04 La Isla de Los Espejos Texto Completo

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BABIDI-BÚ 
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Narrativa Juvenil 
© de las ilustraciones: Juan Manuel Moreno Yagüe, [email protected]
© de la ilustración de cubierta: Antonio García Pérez, [email protected]
© del diseño de cubierta: BABIDI–BÚ libros S.L.
© de esta edición: BABIDI–BÚ libros S.L.
Cuesta del Rosario, 8, C1, 1ºB
Tlfns: 954.308.562 / 656.658.593
ISBN: 978-84-943705-3-3
Este libro se editó por vez primera en el año 1996. Desde entonces se han realizado diferentes ediciones y
sucesivas reimpresiones de él, debido al gran interés que ha despertado su lectura.
Ediciones anteriores:
1ª EDICIÓN. ISBN: 978-84-605-4695-5
AÑO 2003, Ediciones Aljibe
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Miguel F. Villegas
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UN MISTERIOSO PARQUE
Cuando el reloj de ores se disponía a dar las once y media, Ser-
gio, Mónica y su hermano Javi no podían sospechar siquiera las
increíbles aventuras que iban a vivir en aquel asombroso parque
de su ciudad.
Los tres jugaban a la pelota en una explanada junto a unespeso bosque de altos árboles, hasta que Sergio, molesto con la
forma de jugar de sus colegas, la golpeó con fuerza y la lanzó en-
tre la espesura.
—¡Nada! —le replicó.
—¿Nada…? ¡Es mi pelota!
—Vale, voy por ella. Sergio fue rápidamente a buscarla, pero al llegar a donde
había caído se encontró de pronto con una bandada de cuervos
que, desde un árbol seco, dirigían sus alados picos contra él. Vio,
desconcertado, que le clavaban sus ojos brillantes como centellas
 y lo amenazaban agitando sus negras alas. Tuvo miedo y sintió
ganas huir, pero ¿cómo iba a dejar allí la pelota? No lo pensó dos
 veces. Cogió del suelo unas ramas y empezó a golpear los troncos,
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La Isla de los Espejos
a dar gritos y a hacer ruido con sus botas en la hojarasca, hasta que, al n, los fatídicos pájaros huyeron entre graznidos.
—Uf, menos mal —suspiró. Mónica y Javi, viendo que tardaba, fueron también a bus-
carla y les preguntaron por qué había gritado. —¿No habéis visto una bandada de cuervos? —¿Cuervos…? No. —Qué raro, si faltó poco para que me atacaran. —No me digas —ironizó Javi. Comenzaron a rastrear, palmo a palmo, la zona, removien-
do hojas, ramas y arbustos, pero la pelota no aparecía. —Cómo es posible, si cayó por aquí —se decían. Miraban en las copas de los árboles, entre los setos, en el
estanque… Ni sombra de ella. «¡Adiós a mi estupenda pelota!», se amargaba Javi. Mónica, inquieta por la inexplicable desaparición, presen-
tía que algún hecho extraordinario les iba a suceder. Sergio se
acordó de los fastidiosos cuervos y empezó a sospechar también que allí pasaba algo anormal.
Finalmente, cansados de indagar por todas partes y marea- dos de dar vueltas en todas las direcciones, la dieron por perdida.
—Lo siento, Javi —se excusó Sergio. Fue a la explanada por su mochila e iniciaron el regreso a casa frustrados y con mucha rabia.
—Es increíble que se nos haya perdido de esta manera tan tonta —decía Javi furioso.
Un viento racheado se levantó de pronto y el cielo empezó a cubrirse de nubes.
—Encima, nos va llover. ¡Lo que faltaba! Aligeraron el paso. Pero, sin saber cómo, una sensación de vértigo y un miedo
inesperado se fue apoderando de ellos, como si una red de mis-
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terio se tejiera a su alrededor. Los tres miraban recelosos a todas partes, sin entender qué les sucedía, pareciéndoles que eran víc- timas de un encantamiento. Y más, cuando advirtieron, sobreco- gidos, que todo cuanto les rodeaba comenzaba a transformarse de manera increíble: la arboleda, las fuentes, el reloj de ores, los bancos de cerámica…
Como si estuvieran viendo visiones, se restregaban los ojos para librarse del mareo que les ocasionaba tan prodigiosa muta- ción.
—¡Qué nos está pasando! ¡Esto es de locura! —se desespera- ba Sergio, de piel morena, complexión fuerte y corazón generoso.
—¡Hay que escapar de aquí! —se empeñaba Javi, espigado de cuerpo, y de mente más racional que el amigo.
—Encontraremos la salida, ya veréis —intentaba dar ánimo Mónica, que mostraba una madurez superior a sus trece años.
Pero, conforme hablaban advertían, desconcertados, que aquello ya no era el hermoso parque de su ciudad, sino un en-
marañado bosque poblado de árboles fantasmales, cuyas ramas retorcidas amenazaban con atraparlos. No solo habían perdido la pelota, sino que ellos mismos estaban también ¡irremediable- mente perdidos!
Un rayo vivo y deslumbrante cayó cerca de ellos, seguido de un espantoso trueno, y se quedaron inmóviles, sin atreverse a dar un paso.
—¡Escuchad! —gritó Sergio— ¿Habéis sentido eso? —¿El trueno? —le replicó Javi con sorna. —¡Pisadas! ¡He oído pisadas! —¿Cómo…? Estuvieron muy atentos y escucharon, en efecto, unos pa-
sos inquietantes que se aproximaban. Entonces, temiendo ser atrapados, escaparon rápidamente de aquel laberinto de locura,
cuando les salió al paso algo que de ningún modo habían visto
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La Isla de los Espejos
antes: una inmensa montaña que se enfrentaba a ellos como un gigante colosal.
—¿Pero, qué es eso…? Volvieron a escuchar las misteriosas pisadas más próximas
 y se echaron a temblar, las siluetas de los negros troncos les pare- cían personajes reales que les acechaban para tenderles una em- boscada.
—¡Vienen por nosotros! —susurró Mónica con cara de es- panto.
—Pueden ser animales salvajes —supuso Javi.
—¿Quién hay ahí? ¿Quién hay ahí? —gritaron desespera- dos.
El momento no podía ser más angustioso.
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AL ESPEJO DE FUEGO!
Entonces Mónica jó sus negros ojos en la montaña y dio un gri- to.
—¡Mirad aquello! —señaló. Los tres observaron, maravillados, cómo se abría una so-
berbia puerta en la ladera de la montaña semejante a un puente levadizo y salía de sus entrañas un resplandor de luces amarillen- tas. La fantástica visión los dejó como hipnotizados, pero Javi, más avispado, vislumbró que aquellas fauces se abrían para tra- gárselos y tomó a su hermana del brazo gritándole:
—¡Vámonos! ¡Vámonos de aquí antes que nos atrapen! Pero ya era tarde. En un abrir y cerrar de ojos sintieron en sus cuerpos unas
manos invisibles que los apresaban con fuerza y los conducían sin miramientos hacia la enorme boca, que en el acto los devoró y se cerró con estrépito. Y se vieron, horrorizados, en el formidable  vientre de la montaña: una descomunal gruta con las paredes y los techos cubiertos de innidad de espejos que reejaban la luz de las llameantes antorchas.
Los ojos de Mónica, Javi y Sergio, desmesuradamente
abiertos por la expectación y el miedo, recorrían tan extravagan-
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La Isla de los Espejos
te caverna sin saber si saldrían con vida de allí o qué harían con ellos sus moradores: una turba de seres extraños, como duendes de fábula, que caminaban sobre zuecos picudos y vestían una tú- nica parda con correa de cuero. Vieron, muy asustados, cómo los rodeaban y palpaban con curiosidad causándoles repugnancia su aspecto grotesco y su olor a sucio. Pero lo que más les sorprendió fue que todos llevaban sobre el pecho un espejo atado al cuello con un cordón. Y como si en ello les fuera la vida, lo cogían con- tinuamente  y se miraban en él para contemplar su bello  rostro. Unos cuantos, en el colmo de la comodidad y la estupidez, man- tenían el espejo levantado delante de la cara mediante un artilu- gio especial que lo unía al cuello; así se veían siempre sin moles- tarse en asirlo con la mano.
De pronto escucharon el sonido vibrante de una trompeta. Los duendes enmudecieron y un pregonero dotado de ponente  voz gritó:
—¡El rey Cristalino Primero! Todos se quedaron inmóviles y atentos hasta que se pre-
sentó el soberano. Los chicos lo vieron avanzar pausadamente apoyado en un báculo de madera y ataviado con una túnica color marl y manto purpura. Observaron que llevaba también un lu-  joso espejo enmarcado en oro y esmeraldas. Tras sentarse en un trono con dosel, dio tres golpes en el suelo con su robusto bastón
que resonaron en toda la cueva.Al instante, una corte de duendes—espejos se colocó orde- nadamente frente a él y entonó con voz más ridícula que solemne:
 Esta es La Isla de los Espejos.
