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1. El coronel que perdió la cabeza Para llegar a la casa, había que recorrer una de las avenidas centrales de Potsdam y girar a la derecha des- pués de un quiosco de barquillos. Se descendía por una carretera flanqueada de álamos que solían frecuentar ni- ñeras con carritos de la mano o acompañadas de jóvenes de uniforme que les hacían reír susurrándoles palabras al oído; esta carretera se encontraba vigilada intermitente- mente por edificios de sequedad imperial, protegidos en el fondo de un jardín, tras una valla con lanzas y urnas, donde residían los supervivientes de la antigua Prusia he- roica de Bismarck. Aquella casa se diferenciaba del resto en la tonalidad crema de las fachadas, aunque la arquitec- tura guillermina era la misma, con las dos alas, los amplios ventanales y el tejado de pizarra que conservaba, como todo en la zona que más sables y medallas había aportado al antiguo Reich, un color de armadura vieja. La obligato- ria cancela estaba compuesta de dos docenas de barrotes y un escudo algo desteñido; detrás, un jardín con setos en espiral, estanques y faunos de piedra conducía a la en- trada principal. Sólo la mitad de la casa se hallaba habitada, lo cual no sorprendía a nadie que pusiese atención en calcu- lar sus dimensiones: el ala oeste se llenaba exclusivamen- te con motivo de visitas, bailes, recepciones o ceremonias sociales, razón por la cual los muebles arrumbados en aque- lla parte hacía mucho que no se desprendían de las sába- nas que los mantenían cubiertos. La sala central del ala este, la habitada, era un extenso comedor con una mesa de www.alfaguara.santillana.es Empieza a leer... La habitación de cristal

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  • 1. El coronel que perdió la cabeza

    Para llegar a la casa, había que recorrer una de lasavenidas centrales de Potsdam y girar a la derecha des-pués de un quiosco de barquillos. Se descendía por unacarretera flanqueada de álamos que solían frecuentar ni-ñeras con carritos de la mano o acompañadas de jóvenesde uniforme que les hacían reír susurrándoles palabras aloído; esta carretera se encontraba vigilada intermitente-mente por edificios de sequedad imperial, protegidos enel fondo de un jardín, tras una valla con lanzas y urnas,donde residían los supervivientes de la antigua Prusia he-roica de Bismarck. Aquella casa se diferenciaba del restoen la tonalidad crema de las fachadas, aunque la arquitec-tura guillermina era la misma, con las dos alas, los ampliosventanales y el tejado de pizarra que conservaba, como todoen la zona que más sables y medallas había aportado alantiguo Reich, un color de armadura vieja. La obligato-ria cancela estaba compuesta de dos docenas de barrotesy un escudo algo desteñido; detrás, un jardín con setosen espiral, estanques y faunos de piedra conducía a la en-trada principal. Sólo la mitad de la casa se hallaba habitada,lo cual no sorprendía a nadie que pusiese atención en calcu-lar sus dimensiones: el ala oeste se llenaba exclusivamen-te con motivo de visitas, bailes, recepciones o ceremoniassociales, razón por la cual los muebles arrumbados en aque-lla parte hacía mucho que no se desprendían de las sába-nas que los mantenían cubiertos. La sala central del alaeste, la habitada, era un extenso comedor con una mesa de

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  • caoba a la que solía sentarse un único comensal y muchostapices en los muros, con hombres bordados cazando ga-celas. La disposición de la planta baja imitaba los laberin-tos de parterres que decoraban el jardín: del comedor sesalía a un inacabable pasillo ocupado por armaduras, quea su vez desembocaba en otro salón lleno de armas y con-decoraciones, en el que un chatarrero habría disfrutado dealgo muy parecido a la felicidad. Aparte de esas somerasprecisiones topográficas, el resto de las dependencias re-sultaba difícil de ubicar. Había una sala de té, con una chi-menea de mármol sobre cuya repisa goteaban cuatro re-lojes escrupulosamente sincronizados; había una sala parafumar, con estanterías de maderas nobles, cajas de puroscerradas y un oscuro aroma a digestión y sobremesa en elaire; había una galería que servía de museo, donde se al-macenaban con un criterio no muy transparente enseresnotables por su belleza, por su monstruosidad o por per-tenecer a esa categoría esquiva que se conoce con el nom-bre de arte. El museo podía situarse con facilidad porquecontaba con una puerta que lo comunicaba al invernade-ro, y el invernadero se abría al jardín y a la fachada fron-tal. Las habitaciones útiles de la planta de arriba se conta-ban con los dedos de una mano: la alcoba matrimonial,con el casto dosel sobre la colcha de hilo y las cortinas demacramé; un vestidor tapizado con flores de lis y un ro-pero agazapado en una pared lateral; un tocador vacío queya nadie usaba, en cuya coqueta se conservaban como re-liquias las polveras y los perfumes de una mujer que novolvería a emplearlos. La entrada principal constituía elacceso más sencillo a la casa, a través de los tres escalonesde mármol después de atravesar la avenida de parterres y lacancela. Su inconveniente más señalado era que había quecontar con el saludo del mayordomo, una persona servi-cial y atenta que rogaba entregarle el bastón, el sombrero

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  • y el paraguas, y que se empeñaba en perder al visitantea lo largo de una superposición insólita de vestíbulos, ga-binetes y salitas, para terminar en un punto del edificio queno resultaba evidente. La servidumbre estaba obligada autilizar la entrada trasera, a través de las cocinas y una es-calera descendente que desembocaba en el sótano y quecruzaba unas tétricas mazmorras habitadas por armarioscon vestidos viejos y naftalina. Existía un tercer acceso, elque conducía desde el invernadero al museo y de allí alinextricable enigma del resto de las habitaciones.

    Aquel día de febrero la puerta del invernadero, quecontaba con ocho montantes de metal, cristales y una ce-rradura no muy fiel, aparecía entreabierta, como si el vien-to hubiera jugado a probar los goznes. El ambiente delinterior del invernadero recordaba mucho a los acuarios,o a la penumbra remota de los barcos hundidos: muy esca-sos rayos de sol lograban penetrar a través de la estame-ña de ramales de los helechos, los ficus y las costillas deAdán. La puerta que unía el invernadero con la galería seencontraba también abierta, pero aquí no cabía atribuirel descuido al viento. Galería o museo eran los términosvagos que los habitantes de la casa empleaban sin com-promiso para designar la gran sala que se abría detrás deaquella puerta, cuyo aspecto podría haber hecho pensar aun turista desprevenido en un guardamuebles, en la zonadel sótano de unos grandes almacenes en que se hacinanlos maniquíes sin vestir o en un vertedero de escombros.El dueño de la casa había reunido allí todos los objetosque le gustaba coleccionar, siguiendo la misma pautaenigmática que le había hecho distribuir las habitacionesdel edificio: un primer examen arrojaba la presencia dejarrones chinos, espejos de todos los tamaños y figuras, re-lojes, lámparas, globos terráqueos de metal y madera y mar-fil, chibuquíes, incluso algún sable y yataganes orientales,

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  • aunque el emplazamiento de las armas correspondía a otrasala interior con menos luz y más óxido. Definitivamente,el término de museo resultaba demasiado elogioso: las cosasparecían haber sido agrupadas siguiendo extraños impul-sos, no por afinidad, no por efecto estético, sino del mis-mo modo que si hubieran ido cayendo en un lecho geoló-gico para formar estratos, indicios fósiles de las diferentesetapas que había ido atravesando la vida de su dueño. Enun rincón brillaba la madera de avellano de una hermosaesfera armilar, a la que hacía compañía un rígido carillóncon las agujas desorientadas; en la pared frente a los ven-tanales se producía un desfile de consolas y sillones, algu-nos de patas complicadas, con tapicería a rayas y guarda-brazos tallados con tritones y nereidas; en otra esquina, unviejo niño Jesús de porcelana contemplaba cómo el mohocubría pacientemente su corona; y en el muro que conec-taba la sala al invernadero, los ventanales, altos y delgados,convivían con los bodegones, los retratos de batallas y losespejos. A un lado de la puerta que accedía al interior de lacasa, un mueble botellero ofrecía licores imprecisos; a unospasos de él, uno de los espejos había caído de la pared y sehabía hecho pedazos sobre la moqueta. Por último, en elcentro de la sala, con una pistola aferrada a los dedos y lacabeza convertida en una naranja pisada, se hallaba el co-ronel Hans Martin von Klankowström. La bala que lo ha-bía matado había entrado por su ojo izquierdo y se le habíallevado la vida y la mitad del cerebro al salir por el extre-mo opuesto del cráneo.

