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Nelson DeMille LA PANTERA Traducción del inglés de Paz Pruneda La esfera de los libros

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Nelson DeMille

LA PANTERA

Traducción del inglés de Paz Pruneda

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PRIMERA PARTE

Marib, Yemen

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Capítulo uno

A quel hombre vestido con ropajes blancos de beduino y lla-mado Bulus ibn al-Darwish, también conocido por su nom-bre de guerra en Al Qaeda, al-Numair, La Pantera, perma-

necía a un lado del grupo de turistas belgas.Los belgas habían llegado en un minibús desde Saná. Cuatro

hombres y cinco mujeres, más el conductor yemení y el guía local Wasim al-Rahib. El conductor había preferido quedarse dentro del autobús climatizado, a resguardo del fuerte sol de agosto.

Wasim, el guía, no hablaba francés, pero su inglés era bueno, y una de las belgas, una chica de alrededor de dieciséis años llamada An-nette, también lo hablaba, por lo que podía traducir al francés a sus compatriotas.

—Este es el famoso Templo de Bar’an, también conocido como Arsh Bilqis, el trono de la Reina de Saba —explicó Wasim al grupo.

Annette lo tradujo y el grupo de turistas asintió comenzando a tomar fotografías.

Al-Numair, La Pantera, observó las ruinas del recinto del templo, algo más de cuatro mil metros cuadrados de muros de arenisca ma-rrón, imponentes columnas cuadradas y patios abiertos, que ahora se cocían bajo el sol del desierto. Arqueólogos americanos y europeos habían empleado muchos años, esfuerzo y dinero en descubrir y res-taurar estas ruinas paganas, para finalmente acabar abandonándolas a causa de supersticiones tribales y, más recientemente, debido a la acti-vidad de Al Qaeda en la zona. ¡Qué desperdicio de tiempo y dinero!, pensó La Pantera. Deseaba fervientemente que llegara el día en que

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los turistas occidentales dejaran de aparecer por allí para que ese tem-plo, junto con las ruinas paganas de los alrededores, fuera cubierto de nuevo por las cambiantes arenas del desierto.

La Pantera miró más allá del templo hacia la escasa vegetación y las dispersas palmeras de dátiles. Sabía que en la antigüedad estas mis-mas tierras habían sido mucho más verdes y pobladas. Ahora el desier-to había avanzado desde Oriente, desde Hadramaut, que significa «el Lugar Donde te Encuentra la Muerte».

Wasim al-Rahib miró al alto y barbudo beduino preguntándose por qué se habría unido al grupo de los belgas. Él mismo había nego-ciado con el jeque de la tribu local, Musa, pagándole cien dólares americanos por el privilegio de visitar ese histórico lugar del país. Además, como no podía ser menos, el dinero trajo la paz; la promesa de que ningún miembro de la tribu beduina molestaría, entorpecería o pondría en dificultades al grupo de turistas. Por eso ahora se pre-guntaba qué demonios hacía allí ese beduino.

La Pantera advirtió que el guía le observaba y le sostuvo la mira-da hasta que este volvió la vista al grupo.

Ese día no había más turistas en el templo; solo uno o dos grupos solían aventurarse cada semana fuera de Saná, la capital, para aden-trarse doscientos kilómetros hacia el oeste. La Pantera recordaba los tiempos en que estas famosas ruinas atraían a multitud de turistas oc-cidentales pero, desgraciadamente, debido a los últimos informes de la actividad de Al Qaeda en la provincia de Marib, la mayoría de los ex-tranjeros preferían mantenerse alejados. Sonrió para sus adentros.

Por esa misma razón, los belgas habían viajado con una escolta armada de veinte hombres de la Oficina Nacional de Seguridad, tam-bién conocidos como Policía Nacional de Seguridad o Servicio Nacio-nal de Seguridad; una fuerza paramilitar cuyo trabajo consistía en proteger a los turistas en carreteras y lugares históricos. Los visitantes pagaban por ese servicio, lo que suponía un gasto bien empleado, pen-só La Pantera. Lamentablemente para estos occidentales, en esta oca-sión la policía también había sido pagada para que se retirara, lo que estaba a punto de hacer.

