.

-Pero cómo, esa ciudad está muerta desde hace miles de años.

El marciano se echó a reír.

-¡Muerta! Dormí allí anoche.

-Y yo estuve allí la semana anterior y la otra, y hace un rato, y es un montón de escombros. ¿No ves las columnas rotas?

-¿Rotas? Las veo perfectamente a la luz de la luna. Intactas.

-Hay polvo en las calles -dijo Tomás.

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-¡Las calles están limpias!

-Los canales están vacíos.

-¡Los canales están llenos de vino de lavándula!

-Está muerta.

-¡Está viva! -protestó el marciano riéndose cada vez más-. Oh, estás muy equivocado ¿No ves las luces de la fiesta? Hay barcas hermosas esbeltas como mujeres, y mujeres hermosas esbeltas como barcas; mujeres del color de la arena, mujeres con flores de fuego en las manos. Las veo desde aquí, pequeñas, corriendo por las calles. Allá voy, a la fiesta. Flotaremos en las aguas toda la noche, cantaremos, beberemos, haremos el amor. ¿No las ves?

-Tu ciudad está muerta como un lagarto seco. Pregúntaselo a cualquiera de nuestro grupo. Voy a la Ciudad Verde. Es una colonia que hicimos hace poco cerca de la carretera de Illinois. No puedes ignorarlo. Trajimos trescientos mil metros cuadrados de madera de Oregón, y dos docenas de toneladas de buenos clavos de acero, y levantamos a martillazos los dos pueblos más bonitos que hayas podido ver. Esta noche festejaremos la inauguración de uno. Llegan de la Tierra un par de cohetes que traen a nuestras mujeres y a nuestras amigas. Habrá bailes y whisky...

El marciano estaba inquieto.

-¿Dónde está todo eso?

Tomás lo llevó hasta el borde de la colina y señaló a lo lejos.

-Allá están los cohetes. ¿Los ves?

-No.

-¡Maldita sea! ¡Ahí están! Esos aparatos largos y plateados.

-No.

Tomás se echó a reír.

-¡Estás ciego!

-Veo perfectamente. ¡Eres tú el que no ve!

-Pero ves la nueva ciudad, ¿no es cierto?

-Yo veo un océano, y la marea baja.

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-Señor, esa agua se evaporó hace cuarenta siglos.

-¡Vamos, vamos! ¡Basta ya!

-Es cierto, te lo aseguro.

El marciano se puso muy serio.

-Dime otra vez. ¿No ves la ciudad que te describo? Las columnas muy blanca, las barcas muy finas, las luces de la fiesta... ¡Oh, lo veo todo tan claramente! Y escucha... Oigo los cantos. ¡No están tan lejos!

Tomás escuchó y sacudió la cabeza.

-No.

-Y yo, en cambio, no puedo ver lo que tú me describes -dijo el marciano.

Volvieron a estremecerse. Sintieron frío.

-¿Podría ser?

-¿Qué?

-¿Dijiste que «del cielo»?

-De la Tierra.

-La Tierra, un nombre, nada -dijo el marciano-. Pero... al subir por el camino hace una hora... sentí...

Se llevó una mano a la nuca.

-¿Frío?

-Sí.

-¿Y ahora?

-Vuelvo a sentir frío. ¡Qué raro! Había algo en la luz, en las colinas, en el camino... -dijo el marciano-. Una sensación extraña... El camino, la luz... Durante unos instante creí ser el único sobreviviente de este mundo.

-Lo mismo me pasó a mí -dijo Tomás, y le pareció estar hablando con un amigo muy íntimo de algo secreto y apasionante.

El marciano meditó unos instantes con los ojos cerrados.

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-Sólo hay una explicación. El tiempo. Sí. Eres una sombra del pasado.

-No. Tú, tú eres del pasado -dijo el hombre de la Tierra.

-¡Qué seguro estas! ¿Cómo es posible afirmar quién pertenece al pasado y quién al futuro? ¿En qué año estamos?

-En el año dos mil dos.

-¿Qué significa eso para mí?

Tomás reflexionó y se encogió de hombros.

-Nada.

-Es como si te dijera que estamos en el año 4462853 S.E.C. No significa nada. Menos que nada. Si algún reloj nos indicase la posición de las estrellas...

-¡Pero las ruinas lo demuestran! Demuestran que yo soy el futuro, que yo estoy vivo, que tú estás muerto.

-Todo en mí lo desmiente. Me late el corazón, mi estómago siente hambre, mi garganta sed. No, no. Ni muertos, ni vivos, más vivos que nadie, quizá. Mejor, entre la vida y la muerte. Dos extraños cruzan en la noche. Nada más. Dos extraños que pasan. ¿Ruinas dijiste?

-Sí. ¿Tienes miedo?

-¿Quién desea ver el futuro? ¿Quién ha podido desearlo alguna vez? Un hombre puede enfrentarse con el pasado, pero pensar... ¿Has dicho que las columnas se han desmoronado? ¿Y que el mar está vacío y los canales, secos y las doncellas muertas y las flores marchitas? -El marciano calló y miró hacia la ciudad lejana. -Pero están ahí. Las veo. ¿No me basta? Me aguardan ahora, y no importa lo que digas.

Y a Tomás también lo esperaban los cohetes, allá a lo lejos, y la ciudad, y las mujeres de la Tierra.

-Jamás nos pondremos de acuerdo -dijo.

-Admitamos nuestro desacuerdo -dijo el marciano-. ¿Qué importa quién es el pasado o el futuro, si ambos estamos vivos? Lo que ha de suceder sucederá, mañana o dentro de diez mil años. ¿Cómo sabes que esos templos no son los de tu propia civilización, dentro de cien siglos, desplomados y en ruinas? ¿No lo sabes? No preguntes entonces. La noche es muy breve. Allá van por el cielo los fuegos de la fiesta, y los pájaros.

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Tomás tendió la mano. El marciano lo imitó. Sus manos no se tocaron, se fundieron atravesándose.

-¿Volveremos a encontrarnos?

-¡Quién sabe! Tal vez otra noche.

-Me gustaría ir contigo a la fiesta.

-Y a mí me gustaría ir a tu ciudad y ver esa nave de que me hablas y esos hombres, y oír todo lo que sucedió.

-Adiós -dijo Tomás.

-Buenas noches.

El marciano voló serenamente hacia las colinas en su vehículo de metal verde. El terrestre se metió en su camioneta y partió en silencio en dirección contraria.

-¡Dios mío! ¡Qué pesadillas! -suspiró Tomás, con las manos en el volante, pensando en los cohetes, en las mujeres, en el whisky, en las noticias de Virginia, en la fiesta.

-¡Qué extraña visión! -se dijo el marciano, y se alejó rápidamente, pensando en el festival, en los canales, en las barcas, en las mujeres de ojos dorados, y en las canciones.

La noche era oscura. Las lunas se habían puesto. La luz de las estrellas parpadeaba sobre la carretera ahora desierta y silenciosa. Y así siguió, sin un ruido, sin un automóvil, sin nadie, sin nada, durante toda la noche oscura y fresca. Hola y adiós]Ray Bradbury

Pues claro que se iba, qué otra cosa podía hacer, el tiempo se había agotado y se iba, se iba muy lejos. Tenía ya hecha la maleta, había sacado brillo a los zapatos; se había cepillado el pelo y se había lavado expresamente detrás de las orejas. Tan sólo faltaba bajar las escaleras, salir por la puerta y subir la calle hasta la estación del pueblo, donde el tren se detendría exclusivamente para recogerlo a él; entonces Fox Hill, Illinois, quedaría atrás, muy atrás en su pasado. Y él proseguiría su camino, quizá a Iowa, tal vez a Kansas, quién sabe si a California; un chiquillo de doce años, en cuya maleta un certificado de nacimiento acreditaba que lo había hecho hacía cuarenta y tres.

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-¡Willie! -exclamó una voz en la planta baja.

-¡Ya voy! -Alzó del suelo la maleta. Vio en el espejo de su cómoda un rostro formado por dientes de león de junio, manzanas de julio y leche de cálida mañana de verano. Allí, como siempre, se reflejaban el ángel y el inocente, aquella efigie que tal vez nunca, en todos los años de su vida, llegase a cambiar.

-Casi es la hora -llamó la voz de mujer.

-¡Ahora mismo! -Y descendió por la escalera, al tiempo gruñón y sonriente. En la sala de estar, sentados, Anna y Steve, las ropas dolorosamente pulcras.

-¡Aquí estoy! -exclamó Willie desde el umbral de la sala.

Daba la impresión de que Anna fuese a romper a llorar.

-¡Oh, Dios mío! No es posible que vayas a dejarnos, ¿verdad, Willie?

-La gente está empezando a murmurar -dijo Willie tranquilamente-. Hace ahora tres años que estoy aquí. Pero cuando la gente se pone a murmurar, sé que ha llegado la hora de ponerme los zapatos y sacar un billete de tren.

-Todo es tan extraño, no lo entiendo. ¡Y así, tan de pronto! -se lamentó Anna-. Willie, te vamos a echar muchísimo de menos.

-Yo les escribiré todas las Navidades. Por favor, ayúdenme. No me escriban ustedes.

-Ha sido un gran placer y una satisfacción -dijo Steve, allí sentado, demasiado ampulosas las palabras, palabras que cuadraban mal en su boca-. Es una vergüenza que esto haya de acabar así. Es una vergüenza que hayas tenido que contarmos tu caso. Es una condenada vergüenza que no puedas quedarte.

-Ustedes son los parientes más agradables que he tenido nunca -dijo Willie, desde su metro veinte de estatura, barbilampiño, radiante el sol en su rostro.

Y entonces Anna se echó a llorar.

-Willie, Willie -gimió. Se sentó. Parecía querer abrazarlo, pero abrazarlo le daba miedo ahora; lo miró con sorpresa y desconcierto, vacías las manos, sin saber qué hacer.

-No resulta fácil irse -dijo Willie-. Se acostumbra uno a la situación. Desea uno quedarse, pero no puede ser. En una ocasión probé a

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quedarme después de que la gente comenzase a desconfiar. "¡Qué cosa más horrible!", decían. "¡Tantos años jugando con los inocentes de nuestros niños -decían-, y nosotros sin enterarnos!" "¡Qué espanto!", dijeron. Y al final, una noche tuve que huir de la ciudad. No resulta fácil, no. Saben perfectamente bien cuánto los quiero a ambos. ¡Gracias por estos tres años fabulosos!

Fueron todos juntos hasta la puerta delantera.

-Willie, ¿adónde piensas ir?

-No lo sé. Sencillamente, me pongo a viajar. Cuando veo una ciudad que promete ser verde y agradable, me quedo.

-¿Volverás algún día?

-Sí -dijo con toda formalidad su vocecilla aguda-. Dentro de unos veinte años debería empezar a reflejarse la edad en mi rostro. Cuando así sea, pienso hacer un gran recorrido y visitar a todos los padres y madres que he tenido.

Permanecieron en pie en el fresco balcón veraniego, reacios a decirse las últimas palabras. Steve tenía tozudamente clavada la mirada en un olmo.

-¿Con cuántas familias has estado, Willie? ¿Cuántas veces has sido adoptado?

Willie hizo el cálculo de bastante buen grado:

-Me parece que han sido unas cinco ciudades y cinco los matrimonios con quienes he estado. Han pasado más de veinte años desde que empecé mi peregrinaje.

-Bueno, no tenemos motivo para quejamos -dijo Steve-. Más vale tener un hijo durante treinta y seis meses que ninguno en absoluto.

-Bien... -dijo Willie. Se despidió de Anna con un beso rápido, asió el equipaje y se marchó calle arriba, penetrando en la verde luz del mediodía, bajo los árboles... un chiquillo muy joven en verdad, sin volver atrás la mirada, corriendo.

Los chicos estaban jugando en el verde diamante del parque cuando pasó. Permaneció un ratito bajo la sombra de los robles, observándolos lanzar la blanca, nívea bola de béisbol que hendía el aire cálido del verano; vio volar sobre la hierba, como un pájaro oscuro, la sombra de la bola; vio cómo se abrían las manos, como bocas voraces, para atrapar aquel raudo fragmento de estío que ahora parecía tan importante asir. Gritaron los chicos. La bola aterrizó en la hierba, cerca de Willie.

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Al avanzar con la bola, saliendo de los árboles umbrosos, pensó en los tres últimos años, ahora gastados hasta el céntimo, y en los cinco años anteriores, y así, remontando el hilo de su vida, hasta el año en que cumplió verdaderamente los once años y los doce y los catorce; pensó en las voces que decían: ("¿Qué le pasa a Willie, señora?" "Señora B., ¿no está Willie retrasado en su crecimiento?" "Willie, ¿has estado fumando cigarrillos últimamente?" Los ecos se extinguieron en luz y colores veraniegos. La voz de su madre: "¡Willie cumple hoy los veintiuno!". Y un millar de voces repitiendo: "Hijo, vuelve cuando cumplas quince años; tal vez entonces podamos darte trabajo".

Se quedó mirando fijamente a la pelota de béisbol que sostenía en su mano temblorosa, imagen de su vida, una bola interminable de años bobinados y rebobinados una y otra vez, pero siempre conducentes a su duodécimo cumpleaños. Oyó a los chicos venir hacia él; sintió que le tapaban el sol, los vio mayores que él, rodeándolo.

-¡Willie! ¿Adónde vas? -Le dieron una patada a su maleta.

¡Qué altos, allí plantados, en el sol! Era como si en aquellos últimos meses, el Sol hubiera pasado una mano sobre sus cabezas, reclamándoles, y ellos fueran cálido metal fundente atraído hacia lo alto; como si fueran trigo dorado halado hacia el cielo por una inmensa fuerza gravitatoria; ellos, con sus trece, catorce años, mirando a Willie desde las alturas, sonrientes todavía, pero ya comenzando a tenerlo por un cero a la izquierda. Aquello había empezado hacía cuatro meses.

-¡Formemos equipos! ¿Quién quiere a Willie en el suyo?

-¡Bah!, Willie es demasiado pequeño; no queremos "niños" con nosotros.

Y lo aventajaron en la carrera, atraídos por la Luna y el Sol y por la sucesión turnante de estaciones de hoja y de viento; él siguió teniendo doce años, pero ninguno de los otros volvió a tenerlos jamás. Y las voces, las otras voces comenzaron de nuevo a repetir el manido estribillo, frío y aterradoramente familiar: "Más vale que le des vitaminas a ese chico, Steve". "¿Qué pasa, Anna, es que en tu familia hay una rama de bajitos?" Y el frío puño que vuelve a golpearte el corazón, el conocimiento de que será preciso volver a arrancar las raíces después de tantos años buenos con los "parientes".

-¿Adónde vas, Willie?

Sacudió bruscamente la cabeza. Volvía a encontrarse en medio de aquellas torres humanas, de aquellos mocetones que le hacían

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sombra, que pululaban en torno a él, como gigantes inclinados a beber en la fuente de un parque.

-Me voy unos días a casa de un primo.

-Oh. -Hubo un día, hace un año, en que eso les hubiera importado mucho. Pero ahora tan sólo sentían curiosidad por su equipaje. No era más que la fascinación de los viajes y los trenes y los lugares distantes.

-¿Qué les parece si echamos un par de partidas rápidas? -dijo Willie.

Su aspecto era más bien dubitativo pero, dadas las circunstancias, accedieron. Dejó caer la bolsa y corrió; la blanca pelota de béisbol estaba allá en lo alto, en el sol, distante de sus figuras de blanco ardiente en la lejanía del prado, de nuevo en el sol, apresurada, la vida yendo y viniendo, como obedeciendo a un patrón. ¡Aquí, allí! ¡El señor y la señora Robert Hanlon, de Creek Bend, Wisconsin, 1932, la primera pareja, el primer año! ¡Aquí, allí! ¡Henry y Alice Boltz, Limeville, Iowa, 1935! ¡Vuela, pelota! ¡Los Smith, los Eaton, los Robinson! ¡1939! ¡1945! Marido y mujer, marido y mujer, sin niños, sin niños. Una llamada a esa puerta, una llamada a esa otra.

-Disculpe usted. Me llamo William. Me pregunto si...

-¿Un bocadillo? Pasa, siéntate. ¿De dónde vienes, hijo?

El bocadillo, el vaso largo de leche fresca, la sonrisa, el gesto acogedor, la conversación cómoda, distendida.

-Hijo, das la impresión de haber estado viajando. ¿Te has escapado de algún sitio?

-No.

-Chico, ¿eres huérfano?

Otro vaso de leche.

-Siempre quisimos tener hijos, pero nunca hemos podido. Jamás supimos por qué. Cosas que pasan. Bueno, bueno. Se está haciendo tarde, hijo. ¿No crees que sería mejor que te fueras a casa?

-No tengo casa.

-¿Un chico como tú? ¿Con lo limpias que tienes las orejas? Tu madre estará preocupada.

-No tengo casa ni parientes en todo el mundo. Me pregunto si... me pregunto... ¿me permitirían pasar aquí esta noche?

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-Bueno, hijo, verás, no sé qué decir. Nunca habíamos pensado en admitir... -dijo el marido.

-Esta noche tengo pollo para cenar -dijo la mujer-, y hay bastante para repetir, bastante para las visitas...

Y los años que pasan, que vuelan; las voces, y los rostros, y las gentes; las primeras conversaciones, siempre las mismas. La voz de Emily Robinson, en su mecedora, en la oscuridad de la noche veraniega, la última noche que estuvo con ella, la noche en que ella descubrió su secreto, su voz, al decir:

-Miro las caras de todos los niñitos que pasan. Y a veces pienso: ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza que todas esas flores hayan de ser cortadas, que sea preciso extinguir el fulgor de esos fuegos! Qué vergüenza que éstos, todos esos que vemos en las escuelas o correteando por ahí hayan de tornarse altos y desagradables; que luego lleguen las arrugas, la sal y la pimienta en el pelo, o la calvicie, para luego, finalmente, puros huesos y resuellos, tener que morir, enterrados y olvidados. Cuando oigo reír a los niños, me resulta imposible creer que hayan de recorrer la misma senda por la que yo camino. Y sin embargo, ¡vienen! Aún recuerdo aquel poema de Wordsworth: "...cuando de pronto vi una multitud, una hueste de dorados lirios, cerca del lago, bajo los árboles, lirios que se agitan y se mecen en la brisa". Eso es lo que a mí me parecen los niños, pese a lo crueles que son a veces, a pesar de saber cuán malvados pueden ser. Pero no les asoma todavía la maldad en torno a los ojos, aún no se lee la malicia en su mirada, sus ojos aún no se han saturado de cansancio. ¡Es tanta el ansia que sienten por todo! Me imagino que eso es lo que más echo a faltar en las personas mayores, que en nueve de cada diez casos han perdido ese ansia, esa frescura, a quienes se les ha escurrido desagüe abajo tanta de su energía vital... Adoro ver cómo salen cada día los niños de la escuela; es como si sus puertas lanzasen florecillas a la calle. ¿Qué se siente, Willie? ¿Qué siente uno al ser eternamente joven? ¿Cómo es parecer una moneda de plata recién acuñada? ¿Eres feliz? ¿Te encuentras tan estupendamente como dice tu aspecto?

La bola de béisbol llegó zumbando desde el cielo azul; le dio a su mano un picotazo, como un gran insecto pálido. Mientras se la acariciaba, Willie oyó a su memoria decir:

"Trabajé con lo que tenía. Después de morir mis parientes, tras descubrir que no podía encontrar en ningún sitio trabajo de adulto, probé suerte en las ferias, pero sólo conseguí que se rieran de mí. "Hijo -me dijeron-, no eres un enano, e incluso aunque lo seas, ¡tu aspecto es de un chico normal! Queremos enanos con cara de enanos. Lo siento, hijo, lo siento." Así que me fui de casa, y eché a andar pensando: ¿Qué era yo? Un niño. Tenía aspecto de niño, tenía

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voz de niño, así que podría perfectamente seguir siendo un niño. De nada valía luchar contra ello. De nada serviría gritar. ¿Qué podía hacer, pues? ¿Qué trabajo tenía a mi alcance? Y un buen día vi a un hombre en un restaurante mirar las fotografías que de sus hijos le enseñaba otro hombre. "Claro que me gustaría tener hijos -decía-, ya lo creo que me gustaría." No hacía más que mover con desánimo la cabeza. Y yo sentado allí, a unos pocos asientos de él, con una hamburguesa entre las manos. Me quedé allí sentado, ¡helado! En aquel mismo instante supe cuál iba a ser mi trabajo durante el resto de mi vida. Sí, había trabajo para mí, después de todo: hacer felices a gentes solitarias. Mantenerme ocupado. Jugar eternamente. Me di cuenta de que tendría que jugar eternamente. Repartir unos cuantos periódicos, hacer recados, segar unos cuantos céspedes. Quizá. Ahora, ¿trabajos pesados? Jamás. Todo cuanto tendría que hacer consistiría en ser hijo de una madre y orgullo de un padre. Me dirigí al hombre que se encontraba un poco más abajo que yo en la barra. "Discúlpeme", le dije, y le sonreí..."

-Pero Willie -le había dicho hacía mucho la señora Emily-, ¿nunca te has sentido solo? ¿Nunca has querido... esas cosas que los adultos desean?

-Esa batalla la tuve que librar yo solo -dijo Willie.

"Soy un chiquillo -me dije-, tendré que vivir en un mundo de chiquillos, leer libros para niños, jugar a juegos de niños, desconectarme de todo lo demás. No puedo ser las dos cosas. Yo sólo tengo que ser una cosa: joven. Así que hice mi papel. ¡Oh, no fue fácil! Hubo momentos..." Se interrumpió y se sumió en el silencio.

"Y la familia con la que vivías, ¿no llegó a saberlo nunca?"

"No. Decírselo hubiera estropeado todo. Les conté que me había escapado; les dejé comprobarlo por conducto oficial, por la policía. Después, cuando no apareció ninguna ficha ni denuncia, dejé que solicitasen mi adopción. Eso era lo mejor de todo, siempre y cuando no sospechasen nada. Pero, entonces, después de tres años, o de cinco, se imaginaban lo que pasaba, o llegaba un viajante que me conocía, o me tropezaba con un feriante, y aquello se acababa. Siempre tenía que acabar."

"¿Y tú eres muy feliz? ¿Es agradable seguir siendo niño durante cuarenta años?"

"Como suele decirse, es una forma de ganarse la vida. Y cuando uno hace felices a otras personas, casi se es feliz también. Sea como fuere, dentro de unos cuantos años estaré ya en mi segunda infancia. Habré doblado el cabo de las tormentas, habré olvidado las insatisfacciones y casi todos los sueños. Tal vez entonces pueda comportarme con naturalidad y representar mi papel hasta el final."

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Lanzó una última vez la bola de béisbol y rompió el ensueño. Corrió a coger su equipaje. Tom, Bill, Jamie, Bobb, Sam; sus nombres se movieron sobre sus labios. Percibió el embarazo de los muchachos al irles estrechando la mano.

-Bueno, Willie, después de todo no es como si te fueras a China o a Tombuctú.

-Así es, ¿verdad? -Willie no se movió.

-Hasta pronto, Willie. Nos veremos la semana que viene.

-Hasta pronto, hasta pronto.

Y fue alejándose con la maleta, mirando a los árboles, alejándose de los muchachos y de la calle en la que había vivido. Al doblar una esquina aulló el silbato de un tren, y echó a correr.

Lo último que vio y oyó fue una blanca bola de béisbol lanzada a lo alto de un tejado, atrás y adelante, atrás y adelante, los gritos de dos voces (la bola lanzada hacia arriba, y luego abajo y otra vez a través del cielo). "¡Annie, Annie, basta! ¡Basta, Annie, basta!", gritos como los de los pájaros al volar hacia el lejano sur.

Se despertó de madrugada, una madrugada con olor de la neblina y del frío metal, envuelto en el olor ferroso del tren que lo rodeaba, los huesos sacudidos, entumecidos los miembros por toda una noche de viaje. Se despertó con olor de sol tras el horizonte; su vista se tendió sobre una pequeña villa recién surgida del sueño. Se estaban encendiendo las primeras luces, murmuraban quedas las voces; una señal roja oscilaba adelante y atrás, atrás y adelante, en el aire frío de la mañana. Había ese silencio somnoliento en el cual los ecos están dignificados por la claridad, en el cual los ecos se encuentran desnudos, nítidos y solitarios. Pasó un mozo de tren, una sombra entre las sombras.

-Señor -dijo Willie.

El mozo se detuvo.

-¿Cómo se llama esta ciudad? -susurró el chico desde la oscuridad.

-Valleyville.

-¿Cuántos habitantes tiene?

-Diez mil. ¿Por qué lo preguntas? ¿Te bajas aquí?

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-Parece verde. -Willie permaneció largo rato escrutando la ciudad sumida en la madrugada-. Parece agradable y tranquila -añadió.

-Hijo -dijo el mozo-, ¿de verdad sabes a dónde vas?

-Aquí -respondió Willie. Y se levantó tranquilamente en la madrugada tranquila, fría, saturada de olor a hierro, en la oscuridad del tren, con un rozar de ropas, perturbando el silencio.

-Chico, confío en que sepas lo que te haces -dijo el mozo de tren.

-Sí, señor, sé lo que me hago. -Y descendió al oscuro andén, con el equipaje en pos, en manos del mozo; salió a la mañana que recibía las primeras luces, la mañana humeante y fría que condensaba el aliento. Permaneció un instante con la vista alzada hacia el mozo y hacia el negro tren de metal, contra el fondo de las pocas estrellas que aún quedaban. El tren exhaló un gran soplido aullante en su silbato, los mozos del tren gritaron a lo largo de toda la hilera de vagones, los coches saltaron, y su mozo sonrió y ondeó la mano en señal de saludo al chico que allí se quedaba, a aquel chico pequeñín con su maletón que le estaba gritando algo, a pesar de que la máquina volvía a soltar su silbido.

-¿Qué? -gritó el mozo, con la mano haciendo pabellón en la oreja.

-¡Deséeme suerte! -gritó Willie.

-¡La mejor del mundo, hijo! -exclamó el mozo, saludando, sonriendo-. ¡Muchacho, la mejor del mundo!

-Gracias -dijo Willie en mitad del estrépito del tren, en el vapor y el rugido.

Permaneció mirando al negro tren hasta que se fue completamente y se perdió de vista en la lejanía. No se movió durante todo el tiempo que tardó en irse. Allí se estuvo, quietecito en el fatigado andén de madera, doce años de chiquillo, y sólo después de pasados tres minutos completos se volvió para, por fin, encararse con las calles desiertas.

Después, mientras el sol se alzaba, echó a andar a toda prisa para guardar el calor, bajando de la estación, entrando en la nueva ciudad. El ilustre amor - 1797[Cuento. Texto completo]Manuel Mujica Láinez En el aire fino, mañanero, de abril, avanza oscilando por la Plaza Mayor la pompa fúnebre del quinto Virrey del Río de la Plata. Magdalena la espía hace rato por el entreabierto postigo, aferrándose

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a la reja de su ventana. Traen al muerto desde la que fue su residencia del Fuerte, para exponerle durante los oficios de la Catedral y del convento de las monjas capuchinas. Dicen que viene muy bien embalsamado, con el hábito de Santiago por mortaja, al cinto el espadín. También dicen que se le ha puesto la cara negra. A Magdalena le late el corazón locamente. De vez en vez se lleva el pañuelo a los labios. Otras, no pudiendo dominarse, abandona su acecho y camina sin razón por el aposento enorme, oscuro. El vestido enlutado y la mantilla de duelo disimulan su figura otoñal de mujer que nunca ha sido hermosa. Pero pronto regresa a la ventana y empuja suavemente el tablero. Poco falta ya. Dentro de unos minutos el séquito pasará frente a su casa.

Magdalena se retuerce las manos. ¿Se animará, se animará a salir?

Ya se oyen los latines con claridad. Encabeza la marcha el deán, entre los curas catedralicios y los diáconos cuyo andar se acompasa con el lujo de las dalmáticas. Sigue el Cabildo eclesiástico, en alto las cruces y los pendones de las cofradías. Algunos esclavos se han puesto de hinojos junto a la ventana de Magdalena. Por encima de sus cráneos motudos, desfilan las mazas del Cabildo. Tendrá que ser ahora. Magdalena ahoga un grito, abre la puerta y sale.

Afuera, la Plaza inmensa, trémula bajo el tibio sol, está inundada de gente. Nadie quiso perder las ceremonias. El ataúd se balancea como una barca sobre el séquito despacioso. Pasan ahora los miembros del Consulado y los de la Real Audiencia, con el regente de golilla. Pasan el Marqués de Casa Hermosa y el secretario de Su Excelencia y el comandante de Forasteros. Los oficiales se turnan para tomar, como si fueran reliquias, las telas de bayeta que penden de la caja. Los soldados arrastran cuatro cañones viejos. El Virrey va hacia su morada última en la Iglesia de San Juan.

Magdalena se suma al cortejo llorando desesperadamente. El sobrino de Su Excelencia se hace a un lado, a pesar del rigor de la etiqueta, y le roza un hombro con la mano perdida entre encajes, para sosegar tanto dolor. Pero Magdalena no calla. Su llanto se mezcla a los latines litúrgicos, cuya música decora el nombre ilustre: "Excmo. Domino Pedro Melo de Portugal et Villena, militaris ordinis Sancti Jacobi..."

El Marqués de Casa Hermosa vuelve un poco la cabeza altiva en pos de quién gime así. Y el secretario virreinal también, sorprendido. Y los cónsules del Real Consulado. Quienes más se asombran son las cuatro hermanas de Magdalena, las cuatro hermanas jóvenes cuyos maridos desempeñan cargos en el gobierno de la ciudad.

-¿Qué tendrá Magdalena?

-¿Qué tendrá Magdalena?

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-¿Cómo habrá venido aquí, ella que nunca deja la casa?

Las otras vecinas lo comentan con bisbiseos hipócritas, en el rumor de los largos rosarios.

-¿Por qué llorará así Magdalena?

A las cuatro hermanas ese llanto y ese duelo las perturban. ¿Qué puede importarle a la mayor, a la enclaustrada, la muerte de don Pedro? ¿Qué pudo acercarla a señorón tan distante, al señor cuyas órdenes recibían sus maridos temblando, como si emanaran del propio Rey? El Marqués de Casa Hermosa suspira y menea la cabeza. Se alisa la blanca peluca y tercia la capa porque la brisa se empieza a enfriar.

Ya suenan sus pasos en la Catedral, atisbados por los santos y las vírgenes. Disparan los cañones reumáticos, mientras depositan a don Pedro en el túmulo que diez soldados custodian entre hachones encendidos. Ocupa cada uno su lugar receloso de precedencias. En el altar frontero, levántase la gloria de los salmos. El deán comienza a rezar el oficio.

Magdalena se desliza quedamente entre los oidores y los cónsules. Se aproxima al asiento de dosel donde el decano de la Audiencia finge meditaciones profundas. Nadie se atreve a protestar por el atentado contra las jerarquías. ¡Es tan terrible el dolor de esta mujer!

El deán, al tornarse con los brazos abiertos como alas, para la primera bendición, la ve y alza una ceja. Tose el Marqués de Casa Hermosa, incómodo. Pero el sobrino del Virrey permanece al lado de la dama cuitada, palmeándola, calmándola.

Sólo unos metros escasos la separan del túmulo. Allá arriba, cruzadas las manos sobre el pecho, descansa don Pedro, con sus trofeos, con sus insignias.

-¿Qué le acontece a Magdalena?

Las cuatro hermanas arden como cuatro hachones.

Chisporrotean, celosas.

-¿Qué diantre le pasa? ¿Ha extraviado el juicio? ¿O habrá habido algo, algo muy íntimo, entre ella y el Virrey? Pero no, no, es imposible... ¿cuándo?

Don Pedro Melo de Portugal y Villena, de la casa de los duques de Braganza, caballero de la Orden de Santiago, gentilhombre de cámara en ejercicio, primer caballerizo de la Reina, virrey, gobernador y capitán general de las Provincias del Río de la Plata,

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presidente de la Real Audiencia Pretorial de Buenos Aires, duerme su sueño infinito, bajo el escudo que cubre el manto ducal, el blasón con las torres y las quinas de la familia real portuguesa. Indiferente, su negra cara brilla como el ébano, en el oscilar de las antorchas.

Magdalena, de rodillas, convulsa, responde a los Dominus vobis cum.

Las vecinas se codean:

¡Qué escándalo! Ya ni pudor queda en esta tierra... ¡Y qué calladito lo tuvo!

Pero, simultáneamente, infíltrase en el ánimo de todos esos hombres y de todas esas mujeres, como algo más recio, más sutil que su irritado desdén, un indefinible respeto hacia quien tan cerca estuvo del amo.

La procesión ondula hacia el convento de las capuchinas de Santa Clara, del cual fue protector Su Excelencia. Magdalena no logra casi tenerse en pie. La sostiene el sobrino de don Pedro, y el Marqués de Casa Hermosa, malhumorado, le murmura desflecadas frases de consuelo. Las cuatro hermanas jóvenes no osan mirarse.

¡Mosca muerta! ¡Mosca muerta! ¡Cómo se habrá reído de ellas, para sus adentros, cuando le hicieron sentir, con mil alusiones agrias, su superioridad de mujeres casadas, fecundas, ante la hembra seca, reseca, vieja a los cuarenta años, sin vida, sin nada, que jamás salía del caserón paterno de la Plaza Mayor! ¿Iría el Virrey allí? ¿Iría ella al Fuerte?

¿Dónde se encontrarían?

-¿Qué hacemos? -susurra la segunda.

Han descendido el cadáver a su sepulcro, abierto junto a la reja del coro de las monjas. Se fue don Pedro, como un muñeco suntuoso. Era demasiado soberbio para escuchar el zumbido de avispas que revolotea en torno de su magnificencia displicente.

Despídese el concurso. El regente de la Audiencia, al pasar ante Magdalena, a quien no conoce, le hace una reverencia grave, sin saber por qué. Las cuatro hermanas la rodean, sofocadas, quebrado el orgullo. También los maridos, que se doblan en la rigidez de las casacas y ojean furtivamente alrededor.

Regresan a la gran casa vacía. Nadie dice palabra. Entre la belleza insulsa de las otras, destácase la madurez de Magdalena con quemante fulgor. Les parece que no la han observado bien hasta hoy, que sólo hoy la conocen. Y en el fondo, en el secretísimo fondo de su alma, hermanas y cuñados la temen y la admiran. Es como si un

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pincel de artista hubiera barnizado esa tela deslucida, agrietada, remozándola para siempre.

Claro que de estas cosas no se hablará. No hay que hablar de estas cosas. Magdalena atraviesa el zaguán de su casa, erguida, triunfante. Ya no la dejará. Hasta el fin de sus días vivirá encerrada, como un ídolo fascinador, como un objeto raro, precioso, casi legendario, en las salas sombrías, esas salas que abandonó por última vez para seguir el cortejo mortuorio de un Virrey a quien no había visto nunca.

2º Bach. ACuento del regresoAntonio Muñoz Molina 

Un hombre de mediana edad vuelve a su tierra natal después de una larga ausencia; un muchacho abandona la seguridad de su casa y la protección excesiva de su madre para viajar por el mundo en busca del padre ausente al que no recuerda; una mujer espera el regreso del marido que se marchó hace mucho tiempo aunque no sabe si está vivo o si ha muerto. El cuento de Ulises no es el más antiguo de todos, pero es tal vez el que se ha contado y se cuenta más veces, el cuento de nunca acabar de la imaginación humana. Más antiguo todavía, y en cierto modo emparentado con él, es el cuento del héroe que viaja para enfrentarse al monstruo cuya sombra maléfica se proyecta sobre el mundo; viaja armado pero frágil, resuelto pero también lleno de incertidumbre, y en su victoria después de un combate en el que está a punto de sucumbir hay siempre algo muy precario, porque ha vencido al monstruo pero no erradicado su linaje, y la amenaza, al cabo de un tiempo, habrá surgido otra vez.

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En un libro extraordinario y también algo delirante, The seven basic plots, Christopher Booker compara el primero de todos los relatos de ficción de los que tenemos noticia con uno de los más recientes, y concluye que los dos, a pesar de diferencias superficiales, son idénticos. El Poema de Gilgamesh fue escrito sobre tablillas de barro en la ciudad de Nínive hace unos cinco mil años; la película James Bond contra el doctor No se estrenó en 1962. El monstruo Humbaba y el doctor No habitan en remotas cuevas subterráneas. Antes del viaje, Gilgamesh se provee para el combate con armas especiales, un gran arco y un hacha: el trámite de las armas de última tecnología es uno que se repite siempre en las películas de James Bond. El valor solitario del héroe salva al mundo. Que el doctor No, a diferencia del monstruo Humbaba, amenace al mundo con bombas atómicas es sólo un matiz de su ambición apocalíptica: el sobrecogimiento que la historia despertaría en un espectador de cine en 1962 no era muy distinto del que experimentaban cinco mil años atrás los habitantes de Nínive cuando escucharan el canto o el recitado monótono del poema de Gilgamesh.

Necesitamos historias de ficción para entender el mundo. Más allá de las vaguedades que suelen improvisar los escritores acerca del valor de la literatura está la evidencia científica de que la mente humana sólo puede dar sentido al flujo caótico de la experiencia sometiéndolo a la disciplina de modelos narrativos estables. Después de casi cuarenta años leyendo novelas, tratados de mitología, colecciones de cuentos populares, viejos folletines por entregas, y viendo películas y series de televisión, Christopher Booker escribió un tomo de setecientas páginas de letra diminuta enumerando y analizando los siete relatos que todos nos pasamos la vida escuchando y contando: la victoria sobre el monstruo, la exaltación del postergado, la búsqueda, el viaje y su regreso, la comedia, en la que las cosas parece que acabarán mal y acaban bien, la tragedia, en la que lo que pudo acabar bien acaba desastrosamente, el renacer. Probablemente, escribiendo tanto de arquetipos, eligió el siete para ajustarse a un arquetipo numérico. El cuento de la búsqueda difícilmente se puede separar del cuento del viaje, y los dos se enredan con el de la victoria

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sobre el monstruo. Y todos están contenidos en la leyenda magnífica de Ulises.

En un libro recién aparecido, The return of Ulysses, la profesora británica Edith Hall examina la presencia incesante del héroe en la imaginación occidental, el regreso continuo del viajero extraviado que tarda tanto en volver, que naufraga, que sufre la hostilidad vengativa de los dioses, que conoce la tentación de la animalidad en la bruja Circe y de la ternura hospitalaria en la ninfa Calypso, que ve a una muchacha bañándose en una playa y no sabe si es una mujer o una diosa, que pide a sus compañeros que lo aten al mástil de su barco para oír la canción de las sirenas y no ser arrastrado a la muerte por su hechizo, que se conmueve al ver a lo lejos el humo que sube de la chimenea de su casa: que cuando vuelve por fin ha cambiado tanto que nadie lo reconoce salvo el perro que husmea su olor al cabo de veinte años. Uniendo dos virtudes que entre nosotros parecen tristemente incompatibles, la erudición rigurosa y el gusto de contar, Edith Hall emprende ella misma un viaje de viajes, que la lleva de Virgilio y de Dante a 2001, una odisea espacial, a Primo Levi, a Monteverdi y esa ópera tan delicada como una fantasía de Mozart, Il ritorno di Ulisse in patria, al Ulises de Joyce, a la novela que sólo hace tres años dedicó Margaret Atwood a la misteriosa Penélope. Leyendo el libro, apropiadamente, a la orilla del mar, uno confirma una antigua sospecha: no es que la Odisea haya sido una obra literaria más o menos influyente, sino que no hay historia que pueda o merezca contarse que no esté incluida en la Odisea. Como el paisaje marítimo que miro mientras estoy leyendo, imaginando las cóncavas naves griegas, los elementos de la historia de Ulises varían siempre y permanecen siempre idénticos, como un cuento que nadie cuenta con las mismas palabras y sin embargo nunca cambia.

La vida se le pasa a uno leyendo la Odisea, aunque no lo sepa, aunque no haya abierto nunca ese libro, o ningún otro libro. Mucho antes de saber de su existencia yo vi maravillado, en uno de aquellos cines de verano que se parecen tanto en el recuerdo al paraíso terrenal, Las aventuras de Ulises, en aquel tecnicolor que emocionaba

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tanto a Terenci Moix, con Kirk Douglas y la esplendorosa Silvana Mangano, y quizás me entusiasmó más aún porque para mí era una película de aventuras y porque en mi tierra de secano interior sólo había visto los mares del cine, las tempestades falsas de los estudios de Hollywood. Tampoco sabía, cuando me sumergí como nunca antes en el misterio de una novela y de un personaje literario, que el capitán Nemo o Nadie de Julio Verne se llamaba así en recuerdo del nombre que se da a sí mismo Ulises para escapar de Polifemo. Hubo un verano de hace unos años en el que terminé de leer la Odisea en un tren que me llevaba a la sierra de Madrid, sobrecogido por la brutalidad de su final sanguinario, y otro mucho más cercano en el que leí por primera vez el Ulises de Joyce con tanta felicidad que después de la última página regresé sin pausa a la primera para empezar de nuevo. Pero cuando más compañía me hizo Ulises fue en un campamento militar de Vitoria, en un noviembre helado de desconsuelo cuartelario en el que me consolaba por las noches aprendiéndome sonetos de Borges. El único que todavía recuerdo entero de memoria es el que invoca el final de la Odisea: "Ya la espada de hierro ha ejecutado / la debida labor de la venganza...". Una historia no duraría tanto si no ayudara de verdad a resistir, a vivir.

Larga vida al cuento 

William Boyd

"¿Aristócratas? Los mismos cuerpos feos y sucios, la misma vejez desdentada, la misma muerte repugnante que las verduleras." Esta observación proviene de un cuaderno de apuntes que Anton Chejov llevó en los últimos doce años de su vida (1892-1904). Allí anotó jirones de diálogos que había oído por casualidad, anécdotas, aforismos, nombres interesantes e ideas germinales de cuentos breves. La cita pertenece a esta última categoría. Cuanto más se lee a Chejov, tanto más fácil resulta imaginar el cuento que podría haber salido de esta sombría comparación. El concepto está bien expresado y sigue siendo tan válido como lo era en la Rusia del siglo XIX: la muerte es la gran niveladora. Pero hay algo más interesante: estas pocas palabras pueden guiarnos hacia un modo inicial de comprender el cuento, contrapuesto a su hermana más corpulenta, la novela. Afirmaría que es posible escribir un cuento inspirado en su hermana más corpulenta, la novela. Afirmaría que es posible escribir un cuento

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inspirado en las palabras de Chejov, pero ellas no bastarían para una novela. En opinión de William Faulkner, es más difícil escribir un cuento que una novela. Algunos escritores rara vez lo abordan, o bien, escriben apenas media docena en toda su vida. Otros parecen sentirse perfectamente cómodos con esta forma y luego la abandonan. Y están aquellos que ven el desafío en la novela. Sin embargo, muchos grandes cuentistas se mantuvieron apartados de la forma extensa en general: Chejov, Jorge Luis Borges, Katherine Mansfield, V. S. Pritchett, Frank O´Connor. Mi caso quizá sea típico: llevo escritas nueve novelas, pero no puedo dejar de escribir cuentos. Hay algo en la forma breve que me tienta una y otra vez. ¿Qué atractivos tiene para un escritor? Importa recordar que el cuento, tal como lo conocemos, es un fenómeno relativamente reciente. Entre mediados y fines del siglo XIX, en Estados Unidos y Europa, la aparición de las revistas de venta masiva y una nueva generación de lectores cultos de clase media provocaron un florecimiento del cuento que, posiblemente, duró un siglo. Al principio, muchos escritores se sintieron atraídos por él como una fuente de ingresos, sobre todo en Estados Unidos: Nathaniel Hawthorne, Herman Melville y Edgar Allan Poe costearon sus carreras de novelistas, menos lucrativas, escribiendo cuentos. En la década del 20, The Saturday Evening Post pagó 4000 dólares a Francis Scott Fitzgerald por un cuento (unos 40.000, al valor actual). En los años 50, hasta John Updike calculaba que podía mantener a su esposa y sus pequeños hijos con sólo vender a New Yorker cinco o seis cuentos por año. Los tiempos han cambiado. Si bien algunas revistas (New Yorker, Esquire, Playboy) son generosas y pagan más que sus equivalentes británicas, ningún escritor actual podría repetir la proeza de Updike. En cierto modo, la popularidad del género, y aun su disponibilidad, siempre han estado a merced de consideraciones comerciales, en mayor medida que las de la novela. Cuando publiqué mi primera colección de cuentos, En resumidas cuentas (On the Yankee Station, 1981), estos libros eran rutina en muchas editoriales británicas. Ya no. Además, había un mercado, pequeño pero estable. Un cuentista podía colocar su obra en medios muy diversos. Por ejemplo, los cuentos de mi primera colección habían sido publicados en Punch, Company, London Magazine, la Literary Review y Mayfair, y difundidos por la BBC. En mi juventud, empecé a escribir cuentos porque entonces parecía lógico hacerlo: tendría las mejores probabilidades de publicación. Pero todo este discurso en torno al dinero y las estrategias enmascara el atractivo tenaz de la forma. En definitiva, la frecuentamos porque ella activa un conjunto diferente de mecanismos mentales. Melville escribió cuentos mientras avanzaba trabajosamente con Moby Dick y dijo: "Mi deseo de que tengan «éxito» (como le dicen) brota únicamente de mi bolsillo, no de mi corazón". Sin embargo, por entonces escribió algunas obras de narrativa breve hoy clásicas: "Bartleby" y "Benito Cereno", entre otras.

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Escribir un cuento y leerlo son experiencias distintas de la escritura y la lectura de una novela. A mi entender, básicamente se contraponen la compresión y la expansión. Pero volvamos al pequeño memento mori de Chejov sobre las aristócratas y las verduleras, y a mi comentario: vemos allí que las ideas y la inspiración que impulsarán una novela, por sucintas que sean, deben ser aptas para un acrecentamiento y una elaboración infinitos. En cambio, en casi todos los cuentos, lo esencial es destilarlos, reducirlos. Tampoco es una simple cuestión de longitud: hay cuentos de veinte páginas mucho más cargados y grávidos de significados que una novela de cuatrocientas páginas. Hablamos de una categoría de ficción en prosa totalmente distinta. Es usual comparar la novela con una orquesta y el cuento breve con un cuarteto de cuerdas. Esta analogía me resulta falsa porque, al referirse exclusivamente al tamaño, nos lleva a conclusiones erróneas. La música producida por dos violines, una viola y un violonchelo nunca puede sonar, ni de lejos, como la producida por decenas de instrumentos, pero es imposible diferenciar un párrafo o página de un cuento de los de una novela. Ambos géneros utilizan recursos idénticos: lenguaje, argumento, personajes y estilo. Al cuentista no le es denegado ninguno de los instrumentos literarios requeridos por los novelistas. Para tratar de precisar la esencia de las dos formas, es más pertinente comparar la poesía épica con la lírica. Digamos que el cuento es el poema lírico de la ficción en prosa y la novela su epopeya. Hay muchas definiciones del cuento. Pritchett lo describió como "algo vislumbrado al pasar con el rabillo del ojo". Updike dijo: "Estos empeños de apenas unos miles de palabras retienen los sucesos, apuros, crisis y alegrías de mi vida con mayor fidelidad que mis novelas". Angus Wilson, el autor de Cicuta y después, señaló: "En mi pensamiento, los cuentos y las obras teatrales van juntos. Tomamos un punto en el tiempo y desarrollamos la acción a partir de allí; no hay espacio para desarrollarla hacia atrás". Cada escritor lo interpreta a su modo: es la epifanía fugaz y cotidiana, la autobiografía sumergida, una cuestión de estructura y rumbo. Podría citar más definiciones, algunas contradictorias, otras forzadas, pero todas (cada una a su modo) hasta cierto punto convincentes. Si la casa de la novela tiene muchas ventanas, también parece tenerlas la casa del cuento. En veinte años, he publicado treinta y ocho cuentos, reunidos en tres libros. Habrá otros cuatro o cinco sueltos: creaciones juveniles publicadas en revistas universitarias o algún encargo para un aniversario. Sea como fuere, lo que me atrae, una y otra vez, a este género es su variedad, la seductora posibilidad de adoptar voces, estructuras, estilos y efectos diferentes. Por eso decidí que valdría la pena intentar una categorización un poco más minuciosa, tratar de clasificar sus múltiples variantes. Al examinar la obra de otros escritores, llegué gradualmente a la conclusión de que hay siete categorías, en las que caben casi todos los tipos de cuento. Algunas se traslaparán, o bien, una de ellas

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tomará algo de otra sin ningún parentesco aparente, pero en general incluyen todas las especies del género. Tal vez, en esta diversidad, comencemos a ver qué tienen en común. 1. El event-plot story [una traducción aproximada sería "cuento basado en una trama de hechos"]. Es una expresión acuñada por el escritor inglés William Gerhardie en 1924, en un libro sobre Chejov, fascinante pese a su brevedad. Gerhardie la usa para diferenciar los cuentos de Chejov de todos los anteriores. En éstos, casi sin excepción, lo más importante es la estructura argumental; la narrativa se adapta al molde clásico: exposición, nudo y desenlace. Chejov puso en marcha una revolución, cuyos reverberos persisten aún hoy. En sus cuentos, no abandonó la trama, pero sí la asemejó a la de nuestra vida: aleatoria, misteriosa, mediocre, áspera, caótica, ferozmente cruel, vacía. El estereotipo del event-plot story, en cambio, es el desenlace efectista que hizo famoso a O. Henry pero que también fue muy utilizado en los cuentos de fantasmas (los de W. W. Jacobs, por ejemplo) y de detectives (Arthur Conan Doyle). Yo diría que hoy parece muy anticuado, por lo artificioso, aunque Roald Dahl ganó cierta fama con una variación macabra sobre el tema y es de uso corriente entre los narradores de historias inverosímiles, como Jeffrey Archer. 2. El cuento chejoviano. Chejov es el padre del cuento moderno; su formidable influjo todavía se hace sentir en todas partes. Cuando publicó Dublineses, en 1914, James Joyce sostuvo, llamativamente, que no había leído a Chejov (desde 1903, había ediciones inglesas de la mayoría de sus obras), pero esta referencia precisa peca de gran falsedad. Dublineses, una de las obras más admirables que se hayan publicado jamás dentro del género, debe mucho a Chejov. En otras palabras, Chejov liberó la imaginación de Joyce del mismo modo en que, más tarde, el ejemplo de Joyce liberaría la de otros. ¿Cuál es la esencia del cuento chejoviano? "Era hora de que los escritores, especialmente los que son artistas, reconocieran que en este mundo nada se comprende", escribió Chejov a un amigo. A mi entender, quiso decir que debemos observar la vida en toda su banalidad, su tragicomedia, y rehusarnos a juzgarla. Rehusarnos a condenarla y a ensalzarla. Registrar las acciones humanas tal como son y dejar que hablen por sí solas (hasta donde puedan hacerlo), sin manipularlas, censurarlas ni elogiarlas. De ahí su famosa réplica, cuando le pidieron que definiera la vida: "¿Me preguntan qué es la vida? Es como si me preguntaran qué es una zanahoria. Una zanahoria es una zanahoria y punto". Las inferencias de esta cosmovisión, expresadas en sus cuentos, han ejercido un influjo asombroso. Katherine Mansfield y Joyce fueron de los primeros en escribir con una mentalidad chejoviana, pero la frialdad desapasionada e impávida de Chejov frente a la condición humana resuena en escritores tan disímiles como William Trevor y Raymond Carver; Elizabeth Bowen, John Cheever, Muriel Spark y Alice Munro. 3. El cuento "modernista" [en la órbita de las lenguas anglosajonas, el término "modernista" alude a las vanguardias de principios del siglo XX]. Titulé así este apartado para introducir a Ernest Hemingway, la

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otra presencia gigantesca en el cuento moderno, y transmitir la idea de oscuridad, de dificultad deliberada. El aporte revolucionario más obvio de Hemingway fue su estilo lacónico y recortado; no temía repetir los adjetivos más comunes, en vez de buscar sinónimos. Su otra gran contribución -donación- fue una opacidad intencional. Al leer sus primeros cuentos (casualmente son, de lejos, sus mejores obras) comprendemos la situación al instante. Un joven sale a pescar y, al caer la noche, acampa. En un café, se reúnen varios mozos. En "Colinas como elefantes blancos", una pareja espera un tren en una estación. Están tensos. ¿Ella se ha hecho un aborto? Eso es todo. Sin embargo, de algún modo, Hemingway envuelve este cuento y los otros, con todas las complejidades encubiertas de un oscuro poema. Sabemos que hay significados ocultos; el cuento es tan memorable por la inaccesibilidad del subtexto. La oscuridad voluntaria da resultado en el cuento; a lo largo de una novela, puede ser muy tediosa. Esta idea de la oscuridad se superpone parcialmente con la categoría siguiente. 4. El cuento cripto-lúdico. Aquí, la narración presenta su superficie desconcertante de un modo más abierto, como una especie de desafío al lector; recordamos de inmediato a Borges y Nabokov. En estos cuentos, hay un significado por descubrir y descifrar, mientras que en Hemingway nos fascina su inasequibilidad exasperante. Un cuento de Nabokov, pongamos por caso "Primavera en Fialta", fue escrito para que el lector atento lo desenmarañe (quizá le lleve varios intentos), pero detrás de esa tentación hay un espíritu fundamentalmente generoso. El mensaje implícito es: "Sigue excavando y descubrirás más cosas. Esfuérzate más y tendrás tu recompensa". El lector está dispuesto a todo. Entre los grandes del cuento críptico o "narración reprimida" figura Rudyard Kipling; en cierto modo, es un genio no reconocido del género. Cuentos como "Mary Postgate" o "La señora Bathurst" son maravillosamente complejos por sus envolturas múltiples. Los críticos todavía mantienen vehementes debates en torno a sus interpretaciones correctas. 5. La "mininovela". Su nombre lo dice todo. Es una de las primeras formas que adoptó el cuento (otra es el event-plot story). Hasta cierto punto, es un híbrido -mitad novela, mitad cuento- que intenta lograr en unas pocas decenas de páginas lo que una novela consigue en cuatrocientas: una larga lista de personajes y abundantes detalles realistas. El gran cuento de Chejov, "Mi vi vida", pertenece a esta categoría. Abarca un lapso prolongado; los personajes se enamoran, se casan, tienen hijos, se separan y mueren. De algún modo, comprime en cincuenta y tantas páginas el contenido de una novela victoriana en tres tomos. Estos cuentos tienden a ser muy largos -están a un paso de la novela breve- pero sus pretensiones son claras. Evitan la elipsis y la alusión; acumulan hechos concretos, como si quisieran decirnos: "¿Ves? No necesitas cuatrocientas páginas para retratar una sociedad".

