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IX. LA FILOSOFÍA EN ESPAÑA: JOSÉ ORTEGA Y GASSET (1883-1955) Pues abrigo cada vez más la convicción de que nuestra filosofía, la filosofía española, está líquida y difusa en nuestra literatura, en nuestra vida, en nuestra acción, en nuestra mística, sobre todo, y no en sistemas filosóficos. Es concreta […]. Nuestra lengua misma, como toda lengua culta, lleva implícita una filosofía. […] Cada uno de nosotros parte para pensar, sabiéndolo o no y quiéralo o no lo quiera, de lo que han pensado los demás que le precedieron y le rodean. (Miguel de UNAMUNO. Del sentimiento trágico de la vida) 1. INTRODUCCIÓN: BREVE HISTORIA DE LA FILOSOFÍA ESPAÑOLA 1.1 Hacia el concepto y el origen de una filosofía española La trayectoria de la filosofía en España ha recorrido unos caminos particulares si los comparamos con el desarrollo de esta disciplina en Europa. La primera pregunta que debemos afrontar quizá sea la que nos sitúe en el origen de la filosofía en España. Sin duda, el primer nombre que sale a la palestra es el del estoico Séneca, cuya familia era de la Corduba romana (actual Córdoba) y donde probablemente nació él en el primer siglo de nuestra era. Habría que esperar a que transcurrieran varios siglos para volver a encontrar filósofos de talla en territorio de la actual España: nos referimos a la etapa andalusí, entre los siglos XI y XII. Precisamente el centro intelectual árabe se encontraba en la misma Córdoba, y destacan nombres como Avempace, Maimónides o Averroes. Transcurrirían los años, los siglos, y no aparecería una figura destacable hasta la presencia del escolástico Ramon Llul (1232-1315). La presencia de filósofos en España no aumentó durante el renacimiento, periodo en el que, sin embargo, debemos reseñar a Luis Vives (1492-1560), un destacado humanista, renovador moralista y pedagogo muy influenciado por Aristóteles. Retrato de Ramon Llull, de R. ANCKERMANN (1807)

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IX. LA FILOSOFÍA EN ESPAÑA: JOSÉ ORTEGA Y GASSET (1883-1955)

Pues abrigo cada vez más la convicción de que nuestra filosofía, la filosofía española, está líquida y difusa en

nuestra literatura, en nuestra vida, en nuestra acción, en nuestra mística, sobre todo, y no en sistemas

filosóficos. Es concreta […]. Nuestra lengua misma, como toda lengua culta, lleva implícita una filosofía. […]

Cada uno de nosotros parte para pensar, sabiéndolo o no y quiéralo o no lo quiera, de lo que han pensado

los demás que le precedieron y le rodean.

(Miguel de UNAMUNO. Del sentimiento trágico de la vida)

1. INTRODUCCIÓN: BREVE HISTORIA DE LA FILOSOFÍA ESPAÑOLA

1.1 Hacia el concepto y el origen de una filosofía española

La trayectoria de la filosofía en España ha recorrido

unos caminos particulares si los comparamos con el desarrollo

de esta disciplina en Europa. La primera pregunta que debemos

afrontar quizá sea la que nos sitúe en el origen de la filosofía en

España. Sin duda, el primer nombre que sale a la palestra es el

del estoico Séneca, cuya familia era de la Corduba romana

(actual Córdoba) y donde probablemente nació él en el primer

siglo de nuestra era. Habría que esperar a que transcurrieran

varios siglos para volver a encontrar filósofos de talla en territorio

de la actual España: nos referimos a la etapa andalusí, entre

los siglos XI y XII. Precisamente el centro intelectual árabe se

encontraba en la misma Córdoba, y destacan nombres como

Avempace, Maimónides o Averroes. Transcurrirían los años,

los siglos, y no aparecería una figura destacable hasta la

presencia del escolástico Ramon Llul (1232-1315). La

presencia de filósofos en España no aumentó durante el

renacimiento, periodo en el que, sin embargo, debemos reseñar

a Luis Vives (1492-1560), un destacado humanista, renovador moralista y pedagogo muy influenciado por

Aristóteles.

RetratodeRamonLlull,deR.ANCKERMANN(1807)

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1.2 La desviación histórica en la modernidad

En estos siglos de la conformación de España como estado moderno, cabe destacar también la

labor de los maestros de la Escuela de Salamanca del siglo XVI: Francisco de Vitoria, Melchor Cano o

Francisco Suárez, entre otros, quienes reeditaron un nuevo escolasticismo. A pesar de que España vivía

un momento de auténtica ebullición cultural, debido en parte al encuentro directo con un nuevo mundo (las

américas), los temas de la filosofía estaban sometidos a los estrechos límites de la contrarreforma. El

concilio de Trento, a mitad del XVI, promovió cierta asfixia intelectual ya que la Iglesia (con mucho poder y

respaldo en la España de entonces) se lanzó no sólo contra los protestantes, sino también contra la libertad

filosófica y científica que ponía en peligro la ortodoxia de la fe. Tenemos entonces cómo, mientras en el

resto de Europa decae, en España se da un renacimiento de la escolástica. En conclusión, hemos de ver

aquí el clima nada propicio para la entrada del racionalismo o, más concretamente, del cartesianismo.

Aquí se renovó la escolástica y, en parte de su mano, se desarrolló el misticismo, con figuras que, cuando

menos, colindan con la filosofía como Fray Luis de León (1528-1591).

Capítulo aparte requiere el último gran escolástico: Francisco Suárez (1548-1637). Este

pensador desarrolló su pensamiento en una época en la que los métodos medievales comenzaban a quedar

en entredicho en los círculos europeos de vanguardia intelectual. Recordemos que en el siglo XVI y sobre

todo el XVII el avance de las ciencias modernas era imparable, y que el renacimiento estaba dando a luz el

método moderno de las humanidades. Sin embargo, paralelamente a ello, en España el jesuita Suárez

construyó una filosofía que logró distanciarse del tomismo vigente en la enseñanza escolástica.

En definitiva, en estos siglos nos encontramos con el verdadero comienzo del desvío intelectual

español de la trayectoria filosófica que predominaba en el resto de Europa. En el siglo XVII la mayoría de

las cátedras de Salamanca permanecieron desiertas en un ambiente intelectual desolador. Tal situación

no era más que el resultado de haber sido coartado el espíritu crítico.

Las universidades se convirtieron en instituciones rutinarias, donde

el maestro dictaba el texto y el comentario, y los alumnos lo

copiaban; y eso era todo. En este sentido, Ortega llegó a decir que

la historia moderna de España se reduce probablemente a la historia de su

resistencia a la cultura moderna.