    El coronel era un hombre modesto: su servidum-bre se reducía a un jardinero, una cocinera, una camare-ra, un chófer y un mayordomo, el único que permanecíacon él caída la noche y que dormía en la casa desde quese marchara la señora. Después de aquel suceso aciago, lapresencia del resto se consideró menos imprescindible

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  • y todos ellos contaban con autorización para pasar la no-che en sus respectivos domicilios. Por los diversos testi-monios de unos y de otros, cabía colegir que el coronel sedejaba ver poco, que se trataba de un hombre introvertido,casi taciturno, y que conducía su vida con una austeridadque le habría hecho candidato a un manual de santidad. Lacocinera testificó que su dieta constaba de cuatro o cincocombinaciones de estrictas verduras, la camarera que su re-fresco favorito era el agua, el chófer que tenía que moverpoco el coche y que cuando lo hacía se limitaba a condu-cir hasta el bosque de Grunewald, donde al señor le gus-taba compartir el aire con los pinos. Pero había otra clasede excursiones de la que el resto de sirvientes no estaba altanto, salvo el mayordomo y el chófer, y que llevaban al co-ronel a Potsdam bastante avanzada la noche, hasta una ta-berna con ventanas emplomadas donde cubría poco a pocouna mesa del fondo del local con botellas de aguardientevacías. Naturalmente, se trataba de una distensión justifica-ble, hombres de tan graves y de tan profundas responsabili-dades tenían derecho a solicitar la parcela de olvido queotorga una pizca de alcohol. Aunque, en los últimos tiem-pos, aquella justificación había estado a punto de perder suconsistencia: las visitas a la taberna de Potsdam habían idomenudeando hasta volverse casi diarias, y el coronel busca-ba ahogar en ellas dolores más intensos que los que le infli-gía su puesto en la administración de la Primera RegiónMilitar del Estado alemán. La señora Von Klankowström,dieciocho años más joven que el coronel, había huido de lacasa una mañana de primavera detrás de su profesor de can-to, un mamarracho con bigotes en forma de pincel que sumarido le había estado costeando amorosamente durantedos años. Desde entonces, la misantropía del coronel habíaido volviéndose más y más honda hasta acercarle a pocasbrazas de la ausencia. No era difícil entrever qué encontra-

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  • ba en el fondo de aquel pozo: recuerdos, trozos de imáge-nes, rabia y una sorda desesperación. La fiebre por el colec-cionismo del coronel se disparó también entonces. Siemprele había gustado almacenar objetos sin ninguna inten-ción precisa, sólo por verlos alineados en las estanterías olos bargueños, pero desde la huida de su esposa los aco-piaba sin orden ni método, casi sin fijarse en lo que lleva-ba a casa: el misterioso caos del museo era un fiel retratode las contradicciones de su alma, y detrás del invernade-ro, en la esquina opuesta del edificio, se alzaba una viejacabaña que antes usaba el jardinero y que ahora atestabanlas antigüedades, los muebles y las pinturas. Había perdi-do su fe en las personas para confiársela a las cosas; en unacarta a un remoto amigo de Dresde, compañero de regi-miento durante la Gran Guerra, reveló que los objetos leresultaban criaturas más fieles, sólidas y permanentes quelos hombres, siempre dispuestos a la traición.

    La desaparición de la señora Von Klankowströmhabía dejado la marca de una firme rutina en las nochesde su marido. El chófer, que tenía permiso para guardarel coche en su propia casa, a pocos kilómetros de la delcoronel, lo recogía frente a la cancela y lo conducía hastaun discreto restaurante de Potsdam donde efectuaba unacena con más tristeza que frugalidad. Después venía la os-cura taberna de las ventanas emplomadas, en un barriodel oeste en que nadie se interesaba por la matrícula desu vehículo ni por las medallas que le gustaba lucir en lassolapas del abrigo. El coronel era un hombre recio, curti-do en varias guerras, con una constitución que hubiera en-vidiado un armario ropero: había sufrido diversas heridasen el abdomen y la mandíbula a lo largo de sus treinta añosde servicio y dos botellas de aguardiente no constituíanpeligros para su posición vertical, así que volvía a casa sóloobnubilado por un leve estupor. Al tanto de esta costum-

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  • bre, y harto de esperar luchando contra el sueño hasta ho-ras inmisericordes de la madrugada, el mayordomo habíaobtenido permiso para acostarse temprano. Así que el co-ronel regresaba con el estómago convertido en una lico-rería, abría él mismo la cancela y la puerta principal de lamansión y se iba resollando hasta la cama.

    La noche de autos, el 22 de febrero de 1933, elchófer dejó como siempre al señor en la puerta de la verjay se marchó a casa. El coronel abrió como siempre la cance-la, subió como siempre los tres escalones de mármol de laentrada principal y, como siempre, entró en la casa; pero,y esto era distinto, en vez de ascender al piso superior enel que se hallaba su alcoba, penetró en la galería, en el mu-seo. El mayordomo, señor Harald Schrum, de Lüneburg,aseguró que no oyó nada en toda la noche, lo cual incluíala llegada del señor y el sonoro estrépito de pestillos y ca-denas que debía organizar cada vez que tenía que abrir lapuerta principal del edificio. El señor Schrum insistía enque durmió profundamente toda la noche y en que susorpresa fue mayúscula al encontrar la cama del coronelvacía a la mañana siguiente. El espanto sustituyó a la sor-presa cuando el señor apareció en el museo, con la cabezaconvertida en una fruta exprimida, en medio de un one-roso charco de sangre, sin ni siquiera haberse desprendi-do del abrigo. Aunque el mayordomo repitió una y otravez en sus declaraciones que no oyó nada de nada, resultadifícil de creer que no le sobresaltara, al menos, un dispa-ro. El arma que figuraba en la mano engarrotada del ca-dáver era la Mauser personal del coronel, que él llevabasiempre consigo por temor a los atentados comunistas queestaban ensangrentando la nación; el cargador revelabaque había sido disparada dos veces, y el destino de la se-gunda bala no parecía difícil de desentrañar. En cuantoa la primera, no había dejado rastro en ninguna parte: no

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  • existía agujero, mueble desportillado o cristal en añicosque indicara que había elegido otro lugar para ocultarse.Ni siquiera fuera de la galería, en el invernadero o el bre-ve corredor que la conectaba al interior de la casa, se re-gistró ningún desperfecto que pudiera delatarla. La insis-tencia con que el índice del cuerpo presionaba el gatillodel arma parecía colocar fuera de toda duda el hecho deque la hubiese disparado otra persona y que después delcrimen la hubiera abrochado a la mano muerta. El suicidioresultaba la explicación más convincente, también porquela bala penetró por el ojo izquierdo desde la mano izquier-da y el coronel era zurdo. La tesis del suicidio evitaba unafarragosa sucesión de bifurcaciones y desvíos suplementa-rios, pero no siempre el camino más corto es el más senci-llo. Si se aceptaba que el coronel Von Klankowström ha-bía decidido prescindir de su futuro reventándose el ojoizquierdo después de ingerir un par de botellas de aguar-diente, todavía quedaba por explicar adónde había ido aparar la primera bala que la Mauser había expulsado delcargador, qué hacía uno de sus valiosos espejos antiguosen la moqueta del museo convertido en un rompecabe-zas, y por qué faltaba otro espejo más de la pared que dabaal invernadero, en la que cualquier persona, por despista-da que fuese, podía apreciar la aparatosa ausencia entre unventanal y la pintura que escenificaba un día en las carre-ras de caballos. Dependiendo del talante con que se exa-minasen los informes, el suceso toleraba imparcialmenteque se le calificase como suicidio o como robo: un suici-dio en que alguien había decidido cobrarse la herencia delcoronel antes de tiempo o un robo que había desespera-do de tal modo al dueño de la casa que le había conven-cido de que lo más conveniente era atajar su disgusto conun disparo. La teoría del suicidio gratuito contaba con laventaja de no necesitar a un ladrón que podía entrar y sa-

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  • lir a voluntad de la mansión sin obedecer a los pestillosy las puertas, y tan sigiloso como para no ahuyentar el sue-ño del mayordomo.

