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    ILUSTRACIN:Detalle de Negro cimarrn,de Vctor Patricio Landaluze

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    NDICE

    LOS FUGITIVOS.......................................................................................... 5OFICIO DE TINIEBLAS................................................................................17LOS ADVERTIDOS......................................................................................27EL CAMINO DE SANTIAGO..........................................................................40SEMEJANTE A LA NOCHE...........................................................................76

    VIAJE A LA SEMILLA..................................................................................89

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    LOS FUGITIVOS

    I

    El rastro mora al pie de un rbol. Cierto era que haba unfuerte olor a negro en el aire, cada vez que la brisa levantabalas moscas que trabajaban en oquedades de frutas podridas.Pero el perronunca le haban llamado sino Perroestabacansado. Se revole entre las yerbas para desrizarse el lomo yaflojar los msculos. Muy lejos, los gritos de los de la cuadri-lla se perdan en el atardecer. Segua oliendo a negro. Tal vez

    el cimarrn estaba escondido arriba, en alguna parte, a horca-jadas sobre una rama, escuchando con los ojos. Sin embargo,Perro no pensaba ya en la batida. Haba otro olor ah, en latierra vestida de bejuqueras que un prximo roce borrara talvez para siempre. Olor a hembra. Olor que Perro se prenda,retorcindose patas arriba, riendo por el colmillo, para llevar-lo encima y poder alargar una lengua demasiado corta haciael hueco que separaba sus omplatos. Las sombras se hacanms hmedas. Perro se volte, cayendo sobre sus patas. Lascampanas del ingenio, volando despacio, le enderezaron lasorejas. En el valle, la neblina y el humo eran una misma in-movilidad azulosa, sobre la que flotaban cada vez ms silue-tas, una chimenea de ladrillos, un techo de grandes aleros, latorre de la iglesia, y las luces que parecan encenderse en elfondo de un lago. Perro tena hambre. Pero hacia all, haba

    olor a hembra. A veces lo envolva an el olor a negro. Pero elolor de su propio celo, llamado por el olor de otro celo, se im-pona a todos los dems. Las patas traseras de Perro se espi-garon, hacindole alargar el cuello. Su vientre se hunda, al

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    pie del costillar, en el ritmo de un jadeo corto y ansioso. Lasfrutas, demasiado llenas de sol, caan aqu y all, con un rui-

    do mojado, esparciendo, a ras del suelo, efluvios de pulpastibias.Perro se ech a correr hacia el monte, con la cola gacha,

    como perseguido por la tralla del mayoral, contrariando supropio sentido de orientacin. Pero ola a hembra. Su hocicosegua una estela sinuosa que a veces volva sobre s misma,abandonaba el sendero, se intensificaba en las espinas de un

    aromo, se perda en las hojas demasiado agriadas por la fer-mentacin, y renaca, con inesperada fuerza, sobre un poco detierra, recin barrida por una cola. De pronto, Perro se desvide la pista invisible, del hilo que se torca y destorca, paraarrojarse sobre un hurn. Con dos sacudidas, que sonaron acastauela en un guante, le quebr la columna vertebral,arrojndolo contra un tronco... Pero se detuvo de sbito, de-

    jando una pata en suspenso. Unos ladridos, muy lejanos, des-cendan de la montaa.No eran los de la jaura del ingenio. El acento era distin-

    to, mucho ms spero y desgarrado, salido del fondo del gaz-nate, enronquecido por fauces potentes. En alguna parte selibraba una batalla de machos que no llevaban, como Perro,un collar con pas de cobre con una placa numerada. Anteesas voces desconocidas, mucho ms alobunadas que todo loque hasta entonces haba odo, Perro tuvo miedo. Ech a co-rrer en sentido inverso, hasta que las plantas se pintaron deluna. Ya no ola a hembra. Ola a negro. Y ah estaba el ne-gro, en efecto, con su calzn rayado, boca abajo, dormido. Pe-rro estuvo por lanzarse sobre l siguiendo una consigna lan-zada de madrugada, en medio de un gran revuelo de ltigos,all donde haba calderos y literas de paja. Pero arriba, no se

    saba dnde, prosegua la pelea de los machos. Al lado delcimarrn quedaban huesos de costillas rodas. Perro se acerclentamente, con las orejas desconfiadas, decidido a arrebatara las hormigas algn sabor de carne. Adems aquellos otros

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    perros de un ladrar tan feroz, lo asustaban. Ms vala perma-necer, por ahora, al lado del hombre. Y escuchar. El viento del

    sur, sin embargo, acab por llevarse la amenaza. Perro diotres vueltas sobre s mismo y se ovill, rendido. Sus patascorrieron un sueo malo. Al alba, Cimarrn le ech un brazopor encima, con gesto de quien ha dormido mucho con muje-res. Perro se arrim a su pecho, buscando calor. Ambos se-guan en plena fuga, con los nervios estremecidos por unamisma pesadilla. La fina araa, que haba descendido para

    ver mejor, recogi el hilo y se perdi en la copa del almendro,cuyas hojas comenzaban a salir de la noche.

    II

    Por hbito, Cimarrn y Perro se despertaron cuando son lacampana del ingenio. La revelacin de que haban dormido

    juntos, cuerpo con cuerpo, los enderez de un salto. Despusde adosarse a dos troncos, se miraron largamente. Perro ofre-cindose a tomar dueo. El negro ansioso de recuperar algunaamistad. El valle se desperezaba. A la apremiante espadaa,destinada a los esclavos, responda ahora, ms lento, el bor-dn armoniado de la capilla, cuyo verdn se meca de sombraa sol sobre un fondo de mugidos y de relinchos, como indul-gente aviso a los que dorman en altos lechos de caoba. Lasgallos rondaban a las gallinas para cubrirlas temprano, enespera de que el meique de la mayorala se cerciorase de lapresencia de huevos an sin poner. Un pavo real haca larueda sobre la casa-vivienda, encendindose con un grito, encada vuelta y revuelta. Los caballos del trapiche iniciaban sulargo viaje en redondo. Los esclavos oraban frente a cazuelasllenas de pan con guarapo. Cimarrn se abri la bragueta,

    dejando un reguero de espuma entre las races de una ceiba.Perro alz la pata sobre un guayabo tierno. Ya asomaban ma-chetazos en los cortes de caa. Los dogos de la jaura cazado-ra de negros sacudan sus cadenas, impacientes por ser saca-

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    dos del batey.Te vas conmigo?pregunt Cimarrn.

    Perro lo sigui dcilmente. All abajo haba demasiadosltigos, demasiadas cadenas, para quienes regresaban arre-pentidos. Ya no ola a hembra. Pero tampoco ola a negro.Ahora Perro estaba mucho ms atento al olor a blanco, olor apeligro. Porque el mayoral ola a blanco, a pesar del almidnplanchado de sus guayaberas y del betn acre de sus polainasde piel de cerdo. Era el mismo olor de las seoritas de la casa,

    a pesar del perfume que despedan sus encajes. El olor delcura, a pesar del tufo de cera derretida y de incienso, que ha-ca tan desagradable la sombra, tan fresca, sin embargo, de lacapilla. El mismo que llevaba el organista encima, a pesar deque los fuelles del armonio le hubieran echado tantos y tantossoplos de fieltro apolillado. Haba que huir ahora del olor ablanco. Perro haba cambiado de bando.

    III

    En los primeros das. Perro y Cimarrn echaron de menos laseguridad del condumio. Perro recordaba los huesos vaciadospor cubos, en el batey, al caer la tarde. Cimarrn aoraba elcongr, trado en cubos a los barracones, despus del toque deoracin o cuando se guardaban los tambores del domingo. Porello, despus de dormir demasiado en las maanas, sin cam-panas ni patadas, se habituaron a ponerse a la caza desde elalba. Perro olfateaba una juta oculta entre las hojas de uncedro; Cimarrn la tumbaba a pedradas. El da en que se da-ba con el rastro de un cochino jbaro, haba para horas y ho-ras, hasta que la bestia, desgarradas las orejas, aturdida portantos ladridos, pero acometiendo an, era acorralada al pie

    de una pea y derribada a garrotazos. Poco a poco Perro yCimarrn olvidaron los tiempos en que haban comido conregularidad. Se devoraba lo que se agarrara, de una vez, en-gullendo lo ms posible, a sabiendas de que maana podra

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    llover y que el agua de arriba correra entre las peas paraalfombrar mejor el fondo del valle. Por suerte, Perro saba co-

    mer frutas. Cuando Cimarrn daba con un rbol de mango ode mamey, Perro tambin se pintaba el hocico de amarillo ode rojo. Adems, como siempre haba sido huevero, se desqui-taba, con algn nido de codorniz, de la incomprensible aficindel amo por los langostinos que dorman a contracorriente ala salida del ro subterrneo que se alumbraba de una boca decaracoles petrificados.

    Vivan en una caverna, bien oculta por una cortina de he-lechos arborescentes. Las estalactitas lloraban iscronamen-te, llenando las sombras fras de un ruido de relojes. Un daPerro comenz a escarbar al pie de una de las paredes. Prontosus dientes sacaron un fmur y unas costillas tan antiguasque ya no tenan sabor, rompindose sobre la lengua con de-sabrimiento de polvo amasado. Luego llev a Cimarrn, que

    se tallaba un cinto de piel de maj, un crneo humano. A pe-sar de que quedasen en el hoyo restos de alfarera y unos ras-cadores de piedra que hubieran podido aprovecharse, Cima-rrn, aterrorizado por la presencia de muertos en su casa,abandon la caverna esa misma tarde, mascullando oracionessin pensar en la lluvia. Ambos durmieron entre races y semi-llas, envueltos en un mismo olor a perro mojado. Al ama-necer buscaron una cueva de techo ms bajo, donde el hombretuvo que entrar a cuatro patas. All, al menos, no haba hue-sos de aquellos que para nada servan y slo podan traer e-ques y apariciones de cosas malas...

