006 CONCILIUM, Revista internacional de Teología, CUESTIONES FRONTERIZAS. junio 1965

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CONCILIUM Revista internacional de Teología CUESTIONES FRONTERIZAS Junio 1965 J. B. METZ : Presentación. * G. PHILIPS : La Iglesia en el mundo de hoy. * U. VON BALTHASAR: El encuentro con Dios en el mundo ac- tual. * K. R'HNER: Ideología y cristianismo. * J. B. METZ : La in- credulidad como problema teológico. * H. BOUILLARD : La experien- cia humana y el punto de partida de la Teología fundamental. * M. NEDONCELLE : Teología y Filosofía, o las metamorfosis de una sierva. BOLETÍN.-^¿^R. SCHLETTE : Problemática de la ideología y fe cris- tiana. DOC^RNTACIÓN CONCILIUM.—J. F. LESCRAUWAET : Las iglesias refor- CROMiCA VIVA ^ H L A IGLESIA.—La "nueva situación" entre Roma y las Iglesias prote^^mes.Consejo Mundial de las Iglesias.La funda- ción .mternaci^Kl "Pro mundi vita".

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CONCILIUM Revista internacional

de Teología

CUESTIONES FRONTERIZAS

Junio 1965

J. B. METZ : Presentación. * G. PHILIPS : La Iglesia en el mundo de hoy. * U. VON BALTHASAR: El encuentro con Dios en el mundo actual. * K. R'HNER: Ideología y cristianismo. * J. B. M E T Z : La incredulidad como problema teológico. * H. BOUILLARD : La experiencia humana y el punto de partida de la Teología fundamental. * M. NEDONCELLE : Teología y Filosofía, o las metamorfosis de una sierva.

BOLETÍN. -^¿^R. SCHLETTE : Problemática de la ideología y fe cristiana.

DOC^RNTACIÓN CONCILIUM.—J. F. LESCRAUWAET : Las iglesias refor-

CROMiCA VIVA ^ H L A IGLESIA.—La "nueva situación" entre Roma y las Iglesias prote^^mes.—Consejo Mundial de las Iglesias.—La fundación .mternaci^Kl "Pro mundi vita".

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C O N C I L I U M

Revista internacional de Teología

Diez números al año, dedicados cada uno

de ellos a una disciplina teológica: Dog

ma, Liturgia, Pastoral, Ecumenismo, Moral,

Cuestiones Fronterizas, Historia de la Igle

sia, Derecho Canónico, Espiritualidad y

Sagrada Escritura

Comité de dirección

L Alting von Geusau * R. Aubert L Baas * P. Benoit, op

M. Cardoso Peres, op * F Bockle C Colombo * Y. Congar, op

Ch Davis * G Diekmann, osb Ch Duquoc, op * N. Edelby

T. Jiménez Urresti * H Kung M J. Le Guillou, op * H. de Lubac, sj

f Mejía * J B Metz R E. Murphy, o carm * K Rahner, s¡

E Schillebeeckx, op * J Wagner

Secretario general

M. Vanhengel, op

Director de la edición española:

P. JOSÉ MUÑOZ SENDINO

Traductores de este número

Un grupo de profesores del

Seminario Diocesano de Madrid

Editor en lengua española'

EDICIONES CRISTIANDAD

Aptdo. 14.898.—MADRID

CON CENSURA ECLESIÁSTICA Depósito Legal: M. 1.399. - 1965

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C O N C I L I UM Revista internacional de Teología

CUESTIONES FRONTERIZAS

EDICIONES CRISTIANDAD MADRID

1965

®M^§AM^

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COMITÉ DE REDACCIÓN DE ESTE NUMERO

Director:

Prof. Dr. }. B. Metz

Directores-adjuntos:

Dr. W. Bróker

Dr. W. Oelmüller

Miembros:

Prof. Dr. H. Bouillard

Prof. Dr. J. Comblin

Prof. Dr. E. Cornelis o. p.

Drs. A. Darlapp

Prof. Dr. H. Dolch

Prof. Dr. A. Dondeyne Prof. Dr. G. Fessard s. j .

Prof. Dr. H. Fríes Prof. Dr. J. Kalin

Prof. Dr. A. G. M. van Melsen

Prof. Dr. Ch. Moeller

Mgr. Prof. Dr. M. Nedoncelle Prof. Dr. F. O'Farrel s. j .

Dr. M. Seckler

Prof. Dr. J. Trütsch

Prof. Dr. J. H. Walgrave o. p.

Prof. Dr. B. de Clercq o. p.

Prof. Dr. J. Y. Joiif

Prof. Dr. D. Dubarle o. p.

D. Callarían

Münster

Miinster Münster

París Santiago

Nimega

Munich Beuel-Vilich- Müldorf Lovaina

Chantilly Münster

Friburgo

Nimega

Lovaina

Estrasburgo

Roma

Tubinga

Chur

Lovaina

Lovaina

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París Nueva York

Alemania

Alemania Alemania

Francia

Chile

Holanda

Alemania

Alemania Bélgica

Francia

Alemania Suiza

Holanda Bélgica

Francia

Italia

Alemania

Suiza

Bélgica

Bélgica

Francia

Francia

U.S.A.

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PRESENTACIÓN

El presente Concilio ha contribuido notablemente a poner de manifiesto la constante "apertura" de la Iglesia y su teología "en dirección al mundo". Desde esta perspectiva la sección de "cuestiones fronterizas" se ocupa de los problemas actualmente planteados al desarrollo de los fundamentos de nuestra fe en relación con su inteligencia y proclamación, por lo que se refiere a las actuales filosofías, a las numerosas cuestiones teológicas suscitadas por determinadas ciencias modernas, al creciente pluralismo en el orden social, religioso y cultural, al estado de secularización del mundo y a otros muchos "problemas fronterizos". En todo ello debe la teología prestar su servicio a la esperanza de los hombres dando una respuesta, pero también escuchando ella misma, aprendiendo y —no pocas veces— cambiando de método. El punto de arranque de esta sección es que semejante tarea brota de las raíces mismas de la inteligencia de la fe, y asi las "cuestiones fronterizas" se convierten en "cuestiones fundamentales" que pertenecen al tema de la Teología Fundamental, a la cual toca dar una orientación responsable de la fe "en el mundo de hoy".

Por tanto, dentro del marco de la Revista, esta sección representa principalmente a la Teología Fundamental, disciplina que, quizá como ninguna otra, busca actualmente un nuevo planteamiento de sí misma con objeto de responder, partiendo de principios estrictamente teológicos, al conjunto de problemas hoy planteados y de preparar a los creyentes "a estar siempre prontos para dar razón de su esperanza a todo el que se la pidiere" (i Pe., 3, 15), particularmente a sí mismos y a sus

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4 Presentación

hermanos en la je. En este contexto habrá que discutir en el futuro una serie de cuestiones que son singularmente apremiantes en el ámbito de la Teología Fundamental, tales como la posibilidad, el sentido y el carácter propios de los métodos de explicación y fundamentación del acto de fe, el análisis teológico de la experiencia religiosa y de sus dimensiones intramundanas e interhumanas; cuestiones derivadas de la difícil situación hermenéutica en que se halla hoy la teología con respecto a su punto de partida; problemas relativos a la historia e historicidad de la je, de la Iglesia y del cristianismo; cuestiones teológicas en torno al encuentro con las religiones no cristianas, y en particular las cuestiones que se refieren al ateísmo, a la interpretación teológica de la incredulidad, a las ideologías de nuestro tiempo, etc.

La temática del Esquema XIII del actual Concilio Vaticano II, "sobre la Iglesia en el mundo de hoy" es, en cierto sentido, el tema de esta sección. Las colaboraciones de este primer numero están dedicadas al planteamiento de los problemas que, en más o menos estrecha conexión, pertenecen al trasfondo teológico de dicho esquema conciliar. Así los artículos de Philips, Baltbasar, Rahner, Metz y el boletín de Schlette. Los trabajos de Bouillard y Nédoncelle tratan cuestiones fundamentales de la sección.

J. B. METZ

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LA IGLESIA EN EL MUNDO DE HOY

I. UN PROBLEMA DIFÍCIL

Una de las proposiciones que más llamó la atención de los Padres en el transcurso de los debates del Concilio Vaticano II fue ciertamente la sugerencia del cardenal Suenens, presentada al final de la primera sesión, de describir la Iglesia, no sólo en su constitución interna, sino también en sus relaciones con el mundo. El cardenal en su discurso empleó los términos "Ecclesia ad intra" y "Ecclesia ad extra", que la reflexión descubrió como más aproximativos que rigurosamente exactos. El proyecto suscitó un entusiasmo real, reforzado por las preocupaciones pastorales de los Padres conciliares y por la visión realista, positivista y universalista que caracteriza actualmente las concepciones predominantes de los responsables de la Iglesia. A sus ojos, en efecto, la Iglesia no es una entidad estática, sino una tarea que realizar. El mundo "de fuera" se mostró vivamente interesado. Las esperanzas suscitadas eran sin duda desmesuradas, y numerosos espíritus prudentes nos ponen en guardia contra una probable desilusión.

En efecto, a medida que se avanzaba se ha ido manifestando de forma cada vez más clara la complejidad de los problemas que esta preocupación había puesto en el orden del día. Dos proyectos de redacción del Esquema XIII (XVII anteriormente) fueron rechazados sucesivamente y, si el tercero fue admitido finalmente como base de discusión, las críticas no sólo de detalle, sino de fondo, a que dio lugar fueron numerosas y por razones diferentes. El fenómeno no tiene nada de extraño. Hasta ahora

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los teólogos han prestado a estas cuestiones complicadas una atención sólo muy relativa. Hace apenas unos años el tema no parecía de gran actualidad y, cuando bruscamente se impuso a la reflexión de los pensadores, éstos se encontraron un tanto desarmados y un tanto divididos entre sí, no sólo en cuanto a las soluciones a aportar, sino incluso en cuanto a la manera de considerar los elementos del problema y en cuanto a la estructura de la investigación a elaborar. No tenían perfectamente clara la distinción de planos, el encadenamiento de finalidades, las relaciones entre lo sagrado y lo profano, la naturaleza y lo sobrenatural, la Iglesia y el mundo.

Pero cuanto mayores eran las dificultades que se acumulaban más impenosa se hacía la necesidad de considerarlas de frente. Las exigencias de los cristianos, presa de verdaderas angustias de conciencia, y la espera de un mundo más atento que nunca al fenómeno de la Iglesia y a sus repercusiones hacían imposible toda demora. El ritmo acelerado del desarrollo de las ideas y su transmisión casi instantánea a escala mundial no permiten actualmente un aplazamiento de la respuesta. Ni la Iglesia ni el Concilio pueden eludir sus responsabilidades: hay que correr el nesgo de una declaración inacabada, pero suficientemente clara, y señalar al menos algunos puntos de orientación, fijados a partir de los principios inmutables, pero dinámicos, de la revelación.

Esta vez no figura en primer plano la evangelización de los pueblos. Esta tarea ha sido descrita, y luminosamente, en la Constitución sobre el Misterio de la Iglesia. Menos aún se trata de un intento de modernización de una Iglesia olvidada de su vocación ultraterrena ni de una tentativa disimulada de ganarse las simpatías de los no creyentes. En el programa figura expresamente la aplicación integral del mensaje evangélico a la vida terrena de los hombres, sin desconocer la perspectiva de un destino más allá del mundo de los fenómenos. ¿Hasta qué punto es auténticamente cristiano el compromiso de los cristianos en el mundo y para el mundo? ¿Qué comporta este compromiso para el ser-

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vicio que el cristiano debe prestar a la sociedad humana universal ?

Cabe pensar que la finalidad del Esquema ha sido claramente percibida y admitida por la mayor parte de los Padres y teólogos del Concilio. Quedan, es verdad, unos pocos que, a fuerza de fijar sus ojos en la finalidad primordial del Reino de Dios, temen dejarse desviar hacia las preocupaciones terrestres, mientras otros, defensores de la humanización del mundo, temen que el llamamiento a las realidades celestes les impida ejercer en la tierra su tarea de hombres. Algunos no han logrado hasta ahora salir de los cuadros mentales de un régimen de cristiandad que comprende, no sin mezclarlas, la Iglesia y la sociedad civil. Para los primeros, el Esquema XIII adolece de un vicio de principio: el de desbordar, según ellos, el campo de la actividad eclesial para la cual la vida del mundo no es más que un medio al servicio de una perfección espiritual casi desencarnada. Pero éstos son una minoría, procedente sobre todo de las regiones menos sensibles a la problemática actual.

No por eso deja de ser de la mayor importancia que se logre desde el primer momento un acuerdo sobre el sentido de los términos empleados. Frecuentemente se tiene la impresión de que se trata de dos interlocutores, la Iglesia por una parte y el mundo por otra. Pero cuando se consideran las cosas más atentamente, los dos términos se compenetran en parte; y el "mundo", en el lenguaje cristiano, reviste una multiplicidad de significaciones que es urgente analizar con detalle.

I I . LOS DATOS DEL PROBLEMA

i. Qué se entiende -por "Iglesia"

No todos los presuntos lectores del decreto conciliar ven en la Iglesia la misma realidad. Unos, los fieles católicos, a los que se dirige en primer lugar, la consideran en sentido literal como la continuación del misterio salvífico de Cristo, aun cuando reconozcan al mismo tiempo que subsiste en una sociedad visible y

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organizada: la comunidad eclesial romana. Otros, a los que el Concilio quiere también dirigir su mensaje, no hacen de ella un objeto de fe, pero constatan la profunda influencia social y humana de ese grupo de hombres religiosos, para aceptar sus servicios o para contrarrestar su influencia sobre las masas. Al pasar de la una a la otra de estas dos categorías de oyentes el Concilio cambia de plano y es conveniente que tome clara conciencia de ello.

El primer fin del Esquema es llevar a los fieles a tomar a pecho su tarea para con la sociedad humana y sus realidades temporales. Pero en el horizonte se recorta un auditorio mucho más amplio, el de los no católicos, los no cristianos y hasta no creyentes, con los que la Iglesia quisiera entablar diálogo con vistas a un trabajo común que se ha de emprender y proseguir para el bien terrestre de la humanidad. La intención del Esquema XIII no es describir el por qué y el cómo de la tarea de evangehzación inscrita en la naturaleza misma de la Iglesia y que ésta no podrá nunca negar ni descuidar. El Esquema se propone más bien aplicar a la vida intramundana las luces y las normas del mensaje de Cristo, con el fin de comprender más claramente y mejorar la condición humana por medio de una colaboración sincera y eficaz con todos.

Incluso en este plano tiene la Iglesia algo que decir al mundo, y éste no siempre rehusa escucharla. Es verdad que ella debe ante todo buscar el Reino de Dios, pero sabe que, si es fiel, lo demás le será dado por añadidura. Más aún, la Iglesia está legítimamente convencida de que no podría cumplir su tarea primordial si no se esforzase por obtener de sus miembros un espíritu de servicio desinteresado a todos sus hermanos los hombres. Incluso para el no creyente y el ateo o aquellos que se creen tales, la Iglesia es una fuerza espiritual con la que puede ser útil entenderse y cuya aportación a la solución progresiva de los grandes problemas humanos sería poco razonable desconocer. Mencionemos la salvaguarda de la dignidad de la persona humana, la promoción social y cultural, la protección de la familia, el fortalecimiento de la paz mundial. Todo esto interesa tanto a los creyentes

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como a los que no profesan religión alguna. Y los más clarividentes de una y otra parte se dan cuenta de la necesidad de trabajar juntos si no quieren perecer juntos.

La Iglesia se dirige al mundo a partir de Dios y de Cristo, pero no exige una profesión de fe en su Credo como condición para el trabajo en común en un campo en el que todos los hombres coinciden. Si el Dios de la predicación cristiana es un Dios de justicia y caridad la Iglesia cristiana no puede pasar indiferente junto a las miserias humanas. El samantano de la parábola no pide al herido recogido junto al camino una declaración de ortodoxia: le consuela, le cuida y se esfuerza por curarle sin cálculo alguno ni segundas intenciones.

No por eso, sin embargo, se ha de pedir a la Iglesia que disimule entre tanto su verdadera identidad o esconda a los ojos del mundo la fuente inspiradora de su consagración a los demás. No tiene que avergonzarse de Cristo, cuyo nombre lleva y cuyo evangelio difunde. Fundada en la fe la Iglesia está consagrada al servicio de Dios y no en primer lugar al de los hombres, pero les procura a éstos los mayores beneficios comunicándoles la vida del Dios-amor que transforma su misma existencia terrena. La Iglesia no predica el culto de la humanidad, pero un auténtico humanismo será fruto de su predicación.

En la enunciación de este programa el Concilio no debe experimentar ningún malestar ni practicar ninguna reticencia. El Concillo no pretende sustituir a la Organización de las Naciones Unidas, aun cuando se dirija a todos los hombres y a todas las naciones con una misión recibida de Cristo, no movida por un instinto de dominación, sino por una voluntad sincera de servicio.

2. Qué se entiende por "mundo"

En el lenguaje de la Escritura, que ha pasado a ser después el lenguaje de los cristianos, y sobre todo de los predicadores, el término "mundo" toma con frecuencia un matiz peyorativo, sin que esto haga sin embargo olvidar el sentido primitivo de la

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palabra que designa el conjunto de la obra creada por Dios. Ahora bien, la creación es buena; la doctrina bíblica está lejos de todo sabor maniqueo. Pero en la historia de los hombres que pueblan el mundo de Dios ha intervenido el pecado, y se ha extendido hasta el punto de convertirse en un poder maligno, opuesto a Dios por sus actitudes intelectuales y morales, sin dejar por eso de estar sometido al dominio soberano del Creador. El mundo, bajo el signo del Maligno, es enemigo de Dios y malo por definición. Si escuchase la palabra y rechazase su pecado ya no sería "mundo". De ahí, en los autores del Nuevo Testamento y sobre todo en san Juan, un dualismo, no de naturaleza onto-lógica, sino de orden moral y espiritual, que podría desorientar a un lector insuficientemente instruido sobre la simplicidad del estilo de Juan y su tendencia al simbolismo. San Juan afirma a un tiempo que debemos detestar al mundo con sus concupiscencias y que Dios ha amado tanto al mundo que le ha dado su propio Hijo para salvarlo. El empleo doble del mismo término, por más opuesto que parezca, se unifica en la historia de la salvación. El mundo creado bueno por Dios se ha hecho malo por el abuso de la libertad humana, sin perder toda esperanza de restauración. Porque el amor misericordioso de Dios es más fuerte que el pecado. Es especialmente al mundo malo al que el Hijo de Dios encarnado dirige su mensaje de salvación. Acogido por la fe, este mensaje salva al mundo y lo restablece en la amistad del Padre.

La Biblia nos enseña que hay que odiar el mundo perverso precisamente porque hay que amar el mundo salido de las manos de Dios, para llevarlo a su Autor, devolviéndole su bondad nativa, elevada a un nivel infinitamente más alto por la gracia de la redención.

Hay, además, una segunda distinción cuyo olvido daría lugar a una grave confusión. El "mundo" designa también el conjunto de los hombres que habitan la tierra. Entre éstos los hay santos e incrédulos. Los cristianos forman parte de este mundo que no pueden abandonar, aun cuando deban oponerse a los principios malos que con demasiada frecuencia dirigen la vida de un gran

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número de humanos. Su separación del mundo es de orden espiritual, no sociológico. La Iglesia, por su parte, sin ser del mundo (pervertido) por ser de origen celeste, se opone al mundo del pecado, pero no a los hombres que son pecadores, ya que existe precisamente para ellos. No se puede, pues, afirmar que se encuentre enfrente del mundo. Está establecida en pleno mundo y sus fieles están mezclados con todos los hombres del mundo. El título del Esquema XIII evita intencionadamente la expresión la Iglesia frente al mundo y habla de la Iglesia en el mundo de hoy. Por su propia naturaleza la Iglesia tiende a devolver al mundo su unidad primitiva, hasta el punto de identificarse con él el día en que se haya consumado perfectamente el designio de restauración y el universo redimido sea entregado por el Hijo al Padre. Pretender que la Iglesia es ajena al mundo de los hombres es reducirla a un fantasma abstracto y, por tanto, destruirla.

"Mundo", finalmente, significa los valores terrenos y las tareas que los hombres deben cumplir en el ámbito temporal. Estos valores no son estáticos, sino que implican para los hombres el deber de desarrollarlos en el sentido querido por su Autor, continuando la obra creadora por el trabajo humano. Estos valores y este trabajo no están viciados en sí. Constituyen un orden, temporal y no definitivo, desde luego, pero que tiene en sí mismo su propia consistencia. Estamos, pues, en presencia de una verdadera autonomía de lo temporal, no absoluta, pero no por eso menos real. El orden de los valores terrenos tiene sus propios principios y está regido por leyes internas de respeto y que bajo ningún pretexto se pueden suprimir para convertirlas en un simple medio de promoción religiosa. Este principio constituye el fundamento de la distinción de las dos sociedades, la Iglesia y la comunidad humana, distinción que no autoriza, sin embargo, ningún separatismo hostil. Si la sociedad humana se erige en poder absoluto, organiza el totalitarismo y el culto idolátrico a los poderosos.

Pero, por otra parte, hablar de relaciones entre la Iglesia y el mundo no significa de ninguna manera para el cristiano tratar

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de armonizar su profesión de fiel con su existencia profana, como si se tratase de dos campos impermeables e impenetrables. Es en el mundo donde la vida cristiana debe dar pruebas de su autenticidad. Para participar en la vida del mundo el bautizado no debe salir de la Iglesia. Por el contrario, es en este momento preciso cuando su pertenencia religiosa y eclesial desarrollará toda su eficacia. De otra forma la caridad sería algo estéril.

La Iglesia vive en el mundo y para el mundo. No se presenta al mundo como simple portadora de curiosidades exóticas. La Iglesia se sabe comprometida en el mundo; no en el mundo del pecado, sino en el mundo creado por Dios, desfigurado por el pecado y redimido por Cristo. La Iglesia tiene la misión de extender al universo la restauración llevada a cabo por el Salvador. No se sitúa entre el mundo y Dios, sino que une el mundo a Dios, de la misma manera que los laicos no establecen un puente entre la Iglesia y el mundo, sino que hacen a la Iglesia presente en el mundo. Este movimiento hacia la unidad no está consumado; no ha hecho más que comenzar. Pero al final el mundo redimido y la Iglesia serán una sola cosa.

3. El mundo de hoy

En cada período de la historia la Iglesia vive en el mundo que le es "contemporáneo". No se trata, pues, de que la Iglesia se enfrente hoy con un problema inédito. Pero, como el mundo cambia, el problema cambia también de aspecto. Nos encontramos simplemente ante una consecuencia de la historicidad de la Iglesia. Gracias a Dios la conciencia de este carácter se ha hecho más viva entre los católicos. Y hoy se dedican más que antes a descubrir los signos de los tiempos. Pero para prevenir todo equívoco deben darse cuenta de que ellos contemplan el mundo con ojos cristianos. El análisis que ellos realizan de los fenómenos está dirigido por la luz que su fe les presta. Esta disposición de espíritu es legítima y, lejos de impedir la objetividad, la hace más bien obligatoria. La descripción de las mismas miserias humanas

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lleva al marxista a una actitud totalmente antirreligiosa y al cristiano a una dedicación más generosa, inspirada por su convicción religiosa. Donde el marxista no constata más que una alienación desastrosa, el cristiano descubre condiciones que predisponen para el anuncio de Cristo. De hecho desde la segunda guerra mundial tenemos ante nosotros un hombre nuevo, profundamente marcado por las recientes adquisiciones científicas y técnicas. Como consecuencia del descubrimiento de la energía atómica y de la conquista del espacio no sólo ha adquirido un nuevo modo de sentir, de pensar y vivir, sino que se ha convertido literalmente en un hombre nuevo y apenas reconoce su nueva identidad. Sin embargo no se debe generalizar demasiado. En realidad hoy existen vanos mundos profundamente diferenciados, y especialmente el de los que no carecen de nada y el de los hambrientos. Con excesiva frecuencia estamos tentados de caer en el "europeísmo", a pesar de nuestras declaraciones de solidaridad intercontinental y de toda nuestra buena voluntad. Pensar a escala mundial es un hermoso programa y sólo raras veces una realidad vivida. Tardamos demasiado en reconocer a los países de misión el acceso al rango de Iglesias jóvenes, llamadas también a completar la catolicidad. Estamos, sobre todo, desconcertados y como desarmados ante el Tercer Mundo, que no llegamos a comprender. Queremos ayudarle, y en la mayor parte de los casos no conseguimos más que exasperarle. Es demasiado fácil quejarse de la falta de agradecimiento de nuestros protegidos. El error está precisamente en querer hacer de protectores. No basta suministrar a los pueblos de Asia y de África bienes de consumo, ni siquiera máquinas y expertos. Es preciso asegurarles la posibilidad de crearse ellos mismos una situación plenamente humana y asegurarles al mismo tiempo ese suplemento de alma sin el que ningún hombre es capaz de vivir.

Ahora bien, un suplemento supone un bien espiritual ya presente que se trata de enriquecer purificándolo. Esos pueblos llamados primitivos poseen tesoros de sabiduría, herencia de las generaciones precedentes. ¿Por qué destruirlos en lugar de llevarlos a un desarrollo más auténtico y más universal?

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Es un hecho que el hombre moderno, en amplios sectores y un poco en todos los continentes, se ha descubierto como un hombre sin Dios. Ya no tiene necesidad de Dios y le considera con frecuencia como enemigo. El fenómeno de un ateísmo no sólo vivido, sino proclamado, organizado y militante es un hecho inédito en la historia. Pero es preciso considerarlo de cerca para establecer su verdadero carácter.

Son rarísimos los que llegan a prescindir de un absoluto al que referirse. De ahí la profusión de sucedáneos de la religión que se van organizando por todas partes. Culto del deber, de la colectividad, del heroísmo sin recompensa, del bienestar social de las generaciones venideras. Esos valores, considerados como obligatorios, ocupan el lugar de un Dios imposible de reconocer en las imágenes corrientes que le representan casi como un ídolo, o como un recurso que llena las lagunas de la actividad humana. Semejante divinidad no supera el orden de las realidades cósmicas.

El filósofo-teólogo Tilhch ha dado a esa concepción el nombre de supernaturalismo, puro artificio de la imaginación. Bult-mann ha vulgarizado la descomposición de los mitos, reducidos a una proyección de las experiencias existenciales. Bonhoeffer ha proclamado el fin de toda "religión", fruto de la pretensión humana, para predicar un cristianismo sin culto. En ninguna de esas descripciones reconoce la Iglesia su misteriosa realidad. Ella no sacrifica a esos ídolos que el pensamiento moderno se propone ingenuamente destruir. Todas esas fantasías son superadas por aquellos que tienen el sentido del verdadero Dios y que al menos entrevén lo que significan la salvación y la unión de gracia con el Dios vivo.

Pero para llegar a esa superación el creyente ha debido purificar las representaciones de la divinidad que la enseñanza recibida en su niñez le había hecho familiares. Llegado a la madurez las imágenes del catecismo infantil ya no le bastan. Desgraciadamente su cultura religiosa no ha seguido siempre su desarrollo intelectual. Se cree ateo y sin saberlo está en busca de un Absoluto que no es otro que Dios. El solo hecho de ser hombre le obliga a buscar un valor que le domina y le libera a un tiempo.

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Este mundo que se declara arreligioso experimenta, confiéselo o no, una sorda angustia, aunque no sea más que ante la muerte. No es sólo la explosión atómica lo que le espanta. Está luchando con un enigma que no acaba de resolver: ¿cuál es el sentido de la vida, del mundo, del hombre? ¿Adonde vamos en definitiva? ¿Será el absurdo la única respuesta al hombre abocado a una eterna decepción?

El obispo anglicano Robinson se ha creído en el deber de explicarnos que Dios no habita por encima del mundo, en un lugar de las esferas celestes, ni siquiera simplemente fuera del universo donde la imaginación se pierde en el vacío. Dios no es otra cosa que el fundamento mismo de nuestra existencia, nuestra última razón de ser y es en la dimensión horizontal donde conviene buscarlo, en nuestra vocación de hacernos "un hombre para los demás", vocación de la que Cristo es el prototipo. El éxito del librito Honest to God es aleccionador. El hombre moderno no es ni mucho menos tan indiferente ante los problemas últimos como una visión pesimista nos había habituado a creerlo.

Pero el libro de Robinson es, por otra parte, decepcionante. Exegeta de profesión, habría podido recordar que los Salmos describen maravillosamente la omnipresencia de Dios en el corazón mismo de la creación y en el corazón del hombre. Y sin embargo Dios no está encerrado en ninguna parte. San Agustín habría podido enseñar al Obispo que Dios me es más íntimo a mí que yo mismo. Hace ya mucho tiempo que el cristiano serio busca a Dios esforzándose, sin lograrlo nunca plenamente, por superar las categorías del tiempo y el espacio. Y sabe también —santo Tomás se lo ha explicado— que la trascendencia y la inmanencia se condicionan como dos aspectos entrelazados.

Hablar como si buscásemos a Dios en las nubes o en el vacío, en el punto en que el mundo termina, es tratarnos como niños. Añadir que de ahora en adelante descubriremos a Dios en la dimensión horizontal, como si se encontrase a nuestros pies, es perderse en un espejismo que no vale mucho más que el anterior. Robinson no es víctima de esta ilusión. Pero su exposición

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no es más que una vaga reproducción, para uso de lectores apresurados, de las ideas mucho más profundas de Paul Tillich.

Queda sin embargo el hecho de que el prelado anglicano logra penetrar en la mentalidad del hombre de hoy y hace revivir en él resonancias religiosas que habríamos creído definitivamente perdidas.

Si la Iglesia quiere hablar al mundo no puede eludir el problema del ateísmo real o imaginario. Tampoco ella está por encima ni fuera del mundo. Desde el interior del mundo y del hombre mismo nos dirige hacia el descubrimiento de nuestra existencia auténtica, don perpetuo de la bondad divina que la funda y la sostiene. La Iglesia no crea artificiosamente esta cuestión fundamental. Ella despierta en las almas una pregunta latente y, en este sentido, lanza un desafío al mundo. Si la Iglesia no logra despertar en el hombre esta búsqueda fundamental todas sus enseñanzas serán ininteligibles para él y se quedarán en letra muerta. Pero en el momento en que la Iglesia hace sentir al hombre su insuficiencia radical le ofrece una salida para su angustia. Esta respuesta no la ha creado ni inventado la Iglesia, sino que la ha recibido de labios del Hijo de Dios.

4. El encuentro Iglesia-Mundo

Este encuentro se establece, pues, en primer lugar, en el -plano de la cuestión fundamental. La Iglesia toca el mundo comenzando par cada uno de sus fieles. El bautizado no es el tranquilo posesor de una verdad evidente. También él espera y comprende el mensaje como la liberación de una situación de angustia. Sin ello el creyente no se sentiría personalmente interpelado. Y en muchos casos esta toma de conciencia no se logra sino a través de una crisis saludable.

La Iglesia quiere igualmente establecer contacto con los no creyentes y conducirlos a escuchar la Palabra. Para cumplir esta misión no le basta utilizar su lenguaje moderno, sus categorías mentales y sus formas de expresión; debe más bien partir con ellos de la problemática primordial universal y atravesar con ellos

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la región de las tinieblas intelectuales y morales para desembocar finalmente en la luz. Aun entonces deberá tener en cuenta lo que san Pablo ha llamado el escándalo y la locura de la cruz. El mundo malo bajo la influencia del espíritu del error se opondrá al mensaje y lo combatirá. Ningún creyente se extrañará de ello. Todos, en efecto, conocen por experiencia personal la fuerza de resistencia que la Palabra debe vencer incluso en el espíritu y el corazón de quien está sinceramente dispuesto a creer. La contradicción prevista no es para la Iglesia un motivo capaz de reducirla al silencio. Pero la oposición inevitable la preserva contra la tentación de apoyarse en sus propios medios de persuasión en lugar de contar con el poder de Aquel que la envía.

La Iglesia encuentra, en segundo lugar, el mundo de los no creyentes en el plano de los valores humanos. Su misión de caridad la ordena ponerse al servicio de todos para ayudarlos a lograr una vida humana más digna de ese nombre. Es verdad que la Iglesia no podría, sin contradecir su esencia y su vocación, establecerse a un nivel puramente natural. La Iglesia vive en el orden de la gracia. Pero esto no le impide respetar íntegramente los valores que constituyen la dignidad de la naturaleza humana. Lejos de desconocerlos o destruirlos la Iglesia los refuerza y los ennoblece.

La Iglesia no dudará, pues, en presentar a todos una antropología francamente cristiana, en la que el no cristiano reconocerá, sin embargo, rasgos fundamentales que le son muy queridos y que no querría perder a ningún precio. Eso hará posible que se entable un diálogo y se establezca una cooperación leal, respetuosa, por una y otra parte, de la conciencia personal. Asustarse ante las posibles diferencias de esta última significaría una falta de confianza en la fuerza de la Verdad y en la honradez fundamental del hombre. Este hombre tiene necesidad de ser iluminado y sostenido; por eso precisamente le dirige la palabra la Iglesia no para ocupar el lugar de su conciencia, sino para ilustrarla y fortificarla. Y es sobre todo a través de sus miembros, llegados a una edad realmente adulta, como la Iglesia demuestra

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la eficacia de su doctrina para prevenir toda clase de alienación. La Iglesia ayuda al hombre, cualquiera que sea, a redescubrirse con toda su responsabilidad, sus deberes y sus derechos.

Su ideal no es una coexistencia, por simple yuxtaposición, de dos cuerpos extraños, sino una voluntad de convivir, de mitsein, como dicen los alemanes, comienzo de una colaboración real. La Iglesia aporta a esta tarea medios de acción que superan las fuerzas tanto del hombre-en-el-mundo como de la Iglesia misma. Esas fuerzas las recibe la Iglesia del Espíritu, que la enseña a ser humilde y servicial, siguiendo el ejemplo de Cristo. Poniendo estos medios a disposición de todos, la Iglesia no intenta solapadamente sacralizar ni "eclesializar" el mundo, sino que asegura a las realidades profanas una dimensión trascendente, en relación con su origen y su finalidad última. Los cristianos serían responsables ante el mundo si le dejasen la tarea de construirse rehusándole su apoyo indispensable.

Permítasenos que, al hablar del diálogo "con los otros", insistamos en la necesidad de organizar un coloquio similar en el seno mismo de la Iglesia entre los diferentes grupos y tendencias opuestas. Las divergencias de criterios pueden ocasionar serios obstáculos, pero pueden también, equilibrándose, enriquecer la acción común. Jerarquía y laicado no coinciden, pero se completan. N o olvidemos las preocupaciones particulares de los que, a falta de mejor nombre, llamaríamos progresistas y tradicionalistas. Estos dos grupos tienen necesidad el uno del otro. Si se separan serán una verdadera ruina. Los tradicionahstas dejados a su preocupación de conservar intacto el depósito de la revelación, corren el peligro de no utilizar los tesoros que conservan y extinguirse en el inmovilismo. Los progresistas, a fuerza de buscar la adaptación a las ideas y a las situaciones del momento, se exponen al peligro de perder lo esencial y caer en el relativismo a costa de la continuidad de los bienes del pensamiento y de la verdad misma. La vida no comienza de nuevo con cada generación a partir de la pura nada: ni la vida del cuerpo ni la del espíritu ni, sobre todo, la de la sociedad. Los que insisten tanto sobre la historicidad de la Iglesia harían bien en

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reflexionar un poco sobre eso. La historia crea nuevas realidades, desde luego, pero transmitiendo la vida del pasado al presente y al porvenir.

I I I . EL CONTENIDO DEL MENSAJE-DIALOGO

Al invitar al mundo al diálogo, la Iglesia pone en el primer plano la vocación del hombre, entendida en toda su profundidad. Sin esto la dignidad de la persona no tendría garantía alguna sólida. La persona humana, que ocupa hoy el centro del interés general, no puede desarrollarse más que en el seno de la comunidad. Si se cierra en sí misma perecerá en el narcisismo o en un estéril solipsismo. Todos los hombres son creados a imagen del Primogénito y llamados a asemejarse a él, cada día más perfectamente, por su trabajo personal y su esfuerzo colectivo. El trabajo es su nobleza y su título de gloria, a condición de que ese trabajo no cierre su apertura a las regiones más altas y a aquellas en las que habitan sus hermanos. Si no quieren hacerse esclavos de sus éxitos técnicos, no deben cerrar los ojos a la realidad de la deficiencia culpable que la Iglesia llama pecado, egoísmo y codicia y que entorpece la ascensión de toda la humanidad.

El cristiano será el primero en la tarea de hacerse hombre con los hombres. Pero nadie tiene derecho a obligarle, para conseguirlo, a olvidar su vocación divina ni a renunciar a la oración. El más desvalido de los mortales es siempre capaz de responder a la vocación de vivir como hijo de Dios y como hermano de todos. El cristiano tiene impuesto el deber imperioso de promover sin descanso la armonía entre su tarea terrena y su destino ultraterreno y realizarla en su acción. El mundo no suele reprochar al cristianismo el apuntar demasiado alto, pero podría, no sin fundamento, acusar a no pocos cristianos de no tomar en serio su existencia cristiana en el mundo.

La Iglesia está al servicio de Dios. A causa de esto, y no a pesar de esta misión religiosa, está al servicio de los hombres. El Dios que la Iglesia adora es la fuente de una caridad

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que se difunde en el creyente para transformarle y conducir a todos los hombres al Padre por un inmenso movimiento de amor solidario. Es el Evangelio el que manda a la Iglesia reclamar para todos la igualdad y la libertad. La Iglesia no duda en declarar que la organización de la sociedad temporal no es de su competencia. El dominio de Dios sobre el mundo de lo temporal es ilimitado; el de la Iglesia, no. Ni aspira a él de modo alguno. No hay motivo de inquietud a este respecto. En nuestros días todo imperialismo eclesiástico está condenado al fracaso. Las situaciones modernas evitan a la Iglesia una tentación de este tipo.

La humanización del mundo no es un obstáculo para la Iglesia, sino un apoyo. Inversamente el cristianismo ayudará a los hombres a lograr un nivel más elevado de humanidad sin despojar a nadie de su responsabilidad personal. La Iglesia quiere adultos y no menores bajo tutela.

El cristiano está convencido de que la moral no puede prescindir de un fundamento sólido y normas imperativas, so pena de disolverse en el subjetivismo. Sabe también que la verdadera caridad comienza por respetar una justicia incondicionada y, lejos de rehusar el contacto con sus conciudadanos, está deseando trabajar en colaboración con ellos.

Su conciencia se ha hecho más sensible a las faltas de omisión y aprecia más que nunca la pobreza según el espíritu. La pobreza evangélica no predica el pauperismo ni menos aún la explotación de la miseria. Existe una pobreza infrahumana que el Evangelio obliga a todos a remediar eficazmente al precio de un desprendimiento y una generosidad que no conocen límite alguno.

La Iglesia no teme mancharse las manos tocando a los miserables para elevarlos. No rechaza como compañero ningún individuo ni grupo que aporte al diálogo un alma sincera. La época del ghetto en la que reina la fiebre del asedio ha pasado a la historia.

No basta proclamar en una carta solemne los derechos del hombre sin distinción de raza, de sexo ni de categoría social.

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En nuestros días la situación de los obreros, al menos en nuestros países industrializados, ha mejorado considerablemente. Pero esta elevación está lejos de haber llegado a todas las regiones del globo, y el respeto a la persona del trabajador es todavía para muchos un sueño idílico. Mientras el trabajador se vea obligado para vivir a vender su trabajo como una mercancía y no sea tratado como un socio de la empresa y de la edificación de la sociedad, no se habrá logrado la meta, y la condición de una muchedumbre innumerable de hombres estará a un nivel infrahumano, comparable a la antigua esclavitud.

El hombre no puede surgir ni desarrollarse más que en el seno de una familia, que el amor conyugal y una fecundidad valientemente aceptada convierten en verdadero santuario. Para el cristiano el matrimonio participa del misterio del amor de Cristo y de la Iglesia. En este campo los problemas y las angustias de conciencia se han hecho realmente punzantes. Esposos y padres tienen derecho a esperar de la Iglesia, no sólo palabras de ánimo, sino una exposición clara de los principios y las directrices que rigen la vida de los hogares. Esta respuesta, por más clara que sea, no dispensará ni al hombre ni a la mujer del esfuerzo indispensable para llegar a una decisión personal suficientemente pensada en la presencia de Dios. Las recetas serían un engaño y la pura casuística no serviría más que para adormecer las conciencias. Es toda la problemática lo que se trata de someter a un examen respetuoso de todos los elementos de solución y de todos los aspectos que comprende un acto particular en la trama completa de la vida. Ningún experto en teología, filosofía o sociología está autorizado a eludir la investigación común. La explosión demográfica ha tomado proporciones desconcertantes. Responder a este fenómeno con un llamamiento exclusivo a la confianza en la Providencia será puro fariseísmo, si no se procura al mismo tiempo crear nuevas posibilidades de subsistencia. El crimen sería aún mayor si se orientase a las naciones jóvenes a organizar una especie de suicidio nacional suprimiendo la vida en germen. La técnica moderna es capaz, si se emplea seriamente en ello, de proporcionar con qué ah-

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mentar a los hambrientos, pero los sacrificios que habríamos de imponernos todos de momento serían enormes. Entre tanto, guardémonos de ahogar la generosidad de los que se han dado en llamar grandes aventureros de la época moderna y que no son otros que los padres de familia. Es enormemente triste ver convertidos en objetos de mofa a los padres de familia numerosa, los cuales sufren a veces semejante afrenta de hermanos que se creen cristianos. Y es además inquietante ver que teólogos que se dicen católicos ponen positivamente en duda la indisolubilidad del matrimonio.

Existe además, evidentemente, un hambre del espíritu. Un intercambio inteligente de los bienes culturales, respetando la inmensa diversidad de las civilizaciones, aumentará en medida apreciable la productividad del patrimonio humanista. En este campo la evangelización se ha demostrado en el curso de la historia como un factor de incomparable poder civilizador. El fin de la actividad misionera no es, desde luego, otro que la difusión del mensaje cristiano, que concede a todos la nobleza de la filiación divina adoptiva. Pero conviene extender su aplicación práctica hasta el desarrollo de la sociedad profana, en la que debe reinar una verdadera fraternidad.

En el plano social las encíclicas Mater et Magistra y Pacem in tenis han autentificado el verdadero sentido de las palabras clave de nuestra época: socialización, humanización, universalismo, ecos de las doctrinas del Cuerpo Místico, la Encarnación y el precepto universal de caridad, cuando estos acontecimientos salvíficos entran en contacto con las realidades terrenas. De otra forma, la Palabra de Dios sería en nuestra boca y por nuestra culpa una mentira. Sobre este punto el Concilio deberá dirigirse al mundo con un lenguaje lleno de una completa franqueza y una viril valentía, si quiere prevenir en innumerables lectores una penosa desilusión.

Cuando la Iglesia proclama que el mismo Hijo de Dios se ha hecho entre los hombres perfectamente semejante a todos, menos en el pecado, subraya la solidaridad del género humano hasta sus últimos límites. Así, las naciones ricas tienen el deber

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de repartir sus bienes con los pueblos menos dotados, sin humillarlos ni mucho menos reducirlos a una esclavitud dorada. El plan de urgencia establecido por la comunidad internacional no soporta ningún plazo para su aplicación. De ello depende la paz del mundo, siempre insegura. Recurrir a las armas nucleares para asegurar la seguridad general equivaldría a un gesto de desesperación que aniquilaría a la humanidad. El equilibrio por el miedo es más que aventurado. Lo cual no quiere decir que haya que lanzarse a un pacifismo ilusorio, bien intencionado tal vez, pero tocado del más peligroso irrealismo. La tarea del Concilio será dura, y el primer deber que se impone a todos es el trabajo por la pacificación de los espíritus.

Bajo la influencia de la renovación eclesial y de los trabajos conciliares los católicos comienzan a comprender mejor su vocación en el mundo y para bien del mundo. El olvido de su tarea terrena les llevaría a desfigurar el orden de la creación establecido por Dios y restaurado por Cristo. Al mismo tiempo los católicos aprenden a practicar una distinción más clara entre su misión estrictamente eclesial y el programa de acción que deben llevar a cabo en un mundo llegado a la edad adulta. Un cristianismo adulto no recurre al triunfalismo eclesiástico. A la luz del Evangelio, comprende más claramente el sentido de los temas neotestamentarios del testimonio (martyria), el servicio (diakonia) y la comunión (koinoniá), y quiera Dios que los cristianos no se queden en la vana utilización de esas hermosas palabras griegas, sino que hagan pasar el contenido de las mismas a su vida cotidiana.