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6. El cuento poético-mítico. En fuerte contraste con la anterior, se diría que quiere apartarse al máximo de la novela realista. Esta categoría es amplia e incluye casos tan disímiles como las viñetas de las páginas, concisas y brutales, que Hemingway intercala en su colección de cuentos En nuestro tiempo; los cuentos de Dylan Thomas y D. H. Lawrence; las divagaciones cavilosas de J. G. Ballard por el espacio interior y los extensos poemas en prosa de Ted Hughes o Frank O´Hara. Es casi un poema y va desde el fluir del pensamiento hasta la impenetrabilidad gnómica. 7. El falso cuento biográfico. Es la categoría, en apariencia, más difícil de definir. Podría decirse que es el cuento que, en forma deliberada, toma y copia las propiedades de otros géneros literarios fuera de la narrativa: la historia, el reportaje, las memorias. Borges suele jugar con esta técnica. La generación más joven de escritores norteamericanos contemporáneos, con su afición presuntuosa por las notas fuera de texto y las remisiones bibliográficas, es otro ejemplo del género (o, más exactamente, representa un híbrido de cuento "modernista" y biográfico). Otra variante consiste en introducir lo ficticio en la vida de personajes reales. He escrito cuentos cortos sobre Brahms, Wittgenstein, Braque y Cyrill Connolly en los que narré episodios imaginarios de sus vidas; eso sí, hice toda la investigación previa que habría requerido un ensayo. Según una definición muy válida, la biografía es "una ficción concebida dentro de los límites de los hechos observables". El falso cuento biográfico juega con esta paradoja, en su intento de aprovechar las virtudes de la narrativa para presentar supuestos hechos reales. El futuro de un género Hoy, especialmente en el Reino Unido, donde vivo y escribo, es más difícil que nunca publicar un cuento. Las posibilidades de que disponíamos los escritores jóvenes en los años 80 están casi agotadas. A pesar de estas contrariedades prácticas, creo que el género está experimentando una especie de resurgimiento, tanto aquí como en Estados Unidos. La explicación sociocultural de este fenómeno sería, tal vez, el aumento masivo de los cursos de escritura creativa con títulos reconocidos. El cuento es el instrumento pedagógico perfecto para este tipo de educación. Cabe suponer que las decenas de miles de cuentos que se escriben (y se leen) en estas instituciones cultivan el gusto por esa forma, como lo hizo la circulación masiva de revistas a fines del siglo XIX y comienzos del XX. No obstante, intuyo que podría haber otra razón que explique por qué, en realidad, los lectores de cuentos nunca desaparecieron del todo. Y esto no tiene nada que ver con la extensión del texto. Un cuento bien escrito no cuadra con la cultura del spot televisivo: es demasiado denso, sus efectos son demasiado complejos para una digestión fácil. Si el espíritu de los tiempos influye en esto, quizá sea una señal de que nos estamos acercando a una preferencia por las formas artísticas muy concentradas. Un buen cuento es como una píldora vitamínica: puede proporcionar una descarga comprimida de placer intelectual selectivo, no menos intenso que el que nos causa

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una novela, aunque tardemos menos en consumirlo. Leer un cuento como "Los muertos", de Joyce; "En el barranco", de Chejov, o "Un lugar limpio y bien iluminado", de Hemingway, es enfrentar una obra de arte compleja y cabal, ya sea profunda o perturbadora, conmovedora o tenebrosamente cómica. No importa que lo leamos en quince minutos: su potencia es patente y enfática. Tal vez sea eso lo que, en estos tiempos, buscamos cada vez más como lectores: una experiencia a modo de bomba fragmentadora estética que actúe con implacable brevedad y eficacia concentrada. Como escritores, nos volcamos hacia el cuento por otros motivos. En última instancia, creo, porque nos ofrece la oportunidad de variar la forma, el tono, la narrativa y el estilo de manera muy rápida e impresionante. Angus Wilson dijo que había empezado a escribirlos porque podía comenzar y terminar uno en un fin de semana, antes de tener que volver a su trabajo en el Museo Británico. Por cierto, exige un esfuerzo real, pero no es prolongado como el de la novela, con sus años de gestación y ejecución. Una semana podemos escribir un event-plot story y a la siguiente un cuento lúdico-biográfico. En el cuaderno de apuntes que mencioné al principio, Chejov se refirió a este mismo placer. Había copiado algo de Alphonse Daudet que, evidentemente, también despertó fuertes ecos en él. Todos los escritores de cuentos comprenderán el sentido de sus palabras: "«¿Por qué son tan breves tus cantos? -le preguntaron cierta vez a un pájaro-. ¿Acaso porque tu aliento es muy corto?» El pájaro respondió: «Tengo muchos, muchísimos cantos y me gustaría cantarlos todos»".

El amante rechazado

Alberto Moravia La calle se mostraba como una especie de túnel bajo una bóveda de diminuto y plumoso follaje verde y amarillo. Sostenían esta nube de hojas otoñales determinados árboles cuyos troncos eran de una negrura violenta y como carbonizada, que parecían empapados por toda la lluvia de los días anteriores. Innumerables hojas verdes y amarillas derribadas por el agua sobre el pellejo negro y graso del asfalto habían quedado adheridas haciéndolo parecer manchado como la piel de la pantera. En un sitio se había formado un gran montón de esas hojas; el verde y el amarillo, mezclándose y reluciendo por el agua, daban la ilusión de un oro copioso vomitado por la rotura de un cofre; y era una extraña visión, casi digna de ser deplorada como una gran riqueza inexplicablemente abandonada y despreciada. Yo no padecía, pero sabía que si hubiese tenido un dolor aquellos colores tan fuertes me habrían hecho sufrir, como todo detalle de excesiva evidencia al que una sensibilidad herida atribuye inmediatamente un significado. Así, en cuanto salimos de la casa, le hice notar a Livio el color de esas hojas y de esos troncos. Pero él meneó la cabeza y contestó que no tenía la mente como para eso. A

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continuación, con un tono suplicante, me pidió que no lo dejara: quería estar conmigo algo más. Empezamos a caminar delante y atrás sobre aquellas hojas, a lo largo de aquellos troncos en el aire ahumado y azulado del crepúsculo otoñal.

-En fin -dijo Livio con un furor contenido-, si me hubiese dicho: amo a Roberto y a ti ya no te amo, paciencia... Por lo menos ésta sería una razón clara... pero ¿por qué inventar todas esas mentiras? Roberto es un constructor, tú un destructor... Roberto un constructor... ja, ja... con esa cara de buey, esa frente estrecha, esos ojos redondos... Un bruto, eso es lo que es.

Dulcemente le contesté, observando el bordado elegante de las hojas que sobre las aceras se aglomeraban alrededor de los árboles hasta formar una alfombra, que Silvia era una de esas mujeres que no saben reconocer la verdad y necesitan siempre creer que están justificadas por razones de orden moral. Me miró como si no hubiese entendido, y después prosiguió:

-La verdad, en cambio, es que él es rico y yo soy pobre... constructor, si, claro que lo es, futuro constructor de su desprovisto guardarropa... constructor de vestidos, zapatos, joyas... ¿Has oído con qué tono ha dicho: estoy cansada de vivir entre estrecheces?

Dije que lo había notado todo. Pero ¿qué le iba a hacer? Se había ilusionado acerca de esa mujer, eso era todo. Diciendo esto, con la punta del paraguas yo restregaba la tierra entre la hojarasca, que se acumulaba ante la punta en un montón resistente que yo sentía adherido al asfalto por una película adhesiva de agua de lluvia.

Livio dijo:

-Ella es una boba... o, mejor dicho, una persona muy simple... esos discursos sobre la construcción y destrucción no son cosa suya... son de Roberto... con esos discursos, en mi ausencia, la ha fascinado... porque él de veras cree ser un hombre positivo por los cuatro costados, un constructor, precisamente... y ella, en su pérfida ingenuidad, me los ha ofrecido tal cual... como un papagayo... tanto es así que, cuando la he interrumpido y le he preguntado qué entendía por constructor, se ha quedado con la boca abierta y no ha sabido decir nada... diantre... no podía contestarme que por constructor entendía un hombre rico y nada más...

Le dije que razonar de esa manera era en vano; a menos que, más que dolerse por la forzada separación de la amante, le importase demostrar su propia superioridad y la poquedad de esos dos. Mientras tanto, aún discurriendo, habíamos llegado al final de la calle, allí donde desemboca en la avenida a lo largo del río.

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Livio me indicó que nos acercásemos al parapeto y después prosiguió:

-¿Yo destructor?... ¿y qué destruía, por favor? Tal vez sus malas costumbres... Cuando la conocí ella creía que la vida fuese una cuestión de dinero, de automóviles, de vestidos, de excursiones, de cenitas y diversiones... lo creía con ingenuidad, como si no hubiese ni pudiese haber en el mundo nada más... la verdad es que ella andaba a cuatro patas... y yo, por algún tiempo, la he hecho caminar erguida... pero ahora ha vuelto a caer en cuatro patas, la cara en el comedero... y para siempre...

Por encima de las defensas del río, en el gran espacio entre ambas orillas, se descubría el cielo pesado de nubes oscuras e inmóviles, parecido a una frente pensativa y fruncida. Como un rostro detrás de un brazo, la ciudad nos miraba desde detrás de la barrera de sus puentes, tendida y mortecina. A lo largo del parapeto se alineaban unos plátanos que habían crecido hasta gran altura, de manera que al pasear no se veía otra cosa que troncos y más troncos, inclinados o erguidos, con las ramas elevadas hacia lo alto. Pero desde la cima de las copas el viento arrancaba a puñados grandes hojas muertas que caían, desagradables y duras, una tras otra, hasta reunirse con sus compañeras esparcidas en abundancia sobre las aceras. Contesté a Livio que él no podía juzgar sobre cuántas patas había de caminar la hermosa mujer que no quería tener más nada que ver con él. Probablemente le había pedido demasiado; ella se había esforzado por seguirlo, después le habían fallado las fuerzas y había vuelto a su vieja vida.

-Ah, ¿no se debería pedir nada a la gente? Yo sólo le había pedido que fuese una persona decente... en cambio ya has oído lo que ha dicho... que yo la hacía volverse fea... ¿has oído con qué tono de obstinada desolación lo ha dicho?

Nadie pasaba por la avenida junto al río. En determinados puntos las hojas muertas formaban altos montones, verdaderas tribus que murmuraban y bullían según el viento.

-Tal vez no la halagabas lo suficiente -dije.

Livio repuso:

-¿Para qué sirven los halagos? Yo quería que se convirtiese en una persona, eso es todo... y para lograrlo le dije que ante todo tenía que reconocer la verdad de sus propias condiciones... tenía que darse cuenta de que era pobre, ignorante, con la cabeza a pájaros, malcriada, que mentía constantemente ante sí misma y ante los demás... yo pensaba que la verdad, aunque amarga, hubiese de tener para ella más valor que los halagos que le prodigaban Roberto y sus demás pretendientes...

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Me eché a reír y le dije que las mujeres querían dulces frases y no sermones. [...]

-Sin embargo -dijo Livio como acordándose-, al principio me amó precisamente porque le decía esas verdades... me explicaba que nadie la había hablado jamás de esa manera... me agradecía que lo hiciese... y ¿te acuerdas? Al principio conseguí que abandonase a ese Santoro...

Yo volví a reír:

-Probablemente, para abandonarlo le habrá repetido punto por punto las mismas frases que tú en aquel momento le ibas propinando... habrá hecho con aquel pobre Santoro lo que ha hecho hoy conmigo... le habrá dicho que tú eras un constructor y él un destructor... y entonces, como hoy, no era cosa de ella... ¿no crees que habrá sido así?

Él dijo con estupor:

-Así ha sido... pero era la verdad... yo era el único que podía hacerle bien... y ella lo sabe... y por eso está tan empecinada contra mí...

De pronto nos encontramos en un remolino de viento, en una explanada de la cual bajaban dos escalinatas hacia el río. Las hojas se elevaban del suelo girando hacia lo alto. [...]

Dije:

-Tu error ha sido tomarte demasiado en serio tu papel de moralista, de constructor, como dice Silvia... Tenías que pensar que nada es más fácil que un moralista revele después ser inmoral, y que el constructor de ayer se vuelva el destructor de mañana... ¿Qué frenesí es el de ustedes? Esta Silvia me parece una mujer a la que no se acercan sino hombres que la quieren salvar... se comprende que termine por creerle sucesivamente a cada uno de ellos.

Meneó la cabeza y contestó:

-Será como dices tú... pero lo que hace que yo sea distinto de los demás es que durante todo el tiempo, mientras hacía toda clase de esfuerzos de cambiarla, sentía que era en vano... y que pese a todo, precisamente por eso, había que hacerlo... tal vez tú nunca hayas experimentado esa sensación... me parecía estar entregado a una empresa que no tenía ninguna posibilidad de éxito... pero esa sensación de fundamental vanidad era justamente lo que me hacía persistir y me hacía amar a Silvia... la sensación de hacer algo sin esperanza...

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El crepúsculo se había ya convertido en una penumbra casi nocturna. La masa gris de un autobús de rojos faroles encendidos, pasando y desapareciendo por una calle transversal, lo hizo hundirse con toda su bruma, y se hizo la noche. Caminando en la oscuridad, contesté:

-Entonces no te quejes... has obtenido lo que deseabas... ella te ha inspirado la voluntad de cambiarla, que anhelabas de corazón, y, al mismo tiempo, no menos querida, la sensación de la imposibilidad de dicho cambio... De ella, más no podías esperar.

Contestó:

-Eso es verdad... pero no quita que perderla sea muy amargo...

Me reí:

-Cuántas cosas querrías -dije.

Yo había entrado en un gran montón de hojas, sin verlas, y casi experimentaba placer moviendo los pies y haciendo el mayor ruido posible.

-Acaba con eso -dijo Livio-, ¿qué te ha dado?

Yo tenía las hojas hasta la mitad de la espinilla de tan altas y tupidas. Livio añadió:

-Así que se acabó.

-Eso, se acabó -dije como un eco arrastrando los pies entre las hojas. Me sentía incapaz de tomarme en serio el disgusto de mi amigo. Más aún, experimentaba una especie de sentimiento de hilaridad, como si todo se hubiese producido según un orden preestablecido y superior.

La biblioteca total

Jorge Luis Borges El capricho o imaginación o utopía de la Biblioteca Total incluye ciertos rasgos, que no es difícil confundir con virtudes. Maravilla, en primer lugar, el mucho tiempo que tardaron los hombres en pensar esa idea. Ciertos ejemplos que Aristóteles atribuye a Demócrito y a Leucipo la prefiguran con claridad, pero su tardío inventor es Gustav Theodor Fechner y su primer expositor es Kurd Lasswitz. (Entre Demócrito de Abdera y Fechner de Leipzig fluyen -cargadamente- casi veinticuatro siglos de Europa.) Sus conexiones son ilustres y múltiples: está relacionada con el atomismo y con el análisis combinatorio, con la tipografía y con el azar. En la obra El certamen

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con la tortuga (Berlín, 1929), el doctor Theodore Wolff juzga que es una derivación, o parodia, de la máquina mental de Raimundo Lulio; yo agregaría que es un avatar tipográfico de esa doctrina del Eterno Regreso que prohijada por los estoicos o por Blanqui, por los pitagóricos o por Nietzsche, regresa eternamente.El más antiguo de los textos que la vislumbran está en el primer libro de la Metafísica de Aristóteles. Hablo de aquel pasaje que expone la cosmogonía de Leucipo: la formación del mundo por la fortuita conjunción de los átomos. El escritor observa que lo átomos que esa conjetura requiere son homogéneos y que sus diferencias proceden de la posición, del orden o de la forma. Para ilustrar esas distinciones añade: "A difiere de N por la forma, AN de NA por el orden, Z de N por la posición". En el tratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de iguales elementos que una comedia -es decir, de las veinticuatro letras del alfabeto.

Pasan trescientos años y Marco Tulio Cicerón compone un indeciso diálogo escéptico y lo titula irónicamente De la naturaleza de los dioses. En el segundo libro, uno de los interlocutores arguye: "No me admiro que haya alguien que se persuada de que ciertos cuerpos sólidos e individuales son arrastrados por la fuerza de la gravedad, resultando del concurso fortuito de estos cuerpos el mundo hermosísimo que vemos. El que juzga posible esto, también podrá creer que si arrojan a bulto innumerables caracteres de oro, con las veintiuna letras del alfabeto, pueden resultar estampados los Anales de Ennio. Ignoro si la casualidad podrá hacer que se lea un solo verso."1

La imagen tipográfica de Cicerón logra una larga vida. A mediados del siglo XVII, figura en un discurso académico de Pascal; Swift, a principios del siglo XVIII, la destaca en el preámbulo de su indignado Ensayo trivial sobre las facultades del alma, que es un museo de lugares comunes -como el futuro Dictionnaire des idées reçues, de Flaubert.

Siglo y medio más tarde, tres hombres justifican a Demócrito y refutan a Cicerón. En tan desaforado espacio de tiempo, el vocabulario y las metáforas de la polémica son distintos. Huxley (que es uno de esos hombres) no dice que los "caracteres de oro" acabarán por componer un verso latino, si los arrojan un número suficiente de veces; dice que media docena de monos, provistos de máquinas de escribir, producirán en unas cuantas eternidades todos los libros que contiene el British Museum2. Lewis Carroll (que es otro de los refutadores) observa en la segunda parte de la extraordinaria novela onírica Sylvie and Bruno -año 1893- que siendo limitado el número de palabras que comprende un idioma, lo es asimismo el de sus combinaciones posibles o sea el de sus libros. "Muy pronto -dice- los literatos no se preguntarán, '¿qué libro escribiré?', sino '¿cuál libro?'

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"Lasswitz, animado por Fechner, imagina la Biblioteca Total. Publica su invención en el tomo de relatos fantásticos Traumkristalle.

La idea básica de Lasswitz es la de Carroll, pero los elementos de su juego son los universales símbolos ortográficos, no las palabras de un idioma. El número de tales elementos -letras, espacios, llaves, puntos suspensivos, guarismos- es reducido y puede reducirse algo más. El alfabeto puede renunciar a la cu (que es del todo superflua), a la equis (que es una abreviatura) y a todas las letras mayúsculas. Pueden eliminarse los algoritmos del sistema decimal de numeración o reducirse a dos, como en la notación binaria de Leibniz. Puede limitarse la puntuación a la coma y al punto. Puede no haber acentos, como en latín. A fuerza de simplificaciones análogas, llega Kurd Lasswitz a veinticinco símbolos suficientes (veintidós letras, el espacio, el punto, la coma) cuyas variaciones con repetición abarcan todo lo que es dable expresar en todas las lenguas. El conjunto de tales variaciones integraría una Biblioteca Total, de tamaño astronómico. Lasswitz insta a los hombres a producir mecánicamente esa Biblioteca inhumana, que organizaría el azar y que eliminaría a la inteligencia. (El certamen con la tortuga de Theodore Wolff expone la ejecución y las dimensiones de esa obra imposible.)

Todo estará en sus ciegos volúmenes. Todo: la historia minuciosa del porvenir, Los egipcios de Esquilo, el número preciso de veces que las aguas de Ganges han reflejado el vuelo de un halcón, el secreto y verdadero nombre de Roma, la enciclopedia que hubiera edificado Novalis, mis sueños y entresueños en el alba del catorce de agosto de 1934, la demostración del teorema de Pierre Fermat, los no escritos capítulos de Edwin Drood, esos mismos capítulos traducidos al idioma que hablaron los garamantas, las paradojas que ideó Berkeley acerca del Tiempo y que no publicó, los libros de hierro de Urizen, las prematuras epifanías de Stephen Dedalus que antes de un ciclo de mil años nada querrán decir, el evangelio gnóstico de Basílides, el cantar que cantaron las sirenas, el catálogo fiel de la Biblioteca, la demostración de la falacia de ese catálogo. Todo, pero por una línea razonable o una justa noticia habrá millones de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. Todo, pero las generaciones de los hombres pueden pasar sin que los anaqueles vertiginosos -los anaqueles que obliteran el día y en los que habita el caos- les hayan otorgado una página tolerable.

Uno de los hábitos de la mente es la invención de imaginaciones horribles.

Ha inventado el Infierno, ha inventado la predestinación al Infierno, ha imaginado las ideas platónicas, la quimera, la esfinge, los anormales números transfinitos (donde la parte no es menos copiosa que el todo), las máscaras, los espejos, las óperas, la teratológica Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espectro insoluble, articulados en un

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solo organismo... Yo he procurado rescatar del olvido un horror subalterno: la vasta Biblioteca contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira. 1- No teniendo a la vista el original, copio la versión española de Menéndez y Pelayo (Obras completas de Marco Tulio Cicerón, tomo tercero, p.88). Deussen y Mauthner hablan de una bolsa de letras y no dicen que éstas son de oro; no es imposible que el "ilustre bibliófago" haya donado el oro y haya retirado la bolsa.2- Bastaría, en rigor, con un solo mono inmortal.

El muertoJorge Luis Borges Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así, quiero contarles el destino de Benjamin Otálora, de quien acaso no perdura un recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley, de un balazo, en los confines de Río Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas. Por ahora, este resumen puede ser útil.

Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la República. El caudillo de la parroquia le da una carta para un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otálora se embarca, la travesía es tormentosa y crujiente; al otro día, vaga por las calles de Montevideo, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en un almacén del Paso del Molino, asiste a un altercado entre unos troperos. Un cuchillo relumbra; Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo atrae el puro sabor del peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el entrevero, una puñalada baja que un peón le tira a un hombre de galera oscura y de poncho. Éste, después, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la carta, porque prefiere debérselo todo a sí mismo.) Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en su rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno más, como el negro bigote cerdoso.

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Proyección o error del alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que se produjo. Otálora bebe con los troperos y luego los acompaña a una farra y luego a un caserón en la Ciudad Vieja, ya con el sol bien alto. En el último patio, que es de tierra, los hombres tienden su recado para dormir. Oscuramente, Otálora compara esa noche con la anterior; ahora ya pisa tierra firme, entre amigos. Lo inquieta algún remordimiento, eso sí, de no extrañar a Buenos Aires. Duerme hasta la oración, cuando lo despierta el paisano que agredió, borracho, a Bandeira. (Otálora recuerda que ese hombre ha compartido con los otros la noche de tumulto y de júbilo y que Bandeira lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El hombre le dice que el patrón lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora nunca ha visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo Bandeira, con una clara y desdeñosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece una copa de caña, le repite que le está pareciendo un hombre animoso, le propone ir al Norte con los demás a traer una tropa. Otálora acepta; hacia la madrugada están en camino, rumbo a Tacuarembó.

Empieza entonces para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y de jornadas que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos. Otálora se ha criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes de un año se hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir el sueño, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira, pero lo tiene muy presente, porque ser hombre de Bandeira es ser considerado y temido, y porque, ante cualquier hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Alguien opina que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Rio Grande do Sul; eso, que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de ciénagas, de inextricable y casi infinitas distancias. Gradualmente, Otálora entiende que los negocios de Bandeira son múltiples y que el principal es el contrabando. Ser tropero es ser un sirviente; Otálora se propone ascender a contrabandista. Dos de los compañeros, una noche, cruzarán la frontera para volver con unas partidas de caña; Otálora provoca a uno de ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la ambición y también una oscura fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe por entender que yo valgo más que todos sus orientales juntos.

Otro año pasa antes que Otálora regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la ciudad (que a Otálora le parece muy grande); llegan a casa del patrón; los hombres tienden los recados en el último patio. Pasan los días y Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor, que está

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enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y con el mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora esa tarea. Éste se siente vagamente humillado, pero satisfecho también.

El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay una larga mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de cintos, de armas de fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la luna empañada. Bandeira yace boca arriba; sueña y se queja; una vehemencia de sol último lo define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo; Otálora nota las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo subleva que los esté mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar cuenta de él. En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de pelo rojo; está a medio vestir y descalza y lo observa con fría curiosidad. Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de la campaña y despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las trenzas de la mujer. Al fin, le da licencia a Otálora para irse.

Días después, les llega la orden de ir al Norte. Arriban a una estancia perdida, que está como en cualquier lugar de la interminable llanura. Ni árboles ni un arroyo la alegran, el primer sol y el último la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda, que es guampuda y menesterosa. El Suspiro se llama ese pobre establecimiento.

Otálora oye en rueda de peones que Bandeira no tardará en llegar de Montevideo. Pregunta por qué; alguien aclara que hay un forastero agauchado que está queriendo mandar demasiado. Otálora comprende que es una broma, pero le halaga que esa broma ya sea posible. Averigua, después, que Bandeira se ha enemistado con uno de los jefes políticos y que éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia.

Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana de plata para el aposento de la mujer; llegan cortinas de intrincado damasco; llega de las cuchillas, una mañana, un jinete sombrío, de barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano Suárez y es el capanga o guardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy poco y de una manera abrasilerada. Otálora no sabe si atribuir su reserva a hostilidad, a desdén o a mera barbarie. Sabe, eso sí, que para el plan que está maquinando tiene que ganar su amistad.

Entra después en el destino de Benjamín Otálora un colorado cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo liberal es un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia el muchacho, que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son atributos o adjetivos de un hombre que él aspira a destruir.

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Aquí la historia se complica y se ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el arte de la intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente, combinando veras y burlas; Otálora resuelve aplicar ese método ambiguo a la dura tarea que se propone. Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo Bandeira. Logra, en jornadas de peligro común, la amistad de Suárez. Le confía su plan; Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo después, de las que sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira; da en olvidar, en corregir, en invertir sus órdenes. El universo parece conspirar con él y apresura los hechos. Un mediodía, ocurre en campos de Tacuarembó un tiroteo con gente riograndense; Otálora usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro una bala, pero esa tarde Otálora regresa al Suspiro en el colorado del jefe y esa tarde unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre y esa noche duerme con la mujer de pelo reluciente. Otras versiones cambian el orden de estos hechos y niegan que hayan ocurrido en un solo día.

Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da órdenes que no se ejecutan; Benjamín Otálora no lo toca, por una mezcla de rutina y de lástima.

La última escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche de 1894. Esa noche, los hombres del Suspiro comen cordero recién carneado y beben un alcohol pendenciero. Alguien infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa, Otálora, borracho, erige exultación sobre exultación, júbilo sobre júbilo; esa torre de vértigo es un símbolo de su irresistible destino. Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda una obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de la mujer. Ésta le abre en seguida, como si esperara el llamado. Sale a medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se arrastra, el jefe le ordena:

-Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista de todos.

Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la han tomado del brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y el pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver. Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto.

Suárez, casi con desdén, hace fuego.

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2º Bach. CEl rastro de tu sangre en la nieveGabriel García Márquez

Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando. El guardia civil con una manta de lana cruda sobre el tricornio de charol examinó los pasaportes a la luz de una linterna de carburo, haciendo un grande esfuerzo para que no lo derribara la presión del viento que soplaba de los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes diplomáticos en regla, el guardia levantó la linterna para comprobar que los retratos se parecían a las caras. Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de enero, y estaba arropada hasta el cuello con un abrigo de nucas de visón que no podía comprarse con el sueldo de un año de toda la guarnición fronteriza. Billy Sánchez de Ávila, su marido, que conducía el coche, era un año menor que ella, y casi tan bello, y llevaba una chaqueta de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Al contrario de su esposa, era alto y atlético y tenía las mandíbulas de hierro de los matones

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tímidos. Pero lo que revelaba mejor la condición de ambos era el automóvil platinado, cuyo interior exhalaba un aliento de bestia viva, como no se había visto otro por aquella frontera de pobres. Los asientos posteriores iban atiborrados de maletas demasiado nuevas y muchas cajas de regalos todavía sin abrir. Ahí estaba, además, el saxofón tenor que había sido la pasión dominante en la vida de Nena Daconte antes de que sucumbiera al amor contrariado de su tierno pandillero de balneario.

Cuando el guardia le devolvió los pasaportes sellados, Billy Sánchez le preguntó dónde podía encontrar una farmacia para hacerle una cura en el dedo a su mujer, y el guardia le gritó contra e1 viento que preguntaran en Indaya, del lado francés. Pero los guardias de Hendaya estaban sentados a la mesa en mangas de camisa, jugando barajas mientras comían pan mojado en tazones de vino dentro de una garita de cristal cálida y bien alumbrada, y les bastó con ver el tamaño y la clase del coche para indicarles por señas que se internaran en Francia. Billy Sánchez hizo sonar varias veces la bocina, pero los guardias no entendieron que los llamaban, sino que uno de ellos abrió el cristal y les gritó con más rabia que el viento:

-Merde! Allez-vous-en!

Entonces Nena Daconte salió del automóvil envuelta con el abrigo hasta las orejas, y le preguntó al guardia en un francés perfecto dónde había una farmacia. El guardia contestó por costumbre con la boca llena de pan que eso no era asunto suyo. Y menos con semejante borrasca, y cerró la ventanilla. Pero luego se fijó con atención en la muchacha que se chupaba el dedo herido envuelta en el destello de los visones naturales, y debió confundirla con una aparición mágica en aquella noche de espantos, porque al instante cambió de humor. Explicó que la ciudad más cercana era Biarritz, pero que en pleno invierno y con aquel viento de lobos, tal vez no hubiera una farmacia abierta hasta Bayona, un poco más adelante.

-¿Es algo grave? -preguntó.

-Nada -sonrió Nena Daconte, mostrándole el dedo con la sortija de diamantes en cuya yema era apenas perceptible la herida de la rosa-. Es sólo un pinchazo.

Antes de Bayona volvió a nevar. No eran más de las siete, pero encontraron las calles desiertas y las casas cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de muchas vueltas sin encontrar una farmacia decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se alegró con la decisión. Tenía una pasión insaciable por los automóviles raros y un papá con demasiados sentimientos de culpa y recursos de sobra para complacerlo, y nunca había conducido nada igual a aquel Bentley convertible de regalo de bodas. Era tanta su embriaguez en el volante, que cuanto más andaba menos cansado se sentía. Estaba

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dispuesto a llegar esa noche a Burdeos, donde tenían reservada la suite nupcial del hotel Splendid, y no habría vientos contrarios ni bastante nieve en el cielo para impedirlo. Nena Daconte, en cambio, estaba agotada, sobre todo por el último tramo de la carretera desde Madrid, que era una cornisa de cabras azotada por el granizo. Así que después de Bayona se enrolló un pañuelo en el anular apretándolo bien para detener la sangre que seguía fluyendo, y se durmió a fondo. Billy Sánchez no lo advirtió sino al borde de la media noche, después de que acabó de nevar y el viento se paró de pronto entre los pinos, y el cielo de las landas se llenó de estrellas glaciales. Había pasado frente a las luces dormidas de Burdeos, pero sólo se detuvo para llenar el tanque en una estación de la carretera pues aún le quedaban ánimos para llegar hasta París sin tomar aliento. Era tan feliz con su juguete grande de 25.000 libras esterlinas, que ni siquiera se preguntó si lo sería también la criatura radiante que dormía a su lado con la venda del anular empapada de sangre, y cuyo sueño de adolescente, por primera vez, estaba atravesado por ráfagas de incertidumbre.

Se habían casado tres días antes, a 10.000 kilómetros de allí, en Cartagena de Indias, con el asombro de los padres de él y la desilusión de los de ella, y la bendición personal del arzobispo primado. Nadie, salvo ellos mismos, entendía el fundamento real ni conoció el origen de ese amor imprevisible. Había empezado tres meses antes de la boda, un domingo de mar en que la pandilla de Billy Sánchez se tomó por asalto los vestidores de mujeres de los balnearios de Marbella. Nena Daconte había cumplido apenas dieciocho años, acababa de regresar del internado de la Châtellenie, en Saint-Blaise, Suiza, hablando cuatro idiomas sin acento y con un dominio maestro del saxofón tenor, y aquel era su primer domingo de mar desde el regreso. Se había desnudado por completo para ponerse el traje de baño cuando empezó la estampida de pánico y los gritos de abordaje en las casetas vecinas, pero no entendió lo que ocurría hasta que la aldaba de su puerta saltó en astillas y vio parado frente a ella al bandolero más hermoso que se podía concebir. Lo único que llevaba puesto era un calzoncillo lineal de falsa piel de leopardo, y tenía el cuerpo apacible y elástico y el color dorado de la gente de mar. En el puño derecho, donde tenía una esclava metálica de gladiador romano, llevaba enrollada una cadena de hierro que le servía de arma mortal, y tenía colgada del cuello una medalla sin santo que palpitaba en silencio con el susto del corazón. Habían estado juntos en la escuela primaria y habían roto muchas piñatas en las fiestas de cumpleaños, pues ambos pertenecían a la estirpe provinciana que manejaba a su arbitrio el destino de la ciudad desde los tiempos de la Colonia, pero habían dejado de verse tantos años que no se reconocieron a primera vista. Nena Daconte permaneció de pie, inmóvil, sin hacer nada por ocultar su desnudez intensa. Billy Sánchez cumplió entonces con su rito pueril: se bajó el calzoncillo de leopardo y le mostró su respetable animal erguido. Ella lo miró de frente y sin asombro.

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-Los he visto más grandes y más firmes -dijo, dominando el terror-, de modo que piensa bien lo que vas a hacer, porque conmigo te tienes que comportar mejor que un negro.

En realidad, Nena Daconte no sólo era virgen sino que nunca hasta entonces había visto un hombre desnudo, pero el desafío le resultó eficaz. Lo único que se le ocurrió a Billy Sánchez fue tirar un puñetazo de rabia contra la pared con la cadena enrollada en la mano, y se astilló los huesos. Ella lo llevó en su coche al hospital, lo ayudó a sobrellevar la convalecencia, y al final aprendieron juntos a hacer el amor de la buena manera. Pasaron las tardes difíciles de junio en la terraza interior de la casa donde habían muerto seis generaciones de próceres en la familia de Nena Daconte, ella tocando canciones de moda en el saxofón, y él con la mano escayolada contemplándola desde el chinchorro con un estupor sin alivio. La casa tenía numerosas ventanas de cuerpo entero que daban al estanque de podredumbre de la bahía, y era una de las más grandes y antiguas del barrio de la Manga, y sin duda la más fea. Pero la terraza de baldosas ajedrezadas donde Nena Daconte tocaba el saxofón era un remanso en el calor de las cuatro, y daba a un patio de sombras grandes con palos de mango y matas de guineo, bajo los cuales había una tumba con una losa sin nombre, anterior a la casa y a la memoria de la familia. Aun los menos entendidos en música pensaban que el sonido del saxofón era anacrónico en una casa de tanta alcurnia. "Suena como un buque", había dicho la abuela de Nena Daconte cuando lo oyó por primera vez. Su madre había tratado en vano de que lo tocara de otro modo, y no como ella lo hacía por comodidad, con la falda recogida hasta los muslos y las rodillas separadas, y con una sensualidad que no le parecía esencial para la música. "No me importa qué instrumento toques" -le decía- "con tal de que lo toques con las piernas cerradas". Pero fueron esos aires de adioses de buques y ese encarnizamiento de amor los que le permitieron a Nena Daconte romper la cáscara amarga de Billy Sánchez. Debajo de la triste reputación de bruto que él tenía muy bien sustentada por la confluencia de dos apellidos ilustres, ella descubrió un huérfano asustado y tierno. Llegaron a conocerse tanto mientras se le soldaban los huesos de la mano, que él mismo se asombró de la fluidez con que ocurrió el amor cuando ella lo llevó a su cama de doncella una tarde de lluvias en que se quedaron solos en la casa. Todos los días a esa hora, durante casi dos semanas, retozaron desnudos bajo la mirada atónita de los retratos de guerreros civiles y abuelas insaciables que los habían precedido en el paraíso de aquella cama histórica. Aun en las pausas del amor permanecían desnudos con las ventanas abiertas respirando la brisa de escombros de barcos de la bahía, su olor a mierda, oyendo en el silencio del saxofón los ruidos cotidianos del patio, la nota única del sapo bajo las matas de guineo, la gota de agua en la tumba de nadie, los pasos naturales de la vida que antes no habían tenido tiempo de conocer.

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Cuando los padres de Nena Daconte regresaron a la casa, ellos habían progresado tanto en el amor que ya no les alcanzaba el mundo para otra cosa, y lo hacían a cualquier hora y en cualquier parte, tratando de inventarlo otra vez cada vez que 1o hacían. Al principio lo hicieron como mejor podían en los carros deportivos con que el papá de Billy trataba de apaciguar sus propias culpas. Después, cuando los coches se les volvieron demasiado fáciles, se metían por la noche en las casetas desiertas de Marbella donde el destino los había enfrentado por primera vez, y hasta se metieron disfrazados durante el carnaval de noviembre en los cuartos de alquiler del antiguo barrio de esclavos de Getsemaní, al amparo de las mamasantas que hasta hacía pocos meses tenían que padecer a Billy Sánchez con su pandilla de cadeneros. Nena Daconte se entregó a los amores furtivos con la misma devoción frenética que antes malgastaba en el saxofón, hasta el punto de que su bandolero domesticado terminó por entender lo que ella quiso decirle cuando le dijo que tenía que comportarse como un negro. Billy Sánchez le correspondió siempre y bien, y con el mismo alborozo. Ya casados, cumplieron con el deber de amarse mientras las azafatas dormían en mitad del Atlántico, encerrados a duras penas y más muertos de risa que de placer en el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces, 24 horas después de la boda, que Nena Daconte estaba encinta desde hacía dos meses.

De modo que cuando llegaron a Madrid se sentían muy lejos de ser dos amantes saciados, pero tenían bastantes reservas para comportarse como recién casados puros. Los padres de ambos lo habían previsto todo. Antes del desembarco, un funcionario de protocolo subió a la cabina de primera clase para llevarle a Nena Daconte el abrigo de visón blanco con franjas de un negro luminoso, que era el regalo de bodas de sus padres. A Billy Sánchez le llevó una chaqueta de cordero que era la novedad de aquel invierno, y las llaves sin marca de un coche de sorpresa que le esperaba en el aeropuerto.

La misión diplomática de su país los recibió en el salón oficial. El embajador y su esposa no sólo eran amigos desde siempre de la familia de ambos, sino que él era el médico que había asistido al nacimiento de Nena Daconte, y la esperó con un ramo de rosas tan radiantes y frescas, que hasta las gotas de rocío parecían artificiales. Ella los saludó a ambos con besos de burla, incómoda con su condición un poco prematura de recién casada, y luego recibió las rosas. Al cogerlas se pinchó el dedo con una espina del tallo, pero sorteó el percance con un recurso encantador.

-Lo hice adrede -dijo- para que se fijaran en mi anillo.

En efecto, la misión diplomática en pleno admiró el esplendor del anillo, calculando que debía costar una fortuna no tanto por la clase de los diamantes como por su antigüedad bien conservada. Pero

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nadie advirtió que el dedo empezaba a sangrar. La atención de todos derivó después hacia el coche nuevo. El embajador había tenido el buen humor de llevarlo al aeropuerto, y de hacerlo envolver en papel celofán con un enorme lazo dorado. Billy Sánchez no apreció su ingenio. Estaba tan ansioso por conocer el coche que desgarró la envoltura de un tirón y se quedó sin aliento. Era el Bentley convertible de ese año con tapicería de cuero legítimo. El cielo parecía un manto de ceniza, el Guadarrama mandaba un viento cortante y helado, y no se estaba bien a la intemperie, pero Billy Sánchez no tenía todavía la noción del frío. Mantuvo a la misión diplomática en el estacionamiento sin techo, inconsciente de que se estaban congelando por cortesía, hasta que terminó de reconocer el coche en sus detalles recónditos. Luego el embajador se sentó a su lado para guiarlo hasta la residencia oficial donde estaba previsto un almuerzo. En el trayecto le fue indicando los lugares más conocidos de la ciudad, pero él sólo parecía atento a la magia del coche.

Era la primera vez que salía de su tierra. Había pasado por todos los colegios privados y públicos, repitiendo siempre el mismo curso, hasta que se quedó flotando en un limbo de desamor. La primera visión de una ciudad distinta de la suya, los bloques de casas cenicientas con las luces encendidas a pleno día, los árboles pelados, el mar distante, todo le iba aumentando un sentimiento de desamparo que se esforzaba por mantener al margen del corazón. Sin embargo, poco después cayó sin darse cuenta en la primera trampa del olvido. Se habla precipitado una tormenta instantánea y silenciosa, la primera de la estación, y cuando salieron de la casa del embajador después del almuerzo para emprender el viaje hacia Francia, encontraron la ciudad cubierta de una nieve radiante. Billy Sánchez se olvidó entonces del coche, y en presencia de todos, dando gritos de júbilo y echándose puñados de polvo de nieve en la cabeza, se revolcó en mitad de la calle con el abrigo puesto.

Nena Daconte se dio cuenta por primera vez de que el dedo estaba sangrando, cuando salieron de Madrid en una tarde que se había vuelto diáfana después de la tormenta. Se sorprendió, porque había acompañado con el saxofón a la esposa del embajador, a quien le gustaba cantar arias de ópera en italiano después de los almuerzos oficiales, y apenas si notó la molestia en el anular. Después, mientras le iba indicando a su marido las rutas más cortas hacia la frontera, se chupaba el dedo de un modo inconsciente cada vez que le sangraba, y sólo cuando llegaron a los Pirineos se le ocurrió buscar una farmacia. Luego sucumbió a los sueños atrasados de los últimos días, y cuando despertó de pronto con la impresión de pesadilla de que el coche andaba por el agua, no se acordó más durante un largo rato del pañuelo amarrado en el dedo. Vio en el reloj luminoso del tablero que eran más de las tres, hizo sus cálculos mentales, y sólo entonces comprendió que habían seguido de largo por Burdeos, y también por Angulema y Poitiers, y estaban pasando por el dique de Loira inundado por la creciente. El fulgor de la luna se filtraba a través de la

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neblina, y las siluetas de los castillos entre los pinos parecían de cuentos de fantasmas. Nena Daconte, que conocía la región de memoria, calculó que estaban ya a unas tres horas de París, y Billy Sánchez continuaba impávido en el volante.

-Eres un salvaje -le dijo-. Llevas más de once horas manejando sin comer nada.

Estaba todavía sostenido en vilo por la embriaguez del coche nuevo. A pesar de que en el avión había dormido poco y mal, se sentía despabilado y con fuerzas de sobra para llegar a París al amanecer.

-Todavía me dura el almuerzo de la embajada -dijo-. Y agregó sin ninguna lógica: Al fin y al cabo, en Cartagena están saliendo apenas del cine. Deben ser como las diez.

Con todo Nena Daconte temía que él se durmiera conduciendo. Abrió una caja de entre los tantos regalos que les habían hecho en Madrid y trató de meterle en la boca un pedazo de naranja azucarada. Pero él la esquivó.

-Los machos no comen dulces -dijo.

Poco antes de Orleáns se desvaneció la bruma, y una luna muy grande iluminó las sementeras nevadas, pero el tráfico se hizo más difícil por la confluencia de los enormes camiones de legumbres y cisternas de vinos que se dirigían a París. Nena Daconte hubiera querido ayudar a su marido en el volante, pero ni siquiera se atrevió a insinuarlo, porque é le había advertido desde la primera vez en que salieron juntos que no hay humillación más grande para un hombre que dejarse conducir por su mujer. Se sentía lúcida después de casi cinco horas de buen sueño, y estaba además contenta de no haber parado en un hotel de la provincia de Francia, que conocía desde muy niña en numerosos viajes con sus padres. "No hay paisajes más bellos en el mundo", decía, "pero uno puede morirse de sed sin encontrar a nadie que le dé gratis un vaso de agua." Tan convencida estaba, que a última hora había metido un jabón y un rollo de papel higiénico en el maletín de mano, porque en los hoteles de Francia nunca había jabón, y el papel de los retretes eran los periódicos de la semana anterior cortados en cuadritos y colgados de un gancho. Lo único que lamentaba en aquel momento era haber desperdiciado una noche entera sin amor. La réplica de su marido fue inmediata.

-Ahora mismo estaba pensando que debe ser del carajo tirar en la nieve -dijo-. Aquí mismo, si quieres.

Nena Daconte lo pensó en serio. Al borde de la carretera, la nieve bajo la luna tenía un aspecto mullido y cálido, pero a medida que se acercaban a los suburbios de París el tráfico era más intenso, y había núcleos de fábricas iluminadas y numerosos obreros en bicicleta. De

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no haber sido invierno, estarían ya en pleno día.

-Ya será mejor esperar hasta París -dijo Nena Daconte-. Bien calienticos y en una cama con sábanas limpias, como la gente casada.

-Es la primera vez que me fallas -dijo él.

-Claro -replicó ella-. Es la primera vez que somos casados.

Poco antes de amanecer se lavaron la cara y orinaron en una fonda del camino, y tomaron café con croissants calientes en el mostrador donde los camioneros desayunaban con vino tinto. Nena Daconte se había dado cuenta en el baño de que tenía manchas de sangre en la blusa y la falda, pero no intentó lavarlas. Tiró en la basura el pañuelo empapado, se cambió el anillo matrimonial para la mano izquierda y se lavó bien el dedo herido con agua y jabón. El pinchazo era casi invisible. Sin embargo, tan pronto como regresaron al coche volvió a sangrar, de modo que Nena Daconte dejó el brazo colgando fuera de la ventana, convencida de que el aire glacial de las sementeras tenía virtudes de cauterio. Fue otro recurso vano pero todavía no se alarmó. "Si alguien nos quiere encontrar será muy fácil", dijo con su encanto natural. "Sólo tendrá que seguir el rastro de mi sangre en la nieve." Luego pensó mejor en lo que había dicho y su rostro floreció en las primeras luces del amanecer.

-Imagínate -dijo: -un rastro de sangre en la nieve desde Madrid hasta París. ¿No te parece bello para una canción?

No tuvo tiempo de volverlo a pensar. En los suburbios de París, el dedo era un manantial incontenible, y ella sintió de veras que se le estaba yendo el alma por la herida. Había tratado de segar el flujo con el rollo de papel higiénico que llevaba en el maletín, pero más tardaba en vendarse el dedo que en arrojar por la ventana las tiras del papel ensangrentado. La ropa que llevaba puesta, el abrigo, los asientos del coche, se iban empapando poco a poco de un modo irreparable. Billy Sánchez se asustó en serio e insistió en buscar una farmacia, pero ella sabía entonces que aquello no era asunto de boticarios.

-Estamos casi en la Puerta de Orleáns -dijo-. Sigue de por la avenida del general Leclerc, que es la más ancha y con muchos árboles, y después yo te voy diciendo lo que haces.

Fue el trayecto más arduo de todo el viaje. La avenida del General Leclerc era un nudo infernal de automóviles pequeños y bicicletas, embotellados en ambos sentidos, y de los camiones enormes que trataban de llegar a los mercados centrales. Billy Sánchez se puso tan nervioso con el estruendo inútil de las bocinas, que se insultó a gritos en lengua de cadeneros con varios conductores y hasta trató de

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bajarse del coche para pelearse con uno, pero Nena Daconte logró convencerlo de que los franceses eran la gente más grosera del mundo, pero no se golpeaban nunca. Fue una prueba más de su buen juicio, porque en aquel momento Nena Daconte estaba haciendo esfuerzos para no perder la conciencia.

Sólo para salir de la glorieta del León de Belfort necesitaron más de una hora. Los cafés y almacenes estaban iluminados como si fuera la media noche, pues era un martes típico de los eneros de París, encapotados y sucios y con una llovizna tenaz que no alcanzaba a concretarse en nieve. Pero la avenida DenferRochereau estaba más despejada, y al cabo de unas pocas cuadras Nena Daconte le indicó a su marido que doblara a la derecha, y estacionó frente a la entrada de emergencia de un hospital enorme y sombrío.

Necesitó ayuda para salir del coche, pero no perdió la serenidad ni la lucidez. Mientras llegaba el médico de turno, acostada en la camilla rodante, contestó a la enfermera el cuestionario de rutina sobre su identidad y sus antecedentes de salud. Billy Sánchez le llevó el bolso y le apretó la mano izquierda donde entonces llevaba el anillo de bodas, y la sintió lánguida y fría, y sus labios habían perdido el color. Permaneció a su lado, con la mano en la suya, hasta que llegó el médico de turno y le hizo un examen rápido al anular herido. Era un hombre muy joven, con la piel del color del cobre antiguo y la cabeza pelada. Nena Daconte no le prestó atención sino que dirigió a su marido una sonrisa lívida.

-No te asustes -le dijo, con su humor invencible-. Lo único que puede suceder es que este caníbal me corte la mano para comérsela.

El médico concluyó el examen, y entonces los sorprendió con un castellano muy correcto aunque con raro acento asiático.

-No, muchachos -dijo-. Este caníbal prefiere morirse de hambre antes que cortar una mano tan bella.

Ellos se ofuscaron pero el médico los tranquilizó con un gesto amable. Luego ordenó que se llevaran la camilla, y Billy Sánchez quiso seguir con ella cogido de la mano de su mujer. El médico lo detuvo por el brazo.

-Usted no -le dijo-. Va para cuidados intensivos.

Nena Daconte le volvió a sonreír al esposo, y le siguió diciendo adiós con la mano hasta que la camilla se perdió en el fondo del corredor. El médico se retrasó estudiando los datos que la enfermera había escrito en una tablilla. Billy Sánchez lo llamó.

-Doctor -le dijo-. Ella está encinta.

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-¿Cuánto tiempo?

-Dos meses.

El médico no le dio la importancia que Billy Sánchez esperaba. "Hizo bien en decírmelo," dijo, y se fue detrás de la camilla. Billy Sánchez se quedó parado en la sala lúgubre olorosa a sudores de enfermos, se quedó sin saber qué hacer mirando el corredor vacío por donde se habían llevado a Nena Daconte, y luego se sentó en el escaño de madera donde había otras personas esperando. No supo cuánto tiempo estuvo ahí, pero cuando decidió salir del hospital era otra vez de noche y continuaba la llovizna, y él seguía sin saber ni siquiera qué hacer consigo mismo, abrumado por el peso del mundo.

Nena Daconte ingresó a las 9:30 del martes 7 de enero, según lo pude comprobar años después en los archivos del hospital. Aquella primera noche, Billy Sánchez durmió en el coche estacionado frente a la puerta de urgencias y muy temprano al día siguiente se comió seis huevos cocidos y dos tazas de café con leche en la cafetería que encontró más cerca, pues no había hecho una comida completa desde Madrid. Después volvió a la sala de urgencias para ver a Nena Daconte pero le hicieron entender que debía dirigirse a la entrada principal. Allí consiguieron, por fin, un asturiano del servicio que lo ayudó a entenderse con el portero, y éste comprobó que en efecto Nena Daconte estaba registrada en el hospital, pero que sólo se permitían visitas los martes de nueve a cuatro. Es decir, seis días después. Trató de ver al médico que hablaba castellano, a quien describió como un negro con la cabeza pelada, pero nadie le dio razón con dos detalles tan simples.

Tranquilizado con la noticia de que Nena Daconte estaba en el registro, volvió al lugar donde había dejado el coche, y un agente de tránsito lo obligó a estacionar dos cuadras más adelante, en una calle muy estrecha y del lado de los números impares. En la acera de enfrente había un edificio restaurado con un letrero: "Hotel Nicole". Tenía una sola estrella, y una sala de recibo muy pequeña donde no había más que un sofá y un viejo piano vertical, pero el propietario de voz aflautada podía entenderse con los clientes en cualquier idioma a condición de que tuvieran con qué pagar. Billy Sánchez se instaló con once maletas y nueve cajas de regalos en el único cuarto libre, que era una mansarda triangular en el noveno piso, a donde se llegaba sin aliento por una escalera en espiral que olía a espuma de coliflores hervidas. Las paredes estaban forradas de colgaduras tristes y por la única ventana no cabía nada más que la claridad turbia del patio interior. Había una cama para dos, un ropero grande, una silla simple, un bidé portátil y un aguamanil con su platón y su jarra, de modo que la única manera de estar dentro del cuarto era acostado en la cama. Todo era peor que viejo, desventurado, pero también muy limpio, y con un rastro saludable de medicina reciente.

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A Billy Sánchez no le habría alcanzado la vida para descifrar los enigmas de ese mundo fundado en el talento de la cicatería. Nunca entendió el misterio de la luz de la escalera que se apagaba antes de que él llegara a su piso, ni descubrió la manera de volver a encenderla. Necesitó media mañana para aprender que en el rellano de cada piso habla un cuartito con un excusado de cadena, y ya había decidido usarlo en las tinieblas cuando descubrió por casualidad que la luz se encendía al pasar el cerrojo por dentro, para que nadie la dejara encendida por olvido. La ducha, que estaba en el extremo del corredor y que él se empeñaba en usar des veces al día como en su tierra, se pagaba aparte y de contado, y el agua caliente, controlada desde la administración, se acababa a los tres minutos. Sin embargo, Billy Sánchez tuvo bastante claridad de juicio para comprender que aquel orden tan distinto del suyo era de todos modos mejor que la intemperie de enero, se sentía además tan ofuscado y solo que no podía entender cómo pudo vivir alguna vez sin el amparo de Nena Daconte.

Tan pronto como subió al cuarto, la mañana del miércoles, se tiró bocabajo en la cama con el abrigo puesto pensando en la criatura de prodigio que continuaba desangrándose en la acerca de enfrente, y muy pronto sucumbió en un sueño tan natural que cuando despertó eran las cinco en el reloj, pero no pudo deducir si eran las cinco de la tarde o del amanecer, ni de qué día de la semana ni en qué ciudad de vidrios azotados por el viento y la lluvia. Esperó despierto en la cama, siempre pensando en Nena Daconte, hasta que pudo comprobar que en realidad amanecía. Entonces fue a desayunar a la misma cafetería del día anterior, y allí pudo establecer que era jueves. Las luces del hospital estaban encendidas y había dejado de llover, de modo que permaneció recostado en el tronco de un castaño frente a la entrada principal, por donde entraban y salían médicos y enfermeras de batas blancas, con la esperanza de encontrar al médico asiático que había recibido a Nena Daconte. No lo vio, ni tampoco esa tarde después del almuerzo, cuando tuvo que desistir de la espera porque se estaba congelando. A las siete se tomó otro café con leche y se comió dos huevos duros que él mismo cogió en el aparador después de cuarenta y ocho horas de estar comiendo la misma cosa en el mismo lugar. Cuando volvió al hotel para acostarse, encontró su coche solo en una acera y todos los demás en la acera de enfrente, y tenía puesta la noticia de una multa en el parabrisas. Al portero del Hotel Nicole le costó trabajo explicarle que en los días impares del mes se podía estacionar en la acera de números impares, y al día siguiente en la acera contraria. Tantas artimañas racionalistas resultaban incomprensibles para un Sánchez de Ávila de los más acendrados que apenas dos años antes se había metido en un cine de barrio con el automóvil oficial del alcalde mayor, y había causado estragos de muerte ante los policías impávidos. Entendió menos todavía cuando el portero del hotel le aconsejó que pagara la multa, pero que no cambiara el coche de lugar a esa hora, porque tendría que cambiarlo otra vez a las doce de la noche. Aquella madrugada, por primera vez,

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no pensó sólo en Nena Daconte, sino que daba vueltas en la cama sin poder dormir, pensando en sus propias noches de pesadumbre en las cantinas de maricas del mercado público de Cartagena del Caribe. Se acordaba del sabor del pescado frito y el arroz de coco en las fondas del muelle donde atracaban las goletas de Aruba. Se acordó de su casa con las paredes cubiertas de trinitarias, donde serían apenas las siete de la noche de ayer, y vio a su padre con una pijama de seda leyendo el periódico en el fresco de la terraza.

Se acordó de su madre, de quien nunca se sabía dónde estaba a ninguna hora, su madre apetitosa y lenguaraz, con un traje de domingo y una rosa en la oreja desde el atardecer, ahogándose de calor por el estorbo de sus tetas espléndidas. Una tarde, cuando él tenía siete años, había entrado de pronto en el cuarto de ella y la había sorprendido desnuda en la cama con uno de sus amantes casuales. Aquel percance del que nunca había hablado, estableció entre ellos una relación de complicidad que era más útil que el amor. Sin embargo, él no fue consciente de eso, ni de tantas cosas terribles de su soledad de hijo único, hasta esa noche en que se encontró dando vueltas en la cama de una mansarda triste de París, sin nadie a quién contarle su infortunio, y con una rabia feroz contra sí mismo porque no podía soportar las ganas de llorar.