    Al no haber sabido de batidas en mucho tiempo, ambosempezaron a aventurarse hacia el camino. A veces pasaba uncarretero conocido, una beata vestida con el hbito de Na-zareno o un punteador de guitarra, de esos que conocen al pa-

    trn de cada pueblo, a quienes contemplaban, de lejos, en si-lencio. Era indudable que Cimarrn esperaba algo. Sola per-manecer varias horas, de bruces, entre las yerbas de Guinea,mirando ese camino poco transitado, que una rana toro poda

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    medir de un gran salto. Perro se distraa en esas esperas dis-persando enjambres de mariposas blancas, o intentando, a

    brincos, la imposible caza de un zunzn vestido de lentejue-las.Un da que Cimarrn esperaba, as, algo que no llegaba,

    un cascabeleo de cascos lo levant sobre las muecas. Unavolanta vena a todo trote, tirada por la jaca torda del ingenio.De pie sobre las varas, el calesero Gregorio haca restallar elcuero, mientras el prroco agitaba la campanilla del vitico a

    sus espaldas. Haca tanto tiempo que Perro no se diverta encorrer ms pronto que los caballos, que se olvid al punto dela discrecin a que estaba obligado. Baj la cuesta a las cuatropatas, espigado, azul bajo el sol, alcanz el coche y se dio aladrar por los corvejones de la jaca, a la derecha, a la izquier-da, delante, pasando y volviendo a pasar, enseando los dien-tes al calesero y al sacerdote. La jaca se abri a galopar por lo

    alto, sacudiendo las anteojeras y tirando del bocado.De pronto, quebr una vara, arrancando el tiro. Luego deaspaventarse como peleles, el prroco y el calesero se fueronde cabeza contra el puentecillo de piedra. El polvo se ti desangre.

    Cimarrn lleg corriendo. Blanda un bejuco para azocara Perro, que ya se arrastraba pidiendo perdn. Pero el negrodetuvo el gesto, sorprendido por la idea de que no todo eramalo en aquel percance. Se apoder de la estola y de las ropasdel cura, de la chaqueta y de las altas botas del calesero. Enbolsillos y bolsillos haba casi cinco duros. Adems, la cam-panilla de plata. Los ladrones regresaron al monte. Aquellanoche, arropado en la sotana, Cimarrn se dio a soar conplaceres olvidados. Record los quinqus, llenos de insectosmuertos, que tan tarde ardan en las ltimas casas del pue-

    blo, all donde, por dos veces, lo haban dejado, tras pedir elaguinaldo de Reyes, gastrselo como mejor le pareciere. Elnegro, desde luego, haba optado por las mujeres.

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    IV

    La primavera los agarr a los dos al amanecer. Perro des-pert con una tirantez insoportable entre las patas traseras yuna mala expresin en los ojos. Jadeaba sin tener calor, alar-gando entre los colmillos una lengua que tena filosas blandu-ras de lapa. Cimarrn hablaba solo. Ambos estaban de psi-mo genio. Sin pensar en la caza, fueron temprano hacia elcamino. Perro corra desordenadamente, buscando en vano

    un olor rastreable... Mataba insectos que siempre lo habanasqueado, por el placer de destruir, desgranaba espigas entresus dientes, arrancaba arbustos tiernos. Acab de exasperar-se cuando un sapo le escupi a los ojos. Cimarrn esperabacomo nunca haba esperado.

    Pero aquel da nadie pas por el camino. Al caer la noche,cuando los primeros murcilagos volaron como pedradas so-

    bre el campo, Cimarrn ech a andar lentamente hacia el ca-sero del ingenio. Perro lo sigui, desafiando la misma tralla ylas mismas cadenas. Se fueron acercando a los barracones porel cauce de la caada. Ya se perciba un olor, antao familiar,de lea quemada, de leja, de melaza, de limaduras de cascosde caballo. Deban estarse haciendo las pastas de guayaba, yaque un interminable dulzor de mermelada era esparcido porel terral. Perro y Cimarrn seguan acercndose, lado a lado,la cabeza del hombre a la altura de la cabeza del perro.

    De pronto, una negra de la dotacin atraves el senderode la herrera. Cimarrn se arroj sobre ella, derribndola en-tre las albahacas. Una ancha mano ahog los gritos. Perroavanz, solo, hasta el lindero del batey. La perra inglesa ad-quirida por don Marcial en una exposicin de Pars estabaall. Hubo un intento de fuga. Perro le cort el camino, eriza-

    do de la cola a la cabeza. Su olor a macho era tan envolventeque la inglesa olvid que la haban baado, horas antes, conjabn de Castilla.

    Cuando Perro regres a la caverna, clareaba. Cimarrn

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    dorma, arrebozado en la sotana del prroco. All abajo, en elro, dos manates retozaban entre los juncos, enturbiando la

    corriente con sus saltos que abran nubes de espuma entre loslinos.

    V

    Cimarrn se haca cada vez ms imprudente. Rondaba ahoraen torno a los caseros, acechando, a cualquier hora, una la-

    vandera solitaria o una santera que buscaba culantrillo, re-tamas o pitahayas para algn despojo. Tambin, desde lanoche en que haba tenido la audacia de beberse los duros delcapelln en un parador del camino carretera, se haca vidode monedas. Ms de una vez en los atajos se haba llevado elcinturn de un guajiro, luego de derribarlo de su caballo y deacallarlo con una estaca. Perro lo acompaaba en esas corre-

    ras, ayudando en lo posible. Sin embargo, se coma peor queantes, y ms que nunca era necesario desquitarse con huevosde codorniz, de gallinuela o de garza. Adems, Cimarrn vivaen un continuo sobresalto. Al menor ladrido de Perro, echabamano al machete robado o se trepaba a un rbol.

    Pasada la crisis de primavera, Perro se mostraba cadavez ms reacio a acercarse a los pueblos. Haba demasiadosnios que tiraban piedras, gente siempre dispuesta a dar pa-tadas y, al oler su proximidad, todos los perros de los patioslanzaban gritos de guerra. Adems, Cimarrn volva esasnoches con el paso inseguro, y su boca despeda un olor quePerro detestaba tanto como el del tabaco. Por ello, cuando elamo entraba en una casa mal alumbrada, Perro lo esperaba auna distancia prudente. As se fue viviendo hasta la noche enque Cimarrn se encerr demasiado tiempo en el cuarto de

    una mondonguera. Pronto, la choza fue rodeada por hombrescautelosos, que llevaban mochas en claro. Al poco rato Cima-rrn fue sacado a la calle, desnudo, dando tremendos alari-dos. Perro, que acababa de oler al mayoral del ingenio, ech a

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    correr al monte por la vereda de los caaverales.Al da siguiente vio pasar a Cimarrn por el camino. Es-

    taba cubierto de heridas curadas con sal. Tena hierros en elcuello y los tobillos. Y lo conducan cuatro nmeros de la Be-nemrita de San Fernando, que le daban un baquetazo a ca-da dos pasos, tratndolo de ladrn, de borracho y de malcria-do.

    VI

    Sentado sobre una cornisa rocosa que dominaba el valle, Pe-rro aullaba a la luna. Una honda tristeza se apoderaba de l aveces, cuando aquel gran sol fro alcanzaba su total redondez,poniendo tan desvados reflejos sobre las plantas. Se habanterminado para l las hogueras que solan iluminar la caver-na en noches de lluvia. Ya no conocera el calor del hombre en

    el invierno que se aproximaba, ni habra ya quien le quitarael collar de pas de cobre, que tanto le molestaba para dormira pesar de que hubiera heredado la sotana del prroco. Ca-zando sin cesar, se haba hecho ms tolerante, en cambio, conlos seres que no servan para ser comidos. Dejaba escapar elmaj entre las piedras calientes, sin ladrar siquiera, desdeque Cimarrn no estaba all para azuzarlo, con la esperanzade hacerse un cinturn o de recoger manteca para untos.Adems, el olor de las serpientes lo asqueaba; cuando habaagarrado alguna por la cola, era en virtud de esas obligacio-nes a que todo ser que depende de alguien se ve constreido.Tampocosalvo en casos de hambre extremapoda atre-verse ya con el cochino jbaro. Se contentaba ahora con avesde agua, hurones, ratas y una que otra gallina escapada delos corrales aldeanos. Sin embargo, el ingenio estaba olvida-

    do. Su campana haba perdido todo sentido. Perro buscabaahora el amparo de mogotes casi inaccesibles al hombre, vi-viendo en un mundo de dragos que el viento meca con ruidosde albarca nueva, de orqudeas, de bejucos lombriz, donde se

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    arrastraban lagartos verdes, de orejeras blancas, de esos quetan mal saben y, por lo mismo, permanecen donde estn. Ha-

    ba enflaquecido. Sobre sus costillares marcados en hueco, lalana apresaba guizazos que ya no tenan espinas.Con los aguinaldos volvi la primavera. Una tarde en que

    lo desvelaba un extrao desasosiego, Perro dio nuevamentecon aquel misterioso olor a hembra, tan fuerte, tan penetran-te, que haba sido la causa primera de su fuga al monte.Tambin ahora caan ladridos de la montaa. Esta vez Perro

    agarr el rastro en firme, recobrndolo luego de pasar unarroyo a nado. Ya no tena miedo. Toda la noche sigui lahuella, con la nariz pegada al suelo, largando baba por el can-to de la lengua. Al amanecer, el olor llenaba toda una que-brada. El rastreador estaba frente a una jaura de perros j-baros. Varios machos, con perfil de lobos, se apretaban ah,relucientes los ojos, tensos sobre sus patas, listos para atacar.

    Detrs de ellos se cerraba el olor a hembra.Perro dio un gran salto. Los jbaros se le echaron encima.Los cuerpos se encajaron, unos en otros, en un confuso remo-lino de ladridos. Pero pronto se oyeron los aullidos abiertospor las pas del collar. Las bocas se llenaban de sangre. Ha-ba orejas desgarradas. Cuando Perro solt al ms viejo, conla garganta desgajada, los dems retrocedieron, gruendo derabia intil. Perro corri entonces al centro del palenque, pa-ra librar la ltima batalla a la perra gris, de pelo duro, que loesperaba con los colmillos de fuera. El rastro mora a la som-bra de su vientre.

    VII

    Los jbaros cazaban en bandada. Por ello buscaban las piezas

    grandes, de ms carne y ms huesos. Cuando daban con unvenado, era tarea de das. Primero al acoso. Luego, si la bes-tia lograba salvar una barranca de un salto, el atajo. Luego,cuando una caverna vena en ayuda de la presa, el asedio. A

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    pesar de herir y entornar, el animal mora siempre en dientesde la jaura, que iniciaba la ralea sobre un cuerpo vivo an,

    arrancndole tiras de pelo pardo, y bebiendo una sangre fres-ca a pesar de su tibieza, en las arterias del cuello o en las ra-ces de una oreja arrancada. Muchos de los jbaros habanperdido un ojo, sacado por un asta, y todos estaban cubiertosde cicatrices, mataduras y peladas rojas. En los das del celo,los perros combatan entre s, mientras las hembras espera-ban, echadas, con sorprendente indiferencia, el resultado de

    la lucha. La campana del ingenio, cuyo diapasn era trado aveces por la brisa, no despertaba en el perro el menor recuer-do.

    Un da los jbaros agarraron un rastro habitual en aque-llas selvas de bejucos, de espinas, de plantas malvadas queenvenenaban al herir. Ola a negro. Cautelosamente, los pe-rros avanzaron por el desfiladero de los caracoles, donde se

    alzaba una piedra con cara de muerto. Los hombres suelendejar huesos y desperdicios por donde pasan. Pero es mejorcuidarse de ellos, porque son los animales ms peligrosos, porese andar sobre las patas traseras que les permite alargar susgestos con palos y objetos. La jaura haba dejado de ladrar.