 Nosotros, sus moradores,
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—¿La Isla de los Espejos…? —se maravillaban los adoles-
centes.
A cada golpe de bastón, los duendes se inclinaban ante susoberano y coreaban sentencias como éstas:
 Proclamamos nuestro lema:
cada cual mira a su espejo.
Tras un nuevo recitar de expresiones, aún más simplonas
 y rimbombantes, concluyó la ceremonia y comenzaron a disper-
sarse y a meterse en pequeñas cuevas excavadas en las paredes de
la gruta.
—¿Será verdad todo esto o estaremos en un sueño? —pre-
guntaba Mónica.
—No, no es un sueño —aseguró Sergio mientras se pelliz-
caba sus morenos brazos—. ¿No os dais cuenta de que vemos y
tocamos nuestro cuerpo? Ya no estamos en el parque, sino, como
ha dicho el rey de los duendes, en la Isla de los Espejos. Javi y Mó-
nica, imitando al amigo, se tocaban y se tiraban de sus respectivas
camisas y pantalones vaqueros. —¿Y si alguna bruja nos hubiera hechizado? —especulaba
la chica observando el reejo de las antorchas en los espejos del
techo.
—¡No digas tonterías! —le rebatió Javi— Tengo ya cerca de
catorce años y...
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Miguel F. Villegas
A un nuevo golpe de bastón, un grupo de duendes armados
con lanzas y escudos agarraron a los chicos por los brazos y los
condujeron a la presencia del Gran Duende.
El reyezuelo, al verlos delante sí comenzó a bramar:
—¿Cómo habéis osado entrar en mi territorio? ¡Niños sin
espejos! ¡Qué absurdo! ¡Mis espías os venían siguiendo!
Ahora comprendieron quiénes eran los causantes de los
pasos misteriosos. Pudieron contemplar también de cerca al rey,
que era un poco más alto que los demás duendes, pero igualmen-
te tocado de estúpido orgullo. Al ver que se cubría la cabeza conuna prenda semejante a un gorro de dormir apenas pudieron
contener la risa. «Vaya corona que tiene este», se decían.
Entonces Javi se animó a hablarle:
—Perdonad, Majestad, estamos aquí porque...
—¡Cómo te atreves! —saltó el rey dando muestras de muy
mal genio.
El chico enmudeció. —¡Os merecéis un castigo! —gritó extendiendo sobre ellos
su mano derecha llena de anillos. —¿Castigo? ¿A nosotros? —se preguntaban estupefactos.
—¡Arrojadlos al Espejo de fuego! —ordenó con rotundidad. 
Los chicos se quedaron de piedra: «Pero, bueno, ¿qué dice este
loco».
El rey hizo un guiño signicativo a los duendes—soldados y estos los prendieron para llevar a cabo la sentencia.
—¡Déjame, bestia! —chillaba Javi forcejeando.
Sergio levantó el puño para mostrar que a sus catorce años
bien cumplidos, podía golpear duro, pero lo redujeron inmedia-
tamente. Mónica intentaba deshacerse de los guardianes y fue
también conducida sin miramientos en dirección a un extremo
de la cueva, camino del Espejo de fuego.
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La Isla de los Espejos
En la boca de un negro túnel les esperaban dos soldados
provistos de teas encendidas. Los duendes los empujaron hacia
dentro y entonces descubrieron cómo las antorchas abrían delan-
te de ellos un largo pasillo subterráneo. Anduvieron hasta a una
empinada escalinata labrada sobre las rocas, por la que bajaron.
Conforme descendían les llegaba un olor ácido y un calor as-
xiante que les hacían presentir lo más terrible.
—Pero ¿cómo puede ser esto? ¿Por qué? ¿Por qué nosotros?
—clamaban intentando, sin éxito, soltarse de los soldados, que
martilleaban los peldaños de piedra con sus botas de clavos.La escalinata terminaba en una gruesa baranda de hierro,
desde la que pudieron divisar, consternados, un abismo en cuyo
fondo brillaba un río de lava llameante. El calor superaba sus
fuerzas y el aire, mezclado con los gases que ascendían de la masa
de fuego, se hacía irrespirable. Se temían lo peor.
—¡No, no es posible, madre mía! —lloraban y gritaban ja-
deantes— ¿No hay nadie que nos deenda? ¡No hemos hecho nada! ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡¡No queremos morir!!
Los duendes—soldados, haciendo oídos sordos a sus gritos, empezaron por Mónica. La tomaron por la cintura y la levan-
taron sobre la baranda para lanzarla, cabeza abajo, al fuego. La
chica notó, horrorizada, que sus cabellos castaños, sueltos sobre
el vacío, se erizaban por el calor. Y, arrasada en lágrimas, se afe-
rraba desesperadamente a las ropas de sus verdugos para no caer  y morir abrasada.
En ese preciso instante oyeron un agudo silbido que reco-
rrió los entresijos de la gran cueva. Los guardianes interrumpie-
ron la ejecución en el acto. Los muchachos, temblando de pies
a cabeza y oprimidos por el calor y la conmoción, a punto es-
tuvieron de caer al suelo desfallecidos. Cuando ya se despedían
del mundo de los vivos y contaban el tiempo de sus vidas por
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segundos, aquel vibrante silbido fue para ellos el más bello canto
de esperanza.
Los duendes—soldados  agarraron a los tres y los condu- jeron de nuevo, escaleras arriba, ante la presencia del monarca.
Este, que esbozaba una boba sonrisa teñida de burla, permaneció
unos momentos en silencio mientras contemplaba con regusto
el abatimiento de sus víctimas. Finalmente, empezó a hablar con
 voz campanuda, pavoneándose como si fuera el emperador del
universo:
—Habéis sido testigos de lo que haré con aquellos que osen desobedecer mis órdenes —se retorció con los dedos un mechón
de pelos que asomaba bajo el gorro—. Desde los tiempos del He-
chizo, desde el día de la maldición de los espejos, nadie se ha atre-
 vido a penetrar en mi reino, ¡nadie! Y ¡ay de aquel que lo intente!
Los habitantes de otras islas conocen que les aguarda  El   Espejo
de fuego.
Mónica, Sergio y Javi no salían de su estupor: «¿presumir
de grandeza con tres chavales indefensos? ¡Hay que ser imbécil!
—A partir de ahora —continuó el rey con el mismo empa-
que—, tenéis los minutos contados para abandonar mi Isla. Ellos
estaban tan perplejos que no se atrevían a dar un paso.
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí he dicho! ¡Apartaos de mi vista! —
clamó con un gesto de desprecio. Como obedeciendo a la orden del rey de los duendes, la
gran puerta de la montaña comenzó a abrirse. El interior de la
cueva se llenó con la luz del día, limpio de nubes, y los alegres
sonidos del bosque aliviaron sus oídos. Entonces comprobaron,
muy sorprendidos, que nadie los retenía, que podían salir y que-
dar libres. No lo dudaron ni un instante: sin volver la cara, atrave-
saron a toda prisa la puerta y abandonaron la enorme gruta.
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La Isla de los Espejos
Más que andar, corrían a través del nuevo bosque que les salía al paso. Ninguno hablaba; su imaginación, impresionada por los acontecimientos vividos, les impedía pronunciar palabra.
Así caminaron un rato, hasta que Javi rompió el silencio: —¡Maldita isla! Es lo más absurdo que visto en mi vida. Sergio, que creía ciegamente en la existencia de los ovnis,
armó: —Son extraterrestres, estoy convencido. ¿No sabéis que al-
gunas personas desaparecen y nunca más se sabe de ellas? A lo mejor nos han abducido para sacarnos nuestra energía.
—Claro que sí, Sergio, seguro que es como dices —se rió Javi.
Mónica se detuvo y dijo: —Por lo menos ya no estamos en manos de esos mons-
truos, y eso es positivo. —Sí —recalcó Javi—, pero ¿qué hacemos ahora? Tenemos
que abandonar cuanto antes esta isla, si no queremos que los sol-
dados del rey nos atrapen de nuevo y nos tiren de verdad al espejo de fuego.
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LA ESFINGE
Con la esperanza de encontrar una salida y regresar pronto a casa,
tomaron un sendero que conducía a una elevada meseta para co-
nocer, desde allí, las dimensiones de la Isla y el sitio más próximo
por donde escapar.
No habían andado la mitad del camino cuando Sergio ad- virtió algo que le llamó la atención.
—Mirad aquello —señaló—, parecen unas piedras que tie-
nen forma humana.
Javi y Mónica dirigieron sus ojos hacia donde les indicaba
el amigo.
—¡Vamos a verla! —se animó Mónica.
—¡Un momento! Podría ser una trampa —les previno Javi deteniendo a su hermana.
—Tú ves peligro en cualquier cosa, chaval —le reprochó
Sergio.