Wasim continuó con su explicación.—Este templo, también conocido como Templo de la Luna, es-

taba dedicado al dios del Reino de Saba, que se llamaba Almaqah.

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Mientras la chica belga traducía, Wasim miró de nuevo al hom-bre barbudo con la túnica beduina que se mantenía pegado al grupo. Pensó en decirle algo, puesto que su presencia le inquietaba, pero en su lugar se dirigió al grupo.

—Esto acaeció mil quinientos años antes de que el profeta Maho-ma iluminara el mundo y venciera a los paganos.

La Pantera, que también hablaba inglés, asintió con aprobación a esta última declaración del guía.

Empezó a estudiar a los turistas belgas. Había dos parejas de la tercera edad que parecían conocerse entre sí, y se revolvían incómodas bajo el ardiente sol. Había también un hombre y una mujer, de vein-titantos años, que aunque no llevaban anillo de casados debían de es-tar juntos, pues se cogían de cuando en cuando de la mano. El hom-bre y la mujer que faltaban debían de ser igualmente pareja, y la chica que traducía parecía ser su hija o alguna pariente. Observó además que las mujeres se habían cubierto el cabello con hiyabs, los pañuelos típi-cos, como señal de respeto a la costumbre islámica, pero ninguna lle-vaba el rostro tapado como se requería. El guía debería haberles insis-tido más, pero qué podía esperarse de un sirviente de los infieles.

Todos son intrépidos viajeros, pensó La Pantera. Gente curiosa, tal vez adinerada, que disfrutaban de su excursión desde Saná, donde sabía que se hospedaban en el hotel Sheraton. Es posible incluso que su visita fuera más peligrosa y aventurada de lo que les habían conta-do en su agencia de viajes. Sin duda, imaginó, ahora estarían pen-sando en las comodidades de su hotel, en el bar y el bufet del come-dor. Se preguntó también si alguno de ellos no estaría preocupado por el tema de la seguridad. Lo que sería muy comprensible.

Una vez más, Wasim miró de reojo al beduino, que parecía ha-berse introducido sutilmente en el pequeño grupo de turistas. Se dijo que no debía de tener más de cuarenta años, aunque la barba y la tez curtida por el sol le hacían parecer mayor. Advirtió también que por-taba la jambiya ceremonial, la daga curva del Yemen, que llevaban todos los hombres del norte del país. El tocado de su cabeza no era demasia-do elaborado ni tampoco se adornaba con costosos cordones de oro, de modo que no debía de ser un hombre importante, ningún jeque beduino o jefe de un clan. Quizá estuviera allí para pedir limosna a los occidentales, pese a que Wasim había pagado al Jeque Musa para

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que mantuviera a los hombres de su tribu a distancia. Si este beduino empezaba a mendigar, le daría unos cuantos riales rogándole que se marchara.

Wasim volvió a dirigirse al grupo.—Algunos practicantes de la fe mormona americana creen que

este lugar es donde el profeta mormón Lehi llegó desde Jerusalén en el siglo vi antes de nuestra era. Según los estudiosos mormones, aquí fue donde Lehi enterró al profeta Ismael. Después construyó una enor-me nave para él y su familia y se embarcó rumbo a América.

Annette lo tradujo y uno de los hombres del grupo le formuló una pregunta que la joven transmitió en inglés a Wasim. Este sonrió y respondió:

—Sí, y como puede ver aquí no hay ningún océano. Pero en aquellos tiempos, se cree que por esta zona había mucha agua, tal vez incluso ríos, consecuencia del Gran Diluvio de Noé.

La joven lo tradujo y todos los belgas asintieron en reconoci-miento.

—Síganme, por favor —indicó Wasim. Subió los catorce escalo-nes de piedra hasta quedar frente a las seis columnas cuadradas, cinco de las cuales se elevaban hasta veinte metros de altura, mientras que la sexta estaba rota por la mitad. Aguardó a que el grupo se uniera a él y añadió—: Si miran hacia el oeste, verán las montañas donde las tribus locales creen que se posó el Arca de Noé.

Los turistas tomaron fotos de las lejanas montañas sin fijarse en el hombre de barba que subía los escalones hacia ellos.