    De pronto, el hombre apareci. Ola a negro. Unas cade-nas rotas, que le colgaban de las muecas, ritmaban su paso.Otros eslabones, ms gruesos, sonaban bajo los flecos de supantaln rayado. Perro reconoci a Cimarrn.

    Perro!alboroz el negro. Perro!Perro se le acerc lentamente. Le oli los pies, aunque sin

    dejarse tocar. Daba vueltas en torno a l, moviendo la cola;cundo era llamado, hua. Y cuando no era llamado, parecabuscar aquel sonido de voz humana, que haba entendido unpoco en otros tiempos, pero que ahora le sonaba tan raro, tan

    peligrosamente evocador de obediencias. Al fin, Cimarrn dioun paso, adelantando una mano blanda hacia su cabeza. Pe-rro lanz un extrao grito, mezcla de ladrido sordo y de aulli-do, y salt al cuello del negro.

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    Haba recordado, de sbito, una vieja consigna del mayo-ral del ingenio, el da que un esclavo hua al monte.

    VIII

    Como no ola a hembra y los tiempos eran apacibles, los jba-ros durmieron hasta el hartazgo durante dos das. Arriba, lasauras pesaban sobre las ramas, esperando que la jaura semarchara, sin concluir el trabajo. Perro y la perra gris se di-

    vertan como nunca, jugando con la camisa listada de Cima-rrn. Cada uno halaba por un lado, para probar la solidez delos colmillos. Cuando se desprenda una costura, ambos roda-ban en el polvo. Y volvan a empezar, con un harapo cada vezms menguado, mirndose a los ojos, las narices casi juntas.Al fin se dio la orden de partida. Los ladridos se perdieron enlo alto de las crestas arboladas.

    Durante muchos aos los monteros evitaron de nocheaquel atajo, daado por huesos y cadenas.

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    OFICIO DE TINIEBLAS

    I

    El ao cobraba un mal aspecto. Muy pocos se daban cuentade ello, pero la ciudad no era la misma. No estaba demostradoque los objetos pintaran en los pisos un cabal equivalente ensombras. Ms an: las sombras tenan una evidente propen-sin a quererse desprender de las cosas, como si las cosas tu-vieran mala sombra. Una sbita proliferacin de musgos en-negreca los tejados. Apremiadas por una humedad nueva las

    columnas de los soportales se desconchaban en una noche.Los balaustres de los balcones, en cambio, se llenaban de hen-deduras y resquebrajos, al trabajar de roco a sol, sacando cla-vos enmohecidos sobre las barandas descascaradas. Algo ha-ba cambiado en la atmsfera. Las palomas de los patios sebalanceaban sin arrullos sobre sus patitas rosadas, como conganas de guardarse las alas en los bolsillos. El diapasn de lacampana mayor de la catedral haba bajado un poco, como siaquellas inesperadas lluvias de enero la hubiesen hinchado,tomando el bronce por madera. Nunca hicieron tan largosviajes la carcoma y el comejn. Los pregones se entonabancon falsetes de sochantre en oficio de difuntos. Nadie crea yaen el dulzor de frutos aguados y los aguinaldos dejaron pasarsu tiempo sin treparse a los rboles. Nada que fuera blancoprosperaba. Los rasos para vestidos de novia se cubran de

    hongos en el fondo de los armarios y las nubes esperaban lanoche para irse a la mar, siguiendo las velas de una goletadestinada a morir en una ensenada solitaria.

    As andaban las cosas en Santiago, cuando se celebraron

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    con pompas de cruces, pecheras y entorchados, los funeralesdel general Enna.

    II

    Con los barnices encendidos por el sol, el contrabajo iba callearriba, camino de la catedral, en equilibrio sobre la cabeza delnegro. A veces, Panchn alzaba el brazo derecho, alargando elndice hacia una cuerda spera, que responda con una nota

    grave. Hubo un tiempo en que faltaron en Santiago cuerdasde contrabajo. El ritmo del Trpili se marc entonces contiras de piel de chivo adelgazadas a filo de vidrio. Pero, desdeaquellos das, La Intrpida, haba venido a menudo. Y lacuerda aquella, que sonaba en lo alto pues Panchn erauna especie de gigante tonitoera de buena tripa. De exce-lente tripa, alzada de tono por el calor. Por eso, la nota llena-

    ba toda la calle, sacando rostros a las ventanas y haciendoparar las orejas a las muas de recuas carboneras.Panchn lleg a la sacrista. Sesg el contrabajo para en-

    trarlo por la puerta estrecha. Ya lo esperaba un msico impa-ciente, dando resina a las crines del arco. Un ndice docto in-terrog las cuatro cuerdas, con un rechinar de clavijas en loalto del mstil. Panchn, curioso, sigui al contrabajo que sealejaba a saltos sobre su nica pata. Ola a incienso. La naveestaba llena de autoridades y abanicos de encaje. En la pe-numbra creada por las colgaduras de luto, las solapas de sedanegra se vestan de reflejos plomizos. Cuando el sacerdote seacerc al catafalco, la orquesta entera comenz a cantar. Co-lndose por un ventanal alto, un rayo de sol se detuvo en elcobre de las trompas. Con gestos de bastoneros, los fagotesacercaron las caas a las bocas. Rod un largo trmolo en los

    timbales. Los bajos atacaron, al unsono, una letana con in-flexiones deDies Irae. De pronto sonaron todos los sables. Enun vasto aleteo de rasos, las mantillas cayeron hacia adelan-te.

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    Panchn sali de la catedral. Aquellos funerales suntua-rios eran cosa distante y ajena. Adems, estaba impaciente

    por beberse los dos reales de velln que acababa de ganar. Talvez por ello, no observ que su sombra se haba quedadoatrs, en la nave, pintada sobre la baldosa en que se lea: Pol-vo, Cenizas, Nada. Ah estuvo largo rato, hasta que terminla ceremonia y la envolvieron las chisteras. Entonces atravesla plaza y entr en la bodega donde Panchn, ya borracho, lavio aparecer sin sorpresa. Se acost a sus pies como un po-

    denco. Era sombra de negro. La sumisin le era habitual.

    III

    A nadie agradaba La Sombrade Agero. A nadie, porque erauna danza triste, mala de bailar, que pona notas de melanco-la en los mejores saraos.

    Pero, hete ah que todos la cogen, de pronto, con La Som-bra.Tal pareca que la banda de los charoles no supiera to-car otra cosa. Lo mismo ocurra con la banda de la milicia depardos. En las retretas, en los desfiles, se escuchaba siemprela misma meloda quejosa, girando en redondo como el caballoviejo del tiovivo. Esta repeticin transformaba La Sombraen su sombra, pues tal era el tedioso hbito de tocarla, que sucomps se alargaba, renqueante, acabando por tener un no squ de marcha fnebre. Pero ahora, la enfermedad alcanzabalos pianos. Bajo los dedos de las seoritas, las teclas amarillasllenaban de sombra las cajas de resonancia. Hubo quien sematricul en una academia de msica, sin ms propsito queel de llegar a tocar La Sombra.Viejas espinetas olvidadas enlos desvanes, claves de pluma y fortepianos baldados por elcomejn, conocieron tambin, por simpata, el contagio de la

    maldita danza. Aun cuando nadie se acercara a ellos, los ins-trumentos rezagados cantaban con voces minsculamentemetlicas, uniendo las vibraciones de sus cuerdas a las cuer-das afines. Tambin los vasos, en los armarios, cantaron La

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    Sombra; tambin los peines de los relojes de msica; tambinlos tremulantes y salicionales de los rganos.

    El parque se haba llenado de una gran tristeza. Los cu-rrutacos y las doncellas paseaban, cada vez ms despacio, sintener ganas de hablarse. Los oficleides y bombardinos escan-dan, con voces de profundis, aquella sombra que coreabandoscientos pianos de caja negra, en todos los barrios de la ciu-dad. Hubo un sinsonte que se aprendi La Sombrade cabo arabo. Pero lo hallaron muerto, de un atorn de cundiamores,

    cuando su amoel peluquero Higiniose dispona a enviar-lo a Doa Isabel II, como muestra de las maravillas que anse daban en esta tierra.

    IV

    Lleg la poca de las mscaras. Fueron aquellos unos carna-

    vales tristes, de nios disfrazados, solos en calles desiertas;de comparsas dispersas por un aguacero; de antifaces queocultaban caras largas; de dminos del Santo Oficio. Las don-cellas que fueron a los bailes no hallaron novios. Las orques-tas tocaban con desgano. Los msicos de la banda tenan ges-tos de figuras de teatro mecnico. Los matasuegras eran demal papel y las cornetas de cartn arrojaban voces de pavoreal. Ablandadas por un sudor malo, las caretas dejaban enlos labios un sabor a cola de pescado. Los confetis no habanllegado a tiempo y, en las tiendas, las narices postizas se can-saban de esperar. Un nio, disfrazado de ngel, se hall tanfeo al verse en un espejo que se ech a llorar.

    As andaban las cosas, cuando un tal Burgos, que tocabael redoblante en las orquestas, recorri las calles del barrio deLa Chcara, dando grandes voces para pedir a los vecinos que

    formaran un escuadrn. En la esquina de la Cruz se reunie-ron los voluntarios. Panchn fue el primero en llegar, trayen-do su sombra. Luego aparecieron la Isidra Mineto, La Lechu-za, La Yuquita y Juana la Ronca. Tres botijas abrieron la

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    marcha. Haba que cantar algo que no fuera La Sombra.S-bitamente, una copla vol por sobre los tejados:

    Ay, ay, ay, quin me va a llorar?Ah va, ah va, ah va la Lola, ah va!

    El escuadrn de Burgos fue subiendo hacia el centro de laciudad. Nuevos cantadores lo engrosaban en cada bocacalle.El Regidor del Consejo, el Sndico de Cofradas, los oficiales

    de milicias, el celador, varios miembros de la Sociedad Eco-nmica de Amigos del Pas, y hasta el obispo de Santiago,salieron a los balcones para ver pasar el cortejo. Sin poderloremediar, el maestro de msica de la catedral marc el com-ps con el pie derecho. Al caer la noche se encendi unaenorme farola, que poda divisarse desde los altos de PuertoBoniato. La farola se bamboleaba a la orilla de los tejados,

    haciendo alto en las tabernas. Luego parta, otra vez, girandosobre s misma, como el sol matemtico de la Mquina Perica,que tanto se usara, cuarenta aos atrs, en funciones de pe-ra de gran espectculo.

