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“FRANCKFURT 22”

Por Enrique Barragán Sánchez.

Abril 2006.

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Era veintidós.

Veintidós de navidad, o de diciembre, o de la lotería nacional, poco importa, qué

más da.

Una vez más, el año en curso había vencido los meses a un ritmo galopante, y

algún villancico extraviado, anunciaba el final de aquellos trescientos sesenta y cinco

días, rutilantes, cansinos, iguales.

Poncio, aposentado en su rincón habitual, próximo al teléfono público, al cual,

como siempre interrumpía el acceso, con su vientre deforme y abultado, en tanto en

cuanto se asemejaba a una embarazada de cuarenta semanas, con sus gafas desencajadas

y sus ojos desorbitados por eternamente cualesquiera las circunstancias, respiraba humo,

sonreía falsamente y jadeaba…

Estaba también Andrés, el barrigudo madridista, tan pesado como una pegajosa

mosca de verano. Y César el mecánico, y Bartolo el pastelero, y la pareja del Atleti, y

Pancho el de la trombosis, que arrastraba su pierna fatigosamente. Estaba Jaime,

divorciado, con su niño de ocho años, a quien pretendía ganar con los más costosos

juguetes del mercado. Y “el bosque” (vago de nacimiento) y el “dos gramos” (un

mierdecilla de camello de tres al cuarto).

Y en la esquina opuesta a Poncio, en el otro extremo de la barra, estábamos

Mario y yo, charlando como si tal cosa, de intranscendentes chorradas del esperpéntico

político de turno, o del último atentando terrorista producido en Irak, algo muy

frecuente, tras la despiadada invasión americana.

Y dentro de la barra, estaba “el coletas”, trabajador y eficiente más que nadie,

David “el guardia”, a quien algunos llamábamos “Tejero”, y en la cocina, “la niña” que

se movía entre los pucheros y las mesas, como una gatita traviesa, continuamente

enrabietada.

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Era el clima más monótono y más diario, cuando entonces, invadió la estancia,

un olor penetrante, de algún perfume caro, proveniente de un caballero rubio, con una

perilla extravagante, vistiendo una gabardina blanca que le tapaba, desde las orejas hasta

los tobillos, un auténtico “gentleman”, me susurraría al oído mi amigo Mario. Y tomó

asiento con una elegancia y sencillez entrelazadas, cuidadosamente a nuestro lado.

En el salón había tres mesas ocupadas, abarrotadas de café con leche, tostadas,

mantequilla, mermelada, y algún zumo de naranja.

Comenzó la lotería, y el típico ronroneo de los números y los euros, se hizo eco

en los oídos, como una estrofa repetida, tan agobiante como atípica, dada la escasa

confianza en los premios que parecían tener los allí presentes.

—— ¿Es posible— dijo el gentleman— dos huevos fritos, y un par de lonchas

de beicon?

Evidentemente era un inglés auténtico, no había duda.

—Por supuesto— contestó “el coletas”.

—Ah, y un zumo de naranja, ¿puede ser?

—Muy bien— volvió “el coletas”.

Aquel caballero ironizó con una sonrisa mezcla de satisfacción e incredibilidad.

Su petición podía ser llevada a efecto.

Mario y yo nos miramos a los ojos, y ellos fueron los que dijeron: Singular

personaje, extraño individuo, ¿quién es?

El clima tomó unos aires enrarecidos, y lentamente, entre el silencio de una

mañana blanquecina, pequeños copos de nieve, comenzaron a esparcirse por la

atmósfera.

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A mí se me ocurrió, que era la estampa de una navidad perfecta, mientras los

platillos de café sonaban, los niños de San Ildefonso cantaban, y la nieve matutina,

hacía gala de su belleza, en aquel postrer peldaño de aquella etapa que expiraba.

El gentleman, o quien coño fuera, comenzó a paladear su exquisito y suculento

desayuno. Observé por encima de sus hombros, que Poncio sonreía.

De repente, irrumpió en el local Alfonso, el borrachillo de turno, obviamente

alterado, con un apestoso olor a alcohol, y zigzagueando ostentosamente.

—Compa, compa, Aleti, los mejores, ¿ vale?

—Vamos, Alfonso, por favor…—“el coletas”.