Al poner en su orden del día el Esquema de "La Iglesia en el mundo de hoy", el Concilio ha dado pruebas de realismo y de una solicitud pastoral que no elude sus responsabilidades. Pero un Concilio no puede felicitarse de haber logrado sus fines más que si toda la comunidad traduce en su vida concreta las enseñanzas propuestas, sacadas directamente de la fuente del misterio: el Hijo de Dios encarnado para la salvación del mundo entero.

G. PHILIPS

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EL ENCUENTRO CON DIOS EN EL MUNDO ACTUAL

I

La Iglesia de nuestro tiempo se esfuerza con el mayor ahínco por estrechar el contacto con el mundo actual. Cuando dos hombres entran en relación mutua ambos buscan conocer quién es de por sí cada uno y qué puede significar para el otro. Ambos saben de antemano que son hombres y presuponen esta realidad al entrar en contacto. Pero cuando se trata del encuentro entre la Iglesia y el mundo no es fácil suponer tal conocimiento previo. La Iglesia es Iglesia en el mundo, es decir, como una parte o un aspecto del mundo, y el mundo es mundo (sépalo o no lo sepa, quiera o no quiera saberlo) solamente en cuanto "creado por El y para El" (Col., i, 17), de manera que ambas realidades jamás podrán existir en una perfecta separación mutua, es decir, ambas podrán ser plenamente identificadas en algunos aspectos. La cuestión acerca de lo que constituye a la Iglesia en Iglesia y al mundo en mundo no puede ser solucionada a friori, sino que ha de ser esclarecida en todo caso dentro de un diálogo lleno de esfuerzo. ¿Acaso llegó a quedar claro para Agustín en qué consiste exactamente la esencia de la Civitas huius mundi?

Si hoy es frecuente hablar de "mundo profano", podemos suponer razonablemente que quien así se expresa no pretende cometer una tautología, ni tampoco utilizar un lenguaje cargado de resentimiento, dando al adjetivo "profano" una oculta resonancia polémica que no encierra de por sí el sustantivo. Pero

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aun expresándose con objetividad hay que añadir necesariamente al adjetivo un matiz que, al menos en el uso corriente, no es propio del sustantivo, o bien se halla encubierto en él o, a lo sumo, ha surgido —con razón o sin ella— en el mundo moderno, y en particular para los cristianos.

Si nos preguntamos por la verdad teológica de la expresión "mundo profano actual" se nos ofrecen dos series de reflexiones : i) Para el hombre actual ha venido a ser más difícil que para las generaciones antiguas considerar el mundo como un signo que nos descubre a Dios, como una "epifanía". 2) En tal estado de cosas no deja de tener su parte el propio cristianismo.

Respecto al primer apartado hemos de decir que las dos afirmaciones principales de Pablo acerca del conocimiento de Dios por parte de los gentiles (Act., 17, 16-30; Rom., 1, 18-22) suponen la "manifestabihdad" (tpavepóv) de lo inteligible (-[VOÍOTOV)

de Dios en virtud de una acción reveladora por parte del mismo Dios (6eóc fccp aütolc; écpavépcuasv), consistente en que lo invisible en El desde la creación del mundo es contemplado a través de sus obras (en cuanto que Dios se muestra — xadopázai — , si bien únicamente al entendimiento humano — vooújjisva —, capaz de contemplar y pensar). Esta afirmación es de orden on-tológico y tiene valor "desde la creación del mundo"; es decir, se basa en el ser del mundo como tal. Esto es aclarado y completado por el discurso en el Areópago, donde Pablo afirma que Dios habita no en templos erigidos por mano de hombres, sino en el cielo y en la tierra por El creados. Y así Dios, en cuanto a su ser, no se halla lejos de nosotros, ya que "en El vivimos, nos movemos y somos", y por ello estamos destinados a "buscarle" en un intento de "tropezar" con lo divino (xtí 6síov : 17, 29) y, descubriéndole de esta suerte, encontrarnos con El (v. 26). La inmanencia de Dios en su creación, que fundamenta nuestra inmanencia en El, es caracterizada en este pasaje como una situación ontológica y por ello de ningún modo cuestionable históricamente ni restringible o anulable quizá en algún momento de la era cristiana. Y ello tanto menos cuanto que la no

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lejanía de Dios (v. 27), en virtud de la misión del hombre Jesús, se ha manifestado como decisión de acrecentar la cercanía y ha sido enderezada hacia una manifestación definitiva por parte de Dios en el día del juicio del mundo según la justicia divina (v. 31). No hemos, pues, de imaginarnos que algo pudiera variar en lo que se refiere a la presencia óntica personal y a la cercanía de Dios respecto al mundo —en el sentido, por ejemplo, de una ausencia o una retirada del mundo por parte de Dios (lo cual es metafísicamente un absurdo), o bien en el sentido de una supresión de la inmanencia divina (y por ello de la ma-nifestabilidad de Dios) en la creación, lo cual tendría como consecuencia inmediata su aniquilación instantánea—. Si el hombre cree experimentar una como dificultad o imposibilidad para "contemplar" —según el sentido paulino— a Dios a través de sus criaturas, no puede darse como razón de ello el hecho de que Pablo se dirigía, condicionado por su época, a hombres del ámbito griego o del mundo antiguo sin más, que estaban en posesión, a este respecto, de una penetración espiritual privilegiada. Las proposiciones teológicas de la Sagrada Escritura (también los Salmos y el Libro de la Sabiduría hacen referencia a ello) no pueden ser relativizadas reduciéndolas a los límites de una época. Mas ¿qué pudieron haber leído entonces aquellos penetrantes espíritus? En una época temprana, "mítica", pudieron descubrir, a pesar del terrible enigma del sufrimiento y de la muerte, una benevolencia y una gracia como caracteres de la existencia, al menos en ciertos momentos culminantes, y una luz que penetraba la existencia de un modo tan incomprensible que todo ello resultaría inexplicable sin la presencia de "un dios". En la era posterior "filosófica" descubrirían la suprema grandeza del orden del mundo, de la luminosa armonía matemática, que se realizaba, del modo más puro y sin el menor estorbo por parte de los azares de orden natural, en el mundo de los astros. Entonces no constituía el reducido entendimiento humano la medida de todas las cosas, sino que más bien tenía que levantar su mirada hacia una razón divina superior que se manifestaba, como una epifanía, en el orden del mundo, gober-

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nándolo todo con su providencia. Podemos entonces preguntarnos: ¿qué es lo que puede haber cambiado en todo ello respecto a nosotros?, ¿por qué el hombre de hoy no puede experimentar en su vida, como verdadera gracia, ciertos momentos culminantes de su existencia?, ¿por qué el moderno investigador de la naturaleza (que no inventa las leyes que descubre) no puede mantenerse en una postura de admiración ante el conjunto de las leyes del cosmos, que superan hoy también, como la han superado siempre, su razón?

Si nada ha podido variar en lo que respecta a la situación óntica de Dios para con el mundo y a la constitución fundamental del espíritu humano para con Dios, ¿qué razón tienen entonces las voces que se lamentan de un crepúsculo de lo divino; más aún, de un "eclipse de Dios" en la época actual? Comenzaremos dando, en un primer intento, una respuesta provisional : tales quejas tienen su origen en la distinta situación del hombre respecto a las cosas del mundo, que ya no le dan pie para el ascenso, por la contemplación, hacia el Absoluto, sino sólo al dominio práctico sobre aquéllas dentro del ámbito de la utilidad técnica. En la primera de estas actitudes el hombre mira a través de las cosas hacia arriba; en la segunda contempla las cosas desde su altura superior. La historia del espíritu ha elaborado en Occidente una expresión filosófica de ambas posturas. Y es quizá Nicolás de Cusa el que la ha formulado de la manera más gráfica. El espíritu humano es imagen de Dios de tal modo que se establece una proporción: al igual que Dios creador dice relación al mundo real creado, que El hizo salir de su propia esencia y de su idea, así el espíritu humano (como "secundus deus") dice también relación a un mundo irreal, el mundo de los números —y por ello a la supremacía sobre el mundo de la matemática, de la física y de la técnica—, al que hace brotar, de un modo creador, de su unidad-espíritu, arquetípica en sentido análogo. Esta bella formulación, que pone de relieve la grandeza y la miseria humana, es una variante de la antigua idea del hombre como microcosmos (es decir, como síntesis del mundo y, en virtud de ello,

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como "frontera", (is0o'piov, superior de la tierra, entre Dios y el mundo) tal como, resumiendo el pensamiento antiguo, caracteriza Plotino al espíritu: impulsado en el dinamismo de la idea hacia arriba, en la eterna nostalgia (epw?, ecpsoic) hacia el Absoluto y haciendo salir de sí hacia abajo la multiplicidad del mundo (psíquico y material) —esta vez no sólo de los números, sino también de las mismas formas de la naturaleza— para recapitularlas de nuevo en sí mismo. (Bastaría traducir este proceso dentro de categorías evolutivas para encontrarnos con el sistema de Solowjew y de Teilhard de Chardin). La idea, pues, del hombre como síntesis del mundo no es reciente, sino que pertenece por entero a la antigüedad y a la época patrística (Orígenes, Agustín, Gregorio Magno, Máximo, etc.) y por ello también a la Edad Media. De nuevo destacada en primer plano por el Renacimiento y el Barroco, experimenta con Kant una modificación accidental: ahora sólo es "científico" el mirar hacia abajo, hacia el mundo emanado del espíritu y conformado por él en un orden principalmente matemático-técnico, mientras que el mirar hacia arriba pasa a formar parte del orden práctico-existencial. La tentativa del idealismo desde Fichte a Hegel, que vuelve a entender de un modo teórico, como en la antigüedad, aquel mirar hacia arriba, se desvanece ante el hecho de que la relación del Yo humano ante el Yo absoluto es considerada como una identidad. En consecuencia la dimensión de la mirada hacia abajo (el "entendimiento" dominador) es unlversalizada, reduciéndola a una mera dimensión intrínseca de la mirada hacia arriba ("razón" receptora). Dios es manejado de un modo igual a como el hombre maneja las cosas de la tierra. Pero esto significa ya un ateísmo larvado, de modo que el paso de Hegel a Feuerbach y Marx apenas si se hace perceptible.

En este sentido es una situación trágica la de la historia moderna del espíritu. El nominalismo (Ockham), revolución de los teólogos contra una supuesta intrusión de la razón filosófica, constituye el primer golpe violento asestado a la razón que contemplaba a Dios en el mundo. Entonces fue negado ya todo conocimiento de Dios que se apoyase en la filosofía. Por el con-

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trario, con ímpetu siempre renovado, se siguió apelando en busca de auxilio —desde el Cusano y el Ficino hasta Goethe, Hol-derlin y Heidegger— a la mediación de la antigüedad, y manteniendo viva en el arte del clasicismo, así como del romanticismo, la antigua perspectiva del mundo como teofanía. Pero esta perspectiva metafísica, que a través de las realidades del mundo se orienta hacia Dios, es (y ha sido siempre) un esfuerzo fatigoso (Icpeais, Sps^ic), una conversión (¿xoTpotpVj), un "nadar contra corriente" (Bergson), una actividad que se hace difícil al espíritu, acostumbrado cada vez más intensamente a contemplar las cosas desde su propia altura. Expresión de este hastío es la caída de la metafísica bajo la proscripción teórica (Kant) y práctica, hasta el punto de ser calificada, frente a las ciencias llamadas exactas o ciencias de la naturaleza, de super-flua, imposible e inexistente.

Cuan sintomática sea esta situación de la razón se hace patente de un modo claro por el hecho de que con la eliminación de la metafísica han sido liquidadas también, prácticamente de un modo imperceptible, las ciencias del espíritu (así denominadas en contraposición a las ciencias de la naturaleza), al ser sometidas, de un modo siempre creciente, al método de las ciencias naturales. Las ciencias del espíritu constituyen la inteligencia de la autoexpresión del libre espíritu humano en cuanto éste es síntesis soberana del mundo, y por ello fis6o'piov respecto a Dios. Si le es disputada al espíritu esta posición (contrastable sólo metafísicamente), desciende entonces aquél al nivel de un servus servorum profano: se coloca al servicio de las realidades del mundo, obligadas a servirle a él. Por esta razón no puede, evidentemente, existir un diálogo pleno de sentido entre las ciencias naturales y la teología cristiana allí donde ya no se reconoce la posición mediadora de la metafísica y de las ciencias del espíritu propiamente tales.

Respecto al segundo apartado suele afirmarse que el cristianismo no es ajeno a la evolución moderna, pues ha arrancado al hombre del mundo de epifanía en que estaba recluido, colocándole como un ser personal ante el Dios supramundano, vi-

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viente y personal, que se revela al hombre de un modo inmediato en una relación tal que supera y hace prácticamente superñua toda mediación del ser en el conocimiento de Dios. Por ello —se dice— la metafísica teológica murió con el nacimiento de Cristo. Cuando Heidegger afirma que una metafísica cristiana es algo que encierra contradicción, porque para quien conoce ya a Dios no puede constituir sinceramente un problema el misterio del ser; o bien cuando Karl Barth afirma esto mismo, dando como razón el que la investigación filosófica jamás puede conducir al conocimiento del verdadero y único Dios vivo y que a lo sumo hace que sea sustituido por imágenes idolátricas, en ambos casos —y partiendo de dos direcciones contrarias— se tiende hacia la misma realidad. Cuidémonos de infravalorar la dificultad del problema. Este no encuentra su solución, antes bien es exacerbado por el hecho de que el cristianismo se adueñó de la antigua filosofía religiosa para corregirla, completándola y superándola a partir de la revelación. Largo tiempo pudo parecer constructiva esta actitud, mas hubo de llegar por fin el día —y fue poco tiempo después de la muerte de Tomás de Aquino— en que surgió la sorprendente pregunta: ¿de dónde le viene a la razón el conocimiento de tantas cosas, y a la vez tan precisas, acerca de Dios? El cristianismo de la Edad Moderna encubrió el problema al hacer sonar a plena orquesta el concierto religioso de la antigüedad cristiana, con objeto de acreditar de un modo fehaciente la concordancia entre la teología natural y la sobrenatural. Pero pronto acabó el concierto. Había comenzado en el Areópago: "Al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados hallé un altar en el cual está escrito: al dios desconocido. Pues a ése a quien sin conocerle veneráis, es al que yo os anuncio" (Act., 17, 23). Los griegos en cuanto "filósofos" iban detrás de aquello que Pablo ya conocía en cuanto "teólogo". Aunque él no lo conoce partiendo de la realidad del ser, sino de la historia judeo-cristiana. En el Antiguo Testamento se ha manifestado un Dios vivo, supremo, personal, activo frente a la persona humana; en el Nuevo Testamento se ha mostrado un sujeto humano fren-

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te a otros individuos humanos, conduciéndose de modo que su testimonio de ser Hijo de Dios y Dios mismo se hizo merecedor de crédito.

La historia cristiana del espíritu en todos sus momentos culminantes ha colocado el conocimiento más profundo de la Biblia acerca de Dios ante el fuego de la crítica del conocimiento me-tafísico sobre el misterio del ser. Si comprehendis non est Deus, advierte Agustín junto con toda la Patrística griega, como también Gregorio Magno al igual que la tradición de Dionisio Areopagita, recogida una y otra vez a lo largo de toda la Edad Media latina hasta el Cusano. Que ello era acertado desde el punto de vista cristiano, lo muestran las experiencias de lo divino que marcan una pauta y que son propias de los grandes santos: un Benito de Nursia, que sitúa la existencia cristiana bajo el signo de la veneración humilde; un Francisco de Asís, quien, por medio de la experiencia cristiana de Dios y lejos de todo panteísmo, rastrea y encuentra al fin a través de la hermana criatura la presencia del Dios del amor; un Ignacio de Lo-yola, quien abre en dirección al cosmos la contemplación de los misterios cristianos de la salvación —en la Contemplatio ad obtinendum amorem— y siente el universo como una epifanía : como regalo de Dios que se comunica a sí mismo, como habitación del Dios inmanente a todas las cosas, del trabajo de Dios "que labora en todas las cosas", y finalmente, de un modo casi plotimano, como luz y agua que brota a raudales del mismo Dios. Pero ¿cómo permitieron la teología escolástica, por una parte, y la mística piadosa y la espiritualidad, por otra, que se pusiese un dique de modo crítico a una tendencia que, al parecer, estaba firmemente arraigada entre ellas? La teología escolástica hizo una disección del Dios que se había revelado; la espiritualidad puso su corazón en Dios, quien como Padre había enviado a su eterno Hijo e introducido al Espíritu eterno del amor en los corazones de los creyentes, ese Espíritu que escudriña las profundidades de la Divinidad y que nos es concedido evidentemente para participar de su conocimiento (i Cor., 2,11-16). ¿Quién intentó cerrar el camino de Erigena a

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Eckhart y el Cusano, y de éstos a Hegel, aquel camino que, partiendo del equilibrio entre una metafísica que sabe del misterio inescrutable y una teología que conoce no obstante el misterio, avanza hasta aquella metafísica universal que interpreta el misterio (en la "filosofía natural") como un antiguo paso preliminar hasta una razón humana cristiano-teológica, omnisciente y dotada de autoridad plena? Sin embargo, una vez que se ha llegado a adivinar lo que encierra este a priori teológico del pensamiento humano, queda desacreditada la gnosis teológica; la fe es reducida de nuevo a sus límites (existenciales, no teóricos), y se guardará bien, como gato escaldado, de entremeterse en lo futuro en parecidas aventuras, colocando sus posiciones mucho más a retaguardia y con menor riesgo que en la antigua filosofía.

Todo ello coloca, aparentemente, la predicación cristiana en una precaria situación. Pues si ésta desde el siglo ni al xix se había aliado con el mundo antiguo, por una parte este elemento auxiliar es despojado ahora de sus armas —el pensamiento antiguo respecto a la divinidad es rechazado por la razón ilustrada como "mítico" y primitivo—; por otra parte, la teología, enredada en los hilos del filosofismo, es obligada a "desmitizar-se" para estar a la altura de los tiempos. Ciertamente una teología liberada así de la filosofía nada tendrá ya que ver con el ser; sólo podrá presentarse como un consuelo para la angustia del sujeto "existencial".

Se puede apreciar cuan enormemente complicada es la cuestión teórica; pero también qué consecuencias prácticas tan duras encierra. Lo verdadero y lo equivocado se confunden de un modo casi insoluble. La pregunta de por qué existe, en resumidas cuentas, el ser es algo tan elemental y primario para el hombre moderno como lo fue para los hombres de cualquier tiempo pasado, y ninguna ciencia que comience a pensar partiendo de lo existente podrá eliminar esta cuestión. Si el hombre moderno no se la propone, o —lo que es equivalente— cree poder solucionarla por medio de una ciencia determinada (por ejemplo, de la materia), ha de ser acusado de la misma culpa

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"inexcusable" y de igual "oscurecimiento de corazón" (Rom., 1,20-21) que los contemporáneos de Pablo. La complicidad culpable de la cristiandad, con su pretensión gnóstica de conocer a Dios y sus misterios (es decir, con su ingenuo olvido de Dios), no disculpa a los "inexcusables". Por otra parte la coalición entre teología y filosofía (antigua) es problemática, no tanto porque el cristianismo haya aceptado la contemplación de lo invisible a través de lo visible —o, dicho en pocas palabras, el conocimiento de la analogía entis—, cuanto porque aquélla no supo descubrir la frontera de la filosofía que se revela en la teología y por ello se situó en una falsa posición frente a la filosofía.

Cae dentro de lo posible el que la cristiandad logre salir, por una reparación de estas negligencias, de su estado actual de inseguridad y desaliento.

II

¿Dónde se encuentra la frontera de la filosofía? No donde quieren el nominalismo y el empirismo: en la imposibilidad, partiendo del ente concreto, de abrirse paso en dirección al misterio del ser en la prueba fundamental de la metafísica. Este camino fue seguido, no sin fundamento, desde los presocráticos hasta Plotino de aquella forma que el Cusano denomina "enigmática" o "conjetural". El recorrer este camino es algo típicamente humano, no específicamente cristiano. Mas tampoco se encuentra la frontera allí donde se pretende seguir igual camino, esta vez en el plano subjetivo (ya que fundamentalmente el camino es el mismo): como progreso o retroceso del sujeto finito al infinito, del yo empírico al yo inteligible, ya sea siguiendo las huellas de Platón o Marco Aurelio, de Agustín o Descartes, de Fichte o de Baader. Y si es verdad que Agustín afirma enfáticamente el "noverim me, noverim te", y si el conocimiento de "Dios y el alma" ha sido caracterizado una y

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otra vez —en el tiempo que media entre Agustín y Newman— como la síntesis de la ciencia cristiana, hemos de decir sin embargo que este énfasis puede estar coloreado de platonismo, estoicismo o del moderno idealismo.

Típicamente cristiana —o bíblica—• llegaría a ser la relación Dios-Yo sólo allí donde Dios se presentase frente al Yo como una libertad personal infinita y en consecuencia donde tuviese lugar la exaltación definitiva de Dios sobre el antiguo 6etov, del ser que todo lo abarca; sin que por ello queden invalidadas las afirmaciones —firmemente basadas en la filosofía— acerca del 6siov. La exaltación personal de Dios, tal como se hace manifiesta en Yahvé, sólo aparentemente implica una escisión acosmística entre Dios y el mundo —que es, por lo demás, totalmente imposible en el plano filosófico—; por el contrario, garantiza una inmanencia mucho más profunda y una presencia e inhabitación de Dios mucho más íntima de lo que el pensamiento antiguo podía haber llegado a imaginar. La apariencia de lejanía por parte de Dios a causa de su preeminencia personal ha contrariado siempre a los filósofos (Spinoza, Hegel), previniéndoles incesantemente en contra del Antiguo Testamento. Dios confía al hombre como sujeto pensante la contemplación de la suma trascendencia del Dios trino, al que pertenecen la gloria y la majestad, en unión de la sublime inmanencia de Dios en todas las cosas (jamás negada).

Pero esa suma trascendencia del Dios libérrimo verifica su primera relación con el mundo bajo la forma de creación. Debe quedar claro, sin embargo, que la cuestión de por qué existe el ser creado se convierte así en algo más misterioso y más irracional que lo era para los "griegos ansiosos de sabiduría". Pues el mundo de las ideas no sirve ya para explicar la existencia; más aún, ni siquiera vale para la interpretación de la esencia de los seres. Este árbol no es árbol por el hecho de que exista una idea de árbol que se materializa en él. Y el problema es éste: ¿quién ha tenido la idea del árbol?, ¿a quién se le ha ocurrido el árbol? La abstracción parecía ayudarnos durante cierto tre-

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cho, no sólo para clasificar, sino también para separar en el plano óntico lo esencial de lo no esencial. Pero ¿también respecto al hombre? ¿De dónde proviene la distinción entre los individuos? Ratione materiae. Pero con ello no está aún planteada una cuestión mucho más difícil: ¿ de dónde proviene la distinción entre los sujetos y su confrontación? Es aquí precisamente donde se sitúa la frontera de toda filosofía. Para ésta un Yo puede distinguirse de los demás de un modo puramente "accidental". Por ello la filosofía está hablando sin cesar sólo del "Yo", del "sujeto", de la "conciencia" y elude en lo posible la cuestión de como puede relacionarse un yo consciente con "otro" yo consciente. El problema de las relaciones interpersonales es abordado y solucionado por la ética filosófica solamente bajo la hipótesis y la perspectiva de una naturaleza humana idéntica en todos los sujetos: así desde Platón y la Stoa hasta la filosofía de los derechos humanos. Y muy lógicamente toma Kant del Yo, entendido en toda su profundidad y dignidad, el criterio para estudiar el Tú. Persona est philosophice ineffabilis, immo incogita-bilis; no la persona "en sí", sino esta persona "singular" (aunque también lo singular tomado aquí como género resultaría inexacto) y por ello insustituible. La filosofía puede llegar a la síntesis sólo por abstracción; por esto formulará una antropología universal que incluye una psicología general (como doctrina del comportamiento individual) y una sociología general (como doctrina del comportamiento colectivo). Ambas se reducen con demasiada facilidad a una estadística llamada científica, en la que constituyen el criterio y el objetivo, por una parte, el promedio anónimo y, por otra, la capacidad respecto a una dirección desde el exterior (medios químicos, sugestión, propaganda, etc.). El hecho de que la persona individual pueda tener un valor eterno e insustituible no puede fundamentarse filosóficamente ni en la filosofía precristiana ni en el idealismo después de Cristo (y mucho menos en el materialismo y en el evolucionismo biológico). ¿Dónde habría lugar, por ejemplo en Fichte, para una verdadera relación del Yo con el Tú? Lo que no es el Yo es el No-yo, proyectado en razón del Yo y superado por

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el Yo. De aquí el horror elemental de Jean Paul ante Fichtc, semejante al que sentía Herder ante Kant. Para lo estrictamente cristiano no existe en absoluto subestructura alguna filosófica: poco importa el que se construya la antropología a la manera de Plotino, o de Tomás de Aquino o del Cusano o de Fichte (como hacen Maréchal y sus seguidores). Esto "lo hacen también los paganos".

Lo cristiano, en lo que tiene de distintivo, encuentra su principio y su término en la revelación de que el Dios infinito ama infinitamente a cada hombre, lo cual se manifiesta del modo más patente en el hecho de que El, en forma humana, padece por este Tú amado la muerte redentora (es decir, la muerte del pecador). Conozco quién soy "yo", no a partir de un fv&Qi aauTÓv universal, ni de un noverim me, sino más más bien de la repercusión de la obra de Cristo. Esta obra me dice a la vez dos cosas: cuánto valgo yo para Dios y cuan extraviado andaba yo de Dios. La acción de Cristo es revelación del amor eterno de Dios, nuestro Padre, por el hecho de que un prójimo mío, un Tú, se ha arriesgado por mí hasta el último trance, me ha redimido ocupando mi lugar y me ha restituido a la filiación divina. Mi yo es, pues, el tú de Dios y puede ser precisamente yo, porque Dios se ha querido hacer tú para mí. Si éste es el sentido primordial del ser, y por otra parte yo no puedo ser un complemento necesario de Dios (una parte integrante de Dios mismo), entonces es inevitable la última consecuencia : Dios tiene que ser en sí mismo un eterno Yo y Tú y la consiguiente unidad amorosa de ambos. El misterio de la Trinidad se convierte así en el presupuesto inalienable para que el mundo exista, para que entre Dios y el mundo se represente el drama del amor y para que este drama llene internamente al mundo como encuentro entre el yo y el tú.

Tal relación no es posible en el plano ontológico más que si incluye la realidad del cristianismo (y en él la dogmática cristiana en su conjunto). Toda relación personal en el sentido expuesto es anamnesis de la actuación de Dios en Cristo y recapitulación práctica de la doctrina cristiana acerca de Dios, de la

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Cristología, Manología y hasta de la doctrina de los sacramentos 1. Si la relación personal tiene lugar únicamente dentro del marco de aquello "que también hacen los paganos", se trata entonces de una relación entre tipos concretos de una naturaleza universal y que, dentro del cuadro de esta naturaleza, han hecho un pacto ético (I8o¡;) de armonía social (contrato social) con vistas a una limitación de los apetitos y egoísmos individuales, provechosa para la totalidad (tal como lo expresa Hobbes de un modo realista); en resumen: han llegado a un compromiso. Este compromiso puede incluir también el que, en caso contrario, el individuo (tal como sucede en ciertas "repúblicas de animales") sea sacrificado en aras del bien común; y aún más, que sea honroso el realizar voluntariamente tal sacrificio (como sucede con muchos héroes en las tragedias de Eurípides). De aquí a la realidad cristiana se abre un abismo. El que Jesucristo me tome como persona dotada de espíritu, de tal modo que muera por mi salvación eterna y al morir sepulte consigo en el infierno mi desgracia, esto me suscita a mí como persona. "En eso hemos conocido la caridad, en que él dio su vida por nosotros; y nosotros debemos (otoeílojuev) dar nuestra vida por nuestros hermanos" (i Jn., 3,16).

Pero esto solamente es posible si yo me considero a mí mismo como soportado por Cristo y redimido por El y si yo contemplo al tú con el que entro en relación tal como lo que en realidad es: como el eternamente amado por Dios, por el que El ha muerto y respecto al cual yo me mantengo en actitud de sacrificar por él mi vida. Si yo soy cristiano, no sólo puedo, sino que debo ver en el prójimo a Cristo, y en la obra de Cristo, el amor eterno de Dios. Al acercarme yo al prójimo bajo esta perspectiva y en esta actitud de disponibilidad, no sólo me revela él a Cristo y a Dios, sino que además le revelo yo también a Dios y a Cristo.

1 Es imposible aquí demostrar esto con más detalle. La profundiza-ción en este tema podría dar origen a un nuevo punto de partida para la Dosrmática. Alguna'; referencias acerca de ello en mi libro Glaubkaft ist nur Liebe (1963),

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Y todo ello no ha de ser considerado como una elevada cumbre accesible sólo a unos cuantos elegidos, sino como el único precepto cotidiano de Cristo que nos obliga a encontrar a Dios siempre del modo más realista: al encontrar al Otro, al ser arrojados contra él y al tropezar con él, con el Tú incomprensible que, de una manera también incomprensible, es amado igualmente por Dios. En el hecho —que no tiene nada de extraordinario— de vivir su fe de este modo tiene lugar no sólo una continua experiencia de Dios entre los cristianos, sino además un incesante testimonio real, para con los no cristianos, de aquella experiencia de Dios. Y si los no cristianos se lamentan de que la mediación cosmológica respecto a Dios es hoy ineficaz —al decir de ellos, porque el cosmos no está ya ordenado a Dios como a su sentido y su fin, sino al hombre—, les bastaría únicamente para encontrar el camino que les induzca a ir a Dios, tomar en serio al prójimo de la manera como ellos mismos son tomados en serio, como prójimos, por los (verdaderos) cristianos.

Este camino no es accesible ciertamente en un plano filosófico, porque es filosóficamente imposible atribuir una trascendencia eterna al efímero encuentro de un Yo finito y fugaz con un Tú finito también y fugaz. Por ello no es posible hacer gala de cristianismo desde un punto de vista filosófico. El hecho que el cristianismo sitúa en un punto céntrico es, comparado con los espléndidos sistemas de las antropologías trascendentales y evolucionistas, tan insignificante que, aun buscado a través de un microscopio filosófico, no habría manera de encontrarlo. Depende en cambio del amor eterno de Dios para conmigo; un hecho en el que yo ni siquiera hubiese podido soñar si El mismo no me lo hubiese dicho y demostrado. El que la realidad teológica sea inescrutable filosóficamente demuestra que Dios, al revelarse, ha elegido la "senda estrecha", el "último lugar": revelación y cruz son una misma cosa, y la teología cristiana no es más que una referencia a esta senda estrecha y a este último lugar, a esta locura de Dios. Mas, a partir de aquí, irradia toda gloria (kabod, doxa, gloria), porque cualquier otro sentido que dé justificación al ser brota de la pura gratuidad del amor de Dios al mundo.

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Según la Biblia, la gloria de Dios en el cosmos es contemplada, entendida y alabada en tanto en cuanto es reconocida como gloria de Dios en Sión: para ser realmente eficaz y para escapar al peligro de una idolatría de los elementos mundanos, la mediación cosmológica ha de estar en estrecha dependencia de la mediación histórico-salvífica. De igual manera, a lo largo de toda la historia de la Iglesia, descansa también sobre los cristianos la responsabilidad de la eficacia de la mediación cosmológica: allí donde brilla el signo salvador del amor entre los hombres pueden descifrarse también los jeroglíficos del mundo exterior, descubriendo de algún modo su sentido: Dios. Cuanto más transparente a la cruz se haga la cristiandad entera; cuanto más proyecte —con hechos, no sólo con palabras— sobre nuestra época actual, tan rebosante de inteligencia y al mismo tiempo tan desconcertada, la locura de la cruz que excede a toda sabiduría, tanto más volverá a convertir al mundo en una teofanía.

Es humillante para nosotros los cristianos que haya sido un ateo, Ludwig Feuerbach (Das Wesen des Chnstentums, 1841) el primer filósofo que, después del hundimiento de la gran sistematización occidental, ha llamado la atención sobre el desnudo hecho cristiano. Si bien es verdad que, apenas descubierto, no llegó a comprenderlo, ignorándolo después en absoluto. Mas a él le corresponde el mérito de haber reintegrado la absolutización hegeliana de la idea de Dios en una relación personal entre un Yo y un Tú, como implicación y expresión de aquélla. Solamente entonces resplandece Dios, aunque para Feuerbach este Dios no es otra cosa que el milagro incomprensible del amor personal humano. Nosotros los cristianos hemos de abrir nuestros ojos para ver cómo otros, no cristianos, se encuentran subyugados ante este prodigio y se rinden a sus leyes e implicaciones sin comprenderlo; más aún, en audaz y paradójica contradicción con lo que desde el punto de vista de la filosofía puede parecerles evidente respecto al mundo y al hombre. Entonces hemos de reconocer también la libre actuación de la gracia de Cristo más allá del ámbito de la fe explícitamente cristiana. Y hemos de admitir, avergonzados, que otros, quizá ateos, puedan presentar

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ante nuestros ojos la realización de una entrega más auténtica. Esta humillación pertenece esencialmente a nuestro kerigma, ya que de este modo aparecerá siempre claramente ante nosotros mismos y ante el mundo la distancia entre la "Cabeza" y los "miembros", entre el único Salvador y sus deficientes seguidores.

La revelación ha abierto con respecto a Dios perspectivas que quedaban totalmente ocultas a la filosofía. Entre ella se cuenta la incomprensible libertad de Dios en relación con el individuo, tal como se manifiesta en la predestinación, en la distribución de la gracia, en el juicio final al que va inherente la posibilidad de la reprobación. Eco de esta libertad incoercible es, en la relación personal, la libertad del Tú que no puede ser manejada desde ningún plano filosófico (por ejemplo, desde un Yo supraindivi-dual, trascendental, inteligible). Solamente ante un Tú libre de la manera dicha es posible el riesgo de la entrega total, como lo hizo Cristo por mí y por ti. Sólo en la relación con este "otro" libre llego yo a comprender lo que es el ser real: algo que, en el idealismo técnico de la época actual, yo había olvidado casi por completo (ya que el homo faber imprime en la materia sus propias formas). Aquí la filosofía husmea presa, y se prepara a envolver, en el amplio manto de su síntesis, la revelación, de la que está separada por un abismo (Orígenes, Erigena, el Cusano, Stauden-maier, Solowjew, Teilhard de Chardin: todos ellos emparentados con Plotmo). Sin embargo, el amor de Dios incoercible sigue superando a las gnosis del hombre; por ello, las síntesis de la filosofía serán admisibles en tanto en cuanto se acomoden a la configuración interior de la revelación del amor de Dios y no prometan ninguna otra certeza fuera de la que es propia de la "esperanza que no quedará confundida".

Resumiendo en breve síntesis: i. El Dios invisible, contemplado a través de su creación,

no está, ontológicamente, más lejano a nuestro tiempo que a cualquier otro.

2. La situación del hombre en el cosmos como síntesis trascendente del mundo fue descubierta ya por la metafísica cristiana

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y la de la Antigüedad. La moderna acentuación de esta perspectiva no afecta por ello cualitativamente al conocimiento de Dios.

3. El conocimiento de Dios puede aparecer en la actualidad oscurecido accidentalmente: a) a causa de la costumbre unilateral de "mirar hacia abajo" y la pérdida de una habituación al esfuerzo metafísico; ¿) a causa del abuso especulativo que se ha hecho de la revelación del amor de Dios, y de la pérdida del sentido del misterio. Todo ello, no sin complicidad por parte de los mismos cristianos.

4. La revelación cristiana descubre al hombre qué es él para Dios al manifestarle en Cristo —como prójimo suyo— qué es Dios para él. De este modo, la revelación le coloca ante la verdadera realidad del ser en cuanto que aquélla alude a ésta sin cesar en relación con el prójimo, objeto de amor por parte de Dios y objeto de nuestro amor en Dios, y con el cual entramos en relación.

5. En esta incesante confrontación, a la que obliga al creyente el principal mandamiento del cristianismo, ha de buscar y encontrar él a Dios en el prójimo y, de este modo, revelar al prójimo y recordarle a Dios. Todas las afirmaciones dogmáticas contienen implícitamente esta realidad.

6. El encuentro en el seno de la sencilla observancia del precepto cristiano constituye el "sacramento" en el que Dios quiere, de un modo cuasi-expenmental, "estar en medio de nosotros". Ese es también el centro a partir del cual el cosmos en su totalidad, con todas sus maravillas, leyes y horrores, se convierte en una teofanía.

H. U. VON BALTHASAR

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IDEOLOGÍA Y CRISTIANISMO

La última etapa del Concilio ha sometido a discusión el problema de las relaciones entre la Iglesia y el mundo; tema que ha despertado, como apenas ningún otro, la máxima atención por parte de amplios círculos, pero que presenta al mismo tiempo complejidades e implicaciones como ninguno. Hay una cuestión que late detrás de cada una de las discusiones en torno a este tema, que por ello, de un modo implícito e indirecto, está siempre en juego y es traída a colación una y otra vez por las diversas partes contendientes en un tono crítico y polémico. Tal es el problema de las relaciones entre fe o —concebido de un modo más amplio y general— entre cristianismo e ideología. A este tema dedicaremos las reflexiones que siguen.

Hemos de preguntarnos, para comenzar, qué entendemos en el presente trabajo por ideología, ya que este concepto no es unívoco ni es entendido de un modo igual en todas partes, de manera que podamos sin más presuponerlo aquí como una noción de todos conocida. En una segunda etapa de este estudio nos preguntaremos brevemente por qué razones es considerado el cristianismo como una ideología. De hecho, el cristianismo es rechazado bajo la acusación de ser una ideología. En un tercer paso intentaremos poner en claro que el cristianismo no es una ideología, y no puede ser por ello recusado. En la cuarta y última parte de nuestro trabajo deduciremos algunas otras consecuencias de la tesis fundamental expuesta en el tercer capítulo.

I

¿Qué entendemos en estas reflexiones por ideología? No nos es posible presentar ahora el origen y el desarrollo histórico del concepto de ideología. El concepto es utilizado en la historia

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Ideología y cristianismo 43

en sentidos tan diversos y contradictorios, que no nos cabe otra cosa más que dar una definición —sin olvidar ciertamente aquella historia— de lo que aquí entendemos por ideología. Se comprende fácilmente que esta delimitación de conceptos no ha de ser arbitrarla, sino que ha de ajustarse a la filosofía. Haremos notar de antemano que utilizamos en este contexto la palabra ideología en un sentido negativo, es decir, con el significado de sistema erróneo, falso y recusable desde el punto de vista de una recta interpretación de la realidad. Podemos, sin embargo, prescindir de si este falso "sistema" está constituido por una reflexión teórica o más bien representa una actitud no refleja y por ello una mentalidad y una disposición de ánimo arbitraria y voluntansta. Dejamos pendiente la doble cuestión: ¿ dónde se da en concreto una ideología entendida del modo dicho?, ¿ha de ser considerada, por ejemplo, cualquier metafísica como ideología en el sentido expuesto? A la esencia de toda ideología pertenece, en contraste con el simple error, fundamentalmente "abierto", el momento de la voluntad propio de la decisión por el que la ideología se concibe como un sistema total. La ideología consiste, pues, teniendo en cuenta el uso habitual de este término, en cerrarse por principio ante la "totalidad" del ser, absolutizando un aspecto parcial de la realidad. Por ello debería ser completada la descripción abstracta de la esencia de la ideología en el sentido de que la absolutización de un aspecto parcial de la realidad, en cuanto que ésta como un todo puede exigir reconocimiento por parte del hombre, tiene lugar con vistas a la actuación práctica. Así se concreta la ideología por lo común en una opción fundamental de actuación política; más aún, en su intención última pretende convertirse en la ordenación de todo el conjunto de la vida social. Partiendo de lo expuesto podríamos definir también, siguiendo a Lauth, la ideología como una interpretación pseudocientífica de la realidad al servicio de un objetivo social práctico, que a su vez da legitimidad a aquélla.

A partir de esta definición formal de la esencia de la ideología como absolutización definitiva de un aspecto parcial del

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conjunto de la realidad podemos reconocer a priori como posible una triple dimensión de la ideología (sin que ello signifique que estas tres formas puedan darse en la realidad en una plena y total separación mutua). Existe una ideología de la inmanencia, una ideología de la transmanencia y una ideología de la trascendencia. Explicaremos brevemente esta triple división. La ideología de la inmanencia absolutiza ciertas regiones limitadas de nuestro mundo experimental, convirtiendo sus estructuras en ley absoluta de la realidad. Este grupo comprende la mayor parte de aquellas que nosotros designamos de ordinario con el nombre de ideologías: nacionalismo, "sangre y patria", ideología de raza, americanismo, tecnicismo, sociologismo y, por supuesto, aquel materialismo para el que Dios, el espíritu, la libertad, la persona —en el verdadero sentido de estos términos— no significan más que una palabrería vana. La contrarréplica —a menudo no tenida en cuenta— de esta ideología de la inmanencia, está constituida por la ideología de la transmanencia: el supra-naturalismo, el quietismo, ciertas formas de utopía, el quilias-mo, la "hermandad" indiscriminada, etc. En esta clase de ideología es absolutizado (o quizá mejor: totalizado) "lo definitivo, lo infinito", que domina todos los ámbitos de la realidad, de manera que el ser finito en su realidad no última, que es dado y aprehendido en la experiencia inmediata, es defraudado en su derecho relativo y pretendo en el intento de darle una configuración y manejarlo a partir de aquella realidad última. Tal es el peligro típico del filósofo y del hombre religioso. La tercera dimensión de la ideología se denomina ideología de la trascendencia. Esta intenta superar las dos primeras formas hipostasiando en sí a su vez, como lo único auténtico, la mera superación formal del contenido de las dos primeras especies de ideología. En este caso, es valorado negativamente —en el historicismo, relativismo, etc.— el dato inmediato de la experiencia; lo trascendente en cuanto tal es considerado únicamente como una realidad inefable que se oculta a sí misma. De aquí proviene entonces la tendencia ideológica de una "apertura" ilimitada hacia todas las cosas, paralela a una meticulosa evasión ante todo lo que signi-

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fique un claro compromiso con algo definido. De donde nace el que a tal actitud —calificada y comúnmente admitida como específicamente "occidental"— se le opone el desafío de una ideología "oriental". Por ello el comunismo "comprometido" aumenta cada vez más su fuerza de seducción entre los intelectuales de Occidente.

II

Suele hacerse recaer sobre el cristianismo el reproche de ser también una de estas ideologías negativas. Antes de que podamos considerar el hecho y los motivos que hacen injustificado tal reproche debemos estudiar, al menos sucintamente, las razones que justifican en apariencia esta interpretación del cristianismo como ideología.

En primer lugar, podría parecer justificada esta acusación desde el punto de vista de una actitud no refleja o bien de una expresa postura de escepticismo o relativismo universal. Allí donde, por cualquier motivo de índole personal o por razones basadas en la historia del espíritu, la experiencia y la realidad son identificadas de antemano con la experiencia y la realidad de la técnica y las ciencias de la naturaleza demostrables de inmediato; allí donde toda otra experiencia y realidad es concebida o valorada teoréticamente sólo como algo sustituible a discreción, precisamente como una estructura ideológica superpuesta a la auténtica realidad de la llamada exactitud empírica; allí donde la metafísica, a causa de la indemostrabilidad de su objeto dentro de una experiencia limitada de antemano al campo de las ciencias naturales, es desvalorizada como una opinión arbitraria y como una ficción conceptual plenamente voluntaria; en todos estos casos, naturalmente, el cristianismo sólo puede ser concebido a priori como una ideología. Entonces es, en última instancia, indiferente la serie de motivos por los que se explique el origen de esta ideología: como opio del pueblo, como producto de una determinada estructura social, como encumbramiento utópico de la existencia humana o como efecto de un

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anhelo insaciable (aunque sólo generador de ideologías) que tiende a una interpretación completa de la existencia total.

Un segundo motivo para la interpretación del cristianismo como ideología viene dado por el hecho histórico de haber contribuido a menudo —a veces de un modo revolucionario, pero frecuentemente también de un modo conservador y reaccionario— a justificar una situación social, económica, política, cultural, científica que no puede reivindicar una validez permanente. Cuando se hace al cristianismo objeto de tal interpretación abusiva —aunque con frecuencia difícilmente evitable, y en la práctica sólo superable a lo largo de un lento proceso histórico—, se le convierte ciertamente en una ideología. Y no pocas veces ha sido combatida con razón en nombre del cristianismo tal ideología conservadora en cuanto ideología. Si el propio cristianismo auténtico hubo de padecer en esta lucha, la culpa o la trágica mala suerte fueron evocadas por los representantes del cristianismo y de la Iglesia al dar ocasión a que aquél fuese entendido falsamente como una ideología que debería ser superada.

