02 Las legiones malditas (elementos+texto)

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pág.1 TEMAS secuencia 32 RELIGIÓN Quinto Fabio Máximo ejerciendo de augur

Quinto Fabio Máximo, princeps senatus y augur permanente de Roma, salió del ciclópeo edificio de su domus y paseó entre las construcciones de su gran villa, dejando a un lado las porquerizas y al otro las pequeñas viviendas de los esclavos. Ascendió por un estrecho paseo en cuyos lados crecían altos cipreses como centinelas del pasado anclados en el tiempo. La senda, por la que no cabía un carro, condujo a Fabio Máximo hasta lo alto de una colina en el centro de su inmensa hacienda. En su lento ascenso, Máximo se ayudaba en ocasiones del lituus, un largo bastón terminado en forma curva, necesario para la ceremonia que iba a realizar. Una vez llegado al final del sendero dio unos pasos más hasta situarse justo en medio del pequeño altozano. A su alrededor podía ver sus tierras, rodeadas de un poderoso muro y, más allá de aquella pared, las grandes murallas de Roma, ante las que su fortaleza quedaba empequeñecida. Pero en ese momento, Máximo no estaba interesado en el paisaje terrenal. Trazó con el lituus una larga línea en el suelo, el cardo, de norte a sur, con la que dividía el espacio celeste en dos regiones, y luego dibujó de igual forma otra perpendicular de este a oeste, decumanus. A continuación fue trazando líneas paralelas a las ya marcadas para tener así al fin un gran prisma constituido por cuatro cuadrados, las cuatro regiones celestes en las que dividía el mundo desde el punto en el que se encontraba y, al fin, se situó en el centro donde se cruzaban las dos líneas centrales, donde el cardo y el decumanus formaban una cruz. Máximo inspiró lentamente y cerró los ojos alzando la cabeza. Técnicamente aquél no era un campamento augúrale aceptado comúnmente, pero él ya había hecho levantar allí mismo un pequeño templo a Júpiter para que aquel altozano quedase como un auguraculum, un lugar purificado, un sitio desde el que observar el futuro en el vuelo de las aves, esto es, si uno era de los pocos augures elegidos en Roma, y él era el más antiguo. Máximo giró despacio sin salirse de la cruz de las dos líneas clave de su espacio dibujado en el suelo hasta quedar encarado hacia el sur, hacia el sol del mediodía. Para ello, el princeps senatus se dejó guiar simplemente por la intensidad de la luz que atravesaba la fina y gastada piel de sus viejos párpados cerrados. Todo lo que estaba ante sí era el antica y lo que quedaba a sus espaldas era el portica. Normalmente, habría venido acompañado de alguien que le habría planteado aquellas cuestiones que querían consultarse a los dioses, pero en aquel día era él, Quinto Fabio Máximo, el que deseaba consultar personalmente a las divinidades.

- Sea, por Júpiter -dijo sin levantar la voz y abrió los ojos mirando al cielo, con cuida-do de evitar la luminosidad directa y cegadora del sol, pero escrutando en silencio el cielo. Cualquier ruido, cualquier chasquido de una rama al quebrarse, el relincho de un caballo en aquel momento darían por terminado el augurio, pero los dioses estaban con Fabio aquel día, y sólo el zumbido suave de la brisa llegaba tranquilo a aquella colina. En aquel instante, lo importante era observar el vuelo de las aves. Si éstas venían de su izquierda, de oriente, el augurio sería bueno, positivo para sus designios, pero si venían de occidente, de su derecha, sus planes se truncarían irremisiblemente. Fabio no pudo evitar una sonrisa de cierto desprecio al recordar cómo para los griegos esto era al revés, pues se situaban mirando hacia el septentrión. ¿Qué podía esperarse de un pueblo que ni tan siquiera sabía predecir el futuro con propiedad? También era importante que las aves no volaran demasiado bajas, aves inferae, pues éstas sólo traían consigo malos augurios. Por el contrario, las aves praepetes, de vuelo alto, confirmaban un presagio positivo. Fabio Máximo volvió a cerrar un instante sus ojos y se centró en sus planes sobre Lelio. Los abrió entonces de golpe y levantó el lituus en el aire y, casi por ensalmo, se recortó en el cielo la figura inconfundible de una bandada de aves. Podrían ser gansos o quizá patos, pensó, pero aquello era lo de menos. Lo esencial es que venían de su izquierda, de oriente. Sus planes estaban en marcha. Todo transcurriría según lo planeado. Fabio dejó caer despacio el lituus. ¡Qué simple era Catón!, pensó. Simple pero leal, un fiel servidor, pero servidor al fin y al cabo. Se había forjado grandes expectativas para Marco Porcio Catón, pero cada vez veía más claro que sería su propio hijo el que debería sucederle, el que estaba a la altura de comprender hacia dónde debía ir Roma. Un buen hijo. Un fiel a Roma. Sangre de su sangre.