—Un cubata, compa, por piedad…—y extrajo de su bolsillo varios billetes de

diferentes cantidades de euros, doblados, arrugados, con el color de la suciedad y del

vicio.

Jorge, “el coletas”, salió de la barra, se acercó al intruso, lo agarró del brazo, lo

sacó a la calle…

—Un cigarro, Jordi, un cigarro—suplicaba el borrachín con los ojos anhelantes.

Jorge se lo dio. Y Alfonso intentó encenderlo sin conseguir apenas ese simple

resultado. “El coletas” le ayudó, encendió su pitillo y Alfonso, insufló humo, se

tambaleó, y se marchó calle adelante, vociferando e insultando, blasfemando…

“El gentleman”, seguía masticando sus lonchas de beicon, y untando el pan en la

yema de los huevos, imperturbable, ni siquiera había retornado la mirada, para observar

el pequeño incidente que había por segundos, enturbiado el ambiente cálidamente

navideño.

—Si vuelve, llamas a la policía—dijo Poncio a Jordi, manifestando su autoridad.

“El coletas” movió la cabeza hacia ambos lados, demostrando disconformidad.

—Éste se va a pegar una leche…— dijo el dos gramos.

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—O se la pegan— repicó “el bosque”—, está siempre colgao…

Fuera seguía nevando copiosamente, dentro los niños de San Ildefonso elevaban

justo ahora el tono de voz y chapurreaban el típico cántico de un premio extra, pero no,

no era el “gordo” todavía.

Cuatro, cinco, seis señoras de una ya considerable edad, entraron en el

Franckfurt, y la niña, comenzó a pringar el cuchillo en la mantequilla y a hacer resbalar

ésta por el pan de molde. Eran clientes habituales, y no había lugar para perder tiempo.

El Franckfurt tomaba ambiente.

Y no habían transcurrido más de diez minutos, cuando retornó Alfonso,

exhalando voces y dando tumbos a izquierda y derecha, probablemente expulsado

también de la cafetería contigua.

Nuevamente Jordi salió de la barra y condujo a Alfonso otra vez a la calle, y una

vez más tuvo que darle un cigarro, y colmarse de paciencia y morderse los labios. Yo

pensé que en el fondo, tal vez el coletas, apreciaba a Alfonso y le inspiraba lástima.

Entre tanto, Poncio ya había llamado a la policía.

El gentleman pidió un café con leche, y por fin habló:

— ¿Es ése— señalando el décimo fotocopiado y aumentado que yacía en una

vitrina—el número de lotería que jugáis?

—Pues sí— contestó el coletas—. ¿Le gusta?

—Te doy mil euros por cada décimo que lleves, pero ahora, antes de que salga el

gordo.

Su acento era inglés pero el timbre de su voz, generaba convencimiento.

—No, gracias— dijo Jordi, y sonrió abiertamente.

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Pero Poncio, que andaba a la expectativa, en un arranque de atrevimiento, salió

de su rincón, y se acercó al caballero, sacó de su bolsillo la cartera, y extrajo de ésta un

billete entero del número de lotería antes referenciado, o sea, diez décimos del “63915”.

— Ahí tiene Vd., son diez mil euros, ¿vale?.

El gentleman, imperturbable, hizo lo propio, y sacó de su gabardina

emperifollada, una cartera desusada, y extrajo varios billetes, de cien y de quinientos,

los contó, hasta diez mil. Y sin más aspavientos, con toda la tranquilidad de la calma

quieta, le dijo a Poncio:

— Ahí tiene.

Poncio cogió el dinero, y mirando primero al gentleman y luego a Jordi, dijo a

éste último:

—Comprueba la autenticidad de los billetes, por favor.

“El coletas” lo hizo con esmero y rapidez, y se los devolvió a Poncio:

—Son buenos.

—Vale—dijo Poncio al gentleman, se estrecharon la mano, y el trato quedó

cerrado.

Mientras Mario y yo palidecíamos, el gentleman expresó un gesto de

inconfundible satisfacción. Un silencio largo y generalizado se hizo patente en todo el

Franckfurt.

Dos motoristas elegantemente uniformados irrumpieron con el estruendo de las

motos en la acera allanada del Franckfurt. Acorralaron en un santiamén a Alfonso,

quien lejos de acobardarse, preso de la desmedida euforia que el alcohol provoca, decía:

—Yo soy la policía, cojones, ¿qué queréis?