Un peligro mayor y más sutil aún de interpretar falsamente el cristianismo como ideología, radica en la necesidad de objetivar dentro de categorías históricas, institucionales, sacramentales, jurídicas, en la palabra humana de la revelación, en el signo sacramental y en la estructura social de la fe, la esencia propia del cristianismo, el misterio incomprensible del Dios supramundano y de la salvación que de El proviene en forma de una entrega pródiga y absoluta de sí mismo. Tal objetivación categorial de la autocomunicación propiamente divina de Dios —que comprende al hombre a partir de su principio trascendental— es algo necesario, porque el hombre tiene que realizar —y realiza de hecho de un modo imprescindible— su esencia original y su destinación eterna como un ser histórico enclavado en el espacio y en el tiempo, en la historia; y no puede hallar su propia esencia en una mera interioridad reconcentrada, en la mística, en un distanciamiento de su existencia histórica. Estas objetivaciones son necesarias; constituyen el cuerpo en el que el espíritu se realiza y se encuentra a sí mismo; pero, al mismo tiempo, en-

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cubren también necesariamente el contenido propio del cristianismo, lo hacen equívoco exponiéndolo a malentendidos y a visiones mezquinas y hasta pueden dar —como una ideologización de la inmanencia— ocasión y motivo, precisamente entre cristianos comprometidos, tanto a una ideología de la transmanen-cia como una ideología de la trascendencia. Ambas son entonces confundidas con la esencia propia del cristianismo, exponiéndolo así a la acusación de ser una mera ideología.

Un nuevo motivo que puede dar pie a considerar el cristianismo como ideología se centra en el pluralismo actual de concepciones del mundo, que a su vez es fuente de aquel relativismo escéptico que ya hemos señalado como la razón primera de la confusión entre cristianismo e ideología. Al presuponer el hombre de hoy, bajo la influencia de las ciencias naturales, como un ideal y una norma evidentes la validez universal, para todos los hombres, de toda verdad auténtica; estando además inclinado, dentro de su mentalidad fundamentalmente democrática, a admitir en cada uno de los demás hombres tanta inteligencia y buena voluntad como él mismo posee; en ambos casos tiene que sorprenderle e inquietarle necesariamente el que los hombres se hallen en tan pleno desacuerdo respecto a la visión del mundo y a una interpretación global de la existencia. Corre entonces peligro de deducir de este hecho una visión empequeñecida, como si todo conocimiento que excede del ámbito de las ciencias naturales y exactas, acatadas umversalmente, fuese una trama intelectual que no compromete a la que corresponde a lo sumo una importancia subjetiva. El hombre actual sentirá entonces la tentación de encuadrar en aquel marco de creaciones subjetivas constituidas por las diversas visiones del mundo y dentro del ámbito de las ideologías, también al cristianismo, porque éste cae igualmente bajo el juego de aquellas contradicciones. A lo sumo le será concedida una mayor afinidad subjetiva respecto a nosotros mismos.

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III

Después de haber descrito a grandes rasgos los motivos que dan base a una evaluación del cristianismo como ideología, pasaremos ahora al tercer capítulo de nuestro trabajo, a la cuestión central: ¿por qué el cristianismo no es una ideología? Una respuesta adecuada a esta pregunta coincidiría lógicamente con la demostración del derecho que asiste al cristianismo en su pretensión de manifestar la verdad acerca del conjunto de la realidad, de ser la religión absoluta o (si se desea evitar aquí la palabra religión) de cumplir aquel cometido que la religión humana intenta en vano llenar por sí misma. Naturalmente no es posible ofrecer aquí tal demostración. Habría muchas cuestiones que proponer y muchas afirmaciones que hacer. Tendríamos que hablar de lo que significarían en aquel contexto los conceptos de verdad y validez absoluta; habríamos de preguntarnos, sobre todo, cómo halla el hombre acceso a Dios y a su palabra revelada, cómo se acredita el mensaje cristiano en cuanto palabra eficaz de Dios ante la conciencia de la verdad que posee el hombre, qué es lo que se afirma propiamente en aquel mensaje y qué no se afirma; cuál es el contenido auténtico, la realidad y la verdad de este mensaje y qué constituye en él una mera imagen, símbolo o signo. Es claro que éstas —y muchas otras cuestiones que habría que plantear necesariamente— no pueden ser propuestas aquí ni pueden encontrar una respuesta adecuada. Por ello sólo podemos tratar de destacar algunos aspectos del cristianismo o de la ideología, que distinguen precisamente el cristianismo de aquello que se intenta caracterizar y poner de relieve en un sistema erróneo por medio del término "ideología". Todo lo que sigue se encuentra, pues, bajo esta cláusula restrictiva.

No es justo hacer recaer sobre el cristianismo la acusación de ser una ideología por el mero hecho de proponer afirmaciones de valor absoluto con pretensiones de verdad en el sentido simple y sencillo de este término; es decir, afirmaciones que pueden ser

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denominadas "metafísicas", ya que por una parte son propuestas bajo la pretensión absoluta de verdad, mientras por otra no pueden ser demostradas inmediatamente como válidas en el plano empírico de las ciencias exactas. Quien tiene a toda "metafísica" por falsa o indemostrable puede también lógicamente considerar como ideología al cristianismo auténtico —tal como él se entiende a sí mismo—. Aún más; quizá para colmo se preguntará después, desde dentro de un irracionalismo existencial, por qué razón este cristianismo puede tener una importancia esencial para la vida, mientras se echa en olvido al mismo tiempo que tal reflexión sobre una actitud irracional y una ideologización de la vida implica a su vez una metafísica, aunque de peor calidad. Con lo dicho hasta aquí no queremos afirmar, naturalmente, que el conocimiento de fe y la metafísica filosófica sean una misma realidad en sus estructuras fundamentales y se distingan solamente en razón del objeto de sus afirmaciones. Pero en relación con las peculiares características ya reseñadas —a saber, las afirmaciones respecto a la verdad— coinciden los asertos de la fe cristiana y la metafísica, de tal modo que allí donde se impugna por principio y a priori la posibilidad de una afirmación metafísica, sólo queda reconocer al cristianismo la condición de ideo logia subjetiva. La razón es que no existe en absoluto un sujeto al que puedan ser adscritas tales pretensiones de verdad y en consecuencia le puedan ser atribuidas, sino sólo individuos aislados que intentan hacer algo más soportable y digna su existencia por medio de una creación conceptual. Por ello, para defender al cristianismo del reproche de ser una ideología, hemos de destacar aquí en primer lugar el hecho de que la metafísica no puede ser acusada a priori y en cualquier caso de constituir una ideología. Esto es patente, en primer término, porque la proposición de que toda metafísica es, en definitiva, una ideología que no compromete a nada constituye a su vez una tesis metafísica, y esto ya se trate de una formulación de la conciencia refleja con validez universal teórica o bien vaya implícita en la tentativa de vivir la vida de espaldas a la metafísica (en una "epoché" [reducción] totalmente escéptica de una superación de la dura

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experiencia inmediata de la vida y del conocimiento propio de las ciencias naturales). También el relativismo y el escepticismo, formulados de un modo teórico o bien realizados prácticamente en la vida, constituyen decisiones metafísicas. La metafísica se da inevitablemente con la existencia del hombre. El hombre interpreta su experiencia partiendo siempre de un horizonte de decisiones a priori que preceden a aquélla y la abarcan al mismo tiempo. Más propiamente hablando, la auténtica y genuina metafísica consiste únicamente en la reflexión sobre aquellas implicaciones trascendentales, irrecusables, que encierran en sí mismas su propia luz y certeza y acompañan necesariamente toda realización espiritual y libre de la existencia. No es la metafísica en cuanto conocimiento reflejo la que crea por primera vez estas implicaciones, sino que se limita a reflexionar sobre las que le vienen dadas y las tematiza. La metafísica es, pues, la tematiza-ción de una experiencia trascendental (que como fundamento no tematizado de la experiencia empírica y del conocimiento de la verdad supera fundamentalmente a éstas en claridad y certeza). En este sentido tal metafísica puede reconocer sin dificultad el hecho de una reflexión por su parte inacabada e imperfecta, así como la necesidad de estar siempre empezando una y otra vez. Pero, al mismo tiempo, puede afirmar con toda seguridad que su contenido —la misma experiencia trascendental— constituye aun entonces un patrimonio común a los hombres abiertos a la verdad. Aquella experiencia trascendental se manifiesta siempre dentro de los diversos sistemas metafísicos, aunque tales sistemas aparezcan a veces ante la mirada superficial del hombre y del historiador de la filosofía de baja estofa como una mera contradicción, como si se tratase de una mera fantasía intelectual o del producto de una arbitrariedad subjetiva. Sólo quien pudiese guardar un silencio absoluto y total, absteniéndose de todo conocimiento; es decir, sólo quien pudiese vivir en una relación inmediata, puramente animal, con su existencia biológica y por ello no tuviese conocimiento ni siquiera de su "epoché" metafísica y por tanto no la realizase; sólo éste sería plenamente libre de toda metafísica y podría eludir las exigencias de una naturaleza

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de la que es propia la verdad absoluta. Mas, si por el contrario —al menos en principio—, es posible la existencia de una metafísica que no pueda ser desechada de antemano como ideología, mucho menos podrá ser rechazado el cristianismo bajo la simple acusación de ser una ideología por el hecho de que el horizonte de sus afirmaciones de fe no se ajusten a los asertos de la experiencia vulgar primaria y objetiva, así como de las ciencias empíricas. La existencia de un pluralismo en las concepciones de la vida no constituye un motivo legítimo para rechazar por ello como ideología toda concepción del mundo (en cuanto se pretende incluir bajo este concepto también la metafísica y la doctrina cristiana de la fe). Pues tal actitud sobrepujaría al mismo objeto de la experiencia empírica concreta y sus nexos funcionales, convirtiendo la experiencia global —que como tal no es objeto de experiencia— en objeto de una tesis que por definición vendría a ser una ideología. La auténtica postura ante la diversidad de metafísicas y concepciones del mundo no consiste en un recelo global frente a toda actitud ante la vida como si se tratase de una mitología, sino en una disposición de ánimo que, por una parte, examina las cosas con prudencia crítica, manteniéndose luego abierta a ulteriores conocimientos y posibles modificaciones de los conceptos actuales. Tal actitud ha de ser además humilde, buscando la experiencia trascendental común en todos los "sistemas" que se ofrecen. Mas, por otra parte, ha de tener la valentía de decidirse, de confesar con serena firmeza que también en una afirmación limitada, imperfecta, condicionada por la historia, abierta en todo caso hacia el futuro, puede ser alcanzada la verdad absoluta. Si bien ésta sigue constituyendo en definitiva aquel misterio sagrado e inefable que no puede ser clasificado dentro de un sistema del que se pueda disponer y al que esté subordinado aquel misterio. La metafísica —aun en el caso de ser confrontada con el pluralismo de nuestras concepciones de la existencia— pierde hasta la misma apariencia de ficción ideológica en el momento en que es considerada definitivamente como una introducción racional o, mejor aún, espiritual en la actitud de apertura frente al misterio absoluto; misterio que está

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en el fondo de nuestra existencia espiritual y libremente responsable (y que precisamente por ello no puede descansar sobre sí mismo de un modo indiferente para el hombre). En realidad, por medio de aquel pluralismo de concepciones del mundo, es desbancada únicamente la pretensión racionalista de una falsa metafísica según la cual el hombre podría abarcar en aquélla la totalidad de la realidad hasta sus últimos fundamentos y manejarla dentro de su propio sistema, en vez de ser abarcado el hombre, en mudo silencio ante su propia vida y en la reflexión sobre las implicaciones de ésta, por el fundamento de la totalidad de la realidad.

A partir de lo expuesto se nos muestra una nueva razón de por qué el cristianismo no constituye una ideología. Ya hemos dicho que el fundamento de todo conocimiento de la verdad, metafísicamente válido, es la experiencia trascendental por la cual el hombre es dirigido a priori respecto de la experiencia objetiva concreta hacia la totalidad incomprensible del ser real y hacia su mismo fundamento: aquel misterio sagrado siempre presente al que llamamos Dios y que coloca al hombre en la lejanía de su finítud y de su culpa. Ahora bien, esta experiencia trascendental que viene dada en el conocimiento y en la libertad responsable —que, fuera de toda tematización, constituye también el fundamento, la condición de la posibilidad y el horizonte de la experiencia vulgar— es a su vez el "lugar" propio y principal donde se sitúa la realidad del cristianismo (sin que ello quite nada a su historicidad y a su historia, de lo que hablaremos más tarde). El cristianismo no puede constituir una ideología por las razones siguientes: porque la experiencia de la trascendencia —en cuanto que nos introduce en el misterio sagrado y absoluto, que no puede ser ya abarcado, sino que abarca a todo lo demás— trasciende en su necesidad trascendental a toda ideología en cuanto que ésta absolutiza una región determinada de la experiencia ultramundana; porque el cristianismo en su realidad intrínseca se identifica además de un modo adecuado con la experiencia trascendental (en la medida en que ésta no sea recortada) y representa en su doctrina la recta interpretación

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de la experiencia trascendental tal como ésta se verifica realmente en su propia esencia íntegra. Si la realidad del cristianismo está constituida por aquello que suele designarse entre los cristianos con el nombre de "gracia"; si la gracia importa la comunicación de Dios a la criatura limitada, la inmediatez respecto a Dios, la tendencia dinámica a participar en la vida divina que es superior a toda creatura finita y mortal; si la gracia significa que el hombre, a pesar de su fimtud y de su culpa, es superior a todas las fuerzas y potencias creadas, aun en los momentos en que tiene que padecerlas y sufrir hasta el fin; si esta gracia además, a causa de la voluntad salvífica universal de Dios para con todos los hombres, es ofrecida sin cesar y surte efectos en todos (aun en el caso de que el hombre se cierre a ella por su propia culpa voluntaria), entonces significa todo ello que el hombre, en lo más profundo de su esencia personal, es un ser sustentado por Dios e impulsado hacia una relación inmediata con El. Todo ello significa también que lo que nosotros llamamos gracia es la propia verdad y el ser mismo de la experiencia trascendental -—libre regnlo de Dios-— de la apertura del espíritu personal hacia la Divinidad. Si el cristianismo en su esencia más profunda significa gracia, y ésta es a su vez la posibilidad más íntima y la realidad de la aceptación de la autocomunicación de Dios en lo más profundo de la existencia, el cristianismo constituye nada menos que el elemento más intrínseco de la experiencia trascendental ; es decir, la experiencia de la cercanía absoluta y pródiga de Dios mismo, que, por ser distinto de toda realidad íntramun-dana, es superior a ésta y precisamente por ello (en esta cercanía absoluta) es el misterio sagrado y adorable. Pero, si tal es la esencia propia del cristianismo, entonces ha quedado superada toda ideología. Pues toda ideología tiene que ver con los datos de la experiencia intramundana, ya se trate de la sangre o de la patria, de las características sociales, de la tecnificación y la manipulación racional, de los goces de la vida o la experiencia del propio absurdo y la propia vaciedad, o de cualquier otra realidad a la que coloca entre los determinantes fundamentales de la existencia humana. El cristianismo explica estas fuerzas y estos

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poderes, dueños de la existencia irredenta, no sólo de un modo teórico, como ídolos en última instancia vanos, que no pueden dominar sobre nosotros, sino que afirma además que el hombre, en lo más profundo de su existencia, ha superado ya en la gracia tales fuerzas y potencias. En consecuencia lo único importante es que el hombre afirme en su libre actuación la apertura trascendental que posee por la gracia hacia una relación inmediata con el Dios de la vida eterna. Tal actuación libre procede a su vez de la fuerza de la misma gracia. La realidad fundamental del cristianismo se inserta en el corazón de la trascendentalidad del hombre, que supera siempre toda ideología intramundana —aun cuando se trate de trascendencia hacia el misterio supremo de Dios en cuanto presencia absoluta que se comunica; o mejor aún, porque se trata de ello—. Por todo esto, el cristianismo, ya a priori, no puede ser una ideología, al menos una ideología de la inmanencia. Aquella trascendencia no es, sin embargo, una dimensión sobreañadida de manera suplementaria y puramente extrínseca a la esfera de la existencia intramundana del hombre, sino fundamento y condición de la posibilidad de su existencia personal dentro del mundo. Por ello no ha de ser considerada como una ideologizacion adicional de la existencia humana y como algo superfluo para la realización de la persona en el mundo.

El cristianismo es, al mismo tiempo y de un modo esencial, historia, conversión del hombre hacia hechos de la historia humana insertos en el espacio y en el tiempo en cuanto hechos salvíficos que encuentran en Jesucristo —como acontecimiento absoluto de salvación— su punto culminante e insuperable, su centro y su medida histórica. Esta historia pertenece a la esencia del cristianismo; no es, por tanto, un mero impulso superfluo y arbitrario de aquella experiencia trascendental y graciosa de la cercanía absoluta e indulgente del misterio sagrado en cuanto superación de las fuerzas y potencias intramundanas. Por ello se nos muestra también el cristianismo como una clara negación de toda ideología de inmanencia y trascendencia. (No se nos entienda mal: no como superación de la trascendencia, sino como

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superación de una ideologización de la trascendencia, que tiene lugar al reducir la trascendencia a una pura formalización vacía.) Si esto es concebible, hay que aclarar una doble cuestión. En primer lugar, ha de quedar claro la conexión íntima entre la auténtica e irrenunciable historicidad del cristianismo en su conversión hacia la historia como acontecimiento real salvífico, por una parte, y, por otra, la esencia trascendental del cristianismo como apertura por la gracia hacia el Dios absoluto. Ha de quedar patente que la verdadera trascendencia y la historicidad verdadera se condicionan mutuamente, y el hombre por su propia trascendencia está avocado a la historia real, que él no puede "suprimir" en su reflexión a priori. En segundo lugar, ha de quedar claro que el hombre, que soporta la carga de la historia real, puede y está obligado en su existencia profana a una serie auténtica y a un verdadero compromiso frente a la realidad histórica, aun allí donde reconoce y sufre por experiencia propia la contingencia y la relatividad de aquélla. Por lo que respecta a la primera cuestión hemos de decir en primer lugar que la historia del hombre rectamente entendida no es algo meramente ocasional que se añade de modo accidental a su existencia en cuanto esencia de la trascendencia, sino que constituye precisamente la historia de su esencia trascendental en cuanto tal. El hombre actúa su esencia como ordenación hacia Dios no en una interioridad pura de tipo místico unida a cierta actitud extática de evasión de la historia, sino más bien en el seno de aquella historia individual y colectiva propia de su esencia. Por esta razón el cristianismo puede constituir el compendio, desde el punto de vista de la gracia, de la esencia trascendental del hombre y ser, no obstante, al mismo tiempo auténtica historia en la que aquella esencia se realiza y el hombre se encuentra a sí mismo en la objetividad espacio-temporal. Por esto hay, en realidad, una historia de la salvación propia de la palabra humana, en la cual se nos da la misma palabra de Dios; al igual que una Iglesia como comunidad salvífica y sacramento; si bien es verdad que todas estas objetivaciones históricas de la profundidad absoluta de la esencia del hombre abierta por la gracia, sólo mantienen

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y conservan su ser propio allí donde estas apariciones históricas se manifiestan como lo que son: como mediación y signo en relación con la incomprensibilidad de Dios, el cual se comunica por medio de ellas a los hombres, real y verdaderamente, para lograr una inmediatez absoluta y comunicativa de sí mismo. Mas la historia y la trascendencia guardan dentro del cristianismo una íntima relación siempre y cuando aquella mediación histórica constituya realmente un medio para la presencia y la aceptación de Dios en cuanto misterio y conserve por tanto su carácter de relación, mostrándose asimismo como insustituible en el eón terreno (antes de alcanzar la visión intuitiva de Dios) para el hombre, ser esencialmente histórico. A consecuencia de esa íntima relación entre historia y trascendencia dentro del cristianismo, éste no puede ser reducido ni a una ideología de la inmanencia, es decir, de la divinización de las fuerzas ultramundanas, ni a una ideología de la transmanencia o de la trascendencia, es decir, de la divinización de la trascendencia graciosa del hombre dentro de una abstracción vacía y formalística. Hay que añadir aún una doble observación. En primer lugar: esta historicidad del hombre en cuanto mediación para con su ser trascendental y elevado por la gracia alcanza su punto culminante e insuperable en Jesucristo, el Hombre-Dios. En El constituyen una misma realidad absoluta, sin separación y sin mezcla, la autoentrega de Dios al mundo, su mediación histórica y la aceptación por parte del hombre; de manera que en este caso tiene lugar la comunicación escatológica de Dios a él —comunicación no superable históricamente— a lo largo de la historia de la gracia en el mundo, sin que por ello puedan ser identificadas sin más, en cierto sentido monofisita, la comunicación histórica de Dios y su misma realidad. Por el contrario, puede y debe el hombre aceptar como insustituible esta mediación a través de la inmediatez de Dios, admitiéndola humildemente en su propia trascendentalidad graciosa, como históricamente disponible y libremente contingente. La relación del hombre respecto a esta mediación histórica de su gracia, anclada en lo más profundo de su esencia, se verifica no sólo principalmente por medio de un conocimiento teórico

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y puramente histórico (historisch) de estos acontecimientos sal-víficos que tienen lugar en el tiempo (geschichtlich) —conocimiento que por ello podría hacerse sospechoso de ideología—, sino que se realiza de un modo inmediato, realista, que sobrepuja a todo conocimiento puramente teórico. Ello se verifica a través de la continuidad viva de la historia de la salvación, a través de la Iglesia (que es algo más que la adición ulterior de todos los que están de acuerdo en una teoría), a través del sacramento y del culto, a través de aquello que designamos con el nombre de anamnesis, tradición, etc. El hombre recibe la comunicación de Dios en orden a la historia de la salvación —comunicación que no se verifica por el camino de un mero conocimiento teórico— y además experimenta tal comunicación como el acontecimiento propio de su esencia trascendental y graciosa; por todo ello, el hombre mismo sobrepuja las tres dimensiones fundamentales de la ideología a que nos hemos referido. La segunda observación que hemos de hacer es la siguiente: la comunicación histórica de la gracia situada en el plano trascendental recuerda al cristiano que puede y debe tomar con absoluta seriedad su propia historia "profana", no absolutizándola en un proceso de ideologización, sino experimentándola como la concreción de la voluntad de Dios, que la fija libremente y así la distingue de sí mismo en cuanto condicionada e históricamente contingente, al mismo tiempo que le confiere la seriedad de una situación en la que se decide ante Dios un destino eterno. Más adelante nos referiremos a las consecuencias que de ello se deducen para una valoración de la historia independiente de toda ideología.

Una última cuestión queda por discutir respecto a la tesis de que el cristianismo constituye una ideología. Las ideologías se excluyen mutuamente en sus doctrinas y propósitos y se reducen a aquello por lo que se niegan y combaten recíprocamente, pues lo que de hecho les es común subsiste, por así decirlo, a pesar de la teoría ideológica y no a causa de ella. Pero el cristianismo reconoce como parte de su doctrina lo que hemos designado sencillamente como "cristianismo anónimo": no limita la gracia indulgente y divinizante que constituye su rea-

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lidad más peculiar al ámbito de aquellos que se reconocen vinculados expresamente a la objetivación refleja e histórica y doctrinal de la gracia divina que actúa en todas partes, a los que están ligados a la doctrina explícitamente cristiana y a sus portadores, es decir, a la Iglesia. En relación con la voluntad sal-vífica universal de Dios y con la posibilidad de una justificación anterior al sacramento, el cristianismo incluye, pues, dentro de su mismo ser real a sus propios adversarios doctrinales. Por esto mismo no puede considerarlos como adversario en el mismo sentido en que tienen que hacerlo, y lo hacen de hecho, las ideologías. Estas llegan a aceptar cierta tolerancia (que, por lo demás, no resulta fácilmente compatible con la esencia de la ideología) para con sus adversarios en cuanto que son hombres o tienen alguna otra base neutral en común con aquéllas. Pero ninguna ideología puede conceder que lo que constituye su pensamiento peculiar, lo específico de la actitud propia, puede ser profundizado reconociendo en el plano de la reflexión teórica y de la constitución social la razón del adversario. Y es que ninguna ideología puede aceptar fuera de sí misma una tercera realidad que pudiese restablecer aquella comunidad del ser real antes y después de las diferencias de su expresión refleja. La ideología no podrá ser jamás superior a sí misma. Por el contrario, el cristianismo es superior a su propio ser, en cuanto que constituye un impulso en el que el hombre se entrega al misterio inaccesible, al mismo tiempo que sabe, por Jesucristo, que aquel impulso desemboca en la presencia salvadora de este mismo misterio.

IV

Daremos fin a nuestro trabajo, en el que hemos discutido las razones por las que el cristianismo no constituye una ideología, exponiendo algunas consecuencias que se deducen de nuestra tesis fundamental.

i) El cristianismo no es una ideología. De su esencia y de su reflexión doctrinal acerca de su propia realidad se deducen

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ciertamente normas generales acerca de la actuación del hombre según la ordenación divina, referidas también a la esfera del mundo profano. Normas que, en definitiva, tienen como finalidad el revelar de un modo siempre nuevo la apertura del hombre hacia el Dios de la presencia absoluta e indulgente. Y ello en todas las dimensiones de la existencia humana. Por ello tienden, no a limitar la fe a una dimensión particular de la existencia del hombre, sino a constituirla en ley intrínseca conformadora de todo el conjunto de la vida humana. Pero estas normas generales, en cuanto están contenidas en el mensaje del cristianismo y son proclamadas por el Magisterio en el seno de la Iglesia, dejan libre campo a imperativos históricos y tareas diversas condicionadas por la situación. De ello se deduce una doble exigencia. Por una parte, la Iglesia como tal no ha de ser responsable inmediata —y en cierto modo oficial— de tales imperativos concretos y de las directrices particulares que configuran la historia. La Iglesia no puede decir concretamente al cristiano, en lo que se refiere a la historia individual o colectiva, lo que él debe hacer exactamente hic et nunc; no puede descargarla del peso de la decisión histórica y del nesgo que entraña, así como de su posible fracaso. La Iglesia no puede impedir tampoco que la historia desemboque una y otra vez en un callejón sin salida. Ella ha de ofrecer, pues, la máxima resistencia a convertirse en una ideología, entendiendo por tal una dirección histórica que deba ser seguida en absoluto para lograr una verdadera eficacia de penetración en la historia. Mas el que la Iglesia rehuse convertirse en una ideología en el sentido expuesto no significa, por otra parte, que el cristiano, en su decisión individual y colectiva, no tenga obligación alguna de decidirse hic et nunc, partiendo de la responsabilidad cristiana, por un determinado imperativo concreto; es decir, por tomar sobre sí la carga y el riesgo de tal imperativo concreto para su actuación. Si su esencia trascendental cristiana se realiza en la historia —y precisamente en todas sus dimensiones—, la necesidad y el deber de encontrar imperativos concretos para la actuación histórica brota del mismo corazón de la existencia cristiana, aunque no pertenezca a la Iglesia como

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tal el dictarlos. El cristiano acepta esta responsabilidad cristiana respecto a su decisión concreta dentro de la situación histórica, acatándola rigurosamente como acto de obediencia absolutamente obligatoria frente a la voluntad del Dios vivo. Sin convertir, finalmente, esta decisión en una ideología, porque el cristiano pone constantemente su decisión —sin relativizarla dentro de cierto quietismo o escepticismo— al abrigo de la autoridad inaccesible del Señor de la historia, con cuya gracia el éxito o el fracaso de aquella decisión pueden convertirse en seguridad y en salvación, y por la que exige y hace también posibles otras decisiones, según su voluntad, apropiadas a los tiempos.

2) Si el cristianismo no es una ideología y, en consecuencia, los imperativos y las decisiones concretas respecto a la actuación en el mundo y a las posturas diversas que los cristianos pueden y deben adoptar, no han de ser convertidos en ideologías, entonces es necesaria la tolerancia entre los cristianos; tolerancia que constituye además el distanciamiento imprescindible, por parte de la Iglesia, respecto a dichas ideologías. Tal tolerancia es imprescindible por el hecho de que no es de esperar que la elección de imperativos concretos, la interpretación de cada momento histórico, así como la decisión acerca de una determinada orientación de la historia, coincidan por igual en todos los cristianos. Lucha que no podrá evitarse sustituyéndola por una discusión meramente teórica, porque ello presupondría evidentemente, en el fondo, la posibilidad de derivar, partiendo de principios universales o de un análisis puramente estático y neutral de la correspondiente situación, los imperativos concretos hic et nunc. Mas esto constituiría un error racionalista, ya que toda decisión respecto a la actuación concreta añade a la inteligencia esencial a vriori un carácter irrevocable, a saber, la elección entre diversas posibilidades de la existencia concreta. Precisamente porque es inevitable la lucha, es decir, la competencia real entre tendencias opuestas que tienden a realizarse más allá del plano de lo puramente teórico, es necesario entre los cristianos y en la Iglesia lo que llamamos tolerancia: la comprensión para con la postura de los demás, el juego limpio en la lucha (también en el caso en que

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se combate duramente), conjunción no frecuente entre la firmeza con la que se lucha por la posición propia y la disposición para dejarse vencer, permaneciendo por entero dentro de la totalidad de la Iglesia que ha tomado otra decisión distinta.

A partir de lo ya expuesto acerca del cristianismo anónimo que excluye la inteligencia del cristianismo como una ideología, se deduce una actitud semejante de tolerancia respecto a los no cristianos; tolerancia que sepa distinguir entre la firmeza y el celo misionero de la fe, por una parte, y el fanatismo —característica propia de la ideología—, por otra, ya que sólo por medio del fanatismo puede encontrar la ideología seguridad en su delimitación frente a aquella realidad siempre más amplia que la envuelve. El cristianismo, por el contrario, está llamado por su esencia propia a buscarse a sí mismo en el resto de la realidad y, por ello, a encontrarse también a sí mismo en la totalidad, hallando así una mayor plenitud propia.

3) Naturalmente, ha de guardarse sin cesar el cristianismo del peligro de caer en una falsa interpretación de sí mismo, entendiéndose como ideología, ya se trate de una ideología de la transmanencia o de la trascendencia. El cristianismo ha de procurar no absolutizar en el plano ideológico cualquier actitud o decisión particular —totalmente acertada respecto a una determinada situación en un momento dado y tomada prácticamente por toda la cristiandad en aquel momento—, evitando que quede fosilizada en una ideología particular de carácter reaccionario. La cristiandad no está preservada de antemano de caer en tales peligros ni puede afirmar tampoco que no haya caído nunca en ellos. Todo el conjunto de doctrina e instituciones, como tales y por sí solos, no ofrece garantía alguna contra tal fosilización ideológica, tanto más cuanto que la protesta contra ellas puede ser también absolutizada, convirtiéndose a su vez en una ideología sin contenido. El cristiano posee únicamente la confianza de que sólo la gracia inaccesible de Dios impedirá una y otra vez el caer en esta amenaza de ideologización del cristianismo. Faltará ciertamente unanimidad entre los cristianos respecto a la cuestión de dónde se sitúa la gracia victoriosa de Dios en su Iglesia y qué

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elementos pertenecen a lo que conserva, por una parte, esta gracia en su Iglesia y, por otra, la salva de la absolutización ideológica. Pero todos los cristianos convienen entre sí en lo que respecta a la confianza en esta misma gracia. La gracia es también, incesantemente, gracia que protege de la ideología, que en definitiva no es más que la absolutización del hombre por sí mismo.

KARL RAHNER

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LA INCREDULIDAD COMO PROBLEMA TEOLÓGICO

Uno de los más acuciantes y difíciles problemas teológicos que el Esquema XIII del Concilio —"Sobre la Iglesia en el mundo de hoy"— ha suscitado, es sin duda el de la incredulidad hoy. La problemática expresada en este enunciado contiene innumerables aspectos; uno de los números siguientes de nuestra revista se ocupará de él exclusivamente. Las consideraciones que siguen tendrán en cuenta uno solo de sus aspectos: el problema de la incredulidad en cuanto lleva de forma permanente a la existencia creyente y eclesial a interrogarse sobre sí misma.

I

El problema de la incredulidad está sufriendo a mi modo de ver una transformación particular en la conciencia teológica actual. De la zona —marginal para la fe— de la apologética, del ámbito de la confrontación entre las diferentes visiones del mundo, está pasando al interior del mismo campo teológico para irrumpir en él con mayor seriedad y reclamando mayor atención. La causa de esta situación, en la que la cuestión de la incredulidad lleva a la fe a preguntarse de forma más originaria por sí misma y busca su lugar dentro del campo teológico, no está en la difícil situación a que se ve conducida una apologética directa de la fe frente a la incredulidad de hoy. En efecto, esta incredulidad no sólo ha salido hoy de su círculo esotérico en el que era el privilegio de unos pocos "sabios"; no sólo se ha convertido en

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64 /. B. Metz

clima espiritual de la mayor parte. Más aún, ha dejado de ser,

en mayor o menor medida, una "incredulidad directa" que se

constituye a sí misma en la negación expresa de la fe; la incre

dulidad hoy no urge como un proyecto de construcción del

mundo y la existencia contra Dios, sino como ofrecimiento de

una posibilidad efectiva de existencia sin Dios. La afirmación atea

no es hoy propiamente objeto, sino más bien presupuesto de esta

incredulidad 1.

Semejante incredulidad, arreligiosa y no propiamente anti-

religiosa, escapa a una apologética directa; la apologética directa

parece frente a. ella no tener literalmente objeto. Intentos recien

tes de la teología católica de tomar en seno el fenómeno de la

incredulidad contemporánea y de darle una respuesta desde la

responsabilidad de la fe siguen por eso en mayor o menor grado

el camino de lo que podríamos llamar una "apologética indirec

ta". Se preguntan por la fe implícita del no-creyente, buscan la

fe que éste profesa contra sus propias expresiones y contra su

propia conciencia refleja. Pero de esta forma retrotraen desde

un principio el problema de la incredulidad al problema que la

fe se plantea sobre sí misma. La misma fe es, en efecto, compren

dida de tal forma que puede darse y realizarse, en el sentido de

la llamada fieles implícita, incluso en aquellos que la rechazan

expresamente o presuponen su negación en su comprensión de la

existencia. Basándose en ciertos elementos de la comprensión de

la fe, concretamente en la voluntad salvífica universal de Dios

y en su ofrecimiento de gracias a todos, se intenta desarrollar el

concepto de una fe implícitamente o anónimamente realizada en

el no creyente. Por más importantes e indispensables que sean

1 CL, por ejemplo: J. Lacroix, Le sens de l'atbéisme moáerne, París 1958 (trad. esp.: El sentido del ateísmo moderno, Barcelona 1964). Las raíces de esa comprensión arreligiosa de la incredulidad se remontan a Feuerbach y Marx y sus esfuerzos por establecer un "humanismo real": en Feuerbach, en el sentido de una absolutización de las relaciones intersubjetivas individuales (el amor); en Marx, en el sentido de una absolutización de la gran sociedad humana como espacio de una humanización definitiva y autónoma del hombre.

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La incredulidad como problema teológico 65

semejantes consideraciones y argumentos 2, por más que consideren el problema de la incredulidad ante todo como un problema que cae dentro del campo de la teología, ante ellos surge la pregunta: ¿han puesto realmente de manifiesto el lugar teológico original y la importancia del problema de la incredulidad, que da a toda consideración apologética, directa o indirecta, de la incredulidad contemporánea su legitimación, su medida, va importancia y su apasionante interés? Yo creo que la cuestión de la incredulidad debe primeramente ser reducida de forma más profunda a la cuestión de la fe misma; que debe ser llevada de forma más decidida a su origen dentro del campo propio de la teología. Nuestras consideraciones tendrán por objeto desarrollar esta perspectiva concreta de un problema infinitamente complejo y que termina por comprender la totalidad de la teología. En esta perspectiva no puede inscribirse expresamente el aspecto eclesiológico de este tema, que hace que el problema de la incredulidad tenga un lugar específico dentro de la Iglesia y contenga por tanto un problema que la Iglesia se plantea sobre sí misma.

El tema que nuestro punto de vista particular introduce, apologético en el verdadero sentido de la palabra, lo ha formulado así J. Lacroix en su libro El sentido del ateísmo moderno: una determinada apologética "insistía en los últimos tiempos tal vez excesivamente sobre la fe implícita del ateo y pretendía establecer que el ateo confiesa a pesar de todo a Dios, contra sus propias afirmaciones. Hoy, por el contrario, se debería hablar más claramente de la incredulidad del creyente" 3. Pues —podemos, añadir nosotros—, sólo cuando se trata de esa forma profunda la cuestión, puede convertirse válidamente en una pregunta por la fe del incrédulo. La incredulidad del creyente no es tal vez un aspecto nuevo. Pero ¿se ha tomado en serio, se ha pensado y fundamentado en todo su alcance, precisamente en una doctrina

2 Encontramos estas consideraciones, por ejemplo, en H. de Lubac ("aquellos que piensan no poder creer"), K. Rahner ("el cristiano anónimo") y, nuevamente, en E. Schillebeeckx ("cristianismo implícito").

3 J. Lacroix, op. cit., 62.

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católica sobre la fe y en una teología fundamental católica, que intenta comprenderse a sí misma como una disciplina rigurosamente teológica y dar la respuesta que se le pide a partir de la responsabilidad inmanente a la fe (Cfr. i Ped., 3, 15)? Si nos planteamos ya adecuadamente la incredulidad como problema teológico, ¿de dónde provendría entonces el ocultamiento de la incredulidad en la teología? ¿Dónde comienza a hablarse no simplemente de la capacidad de incredulidad, sino de la incredulidad del creyente? ¿Dónde, por ejemplo, habla de incredulidad el análisis teológico de la fe? La cuestión parece presentarse así: o se trata de la incredulidad dentro de la teología, en el marco de una doctrina general del pecado —y entonces sigue sin aparecer el problema en toda su radicahdad, porque es situada como un caso determinado de pecado y no propiamente como problematización de la fe in quantum est radix et fundamentum omnis justifications 4—, o se la estudia de antemano como objeto de simples consideraciones apologéticas "hacia fuera". Pero ¿afecta la incredulidad al creyente sólo como objeto de su interés misionero?, ¿o como amenaza externa de su experiencia de creyente? ¿Sólo en cuanto la incredulidad va reduciendo la base sociológica de los creyentes y parece relativizar de forma creciente la pretensión de universalidad y "absolutez" de la fe del creyente? ¿Afecta la incredulidad al creyente sólo en cuanto éste ha de dar testimonio ante el mundo de la universalidad de la voluntad sal-vífica de Dios y tiene que anunciar el mensaje de la fe "hasta los confines de la tierra"? ¿Sólo en cuanto se le exige al creyente una preocupación real por la salvación de los no creyentes como prueba de la propia fe? En todas estas relaciones la incredulidad en cuestión es y sigue siendo la incredulidad "del otro", la incredulidad extra nos. Sin embargo, la incredulidad concierne inevitablemente al creyente de forma más originaria en su propia realización de la fe y en su propia subjetividad creyente 5, como

4 Denz. 801; cf. 178, 200 b, 1789, 1793. 5 O, mejor: intersubjetividad de la fe. La fe no se realiza nunca

como acto de una existencia monádica singular, sino esencialmente en el ser-con-otros, y la razón de ello está precisamente en que la fe es la

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incredulidad del creyente, como incredulidad mtra nos. Sólo cuando se considera así la cuestión de la incredulidad, cuando de problema apologético sobre la posible fe del incrédulo pasa a plantearse como problema de la posible incredulidad del creyente, se descubre el lugar original teológico, a partir del cual, a mi modo de ver, podremos determinar una relación auténtica con la incredulidad extra nos.

II

Teológicamente podemos establecer y desarrollar dos fases de la implicación de la incredulidad en el creyente.

i. Un permanente estado de peligro y amenaza de la fe que no le viene accidentalmente y como de fuera, de determinadas situaciones históricas, sino que procede de su propia esencia.

Esta amenaza esencial se hace ya patente a la luz de la afirmación central en teología de que la fe es de forma particular libre don gratuito del Dios que elige. La fe no es nunca propiedad estática en el hombre, posesión de que el hombre pueda disponer. El creyente no tiene nunca, por así decirlo, su fe existencialmente detrás de sí; la fe está siempre ante él como la posibilidad exis-tencial que ha de recibir siempre de la libre donación, del libre "porvenir" de Dios. Sólo una incomprensión "cosista" de la teología católica de la gracia podría tener la impresión de que la doctrina de la fe como habitus infusus, como virtud infusa, se opone a esa insustituible dependencia actual de la posesión de la fe con relación a la libre y gratuita benevolencia de Dios. El habitus de la fe está y permanece sometido a la libertad de Dios; el hábito de la fe "planea a un tiempo sobre la cima de la gracia libre de Dios y sobre la cima de la libertad del hombre" 6, que en su mismo "sí" es el más poderoso acto de Dios y así depende

determinación más "personal" y "más existencial" de la existencia singular. Cf. a este respecto las consideraciones que más adelante hacemos sobre la intersubjetividad.

6 K. Rahner, Gerecht und Siinder zugleicb, "Geist und Leben" 36 (1963) 434-443. La frase citada se encuentra en la pág. 441.

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originariamente de su gracia preveniente. Esta móvil actualidad de nuestra fe que no puede ser fijada por el recurso a la fidelidad general y a la voluntad salvffica universal de Dios, por tratarse precisamente del acontecimiento eficaz de nuestra fe7 , este no poder disponer de nuestra fe, que nunca cristaliza en una sustancia-cosa, hace posible e ineludible hablar de la situación radical de peligro y amenaza de esa fe.

Esta primera fase de la implicación de la incredulidad en el creyente aparece más claramente delimitada si consideramos la fe en sus determinaciones antropológicas, tal como las manifiesta el análisis teológico de la fe. Una de estas determinaciones nos parece esencial a este respecto: la determinación de la fe como acto libre. Con esta determinación —para señalarlo de antemano—•, el acto de fe no debe ser incluido en una metafísica abstracta de la libertad y privado así, sin quererlo, de su originalidad; con esta determinación, el acto de fe debe más bien ser explicado por medio de un fenómeno que sólo surgió y maduró en la conciencia de la humanidad occidental a la luz de la fe cristiana arriesgadamente intentada y realizada. La fe es, según sus propias expresiones, la más alta libertad8; por eso tiene necesariamente en sí algo de esa incomprensibilidad y extrañeza, características de nuestra libertad, que se muestra ya en el hecho de ser a un tiempo lo más propio, intransferible e irrenunciable de nuestra existencia y lo que nunca se deja recuperar por la reflexión y, en este sentido, nunca está claramente a nuestra disposición. El creyente no puede nunca asegurarse de su fundamental estructura existencial de creyente informada por la libertad. La conciencia, en la que su fe libre se conoce en sí misma

7 Esa "generalidad" de la fidelidad de Dios no sería concebida simplemente abstracta y esencialísticamente, sino como esa fidelidad que yo —en razón de la relación esencialmente interhumana de mi fe— creo para los demás, para mis hermanos. Así obtendría la fidelidad de Dios una auténtica "generalidad" existencial sin dejar por eso de ser la fidelidad para con cada uno de los hombres.

8 Cf., por ejemplo, J. B. Metz, Freiheit ais philosophisch-theologi-sches Grenzproblem, Gott in Welt I, Friburgo Br. 1964, 287-314.

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presenta por eso una zona de oscuridad en sí; no es un saber en el que el creyente podría volver con dominio sobre sí mismo, sino en cierto modo un saber pre-reflexivo, y la verdad de ese saber no se revela al creyente si éste mira hacia sí mismo y a su propia subjetividad creyente para cerciorarse de ella y comprenderla, sino sólo si se pierde a sí mismo en el impulso de una nueva perfección; si, en una palabra, "hace ía verdad" (cfr. Jn., 3, 21). Su subjetividad creyente tiene, pues, la condición extraña de un rostro sin espejo. Esa fe que se escapa al juicio del creyente es, por tanto, experimentada como una fe que en definitiva siempre puede ser incredulidad: "yo de nada tengo conciencia, pero no por esto quedo justificado, sino que quien me juzga es el Señor. Así, pues, no os hagáis jueces de nada hasta que venga el Señor; El sacará a la luz los secretos de las tinieblas y pondrá al descubierto los designios de los corazones..." (1 Cor., 4, 4 s.). La experiencia de la fe libre permanece ante sí y para sí ambigua, profundamente amenazada por la posibilidad de la incredulidad. Esta experiencia es finalmente expresión de esa difícil situación en la que el fondo mismo de nuestra existencia en sus más profundas zonas •—a saber, nuestra fe— está dominado por la ambigüedad de nuestra libertad 9, de forma que en nuestra experiencia de la fe nunca podemos evitar completa y definitivamente el abismo de la incredulidad.