183 INSTITUCIONES Sesión del Senado De pronto, desde el fondo de la sala, encaramado en un podio, Cayo Léntulo, el praetor urbanus,

encargado de presidir aquella histórica sesión, carraspeó con profundidad dando a entender que ya era hora de iniciar el debate. Estando los cónsules en la ciudad lo lógico es que aquel de los dos al que le correspondiera por turno -turnos que cambiaban de mes en mes-, presidiera la sesión. Le correspondía a Publio presidir, pero en un acto en el que buscaba congraciarse no ya con la facción de Fabio Máximo, algo a todas luces imposible, sino al menos con aquellos senadores más moderados dispuestos a analizar cada palabra, cada gesto, cada propuesta con detenimiento, y que sólo en función de esos datos tomarían decisión última sobre el sentido de su voto, había decidido ceder la presidencia al praetor urbanus, Léntulo en ese momento, quien normalmente sólo la ejercía cuando los cónsules estaban ausentes de la ciudad. Era una cesión importante, pues el presidente concedía la palabra a cada interviniente y controlaba el orden en el Senado; también era obligación del presidente de la sesión enunciar la relatio, es decir, la descripción concisa pero clara del asunto sobre el que se iba a deliberar. Léntulo no era hombre de Máximo, como era lógico si lo había nombrado Publio ejerciendo su po-der, pero tampoco era un claro seguidor de los postulados de los Escipiones. Una nueva concesión del cónsul en su política de conseguir el mayor número de adeptos a su pro-puesta de invadir África. Así, Léntulo, praetor

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urbanus de Roma, se levantó en su podio y aclaró una vez más su garganta. Los lictores, que en todo momento rodeaban al presi-dente de la sala, se pusieron firmes, tensos: una sesión del Senado de Roma iba a dar comienzo. Las puertas de la Curia Hostilia, no obstante, permanecieron abiertas de par en par. No era una sesión secreta y aquélla era una señal de que los senadores velaban por los ciudadanos y los ciudadanos podían escuchar lo que allí se hablaba. De hecho, la plaza del Comitium, frente a la Curia, estaba repleta de una muchedumbre de ciudada-nos ansiosos por saber lo que se diría y, más aún, lo que se decidiría. Ante el estado de cierto nerviosismo y la división entre los que defendían la idea de la invasión y los que preferían que las legiones se concentraran en Aníbal, el praetor urbanus había ordenado que dos manípulos de las legiones urbanae formaran ante la sede del Senado para, en caso de necesidad, mantener el orden e impedir que ningún ciudadano no autorizado entra-ra en el edificio de la Curia Hostilia pero, eso sí, las puertas, según mandaba la tradición, debían permanecer abiertas por completo. El Senado exigía respeto a sus deliberaciones pero no ocultaba lo que allí se discutía. Léntulo, al fin, con el prestigio y la veteranía de sus cincuenta años, empezó a hablar y su voz resonó profunda. Comenzó pronunciando la fórmula acostumbrada para abrir cualquier sesión del Senado de Roma.

- Quod bonum felixque sitpopulo Romano Quiritium referimos ad vos, paires conscripti… [Referimos a vosotros, padres conscriptos, cuál es el bien y la dicha para el pueblo romano de los Quintes.]

294 SOCIEDAD El teatro como instrumento de denuncia social (reunión de Escipión y Plauto)

Siracusa, otoño del 205 a.C. Plauto asistió con discreción al resto de la cena de su anfitrión. Él, al igual que Marcio o Lelio, se había percatado de la extraña salida y vuelta del cónsul al y del vestíbulo, aunque Emilia Tercia no lo advirtiera. El escritor pensó que alguien importante había traído un mensaje de relevancia para el cónsul, pero podía tener que ver con tantas cosas que dejó de pensar en ello y se limitó a escuchar en silencio los debates sobre la guerra, sobre la campaña de Aníbal en Italia y sobre la próxima invasión de África que Escipión estaba preparando.