(ORTEGA Y GASSET, La estética de “El enano Gregorio el Botero”)

Sin embargo, es curioso comprobar que España en ese

periodo vive un espléndido siglo de Oro, floreciente en todos los

géneros literarios y manifestaciones artísticas. Puede decirse

incluso que España domina más allá de sus fronteras en lo cultural,

y se observa una difusión en ese aspecto, pero no desde luego en

el campo de la filosofía ni en el de las ciencias naturales. Quizá

debamos asomarnos a las páginas de los literatos, como Quevedo o

Calderón de la Barca, para encontrar la mejor y más profunda RetratoacarboncillodeBaltasarGracián,deV.CARDERERA(1796-1880)

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expresión del pensamiento español de la época. En definitiva, de este periodo pocos nombres propios

podrían rescatarse para la filosofía: entre todos ellos, sin embargo, hemos de nombrar a Baltasar Gracián (1601-1658). Este polifacético jesuita, dentro del pesimismo acuciante del barroco, desarrolló un

pensamiento centrado en el buen gobierno en todos los ámbitos (individual, político y espiritual), donde

destaca su idea del ingenio y la noción de deseo. Este pensador fue muy influyente en autores como

Schopenhauer o Nietzsche, por ejemplo.

1.3 Krausismo y primera mitad del XX (Edad de plata de las letras y ciencias españolas)

Si avanzamos hacia el siglo XVIII, hemos de decir que la Ilustración no encontró mucho más que

terreno yermo en España. La sombra del tomismo escolástico seguía siendo muy pronunciada. Hemos de

llegar a mediados del siglo XIX para encontrar una primera filosofía característica y propia de España: el

krausismo. Esta doctrina fue puesta en boga en España por Julián Sanz del Río (1814-1869) y pronto

llegó a configurar la mentalidad filosófica de nuestro país. En realidad, esta teoría correspondía a un

hegeliano y alemán, Christian Krause, quien había desarrollado una ética y un derecho procedentes del

idealismo alemán. Sanz del Río comenzó a filtrar esta ética en España para combatir la moral católica.

Estamos, más que ante una escuela filosófica, ante un movimiento intelectual, o, si se quiere, un estilo de

vida que trataba de sustituir las tradiciones austeras. El krausismo causó impacto sobre todo en los campos

educativo, cultural y político.

Como último capítulo del pensamiento español antes de alcanzar a Ortega y la escuela de Madrid

del siglo XX, tenemos la figura de Miguel de Unamuno (1864-1936). En rigor nos volvemos a encontrar

ante una figura que trasciende el campo de la filosofía, ya que su creación también es narrativa, poética e

incluso política. Unamuno presenta un pensamiento que se debate en una lucha entre la razón (que quiere

racionalizar por completo a la vida) y la vida (que busca vitalizar a la razón). En esa disputa intelectual,

Unamuno integra tanto filosofía, como religión como creación artística.

FotografíadeMigueldeUnamunoenlospasillosdelauniversidadhistóricadeSalamanca

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Finalmente, coetáneo a Miguel de Unamuno, aparece la figura de Ortega, y, tras él, un grupo

heterogéneo de pensadores que proseguirán su magisterio, la denominada Escuela de Madrid, con

nombres destacados como Manuel García Morente, Xavier Zubiri, María Zambrano o Julián Marías.

Paralelamente a esta escuela, en Barcelona se genera otra, con nombres destacados como Eugenio

D’Ors, José Ferrater Mora o Joaquín Xirau. Muchos de estos pensadores, debido al ambiente político

español del siglo XX, se exiliaron, dificultando el asentamiento y desarrollo de esta renovación de la filosofía

en España. Así que en la España franquista se impuso un método y una temática neoescolásticos.

1.4 Epílogo: panorama actual

A finales del siglo XX, sobre todo a partir de la transición democrática, fue apareciendo un grupo

de filósofos rupturistas y antiacadémicos que puede denominarse como la generación de filósofos

jóvenes. Este grupo se liberó de la inmediata tradición de la academia filosófica del país. En líneas

generales puede decirse que la filosofía española del siglo

XX y de la actualidad se dedica a la investigación en los

términos planteados por los grandes pensadores y las

grandes corrientes de otras lenguas. Por tanto, una de sus

labores fundamentales ha sido y es la de la traducción crítica

al español de esas obras. Sin embargo, como figuras de un

pensamiento filosófico propio y original podríamos destacar a

Eugenio Trías (1942-2013), quien investiga sistemática-

mente los límites de la filosofía, o a Gustavo Bueno (1924-),

de quien se suele destacar su materialismo filosófico que

separa las nociones de espiritual e incorpóreo. Otros

nombres destacados de la actual filosofía española serían

los de Emilio Lledó, Francisco Fernández Buey, Celia

Amorós, Javier Sádaba y un amplio etcétera.

2. JOSÉ ORTEGA Y GASSET (1883-1955): VIDA, OBRA Y CONTEXTOS

2.1 Biografía

José Ortega y Gasset nació en Madrid el 9 de mayo de 1883, en el seno de una familia

acomodada relacionada con el mundo editorial y el periodismo, cuestiones que compaginaban con una

actividad política de tendencia liberal. Su padre fue miembro de la Real Academia Española desde 1902,

así que frecuentó la amistad de importantes escritores de su tiempo, por lo que el mundo literario

español de esa época le fue muy familiar a Ortega. Por lo tanto, la vocación liberal, periodística y política

de Ortega y Gasset era una tradición familiarmente arraigada.

EugenioTrías(1942-2013)

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Tras estudiar en su juventud en un centro jesuita, comenzó su formación universitaria en 1897 y

se doctoró en Filosofía y Letras en Madrid en 1904. En este periodo Ortega descubrió la literatura francesa, autores españoles como Unamuno, el krausismo o tradicionalistas españoles como Menéndez

Pelayo. También leyó en traducciones francesas la filosofía de Schopenhauer y Nietzsche.

A esta primera etapa de formación, le sucede una

etapa objetivista (1902-1914). Entre 1906 y 1911

Ortega realizó una serie de viajes cruciales a Alemania

donde profundizó en los clásicos de la filosofía (Platón,

Aristóteles, Kant, idealistas alemanes), así como en la

fenomenología que se estaba desarrollando en ese

momento. En esta etapa objetivista, Ortega tuvo tiempo

de profundizar en el neokantismo y de separarse de él a

causa de la fenomenología, y llega a afirmar la primacía

de las cosas (y de las ideas) sobre las personas.

A finales de 1910 Ortega ganó la Cátedra de

Metafísica de la Universidad Central de Madrid. En los

años posteriores y hasta el estallido de la Guerra Civil Ortega apenas salió de España, excepto estos viajes a

Alemania y otros a Argentina en 1916 y 1928. Junto con

su labor docente en la Universidad, durante los años 10 y

20 Ortega desarrolló un importante esfuerzo en el campo

editorial: colaboró en el suplemento cultural El Imparcial,

en las revistas Faro y Europa, en el periódico El Sol, ayudó en la edición de la casa editorial Calpe. En

este sentido, en 1916 puso en marcha un gran proyecto: El Espectador, revista unipersonal de periodicidad

irregular de la que salieron a la luz ocho volúmenes, el último en 1934. En 1923 Ortega creó la Revista de Occidente (que sigue publicándose en la actualidad), que a partir del año siguiente contó con una editorial

del mismo nombre; esta revista buscaba ser una tribuna de divulgación de la cultura más avanzada, y

por sus páginas desfilaron los escritores, científicos y pensadores más brillantes del momento: exponente

claro de la importante y cuidada labor divulgativa que Ortega llevó a cabo.