    En pocos das los escuadrones proliferaron multiplicn-dose de modo inexplicable. Cuando lleg el Santiago, ms dediez comparsas recorran la ciudad, al ritmo de la cancin quehaba matado a La Sombra:

    Ay, ay, ay, quin me va a llorar?Ah va, ah va, ah va la Lola, ah va!

    V

    El 19 de agosto, despus del Rosario y de una colacin de fiam-

    bres, hubo gran animacin en los soportales del teatro. El poe-ta y el msico, de corbatas listadas, bien cerradas las levitasal remate de las solapas, reciban en terreno propio. Llegabandoncellas vestidas de encajes y olores, acompaadas de ma-

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    dres que, al quitar el pie del estribo, lanzaban el coche sobrelos muelles de la otra banda. Con gran aparato de ltigos, de

    troncos impacientes, de herraduras azuladas por chispas dechinas pelonas, la sociedad de Santiago concurra al ensayo.En cuadernos de colegialas traan sus rplicas las actrices deun da, copiadas con la letra caracterstica de las alumnas demonjas. La joven que habra de interpretar el papel principalde La entrada en el gran mundo, se adue del camern enque se haban desnudado tantas tonadilleras famosas, mulas

    de Isabel Gamborino, amantes de hacendados y esposas deactores. An quedaban arreboles de color subido en un platode porcelana blanca y una colada de mstic en el fondo de unpocillo. En una pared se ostentaba una rotunda interjeccinde arrieros, trazada con carmn de labios. El canap de sedacanario tena honduras de las que no se cavan con el peso deun solo cuerpo.

    El apuntador se desliz en la concha. Se dio comienzo alensayo de La entrada en el gran mundo, que habra de re-presentarse, al da siguiente, a beneficio de los Hospitales. Seestaba en agosto, y sin embargo haca fro. Nadie pudo obser-var, por la oscuridad en que estaba sumida la platea, que lasaraas se mecan de modo extrao, con vaivn de pndulosdesacompasados.

    VI

    El 20 de agosto, cuando apenas se entonaba el Agnus Dei dela misa de diez, las dos torres de la catedral se unieron enngulo recto, arrojando las campanas sobre la cruz del bside.En un segundo se contrariaron todas las perspectivas de laciudad. Los aleros se embestan en medio de las calles. To-

    mando rumbos diversos, las paredes de las casas dejaban lostejados suspendidos en el aire, antes de estrellarlos con untremendo molinete de vigas rotas. Las muas rodaban por lascalles empinadas, envueltas en nubes de carbn, con un casco

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    cogido debajo de la cincha y la gurupela azotndoles la crin.Las rosas del parque alzaron el vuelo, cayendo en zanjas y

    arroyos que haban extraviado el cauce. Y luego, aquella ines-tabilidad de la tierra, aquel temblor de anca exasperada poruna avispa, aquel desajuste de las aceras, aquel cerrarse de loabierto y abrirse de lo cerrado. Aun corriendo, dando gritos,llamando a la Virgen del Cobre, se adverta que una calle notena ya ms salida que una alcoba de doncella o un archivode notara. A la tercera sacudida, los muebles tambin entra-

    ron en la danza. Pasando por encima de los barandales, losarmarios se dieron a la fuga, largando por los vientres abier-tos sus entraas de sbana y mantel. Todas las vajillas explo-taron a un tiempo. Los cristales se encajaron en las persia-nas. Anchas grietas, llenas de peines, camafeos, almanaquesy daguerrotipos, dividan la ciudad en islas, ya que el agua delos aljibes, rotos los brocales, corra hacia el puerto.

    Cuando la sangre comenz a ensancharse en las telas,rasos y fieltros, todo haba terminado. Un reloj de bolsillo,colgado an de su leontina, marc un adelanto de un minutocorto sobre los relojes muertos. Fue entonces cuando los hom-bres, al verse todava en pie, comprendieron que haban cono-cido un terremoto. Las moscas, salidas de no se saba dnde,volaron a ras del suelo, ms numerosas.

    VII

    Las sombras se haban cansado de multiplicar las adverten-cias. Muchas se disponan, ahora, a abandonar la ciudad. Almes de pasado el terremoto, varios transentes corrieron ha-cia la fuente destruida. Una mujer, perfectamente desconoci-daprobablemente una forastera, haba cado al pie de la

    estatua de Neptuno, con los brazos y las piernas en aspa. Eldelfn segua vomitando un agua turbia, que regaba plantasindeseables, nacidas al amparo de los lutos. El caso se repitivarias veces durante el da, en distintos barrios de la ciudad.

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    De pronto, alguien se desplomaba en una esquina, con el ros-tro amoratado y la crnea azulosa. Faltaron panaderos a la

    hora de hornear y muchos caballos volvieron solos a las casas,trayendo un siniestro comps en las herraduras.El baile anunciado se dio a pesar de todo. El Regidor es-

    timaba que no era oportuno aadir nuevas inquietudes a lasmuchas que ya haban ensombrecido el da. Tratbase, ade-ms, de reunir nuevamente a los intrpretes de La entradaen el gran mundo, para reorganizar la suspendida funcin a

    beneficio de los Hospitales. Todo haba comenzado muy bien.Pero, al bailarse la segunda contradanza, una pareja rod so-bre los mrmoles del piso. El contrabajista cay fuera del es-trado, con el arco cubierto de espuma, llevndose las cuerdasatadas a un pie. Una mano insegura, al agarrarse de una bor-la, promovi un derrumbe de terciopelo sobre los jarrones chi-nos que adornaban la consola del gran saln.

    A pesar de que el director siguiera marcando el compsde La Sombra, los msicos enfundaron sus instrumentos, y,apagando las velas colocadas en el borde de los atriles, se es-currieron hacia las puertas de servicio. Mientras los pomos desales iban y venan por las escaleras de anchos barandales,los invitados llamaban a sus cocheros con voces alteradas.Aquella noche fueron muchos los que abandonaron la ciudadpara refugiarse en los cafetales ms cercanos. Pero el tercio-pelo de los asientos estaba lleno de un calor malo. En el cieloviajaba una luna verdosa, imprecisa, como desdibujada porun traje de yedra.

    VIII

    Pronto los intrpretes de La entrada en el gran mundoen-

    traron realmente en el Gran Mundo. Los hospitales se insta-laban en medio de los parques, y era frecuente que un agoni-zante se quejara de haber sido incomodado, durante la noche,por el rpido crecimiento de un rosal. Tan numerosos eran los

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    cadveres que para llevarlos al cementerio de Santa Ana seutiliz el carro de un baratillero canario. A su paso se hizo un

    hbito decir, en son de desafo:

    Ah va, ah va, ah va la Lola, ah va!

    El clera no haba disminuido la sed de Panchn. Y heteah que en vez de contrabajos, comienza a llevar cadveres enequilibrio sobre su cabeza. Por hbito buscaba la cuerda, sin

    hallar ms que un borborigmo. Pero las sombras de otros, atra-vesadas en lo alto, le preocupaban poco. Iban por el aire dibu-jando escorzos nuevos al doblar de cada esquina. Sus pocosestudios le haban dotado del poder de descifrar ciertos letre-ros. Los identificaba por el color de la tinta de imprenta o ladisposicin de los caracteres. Cuando se tropezaba con un car-tel de La entrada en el gran mundo, saludaba con el cad-

    ver. Haba, sin duda, una misteriosa pero segura relacinentre esto y aquello.Panchn comenz a sentirse menos tranquilo cuando La

    Lechuza y Juana la Ronca cayeron a su vez. Ese da carg conlos cuerpos, tratando de hacer ms corto el camino. Pero losgirasoles que ahora levantaban las cabezas sobre las tapiasdel cementerio acabaron por hacerle pensar que su vida erahermosa. Poco a poco, una cancin se fue ajustando a su paso:

    Y a m quin me va a llorar?Ah va, ah va, ah va la Lola, ah va!

    A mediados de octubre, la Isidra Mineto, la Yuquita, Bur-gos y todos los del Escuadrn yacan, revueltos, en la fosacomn. Eran menos sombras en las calles de Santiago.

    Una maana todo cambi en la ciudad. Hubo juegos denios en los patios. La Intrpidaentr en el puerto con lasvelas abiertas. De los bales salieron vestimentas blancas y elaire se hizo ms ligero. Las campanas espantaron las ltimas

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    auras que aguardaban en las esquinas y los caracoles torna-ron a cantar.

    El 20 de diciembre fue el Tedeum en la catedral. El orga-nista estaba entregado a la improvisacin cuando, de pronto,se volvi sobresaltado hacia la plaza. Ah estaba La Lolachirriando por todos los ejes. Panchn yaca detrs del coche-ro, con los pies hinchados, de bruces sobre un haz de esparti-llo. Poco a poco, el gradual cambi de figura. Algunos advir-tieron que los bajos no acompaaban cabalmente la frase li-

    trgica. En el juego de pedales se insinuaba, aunque en tiem-po lento, el tema de: Ah va, ah va, ah va la Lola, ah va.Pero el oficiante, que era un poco sordo, no reconoci la copla.Crey que las manos del organista se haban confundido,enunciando los villancicos que ya deban de ensayarse, en vis-ta de la proximidad de las Pascuas.