Esta "inclinación existencial" de la fe en el creyente hacia la incredulidad está un tanto en segundo plano en la doctrina católica de la fe, porque en ella el acto de fe es designado primariamente como assensus intellectualis, con lo que la atención se dirige predominantemente al contenido de la fe, que no ofrece problemas por estar garantizado por Dios. Sin embargo, también aquí el acto de fe es determinado como acto "al mismo tiempo" libre: simul est actus voluntatis, con palabras del Magisterio 10. Sin que podamos aquí tratar el problema de ese "simul", se ha

9 Véase, K. Rahner, Der Glaube des Priesters hettte, "Orientierung" números 19/20 (1962).

10 Cf. Denz. 1791, 1814.

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de mantener en principio que con esa determinación el asentimiento intelectual de fe no sólo es designado como indirectamente libre, en cuanto el sujeto admite o pone las condiciones para realizar ese acto del puro asentimiento intelectual. Ese asentimiento debe más bien ser calificado de libre en sí mismo, porque de otra manera la fe como tal no poseería la dignidad y el rango de la más alta libertad del hombre. Pero si el asentimiento de fe debe ser reconocido como libre en sí mismo, en ese caso entra también él en esa situación existencial de amenaza que venimos describiendo y que en este caso se formulará más o menos así: el creyente no sabe nunca por sí mismo si su asentimiento intelectual a las verdades de fe es realmente convicción creyente o si no pasa de ser opinión de fe en la que las verdades de fe son ciertamente presentes y afirmadas teóricamente, pero sin convertirse en estructura existencial de la subjetividad que afirma. En una palabra, el creyente no sabe si cree realmente ex cor de o sólo se imagina creer in facie; su conciencia de sujeto creyente está amenazada ante sí de forma inevitable por la incredulidad.

Sería natural precisar esa primera fase de la implicación existencial de la incredulidad en la existencia creyente mediante una determinación más amplia del acto de fe, tal como la ofrece el análisis clásico de la fe, a saber, mediante la determinación de la fe como acto esencialmente oscuro; sin embargo, esta determinación es comprendida demasiado exclusivamente desde el punto de vista del contenido, es decir, reducida al hecho de que la fe se refiere al misterio. Prescindiendo de la problemática que plantea esa consideración del misterio como verdad encubierta, aún no esclarecida ll, esta determinación del acto de fe no es referida suficientemente a su fundamental situación anterior de amenaza, a su amisibilidad, a su perpetuo peligro de desaparición, a su ocultamiento en el creyente en estado de viator. Por

11 Para una crítica de esta representación, véase H. de Lubac, Sur les chemins de Dieu, París 1956 (trad. esp.: Por los caminos de Dios, Ed. Carlos Lohlé, Buenos Aires); K. Rahner, Über den Begrijf des Ge-heimnisses in der katholischen Theologie, Schriften zur Theologie IV, Einsiedeln 1960, 51-99 (trad. esp.: Escritos de Teología, Madrid, Taurus).

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eso pasamos por alto esta determinación y añadimos, para terminar, brevemente y como de pasada, una nueva característica del acto de fe: su carácter de inobjetivable, su trascendentalidad. Esta determinación tomada en serio y mantenida especialmente en la "teología negativa" es hoy de una acuciante actualidad. Nunca se ha visto tan clara como hoy la infinita distancia entre las ideas formadas en el mundo y la fe objetivada en esas ideas. Nunca , inversamente, ha sido tan problemática como hoy la concepción de la experiencia numinosa de fe como prolongación unívoca de una experiencia y visión del mundo. Actualmente se ve más claramente que antes que toda semejanza entre las representaciones de la fe y la fe expresada en ellas está dominada, puesta en cuestión y ocultada por una desemejanza mayor n; en términos escolásticos: hoy aparece más claro que nosotros no alcanzamos nunca la realidad de nuestra fe unívocamente por medio de conceptos tomados del mundo. La experiencia del llamado mundo mundano 13, experiencia que nos ha venido en último término del impulso histórico de la fe cristiana, ha agudizado hoy en nosotros la conciencia de la incomprensibilidad, del carácter transcategonal del hecho de la fe 14. Todas las representaciones y objetivaciones preposicionales de nuestra fe formadas a partir de nuestro mundo la ocultan siempre y esencialmente

12 Aplicamos aquí el axioma clásico del IV Concilio de Letrán a nuestra cuestión. Que este axioma no se ha de tomar sólo ni primariamente como descripción de la relación Dios-mundo, sino principalmente como principio hermenéutico para la comprensión de esa relación, se deduce de la misma formulación del Magisterio ("notanda...").

13 Véanse los artículos de von Balthasar y Rahner en este mismo número. Sobre esta cuestión, J. B. Metz, Weltverstándnis im Gliaben, "Geist und Leben" 35 (1962) 165-184; idem, TLukunft des Glaubens in einer humanisierten Welt, "Hochland" 56 (1964) 377-391.

14 "Mundo" está tomado aquí como "Naturaleza", como "mundo-cn-torno" y no propiamente como "mundo-con" en el sentido de mundo intersubjetivo. De él no puede decirse unívocamente esta "mundani-zación". En cuanto al mundo cósmico-natural aparece cada vez más claramente, en su puro carácter de cosa, como "material" del hombre, puede hacerse patente la particular significación del mundo intersubjetivo para la explicación del acto de fe.

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de alguna manera. Este ocultamiento de la experiencia de la fe en sus propias representaciones, que hoy se pone de manifiesto de forma especial, nos orienta de nuevo hacia el hecho de lo íntimamente ligadas que están para nuestra conciencia intuitiva la fe y la incredulidad, de cómo las dos pueden ocultarse mutuamente ante y para nosotros mismos, de lo difícilmente que la fe puede separarse en nosotros de la incredulidad.

Lo dicho hasta ahora basta como explicación de la primera fase de la implicación de la incredulidad en el creyente. Pero todo lo dicho sería mal comprendido si se considerase el ocultamiento de la fe en la incredulidad, su situación extrema de amenaza, como un ocultamiento o situación de amenaza "puramente lógico" o "puramente psicológico", que afectaría a la experiencia de la fe, a la experiencia que lleva a ella, pero no a la fe misma. Quien así piensa, intenta en definitiva separar fe y experiencia de la fe de forma totalmente objetivista, como si nos fuera posible separar perfectamente quoad nos nuestra experiencia de la fe de nuestra posesión de la fe. Ciertamente, el ser de la realidad de la fe se ha manifestado ya en la conciencia de la experiencia de la fe, ambos son inseparablemente uno (no lo mismo, ni de la misma forma) en la unidad onto-lógica del sujeto creyente que como espíritu, libertad, trascendencia, nunca existe si no es en una relación de intersubjetividad, en una relación a otros y en ellos a sí mismo y que, por tanto, posee y debe poseer todas sus determinaciones bajo la forma de la relación consigo mismo a través de la intersubjetividad 15. Con otras palabras : el ocultamiento y el estado de amenaza de la fe es un auténtico ocultamiento y estado de amenaza ontológico de nuestra misma existencia creyente 16.

15 Para la interpretación de la fe como "experiencia de fe", véase sobre todo H. U. von Balthasar, Herrhchkeit I, Einsiedeln 1961; también, J. Mouroux, L'ex-périence chrétienne, París 1952.

16 Podría surgir la cuestión de cómo se compagina la descrita situación radical de amenaza de la existencia creyente con la expresión de la teología de la fe de que el acto de fe es un acto de todo el hombre. ¿Dónde queda, según esta expresión, lugar para la incredulidad? Pero

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2. La segunda fase propiamente decisiva de nuestras consideraciones de la implicación de la incredulidad en el creyente se manifiesta al determinar de forma más precisa el carácter teo

lógico de esta situación de peligro y amenaza de la fe. Con ello llegamos, a mi modo de ver, a la expresión adecuada de que también en la comprensión católica de la fe se da una verdadera "inmanencia" de la incredulidad en el creyente, una auténtica "simultaneidad existencia!" entre ambas, un simul fidelis et

infidelis.

Observemos, para fundamentar esta afirmación, que la situación de peligro y amenaza de la fe descrita hasta ahora experimenta a la luz de la teología una notable especificación y agudización : esa situación de amenaza aparece como un estar expuesta a la tentación, un nesgo de pecado. En una palabra, aparece con esa agudización que la teología expresa en su categoría fundamental de concupiscencia. Esa concupiscencia, esa tendencia, como determinación de la existencia creyente y de su experiencia de fe, expresa de hecho mejor que la pura ambigüedad metafísica la situación de amenaza en que nuestra existencia, por razón de su libertad y de su interior pluralismo de criatura, se encuentra como incomprensible para sí misma, distante de sí misma y por eso esencialmente insegura. N o podemos ni necesitamos desarrollar aquí en detalle lo que es esta concupiscencia en sí misma, cómo se relaciona interiormente con lo que la teología llama "pecado original", y cómo por esta razón la concupiscencia, como una especie de "existencial negativo", como una especie de incredulidad previa y combativa,

a este propósito se ha de considerar lo siguiente: esta totalidad existencial del acto de fe no se ha de tener por una totalidad que el hombre pueda abarcar. Por estar en juego el hombre como totalidad, no cabe la posibilidad de una seguridad objetiva de este comprometimiento. Por eso, en cuanto hablamos en el nivel de la reflexión, en cuanto hablamos teológicamente sobre el acto de fe, aparece éste como amenazado e inseguro. Esto no excluye la certeza y seguridad inmediata, dada y experimentada en el acto mismo, siempre que estas modalidades no sean comprendidas como si pudieran darse en una modalidad que prescindiese del acto mismo.

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pone en cuestión nuestra existencia creyente17. Retengamos ahora solamente que existe para la teología esta situación de amenaza más agudizada como exposición-a-la-tentación. Esta tentación no la comprendemos inmediata ni principalmente como tentación de la fe a la incredulidad, sino más bien, de una forma totalmente general, como exposición-a-la-tentación para el pecado, de forma que la tentación a la incredulidad aparece indirectamente como un "caso" de este estar expuesto a la tentación. Esto muestra una vez más ese extraño ocultamiento de la importancia del problema de la incredulidad en la teología. Sea lo que fuere de ello, la doctrina de la concupiscencia nos parece ofrecer la posibilidad de considerar más radicalmente el problema de la incredulidad en el creyente, es decir, la implicación de hecho de la incredulidad en el creyente y su experiencia de la fe; la dialéctica y -perichóresis existencial de creyente-incrédulo que intentamos descubrir. ¿Cómo y por qué medio lo hace?

Si la teología no califica ya de incredulidad en un sentido auténtico esa exposición de la fe a la tentación de la incredulidad, corre el peligro de no tomar suficientemente en serio la ra-dicahdad e interioridad de esta situación atestiguada por la Escritura y la Tradición. Si es verdad que la exposición a la tentación de incredulidad no es formalmente lo mismo que la incredulidad, también lo es que el hombre en su vivencia concreta de la fe, en la que se hace presente su propia fe, nunca puede ver esta situación como "puro estar expuesto a la tentación" y, en este sentido, no puede separarlo completamente de su posesión de la fe y gozar esa posesión así separada como "certeza de la fe" 18. El hombre creyente no sabe nunca si la tentación de incredulidad que experimenta es "sólo" tentación, o si es expresión de una incredulidad ya realizada y afirmada en el centro, invisible como objeto, de su existencia; no sabe si es "sólo" concupiscencia o manifestación de una infidelidad existen-

17 Cf. J. B. Metz, Konkupiszenz, Handbuch theologischer Grund-begriffe I, Munich, 1962, 843-851; B. Stoeckle, Erbsündlicke Begierlich-keit, "Münch. Theol. Zeitschr." 13 (1963) 225-242.

18 Esta idea aparece en la teología de la concupiscencia de K. Rahner.

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cialmente ratificada. Por eso puede Pablo en la Carta a los Romanos denominar, en un sentido enfático, "pecado" el estar-expuesto-a-la-tentación, la citi6u[úa. Y aun cuando el Tridentino, que tomó, precisándola, esa expresión paulina, subraya sobre todo que la concupiscencia, la exposición a la tentación como tal y en sí misma no es formalmente pecado 19, la expresión paulina y la que nosotros hemos formulado son perfectamente compatibles con esa declaración del Magisterio. Pues la forma "esencial" de expresarse del concilio sobre la concupiscencia en si no afirma que esta concupiscencia, en una consideración de tipo "existen-cial", esto es, teniendo en cuenta su presencia en nosotros, en el horizonte de nuestra experiencia concreta de la salvación y de la fe, pueda ser vista y vivida como "pura concupiscencia" y, en este sentido, como no-pecado. En la experiencia de nuestro propio estar expuestos a la tentación —y esta experiencia no viene a añadírsele a posteriori a la tentación como tal, sino que pertenece a la realidad de nuestra concupiscencia— no podemos escapar de la dialéctica que en ella se muestra; en el espejo de nuestra experiencia "concupiscente" de la fe y la salvación nos encontramos siempre nosotros mismos como salvados y privados de salvación, como espirituales y carnales, como creyentes y no-creyentes. En este sentido puede y debe ser llamada verdaderamente pecado la experiencia de la interior situación de amenaza de nuestra existencia por el pecado y cabe de hecho también un simul justus et peccator católico 20. Y en este sentido puede y debe ser llamada verdaderamente incredulidad la experiencia de la interior situación de amenaza de nuestra existencia creyente por la incredulidad (¿por qué otra cosa si no?), y cabe realmente un simul fide-lis et infidelis católico.

Esta inmanencia y simultaneidad existencial ya establecida, de la incredulidad en el creyente ha de ser aclarada con más precisión en dos aspectos. Primero, así como es exacto y necesario

19 Denz. 792. 20 Cf. K. Rahner, Gerecht und Siinder zugleich; R. Kósters, Lu-

thers These "Gerecht und Siinder zugleich", "Catholica" 18 (1964) 48-77; 193-217.

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hablar de nuestra propia experiencia de la £e en el sentido de este , simul fidelis et infidelis, sería falso querer convertir ese simal

existencial —"nos experimentamos como creyentes-no-creyentes"-— en un simul esencial —"toda fe es al mismo tiempo, incredulidad"—. Pues, en primer lugar, hay que tener en cuenta el dato dogmático de que la realidad de la fe, regalo de la gracia

i de Dios, no coincide simplemente con la estructura de la experiencia de la fe; que la realidad de la fe graciosamente ofrecida y donada, como acto de Dios en el hombre, es más profunda y comprensiva que lo que puede expresar de ella la experiencia

! i intersubjetiva h u m a n a de la fe 21. Pero, además , semejante esen-i cialización del simul fidelis el infidelis no agudiza la paradoja

I ! de la experiencia concreta de la fe, sino q u e la mi t iga y nivela. En efecto, la ambivalencia y extrañeza de nuestra experiencia d e la fe, convert ida en u n principio general — " l a fe es al m i s m o t i empo incredul idad"— sería supr imida y , p o r lo mi smo , desvirtuada exis tencialmente . La esencialización de esa dialéctica y la generalización que lleva consigo, que el Concil io de T r e n t o rechaza, se mues t ra en definitiva ju s t amen te como u n in tento de al igeramiento de la carga existencial de la experiencia de la fe.

Pasemos a la segunda aclaración: según lo que acabamos de decir, se puede y se debe hablar c ie r tamente de la " incredul idad del c reyente" , pero no , prec isamente , d e la " incredul idad de la fe". A pesar de esta precisión, podría dar la impresión de q u e la determinación d e la relación creyente-no creyente aquí desarrollada sitúa al h o m b r e creyente en una contradicción existencial q u e hace imposible la salvación. Es ta impresión es evitada o al menos mi t igada , si consideramos ese rasgo fundamenta l d e la subjetividad creyente , que todavía no hemos descrito expresam e n t e , a saber, su esencial intersubyetividad que nada puede supr imir . ¿ Q u é significa este nuevo aspecto? C o n él nos referimos a la idea to ta lmente s imple, pero a pesar de ello no evidente en los medios teológicos ordinarios, de que el sujeto del acto de fe, seg ú n los datos bíblico-cnstianos, no es el yo singular en su carác-

21 Cf. supra, K. Rahner, Gerecht und Siinder zugleich, 437.

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La incredulidad como •problema teológico 77

ter de sujeto aislado, sino el yo en su carácter originario intersubjetivo, en su condición de "hermano". La realización de la fe por cada sujeto singular tiene, pues, lugar —dejando aquí sin desarrollar algunas etapas del razonamiento— como amoroso acogerse en la fe más grande de los otros, de la comunidad, de la "Iglesia" y su "Subjetividad". D e esta forma la fe del individuo echa sus raíces, en cierto sentido, en una auténtica transubjetivi-dad de una fe más grande 22. Naturalmente , el sujeto no puede abandonarse a ese suelo firme del que se alimenta su fe sin preocuparse y sin comprometerse personalmente, sino que debe hacer suyo ese suelo por la apertura amante de la existencia hacia los otros, en una lucha nunca terminada contra la otra alternativa de su existencia, contra el cerrarse al hermano y a la comunidad. Pues la significación de la concupiscencia para la realización de la fe que hemos desarrollado más arriba vale igualmente para la base intersubjetiva de esta realización. La concupiscencia aparece, pues, siempre como oposición y problematización de la conducta intersubjetiva en la fe, como impulso al aislamiento frente al hermano y la comunidad. Y de esta forma existe para el creyente y su conciencia refleja de la fe un simul existencial de creyente-no-creyente, que éste sólo supera ante y para sí mismo gracias al amor fraternal y que debe ser siempre superado de nuevo.

Permítasenos aquí, antes de terminar nuestra consideración de la incredulidad del creyente, un pequeño excursus a propósito de este tema de la intersubjetividad del acto de fe. En efecto, esta intersubjetividad puede ser tratada como una determinación esencial, si no la determinación central del sujeto creyente cris

tiano 23. (Además parece ser de importancia decisiva tanto para

22 Cf. K. Rahner, Dogmatische Randbemerkangen zur Kirchen-frommigkeit, Scbriften zur Theologie V, Einsiedeln 1962, 379-410.

23 Que este rasgo fundamental no haya sido estructurado en la teología de la fe depende en gran parte del hecho de que nuestro tratado De acta fidei es desarrollado normalmente demasiado formalísticamen-te: se describe un acto de fe al que los contenidos de la fe vienen a añadirse oosteriormente y que por lo tanto no refleja propiamente la "forma interior" de estos contenidos mismos, ni la estructura de su rea-

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una fundamentación del intento como para una crítica de los

resultados de toda teología actualística —o, como suele decirse,

existencialista— de la fe.) El punto original del que se ha de par

tir para una determinación del acto de fe y de toda relación con

Dios en una teología cristiana no es, en efecto, formalmente ex

presado, una relación sujeto-objeto, sino una relación sujeto-su

jeto, el yo-tú del amor fraterno realizado o rehusado. Es cierto

que la orientación teológica que reclama esta concepción como

suya, el llamado personalismo teológico, ha oscurecido y debili

tado la significación de esta posición original por el hecho de ha

blar en cierto sentido de dos intersubjetividades: una "antropo

lógica" —"horizontal"— en las relaciones yo-tú interhumanas

y otra "teológica" —"vertical"— en la relación yo-Dios. Prescin

damos de que la utilización de la intersubjetividad humana como

"modelo" para la relación del hombre con Dios generaliza y ob

jetiva de nuevo esa relación interhumana de forma peligrosa,

suprimiendo así la situación de la que se partía. Prescindamos

también del hecho de que el pasar de forma unívoca de la rela

ción yo-tú interhumana a la relación con Dios no respeta la

singularidad y la inconmensurabilidad del T ú divino. Esa ex

plicación y utilización de la intersubjetividad usual en el perso

nalismo teológico oculta y destruye, sobre todo, dos ideas teoló

gicas esenciales: primera, que la única intersubjetividad humana

está abierta en sí misma a Dios (o en términos bíblicos: que en

el amor fraterno se realiza el amor de Dios que realiza la salva

ción, "el paso de la muerte a la vida"; y en términos de teología

dogmática: que el amor del prójimo es una virtus theologicd).

Pero, sobre todo, oculta la idea de que el sujeto específicamente

lización en el sujeto creyente. Puede verse esto en diferentes ejemplos. ¿Donde se habla expresamente, por ejemplo, en esos análisis, de la estructura escatológica del acto de fe? Y en este contexto debería igualmente hablarse expresamente de la intersubjetividad fundamental, de la "hermandad" y "eclesialidad" (en el sentido más amplio) del acto de fe. La superación de este formalismo aparece tanto más necesaria cuanto que lo que hoy parece estar en cuestión no es tanto el contenido singular de la fe cuanto la misma posibilidad de la fe.

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La incredulidad como -problema teológico 79

cristiano de la relación humana con Dios no es el hombre singular en su singularidad ("alma-Dios"), sino el hombre en su inter-subjetividad, en el carácter de "hermano" de la relación yo-tú. Sólo así es el hombre él mismo en la profundidad de su personalidad y de su existencia; pues lo más personal del hombre no se realiza en el espacio reservado de una subjetividad monádica, sino en el amor. Pero esto no es más que anotación incidental a uno de los componentes esenciales de la realización de la fe 24.

III

La valoración que venimos desarrollando de la incredulidad en

el creyente no es algo así como una peligrosa mixtificación, un

"coqueteo" intelectual con la incredulidad. Esta valoración nos

pone más bien de manifiesto la verdadera problematicidad de

nuestra propia existencia creyente, nos enseña a repetir sincera

mente la palabra evangélica: "Señor, yo creo, ayuda mi incre

dulidad" ( M e , 9, 24). Tal vez nos recuerde con urgencia que

tenemos que realizar nuestra salvación "con temor y temblor"

(Fil., 2, 12). Nos hace atentos de forma decisiva sobre el hecho

de que no somos nosotros los poderosos e invencibles, sino Dios

solo, puesto que no somos salvados en consideración de nuestra

fe, sino sólo en consideración de nuestros hermanos y, a través

de ellos, de Dios, en quien está escondida la última pluralidad

existencial y división de nuestra existencia creyente (Col., 3, 3).

24 Sobre la significación teológica de este problema, cf. U. von Bal-thasar, Glaubhatf ist nur Liebe, Einsiedeln 1963. El desarrollo filosófico de la intersubjetividad (realizado por primera vez y utilizado en su primera aparición antiteológicamente en la llamada "izquierda hegeliana", en Feuerbach y en Marx y más tarde en Nietzsche) está aún, a mi modo de ver, en sus comienzos.

Sólo en muy determinadas condiciones podríamos referirnos aquí al personalismo filosófico más bien que a una filosofía de la existencia fe-nomenológicamente orientada y que respete al mismo tiempo la problemática trascendental de la comprensión de la existencia humana. Cf., por ejemplo, E. Levinas, Totalité et infini, La Haya, 1961.

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Esta valoración de la incredulidad nos hace finalmente comprender mejor por qué grandes creyentes que la Iglesia honra entre sus santos, de Pablo a Teresa de Lisieux, pasando por Agustín, han experimentado y expresado de la forma más aguda ese paso de su existencia creyente a la posible incredulidad. Sólo cuando la fe se enfrenta así a la incredulidad, se experimenta a sí misma como el lugar en el que se plantea realmente la cuestión absoluta del sentido de la existencia concreta, el lugar en el que nada ni nadie está de antemano seguro o, en todo caso, claro e incuestionable.

Pero esta valoración de la incredulidad en el creyente fija ante todo —cuestión que hemos planteado al principio— el lugar originario y la importancia que la cuestión de la incredulidad tiene dentro de la teología. Antes de ser una cuestión "apologética" sobre "los otros", es una cuestión que el creyente se plantea sobre su propia fe. Está en juego en ella el propio creyente bajo el punto de vista de su propia posibilidad. Pues aparece como posible no-creyente, no primaria y propiamente "el otro", sino él mismo. De esta forma, el no creyente, que se reconoce de cualquier forma que sea a sí mismo como tal, se acerca de una forma particular al creyente, vuelve al mismo nivel que el creyente en la cuestión de la existencia y deja de aparecer como desautorizado antes de que se entable el diálogo y la argumentación entre los dos. Al preguntarse el creyente por la fe del no creyente y poner con ello en cuestión su incredulidad, no dogmatiza "desde arriba", sino que se enfrenta con su propia posibilidad de creer. Esta posición es la única capaz de hacer, a mi modo de ver, realmente aceptable nuestro diálogo tanto con los no creyentes como con los diferentes creyentes. La apasionada opción del creyente por la fe implícita en el no creyente no es originariamente ni una ba-nalización de la incredulidad, ni una duda sobre la rectitud intelectual del no creyente, sino más bien la pregunta del creyente por su propia fe oculta, la cual no es simplemente una pura "posición" intramundana junto a las demás, posición que se abso-lutiza a sí misma en cuanto se impone y se unlversaliza por la intolerancia ideológica para con las otras posiciones.

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IV

Así, al convertirse el problema de la incredulidad en una cuestión de la fe sobre sí misma, se plantea de nuevo la cuestión de la fe implícita del no creyente. Y en primer lugar, como lo han hecho teólogos de la categoría de Henr i de Lubac y Karl Rahner, en el sentido de una posible implicación existencial de la fe en la existencia singular que se comprende y expresa a sí misma como no-creyente. La explicación reflejamente articulada de la existencia y la realización inmediata de esta existencia pueden entrar en contradicción, y tanto más cuanto más inmediatamente existencial y más importante para la existencia es un acto. En efecto, la comprensión católica de la fe afirma precisamente la posibilidad innegable de que un auténtico acto de fe se exprese mal teóricamente; de otra forma, se podría concluir inmediatamente de una expresión teórica recta la rectitud y autenticidad del acto mismo, de la "ortodoxia" se podría concluir la "orto-praxia", y se llegaría por este camino a una forma de certeza refleja de la fe, que el Magisterio eclesiástico rechaza totalmente.

Así se podría desarrollar también la cuestión de la posibilidad de una implicación teórica de la fe en la incredulidad; esto es, se debería intentar con todo cuidado poner de manifiesto en los ateísmos actualmente dominantes los presupuestos "teológicos" que explican por qué tales ateísmos consiguen, en forma notable, llamar a los hombres a una superación de sí mismos 25. Habría

25 Cf. sobre este problema, entre otros, H. de Lubac, Le árame de l'hurnanisme athée, París 1945 (trad. esp.: El drama del humanismo ateo, Madrid 1949); U. von Balthasar, Die Gottesfrage des heutigen Menschen, Viena 1956 (trad. esp.: El froblema de Dios en el hombre actual, Madrid, Guadarrama, 1960); J. Lacroix, Le sens de l'athéisme moderne, París 1958 (trad. esp.: El sentido del ateísmo moderno, Barcelona, 1964); B. Welte, Nietzsches Atheismus und das Cbristentum, Darmstadt 1958 (trad. esp.: El ateísmo de Nietzsche y el cristianismo, Madrid, Taurus, 1962); M. Reding, Der folitische Atheismus, Graz2

1960; J. Y. Calvez, La pensée de Karl Marx, París 61963 (trad. esp.:

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que considerar ahí si y cómo los ateísmos modernos sacan su afirmación directa o indirecta de la "irrealidad" de Dios a partir del agudo sentido de la experiencia cada vez más extendida de un "mundo que nos va superando", y con ello, de la "no mundanidad" cósmico-natural de Dios, experiencia que, en definitiva, la misma £e bíblica ha ido introduciendo progresivamente en la conciencia histórica. Habría que considerar si y cómo el moderno "ateísmo científico" expresa ese ateísmo metodológico de la ciencia natural, autorizado por la fe en la creación y en el origen del hombre, en cuanto esta fe muestra al hombre la naturaleza misma en su realidad de cosa y en su universal disponibilidad y, al mismo tiempo, indica las experiencias intersubjetivas como el lugar intramundano a partir del cual únicamente el mundo como totalidad transparenta a Dios. Habría que considerar si y cómo el moderno ateísmo escatológico, con su doctrina del más allá inmanente, imita directa e implícitamente esa transposición de una concepción ahistónca del más allá en una concepción históricamente comprometida del futuro, transposición que está presente en la misma raíz de la experiencia bíblica de Dios y del mundo. Habría que considerar si y cómo el ateísmo humanista de la llamada "pura hermandad" busca y llama esa profundidad numinosa de las relaciones ínterhumanas que se ha revelado a la luz de la Encarnación de Dios y que ha hecho que toda relación inmediata con Dios se mediatice y se revele en el amor al hermano.

Convendría desarrollar estas y otras implicaciones "teológicas" del ateísmo teórico de hoy. Pero tal intento no sería nunca un afán puramente teórico de saber más, una problematización meramente intelectual de los presupuestos teóricos de la incredulidad; no sería el sospechoso intento ideológico de ganar de nuevo, de forma puramente especulativa, unas posiciones perdidas en la historia de la cultura, sino, en definitiva, una expresión de

El pensamiento de Carlos Marx, Madrid 41964); J. B. Metz, Zukunft des Glaubens in einer humanisierten Welt, "Hochland" 56 (1964) 377-391; véase también el artículo de U. von Balthasar en este número.

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La incredulidad como problema teológico 83

la única y siempre nueva tarea del creyente encaminada a arrancar del abismo de la incredulidad la forma de su propia fe. Todo ello no admite mayor desarrollo en estas páginas. Lo poco que esperamos haber conseguido debe bastarnos para hacer patente el problema de la incredulidad en su importancia y en su lugar originario dentro de la teología, a partir del cual la cuestión de la posible fe "implícita" o "anónima" del no creyente recibe su medida y seriedad. Y este punto de vista teológico no debería carecer de importancia en un momento en que la Iglesia se está preguntando por su tarea y autocomprension como "Iglesia en el mundo de hoy".

T. B. M E T Z

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LA EXPERIENCIA HUMANA Y EL PUNTO DE PARTIDA DE LA TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

I

Entre las cuestiones que surgen cuando se quiere definir el objeto y el método de la teología fundamental hay una que es imposible eludir: ¿con qué título y en qué medida puede y debe la teología fundamental fijar su punto de partida en la experiencia humana?

Antes de esbozar una respuesta directa a esta cuestión conviene definir los conceptos que pone en juego y señalar sus relaciones. ¿Qué entendemos por "teología fundamental", por "experiencia humana" y por "punto de partida"?

Como su mismo nombre indica, el término "teología fundamental" designa evidentemente la exposición teológica de los fundamentos de la teología. Pero si consideramos la tradición escolar de los cuatro últimos siglos observamos que el término agrupa bajo un mismo epígrafe dos disciplinas distintas por su objeto y por su método: la apologética o justificación racional de la fe y el tratado de lugares teológicos o fuentes del saber teológico. Es evidente que estos dos estudios son fundamentales con respecto a la teología, pero en sentidos diferentes. El tratado de lugares teológicos expone cómo la Escritura, la Tradición y el Magisterio son testigos de la revelación divina y, por ello, fuentes y criterios de la teología. Este tratado reviste un carácter dogmático por el hecho de que recibe en la fe lo que esos testigos dicen sobre su función y autoridad. Establece lo que el mismo mensaje cristiano considera como los fundamentos dogmáticos

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Experiencia humana y teología fundamental 85

de la ciencia de la fe. La misión de la apologética, en cambio, es exponer en un raciocinio valedero a los ojos del no creyente lo que el creyente considera como los fundamentos racionales de la decisión de fe. Es decir, por una parte se habla de fundar en la fe la ciencia de la fe, y por otra se quiere fundar en la razón el acto de fe.

Quizá fuese deseable que semejante diferencia quedara destacada mediante una denominación distinta. Si se conviene en adoptar el título de "Prolegómenos a la Dogmática" para designar el estudio de los lugares teológicos, el término "Teología fundamental" podría reservarse para lo que ordinariamente se llama apologética. Esta será la nomenclatura que nosotros adoptaremos aquí, pues el estudio de los lugares teológicos no entra, al menos directamente, en la perspectiva de la cuestión que nos ocupa. Por otra parte se verá que el título "teología fundamental" es más adecuado que el de apologética para designar lo que debe implicar un estudio orientado a la justificación racional del acto de fe.

La "apologética", como se sabe, no goza hoy de excesivo prestigio; algunos incluso estarían dispuestos a suprimirla y sustituirla por una exposición dogmática sobre la naturaleza de la revelación y de la fe cristiana. Esto es explicable. Durante el siglo pasado y a comienzos del actual, el afán de defender y justificar la fe ha hecho con demasiada frecuencia descuidar la enseñanza positiva del contenido del mensaje cristiano. Por otra parte los apologistas estaban frecuentemente mal informados sobre el estado de los espíritus que querían convencer y sobre las tesis que pretendían combatir. Presentaban demasiados argumentos carentes de consistencia, que diez años más tarde era preciso abandonar. De fracaso en fracaso y en un ininterrumpido repliegue, una larga serie de intentos desacreditaron a la apologética.

Hoy el deber no es renunciar a todo nuevo intento, sino aprovechar la lección y procurar ser más perspicaz, más racional, más científico. Indudablemente la teología fundamental debe exponer en primer término lo que el propio cristianismo entiende por revelación. Pero esto no agota su tarea. Es, en efecto, doctrina

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constante de la Iglesia católica que la fe es un acto razonable y que este carácter debe ser manifestado. Ciertamente ninguna razón de creer dispensa de creer; la fe es un acto libre. Pero el hombre no se compromete en él sin razón. Es cierto también que el paso de la incredulidad a la fe no se efectúa sin la gracia del lumen fidei. Pero no por eso deja de tener una estructura racional. Y ésta debe ser puesta de relieve. Es indispensable que sepamos presentar una justificación racional de nuestra fe. Es necesario hacer esto cuando queremos abordar al no creyente y decirle, en un primer contacto, algo que cuente para él. Es necesario también hacerlo para reafirmar al cristiano en su fe y ayudarle a situarse con relación al ateísmo que lo rodea o a las religiones no cristianas. Finalmente semejante reflexión le permitirá comprender mejor su fe, porque le hace realizar un retorno a los fundamentos.

Pero esta reflexión sólo será lo que debe ser si tiene conciencia de su carácter propio. Se ha discutido a menudo la cuestión de si constituye una ciencia propiamente teológica (una función particular de la teología) o una ciencia previa a la teología. Su carácter intermediario permite dar argumentos serios en favor de una y otra postura. Lo que importa es subrayar que el que habla se encuentra en una situación de diálogo: creyente, se dirige al no creyente, real o virtual, con el deseo de justificar el acto de fe. Le es imposible no hablar a la luz de lo que profesa la Iglesia; de lo contrario, no justificaría la fe cristiana. En este aspecto habla como teólogo. Pero lo que dice debe tener un sentido y un valor racional a los ojos del no creyente. Lo que da por supuesto en sí mismo no puede suponerlo en la conciencia de su interlocutor. Debe, por tanto, usar con él un lenguaje de hombre simplemente hombre, un lenguaje de filósofo o historiador, un discurso que encierre en sí su justificación racional. Este discurso humano, que renuncia a introducir cualquier afirmación de fe en la cadena de sus demostraciones, podría ser considerado por este mismo hecho como distinto de la teología. Pero se puede decir también, con una gran parte de la tradición católica, que este discurso constituye la teología fundamental, en el sentido

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Experiencia humana y teología fundamental 87

más radical del término, porque es elaborado por el creyente con el fin de justificar el acto de fe, acto que pertenece a la base de toda teología cristiana.

Para captar más exactamente su función interesa comprender la naturaleza de lo que llamamos incredulidad. Este término negativo abarca en realidad actitudes positivas. Nadie es no-cristiano por el placer de ser no-cristiano, sino porque posee otra manera de establecer las relaciones con Dios, con el mundo y consigo mismo. Puede profesarse una religión positiva: islam, hinduismo, budismo, etc. O ser ateo porque se cuenta con una manera determinada de concebir el mundo y la vida: se es epicúreo, estoico, existencialista o marxista; cada uno quiere realizar lo que considera como la esencia y la perfección del hombre. El mismo papa Pablo VI, con la autoridad de su magisterio, lo ha afirmado en la encíclica Ecclesiam suam: en el seno de las religiones no cristianas y en el seno de los esfuerzos realizados por los ateos con el fin de constituir al hombre, existen auténticos valores espirituales o humanos. No se trata de combatirlos, sino de asumirlos y llevarlos a su plena perfección. Dentro de este espíritu ha de tener lugar el diálogo necesario de los cristianos con los no-cristianos.

Asumir los valores religiosos de la humanidad, asumir las grandes manifestaciones del pensamiento, de la cultura y de la civilización, mostrar su finitud y su apertura a un más allá, hacer ver cómo el cristianismo aporta al hombre lo que todas esas cosas no le pueden dar y que no obstante necesita: ¿no es ésta la función esencial de la teología fundamental según nosotros la entendemos? ¿No es ésta la perspectiva en que debe insertarse lo que se enseña comúnmente bajo el nombre de apologética? Y de este modo, ¿no puede decirse que la teología fundamental podía ser esencialmente el diálogo de la fe cristiana con la experiencia humana en todas sus dimensiones?

# # *

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Antes de precisar esta relación debemos definir qué entendemos por experiencia humana. El término en cuestión abarca hoy una significación tan amplia que es difícil circunscribirla, e inevitablemente varía según el contexto.

Ante todo, ¿qué es la experiencia en general? Se puede decir que la conciencia más inmediata de la realidad. Por realidad es preciso entender aquí todo lo que existe, no solamente las cosas, los hombres, los acontecimientos, sino también un sentimiento, un querer, una acción, un pensamiento. Lo que caracteriza a la experiencia es la aprehensión inmediata; es siempre algo sentido o vivido. Por esto se opone a la especulación, al pensamiento puro. No olvidemos, sin embargo, que esta distinción es obra de la abstracción. Abstracción legítima y necesaria. Pero nos hemos de guardar de erigir en realidades independientes los términos que separa y opone. La experiencia y la razón no son, en el conocimiento, elementos que puedan ser aislados. Son aspectos distintos, pero indivisos, de un mismo conocimiento. La experiencia es razón implícita; la razón es experiencia comprendida y explicada. Nada es aprehendido sin ser en cierto grado comprendido; todo campo de experiencia implica en sí una estructura racional que el pensamiento puede explicitar.

Los campos de experiencia son múltiples y cada uno tiene su estructura propia. Existe la experiencia científica, la experiencia estética, la experiencia social, la experiencia moral, la experiencia religiosa, etc. Pero ¿qué se ha de entender por experiencia humana? Evidentemente se puede emplear la palabra como un término colectivo para designar el conjunto de las distintas experiencias. Pero en general la misión del epíteto será atraer la atención sobre la relación de esas distintas experiencias con el hombre. En el caso que aquí nos ocupa "experiencia humana" designa la conciencia que toma el hombre de la relación entre sus diversas actividades y el sentido global de su vida. Es la experiencia de la vida en su totalidad y en su significación. Si es verdad que toda experiencia es a la vez aprehensión inmediata y razón implícita, se debe decir que la estructura racional implicada

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en la experiencia humana no es otra cosa que la lógica de la experiencia humana.

Si queremos poner la experiencia humana en el punto de partida de la teología fundamental, evidentemente será preciso que pongamos de relieve esta lógica, la explicitemos de manera metódica y completa, la expongamos en un discurso racional coherente. Esto equivaldrá a proponer una antropología filosófica. El esfuerzo es oneroso. Ciertamente de ordinario se puede prescindir de él en el curso de conversaciones pastorales. Algunas observaciones muy simples sobre una experiencia dolorosamente vivida bastan a menudo para hacer vibrar a un alma. Pero aquí no se trata de pastoral; se trata de elaborar una teología fundamental, es decir, un discurso coherente de alcance universal. Si, con este fin, queremos partir de la experiencia humana, es preciso considerarla en su totalidad y exphcitar su lógica interna.

En esta totalidad podemos englobar la misma experiencia religiosa, si nos dirigimos a hombres que profesan una religión. Prescindiremos, en cambio, de ella si consideramos a los que se dicen ateos o sin religión. Para simplificar, aquí sólo tendré en cuenta este último caso, el más ordinario en nuestros países de Occidente.

# # #

Después de explicar qué entendemos por teología fundamental y por experiencia humana nos queda todavía por precisar el sentido de la expresión "punto de partida" en la cuestión que nos ocupa. El punto de partida de un viaje es el lugar donde se prepara ese viaje, pero que se deja para ir a otro sitio. ¿Es éste el sentido que hemos de dar a la expresión? Sí y no.

La teología fundamental, tal como nosotros la entendemos aquí, debe presentar un discurso que sea valedero en principio para todo espíritu, incluso el no creyente. Si apela a la experiencia humana, se tratará de la experiencia común a todo hombre, no de la experiencia cristiana. Pero su propósito es ofrecer al no creyente razones de creer en el cristianismo, razones de buscar

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la experiencia de la fe. Invita, por tanto, a superar la experiencia común. Y esto de dos maneras. Por una parte presenta los signos de la revelación. Por otra advierte que la fe no podrá ser simplemente la conclusión de su discurso, que la fe es un compromiso libre en respuesta a la llamada de la gracia divina. Por tanto, si la experiencia humana es punto de partida de la teología fundamental, el punto de llegada debe ser la experiencia de Dios en los signos de su revelación. Y de este modo queda superada la experiencia común a todo hombre.

Pero es preciso añadir que, aunque superada, no se la deja. Su estudio no debe ser considerado como una simple "apologética del umbral" que prepara al sujeto para recibir la apologética propiamente dicha. Es preciso, por el contrario, referirse a ella de modo permanente, de un extremo a otro de la teología fundamental. Porque ésta no cumpliría plenamente su función si no definiera las condiciones de la simbiosis entre la fe cristiana y la experiencia humana. El cristianismo no invita a menospreciar los valores humanos; debe consagrarlos.

Estas consideraciones, con las que acabamos de definir los términos de nuestra cuestión, anuncian ya la respuesta que ahora se trata de formular y justificar.

II

La teología fundamental, ¿debe tomar su punto de partida en la experiencia humana? La respuesta necesariamente ha de ser afirmativa. Y esto, al menos, por dos razones: i) La referencia a la experiencia humana condiciona la aprehensión de los signos de la revelación; 2) condiciona la interpretación del mensaje cristiano.

Analicemos, en primer lugar, la aprehensión de los signos de la revelación. La predicación y la apologética cristianas han hecho valer, desde los orígenes, como motivos de credibilidad, la santidad de Jesús, la excelencia de su doctrina, sus milagros, el cumplimiento de las profecías mesiánicas. Más tarde se insistió

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también en las notas de la Iglesia: santidad, catolicidad, etcétera. ¿Cómo reaccionan los hombres de hoy cuando les son presentadas estas razones de creer? Incluso entre los no cristianos y ateos hay pocos que no admiren la vida y la doctrina de Jesús; pero no ven en ella el signo de una misión divina. Cristo es para ellos un gran genio moral y religioso, no el Verbo de Dios. Las notas de la Iglesia se ven más discutidas. Muchos, incluso entre los cristianos, son menos sensibles a su catolicidad que al pequeño número de creyentes en el seno de la vasta humanidad; menos sensibles a su santidad que a sus debilidades humanas. En cuanto al argumento profético se sabe qué difícil es hoy hacer captar su sentido exacto y su alcance. Se sabe también cómo son acogidos los relatos de milagros. El desarrollo de la ciencia y de la técnica, el conocimiento de las diversas religiones, la crítica histórica han difundido ampliamente el escepticismo frente a ellos. Es un hecho que, para muchos cristianos, el milagro constituye una dificultad en lugar de una razón de creer.

Es evidente que a espíritus de esta clase los milagros que relatan los Evangelios deben ser presentados unidos a los otros signos, en unión con el conjunto del mensaje evangélico y de la vida de Jesús. Pero la cuestión que aquí nos ocupa es más radical. ¿Cómo podemos ayudar a nuestros contemporáneos a discernir la revelación divina a través del conjunto de sus signos? No olvidamos que el reconocimiento de la revelación supone a la vez la iluminación del Espíritu Santo y una conversión del corazón. Pero sabemos también que este reconocimiento es un acto razonable, rationabile obsequium, porque implica una percepción, un discernimiento de la credibilidad. Y lo que aquí pretendemos es comprender por qué y cómo la referencia a la experiencia humana condiciona este discernimiento.

La razón es ésta: la revelación de Dios no tendría ningún sentido para nosotros si no fuera también revelación del sentido de nuestra existencia. Para que los signos de la revelación sean comprendidos como tales es preciso que el sujeto se dé cuenta de que existe una relación intrínseca entre el misterio que se supone manifestado en ellos y nuestra propia existencia. Es preciso

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que el sujeto entrevea al menos lo que la íe cristiana aporta a la plena realización de su destino. No hará mella en él ninguna apologética que no pase de alguna manera por ahí. Los milagros y demás signos le dejarán ciego, si no comprende que el fenómeno cristiano de que ellos forman parte responde a la cuestión de nuestra existencia.

