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Revista Otra parte Número 15: "Pequeño/Grande" Todo es relativo. Pero esto depende. 1. Escalas El tamaño de una cosa, o digamos más específicamente, el tamaño de una “obra”, parece un tema muy concreto. Hasta que, de tan concreto, se torna imperturbablemente abstracto. Porque los tamaños se pueden medir en números, o en términos de relación. Una obra breve estrenada en Inglaterra suele ser más larga que una obra larga estrenada en Buenos Aires. ¿Qué es entonces una obra larga? O mejor formulado: ¿larga para quién? Como esta pregunta no tiene respuesta en ninguna cultura conocida, se ha preferido simplificar la cuestión mediante medidas o patrones ya existentes, prestados de otras disciplinas, tal vez menos creativas, pero sí socialmente prácticas. Hay números y unidades que permiten medir y escalar experiencias tan disímiles como una obra breve y otra obra breve. Como toda convención, ésta es también anónima: le pertenece a cada comunidad lingüística pero no viene firmada por nadie. Una obra tiene que durar, entonces, una hora. Es lo más razonable. Ni sesenta y cinco minutos. Ni cincuenta y cinco. No. Una hora. Que para eso existe la medida. Existe de antes. De antes de la obra. Es una categoría en sí misma. Nadie ha hecho la medición cronometrada: ¿cuánto tiempo real pasa antes de que un espectador pierda la concentración? ¿Y qué espectador? El argumento de que la atención se puede sostener una hora es tan falaz como el que afirma que son sólo cinco minutos o tres horas y media. Una hora es –no obstante- la manera industrial en la que la televisión divide la torta de programas. El programa –claro está- nunca dura una hora, sino sólo 47 minutos; todo lo otro 1

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Spregelburd Rafael

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Revista Otra parteNúmero 15: "Pequeño/Grande"

Todo es relativo. Pero esto depende.1. Escalas

El tamaño de una cosa, o digamos más específicamente, el tamaño de una “obra”, parece un tema muy concreto. Hasta que, de tan concreto, se torna imperturbablemente abstracto. Porque los tamaños se pueden medir en números, o en términos de relación. Una obra breve estrenada en Inglaterra suele ser más larga que una obra larga estrenada en Buenos Aires. ¿Qué es entonces una obra larga? O mejor formulado: ¿larga para quién?Como esta pregunta no tiene respuesta en ninguna cultura conocida, se ha preferido simplificar la cuestión mediante medidas o patrones ya existentes, prestados de otras disciplinas, tal vez menos creativas, pero sí socialmente prácticas. Hay números y unidades que permiten medir y escalar experiencias tan disímiles como una obra breve y otra obra breve. Como toda convención, ésta es también anónima: le pertenece a cada comunidad lingüística pero no viene firmada por nadie. Una obra tiene que durar, entonces, una hora. Es lo más razonable. Ni sesenta y cinco minutos. Ni cincuenta y cinco. No. Una hora. Que para eso existe la medida. Existe de antes. De antes de la obra. Es una categoría en sí misma. Nadie ha hecho la medición cronometrada: ¿cuánto tiempo real pasa antes de que un espectador pierda la concentración? ¿Y qué espectador? El argumento de que la atención se puede sostener una hora es tan falaz como el que afirma que son sólo cinco minutos o tres horas y media.Una hora es –no obstante- la manera industrial en la que la televisión divide la torta de programas. El programa –claro está- nunca dura una hora, sino sólo 47 minutos; todo lo otro es chatarra y jabón en polvo, pero como a veces no hay gran diferencia entre la ficción “irreal” que se nos quiere hacer tragar y el producto “real” que se nos quiere vender en las intermitencias de esa ficción, estamos a acostumbrados a la experiencia integral, y el sentido común nos dicta que “una cosa que narra algo con personajes dura una hora”.Claro que hay variaciones.Si la cosa es más larga o más breve, se mide siempre con respecto a la desviación que produce. La desviación es lícita, siempre que se asuma como desviación y se explicite como tal.Entonces, una obra de teatro que dure 50 minutos se presenta como una “obra breve”. Si fuera en Alemania, además, habría que cobrar menos entrada para verla, o, lo que es mucho más usual, integrarla