Durante estos años se suceden dos etapas en su pensamiento: en primer lugar, la etapa

perspectivista (1914-1923), en la que destacan las obras Meditaciones del Quijote (1914) y España

invertebrada (1921); y en segundo y último lugar, la etapa raciovitalista, que se considera su etapa de

madurez. Como veremos, el raciovitalismo orteguiano se basa en un vitalismo biologicista (muy

influenciado por autores como Bergson o Nietzsche). El concepto fundamental aquí es el de vida, entendida

como fuerza o impulso espontáneo y creador de carácter biológico en sentido amplio. La máxima

expresión de esta etapa vitalista se puede encontrar en El tema de nuestro tiempo, de 1923. Esta

propuesta evolucionará con la lectura del filósofo de la existencia, Heidegger. Otras obras de este periodo:

La rebelión de las masas (1929) o Historia como sistema (1935).

Tras la proclamación de la II República Española, Ortega salió elegido parlamentario en las

elecciones a Cortes Constituyentes de junio de 1931. En el Parlamento defendió sin éxito posturas

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moderadas. Desencantado, decidió abandonar la política después del verano de 1932. A finales de 1933

publicó sus últimos artículos en prensa, dando paso a un autoimpuesto silencio que prácticamente no

rompió hasta su muerte.

Con el inicio de la Guerra Civil, en verano de 1936, se vio obligado a huir de Madrid, donde su

vida corría serio peligro. Tras una estancia de tres años en París y de otros tres años en Argentina, en

1942 se trasladó a Portugal, donde fijó su residencia hasta el final de sus días. En el país vecino pudo

hallar cierta tranquilidad y estabilidad, lo que le permitió reanudar su trabajo; allí emprendió algunos

importantes escritos de madurez filosófica, muchos de los cuales quedaron inacabados. De esta época

datan algunos de sus textos más extensos y de una mayor ambición sistemática, como los que se

publicaron póstumamente con los títulos de La idea de principio en Leibniz y la evolución de

la teoría deductiva, El hombre y la gente u

Origen y epílogo de la filosofía.

Además, a partir de 1946 comenzó a

prodigar sus viajes a España, donde impartió

varios cursos y conferencias. Sin embargo, la

situación política española hizo que Ortega no fuera bien acogido, situación que contrastaba

con la gran acogida que recibía en Estados

Unidos y Alemania. Finalmente, Ortega falleció

en Madrid el 18 de octubre de 1955.

2.2 Contexto histórico

Ortega vive una época de ansia y conflictos imperialistas por la que varias naciones amplían

sus fronteras con la anexión de territorios incluso de otros continente en forma de colonias. Es el caso de

Estados Unidos, de Francia, de Alemania, de la Unión Soviética… En este contexto, España por el contrario

pierde definitivamente sus últimas colonias de ultramar en 1898. Este hecho viene a certificar la difícil

situación de España: el final del siglo XIX fue una época convulsa de revoluciones liberales y sucesiones

de breves reinados y la primera república. Finalmente, tuvo ocasión la restauración Monárquica y el

reinado de Alfonso XII, que trató de dejar atrás políticas del antiguo régimen y abrir la política española a gobiernos liberales (Cánovas del Castillo y Práxedes Sagasta). Sin embargo, como decíamos, España

perdió cualquier peso internacional, y un espíritu de pesimismo se extendió en nuestro país.

Además, la entrada en el nuevo siglo estuvo marcada una crisis económica, ya que España no

se había incorporado al nuevo sistema de mercado. La situación no se estabiliza y, podría decirse, se

arrastra hasta la década de los años 30, cuando irrumpe la Guerra Civil. Antes, en los años 20, la

monarquía en España pierde crédito y se sucede la dictadura de Primo de Rivera (intento de mediación

entre monarquía y partidos, en un país donde se suprimieron libertades y derechos), la dictablanda y la II

ConferenciadeJoséOrtegayGassetenelcinedelaÓpera,Madrid

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República. En estas décadas es cuando nace una incipiente industria protegida en Cataluña y en el País

Vasco.

La II República no fue capaz de traer la tranquilidad al país. Tras el alzamiento militar contra la

república, vinieron años de guerra civil (1936-39) y pobreza, de las que España comenzó a salir en la

década de los 50. Aún así, la represión franquista motivó el exilio (exterior e interior) de los vencidos.

2.3 Contexto cultural

En toda esta etapa España vive un conflicto más o menos tenso entre un conservadurismo y un

catolicismo muy asentadas en las instituciones, y un acuciante movimiento que quería superar esta

situación. Este movimiento progresista fue llevado a cabo sobre todo por los krausistas. Uno de los

logros progresistas de esta época fue la Institución Libre de Enseñanza que cerró en 1936. Hablamos de

un proyecto educativo, de inspiración krausista, que ayudó a renovar y liberar la enseñanza apartándose

de dogmas religiosos o morales, teniendo incluso que desarrollar su labor al margen del Estado, como

institución privada. Ortega, Ramón y Cajal, Machado y Sorolla

formaron parte de este proyecto.

También cabe considerar la importancia de las diferentes

generaciones de artistas e intelectuales que se sucedieron a

principios del siglo XX: la Generación del 98, la Generación del

14 (a la que suele adherirse a Ortega) y la Generación del 27.

Estas generaciones lograron introducir en España las diferentes

escuelas vanguardistas del arte del siglo XX: modernismo,

cubismo, surrealismo… Vanguardias, todas ellas, que trataron de

explorar los límites de las disciplinas artísticas, con una amplia libertad individual para los artistas y que, en cierta medida,

quería romper con la rigidez elitista de las tradiciones.

2.4 Contexto filosófico

Si algo destaca de la época en la que desarrolla su filosofía Ortega, es una característica peculiar:

se trata, sin lugar a dudas, de una época en la que hay diversos y variopintos movimientos filosóficos

en ebullición. Entre las corrientes que se irán desarrollando a comienzos del XX cabe citar las siguientes:

a) Positivismo: aunque hay precedentes de esta teoría, Comte funda el positivismo

(aplicándolo especialmente en la sociología) en la segunda mitad del XIX. Para los

positivistas no existe más realidad que lo positivo, aquello que puedo constatar por

medio de la observación.