Ahora bien, ¿cómo puede comprender esto, sino descubriendo en la experiencia humana una apertura, una llamada hacia algo que supera a todo lo que el hombre puede procurarse por su propia actividad dentro del mundo? Es necesario que se vea menesteroso de una salvación que le será dada. Entonces tendrán sentido a sus ojos los signos de un don sobrenatural y de una revelación divina.

No es necesario, conviene señalarlo, que el conocimiento de la apertura humana preceda cronológicamente al conocimiento del cristianismo. Normalmente el mensaje cristiano ayudará al hombre a adquirir conciencia de esta apertura y a precisar su significado. Pero interesa que se perciba una correspondencia entre la lógica interna del cristianismo y la lógica de la existencia humana.

Lo que proponemos aquí no tiene nada de nuevo. La tradición cristiana ha explotado frecuentemente las armonías de la naturaleza y la gracia, de la fe y la razón. Recordemos simplemente un pasaje del primer Concilio Vaticano, en la Constitución De fide catholica, capítulo IV, titulado De jide et ratione: "La razón iluminada por la fe... puede, con la ayuda de Dios, adquirir una cierta inteligencia de los misterios, ...por su estrecha unión con el fin último del hombre." Si es verdad que la cuestión de Dios y de la salvación se plantea al menos oscuramente a todo hombre, es normal esperar que algunos al menos, con la ayuda de Dios, puedan entrever ese vínculo, cuando les sea manifestado por la reflexión de los creyentes.

* * *

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Después de ver por qué el recurso a la experiencia humana condiciona la aprehensión de los signos de la revelación, debemos exponer por qué y cómo condiciona la interpretación del mensaje cristiano.

En su obra Finitude et culfabilité (II, pp. 326-327), el filósofo francés Paul Ricoeur escribe: "Somos en todos los sentidos hijos de la crítica... Sólo podemos creer interpretando." Estas palabras podrían servir para caracterizar la inspiración de varias obras teológicas, cuyo éxito es prueba de que responden a las preocupaciones de numerosos espíritus. Nos referimos en particular a la obra de Rudolf Bultmann, a la de Paul Tillich, al célebre libnto de John A. T. Robinson, Honest to God. Al leer estas obras, el teólogo católico constata con inquietud y tristeza que en ellas el mensaje cristiano se ve singularmente empobrecido. Pero no puede ignorar que se plantea una cuestión, inquietante para muchos creyentes, una cuestión que resulta ya imposible eludir.

Un católico evitará decir que el lenguaje de la Biblia, el del Nuevo Testamento en particular, es mitológico. Porque la palabra mito, aun revalorizada por los historiadores de las religiones, conserva una significación peyorativa; y es inadecuada. Pero es necesario convenir en que el lenguaje bíblico está vinculado a formas de pensamiento, a un sistema de representaciones que no son ya directamente las del hombre moderno. El del Nuevo Testamento utiliza formas tomadas de la apocalíptica judía, del rabinismo, de la gnosis helenística. No podemos asimilar este lenguaje sin interpretarlo. No podemos hacerlo admitir sin explicarlo.

Por otra parte conviene recordar aquí que, cuando se trata de Dios y de su acción, todo lenguaje, antiguo o moderno, es necesariamente analógico. Esto quiere decir que las afirmaciones de la Escritura, y las de la predicación que la interpreta, no califican a Dios en sí mismo, ni su acción en cuanto que es acción suya. Califican a uno y otra por su relación con nosotros, es decir, en razón de nuestras relaciones con Dios y su acción, bajo la forma de estas relaciones. Así lo dice ya santo Tomás: "No sabemos

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qué es Dios, sino qué no es y qué relación mantiene con El todo lo demás" (C. G. I, 30). Y afirma que esto vale también en el caso de la revelación: ésta —dice— no nos hace conocer de Dios lo que El es; nos lo hace conocer en cuanto nos manifiesta sus efectos (Sum. theol., I, q. 12, a. 13, ad 1). Esta proposición ofrece una curiosa semejanza con la que aparece en Bultmann como un leitmotiv: no podemos decir de Dios lo que El es en sí, sino solamente lo que El hace en nosotros y por nosotros. La doctrina tomista de la analogía nos permitiría aprovechar lo que hay de válido en el programa de Butmann y de los demás teólogos antes citados. Parece que los teólogos católicos, y más aún los predicadores, olvidan con excesiva frecuencia esta doctrina. Se comenta la Escritura sin tener presente que sólo se puede llegar a la res significata mediante la negación del modus significandi. Se habla de las cosas divinas como si fueran cosas humanas. Y de ello resulta que, a los ojos de los no cristianos o de los cristianos cultos, ciertas exposiciones parecen mitológicas.

También nosotros somos hijos de la crítica. Pero el principio tomista de la analogía nos ofrece un apoyo y un guía, en el momento en que volvemos a fijar la atención en estas palabras: sólo podemos creer interpretando.

Para interpretar el mensaje cristiano, evidentemente es preciso verlo desde el ángulo en que ofrece un sentido para todo hombre, es decir, en cuanto que responde a la cuestión del sentido de la existencia humana. Es preciso, por tanto, confrontarlo con la lógica interna de la experiencia humana. El resultado de esta confrontación no debe ser un reducir el cristianismo a un sistema de verdades inmanentes a la naturaleza humana. Tal confrontación debe salvaguardar la trascendencia y la gratuidad de la acción divina, reveladora, elevante y redentora. Para conseguir esto se debe hacer ver que la existencia humana está abierta a una intervención gratuita de Dios en la historia humana. Por otra parte, es preciso permanecer siempre atentos al contenido exacto y completo del mensaje cristiano. Haciendo esto, el intérprete descubrirá en él simultáneamente la comprensión de sí mismo y la posibilidad de creer que allí ha hablado Dios.

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Experiencia humana y teología fundamental 95

La tarea que acabamos de señalar es hoy una de las más importantes de la teología fundamental. No debemos ocultarnos su dificultad. Tampoco conviene ignorar el riesgo que corre el individuo de empobrecer o alterar el mensaje evangélico. Sabemos que la interpretación auténtica del mensaje no procede de los individuos aislados, sino de la Iglesia, y que ésta se expresa por la voz del Magisterio. Pero el Magisterio a su vez solicita el trabajo de los teólogos. En la encíclica mencionada, el papa Pablo VI los invita a la tarea. Los que tengan el valor de emprenderla, no obstante las dificultades y los riesgos, tienen derecho a esperar de sus hermanos una ayuda benévola y una crítica sin recelos injustificados.

III

Si la teología fundamental debe partir de la experiencia humana, en el sentido que hemos precisado, convendrá poner de relieve, en esta perspectiva, la lógica de la existencia humana. En otros términos, convendrá recordar las grandes líneas de una antropología filosófica. Esta puede concebirse de varias maneras. Pero no es éste el lugar de exponerlas y discutirlas. Sólo quisiera llamar la atención sobre dos puntos, sobre dos exigencias que conviene respetar.

En primer lugar, importa no destacar solamente los aspectos negativos de la existencia humana: el fracaso, la falta, el dolor, la muerte. Ciertamente son ellos los que nos hacen adquirir conciencia de nuestra finitud, de nuestra insuficiencia, de nuestra dependencia radical, de nuestra necesidad de salvación. Es, por tanto, indispensable considerarlos si queremos despertar en el hombre una atención hacia el cristianismo, abrirlo a la fe. Pero debemos guardarnos de tener en cuenta sólo esos aspectos negativos. En tal caso correríamos peligro de introducir el cristianismo como un simple remedio contra el fracaso, como un remiendo y no como el principio de vida que debe ser. Cuando analizamos la experiencia humana con miras a una teología fun-

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damental, es preciso destacar, junto a sus aspectos negativos, también los positivos: el amor, el trabajo, las relaciones sociales, la investigación científica, la creación artística, etc. Debe ser posible encontrar la verdad cristiana en el término de todos estos itinerarios.

En segundo lugar, conviene mirar la existencia humana no sólo en su aspecto individual, sino en su dimensión social e histórica. El hombre es un ser histórico en el sentido de que se realiza a sí mismo mediante elecciones efectuadas en el tiempo. Pero lo es más exactamente aún en el sentido de que se realiza en el seno de una historia humana colectiva. Y esto es precisamente lo que permite comprender que la revelación divina, en lugar de hacerse individualmente a cada espíritu humano, se haya efectuado en la historia y en una historia singular. Aquí podemos encontrar la respuesta a la célebre objeción de Lessing contra la idea de una revelación contingente.

Las sugerencias que acabamos de formular, y todas las que han constituido el objeto de este artículo, son indudablemente esquemáticasl. En ellas enunciamos simplemente algunas de las exigencias que debe satisfacer la teología fundamental.

HENRI BOUILLARD

1 El lector podrá encontrar una exposición más amplia de estas ideas en nuestra obra: Logique de la Fot (Col. "Théologie", n. 60), París, Aubier, 1964.

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TEOLOGÍA Y FILOSOFÍA, O LAS METAMORFOSIS DE UNA SIERVA 1

Antes de abordar el problema teórico de las relaciones entre la teología y la filosofía no estará mal recordar que estas ciencias son elaboradas por hombres y que estos hombres tienen temperamentos diferentes.

Más aún, teólogos y filósofos pertenecen a dos razas opuestas. Si no temiera ser irrespetuoso, los compararía con los perros y los gatos que viven bajo el mismo techo, pero se tratan sin ninguna ternura. El filósofo, incluso el filósofo cristiano, teme al teólogo. Piensa que éste emite con frecuencia juicios rápidos, establece afirmaciones masivas y se permite fácilmente, bajo el pretexto de que la revelación divina le sirve de garantía, hipótesis que no tienen nada de cierto ni de venficables. El filósofo querría continuamente detener la carrera vertiginosa del teólogo; querría decirle: "no vayas tan rápidamente, no mezcles, como con demasiada frecuencia haces, las líneas de ideas"... Pero lo que el filósofo teme sobre todo es que el teólogo le fuerce a entrar en su propio circuito y utilice la filosofía en provecho de una Schwar-merei. Habituado a caminar paso a paso, desconfía de quien parece saberlo todo y pasearse por los misterios como si tuviese parte en los consejos del Padre eterno.

El teólogo, por su parte, no se siente tampoco tranquilo en presencia del filósofo. Recientemente, un amigo, que sabe que

1 Las observaciones que siguen tienen como única finalidad abrir una discusión. Son en parte el resultado de una conversación con mis dos colegas MM. Plagnieux y Chavasse, cuya colaboración agradezco, aun cuando asumo la responsabilidad de mis afirmaciones.

7

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yo me dedico sobre todo a trabajos de orden filosófico y que es un auténtico teólogo, me enviaba su último libro con una dedicatoria de una timidez característica. "El teólogo —me escribía— tiembla ante el filósofo." Esta frase me parece digna de ser meditada. ¿Por qué ese temor? En primer lugar, el teólogo tiene la impresión de encontrarse ante uno que va, como se dice vulgarmente, a cortar un pelo en el aire y a someter a una crítica sin piedad la serie de sus deducciones. Pronto se siente paralizado por la intervención del filósofo. Además, se da cuenta de que esto no ocurriría si los dominios de ambos no fueran en parte comunes. Los dominios y el lenguaje que utilizan. Fondo y forma, en efecto, se corresponden. Y es precisamente en esta zona intermedia donde el teólogo corre el peligro de encontrarse a disgusto. Su libertad está vigilada. Por último, el teólogo teme en el filósofo, incluso cristiano, la presencia virtual de un laicista y de un incrédulo. Tiene la impresión de que el filósofo, que no cree en la gracia en cuanto filósofo, no creerá probablemente en ella en cuanto hombre más que de palabra; sospecha que no es más que un falso hermano, siempre dispuesto a dinamitar las hermosas construcciones doctrinales, a pesar de sus eventuales protestas de buena voluntad.

Esta introducción, un poco larga, era indispensable para situar concretamente mi tema. Es difícil, es incluso una quimera prescindir de esta diversidad de caracteres en el examen de las demandas que el teólogo puede dirigir al filósofo, y de la acogida que el filósofo podrá dispensar a su hermano.

I

Puesto que tengo que hablar de las demandas del teólogo, vayamos directamente al punto más conocido y más controvertido de la cuestión. ¿Tiene realmente la teología necesidad de una filosofía que le haga de sierva? Según el antiguo axioma que se atribuye a Pedro Damiano, hay que responder "sí" sin vacilar.

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Teología y filosofía 99

Hay que tener en cuenta, de todas formas, que los autores medievales de que se habla ponían la filosofía al servicio de la fe mas bien que de la teología, y esta precisión tiene su importancia. Su concepción de la filosofía o de la dialéctica debería por lo demás ser reconstituida; su concepción no es forzosamente la nuestra, ni forzosamente uniforme...

El término ancilla no es muy claro y puede designar toda una serie de servicios bastante diferentes. ¿La filosofía es una esclava?, ¿una sirvienta?, ¿un ama de llaves?, ¿una esposa más o menos morganática? Hay muchas maneras de "venir en ayuda de". Muchas maneras de ser auxiliar en teología. E incluso en el caso de que se tratase de un matrimonio, son muy variados los estatutos de la mujer casada.

Hoy es de buen tono reconocer a la filosofía una verdadera autonomía. Estamos muy lejos del estilo un tanto convencional que encontramos, por ejemplo, en la Confessio fhilosophi de Leibniz, donde el teólogo aparece diciendo al filósofo: "Laudo modestiarn tuam... Instrumentum in te habebo" 2. Sin embargo, muy recientemente, una tesis presentada en la Sorbona, la de C. Tresmontant, no está lejos de resucitar en ciertos aspectos este lenguaje 3. El autor estima que toda religión implica una Ein-stellung metafísica (lo que él llama un "gesto metafísico"). El hinduismo necesita una metafísica inmanentista, mientras el judaismo o el cristianismo no pueden adaptarse en absoluto a ella. Lo que yo no he comprendido aún muy bien en el excelente libro de Tresmontant es la posición exacta de esa metafísica profunda. ¿Corresponde a la religión, sin más? ¿Es su fundamento previo? ¿O, por el contrario, es su expresión? ¿O todo esto un poco a la vez? Sea lo que fuere de ello, es esta orientación radical debida a su religión lo que ha llevado a los cristianos a elegir históricamente entre las diferentes filosofías de su medio ambiente. Al contacto con pensadores no cristianos se ha formado poco a poco

2 G. W. Leibniz, Confessio Philosophi. Texto, traducción y notas de Y. BELAVAL, París 1961, p. 110.

3 Cl. Tresmontant, La métapbysique du christianisme et la nais-sance de la philosophte chrétienne, París 1961.

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una filosofía específicamente cristiana. También a este respecto tendría yo algunas preguntas que formular: ¿Se han limitado ios cristianos a elegir tal tesis y rechazar tal otra en la especulación que les ofrecía el paganismo? ¿O han innovado realmente, han creado ideas nuevas? Los ejemplos que ofrece el autor son sobre todo los de una opción entre un creador y un demiurgo, o entre un alma que forma parte de la sustancia divina y un alma que no se confunde con ella, e tc . .

En la segunda interpretación, la de una originalidad radical de los conceptos filosóficos propuestos por los cristianos, la filosofía sería dependiente en extremo de la-fe- Sin embargo, si se admite como Gilson —y Tresmontaht con él— que el filósofo debe pensar por sí mismo, se puede decir que la extrema dependencia no impide lo más mínimo la autonomía, sino que la hace aparecer. Sucede como si, después de que la fe ha dictado a su oído la solución, el filósofo descubriese por sus propios medios la demostración sin la cual no habría filosofía. Pero ¿no es también autónomo en este sentido el teólogo? ¿No debe toda elaboración intelectual ser una reflexión personal sobre sus datos? Los datos pueden ser de diferentes especies, pero el método es siempre hipotético-deductivo o hipotético-conexivo. Toda elaboración intelectual acepta unos datos y los elabora.

Para caracterizar la situación de que hablamos yo no diría, pues, que por una parte hay autonomía y por la otra no la hay. Diría más bien que el teólogo pide al filósofo que lleve a cabo su tarea y hable, pero le pide que hable después de él. El teólogo exhorta al filósofo a ser afirmativo y conquistador. La filosofía sería un poco su hija; una hija viva de la que podría estar orgulloso, porque esa hija sería respetuosa y agradecida. Laudo modestiam tuam; instrumentum in te habebo... Un instrumento, insisto, animado; progenitura gloriosa, capaz de caminar por sí misma por el recto camino.

Es una visión de las cosas consoladora y, por lo mismo, seductora, inseparable tal vez del horizonte cristiano. Observemos, sin embargo, que la sutileza de la frase leibniziana es grande y que la teología no siempre pide a la filosofía que hable. A veces le

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Teología y filosofía 101

pide más bien que permanezca callada, que haga confesión de indigencia e incluso de incertidumbre, que pregunte en lugar de responder. Tal es quizá la posición de un Blondel, que parece establecer primero una certeza filosófica y después, poco a poco, va haciendo inciertos sus pasos, poniendo en causa, si no lo que había comenzado por afirmar, sí al menos lo que tenía que terminar por explorar. Si la filosofía quiere llegar al término de su propio movimiento, termina a la vez en la apoteosis y en el fracaso ; se ve condenada inevitablemente a plantear por sí misma el problema de lo sobrenatural y a no poder resolverlo. Es una filosofía de la insuficiencia, al menos en el sentido vertical.

Algunos teólogos, sobre todo protestantes, irían más lejos aún. Necesitan que la razón les sea hostil. Karl Barth exige que la filosofía (al menos la filosofía religiosa) sea errónea, y no puede hacer nada sin esta querida enemiga, cuyos cumplidos le parecerían una perfidia. K. Barth no quiere sirvienta y, sobre todo, no entra en sus intenciones casarse con la sirvienta; de antemano reclama el divorcio.

Pero lo que caracteriza siempre al teólogo en todas estas actitudes aparentemente tan opuestas es que determina con una segundad profética lo que la filosofía debe hacer y decir. Le impone estar con él o contra él; le predice su comportamiento y la juzga. Instrumentum in te habebo... la fórmula es más difícil de suprimir de lo que podría creerse. No existe, a este respecto, gran diferencia entre los partidarios del poder directo de la teología y los de su poder indirecto, ni entre nuestros manuales católicos y la Dogmática de Karl Barth. Apoyo o contraste, la filosofía es una subordinada indispensable.

La intromisión del teólogo en la filosofía se ve acentuada por la pedagogía. La enseñanza de la teología, en efecto, exige la adopción previa de un lenguaje y una lógica que sean aceptados generalmente. P. Mesnard ha demostrado, después de algunos autores alemanes, cómo Lutero se había visto obligado a reintro-ducir enseñanzas filosóficas en las Universidades alemanas y que ese movimiento que comenzó por la vuelta de la lógica terminó por la de la ontología. Con mayor razón requiere la tradición

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católica una filosofía previa. Nuestros profesores de teología necesitan que sus estudiantes hayan recibido una formación de filosofía escolástica. Primero, porque es preciso un vocabulario constante, un auditorio que comprenda lo que se le va a proponer (hay que saber qué es una esencia, una sustancia, una causa...). Pero además, porque el estudio del dogma debe estar precedido por convicciones firmes (es preciso haber establecido que existe Dios, el alma, etc.).

Es verdad que el teólogo no desea probablemente demasiado que sus estudiantes sean filósofos más allá de esos límites, porque si van más allá de la propedéutica, corren el peligro de no quedar disponibles para una vocación teológica. Un poco de filosofía conduce a la teología; demasiada filosofía podría comprometer el reclutamiento de teólogos, que padecen una crisis de vocaciones tanto más aguda cuanto que, incluso en el seno de su disciplina, experimentan dificultades y sufren la concurrencia de la kerigmática, la liturgia, etc.

La necesidad pedagógica es respetable en extremo. Si pudiésemos situarnos de una vez para siempre en el estilo del siglo xvm, sería perfecto. Por eso, en cuanto profesores, sentimos todavía nostalgia de su situación. Pero, en la medida en que la historia ha hecho aparecer estilos diferentes, todo es de nuevo puesto en cuestión. Por eso los teólogos actualmente se ven obligados a oscilar entre dos actitudes. Por una parte, veneran sus bases escolásticas, que les son necesarias para la práctica de la enseñanza. Por otra parte, a pesar de la anarquía de los esfuerzos filosóficos que se llevan a cabo en el curso de los siglos en las diferentes civilizaciones, los teólogos se interesan por esos esfuerzos. Saben que en ellos encuentran ocasiones indispensables de renovación; tienen necesidad de ellos para la investigación. Esta filosofía libre y nueva no es su sierva, sino su hermana. No siempre prudente; pero, si se desinteresan de ella, corren el riesgo de anquilosarse. Ya no le dictan nada, sino que intentan instruirse mediante el contacto con ella y tratan en primer lugar de comprenderla.

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II

Esta segunda actitud me lleva a mi segunda parte. El teólogo

—no quizá el profesor, sino el investigador— se vuelve hacia las

filosofías como hacia un espectáculo. Quiere leer en ellas las

aventuras de mentes diferentes de la suya que pueden enseñarle

cosas que él no sospechaba. Tal vez reflexionando sobre esta

aportación comprenda mejor la Revelación. Su actitud ante los

filósofos no se distingue esencialmente de la que adopta ante

los exegetas, los historiadores, etc. Así se ve conducido a practicar

esa reflexión con centros múltiples de que hablaba recientemente

Ricoeur a propósito de N a b e r t 4 y cuya fecundidad se debe pre

cisamente a que no se limita a una fuente o un principio perfec

tamente solitario.

i. U n primer ámbito en el que se manifestará el interés de

esta empresa es la antropología. Tomemos algunos ejemplos. Si

os limitáis a describir la muerte como una separación del alma

y el cuerpo, vuestra teología de la cruz será una teología pobre

y seca. Si, por el contrario, intentáis reunir y profundizar la ex

periencia humana sobre esa realidad, como han hecho, por ejem

plo, en sentidos diferentes Landsberg, Karl Rahner y Mouroux,

proyectaréis una luz apreciable sobre el sentido de la Redención.

La meditación sobre la muerte humana, cualquiera que sea esa

muerte y cualquiera que sea ese hombre, estimula la medita

ción sobre la muerte de Cristo y puede renovarla. Con mayor

razón será así cuando ese hombre sea Sócrates, y la muerte, la

de Sócrates. Y esos resultados se verán enriquecidos si a la expe

riencia finamente descrita se añade una reflexión sobre la misma

experiencia 5.

4 E. Nabert, Eléments pour une éthique, París 1962, p. 9. 5 Con todas las reservas necesarias sobre los peligros inherentes

A la experiencia particular que acabo de tomar por ejemplo y que es por definición la de un presentimiento o de una percepción de otro, no la de un paso ya realizado por nosotros, puesto que seguimos aún viviendo.

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¿Quién negará, igualmente, que el conocimiento más profundo de la maternidad contribuirá a hacer comprender mejor en teología ciertos aspectos de la manología?

El gnothi seauton implicado en un programa filosófico no sólo esclarece la humanidad de Cristo o la de María; presta aún mayores servicios: ilumina el ser y la obra del Verbo encarnado. Un mejor conocimiento de lo que es la solidaridad humana, por ejemplo, no puede dejar de tener honda repercusión sobre nuestra comprensión del misterio de la Encarnación. El Concilio de Quiersy en el siglo IX declara: "Deus omnipotens omnes homines sine exceptione vult salvos fien, hcet non omnes salventur... Christus Jesús D. N . sicut nuUus homo est, fuit vel erit, cujus natura in illo assumpta non fuent, ita nullus est, fuit vel erit homo in quo passus non fuerit" (Denz., 318, 319). ¿No es evidente que sería provechoso para nosotros saber cómo se establecen las relaciones humanas en el orden llamado natural, para mejor comprender las afirmaciones conciliares que acabamos de citar? Para algunos Padres, la humanitas era entonces quasi unus homo. Su horizonte era tal vez neoplatónico; quizá discutían sobre el traducianismo. ¿Son aún válidas sus ideas para nosotros? ¿Expresan de la mejor manera lo que nosotros pensamos sobre la intersubjetividad humana? La respuesta no puede ser indiferente para quien quiere determinar la relación de los seres humanos con Cristo y la repercusión de la obra redentora en la salvación de los hombres.

Todo el tratado de los sacramentos es igualmente tributario de la antropología. Lo es, en primer lugar, en general, porque el sacramento comporta una concepción del acto espiritual y del signo. Los escolásticos, disputando sobre la materia y la forma, han dejado a veces de lado o relegado a un segundo plano la intentio, a la que presta más atención el Concilio de Trento. ¿No será la intentio el alma del sacramento en cuanto éste es significante, cemento de la materia y la forma? A los filósofos corresponde decirlo. El espíritu que toma a su cargo la materialidad del signo la transfigura. Y no lo hace sólo por la conciencia reflexiva de la intencionalidad o por una actividad aso-

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Teología y filosofía 105

ciativa de los símbolos objetivados, sino por una aptitud para descubrir la transparencia de los datos para con una trascendencia que obra en ellos y en nosotros. Una teoría puramente asociativa del signo (tal como se expresa en nuestros manuales) nos permite penetrar la naturaleza del sacramento de forma mucho menos satisfactoria que lo haría una teoría de la eficacia/ por transparencia, única capaz de renovar la noción de estructura sacramental y la del ex opere opéralo a partir de la intentio. Ahora bien, lo que puede instruirnos sobre esta cuestión es una reflexión sobre la co-presencia o la influencia, al nivel de la antropología filosófica.

La misma constatación se impone si pasamos a estudiar los sacramentos en particular. ¿No es significativo que la historia de las religiones agrupe en torno a los banquetes sagrados y a la unión sexual la mayor parte de los ritos de acceso a la divinidad? Los sentidos de la fusión parecen incluso predominar sobre lo que Pradines llamaba los sentidos de la distancia. En el cristianismo estas perspectivas no están olvidadas, sino purificadas. La Eucaristía es un banquete sagrado. Es una comida sacrificial. Este enraizamiento en la historia de las religiones no es, desde luego, lo esencial, pero está ligado a lo esencial. Los teólogos no tienen nada que temer por ello. San Juan Cnsóstomo no lo temía; por eso su teología de la Eucaristía va precedida de una filosofía del banquete. Y Bossuet insiste vigorosamente sobre la destrucción de las especies en el Santo Sacrificio. Y encontramos de nuevo la relación antropológica de la muerte y el Calvario en este mundo del dogma católico que es la Eucaristía.

Sería fácil escoger ejemplos relativos a los demás sacramentos. Así, no es de extrañar que la comprensión sobrenatural del matrimonio sea facilitada por una meditación filosófica sobre el amor. Numerosos pensadores de nuestra época se han dedicado a mostrarlo. Y no sin fruto en ciertos casos. Hay en algunas páginas de Madimer observaciones sobre este tema que en vano se buscarían en san Agustín.

Pero pasemos ya a una conclusión de conjunto. Existe una enseñanza filosófica (bajo su aspecto fenomenoíógico a la vez

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que bajo su aspecto metafísico) que se confunde con una antropología y que no es una simple introducción a la teología, sino que tiene un lugar en ella como una especie de parte predestinada. A este respecto, lo sobrenatural es verdaderamente la naturaleza elevada y nada más. La Escolástica dice que lo sobrenatural es un accidente y no una sustancia en nosotros. Semejante lenguaje se presta a veces a equívocos, pero parece convenir aquí perfectamente. ¿Qué podría objetarse a este estatuto de la antropología en la teología, a esta integración en un orden de relaciones nuevas por una especie de simple trasposición? El hecho de que Cristo es hombre los justifica. El elemento humano puede adaptarse inmediatamente a una perspectiva teológica por el hecho de que la humanidad de Cristo no es ilusoria, sino más realmente humana que la nuestra, por ser más perfectamente humana que la nuestra.

2. Existe un segundo campo de la filosofía cuyas aportaciones serían igualmente fructuosas para la teología. Es el campo metafísico por excelencia, el de la exploración del ser, el del problema de Dios. De nuevo nos encontramos ante un inmenso programa de investigaciones. Limitémonos a una indicación. La prueba de Dios en santo Tomás, ¿no es en definitiva, más que una deducción o una inducción, una especie de reducción? El llorado M. Rabeau había visto esto perfectamente. Ananke sténai ...El término es el espíritu que abstrae. Hay un dinamismo ontológico del espíritu, una carencia del mundo que es compensada por la plenitud implícita del espíritu. Ahí está, pues, lo que nos lleva a Dios y lo que le constituye. Es un Dios de los filósofos. Pero ¿será incompleto ese Dios por ser filosófico? Digamos al menos que ese Dios puede ser conservado totalmente y sublimado en la revelación. El modo de supervivencia de la filosofía en el orden teológico no difiere esencialmente en este caso del modo que descubríamos hace un momento cuando hablábamos de antropología.

3. Pero hay una última región de la teología en la que parece que la cooperación con la filosofía se presenta bajo formas bastante diferentes. Me refiero a la teología en el sentido de

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los Padres, a la vida trinitaria de Dios. Cuando el teólogo habla del Verbo en la Trinidad, ¿no nos encontramos más allá de toda analogía incluso de proporcionalidad? Si la teología del Verbo encarnado nos ofrecía puntos de contacto en nuestra naturaleza humana, la del Verbo celeste nos arranca bruscamente, lejos de toda región habitada por la criatura. Aquí no podemos ya presentir nada. Nuestra fuerzas fracasan.

Sin embargo, quizá no ocurra esto más que en apariencia. Una conversación entre teólogos hará casi siempre aparecer entre ellos tres tendencias. Unos se muestran anti-psicologistas y hasta antifilósofos en sus especulaciones trinitarias. No por eso dejan de especular, pero lo hacen en un lenguaje cifrado, sobre datos cuya desnudez transracional respetan. Para ellos, la teología trinitaria opera un divorcio entre la comprensión y la explicación o la explicitación.

Pero, junto a esta tendencia, cabe una segunda. Para esta segunda clase de teólogos, el entendimiento humano dejado a sus propias fuerzas puede encontrar indicios fenomenológicos y me-tafísicos capaces de procurar una mejor comprensión de los datos de la fe. Gregorio de Nacianzo decía del Hijo que era del Padre y que era como el Padre. ¿No tendrán esas afirmaciones ninguna relación con la filiación y la paternidad humanas? Lo que existe aquí abajo puede servir para comprender lo que viene de arriba.

Por último, habría un tercer grupo de teólogos. Para ellos, toda teología comporta inevitablemente un doble movimiento. Por una parte, nuestra experiencia y nuestra reflexión naturales implican un presentimiento sobrenatural; o, más precisamente, nuestra naturaleza concreta encuentra en si los presagios que describía Blondel y que no se referirían solamente a la vida sobie-natural en nosotros, sino a la misma vida íntima de Dios. Escuchar ese testimonio es siempre útil para el teólogo. Por otra parte, ese movimiento no llevaría a ninguna parte si nuestra reflexión transnatural no nos hiciese tomar conciencia del ofrecimiento mortificante que debemos hacer de nuestra naturaleza y de nuestra misma filosofía. Más aún, este ofrecimiento no ser-

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viría de nada si no se produjese un movimiento por el que desciende, en virtud de la gracia, luz y íuerza a nuestras facultades y si este movimiento no nos aportara un dato revelado de orden sobrenatural que es objeto de la meditación teológica.

¿No será la mejor esta tercera forma de teología? No sólo es imposible separar absolutamente la teología y la oikomonia en el sentido de los Padres, sino que, incluso tomando el término teología en su sentido más amplio y moderno, es imposible aislarla de la filosofía, con la que está ligada por una osmosis recíproca, en el ejercicio y hasta en la especificación.

Pero esa osmosis tiene unos límites. El teólogo tiene una actitud mucho más interpelativa que el filósofo. Piensa, por decirlo así, en vocativo; es llevado por la oración. En todo caso, piensa en una corriente de percepción histórica. La Revelación es acontecimiento, y el acontecimiento dominante es la venida de Cristo. El filósofo, en cambio, no se ocupa de los nombres propios y considera los acontecimientos sólo de rechazo. No examina más que las ideas y las abstrae de los hechos o las personas, incluso cuando estudia las ideas que suscitan esas personas y la historia de esas ideas.

Por esa razón los dos especialistas no se identificarán nunca, no siempre se estimarán y con frecuencia les costará trabajo comprenderse, aunque tengan necesidad de consultarse continuamente.

M . NÉDONCELLE

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Boletín

PROBLEMÁTICA DE LA IDEOLOGÍA Y FE CRISTIANA

El término "ideología" viene empleándose cada vez con más frecuencia y cada vez menos reflexivamente; aparece en estudios de política, sociología, historia, filosofía, pero también en trabajos de teología y ciencia de la religión. Se habla de ideología de derecho natural, ideología europea, ideología e "ideólogos" de partido, ideología de misión, ideología del futuro, "ideología provinciana", etc. A menudo la palabra ideología lleva un acento negativo. En muchos casos es simplemente la traducción —en modo alguno perfecta— de un término alemán intraducibie: "Weltanschauung". En el lenguaje popular, que no somete a examen riguroso su terminología, "ideológico" viene a significar "espiritual", "teórico", "doctrinal", y se utiliza esta palabra cuando se quiere indicar que alguien envuelve su interés concreto con el ropaje de una teoría o convierte una cosa clara y relativamente poco importante en un problema fundamental. Estos últimos modos de empleo apuntan ya a la temática científica y filosófica.

Sobre el concepto y la "esencia" de la ideología se ha escrito ciertamente mucho !, pero entre unos trabajos y otros se da una gran diferencia de nivel. De acuerdo con la intención de este boletín, fijaremos nuestra atención en las publicaciones que se ocupan del concepto de ideología y sus cambios o de la problemática actual de la ideología. Dado que en la bibliografía prácticamente no existe un análisis explícito de las relaciones entre ideología y fe, hemos procurado, al escoger los trabajos que pensamos presentar aquí, que en ellos aparezca la cuestión que nos interesa. Este proceder hace inevitablemente que nuestro informe sea unilateral e incompleto. Así, pues, junto a la limitación que entraña el reducirnos a los estudios más importantes en lengua alemana, por parte del tema se nos impone otra, pero que ofrece la ventaja de que con ella es posible ver mis directamente las cuestiones centrales: ¿puede decirse que la fe, que el cristianismo es de alguna manera una ideología? ¿Qué significa este término aplicado al cristianismo, y desde qué punto

1 Véase la bibliografía del volumen Ideologie-ldeologiekritik und Wis-senssoziologie, editado con una introducción por K. Lenk. Neuwied 1961, 323-338 («Soziologische Texte» 4).

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es posible aplicárselo? ¿Es necesario o inútil protestar contra esta denominación de la fe? Desde el punto de vista de la teología cristiana, ¿qué puede decirse sobre las ideologías (no cristianas)? No cabe duda de que el aclarar estas cuestiones prestará un gran servicio al conocimiento de la fe y a la discusión —que tan necesaria se ha hecho— de las relaciones entre la Iglesia y el mundo moderno. Puesto que un boletín no es el lugar adecuado para reflexionar como sería preciso sobre los problemas que hemos enumerado y llegar a una solución, aquí nos limitaremos a exponer la situación actual del problema.

En el título hemos evitado intencionadamente hablar del concepto de ideología; y la razón es muy simple: no existe tal concepto. Varias publicaciones ponen de manifiesto que el concepto moderno de ideología, por razón de su historia, puede presentar matices diferentes y que ha experimentado no pocas metamorfosis. En una obra de excelente documentación histórica H. Barth presenta las etapas y cambios importantes del concepto de ideología2. Comienza con Antoine Destutt de Tracy que, siguiendo la línea de Locke y sobre todo de Condillac, en su obra Les éléments d'ldéologie (5 tomos, París 1801-1807) desarrolla una filosofía que rechaza todo idealismo y apriorismo y se impone como meta exponer el proceso de origen de las ideas partiendo exclusivamente de la sensación, es decir, de lo cognoscible empíricamente. "La ideología —comenta a este respecto Barth— pretendía ser un análisis del entendimiento humano en el que se prescinde de toda concepción religiosa que pudiera condicionar la imagen del hombre. A pesar de su postura radicalmente antimetafísica y de su pretensión de proporcionar exclusivamente un conocimiento científico basado en la experiencia, en la 'Sciencie des idees' de Destutt de Tracy persistían los principios espirituales de la Ilustración. Y fueron éstos sobre todo los que despertaron la más enconada oposición por parte de la filosofía y la doctrina política de la Restauración"3. Es fácil comprender que Napoleón, que consideraba el ateísmo como el "principio destructor de toda la organización social" 4, viera en los "ideólogos" a sus enemigos naturales y los atacara tildándolos de "metafísicos tenebrosos", de modo que desde entonces el

2 Wahrheit und Ideologie, Zurich 1945. Cf. también los artículos Ideologien, por H. Maus, e Ideologie, por N. Birnbaum, en Reí. Gesch. Geg.1 1956, III, 566-572.

3 H. Barth, op. cit., 30 s. 4 Op. cit., 29. Si se considera el problema desde otro punto de vista,

aparece como «primer crítico de las ideologías» el sofista Critias, quien explicaba «la fe en los dioses como la invención de un astuto hombre político que quería impedir que los hombres faltasen incluso en lo oculto y para eso les dio la fe en una realidad que todo lo veía y todo lo oía y a la que él situó en el cielo» (Véase F. Ueberweg-K. Práchter, Die Philosophie des Altertums, Berlín12 1923, 128).

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Ideología y je cristiana III

término "ideología" encierra el cinismo y el desprecio del pragmático político por toda clase de pensamiento radical que no se preocupa directamente por la "realización", sino que se interesa sólo por la "realidad", viniendo a ser así un título despectivo.

Barth se ocupa luego de la doctrina de los "ídolos" en el Novum Organon de Bacon y señala el influjo de esta crítica del entendimiento, que pretendía liberar de todos los "prejuicios"5, en Helvetius y Hol-bach. Estos, en efecto, reconocen que las ideas dependen de las relaciones sociales y denuncian ya la tendencia a "desenmascarar" el poder de los poderosos, fundado en "prejuicios"; ideas que naturalmente Marx, frente a la filosofía del Estado y de la historia de Hegel, recogerá con agrado. Marx conocía también el libro de Destutt y el sentido de la palabra "ideología" según Napoleón. Pero en él este término recibe una nueva perspectiva, pues es considerado en conexión con la relación genérica que existe entre pensar (conocer) y ser, y en este contexto significa, como lo llamaba Engels, un "conocer falso", es decir, un conocer que procede espontáneamente de una subestructura (la "base") económico-social falsa. Mientras en Destutt ideología designaba positivamente un determinado modo de filosofía, aunque éste mereciera desprecio a los ojos del pragmático y el político, en Marx viene a designar —indudablemente no sin cierto influjo del paso de la teología a la antropología que realiza Feuerbach— todo modo de filosofar (más exactamente, toda la "superestructura"), exceptuando el "verdadero" conocimiento del mismo Marx y los suyos. (No obstante, Barth señala el hecho de que la estética de Marx contiene elementos que no están de acuerdo con su doctrina de la ideología, puesto que según Marx el arte, escapando a la ley general, no está condicionado por la subestructura 6.)

Marx, por tanto, no posee una "ideología", sino el conocimiento de ia realidad; tiene una "conciencia verdadera", porque su conciencia corresponde al ser (antepuesto siempre a aquélla). Naturalmente, el concepto de ser está ya reducido en sentido "marxista". En este punto resulta ya evidente que la problemática de la ideología plantea las cuestiones de la realidad, el ser y el conocimiento, y a la vez les da una respuesta perfectamente determinada. Por eso Barth tiene toda la razón cuando —tras analizar la doctrina de Nietzsche sobre la ideología 7 y sus diferencias frente a la concepción de Marx— afirma: "Todo depende de cómo se concibe la esencia del espíritu humano" 8.

5 Una interpretación positiva del prejuicio la ofrece H.-G. Gadamer, Wahiheil und Methode, Grundzüge emer philosopischen Hermeneutik, Tubinga 1960, 255-275.

6 Cf. H. Barth, op. cit., 144 s. 7 Cf. op. cit., 207-282. 8 Op. cit., 286.

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Pero el concepto de ideología no evoluciona sólo según la línea que va de Destutt de Tracy a Marx y Nietzsche. En la nueva sociología aparece un concepto distinto: no se pretende catalogar como no ideológica una determinada forma de pensar o filosofar —a saber, la "verdadera"—, sino que se califican de ideológicos todo conocimiento y toda afirmación no susceptible de verificación empírico-científica o, como también se dice, "espacio-temporal", y en consecuencia se entiende por ideología la interpretación de la realidad como totalidad que no puede ser demostrada en modo alguno de forma "rigurosamente científica". Tal concepto de ideología está desarrollado especialmente en la obra programática de K. Mannheim Ideologie und Utopie9, que ejerció una influencia extraordinaria. La obra es consecuente metódicamente y no carece de reflexiones filosóficas. Mannheim quiere mostrar la "vinculación al ser" (Seinsgebundenheiij de todo pensamiento y funda con ello la sociología del saber. Se trata, según él, del control del inconsciente colectivo en el hombre y de la manifestación de la posibilidad de la "conciencia falsa" en general. Su concepto de la "ideología total" pone en cuestión la "esfera noológica" de la conciencia, es decir, realiza una crítica de la metafísica y ontología clásicas en beneficio de un "re-lacionismo" social y vitalmente fundado. El concepto de ideología se ve ampliado de esa forma, y la noción-tipo de Marx es conservada en la sociología del saber 10 en la medida en que Mannheim afirma la vinculación al ser expresada primariamente social y vitalmente. Es curioso que Mannheim no dude en hablar a este respecto de "vinculación al ser". Manifiestamente piensa él que la tesis de la "vinculación al ser" de todo pensamiento es algo nuevo, resultado al mismo tiempo de la analítica operada por la sociología del saber y de la crítica y desenmascaramiento del "pensar". En todo caso son nuevas las interpretaciones que él introduce del ser y de la forma de "vinculación al ser" (si se prescinde de su semejanza material y formal con Marx), interpretaciones que no contienen una reflexión filosófica sobre el ente y el ser mismo desde el momento que reducen arbitrariamente el ser a la esfera de los datos manejables y controlables social y económicamente y de las realidades vitales. Ningún pensador, antiguo o medieval, habría tenido nada que objetar a la afirmación de la "vinculación al ser" del pensamiento. Cuando se piensa que "ser" al "final" de la historia del pensamiento occidental aparece sólo como realidad vital y social, se puede medir el alcance del "olvido del ser".

' El libro apareció por primera vez en 1929 en Leipzig; después, tras la emigración de Mannheim, en 1937, en Londres, y, por último, en tercera edición aumentada, en 1952, en Francfort/M.

10 Sobre esta cuestión, cf. el artículo Ideologienanalyse in der heutigen Gesellschaft por Cl. Lefort, en Ideologie, edit. por K. Lenk, op. cit., 283-288.

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Más radical aún y más simplista se muestra el concepto de ideología en Th. Geiger u , que eleva a la categoría de norma un concepto de la realidad neokantiano y logístico y, en consecuencia, designa como "juicio de valor" todo fenómeno que no se adapta al ámbito de realidad establecido de forma dogmática, y lo relega al ámbito de la ideología, incapaz tanto de prueba como de refutación, como un bloque errante, sin posibilidad de explicación, en el ser en general y en la existencia humana en particular. Geiger no tiene reparo alguno en proponer como paradigma de un juicio de valor ideológico la frase: "los jacintos son aromáticos" 12, porque en ella se atribuiría a una sensación subjetiva el carácter de realidad ("son"). Es evidente que, a la luz de la noción de realidad establecida por Marx y, más aún, por Mannheim y Geiger, es decir, por la sociología del saber y el positivismo, no sólo han de ser tratadas como ideologías la religión, la filosofía, la moral y el derecho, sino también, naturalmente, el cristianismo, como un caso especial de religión. Según Geiger: "La experiencia religiosa no puede ser una ideología, porque no es una expresión... La teología dogmática, en cambio, es ideología y nada más que ideología. No tiene el menor contenido de realidad. Los mismos objetos de sus expresiones y, naturalmente, también lo que sobre ellos se expresa son puras fantasmagorías. El miedo que la naturaleza provoca en el hombre primitivo no tiene nada que ver con la ideología. El dios Pan que tañe en la espesura puede no ser más que una condensación representativa de ese miedo. Pero cuando se cree y se afirma seriamente que existe efectivamente semejante realidad, tenemos ya una ideología. El hombre angustiado ha traducido su sentimiento de angustia en una expresión material, según la cual el producto de su angustia debe tener una existencia corporal" B. De forma semejante, la frase "Dios es todopoderoso", "sin sentido en cuanto racional", es caracterizada como "ideología" 14.