—¡Y tú eres un ingenuo que no te das cuenta de nada! —re-
plicó Javi evidenciando su carácter polémico.
El compañero no quiso contestarle; estaba ya muy pendien-
te de su descubrimiento.
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La Isla de los Espejos
  Decidieron entonces proceder con cautela, dispuestos a salir huyendo si hiciera falta. A medida que se acercaban, aquella caprichosa silueta, que parecía esculpida por el cincel de un cíclo- pe, se movía y cambiaba de forma, o así lo veían ellos.
—¡Esto me huele a cuerno quemado! —insistió Javi bajando la voz.
Se agacharon detrás de unos arbustos y a través de sus ra- mas, convertidas en celosías vivientes, observaban sin ser vistos. Mónica comentó al oído de los compañeros:
—Parece una mujer sentada.
—Es una esnge. —¿Una esnge? ¿Habremos vuelto, en el túnel del tiempo,
al antiguo Egipto y encontraremos pirámides? —se disparaba la imaginación de Javi.
—¿A ver? —dijo Sergio apartando unas hojas con la mano—. Todo parece tranquilo.
  Lentamente se fueron aproximando al sitio hasta ver que
se trataba, en verdad, de una singular esnge de piedra con torso de mujer y el resto del cuerpo sin tallar. Esbozaba una enigmática sonrisa que recordaba el semblante apacible de un Buda, y en la mano derecha sostenía una bola, también de piedra.
«¿Qué hará aquí en medio del bosque esta gura?», se pre- guntaban, intrigados.
—Fijaos en la bola. ¿No se parece a la pelota que perdimos
en el parque? —dijo Sergio muy asombrado.—Verdad, qué coincidencia —susurró Mónica. —¡Que perdimos, no, que perdiste tú! —arremetió Javi. Ser-
gio, absorto con la mirada de la esnge, no le hizo caso.
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La Isla de los Espejos
—A lo mejor está transmitiéndonos algún mensaje y no so- mos capaces de entenderlo —insinuó Mónica adivinando.
Entonces la chica tuvo la ocurrencia de formularle una pre- gunta como solían hacer los antiguos griegos a sus pitonisas. Y, armándose de valor, la miró de frente y le preguntó:
—Esnge misteriosa, ¿cómo hallaremos el camino de vuel- ta a casa?
Los chicos contenían la respiración con los ojos puestos en los labios de la estatua. «¿Y si nos respondiera? Sería sensacio- nal». La brisa apartó las hojas del árbol bajo el que se cobijaba y
permitió al sol acariciar el rostro de la mujer, que parecía sonreír complacida. Siguieron esperanzados.
—No contesta —habló, al n, Mónica decepcionada. —Claro —repuso Javi—, ¿dónde has visto tú que las estatuas
hablen? Eso solo sucede en los cuentos. Sergio, no obstante, acercándose más, observó que la otra
mano de la mujer señalaba con el índice directamente al suelo. Si-
guió con la vista la dirección del dedo; al principio solo vio hojas secas, pero se le ocurrió apartarlas con el pie y, ante su sorpresa, descubrió una vieja lápida con una inscripción.
—¡Mirad! ¡Mirad lo que pone aquí! —exclamó Sergio. Los tres leyeron la enigmática frase grabada a los pies de
la esnge como si fuera una adivinanza. —Parece una respuesta a la pregunta de Mónica, pero no
sabemos qué quiere decir —indicó Sergio. Permanecieron algún tiempo esperando a ver qué suce-
día. Luego, molestos al comprobar que la única respuesta a todo aquello era el silencio, reanudaron la marcha.
 EL CAMINO ERES TÚ 
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Solo habían andado unos veinte pasos cuando de repente
oyeron a sus espaldas un siseo raro, como si una serpiente les
silbara entre las ramas. Se quedaron clavados sobre el terreno sin
atreverse a mirar atrás. Al momento sonó otra vez como la voz de
una mujer que murmura al oído. Luego, más fuerte; poco a poco
crecía y crecía, resonando en cada árbol, hasta surgir denitiva-
mente con un poderoso grito:
¡Buscad el lugar donde el río se entrega!
Los tres echaron a correr, despavoridos, temiendo ser cap-
turados por algún genio de la Isla.—¡Esto está embrujado! —chillaba Mónica mientras corría.
—¡Hay que salir de aquí cuanto antes! —exclamaba Javi.
—Pero ¿dónde está la salida? ¿Tú lo sabes acaso? —pregun-
tó Sergio.
se propusieron averiguar quién había gritado de ese modo, pero
tomando precauciones. Miraban por todas partes esperando ver a una mujer que
les dijera «he sido yo», o «no tengáis miedo». Llegaron de nuevo
hasta la esnge, que seguía imperturbable con su sonrisa oriental  y su apacible mirada. Se detuvieron ante ella, la rodearon, y nada.
—¡Qué raro! —se inquietaba Sergio— La voz ha salido de
aquí, pero ¿quién puede haber sido? porque, que yo sepa, las es-
tatuas no hablan ni gritan. —En esta isla no te asombres ya de nada —le respondió el
amigo.
De improviso, un movimiento brusco de hojas y alas los so-
bresaltó.
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La Isla de los Espejos
Acto seguido vieron saltar a un negrísimo cuervo del árbol de la esnge y se perdió en la oresta.
—¡Vaya susto! —dijo Mónica llevándose la mano al cora- zón.
—Siguen sucediendo cosas de fábula —murmuró Sergio imaginando que la Esnge había enviado un recado con el cuervo.
Decidieron entonces abandonar el lugar y continuar hasta alcanzar la cima que pretendían.
Una vez arriba, divisaron la Isla en toda su amplitud. A sus pies, el viento levantaba olas en la densa vegetación convertida
por ellos en un mar de esmeraldas, los pájaros la sobrevolaban inundándola de melodías. Sobre los tupidos bosques los chicos señalaban uno picachos que despuntaban entre el verdor de las montañas. Pero lo que más les sobrecogió fue el misterioso oleaje marino, que mugía a lo lejos como un rumor de voces perdidas en el tiempo.
«¿Será ese el mar de nuestra salida…?», se decían silencio-
sos, ensimismados y con los ojos muy abiertos.
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LA DAMA DEL RÍO
Se sentaron a descansar y no cesaban de darle vueltas a lo mismo:
«Buscad el lugar donde el río se entrega», sin que ninguno enten-
diera su signicado.
Javi, que había cerrado los ojos para concentrarse, dijo:
—Podría existir un embarcadero en la desembocadura deun río, y que allí nos espere una balsa.
Sergio empezó a reírse con la interpretación del amigo y
Javi le iba a responder cuando Mónica se puso en pie de un salto:
—¿Habéis oído eso?
—¡Callad!
Permanecieron alertas. De pronto escucharon una melodía que iba y venía como si
brotara del corazón del bosque, o pasara la Diosa de la Brisa aca-
riciando las hojas entre susurros. Pensaron que podría tratarse de
una señal y esperaron, anhelantes, a ver qué sucedía.
Sergio miraba a su entorno con ojos de misterio y comentó
en voz baja:
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—¡Calla! ¡Yo oigo algo nuevo! —exclamó esa vez Javi levan-
tándose como un resorte. Sergio lo siguió.
Los tres permanecieron de pie, muy atentos, hasta que es-
cucharon un burbujeo de agua que provenía del fondo del valle.
Entonces Javi, creyendo haber descubierto algo denitivo, saltó
por encima de los matorrales y comenzó a bajar a toda prisa por
la ladera:
—¡Es el río! ¡Es el río de la Esnge! —se desgañitaba el espi-
gado de cuerpo.
Y descendieron apresuradamente, guiados por los sonidosdel agua y por el deseo de abandonar la Isla.
—¡Vamos a encontrar la salida, el lugar donde el río se
entrega! —clamaban brincando entre matojos y pedruscos.
—¡Pronto en casa!
roso río, próximo a su desembocadura, cuyas aguas resplande-
cían con reejos de plata. Una na hierba tapizaba las orillas. Allí los álamos blancos lucían sus bien criados troncos, más abajo, los
depresivos sauces se reanimaban con el agua que pasaba jugando
entre sus dedos. Se jaron en las bandas de peces que se desliza- ban entre las piedras del fondo.
Los tres permanecían expectantes, atentos a algún signo
que les condujera a la salida de la Isla, pero nada de eso sucedía.
Javi se sentía abochornado por haber puesto tanta ilusión en el río.
—Verdes orillas, bonitos árboles, aguas muy limpias, pe-
ces… ¿Y ahora, qué? —se exasperaba.
El temor de quedarse allí aislados para siempre y no ver más
a su familia acrecentaba su desolación y caía sobre ellos como
una pesada losa. Mónica elevaba la mirada hacia el horizonte y al
cabo de un tiempo distinguió algo que no consideraban normal:
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Miguel F. Villegas
unas vestiduras blancas y vaporosas que se deslizaban entre los arbustos.