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junto a otra obra breve para hacer un “Doppelprogramm” y saldar así la noche y el esfuerzo de movilizarse hasta el teatro. Este preconcepto, que parece una pavada, no lo es tanto. Es claro que los verdaderos clásicos se han tomado en general enormes libertades al respecto (Beckett en su brevedad, Shakespeare en su grandilocuencia). Pero los autores contemporáneos alemanes, digamos, si quieren satisfacer su mercado interno y ser estrenados y poder así encontrar las maneras de escribir sus segundas obras, o sus terceras, deben atenerse a una serie de escalas. Cuatro personajes. Una hora y media de duración. Listo. No mucho más.Que conste que hablo de Alemania porque es un “modelo” en muchos sentidos: allí el teatro es una cuestión de Estado; éste opera sobre los asuntos de la cultura, la financia, la defiende, la ataca y problematiza sobre ella en tanto valor de circulación ciudadano.Ahora supongamos que no hablo más de Alemania. Ahora hablo del Abasto. Allí ya no hay Estado alguno que legitime con sus escalas lo que es correcto, cobrable, razonable, o soportable. Y sin embargo, el panorama es similar. Pero por otros motivos. Poco abstractos.Los teatros programan obras que deben compartir la sala. Tienen que armarse y desarmarse en cuestión de minutos, minutos que son restados de la dramaturgia general, lógicamente. Una obra extensa –como las que suelo encarar cuando mis dramaturgias se crispan y van a para a planetas extraños- tiene problemas bien concretos: debo buscarme salas que no compartan espectáculos en la misma noche. Tarea casi imposible en el ámbito independiente. Porque las salas deben asumir unos costos de luz, gas, teléfono, qué sé yo, que parecen resonar en concordancia con otras escalas ya prefijadas como convenciones para que la maquinaria total funcione sin chirridos. Las salas que están semi subsidiadas por estructuras siempre deficitarias (INT, Proteatro, etc.) deben funcionar casi como rectores estéticos de lo que será admisible: para afrontar los gastos, habrá que duplicar (o triplicar) la brevísima, fugaz eficacia de una noche de acción. Dicho esto, se comprenderá que toda obra que pretenda durar dos horas, o tres, o cuatro, debe primero rendir una serie de explicaciones. Nunca alcanza con decir: “esta obra salió así”. O mucho mejor: “esta obra debe ser así para ser esta obra”.Creemos que podemos discutir en términos técnicos factores tales como atención, complejidad de la intriga, postergación de las incertidumbres, etc., pero casi siempre lo que estamos haciendo es explicando que esta obra no va a durar una hora, y que entonces sus mecanismos de producción entrarán en carriles un poco perversos. Estarán a contrapelo de esa maquinaria que se armó solita, y que funciona aceitadamente para obras de una hora.¿Qué estaba antes? ¿La atención humana dura una hora? ¿O se adaptó a durar lo mismo que duren las experiencias que rodean a esos humanos?

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2. Latitudes

Un espectador alemán va muy contento a su teatro de cabecera (pagado con sus impuestos) y se dispone a disfrutar de un –digamos- Hamlet, una obra llena de vericuetos, pero con un argumento central más o menos reducible –si se quisiera- a una hora y pico. En este caso, no se ha querido. El espectador alemán deja sus zapatos en el guardarropas, si es Hamburgo deja también su fiel paraguas, compra el programa de mano, con fotos de estilo, hermosas, se sienta a disfrutar del primero de tres actos, ya conoce la obra pero ha venido a ver esta variación de la misma obra que ya conoce, y luego, en los intervalos, se tomará un Glühwein y se comerá un panini. La experiencia total dura a lo mejor unas cinco horas. Probablemente la función se haya iniciado –digamos- a las 18:00, como para terminar a las 23:00, dando el tiempo suficiente a agarrar el último U-bahn de camino a casa. Muy probablemente también, la función esté colmada, y para poder entrar, este espectador ha tenido que agendarse esta salida con cierta antelación. Ha comprado las entradas –digamos- un mes antes. O mejor aún: es abonado de su teatro (al que considera además “su” teatro) y ya sabe qué día le tocará la función de abono. Ese día arregla para no trabajar, o para estar libre a las 18:00, o muy probablemente, siempre esté libre mucho antes de las 18:00, y tenga un solo trabajo, y no dos o tres, y entonces, ¡acabáramos!, puede permitirse cinco horas de ocio absoluto, de ficción desenfrenada. Su atención durará probablemente lo que dicte su sistema de relación con el dinero que circula en su ciudad, y con las maneras en las que su ciudad lo ha producido a él como ciudadano. Pero él no lo sabe: simplemente va al teatro. Como han ido sus padres y sus abuelos. Cuando no había guerras. Y mientras haya Estado.