Fue un insomnio provechoso. El viernes se levantó estropeado por la mala noche, pero resuelto a definir su vida. Se decidió por fin a violar la cerradura de su maleta para cambiarse de ropa pues las llaves de todas estaban en el bolso de Nena Daconte, con la mayor parte del dinero y la libreta de teléfonos donde tal vez hubiera encontrado el número de algún conocido de París. En la cafetería de siempre se dio cuenta de que había aprendido a saludar en francés y a pedir sanduiches de jamón y café con leche. También sabía que nunca le sería posible ordenar mantequilla ni huevos en ninguna forma, porque nunca los aprendería a decir, pero la mantequilla la servían siempre con el pan, y los huevos duros estaban a la vista en el aparador y se cogían sin pedirlos. Además, al cabo de tres días, el personal de servicio se habla familiarizado con él, y lo ayudaban a explicarse. De modo que el viernes al almuerzo, mientras trataba de poner la cabeza en su puesto, ordenó un filete de ternera con papas fritas y una botella de vino. Entonces se sintió tan bien que pidió otra botella, la bebió hasta la mitad, y atravesó la calle con la resolución firme de meterse en el hospital por la fuerza. No sabia dónde encontrar a Nena Daconte, pero en su mente estaba fija la imagen providencial del médico asiático, y estaba seguro de encontrarlo. No entró por la puerta principal sino por la de urgencias, que le había parecido menos vigilada, pero no alcanzó a llegar más allá del corredor donde Nena Daconte le había dicho adiós con la mano. Un guardián con la bata salpicada de sangre le preguntó algo al pasar, y él no le prestó atención. El guardián lo siguió, repitiendo siempre la misma pregunta en francés, y por último lo agarró del brazo con tanta fuerza que lo detuvo en seco. Billy Sánchez trató de sacudírselo con un recurso de

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cadenero, y entonces el guardián se cagó en su madre en francés, le torció el brazo en la espalda con una llave maestra, y sin dejar de cagarse mil veces en su puta madre lo llevó casi en vilo hasta la puerta, rabiando de dolor, y lo tiró como un bulto de papas en la mitad de la calle.

Aquella tarde, dolorido por el escarmiento, Billy Sánchez empezó a ser adulto. Decidió, como lo hubiera hecho Nena Daconte, acudir a su embajador. El portero del hotel, que a pesar de su catadura huraña era muy servicial, y además muy paciente con los idiomas, encontró el número y la dirección de la embajada en el directorio telefónico, y se los anotó en una tarjeta. Contestó una mujer muy amable, en cuya voz pausada y sin brillo reconoció Billy Sánchez de inmediato la dicción de los Andes. Empezó por anunciarse con su nombre completo, seguro de impresionar a la mujer con sus dos apellidos, pero la voz no se alteró en el teléfono. La oyó explicar la lección de memoria de que el señor embajador no estaba por el momento en su oficina, que no lo esperaban hasta el día siguiente, pero que de todos modos no podía recibirlo sino con cita previa y sólo para un caso especial. Billy Sánchez comprendió entonces que por ese camino tampoco llegaría hasta Nena Daconte, y agradeció la información con la misma amabilidad con que se la habían dado. Luego tomó un taxi y se fue a la embajada.

Estaba en el número 22 de la calle Elíseo, dentro de uno de los sectores más apacibles de París, pero lo único que le impresionó a Billy Sánchez, según él mismo me contó en Cartagena de Indias muchos años después, fue que el sol estaba tan claro como en el Caribe por la primera vez desde su llegada, y que la Torre Eiffel sobresalía por encima de la ciudad en un cielo radiante. El funcionario que lo recibió en lugar del embajador parecía apenas restablecido de una enfermedad mortal, no sólo por el vestido de paño negro, el cuello opresivo y la corbata de luto, sino también por el sigilo de sus ademanes y la mansedumbre de la voz. Entendió la ansiedad de Billy Sánchez, pero le recordó, sin perder la dulzura, que estaban en un país civilizado cuyas normas estrictas se fundamentaban en criterios muy antiguos y sabios, al contrario de las Américas bárbaras, donde bastaba con sobornar al portero para entrar en los hospitales. "No, mi querido joven," le dijo. No había más remedio que someterse al imperio de la razón, y esperar hasta el martes.

-Al fin y al cabo, ya no faltan sino cuatro días -concluyó-. Mientras tanto, vaya al Louvre. Vale la pena.

Al salir Billy Sánchez se encontró sin saber qué hacer en la Plaza de la Concordia. Vio la Torre Eiffel por encima de los tejados, y le pareció tan cercana que trató de llegar hasta ella caminando por los muelles. Pero muy pronto se dio cuenta de que estaba más lejos de lo que parecía, y que además cambiaba de lugar a medida que la buscaba. Así que se puso a pensar en Nena Daconte sentado en un banco de la

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orilla del Sena. Vio pasar los remolcadores por debajo de los puentes, y no le parecieron barcos sino casas errantes con techos colorados y ventanas con tiestos de flores en el alféizar, y alambres con ropa puesta a secar en los planchones. Contempló durante un largo rato a un pescador inmóvil, con la caña inmóvil y el hilo inmóvil en la corriente, y se cansó de esperar a que algo se moviera, hasta que empezó a oscurecer y decidió tomar un taxi para regresar al hotel. Sólo entonces cayó en la cuenta de que ignoraba el nombre y la dirección y de que no tenía la menor idea del sector de París en donde estaba el hospital.

Ofuscado por el pánico, entró en el primer café que encontró, pidió un cogñac y trató de poner sus pensamientos en orden. Mientras pensaba se vio repetido muchas veces y desde ángulos distintos en los espejos numerosos de las paredes, y se encontró asustado y solitario, y por primera vez desde su nacimiento pensó en la realidad de la muerte. Pero con la segunda copa se sintió mejor, y tuvo la idea providencial de volver a la embajada. Buscó la tarjeta en el bolsillo para recordar el nombre de la calle, y descubrió que en el dorso estaba impreso el nombre y la dirección del hotel. Quedó tan mal impresionado con aquella experiencia, que durante el fin de semana no volvió a salir del cuarto sino para comer, y para cambiar el coche a la acera correspondiente. Durante tres días cayó sin pausas la misma llovizna sucia de la mañana en que llegaron. Billy Sánchez, que nunca había leído un libro completo, hubiera querido tener uno para no aburrirse tirado en la cama, pero los únicos que encontró en las maletas de su esposa eran en idiomas distintos del castellano. Así que siguió esperando el martes, contemplando los pavorreales repetidos en el papel de las paredes y sin dejar de pensar un solo instante en Nena Daconte. El lunes puso un poco de orden en el cuarto, pensando en lo que diría ella si lo encontraba en ese estado, y sólo entonces descubrió que el abrigo de visón estaba manchado de sangre seca. Pasó la tarde lavándolo con el jabón de olor que encontró en el maletín de mano, hasta que logró dejarlo otra vez como lo habían subido al avión en Madrid.

El martes amaneció turbio y helado, pero sin la llovizna, y Billy Sánchez se levantó desde las seis, y esperó en la puerta del hospital junto con una muchedumbre de parientes de enfermos cargados de paquetes de regalos y ramos de flores. Entró con el tropel, llevando en el brazo el abrigo de visón, sin preguntar nada y sin ninguna idea de dónde podía estar Nena Daconte, pero sostenido por la certidumbre de que había de encontrar al médico asiático. Pasó por un patio interior muy grande con flores y pájaros silvestres, a cuyos lados estaban los pabellones de los enfermos: las mujeres, a la derecha, y los hombres, a la izquierda. Siguiendo a los visitantes, entró en el pabellón de mujeres. Vio una larga hilera de enfermas sentadas en las camas con el camisón de trapo del hospital, iluminadas por las luces grandes de las ventanas, y hasta pensó que todo aquello era más alegre de lo que se podía imaginar desde fuera.

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Llegó hasta el extremo del corredor, y luego lo recorrió de nuevo en sentido inverso, hasta convencerse de que ninguna de las enfermas era Nena Daconte. Luego recorrió otra vez la galería exterior mirando por la ventana de los pabellones masculinos, hasta que creyó reconocer al médico que buscaba.

Era él, en efecto. Estaba con otros médicos y varias enfermeras, examinando a un enfermo. Billy Sánchez entró en el pabellón, apartó a una de las enfermeras del grupo, y se paró frente al médico asiático, que estaba inclinado sobre el enfermo. Lo llamó. El médico levantó sus ojos desolados, pensó un instante, y entonces lo reconoció.

-¡Pero dónde diablos se había metido usted! -dijo.

Billy Sánchez se quedó perplejo.

-En el hotel -dijo-. Aquí a la vuelta.

Entonces lo supo. Nena Daconte había muerto desangrada a las 7:10 de la noche del jueves 9 de enero, después de setenta horas de esfuerzos inútiles de los especialistas mejor calificados de Francia. Hasta el último instante había estado lúcida y serena, y dio instrucciones para que buscaran a su marido en el hotel Plaza Athenée, tenían una habitación reservada, y dio los datos para que se pusieran en contacto con sus padres. La embajada había sido informada el viernes por un cable urgente de su cancillería, cuando ya los padres de Nena Daconte volaban hacia París. El embajador en persona se encargó de los trámites de embalsamamiento y los funerales, y permaneció en contacto con la Prefectura de Policía de París para localizar a Billy Sánchez. Un llamado urgente con sus datos personales fue transmitido desde la noche del viernes hasta la tarde del domingo a través de la radio y la televisión, y durante esas 40 horas fue el hombre más buscado de Francia. Su retrato, encontrado en el bolso de Nena Daconte, estaba expuesto por todas partes. Tres Bentleys convertibles del mismo modelo habían sido localizados, pero ninguno era el suyo.

Los padres de Nena Daconte habían llegado el sábado al mediodía, y velaron el cadáver en la capilla del hospital esperando hasta última hora encontrar a Billy Sánchez. También los padres de éste habían sido informados, y estuvieron listos para volar a París, pero al final desistieron por una confusión de telegramas. Los funerales tuvieron lugar el domingo a las dos de la tarde, a sólo doscientos metros del sórdido cuarto del hotel donde Billy Sánchez agonizaba de soledad por el amor de Nena Daconte. El funcionario que lo había atendido en la embajada me dijo años más tarde que él mismo recibió el telegrama de su cancillería una hora después de que Billy Sánchez salió de su oficina, y que estuvo buscándolo por los bares sigilosos del Faubourg-St. Honoré. Me confesó que no le había puesto mucha

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atención cuando lo recibió, porque nunca se hubiera imaginado que aquel costeño aturdido con la novedad de París, y con un abrigo de cordero tan mal llevado, tuviera a su favor un origen tan ilustre. El mismo domingo por la noche, mientras él soportaba las ganas de llorar de rabia, los padres de Nena Daconte desistieron de la búsqueda y se llevaron el cuerpo embalsamado dentro de un ataúd metálico, y quienes alcanzaron a verlo siguieron repitiendo durante muchos años que no habían visto nunca una mujer más hermosa, ni viva ni muerta. De modo que cuando Billy Sánchez entró por fin al hospital, el martes por la mañana, ya se había consumado el entierro en el triste panteón de la Manga, a muy pocos metros de la casa donde ellos habían descifrado las primeras claves de la felicidad. El médico asiático que puso a Billy Sánchez al corriente de la tragedia quiso darle unas pastillas calmantes en la sala del hospital, pero él las rechazó. Se fue sin despedirse, sin nada qué agradecer, pensando que lo único que necesitaba con urgencia era encontrar a alguien a quien romperle la madre a cadenazos para desquitarse de su desgracia. Cuando salió del hospital, ni siquiera se dio cuenta de que estaba cayendo del cielo una nieve sin rastros de sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían plumitas de palomas, y que en las calles de París había un aire de fiesta, porque era la primera nevada grande en diez años.

Un canario como regalo

Ernest Hemingway

El tren pasó rápidamente junto a una larga casa de piedra roja con jardín, y, en él, cuatro gruesas palmeras, a la sombra de cada una de las cuales había una mesa. Al otro lado estaba el mar. El tren penetró en una hendidura cavada en la roca rojiza y la arcilla, y el mar sólo podía verse entonces interrumpidamente y muy abajo, contra las rocas.

-Lo compré en Palermo -dijo la dama norteamericana-. Sólo estuvimos en tierra una hora. Era un domingo por la mañana. El hombre quería que le pagara en dólares y le di un dólar y medio. En realidad canta admirablemente.

Hacía mucho calor en el tren y en el coche-salón. No entraba ni un soplo de brisa por la ventanilla abierta. La dama norteamericana bajó la persiana de madera y ya no pudo verse más el mar, ni siquiera de

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vez en cuando. Al otro lado estaban los vidrios, luego el corredor, detrás una ventanilla abierta y fuera de ella árboles polvorientos, un camino asfaltado y extensos viñedos rodeados de grises colinas.

Al llegar a Marsella veíamos el humo de muchas chimeneas. El tren disminuyó la velocidad y entró en una vía, entre las muchas que llevaban a la estación. Se detuvo veinte minutos en Marsella y la dama norteamericana compró un ejemplar de The Daily Mail y media botella de agua mineral Evian. Paseó un poco a lo largo del andén de la estación, pero sin alejarse mucho de los escalones del vagón, debido a que en Cannes, donde el tren se detuvo doce minutos, partió de pronto sin advertencia alguna, y ella pudo subir justamente a tiempo. La dama norteamericana era un poco sorda y temió que se dieran las habituales señales de partida del convoy y ella no pudiera oírlas.

El tren partió y no sólo podían verse las playas de maniobras y el humo de las grandes chimeneas, sino también, hacia atrás, la propia ciudad de Marsella y el puerto, con sus colinas grises en el fondo y los últimos destellos del sol en el mar. Mientras oscurecía, el tren pasó cerca de una granja incendiada. Había automóviles detenidos en el camino y desde dentro del edificio de la granja se sacaban al campo ropas de cama y otras cosas. Había mucha gente contemplando cómo ardía la casa. Era ya de noche cuando el tren llegó a Aviñón. La gente dejó el convoy. En los quioscos, los franceses que volvían a París compraban los periódicos del día. En el andén había soldados negros. Llevaban uniforme castaño, eran altos y sus rostros brillaban bajo la luz eléctrica. El tren dejó Aviñón y los negros quedaron allí, de pie. Un sargento blanco, de baja estatura, estaba con ellos.

Dentro del coche-cama el camarero había bajado las tres literas de la pared y ya estaban preparadas para dormir. La dama norteamericana no durmió durante la noche porque el tren era un rapide que iba a gran velocidad y ella temía durante la noche. La cama de la dama norteamericana era la que estaba más cerca de la ventanilla. El canario de Palermo, con una manta extendida sobre la jaula, estaba fuera del camarote, en el corredor que llevaba al lavabo. Fuera del compartimiento había una luz azulada. Durante toda la noche el tren viajó muy velozmente y la dama norteamericana se despertaba esperando un accidente.

Por la mañana, el tren se hallaba cerca de París y después que la dama norteamericana salió del lavabo, muy norteamericana, muy saludable y muy de edad mediana, a pesar de no haber dormido, quitó la manta de la jaula y la colgó al sol, volviendo al vagón restaurante para desayunar. Cuando volvió al coche-cama las literas habían sido levantadas de nuevo y transformadas en asientos, el

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canario estaba acicalándose las plumas al sol, que entraba por la ventanilla abierta, y el tren estaba mucho más cerca de París.

-Ama el sol -dijo la dama norteamericana-. Ahora, dentro de un momento, cantará.

El canario siguió arreglándose las plumas y espulgándose.

-Siempre me han gustado los pájaros -dijo la dama norteamericana-. Lo llevo a casa para mi niña. Ahí está... ahora canta.

El canario pió y las plumas de la garganta permanecieron inmóviles. Bajó el pico y comenzó a espulgarse de nuevo. El tren cruzó un río y pasó a través de un bosque muy cuidado. El tren pasó por muchos de los pueblos de las afueras de París. Había tranvías en los pueblos y grandes cartelones de propaganda de la Belle Jardiniere, Dubonnet y Pernod, en los muros y paredes cerca de los cuales pasaba el tren. Todos los lugares por donde éste pasaba tenían el aspecto de no haberse despertado todavía. Durante unos minutos no escuché a la dama norteamericana, que estaba hablándole a mi esposa.

-¿Su esposo es también norteamericano? -preguntó la dama.

-Sí -dijo mi mujer-. Ambos somos norteamericanos.

-Creí que eran ingleses.

-¡Oh, no!

-Será tal vez porque llevo tirantes. -Había empezado a decir «tiradores», pero cambié la palabra al salir de mi boca, para mantener mi lenguaje de acuerdo con mi aspecto de inglés. La dama norteamericana no me oyó. Realmente era completamente sorda; leía en los labios y yo no la había mirado al hablar. Miraba afuera, por la ventanilla. Continuó hablando con mi esposa.

-Me alegro de que sean norteamericanos. Los hombres norteamericanos son los mejores maridos -estaba diciendo la dama norteamericana-. Por eso dejamos el continente, ¿sabe usted? Mi hija se enamoró de un hombre en Vevey -se detuvo-. Estaban locos, sencillamente -se detuvo de nuevo-. La saqué de allí, por supuesto.

-¿Logró soportarlo? -preguntó mi mujer.

-No lo creo -dijo la dama norteamericana-. No quería comer nada y no dormía. Me empeñé en consolarla, pero parece no tener interés por nada. No le importa nada, pero yo no podía dejarla casar con un extranjero. -Hizo una pausa-. Alguien, un buen amigo mío, me dijo una vez: «Ningún extranjero puede ser un buen marido para una norteamericana».

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-No -dijo mí esposa-; supongo que no.

La dama norteamericana admiró el abrigo de viaje de mi esposa y luego supimos que la dama norteamericana había adquirido sus propias ropas durante veinte años en la misma maison de couture de la rue Saint Honoré. Tenían sus medidas y una vendeuse que la conocía y sabía sus gustos, elegía sus vestidos y los enviaba a los Estados Unidos. Las ropas llegaban a una oficina de correos cercana al lugar donde ella vivía, en la ciudad de Nueva York, y los derechos de importación no eran nunca exorbitantes, porque abrían las cajas allí mismo, en la sucursal de correos, para revisarlas y siempre eran sencillas, sin encajes doradas ni adornos que hicieran aparecer los vestidos como muy caros. Antes de la vendeuse actual, llamada Théresé, había otra llamada Amélie. En total sólo trabajaron esas dos en los últimos veinte afros. La couturière era siempre la misma. Los precios, sin embargo, habían aumentado. Ahora tenían también las medidas de su hija. Ya era bastante crecida y no existía muchas probabilidades de que cambiaran con el tiempo.

El tren estaba ahora llegando a París. Las fortificaciones habían sido derribadas, pero la hierba no había crecido. Había muchos vagones en las vías: coches restaurante de madera oscura y coches-cama, que partirían para Italia a las cinco de esa misma tarde, si ese tren sale todavía a las cinco; los coches tenían carteles que decían: París-Roma; otros de dos pisos, que iban y volvían de los suburbios y en los que, a ciertas horas, los asientos de amibos pisos estaban llenos de gente y pasaban cerca de las blancas paredes y de las ventanas de las casas. Nadie se había desayunado todavía.

-Los norteamericanos son los mejores maridos -decía la dama norteamericana a mi esposa. Yo estaba bajando las maletas-. Los hombres norteamericanos son los únicos con quienes una se puede casar en todo el mundo.

-¿Cuánto tiempo hace que dejó usted Vevey? -preguntó mi mujer.

-Hará dos años este otoño. A ella le llevo este canario.

-¿El hombre de quien estaba enamorada su hija era suizo?

-Sí -dijo la dama norteamericana-. Era de una familia muy buena de Vevey. Estudiaba ingeniería. Se conocieron en Vevey, solían dar largos paseos juntos.

-Conozco Vevey -dijo mi esposa-. Pasamos allí nuestra luna de miel.

-¿Sí? ¡Debe haber sido maravilloso! Yo no tenía, por supuesto, la menor idea de que se había enamorado de él.

-Es un lugar muy bonito -dijo mi esposa.

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-Sí -dijo la dama norteamericana-. ¿Verdad que es magnifico? ¿Dónde se alojaron ustedes?

-En el Trois Couronnes.

-Es un gran hotel -dijo la dama norteamericana.

-Sí -replico mi esposa-. Teníamos una habitación preciosa y en otoño el lugar era adorable.

-¿Estaban ustedes allí en otoño?

-Sí -dijo mi esposa.

Pasábamos en ese momento al lado de tres vagones que habían sufrido algún accidente. Estaban hechos astillas y con los techos hundidos.

-Miren -dije-. Debe haber sido un accidente.

La dama norteamericana miró y vio el último vagón.

-Toda la noche tuve miedo de que ocurriera alguna cosa así -dijo-. A veces tengo horribles presentimientos. Nunca más viajaré en un rapide por la noche. Debe haber otros trenes cómodos que no viajen con tanta rapidez.

El tren entró en la oscuridad de la Gare du Lyon y se detuvo. Los mozos se acercaron a las ventanillas. Pronto nos encontramos en la turbia largura de los andenes y la dama norteamericana se puso en manos de uno de los tres hombres de la Cook, que dijo:

-Un momento, señora, buscaré su nombre.

El mozo trajo un baúl y lo colocó junto al equipaje. Ambos nos despedimos de la dama norteamericana, cuyo nombre había encontrado el empleado de la Agencia Cook en una de las hojas escritas a máquina, que sacó de entre un manojo de éstas y que volvió a poner en su bolsillo.

Seguimos al mozo con el baúl, a lo largo del prolongado andén de cemento que corría al lado del tren. Al final había una puerta de hierro y un hombre nos tomó los billetes.

Volvíamos a París para establecernos en residencias separadas.

2º Bach. D

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Margarita o el poder de la farmacopea

Adolfo Bioy Casares

No recuerdo por qué mi hijo me reprochó en cierta ocasión:

-A vos todo te sale bien.

El muchacho vivía en casa, con su mujer y cuatro niños, el mayor de once años, la menor, Margarita, de dos. Porque las palabras aquellas traslucían resentimiento, quedé preocupado. De vez en cuando conversaba del asunto con mi nuera. Le decía:

-No me negarás que en todo triunfo hay algo repelente.

-El triunfo es el resultado natural de un trabajo bien hecho -contestaba.

-Siempre lleva mezclada alguna vanidad, alguna vulgaridad.

-No el triunfo -me interrumpía- sino el deseo de triunfar. Condenar el triunfo me parece un exceso de romanticismo, conveniente sin duda para los chambones.

A pesar de su inteligencia, mi nuera no lograba convencerme. En busca de culpas examiné retrospectivamente mi vida, que ha transcurrido entre libros de química y en un laboratorio de productos farmacéuticos. Mis triunfos, si los hubo, son quizá auténticos, pero no espectaculares. En lo que podría llamarse mi carrera de honores, he llegado a jefe de laboratorio. Tengo casa propia y un buen pasar. Es verdad que algunas fórmulas mías originaron bálsamos, pomadas y tinturas que exhiben los anaqueles de todas las farmacias de nuestro vasto país y que según afirman por ahí alivian a no pocos enfermos. Yo me he permitido dudar, porque la relación entre el específico y la enfermedad me parece bastante misteriosa. Sin embargo, cuando entreví la fórmula de mi tónico Hierro Plus, tuve la ansiedad y la certeza del triunfo y empecé a botaratear jactanciosamente, a decir que en farmacopea y en medicina, óiganme bien, como lo atestiguan las páginas de "Caras y Caretas", la gente consumía infinidad de

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tónicos y reconstituyentes, hasta que un día llegaron las vitaminas y barrieron con ellos, como si fueran embelecos. El resultado está a la vista. Se desacreditaron las vitaminas, lo que era inevitable, y en vano recurre el mundo hoy a la farmacia para mitigar su debilidad y su cansancio.

Cuesta creerlo, pero mi nuera se preocupaba por la inapetencia de su hija menor. En efecto, la pobre Margarita, de pelo dorado y ojos azules, lánguida, pálida, juiciosa, parecía una estampa del siglo XIX, la típica niña que según una tradición o superstición está destinada a reunirse muy temprano con los ángeles.

Mi nunca negada habilidad de cocinero de remedios, acuciada por el ansia de ver restablecida a la nieta, funcionó rápidamente e inventé el tónico ya mencionado. Su eficacia es prodigiosa. Cuatro cucharadas diarias bastaron para transformar, en pocas semanas, a Margarita, que ahora reboza de buen color, ha crecido, se ha ensanchado y manifiesta una voracidad satisfactoria, casi diría inquietante. Con determinación y firmeza busca la comida y, si alguien se la niega, arremete con enojo. Hoy por la mañana, a la hora del desayuno, en el comedor de diario, me esperaba un espectáculo que no olvidaré así nomás. En el centro de la mesa estaba sentada la niña, con una medialuna en cada mano. Creí notar en sus mejillas de muñeca rubia una coloración demasiado roja. Estaba embadurnada de dulce y de sangre. Los restos de la familia reposaban unos contra otros con las cabezas juntas, en un rincón del cuarto. Mi hijo, todavía con vida, encontró fuerzas para pronunciar sus últimas palabras.

-Margarita no tiene la culpa.

Las dijo en ese tono de reproche que habitualmente empleaba conmigo.

La vida por la opinión

Francisco Ayala

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Esto no son cuentos. Ocurre que, por su carácter vehemente, o quizá por falta de experiencia cívica, los españoles han propendido siempre a tomar la política demasiado a pechos. La última guerra civil los dejó deshechos, orgullosísimos, y con la incómoda sensación de haber sufrido una burla sangrienta. Apenas les consolaba ahora, rencorosamente, el ver a sus burladores enzarzados a su vez en el mismo juego siniestro -pues había comenzado en seguida la que se llamaría luego Segunda Guerra Mundial...

Yo soy uno de aquellos españoles. Habiendo leído a Maquiavelo por curiosidad profesional y aun por el puro gusto, no ignoraba que la política tiene sus reglas; que es una especie de ajedrez, y nada se adelanta con volcar el tablero. Pero si envidiaba -y cada día envidio más- la prudente astucia de los italianos, que saben vivir, también me daba cuenta de que, por nuestra parte, nos complacemos nosotros en no tener remedio, y estamos siempre abocados a abrir de nuevo el tajo y caer al hoyo. Ningún escarmiento nos basta, ni jamás aprendemos a distinguir la política de la moral. Recién derrotados, ¿no estábamos cifrando acaso todas nuestras esperanzas en el triunfo de aquellas mismas potencias que, atados de pies y manos, acababan de entregarnos a la voracidad fascista? Sí; como tantos otros exiliados, esperaba yo desde la otra orilla del océano lo mismo que esperaban en la Península millones de españoles: la caída de la sucursal que el eje Berlín-Roma tenía instalada en Madrid; lo mismo que, con temerosa expectativa, aguardaban también los titulares, partidarios y beneficiarios de ese régimen.

Unos y otros, los españoles de ambos bandos estábamos engañados en nuestros cálculos. Podían ser éstos correctos, e irreprochables los razonamientos en que se fundaban; pero ¿a qué confundir lógica e historia, que son dos asignaturas tan distintas? Después de aniquilar a Mussolini y Hitler, las democracias tendieron amorosa mano a su tierno retoño, que se tambaleaba; no fuera, ¡por Dios!, a caerse. En vista de lo cual, amigos, lasciate ogni esperanza.

Para entonces -año de 1945- vivía yo en la ciudad de Río de Janeiro, por cuyo puerto pasaban, rumbo al sur, algunos escapados de aquel infierno. Tuve ocasión de hablar con varios. Recuerdo, entre otros, a un joven de acaso treinta años, o no muchos más, tan nervioso el infeliz que cuando alguien lo interpelaba, saltaba con un repullo. Y se comprende: nueve años había vivido con la barba sobre el hombro, de un lugar a otro, bajo nombre supuesto. Era un maestrito de Ávila, quien, al producirse la sublevación militar en 1936, escapó de la ciudad, y huido había estado desde entonces, prácticamente, hasta ahora. No iba a ser tan cándido -me explicó- que estando inscripto en el Partido Socialista se quedara allí para que lo liquidaran. Su familia

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había tenido amistad con el diputado don Andrés Manso, y así le fue a su familia. (No conseguí que me contara -ni tampoco me pareció discreto, piadoso, insistir demasiado- lo que a su familia le había pasado. En cuanto al señor Manso, es bien sabido cómo su apellido sugirió a las nuevas autoridades la idea de hacerlo lidiar públicamente en la plaza de toros, y que esa muerte le dieron.) En fin, mientras nos tomábamos nuestros cafeciños en un bar de la avenida Copacabana hasta la hora en que salía su barco, el hombre me contó lo que buenamente quiso, con miradas de soslayo a las mesas vecinas y siempre en palabras medio envueltas, acerca de la que él llamaba su odisea -una odisea de tierra adentro cuyos puertos habían sido poblachones manchegos o andaluces donde trabajaba por nada, apenas por poco más que la comida (y esto era lo prudente), y de donde se largaba tan pronto como lo juzgaba también prudente, casi todas las veces a pie, hacia otro pueblo cualquiera, pues en todos ellos hay estudiantes rezagados a quienes preparar para los exámenes, u opositores al cuerpo de correos o de aduanas, encantados de aprovechar los servicios de profesor tan menesteroso.

¿Que por qué no había intentado salir antes de España? Pues a la espera de que concluyese la guerra mundial y, con el triunfo de las democracias... ¿Que por qué, ahora que había terminado, se iba? Ésta era la cosa.

Sonrió con una sonrisa amarga, y se bebió de un trago el café dulzón (echaba a sus jícaras una cantidad absurda de azúcar, las saturaba: años y años hacía que el azúcar faltaba en España). Me contó luego que la noticia del triunfo laborista en las elecciones inglesas le había sorprendido (aunque, claro está, no fue sorpresa, lo esperaba; la buena racha había empezado); en fin, cuando se supo la noticia estaba él en cierto pueblo de la provincia de Córdoba, creo que me dijo Lucena, donde se ocupaba en llevarle los libros a un estraperlista de marca mayor, aunque no del todo mala persona, a final de cuentas. Aquella noche, en la oscuridad del cine, se formó un tole tole colosal, con gritos, vivas, mueras y palabras gruesas, hasta que encendieron la luz, y no pasó nada. En lugar de las medidas naturales, se produjo al otro día un fenómeno increíble: las gentes del régimen estaban despavoridas en el pueblo. Es claro: en Madrid, ya los grandes capitostes estarían liando el petate; pero los jerarcas provincianos, con menos recursos, tenían que acudir a congraciarse por todos los medios, y buscaban a los parientes de las víctimas, les daban explicaciones no pedidas, querían convidar, se sinceraban: «Ven acá, hombre, Fulano; anda, vamos a tomarnos una copa de coñac, que tengo que hablar contigo. Mira, yo quiero que sepas... A ti te han contado que a tu padre fui yo quien... Sí, sí, no digas que no. Yo sé muy bien que te han metido esa idea en la cabeza; es más, me

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consta que Mengano ha sido quien te vino con el cuento. Pero, ¿sabes tú por qué? Pues, precisamente, para sacarse él el muerto de encima. Escúchame, hombre: es bueno que estés enterado de cómo pasó todo. Resulta que ese canallita de Mengano... Pero tómate otra copa de coñac.» Etcétera. Y a vuelta de vueltas se producían protestas de amistad, ofrecimientos de un empleo «digno de ti» o de participación en algún negocio, porque, «lo que yo digo, hoy por ti y mañana por mí»; mientras que los ahora solicitados, que no se chupaban el dedo (¿quién, hoy día, no sabe latín en España?), callaban, asentían, se contemplaban la punta de los zapatos, saltándoles dentro del pecho el corazón de gozo a la vista de portentos tales.

Pero, ¿qué sucedió? Sucedió que, antes de que todo se fuera por la posta, le faltó tiempo al compañero Bevin, ahora elevado a ministro del Exterior, para levantarse en la Cámara de los Comunes y ofrecerle a Franco la seguridad de que el nuevo gobierno británico no daría paso alguno en contra suya. Esto ocurrió en agosto; en septiembre empezaron los juicios de Nuremberg, y también los camaradas soviéticos olvidaron magnánimamente que cierta División Azul los había combatido sin declaración de guerra en el suelo mismo de la Santa Rusia.

«Entonces yo -prosiguió el maestrito socialista de Ávila- me eché a andar hacia la frontera portuguesa, pude cruzarla, y aquí estoy ahora rumbo a Buenos Aires, donde tengo parientes.»

No he vuelto a saber nada de él; espero que le haya ido bien, y que tenga a estas horas los nervios más tranquilos.

Esto, como antes decía, no son cuentos. Es que los españoles jamás terminamos de aprender las reglas del juego; somos incapaces de entender la política: la tomamos demasiado a pechos, nos obcecamos, nos empecinamos, y...

Si cuestión fuera de escribir un cuento, bien podría ello hacerse a base de lo que me relató otro fugitivo que, pocos meses después, llegó a mi puerta con carta de presentación de uno de mis antiguos amigos. Se trataría de un «caso de honra», y el cuento podría llevar un título clásico: La vida por la opinión. Pero ¿cómo escribirlo, digo, cómo adobar en una ficción hechos cuya simple crudeza resulta mucho más significativa que cualquier aderezo literario? Me limitaré a referir lo que él me dijo.

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Mi nuevo visitante era un sevillano gordete, peludo y de ojos azules, tostado todavía del sol y del aire marino. Llegó a casa, y se instaló en una butaca de la que no había de rebullir ni moverse en cinco horas. Más que nada, quería orientarse, que orientara yo sus pasos primeros por el Nuevo Mundo. Le ofrecí un cigarrillo, y lo rechazó con una sonrisa. «Antes fumaba», me explicó; y yo comprendí que ese antes era antes de la guerra, «pero dejé de fumar, porque hubiera sido un peligro constante. La colilla olvidada en un cenicero, el mero olor del humo, hubiera bastado a delatar la presencia de un hombre en mi casa». Entonces me contó su historia.

Pero al reproducirla debo adelantarme a advertir que es una historia bastante inverosímil. A la invención literaria se le exige verosimilitud; a la vida real no puede pedírsele tanto.

El gordete era también profesor (¡dichosa actividad docente!); pero éste, no de primeras letras como el maestro de Ávila, sino de enseñanza secundaria; era de los que por entonces se llamaron cursillistas, profesores formados a toda prisa para cubrir las plazas de los institutos que la República había creado, y estaba destinado en uno de Cádiz, o cerca de Cádiz, cuando empezó la danza llamada Glorioso Movimiento tuvo que esconderse, claro está: durante la pasada campaña electoral había trabajado con entusiasmo por uno de los partidos republicanos...

Catedrático reciente de un reciente instituto, nuestro hombre estaba también recién casado: se había casado hacia pocas semanas, al principio de las vacaciones estivales, y el susodicho movimiento o danza de la muerte sorprendió a los tórtolos anidados en casa de la madre del novio, viuda, que vivía en Sevilla. Allí se encontraban en aquella fecha memorable.

Se recordará que en Sevilla la lucha fue larga y la confusión grande. Ante la perspectiva del previsible desenlace, el joven profesor imaginó y puso en práctica un ingenioso expediente que le permitiera salvar el pellejo; y fue, conseguir de un albañil vecino suyo que, con el mayor secreto, le ayudara a preparar un escondite, especie de pozo excavado en el rincón oscuro de la sala interior donde el nuevo matrimonio tenía instalada su alcoba; un agujero del ancho de cuatro losetas, y lo bastante hondo para que él se metiera de pie; tras de lo

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cual, ajustando en su sitio aquellas cuatro losetas pegadas sobre una tabla a modo de tapadera, no había medio de que se notara nada debajo de la cama.

Lo acordado era que nadie sino la madre y la esposa, ellas y nadie más, conocerían su presencia en la casa y su escondite. El albañil amigo, un buen hombre que nunca hubiera hablado, porque en ello le iba la vida, tampoco podía hablar ya, pues de todas maneras los fascistas lo liquidaron no bien se hubieron apoderado del barrio; de modo que era secreto garantizado: la madre y la esposa; el resto de la familia, hermanos, tíos, primos y demás parientes, cuando se interesaban por su paradero obtenían de ambas mujeres la mismísima respuesta que los vecinos curiosos y que las patrullas falangistas: Felipe (Felipe se llamaba) desapareció el día tal sin dejar dicho adónde iba, y desde entonces no habían vuelto a tener noticias suyas; lo más probable era que en aquellos momentos estuviese el infeliz bajo tierra. Esto, entre lágrimas y suspiros que el interesado escuchaba, embutido allí como un apuntador de teatro.

Su vida se redujo, pues, con esto a la de un ratón que a la menor alarma corre a refugiarse en su agujero; o mejor, a la de un topo. En el agujero mismo, sólo se metía cuando alguien llegaba a la casa, ya fueran falangistas husmeantes, y a veces otros imprecisos investigadores, que él oía trajinar, rebuscar e interrogar, y amenazar y hasta maltratar a su madre y a su mujer, saltándosele el corazón de temor y de ira; no sólo -digo- se enterraba vivo cada vez que venían en su busca quienes quisieran matarlo (y no tardaron poco en convencerse y desistir), sino también cuando acudían a preguntar por él quienes lo querían bien: sus hermanos mayores, casados, su suegro, algún temeroso amigo. Y las dos mujeres, que habían sabido mantenerse irreductibles en su negativa, incluso las veces que las llevaron a declarar en el cuartelillo dejándolo a él más muerto que vivo, irreductibles fueron también frente a los que se angustiaban por su suerte. Oculto a pocos metros de ellos, escuchaba esas conversaciones morosas en que se hablaba de lo que estaba ocurriendo y con indignada lástima se comentaba el destino de algún conocido que había caído en sus manos, volviendo siempre al tema de nuestro pobre Felipe, y qué habría sido de él, mientras el pobre Felipe, a dos pasos, se distraía con su charla o, aburrido pronto de los largos silencios, se impacientaba, deseoso de que por fin dieran término a la visita y se marcharan para poder salir de su escondrijo.

Pero si en éste se refugiaba tan sólo cuando llegaba gente a la casa, vivía por lo demás encerrado en ella como un topo, sin salir nunca de

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la habitación oscura. Habían decidido, por astuta precaución, tener abiertas de par en par las puertas de la calle durante todo el santo día -era la mejor manera de disipar sospechas-, y él se lo pasaba en la alcoba del fondo. Ahí hacía su vida, si vida podía llamarse a semejante confinamiento en el que, para estar ocupado en algo y no volverse loco, se entretenía en tejer toquillas de lana, que su madre vendía luego, o se aplicaba a tareas increíbles, tales como la de redactar, con una letrita minúscula de cegato, un galimatías exclusivamente compuesto por nombres y adjetivos inusuales, expurgados con paciencia benedictina del diccionario cuyos volúmenes adornaban el estantito junto al rincón. A base de vocablos como «dipneo», «gurdo» y «balita», que rebuscaba durante horas y cuyas más raras acepciones retenía en la memoria, iba escribiendo en un cuaderno -que, llegado el caso, sepultaba consigo en el agujero- un absurdo relato ininteligible, a pesar de hallarse formado por palabras todas ellas legítimas de la lengua castellana.

Me tendió el cuaderno, que traía dentro de una cartera; me hizo leer dos o tres párrafos, y aguardó el efecto con sonrisa satisfecha. Yo estaba de veras fascinado: aquello era un arcano; era poesía pura. «¿Cree usted que se podrá hacer algo con este trabajo?», me preguntó. No supe qué contestarle. Agregó: «Me da pena la idea de destruirlo. Son casi nueve años de esfuerzo».

Casi nueve años, pronto se dice. ¡Qué no será capaz de soportar el ser humano! Nueve años, casi. Primero, con la esperanza de que el gobierno republicano ganara la guerra; después, con la esperanza de que las democracias triunfaran del eje Berlín-Roma. Como un topo, nueve años. Y no es que careciera el hombre de compensaciones durante ese tiempo. Aunque los recursos económicos de la casa escaseaban, de un modo u otro procuraban las mujeres prepararle platos sabrosos (y él protestaba, divertido: «Van ustedes a hacer que me ponga gordísimo, y un día no cabré en el agujero. Ha de pasarme como al ratón de la fábula, sino que al revés: él se quedó preso dentro, y yo no voy a poder meterme cuando haga falta.» Ellas se reían, y contestaban a su broma con otras por el estilo). Sin trabajar, tenía Felipe las dos cosas por las cuales, según el libro del Arcipreste, trabaja el hombre: mantenencia, y fembra placentera, pues a la noche disfrutaba el amor conyugal, sazonado por cierto con las especias picantes del furtivo, ya que más de una vez, empujado por alarmas que no siempre resultaron falsas, tuvo que saltar de la cama y esconderse a toda prisa bajo ella, para meterse entero, de cabeza, en el seno de la tierra.

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Nueve años, uno tras otro, siempre a la espera de poder asomar sin peligro a la luz del día. Hasta que, por fin, empezó a parecer que se divisaba la salida del largo túnel: desembarco aliado en África, ídem en las playas de Normandía... El momento se acercaba; la hora iba a sonar; ya era cosa hecha: la democracia había destruido al totalitarismo; y, para colmo, los laboristas ingleses, en cuya propaganda electoral se había usado con mucho efecto el tema de España, ganaban el gobierno.

Por Sevilla corrió esta noticia como reguero de pólvora. Llorando de gozo la pobre vieja, la madre de Felipe le preparó aquel día a su hijo un frito riquísimo de criadillas y sesos con pimientos morrones, y trajo una botella de sidra; brindaron los tres alegremente. Y a la noche el matrimonio se abandonó a las naturales efusiones sin precaución, ni postcaución, de clase alguna, puesto que la libertad, y la felicidad, estaban a la vista.

Eso pensaban ellos. Pero ya es sabido lo que ocurrió. Expectativas que tan seguras parecían, se desinflaron en seguida. Y Felipe volvió, rabiosamente, a su diccionario, en busca de palabras raras con que seguir hinchando el volumen de su absurdo manuscrito; encarnizado y oscuro, procuraba no pensar en nada, ahora.

¡No pensar en nada! ¡Como si se pudiera acaso no pensar en nada! El cuaderno crecía y crecía, y seguía creciendo. Pero he aquí que también el vientre de la descuidada esposa empezó muy pronto a dar señales ostensibles de que el fugaz momento de la esperanza no había sido infecundo.

Y esto, que -de no haberse malogrado aquella esperanza- hubiera completado el cuadro de su ventura, en las circunstancias actuales debía traerle a nuestro pobre topo serias tribulaciones. Felipe era hombre de honor. Si todo el mundo, si Sevilla entera lo daba por ausente, ¿con qué cara?..., ¿a dónde iría a parar ese honor cuando se hiciera notorio y no pudiera ocultarse más el embarazo de su esposa? Con toda claridad -pues ya hemos podido darnos cuenta de que era persona tan lúcida como, a pesar de todo, razonablemente previsora- se le planteó este problema no bien el calendario, vigilado con ansiedad por todos tres en la casa, autorizó los primeros barruntos, confirmando los temores de marido, mujer y suegra. De ahí en adelante sería una carrera desesperada con el mismo calendario. No era posible, a pesar de todos los desengaños, que los aliados

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triunfantes sostuvieran en España al engendro de Mussolini y Hitler. Los juicios de Nuremberg habían comenzado, y el comandante de la División Azul era, en Madrid, capitán general de la región. ¿Cómo no iban los rusos, caramba...?

Pero, supongamos que no -se decía Felipe-. Pongámonos en lo peor, ya que esa gente no da señales de tener prisa ninguna. Digamos que, entre unas cosas y otras, siguen pasando semanas y meses, llega el momento en que ya no pueda disimularse más la preñez de mi mujer. ¿Quién va a adivinar entonces que el gallo tapado es nada menos ni nada más que su legítimo esposo? Felipe está huido, Felipe falta de Sevilla hace dos años; y ahora su señora nos sale con una barriga... No, eso no, eso nunca. ¡Nunca! ¡Mejor la muerte! Aunque me dejen como al gallo de Morón, yo tengo que cantar en lo alto del palo y hacer que me vean antes de que nadie pueda figurarse cosas. ¡Bueno fuera!... Por otro lado -pensaba Felipe-, si el tiempo corre y la situación no cambia, ¿hasta cuándo voy a seguir yo agazapado aquí como un conejo, asustado como un ratón, metido en este agujero como un topo? ¿Es que no voy a asomar ya nunca a la luz del día? ¡De ningún modo! Correría su suerte; y si querían matarlo, que lo mataran.

Decidido, pues, a salir del escondite, nuestro hombre, que no carecía de recursos, urdió para ello una trama de negociaciones, con cierto tufillo a contubernio, que había de darle resultado positivo. Descubriéndose a un cierto pariente suyo que tenía vinculaciones oficiales, le encargó de sondear a las autoridades. El momento era muy favorable: aún no se habían repuesto éstas del susto pasado; todavía no las tenían todas consigo, y el régimen hacía títeres e insinuaba divertidas morisquetas para congraciarse a los vencedores de la guerra mundial. Cómo se arregló, no lo sé a punto fijo. Mi visitante no se mostraba explícito acerca de los detalles, eludía mis preguntas. Pero el caso es que nuestro gordote, a quien un puntilloso sentimiento del honor había desalojado de su agujero, venía provisto de pasaporte en regla y traía consigo, para venderlos en América, unos cuantos objetos preciosos, imágenes de talla, cofrecillos antiguos y no sé qué más me dijo. De objetos tales está lleno el mundo. El tesoro artístico de España ha debido de sufrir, en siglo y medio, considerables mermas. Si en el muro de una iglesia un lienzo moderno, o primoroso cromo, sustituye a algún viejo retablo, o si falta un crucifijo de marfil, que era bastante feo después de todo, el saqueo se atribuirá a las tropas de Napoleón o, ahora, al vandalismo de los rojos. No quise ver lo que se había confiado a la gestión de mi visitante, ni tampoco supe orientarlo en lo que le interesaba. Tenía urgencia por deshacerse de aquellas cosas; sólo cuando las hubiera

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vendido podría sacar de Sevilla a su familia: madre, esposa y, ya, una hermosa niña de pocos meses.

«¡Ah! ¿Fue una niña?», dije yo. «Una niña hermosísima, Conchita. Nombre bien español, ¿eh?: Concepción. Y bien sevillano: Murillo no se cansaba de pintar Inmaculadas. Sólo que yo -agregó- bajo esa inicial coloco siempre mentalmente alguna otra palabra: si no Imprudente, o Inoportuna, por lo menos la Incauta Concepción...»

Desde luego, él se había exhibido ampliamente por las calles de Sevilla durante más de un mes antes de emprender su viaje; todo el mundo pudo verlo, y nadie abrigaría duda alguna sobre el embarazo de su mujer; las habladurías estaban eliminadas. «Los primeros días no podía yo ponerme al sol, me dolían los ojos, estaba deslumbrado, no veía, tuve que usar gafas verdes; y también mi cara estaba verde como las acelgas, de tantísimos años en la oscuridad.»

Ahora, tras de cruzar el océano, lucía un saludable color tostado. Con su mano peluda acariciaba todavía, al despedirse de mí, su absurdo manuscrito. Estaba encariñado con él. «Nueve años de mi vida, fíjese; lo mejor de la juventud. ¿Valía para esto la pena...?»

De La cabeza del cordero

Los asesinos

Ernest Hemingway

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.

-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.

-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?

-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.

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Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.

-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.

-Todavía no está listo.

-¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta?

-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.

George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.

-Son las cinco.

-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.

-Adelanta veinte minutos.

-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?

-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.

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-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.

-Esa es la cena.

-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?

-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado...

-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.

-Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.

-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.

-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George.

-Dije si tienes algo para tomar.

-Sólo lo que nombré.

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-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?

-Summit.

-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.

-No -le contestó éste.

-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.

-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.

-Así es -dijo George.

-¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George.

-Seguro.

-Así que eres un chico vivo, ¿no?

-Seguro -respondió George.

-Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?

-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?

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-Adams.

-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?

-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.

George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.

-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.

-¿No te acuerdas?

-Jamón con huevos.

-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.

-¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.

-Nada.

-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.

-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.

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George se rió.

-Tú no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?

-Está bien -dijo George.

-Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.

-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.

-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.

-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.

-¿Por? -preguntó Nick.

-Porque sí.

-Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.

-¿Qué se proponen? -preguntó George.

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-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?

-El negro.

-¿El negro? ¿Cómo el negro?

-El negro que cocina.

-Dile que venga.

-¿Qué se proponen?

-Dile que venga.

-¿Dónde se creen que están?

-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?

-Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá.

-¿Qué le van a hacer?

-Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?

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George abrió la portezuela de la cocina y llamó:

-Sam, ven un minutito.

El negro abrió la puerta de la cocina y salió.

-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.

-Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí.

El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:

-Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.

-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, chico vivo.

El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna.

-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?

-¿De qué se trata todo esto?

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-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.

-¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.

-¿De qué crees que se trata?

-No sé.

-¿Qué piensas?

Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.

-No lo diría.

-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.

-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.

-Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?

George no respondió.

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-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?

-Sí.

-Viene a comer todas las noches, ¿no?

-A veces.

-A las seis en punto, ¿no?

-Si viene.

-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?

-De vez en cuando.

-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.

-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?

-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.

-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.

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-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.

-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.

-Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.

-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?

-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.

-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?

-Uno nunca sabe.

-En un convento judío. Ahí estuviste tú.

George miró el reloj.

-Si viene alguien, dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo?

-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?

-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.

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George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la calle se abrió y entró un conductor de tranvías.

-Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena?

-Sam salió -dijo George-. Volverá en alrededor de una hora y media.

-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.

-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.

-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.

-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.

A las siete menos cinco George habló:

-Ya no viene.

Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos "para llevar", como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió.

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-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.

-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.

-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.

Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.

-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.

-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.

En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.

-¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.

-Vamos, Al -insistió Max.

-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?

-No va a haber problemas con ellos.

-¿Estás seguro?

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-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.

-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.

-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?

-Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con las manos enguantadas.

-Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.

-Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.

Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.

-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. No quiero que vuelva a pasarme.

Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca.

-¿Qué carajo...? -dijo pretendiendo seguridad.

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-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.

-¿A Ole Andreson?

-Sí, a él.

El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.

-¿Ya se fueron? -preguntó.

-Sí -respondió George-, ya se fueron.

-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.

-Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.

-Está bien.

-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.

-Si no quieres no vayas -dijo George.

-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.

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-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?

El cocinero se alejó.

-Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.

-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.

-Voy para allá.

Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.

-¿Está Ole Andreson?

-¿Quieres verlo?

-Sí, si está.

Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.

-¿Quién es?

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-Alguien que viene a verlo, señor Andreson -respondió la mujer.

-Soy Nick Adams.

-Pasa.

Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.

-¿Qué pasa? -preguntó.

-Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.

Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.

-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.

Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.

-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.

-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.

-Le voy a decir cómo eran.

-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.

-No es nada.

Nick miró al grandote que yacía en la cama.

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-¿No quiere que vaya a la policía?

-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.

-¿No hay nada que yo pueda hacer?

-No. No hay nada que hacer.

-Tal vez no lo dijeron en serio.

-No. Lo decían en serio.

Ole Andreson volteó hacia la pared.

-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.

-¿No podría escapar de la ciudad?

-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.

Seguía mirando a la pared.

-Ya no hay nada que hacer.

-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?

-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.

-Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick.

-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.

Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.

-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: "Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este", pero no tenía ganas.

-No quiere salir.

-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?

-Sí, ya sabía.

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-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.

-Bueno, buenas noches, señora Hirsch -saludó Nick.

-Yo no soy la señora Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la señora Bell.

-Bueno, buenas noches, señora Bell -dijo Nick.

-Buenas noches -dijo la mujer.

Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.

-¿Viste a Ole?

-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.

El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.

-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.

-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.

-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.

-¿Qué va a hacer?

-Nada.

-Lo van a matar.

-Supongo que sí.

-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.

-Supongo -dijo Nick.

-Es terrible.

-Horrible -dijo Nick.

Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.

-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.

-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.

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-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.

-Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer.

-No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente horrible.

-Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso.

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1º Bach. DMédium

Pío Baroja Soy un hombre intranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no estoy loco, como dicen los médicos que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía.

Desde hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin ensueño; al menos, cuando me despierto, no recuerdo si he soñado; pero debo soñar; no comprendo por qué se me figura que debo soñar. A no ser que esté soñando ahora cuando hablo; pero duermo mucho; una prueba clara de que no estoy loco.

La médula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi espíritu no hacen más que contemplar una cosa desconocida, una cosa gris que se agita con ritmo al compás de las pulsaciones de las arterias en mi cerebro.

Pero mi cerebro no piensa, y, sin embargo, está en tensión; podría pensar, pero no piensa... ¡Ah! ¿Os sonreís, dudáis de mi palabra? Pues bien, sí. Lo habéis adivinado. Hay un espíritu que vibra dentro de mi alma. Os lo contaré:

Es hermosa la infancia, ¿verdad? Para mí, el tiempo más horroroso de la vida. Yo tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román Hudson; su padre era inglés, y su madre, española.

Le conocí en el Instituto. Era un buen chico; sí, seguramente era un buen chico; muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco.

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A pesar de estas diferencias, llegamos a hacer amistades, y andábamos siempre juntos. Él era un buen estudiante, y yo, díscolo y desaplicado; pero como Román siempre fue un buen muchacho, no tuvo inconveniente en llevarme a su casa y enseñarme sus colecciones de sellos.

La casa de Román era muy grande y estaba junto a la plaza de las Barcas, en una callejuela estrecha, cerca de una casa en donde se cometió un crimen, del cual se habló mucho en Valencia. No he dicho que pasé mi niñez en Valencia. La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa, y tenía en la parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas de enredaderas de campanillas blancas y moradas.

Mi amigo y yo jugábamos en el jardín, en el jardín de las enredaderas, y en un terrado ancho, con losas, que tenía sobre la cerca enormes tiestos de pitas.

Un día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los tejados y acercarnos a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio. Cuando volvimos a la azotea, una muchacha nos dijo que la madre de Román nos llamaba.

Bajamos del terrado y nos hicieron entrar en una sala grande y triste. Junto a un balcón estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo. La madre leía; la hija bordaba. No sé por qué, me dieron miedo.

La madre con su voz severa, nos sermoneó por la correría nuestra, y luego comenzó a hacerme un sinnúmero de preguntas acerca de mi familia y de mis estudios. Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de una manera tan rara, tan rara...

-Hay que estudiar -dijo, a modo de conclusión, la madre.

Salimos del cuarto, me marché a casa y toda la tarde y toda la noche no hice más que pensar en las dos mujeres.

Desde aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román. Un día vi a su madre y a su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas; y me miraron y sentí frío al verlas.

Cuando concluimos el curso ya no veía a Román: estaba tranquilo: pero un día me avisaron de su casa, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui, y le encontré en la cama, llorando, y en voz baja me dijo que odiaba a su hermana. Sin embargo, la hermana, que se llamaba Ángeles, le cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara...

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Una vez, al agarrar de un brazo a Román, hizo una mueca de dolor.

-¿Qué tienes? -le pregunté.

Y me enseñó un cardenal inmenso, que rodeaba su brazo como un anillo.

Luego, en voz baja, murmuró:

-Ha sido mi hermana.

-¡Ah! Ella...

-No sabes la fuerza que tiene; rompe un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto cualquiera de un lado a otro sin tocarlo.

Días después me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya cerca de una semana que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie.

Román y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos apostábamos junto a la puerta..., llamaban..., abríamos..., nadie. Dejábamos la puerta entreabierta, para poder abrir en seguida... ; llamaban..., nadie.

Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó..., y los dos nos miramos estremecidos de terror.

-Es mi hermana, mi hermana -dijo Román.

Y, convencidos de esto, buscamos los dos amuletos por todas partes, y pusimos en su cuarto una herradura, un pentagrama y varias inscripciones triangulares con la palabra mágica: «Abracadabra.»

Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro.

Román languidecía, y para distraerle, su madre le compró una hermosa máquina fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en nuestras expediciones.

Un día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los tres, en grupo, para mandar el retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se pusieron la madre y sus dos hijos. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Román y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha oscura.

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Dejamos a secar las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa, al sol, para sacar las positivas.

Ángeles, la hermana de Román, vino con nosotros a la azotea. Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la cabeza de Ángeles se veía una sombra blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas. En la segunda prueba se veía la misma sombra, pero en distinta actitud: inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído. Nuestro terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados. Ángeles miró las fotografías y sonrió, sonrió. Esto era lo grave.

Yo salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por el recuerdo de la sonrisa de Ángeles. Al entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la vi en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre.