(…) De todo aquello, Plauto no quería hablar. Y de teatro, el único debate que había habido fue con el

quaestor y no le había dejado demasiado buen sabor de boca. Además era otro el motivo que le había traído allí y no debía dejar que el vino le hiciera olvidar su objetivo de aquel día. Escipión le miraba de cuan-do en cuando. Había asistido a su representación del Miles Gloriosus y el cónsul había participado con alegría del evento y luego, aunque no le había defendido ante Catón, no parecía que el general tuviera en mucha estima las opiniones del quaestor. Plauto recordaba cómo vio reír al cónsul durante el principio de la representación, pero también observó que frunció el ceño en más de una ocasión.

(…) El cónsul vivía bien. No le gustaban las privaciones. Como Fabio Máximo, como Casca, como todos los

patricios que conocía. Excepto Catón, claro. En ese sentido no había diferencias entre ellos. Eso sí, unos como Escipión luchaban en primera línea de combate, otros usaban de la traición para conseguir sus victorias, como Máximo en Tarento y, los más, vivían en la opulencia sin tener que ir a la guerra, como hacía su, por otro lado, benefactor, Casca. Plauto despreciaba a todos estos hombres, a unos en mayor medida que a otros, pero en el fondo, aunque fuera desprecio lo que sentía, sin embargo, necesitaba de los unos y de los otros. Unos le financiaban, otros eran su público. Esa eterna contradicción le corroía por dentro.

(…) - He de solicitar tu ayuda y tu poder como cónsul de Roma para que liberes a un amigo mío, otro escritor

que, de modo injusto, se pudre en los miserables calabozos de la cárcel en el foro de Roma. - Te refieres a Nevio -dijo el cónsul, distante. - Así es.

(…) - Esas pintadas no las escribió Nevio -se defendía Plauto. - Pero las dictó él -contravino Lelio. - La frase es suya, lo admito, pero es una crítica a los Mételos y los Mételos no son amigos de los

Escipiones y, desde luego, no son amigos de Roma. Los Mételos son sólo amigos de sí mismos. (…)

- Pero, realmente, Plauto, ¿nos consideras tus amigos? -preguntó Publio mirándole fijamente, pero sólo obtuvo el silencio por parte del aludido, por lo que le presionó para obtener una respuesta-. Has dicho que hablemos claro, pues hagámoslo: te cedí el acceso a nuestra biblioteca, siempre he asistido a tus obras, yo contraté tu primera obra cuando era edil de Roma. Me debes mucho, no, todo. Puede que otros, como Casca, te hayan ayudado hasta hacer llegar tus obras a mí en aquel momento, pero al final la decisión era mía y podía haber decidido que tus obras no se representaran y, sin embargo, siempre muestras altanería y distancia a mi persona, a mis oficiales, a todos los que me rodean. ¿Te consideras amigo nuestro? Porque yo ayudo a mis amigos pero no sé por qué debo ayudar a quien no es amigo mío.

(…) - Yo sólo he tenido tres amigos, dos están muertos, Praxíteles y Druso, y uno en la cárcel, Nevio.

Praxíteles me enseñó latín y griego y me cuidó de niño. Druso fue un sol-dado que combatió conmigo en Trebia

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y Trasimeno y que esta guerra que con tanto interés promovéis los cónsules y los senadores se llevó de mi lado en una gélida mañana junto a un lago que ni siquiera llegué a ver por la niebla en la que nos sorprendieron los cartagineses. (…) Me es difícil ser amigo de quien encuentra en la guerra su camino de crecer en la vida, de modo que, por definición, me resulta difícil ser amigo de un cónsul o de un senador o de un patricio. Tú, Publio Cornelio Escipión, eres las tres cosas. Debo, no obstante, a Casca su ayuda para promover mis obras y a tu persona debo mi primera representación y que, a la vez que combates en esta guerra, promuevas el teatro en los juegos de Roma o ahora aquí, en tu estancia en Siracusa. Me muevo entre dos sentimientos contradictorios: aprecio alguna de las cosas en las que crees pero detesto muchas otras que tu persona representa, las detesto por completo como detesto esta guerra. (…) Me es difícil ser amigo de quien encuentra en la guerra su camino de crecer en la vida, de modo que, por definición, me resulta difícil ser amigo de un cónsul o de un senador o de un patricio. Tú, Publio Cornelio Escipión, eres las tres cosas. Debo, no obstante, a Casca su ayuda para promover mis obras y a tu persona debo mi primera representación y que, a la vez que combates en esta guerra, promuevas el teatro en los juegos de Roma o ahora aquí, en tu estancia en Siracusa. Me muevo entre dos sentimientos contradictorios: aprecio alguna de las cosas en las que crees pero detesto muchas otras que tu persona representa, las detesto por completo como detesto esta guerra. (…) No fue un panadero o un pescador o un labrador, ni un liberto o un esclavo el que declaró la guerra, y mucho menos un escritor, sino uno de los de tu clase acompañado de una comitiva de hombres iguales a él, que se vieron con hombres iguales a ellos, nobles, senadores de Cartago. Vosotros sois los que decís que ha de haber una guerra y en ella mueren millares de personas que no han tenido parte alguna en dicha decisión.