—¿Habéis visto aquello? —señaló —Parecen sábanas ambulantes; tiene toda la pinta de un
fantasma —armó Javi aparentando seriedad. —Los fantasmas no existen, chaval; no seas infantil —lo co-
rrigió Sergio sin advertir la broma. —Puede que no existan en nuestro mundo —apuntó Móni-
ca—, en esta isla, ¿quién sabe? ¿No hemos visto duendes—espe-  jos? ¿No escuchamos la voz de una mujer invisible en medio del bosque? Claro que puede ser un fantasma, un espíritu o lo que queramos imaginar.
Tras unos instantes de duda, decidieron aproximarse, esta  vez con escasa ilusión de hallar una señal denitiva.
Cuando ya estaban cerca, anduvieron despacio y muy aten- tos para no perderse detalle. Observaron a las gaviotas, que chi- llaban y discutían por el alimento que el río entregaba al mar. Pero
al llegar al lugar de las ropas blancas, estas se habían esfumado,  y solo veían el agua del río, la vegetación y un cielo azul muy bri- llante. También distinguieron a un pastor que conducía un reba- ño de ovejas al abrevadero del río.
—¡No lo comprendo! Yo juraría se movía por aquí —asegu- ró Mónica señalando el lugar.
—Sería una bandada de palomas.
—O unas de esas ovejas que se adelantó. —Ha sido un espejismo —concluyó Javi con su acostum-
brada sequedad. Pero, súbitamente oyeron de nuevo la armoniosa melodía
acompañada de un trinar de pájaros, y ante sus ojos maravillados apareció, como emergiendo de la oresta, no un fantasma am- bulante ni un revuelo de palomas blancas, sino alguien que los
dejó mudos de admiración: una joven que caminaba lentamente
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La Isla de los Espejos
hacia ellos acariciando la hierba con sus pies. Vestía túnica blanca  y ceñidor lila, una diadema de pequeñas rosas rojas adornaba su ondulante cabellera que le caía sobre los hombros. Sus limpios ojos, verde claro, se jaron en ellos.
Sobrecogidos por la inesperada aparición y seducidos por su singular belleza, temían ser víctimas de una alucinación o de un engaño. «Puede ser un genio peligroso disfrazado de mujer» —llegó a pensar Javi.
La joven señora se acercó a ellos con una reposada sonrisa, los miró intensamente y comenzó a hablar:
—Os esperaba… Yo soy la Dama del río. Su voz clara y su forma serena de expresarse les infundieron
conanza. «¿Dama del río? ¿Fue la misma que gritó entre los árbo-
les?», se preguntaban. Se sentó sobre una piedra y continuó diciendo: —Contemplad el río, él comparte generosamente con la tie-
rra el agua que recibió en su juventud. Él es el espejo donde todos  se miran, pero a sí mismo no se mira.
«Otra vez lo del espejo» —cavilaban. — El río es la vida —extendió el brazo y  señaló su super-
cie—. Alimenta a los peces, fertiliza los campos y aplaca la sed de animales y humanos. Ahora va a fundirse en un abrazo eterno con  su padre, el mar —indicó su desembocadura.
Se detuvo, recobró aliento y prosiguió:— Este es el lugar donde el río se entrega al mar —miró in- tensamente a cada uno—. Sabed que no existe un camino que os conduzca a la salida —dirigió sus manos abiertas hacia ellos—, vosotros debéis trazarlo siguiendo el ejemplo del río. Aunque… — se detuvo para infundir más energía a sus palabras—:  para salir de la Isla —levantó el índice en señal de advertencia— , debéis realizar antes una importante misión.
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La Isla de los Espejos
Los claros ojos de la joven emitieron un destello, como si quisieran revelarles un secreto o entregarles la llave de una adi-  vinanza. Abrió de nuevo sus labios y concluyó con un misterioso enunciado:
—Seguid el modelo y la dirección de la antorcha. Con el ánimo desbordado por lo que estaban viendo y oyen-
do, sus pensamientos viajaban vertiginosamente por el universo de sus recientes recuerdos: la mutación del parque, la montaña que los devoró, el Espejo de fuego, la Esnge, el río… y la Dama.
Sobre la sosegada supercie del agua, una pareja de ma-
riposas blancas describía círculos en amoroso juego. Una vieja hoja, ondulada y amarillenta, se balanceó en el aire para decir adiós a su árbol con ánimo resignado, cayó luego blandamente al río y se deslizó hacia su último destino.
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EL ENIGMA DEL RELOJ DE SOL
Permanecieron un rato sentados sobre unas piedras, absortos, como otando en medio de un sueño. Hasta que advirtieron, con- trariados, que la Dama había desaparecido y que solamente les quedaba la anterior brisa que alentaba melodías entre las ramas.
Javi fue el primero en reaccionar. —¡Vaya! ¡Ahora que le iba a pedir que me aclarara tantas
cosas! ¡Esto es de lo más absurdo! —se quejó. Luego se levantó y empezó a pasear a zancadas mientras el
 viento revolvía su pelo trigueño. —Vamos a ver —decía como hablando consigo mismo—.
La Esnge nos envía a la desembocadura de un río, y allí una bue- na señora nos manda recorrer un camino que no existe, cumplir
una misión desconocida y seguir a una antorcha invisible. ¡Mara-  villoso! —concluyó sarcástico.
Se detuvo un instante, pero no así su irritación. —¡Están jugando con nosotros como en un laberinto! De lo
que nos interesa saber, de cómo salir de aquí y acabar esta pesa- dilla, ¡nada de nada!
Luego se dirigió a Mónica.
—Bueno, hermana, ¿tú qué dices?
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Ella respiró hondo y prosiguió saboreando la emoción que
le había causado la Dama y sus mensajes.
Sergio, con la idea de infundir ánimos a los dos, manifestó:
—Por lo pronto, ya sabemos que hemos venido a cumplir
una misión.
—Sí, claro, cumplir una misión. ¡Valiente chorrada! —re-
plicó Javi a voces— ¡Salir de aquí y volver a mi casa es lo único
quiero!
—Hay dos cosas claras —habló al n Mónica.
—¡Cuál! —le gritó su hermano.—Una, que tus gritos no sirven de nada —lo miró jamente
 y Javi encajó el golpe— y otra: es inútil que te empeñes en buscar
la salida.
—La Dama del río nos dijo claramente que solo saldríamos
de aquí si cumplíamos una misión.
—Hay otra cosa también muy clara —siguió Sergio imitan- do a Mónica—, y es que debemos seguir el ejemplo de una antor-
cha. —¡Vaya, hombre! ¡Ya habló el sabio Salomón! —le atacó Javi.
—¡Adiós, Einstein! —le replicó Sergio.
—No hace falta ser Einstein para saber lo que es una antor-
cha, pero ¿tú me puedes explicar qué quiere decir —Javi marcaba
el acento de cada palabra—: «seguid el modelo y la dirección de la antorcha»?
Mónica, viendo que su hermano estaba cada vez más inso-
portable, se puso de pie y lo encaró:
—Javier, ya está bien de tanta queja, ¿vale? Vamos a remon-
tar el río hacia el interior de la Isla, y seguro que encontramos
alguna señal.
—Vaya, ¿y por qué tengo que hacer lo que tú digas?
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Miguel F. Villegas
—¿Por qué? —Mónica dudó un momento— Porque… ¿se te ocurre otra cosa mejor?
Ante su falta de respuesta, Sergio sugirió: —Vamos a probar lo que dice Mónica. Emprendieron la marcha por un sendero que bordeaba el
río. Javi iba detrás de mala gana, dando patadas a todo lo que se encontraba en el camino.
No llevaban mucho tiempo andando cuando el bosque des- apareció de su vista y surgió ante ellos una extensión de tierra de labor en la que una cuadrilla de duendes araba con yuntas de bueyes. Al ver a los chicos sin espejos, se detuvieron y los miraron con curiosidad y asombro.
Mónica, tras observar sus escuálidos cuerpos pobremente  vestidos con sus túnicas raídas y sus espejos colgados al cuello, se compadeció:
—Pobrecillos, están tan delgados… —Es que comen poco y trabajan como esclavos para sus
dueños —sentenció Sergio acordándose de las penalidades que había pasado su abuelo.
Enseguida sonó desde la cercana arboleda la voz bronca del capataz, que instaba a los gañanes a seguir trabajando y lo obede- cieron en el acto.
Al girar la cabeza al lado opuesto de los campesinos, los tres observaron a lo lejos, junto a un gigantesco árbol, una antigua
mansión señorial arruinada y con aspecto siniestro. —¡Vamos a ver aquello! —indicó Sergio, que era el más de-
cidido, y le hicieron caso. Cuando ya estaban a unos doscientos pasos de lugar, de-
liberaban si debían visitar aquel edicio abandonado o pasar de largo, pues en su fantasía desbordada se encendían las alarmas por los peligros que podrían encontrar dentro. No obstante, el
ansia por explorar el nuevo hallazgo venció sus recelos y deci-
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La Isla de los Espejos
dieron aproximarse con cuidado. Sergio y Javi echaron mano de sendos garrotes.