¿Quién ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los locos no duermen, y yo duermo... ¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía esto? Los locos no duermen, y yo duermo. Desde que nací, todavía no he despertado.

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La simaPío Baroja El paraje era severo, de adusta severidad. En el término del horizonte, bajo el cielo inflamado por nubes rojas, fundidas por los últimos rayos del sol, se extendía la cadena de montañas de la sierra, como una muralla azuladoplomiza, coronada en la cumbre por ingentes pedruscos y veteada más abajo por blancas estrías de nieve.

El pastor y su nieto apacentaban su rebaño de cabras en el monte, en la cima del alto de las Pedrizas, donde se yergue como gigante centinela de granito el pico de la Corneja.

El pastor llevaba anguarina de paño amarillento sobre los hombros, zahones de cuero en las rodillas, una montera de piel de cabra en la cabeza, y en la mano negruzca, como la garra de un águila, sostenía un cayado blanco de espino silvestre. Era hombre tosco y primitivo; sus mejillas, rugosas como la corteza de una vieja encina, estaban en parte cubiertas por la barba naciente no afeitada en varios días, blanquecina y sucia.

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El zagal, rubicundo y pecoso, correteaba seguido del mastín; hacía zumbar la honda trazando círculos vertiginosos por encima de su cabeza y contestaba alegre a las voces lejanas de los pastores y de los vaqueros, con un grito estridente, como un relincho, terminando en una nota clara, larga, argentina, carcajada burlona, repetida varias veces por el eco de las montañas.

El pastor y su nieto veían desde la cumbre del monte laderas y colinas sin árboles, prados yermos, con manchas negras, redondas, de los matorrales de retama y macizos violetas y morados de los tomillos y de los cantuesos en flor...

En la hondonada del monte, junto al lecho de una torrentera llena de hojas secas, crecían arbolillos de follaje verde negruzco y matas de brezo, de carrascas y de roble bajo.

Comenzaba a anochecer, corría ligera brisa; el sol iba ocultándose tras de las crestas de la montaña; sierpes y dragones rojizos nadaban por los mares de azul nacarado del cielo, y, al retirarse el sol, las nubes blanqueaban y perdían sus colores, y las sierpes y los dragones se convertían en inmensos cocodrilos y gigantescos cetáceos. Los montes se arrugaban ante la vista, y los valles y las hondonadas parecían ensancharse y agrandarse a la luz del crepúsculo.

Se oía a lo lejos el ruido de los cencerros de las vacas, que pasaban por la cañada, y el ladrido de los perros, el ulular del aire; y todos esos rumores, unidos a los murmullos indefinibles del campo, resonaban en la inmensa desolación del paraje como voces misteriosas nacidas de la soledad y del silencio.

-Volvamos, muchacho -dijo el pastor-. El sol se esconde.

El zagal corrió presuroso de un lado a otro, agitó sus brazos, enarboló su cayado, golpeó el suelo, dio gritos y arrojó piedras, hasta que fue reuniendo las cabras en una rinconada del monte. El viejo las puso en orden; un macho cabrío, con un gran cencerro en el cuello, se adelantó como guía, y el rebaño comenzó a bajar hacia el llano. Al destacarse el tropel de cabras sobre la hierba, parecía oleada negruzca, surcando un mar verdoso. Resonaba igual, acompasado, el alegre campanilleo de las esquilas.

-¿Has visto, zagal, si el macho cabrío de tía Remedios va en el rebaño? -preguntó el pastor.

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-Lo vide, abuelo -repuso el muchacho.

-Hay que tener ojo con ese animal, porque malos dimoños me lleven si no le tengo malquerencia a esa bestia.

-Y eso, ¿ por qué vos pasa, abuelo?

-¿ No sabes que la tía Remedios tié fama de bruja en tó el lugar?

-¿Y eso será verdad, abuelo?

-Así lo ha dicho el sacristán la otra vegada que estuve en el lugar. Añaden que aoja a las presonas y a las bestias y que da bebedizos. Diz que la veyeron por los aires entre bandas de culebros.

El pastor siguió contando lo que de la vieja decían en la aldea, y de este modo departiendo con su nieto, bajaron ambos por el monte, de la senda a la vereda, de la vereda al camino, hasta detenerse junto a la puerta de un cercado. Veíase desde aquí hacia abajo la gran hondonada del valle, a lo lejos brillaba la cinta de plata del río, junto a ella adivinábase la aldea envuelta en neblinas; y a poca distancia, sobre la falda de una montaña, se destacaban las ruinas del antiguo castillo de los señores del pueblo.

-Abre el zarzo, muchacho -gritó el pastor al zagal.

Éste retiró los palos de la talanquera, y las cabras comenzaron a pasar por la puerta del cercado, estrujándose unas con otras. Asustose en esto uno de los animales, y, apartándose del camino, echó a correr monte abajo velozmente.

-Corre, corre tras él, muchacho -gritó el viejo, y luego azuzó al mastín, para que persiguiera al animal huido.

-Anda, Lobo. Ves a buscallo.

El mastín lanzó un ladrido sordo, y partió como una flecha.

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-¡Anda! ¡Alcánzale! -siguió gritando el pastor-. Anda ahí.

El macho cabrío saltaba de piedra en piedra como una pelota de goma; a veces se volvía a mirar para atrás, alto, erguido, con sus lanas negras y su gran perilla diabólica. Se escondía entre los matorrales de zarza y de retama, iba haciendo cabriolas y dando saltos.

El perro iba tras él, ganaba terreno con dificultad; el zagal seguía a los dos, comprendiendo que la persecución había de concluir pronto, pues la parte abrupta del monte terminaba a poca distancia en un descampado en cuesta. Al llegar allí, vio el zagal al macho cabrío, que corría desesperadamente perseguido por el perro; luego le vio acercarse sobre un montón de rocas y desaparecer entre ellas. Había cerca de las rocas una cueva que, según algunos, era muy profunda, y, sospechando que el animal se habría caído allí, el muchacho se asomó a mirar por la boca de la caverna. Sobre un rellano, de la pared de ésta, cubierto de matas, estaba el macho cabrío.

El zagal intentó agarrarle por un cuerno, tendiéndose de bruces al borde de la cavidad; pero viendo lo imposible del intento, volvió al lugar donde se hallaba el pastor y le contó lo sucedido.

-¡Maldita bestia! -murmuró el viejo-. Ahora volveremos, zagal. Habemos primero de meter el rebaño en el redil.

Encerraron entre los dos las cabras, y, después de hecho esto, el pastor y su nieto bajaron hacia el descampado y se acercaron al borde de la sima. El chivo seguía en pie sobre las matas. El perro le ladraba desde fuera sordamente.

-Dadme vos la mano, abuelo. Yo me abajaré -dijo el zagal.

-Cuidiao, muchacho. Tengo gran miedo de que te vayas a caer.

-Descuidad vos, abuelo.

El zagal apartó las malezas de la boca de la cueva, se sentó a la orilla, dio a pulso una vuelta, hasta sostenerse con las manos en el borde mismo de la oquedad, y resbaló con los pies por la pared de la misma, hasta afianzarlos en uno de los tajos salientes de su entrada.

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Empujó el cuerno de la bestia con una mano, y tiró de él. El animal, al verse agarrado, dio tan tremenda sacudida hacia atrás, que perdió sus pies; cayó, en su caída arrastró al muchacho hacia el fondo del abismo. No se oyó ni un grito, ni una queja, ni el rumor más leve.

El viejo se asomó a la boca de la caverna.

-¡Zagal, zagal! -gritó, con desesperación.

Nada, no se oía nada.

-¡Zagal! ¡Zagal!

Parecía oírse mezclado con el murmullo del viento un balido doloroso que subía desde el fondo de la caverna.

Loco, trastornado, durante algunos instantes el pastor vacilaba en tomar una resolución; luego se le ocurrió pedir socorro a los demás cabreros, y echó a correr hacia el castillo.

Éste parecía hallarse a un paso; pero estaba a media hora de camino, aun marchando a campo traviesa; era un castillo ojival derruido, se levantaba sobre el descampado de un monte; la penumbra ocultaba su devastación y su ruina, y en el ambiente del crepúsculo parecía erguirse y tomar proporciones fantásticas.

El viejo caminaba jadeante. Iba avanzando la noche; el cielo se llenaba de estrellas; un lucero brillaba con su luz de plata por encima de un monte, dulce y soñadora pupila que contempla el valle.

El viejo, al llegar junto al castillo, subió a él por una estrecha calzada; atravesó la derruida escarpa, y por la gótica puerta entró en un patio lleno de escombros, formado por cuatro paredones agrietados, únicos restos de la antigua mansión señorial.

En el hueco de la escalera de la torre, dentro de un cobertizo hecho con estacas y paja, se veían a la luz de un candil humeante, diez o doce hombres, rústicos pastores y cabreros agrupados en derredor de unos cuantos tizones encendidos.

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El viejo, balbuceando, les contó lo que había pasado. Levantáronse los hombres, cogió uno de ellos una soga del suelo y salieron del castillo. Dirigidos por el viejo, fueron camino del descampado, en donde se hallaba la cueva.

La coincidencia de ser el macho cabrío de la vieja hechicera el que había arrastrado al zagal al fondo de la cueva, tomaba en la imaginación de los cabreros grandes y extrañas proporciones.

-¿Y si esa bestia fuera el dimoño? -dijo uno.

-Bien podría ser -repuso otro.

Todos se miraron, espantados.

Se había levantado la luna; densas nubes negras, como rebaños de seres monstruosos, corrían por el cielo; oíase alborotado rumor de esquilas; brillaban en la lejanía las hogueras de los pastores.

Llegaron al descampado, y fueron acercándose a la sima con el corazón palpitante. Encendió uno de ellos un brazado de ramas secas y lo asomó a la boca de la caverna. El fuego iluminó las paredes erizadas de tajos y de pedruscos; una nube de murciélagos despavoridos se levantó y comenzó a revolotear en el aire.

-¿Quién abaja? -preguntó el pastor, con voz apagada.

Todos vacilaron, hasta que uno de los mozos indicó que bajaría él, ya que nadie se prestaba. Se ató la soga por la cintura, le dieron una antorcha encendida de ramas de abeto, que cogió en una mano, se acercó a la sima y desapareció en ella. Los de arriba fueron bajándole poco a poco; la caverna debía ser muy honda, porque se largaba cuerda, sin que el mozo diera señal de haber llegado.

De repente, la cuerda se agitó bruscamente, oyéronse gritos en el fondo del agujero, comenzaron los de arriba a tirar de la soga, y subieron al mozo más muerto que vivo. La antorcha en su mano estaba apagada.

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-¿Qué viste? ¿Qué viste? -le preguntaron todos.

-Vide al diablo, todo bermeyo, todo bermeyo.

El terror de éste se comunicó a los demás cabreros.

-No abaja nadie -murmuró, desolado, el pastor-. ¿Vais a dejar morir al pobre zagal?

-Ved, abuelo, que ésta es una cueva del dimoño -dijo uno-. Abajad vos, si queréis.

El viejo se ató, decidido, la cuerda a la cintura y se acercó al borde del negro agujero.

Oyose en aquel momento un murmullo vago y lejano, como la voz de un ser sobrenatural. Las piernas del viejo vacilaron.

-No me atrevo... Yo tampoco me atrevo -dijo, y comenzó a sollozar amargamente.

Los cabreros, silenciosos, miraban sombríos al viejo. Al paso de los rebaños hacia la aldea, los pastores que los guardaban acercábanse al grupo formado alrededor de la sima, rezaban en silencio, se persignaban varias veces y seguían su camino hacia el pueblo.

Se habían reunido junto a los pastores mujeres y hombres, que cuchicheaban comentando el suceso. Llenos todos de curiosidad, miraban la boca negra de la caverna, y, absortos, oían el murmullo que escapaba de ella, vago, lejano y misterioso.

Iba entrando la noche. La gente permanecía allí, presa aún de la mayor curiosidad.

Oyose de pronto el sonido de una campanilla, y la gente se dirigió hacia un lugar alto para ver lo que era. Vieron al cura del pueblo que ascendía por el monte acompañado del sacristán, a la luz de un farol que llevaba este último. Un cabrero les había encontrado en el camino, y les contó lo que pasaba. Al ver el viático, los hombres y las

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mujeres encendieron antorchas y se arrodillaron todos. A la luz sangrienta de las teas se vio al sacerdote acercarse hacia el abismo. El viejo pastor lloraba con un hipo convulsivo. Con la cabeza inclinada hacia el pecho, el cura empezó a rezar el oficio de difuntos; contestábanle, murmurando a coro, hombres y mujeres, una triste salmodia; chisporroteaban y crepitaban las teas humeantes, y a veces, en un momento de silencio, se oía el quejido misterioso que escapaba de la cueva, vago y lejano.

Concluidas las oraciones, el cura se retiró, y tras él las mujeres y los hombres, que iban sosteniendo al viejo para alejarle de aquel lugar maldito.

Y en tres días y tres noches se oyeron lamentos y quejidos, vagos, lejanos y misteriosos, que salían del fondo de la sima.

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Olaberri el macabroPío Baroja Olaberri era un pesimista jovial. No encontraba en el mundo más que vanidad y aflicción de espíritu. No tenía fe más que en la cal hidráulica y en el cemento armado. Para él, detrás de toda satisfacción venía algo negro y doloroso, que eran principalmente las facturas. -¿Ve usted esa chica que se ha casado con el carabinero? -me preguntó hace tiempo con aire de profunda conmiseración.

-Sí.

-¡Qué infelices! Ahora mucha alegría, ¿eh?, y de viaje, pero luego ya vendrán las facturas.

A Olaberri le preocupaban las facturas. Para Olaberri, que era contratista en pequeño, las facturas eran como la sombra de Banquo, que aparece en el banquete de la vida.

Si Olaberri hubiera tenido el sentido estadístico de nuestro amigo Berecoche, ya difunto, diría que en la vida hay un 75 por ciento de facturas.

-Ya le he dicho al párroco -me contó una vez-: usted, con un cubo de agua y un hisopo, ya tiene para todo el año, y a vivir bien; nosotros, en cambio, pobres contratistas, siempre a vueltas con las facturas.

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Olaberri tenía gustos macabros. Había construido en el cementerio varios sepulcros y trasladado cadáveres y huesos y algunos cuerpos recién muertos.

Al hacer la descripción de estos traslados sentía, sin duda, un ardor explicativo de artista medieval y macabro. Los huesos, las calaveras revueltas con tierra, los trozos de hábito o de ropa, la madera podrida de los ataúdes, todo daba pábulo a su charla pintoresca.

Al relatar el traslado de algún cuerpo recién enterrado, se lucía; entonces los detalles realistas eran tan terribles que a cualquier persona sencilla se le ponían los pelos de punta.

Salían a relucir los busanos blancos y las gurgujas verdes, y al último la gente no sabía si temblar de asco o echarse a reír.

Él no tenía repugnancia por nada.

-Los mejores caracoles que hay comido -solía decir-, los hay cogido en la tumba del difunto párroco. Nunca los hay comido mejores.

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Continuidad de los parquesJulio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de

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una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Continuidad de la «Continuidad de los Parques»Guillermo Bustamante Zamudio

En el cuento «Continuidad de los parques», de Cortázar, un hombre retoma la lectura de una novela y se deja interesar lentamente por la trama. Se acomoda en su sitio preferido: el estudio que mira hacia el parque de los robles, de espaldas a las posibles interrupciones que entrarían por la puerta; los cigarrillos, a la mano; el sillón es de terciopelo verde y alto respaldo. En la novela, unos amantes planean matar a alguien; ella sigue la senda que va al norte, él sigue los puntos de un plan estrictamente establecido que, paso a paso, lo llevan al cuarto donde está su víctima: un hombre que lee en un sillón alto de terciopelo verde, de espaldas a él, que entra por la puerta.

Hasta ahí se contó. Pero la cosa continúa.

El hombre que lee esa descripción no tiene más remedio que sentirse aludido. Levanta los ojos. Piensa: «¡Pero si es una ficción! Esto es una coincidencia». No obstante, una incomodidad que no pasa por la razón lo hace girar para comprobar que nadie más hay en el lugar. Algo triunfante, vuelve al texto. Allí dice que la víctima detuvo la

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lectura un momento, y que volvió la cabeza para exclamar con tranquilidad: «No hay nadie». El amante avanza hacia la víctima, puñal en mano.

Ahora, el hombre que lee está razonablemente seguro de que es una situación idéntica. Mira de manera intempestiva hacia atrás, pero nada ve. El temblor del humo del cigarrillo que prende es imperceptible. El pequeño temor crece, pero no detiene la curiosidad: ¿qué pasará con los amantes? Entonces, lee. Lee que la víctima nuevamente se ha girado hacia la puerta, ha encendido un cigarrillo y, tras un corto titubeo, ha retomado la lectura; que el amante avanza en silencio y está a un paso de consumar el asesinato. El hombre que lee se pone de pie, busca en el estudio, mira hacia los robles, no entiende. Duda en seguir leyendo. Pero, ¿por qué dudar? ¡La situación es ridícula! Se sienta y continúa. La novela cuenta que el hombre que lee ha deambulado por el cuarto, como buscando algo y, finalmente, se ha sentado de nuevo. El amante levanta la mano armada. El hombre deja de leer, siente un peso inconmensurable; vuelve a las páginas. En la novela dice: «El hombre deja de leer, siente un peso inconmensurable; vuelve a las páginas». Cierra los ojos; retoma el texto: cada palabra, cada letra, aproxima más el arma, que se detiene sólo cuando levanta la cabeza para comprobar que no hay nada.

La tarde elementalEnrique Vila-Matas

Dice Ricardo Piglia que el último cuento de Borges —el que imaginamos el último cuento, tal vez por la perfección de su final— surgió de un sueño. Borges, a los ochenta años, vio a un hombre sin cara que en un cuarto de hotel de Michigan le ofrecía la memoria de Shakespeare. No le ofrecía la fama ni la gloria de Shakespeare —algo que habría sido trivial— sino la memoria del escritor.     Leer en Formas breves los comentarios de Piglia al último cuento de Borges me trajo imprevistamente el otro día el recuerdo de la última tarde que Borges pasó en Barcelona, hará de eso ya más de veinte años. Esa última tarde, un escritor malogrado, un amigo mío muerto hace ya más de veinte años, comparó inesperadamente a Borges con Shakespeare. Y aquella comparación me quedó grabada y a veces me pregunto si Paco Monge, mi amigo muerto, no llegó a intuir aquella tarde el cuento que años después escribiría Borges.

Aquella tarde. Tal vez no es hoy una tarde tan remota como a primera vista podría parecer. Me digo esto porque acabo de recordar de repente unos versos de Borges: "Las tardes que serán y las que han sido/ son una sola, inconcebiblemente [...] La tarde elemental ronda la casa./ La de ayer, la de hoy, la que no pasa".

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Un inciso necesario: Desde que leí el libro de Piglia concibo la historia de la literatura como una sucesión, en el tiempo y el espacio, de escritores habitados imprevistamente por los recuerdos personales de otros escritores. Vista así, la historia de la literatura sería una novela que nos contaría la historia secreta de una serie de escritores que recuerdan con una memoria extraña a la suya imágenes, textos y lecturas que vieron, escribieron o leyeron antes otros. Una corriente de aire mental de misteriosos recuerdos ajenos compondría un circuito abierto de memorias robadas: la verdadera historia de la literatura.

Vista así esa historia, no es extraño que lleve días secuestrado por el capítulo de Formas breves de Piglia dedicado al último cuento de Borges: ese cuento en el que un oscuro escritor, que ha dedicado su vida a la lectura y a la soledad, por medio de un artificio muy directo y sencillo (como los que Borges ha preferido siempre para construir un efecto fantástico), es habitado por los recuerdos personales de Shakespeare y recuerda, por ejemplo, la tarde en que escribió el segundo acto de Hamlet.

Vuelvo a la tarde aquella del ayer de hace más de veinte años, la última tarde de Borges en Barcelona, y ese recuerdo de nuevo trae consigo, con una gran nitidez, el de un momento memorable que tuvo lugar en mi casa instantes antes de que mi amigo Paco Monge y yo la abandonáramos para ir al paraninfo de la Universidad de Barcelona a escuchar a Borges. "Bueno, vamos a escuchar a Borges", dije esa tarde de forma distraída y tonta, sin sospechar que la frase quedaría congelada en el tiempo y no podría olvidarla ya nunca, porque Paco Monge la rescató de la banalidad al comentarme: "¿Te das cuenta de lo que acabas de decir? Es como si hubieras dicho: Bueno, vamos a escuchar a Shakespeare".

Muchas veces, cuando la tarde elemental ronda mi casa, he recordado aquel intuitivo comentario de mi amigo. Hasta la otra tarde lo había recordado siempre de la misma forma: admirando la lucidez de aquel comentario que supo convertir en trascendentes aquellos instantes previos a la oportunidad única que la vida nos ofrecía aquel día: la posibilidad extraordinaria de ver por primera y última vez a un escritor inmortal, algo que desde luego no pasa todas las tardes.     Pero la otra tarde ese recuerdo se volvió imprevistamente más complejo, amplio e inquietante cuando leí en Formas breves: "Recordar con una memoria extraña es una variante del tema del doble pero es también una metáfora perfecta de la experiencia literaria [...] Tal vez en el porvenir alguien, una mujer que aún no ha nacido, sueñe que recibe la memoria de Borges como Borges soñó que recibía la memoria de Shakespeare".

Estas frases de Piglia y la asociación en las dos tardes distintas (y al

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mismo tiempo iguales) entre Borges y Shakespeare volvieron más turbador y profundo el comentario de Paco Monge en aquella tarde elemental, la de ayer, la de hoy, la que no pasa porque está ya pasando. ¿Qué está pasando ahí? Nada, noto que empiezo a ser visitado por la memoria de un escritor malogrado, mi amigo muerto que, por lo visto, quiere que estas líneas terminen con un efecto fantástico de estilo borgiano.

El sueño de BorgesFabio Martínez

Como Borges de Carriego y Barnatán de Borges, yo también tengo recuerdos de ellos.

A Barnatán lo conocí a través del poeta y me pareció un hombre fino y cultivado.

Con Borges sueño estar sentado a su lado en Cambridge en un banco al pie del río Charles. Borges está apoyado en su eterno bastón y mira pasar el río del tiempo.

En el sueño, yo escucho y lo veo (Borges no me ve porque está ciego).

En el sueño, yo soy el espectador de mi propio sueño. Soy el soñador soñado.

Las ciudades y los ojos  Italo Calvino

Los antiguos construyeron Valdrada a orillas de un lago, con casas todas de galerías una sobre otra y calles altas que asoman al agua parapetos de balaustres. De modo que al llegar el viajero ve dos ciudades: una directa sobre el lago y una de reflejo, invertida. No existe o sucede algo en una Valdrada que la otra Valdrada no repita, porque la ciudad fue construida de manera que cada uno de sus puntos se reflejara en su espejo, y la Valdrada del agua, abajo, contiene no sólo todas las canaladuras y relieves de las fachadas que se elevan sobre el lago, sino también el interior de las habitaciones con sus cielos rasos y sus pavimentos, las perspectivas de sus corredores, los espejos de sus armarios.

Los habitantes de Valdrada saben que todos sus actos son a la vez ese acto y su imagen especular que posee la especial dignidad de las imágenes, y esta conciencia les prohibe abandonarse ni un solo instante al azar y al olvido. Cuando los amantes mudan de posición los cuerpos desnudos piel contra piel buscando cómo ponerse para

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sacar más placer el uno del otro, cuando los asesinos empujan el cuchillo contra las venas negras del cuello y cuanta más sangre grumosa sale a borbotones, más hunden el filo que resbala entre los tendones, incluso entonces no es tanto el acoplarse o matarse lo que importa como el acoplarse o matarse de las imágenes límpidas y frías en el espejo.

El espejo acrecienta unas veces el valor de las cosas, otras lo niega. No todo lo que parece valer fuera del espejo resiste cuando se refleja. Las dos ciudades gemelas no son iguales, porque nada de lo que existe o sucede en Valdrada es simétrico: a cada rostro y gesto responden desde el espejo un rostro o gesto invertido punto por punto. Las dos Valdradas viven la una para la otra, mirándose constantemente a los ojos, pero no se aman.

La luz es como el agua

Gabriel García Márquez En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.-De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.

Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.

-No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.

-Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.

Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.

-El bote está en el garaje -reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.

Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.

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-Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?

-Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.

La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llego a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.

Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.

-La luz es como el agua -le contesté: uno abre el grifo, y sale.

De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.

-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada -dijo el padre-. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.

-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? -dijo Joel.

-No -dijo la madre, asustada-. Ya no más.

El padre le reprochó su intransigencia.

-Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber -dijo ella-, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.

Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las

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camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.

En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.

El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.

-Es una prueba de madurez -dijo.

-Dios te oiga -dijo la madre.

El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel , la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.

Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.

Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del

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Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.

1º Bach. ELa chica más guapa de la ciudad

Charles BukowskyCass era la más joven y la más guapa de cinco hermanas. Cass era la chica más guapa de la ciudad. Medio india, con un cuerpo flexible y extraño, un cuerpo fiero y serpentino y ojos a juego. Cass era fuego móvil y fluido. Era como un espíritu embutido en una forma incapaz de contenerlo. Su pelo era negro y largo y sedoso y se movía y se retorcía igual que su cuerpo. Cass estaba siempre muy alegre o muy deprimida. Para ella no había término medio. Algunos decía que estaba loca. Lo decían los tontos. Los tontos no podían entender a Cass. A los hombres les parecía simplemente una maquina sexual y no se preocupaban de si estaba loca o no. Y Cass bailaba y coqueteaba y besaba a los hombres pero, salvo un caso o dos, cuando llegaba la hora de hacerlo, Cass se evadía de algún modo, los eludía.

Sus hermanas la acusaban de desperdiciar su belleza, de no utilizar lo bastante su inteligencia, pero Cass poseía inteligencia y espíritu; pintaba, bailaba, cantaba, hacía objetos de arcilla, y cuando la gente estaba herida, en el espíritu o en la carne, a Cass le daba una pena tremenda. Su mente era distinta y nada más; sencillamente, no era práctica. Sus hermanas la envidiaban porque atraía a sus hombres, y andaban rabiosísimas porque creían que no se sacaba todo el partido posible. Tenía la costumbre de ser buena y amable con los feos; los hombres considerados guapos le repugnaban: “No tienen agallas -decía ella-. No tienen nervio. Confían siempre en sus orejitas perfectas y en sus narices torneadas… todo fachada y nada dentro…”

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Tenía un carácter rayando la locura; un carácter que algunos calificaban de locura.

Su padre había muerto del alcohol y su madre se había largado dejando solas a las chicas. Las chicas se fueron con una pariente que las metió en un colegio de monjas. El colegio había sido un lugar triste, más para Cass que para sus hermanas. Las chicas envidaban a Cass y Cass se peleó con casi todas. Tenía señales de cuchilladas por todo el brazo izquierdo, de defenderse en dos peleas. Tenía también una cicatriz imborrable que le cruzaba la mejilla izquierda; pero la cicatriz, en vez de disminuir su belleza, parecía por el contrarío, realzarla.

Yo la conocí en el bar West End unas noches después de que la soltaran del convento. Al ser la más joven, fue la última hermana que soltaron. Sencillamente entró y se sentó a mi lado. Yo quizá sea el hombre más feo de la ciudad, y puede que esto tuviera algo que ver con el asunto.

- ¿Tomas algo?

- Claro, ¿Por qué no?

No creo que hubiese nada especial en nuestra conversación esa noche, era sólo el sentimiento que Cass transmitía. Me había elegido y no había más. Ninguna presión. Le gustó la bebida y bebió mucho. No parecía tener edad, pero de todos modos le sirvieron. Quizás hubiese falsificado el carnet de identidad, no sé. En fin, lo cierto es que cada vez que volvía del retrete y se sentaba a mi lado yo sentía cierto orgullo. No sólo era la mujer más bella de la ciudad, sino también una de las más bellas que yo había visto en mi vida. Le eché el brazo a la cintura y la besé una vez.

- ¿Crees que soy bonita?- preguntó.

- Sí, desde luego. Pero hay algo más… algo más que tu apariencia…- La gente anda siempre acusándome de ser bonita. ¿Crees de veras que soy bonita?

- Bonita no es la palabra, no te hace justicia.

Buscó en su bolso. Creía que buscaba el pañuelo. Sacó un alfiler de sombrero muy largo. Antes de que pudiese impedírselo, se había atravesado la nariz con él, de lado a lado, justo sobre las ventanillas. Sentía repugnancia y horror.

Ella me miró y se echó a reír.

- ¿Crees ahora que soy bonita? ¿Qué piensas ahora, eh?

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Saqué el alfiler y puse mi pañuelo sobre la herida. Algunas personas, incluido el encargado, habían observado la escena. El encargado se acercó.

-Mira -dijo a Cass-, si vuelves a hacer eso te echo. Aquí no necesitamos tus exhibiciones.

- ¡Vete a la mierda, amigo! -dijo ella.

- Será mejor que la controles -me dijo el encargado.

- No te preocupes -dije yo.

- Es mi nariz -dijo Cass-, puedo hacer lo que quiera con ella.

- No -dije-, a mí me duele.

- ¿Quieres decir que te duele a ti cuando me clavo un alfiler en la nariz?

- Sí, me duele, de veras.

- De acuerdo, no lo volveré a hacer. Ánimo.

Me besó, pero como riéndose un poco en medio del beso y sin soltar el pañuelo de la nariz. Cuando cerraron nos fuimos a donde yo vivía. Tenía un poco de cerveza y nos sentamos a charlar. Fue entonces cuando pude apreciar que era una persona que rebosaba bondad y cariño. Se entregaba sin saberlo. Al mismo tiempo, retrocedía a zonas de descontrol e incoherencia. Esquizoide. Una esquizo hermosa y espiritual. Quizás algún hombre, algo acabase destruyéndola para siempre. Confiaba no ser yo.

Nos fuimos a la cama y cuando apagué las luces me preguntó:

- ¿Cuándo quieres hacerlo, ahora o por la mañana?

- Por la mañana -dije, y me di la vuelta.

Por la mañana me levanté, hice un par de cafés y le llevé uno a la cama.

Se echó a reír.

- Eres el primer hombre que conozco que no ha querido hacerlo por la noche.

- No hay problema -dije-. En realidad no tenemos por qué hacerlo.

- No, espera, ahora quiero yo. Déjame que me refresque un poco.

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Se fue al baño. Salió enseguida, realmente maravillosa, largo pelo negro resplandeciente, ojos y labios resplandecientes, toda resplandor… Se desperezó sosegadamente, buena cosa. Se metió en la cama.

- Ven, amor.

Fui.

Besaba con abandono, pero sin prisa. Dejé que mis manos recorriesen su cuerpo. Acariciasen su pelo. La monté. Su carne era cálida y prieta. Empecé a moverme despacio y queriendo que durara. Ella me miraba a los ojos.

- ¿Cómo te llamas? -pregunté.

- ¿Qué diablos importa? -preguntó ella.

Solté una carcajada y seguí. Después se vistió y la llevé en coche al bar, pero era difícil olvidarla. Yo no trabajaba y dormí hasta las dos y luego me levanté y leí el periódico. Cuando estaba en la bañera, entró ella con una hoja: una oreja de elefante.

- Sabía que estabas en la bañera -dijo-, así que te traje algo para tapar esa cosa, hijo de la naturaleza.

Y me echó encima, en la bañera, la hoja de elefante.

- ¿Cómo sabías que estaba en la bañera?

- Lo sabía.

Cass llegaba casi todos los días cuando yo estaba en la bañera. No era siempre la misma hora, pero raras veces fallaba, y traía la hoja de elefante. Y luego hacíamos el amor.

Telefoneó una o dos noches y tuve que sacarla de la cárcel por borrachera y pelea pagando la fianza.

- Esos hijos de puta - decía-, sólo porque te pagan unas copas creen que pueden echarte mano a las bragas.

- La culpa la tienes tú por aceptar la copa

- Yo creía que se interesaba por mí, no sólo por mi cuerpo.

- A mí me interesas tú y tu cuerpo. Pero dudo que la mayoría de los hombres puedan ver más allá de tu cuerpo.

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Dejé la ciudad y estuve fuera seis meses, anduve vagabundeando; volví. No había olvidado a Cass ni un momento, pero habíamos tenido alguna que otra discusión y, además, yo entonces tenía ganas de perderme, así que cuando volví pensé que se habría ido; pero no llevaba sentado treinta minutos en el West End cuando ella llegó y se sentó a mi lado.

- Vaya, cabrón, has vuelto.

Pedí un trago para ella. Luego la miré. Llevaba un vestido de cuello alto. Nuca la había visto así. Y debajo de cada ojo, clavado, llevaba un alfiler de cabeza de cristal. Sólo se podían ver las cabezas de los alfileres, pero los alfileres estaban clavados.

- Maldita sea, aún sigues intentando destruir tu belleza….

- No, no seas tonto, es la moda.

- Estas chiflada.

- Te he echado de menos –dijo

- ¿Hay otro?

- No, no hay ninguno. Solo tú. Pero ahora hago la vida. Cobro diez billetes. Pero para ti es gratis.

- Sácate esos alfileres.

- No, es la moda.

- Me hace muy desgraciado.

- ¿Estás seguro?

- Sí, mierda, estoy seguro.

Se sacó lentamente los alfileres y los guardo en el bolso.

- Porque la gente cree que es todo lo que tengo. La belleza no es nada. La belleza no permanece. No sabes la suerte que tienes siendo feo, porque si le agradas a alguien sabes que es por otra cosa.

- Vale -dije-, tengo mucha suerte.

- No quiero decir que seas feo. Sólo que la gente cree que lo eres. Tienes una cara fascinante.

- Gracias.

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Tomamos otra copa.

- ¿Qué andas haciendo? -preguntó.

- Nada. No soy capaz de apegarme a nada. Nada me interesa.

- A mí tampoco. Si fueses mujer, podrías ser puta.

- No creo que quisiera establecer un contacto tan íntimo con tantos extraños. Debe ser un fastidio.

- Tienes razón, es fastidioso, todo es fastidioso

Salimos juntos, por la calle, la gente aún miraba a Cass. Aún era una mujer hermosa, quizá más que nunca.

Fuimos a casa y abrí una botella de vino y hablamos. A Cass y a mí, siempre nos era fácil hablar. Ella hablaba un rato yo escuchaba y luego hablaba yo. Nuestra conversación fluía fácil sin tensión. Era como si descubriésemos secretos juntos. Cuando descubríamos uno bueno, Cass se reía con aquella risa…, de aquella manera como sólo ella podía reírse. Era igual que el gozo del fuego. Y durante la charla nos besábamos y nos arrimábamos. Nos pusimos muy calientes y decidimos irnos a la cama. Fue entonces cuando Cass se quitó aquel vestido del cuello alto y lo vi… Vi la mellada y horrible cicatriz que le cruzaba el cuello. Era grande y ancha.

- Maldita sea, condenada, ¿Qué has hecho? -dije desde la cama.

- Lo intenté con una botella rota una noche. ¿Ya no te gusto? ¿Soy bonita aún?

La arrastré a la cama y la besé. Me empujo y se echo a reír:

- Algunos me pagan los diez y luego, cuando me desvisto no quieren hacerlo. Yo me quedo los diez. Es muy divertido.

- Sí -dije-, no puedo parar de reír… Cass, zorra, te amo… deja de destruirte; eres la mujer con más vida que conozco.

Volvimos a besarnos. Cass lloraba en silencio. Sentí las lágrimas. Sentí aquel pelo largo y negro tendido bajo mí como una bandera de muerte. Disfrutamos e hicimos un amor lento y sombrío y maravilloso.

Por la mañana, Cass estaba levantada haciendo el desayuno. Parecía muy tranquila y feliz. Cantaba. Yo me quedé en la cama gozando su felicidad. Por fin, vino y me zarandeó.

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- ¡Arriba, cabrón! ¡Chapúzate con agua fría la cara y la polla y ven a disfrutar del banquete!

Ese día la llevé en coche a la playa. No era un día de fiesta y aún no era verano, todo estaba espléndidamente desierto. Vagabundos playeros en andrajos dormían en la arena. Había otros sentados en bancos de piedra compartiendo una botella solitaria. Las gaviotas revoloteaban, estúpidas pero distraídas. Ancianas de setenta y ochenta, sentadas en los bancos, discutiendo ventas de fincas dejadas por maridos asesinados mucho tiempo atrás por la angustia y la estupidez de la supervivencia. Había paz en el aire y paseamos y estuvimos tumbados por allí y no hablamos muchos. Era agradable simplemente estar juntos. Compré bocadillos, patatas fritas y bebidas y nos sentamos a beber en la arena. Luego abracé a Cass y dormimos así abrazados un rato. Era mejor que hacer el amor. Era como fluir juntos sin tensión. Luego volvimos a casa en mi coche y preparé la cena. Después de cenar, sugerí a Cass que viviésemos juntos. Se quedó mucho rato mirándome y luego dijo lentamente “NO”. La llevé de nuevo al bar, le pagué una copa y me fui.

Al día siguiente, encontré un trabajo como empaquetador en una fabrica y trabajé todo lo que quedaba de semana. Estaba demasiado cansado para andar mucho por ahí, pero el viernes por la noche me acerqué al West End. Me senté y esperé a Cass. Pasaron horas. Cuando estaba ya bastante borracho, me vio el encargado.

- Siento lo de tu amiga.

- ¿El qué? -pregunté.

- Lo siento. ¿No lo sabías?

- No

- Suicidio, la enterraron ayer.

- ¿Enterrada? -pregunté. Parecía como si fuese a aparecer en la puerta de un momento a otro. ¿Cómo podía haber muerto?

- La enterraron las hermanas

- ¿Un suicidio? ¿Cómo fue?

- Se cortó el cuello.

- Ya. Dame otro trago.

Estuve bebiendo allí hasta que cerraron. Cass, la más bella de las cinco hermanas, la chica más guapa de la ciudad. Conseguí conducir hasta casa sin poder dejar de pensar que debería haber insistido en

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que se quedara conmigo en vez de aceptar aquel “NO”. Todo en ella había indicado que le pasaba algo. Yo sencillamente había sido demasiado insensible, demasiado despreocupado. Me merecía mi muerte y la de ella. Era un perro. No, ¿por qué acusar a los perros? Me levanté, busqué una botella de vino, bebí lúgubremente. Cass, la chica más guapa de la ciudad muerta a los veinte años.

Fuera, alguien tocaba la bocina de un coche. Unos bocinazos escandalosos, persistentes. Dejé la botella y aullé “¡MALDITO SEAS, CONDENADO HIJO DE PUTA, CALLATE YA!”.

---------------------------------El escudo de la ciudad

Franz Kafka

En un principio no faltó la organización en las disposiciones para construir la Torre de Babel; de hecho, quizás el orden era excesivo. Se pensó demasiado en guías, intérpretes, alojamientos para obreros y vías de comunicación, como si se dispusiera de siglos. En esos tiempos, la opinión general era que no se podía construir con demasiada lentitud; un poco más y hubieran abandonado todo, y hasta desistido de echar los cimientos. La gente razonaba de esta manera: lo esencial de la empresa es el pensamiento de construir una torre que llegue al cielo. Lo demás es del todo secundario. Ese pensamiento, una vez comprendida su grandeza, es inolvidable: mientras haya hombres en la tierra, existirá también el fuerte deseo de terminar la torre. Por consiguiente no debe preocuparnos el futuro. Al contrario: el saber de los hombres adelanta, la arquitectura ha progresado y seguirá progresando; de aquí a cien años el trabajo para el que precisamos un año se hará tal vez en pocos meses, y más resistente, mejor. Entonces, ¿a qué agotarnos ahora? Eso tendría sentido si cupiera la esperanza de que la torre quedará terminada en el espacio de una generación. Esa esperanza era imposible. Lo más creíble era que la nueva generación, con sus conocimientos superiores, condenara el trabajo de la generación anterior y demoliera todo lo adelantado, para recomenzar. Tales pensamientos paralizaron las energías, y se pensó menos en construir la torre que en construir una ciudad para los obreros. Cada nacionalidad quería el mejor barrio, y esto dio lugar a disputas que culminaban en peleas sangrientas. Esas peleas no tenían fin; algunos dirigentes opinaban que demoraría muchísimo la construcción de la torre y otros que más valía aguardar que se reestableciera la paz. Pero no sólo en pelear pasaban el tiempo; en las treguas se dedicaban a embellecer la ciudad, lo que provocaba nuevas envidias y nuevas peleas. Así pasó la era de la primera generación, pero ninguna de las siguientes fue distinta; sólo aumentó la destreza técnica y con ella el ansia guerrera. Aunque la segunda o tercera generación reconoció la insensatez de una torre que llegara hasta el cielo, ya estaban demasiado

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comprometidos para abandonar los trabajos y la ciudad.

El vaticinio de que cinco golpes sucesivos de un puño gigantesco aniquilarán la ciudad, está presente en todas las leyendas y cantos de esa ciudad. Por esa razón el escudo de armas de la ciudad incluye un puño.El viejo manuscritoFranz KafkaPodría decirse que el sistema de defensa de nuestra patria adolece de serios defectos. Hasta el momento no nos hemos ocupado de ellos sino de nuestros deberes cotidianos; pero algunos acontecimientos recientes nos inquietan.

Soy zapatero remendón; mi negocio da a la plaza del palacio imperial. Al amanecer, apenas abro mis ventanas, ya veo soldados armados, apostados en todas las bocacalles que dan a la plaza. Pero no son soldados nuestros; son, evidentemente, nómades del Norte. De algún modo que no llego a comprender, han llegado hasta la capital, que, sin embargo, está bastante lejos de las fronteras. De todas maneras, allí están; su número parece aumentar cada día.

Como es su costumbre, acampan al aire libre y rechazan las casas. Se entretienen en afilar las espadas, en aguzar las flechas, en realizar ejercicios ecuestres. Han convertido esta plaza tranquila y siempre pulcra en una verdadera pocilga. Muchas veces intentamos salir de nuestros negocios y hacer una recorrida para limpiar por lo menos la basura más gruesa; pero esas salidas se tornan cada vez más escasas, porque es un trabajo inútil y corremos, además, el riesgo de hacernos aplastar por sus caballos salvajes o de que nos hieran con sus látigos.

Es imposible hablar con los nómades. No conocen nuestro idioma y casi no tienen idioma propio. Entre ellos se entienden como se entienden los grajos. Todo el tiempo se escucha ese graznar de grajos. Nuestras costumbres y nuestras instituciones les resultan tan incomprensibles como carentes de interés. Por lo mismo, ni siquiera intentan comprender nuestro lenguaje de señas. Uno puede dislocarse la mandíbula y las muñecas de tanto hacer ademanes; no entienden nada y nunca entenderán. Con frecuencia hacen muecas; en esas ocasiones ponen los ojos en blanco y les sale espuma por la boca, pero con eso nada quieren decir ni tampoco causan terror alguno; lo hacen por costumbre. Si necesitan algo, lo roban. No puede afirmarse que utilicen la violencia. Simplemente se apoderan de las cosas; uno se hace a un lado y se las cede.

También de mi tienda se han llevado excelentes mercancías. Pero no puedo quejarme cuando veo, por ejemplo, lo que ocurre con el carnicero. Apenas llega su mercadería, los nómades se la llevan y la

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comen de inmediato. También sus caballos devoran carne; a menudo se ve a un jinete junto a su caballo comiendo del mismo trozo de carne, cada cual de una punta. El carnicero es miedoso y no se atreve a suspender los pedidos de carne. Pero nosotros comprendemos su situación y hacemos colectas para mantenerlo. Si los nómades se encontraran sin carne, nadie sabe lo que se les ocurriría hacer; por otra parte, quien sabe lo que se les ocurriría hacer comiendo carne todos los días.

Hace poco, el carnicero pensó que podría ahorrarse, al menos, el trabajo de descuartizar, y una mañana trajo un buey vivo. Pero no se atreverá a hacerlo nuevamente. Yo me pasé toda una hora echado en el suelo, en el fondo de mi tienda, tapado con toda mi ropa, mantas y almohadas, para no oír los mugidos de ese buey, mientras los nómades se abalanzaban desde todos lados sobre él y le arrancaban con los dientes trozos de carne viva. No me atreví a salir hasta mucho después de que el ruido cesara; como ebrios en torno de un tonel de vino, estaban tendidos por el agotamiento, alrededor de los restos del buey.

Precisamente en esa ocasión me pareció ver al emperador en persona asomado por una de las ventanas del palacio; casi nunca sale a las habitaciones exteriores y vive siempre en el jardín más interior, pero esa vez lo vi, o por lo menos me pareció verlo, ante una de las ventanas, contemplando cabizbajo lo que ocurría frente a su palacio.

-¿En qué terminará esto? -nos preguntamos todos-. ¿Hasta cuando soportaremos esta carga y este tormento? El palacio imperial ha traído a los nómadas, pero no sabe cómo hacer para repelerlos. El portal permanece cerrado; los guardias, que antes solían entrar y salir marchando festivamente, ahora están siempre encerrados detrás de las rejas de las ventanas. La salvación de la patria sólo depende de nosotros, artesanos y comerciantes; pero no estamos preparados para semejante empresa; tampoco nos hemos jactado nunca de ser capaces de cumplirla. Hay cierta confusión, y esa confusión será nuestra ruina.

El árbol del orgulloG.K. Chesterton

Si bajan a la Costa de Berbería, donde se estrecha la última cuña de los bosques entre el desierto y el gran mar sin mareas, oirán una extraña leyenda sobre un santo de los siglos oscuros. Ahí, en el límite crepuscular del continente oscuro, perduran los siglos oscuros. Sólo una vez he visitado esa costa; y aunque está enfrente de la tranquila ciudad italiana donde he vivido muchos años, la insensatez y la trasmigración de la leyenda casi no me asombraron,

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ante la selva en que retumbaban los leones y el oscuro desierto rojo. Dicen que el ermitaño Securis, viviendo entre árboles, llegó a quererlos como a amigos; pues, aunque eran grandes gigantes de muchos brazos, eran los seres más inocentes y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los brazos a las aves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para que anduvieran como las otras criaturas. Los árboles caminaron con las plegarias de Securis, como antes con el canto de Orfeo. Los hombres del desierto se espantaban viendo a lo lejos el paseo del monje y de su arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los árboles tenían esa libertad bajo una estricta disciplina; debían regresar cuando sonara la campana del ermitaño y no imitar de los animales sino el movimiento, no la voracidad ni la destrucción. Pero uno de los árboles oyó una voz que no era la del monje; en la verde penumbra calurosa de una tarde, algo se había posado y le hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que otra vez, en otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó por apagar el susurro de las hojas, y el árbol sintió un vasto deseo de apresar a los pájaros inocentes y de hacerlos pedazos. Al fin, el tentador lo cubrió con los pájaros del orgullo, con la pompa estelar de los pavos reales. El espíritu de la bestia venció al espíritu del árbol, y éste desgarró y consumió a los pájaros azules, y regresó después a la tranquila tribu de los árboles. Pero dicen que cuando vino la primavera todos los árboles dieron hojas, salvo este que dio plumas que eran estrelladas y azules. Y por esa monstruosa asimilación, el pecado se reveló.

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Caperucita roja, políticamente correcta

James Finn Garner

Érase una vez una persona de corta edad llamada Caperucita Roja que vivía con su madre en la linde de un bosque. Un día, su madre le pidió que llevase una cesta con fruta fresca y agua mineral a casa de su abuela, pero no porque lo considerara una labor propia de mujeres, atención, sino porque ello representa un acto generoso que contribuía a cohesionar los lazos comunitarios. Además, su abuela no estaba enferma; antes bien, gozaba de completa salud física y mental y era perfectamente capaz de cuidar de sí misma como persona adulta y madura que era.

Así, Caperucita Roja cogió su cesta y emprendió el camino a través del bosque. Muchas personas creían que el bosque era un lugar siniestro y peligroso, por lo que jamás se aventuraban en él. Caperucita Roja, por el contrario, poseía la suficiente confianza en su incipiente sexualidad como para evitar verse intimidada por una

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imaginería tan obviamente freudiana.

De camino a casa de su abuela, Caperucita Roja se vio abordada por un lobo que le preguntó qué llevaba en la cesta.

- Un saludable tentempié para mi abuela quien, sin duda alguna, es perfectamente capaz de cuidar de sí misma como persona adulta y madura que es -respondió.

- No sé si sabes, querida -dijo el lobo-, que es peligroso para una niña pequeña correr sola por estos bosques.

A lo que respondió Caperucita:

- Encuentro esa observación sexista y en extremo insultante, pero haré caso omiso de ella debido a tu tradicional condición de proscrito social y a la perspectiva existencial -en tu caso propia y globalmente válida- que la angustia que tal condición te produce, te ha llevado a desarrollar. Y ahora, si me perdonas, debo continuar mi camino.

Caperucita Roja enfiló nuevamente el sendero. Pero el lobo, liberado por su condición de segregado social de esa esclava dependencia del pensamiento lineal tan propia de Occidente, conocía una ruta más rápida para llegar a casa de la abuela. Tras irrumpir bruscamente en ella, devoró a la anciana, adoptando con ello una línea de conducta completamente válida para cualquier carnívoro. A continuación, inmune a las rígidas nociones tradicionales de lo masculino y lo femenino, se puso el camisón de la abuela y se acurrucó en el lecho.

Caperucita Roja entró en la cabaña y dijo:

- Abuela, te he traído algunas chucherías bajas en calorías y en sodio en reconocimiento a tu papel de sabia y generosa matriarca.

- Acércate más, criatura, para que pueda verte -dijo suavemente el lobo desde el lecho.

- ¡Oh! -repuso Caperucita-. Había olvidado que visualmente eres tan limitada como un topo. Pero, abuela, ¡qué ojos tan grandes tienes!

- Han visto mucho y han perdonado mucho, querida.

- Y, abuela, ¡qué nariz tan grande tienes!... relativamente hablando, claro está, y a su modo, indudablemente atractiva.

- Ha olido mucho y ha perdonado mucho, querida.

- Y... ¡abuela, qué dientes tan grandes tienes!

A lo que respondió el lobo:

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- ¡Soy feliz de ser quien soy y lo que soy! Y, saltando de la cama, aferró a Caperucita Roja con sus garras, dispuesto a devorarla.

Caperucita gritó, no ofuscada como resultado de la aparente tendencia del lobo hacia el travestismo, sino a causa de la deliberada invasión que este había realizado del espacio personal de una joven plenamente autoconsciente no solo de su despertar sexual sino también de los derechos que la asistían como menor de edad, mujer y campesina.

Sus gritos llegaron a oídos de un operario de la industria maderera (o “técnico en combustibles vegetales”, como él mismo prefería considerarse) que pasaba por allí. Al entrar en la cabaña, advirtió el revuelo y trató de intervenir, pero apenas había alzado su hacha cuando tanto el lobo como Caperucita Roja se detuvieron simultáneamente.

- ¿Puede saberse con exactitud qué va a hacer usted? -inquirió Caperucita.

El operario maderero parpadeó e intentó responder, pero las palabras no acudían a sus labios.

- ¿Se cree acaso que puede irrumpir aquí como un Neandertalense cualquiera y delegar su capacidad de reflexión en el arma que lleva consigo? -prosiguió Caperucita-. ¡Sexista! ¡Racista! ¿Cómo se atreve a dar por hecho que las mujeres y los lobos no son capaces de resolver sus propias diferencias sin la ayuda de un hombre?

Al oír el apasionado discurso de Caperucita, la abuela saltó de la panza del lobo, arrebató el hacha al operario maderero y le cortó la cabeza. Concluida la odisea, Caperucita, la abuela y el lobo creyeron experimentar cierta afinidad en sus objetivos, decidieron instaurar una forma alternativa de comunidad basada en la cooperación y el respeto mutuos y, juntos, vivieron felices en los bosques para siempre.

El surJorge Luis Borges

El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese

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antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.

Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.

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A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.

Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.

En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.

A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.

A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.

El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.

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Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.

Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).

El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.

Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.

El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.

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En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.

Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.

Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:

-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.

Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.

El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.

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Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.

-Vamos saliendo- dijo el otro.

Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.

Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.

4ºEDía domingo

Mario Vargas llosaContuvo un instante la respiración, clavó las uñas en la palma de sus manos y dijo my rápido: "Estoy enamorado de ti". Vio que ella enrojecía bruscamente, como si alguien hubiera golpeado sus mejillas, que eran de una palidez resplandeciente y muy suaves. Aterrado, sintió que la confusión ascendía por él y petrificaba su lengua. Deseó salir corriendo, acabar: en la taciturna mañana de invierno había surgido ese desaliento íntimo que lo abatía siempre en los momentos decisivos. Unos minutos antes, entre la multitud animada y sonriente que circulaba por el Parque Central de Miraflores, Miguel se repetía aún: "Ahora. Al llegar a la Avenida Pardo, me atreveré. ¡Ah, Rubén, si supieras como te odio!". Y antes todavía, en la iglesia, mientras buscaba a Flora con los ojos, la divisaba al pie de una columna y, abriéndose paso con los codos sin pedir permiso a las señoras que empujaba, conseguía acercársele y saludarla en voz baja, volvía a decidirme, tercamente, como esa madrugada, tendido en su lecho, vigilando la aparición de la luz: " No hay más remedio. Tengo que hacerlo hoy día. En la mañana. Ya me las pagarás, Rubén".

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Y la noche anterior había llorado, por primera vez en muchos años, al saber que se preparaba esa innoble emboscada. La gente seguía en el Parque y la Avenida Pardo desierta; caminaban por la alameda, bajo los ficus de cabelleras altas y tupidas. "Tengo que apurarme, pensaba Miguel, si no me friego". Miró de soslayo alrededor: no había nadie, podía intentarlo. Lentamente fue estirando su mano izquierda hasta tocar la de ella: el contacto le reveló que transpiraba. Imploró que ocurriera un milagro, que cesara aquella humillación. "Qué le digo, pensaba, qué le digo". Ella acababa de retirar su mano y él se sentía desamparado y ridículo. Todas las frases radiantes, preparadas febrilmente la víspera, se habían disuelto como globos de espuma.

-Flora -balbuceó-, he esperado mucho tiempo este momento. Desde que te conozco sólo pienso en ti. Estoy enamorado por primera vez, créeme, nunca había conocido una muchacha como tú.

Otra vez una compacta mancha blanca en su cerebro, el vacío. Ya no podía aumentar la presión: la piel cedía como jebe y las uñas alcanzaban el hueso. Sin embargo, siguió hablando, dificultosamente, con grandes intervalos, venciendo el bochornoso tartamudeo, tratando de describir una pasión irreflexiva y total, hasta descubrir, con alivio, que llegaban al primer óvalo de la Avenida Pardo, y entonces calló. Entre el segundo y tercer ficus, pasando el óvalo, vivía Flora. Se detuvieron, se miraron: Flora estaba aún encendida y la turbación había colmado sus ojos de un brillo húmedo. Desolado, Miguel se dijo que nunca le había parecido tan hermosa: una cinta azul recogía sus cabellos y él podía ver el nacimiento de su cuello, y sus orejas, dos signos de interrogación, pequeñitos y perfectos.

-Mira Miguel -dijo Flora; su voz era suave, llena de música, segura-. No puedo contestarte ahora. Pero mi mamá no quiere que ande con chicos hasta que termine el colegio.

-Todas las mamás dicen lo mismo, Flora -insistió Miguel- ¿Cómo iba a saber ella? Nos veremos cuando tú digas, aunque sea sólo los domingos.

-Ya te contestaré, primero tengo que pensarlo -dijo Flora, bajando los ojos. Y después de unos segundos, añadió: -Perdona, pero ahora tengo que irme, se hace tarde.

Miguel sintió una profunda lasitud, algo que se expandía por todo su cuerpo y lo ablandaba.

-¿No estás enojada conmigo, Flora, no? -diijo humildemente.

-No seas sonso -replicó ella, con vivacidad-. No estoy enojada.

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-Esperaré todo lo que quieras -dijo Miguel- Pero nos seguiremos viendo, ¿no? ¿Iremos al cine esta tarde, no?