Primera tesis: la duración de una obra es lo que la cultura que la ve nacer pueda permitirse como tiempo robado (tiempo ocioso) al funcionamiento del capital que se mueve (muerto y sepultado por Hegel) en sus estructuras más profundas.

3. Órdenes

Vienen a mi memoria unas reflexiones muy elocuentes de Eduardo del Estal acerca de la poco confiable relación entre poder y escala, entre Orden y Belleza. Escribe Del Estal:

Al mismo tiempo la belleza es un mecanismo de poder.

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Al establecer un prototipo ideal, un canon de proporciones, una "homotipización", la diferencia con respecto del modelo provoca en los individuos la angustia y la culpa necesaria para que el Orden perfecto domine sobre la imperfección de los hombres singulares.Un caso ejemplar de la identificación de la Belleza con el Orden y el Poder lo encontramos en el "Canon Bizantino", en el cual la medida de la nariz del emperador Justiniano constituía el submódulo de proporción cuya multiplicación y proyección aseguraba la belleza y la armonía de toda obra plástica o arquitectónica.Históricamente, fue Kant quien primero comprendió la insuficiencia, la parcialidad insostenible y la inconsistencia lógica de esta corrupción de la belleza.Por lo tanto determinó otro nivel estético distinto de la belleza, que permitía conceptualizar las experiencias estéticas, cuya percepción desbordaba toda preceptiva de organización y equilibrio: lo Sublime.

Nos burlamos ahora un poco de la nariz de Justiniano, pero si en su época una pared estaba bien construida cuando correspondía a un número entero que surgiera espontáneamente de la multiplicación natural de su napia, ahora deberíamos aceptar al menos que el Orden, que se eterniza mediante sus pactos con el Poder, ha generado otro tipo de narices. Cuando escribimos -mansamente o no- una obra, cuando filmamos una película, cuando polemizamos en nuestras ficciones sobre algún tema con total conciencia de estar presentándonos ante el Orden para rasgarlo salvajemente y entrever qué hay atrás, ¿somos perfectamente concientes de que tanto los contenidos como las formas responden a parámetros directamente relacionados con la capacidad de ocio, de sustracción de utilidad de las operaciones de producción de mercancías, que esa sociedad y ese orden permiten?Los estudiosos marxistas que analizan, entre otras cosas muy dispares, las sucesivas revoluciones tecnológicas que ha sufrido el mundo, y la maquinización del trabajo humano, manifiestan indignados que –en términos de igualdad matemática- alcanzaría con que cada adulto en edad activa trabajara 45 minutos por día para que el mundo produjera sus necesidades básicas y con holgura. Es decir, que veintitrés horas y cuarto de su vida, le pertenecerían de manera íntima y privada al trabajador. Podría dedicarlas al ocio, al amor, a la abstracción, al arte, al Sudoku, al deporte.¿Cuánto duraría allí –en el mundo socialista- una obra larga?

4. Completitudes

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Con el largo de una obra –y fíjense que no pasa exactamente lo mismo en el largo de una novela o una obra literaria, fuere cual fuere, pensada para ser leída quizás en un tiempo no mensurable en términos de producción de mercancías/pausa para vivir/nueva producción de mercancías- ocurre exactamente lo mismo que con la belleza sistemática. Preguntarse por el largo de una obra es como preguntarse por su belleza. Si el largo está en relación al largo de otras cosas (el turno de un trabajo, o la cantidad de obras que un teatro debe hacer por noche con una entrada muy devaluadita para poder pagar el gas y la luz), la belleza de una obra también es una instancia horrorosamente relativa. La primera de sus relaciones ocurre con el Espanto.Vuelvo a Del Estal, quien lo explica como un verdadero poeta, y con la cabeza muy fría:

Dentro del devenir del universo, todo fenómeno no puede constituirse sin una alteridad. Nada es por sí mismo, nada es autónomo. La belleza no puede existir, no puede ser percibida sin un fondo que la niegue y la dinamice. No hay belleza sin incompletitud, no hay simetría sin rotura.El desorden, el caos, lo pavoroso es condición de la existencia de lo Bello.La naturaleza de la belleza es que lo horroroso se presente como una ausencia que no debe ser develada.El poder, el vértigo y la esencia de lo Bello consiste en la SUSPENSIÓN DE UN HORROR PRIMORDIAL.Una forma bella es la percepción actual y armónica de algo que intuimos informe, caótico e ilimitado.La belleza es el cuerpo imposible del abismo.Es metonímica de un caos, de una Nada primordial.Bella es una revelación que no puede producirse.La función de la belleza no es seducir, armonizar u ordenar sino hacer posible la vida ocultando lo pavoroso lograr convertir el abismo en un lugar habitable.El arte es un velo a través de cuya trama ordenada se infiltra el Caos.Esta es su naturaleza: BELLEZA ES LO QUE OCULTA EL AGUJERO ONTOLÓGICO (el Vacío, la Nada).La obra de Arte es la anteúltima revelación de otra revelación que nunca puede producirse porque vaciaría la vida.

Si el objeto de una obra es el de esa anteúltima revelación, tanto sus formas de construir lo bello, como sus formas de durar en el tiempo, están en relación con esa pavorosa alteridad. Con lo imposible. Con lo negado. Con lo que “no se puede hacer”.

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5. Centros

Lo que “no se puede hacer” es muy distinto para cada cultura.Lo que se puede durar en el tiempo, también lo es. Los imperativos importados y exportados desde los Centros a las Periferias culturales están allí para ser debatidos y –en lo posible- derribados.Siempre he comentado profusamente la sensación de injusticia y de humillación que se experimenta cuando uno trata de responder a los imperativos de los modelos culturalmente ricos (los estados ricos que pueden intervenir eficazmente en sus culturas). Normalmente, sabemos que Europa manifiesta cierto interés en los teatros periféricos. En el teatro latinoamericano, por ejemplo. Pero es triste que cuando ellos te piden una obra (o simplemente usan una obra tuya para entrar en clave de lectura “europea”) se sostiene que la función de las ficciones en los países periféricos son la de “informar sobre sus crisis”. Que además son eternas. Siempre hay honorables excepciones, ojo. Pero pareciera que en general la ficción que se espera de Colombia, por ejemplo, es la de obras que tematicen la guerra, que nos hablen de ella y nos informen de ella. Obras de México, que tematicen sobre las enormes diferencias sociales. De Brasil, sobre la violencia doméstica. De Argentina, el menú es grande pero acotado: sobre corrupción, sobre esquizofrenia de la clase media, sobre represión, sobre desaparecimientos. Ojo: no digo con esto que cada país no use sus ficciones para filtrar en ellas lo que de todos modos se filtrará invariablemente en cualquier obra escrita por un espíritu sensible a “su ahora”. Lo que es horroroso es que Europa proyecte valor en las obras exclusivamente cuando hacen eso, mientras ellos se siguen arrogando el derecho cósmico de la fragua de los mitos universales. Que luego se exportarán cómodamente hacia las periferias y en royalties en euros o libras en forma de Schiller, Goethe, Beckett, Pinter, Bernhard… Nadie le pide a Jelinek que tematice sobre la violencia de género. O a Sarah Kane que hable de la corrupción de los gobiernos. Pueden hacerlo, si quieren. Pero más bien se espera de ellas que haga su trabajo: que produzcan ficción, que agreguen a la vida ese valor de ocio que cada uno usa para imaginar, justamente, el resto de las relaciones de su vida productiva.La nariz de Justiniano es a veces la medida de una obra de factura alemana. O la de una salita independiente del Abasto, que tiene contados los minutos de diálogo y los minutos de clavar paneles.

6. Caprichos

Yo suelo hacer lo que se me canta. Esto siempre tiene un costo muy alto. A veces mis obras me hacen perder no sólo paciencia, sino mucha plata. Que le aproveche al sistema.