    Como es natural, el señor Schrum tuvo que con-testar a una serie de largos y sofisticados interrogatorios;su presunción de inocencia vino avalada por sus treintaaños de servicio modélico junto al coronel y los dos regis-tros por sorpresa que se efectuaron a su habitación y que noaportaron un resultado ostensible. En suma, y conclu-yendo por fin de hablar del coronel, de la servidumbre yde la casa, se trataba del típico caso contra el que se estre-llaba la perplejidad de todo policía sin importar su pro-cedencia, escuela y método, y que se arrumbaba en uncajón de los ficheros para que el tiempo, si no se encarga-ba de resolverlo, le aportara al menos un cómodo olvido.Hasta entonces, sólo cabía mover papeles; por eso acabóencima de la mesa del inspector Andreas Menz.

    El despacho de Andreas Menz era una metáforade la situación de su dueño en la policía criminal de Ber-lín. Se encontraba dos plantas por debajo de la recepción,cerca del sótano, al final de un lóbrego corredor ocupadopor ficheros, depósitos de trastos, antiguas oficinas clau-suradas, que sólo visitaba un funcionario extraviado doso tres veces en semana para arrojar pilas de documentos ala basura. Allí se hallaba el lugar natural de Menz: entremáquinas de escribir con las teclas tuertas, historiales ama-rillos de criminales suprimidos por la horca, mesas cojasque nadie se había tomado el trabajo de sanar. Todos loscasos con una sombra de insolubilidad en el atestado em-prendían una peregrinación descendente a través del edi-ficio de ladrillo rojo de la Comisaría Central, para termi-nar introduciéndose en aquel pasillo del antesótano, que

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  • suponía una especie de prólogo o trámite previo del olvi-do. En realidad, todo lo que había allí abajo, expedientes,muebles, basuras, el propio Menz, llevaba mucho tiempoolvidado. El silencio era la única criatura realmente vivaque habitaba el corredor y las habitaciones atestadas dedesechos: un silencio nítido, rotundo, a ratos interrum-pido por el carraspeo de las aguas al descender a través delas cañerías. Andreas Menz, inspector criminal, había sidorelegado a las profundidades de un cuarto angosto, sin de-masiada ventilación, cuyo único vínculo con el mundo ex-terior consistía en un raquítico tragaluz; ese nombre nohabía sido jamás usado con mayor propiedad que paradefinir el orificio rectangular que taladraba el muro casi ala altura del techo, y que a veces permitía distinguir som-bras de zapatos y el olor agónico de una colilla mal apagada.El despacho había servido en el pasado para arrinconar lasherramientas del servicio de limpieza; la suciedad recabadapor las escobas que pasaban allí las noches seguía acam-pada en los rincones. Se trataba de un prodigio de la ar-quitectura: constaba tan sólo de tres paredes, colocadas detal modo que no sobrase espacio para nimiedades comocaminar o extender los brazos. Menz tenía serias dificul-tades a la hora de sentarse a su escritorio y abrir la puerta,objeción a la cual sus superiores habían replicado que noeran dos acciones que fuera necesario acometer simultá-neamente.

    Doblado sobre la mesa, con su inseparable paja-rita encima de la camisa y el bigote posado en el labio,Andreas Menz revistaba los informes que atravesaban sudespacho como última escala antes de terminar en la pa-pelera. Eran casos descartados por alguna de las oficinasde los cinco pisos superiores, casos que volvían inútiles suoscuridad, su estupidez, su misma evidencia, su falta de dis-tinción. Menz los reunía sobre su escritorio y dedicaba

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  • sus limitados esfuerzos a la tarea de encontrarles una so-lución: pero eso no le evitaba entender que era sólo un niñoque se distraía con los juguetes de otros recogidos en labasura. Así habían llegado hasta él dos de los grandes hi-tos de su carrera, el caso del suicida asesinado y el de ladiva que perdió la dentadura. En el primero, tuvo que de-senmascarar a un individuo que se había suicidado ahogán-dose con su alianza de matrimonio, previamente escondidaen el interior de una albóndiga preparada por su esposa;odiaba a la mujer por haberse interpuesto en otros intentosde suicidio anteriores con cuchillos y sogas, y decidió co-brarse la revancha enredándola en la muerte que se habíacocinado. La diva de la ópera Peznilkova era una momiacon los ojos de carbón que aseguraba imitando poses defriso egipcio que una rival le había robado la dentadura,lo que le impedía cumplir la representación de MadameButterfly que tenía apalabrada en Bayreuth: resultaba im-posible vocalizar, y más en italiano, sin aquel adminículosobre las encías. Aunque Menz estaba convencido de queel público no hubiera lamentado su ausencia, la Peznil-kova repetía que tenía que respetar aquel compromiso, sureputación se hallaba en juego y ella contaba con una largalegión de admiradores devotos; Menz debió introducirsea hurtadillas en el hotel Adlon, uno de los principales de lacapital, saquear los baúles y las perchas de una descono-cida, examinar el forro de abrigos de pieles, incluso espul-gar la pelambrera de un caniche, y todo para descubrir quea la asistente de la Peznilkova se le había olvidado fran-quear la maldita prótesis desde París.

    No faltaban motivos para que Menz viviese exi-liado en aquella última frontera de la Comisaría Centralde Berlín, tampoco necesitaban ser mencionados. Sabíaperfectamente dónde se encontraban las manchas que des-lustraban su placa de policía: la abulia, la pereza, el de-

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  • sinterés que se tomaba por el cumplimiento de sus inves-tigaciones no lo convertían en aspirante a un despacho másluminoso y mejor oreado. Desde la muerte de Elsbeth,una amargura sorda le aislaba del resto de sus compañe-ros, del resto de sus funciones, incluso del resto de su vida,y le hacía encarar con poco interés lo que quedaba másallá del escaparate del recuerdo. Sabía que su posición enel antesótano, en el interior de aquel trastero arrinconado,equivalía a una declaración de destierro, que poseía el rangode un castigo y una condena, pero no reunía la contriciónnecesaria para extraer provecho de su penitencia. Habíallegado a encontrar comodidad en la rutina de descenderhasta el pasillo iluminado por la precariedad de una lám-para de plato, abrir el despacho con la llave triangular,sentarse frente al escritorio y mirar la bombilla del flexo,como la bola de cristal que podía desvelarle las brumasde su futuro inmediato. Con los mismos ojos de estúpidose iba fijando sucesivamente en la vieja pipa que hacía añosque no volvía a encender, en una pelota de críquet que undía había recogido de las aceras, en sus tres medallas ali-neadas en un tapete verde a las que le gustaba sacar brillofrotándolas a veces con las yemas de los dedos. Contem-plaba durante horas los informes que una mano descono-cida abandonaba sobre su mesa, como intentando descifrarun lenguaje secreto que se ocultaba debajo de su alemánanodino y ortopédico; se detenía varias veces sobre unapalabra y la paladeaba, a punto de descubrir un nuevo sa-bor o de despertar un aroma, como si destapase un frascode perfume. De vez en cuando dejaba la comisaría, y conla excusa de ir a informarse para un caso que nunca resol-vía vagaba por Berlín, arrastrando los pies, deteniéndosefrente a las vitrinas de los estancos, recalando intermiten-temente en las confiterías para concederse un café o unvaso de schnapps. A pesar de todo, Andreas Menz tenía en

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  • el sótano del corazón una dignidad que a ratos pegaba gri-tos y daba patadas, lo que le movía a concebir breves pla-nes de reforma. Sentado sobre su rígida silla del despa-cho o sobre un banco del Tiergarten, vaticinaba que ensu próximo caso le aguardaría la consagración definitiva,la rescisión de tantos años de incuria, olvido y tedio. Pero laestupidez y las tinieblas de los expedientes que alcanzabansus manos apagaban pronto ese entusiasmo, y de nuevoparecía más cómodo dejarse conducir, mirar la bombilladel flexo y espiar el cromado de los encendedores en losescaparates que iluminaban la Friedrichstrasse.