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    LOS ADVERTIDOS

    et facta est pluvia super terram

    I

    El amanecer se llen de canoas. Al inmenso remanso, nacidode la invisible confluencia del Ro venido de arriba cuyasfuentes se desconocany del Ro de la Mano Derecha, lasembarcaciones llegaban, raudas, deseosas de entrar vistosa-mente en esbeltez de eslora, para detenerse, a palancazos delos remeros, donde otras, ya detenidas, se enracimaban, seunan borda con borda, abundosas de gente que saltaba deproas a popas para presumir de graciosas, largando chistes,

    haciendo muecas, a donde no los llamaban. Ah estaban los delas tribus enemigas secularmente enemigas por raptos demujeres y hurtos de comida, sin nimo de pelear, olvidadasde pendencias, mirndose con sonrisas fofas, aunque sin lle-gar a entablar dilogo. Ah estaban los de Wapishan y los deShirishan, que otroraacaso dos, tres, cuatro siglos antesse haban acuchillado las jauras, mutuamente, librndose

    combates a muerte, tan feroces que, a veces, no haba queda-do quien pudiera contarlos. Pero los bufones, de caras laca-das, pintadas con zumo de rboles, seguan saltando de canoaen canoa, enseando los sexos acrecidos por prepucios de cuer-no de venado, agitando las sonajas y castauelas de conchasque llevaban colgadas de los testculos. Esa concordia, esa pazuniversal, asombraba a los recin llegados, cuyas armas, bien

    preparadas, atadas con cordeles que podan zafarse rpida-mente, quedaban, sin mostrarse, en el piso de las canoas, bienal alcance de la mano. Y todo aquello la concentracin denaves, la armona lograda entre humanos enemigos, el des-

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    parpajo de los bufonesera porque se haba anunciado a lospueblos de ms all de los raudales, a los pueblos andariegos,

    a los pueblos de las montaas pintadas, a los pueblos de lasConfluencias Remotas, que el viejo quera ser ayudado en unatarea grande. Enemigos o no, los pueblos respetaban al an-ciano Amaliwak por su sapiencia, su entendimiento de todo ysu buen consejo, los aos vividos en este mundo, su poder dehaber alzado, all arriba en la cresta de aquella montaa,tres monolitos de piedra que todos, cuando tronaba, llamaban

    los Tambores de Amaliwak. No era Amaliwak un dios cabal;pero era un hombre que saba; que saba de muchas cosascuyo conocimiento era negado al comn de los mortales: queacaso dialogara, alguna vez, con la Gran-Serpiente-Genera-dora, que, acostada sobre los montes, siguindole el contornocomo una mano puede seguir el contorno a la otra mano, ha-ba engendrado los dioses terribles que rigen el destino de los

    hombres, dndoles el Bien con el hermoso pico del tucn, se-mejante al Arco Iris, y el Mal, con la serpiente coral, cuyacabeza diminuta y fina ocultaba el ms terrible de los vene-nos. Era broma corriente decir que Amaliwak, por viejo, ha-blaba solo y responda con tonteras a sus propias preguntas,o bien interrogaba las jarras, las cestas, la madera de los ar-cos, como si fuesen personas. Pero cuando el Viejo de los TresTambores convocaba era porque algo iba a suceder. De ahque el remanso ms apacible de la confluencia del Ro venidode arriba con el ro de la Mano Derecha estuviera lleno, reple-to, congestionado de canoas, aquella maana.

    Cuando el viejo Amaliwak apareci en la laja, que a modode tribuna gigantesca se tenda por encima de las aguas, hu-bo un gran silencio. Los bufones regresaron a sus canoas, loshechiceros volvieron hacia l el odo menos sordo, y las muje-

    res dejaron de mover la piedra redonda sobre los metales. Delejos, de las ltimas filas de embarcaciones, no poda apre-ciarse si el Viejo haba envejecido o no. Se pintaba como un in-secto gesticulante, como algo pequesimo y activo, en lo alto

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    de la laja. Alz la mano y habl. Dijo que Grandes Trastornosse aproximaban a la vida del hombre; dijo que este ao, las

    culebras haban puesto los huevos por encima de los rboles;dijo que, sin que le fuera dable hablar de los motivos, lo mejorpara prevenir grandes desgracias, era marcharse a los cerros,a los montes, a las cordilleras. Ah donde nada crece, dijo un

    Wapishan a un Shirishan que escuchaba al viejo con sonrisasocarrona. Pero un clamor se alz all, en el ala izquierda don-de se haban juntado las canoas venidas de arriba. Gritaba

    uno: Y hemos remado durante dos das y dos noches paraor esto?, Qu ocurre en realidad?, gritaban los de la dere-cha. Siempre se hace penar a los ms desvalidos!, gritaron

    los de la izquierda. Al grano! Al grano!, gritaron los de la

    derecha. El viejo alz la mano otra vez. Volvieron a callar losbufones. Repiti el viejo que no tena el derecho de revelar loque, por proceso de revelacin, saba. Que, por lo pronto, ne-

    cesitaba brazos, hombres, para derribar enormes cantidadesde rboles en el menor tiempo posible. l pagara en mazsus plantos eran vastosy en harina de yuca, de las que susalmacenes estaban repletos. Los presentes, que haban venidocon sus nios, sus hechiceros y sus bufones, tendran todo lonecesario y mucho ms para llevar despus. Este aoy estolo dijo con un tono extrao, ronco, que mucho sorprendi aquienes lo conocan no pasaran hambre, ni tendran quecomer gusanos de tierra en la estacin de las lluvias. Pero,eso s: haba que derribar los rboles limpiamente, quemarleslas ramas mayores y menores, y presentarle los troncos lim-pios de taras; limpios y lisos, como los tambores que all arri-ba (y los sealaba) se erguan. Los troncos, rodados y flotados,seran amontonados en aquel claroy mostraba una enormeexplanada natural donde, con piedrecitas, se llevara la

    contabilidad de lo suministrado por cada pueblo presente.Acab de hablar el Viejo, terminaron las aclamaciones y em-pez el trabajo.

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    II

    El viejo est loco. Lo decan los de Wapishan, lo decan losde Shirishan, los decan los Guahbos y Piaroas; lo decan lospueblos todos, entregados a la tala, al ver que con los troncosentregados, el viejo proceda a armar una enorme canoaalmenos, aquello se iba pareciendo a una canoacomo nuncapudiese haber concebido una mente humana. Canoa absurda,incapaz de flotar, que iba desde el acantilado del Cerro de los

    Tres Tambores hasta la orilla del agua, con unas divisionesinternas unos tabiques moviblesabsolutamente inexpli-cables. Adems, esa canoa de tres pisos, sobre la cual empe-zaba a alzarse algo como una casa con techo de hojas de mori-che superpuestas en cuatro capas espesas, con una ventanade cada lado, era de un calado tal que las aguas de aqu, contantos bajos de arena, con tantas lajas apenas sumergidas,

    jams poda llevar. Por ello, lo ms absurdo, lo ms incom-prensible, es que aquello tuviese forma de canoa, con quilla,con cuaderna, con cosas que servan para navegar. Aquello nonavegara nunca. Templo tampoco sera, porque los dioses seadoran en cavernas abiertas en las cimas de los montes, alldonde hay animales pintados por los Antepasados, escenas decaza, y mujeres con los pechos muy grandes. El Viejo estabaloco. Pero de su locura se viva. Haba mandioca y maz y has-ta maz para poner la chicha y fermentar en los cntaros. Conesto se daban grandes fiestas a la sombra de la Enorme Ca-noa que iba creciendo de da en da. Ahora el Viejo peda resi-na blanca, de esa que brota de los troncos de un rbol de ho-jas grasas, para rellenar las hendijas dejadas por el desajustede algn tronco, mal machihembrado con el ms prximo. Denoche se bailaba a la luz de las hogueras; los hechiceros saca-

    ban las Grandes Mscaras de Aves y Demonios; los bufonesimitaban el venado y la rana; haba porfas, responsos, desa-fos incruentos entre las tribus. Venan nuevos pueblos a ofre-cer sus servicios. Aquello fue una fiesta, hasta que Amaliwak,

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    plantando una rama florida en el techo de la casa que domi-naba la Enorme Canoa, resolvi que el trabajo estaba termi-

    nado. Cada cual fue pagado cabalmente en harina de yuca yen maz y no sin tristeza los pueblos emprendieron lanavegacin hacia sus respectivas comarcas. Ah quedaba, enluna llena, la canoa absurda, la canoa nunca vista, construc-cin en tierra que jams habra de navegar a pesar de su per-fil de nave-con-casa-encima, en cuyo cudruple techo de mori-che andaba el viejo Amaliwak, entregado a extraas gesticu-

    laciones. La Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo les hablaba.Haba roto las fronteras del porvenir y reciba instruccionesdel anciano. Repoblar la tierra de hombres, haciendo que su

    mujer arrojara semillas de palmera por encima de su hom-bro. A veces, pavorosa de su dulzura exterminadora, sonaba

    la voz de la Gran-Serpiente-Generadora, cuyas palabras can-tarinas helaban la sangre. Por qu habr de ser yo pen-

    saba el anciano Amaliwakel depositario del Gran Secretovedado a los hombres? Por qu se me ha escogido a m parapronunciar los terribles conjuros, para asumir las grandestareas? Un bufn curioso haba permanecido en una barca

    rezagada para ver lo que poda ocurrir ahora en el Extrao-Lugar-de-la-Canoa-Enorme. Y cuando la luna se ocultaba yadetrs de las montaas cercanas, sonaron los Conjuros, inau-ditos, incomprensibles, lanzados con una voz tan fuerte queno poda tratarse de la voz de Amaliwak. Entonces algo queera de vegetacin, de rboles, del suelo, de las ramazones, quean quedaban detrs de las talas, ech a andar. Era un tu-multo tremebundo de saltos, de vuelos, de arrastre, de galo-pes, de empellones, hacia la Enorme-Canoa. El cielo blanquede garzas antes del amanecer. Una masa de rugidos, zarpa-zos, trompas, morros, corcovaos, encabritamientos, cornadas;

    una masa arrolladora, tremebunda, presurosa, se iba colandoen la embarcacin imposible, cubierta por las aves que entra-ban a todo vuelo, por entre cuernos y cornamentas, patas al-zadas, mordiscos lanzados al viento. Despus, el suelo hirvi

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    en el mundo de los reptiles de agua y de tierra, y las serpien-tes menoressas, que hacen msica con la cola, se disfra-

    zan de anans o traen pulseras de mbar y de coral sobre elcuerpo. Hasta bien pasado el medioda se asisti a la arriba-zn de gente que, como los venados rojos, no haban recibidoel aviso a tiempo, o las tortugas, para las cuales los viajeslargos eran trabajosos y ms ahora que eran los tiempos dedesovar. Por fin, viendo que la ltima tortuga haba entradoen la canoa. El anciano Amaliwak cerr la Gran-Escotilla, y

    subi a lo ms alto de la casa donde las mujeres de su familiaes decir: de su tribu, puesto que su gente se casaba a los tre-ce aosestaban entregadas, cantando, a los juegos y rejue-gos del metate. El cielo de aquel medioda era negro. Parecaque las tierras negras de las comarcas negras se hubiesensubido, de horizonte a horizonte. En eso son la Gran-voz-de-Quien-todo-lo-Hizo: Cbrete los odos, dijo. Apenas Ama-

    liwak hubo obedecido, retumb un trueno tan horrsono yprolongado que los animales de la Enorme-Canoa quedaronensordecidos. Entonces empez a caer la lluvia. Lluvia deClera de los Dioses, pared de agua de un espesor infinito,bajada de lo alto; techo de agua en desplome perpetuo. Comoera imposible respirar, siquiera, bajo semejante lluvia, el vie-jo entr en la casa. Ya caan goteras, ya lloraban las mujeres,ya chillaban los nios. Y ya no se supo del da ni de la noche.Todo era noche. Amaliwak, ciertamente, se haba provisto demechas que, al ser encendidas, ardan ms o menos duranteel tiempo de un da o de una noche. Pero ahora, con la ausen-cia de luz, estaba desconcertado en sus clculos, dando nochespor das y das por noches. Y, de sbito, en un momento queel anciano no olvidara nunca, la proa de la canoa empez adar bandazos. Una fuerza levitaba, alzaba, empujaba, aquella

    construccin hecha a los dictados de los Poderosos de lasMontaas y de los Cielos. Y despus de una tensin, de unaindecisin, de un miedo, que oblig a Amaliwak a tomarse unjarro entero de Chicha de maz, hubo como un embate sordo.