Lafuente,deMarcelDUCHAMP(1917)

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b) Fenomenología: su representante principal es Husserl (1859-1938), y se encuadra en el

estudio de la conciencia del ser humano, sobre todo de la intencionalidad, recuperando

temas del racionalismo y de teoría del conocimiento.

c) Vitalismo: La irrupción vitalista de Nietzsche en realidad atraviesa en gran medida toda la

filosofía posterior, pero ciertos autores siguen profundizando en ella. Éste sería el caso de

Henri Bergson (1859-1941), quien trata de exponer un método de conocimiento

intuitivo ya que, piensa, la realidad de la vida se percibe, no ya con la inteligencia

racional, sino a través de la intuición. Dentro del vitalismo también se suele citar al propio

Ortega (pero hemos de tener en cuenta la influencia de otra corriente, la historicista,

proveniente de Dilthey, o el pensamiento trágico de Unamuno).

d) Existencialismo: Heidegger (1889-1976) y Sartre (1905-1980) desarrollan, en dos líneas

distintas, un análisis de la existencia concreta y particular de los individuos. Dentro

de esta analítica de la existencia, surgirán también otras corrientes como el personalismo

de Mounier.

e) Filosofía analítica: el final del siglo XIX marca lo que en filosofía se ha llamado giro

lingüístico, que convierte al lenguaje en un tema central de la filosofía. Uno de los

objetivos fundamentales será crear un lenguaje lógicamente perfecto (Frege, Russell o

Wittgenstein (1889-1951) en su primera etapa).

f) Hermenéutica: desarrollado por Gadamer (1900-2002) investiga los modos de

interpretación y comprensión de textos y obras de arte, a la vez que se critica la

visión positivista del mundo, y el prejuicio que identifica ciencia con verdad o que admite

la metodología científica como la única verdadera. Asociado a la hermenéutica está

también el historicismo, para el que las verdades cobran sentido en su contexto

histórico, por lo que no se puede hablar de verdades absolutas, objetivas y universales.

g) Marxismo: la teoría de Marx continuará siendo actualizada y reinterpretada. Sin que nos

podamos olvidar de la versión o revisión bolchevique que Lenin imprimió en el gobierno

de la Unión Soviétiva, autores como Bloch, Gramsci, Luckács, los autores de la Escuela

de Frankfurt, el mismo Sartre y, más adelante, Althusser, buscarán formas de reformar

el marxismo y aplicarlo a su realidad.

En medio de esta explosión filosófica, llena de corrientes y planteamientos a menudo

contrapuestos, no se puede encuadrar completamente a Ortega en ninguna de ellas. De hecho muchos de

los autores nombrados realizan en su obra síntesis de varias corrientes, aunque domine una más que las

otras. En este sentido se dice que la filosofía orteguiana es, en cierto modo, una reacción frente al vitalismo desorbitado de Nietzsche, pero también una crítica del idealismo cartesiano o hegeliano. La

relación de Ortega con todas estas corrientes es polémica: nunca se preocupó por alinearse en una

teoría concreta, ni por organizar su pensamiento de un modo sistemático. Por ello se le considera un

pensador ecléctico, cuya profundidad y originalidad influyó en cierta medida en las teorías

contemporáneas. Esta influencia se puede ver reflejada especialmente sobre el existencialismo, la

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hermenéutica o la misma fenomenología. En ese sentido, con

respecto a las corrientes filosóficas de su época, Ortega es un autor en

quien las ideas son de ida y vuelta.

Por tanto, se hace compleja una clasificación de la filosofía

de Ortega. Eso sí, se ha reconocer una capacidad pasmosa para

elaborar síntesis de teorías y conceptos aparentemente contrapuestos,

ofreciendo metáforas y expresiones de una lucidez extraordinaria. Se

entiende mejor así porque Henri Bergson llegó a decir de él que más

que un filósofo, parecía un periodista, por su interés por la información y

divulgación intelectuales.

3. LA NECESIDAD DE LA FILOSOFÍA

La filosofía es para Ortega una actividad necesaria, ineludible. Recuerda en cierto modo a esa

tendencia inevitable hacia la metafísica de la que hablaba Kant, después de negarla en la Crítica de la razón

pura. La filosofía comienza allí donde termina la ciencia, y por eso no puede sustituirse por ésta. El objeto de la filosofía es muy distinto al del resto de ciencias: la filosofía se encarga del todo, del dato universal

del universo, y, en esta medida, no tiene un objeto, particular, propio y definido. Por eso dice Ortega que la

filosofía es la ciencia buscada, la ciencia que debe justificar y preguntarse (incluso con extrañamiento)

por su propio objeto. El intelecto o la inteligencia aspira al todo, y, en consecuencia, la filosofía será

conocimiento del Universo, de todo cuanto hay. Hay dos características definitorias de la filosofía: su

radicalidad y su ultimidad. Radicalidad significa precisamente ir a la raíz de la realidad, partiendo

siempre de una libertad absoluta, de una ausencia de prejuicios que posibilite un pensamiento propio. Y la

ultimidad nos remite a que las preguntas de la filosofía pretenden dar una respuesta completa a la

realidad interrogada, de modo que no sea necesario seguir planteando preguntas. Cabe preguntar más allá

de la ciencia, pero no más allá de la filosofía, que aspira a ofrecer una idea integral del universo,

afrontando cuestiones fundamentales como ¿de dónde viene el mundo? ¿a dónde va? ¿cuál es el sentido

esencial de la vida?. La vida humana, por tanto, no puede prescindir de la filosofía. Preguntarse es ya

comenzar a filosofar, y renunciar a plantearse cuestiones es renunciar a ser humano.

4. LA SUPERACIÓN DEL REALISMO Y DEL IDEALISMO

En 1928-29, en ¿Qué es filosofía?, Ortega se plantea cuál es el tema de su tiempo. Es esta una

pregunta en la que, como hiciera Kant en Respuesta a la pregunta ¿Qué es Ilustración?, Ortega trata de

hacerse consciente del presente histórico y filosófico en el que está viviendo, e intenta resolver la tarea más

importante de la filosofía en ese momento. Para él, esta tarea no es otra que la superación del Idealismo y

del Positivismo (o realismo ingenuo). Ambas son teorías contrapuestas que se han venido repitiendo a lo

largo de la historia de la filosofía.

HenriBergson((1859-1941))

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El realismo ingenuo parte de la existencia de lo dado. Asume de un modo acrítico que lo que

se le presenta a la vista es tal y como aparece, y piensa que el universo está ya ahí. Se presupone que hay

un mundo objetivo, en el que las cosas se manifiestan tal y como son (objetivismo). Esto es visto por

Ortega como una ingenuidad filosófica o como la inocencia paradisíaca. Este realismo se va repitiendo en

diversos pensadores. Si en la filosofía griega era una constante, reaparece una y otra vez en la historia del

pensamiento, y una de sus formas es precisamente el positivismo. Para esta corriente tan sólo existe lo

dado, lo inmediato, lo útil, lo medible: en definitiva, lo positivo. Así la realidad objetiva se convertiría en el

objeto fundamental de la filosofía, con lo que se cometería un olvido imperdonable: dejaríamos al sujeto de

lado, como si éste no interviniera en ningún sentido en el proceso de conocimiento, en la relación que

se establece entre el sujeto y el objeto. Por eso, el realismo dejó paso al Idealismo.