Para acceder debieron atravesar una pomposa reja que lo circundaba, tan desvencijada y corroída por la herrumbre, que ya nada protegía.
—¿Hola…? —gritó Mónica como quien espanta su propio miedo.
Su grito alertó a una bandada de abejarucos, que salieron de los agujeros de unas tapias y volaron sobre sus cabezas.
—¡Son preciosos! —clamó la chica observado su plumas de
colores. —Esto es pura ruina —certicó Javi señalando lo que que-
daba de la antigua vivienda. Se metieron entre aquellos vetustos muros y observaron
columnas truncadas, agrietadas paredes, vigas descolgadas de los techos, escaleras que no conducían a ninguna parte, suelos inva- didos de yerbajos y raíces…
Pero lo que más les llamó la atención fue un viejo reloj de sol grabado en un muro lateral. Su oxidada barra de hierro alargaba la sombra del sol, que marcaba la hora sobre números romanos.
De pronto Sergio, que había subido por un repecho hasta el pie del reloj, les anunció:
—Hay un mensaje escrito debajo, ¡mirad! —¿Un mensaje? —Javi y su hermana se acercaron.
—Bueno, un letrero. Parece una poesía.Sergio comenzó a leer en voz alta:
 EL FUEGO MATA SI QUIERE  LANZA SUS LLAMAS AL VUELO
SEGUID A LA ANTORCHA SIEMPRE  ONDAS ESPARCE EN EL CIELO  LUCE, AVANZA Y ES FUERTE.
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La Isla de los Espejos
Los tres se asombraron mucho con el tercer verso, que les
recordaba el mensaje de la Dama de río.
Estaban convencidos de que en aquel mensaje se escondía
una nueva señal y permanecieron en silencio para averiguarlo.
—Pues yo creo...
—¡Perdona, Javi pensador! —le replicó el amigo.
—¡No digas tonterías! Estaba acordándome de un libro que
lleva el nombre del autor oculto entre los versos de la obra.
—Bueno, ¿y qué? —le preguntó Mónica.—Que a lo mejor sucede lo mismo en este poema y encon-
tramos alguna pista.
Concentrados y silenciosos, bajo el viejo reloj de sol, los tres
adolescentes investigaban la fórmula oculta que, combinando pa-
labras y letras, resolviera el enigma.
No había pasado mucho tiempo, cuando Mónica estalló:
—¡Ya lo tengo! ¡Ya sé lo que signica la antorcha! ¡Es alucinante!
—¡Calla! ¡No digas nada! —le pidió Javi.
Los dos chicos continuaron devanándose los sesos en busca de la antorcha perdida.
—Leed las letras de arriba abajo y lo encontraréis —insinuó
ella.
Acosados por los nervios, no veían lo que tenían delante de sus narices.
—¡La primera letra de cada verso!
Un segundo de silencio.
—¡El sol! —gritó el hermano de Mónica.
—¡El sol! —saltó en el acto Sergio.
—¡Yo lo vi primero y tú después! —clamo Javi con aire de
 vencedor.
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Miguel F. Villegas
—O sea, que eres el penúltimo —reaccionó Sergio con agu- deza.
—¿Te estás quedando conmigo? —¿No lo coges? La euforia por el descubrimiento lo confundió un momento
hasta que se centró y… —Ya —rió Javi con la ocurrencia del amigo y le chocó la
mano diciéndole—, apúntate una. —Vale, supongamos que la antorcha es el sol. ¿Y ahora
qué…? —cavilaban. Javi, especialmente acionado a la geografía y las ciencias
naturales, empezó a sonreír de satisfacción y les advirtió: —¡Atención, atención, estamos ante un trascendental des-
cubrimiento para nosotros! —Trascendental… —se burló el amigo— No me digas. —Vamos a ver, Sergio, escucha y aprende de una vez, cha-
 val —puso Javi la voz de un profesor solemne—: sabemos, efec-
tivamente, que la antorcha es para nosotros el sol, y por lo tanto, debemos seguir su dirección…
—¿Qué dirección, si el sol no se mueve? —le contradijo Ser- gio.
—Bueno, no se mueve, pero todos decimos: ha salido el sol  y se pone el sol, ¿no?
—Venga, al grano —le urgió Mónica.
—Pues, aunque sea la tierra la que gira, al sol lo vemos mo-  verse de este a oeste.
Le chico giró su cabeza y levantó su brazo izquierdo. —¡Hacia allá! —señaló con el índice— Allí está el oeste, ha-
cia allí debemos caminar. —¡Estupendo! —exclamó Mónica. —¡Adelante! Seguiremos la dirección de la antorcha, que
diga, del sol —se animó Sergio.
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La Isla de los Espejos
—Bien, veo que eres un alumno que casi puede aprobar — se sonrió Javi.
—¡Y tú, un repelente sabelotodo! Mónica soltó una carcajada. Javi iba a replicarle, pero la
hermana lo abrazó y le dijo: —Anda, anda, vamos adelante, profesor. Echaron una última ojeada al caserón y partieron. El feliz hallazgo les había quitado un peso de encima y se
sentían eufóricos. Gracias al viejo reloj de sol y a la perspicaz de- ducción de Javi, sus dudas se habían disipado y avanzaban, con-
tentos, siguiendo el rumbo del astro rey, a la espera de encontrar la misión que debían cumplir.
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EL ÁRBOL
Fatigados de la larga caminata, se detuvieron a la sombra de un gran árbol. Era muy alto, y tan ancho que apenas podían abarcar- lo dándose la mano.
—Es curioso, parece que tiene barba —dijo Sergio tocando con los dedos sus raíces aéreas.
Se sentaron sobre sus gruesas raíces, que parecían manos de elefantes entrelazadas. Abrumados por el cansancio, no habla- ban, limitándose a escuchar a unos jilgueros que trinaban sobre unos arbustos.
Pero al poco tiempo, Mónica, movida por un repentino presentimiento, se puso de pie y les anunció:
—Este no es un árbol normal.
—¿Qué? Lo recorrió con su mirada y lo acarició. —Intuyo que puede ser un árbol mágico, siento su energía. —Por favor, hermanita, ¿otra vez con tus visiones? De repente, un fuerte ruido de hojas y ramas los alarmó y
se levantaron temiendo que algo se les cayera encima. Miraron hacia lo alto del árbol y no vieron nada especial, todo estaba tran-
quilo. Los jilgueros suspendieron el concierto.
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La Isla de los Espejos
—Qué extraño… Se encogieron de hombros, pero nada más sentarse de nue-
 vo, comenzaron a oír una voz pausada y grave que decía: —Hoy no me encuentro sereno, presiento que ha llegado mi
hora. La inesperada voz los asombró grandemente, sobre todo
cuando, tras indagar entre las ramas y por los alrededores del ár- bol, no vieron a nadie. Una atmósfera de misterio los sobrecogió, pues le resultaba increíble escuchar ruidos que nadie ocasionaba  y las palabras de alguien que no veían. Por lo que pudiera suceder, se alejaron apresurando el paso.
—¡ No, por favor, no se vayan!  —suplicó la voz con amabili- dad.
—Pero, ¿quién eres? —lo interpeló Javi, molesto. —Será el hombre invisible de la Isla —aventuró a decir Ser-
gio muy desconcertado. —Ustedes perdonen por el ruido de hojas.
—¿Por qué oímos tu voz y no te vemos? —le preguntó Mó- nica animado por el tono amable del desconocido.
—He tenido que estremecerme un poco cuando mi viejo amigo, el cuervo «Filobio», voló entre mis ramas.
Mónica, Sergio y Javi alucinaban. —Todas las tardes viene un ratito para acompañarme, aun-
que esta vez me hacía cosquillas y me molestaba. Hoy no me sien-
to bien. «¡Es él! ¡El árbol se comunica con nosotros!», se decían es-
tupefactos. Les resultaba impensable que un árbol hablara, pero como no era el primer hecho mágico de aquella misteriosa Isla, decidieron continuar el juego, el hechizo o lo que fuera.
Entonces Javi, medio en broma, se atrevió a decir: —Yo me llamo Javi, este es Sergio, y ella, mi hermana Móni-
ca. ¿Me dice usted, por favor, cuál es su nombre?
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La Isla de los Espejos
—Ya, ya me ha hablado de vosotros el cuervo. Él estaba en el
árbol que cobija a la Esnge y os vio. Respecto a mi nombre poco
importa. Llamadme, simplemente, Árbol.
—Señor Árbol ¿Le parece bien? —intervino Sergio.
—Preero la palabra amigo, pues en verdad, ¿no somos los
árboles buenos amigos de los humanos? 
—¿Amigos…?