Lo empotraron como a un mueble contra la fachada del local, y aunque

podíamos observar el curioso caso desde dentro, no alcanzábamos a escuchar con

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claridad suficiente, la conversación que polis y Alfonso se traían, sin duda interesante,

divertida, graciosa, al fin y al cabo.

Tras una larga media hora de dimes y diretes, de idas y venidas, durante la cual,

Alfonso, luchó agónicamente por mantenerse en pie, allí apoyado, contra la fachada fría,

los polis decidieron acompañarle a su casa para que la durmiera. Y le acompañaron

hasta la esquina de la calle, cruzaron con él la ancha avenida, e instantes después, vimos

a los dos motoristas de regreso, vimos cómo recogieron sus motos, y cómo partieron

velozmente.

Poncio se mostraba optimista, sarcástico, y gastaba bromas con los clientes.

El gentleman pidió una copa de Brandy, sacó esta vez de su atiborrada

gabardina, un cuaderno tamaño folio, y comenzó a escribir.

— ¡Vaya desayuno!— me dijo Mario.

—Tipo singular—añadí yo.

Llegó Felipe, el camarero de las doce. Sustituiría a la niña en la cocina, y ésta

pasaría a servir las mesas con su agilidad y sencillez habituales. Felipe estaba también

robusto y un tanto obeso. Bebía más de lo normal, y buenas broncas que le costaba el

asunto. Pero era una persona legal, puntual en los horarios, trabajador y honrado.

— ¡¿Otra vez?!— exclamó harto y sorprendido “el coletas”—. ¡Qué pesadilla,

por Dios!.

Era otra vez Alfonso, quien extendía los brazos hacia el cielo, y aunque aún

lejos, no percibíamos el sonido de su voz, bien seguro era, que blasfemaba como un

energúmeno endemoniado.

Poncio cogió el teléfono y llamó por segunda vez a la policía.

El gentleman continuaba escribiendo, Dios sabe qué, y parecía ausentado del

entorno.

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De repente, el áspero chirrido de un frenazo, y el ruido de un golpe cruento y

seco, nos hizo girar a todos la cabeza, y pudimos presenciar la viva postal de un fatal

accidente “in sito”, el horrible desenlace de una actuación negligente: Alfonso yacía

inamovible en el asfalto.

El nerviosismo originó un grano doloroso en todas las gargantas, y Poncio, preso

de histeria, cual quien más, volvió a llamar, esta vez al 112.

Mario y yo, el “dos gramos” y “el bosque”, y algunos, más, salimos corriendo a

la calle, y al llegar al lugar del incidente, nos dimos de bruces con una estampa febril y

alucinógena:

El conductor del vehículo había salido del mismo, y gritaba angustiado y

ostensiblemente nervioso: ¿Está Vd. bien?. ¡Se me ha cruzado de golpe, Dios mío!. ¡Le

he matado, Dios mío!

Pero Alfonso no daba el más mínimo indicio de vida.

—Está muerto—me dijo Mario.

—No puede ser— respondí yo, casi tartamudeando.

Nadie sabía la forma correcta de proceder, y tan sólo optamos por sujetar al

conductor del coche, que pretendía levantar del suelo aquel cuerpo inerte, brutalmente

atropellado.

Fueron breves minutos, pero a mí me parecieron toda una eternidad.

Llegó la primera ambulancia con su sonido peculiar y su sirena destellante.

Intentaron reanimar aquel cuerpo postrado en el asfalto, pero todo parecía en vano.

Llegó un primer coche de policía, se atravesó en la ancha avenida y cortó el tráfico.

Llegó otro coche de policía, otra ambulancia, y también los motoristas, los mismísimos

motoristas que habían acompañado a Alfonso hasta la esquina, cruzado con él la calle, y

quienes, sin embargo, no habían podido evitar aquel fatal desenlace.

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El cuerpo de Alfonso no reaccionaba en absoluto.

Bajaron una camilla, levantaron el cuerpo y lo depositaron en ella, lo

introdujeron dentro, y salieron vociferando. La policía despejó la calle, desarticuló el

atasco, y partió tras la ambulancia, dirección al Hospital, por cierto, muy cercano.