Sin embargo Wasim lo advirtió y se dirigió en árabe al beduino. —Por favor, señor, esta es una visita privada.Al-Numair, La Pantera, respondió en árabe:—Pero yo también deseo aprender.Wasim, manteniendo el tono respetuoso de su voz, replicó al be-

duino:—No habla inglés ni francés, señor. ¿Qué podría aprender?La Pantera contestó en inglés:—Por favor, señor, soy un pobre hombre que viene a entretener

a los turistas ataviado con sus ropas más distinguidas.Wasim, momentáneamente sorprendido por el perfecto inglés del

hombre, le contestó en árabe:

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—Lo siento, pero el Jeque Musa me aseguró...—Por favor, señor —dijo el beduino en inglés—, déjeme que

pose en las fotografías con sus amigos occidentales. Cien riales por cada foto.

Annette lo escuchó y lo tradujo al francés a sus compatriotas, que parecían nerviosos por el intercambio entre los dos árabes. Al enterarse de lo que sucedía, todos sonrieron y estuvieron de acuerdo en que sería una buena idea, un magnífico recuerdo que mostrar en casa.

Wasim accedió a los deseos de sus clientes e hizo un gesto al be-duino para que procediera.

Los belgas empezaron a posar junto al alto y barbudo beduino, de uno en uno al principio, y luego en pequeños grupos. El hombre no dejaba de sonreír en cada fotografía, respondiendo solícito a los tu-ristas que le pedían que se moviera alrededor del templo para captar distintos escenarios con las ruinas de fondo.

Uno de los turistas mayores le pidió que empuñara su daga, pero el beduino se disculpó explicando que si se desenfunda la daga hay que utilizarla. Al escuchar la traducción de Annette el belga dijo a sus compatriotas:

—Entonces no le pediremos que la desenfunde. Y todos se rieron, excepto Wasim que consultó nervioso su reloj.Aunque el autobús había partido de Saná a las ocho de la maña-

na, no habían llegado a la cercana ciudad de Marib hasta mediodía. Allí, los turistas habían almorzado, demasiado despacio en su opi-nión, en el restaurante turístico del hotel Bilqis; mientras, Wasim tuvo que esperar durante largo rato al Jeque Musa, que le exigió doscientos dólares americanos diciéndole: «Las otras tribus están dando proble-mas, de modo que debo pagarles para permitir que tengas un viaje de vuelta seguro a Saná».

Wasim ya había oído cosas parecidas con anterioridad, pero trató de explicárselo al jeque como siempre hacía.

—Los turistas ya han pagado un precio fijo a la agencia de viajes en Saná, y otra cantidad por la escolta policial. No puedo pedirles nada más. Y si te doy más dinero no tendré ningún beneficio. —Sin embargo le prometió que se lo daría la próxima vez.

El jeque y el guía de Saná cerraron el trato por cien dólares, pero Wasim decidió que no habría una próxima vez. La carretera de Saná a

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Marib se había vuelto insegura, y no solo porque las tribus estaban in-quietas sino también por este nuevo grupo, Al Qaeda, que se había infiltrado en la zona durante el último año. La mayoría de sus miem-bros eran extranjeros: saudíes, kuwaitíes, gente de la vecina Omán, y también iraquíes que habían huido de los americanos en su pro-pio país. Esa gente, pensó Wasim, solo traerá muerte e infelicidad al Yemen.

De hecho el Jeque Musa le había comentado algo parecido.—Esta gente de Al Qaeda se está convirtiendo en un problema.

Vienen atraídos por los pozos de petróleo de los americanos y sus oleoductos, y se agrupan como lobos esperando la oportunidad de atacar. —A lo que añadió—: No se puede comprar a esa gente, amigo mío, y la policía no te puede proteger de ellos, pero yo puedo. Por trescientos dólares.

Una vez más, Wasim rechazó hacer un nuevo pago. El Jeque Musa se encogió de hombros.