—Sí, claro. ¿Qué harían ustedes sin nuestra fruta? ¿Cómo se
 puricaría el aire? ¿De dónde obtendrían las medicinas? ¿Cómo
 fabricarían los muebles? —Sí, pero para llegar a ser un mueble, el árbol debe morir
—aseguró Javi con su habitual frialdad.
—Estás en lo cierto, hijo. Aunque nos consuela imaginar que
 podemos continuar viviendo en la cuna de un niño o en una bella
escultura.
Mónica elevó la cabeza mirando entre las hojas y le dijo:
—Siempre me he preguntado si las plantas sienten algo. —Pues verás —repuso El Árbol—, cuando el ser humano
acaricia mis ramas, cuando me abraza, me siento contento; yo, a
cambio, le entrego una corriente de energía y de vida que emana
de mis anillos internos.
energía? —quiso averiguar Mónica.
—Así es. —¿Y el dolor? ¿Cómo sienten el dolor los vegetales? —in-
quirió Sergio.
—Pues mira, mira aquella rama que cae hasta el suelo; ayer
mismo un duende, por divertirse o por señalarme para algo peor,
me dio un golpe con el lo de su hacha.
Los chicos observaron con preocupación un líquido espeso
que brotaba lentamente por la herida de la rama.
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Miguel F. Villegas
—Me duele, quizás no tanto como a vosotros. Mi dolor es
 parecido al de una persona dormida que tiene una pesadilla, por-
que un ser humano que duerme es como un vegetal. No es cons-
ciente, pero si tiene sueños tristes sufre de algún modo, ¿no es así? 
Javi, que seguía sin comprender el fenómeno de un árbol
que hablara, le dijo:
—La edad, hijo, la edad  —le respondió con afecto—. Tengo
más de trescientos años. Por aquí ha pasado gente de toda clase y
condición. ¡He visto y oído tanto! ¡He escuchado tantas historias! —¿Historias? ¿Qué historias? —preguntó Sergio muy inte-
resado.
—Pues veréis. Recuerdo que dos enamorados juraron ante
mí que volverían a verse en este mismo lugar cuando él regresara
de un país lejano a donde debió marcharse. Y así fue. Al cabo de
los años cumplieron lo prometido, se citaron de nuevo los amantes
 y, teniéndome a mí por testigo, aquí sellaron su amor. —¡Qué emocionante! —exclamó Mónica mirando a Sergio.
— En otra ocasión —continuó el Árbol animado por la aten- ción de los chicos —pude presenciar algo muy desagradable. Hace
de esto... más de ciento veinte años. Un pobre hombre huía de otro
que pretendía matarlo, tropezó con mis raíces y cayó a los pies del
asesino. Ya estaba a punto de atravesarlo con la espada; entonces
 yo, sacando fuerza de mis más íntimos anillos, provoqué un formi- dable ruido de ramas y hojas. El agresor se distrajo un momento y
la víctima pudo escapar y desaparecer entre la maleza. Él nunca
 supo que yo le salvé la vida, pero eso a mí no me importa. Aquella
noche descansé más feliz que nunca al calor de mis pájaros dor-
milones.
Sergio.
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La Isla de los Espejos
—Para terminar, escuchad los versos que oí a una bondado-  sa señora, se llamaba María y era madre de once hijos. Recitaba  junto a mí, sin saber que yo lo grababa todo en mi corazón. Eran estos:
 La el raíz escondida
no pide premio ninguno
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COMO TRES PANTERAS
Cautivados por las palabras del Árbol, no se habían percatado de que un par de duendes armados se aproximaban entre el ramaje del bosque. Eran de los que llevaban los espejos jos delante de sus caras. Fue Sergio, de buen oído, quien oyó sus pisadas y ad-  virtió de su presencia a Javi y a su hermana. Los tres pudieron divisar que el más alto portaba una gran sierra de alados dien- tes; el reejo metálico de la cuchilla brilló ante sus ojos como un relámpago.
—¡Vienen a por él! ¡Lo van a cortar! —se alarmó Mónica nada más verlos.
Comprendieron enseguida que si querían salvar a su amigo, debían actuar con rapidez. De inmediato, sin calcular los riesgos,
enlazaron sus brazos a modo de muralla defensiva delante del tronco. Al instante, oyeron muy sorprendidos un latido acelera- do: «¡Es el corazón del Árbol!» —se decían maravillados.
Escuchaban ya a los forzudos duendes desbrozar la maleza con sus cuerpos, muy próximos al árbol. Javi y Sergio hicieron ademán de huir, pero Mónica los retuvo:
—¡No! ¡No podemos abandonarlo ahora cuando más nos
necesita!
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La Isla de los Espejos
—¡Corren peligro nuestras vidas, Mónica! Viendo que ella no cedía, la cogieron por los brazos y se la
llevaron a rastras hasta ocultarse de los duendes, que ya se prepa- raban para cortar el grueso tronco. Pero, al oír el primer lamento de la sierra en el costado del Árbol, Javi y Sergio se miraron y se sintieron avergonzados por su cobardía. El dolor, la rabia y la in- dignación estallaban dentro de ellos. De súbito, sin pensarlo un instante más, saltaron entre los arbustos. Ya no parecían simples chavales, sino tres jóvenes panteras que se abalanzaban sobre los duendes mientras gritaban con todas sus fuerzas:
—¡¡Nooooo!! El bosque entero se estremeció con tan formidable grito,
los pájaros huyeron espantados, el agua del pequeño arroyo que corría más abajo enmudeció de sorpresa. Por el suelo rodaron con estrépito chicos, sierra y duendes. Estos, ante el empuje in- esperado de los jóvenes, estaban desconcertados, aturdidos, por- que, además, les había sucedido algo muy grave e imprevisible: se
habían roto sus espejos. —¡Mi espejo! ¡Mi espejo! —clamaban acongojados. Y como si despertaran de un sueño, intentaron incorporar-
se mientras veían con pavor sus espejos hechos trizas en el suelo. —¿Qué es esto? ¿Qué nos ha pasado? ¿Quiénes sois
 vosotros? —se preguntaban abriendo sus deslumbrados ojos. Dieron unos pasos indecisos sobre la hierba y exclamaron
tras restregarse los ojos: —¡Pero, si lo vemos todo más claro! Mónica, ardorosa por la caída y por la energía que creía
recibir del Árbol, se animó a decirles: —Con tanto mirar al espejo, a punto habéis estado de des-
truir este magníco Árbol que solamente os ha dado benecios. Los duendes, perplejos y cabizbajos como colegiales que
hubieran recibido la riña de una profesora, no se atrevían ni a
levantar la vista. Sin saber exactamente lo que les sucedía, se apo-
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Miguel F. Villegas
deró de ellos un temor inusitado. Se fueron alejando, mirando de  vez en cuando para atrás, entre la admiración y temor y se inter- naron en el bosque.
Mónica no se explicaba cómo había sido capaz de decir a los duendes esas cosas.
—¡Si nos pudierais ayudar a escapar de esta Isla! —les gritó Javi mientras desaparecían.
Sergio recogió del suelo un trozo de espejo y lo metió en su mochila pensando que tal vez le sirviera en alguna ocasión.
Ocupados con los duendes, no se habían jado en El Árbol, que temblaba y sudaba por todos los poros de sus hojas. Se acer- caron a él y lo acariciaron.
—Gracias, amigos, muchas gracias —les dijo con voz entre- cortada—. Habéis mostrado un valor extraordinario enfrentán- doos a los duendes. Me habéis salvado la vida.
Entonces Mónica, sintiendo su angustia, le preguntó qué era lo que más temían los árboles, un rayo, una plaga, el hacha
del leñador… El Árbol estuvo unos momentos en silencio, como si le hu-
biera hecho daño la pregunta. Luego respondió con un sonido ronco:
—Lo peor, lo más horrible es el fuego. Cuando este monstruo de mil lenguas se apodera de un bosque, acaba con todo rastro de vida durante muchísimo tiempo.
Ellos permanecieron unos momentos pensativos y apena- dos; se resistían a admitir que aquella maravilla de la naturaleza pudiera ser reducida a cenizas.
Javi pensó que debían continuar el camino y le dijo: —Bueno, tenemos que irnos, buscamos la salida de la Isla. —Tengo la impresión de que la hallaréis de una manera que
no podéis ni imaginar —les anunció con un tono de misterio.
—¿Sí? ¿Cómo? ¿Cuándo?
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La Isla de los Espejos
—Sé algo, pero no puedo decirlo. No os preocupéis, seguid el modelo de la antorcha y hallaréis la salida.
Los tres se miraron muy sorprendidos. —¿Qué quiere decir seguir el modelo de la antorcha? —qui-
so averiguar Javi. — A su tiempo. Todo lo sabréis a su tiempo —contestó El
Árbol con calma. Aunque se quedaron con la miel en los labios, no quisieron
insistir. Le dieron un abrazo, oyeron de nuevo el palpitar de su corazón y se despidieron, emocionados, hasta otra ocasión.