Mario y yo nos miramos, mudos y absortos, y todos los allí presentes, con ese

insoportable nudo en la garganta, nos fuimos poco a poco dispersando.

Al regresar al Franckfurt, pronto pudimos observar que algo extraño había

sucedido allí también, pues el nivel de voz del público se había enormemente

acrecentado, existía un jolgorio desmesurado, y entre las varias decenas de frases que se

pronunciaban alocadamente, las que más sonaban eran:

— ¡Nos ha tocado!

— ¡Somos millonarios!

— ¡El gordo! ¡Millonarios!

Tan sólo “el coletas” se acercó y nos preguntó visiblemente preocupado:

— ¿Cómo está?

—Yo creo que muerto— dijo Mario.

— ¡No jodas! ¡Pobre hombre!

— ¿Pero qué pasa aquí?—pregunté.

—Es que nos ha tocado el gordo, tíos, yo me marcho.

Un escalofrío improvisado recorrió todo mi ser, y sentí náuseas, fui al servicio y

vomité amargamente.

Cuando por fin, pude recuperarme, y regresé junto a Mario, pude apreciar que

éste, sonrojado y nervioso, debía padecer un sentimiento semejante al mío, pues tiritaba

conmocionado.

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Poncio daba puñetazos con fuerza contra el mostrador, había tirado la bandeja al

suelo, y la pisoteaba encolerizado.

El gentleman, sin darse por aludido, continuaba escribiendo, y apenas levantaba

la vista de aquel cuaderno, en el que línea a línea, iba las hojas rellenando.

El público, enfervorizado, gritaba, blincaba, enloquecía. Pronto pude ver a

Felipe, que fue el primer camarero que abandonaba el bar, preso de una alegría

incontrolada (llevaba cuatro décimos nada menos), y después, salió el guardia, y luego

“el coletas”, y “la niña”, y aquello era un desorden manifiesto, el caos en viva presencia.

Mario y yo, impregnados de un sentimiento totalmente diferente, contrario a

todo, y a todos, angustiados hasta la médula, comprendimos que debíamos abandonar el

local y buscar otro lugar más pacífico y calmado, para digerir el trago.

Y cuál no sería nuestra sorpresa, cuando al entrar en el “Avenidas”, nos

encontramos con “el gentleman”, quien continuaba escribiendo, absorto en su block de

notas, muy tranquilo, sentado en una mesa, con otra copa de brandy.

Nos invitó a sentarnos. Mario y yo, un tanto refunfuñones, accedimos.

Levantó la vista de su particular escritorio. Nos miró fijamente a los ojos.

Preguntó:

— ¿Qué queréis tomar?

Ambos pedimos sendas copas de brandy, el vacío estomacal pedía relleno, y por

otra parte, pretendíamos deshacer el nudo embarullado que atascaba nuestra garganta.

—Por favor, leed esto. Y si estáis de acuerdo, ruego vuestra firma. Necesito

testigos, creo que merece la pena.

Fuera seguía nevando, y las gentes pululaban por doquier, pronunciando gestos

enloquecidos, maniobras extravagantes, Dios sabe qué.

Mario cogió el cuadernillo, y comenzó a leer en voz alta.

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De repente cesó en la lectura, me miró expectante y alterado, y los dos asentimos

con un signo de clara vehemencia.

Era ni más ni menos, que un acta notarial, donde se narraban todos los hechos

ocurridos en el Franckfurt, y que hacía referencia al tema Alfonso, el pobre borrachillo

de turno.

Aquel gentleman era notario, y concretaba en el acta su número de colegiado, y

era una clara denuncia a los dos agentes de policía, esta vez motorizados, por su

negligencia manifiesta.

El texto era amplio, pero no daba lugar a dudas ni a componendas. Cuando

Mario hubo terminado la lectura, se produjo un silencio inevitable, tras el cual, “el

gentleman”, dijo:

—Me llamo Henry— y nos estrechó la mano—. ¿Estáis dispuestos a firmar?

A mí me había parecido durante toda la eterna y blanquecina mañana, que Henry

(por fin conocíamos su nombre) había estado ausente de la mayoría de los

acontecimientos, pero evidentemente, no había sido así. Hasta había tomado nota del

número de placa de los dos polis, joder, qué tío.