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La primera de las explicaciones que debo dar cuando se me entrevista es por qué hago obras largas. Soy un escritor frondoso, con poco control de imágenes: mis obras me salen así; de un tiempo a esta parte han dejado de interesarme las obras lineales, sencillas. Es muy difícil construir una obra compleja (realmente compleja, no “complicada”, sino compleja) sin tematizar sobre la duración y permanencia de lo dicho, de lo actuado, de lo visto. Nunca pretendo que las obras se extiendan más de lo tolerable, pero tampoco sé qué es lo tolerable. He visto “Satantango”, una película maravillosa del húngaro Béla Tarr, que duraba algo así como 8:40 hs. No la vi solo. Éramos muchos en el cine, muchos que nos mirábamos con ojos atravesados durante los tres o cuatro breves intervalos que si hicieron durante su proyección en el Bafici. Creo que pocos de nosotros podríamos decir de qué se trata la película. Y al mismo tiempo, lo sorprendente es que es tremendamente concreta. No hay especulaciones abstractas. Ocurren cosas todo el tiempo. Alguien llega a un pueblo. Planea algo. Oculta algún objetivo. Algunos lo saben. Otros le temen. Algo. Alguien. Algunos. Otros. Una trama compleja, un laberinto para la mente, para que la mente logre saltar a otras categorías de la percepción, categorías que nos acerquen a esa anteúltima revelación.¿Se puede acortar esa película? ¿Se puede abreviar esa experiencia?Tenemos un ejemplo más vernáculo. La fabulosa “Historias Extraordinarias”, de Mariano Llinás y sus amigos, es una película que –a mi caprichoso gusto- ha hecho saltar de una vez y para siempre al cine argentino treinta años hacia el futuro. Si bien es cierto que dura cuatro horas (una medida inédita para el mercado local, y que obligará a la película a proyectarse en espacios cinéfilos que se puedan permitir estas operaciones de exageración y despilfarro), lo más singular de la película es su mecanismo narrativo. La relación entre la historia narrada por las voces en off y lo que se ve, los cambios de negociación entre esos puntos de vista (el literario y el visual), el cultivo atento de las emociones más raras (que son también las más intensas e impredecibles) requerían que esta película durase esas cuatro horas. ¿Qué duda cabe?¿Es larga? ¿Más larga que qué? ¿Hace saltar la escala? ¿A qué intereses sirve la escala?

7. Síntesis

La ilusión de la síntesis es un tema que me fascina. Hablamos de síntesis como uno de los propósitos de la creación consciente. Pero sabemos poco de ella. “Síntesis” no es escribir “más brevemente”, o describir con menos. Eso es simplemente “brevedad”, pero no “síntesis”. Cuando decimos que a una obra le falta síntesis, no siempre queremos decir que debería ser más breve. A veces es todo lo contrario.

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La síntesis es una acción dialéctica. Al respecto esbocé esta sencilla explicación, en ocasión del estreno de mi obra “Bloqueo” (2007):

La pesadilla de Hegel

Persigo un objetivo formal poco decoroso: una obra que carezca de introducción y desenlace, y que se pueda percibir como puro nudo. Creo que BLOQUEO es lo más cerca que he estado de lograrlo.(…)Las connotaciones ideológicas de este procedimiento que busca al nudo como alma, en detrimento de las causas (introducción) y las consecuencias (desenlace) no tardaron en aparecer. Pero siempre de manera esquiva, amorfa, y evidentemente parodiando mi propio sentido común. Al comienzo de la génesis de esta escritura a ciegas, los músicos ni siquiera eran cubanos. Pero las cosas se me fueron complicando, y para bien. La obra –como es de esperar- no supone ninguna afirmación categórica en torno a la situación pasada, presente o futura de Cuba. Pero tampoco la evade. El cruce entre aquellos temas y este procedimiento es –vaya novedad- accidental. Mi cuestionable confusión, mi errático instinto, mis viajes en una y otra dirección y mi agridulce, romántica desazón no pueden confundirse con desinterés, pero tampoco con sensatez o pacatería. Todo lo contrario. Sabemos que la verdad que surge en el teatro es lúdica, inmediata, amoral y provisoria. Y sabemos que los temas importantes –y más si vienen impresos en sus programas de mano- no le quedan bien al teatro, porque suelen debatirse fuera de él con más eficacia y menor ambigüedad. Una obra sin introducción ni desenlace, sí. Puede ser.Pero también hay algo mucho peor que eso, algo más escabroso: una obra sin dialéctica.En la dialéctica (como procedimiento de conocimiento del mundo) hay una máquina que motoriza al pensamiento: la tesis “dialoga” con su antítesis, y en ese movimiento desenfrenado de opuestos se arriba a una síntesis. A una instancia superadora de los términos iniciales de la discusión. Después de todo, para eso se discute. Desde hace tiempo estoy algo obsesionado –sin querer- con una idea más pesimista, y en esta obra indago en esa obsesión aterradora: una eterna dialéctica que no conduzca a síntesis alguna, una intermitencia de elementos que –por no poder arribar a instancia superadora de ningún tipo- al no poder aparecer conjugados, sólo se alternan en el uso del espacio y de la praxis. (…)