El sol iba ya de recogida acariciando con sus tibios rayos la fachada oeste de los árboles. Los chicos avanzaban en su direc- ción y el astro rey jugaba con ellos a ocultarse entre las ramas.
Afortunadamente hallaron una cabaña de pastores abando- nada y allí decidieron pasar la noche.
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LA MALDICIÓN DEL HECHICERO
El obstinado canto de los pájaros los despertó temprano, salieron de la cabaña desperezándose y saludaron a su aliado, el sol, que amanecía encendiendo luces azafrán y oro sobre el mar.
Desayunaron nueces, castañas, madroños y otras frutas que encontraron en el bosque. Enseguida se pusieron en marcha, convencidos de que el día les iba a regalar fascinantes aventuras.
Caminaban hacia la dirección indicada por la Dama del río cuando de improviso divisaron una cabellera blanca que asoma- ba por encima de unos lentiscos y se detuvieron. Habían visto ya cosas tan insólitas en la Isla, que cualquier hecho inesperado les disparaba la imaginación como si fuera cosa de magia.
—Mirad, es el primer hombre sin espejo que vemos aquí
—precisó Sergio en voz baja. —¿No os parece extraño que un anciano ande por aquí,
solo, en medio del bosque? —susurró Mónica cuando lo vio. «¿Será un hechicero»?, dudaron, y se aproximaron para ob-
servarlo mejor. —Buenos días, buen hombre —saludó Javi. El Anciano dejó de pasear, y de su boca salieron estas pa-
labras:
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La Isla de los Espejos
—¡Claridad! ¡Transparencia sin obstáculo! Y siguió su paseo. Pensaron que habría perdido la cabeza. —¡Voz sin espejos! —continuó. Dejó el viejo su rutinario caminar, los envolvió en una pro-
funda mirada y les reveló: —Os conozco —emitió un largo suspiro de cansancio—. Sé
de vosotros por mi amigo el Árbol y por el cuervo «Filobio», que os vio junto a la Esnge.
«¡Cómo corren las noticias!», se admiraban. —Os felicito, demostrasteis mucho valor defendiendo a mi
amigo de la sierra de los duendes. Javi se jó en su cuerpo, alto y aco, levemente encorvado, y
en su túnica anaranjada, que le llegaba hasta las sandalias. A Ser- gio le impresionaron, sobre todo, su blanca barba y sus huesudas manos, que sostenían un recio bastón. Mónica quedó fascinada con sus ojos verdes claros, que se jaron un momento en ella, y le pareció que conservaban la viveza de un niño. «Este hombre tiene
mucho que decirnos…», dedujo ensimismada. Ella pensó que nadie como el Anciano podría explicarles el
enigma de los espejos y le preguntó: —¿Por qué los habitantes de la Isla llevan espejos? —Es una historia, en verdad, larga y trágica —repuso pau-
sadamente el Anciano. —Cuéntenos cómo fue todo, por favor —le pidió Javi.
—Veo que tenéis inquietud por saber, eso es bueno, la cu- riosidad abre el camino a la verdad.
El Anciano tomó asiento sobre el tronco de un árbol caído y los tres se sentaron a su alrededor pendientes de sus labios.
—Hace ya muchos años —comenzó a contar—, en la falda de aquella montaña —la señaló con el bastón— se asentaba la población de esta preciosa Isla. Sus habitantes, debido a las facili-
dades que les ofrecía el terreno, excavaron cuevas y las ocuparon.
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La Isla de los Espejos
Con el paso de los años sucedió que, ciertas familias, domina-
das por la codicia, sometieron a la población con leyes injustas y
la pusieron a su servicio. Entonces la gente se hizo desconada,
agresiva y egoísta.
—También rechazaron cualquier contacto con las islas ve-
cinas y todo lo que suponía cambio y progreso.
—O sea que andaban como los cangrejos —quiso explicar
Sergio.
El Anciano oyó la ocurrencia del chico y sonrió levemente.Los tres lo atendían con vivo interés, pues estaban conven-
cidos de que si les descifraba los secretos de los espejos, descubri-
rían su misión y regresarían a sus casas.
—Cierto día —continuó— apareció por el pueblo un perso-
naje que cambiaría por completo la historia de esta isla.
«¡Qué fuerte debía ser!», dedujo Javi. «Sería un rey», pensó
Sergio. —El mar lo había arrojado a la playa tras sufrir un horrible
naufragio. No era un señor cualquiera aquel náufrago, sino un
poderoso hechicero, que, debido a los problemas que la magia le había causado, decidió que jamás la practicaría.
—Un mago sin magia no es nada —dijo Javi.
—Bueno, espera y verás —le respondió como si le preanun-
ciara algo muy sorprendente. Los chicos estaban deseando saber lo que haría el mago sin
magia.
—Cuando el hechicero llegó a la isla no tenía absolutamen-
te nada —prosiguió—, pues el tormentoso océano le había quita-
do todas sus pertenencias. Entonces pidió a la población que lo
ayudara con algo de ropa, con comida para sobrevivir y un techo
donde cobijarse. Pero ya os he dicho que los habitantes de la Isla
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Miguel F. Villegas
eran egoístas y malvados, y no hicieron caso al desvalijado náu- frago.
—Vaya. —Él, no obstante, volvió a insistir, a suplicarles, asegurán-
doles, además, que con sus conocimientos cientícos conseguiría importantes progresos para la Isla. Pero la población, irritada por su insistencia, lo amenazó con echarlo al mar. Como una puerta cerrada con llaves perdidas así era el corazón de aquellas perso- nas.
—¡Qué gente más bestia! —exclamó Sergio. —Algunos tuvimos compasión de él y quisimos ayudarle,
pero la gente lo impidió. Entonces el Hechicero, tras comprobar que era un pueblo incapaz de acoger en su pecho la compasión, cambió radicalmente de actitud y tomó una terrible decisión.
«Un castigo» —pensó Javi. —Recurrir a sus antiguos poderes mágicos para castigar a
los habitantes de la Isla.
«Acerté», golpeó con el puño la palma de su mano. «¡Vosotros lo habéis querido!», exclamó el mago lleno de
indignación. —Subió a la ladera de la gran montaña, invocó a las poten-
cias ocultas del universo y solicitó sus poderes de brujo. Su rostro fue transformándose: de la actitud humilde de un pedigüeño, al semblante duro y siniestro de un personaje maléco, capaz de ha-
cer el peor daño. —Da miedo imaginarlo —dijo Mónica. —Dotado en esos instantes de una prodigiosa voz, convocó
a toda la población gritándole como un dios enfurecido. La gente no se explicaba cómo había conseguido atraer a todos solamente con su voz. Seguidamente les dirigió estas rotundas palabras:
«No es justo que unos pocos gocen de la luz obligando a
muchos a vivir en la oscuridad —dio un formidable grito que
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La Isla de los Espejos
atrajo a un poderoso rayo seguido de un trueno descomunal—. ¡Si solo os miráis a vosotros mismos, tendréis, por Belcebú, lo que buscáis!» —extendió sus prodigiosas manos sobre la gente y sentenció:
«¡Que caiga sobre vosotros la maldición de los espejos!»
Mónica, Sergio y Javi escuchaban profundamente impre- sionados.
—Al momento, el espectro de la vanidad y la insensatez inundó los corazones de aquellos seres hasta convertirlos, fatal- mente, en ridículos duendes—espejos. Pero lo más insólito de su
condena fue —el Anciano subía el tono de su voz— la irresistible atracción que sintieron hacia los espejos. Se entabló de inmediato una delirante carrera para conseguir cada uno el suyo, cubriendo también con espejos las paredes de sus cuevas.
—¡Hace falta ser idiotas! —saltó Javi. —Más tarde —prosiguió el Anciano—, los más poderosos
nombraron a su antojo a un rey, y le construyeron un estrafalario
palacio bajo aquella montaña que ya conocéis. Los tres amigos estaban boquiabiertos escuchando tan fan-
tástica historia. «¡En qué sitio hemos venido a caer!», se decían estupefactos.
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LA COMUNIDAD
El Anciano se levantó con su calma habitual, se acercó a una fuen-
te junto a la que solía pasear y bebió en el hueco de sus manos.
Los chicos hicieron también lo mismo. Al poco volvió a sentarse.
—¿Fueron estos los primeros habitantes que tuvo la Isla? —
preguntó Javi mientras se secaba los labios con la muñeca. —No, no. En tiempos pasados vivía una civilización más
culta y desarrollada, con ciudades, palacios, conventos... Pero, se-
gún cuentan, se produjo un terremoto que lo destruyó todo. Parte
de la población pudo huir hacia el mar embarcándose o agarrán-
dose a todo lo que otaba.
—Un terremoto… —dijo Mónica como hablado consigo
misma.
otando fuera del tiempo, antes no era así…
—¡Qué historia tan increíble! —manifestó Sergio.