Si se discutiese simplemente sobre la denominación del cristianismo como ideología se podría aceptar esta etiqueta como la consecuencia natural de la supuesta distinción no valorativa entre ciencia e ideología. Pero Geiger niega en principio el carácter de realidad a las expresiones cristianas, sustrayéndolas así a la posibilidad de una reflexión científica. Las religiones15, como ideologías, son simplemente funcionalizaciones de una "relación vital"16, o, como dice V. Pareto, racionalizaciones

11 Th. Geiger, Ideologie und Wahrheit. Eine soziologische Kritik des Denkens, Stuttgart 1953.

12 ídem, op. cit, 54-56. 13 Op. cit., 75 s. 14 Op. cit., 76. 15 Cf. el volumen Religionssoziologie, edit. por F. Fürstenberg, Neuwied

1964 («Soziologische Texte» 19). 16 Cf. Th. Geiger, op. cit., 68.

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(derivados) de relaciones afectivas (residuos)17, que se resuelven por sí mismas con el cambio de la subestructura. En Geiger ha alcanzado la representación de la "conciencia falsa" la más amplia generalización, pues ésta no significa ya una objetivación —que haya de ser probada en la realidad y la verdad del conocimiento— de juicios de valor subjetivos, es decir, de contenidos de la voluntad y el sentimiento. Aquí se introduce un concepto de la ciencia 18 que corresponde a la ley de los tres estadios de Comte, quien ha de ser contado entre los padres espirituales del concepto moderno de ideología, aunque con una acentuación diferente i9. Cuando M. Bense piensa que con el desarrollo de la ciencia se resuelve el problema de la religión con él el del cristianismo 20, se mueve en el mismo campo, es decir, en un pensamiento positivista, conforme con el marxismo (-leninismo), no ciertamente en la fundamentación material, pero sí en la estructura formal y en el resultado que se espera obtener.

La exposición anterior muestra ya que los contornos del concepto de ideología no son precisos y que la discusión del problema de la ideología es más importante que el intento superfluo de circunscribir el concepto en una formulación determinada. J. Barion ha publicado un pequeño escrito, Was ist Ideologie?2l, que quiere ser un inventario de la cuestión. El valor del libro está en el hecho de que ofrece una información de primera mano sobre el concepto y la problemática de la ideología en un resumen de una brevedad que no se encuentra en ninguna otra parte. Esto señala al mismo tiempo los límites de su escrito, que no aporta nada al esclarecimiento real de la cuestión. Al final de su trabajo explica Barion: "Las ideologías son sistemas cerrados; no soportan una crítica racional y sólo conocen el error ajeno. La ideología exige una profesión de fe, la ciencia es esfuerzo progresivo por saber. La ideología y la ciencia son actitudes en oposición irreductible" 22. A otra posición se llegará si se comprende la polaridad entre ciencia e ideología, no de forma antagónica y polémica, sino más bien complementaria, en el sentido en

17 La obra más importante de Pareto, Traite de sociologie genérale apareció de 1917 a 1919 en Lausana y París (2 vols.).

13 Cf. G. Sohngen, Positivismus en Lex. Theol. Kirche, 21957, VIII, 637 s.; véase también W. Stegmüller, Metaphysik-Wissenschaft-Skepsis, Francfort 1954.

" Cf A. Comte, Rede über den Geist des Positivismus, ed. I. Fetscher, Hamburgo 1956 («Meiners Phil. Bibliothek 244). Con bibliografía.

20 Véase M. Bense, Warum man Atheist sein muss, en «Club Voltai-re», I («Jahrbuch für kritische Aufklárung», ed. von G. Szczesny»), Munich 1963, 66-71 (especialmente 71).

21 Studien zu Begriff und Problematik, Bonn 1964. 22 ídem, op. cit., 106.

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que Heidegger distingue ciencia y conciencia23 y Jaspers diferencia la filosofía (y la verdad) de las ciencias particulares24.

La colección de textos editada por K. Lenk hace posible una consideración más intensiva del problema de la ideología25. Tras una "introducción histórica al problema" propone Lenk unos capítulos bien escogidos de tratados antiguos y modernos, ordenados de forma sistemática. Para una "crítica de la mitología y la religión" se encuentran textos de Bacon, Jaucourt, Holbach, Feuerbach, Freud y Topitsch; la crítica marxista de las ideologías y su "continuación" está representada por pasajes tomados de Marx, Lukács y Bloch; para la visión positivista aparecen expresiones de Comte, Durkheim, Halbwachs, Pareto y Geiger; la sociología del saber alemana está representada por Scheler y Mannheim. Cierran el libro textos para una crítica de la sociología del saber de TiUich, H. Marcuse, Plessncr, Horkheimer y Adorno, así como algunas críticas de autores no alemanes (C. Wright Mills, C. Lefort, L. Kola-kowsky). No es posible entrar en este lugar en el análisis de estos textos tan densos y tan importantes. Ciertamente habría reparos que oponer a la obra —no es posible, por ejemplo, delimitar el positivismo de la forma que en esa obra se hace—. Pero la obra facilita notablemente la penetración científica de la temática y se muestra extraordinariamente útil, ya que muchos de los textos que ofrece proceden de obras que no siempre son fácilmente asequibles.

Entramos ahora directamente en la cuestión de cómo se presenta la problemática actual de la ideología y qué tendencias y posiciones revisten particular interés desde nuestro punto de vista. Las expresiones más importantes de la comprensión de la ideología son, ahora como antes, la marxista, la de la sociología del saber y la positivista. La concepción marxista ha de ser descrita de la forma más clara y precisa. No debe pasarse por alto aquí un retorno al concepto específicamente marxista de la ideología. Con este retorno va ligada la crítica de la evidencia del marxismo-leninismo oficial como ideología y el esfuerzo por superar, de la forma más definitiva posible, la ideología por la ciencia. El científico y filósofo Robert Havemann, de Berlín oriental, expone en sus lecciones, publicadas bajo el título de Dialektik ohne Dogma, la concepción marxista de la ideología en términos claros: "Lo que piensan los hombres procede de la sociedad en que viven. Una parte de ello puede ser idea, conciencia, pero la mayor parte es ideología. Lo que la sociedad produce como representaciones sobre sí misma en las cabezas de sus miembros,

23 M. Heidegger, Wissenschaft und Besinnung, en Vortrdge und Aufsatze, Pfullingen 1954, 45-70.

24 K. Jaspers, Wahrbeit und Wissenschaft, en «Universitas» 16 (1961), 913-929.

25 Cf. nota 1.

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representaciones que no tienen carácter científico alguno, pero que pertenecen a esta sociedad como una de las condiciones de su existencia, eso es ideología. Marx y Engels se han burlado abiertamente de la ideología de los alemanes. Fruto de esa actitud es una voluminosa obra suya, Die deutsche Ideologie, en la que atacan no sin humor la inclinación de los alemanes a volar del valle de lágrimas de la realidad al dorado cielo de la ideología. Así, pues, cuando nosotros hablamos hoy de ideología en un sentido positivo, incurrimos en un empleo abusivo de ese término. La denominación "comisión ideológica", aplicada a un gremio, cuya finalidad es la promoción de la conciencia social, constituye así una contradictio in adjecto. El fin del movimiento comunista es precisamente la eliminación de toda clase de ideologías. En lugar de la ideología, es decir, del engaño de la actual sociedad sobre sí misma debe aparecer la clara conciencia. Nuestra misión es extender una idea científicamente fundada de nosotros y de nuestras relaciones sociales"26. Havemann distingue además, en sentido marxista, la "conciencia de clase" del trabajador de la ideología de clase. Esta última aparece en la clase trabajadora únicamente dentro de un sistema capitalista y, concretamente, como "Unión sindicalista", es decir, como "pensar sindicalista", que se propone como único ideal el conseguir ventajas económicas dentro de las mismas relaciones sociales. El fin de los sindicatos no es revolucionar el mundo y llevar a cabo la lucha por la supresión de todas las cadenas" 27. Havemann indica también con toda claridad la conexión entre ideología y moral: "La moral es la forma más perfecta de encubrimiento de las verdaderas relaciones sociales"28.

Bajo el título de Sowjetideologie heute han editado G. A. Wetter y W. Leonhard dos volúmenes muy densos de contenido y altamente instructivos sobre la doctrina actual filosófica, económica y política del marxismo-leninismo29. El término "ideología" del título no se ha de comprender como un término "occidental", o al que se atribuiría un sentido positivista, porque, aun cuando según la doctrina comunista el materialismo dialéctico e histórico representa una "visión científica del mundo", se ha pasado con el tiempo, como hemos visto, a emplear el concepto de ideología en un sentido más amplio e impreciso desde el punto de vista marxista y a utilizarlo como autodesignación comunista. Así, en el programa del XXII Congreso del Partido Comunista de 1961 se dice: "El mundo de hoy es el escenario de una dura lucha

26 R. Havemann, Dialektik ohne Dogma Naturwissenschaft und Welt-anschauung, Hamburgo 1964, 110 s.

27 Op. cit., 111 s. 28 Op. cit, 117; Cf. el capítulo, pp. 117-127. 29 Vol. 1: G. A. Wetter, Dialektischer und historischer Materialis-

mus, Francfort 1962; vol. 2: W. Leonhard, Die politischen Lehren, Francfort 1962.

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entre dos ideologías, la comunista y la burguesa"30. Leonhard argumenta en sus breves comentarios añadidos al único capítulo observando que él mide las expresiones de la "ideología" soviética con la "realidad" soviética y descubre en ella discrepancias. Contra semejante método no hay nada que oponer, pero la reflexión sobre la realidad y los hechos muestra el problema fundamental, eminentemente filosófico, de qué comprensión de la realidad debiera ser presupuesta. El mismo Leonhard parece adoptar una posición de pura constatación empírica, pero no la de un decidido positivismo. Lo cual no hace más que reforzar el poder de convicción del comentario de Leonhard.

Destaquemos en este contexto la posición del filósofo L. Kolakowski. de Varsovia31. Este ataca la fórmula, poco elaborada reflexivamente, de "ideología científica" y a los "sátrapas de la ideología con pretensiones científicas". Kolakowski piensa que "la ciencia se liberará cada día más del control de la ideología". Pero esto no significa que pueda darse jamás una actividad artística sin "inspiración ideológica". Kolakowski tiene la solución de la liberación total de la ideología por una "ingenua ficción". Así, pues, se sitúa entre dos posiciones extremas: "La esperanza en la aparición de una ideología científica... y la esperanza en la desaparición completa de la ideología son igualmente infundadas" 32. Las ideas de Kolakowski son atrevidas, bien fundadas y en definitiva no poco instructivas para el teólogo que experimenta aquí cómo juzga un neo-marxista la Iglesia y la teología (en cuanto ideología)33.

El problema de la significación que siguen teniendo actualmente las ideologías parece representar el más importante de la discusión actual sobre la ideología en la filosofía y sociología no marxista. Este problema no recibe una solución única. Aun cuando, en general, se suele emprender la tarea de la superación o la represión de las ideologías, no por eso dejan de oírse al mismo tiempo voces que subrayan el sentido positivo de las ideologías para la existencia humana política. Estas dos posiciones no deben entenderse como opuestas; ambas tienen de común la intención de dejar abierto o dejar libre ese espacio en el que sólo se penetra gracias a decisiones libres. Subsiste aquí sin duda un rasgo positivista, pero la polémica del positivismo va a alcanzar su punto culminante en cuanto que se descubre, renovada, una posición muy semejante a la de Kant —no la del neokantismo— frente al problema de la metafísica.

30 Citado de Perspektiven der sowjetischen Politik. Der XXII Partei-tag und das neue Parteiprogramm. Eine Dokumentation. Edit. por C. W. Gasteyger, Colonia 1962, 178.

31 De él ha aparecido en alemán Der Mensch ohne Alternative. Von der Moglichkeit und Unmoglischkeit, Marxist zu sein, Munich 1960.

32 L. Kolakowski, op. cit., 38; cf. 24-39; Ideologie und Theorie. 33 Véase especialmente el capítulo «Der Priester und der Narr. Das

theologische Erbe in der heutigen Philosophie», op. cit., 250-280.

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Sobre la interpretación actual de la sociología del problema de la ideología orienta breve y claramente el aiticulo de D Ruschemeyer, aparecido en un diccionario de sociología, bajo el título Mentahtat und Ideólogie34 "Ideología y mentalidad se distinguen principalmente por el distinto grado en que son reflexivamente pensadas y formuladas Mentalidades son complejos de opiniones y representaciones relativamente poco pensados" (Por ejemplo, mentalidad del trabajador, mentalidad aldeana) Ideologías, en general, son "formulaciones más o menos sistemáticas de contenidos previos de una mentalidad" Ulteriormente se distingue en ese artículo entre las ideologías "que sancionan un status quo y son mantenidas por los grupos dominadores y aquellas que mantienen grupos con normas, fines y conductas que se apartan de lo establecido"35 Estas últimas poseen generalmente una "conciencia de ideología" más aguda Ruschemeyer indica que el concepto total de ideología de Mannheim ha desacreditado la posición de la crítica de la ideología al relativizar todo pensamiento en razón de la supuesta co nexión de "la situación del ser y la idea" (En este sentido se expresa también C A Emge36) A esto suele oponerse que "las expresiones materiales" son demostrables y que por tanto sigue siendo posible el "desenmascaramiento de las ideologías" por las ciencias empíricas sociales, pero se concede al mismo tiempo que la "crítica de valores se sale del campo de las ciencias" No obstante, el concepto de experiencia sigue aquí sin aclarar y sigue exigiendo una critica lógico-(trascendental) De todas formas se debe celebrar que el ámbito de los valores no se vea ya puesto en cuestión por principio en la sociología moderna, sino simplemente calificado de no demostrable "científicamente" La sociología conduce así actualmente a una consideración no valorativa No es, sin duda, pura casualidad que la parte final del artículo de Ruschemeyer se encuentre en una obra editada por Rene Konig, y debe ser considerada como característica del estado actual de la cuestión "La nueva investigación, menos inmediatamente determinada por las discusiones ideológicas, intenta llegar a una posición más neutra, es decir, a una consí deración no valorativa de conjuntos de representaciones de valores, con condiciones sociales y repercusiones sobre la estructura social y sus cambios, que son expenmentables Esa paulatina separación de la mvesti-

34 En Soztologie («Fischer Lexikon»), edit por R Komg, Francfort 1958, 180-184

35 Cf D Ruschemeyer, op ext, 181 s 36 Cf C A Emge, Das Wesen der Ideologie Em Versuch zur Klarung

m Hmsicht auf Antizipatton, Perspektwe, Vorurtetl, Ressentiment, Selbst vetstandhchkeit, stch unemehmende Denkanspruche und dergleichen Vor wegnahmen mehr («Mamzer Akademie der Wissenschaften und der Lite-ratur Geistes—und sozíalwissenschaftliche Klasse», 1961, 1), Wiesbaden 1961, 58 s

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gación sobre la ideología de la discusión ideológica misma hace comprender por qué, a pesar de todo, se encuentran siempre en ella implicaciones ideológicas y por qué frecuentemente investigaciones no valorativas se enfrentan entre sí o vienen a caer en malentendidos y toman, ocultamente y sin quererlo conscientemente, partido por alguna de ¡as posiciones" 37.

Con ello se plantea radicalmente la cuestión de si es posible una "investigación no valorativa de conjuntos de representaciones de valor". Difícilmente puede discutirse que tal investigación sea de hecho posible en el supuesto de una responsable autolimitación metódica de la sociología como tal (en la medida en que no quiere ser ni hacerse filosofía) deba operar necesariamente de forma no valorativa. Pues ¿de dónde, si no, había de recibir los criterios de valor imperativos? Con esta auto-limitación "reducen", pues, la sociología (del saber) y el positivismo al "problema de la verdad" en sentido ético y metafísico. Una consideración que se define de esta suerte no puede, por ejemplo, decir nada sobre la justicia o la injusticia de la "ideología racial". Y en este punto surge naturalmente la cuestión de si esa autolimitación tiene un sentido y una utilidad. Es, desde luego, consecuente, y se debe tener siempre presente que el renunciar a una valoración, por ejemplo en el problema del racismo —y mutatis mutandis en todos los demás problemas—, no puede llevar a una posición pro-racista, puesto que en esa postura no se concede nada en absoluto.

La crítica no valorativa de las ideologías se encuentra prácticamente ante la alternativa de si, frente a los "conjuntos de representaciones de valor", a los que pertenecen naturalmente también las religiones, no demostrables —según propia declaración— por ella (es decir, por la ciencia en general), ha de mostrarse tolerante, en el sentido de suspender el juicio sobre su verdad y bondad, o si, por el contrario, ha de tener por insignificante, por algo que debe ser desenmascarado y por una visión del mundo a destruir por la "visión crítica científica", todo lo que no puede ser verificado científicamente. En la bibliografía referente a la ideología las opiniones difieren notablemente. En H. Kelsen y su escuela se encuentra una crítica muy aguda de las ideologías, apasionadamente interesada en poner al descubierto las "ideologías dominantes" tradicionales y la metafísica social (de una orientación determinada) que las legitimaba. El volumen, editado con una introducción por E. Topitsch, que contiene artículos escritos por Kelsen38 entre 1923 y 1957, nos presenta importantes consideraciones críticas sobre la idea platónica del amor, la justicia, el Bien y sobre la política de Aristóteles. En el fondo

37 Rüschemeyer, op. cit., 184. 38 Cf. H. Kelsen, Aufsáfze zur ldeologiekritik. Neuwied 1964 («Sozio-

logische Texte» 16).

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se trata de una crítica de la filosofía o, mejor, de la metafísica, desde el punto de vista de la sociología y el positivismo, semejante a la que lleva a cabo Geiger. Pero el problema tiene una significación actual eminentemente política, puesta de relieve de forma clara por Topitsch en su introducción; con razón indica éste que no es el positivismo cientista (como tantas veces se repite), sino las ideologías dominadoras metafísicamente fundadas en la tradición occidental las que tienen una afinidad real con el autoritarismo, como se ha mostrado en Alemania en 1933. Especialmente digna de reflexión es la indicación de Topitsch sobre las llamadas "fórmulas vacías" del pensamiento metafísico (por ejemplo: lo bueno, la justicia: "suum cuique", el derecho natural, la conciencia, etc.), tan formales que pueden ser llenadas por cualquier contenido y cuyo vacío provoca una aplicación que venga a llenarlas de un sentido utilizable por los que dominan 39. Esta consideración no valoraóva de Kelsen y Topitsch sigue siendo, como puede verse, de carácter polémico contra la tradición occidental en su conjunto y abso-lutiza el concepto positivista de ciencia en cuanto que lo erige en criterio de valor para todos los sistemas de valores aparecidos en la historia. Esta posición de principio matiza también el artículo, preferentemente informativo y metódicamente consecuente, de E. Topitsch: Begriff und Funktion der Ideologie. De todas formas, para ser justos, no debemos dejar de indicar que Topitsch —más preciso y respetuoso que Geiger en ésta como en otras cuestiones— concede que "el valor del conocimiento como tal" descansa "en una aprehensión no teórica y científicamente indemostrable". Por lo demás, Topitsch explica que las ciencias sociables empíricas están todavía muy lejos "del perfecto conocimiento de las condiciones de verdad de las expresiones científicas reales" 40; y espera una progresiva "desmitologización", "desideologi-zación", "desfanatización", gracias a la ciencia y a la "ilustración científica" 41. Así espera, por ejemplo, de forma muy realista la superación del materialismo dialéctico "sólo en virtud del desarrollo de una ciencia moderna postmarxista que va llevándose a cabo tanto en los países del Este como en los occidentales" 42. No habría estado de más que Topitsch, en el contexto de ese artículo, se hubiese ocupado expresamente

39 Cf. E. Topitsch, en H. Kelsen, op. cit., 14-16; idem, Begriff und Funktion der Ideologie, en Sozialphilosophie zwischen Ideologie und Wis-senschaft, Neuwied 1961, 15-52, especialmente 37-41 («Soziologische Texte» 10). Para más detalles véase también E. Topitsch, Ueber Lehrformeln. Zur Pragmatik des Sprachgebrauches in Philosophie und politischer Theorie, en Probleme der Wissenschaftstheorie (Festschrift für V. Kraft), edit. por E. Topitsch, Viena 1960, 233-258.

40 ídem, Begriff und Funktion der Ideologie, 42 s. 41 ídem, op. cit., 50-52. 42 Op. cit., 50.

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del problema de si él tiene por posible y legítimo o no un espacio libre (no controlable científicamente) para el desarrollo de la metafísica y la religión. Frente a la crítica de la metafísica que él ha llevado a cabo en otro lugar 43, cabe preguntarse si a este respecto el método de las "ciencias particulares sociales" y de la crítica de la ideología dispone de la hermenéutica adecuada, o, en otras palabras, "si la crítica de la metafísica no sigue siendo cosa de la filosofía y debe por tanto ser realizada por ésta de forma más fundamental" 44.

De forma mucho menos polémica que Geiger, Kelsen y Topitsch, pero de forma semejante, estructuralmente al menos, opina C. A. Emge en su obra ya citada. En las ideologías ve él "una síntesis de sistemática idealista, en el sentido antiguo, y de axiomática"45. Las ideologías tienen, según Emge, una tendencia a la totalidad, son "holísticas", se dejan contemplar por medio de "utopías" 46, sacan sus fuerzas de lo emocional, fascinan y se sirven de fórmulas vacías. Aun cuando Emge trata propiamente de "lo contrario de la ideología", no se ve muy claramente lo que quiere significar con ello. Parece pensar en una limitación del pensar y el obrar humanos a lo que está al alcance y explica también que parece pertenecer a la esencia del hombre el poder soportar insuficiencias. Emge, por otra parte, no se proclama en modo alguno positivista. Más bien parece dirigir su atención hacia adelante, a un "nuevo pragmatismo"47, sin explicar esta postura con todos sus presupuestos e implicaciones.

De forma más clara que en los autores citados hasta ahora aparece en un escrito de W. Knuth48 la intención de superar las ideologías. Pero Knuth persigue este objetivo, no al modo de ¡a ciencia, el positivismo o el pragmatismo, sino movido por un impulso hacia "visiones del mundo y actitudes humanas más originarias". En las ideologías ve Knuth deducciones de una imagen "ideal" del mundo. Esta oposición entre "pensado" e "inmediato" aparece de forma totalmente inesperada desde el punto de vista de la moderna discusión de la ideología (y de la historia más reciente)49. El recurso a lo inmediato no es controlable

43 ídem, Vom Ursprung und Ende der Metaphysik. Eine Studie zur Weltanschauungskritik, Viena 1958.

44 Véase H. Krings, Ein Dialogfragment über das Ende der Metaphysik soeben aufgefunden, en Epimeleta. Die Sorge der Philosophie um den Menschen (Festschrift Helmut Kuhn, edit. por F. Wiedmann), Mun¡ch 1964, 13-18; M. Müller, Ende der Metaphysik^, en «Philosophisches Jahrbuch», 72 (1964), 1-48.

45 C. A. Emge, op. cit., 42. * Para este problema, que no podemos tratar aquí más detalladamente,

véase especialmente E. Bloch, Das Prinzip Hoffnung, 2 vols., Francfort 1959. 4' C. A. Emge, op. cit., 76. 48 Ideen, Idéale, Ideologien, Hamburgo 1955. 49 Op. cit., 52 s.

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y, por tanto, es ideológico. La forma en que Knuth caracteriza como ideologías el nacionalsocialismo, el marxismo y el comunismo —y también el tradicionalismo y lo que él llama "liberalismo"— no puede convencer a nadie. El resultado de esta obra será siempre decepcionante, pues lo que en él se propone es peligroso e iluso, es "gnosis", en el sentido de Voegelin 50. Knuth piensa que "la superación total de las ideologías sería únicamente una vida sin ideologías, originaria e individual en su tensión hacia la autorrealización, ligada a los ejemplos y valores rectores de la vida social y libre en su incondicionada fe en la trascendencia" 51.

Ya Marx polemizaba, como todos conocen, contra la "ideología alemana". Una variante —al parecer nueva— de "ideología alemana" ha sido recientemente objeto de un ataque de Th. Adorno, brillantemente escrito y desarrollado con agria ironía 52. Adorno ataca la nueva filosofía alemana de la existencia y la persona (Heidegger, Jaspers, Bollnow y, según él, Buber). La crítica reprocha fundamentalmente a estas filosofías que, en lugar de la argumentación, han introducido una jerga insoportable estética y filosóficamente; lo irracional ha rebasado al pensamiento. La base social del filosofar no es respetada. Adorno, que no entra aquí en la problemática de la ideología en sentido sociológico53, ofrece en su polémico escrito un análisis digno de consideración, cuyo valor estimulante está en la acomodación que lleva a cabo del concepto de ideología. Nosotros no entramos en este lugar en la discusión con Heidegger, que ocupa de forma predominante su libro.

Así, pues, para muchos la ideología es algo no discutible científicamente, algo que la ciencia debe poner entre paréntesis, cuando no destruir. El camino de la ciencia, el camino hacia la realidad, hacia las cosas exige la liberación de las ideologías. A esta visión se opone la opinión de Spranger54, que intenta salvar lo positivo de las ideologías, determinándolas como "proyectos ideales para el futuro", es decir, como expresiones que no se refieren a la realidad, sino a una realidad intentada y aun no realizada y que, por lo mismo, no pueden ser sometidas

50 Para el concepto de «gnosis» de Voegelin, véase E. Voegelin, Die neue Wissenschaft der Politík. Eine Einführung. Munich 1959, 153-259; valdría la pena comparar el concepto de «gnosis» y «gnosticismo» con el problema de la ideología.

51 W. Knuth, op. cit., 103. (La frase está subrayada por Knuth.) 52 Th. W. Adorno, Jargon der Eigentlichkeit. Zur deutschen Ideologie.

Francfort 1964. 53 Así ocurre en el artículo Ideologie, en Soziologische Exhurse, edit. por

Institut für Sozialforschung de Francfort (Frankfurter Beitráge zur Sozio-logie, vol. 4), Francfort 1956.

54 E. Spranger, Wesen und Wert politischer Ideologien, en «Viertel-jahrshefte für Zeitgeschichte» 2 (1954), 118-136.

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a la crítica de la verdad. Spranger utiliza un concepto de ideología subjetivamente restringido que apenas se distingue de la utopía y la planificación del futuro. Pero, dado que cualquier proyecto para el futuro implica principios adquiridos en el presente e incluso en el pasado, también las anticipaciones sobre el futuro deben ser sometidas a la crítica de la razón. (Por lo demás, Geiger tiene también el concepto del "progreso" por una objetivación teóricamente insuficiente de representaciones del deseo subjetivo y, por lo tanto, por una ideología contra la que hay que estar prevenido)55.

Como claro resumen sobre el papel de las ideologías en la sociedad moderna puede servir el capítulo dedicado a este tema en la obra de Freyer Theorie des gegenw'drtigen Zeitalters56. Freyer considera especialmente la pretensión científica de las ideologías y llega a la conclusión de que "las ideologías son religión deformada más bien que ciencia deformada" 57. Con esta tesis (Knuth designa las ideologías —con un término muy empleado, pero muy oscuro— como "sucedáneos de religión") vuelve a agudizarse la antigua cuestión sobre el concepto de religión. El problema de la ideología es así llevado a otro plano, al ser considerada como un caso especial de la conducta religiosa. No puede ciertamente negarse que las ideologías absorben y reactivan energías religiosas, como Berdiaeff y Monnerot, por ejemplo, han mostrado a propósito del comunismo58, pero la idea de la moderna crítica de las ideologías insiste, por el contrario, en que es la religión la que constituye un caso especial de ideología.

La filósofo suiza Jeanne Hersch ha escrito un libro importante sobre la problemática de las ideologías59. Un libro que entra abierta e inmediatamente en las proposiciones concretas político-ideológicas. Para Hersch, las fronteras de la ideología no coinciden en modo alguno con las de los partidos políticos. Con gran cuidado emprende la autora la distinción de las ideologías políticas. Habla expresamente de la fascista, comunista, conservadora-liberal, democrática-progresista y socialista. Esta "geografía de las ideologías" que ella describe detalladamente interesa menos a nuestro propósito. En cambio merece atención el hecho de que Hersch toma frente al conjunto de la cuestión una actitud políticamente moderada, que se expresa en frases como ésta: "Es pues, falso y burdo afirmar que las ideologías no cuentan, que todas ellas son falaces, que sólo los hechos cuentan. También las ideologías son hechos,

55 Cf. Th. Geiger, op. cit., 86 s. 56 Stuttgart 1955, 117-132. 57 H. Freyer, op. cit., 127. 58 Cf. N. Berdjajew, Wahrheit iind Lüge des Kommunismus, Darmstadt

1953; J. Monnerot, Soziologie des Kommunismus, Colonia 1952, 245-399. 55 Die Ideologien und die Wirklkbkeil. Verstich einer politischen Orien-

tierung, Munich 1957.

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factores reales" 60. Hersch no tiene en cuenta la crítica de las ideologías de la sociología del saber y del positivismo y subraya la necesidad y la utilidad de poseer una ideología, tanto para la vida personal como para la vida político-social.

El desinterés en la cuestión de la ideología, en el compromiso ideológico en general lleva a un empobrecimiento de la vida humana. Así Hersch, en su apasionado libro, fruto de su convicción democrático-socialista, llega a un supuesto existencial y antropológico. Los comunistas pueden dar su acuerdo y también los cristianos que tienen el collo-quium salutis, al cual pertenece también el diálogo entre las ideologías, por oportuno, posible y necesario.

Los trabajos de Adorno, Spranger, Freyer y Hersch a que nos hemos referido han introducido una ampliación del concepto de ideología; esta ampliación tiene su fundamento en el empleo, no estable ni deter-minable por el recurso a ninguna otra instancia, del término "ideología". Pero el problema central sigue siendo el que planteábamos con relación a Mannheim, Barth, Emge, Geiger, Kelsen y Topitsch. Una discusión teológica del problema de la ideología se encuentra ante la dificultad de tener que distinguir, elegir y delimitar, es decir, de comenzar por establecer lo más precisamente posible el estado teológico de la cuestión. Ahora bien, la crítica de la crítica de la ideología es primariamente tarea de la filosofía, cuya toma de posición tiene, desde luego, mucho peso para el teólogo.

Desde este punto de vista merecen especial atención los penetrantes estudios de H. Plessner. Aunque sus trabajos sobre el problema de las ideologías aparecen en 1931 61 y 1935 62, no han perdido hasta hoy nada de su actualidad ni de su fuerza dialéctica. Plessner muestra el punto de partida, filosóficamente oscuro, de la distinción entre ciencia e ideología que llevan a cabo la sociología del saber y, sobre todo, el positivismo, y priva así a la crítica radical de la ideología de su aparente seguridad. Que la historia sea "la dimensión fundamental de la vida humana" que "no hay nada en el saber y la conciencia humana" "que no haya pasado por una formación categorial subjetivamente condicionada" y, sobre todo, que la "vitalidad", "la vida sea la fuerza determinante de la subestructura de todo pensar", en todo esto no ve Plessner más que opciones filosóficas que la crítica de la ideología da por fundadas demasiado rápidamente63. Plessner ataca además duramente

í0 J. Hersch, op. cit., 38. 61 Cf. H. Plessner, Abwandlungen des Ideologiegedankens, en Zwischen

Philosophie und Gesellschaft. Ausgew'áhlte Abhandlungen und Vortrage. Berna 1953, 218-240.

62 ídem, Die verspátete Nation. Über die politische Verführbarkeit bür-gerlichen Geistes, Stuttgart 31962.

63 H. Plessner, Abwandlungen des Ideologiegedankens, 238 s.

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la aceptación por la sociología de un criterio de pensamiento genuina-mente marxista. "Cuando sociólogos e historiadores se ocupan hoy de los problemas de la ideología de una forma tan general, poniendo en ese concepto, acuñado originariamente como arma, un sentido no polémico o suprapolémico, favorecen la fatal impresión de una posible integración del materialismo dialéctico por las ciencias sociales empíricas y la creencia en la verdad definitiva, al menos, de la superestructura ideal del marxismo. Hay que reaccionar contra semejante separación del concepto de ideología de su contexto ideal originario y contra el consciente cambio de significación al que se le somete para un empleo facultativo en la investigación empírica. Pues ni la investigación ni la política tienen nada que ganar con esa falsa paz entre sociología y marxismo a la que se ha llegado por una más o menos consciente devaluación del concepto de ideología y su transformación en una categoría de la sociología empírica"M.

¿Cómo se ocupa de tocio esto la bibliografía teológica sobre el problema de las ideologías? La teología, la misma fe están puestas en cuestión de la forma más radical por la crítica de la ideología. A pesar de ello aún no existe una discusión expresa de la teología con la crítica de la ideología; hay que añadir, desde luego, que las reflexiones teológicas sobre temas como "conocimiento", "historia", "acción", "experiencia religiosa", "realidad y mundanidad", entre otros, se refieren implícitamente al problema de la ideología, de forma que sería inexacto afirmar que la teología no ha tenido hasta ahora ningún conocimiento del pensamiento de la sociología científica, del marxismo y el positivismo sobre la ideología. Pero en este boletín bibliográfico se ha de observar, de todas formas, que aún falta una respuesta teológica explícita a la crítica de las ideologías. Existen, eso sí, algunos trabajos que deben ser señalados en nuestro espacio.

R. Hernegger ha publicado el primer volumen de una obra que comprenderá tres, con el título de Ideologie und Glaube, eine christlicbe Ideologienkritik65. Pero el título no significa que Hernegger trate el problema en el sentido que nosotros lo hemos planteado. El pretende, más bien, desarrollar una autocrítica de la Iglesia en la que la verdad revelada, la Sagrada Escritura forman ese criterio a partir del cual ha de decidirse lo que dentro de la Iglesia y del cristianismo es ideología

" Op. cit., 239. En este lugar no podemos más que remitir a los importantes capítulos de la obra de Plessner: Die verspátete Nation (106-127), sobre la sacudida que la condenación generalizada de la ideología ha supuesto para la autoridad «supramundana» de Dios y la autoridad «Ultramundana» de la razón.

65 El volumen lleva el subtítulo: Volkskirche oder Kircbe der Gl'áu-bigen?, Nuremberg.

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y, como tal, debe ser superado66. En términos semejantes se expresa sobre "la ideología cristiana como justificación de la lucha de la Iglesia" en su segundo voluminoso libro67. Hay que conceder que Hernegger plantea serios problemas teológicos y pastorales que necesitan un examen cuidadoso. Pero al problema de la ideología que aquí nos interesa Hernegger no aporta nada, como no sea el hecho de aplicar de forma arbitraria el concepto de ideología al ámbito de la Iglesia. El concepto de ideología sólo puede ser aplicado dentro de la Iglesia con reservas, pues para la crítica de la ideología es ideología precisamente el criterio de la Sagrada Escritura y la fe, que Hernegger pone como extra-ideológico, es decir, el cristianismo mismo y no simplemente determinadas realizaciones históricas de la Iglesia siempre pecadora. La crítica intentada por Hernegger podría ser establecida sobre una base más firme sociológica, teológica y de fenomenología de la religión, si se desarrollase de forma dogmáticamente consecuente la diferencia entre religión y fe, que también Hernegger conoce68.

Una nueva colección de estudios, publicada con el título prometedor de Christlicher Glaube und Ideologie69, decepciona a quien espera de él una consideración del problema de la crítica de la ideología o del de la ideología misma. Sólo el artículo de J. Ratzinger aborda el tema propuesto en el título70. A nuestro modo de ver, Ratzinger aplica el concepto de la "ideología particular"71 de Mannheim a la doctrina social católica y afirma que una sistemática del derecho natural que se presenta como cristiana no está exenta de una "fuerte dosis de representaciones determinadas por la época". En la medida en que Ratzinger considera aquí un "elemento designado a título de ensayo como ideológico"72, aparece implícitamente la posibilidad de que expresiones empleadas como de "derecho natural" y "cristianas" puedan entrar y

66 Cf. R. Hernegger, op. cit., 12 s. 67 Macht ohne Auftrag. Die Entstehung der Staats —und Volkskirche,

Olten, Friburgo/Brisg. 1963, 17-21. 6S Cf. H. R. Schlette, Der Katholizismus ais Religión, en Deutscher Ka-

thohzismus nach 1945. Kirche - Gesellschaft - Geschichte, edit. por H. Maier., Munich, 1964, 79-102.

69 Edit. por K. von Bismarck y W. Dirks. Stuttgart 1964. 70 Cf. J. Ratzinger, Naturrecht, Evangelium und Ideologie in der katho-

lischen Soziallehre. Katholische Erw'águngen zum Thema, en Christlicher Glaube und Ideologie, op. cit., 24-30.

71 Cf. K. Mannheim., Ideologie und Utopie, 53: «Nos encontramos ante un concepto particular de «ideología» cuando la palabra quiere significar solamente que no se quiere creer determinadas «ideas» y «representaciones» del adversario, porque se las tiene por enmascaramiento más o menos consciente de una situación, cuyo verdadero conocimiento no entra dentro de sus intereses.»

72 J. Ratzinger, op. cit., 27.

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Ideología y fe cristiana 127

hayan entrado de hecho en la historia de la Iglesia como justificaciones de algo que no debe ser legitimado por el derecho natural y el Evangelio. La misma idea se encuentra también en Hernegger, quien la demuestra con datos históricos y teológicos. Por más fundados y necesarios que sean semejantes juicios, no pueden ni quieren ser tenidos por una respuesta teológica al problema de la crítica de la ideología en general tal como se plantea, por ejemplo, en Mannheim, Geiger, Kel-sen y Topitsch entre otros.

Una seria respuesta expresamente formulada la ofrece K. Rahner en su artículo Das ChristenUim und der 'neue Mensch' 73, que, sin embargo, está temáticamente limitado a las "ideologías del futuro". Rahner plantea en especial el problema de la noción del tiempo que llevan consigo todas estas ideologías y utopías y remite a la temporalidad cristiana-personal del espíritu y a la realidad personal en general como a fundamentos a partir de los cuales se hacen comprensibles las intenciones del futuro de las ideologías como tales. "Sólo en el caso de que exista un futuro del espíritu personal individual tiene, en último término, sentido luchar por un mejor futuro intramundano de los que han de venir después" 74. Para la teología, los proyectos del futuro de las ideologías están ya "superados", no sólo porque al creyente le son revelados el futuro de la historia y con ello la determinación del hombre, sino porque el cristiano experimenta además la llegada del futuro ya acaecida en la fe.

Nuestra intención era mostrar la problemática enunciada en el título sirviéndonos de unas cuantas publicaciones. Es evidente que aún le queda mucho que hacer a la teología. Que la fe sea designada (y deberá serlo) como ideología en el sentido de una sociología no valorati-va es en último término indiferente y casi ni merece una réplica teológica. En cambio ha de tomarse en serio la distinción radical que esa sociología establece entre ciencia e ideología y la polémica que esa distinción origina contra las ideologías, a las que, más o menos expresamente, define y combate como autoengaños y medios para el engaño de los demás. La excesivamente tranquila crítica positivista de las ideologías fracasa ante las objeciones filosóficas (y en la historia reciente es considerada como problemática)75, pero posee aún la plausibilidad de un pensamiento vulgarizado y de un medio fácilmente manejable contra las intranquilizadoras cuestiones de la metafísica y la religión. Para la teología quedan en todo caso abiertos toda una serie de problemas: ¿hasta qué punto legitima la libertad del acto de fe una opo-

73 K. Rahner, en Schriften zur Theologie, V, Einsiedeln 1962, 159-179. 74 K. Rahner, op. cit., 170. 75 Cf. por ejemplo, E. Nolte, Der Faschismus in seiner Epoche, Munich

1963, 56.

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sición entre los ámbitos de la ciencia y la fe (si se quiere, ideología)? ¿Cómo ha de entenderse la base de experiencia de la fe en el sentido de la Sagrada Escritura y la temporalidad e historicidad de lo cristiano? ¿Es el positivismo la consecuencia de una comprensión de la realidad y del mundo que, al centrar la realidad del mundo (de la creación) en torno al hombre, representa una posibilidad humana específicamente cristiana? 76 ¿Existe algo así como una "cristianización estructural" o, tal vez mejor (aunque peor lingüísticamente), una "hebreización estructural" del pensamiento y comportamiento humano, totalmente formal y prescindiendo del asentimiento personal a un "contenido" religioso determinado? ¿Qué significa para una antropología filosófica y teológica la posibilidad aún no superada de la aparición y pervivencía de ideologías junto a y al margen de la exactitud científica? ¿Tiene la pretensión de unicidad de la fe frente a las religiones no cristianas consecuencias especiales en relación con el problema de las ideologías? La consideración de la crítica marxista y sociológica de las ideologías no supondrá confusión alguna para la teología a condición de que ésta tenga el valor de plantearse efectivamente las objeciones en espera de que la reflexión que esto lleva consigo haga progresar el conocimiento de la fe sobre sí misma.

H. R. SCHLETTE

76 Cf. J. B. Metz, Christliche Anthropozentrik. Über die Denkform des Thomas von Aquin, Munich 1962, 117-134 (en breve aparecerá la trad. española en E. Cristiandad, con el título Cristianismo antropocéntrico); ídem, Weltverstandnis im Glauhen. Christliche Orientierung in der Weltlichkeit der Welt heute, en «Geist und Leben» 35 (1962), 165-184.

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Documentación Concilium *

LAS IGLESIAS REFORMADAS

El 25 por 100 aproximadamente de los que se profesan cristianos viven su cristianismo en el espíritu de la Reforma del siglo xvi. Su número asciende a unos 200 millones, y se dividen en mil o mil cien Iglesias, según el método de clasificación que se emplee. Cuando intentamos determinar su puesto dentro del cristianismo descubrimos inmediatamente dos factores : por una parte, se hallan separados de ios ortodoxos orientales y de la Iglesia católica; por otra, no están en plena comunión entre sí, ni en la fe ni en la práctica. Esto podría inducirnos a colocarlos globalmente bajo el epígrafe colectivo de "protestantismo" o a redactar un catálogo de todas las Iglesias individuales. Pero en ninguno de ambos casos reconocerían los cristianos reformados su propia situación. La experiencia ecuménica que tenemos nos enseña que nuestro interlocutor nunca representa al protestantismo en general y que el diálogo no se mantiene con una de las mil Iglesias reformadas, sino más bien con un tipo concreto de Iglesia. Tales tipos pueden reducirse a un pequeño número.

Por su oposición a la ortodoxia oriental y al catolicismo el protestantismo podría sugerir tan sólo una unidad negativa entre quienes rechazan la Iglesia histórica. Semejante protestantismo se basaría, en principio, en una actitud no eclesial, dentro de la cual las Iglesias reformadas que actualmente existen emplearían procedimientos y medios históricos encaminados a objetivos meramente prácticos, con miras a fomentar la fe del individuo. Tanto los católicos como los cristianos reformados tuvieron esta idea del protestantismo durante los dos últimos siglos. Hoy, en cambio, ambas partes ven con mayor claridad que las confesiones reformadas dan concretamente testimonio de la Iglesia y se esfuerzan por

* Responsables de esta sección: L. Alting von Geusau (director) y M. J. Le Guilleau (director adjunto).

9

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realizar aquella forma de Iglesia que más se ajuste a la de los tiempos apostólicos y subapostólicos. El profesor luterano Peter Meinhold afirma que cada comunidad reformada "pretende ser la Iglesia católica y apostólica en el auténtico sentido de la palabra; no pretende simplemente aseverar la presencia del Cuerpo de Cristo en sí misma, sino que desea expresarla externamente y así se considera como la Iglesia verdadera, pura, santa, católica y apostólica; para todas las Iglesias, sin embargo, la Iglesia en su manifestación histórica es una parte central y esencial de su propia fe: de lo contrario, la manifestación externa de la Iglesia no habría sido objeto de los más violentos debates".

No obstante, el hecho de que hayamos de referirnos a comunidades eclesiales no es razón para redactar un católogo más o menos completo de las Iglesias reformadas. Porque muchas de estas Iglesias tienen la misma confesión de fe y la misma estructura y únicamente están separadas entre sí desde el punto de vista administrativo por razones secundarias, tales como el territorio o el lenguaje, o por diferencias accidentales de teología o espiritualidad. La diversa organización de las Iglesias reformadas es, en todo caso, de menor importancia para el conocimiento del cristianismo reformado que los cinco o seis tipos dominantes de Iglesia a que pueden reducirse gran parte de esas comunidades.