    En otra clase de circunstancias, habría hecho yatiempo que el puesto de Andreas Menz se hubiera encon-trado vacante y que él engrosaría el inacabable catálogode desempleados que arrastraba la República de Weimar.La dejación constante de sus obligaciones lo convertía enun candidato perfecto para el despido o el cese. Pero aque-lla medida drástica no podía tener lugar: Menz había lo-grado su plaza de Krimminalinspektor por méritos espe-ciales. Rememorando aquellos días empañados de la GranGuerra, los ojos azules de Menz se despejaban de nubes,el bigote de ceniza que esperaba sobre su labio superiorparecía desentumecerse y prepararse para volar. La volun-tad y la decisión eran ornamentos que su alma nunca habíalucido, y por eso la hazaña de su pasado le resultaba to-davía más insólita cuando reflexionaba sobre ella. Hayveces, se decía, en que un ángel toma una resolución pornosotros y nos azota con una vara para hacernos avanzar,lo que la pereza habitual de Menz consideraba de agrade-cer. Durante la Gran Guerra, Menz ocupaba el puesto desargento de comunicaciones en el Segundo Ejército delgeneral Georg von der Maritz, destinado en Cambrai, enel frente oeste. Oyó muchos disparos en las trincheras,pero pocas veces comprobó de dónde procedían: su co-

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  • metido consistía en ir recorriendo los pasillos repletos desacos de tierra, empalizadas y hombres heridos para en-tregar despachos o hacerse cargo de que los teléfonos delos puestos consiguiesen establecer contacto con el exte-rior. En aquella zona de la frontera, la línea de ocupaciónse había quebrado en varias ocasiones, avanzando y retroce-diendo hasta dibujar un confuso zigzag en los mapas es-tratégicos del alto mando. Después de conquistar un pe-queño bocado de territorio al precio de algunos cientosde bajas, el batallón fue obligado a recular, hasta hacersefuerte en la falda de una colina. Allí, durante meses, An-dreas Menz padeció el estruendo de las bombas, los ala-ridos de un compañero al que un obús había segado unapierna, las columnas de polvo y arena con que la metrallaacosaba las paredes de los búnkers. Los franceses y los in-gleses disparaban día y noche, con todo lo que tenían asu alcance: a Menz le parecía que el ejército aliado debíade haber agotado su provisión de metal en la lluvia con-tinua a que los sometía. Los oficiales ordenaban diaria-mente a Menz que estableciera comunicación con la ca-pitanía general de la zona y exigiera refuerzos, labor queal principio él acometió con energía pero cuya visible inuti-lidad volvió superflua al poco tiempo. Pronto se hizo pa-tente que el batallón no soportaría mucho más: el ánimode los soldados estaba alcanzando los mismos niveles deescasez que la munición en los fusiles.

    Pero un día el timbre del teléfono despertó a Menzy una voz gangosa le informó de que el Estado Mayor pre-paraba un contraataque en el mismo punto. A un kiló-metro de la trinchera comenzaron a derramarse camionesllenos de hombres, jóvenes frescos y limpios con cascos queolían a fábrica, y junto a ellos llegaban altas personalidadesen coches con paragolpes cromados. Muchos de los sol-dados del Segundo Ejército no habían contemplado ja-

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  • más una colección más completa de sobredorados, me-dallas, bandas honoríficas, cruces y galones. Se encontra-ban allí no sólo el príncipe heredero Rupert de Baviera,comandante de la zona, sino el vicecomandante del EstadoMayor, Erich von Ludendorff, y nada menos que su mis-mísima alteza imperial el káiser Guillermo. Al atardecer,en uno de los escasos paréntesis en que los ingleses y losfranceses dejaban de jugar a la diana, se ordenó formar alas tropas para un pase de revista. El aspecto de los semi-dioses que componían el Estado Mayor contrastaba pe-nosamente con el de los despojos que les rendían homena-je: apenas había un hombre entero, sin una mutilación,una venda o una salpicadura de sangre en la casaca quesostuviera la carabina al paso de la comitiva. La divisiónde zapadores y comunicaciones se situó junto a los últimosrestos de la infantería; Menz compartió fila, muy erguidoy solemne, con un muchacho con la mandíbula azuladapor la barba, que parecía apretar algo entre los dientesmientras aferraba con nerviosismo su arma. No había vistojamás al káiser: al principio le costó distinguirlo del resto deancianos, entorchados y sables que lo circundaban, pero elimponente casco con el águila lo delató. Pasó muy rápi-do por delante de él, así que Menz sólo pudo comprobarque se trataba de la confusa mezcla de un bigote con lo-ción, una catarata de medallas que hubiera envidiado unquincallero, el raso de una capa y un abanico de plumassobre una cimera. La impresión que lo inundó fue la deque se hallaba sin duda frente a una criatura mestiza en-tre el hombre y la raza de los héroes fabricados con már-mol, aunque tampoco dispuso de mucho tiempo para re-flexionar sobre lo que tenía delante; y ello porque, apenaspasada la comitiva, el joven de la barba azul de su dere-cha había comenzado a hacer unos ruidos muy desagra-dables con la escopeta, como si estuviera descorriendo el

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  • pestillo y cebando el cargador. Si deseaba ser honesto consi-go mismo, Andreas Menz no tenía más remedio que atri-buir a la parte más instintiva y por tanto menos propiade sí mismo el gran triunfo que había jalonado su carre-ra. Sólo pudo volverse y ver que el joven se había colocadola culata del arma en el hombro y que su cañón apuntabaa la espalda del káiser. Por mucho que en los años siguien-tes examinó los rincones de su alma en busca del motivopreciso, nunca supo a ciencia cierta qué le hizo arrojarse so-bre el muchacho, golpear el fusil y hacer que el disparo seperdiera en el aire. El traidor fue arrastrado por cuatro sol-dados hasta el calabozo, entre gritos en los que llenaba demierda al káiser, a su familia, a la monarquía y a la guerra,y en que reclamaba la llegada de la revolución: lo fusilaronel mismo día, luego de que se reconociera su afiliación alpartido comunista. En cuanto al káiser, se aproximó has-ta donde estaba Menz, le preguntó su nombre y recono-ció en voz baja que le había salvado la vida, motivo por elcual le daba las gracias.

    Al caer la noche, antes de que el Estado Mayor re-gresara a Berlín, Menz fue informado de que se le habíaconcedido una audiencia privada. Le condujeron hasta unpequeño caserón a la orilla de un jardín con templete ypalomas, donde tenía lugar una fiesta. Después de aguar-dar en un recibidor y girar en un pasillo, se encontró denuevo frente al káiser, que ocupaba una estrecha madri-guera detrás de un escritorio. En ropa de calle, con untraje de color trigo y una corbata en forma de hinchazónbajo la garganta, parecía un ser más frágil, diminuto y ba-nal que el titán que había revistado al regimiento. Usandola misma voz fría que debía de emplear para ratificar lassentencias de muerte o advertir a la camarera de que su ca-fé estaba escaso de azúcar, reiteró su agradecimiento a Menzy le comunicó que le había sido otorgada la Condeco-

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  • ración por el Mérito al Valor, la Blue Max. Era la más im-portante de las tres medallas que Menz había conseguido alo largo de la guerra por sus molestias e incomodidadesprobando teléfonos en las trincheras, y hacía juego sobresu mesa del despacho de la Comisaría Central de Berlíncon la Ehrenkreuz des Weltkrieges, la Cruz del ServicioActivo de Guerra, y la Fürstlich Hohenzollernesches Eh-renkreuz, la Alta Cruz de Honor de los Hohenzollern. Lue-go de ese trámite, el hombrecito del bigote cruzó los de-dos sobre el escritorio y preguntó muy despacio a Menzqué empleo deseaba en los ministerios del Estado: él eraun hombre agradecido y sabía recompensar a aquellos conquienes les unía una deuda. Al principio, Menz estuvotentado de elegir un pacífico puesto de aduanero en la fron-tera con Austria, tal y como había desempeñado su tíoErwin años atrás, un hombre que no hizo en toda su largaexistencia más que comer queso, fumar de su pipa y mi-rar los culos de las muchachas de los pueblos vecinos quecruzaban frente a su puesto; pero después recordó las no-velas de medio marco que había devorado en las trinche-ras para combatir el acoso alternativo del insomnio y deltedio, y quiso emular a los héroes de Conan Doyle: pidióun puesto de inspector criminal en la policía de Berlín.El káiser no se inmutó más que si le hubiera pedido unacerilla para prender un cigarrillo; con voz marcial pro-nunció que así sería y despidió a Menz.