En el teatro (una institución construida en base a varias narices muy distintas pero muy concretas) todo cambio de escala (sobre todo cuando la escala se agranda) produce alguna forma de complejidad. Y con

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suerte, es garantía de extrañamiento. Por supuesto que no es la única manera de producir lo otro. El extrañamiento, un noble objetivo de las ficciones, tiene que ver –como ya hemos dicho- con las ideas de producción de belleza para normar al espanto, su doble indivisible.

8. Ampliaciones

Esta suerte de “teatro ampliado” ha modificado mi idea sobre los límites de mi actividad. Ya no creo en estos límites de mercado. Sobre todo, porque aquí el marcado está loco. Y mucha gente también. Gente a la que el capitalismo flagrante de estas colonias del mundo han llevado a la alienación total, y a la natural desconfianza hacia cualquier medida que se le presente como institucionalizada. Mis obras –pese a la duración desaforada de algunas de ellas- han tenido siempre una razonable cantidad de espectadores. ¿Creerán ellos en lo mismo que yo? ¿O es simplemente que la aventura de ir a ver una obra que dura cuatro horas y en la que –parece- pasa de todo se ha convertido –precisamente- en una aventura? Cuando estrenamos “Bizarra”, por ejemplo, una obra teatral con formato de teatronovela, que duraba unas 30 horas y que se estrenaba a razón de un capítulo de unas tres horas por semana, y durante diez semanas, descubrí que la condición episódica –que le está un poco vedada al teatro- podía regresar a él de diversas maneras. Pero era también una época muy especial: la crisis del 2002, post-corralito, el universo Patacón, donde quizás la que “regresaba” era la condición episódica de la historia argentina. Digo con esto: creyendo romper la escala, a veces uno no está haciendo más que apuntar la vista a una escala de dimensiones más sólidas, más reales, o más profundas. Entender la historia argentina como “episodios” de una tragicomedia, o –como diría Karl Marx- de regreso paródico sobre lo que ya ha acontecido una primera vez como tragedia, y que es regurgitado sin pausa por un pueblo entero, es una nueva “develación” de escalas profundas, escondidas en el uso cotidiano de lo que damos en llamar lo real, y que en realidad no es más que una versión provisoria, esgrimida por los poderosos, para que lo real no cambie nunca de naturaleza. Porque todo poder tiende a querer conservar. Muchas veces se me pregunta qué tipo de disposición se espera de un espectador cuando se le presenta una obra desaforadamente larga, o –como suele ser mi caso- desaforadamente compleja en sus hilos narrativos simultáneos o sucesivos. Yo no lo sé. Sí sé que me comporto como el primer espectador atónito de mis procesos. Soy glotón: hago las obras que me gustaría ver. Y casi siempre son bacanales desbordadas de fruta del trópico. Pero no me muevo en un platillo de experimento: supongo que muchos espectadores se sienten también un poco así. Descreen de los formatos predigeridos. O a lo mejor todo lo