Consumí un buen trago de brandy, apuré la copa, pedimos otras.

—Yo sí— dije en un impulso de valentía, intentando comprender en qué

situación me embarcaba, al firmar un acta notarial de semejante envergadura.

—Yo también— apoyó Mario, y echamos otro trago, el nudo en la garganta,

parecía deshilvanarse lentamente.

—Habrá juicio—dijo Henry—, tendréis que acudir como testigos.

—De acuerdo—contestó Mario.

—Ok— apostillé yo.

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Nuevamente silencio. Miré a la calle. La acera estaba cubierta por un pequeño

manto blanquecino de apenas un centímetro de nieve. Firmamos. “El gentleman”

recogió su cuadernillo, se levantó, nos estrechó nuevamente la mano, y dijo:

—Nos veremos, amigos.

Salió del local y desapareció como por encanto.

Mario y yo entablamos una conversación ya más relajada, y fue entonces cuando

nos apercibimos de que teníamos en el bolsillo también nosotros, trescientos mil euros,

cincuenta millones de pesetas. A mí me surgió un escalofrío entre pecho y espalda, y

máxime, cuando se cruzó por mi cabeza la aventura impensable que Henry había

realizado en el Franckfurt. Henry, Dios sabe ya dónde andaría, llevaba en su bolsillo, la

inestimable cifra de quinientos millones de pesetas, tres millones de euros, ¡Dios mío!.

Y como si nada, imperturbable, sereno, preocupado por Alfonso. ¡Ostia puta, qué sería

de Alfonso!

Al día siguiente nos enteramos por el vecindario, que Alfonso llegó cadáver al

Hospital. ¡Maldita sea!

No habían transcurrido apenas veinte días, cuando nos llegó a Mario y a mí una

citación judicial, invitándonos a acudir como testigos. Yo sentí miedo.

El juicio, lejos de ser el típico juicio americano, en el que todo son envites,

intríngulis, y sorpresas, por uno y otro bando, resultó ser el apático juicio hispánico, tan

sencillo como breve, y la sentencia fue:

Seis meses de cárcel para los dos agentes de policía, y expulsados a perpetuidad

del servicio. ¿Un tanto cruel? Habría que preguntárselo a Alfonso.

Perdimos desde entonces el rastro de Henry, aunque ese personaje haría mella en

nuestras conciencias. Y nuestras conciencias, viajaban tranquilas, porque Mario y yo

dormíamos cada noche plácidamente.

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Veintidós de diciembre. Franckfurt.

El escenario había cambiado visiblemente. Los camareros eran prácticamente los

mismos. Pero ellos eran los amos. Con el dinero de la bienvenida lotería, habían

comprado el local a Poncio, quien sufría unas depresiones agónicas, tras la ridícula

insensatez cometida, vendiendo su billete por diez mil miserables euros. Todos los

mismos, excepto Felipe, quien con sus doscientos millones de pelas, jugaba a las cartas,

se tomaba sus copas, y nadie le echaba la bronca.

Los niños de San Ildefonso retornaron a sus cánticos.

Pero aquel día no nevaba.

Ni estaba “el gentleman”.

Ni Alfonso.

Ni tampoco Poncio.

El Franckfurt, sin embargo, estaba abarrotado, el negocio funcionaba mejor, y

las caras sonrientes de los consagrados camareros, lo demostraban obviamente.

Las seis mesas del interior completas, y en la barra, el “dos gramos”, “el

bosque”, el padre del niño de los juguetes, el matrimonio del Atleti, un señor

cincuentón, Olegario, anti madridista, Mario y yo.

De repente, inesperada, pero sorpresivamente, vimos entrar a dos jóvenes de

unos treinta y tantos, y se aposentaron a nuestro lado.

Era los dos motoristas condenados, los dos imprudentes, los dos negligentes,

¡Dios mío!, sentí pánico.

—Vámonos— le dije “bajini” a Mario, a quien noté muy alterado, también.

Y así lo hicimos. Abandonamos Franckfurt, y cuando aún no habíamos marcado

escasos treinta pasos, sentimos una voz a nuestras espaldas, que decía:

— ¡Hijos de puta!