    Durante un largo año, la promesa del hombrecitodel bigote no tuvo efecto. Menz prosiguió con su rutinade teléfonos y mensajes, aunque asignado a la retaguar-dia, en el mismo caserón en que le había sido entregadala Blue Max, y que ahora ocupaban el general Von derMaritz, sus botas y sus perros. Cierta tarde de noviembrede 1918, una carta matasellada con el águila imperial lecomunicó, mediante un laberinto de frases jurídicas, que

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  • quedaba relevado de su puesto en el Segundo Ejércitoy que debía incorporarse a la brigada de inspección cri-minal de la Comisaría Central de Berlín. Dos días des-pués, la revolución comunista derrocó al káiser.

    A un par de calles de la Comisaría Central, en laAlexanderplatz, existía un restaurante que ocupaba un en-tresuelo y en el que Andreas Menz solía practicar el rigu-roso ceremonial de sus almuerzos. El Polidor formaba partede una cadena de establecimientos con sucursales en to-do Berlín, cuyas comunes características eran la discreción,un aire de distinción ajada que los emparentaba con aque-llos cafés aristocráticos y polvorientos de la época del Reichy, sobre todo, la ubicuidad de los espejos. Había espejosen todos los rincones, cubriendo cada una de las paredesdel local; parecía que cada uno de sus clientes almorzaba,bebía y soltaba carcajadas muchas veces, en una multitudde estancias distintas y contiguas. Menz había visitado otrorestaurante de la misma franquicia que se encontraba enla Bülowplatz y le había sorprendido la misma multipli-cación: uno tenía la impresión de ser contemplado simul-táneamente por una legión de duplicados, de empuñar lacuchara en el centro de un teatro de cristal y habitacionesinfinitas. Aunque la cocina era la misma en todos los res-taurantes de la firma, Menz se había habituado al Polidorporque los camareros conocían su nombre y no necesita-ba pedir la carta para comer lo que le apetecía. Contabatambién con un rincón particular, lo más parecido a laintimidad en aquel lugar lleno de vidrio y ojos: una dis-creta mesita en un rincón del fondo de la sala, tras un biom-bo japonés, frente a un espejo donde un hombre con bigo-te y pajarita comía a la vez que él lo hacía y podía espiarsecon comodidad el movimiento en el resto de las mesas.

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  • Su posición, entre la Comisaría Central y el Mi-nisterio de Justicia, atraía al Polidor a los diversos pelajesde funcionarios con que contaba la administración de laRepública. Secretarios estirados y cenicientos con cuellosduros, que llevaban su puesto escrito en la frente, jóvenesaspirantes a notarios con los dedos manchados de tinta yel cabello endurecido con laca de mala calidad, señoritasque se dedicaban a la taquigrafía y que deseaban un ma-trimonio ante el que se interponían la miopía y unas len-tes demasiado espesas, todos entraban y salían del Polidorpor la puerta principal que Menz podía controlar desdedetrás de su biombo, todos ocupaban y desocupaban lasmesas del fondo a intervalos regulares, como formandoparte de una marea que primero anegaba las sillas y losmanteles y luego los abandonaba. En el desembarco tam-bién aparecían algunos de los compañeros de Menz, po-licías de los pisos superiores de la Comisaría Central conlos que había compartido alguna investigación en el pasadoy que no se molestaban en mantener la mirada si por ca-sualidad sus ojos se enganchaban en su pajarita de luna-res. Y una nueva especie que desde hacía poco se habíasumado al zoológico del Polidor era la de los jóvenes concamisas negras y pardas, y de caballeros maduros con losmismos uniformes y unos complicados galones en los hom-bros y las charreteras, que el gerente saludaba con incli-naciones de cabeza. El ascenso de Hitler a la cancilleríahabía aumentado muchas cosas: el número de botas mi-litares que marchaban por las calles, el tono áspero de loshombres de la SA y las SS al dirigirse a los desconocidos,la prepotencia de inútiles que hasta entonces sólo habíanservido para soportar órdenes, y, sobre todo, el miedo enmuchos corazones que sospechaban que Alemania no seencontraba en las manos más adecuadas si no buscaba es-trellarse en el suelo y terminar hecha añicos. Los nazis sor-

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  • prendían a Menz por su desenvoltura; a él le habían he-cho falta más de treinta años para sentarse detrás de aquelbiombo, pero los hombres de las esvásticas llegaban al res-taurante y se apropiaban de los mejores puestos devolvien-do risotadas a las objeciones del gerente, como si sus solasinsignias y sus cabezas cuadradas les otorgaran derecho aanteponer su comodidad a la del resto de los clientes. Porno hablar del tono de voz y del barro que dejaban sus sue-las por todas partes luego de que se hubieran marchado.

    Andreas Menz detestaba las estridencias: toda suvida transcurría en aquel perezoso desinterés con que ob-servaba la bombilla de su despacho, el mismo que le guiabadiariamente hasta el mantel beige del Polidor para con-templar la pleamar de comensales que iban y venían en elespejo del fondo y saborear con lentitud su copa de Gol-ka antes del primer plato. El vino de Golka quintaesen-ciaba las pocas alegrías y placeres con que contaba la vidapara Menz después de que se apagasen los fuegos artifi-ciales de su juventud: aquel color de oro nuevo, el saborafrutado, fragante y ácido, similar al de la fresa sin madu-rar, la tierna aspereza con que arrasaba su paladar despuésdel primer trago constituían un resumen de la felicidadperdida, el último refugio al que podía acudir cuando lastormentas estaban a punto de volcarle el cielo sobre la coro-nilla. Por una misteriosa combinación de azares, el Gol-ka había trazado una dirección a su vida y le había mar-cado una meta. Después de la muerte de Elsbeth, pidióun permiso por enfermedad que sus jefes le concedieroncon algo parecido al alivio; salió de su casa un jueves alatardecer, llevando una bolsa con algunas ropas y una re-vista en la mano, tomó un tren en la estación de Potsdamy allí comenzó una región de su pasado que todavía le re-sultaba difícil de cartografiar, plagada de puntos oscuros,marismas y arenas movedizas. Se dejó conducir por la vo-

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  • luntad de los trenes durante semanas, sin encontrar obje-ciones. Transbordaba a ciegas, luego de haber descendidoen un apeadero en el que había entrevisto un rostro o unsombrero que le gustaba; era frecuente que deshiciese denoche el camino que había realizado durante el día, y quesin advertirlo descubriese varias veces la misma ciudad.Si el sueño era lo suficientemente benévolo como paraacordarse de él, Menz se arrojaba en el suelo del vagón,en los bancos de las estaciones, incluso frente a las taqui-llas de los billetes, olvidado de asearse, con el rostro con-vertido en una invasión de malas hierbas a la que ningúnafeitado ponía cerco. Había cantinas en las estaciones quele concedían la gracia de un bocadillo después de que elcamarero reprobara con un parpadeo de repugnancia suaspecto de vagabundo, pero los vagones restaurante solíanser más selectos y siempre quedaban pocas mesas librespara él.