Javi, que estaba deslumbrado con el relato de la maldición,
se atrevió a preguntarle:
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La Isla de los Espejos
El Anciano se detuvo un momento para hilvanar sus ideas y
le respondió que las personas que sintieron lástima del náufrago
no sufrieron el hechizo, ni tuvieron la necesidad de llevar espejos.
—Vivíamos felices compartiendo lo poco o lo mucho que
teníamos —acarició tranquilamente su blanca barba y conti-
nuó—, nos reuníamos con frecuencia y quedamos en llamarnos
«La Comunidad de Comunicación». Poco después, hablábamos
solo de «La Comunidad».
—¿Y qué pasó con el Hechicero? —quiso saber Mónica.
—Desapareció misteriosamente y nunca más supimos deél —se quedó pensativo—. Algunos cuentan que vive oculto en lo
más profundo del bosque.
—¡Y nos convierte en ranas…!
—¡O en cerdos…!
—Mejor, que nos lleve a casa.
El Anciano se reía con las ocurrencias de sus nuevos ami- gos.
—Luego descubrimos algo muy importante —los chicos  vieron que su rostro se hacía más animoso—: un duende podía
quitarse el espejo y librarse del malecio. Pero, para ello, debía
sentir en su corazón la necesidad de compartir.
—¡Menos mal! —se alegró Mónica.
—Algunos lo conseguían, pero la mayoría permanecían embobados con sus relucientes espejos.
—Vaya.
—Al cabo de un tiempo, el rey ya no permitió nuevos cam-
bios y prohibió a la Comunidad que hablara de esto bajo amenaza
de cárcel.
Javi.
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Miguel F. Villegas
—¡Nada de eso! —replicó el anciano, enérgico, como si re-  juveneciera— Muchos nos mantuvimos rmes en manifestar lo que pensábamos y por eso nos encarcelaron.
—¡Qué bárbaros! Los chicos vieron que el rostro del anciano se tornaba triste,
hasta que, tras un largo suspiro, les reveló: —Cuando yo era joven tuve un amigo que era el mejor lu-
chador en favor de los necesitados y contra el disparate de los es- pejos. Se llamaba Solón. Un día lo detuvieron y lo encarcelaron… Si bien, no fue eso lo peor.
La emoción quebró su voz por unos momentos y sus ojos claros relucieron.
—¿Qué pasó? —preguntaron con ansiedad. —Lo que hicieron con mi amigo fue terrible —prosiguió
el Anciano con tristeza—. Lo encadenaron de pies y manos, lo condujeron a un lugar inaccesible del bosque y allí lo torturaron  y le dieron muerte.
—¡Qué canallas! —saltó Sergio dando un zapatazo en la tie- rra.
El Anciano carraspeó para desatarse el nudo que aprisiona- ba su garganta y continuó:
—Luego ocultaron su cuerpo donde nadie lo pudiera en- contrar. Aunque hace ya de esto muchos años, el recuerdo de So- lón, nuestro héroe, sigue vivo en el corazón de todos nosotros.
Los tres permanecieron un tiempo ensimismados imagina- do el trágico nal de héroe Solón.
—Mirad —concluyó el Anciano—, se me acaba la hora del paseo. Dentro de poco vendrán unos duendes—soldados y me en- cerrarán de nuevo. Mi casa es la cárcel, pero como estoy viejo, me permiten salir una hora al día para mover las piernas, pues entre los guardianes de la prisión hay simpatizantes de la Comunidad
que alivian el sufrimiento de los encarcelados.
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La Isla de los Espejos
—¡No es justo que un hombre tan bueno como usted se en- cuentre en la cárcel! —se compadeció Mónica.
El anciano le regaló una sonrisa de gratitud. —Escuchad bien lo que os voy a decir: cuando necesitéis
algo, seguid el riachuelo que nace de esta fuente y hallaréis, no muy lejos de aquí, una cueva con una buganvilla roja en la puerta. Sus pobladores son amigos nuestros. Ellos os darán alojamiento y comida, decidle que vais en mi nombre.
Mónica no quería despedirse sin preguntarle algo que le in- teresaba mucho:
—¿Cree usted que algún día acabará la maldición de los espejos?
—Hace tiempo hubo en nuestra Comunidad un afamado  vidente, él aseguró que un día terminaría toda esta pesadilla. Se llamaba Epifanio y era un hombre excepcional.
—Pero ¿no explicó cuándo? —preguntó Sergio con vivo in- terés.
—No, solamente anunció que la liberación de los espejos llegaría cuando aparecieran en la Isla tres extrañas señales que nadie ha conseguido aún descifrar.
—¿Tres señales? ¿Cuáles son? ¿Ha ocurrido ya alguna de ellas? —le lanzaron las preguntas como saetas.
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EL SÍMBOLO MÁGICO
El Anciano miró con inquietud al interior del bosque temiendo que de un momento a otro se presentaran sus guardianes.
—Escuchad, las tres señales para que llegue la liberación de los espejos se darán, según el vidente Epifanio, siguiendo un orden.
Se detuvo unos momentos para recordar las palabras pre- cisas y continuó:
—La primera.., «Cuando se cure la loba herida». Javi intervino al instante con lenguaje de abogado: —Con todos mis respetos para el señor vidente, no veo nin-
guna relación entre una loba herida y la liberación de la Isla. —Claro, si tú no eres vidente, ¿cómo lo vas a ver, hombre?
—le replicó Sergio. —Díganos, por favor, la segunda señal —zanjó Mónica la
cuestión. El anciano jó su mirada dulce en la cara de Mónica y le
respondió: —La segunda, «cuando aparezcan los huesos del Héroe». —¿Los huesos del Héroe? ¿Será Solón? —preguntó Javi.
—Puede ser que se reeran a él, pero...
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La Isla de los Espejos
Iba a revelarles la tercera señal, cuando oyeron un rumor de pasos en la espesura y volvieron la cara.
—¡Corred, marchaos, ya llegan mis carceleros! —¿Quiénes? ¿Dónde? —preguntaron muy sorprendidos.  —Nos veremos, cuando queráis, aquí en la fuente. Mañana
me sacan a pasear tras la salida del sol. Si necesitáis ayuda, acor- daos de la cueva que os he dicho. Adiós, vamos, alejaos rápido, son muy violentos.
Contrariados por la forzada despedida, se ocultaron detrás de unos grandes helechos y observaron cómo dos duendes—sol- dados, armados con lanzas, lo prendían bruscamente mientras lo increpaban:
—¡Venga, viejo inútil! ¡A la cárcel! Cuando los tres se quedaron solos charlaron animadamen-
te sobre la desconcertante historia de la Isla que les había referido el Anciano.
Al caer la tarde siguieron la corriente del agua hasta en-
contrar una cueva con una vigorosa buganvilla que adornaba la entrada. Llamaron a la puerta, les abrieron y los chicos compro- baron con satisfacción que sus moradores, un matrimonio con dos hijos pequeños, no portaban espejos. Al decirles que iban de parte del Anciano, los acogieron con cordialidad. Allí cenaron y pasaron la noche escuchando leyendas a cuál más fabulosa sobre la Isla.
Al día siguiente, y sobre la misma hora, fueron de nuevo a la Fuente. Estaban ansiosos por conocer la tercera señal.
Esta vez el Anciano no paseaba: el reuma, como un ejército de hormigas invisibles, se cebaba en sus frágiles huesos. Sentado sobre el mismo tronco, serenaba su espíritu con el canto de una alondra y el murmullo de la fuente. Al verlo tan recogido y pensa- tivo, no se atrevían a molestarlo. Pero al poco tiempo no pudieron
esperar más y…
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Miguel F. Villegas
—Buenos días, abuelo, ¿lo interrumpimos? —Hola, mis jóvenes amigos. Hoy me duelen mucho las pier-
nas… A esta edad hay que aprender a convivir con los achaques. Se instaló entre ellos un silencio expectante. Los chicos se
disponían a hacerle la pregunta clave, pero se adelantó el Anciano: —Bueno, supongo que queréis saber… —¡La tercera señal! —Esta es —reexionó un instante—: «Cuando un río de
fuego ascienda por el acantilado». —¿Cuando un río de fuego…? —El vidente Epifanio —les reveló el Anciano— explicó que
estas señales serían descubiertas por unos visitantes que no per- tenecen a esta isla.
—Serán, entonces, seres de otros mundos los que descu- bran las tres señales —expuso Sergio.
—Sí, hombre, tú has visto muchas películas de ovnis —le rebatió el amigo.
—Yo sé que los extraterrestres existen y que, incluso, pue- den vivir entre nosotros sin que lo sepamos.
—¿No serás tú uno de ellos? —le lanzó Javi con miraba bur- lona.
—Bien, veo que no os ponéis de acuerdo —prosiguió el An- ciano sonriendo—. Faltará aún mucho tiempo y yo no lo veré, como tampoco veré a mi hijo que…
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