Este Idealismo es la teoría que ha dominado toda la modernidad, y que es la responsable de

alejar al ser humano de la realidad. El pienso, luego existo cartesiano convierte al mundo en un objeto

pensado, y volver a contactar con las cosas se hace complejo, aparentemente poco posible. El idealismo

nos expulsa del mundo. El yo, el sujeto, se traga el mundo exterior, y ya no cabe aceptar ingenuamente la

existencia de un mundo exterior en el que las cosas son tal y como se me presentan. Por eso es

necesario liberar al yo de la prisión en la que él mismo se ha encerrado, desconfiando de la realidad, que

es interpretada como un posible engaño, una ilusión:

El idealismo me propone que suspenda mi creencia en la realidad exterior a mi mente que este

teatro parece tener. En verdad, me dice, este teatro es sólo un pensamiento, una visión o imagen

de este teatro.

(José ORTEGA Y GASSET. ¿Qué es filosofía?)

El Idealismo subjetiviza el mundo, lo convierte en un contenido más de mi conciencia, de mi

pensamiento. Supera al positivismo y al realismo ingenuo, pero produce una situación artificial en la que el

sujeto se encuentra encerrado dentro de sí, incapaz de aceptar datos que parecen evidentes por el

sentido común. El Idealismo nos enseña a desconfiar de las cosas, a preguntar, pero va demasiado lejos

en este afán interrogador. El yo no puede ser el objeto fundamental de la filosofía, no puede ser ese todo

radical que andábamos buscando.

Ni sólo la realidad, ni el sujeto solo pueden ser el dato radical del que se encargue la filosofía.

Ambas posibilidades quedan mancas ante nuestra experiencia cotidiana del conocimiento, en la que el

individuo tiene mucho que decir (proyectando, por ejemplo, ideas, prejuicios, sentimientos, categorías...),

pero la realidad impone también una serie de condiciones. Por ello Ortega busca un nuevo objeto que

concilie y supere al realismo y al Idealismo: la vida como dato radical de toda filosofía.

5. LA VIDA COMO REALIDAD RADICAL

En consecuencia, ni el mundo exterior (realismo) ni la conciencia (Idealismo) pueden ser el objeto

buscado por la filosofía. Para Ortega, dicho objeto no puede ser otro que la vida. La vida se convierte en el

dato radical del universo, sobre el que la filosofía debe reflexionar:

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El dato radical e insofisticable no es mi existencia, no es yo existo sino que es mi coexistencia con el

mundo. [Ib.]

En la vida confluyen el sujeto y el objeto, el mundo y la conciencia, de modo que Ortega se sitúa in

media res, a mitad de camino entre el mundo y la conciencia, y huye de cualquier tipo de abstracción.

Vida es lo que somos y lo que hacemos. [...] Nuestra vida consiste en que la persona se ocupa de las

cosas o con el las, y evidentemente lo que nuestra vida sea depende tanto de lo que sea nuestra

persona como de lo que sea nuestro mundo. [Ib.]

Además, la vida tiene siempre una estructura problemática, y el hombre se convierte así en el

fundamental de sus problemas. Para Ortega, el hombre es el problema de la vida, ya que el hombre se

encuentra sin saber cómo ni por qué en medio de su propia vida. Esta problematicidad de la vida, nos

obliga a vivir siempre acompañados de la conciencia de ese problema. Desde el ¿qué haré mañana?

hasta el ¿cuál es el sentido de la vida?, el hombre no puede evitar esta conciencia de la problematicidad de

la vida (y de aquí deriva, precisamente, la inevitabilidad de la filosofía). La vida es concreta e incomparable, es esencialmente individual. Pero esto no impide que tenga también una dimensión

comunitaria, ya que coexiste, convive… Hablar del hombre al margen de la sociedad es tan abstracto

como hablar de la sociedad al margen del hombre.

La vida nos empuja a compartir nuestro tiempo.

Ortega entiende la vida humana como un

quehacer, como un proyecto. La vida es un

acontecer lanzado hacia delante, siempre futurizo.

Haciendo cosas, el hombre tiene que decidir lo que

quiere hacer, lo que quiere ser. Conectando con

ideas existencialistas (sobre todo de Heidegger), el

hombre es algo abierto, algo siempre por hacer.

El hombre tiene que inventarse a sí mismo, tiene

que crear su propia vida, que no le viene dada de

un modo último y definitivo, sino que le es

entregada nueva, aún por estrenar. El hombre no

es hecho, sino que es un quehacer.

En la realización de este proyecto, el hombre debe contar consigo mismo, pero también con

su mundo. Por eso dice Ortega que yo soy yo y mi circunstancia. El mundo que me rodea me afecta a

mí, a mis pensamientos y a mis decisiones tanto como mis propios deseos, intenciones o proyectos. Aquí

interactúan una vez más el yo y la realidad, los conceptos fundamentales del realismo y del Idealismo

que Ortega pretende superar.

MartinHeideggeryOrtegaenDarmstadten1951

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6. LA RAZÓN VITAL

En este quehacer filosófico en el que consistió la vida de Ortega, se hace necesario también

ofrecer una visión del conocimiento humano. Si a la hora de interpretar la realidad los dos polos que se nos

presentaban eran el Idealismo y el realismo, en el terreno del conocimiento habrá que enfrentarse también a

otra oposición: el racionalismo (como Descartes) frente al vitalismo (Nietzsche). La razón se opone a la

vida y parece difícil encontrar un término medio. Pues esta tarea es precisamente la que se propone el

filósofo español, que critica ambas teorías:

El racionalismo es demasiado abstracto, y por ello es incapaz de captar precisamente aquello

que Ortega considera dato radical del universo: la vida. La razón construye conceptos estáticos, muy

alejadas del constante cambio al que está sometida la vida. La razón puede llevarnos por los caminos

de la abstracción, que nos apartan de lo más esencial: la vida. Además, Ortega recuerda la dependencia de

la razón respecto a la vida. En efecto, aquélla no es más que una más de las funciones o posibilidades

que tiene el ser humano para proyectarse a sí mismo.

Tampoco el vitalismo aporta una solución más valiosa, porque se olvida de la dimensión futuriza del hombre. Si todos somos un proyecto, un quehacer cotidiano, no podemos vivir a expensas de

un caprichoso presente que dirija nuestros pasos. Ese es el tipo de vida del animal, que no toma

decisiones que incluyen un horizonte temporal muy superior al que configura su presente. La libertad del

hombre le obliga a anticiparse a su tiempo, algo que no puede soslayarse y que no es posible desde un

enfoque puramente vitalista, que no puede ir más allá de lo que dicte el eterno fluir el presente.