—Tal vez la próxima vez.—Sí, la próxima vez. —Pero Wasim estaba seguro de que no ha-

bría próxima vez.Wasim al-Rahib se había licenciado en historia antigua en la

universidad, pero no había podido encontrar trabajo como profesor ni de ninguna otra cosa, excepto como guía turístico. El puesto estaba muy bien pagado y los turistas occidentales eran generosos con sus propinas, aunque ahora el oficio se había vuelto peligroso. Y no solo para él sino también para los turistas, pese a que la agencia no quisie-ra admitirlo. Todas las guías turísticas, escritas años atrás, decían: «No puede marcharse del Yemen sin ver las ruinas de Marib». Pues bien, se dijo Wasim, tendrían que verlas sin él.

Observó a los turistas que ahora hablaban animadamente con el beduino mientras la chica les traducía al inglés. El hombre parecía complacido, aunque había algo inusual en él. No tenía aspecto de be-duino. Se le veía demasiado cómodo entre los extranjeros y, además, hablaba inglés. Algo muy poco frecuente, salvo que trabajara para los americanos en alguna de las instalaciones petrolíferas.

En cualquier caso, ya eran más de las tres de la tarde, y aún no habían visitado el Templo del Sol. Si se retrasaban más, el último tra-mo del viaje de vuelta a Saná tendrían que hacerlo de noche. Y no era

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bueno estar en la carretera cuando oscureciera, incluso con escolta po-licial, a los que tampoco les gustaba deambular por esas carreteras de noche.

Wasim se dirigió a la joven y al beduino en inglés.—Debemos marcharnos. Muchas gracias por su amabilidad,

señor.Pero los belgas querían que Wasim tomara una fotografía del

grupo completo con el beduino. De modo que el guía, pensando en las propinas, accedió y sacó las fotos con cuatro cámaras distintas.

Luego se volvió hacia la chica belga.—Creo que si le dan a este hombre mil riales se quedará muy

contento. —Se cercioró de dejárselo claro—. Son aproximadamente cinco euros. Una buena paga para este hombre tan amable.

Annette recolectó el dinero y se lo entregó.—Muchas gracias por todo —le dijo.El beduino se guardó el dinero.—Gracias a ustedes —replicó—. Por favor, diga a sus compa-

triotas que Bulus ibn al-Darwish les desea una feliz y segura visita al Yemen.

Wasim echó un vistazo hacia el lado norte donde el minibús es-taba estacionado al borde de la carretera, detrás del camión del ejérci-to que transportaba a la policía. El autobús aún estaba allí, pero no el camión. De hecho, no había ni rastro de la Policía Nacional de Segu-ridad con sus reconocibles uniformes de camuflaje azules.

Wasim llamó por su móvil al oficial de policía al mando sin ob-tener respuesta. Entonces telefoneó al conductor del autobús, Isa, que era además primo de su mujer. Isa no contestó.

Volvió la vista hacia el beduino, que le estaba mirando, y enton-ces comprendió lo que sucedía. Inspiró profundamente para calmar su voz y le dijo al beduino en árabe:

—Por favor, señor... —Sacudió la cabeza y añadió—: Esto es algo malo.

El alto beduino replicó:—Tú sí que eres algo malo, Wasim al-Rahib. Eres un sirviente de

los infieles cuando deberías ser un siervo de Alá.—Soy un verdadero sirviente...—Silencio.

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El beduino alzó su brazo derecho como señal, y luego lo bajó mi-rando a Wasim y a los belgas, pero sin añadir nada más.

Los cuatro hombres y cinco mujeres miraron fijamente a su guía, esperando que les explicara lo que sucedía. Obviamente algo iba mal, aunque hasta hacía unos minutos todos estuvieran sonriendo y po-sando para las fotos.

Wasim evitó sus miradas de preocupación.Annette se dirigió al guía en inglés.—¿Qué ocurre? ¿Acaso no le hemos dado suficiente?Wasim no respondió, así que Annette habló directamente con el

beduino en inglés.—¿Ocurre algo malo?Al-Numair, La Pantera, repuso:—Vosotros sois lo malo.Los belgas empezaron a preguntarle a Annette lo que había di-

cho, pero ella no contestó.Entonces uno de los hombres del grupo gritó:—Regardez! —Y señaló con el dedo.En el patio del templo, un poco más abajo, justo donde se ha-

bían detenido, un grupo de aproximadamente doce hombres apareció súbitamente entre los oscuros restos de las ruinas, ataviados con túni-cas beduinas y llevando rifles kalashnikov.