-Esta tarde no puedo -dijo ella, dulcemente-. Me ha invitado a su casa Martha.

Una correntada cálida y violenta, lo invadió y se sintió herido, atontado, ante esa respuesta que esperaba y ahora parecía una crueldad. Era cierto lo que el Melanés había murmurado, torvamente, a su oído, el sábado en la tarde. Martha los dejaría solos, era la táctica habitual. Después, Rubén relataría a los pajarracos cómo él y su hermana habían planeado las circunstancias, el sitio y la hora. Martha habría reclamado, en pago de servicios, el derecho a espiar detrás de la cortina. La cólera empapó sus manos de golpe.

-No seas así, Flora. Vamos a la matinée como quedamos. No te hablaré de esto. Te prometo.

-No puedo, de veras -dijo Flora-. Tengo que ir donde Martha. Vino ayer a mi casa para invitarme. Pero después iré con ella al Parque Salazar.

Ni siquiera en esas últimas palabras una esperanza. Un rato después contemplaba el lugar donde había desaparecido la frágil figurita celeste, bajo el arco majestuoso de los ficus de la avenida. Era simple competir con un simple adversario, pero no con Rubén. Recordó los nombres de las muchachas invitadas por Martha, una tarde de domingo. Ya no podía hacer nada, estaba derrotado.

Una vez más surgió entonces esa imagen que lo salvaba siempre que sufría una frustración: desde un lejano fondo de nubes infladas de humo negro se aproximaba él, al frente de una compañía de cadetes de la Escuela Naval, a una tribuna levantada en el Parque; personajes vestidos de etiqueta, el sombrero de copa en la mano y señoras de joyas relampagueantes lo aplaudían. Aglomerada en las veredas, una multitud en la que sobresalían los rostros de sus amigos y enemigos, lo observaba maravillada murmurando su nombre. Vestido de paño azul, una amplia capa flotando a sus espaldas, Miguel desfilaba delante, mirando al horizonte. Levantada la espada, su cabeza describía media esfera en el aire: allí, en el corazón de la tribuna estaba Flora, sonriendo. En una esquina, haraposo, avergonzado, descubría a Rubén: se limitaba a echarle una brevísima ojeada despectiva. Seguía marchando, desaparecía entre vítores.

Como el vaho de un espejo que se frota, la imagen desapareció. Estaba en la puerta de su casa, odiaba a todo el mundo, se odiaba. Entró y subió directamente a su cuarto. Se echó de bruces en la cama: y luego Rubén, con su mandíbula insolente, y su sonrisa hostil: estaban uno al lado del otro, se acercaban, los ojos de Rubén se

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torcían para mirarlo burlonamente, mientras su boca avanzaba hacia Flora.

Saltó de la cama. El espejo del armario le mostró un rostro ojeroso, lívido. "No la verá; decidió. No me hará esto, no permitiré que me haga esa perrada".

La Avenida pardo continuaba solitaria. Acelerando el paso sin cesar, caminó hasta el cruce de la Avenida Grau; allí vaciló. Sintió frío: había olvidado el saco en su cuarto y la sola camisa no bastaba para protegerlo del viento que venía del mar y se enredaba en el denso ramaje de los ficus con un suave murmullo. La temida imagen de Flora y Rubén juntos, le dio valor, y siguió andando. Desde la puerta del bar vecino al cine Montecarlo, los vio en la mesa de costumbre, dueños del ángulo que formaban las paredes del fondo y de la izquierda. Francisco, el Melanés, Tobías, el Escolar lo descubrían y, después de un instante de sorpresa, se volvían hacia Rubén, los rostros maliciosos, excitados. Recuperó el aplomo de inmediato: frente a los hombres sí sabía comportarse.

-Hola -les dijo acercándose-. ¿Qué hay deee nuevo?

-Siéntate -le alcanzó una silla el Escolar-. ¿Qué milagro te ha traído por aquí?

-Hace siglos que no venías -dijo Francisco.

-Me provocó verlos -dijo Miguel, cordialmennte-. Ya sabía que estaba aquí. ¿De qué se asombran? ¿O ya no soy un pajarraco?

Tomó asiento entre el Melanés y Tobías. Rubén estaba al frente.

-¡Cuncho! -gritó el Escolar-. Trae un vaso. Que no esté muy mugriento.

Cuncho trajo el vaso y el Escolar lo llenó de cerveza. Miguel dijo "por los pajarracos" y bebió.

-Por poco te tomas el vaso también -dijo Frrancisco-. ¡Qué ímpetus!-Apuesto a que fuiste a misa de una -dijo el Melanés, un párpado plegado por la satisfacción, como siempre que iniciaba algún enredo- ¿O no?

-Fui -dijo Miguel imperturbable-. Pero sólo para ver a una hembrita, nada más.

Miró a Rubén con ojos desafiantes, pero él no se dio por aludido; jugueteaba con los dedos sobre la mesa y, bajito, la punta de la lengua entre los dientes, silbaba La niña Popof, de Pérez Prado.

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-¡Buena! -aplaudió el Melanés-. Buena, don Juan. Cuéntanos, ¿a qué hembrita?

-Eso es un secreto.

-Entre pajarracos no hay secretos -recordó Tobías-. ¿Ya te has olvidado? Anda, ¿quién era?

Qué importa -dijo Miguel.

-Muchísimo -dijo Tobías. Tengo que saber con quién andas para saber quién eres.

-Toma mientras -dijo el Melanés a Miguel-... Una a cero.

-¿A que adivino quién es? -dijo Francisco- ¿Ustedes no?

-Yo ya sé -dijo Tobías.

-Y yo -dijo el Melanés. Se volvió a Rubén con ojos y voz muy inocentes- Y tú, cuñado, ¿adivinas quién es?-No -dijo Rubén, con frialdad-. Y tampoco me importa.

-Tengo llamitas en el estómago -dijo el Esccolar-. ¿Nadie va a pedir una cerveza?

El Melanés se pasó un patético por la garganta:

-Y have not money, darling -dijo.

-Pago una botella -anunció Tobías, con ademán solemne-. A ver quién me sigue, hay que apagarle las llamitas a este baboso.

-Cuncho, bájate media docena de Cristal -dijo Miguel.

Hubo gritos de júbilo, exclamaciones.

-Eres un verdadero pajarraco -afirmó Francisco.

-Sucio, pulguiento -agregó el Melanés-, sí señor, un pajarraco de la pitri-mitri.

Cuncho trajo las cervezas. Bebieron. Escucharon al Melanés referir historias sexuales, crudas, extravagantes y afiebradas y se entabló entre Tobías y Francisco una recia polémica sobre fútbol. El Escolar contó una anécdota. Venía de Lima a Miraflores en un colectivo; los demás pasajeros bajaron en la Avenida Arequipa. A la altura de Javier Prado subió el cachalote Tomasso, ese albino de dos metros que sigue en primaria, vive por la Quebrada, ¿ya captan?; simulando gran

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interés por el automóvil comenzó a hacer preguntas al chofer, inclinado hacia el asiento de adelante, mientras rasgaba con una navaja, suavemente, el tapiz del espaldar.

-Lo hacía porque yo estaba ahí afirmó el Escolar-. Quería lucirse.

-Es un retrasado mental -dijo Francisco-. Esas cosas se hacen a los diez años. A su edad no tiene gracia.

-Tiene gracia lo que pasó después -rió el Escolar-. Oiga chofer, ¿no ve que este cachalote está destrozando su carro?

-¿Qué? -dijo el chofer, frenando en seco. Las orejas encarnadas, los ojos espantados, el cachalote Tomasso forcejeaba con la puerta.

-Con su navaja -dijo el Escolar-. Fíjese como le ha dejado el asiento.

El cachalote logró salir por fin. Echó a correr por la Avenida Arequipa; el chofer iba tras él, gritando: "Agarren a ese desgraciado".

-¿Lo agarró? -preguntó el Melanés.

-No sé. Yo desaparecí. Y me robé la llave del motor, de recuerdo. Aquí la tengo.

Sacó de su bolsillo una pequeña llave plateada y la arrojó sobre la mesa. Las botellas estaban vacías. Rubén miró su reloj y se puso de pie.

-Me voy -dijo-. Ya nos vemos.

-No te vayas -dijo Miguel-. Estoy rico, hoy día. Los invito a almorzar a todos.

Un remolino de palmadas cayó sobre él, los pajarracos le agradecieron con estruendo, lo alabaron.

-No puedo -dijo Rubén-. Tengo que hacer.

-Anda vete no más, buen mozo -dijo Tobías- y salúdame a Marthita.

-Pensaremos mucho en tí, cuñado -dijo el Meelanés.

-No -exclamó Miguel. Invito a todos o a ninguno. Si se va Rubén, nada.

-Ya has oído, pajarraco Rubén -dijo Francissco-, tienes que quedarte.

-Tienes que quedarte -dijo el Melanés-, no hay tutías.

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-Me voy -dijo Rubén.

-Lo que pasa es que está borracho -dijo Miguel-. Te vas porque tienes miedo de quedar en ridículo delante de nosotros, eso es lo que pasa.

-¿Cuántas veces te he llevado a tu casa boqueando? -dijo Rubén- ¿Cuántas te he ayudado a subir la reja para que no te pesque tu papá? Resisto diez veces más que tú.

-Resistías -dijo Miguel-. Ahora está difícil. ¿Quieres ver?

-Con mucho gusto -dijo Rubén- ¿Nos vemos a la noche, aquí mismo?

-No. En este momento -Miguel se volvió hacia los demás, abriendo los brazos: -Pajarracos, estoy haciendo un desafío.

Dichoso, comprobó que la antigua fórmula conservaba intacto su poder. En medio de la ruidosa alegría que había provocado, vio a Rubén, sentarse, pálido.

-¡Cuncho! -gritó Tobías-. El menú. Y dos piscinas de cerveza. Un pajarraco acaba de lanzar un desafío.

Pidieron bistecs a la chorrillana y una docena de cerveza. Tobías dispuso tres botellas para cada uno de los competidores y las demás para el resto. Comieron hablando apenas. Miguel bebía después de cada bocado y procuraba mostrar animación, pero el temor de no resistir lo suficiente crecía a medida que la cerveza depositaba en su garganta un sabor ácido. Cuando alcanzaron las seis botellas, hacía rato que Cuncho había retirado los platos.

-Ordena tú -dijo Miguel a Rubén.

-Otras tres por cabeza.

Después del primer vaso de la nueva tanda, Miguel sintió que los oídos le zumbaban; su cabeza era una lentísima ruleta, todo se movía.

-Me hago pis -dijo-. Voy al baño.

Los pajarracos rieron.

-¿Te rindes? -preguntó Rubén.

-Voy a hacer pis -gritó Miguel-. Si quierees que traigan más.

En el baño, vomitó. Luego se lavó la cara, detenidamente, procurando borrar toda señal reveladora. Su reloj marcaba las cuatro y media. Pese al denso malestar, se sintió feliz. Rubén ya no podía hacer nada.

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Regresó donde ellos.

-Salud -dijo Rubén, levantando el vaso.

"Está furioso, pensó Miguel. Pero ya lo fregué".

-Huele a cadáver -dijo el Melanés-. Alguien se nos muere por aquí.

-Estoy nuevecito -aseguró Miguel, tratando de dominar el asco y el mareo.

-Salud -repetía Rubén.

Cuando hubieron terminado la última cerveza, su estómago parecía de plomo, las voces de los otros llegaban a sus oídos como una confusa mezcla de ruidos. Una mano apareció de pronto bajo sus ojos, era blanca y de largos dedos, lo cogía del mentón, lo obligaba a alzar la cabeza: la cara de Rubén había crecido. Estaba chistoso, tan despeinado y colérico.

-¿Te rindes, mocoso?

Miguel se incorporó de golpe y empujó a Rubén, pero antes que el simulacro prosperara, intervino el Escolar.

-Los pajarracos no pelean nunca -dijo obligándolos a sentarse-. Los dos están borrachos. Se acabó. Votación.

El Melanés, Francisco y Tobías accedieron a otorgar el empate, de mala gana.

-Yo ya había ganado -dijo Rubén-. Este no puede ni hablar. Mírenlo.

Efectivamente, los ojos de Miguel estaban vidriosos, tenía la boca abierta y de su lengua chorreaba un hilo de saliva.-Cállate -dijo el Escolar-. Tú no eres un campeón, que digamos, tomando cerveza.

-No eres un campeón tomando cerveza -subrayó el Melanés-. Sólo eres un campeón de natación, el trome de las piscinas.

-Mejor tú no hables -dijo Rubén-; ¿no ves que la envidia te corroe?

-Viva la Esther Williams de Miraflores -dijjo el Melanés.

-Tremendo vejete y ni siquiera sabes nadar -dijo Rubén-. ¿No quieres que te de unas clases?

-Ya sabemos, maravilla -dijo el Escolar-. Has ganado un campeonato

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de natación. Y todas las chicas se mueren por ti. Eres un campeoncito.

-Este no es campeón de nada -dijo Miguel con dificultad. Es pura pose.

-Te estás muriendo -dijo Rubén-. ¿Te llevo a tu casa, niñita?

-No estoy borracho -aseguró Miguel-. Y tú eres pura pose.

-Estás picado porque le voy a caer a Flora -dijo Rubén-. Te mueres de celos. ¿Crees que no capto las cosas?

-Pura pose -dijo Miguel-. Ganaste porque tu padre es Presidente de la Federación, todo el mundo sabe que hizo trampa, sólo por eso ganaste.

-Por lo menos nado mejor que tú -dijo Rubén-, que ni siquiera sabes correr olas.

-Tú no nadas mejor que nadie -dijo Miguel-. Cualquiera te deja botado.

-Cualquiera -dijo el Melanés-. Hasta Miguel que es una madre.

-Permítanme que me sonría -dijo Rubén.

-Te permitimos -dijo Tobías-. No faltaba más.

-Se me sobran porque estamos en invierno -dijo Rubén-. Si no, los desafiaba a ir a la playa, a ver si en el agua también son tan sobrados.

-Ganaste el campeonato por tu padre -dijo Miguel-. Eres pura pose. Cuando quieras nadar conmigo, me avisas no más, con toda confianza. En la playa, en el Terrazas, donde quieras.

-En la playa -dijo Rubén-. Ahora mismo. -Eres pura pose -dijo Miguel.

El rostro de Rubén se iluminó de pronto y sus ojos, además de rencorosos, se volvieron arrogantes.

-Te apuesto a ver quién llega primero a la reventazón -dijo.

-Pura pose -dijo Miguel.

-Si ganas -dijo Rubén, te prometo que no le caigo a Flora. Y si yo gano, tú te vas con la música a otra parte.

-¿Qué te has creido? -balbuceó Miguel-. Maldita sea, ¿qué es lo que te has creido?

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-Pajarracos -dijo Rubén, abriendo los brazos-, estoy haciendo un desafío.

-Miguel no está en forma ahora -dijo el Escolar-. ¿Por qué no se juegan a Flora a cara o sello?

-Y tú por qué te metes -dijo Miguel-. Acepto. Vamos a la playa.

-Están locos -dijo Francisco-. Yo no bajo a la playa con este frío. Hagan otra apuesta.

-He aceptado -dijo Rubén-. Vamos.-Cuando un pajarraco hace un desafío, todos se meten la lengua al bolsillo -dijo Melanés-. Vamos a la playa. Y si no se atreven a entrar al agua, los tiramos nosotros.

-Los dos están borrachos -insistió el Escolar-. El desafío no vale.

-Cállate, Escolar -rugió Miguel-. Ya estoy grande, no necesito que me cuides.

-Bueno -dijo el Escolar, encogiendo los hombros-. Friégate, no más.

Salieron. Afuera los esperaba una atmósfera quieta, gris. Miguel respiró hondo; se sintió mejor. Caminaban adelante Francisco, el Melanés y Rubén. Atrás, Miguel y el Escolar. En la Avenida Grau había transeúntes; la mayoría sirvientas de trajes chillones, en su día de salida. Hombres cenicientos, de gruesos cabellos lacios, merodeaban a su alrededor y las miraban con codicia; ellas reían mostrando sus dientes de oro. Los pajarracos no les prestaban atención. Avanzaban a grandes trancos y la excitación los iba ganando, poco a poco.

-¿Ya te pasó? -dijo el Escolar.

-Sí -respondió Miguel-. El aire me ha hechho bien.

En la esquina de la Avenida Pardo, doblaron. Marchaban desplegados como una escuadra, en una misma línea, bajo los ficus de la alameda, sobre las losetas hinchadas a trechos por las enormes raíces de los árboles que irrumpían a veces en la superficie como garfios. Al bajar por la Diagonal, cruzaron a dos muchachas. Rubén se inclinó, ceremonioso.

-Hola, Rubén -cantaron ellas, a dúo.

Tobías las imitó, aflautando la voz:

-Hola, Rubén, príncipe.

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La Avenida Diagonal desemboca en una pequeña quebrada que se bifurca: por un lado, serpentea el Malecón, asfaltado y lustroso; por el otro, hay una pendiente que contornea el cerro y llega hasta el mar. Se llama "la bajada a los baños", su empedrado es parejo y brilla por el repaso de las llantas de los automóviles y los pies de los bañistas de muchísimos veranos.

-Entremos en calor, campeones -gritó el Mellanés, echándose a correr. Los demás lo imitaron.

Corrían contra el viento y la delgada bruma que subía desde la playa, sumidos en un emocionante torbellino; por sus oídos su boca y sus narices penetraba el aire a sus pulmones y una sensación de alivio y desintoxicación se expandía por su cuerpo a medida que el declive se acentuaba y en un momento sus pies no obedecían ya sino a una fuerza misteriosa que provenía de lo más profundo de la tierra. Los brazos como hélices, en sus lenguas un aliento salado, los pajarracos descendieron la bajada a toda carrera, hasta la plataforma circular, suspendida sobre el edificio de las casetas.

El mar se desvanecía a unos cincuenta metros de la orilla, en una espesa nube que parecía próxima a arremeter contra los acantilados, altas moles oscuras plantadas a lo largo de toda la bahía.

-Regresemos -dijo Francisco-. Tengo frío...

Al borde de la plataforma hay un cerco manchado a pedazos por el musgo. Una abertura señala el comienzo de la escalerilla, casi vertical, que baja hasta la playa. Los pajarracos contemplaban desde allí, a sus pies, una breve cinta de agua libre, y la superficie inusitada, gaseosa, donde la neblina se confundía con la espuma de las olas.

-Me voy si éste se rinde -dijo Rubén.

-¿Quién habla de rendirse? -repuso Miguel-. ¿Pero qué te has creído?

Rubén bajó la escalerilla de tres en tres escalones, a la vez que desabotonaba la camisa.

-¡Rubén! -gritó el Escolar- ¿Estás loco? ¡¡Regresa!

Pero Miguel y los otros también bajaban y el Escolar los siguió.

En el verano, desde la baranda del largo y angosto edificio recostado contra el cerro, donde se hallan los cuartos de los bañistas, hasta el límite curvo del mar, había un declive de piedras plomizas donde la gente se asoleaba. La pequeña playa hervía de animación desde la mañana hasta el crepúsculo. Ahora el agua ocupaba el declive y no había sombrillas de colores vivísimos, ni muchachas elásticas de cuerpos tostados, no resonaban los gritos melodramáticos de los

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niños y de las mujeres cuando una ola conseguía salpicarlos, antes de regresar arrastrando rumorosas piedras y guijarros, no se veía ni un hilo de playa pues la corriente inundaba hasta el espacio limitado por las sombrías columnas que mantienen el edificio en vilo y, en el momento de la resaca, apenas se descubrían los escalones de madera y los soportes de cemento, decorados por estalactitas y algas.

-La reventazón no se ve -dijo Rubén-. ¿Cómo hacemos?Estaban en la galería de la izquierda, en el sector correspondiente a las mujeres; tenían los rostros serios.

-Esperen hasta mañana -dijo el Escolar-. Al medio día estará despejado. Así podremos controlarlos.

-Ya que hemos venido hasta aquí, que sea ahora -dijo el Melanés-. Pueden controlarse ellos mismos.

-Me parece bien -dijo Rubén-. ¿Y a tí?

-También -dijo Miguel.

Cuando estuvieron desnudos, Tobías bromeó acerca de las venas azules que escalaban el vientre liso de Miguel. Descendieron. La madera de los escalones, lamida incesantemente por el agua desde hacía meses, estaba resbaladiza y muy suave. Prendido al pasamanos de hierro para no caer, Miguel sintió un estremecimiento que subía desde la planta de sus pies al cerebro. Pensó que, en cierta forma, la neblina y el frío lo favorecían: el éxito ya no dependía de la destreza, sino sobre todo de la resistencia, y la piel de Rubén estaba también cárdena, replegada en millones de capas pequeñísimas. Un escalón más abajo, el cuerpo armonioso de Rubén se inclinó: tenso, aguardaba el final de la resaca y la llegada de la próxima ola, que venía sin bulla, airosamente, despidiendo por delante una bandada de trocitos de espuma. Cuando la cresta de la ola estuvo a dos metros de la escalera, Rubén se arrojó; los brazos como lanzas, los cabellos alborotados por la fuerza del impulso, su cuerpo cortó el aire rectamente y cayó sin doblarse, sin bajar la cabeza ni plegar las piernas, rebotó en la espuma, se hundió apenas y, de inmediato, aprovechando la marea, se deslizó hacia adentro; sus brazos aparecían y se hundían entre un burbujeo frenético y sus pies iban trazando una estela cuidadosa y muy veloz. A su vez, Miguel bajó otro escalón y esperó la próxima ola. Sabía que el fondo era allí escaso, que debía arrojarse como una tabla, duro y rígido, sin mover un músculo, o chocaría contra las piedras. Cerró los ojos y saltó y no encontró el fondo, pero su cuerpo fue azotado desde la frente hasta las rodillas, y surgió un vivísimo escozor mientras braceaba con todas sus fuerzas para devolver a sus miembros el calor que el agua les había arrebatado de golpe. Estaba en esa extraña sección del mar de Miraflores vecina a la orilla, donde se encuentran la resaca y las olas,

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y hay remolinos y corrientes encontradas, y el último verano distaba tanto que Miguel había olvidado cómo franquearla sin esfuerzo. No recordaba que es preciso aflojar el cuerpo y abandonarse, dejarse llevar sumisamente a la deriva, bracear sólo cuando se salva una ola y se está sobre la cresta, en esa plancha líquida que escolta a la espuma y flota encima de las corrientes. No recordaba que conviene soportar con paciencia y cierta malicia ese primer contacto con el mar exasperado de la orilla que tironea los miembros y avienta chorros a la boca y los ojos, no ofrecer resistencia, ser un corcho, limitarse a tomar aire cada vez que una ola se avecina, sumergirse -apenas, si reventó lejos y viene sin ímpetu, o hasta el mismo fondo, si el estallido es cercano-, aferrarse a alguna piedra y esperar atento el estruendo sordo de su paso, para emerger de un solo impulso y continuar avanzando, disimuladamente, con las manos, hasta encontrar un nuevo obstáculo y entonces ablandarse, no combatir contra los remolinos, girar voluntariamente en la espiral lentísima y escapar de pronto, en el momento oportuno, de un solo manotazo. Luego, surge de improviso una superficie calma, conmovida tumbos inofensivos; el agua es clara, llana y en algunos puntos se divisan las opacas piedras submarinas.

Después de atravesar la zona encrespada, Miguel se detuvo, exhausto, y tomó aire. Vio a Rubén a poca distancia, mirándolo. El pelo le caía sobre la frente en cerquillo; tenía los dientes apretados.

-¿Vamos?

-Vamos.

A los pocos minutos de estar nadando, Miguel sintió que el frío, momentáneamente desaparecido, lo invadía de nuevo, y apuró el pataleo porque era en las piernas, en las pantorrillas sobre todo, donde el agua actuaba con mayor eficacia, insensibilizándolas primero, luego endureciéndolas. Nadaba con la cara sumergida y, cada vez que el brazo derecho se hallaba afuera, volvía la cabeza para arrojar el aire retenido y tomar otra provisión, con la que hundió una vez más la frente y la barbilla, apenas, para no frenar su propio avance y, al contrario, hendir el agua como una proa y facilitar el desliz. A cada brazada veía con un ojo a Rubén, nadando sobre la superficie, suavemente, sin esfuerzo, sin levantar espuma ahora, con la delicadeza y la facilidad de una gaviota que planea.

Miguel trataba de olvidar a Rubén y al mar y a la reventazón (que debía estar lejos aún, pues el agua era limpia, sosegada y sólo atravesaban tumbos recién iniciados), quería recordar únicamente el rostro de Flora, el vello de sus brazos que los días de sol centelleaba como un diminuto bosque de hilos de oro, pero no podía evitar que, a la imagen de la muchacha, sucediera otra, brumosa, excluyente, atronadora, que caía sobre Flora y la ocultaba, la imagen de una montaña de agua embravecida, no precisamente la reventazón ( a la

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que había llegado una vez, hacía dos veranos, y cuyo oleaje era intenso, de espuma verbosa y negruzca, porque en ese lugar, más o menos, terminaban las piedras y empezaba el fango que las olas extraían a la superficie y entreveraban con los nidos de algas y malaguas, tiñendo el mar), sino, más bien, en un verdadero océano removido por cataclismos interiores, en el que se elevaban olas descomunales, que hubieran podido abrazar a un barco entero y lo hubieran revuelto con asombrosa rapidez, despidiendo por los aires a pasajeros, lanchas, mástiles, velas, boyas, marineros, ojos de buey y banderas.

Dejó de nadar, su cuerpo se hundió hasta quedar vertical, alzó la cabeza y vio a Rubén que se alejaba. Pensó en llamarlo con cualquier pretexto, decirle por ejemplo "por qué no descansamos un momento", pero no lo hizo. Todo el frío de su cuerpo parecía concentrarse en las pantorrillas, sentía los músculos agarrotados, la piel tirante, el corazón acelerado. Movió los pies febrilmente. Estaba en el centro de un círculo de agua oscura, amurallado por la neblina. Trató de distinguir la playa, cuando menos la sombra de los acantilados, pero esa gasa equívoca que se iba disolviendo a su paso, no era transparente. Sólo veía una superficie breve, verde negruzco y un manto de nubes, a ras del agua. Entonces, sintió miedo. Lo asaltó el recuerdo de la cerveza que había bebido, y pensó "fijo que eso me ha debilitado". Al instante preciso que sus brazos y piernas desaparecían. Decidió regresar, pero después de unas brazadas en dirección a la playa, dio media vuelta y nadó lo más ligero que pudo. "No llego a la orilla solo, se decía, mejor estar cerca de Rubén, si me agoto le diré me ganaste pero regresemos". Ahora nadaba sin estilo, la cabeza en alto, golpeando el agua con los brazos tiesos, la vista clavada en el cuerpo imperturbable que lo precedía.

La agitación y el esfuerzo desentumieron sus piernas, su cuerpo recobró algo de calor, la distancia que lo separaba de Rubén había disminuido y eso lo serenó. Poco después lo alcanzaba; estiró un brazo, cogió uno de sus pies. Instantáneamente el otro se detuvo. Rubén tenía muy enrojecidas las pupilas y la boca abierta.

-Creo que nos hemos torcido -dijo Miguel-... Me parece que estamos nadando de costado a la playa.

Sus dientes castañearon, pero su voz era segura. Rubén miró a todos lados. Miguel lo observaba, tenso.

-Ya no se ve la playa -dijo Rubén.

-Hace mucho rato que no se ve -dijo Miguel--. Hay mucha neblina.

-No nos hemos torcido -dijo Rubén-. Ya se ve la espuma.En efecto, hasta ellos llegaban unos tumbos condecorados por una

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orla de espuma que se disolvía y, repentinamente, rehacía. Se miraron, en silencio.

-Ya estamos cerca de la reventazón, entoncee -dijo, al fin, Miguel.

-Sí, hemos nadado rápido.

-Nunca había visto tanta neblina.

-¿Estás muy cansado? -preguntó Rubén.

-¿Yo? Estás loco. Sigamos.

Inmediatamente lamentó esa frase, pero ya era tarde, Rubén había dicho "bueno, sigamos".

Llegó a contar veinte brazadas antes de decirse que no podía más: casi no avanzaba, tenía la pierna derecha semi-inmovilizada por el frío, sentía los brazos torpes y pesados. Acezando gritó "¡Rubén!". Este seguía nadando. "¡Rubén, Rubén!". Giró y comenzó a nadar hacia la playa, a chapotear más bien, con desesperación, y de pronto rogaba a Dios que lo salvara, sería bueno en futuro, obedecería a sus padres, no faltaría a la misa del domingo y, entonces, recordó haber confesado a los pajarracos "voy a la iglesia sólo a ver una hembrita" y tuvo una certidumbre como una puñalada, Dios iba a castigarlo ahogándolo en esas aguas turbias que golpeaba frenético, aguas bajo las cuales lo aguardaba una muerte atroz y, después, quizá, el infierno. En su angustia surgió entonces como un eco, cierta frase pronunciada alguna vez por el padre Alberto en la clase de religión, sobre la bondad divina que no conoce límites, y mientras azotaba el mar con los brazos -sus piernas colgaban como plomadas transversales-, moviendo los labios rogó a Dios que fuera bueno con él, que era tan joven, y juró que iría al seminario si se salvaba, pero un segundo después rectificó, asustado, y prometió que en vez de hacerse sacerdote haría sacrificios y otras cosas, daría limosnas y ahí descubrió que la vacilación y el regateo en ese instante crítico podían ser fatales y entonces sintió los gritos enloquecidos de Rubén, muy próximos, y volvió la cabeza y lo vio, a unos diez metros, media cara hundida en el agua, agitando un brazo, implorando: "¡Miguel, hermanito, ven, me ahogo, no te vayas!"

Quedó perplejo, inmóvil, y fue de pronto como si lo desesperación de Rubén fulminara la suya, sintió que recobraba el coraje, la rigidez de sus piernas se atenuaba.

-Tengo calambre en el estómago -chillaba Ruubén-. No puedo más, Miguel. Sálvame, por lo que más quieras, no me dejes, hermanito.

Flotaba hacia Rubén y ya iba a acercársele cuando recordó, los náufragos sólo atinan a prenderse como tenazas de sus salvadores, y

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los hunden con ellos, y se alejó, pero los gritos lo aterraban y presintió que si Rubén se ahogaba él tampoco llegaría a la playa, y regresó. A dos metros de Rubén, algo blanco y encogido que se hundía y emergía, gritó: "no te muevas, Rubén, te voy a jalar pero no trates de agarrarme, si me agarras nos hundimos, Rubén, te vas a quedar quieto, hermanito, yo te voy a jalar de la cabeza, pero no me toques". Se detuvo a una distancia prudente, alargó una mano hasta alcanzar los cabellos de Rubén. Principió a nadar con el brazo libre, esforzándose todo lo posible para ayudarse con las piernas. El desliz era lento, muy penoso, acaparaba todos sus sentidos, apenas escuchaba a Rubén quejarse monótonamente, lanzar de pronto terribles alaridos, "me voy a morir, sálvame Miguel", o estremecerse por las arcadas. Estaba exhausto cuando se detuvo. Sostenía a Rubén con una mano, con la otra trazaba círculos en la superficie. Respiró hondo por la boca. Rubén tenía la cara contraída por el dolor, los labios plegados en una mueca insólita.

-Hermanito -susurró Miguel-, ya falta poco, haz un esfuerzo. Contesta, Rubén. Grita. No te quedes así.Lo abofeteó con fuerza y Rubén abrió los ojos; movió la cabeza débilmente.

-Grita, hermanito -repitió Miguel-. Trata de estirarte. Voy a sobarte el estómago. Ya falta poco, no te dejes vencer.Su mano buscó bajo el agua, encontró una bola dura que nacía en el ombligo de Rubén y ocupaba gran parte del vientre. La repasó, muchas veces, primero despacio, luego fuertemente, y Rubén gritó: "¡no quiero morirme, Miguel, sálvame!"

Comenzó a nadar de nuevo, arrastrando a Rubén esta vez de la barbilla. Cada vez que un tumbo los sorprendía, Rubén se atragantaba, Miguel le indicaba a gritos que escupiera. Y siguió nadando, sin detenerse un momento, cerrando los ojos a veces, animado porque en su corazón había brotado una especie de confianza, algo caliente y orgulloso, estimulante, que lo protegía contra el frío y la fatiga. Una piedra raspó uno de sus pies y él dio un grito y apuró. Un momento después podía pararse y pasaba los brazos en torno a Rubén. Teniéndolo apretado contra él, sintiendo su cabeza apoyada en uno de sus hombros, descansó largo rato. Luego ayudó a Rubén a extenderse de espaldas, y soportándolo en el antebrazo, lo obligó a estirar las rodillas: le hizo masajes en el vientre hasta que la dureza fue cediendo. Rubén ya no gritaba, hacía grandes esfuerzos por estirarse del todo y con sus dos manos se frotaba también.

-¿Estás mejor?

-Sí, hermanito, ya estoy bien. Salgamos. Una alegría inexpresable los colmaba mientras avanzaban sobre las piedras, inclinados hacia adelante para enfrentar la resaca, insensibles a los erizos. Al poco

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rato vieron las aristas de los acantilados, el edificio de los baños y, finalmente, ya cerca de la orilla, a los pajarracos, de pie en la galería de las mujeres, mirándolos.

-Oye -dijo Rubén.

-Sí.

-No les digas nada. Por favor, no les digas que he gritado. Hemos sido siempre muy amigos, Miguel. No me hagas eso.

-¿Crees que soy un desgraciado? -dijo Miguel-. No diré nada, no te preocupes.

Salieron tiritando. Se sentaron en la escalerilla, entre el alboroto de los pajarracos.

-Ya nos íbamos a dar el pésame a las familiias -decía Tobías.

-Hace más de una hora que están adentro -dijo el Escolar-. Cuenten ¿Cómo ha sido la cosa?

Hablando con calma, mientras se secaba el cuerpo con la camiseta, Rubén explicó:

-Nada. Llegamos a la reventazón y volvimos. Así somos los pajarracos. Miguel me ganó. Apenas, por una puesta de mano. Claro que si hubiera sido en una piscina, habría quedado en ridículo.

Sobre la espalda de Miguel, que se había vestido sin secarse, llovieron las palmadas de felicitación.

-Te estás haciendo un hombre -le decía el Melanés.

Miguel no respondió. Sonriendo, pensaba que esa misma noche iría al Parque Salazar; todo Miraflores sabría ya, por boca del Melanés, que había vencido esa prueba heroica y Flora lo estaría esperando con los ojos brillantes. Se abría, frente a él, un porvenir dorado.

El ElegidoJosé Joaquín López

Enfrente de mi casa vivía un hombre extraño. No hablaba con nadie, vivía solo y al parecer no tenía empleo. Siempre tuve curiosidad de saber qué era lo que hacía.

Un día de feriado dispuse conocerlo. Toqué a su puerta y salió a abrirme con gesto malhumorado. Dije que iba a visitarlo y le traía de regalo una botella de whisky. Me invitó a pasar. Su casa era algo normal, con amueblado sobrio y muy ordenada. Nunca vi entrar a

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nadie más que él, así que supongo que él mismo hacía la limpieza y cuidaba del hermoso jardín.

Nos sentamos a la mesa y empezamos a tomar del whisky que le había obsequiado. Su rostro cambió totalmente, y luego de un rato, charlábamos como amigos. En medio de la plática, me contó que él era El Elegido. Tenía una misión especial en la Tierra que no podía revelarme, pero que era muy importante para la historia. Eso explicaba su antisocial manera de vivir. Toda la charla fue de lo más normal, salvo esa cosa de que era El Elegido.

Después de esa ocasión, me hice amigo de él, y a pesar de la insistencia de mi mujer, no dejé de frecuentar su casa. Nunca más volvió a mencionar lo del Elegido, así que no se volvió a tocar el tema.

Durante años seguimos viéndonos y tomándonos los whiskys. Con el tiempo, hasta llegaba a la casa para la navidad y año nuevo. La familia lo aceptó bien.

Por eso fue que me dolió cuando un día entramos con la policía y descubrimos su cuerpo colgado de una de las vigas de su casa. Dejó una nota para mí, no tenía que poner mi nombre para saberlo.

La nota decía: “Amigo, he descubierto que no soy El Elegido”.

Chasco por NavidadLuisa Castro

Si reservas con tiempo coges vuelos baratos. Si no reservas con tiempo mejor te vas en coche. Si te vas en coche revísalo antes de viajar. Si no lo haces lleva al menos cadenas en el maletero. Si no llevas cadenas mejor no salgas de casa. Si no vas a salir de casa compra con tiempo. Si no compras con tiempo cierran los supermercados. Si no tienes comida prepárate para reservar. Si no reservas con tiempo no hay sitio en los restaurantes. Si no compras con tiempo te vas a quedar sin regalos. Si te quedas sin regalos mejor no salgas de casa. Si coges un vuelo barato a ver qué haces sin regalos. Si llevas cadenas y nieva, a ver si sabes ponerlas. ¿Y luego allí qué haces? En medio de la nieve, en la cima de la montaña y con el maletero lleno de regalos. Te vas andando al bar más cercano y está cerrado. El móvil sin batería, y tú sin cargador. ¿Dónde se compran cadenas? Envías un SMS: “una grúa, por favor”. Está una noche preciosa: “Feliz año nuevo”.

El congreso general del cepillado de dientesMarcos Winocur

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En el Congreso General del Cepillado de Dientes, reunido este año en Las Vegas, hubo posiciones encontradas. Un ala retomó con fuerza la tesitura tradicional: comer y cepillarse los dientes. Esto para algunos parecerá una verdad de Perogrullo. Sin embargo, hubo en el congreso quienes se manifestaron abiertamente en desacuerdo, sosteniendo la posición contraria: comer y no cepillarse los dientes. No es necesario –argumentaron– las otras especies de mamíferos no lo hacen ni van al dentista. ¿Por qué entonces el hombre...? En cuanto al mal aliento –agregaron–, no hay de qué preocuparse: si todos dejáramos de cepillarnos los dientes, el mal aliento pasaría desapercibido, como ocurre en algunos pueblos donde los ciudadanos se bañan una vez a la semana, y conviven como si nada. Seguidamente y a voz de cuello, estos subversivos, iracundos e iconoclastas lanzaron su consigna: ¡Abajo el cepillo de dientes, creación de los enemigos del pueblo para hacer ganancias a sus costillas!  Pidieron, en consecuencia y por obsoleto, la disolución inmediata y sin más trámite del Congreso General, moción que fue rechazada entre abucheos e insultos.

Así las cosas, mientras los ánimos se caldeaban, hubo otras iniciativas extremas: no comer y no cepillarse los dientes, o bien no comer y cepillarse los dientes. La diferencia entre ambas propuestas reside en lo siguiente: en una se muere con mejor aliento que en la otra. El Congreso General acabó en aquelarre general, quedando finalmente divididos los asistentes en dos grandes e irreconciliables tendencias: unos marcharon a las salas de juego, los otros a los shows. Para algo se hacía en Las Vegas ¿no?

2ºBEl vaso de leche

Manuel Rojas

Afirmado en la barandilla de estribor, el marinero parecía esperar a alguien. Tenía en la mano izquierda un envoltorio de papel blanco, manchado de grasa en varias partes. Con la otra mano atendía la pipa.

Entre unos vagones apareció un joven delgado; se detuvo un instante, miró hacia el mar y avanzó después, caminando por la orilla del muelle con las manos en los bolsillos, distraído o pensando.

Cuando pasó frente al barco, el marinero le gritó en inglés:

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-I say; look here! (¡Oiga, mire!)

El joven levantó la cabeza y, sin detenerse, contestó en el mismo idioma:

-Hallow! What? (¡Hola! ¡Qué?)

-Are you hungry? (¿Tiene hambre?)

Hubo un breve silencio, durante el cual el joven pareció reflexionar y hasta dio un paso más corto que los demás, como para detenerse; pero al fin dijo, mientras dirigía al marinero una sonrisa triste:

-No, I am not hungry! Thank you, sailor. (No, no tengo hombre. Muchas gracias, marinero.)

-Very well. (Muy bien.)

Sacose la pipa de la boca el marinero, escupió y colocándosela de nuevo entre los labios, miró hacia otro lado. El joven, avergonzado de que su aspecto despertara sentimientos de caridad, pareció apresurar el paso, como temiendo arrepentirse de su negativa.

Un instante después un magnífico vagabundo, vestido inverosímilmente de harapos, grandes zapatos rotos, larga barba rubia y ojos azules, pasó ante el marinero, y éste, sin llamarlo previamente, le gritó:

-Are you hungry?

No había terminado aún su pregunta cuando el atorrante, mirando con ojos brillantes el paquete que el marinero tenía en las manos, contestó apresuradamente:

-Yes, sir, I am very hungry! (Sí, señor, tengo harta hambre.)

Sonrió el marinero. El paquete voló en el aire y fue a caer entre las manos ávidas del hambriento. Ni siquiera dio las gracias y abriendo el envoltorio calentito aún, sentose en el suelo, restregándose las manos alegremente al contemplar su contenido. Un atorrante de puerto puede no saber inglés, pero nunca se perdonaría no saber el suficiente como para pedir de comer a uno que hable ese idioma.

El joven que pasara momentos antes, parado a corta distancia de allí, presenció la escena.

Él también tenía hambre. Hacía tres días justos que no comía, tres largos días. Y más por timidez y vergüenza que por orgullo, se resistía a pararse delante de las escalas de los vapores, a las horas de comida, esperando de la generosidad de los marineros algún paquete

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que contuviera restos de guisos y trozos de carne. No podía hacerlo, no podría hacerlo nunca. Y cuando, como es el caso reciente, alguno le ofrecía sus sobras, las rechazaba heroicamente, sintiendo que la negativa aumentaba su hambre.

Seis días hacía que vagaba por las callejuelas y muelles de aquel puerto. Lo había dejado allí un vapor inglés procedente de Punta Arenas, puerto en donde había desertado de un vapor en que servía como muchacho de capitán. Estuvo un mes allí, ayudando en sus ocupaciones a un austriaco pescador de centollas, y en el primer barco que pasó hacia el norte embarcose ocultamente. Lo descubrieron al día siguiente de zarpar y enviáronlo a trabajar en las calderas. En el primer puerto grande que tocó el vapor lo desembarcaron, y allí quedó, como un fardo sin dirección ni destinatario, sin conocer a nadie, sin un centavo en los bolsillos y sin saber trabajar en oficio alguno. Mientras estuvo allí el vapor, pudo comer, pero después... La ciudad enorme, que se alzaba más allá de las callejuelas llenas de tabernas y posadas pobres, no le atraía; parecíale un lugar de esclavitud, sin aire, oscura, sin esa grandeza amplia del mar, y entre cuyas altas paredes y calles rectas la gente vive y muere aturdida por un tráfago angustioso.

Estaba poseído por la obsesión del mar, que tuerce las vidas más lisas y definidas como un brazo poderoso una delgada varilla. Aunque era muy joven había hecho varios viajes por las costas de América del Sur, en diversos vapores, desempeñando distintos trabajos y faenas, faenas y trabajos que en tierra casi no tenían explicación.

Después que se fue el vapor anduvo, esperando del azar algo que le permitiera vivir de algún modo mientras volvía a sus canchas familiares; pero no encontró nada. El puerto tenía poco movimiento y en los contados vapores en que se trabajaba no lo aceptaron.

Ambulaban por allí infinidad de vagabundos de profesión; marineros sin contrata, como él, desertados de un vapor o prófugos de algún delirio; atorrantes abandonados al ocio, que se mantienen de no se sabe qué, mendigando o robando, pasando los días como las cuentas de un rosario mugriento, esperando quién sabe qué extraños acontecimientos, o no esperando nada, individuos de las razas y pueblos más exóticos y extraños, aun de aquellos en cuya existencia no se cree hasta no haber visto un ejemplar.

*

Al día siguiente, convencido de que no podría resistir mucho más, decidió recurrir a cualquier medio para procurarse alimentos.

Caminando, fue a dar delante de un vapor que había llegado la noche anterior y que cargaba trigo. Una hilera de hombres marchaba, dando la vuelta, al hombro los pesados sacos, desde los vagones,

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atravesando una planchada, hasta la escotilla de la bodega, donde los estibadores recibían la carga. Estuvo un rato mirando hasta que atreviose a hablar con el capataz, ofreciéndose. Fue aceptado y animosamente formó parte de la larga fila de cargadores.

Durante el tiempo de la jornada trabajó bien; pero después empezó a sentirse fatigado y le vinieron vahídos, vacilando en la planchada cuando marchaba con la carga al hombro, viendo a sus pies la abertura formada por el costado del vapor y el murallón del muelle, en el fondo de la cual, el mar, manchado de aceite y cubierto de desperdicios, glogloteaba sordamente.

A la hora de almorzar hubo un breve descanso y en tanto que algunos fueron a comer en los figones cercanos y otros comían lo que habían llevado, él se tendió en el suelo a descansar, disimulando su hambre.

Terminó la jornada completamente agotado, cubierto de sudor, reducido ya a lo último. Mientras los trabajadores se retiraban, se sentó en unas bolsas acechando al capataz, y cuando se hubo marchado el último acercose a él y confuso y titubeante, aunque sin contarle lo que le sucedía, le preguntó si podían pagarle inmediatamente o si era posible conseguir un adelanto a cuenta de lo ganado.

Contestole el capataz que la costumbre era pagar al final del trabajo y que todavía sería necesario trabajar el día siguiente para concluir de cargar el vapor. ¡Un día más! Por otro lado, no adelantaban un centavo.

-Pero -le dijo-, si usted necesita, yo podría prestarle unos cuarenta centavos... No tengo más.

Le agradeció el ofrecimiento con una sonrisa angustiosa y se fue. Le acometió entonces una desesperación aguda. ¿Tenía hambre, hambre, hambre! Un hambre que lo doblegaba como un latigazo; veía todo a través de una niebla azul y al andar vacilaba como un borracho. Sin embargo, no había podido quejarse ni gritar, pues su sufrimiento era obscuro y fatigante; no era dolor, sino angustia sorda, acabamiento; le parecía que estaba aplastado por un gran peso. Sintió de pronto como una quemadura en las entrañas, y se detuvo. Se fue inclinando, inclinando, doblándose forzadamente y creyó que iba a caer. En ese instante, como si una ventana se hubiera abierto ante él, vio su casa, el paisaje que se veía desde ella, el rostro de su madre y el de sus hermanos, todo lo que él quería y amaba apareció y desapareció ante sus ojos cerrados por la fatiga... Después, poco a poco, cesó el desvanecimiento y se fue enderezando, mientras la quemadura se enfriaba despacio. Por fin se irguió, respirando profundamente. Una hora más y caería al suelo.

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Apuró el paso, como huyendo de un nuevo mareo, y mientras marchaba resolvió ir a comer a cualquier parte, sin pagar, dispuesto a que lo avergonzaran, a que le pegaran, a que lo mandaran preso, a todo; lo importante era comer, comer, comer. Cien veces repitió mentalmente esta palabra; comer, comer, comer, hasta que el vocablo perdió su sentido, dejándole una impresión de vacío caliente en la cabeza.

No pensaba huir; le diría al dueño: "Señor, tenía hambre, hambre, hambre, y no tengo con qué pagar... Haga lo que quiera".

Llegó hasta las primeras calles de la ciudad y en una de ellas encontró una lechería. Era un negocio muy claro y limpio, lleno de mesitas con cubiertas de mármol: Detrás de un mostrador estaba de pie una señora rubia con un delantal blanquísimo.

Eligió ese negocio. La calle era poco transitada. Habría podido comer en uno de los figones que estaban junto al muelle, pero se encontraban llenos de gente que jugaba y bebía.

En la lechería no había sino un cliente. Era un vejete de anteojos, que con la nariz metida entre las hojas de un periódico, leyendo, permanecía inmóvil, como pegado a la silla. Sobre la mesita había un vaso de leche a medio consumir. Esperó que se retirara, paseando por la acera, sintiendo que poco a poco se le encendía en el estómago la quemadura de antes, y esperó cinco, diez, hasta quince minutos. Se cansó y parose a un lado de la puerta, desde donde lanzaba al viejo una miradas que parecían pedradas.

¿Qué diablos leería con tanta atención! Llegó a imaginarse que era un enemigo suyo, quien, sabiendo sus intenciones, se hubiera propuesto entorpecerlas. Le daban ganas de entrar y decirle algo fuerte que le obligara a marcharse, una grosería o una frase que le indicara que no tenía derecho a permanecer una hora sentado, y leyendo, por un gasto reducido.

Por fin el cliente terminó su lectura, o por lo menos, la interrumpió. Se bebió de un sorbo el resto de leche que contenía el vaso, se levantó pausadamente, pagó y dirigiose a la puerta. Salió; era un vejete encorvado, con trazas de carpintero o barnizador.

Apenas estuvo en la calle, afirmose los anteojos, metió de nuevo la nariz entre las hojas del periódico y se fue, caminando despacito y deteniéndose cada diez pasos para leer con más detenimiento.

Esperó que se alejara y entró. Un momento estuvo parado a la entrada, indeciso, no sabiendo dónde sentarse; por fin eligió una mesa y dirigiose hacia ella; pero a mitad de camino se arrepintió, retrocedió y tropezó en una silla, instalándose después en un rincón.

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Acudió la señora, pasó un trapo por la cubierta de la mesa y con voz suave, en la que se notaba un dejo de acento español, le preguntó:

-¿Qué se va a servir?

Sin mirarla, le contestó:

-Un vaso de leche.

-¿Grande?

-Sí, grande.

-¿Solo?

-¿Hay bizcochos?

-No; vainillas.

-Bueno, vainillas.

Cuando la señora se dio vuelta, él se restregó las manos sobre las rodillas, regocijado, como quien tiene frío y va a beber algo caliente. Volvió la señora y colocó ante él un gran vaso de leche y un platito lleno de vainillas, dirigiéndose después a su puesto detrás del mostrador. Su primer impulso fue beberse la leche de un trago y comerse después las vainillas, pero en seguida se arrepintió; sentía que los ojos de la mujer lo miraban con curiosidad. No se atrevía a mirarla; le parecía que, al hacerlo, conocería su estado de ánimo y sus propósitos vergonzosos y él tendría que levantarse e irse, sin probar lo que había pedido.

Pausadamente tomó una vainilla, humedeciola en la leche y le dio un bocado; bebió un sorbo de leche y sintió que la quemadura, ya encendida en su estómago, se apagaba y deshacía. Pero, en seguida, la realidad de su situación desesperada surgió ante él y algo apretado y caliente subió desde su corazón hasta la garganta; se dio cuenta de que iba a sollozar, a sollozar a gritos, y aunque sabía que la señora lo estaba mirando no pudo rechazar ni deshacer aquel nudo ardiente que le estrechaba más y más. Resistió, y mientras resistía comió apresuradamente, como asustado, temiendo que el llanto le impidiera comer. Cuando terminó con la leche y las vainillas se le nublaron los ojos y algo tibio rodó por su nariz, cayendo dentro del vaso. Un terrible sollozo lo sacudió hasta los zapatos.

Afirmó la cabeza en la manos y durante mucho rato lloró, lloró con pena, con rabia, con ganas de llorar, como si nunca hubiese llorado.

*

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Inclinado estaba y llorando, cuando sintió que una mano le acariciaba la cansada cabeza y que una voz de mujer, con un dulce acento español, le decía:

-Llore, hijo, llore...

Una nueva ola de llanto le arrasó los ojos y lloró con tanta fuerza como la primera vez, pero ahora no angustiosamente, sino con alegría, sintiendo que una gran frescura lo penetraba, apagando eso caliente que le había estrangulado la garganta. Mientras lloraba pareciole que su vida y sus sentimientos se limpiaban como un vaso bajo un chorro de agua, recobrando la claridad y firmeza de otros días.

Cuando pasó el acceso de llanto se limpió con su pañuelo los ojos y la cara, ya tranquilo. Levantó la cabeza y miró a la señora, pero ésta no le miraba ya, miraba hacia la calle, a un punto lejano, y su rostro estaba triste. En la mesita, ante él, había un nuevo vaso de leche y otro platillo colmado de vainillas; comió lentamente, sin pensar en nada, como si nada le hubiera pasado, como si estuviera en su casa y su madre fuera esa mujer que estaba detrás del mostrador.

Cuando terminó ya había oscurecido y el negocio se iluminaba con una bombilla eléctrica. Estuvo un rato sentado, pensando en lo que le diría a la señora al despedirse, sin ocurrírsele nada oportuno.

Al fin se levantó y dijo simplemente:

-Muchas gracias, señora; adiós...

-Adiós, hijo... -le contestó ella.

Salió. El viento que venía del mar refrescó su cara, caliente aún por el llanto. Caminó un rato sin dirección, tomando después por una calle que bajaba hacia los muelles. La noche era hermosísima y grandes estrellas aparecían en el cielo de verano.

Pensó en la señora rubia que tan generosamente se había conducido e hizo propósitos de pagarle y recompensarla de una manera digna cuando tuviera dinero; pero estos pensamientos de gratitud se desvanecían junto con el ardor de su rostro, hasta que no quedó ninguno, y el hecho reciente retrocedió y se perdió en los recodos de su vida pasada.

De pronto se sorprendió cantando algo en voz baja. Se irguió alegremente, pisando con firmeza y decisión.

Llegó a la orilla del mar y anduvo de un lado para otro, elásticamente, sintiéndose rehacer, como si sus fuerzas interiores, antes dispersas, se reunieran y amalgamaran sólidamente.

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Después la fatiga del trabajo empezó a subirle por las piernas en un lento hormigueo y se sentó sobre un montón de bolsas.

Miró el mar. Las luces del muelle y las de los barcos se extendían por el agua en un reguero rojizo y dorado, temblando suavemente. Se tendió de espaldas, mirando el cielo largo rato. No tenía ganas de pensar, ni de cantar, ni de hablar. Se sentía vivir, nada más.

Hasta que se quedó dormido con el rostro vuelto hacia el mar.

El consejo del asnoLibro de las Mil y una noches

Érase una vez un labrador que poseía grandes rebaños de reses y campos y praderas fértiles. Pero no solamente era rico, sino que también era inteligente e instruido y entendía el lenguaje de las bestias y de las aves.

En uno de sus establos se albergaban un buey y un asmo. Todos los días, al atardecer, después de haber trabajado en el campo volvía el buey al establo, cansado y hambiento. Encontraba el establo en orden y aseado, con el abrevadero lleno de agua y el pesebre provisto de paja y grano, y ante el pesebre, holgazaneando, se hallaba el asno (pues su dueño sólo muy raras veces lo montaba).

Un día, por casualidad oyó el labrador que el buey le decía al asno:

-¡Qué feliz eres! Yo tengo de afanarme y esforzarme todos los día y me encuentro ya agotado por el pesado trabajo, mientras que tú, en cambio, puedes estarte echado en el establo, descansando. Comes todo el grano y toda la paja que deseas y solo de tarde en tarde has de llevar sobre tu lomo a nuestro amo. En verdad, nada te falta. ¡Mírame a mí, en cambio! Mi vida es un continuo ajetreo, tirando del arado o de la piedra de moler.

El asno le respondió:

-Cuando mañana hayan de llevarte al campo y vengan a uncirte el yugo, hazte el enfermo, déjate caer al suelo y no te levantes aunque te azoten. No pruebes bocado; ayuna durante uno o dos días, y verás como no te aparejan delante del arado ni te llevan a la piedra de moler.

Pero el labrador había escuchado todo lo que el buey y el asno hablaron. Al poco rato, llegó el criado y trajo comida para los animales. Pero el buey apenas si probó un bocado de grano.

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A la mañana siguiente, cuando el criado vino para llevarse el buey al campo, el animal se quedó echado en el suelo, junto al pesebre, sin que hubiera modo de moverlo ni que se pusiera en pie; mugía lastimero y se mostraba débil y extenuado. Por fin, tuvo que ir el criado a decirle a su amo que el buey se había puesto enfermo.