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    La Enorme-Canoa haba roto su ltima atadura con la tierra.Flotaba. Y se lanzaba hacia un mundo de raudales abiertos

    entre montaas, raudales cuyo bramido continuo pona pavoren el pecho de los hombres y animales. La Enorme-Canoaflotaba.

    III

    Al principio Amaliwak y sus hijos y sus nietos y bisnietos y

    tataranietos trataron, aullantes, de piernas abiertas en lascubiertas, de concentrarse en alguna maniobra del timn. Eraintil. Circundada la montaa, azotada por los rayos, laEnorme-Canoa caa, de raudal en raudal, de viraje en viraje,esquivando los escollos, sin topar con nada, por su mismadebilidad en seguir el enfurecido correr de las aguas. Cuandoel anciano se asomaba a la borda de su Enorme-Canoa, la

    vea correr, harto rauda, desorientada, desnortada (acaso sevean las estrellas?) en su mar de fango lquido que iba empe-queeciendo las montaas y los volcanes. Porque a aqul se lemiraba de cerca el exiguo abismo que otrora arrojara fuego.Poco impresionaban sus labios de lava llovida. Las montaasse reducan en tamao en aquella desaparicin creciente desus faldas. E iba la Enorme-Canoa por rumbos inseguros, aveces, antes de arrojarse a un disparadero de aguas que para-ba en cataratas ya amansadas por las aguas segn el malclculo de Amaliwak haba llovido durante ms de veintedas, y de aquella manera tremebundadejaron de caer delcielo. Se hizo un gran remanso, una gran mar quieta entre lasltimas cimas visibles, con sus playas de lado pintadas a mi-llares de palmos de altura, y la Enorme-Canoa dej de agitar-se. Era como si La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo le impu-

    siera un descanso. Las mujeres haban regresado a sus meta-tes. Los animales, abajo, estaban tranquilos; todos, desde elda de la Revelacin, se haban conformado con el yantar coti-diano, de maz y de yuca, as fueran carnvoros. Amaliwak,

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    cansado, se ech un buen jarro de Chicha en el gaznate y seech a dormir en su chinchorro.

    Al tercer da de sueo lo despert el choque de su navecon alguna cosa. Pero no era cosa de roca, ni de piedra, ni detroncos muy viejos, de esos que yacan petrificados, intocablesen los claros de la selva. El golpe haba derribado algunascosas: jarros, enseres, armas, por su violencia. Pero haba sidoun golpe blando, como de madera mojada con madera mojada,de tronco flotante con tronco flotante, en que ambos, despus

    de herirse las cortezas, siguen juntos sus caminos, unidoscomo marido y mujer. Amaliwak subi a los pisos superioresde su embarcacin. Su canoa haba tropezado, de soslayo, conalgo rarsimo. Sin fracturas haba abordado una nave enor-me, de costillares al descubierto, de cuadernas fuera de borda,como hecha de bambes, de juncos, con algo sumamente sin-gular: un mstil en torno al cual giraba, segn soplara la bri-

    saya haban terminado los grandes vientosun velamencuadrado, de cuatro caras, que agarraba el aire que soplabapor debajo, como una chimenea. Viendo as la embarcacinoscura, que ninguna forma viviente animaba, pens el an-ciano Amaliwak en medirla a ojo de buen comprador de jarrascon chicha adentro por supuesto. Tena unos trescientoscodos de longitud, unos cincuenta de anchura, y unos treintacodos de alto. Ms o menos como mi canoadijo, aunqueyo he dilatado a lo sumo las proporciones que me fueron dic-tadas por revelacin. Los dioses de tanto andar por los cielos,poco saben de navegar. Se abri la escotilla de la extraa

    nave, apareci un anciano pequeito, tocado con un gorro ro-jo, que pareca sumamente irritado. Qu? No atamos ca-bos?, grit, en un idioma extrao, hecho a saltos de tonalida-des de palabras a palabras, pero que Amaliwak entendi por-

    que los hombres sabios, en aquellos das, entendan todos losidiomas, dialectos y jergas, de los seres humanos. Amaliwakmand a lanzar cabos a la extraa embarcacin; ambas searrimaron, y se abraz el anciano de otro anciano de tez un

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    tanto amarillenta, que dijo venir del Reino de Sin, cuyos ani-males traa en las entraas del Gran Barco. Abriendo la esco-

    tilla mostr a Amaliwak un mundo de animales desconocidosque entre divisiones de madera que limitaban sus pasos pin-taban estampas zoolgicas por l nunca sospechadas. Seasust al ver que hacia ellos trepaba un oso negro de muy featraza: abajo haba como venados grandes, con gibas en los lo-mos. Y unos felinos brincadores, nunca quietos, que llamabanonzas. Qu hace usted aqu?, pregunt el hombre de Sin a

    Amaliwak. Y usted?, contest el anciano. Estoy salvando ala especie humana y las especies animales, dijo el hombre deSin. Estoy salvando a la especie humana y las especies ani-males, dijo el anciano Amaliwak. Y como las mujeres del

    hombre de Sin haban trado vino de arroz, no se habl msde cuestiones difciles de dilucidar, aquella noche. Y algo bo-rrachos estaban los hombres de Sin y el anciano Amaliwak

    cuando, al filo del amanecer, un golpe formidable hizo retum-bar a las dos naves. Una embarcacin cuadradatrescientoscodos de longitud, cincuenta ms o menos de anchura, treintacodos (eran unos cincuenta) de altodominada por una casavivienda con ventanas laterales, haba topado con las dos na-ves amarradas. En la proa, antes de que fuesen a requerirlopor una mala maniobra marinera, un anciano, muy anciano,de largas barbas, recitaba lo inscripto en las pieles de losanimales. Y lo recitaba a gritos, para que todos lo escucharan,y nadie viniese a requerirlo por la maniobra marinera malhecha. Deca: Me dijo Iaveh: Hazte un arca de madera de

    Gopher; hars aposentos en el arca, y la embetunars conbrea por dentro y por fuera. Al arca hars pisos abajo, segun-do y tercero. Aqu tambin hay tres pisos, deca Amaliwak.

    Pero prosegua el otro: Y yo, he aqu que yo traigo un diluvio

    de aguas sobre la tierra, para destruir toda carne en que hayaespritu de vida debajo del cielo, todo lo que hay en el la tierramorir. Mas establecer un pacto contigo y entrarn en elarca t y tus hijos y tu mujer y las mujeres de tus hijos conti-

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    go No fue esoacaso lo que hice?, dijo el anciano Ama-liwak. Pero prosegua el otro el recitado de su Revelacin: Y

    de todo lo que vive, de toda carne, dos de cada especie mete-rs en el arca, para que tengan vida contigo: macho y hembrasern. De las aves segn su especie; de todo reptil de la tierra,segn su especie; dos de cada especie entrarn contigo paraque hayan vida. As no hice yo?, preguntbase el anciano

    Amaliwak hallando que aquel extrao resultaba harto pre-suntuoso con sus Revelaciones que eran semejantes a todas

    las dems. Pero al pasar de embarcacin en embarcacin, losnexos de simpata se fueron creando. Tanto el hombre de Sin,como el anciano Amaliwak y el No recin llegado eran gran-des bebedores. Con el vino del ltimo, la chicha del viejo y ellicor de arroz del primero, los nimos se fueron ablandando.Se formulaban preguntas, tmidas al comienzo, acerca de lospueblos respectivos; de sus mujeres, de sus modos de comer.

    Ya slo llova de cuando en cuando, y eso, como para poner unpoco de claridad en el cielo. El No, del arca maciza, propusoque se hiciera algo para saber si toda vida vegetal haba des-aparecido del mundo. Lanz una paloma sobre las aguas,quietas aunque fangosas en grado increble. Al cabo de unalarga espera, la paloma regres con un ramito de olivo en elpico. El anciano Amaliwak lanz entonces un ratn al agua.Al cabo de una larga espera regres con una mazorca de mazentre sus patas. El hombre del Pas de Sin despach, enton-ces, un papagayo, que regres con una espiga de arroz debajodel ala. La vida recobraba su curso. Slo faltaba recibir algu-na Instruccin de Aquellos que vigilan el ir y venir de loshombres desde sus templos y cavernas. Las aguas bajaban denivel.

    IV

    Transcurran los das y calladas estaban las voces de La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo, de Iaveh, con quien No pareca

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    haber tenido largos coloquios, con instrucciones ms precisasque las impartidas a Amaliwak; de Quien-Todo-lo-Cre y vive

    en el espacio ingrvido y suspendido como una burbuja, escu-chado por el Hombre de Sin. Desconcertados estaban los capi-tanes de las naves, arrimadas por sus bordas, sin saber quhacer. Descendan las aguas; crecan las cordilleras en el ho-rizonte de paisajes libres de nieblas. Y, una tarde en que loscapitanes beban para distraerse de sus propias cavilaciones,se anunci la aparicin de una cuarta nave. Era casi blanca,

    de una admirable finura de lneas, con las bordas pulidas yuna vela de forma que nunca haban visto por ac. Se arrimligeramente, y, envuelto en una capa negra, apareci su Capi-tn: Soy Deucalin dijo. De dnde se yergue un montellamado Olimpo. He sido encargado por el Dios del Cielo y dela Luz de repoblar el mundo cuando termine este horriblediluvio Y dnde lleva los animales en una nave tan exi-

    gua?, pregunt Amaliwak. No se me ha hablado de los ani-malesdijo el recin llegado. Cuando termine esto toma-remos piedras, que son los huesos de la tierra, y mi esposaPirra las arrojar por encima de sus hombros. De cada guija-rro nacer un hombre. Yo debo hacer lo mismo con las semi-llas de palmeras, dijo Amaliwak. En eso, de la bruma que

    acababa de levantarse sobre las costas cada vez ms prxi-mas, surgi, como embistiendo, la mole enorme de una navecasi idntica a la de No. Una hbil maniobra de los que latripulaban lade la embarcacin ponindola al pairo. Soy

    Our-Napishtimdijo el nuevo Capitn, saltando a la nave deDeucalin. Por el Dueo-de-las-Aguas supe lo que iba aocurrir. Entonces edifiqu el arca, y embarqu en ella, ade-ms de mi familia, ejemplares de animales de todas las espe-cies. Me parece que lo peor ha pasado. Primero arroj una pa-

    loma al espacio, pero regres sin haber hallado cosa algunaque, para m, significara vida. Lo mismo me ocurri con la go-londrina. Pero el cuervo no regres: pruebas de que hall algoque comer. Estoy seguro de que en mi pas, en el lugar llama-

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    do Boca de los Ros, ha quedado gente. El agua sigue descen-diendo. Ha llegado la hora de regresar a las tierras propias.