    Era poco probable que, de habérsele pregunta-do qué pretendía con aquel juego de trenes traspapelados,Menz hubiese podido ofrecer una respuesta exacta: talvez, y sólo eso, buscaba olvidar a Elsbeth, o buscaba olvi-darse él mismo. Un día, el expreso en que viajaba penetróen una estación desconocida; el hangar era como la bocaabierta de un gran cetáceo de metal, y arriba, en el lugarque deberían haber ocupado los incisivos, brillaba un ex-traño mapamundi de bronce con la superficie roturadapor decenas de surcos perpendiculares. Un diminuto trenparecía renquear por el interior de los hilos del ovillo, ilus-trando la leyenda que figuraba debajo de él en media do-cena de idiomas, también el alemán: el viaje no termina.Sólo por contradecir la afirmación, Menz decidió dete-nerse allí. La estación se hallaba construida con hierro ycristal, y transmitía la misma apariencia de fragilidad queuna tela de araña. El encargado de la cantina no se inmu-

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  • tó ante el depósito de basuras que Menz transportaba enel interior de la barba, le sirvió sin mirarle a los ojos la copade vino que le había pedido. Después de dejar la monedacon un golpe sobre el mostrador, Menz se llevó la copa alos labios y tuvo una revelación. Supo que había llegadoa alguna parte, que había atravesado una baliza, que todo eltortuoso laberinto de vagones, rieles, pasajeros y salas deespera de las últimas semanas conducían a aquella copade vino. El sabor que acababa de franquear su garganta eraúnico, templado, acre, lo más parecido a tragar polvo deoro. Menz lo paladeó dos veces, y sólo entonces se detuvoa observar su color, a estudiarlo al trasluz del cristal paracomprobar que su aspecto constituía una traducción ca-bal de la fragancia que acababa de embrujarle. Sintió algoparecido a sus amores de adolescencia: ese entrevero detibieza, blandura, promesas que no compensaba la suciaprueba de ningún beso. Por primera vez desde que salióde Berlín, quiso saber dónde se encontraba, qué era aquellasustancia que le estaba bajando por el esófago y hacía ma-gia. El encargado de la cantina inclinó su boca de sapopara oír las preguntas de Menz y contestó con la mismaentonación que si acabara de brotar de una charca:

    —Se encuentra usted en la estación Okrebuhr, enKuràmil, Arnia. Ésta es la línea Belgrado-Bucarest.

    El vino que Menz bebía procedía de Golka, unpequeño pueblecito escondido en el valle del Arèn, entrelechos de lavanda, romero y tomillo. Aquel día, por prime-ra vez en su vida, Andreas Menz vio la imagen de Golkasobre una ladera, como en el interior de uno de esos pisa-papeles turísticos que al volcarse derraman nieve y lente-juelas, y que guardan en su corazón de vidrio una dimi-nuta ciudad. Así era Golka en la imaginación de Menz yasí seguiría siéndolo en los años futuros: una esperanza in-crustada sobre la ladera de una colina que se abría al río,

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  • ráfagas de especias levantándose al comienzo de la maña-na, y él, o un doble de él más tranquilo, pacífico y delgado,empuñando un bastón bajo la luz del sol, paseando entrelos brezales mientras saludaba a los labriegos y sus mulas.La epifanía de la estación de Kuràmil marcó el regreso deMenz a las navajas de afeitar, Berlín y la rutina. Jamás sele había ocurrido trasladarse hasta Golka, descartaba laruta en sus vacaciones y confinaba esa lejana felicidad enlos días dorados de su jubilación, dentro de unos pocosaños, cuando ya no tuviera más obligaciones que pasearse ysonreír. Mientras tanto, contaba con el sucedáneo del vi-no blanco, que pedía indefectiblemente en cada mantelen que se sentaba, sin reparar en el nombre del restau-rante. Era un vino difícil de obtener, más por su rarezaque por su exquisitez, y la fidelidad a él fue lo que con-venció a Menz para acampar día a día en el Polidor y de-jarse arrastrar por la suave marea de los ensueños. Ingeriraquel fluido aurífero, acariciar su paladar con el sabor le-vemente ácido de la fresa sin cuajar le hacía regresar unay otra vez a la imagen del pueblecito de vidrio y el pisa-papeles turístico, entre lluvias de romero y tomillo en vezde nieve; y mientras bebía reflexionaba sobre la convenien-cia de posponer su viaje, temeroso del choque con la rea-lidad, como el adolescente que prefiere la soledad de lamano y el dormitorio al encuentro con una joven que va-cila en una cama ajena.

    Entre la neblina de ámbar con que le rodeaba elGolka, Andreas Menz contemplaba las siluetas del biom-bo japonés, se miraba las puntas de los dedos, estudiaba elgran espejo del fondo de la sala que tenía enfrente y com-probaba cómo los comensales habituales del Polidor res-petaban su escrupulosa rutina de cada día: los funcionarios,los militares, los secretarios repetían otra vez los mismosgestos, como si el espejo reflejara el almuerzo del día an-

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  • terior. En el resquicio entre la pared y el biombo, a la iz-quierda, se elevaba un pequeño entarimado que ocupabaotra mesa, de la que Menz sólo podía vislumbrar las ca-bezas de los ocupantes. Era habitual que aquel rincón es-tuviera reservado a un hombre que para Menz se resumíaen unos hombros anchos, en forma de yugo, forrados poruna tela de rayas negras y azules y una corbata prendidacon solidez en la garganta; de los hombros brotaban el pe-ñasco de un cráneo rapado, una mandíbula en ángulo rectoy unas gafas de mica con cristales negros. Aquel descono-cido volvía pocas veces la cara en su dirección: cuando lohacía a Menz se le antojaba que tenía dos charcos de al-quitrán en mitad de la frente. Por norma general comíasolo, era atendido muy ceremoniosamente por los cama-reros y el gerente no escatimaba frente a su mantel las in-clinaciones de cabeza; a veces, se sentaban a su lado ca-balleros con el cabello surcado de rayas o los bigotes bienrecortados, ancianos de aspecto respetable que se camu-flaban los labios con la servilleta a la hora de masticar,oficiales de las SS con el traje de gala y los cordones de lacasaca recién cepillados.

    Andreas Menz nunca había sentido una curiosi-dad especial por la identidad de aquel individuo, pero ellase encargó de hacerse manifiesta sin necesidad de que la re-clamaran. Un día o dos después de que hubiera tenido elinforme de la muerte del coronel Von Klankowström so-bre la mesa del despacho, mientras concluía las últimascucharadas de su postre, un camarero se acercó a él conuna bandeja de plata. Sobre la bandeja, solitaria y desva-lida, había una tarjeta plegada en dos: el camarero le in-formó de que se la enviaba el señor Eirescu, propietario dellocal. La nota le saludaba muy cortés y afectuosamentey le rogaba que tuviera la bondad de aceptar su invitación alalmuerzo del día; el señor Eirescu sabía que el señor Menz

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  • era cliente habitual del Polidor y no debía darle las gra-cias por aquel detalle; también había sabido que ocupabaun puesto de inspector criminal en la Comisaría Central,por lo que se atrevía a pedirle un pequeño favor; le citabala tarde del día siguiente, a las siete, en una dirección deDahlem que Menz no conocía, la Tomasiusstrasse. Al de-jar la tarjeta sobre el mantel, junto a su taza de flan, Menzcomprobó que el cráneo pulido del desconocido emergíadel listón superior del biombo, y que sus labios sonreían.Una mano amputada hizo compañía a la cabeza y le de-dicó un saludo.

    Un jardín de césped rasurado rodeaba la casa, pro-tegida por un muro de ladrillo con puntas de lanza so-bre el alero. El edificio transmitía esa mezcla de frialdady aristocracia que suele asociarse al carácter británico: eragrande, desproporcionado, desabrido, correcto hasta el abu-rrimiento; de haberse tratado de una persona, habría sidouna de esas nobles damas blancas, lacias y silenciosas quetienen en los cadáveres su ideal de vida, o al menos aquelal que aspiran sus cosméticos. Del ala este brotaba un to-rreón hexagonal, de madera, que sobresalía como unachimenea del resto de la fachada y el tejado; frente al jar-dín, el torreón se abría en un abanico de hermosas crista-leras veladas con cortinajes. Un sirviente pequeño, con elpelo escarchado por las canas, recibió a Menz entre jadeosy le condujo hasta una salita interior. Era difícil determi-nar si el Polidor había servido de inspiración a la decora-ción de la casa o había sucedido a la inversa: en la sala enla que Menz tuvo que aguardar se repetían las ensaladerasdoradas, los adornos dudosamente orientales, los profetasde jade, mesitas de bambú, lámparas y biombos de papel.El sirviente diminuto volvió al poco tiempo y Menz se li-

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  • beró del pegajoso sofá de cuero que le había absorbido.El señor Eirescu iba a recibirle enseguida, informó el sir-viente, pero debía respetar una serie de condiciones previaspara su entrevista. A Menz le angustiaba el tono sibilantey desmayado del hombrecito de las canas: hablaba de unamanera que parecía que cada una de sus palabras iba aser la última, que el fuelle roto de sus pulmones no ibaa permitirle añadir nada más.