El labrador ordenó a su criado:

-Llévate el asno al campo y engánchalo al arado para que sustituya al buey.

Después de un penoso día de trabajo, regresó el asno al establo. El buey le expresó su agradecimiento por el buen consejo que le había dado. Pero el asno no le respondió. Se arrepentía amargamente de su irreflexión al darle aquel consejo al buey.

A la mañana siguiente volvió a llevarse el criado al asno al campo. Desde la mañana hasta el atardecer, tuvo que tirar el asno del arado; ni siquiera en el ardor del mediodía pudo descansar cuando, al fin, pudo regresar a su establo: daba pena verlo. Su piel, antes lustrosa, aparecía hirsuta y polvorienta, y tenía el pescuezo herido por la rozadura que le había hecho el pesado yugo.

En el establo le aguardaba el rey que, bien descansado y de mejor humor, le dio cordialmente las gracias, como el día anterior, por el buen consejo, alabando la astucia del asno.

¡Ojalá hubiera guardado mi saber para mí solo!, pensó para sí el asno. Y luego, volviéndose hacia el buey, le dijo:

-Precisamente he oído yo, lo que para ti es una suerte, cómo nuestro amo le día a su criado: “Si el buey no se cura pronto y no recobra las fuerzas, llévalo al matadero, pues si no se aprovecha ya para el trabajo, ¿para qué lo queremos?”

Y el asno, cuando vio cómo se asustaba el buey, continuó diciendo:

-Yo me preocupo por ti. No quisiera que te sucediera nada malo, te deseo tranquilidad, ¡eres mi amigo!

El buey se levantó de un brinco, le dio las gracias al asno, y exclamó:

-¡Mañana volveré al campo de muy buena gana!

Y devoró todo su pienso, recogiendo cuidadosamente con la lengua hasta el último grano del pesebre.

Al día siguiente, tan pronto como salió el sol, se dirigió al establo el labrador, con su mujer, para ver cómo estaba el buey. El criado lo

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sacó afuera. Y el buey, apensas vio a su amo, se puso a brincar y a retozar como un potrillo, para que viera lo sano que estaba.

Tanto el labrador como su mujer y el criado rieron de tan buena gana que las lágrimas les corrían por las mejillas.

El tejedor celosoFernán Caballero

Había una vez un hombre que era tejedor; tenía una mujer muy buena y muy linda; pero le había dado la manía de ser celoso y de figurarse que su honrada mujer le podía faltar. Una mañana, sabiendo que su mujer se había ido a confesar, y queriendo cerciorar de si sus sospechas eran ciertas, se puso un hábito de fraile y se sentó en el confesionario. Llegó la mujer, que lo había conocido y le dijo:

- Acúsome, padre, que he tenido amores con un mozo, después con un viejo y después con un fraile.

-Vete de aquí- le dijo el fingido fraile. No hay absolución para tales delitos.

Fuese enseguida a su casa y se puso a tejer; pero como estaba tan rabioso empezó a cantar para que lo oyese su mujer:

-“Acúsome, padre, con mucho descoco, Que he tenido amores con un hombre mozo; Después con un viejo, después con un fraile; Y teje que teje, y dale que dale”.

A lo cual ella, en la misma tonada, contestó de esta suerte:

-“Si te lo dije, fue por ser verdad, Puesto que te quise en tu mocedad; Ayer siendo viejo y hoy siendo fraile; Y teje que teje y dale que dale”.

Con lo cual se quedaron tan amigos por ciento y un años.

Cuento de NavidadRay Bradbury

El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable

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posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos kilos del peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando éstos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.

-¿Qué haremos?

-Nada, ¿qué podemos hacer?

-¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!

La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.

-Ya se me ocurrirá algo -dijo el padre.

-¿Qué...? -preguntó el niño.

El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:

-Quiero mirar por el ojo de buey.

-Todavía no -dijo el padre-. Más tarde.

-Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.

-Espera un poco -dijo el padre.

El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.

-Hijo mío -dijo-, dentro de medía hora será Navidad.

La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.

-Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.

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-Sí, sí. todo eso y mucho más -dijo el padre.

-Pero... -empezó a decir la madre.

-Sí -dijo el padre-. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.

Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.

-Ya es casi la hora.

-¿Puedo tener un reloj? -preguntó el niño.

Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento insensible.

-¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?

-Ven, vamos a verlo -dijo el padre, y tomó al niño de la mano.

Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.

-No entiendo.

-Ya lo entenderás -dijo el padre-. Hemos llegado.

Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.

-Entra, hijo.

-Está oscuro.

-No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.

Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.

-Feliz Navidad, hijo -dijo el padre.

Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche

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profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.

Cordero asadoRoald Dahl

La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.

Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.

De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel -estaba en el sexto mes del embarazo- había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.

Cuando el reloj dio las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura.

Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.

-¡Hola, querido! -dijo ella.

-¡Hola! -contestó él.

Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir -como siente un bañista al calor del sol- la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su

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boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.

-¿Cansado, querido?

-Sí -respondió él-, estoy cansado.

Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.-Yo te lo serviré -dijo ella, levantándose.

-Siéntate -dijo él secamente.

Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.

-Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? Le observó mientras él bebía el whisky.

-Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día -dijo ella.

El no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.

-Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.

-No -dijo él.

-Si estás demasiado cansado para comer fuera -continuó ella-, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.

-Bueno -agregó ella-, te sacaré queso y unas galletas.-No quiero -dijo él.

Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.

-Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.

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-No me apetece -dijo él.

-¡Pero, querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.

Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.

-Siéntate -dijo él-, siéntate sólo un momento.

Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemorizada.

-Vamos -dijo él-, siéntate.

Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos. El había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.

-Tengo algo que decirte.

-¿Qué es, querido? ¿Qué pasa?

El se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.-Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo -dijo-, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.

Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra.

-Eso es todo -añadió-, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi trabajo.

Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.

-Prepararé la cena -dijo con voz ahogada.

Esta vez él no contestó.

Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la

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bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.

Era una pierna de cordero.

Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella.

Se detuvo.

-Por el amor de Dios -dijo él al oírla, sin volverse-, no me hagas cena. Voy a salir.

En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza lo más fuerte que pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.

La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento.

Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.

-Bien -se dijo a sí misma-, ya lo has matado.

Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?

Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.

-Hola, Sam -dijo en voz alta. La voz sonaba rara también.

-Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.

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Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.

-Hola, Sam -dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.

-¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?

-Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.-Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche -le dijo-. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.

-¿Quiere carne, señora Maloney?

-No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.

-¡Oh!

-No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien?

-Personalmente -dijo el tendero-, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de Idaho?

-¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.

-¿Nada más? -El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía-. ¿Y para después? ¿Qué le va a dar luego?

-Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?

El hombre echó una mirada a la tienda.

-¿Qué le parece un trozo de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick.

-Magnífico -dijo ella-, le encanta.

Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:

-Gracias, Sam. Buenas noches.

“Ahora -se decía a sí misma al regresar- iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer

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comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo.”

¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.

"Eso es -se dijo a sí misma-, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir."

Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo.

-¡Patrick! -llamó-, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.

Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento.

Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.

Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:

-¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!

-¿Quién habla?

-La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.

-¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?

-Creo que sí -gimió ella-. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.

-Iremos en seguida -dijo el hombre.

El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida -en realidad conocía a casi todos los del distrito- y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O’Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.

-¿Está muerto? -preguntó ella.

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-Me temo que sí… ¿qué ha ocurrido?

Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O’Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.

Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo de la Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.

Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno -allí estaba, asándose- y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo.

-¿A qué tienda ha ido usted? -preguntó uno de los detectives.

Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a la calle.

"…, parecía normal…, muy contenta…, quería prepararle una buena cena…, guisantes…, pastel de queso…, imposible que ella…"

Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.

-No -dijo ella.

No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.

-Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? -preguntó Jack Nooan.-No -dijo ella.

Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.

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La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte.

-Es la vieja historia -dijo él-, encontraremos el arma y tendremos al criminal.

Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.

-¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? -le preguntó-. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal?

-No tenemos jarrones de metal -dijo ella.

-¿Y un atizador?

-No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.La búsqueda continuó.

Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados.

-Jack -dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado-, ¿me quiere servir una bebida?

-Sí, claro. ¿Quiere whisky?

-Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.

-¿Por qué no se sirve usted otro? -dijo ella-; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.

-Bueno -contestó él-, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando.

Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.

El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:

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-Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?

-¡Dios mío! -gritó ella-. ¡Es verdad!

-¿Quiere que vaya a apagarlo?

-¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.

Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos.

-Jack Nooan -dijo.

-¿Sí?

-¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?

-Si está en nuestras manos, señora Maloney…

-Bien -dijo ella-. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.

-Ni pensarlo -dijo el sargento Nooan.

-Por favor -pidió ella-, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.

Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida.

-¿Quieres más, Charlie?

-No, será mejor que no lo acabemos.

-Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.

-Bueno, dame un poco más.

-Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick -decía uno de ellos-, el doctor dijo que tenía el

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cráneo hecho trizas.

-Por eso debería ser fácil de encontrar.

-Eso es lo que a mí me parece.

-Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario. Uno de ellos eructó:

-Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.

-Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?

En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.

2ºCEl retrato

Alfonso Rodríguez Castelao

Para tranquilizar la conciencia eché mi título de médico en el fondo de la gaveta y busqué otro tipo de trabajo para vivir. Las gentes ya no sabían que yo era dueño de tan terrible licencia oficial; pero una noche fueron solicitados mis servicios.

Era domingo. Melchor, el tabernero, me esperaba junto a la puerta. Me dio las «buenas noches» y rompió a llorar, y por entre los sollozos le salían las palabras tan estrujadas, que solamente logró decirme que tenía un hijo a punto de morir.

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El pobre padre tiraba de mí, y yo me dejaba llevar, cautivado por su dolor. ¡En realidad, yo era médico titulado y no podía negarme! Y tuve tan fuertes ansias de complacerlo, que sentí brotar en mis adentros una gran ciencia...

Cuando llegamos a la casa de Melchor, conseguí desprenderme de sus manos, y con disimulada pena le confesé que sabía poco de la carrera...

-Piensa que hace muchos años que no visito enfermos.

Y entonces Melchor, haciendo un esfuerzo, me dijo pausadamente:

-Mi hijo ya no necesita médicos. Yo ya sé que el pobre no sale de esta noche. ¡Y se me va, señor; se me va y no tengo ningún retrato suyo!

¡Ay!, yo no había sido llamado como médico, yo había sido llamado como retratista, y al instante sentí ganas amargas de echarme a reír.

Y por verme libre de trabajo tan macabro le dije que una fotografía era mejor que un dibujo, le aseguré que por la noche pueden hacerse fotografías, y echando mano de muchos razonamientos logré que Melchor se apartase de mí en busca de un fotógrafo.

La cosa quedaba arreglada, y me fui a dormir con mil ideas enredadas en la cabeza.

Cuando estaba cogiendo el sueño llamaron a mi puerta. Era Melchor.

-¡Los fotógrafos dicen que no tienen magnesio!

Y me lo dijo temblando de angustia. La cara muy pálida y los ojos como dos pezones de carne roja de tanto llorar.

Jamás vi un hombre tan deshecho por el dolor.

Suplicaba, suplicaba, y me cogía las manos, y tiraba de mí, y el desdichado decía cosas que me abrían las entrañas:

-Tenga consideración, señor. Dos trazos de usted en un papel y ya podré mirar siempre la carita de mi niño. ¡No me deje en la oscuridad, señor!

¡Quién tendría corazón para negarse! Cogí papel y lápiz y allá me fui con Melchor dispuesto a hacer un retrato del muchacho moribundo.

Todo estaba en calma y todo estaba silencioso. Una luz mortecina alumbraba, en amarillo, dos caras estremecedoras que olfateaban la muerte. El niño era el centro de aquella pobreza de la materia.

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Sin decir nada, me senté a dibujar lo que contemplan mis ojos de tierra, y solamente al cabo de algún tiempo conseguí acostumbrarme al drama que presenciaba y aun olvidarlo un poco, para poder trabajar, entusiasmado, como un artista. Y cuando el dibujo estaba ya en su punto, la voz de Melchor, agrandada por tanto silencio, me hirió con estas palabras:

-Por el alma de sus difuntos, no me lo retrate así. ¡No le ponga esa cara tan cadavérica y tan triste!

Confieso que al volver a la realidad no supe qué hacer y me puse a repasar las líneas ya trazadas del retrato. El silencio fue roto nuevamente por Melchor:

-Usted bien sabe cómo era mi niño. Haga memoria, señor, y dibújemelo riendo.

De repente surgió en mí una gran idea. Rompí el trabajo, concentré mi mirada en un nuevo papel blanco y dibujé un niño imaginario. Inventé un niño muy bonito, muy bonito: un ángel de retablo barroco sonriendo.

Entregué el dibujo y salí huyendo, y, en el momento de poner el pie en la calle, oí que lloraban dentro de la casa. La muerte había llegado.

Ahora Melchor se consuela mirando mi obra, que está colgada encima de la cómoda, y siempre dice con la mejor fe del mundo:

-He tenido muchos hijos, pero el más bonito de todos fue el que se me murió. Ahí está el retrato, que no miente.

Dos amigosGuy de Maupassant

En un París bloqueado, hambriento, agonizante, los gorriones escaseaban en los tejados y las alcantarillas se despoblaban. Se comía cualquier cosa.

Mientras se paseaba tristemente una clara mañana de enero por el bulevar exterior, con las manos en los bolsillos de su pantalón de uniforme y el vientre vacío, el señor Morissot, relojero de profesión y alma casera a ratos, se detuvo en seco ante un colega en quien reconoció a un amigo. Era el señor Sauvage, un conocido de orillas del río.

Todos los domingos, antes de la guerra, Morissot salía con el alba, con una caña de bambú en la mano y una caja de hojalata a la espalda. Tomaba el ferrocarril de Argenteuil, bajaba en Colombes, y

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después llegaba a pie a la isla Marante. En cuanto llegaba a aquel lugar de sus sueños, se ponía a pescar, y pescaba hasta la noche.

Todos los domingos encontraba allí a un hombrecillo regordete y jovial, el señor Sauvage, un mercero de la calle Notre Dame de Lorette, otro pescador fanático. A menudo pasaban medio día uno junto al otro, con la caña en la mano y los pies colgando sobre la corriente, y se habían hecho amigos.

Ciertos días ni siquiera hablaban. A veces charlaban; pero se entendían admirablemente sin decir nada, al tener gustos similares y sensaciones idénticas.

En primavera, por la mañana, hacia las diez, cuando el sol rejuvenecido hacía flotar sobre el tranquilo río ese pequeño vaho que corre con el agua, y derramaba sobre las espaldas de los dos empedernidos pescadores el grato calor de la nueva estación, Morissot decía a veces a su vecino: «¡Ah! ¡qué agradable!» y el señor Sauvage respondía: «No conozco nada mejor.» Y eso les bastaba para comprenderse y estimarse.

En otoño, al caer el día, cuando el cielo ensangrentado por el sol poniente lanzaba al agua figuras de nubes escarlatas, empurpuraba el entero río, inflamaba el horizonte, ponía rojos como el fuego a los dos amigos, y doraba los árboles ya enrojecidos, estremecidos por un soplo de invierno, el señor Sauvage miraba sonriente a Morissot y pronunciaba: «¡Qué espectáculo!» Y Morissot respondía maravillado, sin apartar los ojos de su flotador: «Esto vale más que el bulevar, ¿eh?»

En cuanto se reconocieron, se estrecharon enérgicamente las manos, muy emocionados de encontrarse en circunstancias tan diferentes. El señor Sauvage, lanzando un suspiro, murmuró:

-¡Cuántas cosas han ocurrido!

Morissot, taciturno, gimió:

-¡Y qué tiempo! Hoy es el primer día bueno del año.

El cielo estaba, en efecto, muy azul y luminoso.

Echaron a andar juntos, soñadores y tristes. Morissot prosiguió:

-¿Y la pesca, eh? ¡Qué buenos recuerdos!

El señor Sauvage preguntó:

-¿Cuándo volveremos a pescar?

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Entraron en un café y tomaron un ajenjo; después volvieron a pasear por las aceras.

Morissot se detuvo de pronto:

-¿Tomamos otra copita?

El señor Sauvage accedió:

-Como usted quiera.

Y entraron en otra tienda de vinos.

Al salir estaban bastante atontados, perturbados como alguien en ayunas cuyo vientre está repleto de alcohol. Hacía buen tiempo. Una brisa acariciadora les cosquilleaba el rostro.

El señor Sauvage, a quien el aire tibio terminaba de embriagar, se detuvo:

-¿Y si fuéramos?

-¿A dónde?

-Pues a pescar.

-Pero, ¿a dónde?

-Pues a nuestra isla. Las avanzadas francesas están cerca de Colombes. Conozco al coronel Dumoulin; nos dejarán pasar fácilmente.

Morissot se estremeció de deseo:

-Está hecho. De acuerdo.

Y se separaron para ir a recoger los aparejos.

Una hora después caminaban juntos por la carretera. En seguida llegaron a la ciudad que ocupaba el coronel. Éste sonrió ante su petición y accedió a su fantasía. Volvieron a ponerse en marcha, provistos de un salvoconducto.

Pronto franquearon las avanzadas, cruzaron un Colombes abandonado, y se encontraron al borde de las viñas que bajan hacia el Sena. Eran aproximadamente las once.

Frente a ellos, el pueblo de Argenteuil parecía muerto. Las alturas de Orgemont y Sannois dominaban toda la región. La gran llanura que se

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extiende hasta Nanterre estaba vacía, completamente vacía, con sus cerezos desnudos y sus tierras grises.

El señor Sauvage, señalando con el dedo las cumbres, murmuró:

-¡Los prusianos están allá arriba!

Y la inquietud paralizaba a los dos amigos ante aquella tierra desierta.

«¡Los prusianos!» Nunca los habían visto, pero los percibían allí desde hacía meses, en torno a París, arruinando Francia, saqueando, matando, sembrando el hambre, invisibles y todopoderosos. Y una especie de terror supersticioso se sumaba al odio que sentían por aquel pueblo desconocido y victorioso.

Morissot balbució:

-¿Y si nos los encontráramos? ¿Eh?

El señor Sauvage respondió, con esa chunga parisiense que siempre reaparece, a pesar de todo:

-Los invitaríamos a pescadito frito.

Pero dudaban de si aventurarse en la campiña, intimidados por el silencio de todo el horizonte.

Al final, el señor Sauvage se decidió:

-Vamos, ¡en marcha!, pero con cuidado.

Y bajaron a una viña, doblados en dos, arrastrándose, aprovechando los matorrales para cubrirse, con ojos inquietos y oídos alerta. Para llegar a la orilla del río les faltaba cruzar una franja de tierra desnuda. Echaron a correr; y en cuanto alcanzaron la ribera, se acurrucaron entre unas cañas secas. Morissot pegó la mejilla al suelo para escuchar si alguien caminaba por las cercanías. No oyó nada. Estaban solos, completamente solos. Se tranquilizaron y se pusieron a pescar.

Frente a ellos, la isla Marante, abandonada, les tapaba la otra ribera. La casita del restaurante estaba cerrada, parecía abandonada hacía años. El señor Sauvage cogió el primer zarbo, Morissot atrapó el segundo, y a cada instante alzaban sus cañas con un animalillo plateado coleando en el extremo del sedal: una verdadera pesca milagrosa.

Introducían delicadamente los peces en una bolsa de red de mallas muy finas, en remojo a sus pies. Y los invadía una alegría deliciosa, esa alegría que nos asalta cuando recuperamos un placer amado del que nos hemos visto privados mucho tiempo.

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El buen sol dejaba correr su calor sobre sus hombros; ya no escuchaban nada; no pensaban en nada; ignoraban al resto del mundo: pescaban.

Pero de pronto un ruido sordo que parecía llegar de debajo de la tierra estremeció el suelo. El cañón volvía a retumbar.

Morissot volvió la cabeza, y por encima de la ribera divisó allá abajo, a la izquierda, la gran silueta del Mont-Valerien, que llevaba en la frente un copete blanco, el vapor de la pólvora que acababa de escupir.

Al punto un segundo chorro de humo partió de lo alto de la fortaleza; unos instantes después resonó una nueva detonación.

La siguieron otras, y a cada momento la montaña lanzaba su aliento mortal, resoplaba vapores lechosos que se elevaban lentamente, en el cielo tranquilo, formando una nube sobre ella.

El señor Sauvage se encogió de hombros:

-Ya vuelven a empezar -dijo.

Morissot, que miraba ansiosamente cómo se hundía una y otra vez la pluma de su flotador, se vio asaltado de pronto por la cólera del hombre pacífico contra los fanáticos que así luchaban, y refunfuñó:

-Hay que ser estúpido para matarse de esa manera.

El señor Sauvage replicó:

-Peor que los animales.

Y Morissot, que acababa de coger una breca, declaró:

-¡Y pensar que siempre ocurrirá lo mismo, mientras haya gobiernos!

El señor Sauvage lo detuvo:

-La República no habría declarado la guerra...

Morissot lo interrumpió:

-Con los reyes, hay guerras fuera; con la República, hay guerra dentro.

Y se pusieron a discutir tranquilamente, desembrollando los grandes problemas políticos con la sana razón de hombres bondadosos y limitados, siempre de acuerdo en un solo punto, que nunca serían libres. Y el Mont-Valerien retumbaba sin tregua, demoliendo a

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cañonazos casas francesas, segando vidas, aplastando seres, poniendo fin a muchos sueños, a muchas alegrías esperadas, a mucha felicidad deseada, sembrando en corazones de esposas, en corazones de hijas, en corazones de madres, allá lejos, en otros países, sufrimientos que nunca acabarían.

-Es la vida -declaró el señor Sauvage.

-Diga más bien que es la muerte -replicó riendo Morissot.

Pero se estremecieron asustados, oyendo que alguien caminaba detrás de ellos; y, volviendo la vista, vieron, pegados a sus espaldas, cuatro hombres, cuatro hombres altos armados y barbudos, vestidos como criados con librea y tocados con gorras de plato, apuntándoles con sus fusiles.

Las dos cañas se les escaparon de las manos y empezaron a descender río abajo. En unos segundos los cogieron, los ataron, se los llevaron, los arrojaron a una barca y los trasladaron a la isla. Y detrás de la casa que habían creído abandonada vieron una veintena de soldados alemanes. Una especie de gigante velludo, que fumaba, a horcajadas en una silla, una gran pipa de porcelana, les preguntó en excelente francés:

-¿Qué, señores? ¿Han tenido buena pesca?

Entonces un soldado dejó a los pies del oficial la red llena de peces, que se había preocupado de recoger. El prusiano sonrió:

-¡Ah, ah! Veo que no les ha ido mal. Pero se trata de otra cosa. Escúchenme y no se inquieten. Para mí, ustedes son dos espías enviados a vigilarme. Yo los cojo y los fusilo. Ustedes fingían pescar, con el fin de disimular sus intenciones. Han caído en mis manos, mala suerte; es la guerra. Pero, como ustedes han salido por las avanzadas, seguramente tienen una contraseña para regresar. Díganme esa contraseña y les perdono la vida.

Los dos amigos, lívidos, el uno junto al otro, con las manos agitadas por un leve temblor nervioso, callaban.

El oficial prosiguió:

-Nadie lo sabrá nunca, ustedes volverán tranquilamente a casa. El secreto quedará entre nosotros. Si se niegan, es la muerte... y en seguida. Elijan.

Ellos continuaban inmóviles, sin abrir la boca.

El prusiano, sin perder la calma, prosiguió, extendiendo la mano hacia el río:

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-Piensen que dentro de cinco minutos estarán ustedes en el fondo de esa agua. ¡Dentro de cinco minutos! ¿No tienen ustedes familia?

El Mont-Valerien seguía retumbando.

Los dos pescadores permanecían en pie y silenciosos. El alemán dio unas órdenes en su lengua. Después cambió su silla de sitio para no encontrarse demasiado cerca de los prisioneros, y doce hombres fueron a colocarse a veinte pasos, con los fusiles al pie.

El oficial prosiguió:

-Les doy un minuto, y ni un segundo más.

Después se levantó bruscamente, se acercó a los dos franceses, cogió a Morissot del brazo, se lo llevó aparte, le dijo en voz baja:

-¡Rápido, la contraseña! Su compañero no sabrá nada, fingiré compadecerme...

Morissot no respondió nada.

El prusiano se llevó entonces al señor Sauvage y le propuso lo mismo.

El señor Sauvage no respondió.

Volvieron a encontrarse uno junto a otro.

Y el oficial se puso a dar órdenes. Los soldados alzaron sus armas.

Entonces la mirada de Morissot cayó por casualidad sobre la red llena de zarbos, que había quedado en la hierba, a unos pasos de él.

Un rayo de sol hacía brillar el montón de peces, que se agitaban aún. Y lo invadió el desaliento. A pesar de sus esfuerzos, se le llenaron los ojos de lágrimas. Balbució:

-Adiós, señor Sauvage.

El señor Sauvage contestó:

-Adiós, señor Morissot.

Se estrecharon las manos, sacudidos de pies a cabeza por invencibles temblores.

El oficial gritó:

-¡Fuego!

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Los doce disparos sonaron como uno solo.

El señor Sauvage cayó de bruces. Morissot, más alto, osciló, giró sobre sí mismo y cayó atravesado sobre su compañero, boca arriba, mientras la sangre escapaba a borbotones por la guerrera agujereada en el pecho.

El alemán dio nuevas órdenes.

Sus hombres se dispersaron, regresando después con cuerdas y piedras que ataron a los pies de los dos muertos; después los llevaron a la orilla.

El Mont-Valerien no cesaba de retumbar, coronado ahora por una montaña de humo.

Dos soldados cogieron a Morissot por la cabeza y por las piernas; otros dos agarraron al señor Sauvage de idéntica manera. Los cuerpos, balanceados un instante con fuerza, fueron lanzados al río, describieron una curva, después se hundieron, de pie, en el río, pues las piedras arrastraban primero las piernas.

El agua saltó, burbujeó, se agitó, después se calmó, mientras unas pequeñas ondas llegaban hasta la orilla.

Flotaba un poco de sangre.

El oficial, siempre sereno, dijo a media voz:

-Ahora los peces se ocuparán de ellos.

Después regresó hacia la casa.

Y de pronto vio la red con los zarbos en la hierba. La recogió, la examinó, sonrió, gritó:

-¡Wilhelm!

Acudió un soldado de delantal blanco. Y el prusiano, lanzándole la pesca de los dos fusilados, le ordenó:

-Fríeme en seguida esos bichos, mientras aún están vivos. Estarán deliciosos.

Y volvió de nuevo a fumar su pipa.

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La gallina de los huevos de oroEsopo

Tenía cierto hombre una gallina que cada día ponía un huevo de oro. Creyendo encontrar en las entrañas de la gallina una gran masa de oro, la mató; mas, al abrirla, vio que por dentro era igual a las demás gallinas. De modo que, impaciente por conseguir de una vez gran cantidad de riqueza, se privó él mismo del fruto abundante que la gallina le daba.

Es conveniente estar contentos con lo que se tiene, y huir de la insaciable codicia.

De chilenaEduardo Sacheri

Ayer a Anita se la llevaron un rato largo a firmar un montón de papeles. Al volver, ella dijo que no había entendido muy bien, porque eran muchos formularios distintos, con letra chica y apretada. Supongo que me habrá mirado varias veces, buscando un gesto que le calmara las angustias. Pero yo estaba de un ánimo tan sombrío, tan espantado por el olor a catástrofe en ciernes, que evité con cierto éxito el cruce inquisitivo de sus ojos.

Los doctores dicen que, prácticamente, no hay manera casi de que salgas de ésta. Y lo dicen muy serios, muy calmos, muy convencidos. Con la parsimonia y la lejanía de quienes están habituados a transmitir pésimas noticias. El más claro, el más sincero, como siempre, fue Rivas, cuando salió a la tarde tempranito de revisarte. Cerró la puerta despacio para no hacer ruido, y le dijo a Anita que lo acompañara a la sala del fondo y la tomó del brazo con ese aire grave, casi de pésame anticipado. Yo me levanté de un brinco y me fui con ellos, pobre Anita, para que no estuviera sola al escuchar lo que el otro iba a decirle.

Rivas estuvo bien, justo es decirlo. Nos hizo sentar, nos sirvió té, nos explicó sin prisa, y hasta nos hizo un dibujito en un recetario. Anita lo toleró como si estuviera forjada en hierro. Y te digo la verdad, si yo no me quebré fue por ella. Yo pensaba ¿cómo me voy a poner a llorar si esta piba se lo está bancando a pie firme? Cuando Rivas terminó, supongo que algo intimidado ante la propia desolación que había desnudado, Anita, muy seria y casi tranquila (aunque me tenía aferrado el brazo con una mano que parecía una garra, de tan apretada), le pidió que le especificara bien cuáles eran las posibilidades. El médico, que garabateaba el dibujo que había estado

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haciendo, y que había hablado mirando el escritorio, levantó la cabeza y la miró bien fijo, a través de sus lentes chiquitos. «Es casi imposible». Así nomás se lo dijo. Sin atenuantes y sin preámbulos. Anita le dio las gracias, le estrechó la mano y salió casi corriendo. Ahora quería estar sola, encerrarse en el baño de mujeres a llorar un rato a gritos, pobrecita. Yo estaba como si me hubiera atropellado un tren de carga. Me dolía todo el cuerpo, y tenía un nudo bestial en la garganta. Pero como Anita se había portado tan bien, me sentí obligado a guardar compostura. Le di las gracias por las explicaciones, y también por no habernos mentido inútilmente. Ahí él se aflojó un poco. Hizo una mueca parecida a una sonrisa y me dijo que lo sentía mucho, que iba a hacer todo lo posible, que él mismo iba a conducir la operación, pero que para ser sincero la veía muy fulera.

A la tarde, la familia en pleno ganó tu habitación v desplegó un aquelarre lastimoso. Todos daban vueltas por la pieza, casi negándose a irse, como si que dándose pudieran torcer al destino y enderezarte la suerte. Vos seguías en tu sopor distante, en esa modorra quieta que te había ido ganando con el transcurso de los días. Ni siquiera comer querías. Dormías casi todo el día. Con Anita apenas cruzabas dos palabras. Y a mí te me quedabas mirando fijo, como sabiendo, como esperando que yo me aflojara y terminara por desembuchar todo lo que me dijo Rivas y que a vos te conté nomás por arriba para que no te asustases. Cuando me clavabas los ojos yo miraba para otro lado, o salía disparado con la excusa de irme a fumar al baño del corredor. Y encima ese cónclave familiar que armamos sin proponérnoslo, pero que tampoco fuimos capaces de ahorrarte. Ayer estaban todos: papá, Mirta, José, el Cholo, y hasta la madre de Anita que no tuvo mejor idea que traer a los chicos para que te saludaran. Menos mal que a Diego y a su mujer los atajé a tiempo saliendo del ascensor y los despaché de vuelta. Venían con cara de pánico, como queriendo rajar en seguida. Así que les di las gracias por pasar y les evité el mal trago.

Después llegó la hora macabra del atardecer. No hay peor hora en un hospital que ésa. La luz mortecina estallando en el vidrio esmerilado. El olor a comida de hospicio colándose bajo las puertas. Los tacos de las mujeres alejándose por el corredor. La ciudad calmándose de a poco, ladrando más bajo, con menos estridencia, dejando a los enfermos sin siquiera la estúpida compañía de su bullicio.

Para entonces, la pieza era un velorio. Faltaba sólo la luz de un par de cirios, y el olor marchito de las flores tristes. Pero sobraban caras largas, susurros culposos, miradas compasivas hacia tu lecho. Justo ahí fue cuando abriste los ojos. Yo pensé que era una desgracia. Anita trataba de convencerlo a papá de que se volviera a Quilmes, y él porfiaba que de ninguna manera. Mirta hojeaba una revista con cara de boba. José te miraba con expresión de «que en paz descanses. Era cosa de que si hasta ese momento no te habías dado cuenta, de

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ahora en adelante no te quedase la menor duda de lo que estaba pasando. Y vos miraste para todos lados, levantando la cabeza y tensando para eso los músculos del cuello. Se ve que te costaba, pero te demoraste un buen rato en vernos a todos, y al final me miraste a mí y yo no sabía qué hacer con todo eso. Yo temía que me dijeras vení para acá y contámelo todo, pero en cambio me dijiste dame una mano para levantar un poco el respaldo. Y mientras yo le daba a la manija a los pies de la cama de hierro, vos le ordenaste a Mirta que encendiera la luz, que no se veía un pepino. Con la luz prendida todos se quedaron quietos, como descubiertos en medio de un acto vergonzoso y hasta imperdonable, como incómodos en la ruptura de ese ensayo general de velorio inminente.

Y para colmo, como para ponerlos aún más en evidencia, como para que nadie se confundiera antes de tiempo, empezaste a dar órdenes casi gritando, estirando el brazo con el suero que bailaba con cada uno de tus ademanes, que vos papá te vas a casa, que vos José te la llevás a Mirta que para leer revistas bastante tiene en su propio living, que ya mismo alguien se ocupa de darle de cenar a Anita o se va a caer redonda en cualquier momento, y que se dejan de joder y me vacían la pieza. Tu voz tronó con tal autoridad que, en una fila sumisa y monocorde, fueron saliendo todos. Y cuando yo me disponía a seguirlos sin mirar atrás, me frenaste en seco con un «vos te quedás acá y cerrás la puerta». Como un chico que trata de pensar rápido una disculpa verosímil, gané el tiempo que pude moviendo el picaporte con cuidado, corriendo las cortinas para acabar de una vez por todas con la luz moribunda de las siete, pateando y volviendo a su lugar la chata guarecida bajo la cama. Pero al final no tuve más remedio que sentarme al lado tuyo, y encontrarme con tus ojos preguntándome.

Te lo conté todo. Primero traté de ser suave. Pero después supongo que me fui aflojando, como si necesitara hablar con alguien sin eufemismos tontos, sin buscar y rebuscar atenuantes tranquilizadores, sin inventar al voleo ejemplos creíbles de sanaciones milagrosas. Te relaté cada uno de los diagnósticos sucesivos, el inútil anecdotario del periplo de locos de los últimos dos meses, el puntilloso pésame velado de los especialistas.

Vos te tomaste tu tiempo. Llorabas mientras yo seguía el monótono detalle de nuestra pesadilla. Llorabas con lágrimas gruesas, escasas, de esas que a veces sueltan los hombres. Después, cuando por fin me callé, cerraste los ojos y estuviste un largo rato respirando muy hondo. Yo empecé a levantarme de a Poquito, casi sin ruido, como para dejarte descánsar, queriendo convencerme de que te habías dormido.

Y ahí pasó. Te incorporaste en la cama con tal violencia que casi me tumbás de nuevo á la silla del susto. Me agarraste casi por el cuello, haciendo un guiñapo con mi camisa y mi corbata, y miraste al fondo

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de mis ojos, corno buscando que lo que ibas á decirme me quedara absolutamente claro. Tu cara se había transformado. Era una máscara iracunda, orgullosa, llena de broncas y rencores. Y tan viva que daba miedo. Ya no quedaban en tu piel rastros de las lágrimas. Sólo tenías lugar para la furia. En ese momento me acordé. Te juro que hacía veinte años por lo menos que aquello ni se me pasaba por la cabeza. Parece mentirá cómo uno, á veces, no se olvida de las cosas que se olvida. Porque cuándo me miraste así, y me agarraste la ropa y me la estrujaste y me sacudiste, el dique del tiempo se me hizo trizas, y el recuerdo de esa tarde de leyenda me ahogó de repente. Ahora, en el hospital, no dijiste nada. Como si fuesen suficientes las chispas que salían de tus ojos, y el rojo furioso de tu expresión crispada. Aquella vez, la primera, cuando me agarraste, también era casi de noche. Y también yo estaba cagado de miedo. Me habías mirado fijo y me habías gritado: «Todavía no perdimos, entendés. Vos atajálo y dejáme á mí».

Jugábamos de visitantes, contra el Estudiantil, en cancha de ellos. La pica con el Estudiantil era uno de esos nudos de la historia que, para cuándo uno nace, ya están anudados. Lo único que le cabe al recién venido al mundo, si nació en el barrio, es tomar partido. Con el Estudiantil o con el Belgrano. Sin medias tintas. Sin chance alguna de escapar a la disyuntiva. De ahí para adelante, el destino está sellado. La línea divisoria no puede ser traspuesta.

Ambos clubes jugaban en la misma Liga, y los dos cruces que se producían cada año solían tener derivaciones tumultuosas. Para colmo, ese año era más especial que nunca. Nosotros, en un derrotero inusitado para nuestras campañas ordinarias, estábamos á un punto del campeonato. Quiso el destino que nos tocara el Estudiantil en la última fecha. Con cualquier otro equipo la cosa hubiese sido sencilla. Nos bastaba un simple empate, y ningún osado delantero contrario iba á estar dispuesto á amargarnos la fiesta a cambio de una fractura inopinada, y menos con el verano por delante y el calor que dan los yesos desde el tobillo hasta la ingle. Pero con el Estudiantil la cosa era distinta.

Entre argentinos hay una sola cosa más dulce que el placer propio: la desgracia ajena. Dispuestos a cumplir con ese anhelo folklórico, ellos se habían preparado para el partido con un fervor sorprendente, que nada tenía que ver con el magro décimo puesto en la tabla con el que despedían la temporada.

Lo malo era que lo nuestro, en el Belgrano, era por cierto limitado: dos wines rápidos, un mediocampo ponedor, y dos backs instintivamente sanguinarios, capaces de partir por la mitad hasta a su propia madre, en el caso de que ella tuviera la mala idea de encarar para el área con pelota dominada. Para colmo, de árbitro lo mandaron al negro Pérez, un cabo de la Federal que partía de la base de que todos éramos delincuentes salvo demostración irrefutable de

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lo contrario. Un árbitro tan mal predispuesto a dejar pasar una pierna fuerte era lo peor que podía sucedernos. Igual nos juramentamos vencer o vencer. También nosotros éramos argentinos: y darles la vuelta olímpica en las narices, y en cancha de ellos, iba a ser por completo inolvidable.

El partido salió caldeado. Nos quedamos sin uno de los backs a los quince del primer tiempo, y si tengo que ser sincero, Pérez estuvo blando. A los diez minutos el tipo ya había hecho méritos suficientes como para ir preso. Pero su sacrificio no fue en vano: a los delanteros de ellos les habrán dolido esos quince minutos, porque después entraron poco, y prefirieron probar desde lejos. Las gradas eran un polvorín, y había como doscientos voluntarios listos para encender la mecha. La cancha tenía una sola tribuna, en uno de los laterales, que estaba copada por la gente de ellos. Los nuestros se apiñaban en el resto del perímetro, bien pegados al alambrado. Encima el gordo Nápoli, que tenía al pibe jugando de ocho en nuestro cuadro, les sacaba fotos a los del Estudiantil y, aprovechando los pozos de silencio, para que lo oyeran con claridad, les gritaba las gracias porque las fotos le servían para el insectario que estaba armando.

El partido fue pasando como si los segundos fueran de plomo. Yo me daba vuelta cada medio minuto y preguntaba cuánto faltaba. Don Alberto estaba pegado al alambre, y me gritaba que me dejara de joder y mirara el partido o me iba a comer un gol pavote. Pero yo no preguntaba por idiota. Preguntaba porque sentía algo raro en el aire, como si algo malo estuviese por pasar y yo no supiera cómo cuernos evitarlo. Cuando terminaba el primer tiempo, mis dudas se disiparon abruptamente: el nueve de ellos me la colgó en un ángulo desde afuera del área. Sacamos del medio y Pérez nos mandó al vestuario. La hinchada del Estudiantil era una fiesta, y yo tenía unas ganas de llorar que me moría.

Ahora me acuerdo como si fuera hoy. Vos jugabas de cinco, y eras de lo mejorcito que teníamos. Pero en todo el primer tiempo la habías visto pasar como si fueras imbécil. Las pocas pelotas que habías conseguido, o te habían rebotado o se las habías dado a los contrarios. Chiche no lo podía creer, y te gritaba como loco para hacerte reaccionar. Trataba de que te calentaras con él, aunque fuera, como cuando jugábamos en la calle. Pero vos seguías ahí, mirando para todos lados con cara de estúpido. Siempre parado en el lugar equivocado, tirando pases espantosos, cortando el juego con fules innecesarios.

En el entretiempo el gordo Nápoli guardó la cámara y nos improvisó una charla técnica de emergencia. La verdad es que habló bastante bien. Con su tradicional estilo ampuloso, y sin demorarse en falsas ternuras, nos recordó lo que ya sabíamos: si perdíamos el partido, y Estudiantil nos sonaba el campeonato, que ni aportáramos por el barrio porque seríamos repudiados con justa razón por las fuerzas

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vivas de nuestra comunidad belgraniana. Vos seguías ahí, sentado en un banco de listones grises, con las piernas estiradas y la cabeza baja. Cuando nos llamaron para el segundo tiempo, tuve que ir a buscarte porque ni aún entonces te incorporaste. No sé si fue el miedo o una inspiración mística y repentina, pero de pronto me vi casi llorándote y pidiéndote que me dieras una mano, que no arrugaras, que te necesitaba porque si no íbamos al muere. Se ve que te impresioné con tanta charla y tanto brote emotivo (yo que siempre fui tan tímido), porque después te levantaste y me dijiste solamente vamos, pero tu tono ya era el tuyo.

El segundo tiempo fue otra historia. Ese se me pasó volando. Parece mentira como corre la vida cuando vas perdiendo. Yo ya no preguntaba la hora. Don Alberto nos gritaba que le metiéramos pata, que faltaba poco. Y a vos se te había acomodado la croqueta. Todas las que te rebotaban en el primer tiempo, ahora las amansabas y las distribuías con criterio. En lugar de regalar pelotas ponías pases profundos, bien medidos. Pero no alcanzaba. Pegamos dos tiros en los palos, y el pibe de Nápoli se comió dos mano a mano con el arquero (que encima andaba inspirado). Y para colmo, a los treinta minutos a mí me empezó de nuevo la sensación de catástrofe inminente.

No andaba mal encaminado. Jugados al empate como estábamos, nos agarraron mal parados de contraataque: se vinieron tres de ellos contra el back sobreviviente (Montanaro se llamaba) y yo. La trajo el nueve y cerca del área la abrió a la izquierda para el once. Montanaro se fue con él y lo atoró unos segundos, pero el otro logró sacar el centro que le cayó a los pies de nuevo al nueve, y yo no tuve más remedio que salir a achicarle. Parece mentira cómo a veces el hombre sucumbe a su propia pequeñez: si el tipo la toca a la derecha para el siete, es gol seguro. Pero la carne es débil: los gritos de la hinchada, el arco enorme de grande, el sueño de ser él quien nos enterrase definitivamente en el oprobio. Mejor amagar, quebrar la cintura, eludir al arquero, estar a punto de pasar a la inmortalidad con un gol definitivo, y recibir una patada asesina en el tobillo izquierdo que lo tumbó como un hachazo.

Pérez cobró de inmediato. El petiso seguía aullando de dolor en el piso, pobre. Pero no me echaron. Tal vez fuese el propio ambiente el que me puso a salvo. En efecto, se respiraba una ominosa atmósfera de asunto concluido. Ellos se abrazaban por adelantado. Su hinchada enfervorizada se regodeaba en el sueño hecho realidad. El gordo Nápoli lloraba aferrado a los alambres. Don Alberto insultaba entre dientes. La verdad es que en ese momento, si me hubiesen ofrecido irme, hubiese agarrado viaje. Intuía ya el grito feroz que iban a proferir cuando convirtieran el penal. Ya me veía tirado en el piso, con esos mugrientos saltando y abrazándose alrededor mío, pateando una vez y otra la pelota contra la red. Me volví a buscar la cara de Don Alberto en medio de los rostros entristecidos. ,Faltan tres», me dijo cuando nuestros ojos por fin se encontraron. Y era como una

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sentencia inquebrantable. Ahí bajé definitivamente los brazos. Un dos a cero es definitivo cuando faltan tres minutos y uno es visitante. De local vaya y pase, aunque tampoco. ¿Cómo dar vuelta semejante cosa?Me fui a parar a la línea como quien se dirige al cadalso. Lo único que quería ahora era que pasara pronto. Sacarme de una vez por todas a esos energúmenos borrachos en la arrogancia de la victoria.Y entonces caíste vos. Nunca supe qué habías estado haciendo todo ese tiempo. O tal vez fueron sólo segundos, que a mí me parecieron siglos. Pero lo cier to es que cuando levanté la cabeza te tenía adelante. Me agarraste el cuello del buzo y me lo retorciste. Me zarandeaste de lo lindo, mientras me gritabas: «¡Reaccioná, carajo, reaccioná!». Tu cara metía miedo. Era una mezcla explosiva de bronca y de rencor y de determinación y de certeza. La misma que pusiste ayer en la cama, y que me hizo acordar de todo esto. Me miraste al fondo de los ojos, como para que no me distrajera en el batifondo de los gritos y los cohetes y los consejos de tiráte para acá, arquero, tiráte para el otro lado, pibe. Cuando te aseguraste de que te estaba mirando y escuchando, y teniéndome bien agarrado del cuello me dijiste: «Atajálo, Manuel. Atajálo por lo que más quieras. Si vos lo atajás yo te juro que lo empato. Prometéme que lo atajás, hermanito. Yo te juro que lo empato».

Me encontré diciéndote que sí, que te quedaras tranquilo. Y no por llevarte la corriente, nada de eso. Era como si tu voz hubiese llevado algo adherido, como un perfume a cosa verdadera que apaciguaba al destino y era capaz de enderezarlo. De ahí en más ya fui yo mismo.Cumplí todos los ritos que debe cumplir un arquero en esos casos límite. Iba a patearlo Genaro, el dos de ellos, un tano bruto y macizo que sacaba unos chumbazos impresionantes. Me acerqué a acomodarle la pelota, arguyendo que estaba adelantada. La giré un par de veces y la deposité con gesto casi delicado, en el mismo lugar de donde la había levantado. Pero a Genaro le dejé la inquietante sensación de habérsela engualichado o algo por el estilo. Volvió a adelantarse y a acomodarla a su antojo. De nuevo dejé mi lugar en la línea del arco y repetí el procedimiento. Pero esta vez, y asegurándome de estar de espaldas al árbitro, lo enriquecí con un escupitajo bien cargado, que deposité veloz sobre uno de los gajos negros del balón. Genaro, francamente ofuscado, volvió hasta la pelota, la restregó contra el pasto, y me denunció reiteradas veces al juez Pérez. Sabiéndome al límite de la tolerancia, e intuyendo que el tipo ya iba incubando ganas de asesinarme, volví a acercarme con ademanes grandilocuentes. Invoqué a viva voz mis derechos cercenados, y mientras le tocaba de nuevo la pelota le dije a Genaro, lo suficientemente bajo como para que sólo él me escuchara, que después de errar el penal mi hermano iba a empatarle el partido, que se iba a tener que mudar a La Quiaca de la vergüenza, pero que en agradecimiento yo le prometía que iba a dejar de afilar con su novia. Genaro optó por putearme a los alaridos, como era esperable de cualquier varón honesto y bien nacido. Pérez lo reprendió

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severamente, y a mí me mandó a la línea del arco con un gesto que ya no admitía dilaciones.

En ese momento empezó a rodar el milagro. Me jugué apenas a la izquierda, pero me quedé bien erguido: Genaro le pegaba muy fuerte pero sin inclinarse, y la pelota solía salir más bien alta. Le dio con furia, con ganas de aplastarme, de humillarme hasta el fondo de mi alma irredenta. Tuve un instante de pánico cuando sentí la pelota en la punta de mis guantes: era tal la violencia que traía que no iba a poder evitar que me venciera las manos. De hecho así fue, pero había conseguido cambiarle la trayectoria: después de torcerme las muñecas la pelota se estrelló en el travesaño y picó hacia afuera, a unos veinte centímetros de la línea. Me incorporé justo a tiempo para atraparla, y para que los noventa y cinco kilos de Genaro me aplastaran los huesos, la cabeza, las articulaciones. Pérez cobró el tiro libre y me gritó: «Juegue».

No me detuve a escuchar los gritos de alegría de los nuestros. Me incorporé como pude y te busqué desesperado. Estabas en el medio campo, totalmente libre de marca: ellos volvían desconcertados, como no pudiendo creer que tuvieran todavía que aplazar el grito del triunfo. Te la tiré bastante mal por cierto; pero como andabas inspirado la dominaste con dos movimientos. Levantaste la cabeza y se la tiraste al pibe de Nápoli que corrió como una flecha por la izquierda. Sacó un centro hermoso, bien llovido al área, pero alguno de ellos consiguió revolearla al córner.

Era la última. Pérez ya miraba de reojo su muñeca, con ganas de terminarlo. Fuimos todos a buscar el centro. Lo mío era un acto simbólico. Si me hubiese caído a mí hubiera sido incapaz de cabecear con puntería. Al arco me defendía, pero afuera era una tabla con patas. El centro lo tiró de nuevo Nápoli, pero esta vez le salió más pasado y más abierto, y bajó casi en el vértice del área. Vos estabas de espaldas al arco. El sol ya se había ido, y no se veía bien ni la cancha ni la pelota. Mientras estuvo alta, donde el aire todavía era más claro, la vi pasar encima mío sin esperanza. Cuando te llegó a vos, supongo que debía ser poco más que una sombra sibilante.

Parece mentira cómo todos estos años lo tuve olvidado, porque mientras avanzo en el recuerdo los detalles se me agolpan con una vigencia pasmosa. Porque fue justo ahí, mientras yo pensaba “sonamos, pasó de largo, ahora la revienta alguno de ellos y Pérez lo termina”, fue ahí que el milagro concluyó su ciclo legendario. La camiseta con el cinco en la espalda, las piernas volando acompasadas, la izquierda en alto, después la derecha, la chilena lanzada en el vacío, y la sombra blanquecina cambiando el rumbo, torciendo la historia para siempre, viajando y silbando en una parábola misteriosa, sobrevolando cabezas incrédulas, sorteando con lo justo el manotazo de un arquero horrorizado en la certidumbre de que la bola lo sobraba, de que caía para siempre contra una red

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vencida por el resto de la eternidad, de que era uno a uno y a cobrar. Y nada más en el recuerdo, porque ya con eso era demasiado, apenas un vestigio de energía para salir corriendo, para treparse al alambrado, para tirarse al piso a llorar de la alegría, para encontrarme con vos en un abrazo mudo y sollozante, para que el gordo Nápoli resucitara la cámara y las fotos para el insectario, y los gestos obscenos, y el grito multiplicado en cien gargantas, y el tumulto feliz en el mediocampo, y la vuelta olímpica lejos del lateral para librarnos de los gargajos.

Ayer a la nochecita, con esa cara de loco y ese puño arrugándome la ropa, me hiciste retroceder veinte años, a cuando vos tenías quince y yo dieciséis, a tu fe ciega y al exacto punto de tu chilena legendaria, heroica, repentina, capaz de torcer los rumbos sellados del destino. Ni vos ni yo tuvimos, ayer, ganas de hablar de aquello. Pero yo sabía que vos sabías que ambos estábamos pensando en lo mismo, recordando lo mismo, confiando en lo mismo. Y nos pusimos a llorar abrazados como dos minas. Y moqueamos un buen rato, hasta que me empujaste y te dejaste caer en la cama, y me dijiste dejáme solo, andá con los demás que van a preocuparse. Y yo te hice caso, porque en la penumbra de la pieza te vi los ojos, llenos de bronca y de rencor, llenos de una furia ciega. Y me quedé tranquilo.

La noche me la pasé en la capilla de la clínica, rezando y cabeceando de sueño pero sin darme por vencido. Recién cuando te llevaron al quirófano me fui hasta la cafetería a tomar un café con leche con medialunas. Me la llevé a Anita, que estaba hecha un trapo, pobrecita. Lógicamente no le dije nada de lo de anoche, porque pensé que con el batuque que debía tener ahora en el balero me iba a sacar rajando si empezaba a desempolvar historias antiguas. A los demás tampoco les dije nada. Los dejé que volvieran con su velorio portátil, esta vez improvisado en la sala de espera del quirófano, a dejar pasar las horas, a consolarla a Anita y a los chicos, a murmurar ensayos de resignación y de entereza.

Ni siquiera dije nada cuando salió Rivas hecho una tromba, cuando la agarró a Anita del brazo y ella lo escuchó llorando pero maravillada, agradecida, in crédula, ni cuando él habló y gesticuló y dejó que se le desordenara el pelo engominado, ni cuando la voz entró a correr entre los presentes, ni cuando empezaron a oírse exclamaciones contenidas y risitas tímidas buscando otras risas cómplices para animarse a tronar en carcajadas y gritos de júbilo, ni cuando Anita me lo trajo a Rivas para que lo oyera de sus labios.

Ahí tampoco dije nada, aunque lloré de lo lindo. Yo lloraba de emoción, es claro. Pero no de sorpresa. No con la sorpresa todavía descreída, todavía tensa y desconfiada de José, de Mirta, de los chicos, de la propia Anita. Yo también, en su lugar, hubiese estado sorprendido. Para ellos este milagro es el primero. Al fin y al cabo,

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ellos no vivieron aquel partido de epopeya. Y no le dieron la vuelta olímpica al Estudiantil en cancha de ellos, con el gol tuyo de chilena.

2ºAUna broma extraña

Agatha Christie-Y ésta -dijo Juana Helier completando la presentación- es la señorita Marple.

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Como era actriz, supo darle entonación a la frase, una mezcla de respeto y triunfo.

Resultaba extraño que el objeto tan orgullosamente proclamado fuese una solterona de aspecto amable y remilgado. En los ojos de los dos jóvenes que acababan de trabar conocimiento con ella gracias a Juana, se leía incredulidad y una ligera decepción. Era una pareja muy atractiva; ella, Charmian Straud, esbelta y morena... él era Eduardo Rossiter, un gigante rubio y afable.

Charmian dijo, algo cortada:

-¡Oh!, estamos encantados de conocerla.

Mas sus ojos no corroboraban tales palabras y los dirigió interrogadores a Juana Helier.

-Querida -dijo ésta, respondiendo a la mirada-, es maravillosa. Déjenselo todo a ella. Te dije que la traería aquí y eso he hecho -se dirigió a la señorita Marple-. Usted lo arreglará. Le será fácil.

La señorita Marple volvió sus ojos de un color azul porcelana hacia el señor Rossiter.

-¿No quiere decirme de qué se trata? -le dijo.

-Juana es amiga nuestra -intervino Charmian, impaciente-. Eduardo y yo estamos en un apuro. Y Juana nos dijo que si veníamos a su fiesta nos presentaría a alguien que era... que haría... que podría...

Eduardo acudió en su ayuda.

-Juana nos dijo que era usted la última palabra en sabuesos, señorita Marple.

Los ojos de la solterona parpadearon de placer, mas protestó con modestia:

-¡Oh, no, no! Nada de eso. Lo que pasa es que viviendo en un pueblecito como vivo yo, una aprende a conocer a sus semejantes. ¡Pero la verdad es que ha despertado usted mi curiosidad! Cuénteme su problema.

-Me temo que sea algo vulgar... Se trata de un tesoro enterrado -explicó Eduardo Rossiter.

-¿De veras? ¡Pues me parece muy interesante!

-¿Sí? ¡Como la Isla del Tesoro! Nuestro problema carece de detalles románticos. No hay un mapa señalado con una calavera y dos tibias

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cruzadas, ni indicaciones como por ejemplo..., «cuatro pasos a la izquierda; dirección noroeste». Es terriblemente prosaico... Ni tan solo sabemos dónde hemos de escarbar.

-¿Lo ha intentado ya?

-Yo diría que hemos removido dos acres cuadrados. Todo el terreno lo hemos convertido casi en un huerto, y sólo nos falta decidir si sembramos coles o papas.

-¿Podemos contárselo todo? -dijo Charmian con cierta brusquedad.

-Pues claro, querida.