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Nos volvimos. Eran los dos agentes sentenciados, y uno de ellos, nos mostraba

con asombrosa transparencia, su revólver endemoniado.

—Seguid adelante, os mostraremos el camino— repitió la misma voz, mientras

nosotros reemprendimos la andadura, más aturdidos que nunca.

Al llegar al final de la amplia avenida, la voz irritada del ex presidiario, se

manifestó otra vez diciendo:

—Coged el camino de tierra de la izquierda, y no hagáis nada o moriréis como

gusanos, hijos de cerda.

Mario y yo ni siquiera éramos capaces de mirarnos a la cara, aquella situación

nos desbordaba.

Nos obligaron a base de insultos y amenazas continuas, a desplazarnos por aquel

camino arenoso hasta un barranco pronunciado al final del mismo, nos hicieron

descender al fondo del barranco, y allí, en medio de un barrizal asqueroso, nos forzaron

a doblegar nuestras rodillas sobre el lodo, y ambos “ex polis”, preguntaron al unísono:

—Domicilio del notario, cabrones.

Mario y yo temblábamos ostensiblemente, y lo peor del caso, es que no teníamos

ni pajarera idea ni del paradero, ni de asunto alguno relacionado con el singular

caballero aquel.

Nos apuntaban con sendas armas, temí empañar los pantalones con mis propias

heces. La vida era en un segundo, ida y acabada. Se me ocurrió que podríamos mentir, y

así ganar tiempo. ¡Qué precioso es el tiempo, cuando entiendes que te falta!

—Se llama Henry—dije yo tímidamente.

Y no hubo lugar a más.

Un silbido seco, exactamente igual al de una bala que penetra en la nuca de un

hombre condenado, se hizo patente al instante, y cuando aún estaba doblegando el

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primer cuerpo, se escuchó una segunda resonancia, que tumbaba cruelmente al segundo

ex agente, mientras dos chorros de sangre crepitante, empañaban el barrizal, en el que

Mario y yo nos encontrábamos arrodillados.

Fue cuestión de segundos. El tiempo justo que tarda el cerebro en reaccionar y

ponerse en pie. Emprendimos una veloz carrera, tal vez quinientos, seiscientos metros,

no lo sé, cuando ya fatigados por el esfuerzo y por el miedo en carne viva, Mario y yo

fuimos cesando en la carrera, y ya más lento, andando luego, como por pura inercia, nos

adentramos, milagrosamente esta vez, en el “amigo” Franckfurt.

Aún jadeando, sin aliento, sin voz, no sabemos cómo, el cincuentón que dejamos

en la barra desayunando, dijo:

—Ponles dos whiskys, Jordi.

¿Quién cojones era ese tío?. Con una barba blanca de siete primaveras al menos,

su voz sonaba a familiar. Pero Mario y yo, no andábamos para pesquisas, y consentimos

en la invitación.

— ¿Qué hacemos?— le pregunté a Mario—. ¿Qué hacemos?

—Nada— dijo el cincuentón, mientras otra vez aquella voz se pronunciaba como

un eco familiar—. No hagáis nada, un buen notario siempre termina su trabajo.

Mario y yo palidecimos, no había lugar para más sobresaltos.

Aquel señor pagó la ronda, y se esfumó con la sencillez de una neblina pasajera.

Mario y yo saboreamos el whisky, comenzamos a dejar el tembleque, y

entendimos con claridad el enigma que había resuelto un hombre, que además de

gentleman, era notario, y tal vez pistolero.

Tan sólo “el coletas” tuvo a bien preguntarnos:

— ¿Qué os ha pasado? Parecéis asustados.

— Nada- contestó Mario—, que casi nos pilla un coche, tío.

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La prensa anunciaba al día siguiente el asesinato de dos ex presidiarios, ex

policías, y lo achacaba a algún posible ajuste de cuentas. Mario y yo no hicimos, no

dijimos nada, eran órdenes del notario.

No volvimos a saber nunca ya, nada de él. Ni de su nombre, ni de su paradero, ni

de su identidad real.

Entretanto Alfonso, el borrachillo de turno, me sonreía algunas noches en mis

sueños, tal vez porque se sentía satisfecho, al comprender que alguien, por fin, le había

tenido en cuenta.