    —Le asombrará la falta de luz de la habitación,pero no debe encender ninguna cerilla ni linterna, no debeaccionar los interruptores de las lámparas, no debe des-correr las cortinas —acezó el hombrecito—. El señor Ei-rescu padece una enfermedad en la vista que le hace per-niciosa la luz.

    El salón que aguardaba a Menz detrás de las puer-tas de doble batiente era una profunda piscina negra. Nopudo calcular las distancias ni los tamaños en cuanto elsirviente desapareció tras el chasquido del picaporte; porun momento, Menz recordó la oscuridad de alquitrán delas gafas del señor Eirescu. Sus ojos necesitaron acostum-brarse para comprender que la penumbra no era total: ha-bía fantasmas azulados en los rincones, charcos que re-lumbraban desde lo que debían de ser las paredes comomonedas en el fondo de un pozo. A veces, un huso de luznacía de alguna parte y revelaba las lágrimas sólidas deuna araña de techo, la posición de una ventana amorda-zada con cortinas de rejilla y paños. Después de un rato,Menz comprobó que la sala era bastante amplia, de for-ma alargada, y que junto a las paredes se alineaban gruposde mesas con objetos expuestos. Exponer enseres invisi-bles le pareció una divertida paradoja: se trataba de espe-cies de cajas de hojalata, madera y papel, con cañones yranuras, y placas de cristal lacado en las que figuraban si-luetas. Más adelante, las mesas se convertían en vitrinas

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  • similares a los muestrarios de las joyerías; arrimando la na-riz al cristal hasta hacer chocar una y otro, Menz descu-brió que los pequeños discos plateados que brillaban enel fondo eran espejos. Espejos: entonces entendió tambiénqué flotaba sobre las paredes con aquella extraña iridis-cencia acuática; decenas de espejos le contemplaban des-de las esquinas, o contemplaban cómo su sombra se mo-vía con dificultad a través del espacio, esquivando otrassombras. De repente, uno de aquellos bultos habló y le diolas buenas tardes.

    —Sea bienvenido, señor Menz —dijo.Menz devolvió el saludo con aprensión. Ahora que

    lo pensaba, no había tantos objetos a su alrededor ni la es-tancia era tan grande: los espejos se encargaban de multi-plicarlo todo creando tinieblas alternativas. No estaba tran-quilo; la oscuridad le atosigaba como si la carencia de luzsignificara una falta de aire, y las mentiras de los espejosno le permitían pensar con claridad. Pero la voz caverno-sa de Eirescu pretendía tranquilizarle:

    —No tenga miedo. Sé que el lugar en que le reci-bo es algo enigmático, pero las circunstancias me obligana que lo sea. Al fin y al cabo, es mi casa y me gusta estar có-modo. No se inquiete, pronto se acostumbrará: todos lohacen. ¿Quiere un cigarrillo?

    —No.Algo crepitó en la oscuridad, a continuación hu-

    bo un breve fogonazo que embadurnó el salón con un tintenaranja; Eirescu estaba encendiendo su cigarrillo, perono sólo delante de Menz: lo hacía en cada uno de los rin-cones, en decenas de posiciones diversas, desde todos losángulos que mostraban los espejos. Antes de que Menzpudiese descifrar el rostro de su anfitrión, el encendedorse había apagado y el humo del cigarrillo volvía más den-sas las sombras.

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  • —Ahora tendrá ocasión de contemplar con ma-yor detenimiento las piezas de mi colección —dijo Eires-cu entre dos caladas—. ¿Ha adivinado de qué se trata?

    —Espejos —replicó Menz.—Y más cosas. Espejos de todas clases, sí, pero tam-

    bién praxinoscopios, linternas mágicas, teatros chinescos,sextantes, prismas, catalejos, telescopios, lentes, calidosco-pios. Los artificios ópticos son para mí lo más parecido auna obsesión, si queremos usar esa palabra antipática. Se-guramente se lo deba a mi dolencia, a la misma que meobliga a mantener las cortinas cerradas y recibirle en estanoche artificial.

    Ion Eirescu era teniente de infantería durante laGran Guerra y había participado en la ocupación de Tran-silvania. A pesar de sus méritos militares, o tal vez a causade ellos, no tardó en regresar a casa, sin las medallas quehabía codiciado para decorar sus solapas: una bomba aus-triaca le estalló en las narices durante un avance y la me-tralla le destrozó los párpados. Más tarde incluso se alegraríade su desgracia: así no tuvo que ver desde la habitación dehospital en que vivía confinado cómo los alemanes en-traban en Bucarest pocos meses después. Los médicos lediagnosticaron ceguera y dieron su caso unánimementepor irrecuperable. Eirescu estuvo aprisionado en el inte-rior de un pantano negro como el que ahora mostraba a lasvisitas en lugar de su salón durante casi un año, resignán-dose a entender el mundo como una abstracta combina-ción de sonidos y aromas. Un día, un médico de Leipzigque había llegado con la ocupación se interesó por sucaso y realizó diversas pruebas en sus ojos, excitando la pu-pila y alimentando la esclerótica con minerales y agua des-tilada; después de la guerra, Eirescu regresaría con él asu ciudad natal y se convertiría en su aprendiz por espa-cio de algunos años. Aquel médico le devolvió la vista: el

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  • único requisito necesario para emerger de la oscuridad eraque debía llevar siempre sobre la frente unas gafas espe-ciales, de un grosor que triplicaba el de unas lentes norma-les, y en cuyo interior se contenía una disolución de salesy yodo que suplían la función humidificadora de los pár-pados. No se trataba de un aderezo muy favorecedor; laespesura del cristal y el líquido agigantaban los ojos deEirescu convirtiéndolo en un desagradable híbrido de pezy hombre, cuya mirada nunca cesaba. Los seres humanoscuentan con unos párpados que pueden protegerlos delhorror y del tedio; Eirescu no tenía más remedio que serel testigo obligatorio de la atrocidad, el sufrimiento y la ma-drugada: dormía sólo cuando sus pupilas se olvidaban dereconocer los colores. El pudor le impedía someter a la gen-te al espectáculo descarnado de su mirada, esa misma queMenz había entrevisto bajo las tinieblas de la sala con unsobresalto: por eso iba a todas partes con unas discretas ga-fas de mica de cristales negros, que también protegían susórganos del fiero acoso del sol. Quizá por haber experi-mentado qué lacónica resulta la realidad cuando se apagantodas las luces, desde su regreso a la vista Eirescu colec-cionaba aparatos ópticos, en especial aquellos que deforma-ban el mundo haciéndolo aparecer más vasto, misteriosoo terrible. Dentro de su catálogo de rarezas, los espejosconstituían todo un capítulo aparte.

    Con un chasquido, Eirescu dio fuego a un peque-ño candil de gas que sumió la sala en un atardecer lánguido.Menz giró sobre sus talones e inventarió en un momentotodos los aparatos de que su anfitrión le había hablado:extrañas figuras de metal que parecían regaderas, cilindrosengastados de marfil y nácar, cajas cuadrangulares soste-nidas sobre trípodes. Los espejos abigarraban la pared, tre-pando unos sobre otros entre el espacio que les dejabanlas ventanas, dispuestos en cascadas como las condecora-

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  • ciones sobre el pecho de un general en traje de gala. Porprimera vez, podía comprobar cuál era el tamaño real delseñor Eirescu. Con un rápido examen que abarcó de loszapatos perdidos en las sombras hasta el lazo de la corbata,supo que se trataba de uno de esos supervivientes de laprehistoria cuyo esqueleto constaba de materiales más sóli-dos que el hueso: su caja torácica era una urna de már-mol como las que se guardan en los museos de arqueolo-gía. En cuanto a la cara, Menz sólo pudo dedicarle unamirada oblicua que pronto detuvo con horror: dos cosasnegras y vivas, como vísceras abiertas, le palpitaban enci-ma de las mejillas.

    —Entre los espejos se encuentran las piezas mássobresalientes de mi colección —dijo dedicando un ges-to a los cristales que les espiaban desde los muros—. Henecesitado muchos años para reunir un fondo como éste.Muchos años y muchos esfuerzos, téngalo por seguro, se-ñor Menz.