    Con tanta tierra de aqu, de all, acarreada, depositada, deja-da sobre los campos, tendremos buenas cosechas. Y dijo el

    hombre de Sin: Pronto abriremos las escotillas y saldrn los

    animales a sus pastos fangosos; y se reanudar la guerra en-tre las especies; y los unos devorarn a los otros. No me cupola gloria de salvar a la raza de los dragones, y lo siento, por-que ahora esa raza se extinguir. Slo hall un dragn ma-

    cho, sin hembra, en el lugar septentrional donde pacen ele-fantes de colmillos curvos y donde los grandes lagartos ponenhuevos semejantes a sacos de ssamo. Todo est en saber si

    los hombres habrn salido mejores de esta aventura dijoNo. Muchos deben haberse salvado en las cimas de losmontes.

    Los Capitanes cenaron silenciosamente. Una gran congo-

    jainconfesada, sin embargo; guardada en lo hondo del pe-cho les pona lgrimas a las gargantas. Se haba venidoabajo el orgullo de creerse elegidos ungidospor las divi-nidades que, en suma, eran varias, y hablaban a los hombresde idntica manera. Por ah deben andar otras naves comolas nuestras dijo Our-Napishtim, amargo. Ms all de loshorizontes; mucho ms all debe haber otros hombres adver-tidos, navegando con sus cargas de animales. Debe haberlo depases donde se adora el fuego y las nubes. Debe haberlo delos Imperios del Norte que, segn dicen, son tremendamenteindustriosos. En ese instante La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo retumb en los odos de Amaliwak: Aprtate de lasdems naves, y djate llevar por las aguas. Nadie, salvo el

    Viejo, escuch el tremendo mandato. Pero a todos les ocurraalgo, puesto que se marcharon de prisa, sin despedirse unos

    de otros, volviendo a sus embarcaciones. Cada una hall la co-rriente que le corresponda, en un agua que ya se pintaba a lamanera de un ro. Y, pronto, el anciano Amaliwak se encontrsolo con su gente y con sus animales. Los dioses eran muchos

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    pensaba. Y donde hay tantos dioses como pueblos, nopuede reinar la concordia, sino que debe vivirse en desave-

    nencia y turbamulta en torno a las cosas del Universo. Losdioses se le empequeecan. Pero an le tocaba una tarea quecumplir. Arrim la Enorme-Canoa a una orilla y, bajandodetrs de una de sus esposas, le hizo arrojar detrs de sus es-paldas las semillas de palmera que llevaba en un saco. En elacto y era maravilloso verlolas semillas se transforma-ron en hombres que en pocos instantes crecan, pasando de la

    talla de nios, a la talla de mozos, a la talla de adolescentes, ala talla de hombres. Con las semillas que contuvieran grme-nes de hembra ocurra lo mismo. Al cabo de la maana erauna multitud, pululante, la que llenaba la orilla. Pero, en eso,una oscura historia de rapto de hembra, dividi a la multituden dos bandos, y fue la guerra. Amaliwak regres rpidamen-te a la Enorme-Canoa, viendo cmo los hombres, recin sal-

    vados, se mataban unos a otros. Y segn sus posiciones decombate en la costa elegida para su resurreccin, era evidenteque ya se haba creado unBando-montaay unBando-valle.Ya tena ste un ojo colgndole de la cara; ya vena el otro conel crneo abierto por una piedra. Creo que hemos perdido el

    tiempo, dijo el anciano Amaliwak poniendo su Enorme-Ca-noa a flote.

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    EL CAMINO DE SANTIAGO

    I

    Con dos tambores andaba Juan a lo largo del Escaldael su-yo, terciado en la cadera izquierda; al hombro el ganado a lascartas, cuando le llam la atencin una nave, recin arri-mada a la orilla, que acababa de atar gmenas a las bitas.Como la llovizna de aquel atardecer le repicaba quedo en elparche mal abrigado por el ala del sombrero, todo haba deparecerle un tanto anebladoaneblado como lo estaba ya por

    el aguardiente y la cerveza del vivandero amigo, cuyo carrohumeaba por todos los hornillos, un poco ms abajo, cerca dela iglesia luterana que haban transformado en caballerizas.Sin embargo, aquel barco traa una tal tristeza entre las bor-das, que la bruma de los canales pareca salirle de adentro,como un aliento de mala suerte. Las velas le estaban remen-dadas con lonas viejas, de colores mohosos; tena pelos en loscordajes, musgos en las vergas, y de los flancos sin carenar lecolgaban andrajos de algas muertas. Un caracol, aqu, all,pintaba una estrella, una rosa gris, una moneda de yeso, enaquella vegetacin de otros mares, que acababa de podrirse,en pardo y verdinegro, al conocer la frialdad de aguas dormi-das entre paredes obscuras. Los marinos parecan extenua-dos, de pmulos hundidos, ojerosos, desdentados, como genteque hubiera sufrido el mal de escorbuto. Acababan de soltar

    los cabos de una faluca que les haba arrastrado hasta el mue-lle, con gestos que no expresaban, siquiera, el contento de verencenderse las luces de las tabernas. La nave y los hombresparecan envueltos en un mismo remordimiento, como si hu-

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    biesen blasfemado el Santo Nombre en alguna tempestad, ylos que ahora estaban enrollando cuerdas y plegando el tra-

    po, lo hacan con el desgano de condenados a no poner ms elpie en tierra. Pero, de pronto, abrise una escotilla, y fue co-mo si el sol iluminara el crepsculo de Amberes. Sacados delas penumbras de un sollado, aparecieron naranjos enanos,todos encendidos de frutas, plantados en medios toneles queempezaron a formar una olorosa avenida en la cubierta. Antela salida de aquellos rboles vestidos de suntuosas cscaras

    qued la tarde transfigurada y un olor a zumos, a pimienta, acanela, hizo que Juan, atnito, pusiera en el suelo el tamborcargado en el hombro, para sentarse a horcajadas sobre l.Era cierto, pues, lo de los amores del Duque con lo que decande los suntuarios caprichos de su duea, ganosa siempre delos presentes que slo un Alba, por mero antojo, poda hacertraer de las Islas de las Especias, de los Reinos de Indias o del

    Sultanato de Ormuz. Aquellos naranjos, tan pequeos y car-gados, haban sido criados, sin duda, en alguna huerta demoros bautizadosque nadie los aventajaba en eso de hacerportentos con las matas, antes de desafiar tormentas y ba-jeles enemigos, para venir a adornar alguna galera de espe-jos, en el palacio de la que arrebolaba su cutis de flamencacon los ms finos polvos de coral del Levante. Y es que cuandociertas mujeres se daban a pedir, en aquellos das de tantasnavegaciones y novedades, no les bastaban ya los afeites quedurante siglos se tuvieran por buenos, sino que pedan inven-ciones de Dinamarca, blsamos de Moscovia y esencia de flo-res nuevas; si se trataba de aves, queran el papagayo indianoque dice insolencias, y en cuanto a perros, no se contentabanya con el gozque carioso, sino que reclamaban falderos contraza de grifos, o animales con bastante lana para trasquilar-

    los de modo que tuvieran una melena berberisca donde pren-der lazos de color. As, cuando el aguardiente del vivanderozamorano se suba a la cabeza de los soldados, haba siemprequien se soltara la lengua, afirmando que si el Duque perma-

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    neca tanto tiempo en Amberes, con unos cuarteles de in-vierno que ya pasaban de cuarteles de primavera, era porque

    no acababa de resolverse a dejar de escuchar una voz quesonaba, sobre el mstil del lad, como sonaran las voces delas sirenas, mentadas por los antiguos. Sirenas?habagritado poco antes la moza fregona, gran trasegadora de aguar-diente, que vena zapateando desde Npoles, tras de la tropa.Sirenas? Digan mejor que ms tiran dos tetas que dos ca-rretas!Juan no haba odo el resto, en el revuelo de soldados

    que se apartaban del carro del vivandero sin pagar lo comidoni bebido, por temor a que algn criado del Duque anduviesepor all y denunciara la ocurrencia. Pero ahora, ante esos na-ranjos que eran llevados a tierra, bajo la custodia de un alf-rez recin llegado, le volvan las palabras de la moza, subra-yadas por un espeso trazo de evidencia. Ya venan a cargarlos rboles enanos unos carros entoldados que eran de la in-

    tendencia. Ahuecado el estmago por el repentino deseo decomer una olleta de panzas o roer una ua de vaca, Juan vol-vi a montarse en el hombro el tambor ganado a los naipes.En aquel momento observ que por el puente de una gmenabajaba a tierra una enorme rata, de rabo pelado, como achi-chonada y cubierta de pstulas. El soldado agarr una piedracon la mano que le quedaba libre, mecindola para hallar eltino. La rata se haba detenido al llegar al muelle, como foras-tero que al desembarcar en una ciudad desconocida se pre-gunta dnde estn las casas. Al sentir el rebote de un guijarroque ahora le pasaba sobre el lomo para irse al agua del canal,la rata ech a correr hacia la casa de los predicadores quema-dos, donde se tena el almacn del forraje. Sin pensar ms enesto, Juan regres hacia el carro del vivandero zamorano.All, por amoscar a la fregona, los soldados de la compaa

    coreaban unas coplas que ponan a las de su pueblo de virgoscosidos, pegadoras de cuernos y alcahuetas. Pero, en eso pa-saron los carros cargados de naranjos enanos, y hubo un re-pentino silencio, roto tan slo por un gruido de la moza, y el

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    relincho de un garan que son en la nave de los luteranoscomo la misma risa de Belceb.

    II

    Creyse, en un comienzo, que el mal era de bubas, lo cual noera raro en gente venida de Italia. Pero, cuando aparecieronfiebres que no eran tercianas, y cinco soldados de la compaase fueron en vmitos de sangre, Juan empez a tener miedo.

    A todas horas se palpaba los ganglios donde suele hincharseel humor del mal francs, esperando encontrrselos como ro-sario de nueces. Y a pesar de que el cirujano se mostraba du-doso en cuanto a pronunciar el nombre de una enfermedadque no se vea en Flandes desde haca mucho tiempo a causade la humedad del aire, sus andanzas por el reino de Npolesle hacan columbrar que aquello era peste, y de las peores.