Por eso propone Ortega una vía intermedia: ni la razón, ni la vida, sino la razón vital, pues la

razón no puede concebirse al margen de la vida, ni la vida humana al margen de la razón. Renunciar a la

vida o renunciar a la razón son dos modos de renunciar a ser hombre. Tan irracional es alejarse de la vida,

como vivir esclavizado por sus dictados. El raciovitalismo se convierte así en la propuesta orteguiana. Si

fuéramos animales, bastaría con el vitalismo, con ir respondiendo a los desafíos que nos plantea el

presente. Pero la vida humana tiene esa dimensión de

proyecto, que nos obliga a convertir la realidad (y a nosotros

mismos), en un problema que tenemos que resolver. Si la

vida es futurición, es lo que aún no es, tenemos que

combinar en su justa medida vida y razón.

Además, la razón vital va acompañada por una

ineludible dimensión histórica, porque el hombre se

encuentra ya en medio de la historia. La vida humana es

esencialmente histórica: heredera de un pasado concreto y

lanzada a un futuro por hacer. El hombre no puede salirse

de la historia, y la razón, por tanto, debe ser un

instrumento más dentro de la misma. Si la naturaleza

puede entenderse como el fluir de la vida, la historia es el

lugar específico del fluir de los asuntos humanos, de modo

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que la vida humana es siempre un proceso, algo abierto e inacabado. La razón histórica no acepta

nada como mero hecho, sino que hace que todo hecho fluya. El hombre es una realidad que se hace a sí misma, y que está siempre haciéndose. Cada decisión, cada acción no sólo resuelve el problema de

nuestro presente, sino que también nos va definiendo, va configurando nuestra forma de ser.

7. EL PERSPECTIVISMO

Una de las consecuencias de esta razón vital es el

perspectivismo, con el que Ortega aspira a sintetizar el

escepticismo y el racionalismo. Para los escépticos, no existe

ninguna verdad absoluta o eterna, no hay verdades universales,

sino que toda verdad será relativa siempre a un contexto (histórico,

social, cultural...), del que depende. Por el contrario, la tradición

racionalista sí que admite la existencia de la verdad absoluta, eterna

y universal, y en función de ello existe un punto de vista

sobreindividual.

Una vez más, Ortega pretende ir más allá de ambas teorías,

y encontrar un punto intermedio, que no es otro que el

perspectivismo. Según éste, el sujeto no puede salir de su punto

de vista particular, de su perspectiva. Pero no debe considerarse

por ello, que se da la razón a los escépticos. Frente a esto, Ortega defiende que el punto de vista individual

puede también ser objetivo y verdadero. El racionalismo espera demasiado del sujeto cognoscente, que

no puede abandonar su punto de vista, su circunstancia, su perspectiva. Pero el escepticismo se olvida de

que este punto de vista puede también constituirse como verdad. Parafraseando al propio Ortega,

podemos decir que cada ser humano captará la parte de verdad correspondiente. Lo que uno ve, no

puede verlo otro. Ningún sujeto será capaz de ver el todo en su conjunto. Cada individuo, pueblo o época es

un órgano insustituible para la conquista de la verdad. Lejos de oponerse, los distintos puntos de vista

se complementan. Las visiones distintas no se excluyen, han de integrarse; ninguna consigue asimilar de

una vez por todas la realidad y cada una de ellas es insustituible.

La verdad de la realidad es el punto de vista, la particularidad. Así crítica también la visión

racionalista de una verdad absoluta, única, universal y necesaria. En la medida en que cada individuo ocupa

un lugar en el mundo, una perspectiva o un punto de vista, no es posible lograr este tipo de verdades. No

existe una supuesta realidad inmutable y única... hay tantas realidades como puntos de vista. Nadie

puede ni debe convertir su propio punto de vista en algo absoluto.

Frente al escepticismo se afirma la verdad de la perspectiva. Frente al racionalismo se afirma la

perspectiva de toda verdad. Ni verdad absoluta, ni verdad relativa: la verdad es perspectiva:

Cada hombre tiene una misión de verdad. Donde está mi pupila no está otra; lo que de la realidad ve mi

pupila no lo ve otra. Somos insustituibles. Somos necesarios.

(José ORTEGA Y GASSET. Verdad y perspectiva)

ImagendelaportadadeEspañainvertebradayotrosescritos,deORTEGA,enlaeditorialAlianza

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ANEXO I

Texto Para la P.A.U.

— JOSÉ ORTEGA Y GASSET

«La Doctrina del Punto de Vista» en EL

TEMA DE NUESTRO TIEMPO

Contraponer la cultura a la vida y reclamar para

ésta la plenitud de sus derechos frente a aquélla

no es hacer profesión de fe anticultural. Si se

interpreta así lo dicho anteriormente, se practica

una perfecta tergiversación. Quedan intactos los

valores de la cultura; únicamente se niega su

exclusivismo. Durante siglos se viene hablando

exclusivamente de la necesidad que la vida tiene

de la cultura. Sin desvirtuar lo más mínimo esta

necesidad, se sostiene aquí que la cultura no

necesita menos de la vida. Ambos poderes el

inmanente de lo biológico y el trascendente de la

cultura quedan de esta suerte cara a cara, con

iguales títulos, sin supeditación del uno al otro.

Este trato leal de ambos permite plantear de una

manera clara el problema de sus relaciones y

preparar una síntesis más franca y sólida. Por

consiguiente, lo dicho hasta aquí es sólo

preparación para esa síntesis en que culturalismo

y vitalismo, al fundirse, desaparecen.

Recuérdese el comienzo de este estudio. La

tradición moderna nos ofrece dos maneras

opuestas de hacer frente a la antinomia entre vida

y cultura. Una de ellas, el racionalismo, para

salvar la cultura niega todo sentido a la vida. La

otra, el relativismo, ensaya la operación inversa:

desvanece el valor objetivo de la cultura para

dejar paso a la vida. Ambas soluciones, que a las

generaciones anteriores parecían suficientes, no

encuentran eco en nuestra sensibilidad. Una y

otra viven a costa de cegueras complementarias.

Como nuestro tiempo no padece esas

obnubilaciones, como se ve con toda claridad en

el sentido de ambas potencias litigantes, ni se

aviene a aceptar que la verdad, que la justicia,

que la belleza no existen, ni a olvidarse de que

para existir necesitan el soporte de la vitalidad.

Aclaremos este punto concretándonos a la

porción mejor definible de la cultura: el

conocimiento.

El conocimiento es la adquisición de verdades, y

en las verdades se nos manifiesta el universo

trascendente (transubjetivo) de la realidad. Las

verdades son eternas, únicas e invariables.

¿Cómo es posible su insaculación dentro del

sujeto? La respuesta del Racionalismo es

taxativa: sólo es posible el conocimiento si la

realidad puede penetrar en él sin la menor

deformación. El sujeto tiene, pues, que ser un

medio transparente, sin peculiaridad o color

alguno, ayer igual a hoy y mañana por tanto,

ultravital y extrahistórico. Vida es peculiaridad,

cambio, desarrollo; en una palabra: historia.