-Entonces busquemos un sitio tranquilo. Vamos, Eduardo.

Y abrió la marcha en dirección a una salita del segundo piso, luego de abandonar aquella estancia tan concurrida y llena de humo.

Cuando estuvieron sentados, Charmian comenzó su relato.

-¡Bueno, ahí va! La historia comienza con tío Mathew, nuestro tío... o mejor dicho, tío abuelo de los dos. Era muy viejo. Eduardo y yo éramos sus únicos parientes. Nos quería y siempre dijo que a su muerte repartiría su dinero entre nosotros. Bien, murió (el mes de marzo pasado) y dejó dispuesto que todo debía repartirse entre Eduardo y yo. Tal vez por lo que he dicho le parezca a usted algo dura... no quiero decir que hizo bien en morirse... los dos lo queríamos..., pero llevaba mucho tiempo enfermo. El caso es que ese «todo» que nos había dejado resultó ser prácticamente nada. Y eso, con franqueza, fue un golpe para los dos, ¿no es cierto, Eduardo?

El bueno de Eduardo asintió:

-Habíamos contado con ello -explicó-. Quiero decir que cuando uno sabe que va a heredar un buen puñado de dinero..., bueno, no se preocupa demasiado en ganarlo. Yo estoy en el ejército... y no cuento con nada más, aparte de mi paga... y Charmian no tiene un peso. Trabaja como directora de escena de un teatro... cosa muy interesante... pero que no da dinero. Teníamos el propósito de casarnos, pero no nos preocupaba la parte monetaria, porque ambos sabíamos que llegaría un día en que heredaríamos.

-¡Y ahora resulta que no heredamos nada! -exclamó Charmian-. Lo que es más, Ansteys... que es la casa solariega, y que tanto queremos Eduardo y yo, tendrá que venderse. ¡Y no podemos soportarlo! Pero si no encontramos el dinero de tío Mathew, tendremos que venderla.

-Charmian, tú sabes que todavía no hemos llegado al punto vital -dijo el joven.

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-Bien, habla tú entonces.

Eduardo se volvió hacia la señorita Marple.

-Verá usted -dijo-. A medida que tío Mathew iba envejeciendo, se volvía cada vez más suspicaz, y no confiaba en nadie.

-Muy inteligente por su parte -replicó la señorita Marple-. La corrupción de la naturaleza humana es inconcebible.

-Bueno, tal vez tenga usted razón. De todas formas, tío Mathew lo pensó así. Tenía un amigo que perdió todo su dinero en un Banco, y otro que se arruinó por confiar en su abogado, y él mismo perdió algo en una compañía fraudulenta. De este modo se fue convenciendo de que lo único seguro era convertir el dinero en barras de oro y plata y enterrarlo en algún lugar adecuado.

-¡Ah! -dijo la señorita Marple-. Empiezo a comprender algo.

-Sí. Sus amigos discutían con él, haciéndole ver que de este modo no obtendría interés alguno de aquel capital, pero él sostenía que eso no le importaba. «El dinero -decía- hay que guardarlo en una caja debajo de la cama o enterrarlo en el jardín». Y cuando murió era muy rico. Por eso suponemos que debió enterrar su fortuna. Descubrimos que había vendido valores y sacado grandes sumas de dinero de vez en cuando, sin que nadie sepa lo que hizo con ellas. Pero parece probable que fiel a sus principios comprara oro para enterrarlo y quedar tranquilo -explicó Charmian.

-¿No dijo nada antes de morir? ¿No dejó ningún papel? ¿O una carta?

-Esto es lo más enloquecedor de todo. No lo hizo. Había estado inconsciente durante varios días, pero recobró el conocimiento antes de morir. Nos miró a los dos, se rió... con una risita débil y burlona, y dijo: «Estarán muy bien, pareja de tortolitos.» Y señalándose un ojo... el derecho... nos lo guiñó. Y entonces murió...

-Se señaló un ojo -repitió la señorita Marple, pensativa.

-¿Saca alguna consecuencia de esto? -le preguntó Eduardo con ansiedad-. A mí me hace pensar en el cuento de Arsenio Lupin. Algo escondido en un ojo de cristal. Pero nuestro tío Mathew no tenía ningún ojo de cristal.

-No -dijo la señorita Marple meneando la cabeza-. No se me ocurre nada, de momento.

-¡Juana nos dijo que usted nos diría en seguida dónde teníamos que buscar! -se lamentó Charmian, contrariada.

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-No soy precisamente una adivina -la señorita Marple sonreía-. No conocí a su tío, ni sé la clase de hombre que era, ni he visto la casa que les legó ni sus alrededores.

-¿Y si visitase aquello, lo sabría? -preguntó Charmian.

-Bueno, la verdad es que entonces resultaría bastante sencillo -replicó la señorita Marple.

-¡Sencillo! -repitió Charmian-. ¡Venga usted a Ansteys y vea si descubre algo!

Tal vez no esperaba que la señorita Marple tomara en serio sus palabras, pero la solterona repuso con presteza:

-Bien, querida, es usted muy amable. Siempre he deseado tener ocasión de buscar un tesoro enterrado. ¡Y, además, en beneficio de una pareja de enamorados! -concluyó con una sonrisa resplandeciente.

-¡Ya ha visto usted! -exclamó Charmian con gesto dramático.

Acababan de realizar el recorrido completo de Ansteys. Estuvieron en la huerta, convertida en un campo atrincherado. En los bosquecillos, donde se había cavado al pie de cada árbol importante, y contemplaron tristemente lo que antes fuera una cuidada pradera de césped. Subieron al ático, contemplando los viejos baúles y cofres con su contenido esparcido por el suelo. Bajaron al sótano, donde cada baldosa había sido levantada. Midieron y golpearon las paredes y la señorita Marple inspeccionó todos los muebles que tenían o pudieran tener algún cajón secreto.

Sobre una mesa había un montón de papeles... todos los que había dejado el fallecido Mathew Straud. No se destruyó ninguno y Charmian y Eduardo repasaban una y otra vez las facturas, invitaciones y correspondencia comercial, con la esperanza de descubrir alguna pista.

-Cree usted que nos hemos olvidado de mirar en algún sitio? -le preguntó Charmian a la señorita Marple.

-Me parece que ya lo han mirado todo, querida -dijo la solterona moviendo la cabeza-. Tal vez si me permiten decirlo, han mirado demasiado. Siempre he pensado que hay que tener un plan. Es como mi amiga la señorita Eldritch, que tenía una doncella estupenda que enceraba el linóleo a las mil maravillas, pero era tan concienzuda que incluso enceró el suelo del cuarto de baño, y cuando la señora Eldritch salía de la ducha, la alfombrita se escurrió bajo sus pies, y tuvo tan mala caída que se rompió una pierna. Fue muy desagradable, pues naturalmente la puerta del cuarto de baño estaba

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cerrada y el jardinero tuvo que coger una escalera y entrar por la ventana... con gran disgusto de la señora Eldritch, que era una mujer muy pudorosa.

Eduardo se removió, inquieto.

-Por favor, perdóneme -apresuró a decir la señorita Marple-. Siempre tengo tendencia a salirme por la tangente. Pero es que una cosa me recuerda otra, y algunas veces me resulta provechoso. Lo que quise decir es que tal vez si intentáramos aguzar nuestro ingenio y pensar en un lugar apropiado...

-Piénselo usted, señorita Marple -dijo Eduardo, contrariado-. Charmian y yo tenemos el cerebro en blanco.

-Vamos, vamos. Claro... es una dura prueba para ustedes. Si no les importa voy a repasar bien estos papales. Es decir, si no hay nada personal... no me gustaría que pensaran ustedes que me meto en lo que no me importa.

-Oh, puede hacerlo. Pero me temo que no va a encontrar nada.

Se sentó a la mesa y metódicamente fue mirando el fajo de documentos... y clasificándolos en varios montoncitos. Cuando hubo concluido se quedó mirando al vacío durante varios minutos.

Eduardo le preguntó, no sin cierta malicia:

-¿Y bien, señorita Marple?

Miss Marple se rehizo con un ligero sobresalto.

-Le ruego me perdone. Estos documentos me han servido de gran ayuda.

-¿Ha descubierto algo importante?

-¡Oh!, no, nada de eso. Pero creo que ya sé qué clase de hombre era su tío Mathew... bastante parecido a mi tío Enrique, que era muy aficionado a las bromas. Un solterón sin duda... me pregunto por qué... ¿tal vez a causa de un desengaño prematuro? Metódico hasta cierto punto, pero poco amigo de sentirse atado..., como casi todos los solterones.

A espaldas de la señorita Marple, Charmian hizo un gesto a Eduardo que significaba: «Está loca del todo.»

Miss Marple seguía hablando de su difunto tío Enrique.

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-Era muy aficionado a las charadas -explicaba-. Para algunas personas las charadas resultan muy difíciles y les molestan. Un mero juego de palabras puede irritarles. También era un hombre receloso. Siempre pensaba que los criados le robaban. Y algunas veces era verdad, aunque no siempre. Se convirtió en su obsesión. Hacia el fin de su vida pensó que envenenaban su comida, y se negó a comer otra cosa que huevos pasados por agua. Decía que nadie podía alterar el contenido de un huevo. Pobre tío Enrique, ¡era tan alegre en otros tiempos! Le gustaba mucho tomar café después de cenar. Solía decir: «Este café es muy negro», y con ello quería significar que deseaba otra taza.

Eduardo pensó que si oía algo más sobre el tío Enrique se volvería loco.

-Le gustaban mucho las personas jóvenes -proseguía la señorita Marple-, pero se sentía inclinado a atormentarlos un poco... no sé si me entenderán... Solía poner bolsas de caramelos donde los niños no pudieran alcanzarlas.

Dejando los cumplidos a un lado, Charmian exclamó:

-¡Me parece horrible!

-¡Oh, no, querida!, sólo era un viejo solterón, y no estaba acostumbrado a los pequeños. Y la verdad es que no era nada tonto. Acostumbraba a guardar mucho dinero en la casa, y tenía un escondite seguro. Armaba mucho alboroto por ello... diciendo lo bien escondido que estaba. Y por hablar demasiado, una noche entraron los ladrones y abrieron un boquete en el escondrijo.

-Le estuvo muy bien empleado -exclamó Eduardo.

-Pero no encontraron nada -replicó la señorita Marple-. La verdad es que guardaba su dinero en otra parte... detrás de unos libros de sermones, en la biblioteca. ¡Decía que nadie los sacaba nunca de aquel estante!

-Oiga, es una idea -interrumpió Eduardo, excitado-. ¿Qué le parece si miráramos en la biblioteca?

Charmian meneó la cabeza.

-¿Crees que no he pensado en eso? El martes pasado miré todos los libros cuando tú fuiste a Portsmouth. Los saqué uno por uno y los sacudí. Tampoco en la biblioteca hay nada.

Eduardo exhaló un suspiro. Levantándose de su asiento se dispuso a deshacerse con tacto de su insoportable visitante.

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-Ha sido usted muy amable al intentar ayudarnos. Siento que no haya servido de nada. Comprendo que hemos abusado de su tiempo. No obstante... sacaré el coche y podrá alcanzar el tren de las tres treinta...

-¡Oh! -repuso la señorita Marple-, pero antes tenemos que encontrar el dinero, ¿verdad? No debe darse por vencido, señor Rossiter. Si la primera vez no tiene éxito, hay que intentarlo otra y otra, y otra vez.

-¿Quiere decir que va a continuar intentándolo?

-Pues para hablar con exactitud -replicó la solterona- todavía no he empezado. Primero se coge la liebre... como dice la señora Beeton en su libro de cocina... un libro estupendo, pero terriblemente imposible... la mayoría de sus recetas empiezan diciendo: «Se toma una docena de huevos y una libra de mantequilla.» Déjeme pensar..., ¿por dónde iba? Oh, sí. Bien, ya tenemos, por así decirlo, nuestra liebre, que es, naturalmente, el tío Mathew, y ahora sólo nos falta decidir dónde podría haber escondido el dinero. Puede que sea bien sencillo.

-¿Sencillo? -se extrañó Charmian.

-Oh, sí, querida. Estoy segura de que habrá utilizado el medio más fácil. Un cajón secreto... ésa es mi solución.

Eduardo dijo con sequedad:

-No pueden guardarse muchos lingotes de oro en un cajoncito secreto.

-No, no, claro que no. Pero no hay razón para creer que el dinero fuese convertido en oro.

-Él siempre decía...

-¡Y mi tío Enrique siempre hablaba de su escondrijo! Por eso creo firmemente que lo dijo para despistar. Los diamantes pueden esconderse con facilidad en un cajón secreto.

-Pero ya lo hemos mirado todo. Hicimos venir a un técnico para que examinase los muebles.

-¿De veras, querida? Hizo usted muy bien. Yo diría que el escritorio de su tío es el lugar más apropiado. ¿Es aquél que está apoyado contra la pared?

-Sí. Voy a enseñárselo.

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Charmian se acercó al mueble y lo abrió. En su interior aparecieron varios casilleros y cajoncitos. Luego, accionando una puertecita que había en el centro, tocó un resorte situado en el interior del cajón de la izquierda, El fondo de la caja del centro se adelantó y la joven la sacó dejando un hueco descubierto. Estaba vacío.

-¿No es casualidad? -exclamó la señorita Marple-. Mi tío Enrique tenía un escritorio igual que éste sólo que era de madera de nogal y éste es de caoba.

-De todas maneras -dijo Charmian-, como puede usted ver, aquí no hay nada.

-Me imagino -replicó la señorita Marple- que ese experto que trajeron ustedes sería joven..., y no lo sabía todo. La gente era muy mañosa para construir sus escondrijos en aquellos tiempos. A veces hay un secreto dentro de otro secreto.

Y quitándose una horquilla de entre sus cuidados cabellos grises, la enderezó y apretó con ella un punto de la caja secreta en el que parecía haber un diminuto agujero tal vez producido por la carcoma, y sin grandes dificultades sacó un cajón pequeñito. En él apareció un fajo de cartas descoloridas y un papel doblado.

Eduardo y Charmian se apoderaron del hallazgo. Eduardo desplegó el papel con dedos temblorosos, mas lo dejó caer con una exclamación de disgusto.

-¡Una receta de cocina! ¡Jamón al horno! ¡Bah!

Charmian estaba desatando la cinta que sujetaba el fajo de cartas. Y sacando una exclamó:

-¡Cartas de amor!

-¡Qué interesante! -exclamó la señorita Marple-. Tal vez nos explique la razón de que no se casara su tío.

Charmian leyó:

«Mi querido Mathew, debo confesarte que el tiempo se me ha hecho muy largo desde que recibí tu última carta. Trato de ocuparme en las distintas tareas que me fueron encomendadas, y me digo a menudo lo afortunada que soy al poder ver tantas partes del globo, aunque bien poco pensaba, cuando me fui a América, que iba a viajar hasta estas lejanas islas.»

Charmian hizo una pausa.

-¿Dónde está fechado esto? ¡Oh, en Hawai!

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«Cielos, estos nativos están todavía muy lejos de ver la luz. Viven semidesnudos y en un estado completamente salvaje; pasan la mayor parte del tiempo nadando o bailando, y adornándose con guirnaldas de flores. El señor Gray ha conseguido convertir a algunos, pero es una tarea difícil y él y su esposa se sienten muy descorazonados. Yo procuro hacer lo que puedo para animarlo, mas yo también me siento triste a menudo por la razón que puedes adivinar, querido Mathew. La ausencia es una dura prueba para un corazón enamorado. Tus renovadas promesas de amor me causaron gran alegría. Ahora y siempre te pertenecerá mi corazón, querido Mathew, y seré siempre tuya,

Betty Martin

P. D.: Dirijo mi carta a nuestra mutua amiga Matilde Graves, como de costumbre. Espero que el Cielo perdone este subterfugio.»

Eduardo lanzó un silbido.

-¡Una misionera! Conque ése fue el amor de tío Mathew. Me pregunto por qué no se casaron.

-Al parecer recorrió casi todo el mundo -dijo Charmian examinando las misivas-. Mauricio... toda clase de sitios. Probablemente moriría víctima de la fiebre amarilla o algo así.

Una risa divertida les sobresaltó. La señorita Marple lo estaba pasando en grande.

-Vaya, vaya -dijo-. ¡Fíjense en esto ahora!

Estaba leyendo para sí la receta de jamón al horno, y al ver sus miradas interrogadoras, prosiguió en voz alta:

«Jamón al horno con espinacas. Se toma un pedazo bonito de jamón, rellénese de dientes de ajo y cúbrase con azúcar moreno. Cuézase a fuego lento. Servirlo con un borde de puré de espinacas.»

-¿Qué opinan de esto?

-Yo creo que debe resultar un asco -dijo Eduardo.

-No, no, tiene que resultar muy bueno..., pero, ¿qué opinan de todo esto?

-¿Usted cree que se trata de una clave... o algo parecido? -exclamó Eduardo con el rostro iluminado y cogiendo el papel-. Escucha, Charmian, ¡podría ser! Por otra parte, no hay razón para guardar una receta de cocina en un lugar secreto.

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-Exacto -repuso la señorita Marple.

-Ya sé lo que puede ser... una tinta simpática -dijo Charmian-. Vamos a calentarlo. Enciende una bombilla.

Pero hecha la prueba, no apareció ningún signo de escritura invisible.

-La verdad -dijo la señorita Marple, carraspeando-, creo que lo están complicando demasiado. Esta receta es sólo una indicación, por así decir. Según mi parecer, son las cartas lo significativo.

-¿Las cartas?

-Especialmente la firma.

Mas Eduardo apenas la escuchaba, y gritó excitado:

-¡Charmian! ¡Ven aquí! Tiene razón... Mira... los sobres son bastante antiguos, pero las cartas fueron escritas muchos años después.

-Exacto -repuso la señorita Marple.

-Sólo se ha tratado de que parezcan antiguas. Apuesto a que el propio tío Mathew lo hizo...

-Precisamente -confirmó la solterona.

-Todo esto es un engaño. Nunca existió esa misionera. Debe tratarse de una clave.

-Mis queridos amigos... no hay necesidad de complicar tanto las cosas. Su tío en realidad era un hombre muy sencillo. Quería gastarles una pequeña broma. Eso es todo.

Por primera vez le dedicaron toda su atención.

-¿Qué es exactamente lo que quiere usted decir, señorita Marple? -preguntó Charmian.

-Quiero decir que en este preciso momento tiene usted el dinero en la mano.

Charmian miró el papel.

-La firma, querida. Ahí es donde está la solución. La receta es sólo una indicación. Ajos, azúcar moreno y lo demás, ¿qué es en realidad? Jamón y espinacas. ¿Qué significa? Una tontería. Así que está bien claro que lo importante son las cartas. Y entonces si consideran lo que su tío hizo antes de morir... guiñarles un ojo, según dijeron ustedes. Bien... eso, como ven, les da la pista.

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-¿Está usted loca o lo estamos todos? -exclamó Charmian.

-Sin duda, querida, debe haber oído alguna vez la expresión que se emplea para significar que algo no es cierto, ¿o es que ya no se utiliza hoy en día? Tengo más vista que Betty Martin.

Eduardo susurró mirando la carta que tenía en la mano:

-Betty Martin...

-Claro, señor Rossiter. Como usted acaba de decir, no existe... no ha existido jamás semejante persona. Las cartas fueron escritas por su tío, y me atrevo a asegurar que se debió divertir de lo lindo. Como usted dice, la escritura de los sobres es mucho más antigua... en resumen, los sobres no corresponden a las cartas, porque el matasello de una de ellas data de 1851.

Hizo una pausa y repitió con énfasis.

-Mil ochocientos cincuenta y uno. Y eso lo explica todo, ¿verdad?

-A mí no me dice nada absolutamente -repuso Eduardo.

-Pues está bien claro -replicó la señorita Marple-. Confieso que no se me hubiera ocurrido, a no ser por mi sobrino-nieto Lionel. Es un muchacho encantador y un apasionado coleccionista de sellos. Sabe todo lo referente a la filatelia. Fue él quien me habló de ciertos sellos raros y rarísimos, y de un nuevo hallazgo que había sido vendido en subasta. Y ahora recuerdo que mencionó uno... de 1851 de 2 céntimos y color azul. Creo que vale unos veinticinco mil dólares. ¡Imagínese! Me figuro que los demás también serán ejemplares raros y de precio. No dudo de que su tío los compraría por medio de intermediarios y tendría buen cuidado en «despistar», como se dice en los relatos de detectives.

Eduardo lanzó un gemido y, sentándose, escondió el rostro entre las manos.

-¿Qué te ocurre? -quiso saber Charmian.

-Nada. Es sólo de pensar que a no ser por la señorita Marple, pudimos haber quemado esas cartas para no profanar los recuerdos sentimentales de nuestro tío.

-¡Ah! -replicó la señorita Marple-. Eso es lo que no piensan nunca esos viejos aficionados a las bromas. Recuerdo que mi tío Enrique envió a su sobrina favorita un billete de cinco libras como regalo de Navidad. Los metió dentro de una felicitación que pegó de modo que el billete quedara dentro y escribió encima: «Con cariño y mis mejores augurios. Esto es todo lo que puedo mandarte este año.» La pobre

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chica se disgustó mucho porque lo creyó un tacaño y arrojó al fuego la felicitación. Y claro, entonces él tuvo que darle otro billete.

Los sentimientos de Eduardo hacia tío Enrique habían sufrido un cambio radical.

-Señorita Miss Marple -dijo-, voy a buscar una botella de champaña; brindemos a la salud de su tío Enrique.

Lo que sucedió a un hombreque por pobreza y falta de otra cosa comía

altramucesJuan Manuel

Otro día hablaba el conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:

-Patronio, bien sé que Dios me ha dado mucho más de lo que me merezco y que en todas las demás cosas sólo tengo motivos para estar muy satisfecho, pero a veces me encuentro tan necesitado de dinero que no me importaría dejar esta vida. Os pido que me deis algún consejo para remediar esta aflicción mía.

-Señor conde Lucanor -dijo Patronio-, para que vos os consoléis cuando os pase esto os convendría saber lo que pasó a dos hombres que fueron muy ricos.

El conde le rogó que lo contara.

-Señor conde -comenzó Patronio-, uno de estos hombres llegó a tal extremo de pobreza que no le quedaba en el mundo nada que comer. Habiéndose esforzado por encontrar algo, no pudo más que encontrar una escudilla de altramuces. Al recordar cuán rico había sido y pensar que ahora estaba hambriento y no tenía más que los altramuces, que son tan amargos y saben tan mal, empezó a llorar, aunque sin dejar de comer los altramuces, por la mucha hambre, y de echar las cáscaras hacia atrás. En medio de esta congoja y este pesar, notó que detrás de él había otra persona y , volviendo la cabeza, vio que un hombre comía las cáscaras de altramuces que él tiraba al suelo. Este era el otro de quien os dije también había sido rico.

Cuando aquello vio el de los altramuces, preguntó al otro por qué comía las cáscaras. Respondiole que, aunque había sido más rico que él, había ahora llegado a tal extremo de pobreza y tenía tanta hambre que se alegraba mucho de encontrar aquellas cáscaras que él arrojaba. Cuando esto oyó el de los altramuces se consoló, viendo que había otro más pobre que él y que tenía menos motivo para

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serlo. Con este consuelo se esforzó por salir de pobreza, lo consiguió con ayuda de Dios y volvió otra vez a ser rico.

Vos, señor conde Lucanor, debéis saber que, por permisión de Dios, nadie en el mundo lo logra todo. Pero, pues en todas las demás cosas os hace Dios señalada merced y salís con lo que vos queréis, si alguna vez os falta dinero y pasáis estrecheces, no os entristezcáis, sino tened por cierto que otros más ricos y de más elevada condición las estarán pasando y que se tendrían por felices si pudieran dar a sus gentes aunque fuera menos de lo que vos les dais a los vuestros.

Al conde agradó mucho lo que dijo Patronio, se consoló y, esforzándose, logró salir, con ayuda de Dios, de la penuria en que se encontraba. Viendo don Juan que este cuento era bueno, lo hizo poner en este libro y escribió unos versos que dicen:

Por pobreza nunca desmayéis, pues otros más pobres que vos veréis.

El mechón de cabelloGiovanni Boccaccio

Agilulfo, monarca de los longobardos, estableció en Paria, ciudad de Lombardía, la base de su soberanía. Como sus antecesores, cogió por mujer a Tendelinga, viuda de Autari, también soberano de los longobardos. 

La señora era hermosísima, prudente y honrada, pero desafortunada en afectos. Y, yendo muy bien las cosas de los longobardos por la virtud y la razón de Agilulfo, aconteció que un palafrenero de la nombrada reina, hombre de muy ruin condición por su nacimiento, pero superior en su oficio, y arrogante en su persona, se enamoró intensamente de la reina, y como su baja condición no le impedía advertir que aquel amor escapaba a toda conveniencia, a nadie se lo declaró, ni siquiera a ella con su mirada.

Y sin esperanza alguna siguió viviendo. Pero se jactaba consigo mismo de haber puesto sus pensamientos en tan alto lugar y, ardiendo en amoroso calor, se dedicaba a hacer mejor que sus compañeros lo que a su reina pudiese complacer. Por esto, cuando la reina deseaba cabalgar, prefería de entre todos al palafrén, lo que él tenía como un privilegio, y no se apartaba de ella, juzgándose afortunado algunas veces si podía rozarle los vestidos. 

Pero el amor, como muchas veces vemos, cuando tiene menos esperanza suele aumentar, y así le sucedía al pobre palafrenero, que hallaba insoportable mantener su escondido deseo, al que ninguna esperanza ayudaba. Y muchas veces, no logrando librarse de su

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amor, pensó en morir. Y, reflexionando cómo lograrlo, decidió que fuese de tal manera que se notara que moría por el amor que había puesto y profesaba a la reina, y se propuso que fuera de manera que la fortuna le diese la posibilidad de obtener, totalmente o en parte, la satisfacción de su anhelo. 

No deseó manifestar nada a la reina, ni expresole su amor escribiéndole, ya que sabía que era infructuoso hablar o escribir, mas resolvió ensayar si era posible, por ingenio, con ella acostarse. Mas no veía otro medio ni recurso que hacerse pasar por el rey, el cual no dormía con la reina de continuo.

Y para a ella llegar y entrar en su estancia, procuró el hombre averiguar en qué forma y hábito iba allá el rey. Y así muchas veces, durante la noche, se escondió en una gran sala del real palacio a la que daban los aposentos de la reina y del rey. Y una noche vio a Agilulfo salir de su cámara envuelto en un gran manto, en una mano una antorcha encendida y en la otra una varita, y en llegando a la puerta de la reina, sin nada decir, golpeó la madera con la vara una vez o dos, y abriose la puerta y quitáronle la antorcha de la mano. 

Y esto visto, y vuelto a ver, pensó el palafrenero que él debía hacer otro tanto, y mandó que le aderezasen un manto semejante al del rey, y, provisto de una antorcha y una vara, una noche, tras lavarse bien en un baño para que la reina no advirtiese el olor del estiércol y con él el engaño, en la sala, como solía, se escondió. 

Y notando que ya todos dormían, pensó que era momento de conseguir su deseo, o, con alta razón, la muerte que arrostraba, y, haciendo con la yesca y eslabón que llevaba encima un poco de fuego, encendió la luz y, envuelto en el manto, se acercó al umbral y dos veces llamó con la vara. Abrió la puerta una soñolienta camarera, que le retiró y apartó la luz y él, sin decir nada, traspasó la cortina, quitose la capa y acostose donde la reina dormía. Deseosamente la tomó en sus brazos, y, fingiéndose conturbado por saber que en esos casos nunca el rey quería oír nada, sin nada decir ni que le dijesen, conoció carnalmente varias veces a la reina aquella noche. Le apesadumbraba partir, pero comprendiendo que el mucho retardarse podía volverle en tristeza el deleite obtenido, se levantó, púsose el manto, empuñó la luz y, sin nada hablar, se fue y volviose a su lecho tan presto como pudo.

Y apenas había llegado allá cuando el rey, alzándose, fue a la cámara de la reina, de lo que ella se maravilló mucho, y entrando en el lecho y alegremente saludándola, ella, adquiriendo osadía con el júbilo de su marido, dijo:

-Señor, ¿qué novedad es la de esta noche? Ha instantes que os partisteis de mí y más que de costumbre os habéis refocilado conmigo, ¿y tan pronto volvéis? Mirad lo que hacéis.

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Al oír tales palabras, el rey presumió que la reina había sido engañada por alguna similitud de persona y costumbres, pero como discreto, en el acto pensó que, pues la reina no lo había advertido, ni nadie más, valía más no hacérselo comprender, lo que muchos necios no hubiesen hecho, sino que habrían dicho: "Yo no fui. ¿Quién fue ¿Cómo se fue y cómo vino?" De lo que habrían difamado muchas cosas con las cuales hubiera mortificado a la inocente mujer, y aun quizás le hubiera venido el deseo de volver a probar lo que ya había sentido. Y lo que, callándolo, ninguna afrenta le podía inferir, hubiera, de hablar, irrogándole vituperio. Y así el rey respondió, más turbado en su ánimo que en su semblante y palabras:

-¿No os parezco, mujer, hombre capaz de estar una vez acá y tornar luego?

-Sí, mi señor, pero, con todo, ruégoos que miréis por vuestra salud.

Entonces dijo el rey:

-A mí me place seguir vuestro consejo y, por tanto, sin más molestia daros, me vuelvo. 

Y, con el ánimo lleno de ira y de mal talante por lo que ya sabía que le habían hecho, tomó su manto, salió de la estancia y resolvió con sigilo encontrar al que tan feo recado le hiciera, imaginando que debía ser alguien de la casa y que no había podido salir de ella. Y así, encendiendo una lucecita en una linternilla, se fue a una muy larga casa que había en su palacio sobre las cuadras y en la que dormían casi todos sus sirvientes en distintos lechos. Y estimando que al que hubiese hecho lo que la mujer decía no le habría aún cesado la agitación de pulso y corazón por el reciente afán, con cautelosos pasos, y comenzando por uno de los principales de la casa, a todos les fue tocando el pecho para saber si les latía el corazón con fuerza. 

Los demás dormían, pero no el que había yacido con la reina, por lo cual, viendo venir al rey e imaginando lo que buscaba, comenzó a temer mucho, en términos que a los pálpitos anteriores de su corazón se agregaron más, por albergar la firme creencia de que, si el rey algo notaba, le haría morir.

Varias cosas le bulleron en el pensamiento, pero, observando que el rey iba sin armas, resolvió fingir que dormía y esperar lo que aconteciese. 

Y habiendo dado el rey muchas vueltas, sin que le pareciese encontrar al culpable, llegose al palafrenero, y observando cuán fuerte le latía el corazón, se dijo: "Éste es". Pero como no quería que nadie se percatase de lo que pensaba hacer, se contentó, usando unas tijeras que llevaba, con tonsurar al hombre parte de los cabellos,

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que entonces se llevaban muy largos, a fin de poderle reconocer al siguiente día; y, esto hecho, volviose a su cámara.

El hombre, que todo lo había sentido y era malicioso, comprendió por qué le habían señalado así y, sin esperar a más, se levantó y, buscando un par de tijeras que había en el establo para el servicio de los caballos, a todos los que allí yacían, andando sin ruido, les cortó parte del cabello por encima de la oreja y, sin ser sentido, se volvió a dormir.

El rey, al levantarse por la mañana, mandó que, antes de que las puertas del palacio se abriesen, se le presentase toda la servidumbre, y así se hizo. Y estando todos ante él con la cabeza descubierta, y viendo a casi todos con el cabello de análogo modo cortado, se maravilló y dijo para sí: "El que ando buscando, aunque sea de baja condición, muestra da de tener mucho sentido". Y, reconociendo que no podía, sin escándalo, descubrir al que buscaba, y no queriendo por pequeña venganza sufrir gran afrenta, resolvió con cortas palabras hacerle saber que él había reparado en las cosas ocurridas y, vuelto a todos, dijo:

-Quien lo hizo, no lo haga más, e id con Dios.

Otro les habría hecho interrogar, atormentarlos, examinarlos e insistirlos, y así habría descubierto lo que todos deben ocultar, y al descubrirlo, aunque tomase entera venganza, habría aumentado su afrenta y empeñado la honestidad de su mujer. Los que sus palabras oyeron se pasmaron y largamente trataron entre sí de lo que el rey había querido significar, pero nadie entendió nada, salvo aquel que tenía motivos para ello. El cual, como discreto, nunca, mientras vivió el rey, esclareció el caso, ni nunca más su vida con tan expuesto acto confió a la Fortuna.

Los amosJuan Bosch

Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una vaca, don Pío lo llamó y le dijo que iba a hacerle un regalo.

      -Le voy a dar medio peso para el camino. Usté esta muy mal y no puede seguir trabajando. Si se mejora, vuelva.

      Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba.

      -Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo calentura.

      -Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse una tisana de cabrita. Eso es bueno.

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      Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante, largo y negro le caía sobre el pescuezo. La barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de pómulos salientes.

      -Ta bien, don Pío -dijo-; que Dio se lo pague.

      Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo la cabeza con el viejo sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón se detuvo un rato y se puso a mirar las vacas y los críos.

      -Que animao ta el becerrito -comentó en voz baja.

      Se trataba de uno que él había curado días antes. Había tenido gusanos en el ombligo y ahora correteaba y saltaba alegremente.

      Don Pío salió a la galería y también se detuvo a ver las reses. Don Pío era bajo, rechoncho, de ojos pequeños y rápidos. Cristino tenía tres años trabajando con él. Le pagaba un peso semanal por el ordeño, que se hacía de madrugada, las atenciones de la casa y el cuido de los terneros. Le había salido trabajador y tranquilo aquel hombre, pero había enfermado y don Pío no quería mantener gente enferma en su casa.

      Don Pío tendió la vista. A la distancia estaban los matorrales que cubrían el paso del arroyo, y sobre los matorrales, las nubes de mosquitos. Don Pío había mandado poner tela metálica en todas las puertas y ventanas de la casa, pero el rancho de los peones no tenía ni puertas ni ventanas; no tenía ni siquiera setos. Cristino se movió allá abajo, en el primer escalón, y don Pío quiso hacerle una última recomendación.

      -Cuando llegue a su casa póngase en cura, Cristino.

      -Ah, sí, cómo no, don. Mucha gracia -oyó responder.

      El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana. Desde las lomas de Terrero hasta las de San Francisco, perdidas hacia el norte, todo fulgía bajo el sol. Al borde de los potreros, bien lejos, había dos vacas. Apenas se las distinguía, pero Cristino conocía una por una todas las reses.

      -Vea, don -dijo- aquella pinta que se aguaita allá debe haber parío anoche o por la mañana, porque no le veo barriga.

       Don Pío caminó arriba.

      -¿Usté cree, Cristino? Yo no la veo bien.

      -Arrímese pa aquel lao y la verá.

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      Cristino tenía frío y la cabeza empezaba a dolerle, pero siguió con la vista al animal.

      -Dese una caminata y me la arrea, Cristino -oyó decir a don Pío.

      -Yo fuera a buscarla, pero me toy sintiendo mal.

      -¿La calentura?

      -Unjú, me ta subiendo.

      -Eso no hace. Ya usté esta acostumbrado, Cristino. Vaya y tráigamela.

      Cristino se sujetaba el pecho con los dos brazos descarnados. Sentía que el frío iba dominándolo. Levantaba la frente. Todo aquel sol, el becerrito...

      -¿Va a traermela? -insistió la voz.

Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies descalzos llenos de polvo.

      -¿Va a buscarmela, Cristino?

      Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apretaba más los brazos sobre el pecho. Vestía una camisa de listado sucia y de tela tan delgada que no le abrigaba.

      Resonaron pisadas arriba y Cristino pensó que don Pío iba a bajar. Eso asustó a Cristino.

      -Ello sí, don -dijo-: voy a dir. Deje que se me pase el frío.

      -Con el sol se le quita. Hágame el favor, Cristino. Mire que esa vaca se me va y puedo perder el becerro.

      Cristino seguía temblando, pero comenzó a ponerse de pie.

      -Si: ya voy, don -dijo.

      -Cogió ahora por la vuelta del arroyo -explicó desde la galería don Pío.

      Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encorvado para no perder calor, el peón empezó a cruzar la sabana. Don Pío lo veía de espaldas. Una mujer se deslizó por la galería y se puso junto a don Pío.

      -¡Qué día tan bonito, Pío! -comentó con voz cantarina.

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      El hombre no contestó. Señaló hacia Cristino, que se alejaba con paso torpe como si fuera tropezando.

      -No quería ir a buscarme la vaca pinta, que parió anoche. Y ahorita mismo le di medio peso para el camino.

      Calló medio minuto y miró a la mujer, que parecía demandar una explicación.

      -Malagradecidos que son, Herminia -dijo-. De nada vale tratarlos bien.

      Ella asintió con la mirada.

      -Te lo he dicho mil veces, Pío -comentó. Y ambos se quedaron mirando a Cristino, que ya era apenas una mancha sobre el verde de la sabana.

2ºD

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Jardín de infanciaNaguib Mahfuz

-Papá...

-¿Qué?

-Yo y mi amiga Nadia siempre estamos juntas.

-Claro, mujer, porque es tu amiga.

-En clase... en el recreo... a la hora de comer...

-Estupendo... es una niña buena y juiciosa.

-Pero en la hora de religión yo voy a una clase y ella a otra.

Miró a la madre y vio que sonreía, ocupada en bordar un mantel. Y dijo, sonriendo también:

-Sí... pero sólo en la clase de religión...

-¿Y por qué, papá?

-Porque tú eres de una religión y ella de otra.

-Pero, ¿por qué, papá?

-Porque tú eres musulmana y ella cristiana.

-¿Y por qué, papá?

-Eres aún muy pequeña, ya lo comprenderás...

-No, ¡soy mayor!

-No, eres pequeña, cariñito...

-¿Y por qué soy musulmana?

Debía ser comprensivo y delicado: no faltar a los preceptos de la pedagogía moderna a la primera dificultad. Contestó:

-Porque papá es musulmán... mamá es musulmana...

-¿Y Nadia?

-Porque su papá es cristiano y su mamá también...

-¿Porque su papá lleva gafas?

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-No... Las gafas no tienen nada que ver. Es porque su abuelo también era cristiano y...

Siguió con la cadena de antepasados hasta aburrirse. Trató de cambiar el tema pero la niña preguntó:

-¿Cuál es mejor?

Dudó un momento antes de contestar:

-Las dos...

-¡Pero yo quiero saber cuál es mejor!

-Es que las dos lo son.

-¿Y por qué no me hago cristiana para estar siempre con Nadia?

-No, cariñito, es mejor que no. Hay que ser lo mismo que papá y que mamá...

-¿Y por qué?

Francamente: la pedagogía moderna es tiránica.

-¿Por qué no esperas a ser mayor?

-No ¡Ahora!

-Bien. Digamos que por gusto. A ella le gusta más una y tú prefieres la otra. Tú eres musulmana y ella tiene otro gusto. Por eso tienes que seguir siendo musulmana.

-¿Nadia tiene mal gusto?

Dios confunda a ti y a Nadia. Había metido la pata a pesar de las precauciones. Se lanzó sin piedad al cuello de una botella.

-Sobre gustos no hay nada escrito. Lo único imprescindible es seguir siendo como papá y mamá...

-¿Puedo decirle que ella tiene mal gusto y yo no?

Salió al paso:

-Las dos son buenas: tanto el Islam como el Cristianismo adoran a Dios.

-¿Y por qué yo lo adoro en una habitación y ella en otra?

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-Porque ella lo adora de una manera y tú de otra.

-¿Y cuál es la diferencia, papá?

-Ya lo estudiarás el año que viene o el otro. Por el momento confórmate con saber que Islam y Cristianismo adoran a Dios.

-¿Y quién es Dios, papá?

Se detuvo, reflexionó un segundo y preguntó, extremando las precauciones:

-¿Qué les ha dicho Abla?

-Lee la azora y nos enseña a rezar, pero yo no sé. ¿Quién es Dios, papá?

Se quedó pensando con sonrisa torcida. Luego:

-Es el Creador del mundo.

-¿De todo?

-De todo.

-¿Qué quiere decir Creador, papá?

-Quiere decir que lo ha hecho todo.

-¿Cómo, papá?

-Con su Sumo poder.

-¿Y dónde vive?

-En todo el mundo.

-¿Y antes del mundo?

-Arriba...

-¿En el cielo?

-Sí...

-Quiero verlo.

-No se puede.

-¿Ni en la televisión?

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-No.

-¿Y no lo ha visto nadie?

-Nadie.

-¿Y por qué sabes que está arriba?

-Porque sí.

-¿Quién adivinó que estaba arriba?

-Los profetas.

-¿Los profetas?

-Sí, como nuestro señor Mahoma.

-¿Y cómo, papá?

-Por una gracia especial.

-¿Tenía los ojos muy grandes?

-Sí.

-¿Y por qué, papá?

-Porque Dios lo creó así.

-¿Y por qué, papá?

Contestó tratando de no perder la paciencia:

-Porque puede hacer lo que quiere...

-¿Y cómo dices que es?

-Muy grande, muy fuerte, todo lo puede...

-¿Como tú, papá?

Contestó disimulando una sonrisa:

-Es incomparable.

-¿Y por qué vive arriba?

-Porque en la tierra no cabe, pero lo ve todo.

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Se distrajo un momento, pero volvió:

-Pues Nadia me ha dicho que vivió en la tierra.

-No es eso; es que lo ve todo como si viviese en todas partes.

-Y también me ha dicho que la gente lo mató.

-No, está vivo, no ha muerto.

-Pues Nadia me ha dicho que lo mataron.

-Qué va, cariñito, creyeron que lo habían matado pero estaba vivo.

-¿El abuelo también está vivo?

-No, el abuelo murió.

-¿Lo han matado?

-No, se murió.

-¿Cómo?

-Se puso enfermo y se murió.

-Entonces ¿mi hermana va a morirse?

Frunció las cejas y contestó advirtiendo un movimiento de reproche del lado de la madre:

-Ni mucho menos, ella se curará si Dios quiere...

-¿Por qué se murió entonces el abuelo?

-Porque cuando se puso enfermo era ya mayor.

-¡Pues tú eres mayor, has estado enfermo y no te has muerto!

La madre lo miró regañona. Luego pasó la vista de uno a otro azorada. Él dijo:

-Nos morimos cuando Dios lo dispone.

-¿Y por qué dispone Dios que nos muramos?

-Porque es libre de hacer lo que quiere.

-¿Es bonito morirse?

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-Qué va, mi vida.

-¿Y por qué Dios quiere una cosa que no es bonita?

-Todo lo que Dios quiere para nosotros es bueno.

-Pero tú acabas de decir que no lo es.

-Me he equivocado, querida.

-¿Y por qué mamá se ha enfadado cuando he dicho que por qué no te habías muerto?

-Porque todavía no es la voluntad de Dios que yo muera.

-¿Y por qué no, papá?

-Porque Él nos ha puesto aquí y Él nos lleva.

-¿Y por qué, papá?

-Para que hagamos cosas buenas aquí antes de irnos.

-¿Y por qué no nos quedamos siempre?

-Porque si nos quedásemos no habría sitio para todos en la tierra.

-¿Y dejamos las cosas buenas?

-Sí, por otras mucho mejores.

-¿Dónde están?

-Arriba.

-¿Con Dios?

-Sí.

-¿Y lo veremos?

-Sí.

-¿Y eso es bonito?

-Claro.

-Entonces, ¡vámonos!

-Pero aún no hemos hecho cosas buenas.

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-¿El abuelo las había hecho?

-Sí.

-¿Cuáles?

-Construir una casa, plantar un jardín...

-¿Y qué había hecho el primo Totó?

Por un momento se puso sombrío. Echó a la madre furtivamente una mirada desvalida, luego contestó:

-Él también había construido una casa, aunque pequeña, antes de irse...

-Pues Lulú el vecino me pega y nunca hace cosas buenas...

-Es que él ha nacido anormal.

-¿Y cuándo va a morirse?

-Cuando Dios quiera.

-¿Aunque no haga cosas buenas?

-Todos tenemos que morir. Los que hacen cosas buenas se van con Dios y los que hacen cosas malas se van al infierno.

Suspiró y se quedó callada. El padre se sintió materialmente aliviado. No sabía si lo había hecho bien o si se había equivocado. Aquel torrente de preguntas había removido interrogaciones sedimentadas en lo más hondo de sí. Pero la incansable criatura gritó:

-¡Yo quiero estar siempre con Nadia!

La miró inquisitivo y ella declaró:

-¡En la clase de religión también!

Se rio estrepitosamente, la madre también rio, él dijo bostezando:

-Nunca imaginé que fuera posible discutir estas cuestiones a semejante nivel...

Habló la mujer:

-Llegará el día en que la niña crezca y puedas razonarle las verdades.

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Se volvió para comprobar si aquellas palabras eran sinceras o irónicas y la encontró enfrascada en el bordado.

El monte de las ánimas(Leyenda de Soria)

Gustavo Adolfo Bécquer

La Noche de Difuntos, me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas. Su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.

Intenté dormir de nuevo. ¡Imposible! Una vez aguijoneada la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarlo de la rienda. Por pasar el rato, me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.

A las doce de la mañana, después de almorzar bien, y con un cigarro en la boca, no le hará mucho efecto a los lectores de El Contemporáneo. Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire de la noche.

Sea de ello lo que quiera, allá va, como el caballo de copas.

-Atad los perros, haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.

-¡Tan pronto!

-A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras, pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.

-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?

-No, hermosa prima. Tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.

Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos. Los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían a la comitiva a bastante distancia. Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:-

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-Ese monte que hoy llaman de las Animas pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla, que así hubieran solos sabido defenderla corno solos la conquistaron. Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres. Los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos. Cundió la voz del reto, y nada fue a parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras. Antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería. Fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres. Los lobos, a quienes se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse. Desde entonces dicen que cuando llega la noche de Difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos. Y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria lo llamamos el Monte de las Animas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.

La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporársele los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor, iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.

Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los ojos, y absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.

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Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.

Las dueñas referían, a propósito de la noche de Difuntos, cuentos temerosos, en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.

-Hermosa prima exclamó, al fin, Alonso, rompiendo el largo silencio en que se encontraban, Pronto vamos a separarnos, tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales, sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia: todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.

-Tal vez por la pompa de la Corte francesa, donde hasta aquí has vivido se apresuró a añadir el joven. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?

-No sé en el tuyo contestó la hermosa, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo..., que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.

El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven que, después de serenarse, dijo con tristeza:

-Lo sé, prima; pero hoy se celebran Todos los Santos y el tuyo entre todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?

Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.

Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volvióse a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos, y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste y monótono doblar de las campanas.

Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a reanudarse de este modo:

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-Y antes que concluya el día de Todos los Santos en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él, clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico:

-¿Por qué no? -exclamó ésta, llevándose la mano al hombro derecho, como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro, y después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:

-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?

-Si.

-¡Pues... se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.

-¡Se ha perdido! ¿Y dónde? -preguntó Alonso, incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.

-No sé... En el monte acaso.

-¡En el Monte de las Animas! -murmuró, palideciendo y dejándose caer sobre el sitial. ¡En el Monte de las Ánimas! -luego prosiguió, con voz entrecortada y sorda-: Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces. En la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor hereditario de mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres, y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche..., ¿a qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡Las ánimas!, cuya sola vista puede helar de terror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarlo en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.

Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que, cuando hubo concluido, exclamó en un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores.

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-¡Oh! Eso, de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de Difuntos y cuajado el camino de lobos!

Al decir esta última frase la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía; movido como por un resorte se puso en pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar, entreteniéndose en revolver el fuego:

-Adiós, Beatriz, adiós, Hasta pronto.

-¡Alonso, Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerlo, el joven había desaparecido.

A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.

Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.

Había asado una hora, dos, tres; la medianoche estaba a punto de sonar, cuando Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, y, a querer, en menos de una hora pudiera haberlo hecho.

-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven, cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la Iglesia consagra en el día de Difuntos a los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de las campanas, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.

-Será el viento -dijo-, y poniéndose la mano sobre su corazón procuró tranquilizarse.

Pero su corazón latía cada vez con más violencia, las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes con chirrido agudo, prolongado y estridente.

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Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y grave, y aquellas con un lamento largo y crispador. Después, un silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la medianoche; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas, que casi se siente, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad.

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio.

Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas las direcciones, y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada; oscuridad de las sombras impenetrables.

-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho. ¿Soy yo tan miedosa como esas pobres gentes cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura al oír una conseja de aparecidos?

Y cerrando los ojos, intentó dormir...: pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y rebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas de aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, y otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos.

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin, despuntó la aurora. Vuelta de su temor entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, tendió una mirada serena a su alrededor, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas:

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sobre el reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la banda azul que fue a buscar Alonso.

Cuando sus servidores llegaron, despavoridos, a notificarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que por la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Animas, la encontraron inmóvil; asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros, muerta, ¡muerta de horror!

Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de Difuntos sin poder salir del Monte de las Animas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas terribles. Entre otras, se asegura que vio a los esqueletos de los antiguos Templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa y pálida y desmelenada que, con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

La ley de la vidaJack London

El viejo Koskoosh escuchaba ávidamente. Aunque no veía desde hacía mucho tiempo, aún tenía el oído muy fino, y el más ligero rumor penetraba hasta la inteligencia, despierta todavía, que se alojaba tras su arrugada frente, pese a que ya no la aplicara a las cosas del mundo. ¡Ah! Aquélla era Sit-cum-to-ha, que estaba riñendo con voz aguda a los perros mientras les ponía las correas entre puñetazos y puntapiés. Sit-cum-to-ha era la hija de su hija. En aquel momento estaba demasiado atareada para pensar en su achacoso abuelo, aquel viejo sentado en la nieve, solitario y desvalido.

Había que levantar el campamento. El largo camino los esperaba y el breve día moría rápidamente. Ella escuchaba la llamada de la vida y la voz del deber, y no oía la de la muerte. Pero él tenía ya a la muerte muy cerca. Este pensamiento despertó un pánico momentáneo en el anciano. Su mano paralizada vagó temblorosa sobre el pequeño montón de leña seca que había a su lado. Tranquilizado al comprobar que seguía allí, ocultó de nuevo la mano en el refugio que le ofrecían sus raídas pieles y otra vez aguzó el oído. El tétrico crujido de las pieles medio heladas le dijo que habían recogido ya la tienda de piel de alce del jefe y que entonces la estaban doblando y apretando para colocarla en los trineos.

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El jefe era su hijo, joven membrudo, fuerte y gran cazador. Las mujeres recogían activamente las cosas del campamento, pero el jefe las reprendió a grandes voces por su lentitud. El viejo Koskoosh prestó atento oído. Era la última vez que oiría aquella voz. ¡La que se recogía ahora era la tienda de Geehow! Luego se desmontó la de Tusken. Siete, ocho, nueve... Sólo debía de quedar en pie la del chaman. Al fin, también la recogieron. Oyó gruñir al chamán mientras la colocaba en su trineo. Un niño lloriqueaba y una mujer lo arrulló con voz tierna y gutural. Era el pequeño Koo-tee, una criatura insoportable y enfermiza. Sin duda, moriría pronto, y entonces encenderían una hoguera para abrir un agujero en la tundra helada y amontonarían piedras sobre la tumba, para evitar que los carcayús desenterrasen el pequeño cadáver. Pero, ¿qué importaban, al fin y al cabo, unos cuantos años de vida más, algunos con el estómago lleno, y otros tantos con el estómago vacío? Y al final esperaba la Muerte, más hambrienta que todos.

¿Qué ruido era aquél? ¡Ah, sí! Los hombres ataban los trineos y aseguraban con fuerza las correas. Escuchó, pues sabía que nunca más volvería a oír aquellos ruidos. Los látigos restallaron y se abatieron sobre los lomos de los perros. ¡Cómo gemían! ¡Cómo aborrecían aquellas bestias el trabajo y la pista! ¡Allá iban! Trineo tras trineo, se fueron alejando con rumor casi imperceptible. Se habían ido. Se habían apartado de su vida y él se enfrentó solo con la amargura de su última hora. Pero no; la nieve crujió bajo un mocasín; un hombre se detuvo a su lado; Una mano se apoyó suavemente en su cabeza. Agradeció a su hijo este gesto. Se acordó de otros viejos cuyos hijos no se habían despedido de ellos cuando la tribu se fue. Pero su hijo no era así. Sus pensamientos volaron hacia el pasado, pero la voz del joven lo hizo volver a la realidad.

-¿Estás bien? -le preguntó.

Y el viejo repuso:

-Estoy bien.

-Tienes leña a tu lado -dijo el joven-, y el fuego arde alegremente. La mañana es gris y el frío ha cesado. La nieve no tardará en llegar. Ya nieva.

-Sí, ya nieva.

-Los hombres de la tribu tienen prisa. Llevan pesados fardos y tienen el vientre liso por la falta de comida. El camino es largo y viajan con rapidez. Me voy. ¿Te parece bien?

-Sí. Soy como una hoja del último invierno, apenas sujeta a la rama. Al primer soplo me desprenderé. Mi voz es ya como la de una vieja.

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Mis ojos ya no ven el camino abierto a mis pies, y mis pies son pesados. Estoy cansado. Me parece bien.

Inclinó sin tristeza la frente y así permaneció hasta que hubo cesado el rumor de los pasos al aplastar la nieve y comprendió que su hijo ya no lo oiría si lo llamase. Entonces se apresuró a acercar la mano a la leña. Sólo ella se interponía entre él y la eternidad que iba a engullirlo. Lo último que la vida le ofrecía era un manojo de ramitas secas. Una a una, irían alimentando el fuego, e igualmente, paso a paso, con sigilo, la muerte se acercaría a él. Y cuando la última ramita hubiese desprendido su calor, la intensidad de la helada aumentaría. Primero sucumbirían sus pies, después sus manos, y el entumecimiento ascendería lentamente por sus extremidades y se extendería por todo su cuerpo. Entonces inclinaría la cabeza sobre las rodillas y descansaría. Era muy sencillo. Todos los hombres tenían que morir.

No se quejaba. Así era la vida y aquello le parecía justo. Él había nacido junto a la tierra, y junto a ella había vivido: su ley no le era desconocida. Para todos los hijos de aquella madre la ley era la misma. La naturaleza no era muy bondadosa con los seres vivientes. No le preocupaba el individuo; sólo le interesaba la especie. Ésta era la mayor abstracción de que era capaz la mente bárbara del viejo Koskoosh, y se aferraba a ella firmemente. Por doquier veía ejemplos de ello. La subida de la savia, el verdor del capullo del sauce a punto de estallar, la caída de las hojas amarillentas: esto resumía todo el ciclo. Pero la naturaleza asignaba una misión al individuo. Si éste no la cumplía, tenía que morir. Si la cumplía, daba lo mismo: moría también. ¿Qué le importaba esto a ella? Eran muchos los que se inclinaban ante sus sabias leyes, y eran las leyes las que perduraban; no quienes las obedecían. La tribu de Koskoosh era muy antigua. Los ancianos que él conoció de niño ya habían conocido a otros ancianos en su niñez. Esto demostraba que la tribu tenía vida propia, que subsistía porque todos sus miembros acataban las leyes de la naturaleza desde el pasado más remoto. Incluso aquellos de cuyas tumbas no quedaba recuerdo las habían obedecido. Ellos no contaban; eran simples episodios. Habían pasado como pasan las nubes por un cielo estival. Él también era un episodio y pasaría. ¡Qué importaba él a la naturaleza! Ella imponía una misión a la vida y le dictaba una ley: la misión de perpetuarse y la ley de morir. Era agradable contemplar a una doncella fuerte y de pechos opulentos, de paso elástico y mirada luminosa. Pero también la doncella tenía que cumplir su misión. La luz de su mirada se hacía más brillante, su paso más rápido; se mostraba, ya atrevida, ya tímida con los varones, y les contagiaba su propia inquietud. Cada día estaba más hermosa y más atrayente. Al fin, un cazador, a impulsos de un deseo irreprimible, se la llevaba a su tienda para que cocinara y trabajase para él y fuese la madre de sus hijos. Y cuando nacía su descendencia, la belleza la abandonaba. Sus miembros pendían inertes, arrastraba los pies al andar, sus ojos se enturbiaban y

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destilaban humores. Sólo los hijos se deleitaban ya apoyando su cara en las arrugadas mejillas de la vieja squaw, junto al fuego. La mujer había cumplido su misión. Muy pronto, cuando la tribu empezara a pasar hambre o tuviese que emprender un largo viaje, la dejarían en la nieve, como lo habían dejado a él, con un montoncito de leña seca. Ésta era la ley.