Hablamos de un tifo concreto de Iglesia cuando se da una diferencia esencial en los principios de fe o en los principios de estructura de la comunidad (orden), o en ambas cosas. Las fronteras no son siemore claras, y la conciencia eclesial que se va perfilando en las grandes comunidades de la Reforma difumina las distinciones teóricas. En general, sin embargo, podemos distinguir los siguientes tipos: luterano, calvinista (que en el continente europeo se suele llamar "reformado"), anglicano, Iglesias libres, el nuevo tipo de Iglesias misioneras y unidas y, por último, las sectas.

I. IGLESIAS LUTERANAS

1. Nombre. Las 166 Iglesias que caen bajo este epígrafe tienen su origen en el intento de Martín Lutero de reformar la Iglesia católica. Separado de ésta con sus seguidores consideró su propia comunidad de cristianos como la verdadera continuación de la primitiva Iglesia del Nuevo Testamento, en la que se predicaba el Evangelio en toda su pureza y se administraban los sacramentos de acuerdo con el Evangelio. Esa es la razón de que tales Iglesias se denominen a sí mismas "evangélicas" o "luterano-evangélicas".

2. Confesión de fe. Su fe se centra en la persona y la obra de Jesucristo como contenido central del Evangelio por El predicado. Esta

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Las Iglesias reformadas 131

visión de la fe se nos da en la Escritura y se confirma por la tradición de la primitiva Iglesia. La Sagrada Escritura es la "única fuente y norma de la fe", y como tal es la autoridad suprema y última para el magisterio y la actividad de la Iglesia. Junto a esta Escritura hay lugar para diversos escritos confesionales eclesiásticos que expresan el testimonio de la Iglesia de acuerdo con las circunstancias temporales en que la Iglesia ha de profesar su fe. Los cristianos luteranos aceptan los diversos formularios de fe reunidos en el Konkordienbucb de 1580, el cual comprende los tres credos ecuménicos, la Confesión de Augsburgo, la Apología de la Confesión, los Artículos de Esmalkalda, los catecismos mayor y menor de Lutero y la Formula Concordiae. Sólo la Escritura es considerada infalible, mientras que los formularios, aunque confirmados por la fe de muchas generaciones, no son la última palabra y deben ser corregidos y completados.

Si bien la Sagrada Escritura es la autoridad decisiva en la Iglesia, es ia misma Iglesia quien reconoce y proclama tal autoridad. Así la Escritura presupone la Iglesia, mientras que la Iglesia vive plenamente de la Escritura. El hecho de que la Escritura presuponga la Iglesia para su reconocimiento trae consigo la aceptación de una tradición eclesial en la que es reafirmada constantemente como válida esa autoridad suprema de la Escritura. En concreto, los formularios eclesiásticos son autoritativos porque aseguran y transmiten el recto entendimiento del Evangelio. La predicación de la Iglesia es autoritativa porque lleva a un entendimiento constantemente renovado del Evangelio, acomodado a los tiempos.

La relación entre Escritura, tradición y predicación está siempre sujeta a cierta tensión que sólo puede ser reducida si se cree en la Iglesia, la cual forma también parte de una fe engendrada por la Escritura. La reacción teológica ante esta tensión entre Escritura y tradición no ha sido siempre igual a lo largo de la historia. En nuestros días se observa cierta reacción contra una interpretación demasiado subjetiva del axioma de la "sola Escritura" y un creciente aprecio de la tradición, la cual ha de transmitir esa misma Escritura junto con una interpretación concreta de ella.

3. Estructura. Las Iglesias luteranas no tienen todas la misma estructura interna. En Escandinavia son administradas por obispos, y las comunidades son atendidas por sacerdotes y diáconos. En Austria y en los Países Bajos están gobernadas por presbíteros y sínodos, mientras que en Hungría los luteranos tienen un obispo, así como presbíteros. En Alemania las Iglesias son administradas desde 1945 por obispos, aunque no aceptan la sucesión apostólica como esencial para la Iglesia.

Lutero hizo revivir ciertamente un sentido del sacerdocio general de todos los bautizados, pero ni él ni ninguno de sus seguidores definió nunca claramente el puesto de los ministros, que de hecho siempre han

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desempeñado funciones en las Iglesias luteranas El profesor Dr W J Kooiman interpreta la opinión de Lutero en el sentido de que todo cristiano bautizado puede administrar la palabra y el sacramento, mientras que el profesor Dr P Meinhold mantiene que la opinión de Lutero reserva en general tal función a quienes han sido designados para la misma en nombre de Cristo Este autor declara, sin embargo, que no existe prácticamente ninguna reflexión teológica sobre el oficio eclesiástico en las Iglesias luteranas La forma concreta del oficio se acepta como determinada o determinable por las circunstancias históricas

4 Distribución El numero total de cristianos luteranos se estima en unos 75 millones, lo cual constituye aproximadamente la tercera parte del cristianismo reformado Sus Iglesias se hallan principalmente en Alemania, Escandmavia, Finlandia, Islandia, Estados Bálticos, Polonia, Hungría, Austria, Holanda, Checoslovaquia, Rumania, Francia, Estados Unidos, Australia y, como Iglesias misioneras, en la India e Indonesia Alemania y los Estados Unidos son considerados como los centros principales Estas Iglesias tienen un acentuado sentido de parentesco Desde 1947 sesenta y una Iglesias, correspondientes a treinta y dos países, se hallan afiliadas a la Federación Luterana Mundial, que cuenta con casi 50 millones de luteranos

5 Espiritualidad La actitud religiosa luterana, rica en s misma y profundamente enraizada, se centra en la persona, en la obra y en la gracia omnímoda de Jesucristo La conciencia de la actividad santificante hic et nunc del Redentor en todo creyente sincero ha sido cuidadosamente conservada como herencia de Lutero Tal conciencia halla expresión, entre otras cosas, en la especifica devoción de sus numerosos himnos y en su culto domestico Lo que, en 1816, decía san Clemente Hofbauer acerca de la Refoima alemana sigue siendo característico de los luteranos "La Reforma prosperó porque los alemanes sentían y sienten todavía necesidad de piedad la Reforma se difundió y se mantuvo, no por obra de los herejes y filósofos sino por obra del pueblo, que deseaba una religión que llamara al corazón " Últimamente ha surgido en muchas Iglesias luteranas un movimiento orientado hacia una reflexión más profunda sobre la vida sacramental y htúigica y una práctica más intensa de esa misma vida En ella buscan un más estrecho contacto con la Iglesia antigua e indivisa

6 Actitud ecuménica Según la convicción luterana la unidad cristiana quedaría suficientemente lograda si todos los cristianos admitieran la Sagrada Esentura como la noima única y decisiva de la fe y se pusieían de acuerdo en un credo común que expresara esa única norma Se mantendría la diversidad en el ejercicio de los oficios eclesiásticos y en las formas de culto La fe común hallaría una ulterior expresión en un organismo sinodal o conciliar

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Las Iglesias reformadas 133

Sobre esta base ya se han unido, en Holanda y en los Estados Unidos, numerosas Iglesias luteranas. Aparte la mencionada Federación Luterana Mundial, se han formado varias federaciones menores.

El obispo luterano Nathan Sóderblom (1866-1931) organizó el primer congreso mundial para la unidad cristiana con el lema de "Vida y Acción" (Life and Work) en Estocolmo, el año 1925; y otro obispo luterano, Y. Brilioth (1891-1959), reunió por primera vez un importante material para un estudio ecuménico de la Eucaristía. Desde un principio los luteranos cooperaron celosamente en la preparación y creación del Consejo Mundial de las Iglesias. La Iglesia sueca estableció la Ínter-comunión con la Iglesia de Inglaterra, y en 1934 la Iglesia de Finlandia restauró el episcopado, abolido en 1884, dando lugar a la intercomunión con la misma Iglesia de Inglaterra. En la práctica existe también intercomunión entre las Iglesias luteranas de Francia y Holanda y las Iglesias reformadas (calvinistas) de estos países. La situación de las Iglesias Unidas (Unierte Kirchen) de Alemania es excepcional. En trece de ellas luteranos y calvinistas están unidos desde el siglo pasado. Estas Iglesias Unidas se federaron en 1948 con trece Iglesias luteranas y dos calvinistas, formando la Iglesia Evangélica de Alemania (Evangelische Kirche in Deutschland), la cual actúa como una unidad en sus relaciones con el exterior, si bien cada Iglesia conserva su autonomía en el seno de la federación. Finalmente, en 1957, la Federación Luterana Mundial inauguró un instituto para el estudio de sus relaciones con la Iglesia católica.

I I . IGLESIAS REFORMADAS

1. Nombre. Se da este nombre a 221 Iglesias cuya confesión deno-minacional se deriva de la reforma de Ulrico Zwinglio (1523) y Juan Calvino (1532). Los desacuerdos originarios entre estos dos reformadores fueron superados en gran parte por los esfuerzos del sucesor de Zwinglio, Juan Bullinger, y por el propio Calvino en el Consensus Tigurinus, concluido en Zurich en 1549. Las Iglesias que se adhirieron a los principios de estos reformadores se llamaron a sí mismas "Iglesias reformadas según la Palabra de Dios". En el presente artículo las llamamos "reformadas" en correspondencia con el francés "reformé" y el alemán "refor-miert", pero sin referirnos explícitamente a las "Iglesias reformadas" (Gereformeerde Kerken) de los Países Bajos, las cuales difieren en organización y mentalidad de la "Iglesia reformada holandesa" (Nederlandse Hervormde Kerk), si bien coinciden en el mismo tipo de confesión y estructura con esta última.

Debido a su estructura, que consta de presbíteros, estas Iglesias se denominan también presbiterianas. Dado que envían delegados al sínodo

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que está por encima de las comunidades locales, estas Iglesias son designadas asimismo como Iglesias sinódico-presbitei lanas El epíteto de "reformadas" es usual en el continente europeo y en las Iglesias misioneras fundadas a partir de aquéllas, mientras que en el ámbito anglosajón se las llama "presbiterianas".

2 Confesión Según los cristianos reformados, la Iglesia se define esencialmente como "Iglesia de la Palabra", la Iglesia nace de la profesión común —con el corazón, de palabra y por obra— de la Palabra de Dios, según se ofrece al creyente en la Sagrada Escritura y sólo en la Sagrada Escritura

De acuerdo con la opinión reformada, los formularios confesionales se fundan en la Palabra de Dios y sólo sirven paia conducir al creyente hacia esa Palabra En sí mismos no constituyen una doctrina completa de fe, sino que sencillamente hacen referencia a la Escritura contienen manifestaciones concretas de la fe, motivadas por determinadas circunstancias históricas y que varían Af vnz Iglc^a a otra, dan testimonio de la Sagrada Esentura, cuya autoridad proclamaron en unas situaciones históricas concretas y cuya aceptación exigen también en la actualidad pero sin obligar a las comunidades ni a los fieles individualmente a mantener tales confesiones

Sin embargo, esas distintas confesiones reformadas no pueden servu como base para una unidad reformada en materia de doctrina, como es el caso del Konkordtenbuch luterano Tampoco hay un canon de confesiones reformadas reconocido por todas las Iglesias Las Iglesias reformadas consideran esas confesiones más como expresiones de testimonio que como pronunciamientos doctrinales No obstante, el testimonio de los diversos formularlos tiene la misma tendencia que dichos pronunciamientos. Los más importantes formularios confesionales son el Catecismo de Ginebra, las Confesiones francesa, escocesa y holandesa (o belga), el Catecismo de Heidelberg, los Cinco Puntos Doctrinales de Dordrecht y la Confesión de Westmmster Todos ellos datan del siglo xvi, excepto los Cinco Puntos, que fueron redactados en 1619

3 Estructura Las Iglesias reformadas se gobiernan ¡ocalmente por un grupo de presbíteros, elegidos por la comunidad Estos presbíteros se encargan del "ministerio de la Palabra" y son responsables del modo en que se ejerce tal función El pr"sbíteio preside la comunidad o congregación Recibe su cargo por la imposición de manos y la oración de otros predicadores Además de los presbíteros y predicadores, hay diáconos, que se ocupan de la administración material de la comunidad Las comunidades locales se agrupan en bloques, que a su vez constituyen una provincia eclesiástica o Iglesia Las comunidades envían delegados a las reuniones de estos bloques, y las reuniones o conferencias envían delegados a la asamblea provincial o general En los países anglosajones

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e

se emplea el término de General Assembly, en Alemania Landessyn°®e> en los Países Bajos Genérale Synode. Esta asamblea tiene la máxima a^to" ridad en materias de doctrina y disciplina.

4. Distribución. El número total de cristianos reformados se calcu~ la en 41 millones, cerca de la sexta parte de los cristianos de la Refof15^3-

Sus Iglesias se hallan en Suiza, Francia, Bélgica, Países Bajos, Esc<?cla> Inglaterra, Alemania, Hungría, Checoslovaquia, Estados Unidos, C&na~ dá, Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica e Indonesia, con varias com1,nl~ dades diseminadas por Grecia, España, Portugal y Dinamarca. 1857, muchas de estas Iglesias mantienen relaciones mutuas a través d e

una federación mundial llamada 'Alianza Mundial de las Iglesias ^e-formadas que mantienen el Orden Presbiteriano".

5. Espiritualidad. Por su adhesión a la Palabra de Dios en arri"05

Testamentos, los cristianos reformados se hallan bajo la influencia tí*n t 0

de la Ley como del Evangelio. En ello subrayan la absoluta sober^11113

de Dios. Dios impuso primero su ley al hombre y le dio luego el1

Evangelio la fuerza para cumplirla. La piedad es predominantem^nte

teocéntrica y, al mismo tiempo, vive por medio de "Jesucristo, n u e s t r a

única esperanza en la vida y en la muerte" (Catecismo de HeidelbcrgJ-El culto es notable por su sobriedad, y el modo de vida muestra c i c r t a

rigidez, que llevó a veces a lo que se ha llamado puritanismo. Esa piedad introvertida y predominantemente pasiva ha inspirado, sin embargo, u n

contacto constante y personal con la Escritura a la vez que un consci£n

interés por la predicación. El actual renacimiento de la conciencia ¿ele-

sial y la progresiva difusión de un avance litúrgico y sacramental se v e n

dificultados y frenados por esta forma de piedad. 6. Actitud ecuménica. Según la tesis de los cristianos reforma¿*os'

la unidad querida por Cristo sería una realidad si todas las comunidí* . s

aceptaran la Biblia como la norma única y decisiva para sus formula f l°s

confesionales, sus diversas formas de culto y sus distintas maneras organización. Queda, pues, un amplio margen para la pluriformiclad-

A fin de obtener esto, la mencionada Alianza Mundial anima a J a s

Iglesias de su mismo tipo a cooperar mutuamente con vistas a tof*1^ conciencia de cuánto han conseguido ya en el camino de la unidad' / ayuda a las Iglesias deseosas de establecer alguna forma de unidad t í » m ' bien en el terreno de la organización.

Numerosas Iglesias reformadas tomaron parte, desde sus comienzos» e n

el movimiento que llevó a la creación del Consejo Mundial de J a s

Iglesias, cuyo primer secretario general, el Dr. W. A. Visser't Hooft* e s

calvinista. En el siglo pasado se logró cierta intercomunión con dive*'s*s

Iglesias luteranas, y surgió la federación que hemos mencionado en í? "•

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I I I . IGLESIAS ANGLICANAS

1. Nombre. Las 43 Iglesias de este tipo tienen su origen, directa o indirectamente, en la Reforma del siglo xvi en Inglaterra. Los nombres de las Iglesias particulares se refieren usualmente a los países donde fueron fundadas, como Iglesia de Inglaterra, Iglesia de Irlanda, Iglesia de la India, Pakistán, Burma y Ceilán. En algunos casos el nombre incluye un elemento eclesial, como en la Iglesia Episcopaliana de Escocia, Iglesia Episcopaliana Protestante de los Estados Unidos, Nippon Sei Ko Kwai (Santa Iglesia Católica del Japón) y la Santa Iglesia Católica de China.

2. Confesión. Las Iglesias anglicanas no tienen ningún formulario confesional estricto. Mantienen la Sagrada Escritura, el credo de la Iglesia primitiva, el Libro de Oración Común (Book of Common Prayer) con su catecismo y los Treinta y nueve Artículos de la Religión (1562). La Sagrada Escritura es considerada como fuente y norma suprema. Su interpretación autoritativa puede hallarse en los Padres de los primeros siglos y en las decisiones doctrinales de los cuatro primeros Concilios ecuménicos. El credo ecuménico tiene un lugar en la liturgia, aunque no es obligatorio el credo llamado atanasiano. En Inglaterra la Reforma ha conservado la tradición de la Iglesia primitiva más consciente y explícitamente que en el Continente, procurando limitarse a la expurgación de lo que consideraba abusos medievales tardíos. Por otra parte, la Reforma inglesa muestra una clara influencia luterana y calvinista. El tipo anglicano de Iglesia se ha esforzado siempre por incluir ambas tendencias en su comunión y ha desarrollado una tradición de tolerante comprensión. En materia de doctrina distingue entre artículos de fe fundamentales y no fundamentales. Lo necesario para la salvación es considerado fundamental y como tal contenido en la Escritura. En las materias no fundamentales se da preferencia a la libertad de opinión y a la libertad de práctica.

3. Estructura. Las Iglesias anglicanas reconocen el triple ministerio de obispo, presbítero y diácono. En su contacto ecuménico con otras Iglesias han subrayado el significado de la sucesión apostólica, si bien recientemente algunos anglicanos han dicho que el episcopado pertenece a la plenitud (plene esse) de la Iglesia, pero que su ausencia no excluye necesariamente la presencia esencial (esse) de la Iglesia. La rama anglo-católica concibe la estructura de la Iglesia casi de la misma manera que la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas de Oriente, mientras que la rama "evangélica" muestra mayor afinidad con los tipos luterano y calvinista. Los evangélicos aceptan el episcopado como una forma de ministerio justificada históricamente, pero no la consideran necesaria.

Desde 1867, dieciséis Iglesias anglicanas forman la "Comunión An-

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glicana", cuyo objeto es estrechar los lazos mutuos. Estas Iglesias disfrutan de completa autonomía, pero sus obispos se reúnen una vez cada diez años para decidir sobre la presidencia honoraria del arzobispo de Canterbury en las Conferencias de Lambeth, de donde emanan encíclicas y resoluciones colectivas.

4. Distribución. La Iglesia de Inglaterra ha dado origen a numerosas Iglesias nacionales y autónomas, provincias eclesiásticas y diócesis. Estas se hallan no sólo en países que pertenecen o pertenecieron a la Commonwealth británica, sino en todo el mundo, con exclusión de la Unión Soviética y de Groenlandia. El número de anglicanos se estima en unos 30 millones, es decir, casi una séptima parte del total de cristianos reformados. Junto con la Iglesia de Inglaterra, la Iglesia Episco-paliana Protestante de los Estados Unidos es también un importante centro de vida anglicana.

5. Espiritualidad. Las diferencias entre la corriente anglocatólica y la evangélica aparecen no sólo en materia doctrinal, sino también en su piedad. E! primer grupo muestra una mayor inclinación sacramental y litúrgica, mientras que el segundo muestra preferencia por la predicación y la lectura de la Escritura. Ambos grupos emplean el Libro de Oración Común y la amplia colección de himnos según su propia inclinación teológica. Ambos poseen una larga y rica tradición religiosa, renovada por el Movimiento Tractariano de Keble, Newman y Pusey y por el "resurgimiento evangélico" del siglo pasado. El culto anglicano combina una espontánea inclinación por las formas fijas con himnos y plegarias en silencio de una notable seriedad.

6. Actitud ecuménica. Después de varias iniciativas individuales la tercera Conferencia de Lambeth, en 1888, ya se ocupó de problemas ecuménicos. Adoptó una proposición hecha por la Iglesia episcopaliana protestante de los Estados Unidos que había constituido una base de discusión en la reunión de 1886, en Chicago. Conocida desde entonces como el "Cuadrilátero de Lambeth" (o de Chicago), contenía los siguientes puntos: d) reconocimiento de la Escritura "como el testimonio de la revelación de Dios al hombre y como regla y norma última de la fe"; b) el Credo Niceno "como una afirmación adecuada de la fe cristiana, o el Credo de los Apóstoles según se usa en el bautismo"; c) "los sacramentos divinamente instituidos del bautismo y la comunión, como expresión de toda la vida común de la comunidad universal en y con Cristo", y d) "un ministerio, reconocido en toda la Iglesia como válido, no sólo por la vocación interior del Espíritu Santo, sino también por el encargo de Cristo y la autoridad de todo el cuerpo de la Iglesia".

Desde mediados del pasado siglo han tenido lugar frecuentes contactos entre la Iglesia de Inglaterra y diversas Iglesias ortodoxas. Contactos que fueron seguidos de discusiones con los Viejos Católicos, con

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Iglesias luteranas de régimen episcopal, con Iglesias presbiterianas y con la Iglesia católica. Charles Brent (1862-1929), obispo anglicano de las Islas Filipinas, que promovió el movimiento de Fe y Orden (Faith and Order), y muchos otros anglicanos eminentes facilitaron el camino al Consejo Internacional de Misiones (International Board of Missions) y al Consejo Mundial de las Iglesias. La pietas anglicana, el sentido típicamente inglés de las posibilidades prácticas y la difusión mundial de la Comunión anglicana han contribuido notablemente a la situación ecuménica.

I V . IGLESIAS BAPT1STAS

1. Nombre. Se trata de un nombre colectivo que incluye actualmente dos grupos principales. El primero consta de confraternidades, comunidades o sociedades de menonitas. Estos nacieron de un movimiento radical de reforma a comienzos del siglo xvi con el nombre de anabaptistas, reunidos por Menno Simons (1536). Dichos nombres aluden a su primer organizador o a su insistencia en el bautismo de los adultos {anabaptista = re-bautizante). El segundo grupo consta de Iglesias o Uniones de baptistas. En Inglaterra surgieron entre los reformadores independientes y puritanos de principios del siglo XVII. Estos rechazan además el bautismo de los niños y afirman que sólo puede ser bautizado el adulto que hace profesión de fe. Carecemos de datos históricos para probar una relación entre los orígenes de ambos grupos.

2. Concesión. Ambos grupos pertenecen al tipo de "Iglesia libre" y se niegan a aceptar cualquier forma de "institución" en materia religiosa, tanto basada en nacionalidad como en un formulario confesional específico. Ambos comparten como convicción religiosa distintiva la idea de que el bautismo sólo puede administrarse a los adultos que son responsables personalmente de su propia profesión de fe. La única norma autoritativa para esta confesión es la Escritura. No reconocen ningún formulario confesional, pero han heredado, a través de su ambiente originario, ciertas influencias de la Reforma y un gran respeto por el Credo Apostólico. Por último, los menonitas presentan un fuerte sentido de expectación escatológica.

3. Estructura. Ambos grupos viven en comunidades autónomas sin estricta organización. En principio todos los miembros están autorizados a administrar la palabra y el sacramento, pero de hecho tal actividad corre sólo a cargo de los ministros preparados al efecto. Varias comunidades están federadas entre sí, pero esta federación no tiene más que carácter puramente consultivo en materia de doctrina y disciplina, y las comunidades permanecen autónomas.

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4. Distribución. Los menonítas se hallan presentes en los Países Bajos, Alemania Occidental y Francia, pero su máxima representación está en los Estados Unidos y en Canadá. Su número es de 671.000. El mayor número de baptistas se encuentra asimismo en los Estados Unidos (18 millones), pero hay amplios grupos en el Reino Unido, en los Estados Soviéticos y, como grupos misioneros, en Burma y la India, entre otros. El número total de este grupo de baptistas asciende ciertamente a más de 40 millones, es decir, una sexta parte de los cristianos reformados. Número que podría ser más elevado, ya que no cuentan los niños de las familias baptistas por el hecho de no estar todavía bautizados.

5. Espiritualidad. Ambos grupos conceden más importancia a la santificación sobre la base de una fe evangélica personal que al dogma y a las instituciones eclesiásticas. Su ideal es la "comunidad viva", la "santa comunidad de los rebautizados según el ejemplo de los Apóstoles". La profesión personal de fe en el bautismo es considerada de capital importancia; y, si bien se inclinan a la elasticidad en el gobierno de la comunidad, observan una eficiente disciplina en la congregación por lo que se refiere a los casos de conducta no cristiana. Consideran también que la comunidad de los fieles afecta a todos los aspectos de la vida, y así la tolerancia y la caridad en el servicio son factores decisivos. Ambos grupos están influenciados en su espiritualidad por el movimiento pietista.

Los menonitas propenden a rechazar todo compromiso secular; por lo cual declinan tomar parte en el gobierno, rechazan la prestación de juramentos y son opuestos al servicio militar. Por otra parte, colaboran en favor de la paz y toman parte en movimientos pacifistas. Los más conservadores entre ellos prefieren una vestimenta sencilla y a veces pasada de moda y rechazan el moderno confort.

La actitud ética y piadosa de los baptistas es bastante parecida, pero son menos contrarios a tomar parte en la vida pública y no rehusan aceptar cargos en el gobierno. Característico de su piedad es el famoso Progreso del Peregrino de John Bunyan (muerto en 1688), que todavía se traduce y reedita constantemente. La meditación ocupa un importante lugar en sus reuniones.

6. Actitud ecuménica. En materia de reunión los baptistas abogan por una unión federal de comunidades independientes o de grupos de comunidades. En su propio campo existen ya varias federaciones, llamadas "convenciones" y "conferencias". Algunas de esas federaciones pertenecen al Consejo Mundial de las Iglesias. En general, los baptistas han estado siempre interesados en la labor misionera y se han mostrado siempre dispuestos a una colaboración práctica en este campo. Fue el baptista William Carey (1761-1834) quien puso en marcha el movi-

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miento misionero entre los cristianos reformados. Ya antes de 1810 sugirió la creación de una conferencia misionera internacional e inter-eclesial. Su proposición, sin embargo, no tomó cuerpo hasta que en 1910, en Edimburgo, se reunió la Conferencia Misionera Mundial. Conferencia que es considerada como el comienzo del actual movimiento ecuménico.

V . IGLESIAS CONGREGACIONALISTAS

1. Nombre. Este tipo de comunidad eclesial nació del sector puritano de la Reforma inglesa. Mucha gente opuso el episcopalismo de la Iglesia de Inglaterra y el presbiterianismo de la Iglesia de Escocia a la autonomía de la "congregación" local. Esta palabra no se refiere tanto al aspecto sociológico cuanto a una asamblea con fines cultuales. Dado que esta gente insistía en la independencia con respecto a la Iglesia establecida, se los llama también "independientes".

2. Confesión. Aunque al principio prevalecieron las tendencias sectarias y "espirituales", actualmente predominan las opiniones religiosas de la Reforma. Las Iglesias congregacionalistas no poseen ningún formulario confesional que las una entre sí, pero en general siguen la Confesión de Westminster, excepto en lo que esta Confesión limita la autonomía de las congregaciones. Tanto los congregacionalistas ingleses como los americanos publicaron algunos formularios de menor importancia. La tendencia protestante de las comunidades va desde la estrictamente ortodoxa a la liberal.

3. Estructura. La propia comunidad local desempeña la función de mediadora entre Dios y el hombre. Cristo y su Espíritu manifiestan la voluntad de Dios a la comunidad. Las comunidades concretas eligen sus propios ministros y les dan el oportuno mandato para la administración de la palabra y del sacramento. En ocasiones estos ministros actúan como los obispos de otras Iglesias, y sus asambleas o uniones proceden a veces como el consejo de los presbíteros en otras denominaciones. El principio básico, sin embargo, afirma que el Espíritu es primaria y esencialmente activo en la asamblea de los fieles, y las funciones específicas proceden del sacerdocio general de los mismos fieles.

4. Distribución. Las comunidades de este tipo eclesial se hallan principalmente en Gran Bretaña y en los Estados Unidos. Su número se calcula en 5 millones.

5. Espiritualidad. Esta se caracteriza sobre todo por una forma sobria y puritana de culto, un contacto personal con la Escritura, unas altas exigencias puestas en el ministro de la Palabra y la exclusión de toda autoridad fuera de la que tiene la comunidad misma. La religio-

k

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Las Iglesias reformadas 141

sidad está marcada por una gran confianza en el influjo del Espíritu Santo, tanto en el individuo creyente como en la asamblea de la comunidad.

6. Actitud ecuménica. Los congregacionalistas tienden a una amplia tolerancia mutua de las comunidades autónomas por lo que se refiere a su propia confesión, a la forma de culto y al gobierno. Se busca una confederación con vistas a una colaboración práctica, pero no como preparación para una posible reunión. Sin embargo, se advierte cierta tendencia hacia un más estrecho contacto mutuo, con reuniones regulares de los delegados de las distintas comunidades, y se han establecido varias "uniones". Todas las asambleas congregacionalistas están actualmente asociadas en el Consejo Congregacionalista Internacional, que fue fundado en 1891, pero no se llegó a organizar propiamente hasta 1949.

Desde los comienzos, los congregacionalistas tomaron parte en actividades ecuménicas y se hallan en su elemento dentro de las complejas relaciones que existen en el Consejo Mundial de las Iglesias, ya que este organismo respeta la integridad de cada Iglesia.

V I . IGLESIAS METODISTAS

1. Nombre. Este tipo de Iglesia surgió en un movimiento de renovación pietista en la Iglesia de Inglaterra durante el siglo xvm. Fue iniciado por los hermanos John y Charles Wesley, quienes buscaban una conversión y santificación personal más profunda por medio de reuniones bíblicas, de una más frecuente celebración de la Cena del Señor, de visitas a enfermos y encarcelados y de la predicación del Evangelio a las masas. Su dedicación estrictamente metódica a la piedad interior parece haber dado origen al sobrenombre de "metodistas", que fue aceptado por sus seguidores. El movimiento fue apartándose progresivamente de la Iglesia de Inglaterra y tomando un carácter más institucional. A partir de 1891 se presentó como "Iglesia" y se estableció en los Estados Unidos en forma de Iglesia autónoma.

2. Confesión. Desde el punto de vista doctrinal los metodistas en su totalidad vienen a aceptar los "Treinta y nueve Artículos de la Religión" de la Iglesia de Inglaterra, que ellos han reducido a veintidós, aunque sin cambios esenciales. Su culto está tomado en gran parte del Libro de Oración Común. Varias Iglesias metodistas se orientan hacia el luteranismo en materia de penitencia, gracia y santificación.

3. Estructura. Las Iglesias metodistas tienen una estricta organización, de suerte que, en este aspecto, son comparadas con la Iglesia católica. Las Iglesias americanas y algunas otras han adoptado una es-

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tructura episcopaliana, aunque las inglesas son más presbiterianas en su organización. Todas sus Iglesias tienen, sin embargo, presbíteros y diáconos. Mientras los presbíteros y diáconos son objeto de ordenación, los obispos y diaconisas sólo reciben una bendición. En América, los jerarcas originarios eran sacerdotes anglicanos, pero pronto fueron llamados "superintendentes" y más tarde "obispos". Los metodistas británicos se detuvieron en los presbíteros y concedieron la suprema autoridad eclesiástica a la "conferencia". La sucesión apostólica no es considerada como necesaria para la ordenación en la Iglesia, y la distinción entre obispos y presbíteros obedece más bien a razones de tipo práctico. A veces miembros laicos son encargados de la función de predicar, pero no de administrar los sacramentos.

4. Distribución. Las Iglesias metodistas constituyen el grupo ecle-sial más importante nacido del anglicanismo. No sólo han influenciado a toda la Iglesia de los Estados Unidos, sino incluso a la Iglesia-madre de Inglaterra. Han desarrollado también una mayor actividad misionera que ninguna otra Iglesia europea. Se hallan principalmente en todos los países de lengua inglesa, pero también en Brasil y Méjico, y como Iglesias menores, en la Europa central y en los países escandinavos. El total de sus miembros se calcula en unos treinta millones, de ellos más de doce millones en los Estados Unidos.

5. Espiritualidad. Su vida espiritual se alimenta de las tradiciones litúrgicas del anglicanismo, así como de la herencia del movimiento pietista. Inspirados por las formas y los textos de la antigua liturgia cristiana, existen cientos de himnos metodistas, característicos por su acendrada piedad. La tradición metodista ha asimilado el énfasis de Wesley en la santificación personal junto con su exigencia de que cada miembro busque la perfección en el amor. Se concede gran importancia a los aspectos psicológicos de la experiencia y del sentimiento como testimonio de la nueva vida que el espíritu ha suscitado en el creyente. Esto suele ir acompañado de una gran sobriedad de vida; por ejemplo, absteniéndose de fumar y beber. En todas partes se muestran los metodistas activos en la evangelización, en el trabajo misionero y en la asistencia social. En la abolición de la esclavitud desempeñaron un importante papel. Asimismo fue el metodísmo el que dio origen al Ejército de Salvación.

6. Actitud ecuménica. Su postura frente a la reunión es semejante a la de los anglicanos, excepto en que ellos nunca han considerado la cuestión del episcopado como urgente o esencial. Aunque en el siglo pasado tuvieron lugar varias divisiones, en los últimos treinta años se han consumado diversas reuniones internas. Muchas Iglesias metodistas se han agrupado en el Consejo Metodista Mundial, el año 1951, sobre la base de una confesión común. Desde un principio cooperaron los

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metodistas en la preparación y organización del Consejo Misionero Mundial y del Consejo Mundial de las Iglesias. Se han mostrado muy deseosos de entablar contactos ecuménicos y son particularmente sensibles a los aspectos espirituales de esos esfuerzos ecuménicos.

V I L IGLESIAS UNIDAS

El movimiento ecuménico ha dado lugar a nuevos tipos de Iglesias que todavía resulta difícil definir. Van surgiendo de las uniones entre Iglesias de distinto carácter, sin que ninguna de ellas abandone por completo sus propias peculiaridades.

La Iglesia Unida de Canadá se constituyó en 1925 por la unión de presbiterianos, congregacionalistas, metodistas y un bloque ya existente de comunidades autónomas unidas. Todos ellos llegaron a una confesión común, a la que cada grupo hizo su propia aportación. Dado que los cuatro grupos eran de carácter presbiteriano, fue suficiente para la estructura aceptar algunos compromisos accidentales.

La Iglesia de Cristo en China surgió en 1927 como resultado de una unión de Iglesias baptistas, congregacionalistas, metodistas y presbiterianas junto con una fundación misionera de la Iglesia Unida de Canadá, con los Hermanos Unidos en Cristo y varias comunidades autónomas. Se pusieron de acuerdo en una confesión común, pero conservando libertad en la aplicación de la misma. No hubo dificultad en cuestión de estructura, ya que todas estas comunidades tenían una organización presbiteriana.

La Iglesia de Cristo en Japón surgió en 1945 por presión del Estado : reunía a presbiterianos, metodistas, congregacionalistas, baptistas, anglícanos y luteranos. Cuando cedió tal presión en 1945, se separaron los anglicanos y luteranos. Los demás grupos no consiguieron realizar una auténtica unidad interna, y no es seguro que tal unión siga existiendo.

La Iglesia del Sur de la India es, sin duda, la más notable de las Iglesias unidas. Nació en 1947 al unirse varias Iglesias episcopalianas, presbiterianas y congregacionalistas. En ella se da unidad de confesión, de culto y de ministerio. Por lo que se refiere al ministerio, se consideró constitutiva la aportación típica de cada uno de los tres grupos: la congregación, el presbítero y el obispo. Este hecho ha sido objeto de sumo interés, puesto que constituye un intento de superar una de las más fuertes barreras para la unión.

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V I I I . TIPO SECTARIO DE IGLESIA

Es muy importante en la discusión ecuménica distinguir entre los tipos de Iglesias que se derivan de la Reforma y el tipo sectario. En general, estos grupos cristianos considerados como "sectas" interpretan la Biblia en un sentido muy literal, tienden a centrar exclusivamente la atención en uno o en muy pocos aspectos de la fe cristiana, conceden excepcional importancia a la iluminación o revelación individual por el Espíritu Santo y se preocupan de la expresión emocional de tales experiencias individuales.

Actualmente son varias las sectas que se centran exclusivamente en su creencia de un retorno inminente y sensacional del Señor, anunciado, según ellos, por muchas señales. Los seguidores de estas sectas viven asimismo en una fuerte oposición emocional a las Iglesias existentes; insisten en una vida social estrechamente unida y en la ayuda mutua; son agresivos y fácilmente afrontan sacrificios. La seducción que su predicación ejerce es debida frecuentemente a su radicalismo y falta de compromiso; su decisión suele producir admiración, pero sus métodos suelen ser sorprendentes.

Las sectas actualmente más importantes son: varios grupos de adventistas, los darbistas o Asamblea del Señor, los mormones o Santos del Ultimo Día, el Movimiento Pentecostal, los irvingitas o Iglesias Católico-Apostólicas, los Testigos de Jehová. Todos estos movimientos se originaron en los Estados Unidos, excepto los irvingitas, que son de origen británico.

Las sectas que no cabe considerar como cristianas son; los unitarios (ingleses y americanos), los universalistas de los Estados Unidos, la Iglesia Católica Libre (relacionada con el movimiento teosófico) y los scientistas cristianos (de Inglaterra y los Estados Unidos).

Estas sectas son un problema más para las Iglesias protestantes que para la Iglesia católica. En su diálogo con los católicos, los protestantes establecen una justa distinción entre ellos mismos y las referidas sectas, ya que las Iglesias protestantes, al revés que las sectas, no viven simplemente en oposición a la Iglesia católica. Los protestantes se sienten vitalmente afectados por la Iglesia y viven conscientes de que la salvación viene por mediación de la Iglesia. No obstante, el diálogo entre católicos y cristianos reformados debe centrarse en la esencia y la forma de la única Iglesia de Cristo. La comprensión y realización de esta Única Iglesia exige que los cristianos intercambien puntos de vista y experiencias.

J. F. LESCRAUWAET MSC

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Crónica viva de la Iglesia

1

LA "NUEVA SITUACIÓN" ENTRE ROMA Y LAS IGLESIAS PROTESTANTES

No es probable que Ginebra cree una "Avenida del 18 de Febrero de 1965", a pesar del histórico acontecimiento que ese día tuvo lugar en la ciudad. Es cierto que, por culpa de la despreocupación con que empleamos hoy la palabra "histórico", presenta a menudo el cínico matiz de "cosa olvidada" o "desprovista de vigencia". Sin embargo, decimos que el 18 de febrero de 1965 fue una fecha histórica porque se trata de un acontecimiento que marca una época en la historia. Un acontecimiento relativo a la "nueva situación" —según la expresión ya corriente— en las relaciones entre Roma y las Iglesias protestantes.

Para empezar debemos tener presente que el sábado 21 de noviembre de 1964 fue testigo de la solemne promulgación del tan esperado decreto conciliar sobre el ecumenismo. Sin embargo, a la hora undécima se introdujeron "desde arriba" varias modificaciones. No se permitió ninguna discusión ulterior, y las implicaciones fueron tan penosas, tanto para los padres conciliares como para los observadores, que empañaron el gozo con que esta solemne promulgación habría sido recibida por la Iglesia en general y por las Iglesias en particular. Existía una auténtica ansiedad por saber cómo recibirían el decreto las demás Iglesias.

La primera respuesta a esta pregunta no se hizo esperar. Durante la reunión anual del Comité Central del Consejo Mundial de las Iglesias,

* Responsables de esta sección: Secretariado General de «Concilium», en colaboración con Katholiek Archief, Amersfoort (Holanda).

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celebrada en Enugu (Nigeria, África) del 12 al 21 de enero de 1965, el secretario general saliente de dicho Consejo, Dr. W. A. Visser't Hooft, se refirió extensamente •—y magnánimamente: ¿por qué no decirlo con sinceridad y agradecimiento?— a las relaciones entre el Consejo Mundial y la Iglesia católica con las siguientes palabras:

"Viniendo a las relaciones del Consejo Mundial de las Iglesias con la Iglesia Católico-Romana, debo admitir ante todo que encuentro hoy más difícil que nunca hablar de este punto. La razón es, naturalmente, que ciertos recientes acontecimientos, en especial los de los últimos días de la tercera sesión del Concilio Vaticano, han creado un ambiente de gran incertidumbre.

Por una parte, no podemos ni debemos menospreciar la influencia de este movimiento en la genuina renovación espiritual que tiene lugar en la Iglesia Católico-Romana y que ha hallado expresión en numerosas alocuciones y algunas decisiones del Concilio. Sabemos por propia experiencia que existe una gran distancia entre el deseo de renovación y la actual realización del mismo en la vida diaria de la Iglesia. No obstante, debemos celebrar el hecho de que se registren tantos nuevos criterios; de que haya tanta prontitud para considerar bajo una luz nueva las cuestiones que el mundo moderno plantea a la misión y al mensaje de la Iglesia; y de que ese nuevo intento se inspire, en tan gran medida, en una apertura nueva al testimonio de las Escrituras.

Pero, por otra parte, advertimos que esa renovación choca con una fuerte oposición en círculos eclesiásticos influyentes. Tal ha sido, concretamente, el caso de varios puntos que son de gran importancia para las relaciones entre las Iglesias. El resultado inmediato de esto ha sido que el Concilio, al tiempo que tomaba ciertas decisiones que son ecuménicamente constructivas, ha pospuesto otras decisiones de real importancia —por ejemplo, sobre la libertad de religión—, limitándose en otros casos a reafirmar viejas posiciones.

Se plantea, pues, la cuestión de qué actitud debemos adoptar en este momento en que nos hallamos fluctuantes entre la esperanza y la decepción. A mi modo de ver, deberían guiarnos las siguientes consideraciones :

Ante todo, no debemos pasar por alto el hecho de que, en nuestras propias Iglesias, estamos lejos de haber hallado una solución a la tensión que se da entre las fuerzas de renovación y las estructuras existentes. En segundo lugar, de la misma manera que muchos católicos y muchos miembros de otras Iglesias se alegran en común al observar señales de auténtica renovación espiritual en las demás Iglesias y descubrirse a sí mismos en una nueva relación mutua, así también se advierte ansiedad en torno a las actitudes que obstruyen tal renovación. Ansiedad que es compartida por muchos católicos y muchos cristianos

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de otras denominaciones y que origina la constatación de que están participando en un intento común. En tercer lugar, la aprobación y promulgación del decreto De Oecumenismo ha creado una nueva situación. Este decreto significa que la Iglesia Católico-Romana ya no está apartada. Muestra que esta Iglesia desea establecer relaciones fraternales con otras Iglesias. Es cierto que esto se basa en una actitud respecto del ecumenismo que difiere en puntos importantes de las actitudes que prevalecen en nuestros propios círculos, pero es sin embargo un hecho que este decreto expresa el deseo de establecer un diálogo con otras Iglesias desde el momento en que reconoce que Cristo actúa en esas Iglesias. Ahora bien, esto significa, sin duda alguna, que la Iglesia Católico-Romana y las Iglesias no Romanas son mutuamente responsables. Como resultado de los progresos que han tenido lugar en los últimos años, han venido a ser "custodios de sus hermanos". ¿No es ya evidente que nos hemos influenciado recíprocamente de manera importante y, por así decirlo, secreta? ¿No ha sido el movimiento ecuménico un factor importante en la reciente evolución de la Iglesia Católico-Romana? ¿Y no han sido los ecumenistas católico-romanos un importante estímulo espiritual para nosotros? Y, si consideramos la actual situación mundial, ¿no es evidente que hemos de constatar en común una nueva interpretación de la misión de la Iglesia en un mundo cada vez más secularizado? ¿Y que nos vemos obligados a buscar juntos la palabra profética que llevará al hombre desde su desorden al orden de Dios? Una coexistencia simplemente cortés y pasiva resulta inadecuada. Hemos de asumir una responsabilidad mutua y, por tanto, debemos empeñarnos en un diálogo intensivo. Ni que decir tiene que tal diálogo no implica que hayamos de ignorar o minimizar aquellas cosas de que estamos profundamente convencidos. En la medida en que tal diálogo se refiere a cuestiones específicamente doctrinales, debe ser, naturalmente, un diálogo entre la Iglesia Católico-Romana como tal y las demás Iglesias como tales. El Consejo Mundial de las Iglesias considera normal y necesario que esas conversaciones intereclesiales tengan lugar si las Iglesias están dispuestas a ellas y cuando lo estén. Sólo en la medida en que el diálogo se refiera a cuestiones que caen bajo la competencia del mismo Consejo Mundial, podrá tener lugar entre la Iglesia Católico-Romana y el Consejo Mundial. Habremos de elaborar en detalle una clara distinción entre estos dos tipos de diálogo".