La respuesta del relativismo no es menos

taxativa. El conocimiento es imposible; no hay

una realidad trascendente, porque todo sujeto

real es un recinto peculiarmente modelado. Al

entrar en él la realidad se deformaría, y esta

deformación individual sería lo que cada ser

tomase por la pretendida realidad.

Es interesante advertir cómo en estos últimos

tiempos, sin común acuerdo ni premeditación,

psicología, «biología» y teoría del conocimiento,

al revisar los hechos de que ambas actitudes

partían, han tenido que rectificarlos, coincidiendo

en una nueva manera de plantear la cuestión.

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El sujeto, ni es un medio transparente, un yo puro

idéntico e invariable, ni su recepción de la

realidad produce en ésta deformaciones. Los

hechos imponen una tercera opinión, síntesis

ejemplar de ambas. Cuando se interpone un

cedazo o retícula en una corriente, deja pasar

unas cosas y detiene otras; se dirá que las

selecciona, pero no que las deforma. Esta es la

función del sujeto, del ser viviente ante la realidad

cósmica que le circunda. Ni se deja traspasar sin

más ni más por ella, como acontecería al

imaginario ente racional creado por las

definiciones racionalistas, ni finge él una realidad

ilusoria. Su función es claramente selectiva. De la

infinidad de los elementos que integran la

realidad, el individuo, aparato receptor, deja pasar

un cierto número de ellos, cuya forma y contenido

coinciden con las mallas de su retícula sensible.

Las demás cosas —fenómenos, hechos,

verdades quedan fueran, ignoradas, no

percibidas.

Un ejemplo elemental y puramente fisiológico se

encuentra en la visión y en la audición. El aparato

ocular y el auditivo de la especie humana reciben

ondas vibratorias desde cierta velocidad mínima

hasta cierta velocidad máxima. Los colores y

sonidos que queden más allá o más acá de

ambos límites le son desconocidos. Por tanto, su

estructura vital influye en la recepción de la

realidad; pero esto no quiere decir que su

influencia o intervención traiga consigo una

deformación. Todo un amplio repertorio de

colores y sonidos reales, perfectamente reales,

llega a su interior y sabe de ellos.

Como son los colores y sonidos acontece con las

verdades. La estructura psíquica de cada

individuo viene a ser un órgano perceptor, dotado

de una forma determinada que permite la

comprensión de ciertas verdades y está

condenado a inexorable ceguera para otras. Así

mismo, para cada pueblo y cada época tienen su

alma típica, es decir, una retícula con mallas de

amplitud y perfil definidos que le prestan rigorosa

afinidad con ciertas verdades e incorregible

ineptitud para llegar a ciertas otras. Esto significa

que todas las épocas y todos los pueblos han

gozado su congrua porción de verdad, y no tiene

sentido que pueblo ni época algunos pretendan

oponerse a los demás, como si a ellos les

hubiese cabido en el reparto la verdad entera.

Todos tienen su puesto determinado en la serie

histórica; ninguno puede aspirar a salirse de ella,

porque esto equivaldría a convertirse en un ente

abstracto, con integra renuncia a la existencia.

Desde distintos puntos de vista, dos hombres

miran el mismo paisaje. Sin embargo, no ven lo

mismo. La distinta situación hace que el paisaje

se organice ante ambos de distinta manera. Lo

que para uno ocupa el primer término y acusa

con vigor todos sus detalles, para el otro se halla

en el último, y queda oscuro y borroso. Además,

como las cosas puestas unas detrás se ocultan

en todo o en parte, cada uno de ellos percibirá

porciones del paisaje que al otro no llegan.

¿Tendría sentido que cada cual declarase falso el

paisaje ajeno? Evidentemente, no; tan real es el

uno como el otro. Pero tampoco tendría sentido

que puestos de acuerdo, en vista de no coincidir

sus paisajes, los juzgasen ilusorios. Esto

supondría que hay un tercer paisaje auténtico, el

cual no se halla sometido a las mismas

condiciones que los otros dos. Ahora bien, ese

paisaje arquetipo no existe ni puede existir. La

realidad cósmica es tal, que sólo puede ser vista

bajo una determinada perspectiva. La perspectiva

es uno de los componentes de la realidad. Lejos

de ser su deformación, es su organización. Una

realidad que vista desde cualquier punto

resultase siempre idéntica es un concepto

absurdo.

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Lo que acontece con la visión corpórea se cumple

igualmente en todo lo demás. Todo conocimiento

es desde un punto de vista determinado. La

species aeternitatis, de Spinoza, el punto de vista

ubicuo, absoluto, no existe propiamente: es un

punto de vista ficticio y abstracto. No dudamos de

su utilidad instrumental para ciertos menesteres

del conocimiento; pero es preciso no olvidar que

desde él no se ve lo real. El punto de vista

abstracto sólo proporciona abstracciones.

Esta manera de pensar lleva a una reforma

radical de la filosofía y, lo que importa más, de

nuestra sensación cósmica.

La individualidad de cada sujeto era el

indominable estorbo que la tradición intelectual de

los últimos tiempos encontraba para que el

conocimiento pudiese justificar su pretensión de

conseguir la verdad. Dos sujetos diferentes se

pensaba llegarán a verdades divergentes. Ahora

vemos que la divergencia entre los mundos de

dos sujetos no implica la falsedad de uno de

ellos. Al contrario, precisamente porque lo que

cada cual ve es una realidad y no una ficción,

tiene que ser su aspecto distinto del que otro

percibe. Esa divergencia no es contradicción, sino

complemento. Si el universo hubiese presentado

una faz idéntica a los ojos de un griego socrático

que a los de un yanqui, deberíamos pensar que el

universo no tiene verdadera realidad, in-

dependiente de los sujetos. Porque esa

coincidencia de aspecto ante dos hombres

colocados en puntos tan diversos como son la

Atenas del siglo V y la Nueva York del XX

indicaría que no se trataba de una realidad

externa a ellos, sino de una imaginación que por

azar se producía idénticamente en dos sujetos.

Cada vida es un punto de vista sobre el universo.

En rigor, lo que ella ve no lo puede ver otra. Cada

individuo persona, pueblo, época es un órgano

insustituible para la conquista de la verdad. He

aquí cómo ésta, que por sí misma es ajena a las

variaciones históricas, adquiere un dimensión

vital. Sin el desarrollo, el cambio perpetuo y la

inagotable aventura que constituyen la vida, el

universo, la omnímoda verdad, quedaría

ignorada.