Colocó cuidadosamente una ramita en la hoguera y prosiguió sus meditaciones. Lo mismo ocurría en todas partes y con todas las cosas. Los mosquitos desaparecerían con la primera helada. La pequeña ardilla de los árboles se ocultaba para morir. Cuando el conejo envejecía, perdía la agilidad y ya no podía huir de sus enemigos. Incluso el gran oso se convertía en un ser desmañado, ciego, y gruñón, para terminar cayendo ante una chillona jauría de perros de trineo. Se acordó de cómo él también había abandonado un invierno a su propio padre en uno de los afluentes superiores del Klondike. Fue el invierno anterior a la llegada del misionero con sus libros de oraciones y su caja de medicinas. Más de una vez Koskoosh había dado un chasquido con la lengua al recordar aquella caja..., pero ahora tenia la boca reseca y no podía hacerlo. Especialmente el «matadolores» era bueno sobremanera. Pero el misionero resultaba un fastidio, al fin y al cabo, porque no traía carne al campamento y comía con gran apetito. Por eso los cazadores gruñían. Pero se le helaron los pulmones allá en la línea divisoria del Mayo, y después los perros apartaron las piedras con el hocico y se disputaron sus huesos.

Koskoosh echó otra ramita al fuego y evocó otros recuerdos más antiguos: aquella época de hambre persistente en que los viejos se agazapaban junto al fuego con el estómago vacío, y sus labios desgranaban oscuras tradiciones de tiempos remotos en que el Yukon estuvo sin helarse tres inviernos y luego se heló tres veranos seguidos. Él perdió a su madre en aquel período de hambre. En verano fracasó la pesca del salmón, y la tribu esperaba que llegase el invierno y, con él, los caribúes. Pero llegó el invierno y los caribúes no llegaron. Nunca se había visto nada igual, ni siquiera en los tiempos de los más ancianos. El caribú no llegó, y así pasaron siete meses. Los conejos escaseaban y los perros no eran más que manojos de huesos. Y durante los largos meses de oscuridad los niños lloraron y murieron, y con ellos los viejos y las mujeres. Ni siquiera uno de cada diez de los hombres de la tribu vivió para saludar al sol cuando éste volvió en primavera. ¡Qué hambre tan espantosa fue aquélla!

Pero también recordaba épocas de abundancia en que la carne se les echaba a perder en las manos y los perros engordaban y se movían con pereza de tanto comer, épocas en que ni siquiera se molestaban en cazar. Las mujeres eran mujeres fecundas y las tiendas se llenaban de niños varones y niños mujeres, que dormían amontonados. Los hombres, ahítos, resucitaban antiguas rencillas y cruzaban la línea divisoria hacia el Sur para matar a los pellys, y hacia el Oeste para sentarse junto a los fuegos apagados de los tananas. Se

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acordó de un día en que, siendo muchacho y hallándose en plena época de abundancia, vio cómo los lobos acosaban y derribaban a un alce. Zing-ha estaba tendido con él en la nieve para observar la contienda. Zing-ha, que, andando el tiempo, se convirtió en el más astuto de los cazadores y terminó sus días al caer por un orificio abierto en el hielo del Yukon. Un mes después lo encontraron tal como quedó, con medio cuerpo asomando por el agujero donde lo sorprendió la muerte por congelación.

Sus pensamientos volvieron al alce. Zing-ha y él salieron aquel día para jugar a ser cazadores, imitando a sus padres. En el lecho del arroyo descubrieron el rastro reciente de un alce, acompañado de las huellas de una manada de lobos. «Es viejo -dijo Zing-ha examinando las huellas antes que él-. Es un alce viejo que no puede seguir al rebaño. Los lobos lo han separado de sus hermanos y ya no lo dejarán en paz.» Y así fue. Era la táctica de los lobos. De día y de noche lo seguían de cerca, incansablemente, saltando de vez en cuando a su hocico. Así lo acompañaron hasta el fin. ¡Cómo se despertó en Zing-ha y en él la pasión de la sangre! ¡Valdría la pena presenciar la muerte del alce!

Con pie ligero siguieron el rastro. Incluso él, Koskoosh, que no había aprendido aún a seguir rastros, hubiera podido seguir aquél fácilmente, tan visible era. Los muchachos continuaron con ardor la persecución. Así leyeron la terrible tragedia recién escrita en la nieve. Llegaron al punto en que el alce se había detenido. En una longitud tres veces mayor que la altura de un hombre adulto, la nieve había sido pisoteada y removida en todas direcciones. En el centro se veían las profundas huellas de las anchas pezuñas del alce y a su alrededor, por doquier, las huellas más pequeñas de los lobos. Algunos de ellos, mientras sus hermanos de raza acosaban a su presa, se tendieron a un lado para descansar. Las huellas de sus cuerpos en la nieve eran tan nítidas como si los lobos hubieran estado echados allí hacía un momento. Un lobo fue alcanzado en un desesperado ataque de la víctima enloquecida, que lo pisoteó hasta matarlo. Sólo quedaban de él, para demostrarlo, unos cuantos huesos completamente descarnados.

De nuevo dejaron de alzar rítmicamente las raquetas para detenerse por segunda vez en el punto donde el gran rumiante había hecho una nueva parada para luchar con la fuerza que da la desesperación. Dos veces fue derribado, como podía leerse en la nieve, y dos veces consiguió sacudirse a sus asaltantes y ponerse nuevamente en pie. Ya había terminado su misión en la vida desde hacía mucho tiempo, pero no por ello dejaba de amarla. Zing-ha dijo que era extraño que un alce se levantase después de haber sido abatido; pero aquél lo había hecho, evidentemente. El chaman vería signos y presagios en esto cuando se lo refiriesen.

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Llegaron a otro punto donde el alce había conseguido escalar la orilla y alcanzar el bosque. Pero sus enemigos lo atacaron por detrás y él retrocedió y cayó sobre ellos, aplastando a dos y hundiéndolos profundamente en la nieve. No había duda de que no tardaría en sucumbir, pues los lobos ni siquiera tocaron a sus hermanos caídos. Los rastreadores pasaron presurosos por otros dos lugares donde el alce también se había detenido brevemente. El sendero aparecía teñido de sangre y las grandes zancadas de la enorme bestia eran ahora cortas y vacilantes. Entonces oyeron los primeros rumores de la batalla: no el estruendoso coro de la cacería, sino los breves y secos ladridos indicadores del cuerpo a cuerpo y de los dientes que se hincaban en la carne. Zing-ha avanzó contra el viento, con el vientre pegado a la nieve, y a su lado se deslizó él, Koskoosh, que en los años venideros sería el jefe de la tribu. Ambos apartaron las ramas bajas de un abeto joven y atisbaron. Sólo vieron el final.

Esta imagen, como todas las impresiones de su juventud, se mantenía viva en el cerebro del anciano, cuyos ojos ya turbios vieron de nuevo la escena como si se estuviera desarrollando en aquel momento y no en una época remota. Koskoosh se asombró de que este recuerdo imperase en su mente, pues más tarde, cuando fue jefe de la tribu y su voz era la primera en el consejo, había llevado a cabo grandes hazañas y su nombre llegó a ser una maldición en boca de los pellys, eso sin hablar de aquel forastero blanco al que mató con su cuchillo en una lucha cuerpo a cuerpo.

Siguió evocando los días de su juventud hasta que el fuego empezó a extinguirse y el frío lo mordió cruelmente. Tuvo que reanimarlo con dos ramitas y calculó lo que le quedaba de vida por las ramitas restantes. Si Sit-cum-to-ha se hubiera acordado de su abuelo, si le hubiese dejado una brazada de leña mayor, habría vivido más horas. A la muchacha le habría sido fácil dejarle más leña, pero Sit-cum-to-ha había sido siempre una criatura descuidada que no se preocupaba de sus antepasados, desde que el Castor, hijo del hijo de Zing-ha, puso los ojos en ella.

Pero ¿qué importaban ya estas cosas? ¿No había hecho él lo mismo en su atolondrada juventud? Aguzó el oído en el silencio de la tundra, y así permaneció unos momentos. A lo mejor su hijo se enternecía y volvía con los perros para llevarse a su anciano padre con la tribu a los pastos donde abundaban los rollizos caribúes.

Al aguzar el oído, su activo cerebro dejó momentáneamente de pensar. Todo estaba inmóvil. Su respiración era lo único que interrumpía el gran silencio... Pero ¿qué era aquello? Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Un largo y quejumbroso aullido que le era familiar había rasgado el silencio... Y procedía de muy cerca... Se alzó de nuevo ante su turbia mirada la visión del alce, del viejo alce de flancos desgarrados y cubiertos de sangre, con la melena revuelta y acometiendo hasta el último instante con sus grandes y ramificados

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cuernos. Vio pasar raudamente las formas grises, de llameantes ojos, lenguas colgantes y colmillos desnudos. Y vio, en fin, cómo se cerraba el círculo implacable hasta convertirse en un punto oscuro sobre la nieve pisoteada.

Un frío hocico rozó su mejilla y, a su contacto, el alma del anciano saltó de nuevo al presente. Su mano se introdujo en el fuego y extrajo de él una rama encendida. Dominado instantáneamente por su temor ancestral al hombre, el animal se retiró, lanzando a sus hermanos una larga llamada. Éstos respondieron ávidamente, y pronto se vio el viejo encerrado en un círculo de siluetas grises y mandíbulas babeantes. Blandió como loco la tea, y los bufidos se convirtieron en gruñidos... Pero las jadeantes fieras no se marchaban. De pronto, uno de los lobos avanzó arrastrándose, y al punto le siguió otro, y otro después. Y ninguno retrocedía...

-¿Por qué me aferro a la vida? -se preguntó.

Y arrojó el tizón a la nieve. La ardiente rama se apagó con crepitante chisporroteo. Los lobos lanzaron gruñidos de inquietud, pero el círculo no se deshizo. Koskoosh volvió a ver el final de la lucha del viejo alce y, desfallecido, inclinó la cabeza sobre las rodillas. ¿Qué importaba la muerte? Había que acatar la ley de la vida.

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1º Bach. ALa mujer altaCuento de miedo

Pedro Antonio de Alarcón

- I --¡Qué sabemos! Amigos míos..., ¡qué sabemos! -exclamó Gabriel, distinguido ingeniero de Montes, sentándose debajo de un pino y cerca de una fuente, en la cumbre del Guadarrama, a legua y media de El Escorial, en el límite divisorio de las provincias de Madrid y Segovia; sitio y fuente y pino que yo conozco y me parece estar viendo, pero cuyo nombre se me ha olvidado-. Sentémonos, como es de rigor y está escrito..., en nuestro programa -continuó Gabriel, a descansar y hacer por la vida en este ameno y clásico paraje, famoso por la virtud digestiva del agua de ese manantial y por los muchos borregos que aquí se han comido nuestros ilustres maestros don Miguel Rosch, don Máximo Laguna, don Agustín Pascual y otros grandes naturalistas; os contaré una rara y peregrina historia en comprobación de mi tesis..., reducida a manifestar, aunque me llaméis oscurantista, que en el globo terráqueo ocurren todavía cosas sobrenaturales: esto es, cosas que no caben en la cuadrícula de la razón, de la ciencia ni de la filosofía, tal y como hoy se entienden (o no se entienden) semejantes, palabras, palabras y palabras, que diría Hamlet...

Enderezaba Gabriel este pintoresco discurso a cinco sujetos de diferente edad, pero ninguno joven, y sólo uno entrado ya en años; también ingenieros de Montes tres de ellos, pintor el cuarto y un poco literato el quinto; todos los cuales habían subido con el orador, que era el más pollo, en sendas burras de alquiler, desde el Real Sitio de San Lorenzo, a pasar aquel día herborizando en los hermosos pinares de Peguerinos, cazando mariposas por medio de mangas de tul, cogiendo coleópteros raros bajo la corteza de los pinos enfermos y comiéndose una carga de víveres fiambres pagados a escote.

Sucedía esto en 1875, y era en el rigor del estío; no recuerdo si el día de Santiago o el de San Luis... Inclínome a creer el de San Luis. Como quiera que fuese, gozábase en aquellas alturas de un fresco delicioso, y el corazón, el estómago y la inteligencia funcionaban allí mejor que en el mundo social y la vida ordinaria...

Sentado que se hubieron los seis amigos, Gabriel continuó hablando de esta manera:

-Creo que no me tacharéis de visionario... Por fortuna o desgracia mía, soy, digámoslo así, un hombre a la moderna, nada supersticioso, y tan positivista como el que más, bien que incluya entre los datos positivos de la Naturaleza todas las misteriosas facultades y emociones de mi alma en materias de sentimiento... Pues bien: a

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propósito de fenómenos sobrenaturales o extranaturales, oíd lo que yo he oído y ved lo que yo he visto, aun sin ser el verdadero héroe de la singularísima historia que voy a contar; y decidme en seguida qué explicación terrestre, física, natural, o como queramos llamarla, puede darse a tan maravilloso acontecimiento.

-El caso fue como sigue... ¡A ver! ¡Echar una gota, que ya se habrá refrescado el pellejo dentro de esa bullidora y cristalina fuente, colocada por Dios en esta pinífera cumbre para enfriar el vino de los botánicos!

- II --Pues, señor, no sé si habréis oído hablar de un ingeniero de Caminos llamado Telesforo X..., que murió en 1860...

-Yo no...

-¡Yo sí!

-Yo también: un muchacho andaluz, con bigote negro, que estuvo para casarse con la hija del marqués de Moreda..., y que murió de ictericia...

-¡Ése mismo! -continuó Gabriel-. Pues bien: mi amigo Telesforo, medio año antes de su muerte, era todavía un joven brillantísimo, como se dice ahora. Guapo, fuerte, animoso, con la aureola de haber sido el primero de su promoción en la Escuela de Caminos, y acreditado ya en la práctica por la ejecución de notables trabajos, disputábanselo varias empresas particulares en aquellos años de oro de las obras públicas, y también se lo disputaban las mujeres por casar o mal casadas, y, por supuesto, las viudas impenitentes, y entre ellas alguna muy buena moza que... Pero la tal viuda no viene ahora a cuento, pues a quien Telesforo quiso con toda formalidad fue a su citada novia, la pobre Joaquinita Moreda, y lo otro no pasó de un amorío puramente usufructuario...

-¡Señor don Gabriel, al orden!

-Sí..., sí, voy al orden, pues ni mi historia ni la controversia pendiente se prestan a chanzas ni donaires. Juan, échame otro medio vaso... ¡Bueno está de verdad este vino! Conque atención y poneos serios, que ahora comienza lo luctuoso.

Sucedió, como sabréis los que la conocisteis, que Joaquina murió de repente en los baños de Santa Águeda al fin del verano de 1859... Hallábame yo en Pau cuando me dieron tan triste noticia, que me afectó muy especialmente por la íntima amistad que me unía a Telesforo... A ella sólo le había hablado una vez, en casa de su tía la generala López, y por cierto que aquella palidez azulada, propia de las personas que tienen una aneurisma, me pareció desde luego

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indicio de mala salud... Pero, en fin, la muchacha valía cualquier cosa por su distinción, hermosura y garbo; y como además era hija única de título, y de título que llevaba anejos algunos millones, conocí que mi buen matemático estaría inconsolable... Por consiguiente, no bien me hallé de regreso en Madrid, a los quince o veinte días de su desgracia, fui a verlo una mañana muy temprano a su elegante habitación de mozo de casa abierta y de jefe de oficina, calle del Lobo... No recuerdo el número, pero sí que era muy cerca de la Carrera de San Jerónimo.

Contristadísimo, bien que grave y en apariencia dueño de su dolor, estaba el joven ingeniero trabajando ya a aquella hora con sus ayudantes en no sé qué proyecto de ferrocarril, y vestido de riguroso luto. Abrazóme estrechísimamente y por largo rato, sin lanzar ni el más leve suspiro; dio en seguida algunas instrucciones sobre el trabajo pendiente a uno de sus ayudantes, y condújome, en fin, a su despacho particular, situado al extremo opuesto de la casa, diciéndome por el camino con acento lúgubre y sin mirarme:

-Mucho me alegro de que hayas venido... Varias veces te he echado de menos en el estado en que me hallo... Ocúrreme una cosa muy particular y extraña, que sólo un amigo como tú podría oír sin considerarme imbécil o loco) y acerca de la cual necesito oír alguna opinión serena y fría como la ciencia... Siéntate... -prosiguió diciendo, cuando hubimos llegado a su despacho-, y no temas en manera alguna que vaya a angustiarte describiéndote el dolor que me aflige, y que durará tanto como mi vida... ¿Para qué? ¡Tú te lo figurarás fácilmente a poco que entiendas de cuitas humanas, y yo no quiero ser consolado ni ahora, ni después, ni nunca! De lo que te voy a hablar con la detención que requiere el caso, o sea tomando el asunto desde su origen, es de una circunstancia horrenda y misteriosa que ha servido como de agüero infernal a esta desventura, y que tiene conturbado mi espíritu hasta un extremo que te dará espanto...

-¡Habla! -respondí yo, comenzando a sentir, en efecto, no sé qué arrepentimiento de haber entrado en aquella casa, al ver la expresión de cobardía que se pintó en el rostro de mi amigo.

-Oye... -repuso él, enjugándose la sudorosa frente.

- III -

No sé si por fatalidad innata de mi imaginación, o por vicio adquirido al oír alguno de aquellos cuentos de vieja con que tan imprudentemente se asusta a los niños en la cuna, el caso es que desde mis tiernos años no hubo cosa que me causase tanto horror y susto, ya me la figurara mentalmente, ya me la encontrase en realidad, como una mujer sola, en la calle, a las altas horas de la noche.

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Te consta que nunca he sido cobarde. Me batí en duelo, como cualquier hombre decente, cierta vez que fue necesario, y recién salido de la Escuela de Ingenieros, cerré a palos y a tiros en Despeñaperros con mis sublevados peones, hasta que los reduje a la obediencia. Toda mi vida, en Jaén, en Madrid y en otros varios puntos, he andado a deshora por la calle, solo, sin armas, atento únicamente al cuidado amoroso que me hacía velar, y si por acaso he topado con bultos de mala catadura, fueran ladrones o simples perdonavidas, a ellos les ha tocado huir o echarse a un lado, dejándome libre el mejor camino... Pero si el bulto era una mujer sola, parada o andando, y yo iba también solo, y no se veía más alma viviente por ningún lado... entonces (ríete si se te antoja, pero créeme) poníaseme carne de gallina; vagos temores asaltaban mi espíritu; pensaba en almas del otro mundo, en seres fantásticos, en todas las invenciones supersticiosas que me hacían reír en cualquier otra circunstancia, y apretaba el paso, o me volvía atrás, sin que ya se me quitara el susto ni pudiera distraerme ni un momento hasta que me veía dentro de mi casa.

Una vez en ella, echábame también a reír y avergonzábame de mi locura, sirviéndome de alivio el pensar que no la conocía nadie. Allí me daba cuenta fríamente de que, pues yo no creía en duendes, ni en brujas, ni en aparecidos, nada había debido temer de aquella flaca hembra, a quien la miseria, el vicio o algún accidente desgraciado tendrían a tal hora fuera de su hogar, y a quien mejor me hubiera estado ofrecer auxilio por si lo necesitaba, o dar limosna si me la pedía... Repetíase, con todo, la deplorable escena cuantas veces se me presentaba otro caso igual, ¡y cuenta que ya tenía yo veinticinco años, muchos de ellos de aventurero nocturno, sin que jamás me hubiese ocurrido lance alguno penoso con las tales mujeres solitarias y trasnochadoras!... Pero, en fin, nada de lo dicho llegó nunca a adquirir verdadera importancia, pues aquel pavor irracional se me disipaba siempre tan luego como llegaba a mi casa o veía otras personas en la calle, y ni tan siquiera lo recordaba a los pocos minutos, como no se recuerdan las equivocaciones o necedades sin fundamento ni consecuencia.

Así las cosas, hace muy cerca de tres años... (desgraciadamente, tengo varios motivos para poder fijar la fecha: ¡la noche del 15 al 16 de noviembre de 1857) volvía yo, a las tres de la madrugada, a aquella casita de la calle de Jardines, cerca de la calle de la Montera, en que recordarás viví por entonces... Acababa de salir, a hora tan avanzada, y con un tiempo feroz de viento y frío, no de ningún nido amoroso, sino de... (te lo diré, aunque te sorprenda), de una especie de casa de juego, no conocida bajo este nombre por la policía, pero donde ya se habían arruinado muchas gentes, y a la cual me habían llevado a mí aquella noche por primera... y última vez. Sabes que nunca he sido jugador; entré allí engañado por un mal amigo, en la creencia de que todo iba a reducirse a trabar conocimiento con ciertas damas elegantes, de virtud equívoca (demi-monde puro), so

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pretexto de jugar algunos maravedises al Enano, en mesa redonda, con faldas de bayeta; y el caso fue que a eso de las doce comenzaron a llegar nuevos tertulios, que iban del teatro Real o de salones verdaderamente aristocráticos, y mudóse de juego, y salieron a relucir monedas de oro, después billetes y luego bonos escritos con lápiz, y yo me enfrasqué poco a poco en la selva oscura del vicio, llena de fiebres y tentaciones, y perdí todo lo que llevaba, y todo lo que poseía, y aun quedé debiendo un dineral... con el pagaré correspondiente. Es decir, que me arruiné por completo, y que, sin la herencia y los grandes negocios que tuve en seguida, mi situación hubiera sido muy angustiosa y apurada.

Volvía yo, digo, a mi casa aquella noche, tan a deshora, yerto de frío, hambriento, con la vergüenza, y el disgusto que puedes suponer, pensando, más que en mí mismo, en mi anciano y enfermo padre, a quien tendría que escribir pidiéndole dinero, lo cual no podría menos de causarle tanto dolor como asombro, pues me consideraba en muy buena y desahogada posición..., cuando, a poco de penetrar en mi calle por el extremo que da a la de Peligros, y al pasar por delante de una casa recién construida de la acera que yo llevaba, advertí que en el hueco de su cerrada puerta estaba de pie, inmóvil y rígida, como si fuese de palo, una mujer muy alta y fuerte, como de sesenta años de edad, cuyos malignos y audaces ojos sin pestañas se clavaron en los míos como dos puñales, mientras que su desdentada boca me hizo una mueca horrible por vía de sonrisa...

El propio terror o delirante miedo que se apoderó de mí instantáneamente diome no sé qué percepción maravillosa para distinguir de golpe, o sea en dos segundos que tardaría en pasar rozando con aquella repugnante visión, los pormenores más ligeros de su figura y de su traje... Voy a ver si coordino mis impresiones del modo y forma que las recibí, y tal y como se grabaron para siempre en mi cerebro a la mortecina luz del farol que alumbró con infernal relámpago tan fatídica escena...

Pero me excito demasiado, ¡aunque no sin motivo, como verás más adelante! Descuida, sin embargo, por el estado de mi razón... ¡Todavía no estoy loco!

Lo primero que me chocó en aquella que denominaré mujer fue su elevadísima talla y la anchura de sus descarnados hombros; luego, la redondez y fijeza de sus marchitos ojos de búho, la enormidad de su saliente nariz y la gran mella central de su dentadura, que convertía su boca en una especie de oscuro agujero, y, por último, su traje de mozuela del Avapiés, el pañolito nuevo de algodón que llevaba a la cabeza, atado debajo de la barba, y un diminuto abanico abierto que tenía en la mano, y con el cual se cubría, afectando pudor, el centro del talle.

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¡Nada más ridículo y tremendo, nada más irrisorio y sarcástico que aquel abaniquillo en unas manos tan enormes, sirviendo como de cetro de debilidad a giganta tan fea, vieja y huesuda! Igual efecto producía el pañolejo de vistoso percal que adornaba su cara, comparado con aquella nariz de tajamar, aguileña, masculina, que me hizo creer un momento (no sin regocijo) si se trataría de un hombre disfrazado... Pero su cínica mirada y asquerosa sonrisa eran de vieja, de bruja, de hechicera, de Parca..., ¡no sé de qué! ¡De algo que justificaba plenamente la aversión y el susto que me habían causado toda mi vida las mujeres que andaban solas, de noche, por la calle!... ¡Dijérase que, desde la cuna, había presentido yo aquel encuentro! ¡Dijérase que lo temía por instinto, como cada ser animado teme y adivina, y ventea, y reconoce a su antagonista natural antes de haber recibido de él ninguna ofensa, antes de haberlo visto, sólo con sentir sus pisadas!

No eché a correr en cuanto vi a la esfinge de mi vida, menos por vergüenza o varonil decoro, que por temor a que mi propio miedo le revelase quién era yo, o le diese alas para seguirme, para acometerme, para... ¡no sé! ¡Los peligros que sueña el pánico no tienen forma ni nombre traducibles!

Mi casa estaba al extremo opuesto de la prolongada y angosta calle en que me hallaba yo solo, enteramente solo con aquella misteriosa estantigua, a quien creía capaz de aniquilarme con una palabra... ¿Qué hacer para llegar hasta allí? ¡Ah! ¡Con qué ansia veía a lo lejos la anchurosa y muy alumbrada calle de la Montera, donde a todas horas hay agentes de la autoridad!

Decidí, pues, sacar fuerzas de flaqueza; disimular y ocultar aquel pavor miserable; no acelerar el paso, pero ganar siempre terreno, aun a costa de años de vida y de salud, y de esta manera poco a poco, irme acercando a mi casa, procurando muy especialmente no caerme antes redondo al suelo.

Así caminaba...; así habría andado ya lo menos veinte pasos desde que dejé atrás la puerta en que estaba escondida la mujer del abanico, cuando de pronto me ocurrió una idea horrible, espantosa, y, sin embargo, muy racional: ¡la idea de volver la cabeza a ver si me seguía mi enemiga!

-Una de dos... -pensé con la rapidez del rayo-: o mi terror tiene fundamento o es una locura; si tiene fundamento, esa mujer habrá echado detrás de mí, estará alcanzándome y no hay salvación para mí en el mundo... Y si es una locura, una aprensión, un pánico como cualquier otro, me convenceré de ello en el presente caso y para todos los que me ocurran, al ver que esa pobre anciana se ha quedado en el hueco de aquella puerta preservándose del frío o esperando a que le abran; con lo cual yo podré seguir marchando

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hacia mi casa muy tranquilamente y me habré curado de una manía que tanto me abochorna.

Formulado este razonamiento, hice un esfuerzo extraordinario y volví la cabeza.

¡Ah! ¡Gabriel! ¡Gabriel! ¡Qué desventura! ¡La mujer alta me había seguido con sordos pasos, estaba encima de mí, casi me tocaba con el abanico, casi asomaba su cabeza sobre mi hombro!

¿Por qué? ¿Para qué, Gabriel mío? ¿Era una ladrona? ¿Era efectivamente un hombre disfrazado? ¿Era una vieja irónica, que había comprendido que le tenía miedo? ¿Era el espectro de mi propia cobardía? ¿Era el fantasma burlón de las decepciones y deficiencias humanas?

¡Interminable sería decirte todas las cosas que pensé en un momento! El caso fue que di un grito y salí corriendo como un niño de cuatro años que juzga ver al coco y que no dejé de correr hasta que desemboqué en la calle de la Montera...

Una vez allí, se me quitó el miedo como por ensalmo. ¡Y eso que la calle de la Montera estaba también sola! Volví, pues, la cabeza hacia la de Jardines, que enfilaba en toda su longitud, y que estaba suficientemente alumbrada por sus tres faroles y por un reverbero de la calle de Peligros, para que no se me pudiese oscurecer la mujer alta si por acaso había retrocedido en aquella dirección, y ¡vive el cielo que no la vi parada, ni andando, ni en manera alguna!

Con todo, guardeme muy bien de penetrar de nuevo en mi calle.

«¡Esa bribona -me dije- se habrá metido en el hueco de otra puerta!... Pero mientras sigan alumbrando los faroles no se moverá sin que yo no lo note desde aquí...».

En esto vi aparecer a un sereno por la calle del Caballero de Gracia, y lo llamé sin desviarme de mi sitio: díjele, para justificar la llamada y excitar su celo, que en la calle de jardines había un hombre vestido de mujer; que entrase en dicha calle por la de Peligros, a la cual debía dirigirse por la de la Aduana; que yo permanecería quieto en aquella otra salida y que con tal medio no podría escapársenos el que a todas luces era un ladrón o un asesino.

Obedeció el sereno; tomó por la calle de la Aduana, y cuando yo vi avanzar su farol por el otro lado de la de Jardines, penetré también en ella resueltamente.

Pronto nos reunimos en su promedio, sin que ni el uno ni el otro hubiésemos encontrado a nadie, a pesar de haber registrado puerta por puerta.

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-Se habrá metido en alguna casa... -dijo el sereno.

-¡Eso será! -respondí yo abriendo la puerta de la mía, con firme resolución de mudarme a otra calle al día siguiente.

Pocos momentos después hallábame dentro de mi cuarto tercero, cuyo picaporte llevaba también siempre conmigo, a fin de no molestar a mi buen criado José.

¡Sin embargo, éste me aguardaba aquella noche! ¡Mis desgracias del 15 al 16 de noviembre no habían concluido!

-¿Qué ocurre? -le pregunté con extrañeza.

-Aquí ha estado -me respondió visiblemente conmovido-, esperando a usted desde las once hasta las dos y media, el señor comandante Falcón, y me ha dicho que, si venía usted a dormir a casa, no se desnudase, pues él volvería al amanecer...

Semejantes palabras me dejaron frío de dolor y espanto, cual si me hubieran notificado mi propia muerte... Sabedor yo de que mi amadísimo padre, residente en Jaén, padecía aquel invierno frecuentes y peligrosísimos ataques de su crónica enfermedad, había escrito a mis hermanos que en el caso de un repentino desenlace funesto telegrafiasen al comandante Falcón, el cual me daría la noticia de la manera más conveniente... ¡No me cabía, pues, duda de que mi padre había fallecido!

Sentéme en una butaca a esperar el día y a mi amigo, y con ellos la noticia oficial de tan grande infortunio, y ¡Dios sólo sabe cuánto padecí en aquellas dos horas de cruel expectativa, durante las cuales (y es lo que tiene relación con la presente historia) no podía separar en mi mente tres ideas distintas, y al parecer heterogéneas, que se empeñaban en formar monstruoso y tremendo grupo: mi pérdida al juego, el encuentro con la mujer alta y la muerte de mi honrado padre!

A las seis en punto penetró en mi despacho el comandante Falcón, y me miró en silencio...

Arrojeme en sus brazos llorando desconsoladamente, y él exclamó acariciándome:

-¡Llora, sí, hombre, llora! ¡Y ojalá ese dolor pudiera sentirse muchas veces!

- IV -

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-Mi amigo Telesforo -continuó Gabriel después que hubo apurado otro vaso de vino- descansó también un momento al llegar a este punto, y luego prosiguió en los términos siguientes:

-Si mi historia terminara aquí, acaso no encontrarías nada de extraordinario ni sobrenatural en ella, y podrías decirme lo mismo que por entonces me dijeron dos hombres de mucho juicio a quienes se la conté: que cada persona de viva y ardiente imaginación tiene su terror pánico; que el mío, eran las trasnochadoras solitarias, y que la vieja de la calle de Jardines no pasaría de ser una pobre sin casa ni hogar, que iba a pedirme limosna cuando yo lancé el grito y salí corriendo, o bien una repugnante Celestina de aquel barrio, no muy católico en materia de amores...

También quise creerlo yo así; también lo llegué a creer al cabo de algunos meses; no obstante lo cual hubiera dado entonces años de vida por la seguridad de no volver a encontrarme a la mujer alta. ¡En cambio, hoy daría toda mi sangre por encontrármela de nuevo!

-¿Para qué?

-¡Para matarla en el acto!

-No te comprendo...

-Me comprenderás si te digo que volví a tropezar con ella hace tres semanas, pocas horas antes de recibir la nueva fatal de la muerte de mi pobre Joaquina...

-Cuéntame..., cuéntame...

-Poco más tengo que decirte. Eran las cinco de la madrugada; volvía yo de pasar la última noche, no diré de amor, sino de amarguísimos lloros y desgarradora contienda, con mi antigua querida la viuda de T..., ¡de quien érame ya preciso separarme por haberse publicado mi casamiento con la otra infeliz a quien estaban enterrando en Santa Águeda a aquella misma hora!

Todavía no era día completo; pero ya clareaba el alba en las calles enfiladas hacia Oriente. Acababan de apagar los faroles, y habíanse retirado los serenos, cuando, al ir a cortar la calle del Prado, o sea a pasar de una a otra sección de la calle del Lobo, cruzó por delante de mí, como viniendo de la plaza de las Cortes y dirigiéndose a la de Santa Ana, la espantosa mujer de la calle de Jardines.

No me miró, y creí que no me había visto... Llevaba la misma vestimenta y el mismo abanico que hace tres años... ¡Mi azoramiento y cobardía fueron mayores que nunca! Corté rapidísimamente la calle del Prado, luego que ella pasó, bien que sin quitarle ojo, para asegurarme que no volvía la cabeza, y cuando hube penetrado en la

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otra sección de la calle del Lobo, respiré como si acabara de pasar a nado una impetuosa corriente, y apresuré de nuevo mi marcha hacia acá con más regocijo que miedo, pues consideraba vencida y anulada a la odiosa bruja, en el mero hecho de haber estado tan próximo de ella sin que me viese...

De pronto, y cerca ya de esta mi casa, acometiome como un vértigo de terror pensando en si la muy taimada vieja me habría visto y conocido; en si se habría hecho la desentendida para dejarme penetrar en la todavía oscura calle del Lobo y asaltarme allí impunemente; en si vendría tras de mí; en si ya la tendría encima...

Vuélvome en esto..., y ¡allí estaba! ¡Allí, a mi espalda, casi tocándome con sus ropas, mirándome con sus viles ojuelos, mostrándome la asquerosa mella de su dentadura, abanicándose irrisoriamente, como si se burlara de mi pueril espanto!...

Pasé del terror a la más insensata ira, a la furia salvaje de la desesperación, y arrojeme sobre el corpulento vejestorio; tirelo contra la pared, echándole una mano a la garganta, y con la otra, ¡qué asco!, púseme a palpar su cara, su seno, el lío ruin de sus cabellos sucios, hasta que me convencí juntamente de que era criatura humana y mujer.

Ella había lanzado entretanto un aullido ronco y agudo al propio tiempo que me pareció falso, o fingido, como expresión hipócrita de un dolor y de un miedo que no sentía, y luego exclamó, haciendo como que lloraba, pero sin llorar, antes bien mirándome con ojos de hiena:

-¿Por qué la ha tomado usted conmigo?

Esta frase aumentó mi pavor y debilitó mi cólera.

-¡Luego usted recuerda -grité- haberme visto en otra parte!

-¡Ya lo creo, alma mía! -respondió sardónicamente-. ¡La noche de San Eugenio, en la calle de Jardines, hace tres años!...

Sentí frío dentro de los tuétanos.

-Pero, ¿quién es usted? -le dije sin soltarla-. ¿Por qué corre detrás de mí? ¿Qué tiene usted que ver conmigo?

-Yo soy una débil mujer... -contestó diabólicamente-. ¡Usted me odia y me teme sin motivo!... Y si no, dígame usted, señor caballero: ¿por qué se asustó de aquel modo la primera vez que me vio?

-¡Porque la aborrezco a usted desde que nací! ¡Porque es usted el demonio de mi vida!

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-¿De modo que usted me conocía hace mucho tiempo? ¡Pues mira, hijo, yo también a ti!

-¡Usted me conocía! ¿Desde cuándo?

-¡Desde antes que nacieras! Y cuando te vi pasar junto a mí hace tres años, me dije a mí misma- «¡Éste es!».

-Pero ¿quién soy yo para usted? ¿Quién es usted para mí?

-¡El demonio! -respondió la vieja escupiéndome en mitad de la cara, librándose de mis manos y echando a correr velocísimamente con las faldas levantadas hasta más arriba de las rodillas y sin que sus pies moviesen ruido alguno al tocar la tierra...

¡Locura intentar alcanzarla!... Además, por la Carrera de San Jerónimo pasaba ya alguna gente, y por la calle del Prado también. Era completamente de día. La mujer alta siguió corriendo, o volando, hasta la calle de las Huertas, alumbrada ya por el sol; paróse allí a mirarme; amenazóme una y otra vez esgrimiendo el abaniquillo cerrado, y desapareció detrás de una esquina...

¡Espera otro poco, Gabriel! ¡No falles todavía este pleito, en que se juegan mi alma y mi vida! ¡Óyeme dos minutos más!

Cuando entré en mi casa me encontré con el coronel Falcón, que acababa de llegar para decirme que mi Joaquina, mi novia, toda mi esperanza de dicha y ventura sobre la tierra, ¡había muerto el día anterior en Santa Águeda! El desgraciado padre se lo había telegrafiado a Falcón para que me lo dijese... ¡a mí, que debí haberlo adivinado una hora antes, al encontrarme al demonio de mi vida! ¿Comprendes ahora que necesito matar a la enemiga innata de mi felicidad, a esa inmunda vieja, que es como el sarcasmo viviente de mi destino?

Pero ¿qué digo matar? ¿Es mujer? ¿Es criatura humana? ¿Por qué la he presentido desde que nací? ¿Por qué me reconoció al verme? ¿Por qué no se me presenta sino cuando me ha sucedido alguna gran desdicha? ¿Es Satanás? ¿Es la Muerte? ¿Es la Vida? ¿Es el Anticristo? ¿Quién es? ¿Qué es?...

- V -

-Os hago gracia, mis queridos amigos -continuó Gabriel-, de las reflexiones y argumentos que emplearía yo para ver de tranquilizar a Telesforo; pues son los mismos, mismísimos, que estáis vosotros preparando ahora para demostrarme que en mi historia no pasa nada sobrenatural o sobrehumano... Vosotros diréis que mi amigo estaba medio loco; que lo estuvo siempre; que, cuando menos, padecía la enfermedad moral llamada por unos terror pánico y por otros delirio

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emotivo; que, aun siendo verdad todo lo que refería acerca de la mujer alta, habría que atribuirlo a coincidencias casuales de fechas y accidentes; y, en fin, que aquella pobre vieja podía también estar loca, o ser una ratera o una mendiga, o una zurcidora de voluntades, como se dijo a sí propio el héroe de mi cuento en un intervalo de lucidez y buen sentido...

-¡Admirable suposición! -exclamaron los camaradas de Gabriel en variedad de formas-. ¡Eso mismo íbamos a contestarte nosotros!

-Pues escuchad todavía unos momentos y veréis que yo me equivoqué entonces, como vosotros os equivocáis ahora. ¡El que desgraciadamente no se equivocó nunca fue Telesforo! ¡Ah! ¡Es mucho más fácil pronunciar la palabra locura que hallar explicación a ciertas cosas que pasan en la Tierra!

-¡Habla! ¡Habla!

-Voy allá; y esta vez, por ser ya la última, reanudaré el hilo de mi historia sin beberme antes un vaso de vino.

- VI -

A los pocos días de aquella conversación con Telesforo, fui destinado a la provincia de Albacete en mi calidad de ingeniero de Montes; y no habían transcurrido muchas semanas cuando supe, por un contratista de obras públicas, que mi infeliz amigo había sido atacado de una horrorosa ictericia; que estaba enteramente verde, postrado en un sillón, sin trabajar ni querer ver a nadie, llorando de día y de noche con inconsolable amargura, y que los médicos no tenían ya esperanza alguna de salvarlo. Comprendí entonces por qué no contestaba a mis cartas, y hube de reducirme a pedir noticias suyas al coronel Falcón, que cada vez me las daba mas desfavorables y tristes...

Después de cinco meses de ausencia, regresé a Madrid el mismo día que llegó el parte telegráfico de la batalla de Tetuán. Me acuerdo como de lo que hice ayer. Aquella noche compré la indispensable Correspondencia de España, y lo primero que leí en ella fue la noticia de que Telesforo había fallecido y la invitación a su entierro para la mañana siguiente.

Comprenderéis que no falté a la triste ceremonia. Al llegar al cementerio de San Luis, adonde fui en uno de los coches más próximos al carro fúnebre, llamó mi atención una mujer del pueblo, vieja, y muy alta, que se reía impíamente al ver bajar el féretro, y que luego se colocó en ademán de triunfo delante de los enterradores, señalándoles con un abanico muy pequeño la galería que debían seguir para llegar a la abierta y ansiosa tumba...

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A la primera ojeada reconocí, con asombro y pavura, que era la implacable enemiga de Telesforo, tal y como él me la había retratado, con su enorme nariz, con sus infernales ojos, con su asquerosa mella, con su pañolejo de percal y con aquel diminuto abanico, que parecía en sus manos el cetro del impudor y de la mofa...

Instantáneamente reparó en que yo la miraba, y fijó en mí la vista de un modo particular como reconociéndome, como dándose cuenta de que yo la reconocía, como enterada de que el difunto me había contado las escenas de la calle de Jardines y de la del Lobo, como desafiándome, como declarándome heredero del odio que había profesado a mi infortunado amigo...

Confieso que entonces mi miedo fue superior a la maravilla que me causaban aquellas nuevas coincidencias o casualidades. Veía patente que alguna relación sobrenatural anterior a la vida terrena había existido entre la misteriosa vieja y Telesforo; pero en tal momento solo me preocupaba mi propia vida, mi propia alma, mi propia ventura, que correrían peligro si llegaba a heredar semejante infortunio...

La mujer alta se echó a reír, y me señaló ignominiosamente con el abanico, cual si hubiese leído en mi pensamiento y denunciase al público mi cobardía... Yo tuve que apoyarme en el brazo de un amigo para no caer al suelo, y entonces ella hizo un ademán compasivo o desdeñoso, giró sobre los talones y penetró en el campo santo con la cabeza vuelta hacia mí, abanicándose y saludándome a un propio tiempo, y contoneándose entre los muertos con no sé qué infernal coquetería, hasta que, por último, desapareció para siempre en aquel laberinto de patios y columnatas llenos de tumbas...

Y digo para siempre, porque han pasado quince años y no he vuelto a verla... Si era criatura humana, ya debe de haber muerto, y si no lo era, tengo la seguridad de que me ha desdeñado...

¡Conque vamos a cuentas! ¡Decidme vuestra opinión acerca de tan curiosos hechos! ¿Los consideráis todavía naturales?

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Ocioso fuera que yo, el autor del cuento o historia que acabáis de leer, estampase aquí las contestaciones que dieron a Gabriel sus compañeros y amigos, puesto que, al fin y a la postre, cada lector habrá de juzgar el caso según sus propias sensaciones y creencias...

Prefiero, por consiguiente, hacer punto final en este párrafo, no sin dirigir el más cariñoso y expresivo saludo a cinco de los seis expedicionarios que pasaron juntos aquel inolvidable día en las frondosos cumbres del Guadarrama.

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Valdemoro, 25 de agosto de 1881

Las medias rojasEmilia Pardo Bazán Cuando la rapaza entró, cargada con el haz de leña que acababa de me rodear en el monte del señor amo, el tío Clodio no levantó la cabeza, entregado a la ocupación de picar un cigarro, sirviéndose, en vez de navaja, de una uña córnea, color de ámbar oscuro, porque la había tostado el fuego de las apuradas colillas.

Ildara soltó el peso en tierra y se atusó el cabello, peinado a la moda «de las señoritas» y revuelto por los enganchones de las ramillas que se agarraban a él. Después, con la lentitud de las faenas aldeanas, preparó el fuego, lo prendió, desgarró las berzas, las echó en el pote negro, en compañía de unas patatas mal troceadas y de unas judías asaz secas, de la cosecha anterior, sin remojar. Al cabo de estas operaciones, tenía el tío Clodio liado su cigarrillo, y lo chupaba desgarbadamente, haciendo en los carrillo dos hoyos como sumideros, grises, entre el azuloso de la descuidada barba

Sin duda la leña estaba húmeda de tanto llover la semana entera, y ardía mal, soltando una humareda acre; pero el labriego no reparaba: al humo ¡bah!, estaba él bien hecho desde niño. Como Ildara se inclinase para sopla y activar la llama, observó el viejo cosa más insólita: algo de color vivo, que emergía de las remendadas y encharcadas sayas de la moza... Una pierna robusta, aprisionada en una media roja, de algodón...

-¡Ey! ¡Ildara!

-¡Señor padre!

-¿Qué novidá es esa?

-¿Cuál novidá?

-¿Ahora me gastas medias, como la hirmán del abade?

Incorporóse la muchacha, y la llama, que empezaba a alzarse, dorada, lamedora de la negra panza del pote, alumbró su cara redonda, bonita, de facciones pequeñas, de boca apetecible, de pupilas claras, golosas de vivir.

-Gasto medias, gasto medias -repitió sin amilanarse-. Y si las gasto, no se las debo a ninguén.

-Luego nacen los cuartos en el monte -insistió el tío Clodio con amenazadora sorna.

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-¡No nacen!... Vendí al abade unos huevos, que no dirá menos él... Y con eso merqué las medias.

Una luz de ira cruzó por los ojos pequeños, engarzados en duros párpados, bajo cejas hirsutas, del labrador... Saltó del banco donde estaba escarrancado, y agarrando a su hija por los hombros, la zarandeó brutalmente, arrojándola contra la pared, mientras barbotaba:

-¡Engañosa! ¡Engañosa! ¡Cluecas andan las gallinas que no ponen!

Ildara, apretando los dientes por no gritar de dolor, se defendía la cara con las manos. Era siempre su temor de mociña guapa y requebrada, que el padre la mancase, como le había sucedido a la Mariola, su prima, señalada por su propia madre en la frente con el aro de la criba, que le desgarró los tejidos. Y tanto más defendía su belleza, hoy que se acercaba el momento de fundar en ella un sueño de porvenir. Cumplida la mayor edad, libre de la autoridad paterna, la esperaba el barco, en cuyas entrañas tanto de su parroquia y de las parroquias circunvecinas se habían ido hacia la suerte, hacia lo desconocido de los lejanos países donde el oro rueda por las calles y no hay sino bajarse para cogerlo. El padre no quería emigrar, cansado de una vida de labor, indiferente de la esperanza tardía: pues que se quedase él... Ella iría sin falta; ya estaba de acuerdo con el gancho, que le adelantaba los pesos para el viaje, y hasta le había dado cinco de señal, de los cuales habían salido las famosas medias... Y el tío Clodio, ladino, sagaz, adivinador o sabedor, sin dejar de tener acorralada y acosada a la moza, repetía:

-Ya te cansaste de andar descalza de pie y pierna, como las mujeres de bien, ¿eh, condenada? ¿Llevó medias alguna vez tu madre? ¿Peinóse como tú, que siempre estás dale que tienes con el cacho de espejo? Toma, para que te acuerdes...

Y con el cerrado puño hirió primero la cabeza, luego, el rostro, apartando las medrosas manecitas, de forma no alterada aún por el trabajo, con que se escudaba Ildara, trémula. El cachete más violento cayó sobre un ojo, y la rapaza vio como un cielo estrellado, miles de puntos brillantes envueltos en una radiación de intensos coloridos sobre un negro terciopeloso. Luego, el labrador aporreó la nariz, los carrillos. Fue un instante de furor, en que sin escrúpulo la hubiese matado, antes que verla marchar, dejándole a él solo, viudo, casi imposibilitado de cultivar la tierra que llevaba en arriendo, que fecundó con sudores tantos años, a la cual profesaba un cariño maquinal, absurdo. Cesó al fin de pegar; Ildara, aturdida de espanto, ya no chillaba siquiera.

Salió fuera, silenciosa, y en el regato próximo se lavó la sangre. Un diente bonito, juvenil, le quedó en la mano. Del ojo lastimado, no veía.

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Como que el médico, consultado tarde y de mala gana, según es uso de labriegos, habló de un desprendimiento de la retina, cosa que no entendió la muchacha, pero que consistía... en quedarse tuerta.

Y nunca más el barco la recibió en sus concavidades para llevarla hacia nuevos horizontes de holganza y lujo. Los que allá vayan, han de ir sanos, válidos, y las mujeres, con sus ojos alumbrandos y su dentadura completa...

El alma de sirena

Emilia Pardo Bazán

Ya los cipreses del campo santo no resaltaban sobre fondo de púrpura, sino sobre el lánguido matiz de agua marina que precede a la obscuridad. Leonelo, llevando en un cestillo su cosecha de flores de muerte, salió del recinto, y por el sendero, apenas abierto entre la hierba húmeda, se dirigió a la quinta, en cuyas vidrieras aún espejeaba el último rayo del sol poniente.

Llenaban y acentuaban la soledad ruidos extraños, cadencias amortiguadas, suaves, que sugerían algo no perceptible para los sentidos. Eran quizás susurros de follaje estremecido por los dedos de sombra de la noche; revueltos de aves acomodándose en el nidal, para dormir erizando sus plumas; quejas flébiles del agua, que en las horas nocturnas solloza libremente, sin tener que reprimirse ante la alegre y burlona mirada del sol; resonancias del mar en la no lejana playa, propagadas en el aire tranquilo, con fúnebre solemnidad de hondo canto gregoriano, y, transmitidas de eco en eco, estrofas de cantares pastoriles, allá en el monte, donde se recogían al establo los lentos bueyes y las vacas de temblantes ubres. Leonelo se detuvo un instante, acortado de aliento, y se sentó en una piedra vieja, toda mullida de musgo, a escuchar aquel concierto vagamente difundido por los ámbitos del aire sosegado ya. De la cestilla ascendía aroma: Leonelo, al aspirarlo, sintió una embriaguez de recuerdos. Se levantó y continuó su camino.

Pasó la verja de la quinta. Moro, el perro de guarda, le recibió con la alegre y humilde efusión de costumbre. Todas las puertas estaban abiertas; en la salita, sobre la gran mesa de rudo castaño, el criado había puesto la encendida lámpara, y contra su tubo de cristal, las falenas, idealistas empedernidas, soñadoras de la luz, se destrozaban las alas de polvillo de plata y los coseletes de felpa, cayendo abrasadas en un éxtasis de martirio. Leonelo se encajó en el sillón de cuero lustrado por el uso, y colocó ante sí el ligero cesto de mimbres: las flores cortadas lo colmaban en gracioso y artístico desorden.

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-¡Las mismas flores, las mismas que crecen a la orilla de la presa del molino, en el sendero, en los matorrales de la linde, en cada rincón! -murmuró alto, con asombro inmenso.

Hasta aquel instante no se había dado cuenta del hecho sencillo y maravilloso: las flores del campo santo eran exactamente idénticas a las otras, a cualesquiera. Las manzanillas tenían el propio olor amargo, igual blancura abrasada en el centro por toque súbito de rubor; las trigueñas madreselvas, igual penetrante aroma; las cicutas, el eterno oro vivaz de sus pétalos; las digitales, la habitual primorosa elegancia de sus campanas atigradas y velludas. ¿Era posible que no se diferenciasen de las que sólo absorbían jugos de terruño, aquellas flores nutridas con la sustancia de alguien que le había amado a él, que le había amado tanto, hasta la última hora del vivir?

Sobre la fosa de Sirena -fue depuesta en tierra, hasta sin ataúd, por su expresa voluntad- brotaban aquellas flores que Leonelo contemplaba fascinado, a las cuales preguntaba secretos de la región desconocida. Si el mundo fuese algo más que incoherente sueño; si bajo las apariencias estuviese oculta la raíz sagrada de la verdad, las flores que Leonelo revolvía con diestra febril debían manar sangre y gotear llanto. No lucía en ellas sino el primer rocío vespertino, pálido aljófar apenas visible. El alma de Sirena no se escondía en sus cálices.

Por la ventana, abierta sobre el cortinaje movible y frondoso del jardín, entró con ímpetu algo negro, que vino a batir contra la lámpara y mató la luz, arrancándole un estertoroso gemido. La sala quedó a obscuras, y al rostro del aterrado Leonelo se adhirieron dos como palmas de manos frías, palpitantes, y unos labios glaciales, yertos para siempre. Leonelo echó atrás la cabeza y se desvaneció de terror, de superstición, de un miedo sobrenatural al beso funerario que recibía.

Cuando recobró el conocimiento, el criado estaba allí; había vuelto a encender la lámpara, cerrado la ventana, y a toallazos aturdido al murciélago, que semivivo yacía encima de las flores, apagando la alegría del colorido con la mancha de humo de sus alas encogidas y de su cuerpo de visión goyesca.

«¡Un avechucho horrible! -pensó dolorosamente Leonelo-. ¡No fue tampoco el alma de Sirena la que me acarició la cara!»

Se levantó vacilando; se dirigió a su dormitorio y descolgó de la cabecera de la cama una pálida miniatura, con cerco de oro cincelado. La aproximó a la lámpara y surgió una figurita con traje blanco, encuadrada en una orla de castaños cabellos. Leonelo se esforzaba en reconstruir, con los rasgos de la miniatura, la imagen familiar de la mujer que ya iba borrándose allá dentro de su memoria.

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¿Era Sirena, la verdadera Sirena? ¿Qué, tenía aquel cuello delgado, aquel talle redondo, aquel corte de cara que se prolongaba hacia la barbilla, aquellas sienes deprimidas, aquellos ojos? ¡No; los ojos de Sirena no podían retratarse! ¡Miraban de otra suerte, con una expresión tan distinta! Lo que miraba por los ojos de Sirena era también su alma, un alma intensa, de múltiples capas agitadas y espumantes que terminaban en sereno fondo, criadero de perlas magníficas. El pintor se había limitado a copiar un fugaz momento de expresión del mirar de Sirena; tal vez aquel en que, pudorosa o fatigada, su alma se recogía al santuario, y aparecía únicamente en las anchas pupilas el agua muerta, el cendal que encubre los misterios. Leonelo depositó la miniatura sobre la mesa, apoyó en ella los codos, descansó la frente en las cruzadas manos, y, cerrando los ojos, prestó oído, involuntariamente, al ritmo de su corazón.

Lo sintió desigual, ora precipitado y violento, ora desmayado, torpe, confuso. Ya se activase, ya se adurmiese, causaba a Leonelo un dolor sordo, fijo, cual si una mano estuviese comprimiendo la víscera, sin estrujarla, gozándose en percibir y prolongar el sufrimiento. Dominando la sensación flotaba en el cerebro la idea triste: «No la encuentro, no la encontraré en ninguna parte, nunca. Es inútil que llame a su alma; no está ni en las flores, ni en el aire, ni en la placa de marfil de una miniatura...» Como si desde lejos le respondiesen, su corazón, entre los dedos infatigables, atormentadores, se debatió, saltó, y con su aleteo, formó una palabra, zumbadora en los oídos. Decía: «Aquí.»

-¡Aquí! -repitió con alocada vehemencia Leonelo.

No podía dudarlo; el alma de Sirena, ¿dónde había de estar? Libre ya de su cuerpo, libre de toda traba, libre en absoluto, se había refugiado en el sitio preferido, de elección. Y era ella la que, poco a poco, para mejor delatar su presencia, oprimía el corazón olvidadizo, le obligaba al recuerdo. Quedamente, quedamente, zumbando de un modo sordo y fatídico, repetía:

-¡Aquí! ¿Por qué me buscabas fuera?

La rana que quería ser una rana auténtica

Augusto Monterroso Había una vez una rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.

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Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.

Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.

Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.

Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo.

EspiralEnrique Anderson Imbert

Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo obscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez.

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