Los turistas enmudecieron, pero cuando uno de los beduinos empezó a correr por los escalones de piedra, una mujer gritó.

Después, todo sucedió muy deprisa. Dos de los beduinos apun-taron con sus rifles a los belgas mientras los otros ataban sus manos a la espalda con cinta adhesiva.

Annette gritó a Wasim:—¿Qué está pasando? ¿Por qué hacen esto?Wasim, que también tenía atadas las muñecas, sintió en un pri-

mer momento miedo de hablar, pero luego encontró su voz y dijo:—Es un secuestro. No tengan miedo. Es un secuestro por dine-

ro. No nos harán daño.Y mientras lo decía confió en que fuera cierto. El secuestro de oc-

cidentales a manos de una tribu era algo bastante habitual, lo que se llamaba «secuestro de huéspedes». Seguramente pasarían una o dos semanas con una tribu hasta que se les entregara el dinero. Entonces

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les soltarían. Por lo que sabía, estas cosas solían acabar bien, y los oc-cidentales raramente eran agredidos y mucho menos asesinados, salvo que el ejército interviniera en un intento por liberar a aquellos que ha-bían sido raptados por las tribus.

Annette, aún aterrorizada, lo transmitió a sus compatriotas.—Es un secuestro. Para pedir un rescate. Wasim dice que no de-

bemos...—¡Silencio! —espetó el alto beduino en inglés. Entonces se dirigió a Wasim en árabe.—Esto no es un secuestro.Wasim cerró los ojos y empezó a rezar en voz alta.Bulus ibn al-Darwish, La Pantera, sacó su daga curva y se colocó

detrás de Wasim. Con una mano tiró de la cabeza del guía hacia atrás y con la otra deslizó la hoja por su garganta y le empujó hacia delante.

Wasim cayó de cara sobre el suelo del Templo de la Luna y se quedó inmóvil mientras la sangre brotaba y se esparcía por las ardien-tes piedras.

Los belgas lo contemplaron horrorizados. Algunos empezaron a gritar y otros a llorar.

Entonces los hombres armados les obligaron a ponerse de rodi-llas. La Pantera se acercó a Annette en primer lugar, situándose tras ella y susurrando:

—Así no tendrás que ver cómo mueren los otros. Y en un rápido movimiento tiró de su cabeza hacia atrás, aga-

rrándola por el largo cabello, y cercenó su garganta con la daga curva para, acto seguido, continuar con los demás.

Algunos gritaron o suplicaron compasión, otros trataron de re-sistirse inútilmente, pues los yihadistas les mantenían fuertemente agarrados mientras La Pantera segaba sus gargantas. Unos pocos acep-taron su destino en silencio. Solo uno rezó, una mujer mayor a la que La Pantera dejó para el final a fin de que concluyera sus oraciones. Re-sulta interesante, se dijo, observar cómo muere la gente.

En menos de dos minutos todo había terminado. Los nueve in-fieles y su sirviente Wasim yacían en el suelo del templo; su sangre manando libremente entre las viejas piedras.

Bulus ibn al-Darwish, al-Numair, La Pantera, contempló a los infie-les mientras, uno a uno, exhalaban su último aliento y quedaban inertes.

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Un hombre, sin embargo, el que parecía ser el padre de la joven, se puso súbitamente en pie con las muñecas aún atadas a la espalda y comenzó a correr escaleras abajo. Casi de inmediato tropezó cayendo de cara sobre la piedra, rodó por los escalones y aterrizó al pie de estos.

—Espero que no se haya hecho daño —comentó La Pantera a los yihadistas.

Los hombres se rieron.Luego contempló su daga impregnada de sangre y la introdujo

en su funda. A continuación cogió una de las cámaras fotográficas de los turistas, repasó las imágenes digitales en la pequeña pantalla y son-rió. Llamó a uno de sus hombres.

—Nabeel. —Y le entregó la cámara para que tomara fotos de la masacre.

El líder contempló a los europeos muertos.—Vinisteis a Yemen en busca de aventuras y conocimiento. Aho-

ra habéis encontrado ambos. Una gran aventura final y un profundo conocimiento sobre esta tierra. Habéis aprendido que en Yemen la muerte viene a tu encuentro.

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