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contrario: creen tanto en ellos como la “norma”, que desean a veces recordar qué pasa cuando la norma se rompe. Son –como hemos dicho antes- los mecanismos de conocimiento que conducen al disfrute social de la belleza. Por lo demás, yo creo que la disposición de los espectadores no es moldeada solamente por el teatro que ven. Hay otros factores en acción. La televisión, el cine. Las series norteamericanas. Está “Lost”, por ejemplo. Y sus subproductos. Yo sé que no queda bien en una revista tan seriecita como esta hacer apología de la más ramplona televisión norteamericana, de una fórmula que ha sabido facturar millones, porque se atiene por un lado a las escalas y narices (los héroes de “Lost” son héroes clásicos, los patrones de belleza siguen siendo “modelos”) y por otro lado busca –y logra, lo juro- multiplicar exponencialmente las capacidades narrativas de un medio que sólo parecía diseñado últimamente para producir Gran Hermano. “Lost” (menudo sacrilegio) expande la literatura. Y además factura billones. No sé si es una serie popular. No sé cuánta gente puede seguirla sin perderse. De vez en cuando se ve que ellos tampoco lo saben y tratan de ceder –entre tanta desmesura y tanta expansión en todas direcciones de la escala- a las técnicas de resumen Lerú, y tratan de nivelar a sus espectadores. Pero para cuando se inicie la quinta temporada, es evidente que los que hayamos llegado hasta allí aceptaremos casi cualquier cosa.El diálogo con el cine, con la literatura, incluso con la boba televisión no es sólo necesario, sino inevitable. Pero esto no implica una anulación de la especificidad del teatro; todo lo contrario. Si lago caracteriza al teatro, y veamos si no su historia, es su capacidad para rapiñar a todas las otras artes, invitarlas a su cueva andrajosa, y afanarlas sin compasión. Shakespeare robó la atención de las riñas de gallos; nosotros podemos robar un poco de tecnología del video, otro poco de las técnicas narrativas del flashback y el flashforward, y la especificidad del teatro seguirá intacta: el teatro se juega cuerpo a cuerpo frente a una “polis”, una ciudad, que no sólo va a “ver”, sino sobre todo a debatir: su presencia es ya una presencia política. Sus reacciones de adhesión o rechazo, en tanto ocurren a la vista de sus otros conciudadanos, es una demostración del estado de valores, conocimientos o ignorancias que un pueblo detenta en un momento dado. En ninguna otra arte narrativa ocurre con tanta inmediatez como en el teatro. Yo creo que su eficacia está bien garantizada por más años de los que pronostican los agoreros tecnologistas.

El cambio de escala es una actitud frente a la creación. No es obligatoria ni necesaria. Pero algunos creadores han hecho de ésta su marca: George Perec, James Joyce, Raymond Carver (que pasó agachadito bien por debajo de la escala y nunca por el medio), Franz Kafka, por supuesto, Rainer Werner Faßbinder (que nos legó –entre otras maravillas- su interminable y siempre melancólica “Berlin

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Alexanderplatz), Béla Tarr, Alexander Sokurov, Arianne Mnouchkine, Tom Stoppard (quizás el único autor europeo vivo al que se le permite escribir obras de la duración de un Shakespare)… Sí, puede ser: estos autores y directores tal vez sean extraordinarios de cualquier manera y en cualquier medida y con cualquier escalímetro. Pero creo que la eficacia de sus brutales obras es digna de tener en cuenta a la hora de pensar por qué ponemos los límites que ponemos, o con qué escala nos vamos a manejar para rasgar nuestro presente y vislumbrar el horror. La belleza.

Rafael SpregelburdJunio de 2008

Rafael Spregelburd es dramaturgo, actor, director, traductor y docente. Sus obras, muy ligadas a búsquedas lingüísticas inéditas, son a la vez tan complejas como accesibles. Trabaja asiduamente en Buenos Aires y para prestigiosas instituciones del mundo: la Schaubühne y el Hebbel-Theater de Berlín, el Royal Court Theatre y el National Theatre de Londres, el Schauspielfrankfurt, el Centro Cultural Helénico de México, el Deutsches Schauspielhaus de Hamburgo, el Théâtre de Chaillot en París, la Casa de las Américas de Cuba, el Festival de Otoño de Madrid, el Festival Internacional de Buenos Aires, entre muchos otros. Su obra –que incluye unos 40 títulos- ha obtenido numerosos premios internacionales y ha sido traducida al alemán, inglés, francés, portugués, italiano, catalán, checo, neerlandés, eslovaco y sueco. En este momento pueden verse en Buenos Aires sus espectáculos: “Lúcido”, “Acassuso” y “La paranoia”.

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