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INFORME DEL DR. LUKAS VISCHER SOBRE EL CONCILIO

En la misma reunión del Comité Central del Consejo Mundial de las Iglesias, el ministro suizo Dr. Lukas Vischer, que es el observador acreditado del Consejo Mundial en el Vaticano II, informó detalladamente sobre la tercera sesión en su conjunto. En su conclusión, el doctor Vischer afirma que la tercera sesión ofrece una confusa imagen de lo que está sucediendo en la Iglesia Católico-Romana. Las Iglesias separadas no pueden contemplarlo fríamente, y menos aún considerar lo sucedido como si significara una derrota de Roma y, en cierto sentido, una victoria para sí mismas. Más aún, las Iglesias deben ser conscientes de su mutua responsabilidad. Por el decreto De Oecumemsmo se ve claro que la Iglesia Católico-Romana está resueltamente decidida a comprometerse en un diálogo ecuménico. Esto exige una respuesta por parte de las Iglesias separadas. ¿Cómo? El decreto no dice cómo pueden las Iglesias separadas tomar parte en un diálogo o una actividad común. Esta importantísima cuestión ha de ser —según el Dr. Vischer— el tema con que se inicie el referido diálogo.

UN COMITÉ COMÚN DE TRABAJO

Como respuesta a la cuestión planteada por el Dr. Vischer, el Comité Central del Consejo Mundial de las Iglesias aprobó una Recomendación que puede constituir el comienzo práctico de ese diálogo entre el Consejo Mundial de las Iglesias y la Iglesia Católico-Romana. El texto empieza con la declaración sobre relaciones con la Iglesia Católico-Romana, redactada por el Comité Central en Rochester, en 1963. Esta declaración expresaba que "se ha entablado un auténtico diálogo ecuménico entre la Iglesia Católico-Romana y las demás Iglesias, basado exclusivamente en la revelación de Dios en Jesucristo y dirigido a un conocimiento más profundo, a un enriquecimiento mutuo y a la renovación de la vida de las Iglesias, y que permita un acercamiento a las hondas diferencias doctrinales con un espíritu de amor y de humildad. La declaración exhortaba a todos a no dejar pasar ninguna oportunidad que pueda fomentar el diálogo en todos los planos de la vida de la Iglesia. También se indicaban varios puntos que pedían mayor estudio, de suerte que pueda tener lugar un auténtico diálogo". Para este diálogo se prepara el Consejo Mundial de varias maneras: ha enviado observadores al Vaticano II, ha discutido diversas materias (laicado, misiones, problemas sociales) con los expertos y está en contacto con el Secretariado Romano para la Unidad Cristiana. La Recomendación afirma

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luego que la aprobación y promulgación del decreto ha llevado a una "nueva situación": la Iglesia Católico-Romana ha expresado clara y decididamente su deseo y su idea del diálogo con las demás Iglesias. Con ello la Iglesia Católico-Romana ha aceptado los principios y métodos ecuménicos de las demás Iglesias, al menos en parte, si bien subsisten importantes diferencias que deben ser esclarecidas en abierta discusión. La Recomendación subraya que un diálogo entre el Consejo Mundial de las Iglesias y la Iglesia Católico-Romana no es una simple cuestión de tipo organizativo a causa del carácter peculiar y de la limitada competencia del Consejo Mundial. Esta organización no se mezcla en el diálogo que tiene lugar entre los miembros individuales del Consejo Mundial y la Iglesia Católico-Romana, si bien el Consejo Mundial como tal desea ser informado y ofrece sus servicios a quien los solicite.

El texto especifica después las cuestiones que deben ser tratadas en las discusiones entre las Iglesias individuales y la Iglesia Católico-Romana : a) cooperación práctica en materia de servicio social, problemas sociales y problemas internacionales; b) programas teológicos de estudio para examinar las relaciones ecuménicas (Fe y Orden); c) problemas que podrían crear tensiones entre las Iglesias (por ejemplo, matrimonios mixtos, libertad de religión, proselitismo); d) problemas que se refieren a la vida de la Iglesia en general y que experimentan todas las Iglesias (laicado, misiones, etc.). Algunas cuestiones serán tratadas con mayor provecho a nivel internacional; otras, a nivel nacional. La Recomendación formula luego la siguiente proposición:

"Las precedentes consideraciones nos llevan a proponer la creación de un comité de trabajo, formado por ocho representantes del Consejo Mundial de las Iglesias y seis de la Iglesia Católico-Romana. Este Comité formularía principios y métodos que dirigirían toda colaboración futura. Cuando se tratase de problemas específicos, el comité podría elegir por votación algunas personas cualificadas con carácter consultivo. El comité de trabajo no podría tomar decisiones, sino que elaboraría proposiciones que serían presentadas a los organismos que ellos representan y serían transmitidas a las demás Iglesias miembros del Consejo Mundial". Se mantendría el contacto ya establecido entre el Consejo Mundial de las Iglesias y el Secretariado para la Unidad Cristiana, así como el contacto con las Iglesias miembros del Consejo Mundial y las Iglesias que todavía no se han incorporado a este organismo, pero han manifestado deseos de incorporarse.

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ROMA ACEPTA LA PROPOSICIÓN DEL CONSEJO MUNDIAL

El 18 de febrero de 1965 —la mencionada fecha "histórica"—, el cardenal Bea, presidente del Secretariado para la Unidad Cristiana, se trasladó a Ginebra para comunicar la respuesta de Roma al Secretariado del Consejo Mundial de las Iglesias. En su discurso de saludo al cardenal Bea, el secretario general saliente del Consejo Mundial, Dr. W. A. Visser't Hooft, dijo: "Me ha impresionado la frecuencia con que aparecen en el decreto De Oecumenismo las palabras "no obstante" (nihilominus) y "sin embargo" (attamen). Me parece legítimo. Porque el verdadero ecumenismo es una actitud que se caracteriza por esas palabras. No debemos subestimar nuestras diferencias. No sabemos cómo superarlas. El ecumenismo no descansa en la presunción de que tales diferencias están a punto de desvanecerse. Se basa más bien en la convicción de que, a pesar de las diferencias, debemos hablar juntos y, si es posible, trabajar juntos. Tomamos nota de que existen esas diferencias y de que son mayores que nunca, pero añadimos: "no obstante"..., porque nuestra fe común en el mismo Dios, en el mismo Redentor y en el mismo Espíritu Santo nos impulsa a comprendernos mutuamente, a vivir juntos, como juntos deben vivir los cristianos."

En su respuesta el cardenal Bea se dirigió a los presentes (entre los cuales se hallaba el anciano primer presidente del Consejo Mundial, doctor Marc Boegner) como "amados hermanos en Cristo". En estas palabras, dijo, intentaba resumir lo que tenemos en común por el bautismo y nuestra base y fundamento común en el amor, y ello "en Cristo". Después de dar gracias a Dios con gozo por "esta hora" aludió a la larga y laboriosa historia que había conducido hasta ella. Expresó la alegría de la Iglesia Católica por la unánime decisión del tercer Congreso Panortodoxo (noviembre de 1964), que invitaba a sus Iglesias miembros a proseguir y ampliar el diálogo con la Iglesia Católica. Y añadió:

"De la misma manera (que en el caso del Congreso Panortodoxo) la Santa Sede saluda con gozo y acepta plenamente —y yo me siento particularmente satisfecho de informaros de ello en esta ocasión— la proposición hecha por el Comité Central del Consejo Mundial de las Iglesias el mes pasado en Enugu de crear un comité mixto, formado por ocho representantes del Consejo Mundial de las Iglesias y seis de la Iglesia Católica a fin de explorar las posibilidades de diálogo y colaboración entre el Consejo Mundial de las Iglesias y la Iglesia Católica. Se da por aceptado que no es función del comité tomar decisiones, sino ver a partir de qué principios y por qué medios puede tal diálogo y

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colaboración convertirse en realidad. Los resultados del trabajo del comité serán sometidos a las autoridades competentes de ambas partes para su ulterior investigación y posibles decisiones. No dudo de que esta medida, que responde tan perfectamente a la letra y al espíritu del decreto conciliar sobre ecumenismo, será muy fructífera tanto para la cooperación en la búsqueda de una solución a las graves y urgentes cuestiones de nuestro tiempo como para el diálogo en el sentido estricto de la palabra."

El cardenal Bea subrayó que él y su auditorio eran plenamente conscientes de las "montañas de obstáculos y dificultades" que encontrarían. "Hemos tenido ejemplos de esto en los acontecimientos del final de la tercera sesión del Concilio y después. No cabe duda que surgirán más v mayores dificultades. Lo único que importa, por tanto, es no perder los ánimos y hacer frente a las dificultades con fortaleza y con esa fe que levanta montañas a que alude el Evangelio. No hay que permitir que ninguna dificultad, de cualquier especie, separe a los hermanos en el mutuo recelo. Por el contrario, el amor fraternal y el amor a la unidad deben inspirarnos para que nos lancemos a una franca discusión, incluso de las cuestiones difíciles."

El cardenal Bea concluyó su discurso refiriéndose a la esperanza expresada por el papa Juan al convocar el Concilio, esperanza de que "cuanto el Espíritu Santo realice en y por el Concilio sea un acicate para los hermanos no católicos, a fin de que busquen con celo aún mayor la unidad por la que Cristo oró y que Cristo deseó. Si bien la realización de esta unidad no sólo es difícil, sino que supera la fuerza y capacidad del hombre, hemos de poner toda nuestra confianza en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre hacia nosotros y en el poder del Espíritu Santo. 'Y la esperanza no quedará confundida, oues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo que nos ha sido dado' (Rom., 5, 5)."

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CONSEJO MUNDIAL DE LAS IGLESIAS

Informe del Secretario General al Comité Central (ENUGU, Nigeria, enero 1965)

1. EL ESPÍRITU DE LOS PIONEROS

Este es el momento de recordar a los pioneros del movimiento ecuménico, hombres que poseyeron la imaginación espiritual y el valor necesarios para crear movimientos que unieron sus fuerzas en el Consejo Mundial de las Iglesias. El obispo Brent, en efecto, el padre de "Faith and Order", nació en 1862; el Dr. John R. Mott, padre del "International Missionary Council", en 1865; y el arzobispo Nathan Sóderblom, padre de "Life and Work", en 1866. Su origen y vocación eran distintos. Brent era anglicano, Mott metodista, Sóderblom luterano; Brent, pastor, misionero y luchador contra los males sociales; Mott, laico, evangelista y estratega cristiano; Sóderblom, teólogo, guía y conciliador. Pero los tres tenían también mucho en común. Y lo que tenían en común es una parte preciosa de nuestra herencia. Mencionaré aquí especialmente cuatro aspectos de su vida y su obra.

a) Fueron hombres con un interés verdaderamente católico por la vida de todas las Iglesias. Algunos de nosotros recuerdan que Mott solía hablar de una deuda espiritual que tenía con todas las Iglesias y particularmente con las iglesias ortodoxas y los cuáqueros. Mott y Sóderblom fueron los líderes de la histórica reunión de la Federación Mundial de Estudiantes Cristianos, celebrada en 1911 en Constantinopla y a la que asistieron numerosos representantes de las Iglesias orientales, entre los que se encontraba el Rvdo. Germanos Strinopoulos, más tarde arzobispo Germanos, Exarca del Patriarcado Ecuménico y uno de los primeros presidentes del Consejo Mundial. La reunión fue definida como la primera en que las antiguas Iglesias orientales establecían contactos con el naciente movimiento ecuménico. Brent, que había traba-

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jado en el área de las Iglesias más jóvenes, entró en contacto con las viejas Iglesias en 1920, cuando la delegación ortodoxa acudió a la reunión preliminar de "Faith and Order" en Ginebra. "Nosotros los occidentales —escribía entonces—, necesitamos el culto fragante, exquisito de los orientales". Los tres tenían una capacidad para apreciar la auténtica fe cristiana en miembros de otras Iglesias. Soderblom sorprendió a una asamblea de americanos un tanto petulantes, con ocasión de un banquete, interpretando el himno "Había noventa y nueve", pero fue también el hombre que hizo todo lo posible para llevar las delegaciones ortodoxas a la Conferencia de Estocolmo. Brent se sentía en su ambiente dentro de la atmósfera evangélica de la Conferencia de Edimburgo en 1910, pero puso también todos los medios oara que los obispos y teólogos católicos se interesaran por "Faith and Order". Mott, dirigiéndose al primer sobor de la Iglesia ortodoxa rusa en 1917, empleó el mismo lenguaje al hablar a la Conferencia Mundial de la Juventud en Amsterdam en Í939.

b) De este modo se esforzaron por no quedar aprisionados en ninguna sección particular de la vida de la Iglesia. Brent desempeñó un papel importante en la Conferencia de "Faith and Order" de Lau-sana, pero participó con la misma energía en la Conferencia Misionera Mundial de Edimburgo y en la Conferencia de "Life and Work" de Estocolmo. Mott estuvo comprometido en todos los movimientos ecuménicos : fue fundador de la Federación Mundial de Estudiantes Cristianos y del Consejo Misionero Internacional, miembro de la presidencia en la Conferencia de "Life and Work" de Oxford, presidente de sección en la Conferencia de "Faith and Order" de Edimburgo, presidente honorario del Consejo Mundial de las Iglesias. Soderblom no fue sólo el alma de "Life and Work", sino también un activo líder en "Faith and Order".

c) Los tres estaban animados de una apasionada inquietud por ¡a unidad, pero esta inquietud no tenía por objeto la unidad en sí misma. Buscaban la unidad para que la Iglesia pudiera realizar su misión en el mundo. Brent y Mott insistían especialmente en el motivo misionero. Soderblom proclamaba en plena primera guerra mundial que era preciso hacer realidad la unión de los cristianos para que la Iglesia pudiera ser la conciencia de las naciones. Los tres estaban de acuerdo en situar la cuestión de la unidad en el amplio marco de la vocación y misión de la Iglesia dentro de un mundo necesitado.

d) Los tres propugnaban una renovación de la vida de las Iglesias. Veían la necesidad de una nueva obediencia en una situación nueva. Y así se afanaron por crear nuevas estructuras para las nuevas tareas. Sabían que la unidad no viene por la adición de formas institucionales ya existentes, sino por la respuesta común de las Iglesias al Es-

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píritu Santo y su común transformación. Mott se esforzó por "liberar las fuerzas laicas", como él las llamaba, y apelaba a las Iglesias pidiéndoles que tomasen en serio su actividad misionera. Sóderblom preguntaba si las Iglesias debían estar encerradas en sus casas, acobardadas, sin fe y sin entusiasmo, y les urgía a que descubrieran juntas su ministerio profctico. Brent escribía durante la primera guerra mundial: "El mundo se desmorona, las Iglesias se arrastran detrás de los ejércitos y no se hace nada digno del nombre de testimonio por la unidad, como Cristo nos pide que lo interpretemos."

2 . CUATRO CRITERIOS

No se nos exige que imitemos a estos pioneros en cada una de sus características. Pero en su obra y mensaje hay cuatro elementos que siguen siendo parte integrante de la vida del Consejo Mundial: verdadera catolicidad, dedicación a la tarea integral de la Iglesia, unidad para que la Iglesia cumpla su misión en el mundo, apertura a una renovación de vida. Y en estos cuatro puntos nos queda todavía mucho camino que andar.

Verdadera catolicidad. Atendiendo al número de miembros que componen hoy el * Consejo Mundial podemos decir que nuestra catolicidad posee unas posibilidades muy ricas. Pero se trata sólo de una catolicidad potencial. Esta necesita todavía ser explotada, aplicada a la vida de nuestras Iglesias. Sólo seremos verdaderamente católicos si, en una plena intercomunicación de inquietudes y preocupaciones, las Iglesias del Este y del Oeste, del Norte y del Sur, las jóvenes y las viejas, las pequeñas y las grandes llevan mutuamente sus cargas y se abren unas a otras con vivo anhelo de recibir dones espirituales que las enriquezcan.

Dedicación a la tarea integral de la Iglesia. La actividad del Consejo Mundial se extiende a un gran número de áreas y problemas, pero en nuestras Iglesias hay todavía mucha gente que se preocupa sólo por el problema específico de una división o departamento particular, y muy poca que se afane por comprender y apoyar el conjunto y que se dé cuenta de que nuestros diversos tipos de actividad sólo unidos reflejan la vocación de la Iglesia.

Unidad como medio de que la Iglesia realice su misión en el mundo. También en este sentido, desde la unión del Consejo Mundial de las Iglesias y el Consejo Misionero Internacional tenemos una oportunidad nueva. Pero la tarea real está todavía por hacer. Sólo hemos comenzado a preguntarnos qué significa el que la Iglesia esté llamada n la misión y al servicio en seis continentes y que la congregación lo-

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cal ha de tener una estructura misionera, no simplemente conservadora. Apertura a una renovación de vida. Renovación significa cambio,

y cambio significa desprenderse de formas y estructuras con las que es imposible proveer a las necesidades del momento actual. Es de esperar, por tanto, que exista siempre una tensión entre los que propugnan una renovación y los que pretenden conservar las estructuras existentes. Pero esto no quiere decir que toda propuesta de renovación sea necesariamente acertada. Lo verdaderamente necesario es que esta tensión se acepte como una tensión constructiva y que no lleve al endurecimiento de posiciones opuestas. El Consejo Mundial debe querer y poder vivis con esta tensión dentro de su vida. Como Consejo Mundial de Iglesias toma en serio las estructuras existentes; como movimiento ecuménico debe fomentar esa renovación, sin la que no es posible avanzar hacia la unidad.

3 . SOLIDARIDAD EN UN MUNDO INTERDEPENDIENTE

Uno de los apartados más importantes en la agenda de esta reunión del Comité Central es la preparación de la Conferencia Mundial sobre "Iglesia y Sociedad" que esperamos celebrar en 1966. El Consejo Mundial se ha interesado siempre por las cuestiones sociales e internacionales y estas han ocupado un lugar importante en nuestras deliberaciones. Pero ésta será la primera vez desde la creación del Consejo Mundial —en realidad, la primera vez desde la Conferencia de Oxford sobre "Iglesia, Comunidad y Estado" en 1937— que dedicaremos especialmente a estos temas una conferencia mundial en gran escala.

No es difícil ver por qué necesitamos reunimos para enfrentarnos con estos problemas. Siempre ha habido problemas sociales, pero en nuestro tiempo el problema básico del hambre o la miseria y de la justicia social ha venido a imponerse sobre todos los demás, y de su solución depende el futuro del mundo. La interdependencia de nuestro mundo moderno, la convicción de que las necesidades de todos pueden ser atendidas, el surgimiento de un nuevo sentido de la dignidad y una nueva esperanza entre las masas menesterosas, el nacimiento de tantas naciones nuevas que desean construir sociedades nacionales sanas: todo esto ha hecho del problema social, internacional e intercontinental, c! tema más ineludible de nuestro tiempo. Al encontrarnos en África, muchos de nosotros han podido adquirir una conciencia más viva de esta realidad.

Pero las Iglesias cristianas tienen una responsabilidad muy específica en este campo. Viven en todas estas sociedades, necesitan llevar sus cargas y tomar parte en la tarea de construcción nacional. Por su ac-

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tividad de misión y servicio están ya profundamente comprometidas en el intento de remediar las más acuciantes necesidades de los pueblos en vías de desarrollo. Pero saben también que se necesita más, mucho más: un gran despertar del espíritu de solidaridad humana para que se creen nuevas estructuras de cooperación internacional y económica y se pueda llevar a cabo una lucha concertada contra el hambre y la miseria.

La cuestión, por tanto, es en primer término una cuestión espiritual. :Somos responsables de nuestro hermano? La cuestión del pan de mi prójimo no es una cuestión material, sino espiritual, decía Nicolás Ber-diaef. El secreto de la solidaridad es el secreto de hombres que viven unidos como criaturas de un mismo Dios y como hermanos por los que murió Cristo.

Son muchísimos los hombres que no han comprendido aún la grave responsabilidad que incumbe en este respecto a nuestra generación. Es inquietante el hecho de que en muchos países la reacción frente a los acontecimientos políticos recientes haya cristalizado en una disminución más que en un aumento de la disposición a participar en planes de asistencia internacional. Incluso en nuestras propias Iglesias no hemos creado aún esa conciencia de las necesidades de otros pueblos y esa prontitud para la acción en gran escala y costosa, sin las que es imposible cualquier progreso real. Nuestro Consejo Mundial debe señalar el camino, no permitir que la tensión existente entre ricos y pobres se convierta en un abismo infranqueable, y ayudar a las Iglesias para que trabajen en lograr un cambio revolucionario en el pensamiento y la acción, mediante el cual podemos superar el egoísmo social y nacional y establecer una auténtica solidaridad entre los pueblos.

La Conferencia Mundial sobre "Iglesia y Sociedad" puede y debe íepresentar un paso importante hacia esta meta.

4. RELACIONES CON LA IGLESIA CATÓLICA

Al pasar ahora a hablar de las relaciones entre el Consejo Mundial de las Iglesias y la Iglesia Católica debo comenzar por decir que en esta ocasión el hablar sobre este tema me resulta más difícil que en ocasiones anteriores. Y esto es debido, naturalmente, a que los acontecimientos recientes, sobre todo lo sucedido en los últimos días de la tercera sesión del Concilio Vaticano, han creado un sentimiento de gran incertidumbre.

Por una parte no podemos ni debemos regatear nuestra valoración a la fuerza del movimiento hacia una verdadera renovación espiritual que actúa en el seno de la Iglesia Católica y que se ha manifestado en

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muchos discursos y algunas acciones del Concilio. Sabemos por experiencia que existe una gran diferencia entre el deseo de renovación y su aplicación actual en la vida diaria de la Iglesia. Pero debemos alegrarnos de que existan tantas ideas nuevas, tanta apertura a enfrentarse de nuevo con los problemas que entraña la tarea y el mensaje de la Iglesia en el mundo moderno, y de que todo ello se vea en gran parte inspirado por un acercamiento nuevo al testimonio bíblico.

Por otra parte, comprobamos que esta renovación choca con una oposición poderosa en altos círculos eclesiásticos. Así ha sucedido especialmente por lo que respecta a cierto número de materias que son de gran importancia para las relaciones entre las Iglesias. De momento, el resultado es que, mientras en ciertos aspectos el Concilio ha llegado a decisiones que desde un punto de vista ecuménico son constructivas, en otras materias importantes, como la libertad religiosa, ha aplazado su decisión, y en algunos casos no ha hecho más que reafirmar ¡as viejas posiciones.

La cuestión que ahora se plantea es: ¿cuál ha de ser nuestra actitud en este momento, cuando hay motivos para la esperanza y la desilusión? A mi entender, es preciso recordar las consideraciones siguientes :

Ante todo no debemos olvidar que en nuestras propias Iglesias no hemos resuelto, ni mucho menos, el problema de la tensión entre las fuerzas de renovación y las estructuras existentes. En segundo lugar, de igual modo que muchos católicos y miembros de otras Iglesias se alegran juntamente cuando ven en las Iglesias de los demás señales de auténtica renovación espiritual y llegan así a una nueva relación mutua, así también la ansiedad frente a una evolución de los hechos que pone obstáculos en el camino hacia la renovación es una ansiedad en la que participan muchos católicos y muchos cristianos de otras confesiones, de modo que existe un sentimiento de estar comprometidos en una causa común. En tercer lugar, la adopción y promulgación del decreto De Oecumenismo crea una situación nueva. Esto significa que la Iglesia Católica ya no se mantiene aparte, que desea entrar en relaciones fraternas con otras Iglesias. Y hace esto fundada en un concepto de ecumenismo que difiere en aspectos importantes de los que existen entre nosotros, pero es innegable el hecho de que desea entablar diálogos con otras Iglesias, pues reconoce que Cristo actúa en estas Iglesias. Esto significa, sin duda, que la Iglesia Católico-Romana y las Iglesias no Romanas tienen una gran responsabilidad recíproca. La evolución operada en los últimos años ha hecho que sean más que nunca ''guardianes de su hermano". ¿No es evidente que en realidad ha tenido lugar una gran influencia, subterránea pudiéramos decir, de unas Iplesias sobre otras? ¿No ha sido el movimiento ecuménico un factor

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importante en la nueva línea que ha adoptado la Iglesia Católico-Romana? ¿Y no hemos recibido nosotros de los ecumenistas católico-romanos un importante estímulo espiritual? O si miramos a la situación del mundo, ¿no es evidente que todos unidos nos vemos enfrentados con la obligación de reinterpretar la tarea de la Iglesia en un mundo cada día más secularizado y de encontrar la palabra profética para recordar a los hombres, en medio de su desorden, el orden de Dios? Una simple co-existencia pasiva y cortés no basta. Debe tener lugar la aceptación de la responsabilidad de cada una y, por tanto, un diálogo intensivo. ¿Es necesario decir que semejante diálogo no supone que se silencien o minimicen las convicciones profundas? Este diálogo, en cuanto ha de versar sobre temas específicos doctrinales, debe tener lugar entre la Iglesia Católica y las demás Iglesias. Desde el punto de vista del Consejo Mundial es normal y necesario que tengan lugar estos diálogos entre las Iglesias, siempre que las Iglesias estén preparadas para ellos. En cuanto el diálogo ha de versar sobre materias en las que el Consejo Mundial es competente, puede tener lugar entre la Iglesia Católica y el Consejo Mundial. Nuestra tarea es lograr una clara distinción entre estos dos tipos de diálogo.

5. SIGNIFICADO DE LAS ACTIVIDADES ECUMÉNICAS REGIONALES

No podemos dejar de aludir a las actividades ecuménicas regionales. Durante estos últimos años ha hecho grandes avances el proceso de unificación de las Iglesias a escala regional. Merece destacarse el hecho de que ahora, cuando esta actividad se halla en marcha en las naciones de la América latina, prácticamente existen cuerpos regionales en todos los continentes.

Pero el significado de estas organizaciones regionales para la vida del movimiento ecuménico no siempre es comprendido. Así se ha sugerido recientemente que su aumento es un signo de desintegración del movimiento ecuménico. Esta manera de ver las cosas revela una gran ignorancia de los motivos y factores que operan en este campo. Dado que el Consejo Mundial procura promover el crecimiento de estos cuerpos regionales, no se puede decir que esté cavando su propia fosa. Por el contrario. La ecumenidad comienza por casa; en el oikos de las Iglesias. Pero hoy, cuando los continentes vienen a ser realidades en un sentido que no se conoció en tiempos anteriores, cuando aquéllos se enfrentan con problemas comunes muy específicos, distintos de los que preocupan a otros continentes, los consejos continentales vienen a ser un eslabón importante en el conjunto de la cadena ecuménica. Su primera tarea es servir a las Iglesias cristianas en su región y continen-

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te propios. Ayudan a las Iglesias a resolver problemas que deben resolverse a escala regional. Pueden ser los portavoces de las Iglesias ante las diversas organizaciones gubernamentales de la región. Como ejemplo podemos aludir al importantísimo papel que desempeña la Conferencia Panafricana de las Iglesias en lo que se refiere a la planificación de nuevas estructuras para la educación en África.

Pero pueden prestar también un excelente servicio al Consejo Mundial. Pueden ser ante él portavoces de su continente. Recordemos la gran importancia de los planes preparados por la Conferencia Cristiana del Asia Oriental para la conferencia sobre "la confesión de la fe cristiana en Asia hoy". Estas organizaciones regionales llaman la atención del Consejo Mundial sobre necesidades específicas de sus áreas. Y pueden actuar como canales de comunicación y de acción del Consejo Mundial. Así el amplio "Programa ecuménico para una acción de emergencia en África" ha sido elaborado después de que el Consejo Mundial y la Conferencia Panafricana de las Iglesias realizaron consultas previas, y su éxito dependerá en gran medida del establecimiento de una estrecha cooperación entre los dos.

El Consejo Mundial de las Iglesias no tiene ningún deseo de interferir en modo alguno la autonomía de los cuerpos regionales. Al Consejo Mundial, por su misma estructura y su constitución, le está prohibido hacerlo. Pero sentimos un vivo deseo de establecer relaciones de cooperación con todos los cuerpos regionales que estén dispuestos a colaborar con nosotros.

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LA FUNDACIÓN INTERNACIONAL "PRO MUNDI VITA"

Pro Mundi Vita debe su origen al convencimiento de que las fuerzas apostólicas disponibles en la Iglesia deben ser repartidas de modo más científico entre los diferentes sectores donde la Iglesia se encuentra necesitada de ayuda espiritual.

Una mejor información, basada en una reflexión pastoral sólida y en estudios serios de sociología religiosa, permitiría no sólo a las órdenes y congregaciones religiosas, sino también a las demás instituciones y organizaciones tanto de clérigos como de seglares, consagrarse más eficazmente a la ayuda mutua en el apostolado.

El iniciador de este vasto proyecto fue el P. Montanus Versteeg ofm, que fue también co-fundador del Instituto Católico de Investigaciones Socio-religiosas (KSKI) de La Haya. En las numerosas conversaciones que sostuvo con obispos, sacerdotes, religiosos y seglares llegó a la firme convicción de que sería altamente deseable poseer un conocimiento objetivo de la situación tanto del personal apostólico que trabajaba en esas regiones como de las necesidades reales y de los medios de aumentar la ayuda mutua entre las comunidades católicas. Es muy comprensible, en efecto, que cada obispo o superior religioso haga todo lo que esté en su mano para reforzar el potencial apostólico de su diócesis o de su región, pero es igualmente verdad que los distintos problemas de las Iglesias locales requieren una pastoral de conjunto, preparada por numerosos estudios, planes y esquemas de prioridad, elaborados de manera científica.

Sólo de esta forma podrá emplearse eficazmente la ayuda en persona] apostólico y en medios técnicos. Un plan pastoral supondrá en primer término una visión objetiva de la situación real. Ante los continuos cambios sociales, provocados por una verdadera alteración acelerada de la sociedad, resulta necesario poner continuamente al día este estudio de la situación. Al mismo tiempo, un contacto constante e intenso entre diócesis, órdenes, congregaciones e institutos de laicos (que en ciertos

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lugares está ya en marcha) deberá ayudar a coordinar las actividades apostólicas según un plan de conjunto dúctil y realista.

Estas ideas cristalizaron en la fundación Pro Mundi Vita. Un primer congreso (Maastricht-Holanda, 1962) se limitaba al Brasil, y su fin era simplemente informar a las congregaciones religiosas de los Países Bajos. La elección del Brasil como primer ejemplo estaba indicada. El episcopado del Nordeste del Brasil acababa de elaborar un plan pastoral concreto y confiaba su realización a un secretariado creado para ese fin. Por otra parte la Conferencia dos Religiosos do Brasil ponía en marcha un servicio especial de orientación para los institutos religiosos que quisieran establecer fundaciones nuevas en el marco del plan pastoral. Gracias al congreso de Maastricht varias congregaciones comenzaron a trabajar en el Brasil con fundaciones nuevas.

En septiembre de 1963 Pro Mundi Vita organizó su primer congreso internacional en Essen (Alemania) para un grupo de obispos, representantes de Federaciones Nacionales de religiosos (24 países) y responsables de organizaciones de laicos1. A raíz de este congreso la obra Pro Mundi Vita encontró su estructura definitiva. El obispo de Essen, Mons. Franz Hengsbach, presidente ya de la obra Adveniat, aceptó el patronazgo de la fundación. La S. Congregación de Religiosos, la S. Congregación de Propaganda y la Comisión Pontificia para la América Latina han enviado delegados a los distintos congresos y continúan alentando la fundación.

En la Asamblea General, junto a los responsables de las colectas de Cuaresma de la Europa occidental y presididos por el P. Dietmar Wes-temeyer ofm, presidente de la Asamblea de Superiores Mayores de Alemania, se reúnen cierto número de secretarios nacionales de federaciones de Superiores Mayores de diversos continentes, así como representantes de algunas conferencias episcopales y los secretarios generales de la CISC y de la UNIAPAC, movimientos internacionales para trabajadores y dirigentes cristianos. Subsidios procedentes de las colectas de Cuaresma (Alemania, Bélgica, Suiza), de la Oostpriesterhulp ("Ayuda a los sacerdotes en el Este") y de numerosas congregaciones religiosas han permitido montar en Bruselas un secretariado general2.

P. M. V. quiere, en primer lugar, servir de centro internacional de diálogo y contacto entre los diferentes centros existentes de documentación e información, con el fin de poder informar mejor al conjunto de los responsables de la Iglesia sobre las grandes necesidades de ésta y del

1 Depresión en la Iglesia y tarea de los religiosos. (De las actas del congreso existen ediciones en alemán, francés, inglés y holandés.)

2 Pro Mundi Vita, 6, rué de la Limite, Bruselas 3, Bélgica. La fundación, reconocida por decreto real, está constituida como asociación sin fin lucrativo y con estatuto internacional.

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mundo y sobre los medios de atenderlas 3. Con este objeto P. M. V. ha establecido una red de contactos permanentes con un gran número de centros sociológicos y teológicos. Actualmente P. M. V. se ocupa de llenar las lagunas que existen aún en este terreno en Europa y Asia.

Tras el segundo congreso internacional (Lovaina, septiembre de 1964)4, P. M. V. comenzó a publicar boletines, editados simultáneamente en cinco lenguas (inglés, francés, español, alemán y holandés) y dirigidos exclusivamente a los obispos, superiores mayores, responsables de los grandes movimientos de apostolado seglar y a los especialistas de teología pastoral y misionera. En la actualidad reciben estos boletines unos 1.000 obispos y más de 5.000 superiores mayores.

Estos boletines son preparados según los modelos existentes en Francia ("Etudes et Notes Documentaires") e Inglaterra ("Commonwealth Survey"), destinados a informar a los responsables del servicio público sobre los problemas y las situaciones actuales, sobre los que deben conocer lo esencial para poder tomar decisiones exactas y fundadas.

Mientras tanto, P. M. V. espera que, tras el período de puesta en marcha de la fundación, estará en condiciones de poder invitar a los responsables a que se dirijan directamente a ella con el fin de obtener una orientación sobre problemas de apostolado que sería indiscreto o peligroso exponer en textos impresos. Igualmente, para consultas concretas y detalladas sobre casos especiales, P. M. V. se considera aún incapaz de dar inmediatamente orientaciones sólidas y claras sobre la mayoría de las cuestiones que se le plantean; pero, gracias a los contactos que ya ha establecido, puede ayudar a los responsables a encontrar el especialista apropiado. Es un hecho que los responsables recurren cada día más a los servicios de P. M. V'., sobre todo cuando proyectan nuevas fundaciones apostólicas.

Evidentemente no basta ser buen sociólogo para garantizar la orto-

3 Citamos el artículo 2 de los estatutos: «Pro Mundi Vita es una asociación internacional con fin científico y

religioso. Está al servicio de la Iglesia Católica y tiene por objeto reunir, analizar y difundir de una manera científica informaciones sobre las situaciones pastorales y sociales que interesan a la Iglesia. Estas informaciones se refieren principalmente a: las necesidades regionales que desbordan las posibilidades de la Iglesia

local; las fuerzas de que la Iglesia dispone, cualquiera que sea el lugar en que

se encuentren; las posibilidades de formación del efectivo misionero.

El fin de la asociación incluye también cualquier objetivo relacionado; por ejemplo, estimular la investigación y organizar congresos científicos.»

4 El tema principal del congreso fue «La responsabilidad universal de todos los cristianos». Con este mismo título acaba de aparecer el informe del mismo.

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doxia de un "centro de consulta para la productividad apostólica". Con este fin P. M. V. realiza un asiduo esfuerzo de diálogo con los mejores teólogos y misionólogos. No es otro el motivo de que organice regularmente coloquios de especialistas.

No será superfluo subrayar aquí que P. M. V. no quiere ni puede sustituir a la decisión concreta. Esta corresponde a los responsables, individual o colectivamente considerados, y a ellos corresponderá siempre por ser ¡os únicos representantes autorizados de la Iglesia y los únicos que conocen las posibilidades y los límites reales de los cristianos apostólicos de que son responsables. Naturalmente este hecho no debilita en nada su deber de informarse lo mejor posible antes de tomar una decisión. P. M. V. quiere ser un instrumento entre otros para facilitar esta tarea.

Lo que las grandes industrias, por ejemplo, siderúrgicas o automovilísticas, o incluso la industria hotelera, pueden realizar en poco tiempo impulsadas por la fuerza del bienestar terreno y la voluntad creadora del hombre, también podrán hacerlo los cristianos, movidos por las necesidades de sus hermanos de toda raza y toda religión o ideología e inspirados por el Espíritu Santo, aunque sea preciso activar el proceso, aun a costa de una aceleración de la historia eclesiástica y un cambio bastante radical en los métodos tradicionales de pastoral.

En este contexto el trabajo de P. M. V. puede constituir uno de los factores que preparen la teología operacional, anhelantemente esperada por los cristianos modernos. Pensamos en una teología que escucha a Dios trabajando, no sólo en ¡a historia sagrada del pasado, sino en la historia actual, por muy desconcertante y arrebatadora que sea.

Si en esta perspectiva, que es la perspectiva del Concilio, P. M. V. puede promover la apertura mental que aparece un poco en todas partes, tendrá el sentimiento de obedecer al Espíritu de Dios en la renovación de nuestro viejo mundo.

J. KERKHOFS

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COLABORADORES DE ESTE NUMERO

JOHANNES BAPTIST METZ

Nació el 5 de agosto de 1928 en Welluck/Opf (Alemania). Fue ordenado sacerdote el 14 de marzo de 1954 en la diócesis de Münster. Tras estudiar en la Escuela Superior de Bamberg y en las Universidades de Innsbruck y Munich, obtuvo los títulos de doctor en filosofía (1952) y en teología (1961). Ha sido capellán, becario de la Deutsche Forschungs-gememschaft y profesor ordinario de teología fundamental en la Universidad de Münster. Entre sus principales obras figuran Christliche Anthropozentrik (aparecerá en breve en Ed. Cristiandad con el título: Cristianismo antropocéntrico); Weltverstándnis im Glaaben; Theolo-gische und metaphysische Ordnung; Freiheit ais philosophisch-theolo-gisches Grenzproblem; reelaboración de las dos principales obras filosóficas de Karl Rahner: Geist in Welt y Horer des Woríes. Ha publicado colaboraciones en las revistas "Scholastik", "Zcitschrift für kath. Theo-logie", "Hochland" y "Geist und Leben".

GERARD PHILIPS

Nació el 29 de abril de 1899 en Sint Truiden (Bélgica) y fue ordenado sacerdote en la diócesis de Lieja el 22 de diciembre de 1922. Ha cursado estudios en la Universidad Gregoriana de Roma donde obtuvo el diploma de "Magister" en teología, en julio de 1925. Ha sido profesor de filosofía del Seminario Menor de S. Troud (1925), profesor de teología dogmática en el Seminario de Lieja (1927) y profesor de dogmática especial en la Universidad de Lovaina (1924). Ha publicado: La Raison d'étre da Mal d'apres S. Augustin, Lovaina 1926, De Heilige Kerk, Amberes, 3.a edición 1946 (trad. francesa, italiana, portuguesa). De Leek in de Kerk, Lovaina 1951 (trad. francesa, alemana, inglesa, italiana, española, portuguesa), Naar een volwassen christendom, Lovaina 1961 (trad. francesa) y La Gráce des justes de l'Anden Testament, Lovaina 1948. Actualmente colabora en la revista "Ephemerides Theologicae Lovamenses .

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KARL RAHNER

(V. Concilium n. 1)

H. URS VON BAL.THASAR

Nació en 1905 en Lucerna (Suiza). Cursó estudios de germanística y filosofía, doctorándose en 1929 con una tesis sobre El problema esca-tológico en la literatura alemana. Sus obras fundamentales, publicadas —o en curso de publicación— en castellano por Ediciones Cristiandad, son las siguientes: Apokalypse der deutschen Seele (3 tomos); Wahrheit; Das Weizenkorn; Das Herz der Welt; Das betrachtende Gebet (La oración contemplativa); Schleifung der Bastionen; Theologie der Geschichte (Teología de la Historia); Der Laie und der Ordensstand; Der Christ und die Angst (El cristiano y la angustia); Die Gottesfrage des heutigen Menschen (El problema de Dios en el hombre actual); Theolo-gische Skizzen (Ensayos teológicos, 2 tomos: I Verbum Caro; II Spon-sa Verbí); Kosmische Liturgie; Das Ganze im Fragment. Studien zu einer Theologie der Geschichte (El Todo en la Parte. Estudios para una Teología de la Historia); Glaubhaft ist nur Liebe (Sólo cree el que ama); Herrlichkeit (publicados 3 tomos. En curso de publicación en Ediciones Cristiandad).

HENRI BOUILLARD

Nació el 13 de marzo de 1908 en Charlieu (Loire) y fue ordenado sacerdote el 24 de agosto de 1936 en la Compañía de Jesús. Cursó estudios en la Sorbona, Escolasticado S. J. de Lyon-Fourviere y en la Universidad Gregoriana. Está en posesión de los títulos de Doctor en teología (1941) y Doctor en letras (1956). H a sido profesor de teología en la Universidad de Saint-Joseph de Beirut, en el Escolasticado de Lyon-Four-viére y en el Instituto Católico de París. Sus publicaciones principales son: Conversión et gráce chez Saint Thomas d'Aquin, París, Aubier (1944); Karl Barth (3 vol) , París, Aubier (1957); Blondel et le chris-tianisme, París, Ed. Seuil (1961); Logique de la Toi, París, Aubier (1964). Actualmente colabora en las revistas "Recherches de Science religieuse" y "Archives de Philosophie".

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MAUR1CE NEDONCELLE

Nació el 30 de octubre de 1905 en Roubaix (Nord) Francia. Fue ordenado sacerdote en la diócesis de París en 1930. Ha cursado estudios en la Sorbona y en St. Sulpice, obteniendo el título de doctor de la Universidad de París (1935), doctor en letras por la Sorbona (1943) y doctor en teología por la Universidad de Estrasburgo (1945). Ha sido profesor de filosofía en el Albert de Mun de 1930 a 1945 y en la Universidad católica de Lille de 1943 a 1945; profesor de teología fundamental de la Facultad de Teología católica de la Universidad de Estrasburgo desde 1945, y desde 1956 es decano de esta misma Facultad. Entre sus publicaciones citaremos: ha réciprocité des Consciences, essai sur la nature de la personne. París, Aubier (1943), 3.a edición 1962; ha personne humaine et la nature. París, PUF (1943), cuya edición apareció aumentada en 1963; Existe-t-il une philosophie chrétienne? París, Fayard, 1956, 2.a edición revisada en 1960 (trad. inglesa, italiana, española, portuguesa y griega). Actualmente colabora en varias revistas, entre ellas en la "Revue des sciences religieuses".

HEINZ ROBERT SCHLETTE

Nació el 28 de julio de 1931 en Wesel/Rhein (Alemania). Ha cursado estudios en las Universidades de Münster en Westfalia y Munich, donde obtuvo los títulos de doctor en filosofía y en teología. En 1959-60 dio un curso sobre Nuevo Testamento, como auxiliar del profesor Vógtle, en Friburgo. En 1960 colaboró en la Editorial Kosel para el Handbuch theologischer Grundbegriffe (en breve aparecerá en dos gruesos volúmenes en Ed. Cristiandad con el título: Conceptos fundamentales de la Teología), editado por H. Fríes. En 1960-62 fue becario de la Deutsche Forschungsgemeinschaft. Desde 1962 es profesor de filosofía en la Escuela Superior de Pedagogía de Bonn. Finalmente, desde 1964 es "pri-vatdozent" en la Universidad de Saarbrücken. Ha publicado (Diss. theol.): Die hehre von der geistlichen Kommunion bei Bonaventura, Albert den Grossen und Thomas von Aquin (Munich 1959) (Diss. phil.): Die Nichtigkeit der Welt. Der philosophische Horizont des Hugo v. S. Viktor (Munich 1961); Kommunikation und Sakrament, ("Quaest. disp." Herder 1959); Sowjethumanismus (Kósel 1960); Der Anspruch der Freiheit (Kosel 1963); Die Religionen ais Thema der Theologie ("Quaest. disp." Herder 1964); Die Konfrontalion mit den Religionen (Bachem/Kóln 1964). Colabora en las siguientes revistas: "Münchener Theol. Zeitschrift", "Zeitschrift für Missions —und Religionswissen-schaft", "Zeitschrift für kath. Theologie", "Theologische Revue", "Phi-losophische Rundschau" y "Hochland"-

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JOSEPHUS FRANCISCUS LESCRAUWAET

J. F. Lescrauwaet, msc, nació el 19 de julio de 1923 y fue ordenado sacerdote el 12 de septiembre de 1948. Ha cursado estudios en la Universidad católica de Nimega, obteniendo el título de doctor en teología. Ha desempeñado el cargo de Director de la "Una-Sancta"-huis te Arnhem (1953-1956). Actualmente es profesor de teología dogmática en el Theologicum M. S. C. de Stein. Sus principales publicaciones son: De Bijbel over de Christelijke Eenheid (1961); Communiteit van Taizé (1961); Compendium van het Oecumenisme (1962); Critical Bibliogra-fhy of Ecumenical Literature. Colabora actualmente en la revista "Tij-dschrift voor Liturgie".

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