    Pronto supo que todos los marineros del barco de los naranjosenanos yacan en sus camastros, maldiciendo la hora en quehubieran respirado los aires de Las Palmas, donde el mal,trado por cautivos rescatados de Argel, derribaba las gentesen las calles, como fulminadas por el rayo. Y como si el temoral azote fuese poco, la parte de la ciudad donde se alojaba lacompaa se haba llenado de ratas. Juan recordaba, comoalimaa de mal agero, aquella rata hedionda y rabipelada, ala que haba fallado por un palmo, en la pedrada, y que debaser algo as como el abanderado, el pastor hereje, de la hordaque corra por los patios, se colaba en los almacenes, y acaba-ba con todos los quesos de aquella orilla. El aposentador delsoldado, pescadero con trazas de luterano, se desesperaba, ca-da maana, al encontrar sus arenques medio comidos, algunaraya con la cola de menos y la lamprea en el hueso, cuando un

    bicho inmundo no estaba ahogado, de panza arriba, en el vi-vero de las anguilas. Haba que ser cangrejo o almeja, para re-sistir al hambre asitica de aquellas ratas llagadas y purulen-tas, venidas de sabe Dios qu Isla de las Especias, que roan

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    hasta el correaje de las corazas y el cuero de las monturas, yhasta profanaban las hostias sin consagrar del capelln de la

    compaa. Cuando un aire fro, bajado de los pastos anegados,haca tiritar al soldado en el desvn bajo pizarra que tenapor alojamiento, se dejaba caer en su catre, gimoteando queya se le abrasaba el pecho y le dolan las bubas, y que la muer-te sera buen castigo por haber dejado la enseanza de loscantos que se destinan a la gloria de Nuestro Seor, para me-terse a tambor de tropa, que eso no era arte de cantar mote-

    tes, ni ciencia del Cuadrivio, sino msica de zambombas, pan-dorgas y castrapuercos, como la tocaban, en cualquier alegrade Corpus, los mozos de su pueblo. Pero, con un parche y unpar de vaquetas se poda correr el mundo, del Reino de Npo-les al de Flandes, marcando el comps de la marcha, junto altrompeta y al pfano de boj. Y como Juan no se senta con al-ma de clrigo ni de chantre, haba trocado el probable honor

    de llegar a ingresar, algn da, en la clase del maestro Cirue-lo, en Alcal, por seguir al primer capitn de leva que le pu-siera tres reales de a ocho en la mano, prometindole granregocijo de mujeres, vinos y naipes, en la profesin militar.Ahora que haba visto mundo, comprenda la vanidad de lasapetencias que tantas lgrimas costaran a su santa madre.De nada le haba servido repicar la carga en el fuego de tresbatallas, desafiando el trueno de las lombardas, si la muerteestaba aqu, en este desvn cuyos ventanales de cristales ver-des se tean tan tristemente con los fulgores de las antor-chas de la ronda, al son de aquel tambor velado, tan mal to-cado por esos flamencos de sangre de lpulo que nunca dabancabalmente con el comps. La verdad era que Juan habagimoteado todo aquello del pecho abrasado y de las bubashinchadas, para que Dios, compadecido de quien se crea en-

    fermo, no le mandara cabalmente la enfermedad. Pero, desbito, un horrible fro se le meta en el cuerpo. Sin quitarselas botas, se acost en el catre, echndose una manta encima,y encima de la manta un edredn. Pero no era una manta, ni

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    un edredn, sino todas las mantas de la compaa, todos losedredones de Amberes, los que le hubiesen sido necesarios, en

    aquel momento, para que su cuerpo destemplado hallara elcalor que el Rey Salomn viejo tratara de encontrar en elcuerpo de una doncella. Al verlo temblar de tal suerte, el pes-cadero, llamado por los gemidos, haba retrocedido con espan-to, bajando las escaleras llenas de ratas, a los gritos de que elmal estaba en la casa, y que esto era castigo de catlicos portanta simona y negocios de bulas. Entre humos vio Juan el

    rostro del cirujano que le tentaba las ingles, por debajo delcinturn desceido, y luego fue, de repente, en un extraoredoble de cajasmuy picado, y sin embargo tenido en sor-dinala llegada portentosa del Duque de Alba.

    Vena solo, sin squito, vestido de negro, con la gola tanapretada al cuello, adelantndole la barba entrecana, que sucabeza hubiera podido ser tomada por cabeza de degollado,

    llevada de presente en fuente de mrmol blanco. Juan hizo untremendo esfuerzo por levantarse de la cama, parndose comocorresponda a un soldado, pero el visitante salt por sobre eledredn que lo cubra, yendo a sentarse del otro lado, sobre untaburete de esparto, donde haba varios frascos de barro. Losfrascos no cayeron ni se rompieron, aunque un olor a ginebrase esparciera por el cuarto, como un sahumerio de sinagoga.Afuera sonaban confusas trompetas, revueltas en gran des-concierto, desafinadas, como tiritndoles las notas, en el mis-mo fro que tena tableteando los dientes del enfermo. El Du-que de Alba, sin desarrugar un ceo de quemar luteranos, sa-c tres naranjas que le abultaban bajo el entallado del jubn,y empez a jugar con ellas, a la manera de los titiriteros, pa-sndoselas de mano a mano, por encima del peinado a la ro-mana, con sorprendente presteza. Juan quiso hacer algn elo-

    gio de su pericia en artes que se le desconocan, llamndolo,de paso, Len de Espaa, Hrcules de Italia y Azote de Fran-cia, pero no le salan las palabras de la boca. De pronto, unaviolenta lluvia atamborile en las pizarras del techo. La ven-

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    tana que daba a la calle se abri al empuje de una rfaga,apagndose el candil. Y Juan vio salir al Duque de Alba en el

    viento, tan espigado de cuerpo que se le culebre como cintade raso al orillar el dintel, seguido de las naranjas que ahoratenan embudos por sombreros, y se sacaban unas patas de ra-nas de los pellejos, riendo por las arrugas de sus cscaras. Porel desvn pasaba volando, de patio a calle, montada en elmstil de un lad, una seora de pechos sacados del escote,con la basquia levantada y las nalgas desnudas bajo los

    alambres del guardainfantes. Una rfaga que hizo temblar lacasa acab de llevarse a la horrorosa gente, y Juan, medio des-mayado de terror buscando aire puro en la ventana, advirtique el cielo estaba despejado y sereno. La Va Lctea, por vezprimera desde el pasado esto, blanqueaba el firmamento.

    El Camino de Santiago!gimi el soldado, cayendo derodillas ante su espada, clavada en el tablado del piso, cuya

    empuadura dibujaba el signo de la cruz.III

    Por caminos de Francia va el romero, con las manos flacasasidas del bordn, luciendo la esclavina santificada por her-mosas conchas cosidas al cuero, y la calabaza que slo cargaagua de arroyos. Empieza a colgarle la barba entre las alascadas del sombrero peregrino, y ya se le desfleca la estameadel hbito sobre la piadosa miseria de sandalias que pisaronel suelo de Pars sin hollar baldosas de taberna, ni apartarsede la recta va de Santiago, como no fuera para admirar delejos la santa casa de los monjes clunicenses. Duerme Juandonde le sorprende la noche, convidado a ms de una casa porla devocin de las buenas gentes, aunque cuando sabe de un

    convento cercano, apura un poco el paso, para llegar al toquedel ngelus, y pedir albergue al lego que asoma la cara al ras-trillo. Luego de dar a besar la venera, se acoge al amparo delos arcos de la hospedera, donde sus huesos, atribulados por

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    la enfermedad y las lluvias tempranas que le azotaron el lomodesde Flandes hasta el Sena, slo hallan el descanso de duros

    bancos de piedra. Al da siguiente parte con el alba, impacien-te por llegar, al menos, al Paso de Roncesvalles, desde dondele parece que el cuerpo le estar menos quebrantado, por ha-llarse en tierra de gente de su misma lana. En Tours se lejuntan dos romeros de Alemania, con los que habla por seas.En el Hospital de San Hilario de Poitiers se encuentra conveinte romeros ms, y es ya una partida la que prosigue la

    marcha hacia las Landas, dejando atrs el rastrojo del trigo,para encontrar la madurez de las vides. Aqu todava es ve-rano, aunque se cumplen faenas de otoo. El sol demora sobrelas copas de los pinos, que se van apretando cada vez ms, yentre alguna uva agarrada al paso, y los descansos de medio-da que se hacen cada vez ms largos, por lo oloroso de lashierbas y el frescor de las sombras, los romeros se dan a can-

    tar. Los franceses, en sus coplas, hablan de las buenas cosas aque renunciaron por cumplir sus votos a Saint Jacques; losalemanes carraspean unos latines tudescos, que apenas si de-jan en claro el Herru Sanctiagu! Got Sanctiagu! En cuanto alos de Flandes, ms concertados, entonan un himno que yaJuan adorna de contracantos de su invencin: Soldado deCristo, con santas plegarias, a todos deendes, de suertes con-trarias!

    Y as, caminando despacio, llevando fila de ms de ochen-ta peregrinos, se llega a Bayona, donde hay buen hospitalpara espulgarse, poner correas nuevas a las sandalias, sacar-se los piojos entre hermanos, y solicitar algn remedio paralos ojos que muchos, a causa del polvo del camino, traen le-gaosos y daados. Los patios del edificio son hervideros demiserias, con gente que se rasca las sarnas, muestra los mu-

    ones, y se limpia las llagas con el agua del aljibe. Hay quiencarga lamparones que no sanaron ni con el tocamiento delRey de Francia, y otro que jinetea un banco para descansardel estorbo de partes tan hinchadas, que parecen las verijas

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    del gigante Adamastor. Juan el Romero es de los pocos que nosolicitan remedios. El sudor que tanto le ha pringado el sayal

    cuando se andaba al sol entre vias, le alivi el cuerpo de ma-los humores. Luego, agradecieron sus pulmones el blsamo delos pinos, y ciertas brisas que, a veces, traan el olor del mar.Y cuando se da el primer bao, con baldes sacados del pozosantificado por la sed de tantos peregrinos, se siente tan en-tonado y alegre, que va a despacharse un jarro de vino a ori-llas del Adur, confiando en que hay dispensa para quien corre

    el peligro de resfriarse luego de haberse mojado la cabeza ylos brazos por primera vez en varias semanas. Cuando regre-sa al hospital no es agua clara lo que carga su calabaza, sinotintazo del fuerte, y para beberlo despacio se adosa a un pilardel atrio. En el cielo se pinta siempre el Camino de Santiago.Pero Juan, con el vino aligerndole el alma, no ve ya el Cam-po Estrellado como la noche en que la peste se le acercara con

    un tremebundo aviso de castigo por sus muchos pecados. Atiempo haba hecho la promesa de ir a besar la cadena conque el Apstol Mayor fuese aprisionado en Jerusaln. Peroahora, descansado, algo baado, con piojos de menos y copasde ms, empieza a pensar si aquella fiebre padecid