- Pero en Roma se eligen a los cónsules y a los senadores… - Pero los cónsules son casi siempre elegidos entre los senadores y los senadores por un censor que ha

sido senador antes. Es un sistema cerrado. - También hay cónsules que vienen del pueblo. -Los menos, y pronto son absorbidos por el sistema senatorial, domesticados. - Y están los tribunos de la plebe que pueden vetar las acciones del Senado o de los cónsules. - En teoría, pero nunca se oponen cuando el Estado está en guerra. La guerra es la excusa perfecta en

donde todo se justifica. Por eso Nevio no puede criticar a senadores, patricios, cónsules o ex cónsules, porque estamos en guerra y esas críticas, nos dicen los patricios, debilitan al Estado.

464 RELIGIÓN La barca de Caronte tras la batalla de Zama El viejo dios Caronte surcaba el pantano que el gran río Aqueronte, el río de la pena, creaba en torno al

Hades, allí donde los muertos debían llegar si tenían con qué pagar el viaje. Caronte era quien decidía si la moneda que llevaban para pagar su tránsito era merecedora de navegar sobre las yertas aguas de la ciénaga del infierno o si, por el contra-rio, condenaba a las almas que no acertaran a satisfacer su codicia a un eterno vagar entre el mundo de los vivos y los muertos. Caronte, el hijo de Erebo y Nix, retornaba can-sado y aburrido de su último viaje. Acababa de llevar a varios asesinos innobles al otro lado del pantano. Eran almas de miserables que terminarían en el tártaro infernal. Y malos pagadores de monedas de cobre que Caronte despreciaba. Se rió con asco de ellos cuando los dejó en el Asfódelos donde la bestia cancerbera se haría cargo de que sólo pudieran marchar hacia el tártaro y nunca hacia el Elíseo, preservado para las almas honestas, especialmente cuando el juicio implacable de Minos, Radamante y Éaco, los tres jueces del inframundo, confirmara la sentencia de aquellas míseras almas. Estaba a me-dio camino, cuando le pareció escuchar algo. Un inmenso torrente de ruido descendía desde el reino de los vivos, un estruendo como no había escuchado desde la muerte de Eneas. Y le extrañó. Aceleró algo el ritmo de su navegación movido por la curiosidad. Su existencia era demasiado monótona y cualquier alteración era siempre vivida por su parte con cierto interés, siempre y cuando no supusiera un quebranto a las leyes que los dioses habían estipulado para el inframundo, como cuando Hércules entró a la fuerza, vivo, en el reino de los muertos, y regresó también vivo. Aquello le valió a Caronte un año de prisión decretado por las deidades, molestas por su ineficacia. De nada importó que Hércules fuera hijo del mismísimo Júpiter. Ninguna excusa le valió, y el castigo tuvo que ser cumplido. Desde aquello, las novedades le interesaban igual que, no podía evitarlo, recelaba de ellas. Caronte alcanzó al fin la costa del pantano donde se encontraban las almas de los recién difuntos. Allí esperaba un pequeño grupo de hombres, vestidos con togas blancas, pulcros, y repletos de armas y todo tipo de condecoraciones mili-tares. Era allí donde el estruendo que descendía desde el reino de los vivos se transformaba en un extraño y poderoso clamor que despertó aún más la mente inquisitiva del anciano barquero del infierno. Bajó de su barca y, yendo de una a otra de aquellas almas, posó su arrugada mano en la boca de cada uno de los recién difuntos y de cada boca extrajo la más hermosa de las monedas de oro. Caronte se sintió satisfecho y sorprendido por la pre-valencia de aquel estruendo que no dejaba de descender desde el lugar de donde provenían aquellos hombres muertos. Sin duda algo grande había ocurrido allá donde los vivos dirimían sus diferencias, algo que agitaba a miles de mortales y que no dejaba indiferente al resto de los dioses, que dejaban que aquel sonoro lamento de gol-pes extraños llegara a penetrar las mismísimas puertas del Hades.