El error inveterado consistía en suponer que la

realidad tenía por sí misma, e independiente-

mente del punto de vista que sobre ella se

tomara, una fisonomía propia. Pensando así,

claro está, toda visión de ella desde un punto

determinado no coincidiría con ese su aspecto

absoluto y, por tanto, sería falsa. Pero es el caso

que la realidad, como un paisaje, tienen infinitas

perspectivas, todas ellas igualmente verídicas y

auténticas. La sola perspectiva falsa es esa que

pretende ser la única. Dicho de otra manera: lo

falso es la utopía, la verdad no localizada, vista

desde «lugar ninguno». El utopista y esto ha sido

en esencia el racionalismo es el que más yerra,

porque es el hombre que no se conserva fiel a su

punto de vista, que deserta de su puesto.

Hasta ahora la filosofía ha sido siempre utópica.

Por eso pretendía cada sistema valer para todos

los tiempos y para todos los hombres. Exenta de

la dimensión vital, histórica, perspectivista, hacía

una y otra vez vanamente su gesto definitivo. La

doctrina del punto de vista exige, en cambio, que

dentro del sistema vaya articulada la perspectiva

vital de que ha emanado, permitiendo así su

articulación con otros sistemas futuros o exóticos.

La razón pura tiene que ser sustituida por una

razón vital, donde aquélla se localice y adquiera

movilidad y fuerza de transformación.

Cuando hoy miramos las filosofías del pasado,

incluyendo las del último siglo, notamos en ellas

ciertos rasgos de primitivismo. Empleo esta

palabra en el estricto sentido que tiene cuando es

referida a los pintores del quattrocento. ¿Por qué

llamamos a éstos primitivos? ¿En qué consiste su

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primitivismo? En su ingenuidad, en su candor se

dice. Pero ¿cuál es la razón del candor y de la

ingenuidad, cuál su esencia? Sin duda, es el

olvido de sí mismo. El pintor primitivo pinta el

mundo desde su punto de vista bajo el imperio de

las ideas, valoraciones, sentimientos que le son

privados, pero cree que lo pinta según él es. Por

lo mismo, olvida introducir en su obra su

personalidad; nos ofrece aquélla como si se

hubiera fabricado a sí misma, sin intervención de

un sujeto determinado, fijo en un lugar del

espacio y en un instante del tiempo. Nosotros,

naturalmente, vemos en el cuadro el reflejo de su

individualidad y vemos, a la par, que él no la veía,

que se ignoraba a si mismo y se creía una pupila

anónima abierta sobre el universo. Esta

ignorancia de sí mismo es la fuente encantadora

de la ingenuidad.

Mas la complacencia que el candor nos

proporciona incluye y supone la desestima del

candoroso. Se trata de un benévolo menosprecio.

Gozamos del pintor primitivo, como gozamos del

alma infantil, precisamente, porque nos sentimos

superiores a ellos. Nuestra visión del mundo es

mucho más amplia, más compleja, más llena de

reservas, encrucijadas, escotillones. Al movernos

en nuestro ámbito vital sentimos éste como algo

ilimitado, indomable, peligroso y difícil. En cambio

al asomarnos al universo del niño o del pintor

primitivo vemos que es un pequeño círculo,

perfectamente concluso y dominable, con un

repertorio reducido de objetos y peripecias. La

vida imaginaria que llevamos durante el rato de

esa contemplación nos parece un juego fácil que

momentáneamente nos liberta de nuestra grave y

problemática existencia. La gracia del candor es,

pues, la delectación del fuerte en la flaqueza del

débil.

El atractivo que sobre nosotros tienen las

filosofías pretéritas es del mismo tipo. Su claro y

sencillo esquematismo, su ingenua ilusión de

haber descubierto toda la verdad, la seguridad

con que se asientan en fórmulas que suponen

inconmovibles nos dan la impresión de un orbe

concluso, definido y definitivo, donde ya no hay

problemas, donde todo está ya resuelto. Nada

más grato que pasear unas horas por mundos tan

claros y tan mansos. Pero cuando tornamos a

nosotros mismos y volvemos a sentir el universo

con nuestra propia sensibilidad, vemos que el

mundo definido por esas filosofías no era, en

verdad el mundo, sino el horizonte de sus

autores. Lo que ellos interpretaban como limite

del universo, tras el cual no había nada más, era

sólo la línea curva con que su perspectiva

cerraba su paisaje. Toda filosofía que quiera

curarse de ese inveterado primitivismo, de esa

pertinaz utopía, necesita corregir ese error,

evitando que lo que es blando y dilatable

horizonte se anquilose en mundo.

Ahora bien; la reducción o conversión del mundo

a horizonte no resta lo más mínimo de realidad a

aquél; simplemente lo refiere al sujeto viviente,

cuyo mundo es, lo dota de una dimensión vital, lo

localiza en la corriente de la vida, que va de

pueblo en pueblo, de generación en generación,

de individuo en individuo, apoderándose de la

realidad universal.

De esta manera, la peculiaridad de cada ser, su

diferencia individual, lejos de estorbarle para

captar la verdad, es precisamente el órgano por

el cual puede ver la porción de realidad que le

corresponde. De esta manera, aparece cada

individuo, cada generación, cada época como un

aparato de conocimiento insustituible. La verdad

integral sólo se obtiene articulando lo que el

prójimo ve con lo que yo veo, y así sucesiva-

mente. Cada individuo es un punto de vista

esencial. Yuxtaponiendo las visiones parciales de

todos se lograría tejer la verdad omnímoda y

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absoluta. Ahora bien: esta suma de las

perspectivas individuales, este conocimiento de lo

que todos y cada uno han visto y saben, esta

omnisciencia, esta verdadera «razón absoluta» es

el sublime oficio que atribuimos a Dios. Dios es

también un punto de vista; pero no porque posea

un mirador fuera del área humana que le haga

ver directamente la realidad universal, como si

fuera un viejo racionalista. Dios no es racionalista.

Su punto de vista es el de cada uno de nosotros;

nuestra verdad parcial es también verdad para

Dios. ¡De tal modo es verídica nuestra

perspectiva y auténtica nuestra realidad! Sólo que

Dios, como dice el catecismo, está en todas

partes y por eso goza de todos los puntos de

vista y en su ilimitada vitalidad recoge y armoniza

todos nuestros horizontes. Dios es el símbolo del

torrente vital, al través de cuyas infinitas retículas

va pasando poco a poco el universo, que queda

así impregnado de vida, consagrado, es decir,

visto, amado, odiado, sufrido y gozado.

Sostenía Malebranche que si nosotros

conocemos, alguna verdad es porque vemos las

cosas en Dios, desde el punto de vista de Dios.

Más verosímil me parece lo inverso: que Dios ve

las cosas al través de los hombres, que los

hombres son los órganos visuales de la divinidad.

Por eso conviene no defraudar la sublime

necesidad que de nosotros tiene, e hincándonos

bien en el lugar que nos hallamos, con una

profunda fidelidad a nuestro organismo, a lo que

vitalmente somos, abrir bien los ojos sobre el

contorno y aceptar la faena que nos propone el

destino: el tema de nuestro tiempo.

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ANEXO II

Modelo de P.A.U. Hª de la Filosofía: Ortega y Rawls (2014-2015)