    Eirescu había desempeñado muchos oficios desdeel final de la guerra: había sido ayudante del doctor KarlFurtwangen, charcutero en Lübeck, fotógrafo infantil, ce-lador de un museo de cera, vendedor de juguetes y telefo-nista, antes de establecerse en Berlín y fundar el primerode su exitosa cadena de restaurantes. La bonanza del ne-gocio necesitaba una mano serena sobre el timón, a la queno le arredrase el cabotaje, que supiera sortear los escollosy estuviera dispuesta a variar enérgicamente el rumbo siel viento lo hacía preciso. Aquellas dotes de navegante lehabían hecho entender a Eirescu que el futuro de su em-presa podía beneficiarse del trato que dispensara a los ofi-ciales de las SS y la SA que acudían a sus locales, junto contoda la caterva de nuevos funcionarios y nombramientosque Hitler había arrastrado hasta las oficinas de los mi-nisterios. En los tiempos que corrían, una oveja sólo po-

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  • día estar segura en Alemania si se afiliaba al partido de loslobos: y su pasaporte rumano era para Eirescu mucho másoneroso que un vellón rizado y blanco. Precisamente ma-niobras de aquella clase le habían permitido conjuntaruna colección como la que ahora mostraba a Menz mien-tras ambos paseaban por el salón, con el candil en alto; de-cenas de lámparas se desplazaban por las paredes siguien-do a la que el hombre de las gafas sostenía en la mano.

    —Un Saint-Gobain —Eirescu señaló un espejo co-mo cualquier otro—. No es el más interesante que hay,ni por antigüedad ni por tamaño. Más adelante tengo unofabricado en la mismísima Rue de Reuilly, antes de 1830.

    Después de unos pasos se detuvieron frente a ungrupo de marcos cuadrados, rectangulares, ovalados: pare-cían las ilustraciones de un manual de geometría para ni-ños. Menz eludía concentrarse en el fondo de la luna pa-ra no descubrir los ojos del hombre que le acompañabareflejados en el vidrio.

    —Éstos son espejos valiosos pero comunes —in-formó Eirescu en un tono rutinario—. La mayoría son delsiglo XVIII, franceses y alemanes. En el siglo XVIII, un es-pejo ya no era un objeto curioso: todo el mundo adornabasus casas con uno, y hasta en el campo no era infrecuenteencontrar espejos de cristal. El último que acaba de ver esmás notable. Un espejo de cristal colado de Bernard Perrot,fechado en Orleáns en 1690. Uno de los primeros espe-jos que se hicieron con cristal colado.

    Alcanzaron una pequeña mesa de muestrario, pro-tegida con una tapadera de cristal. La mano de Eirescurecorrió la superficie de la mesa como intentando retirarlas tinieblas que dificultaban reconocer lo que se guarda-ba en el interior. Venciendo el reflejo del candil, Menzcomprobó que un grupo de espejos minúsculos y turbiossalpicaba un lecho de paño verdemar.

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  • —Los espejos no siempre fueron de cristal —Ei-rescu inclinó la cabeza sobre la urna—. Hoy nos parecemuy común, pero el espejo de cristal es producto de unlargo y complicado proceso de evolución. Mire, esto es lomás antiguo de la colección: espejos pequeños, casi opa-cos, que apenas pueden ofrecer imágenes. Dos espejos co-rintios de cobre y estaño, siglo V antes de Cristo. Un espejoalejandrino de plata, levemente curvado, siglo II. Aquél esmás curioso todavía, fíjese. Un espejo romano de obsidia-na, Anatolia, siglo I.

    Un temblor sacudió la tapadera cuando Eirescula elevó con cuidado, introduciendo la mano derecha en eltapete. Entregó a Menz un disco plano y negro, en el quela luz de la lámpara dibujó una máscara. Aquél debía deser él, o el desconocido que suplantaba sus rasgos mien-tras él dormía o dejaba de pensar, el que se apropiaría deellos después de su muerte: sintió que aquella cara le eraajena y distante como la de otra persona.

    —Las rocas volcánicas se usaron con frecuenciacomo espejos —prosiguió Eirescu moviendo el círculonegro—. Bien pulidas pueden conseguir un reflejo más omenos definido, como ve: contornos, brillos. Si uno po-ne el esfuerzo suficiente, puede reconocerse en el rostroque mira. Nerón, que adoraba los espejos, tenía un her-moso ejemplar de carbúnculo negro, y mandó adornar laDomus Aurea de piedras fengitas para distraerse con lasperspectivas de los cuerpos y las caras. Domiciano hizoalgo parecido, pero por un motivo bien práctico: queríaprevenir posibles ataques observando desde cualquier pun-to quién accedía a sus habitaciones. La multiplicación degentes y objetos debió de fascinarles. Séneca habla de untal Hostius Quadra que forró sus alcobas de espejos paraacrecentar los atributos de sus amantes; imagine infini-tos sexos flotando a su alrededor como aves carnívoras.

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  • Los antiguos reverenciaban y temían a los espejos. El re-flejo les parecía algo mágico, supongo que prodigioso ysiniestro a la vez. Plotino afirmaba que el universo era es-pejo de Dios, pero acuérdese del pobre Narciso. Un díavio su imagen en el agua y nunca más logró reponerse.¿Otro cigarrillo?

    —No, gracias.—No me diga que no fuma —el encendedor vol-

    vió a chasquear frente a la cara de Eirescu, velando sus gafascon un barniz naranja—. No es usted un policía corriente,señor Menz.

    —No, me temo que no.Los listones del parqué se quejaron cuando se pu-

    sieron de nuevo en marcha. Menz no sabía cómo disimularla confusión de angustia, aburrimiento y prisa con que so-portaba la perorata de aquel hombre: la penumbra del inte-rior del salón le resultaba casi física, como un líquido, nole interesaban demasiado todos aquellos detalles sobre elmundo de los espejos y conocía poco a la colección de ca-dáveres griegos y romanos que había invocado. Sobreotra mesa, sin cristal, había dos o tres láminas de metalsucio, algunas con mangos. La mano con que Eirescu em-puñaba el candil le servía también para sostener el ciga-rrillo encendido, entre los dedos índice y medio.

    —Espejos de metal europeos de los siglos XIV y XV—Eirescu tosió—. Durante la Edad Media, ésta es la únicavariante conocida. Productos pequeños, siempre de esta-ño o cobre, útiles de tocador. Hasta el siglo XV nadie veríasu rostro entero, y habría que esperar al XVIII para con-templar todo el cuerpo. Es cierto que el cristal propor-cionaba una imagen mucho más nítida y definida, sobretodo si se le revestía con azogue, pero era difícil que resis-tiese el calor del horno. En aquellos tiempos el vidrio noera común.

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  • El dedo de Eirescu señaló un punto a su derecha;Menz vio que su rostro se disolvía en el interior de unembudo. Un bargueño soportaba un espejo cóncavo, juntocon restos de marcos de madera y marfil y el pedazo di-vorciado de algún espejo mayor.

    —Lo más grande que puede hacerse con el vidriohasta el siglo XV es lo que ve. Por aquel entonces, el espe-jo de cristal se había vuelto ya un objeto casi supersticioso,era como un talismán. Sólo alguien lo suficientemente ricoo extravagante podía costearse uno. No se sabe a cienciacierta cómo nació el espejo de cristal, de dónde procede.En ciertas tumbas de Antínoe se han encontrado peque-ños espejos sidonios de época tardorromana, pero apenasdel tamaño de dos dedos, nada relevante. El que usted veahora procede de Basilea, siglo XIII: una verdadera mer-cancía de lujo, como el que decora la casa de los Arnolfi-ni. De las legendarias factorías de Banville-aux-Miroirs yNicolas-Blamontois no ha quedado nada. Cifras, fechas,descripciones. Ninguna prueba. Nada hasta Murano.

    El salón concluía en una hermosa puerta de doshojas algo mayor que una persona, taraceada con escenasvenatorias en las que el resplandor del candil dibujó ununicornio, una ballesta y una torre. A ambos lados del din-tel se hallaban dos objetos delicados y traslúcidos: dos es-pejos que Menz sentía reparo de tocar por temor a ondu-lar la superficie de la luna, como si fueran dos estanquesexcavados en el muro. Los marcos eran también de cristalbiselado, y la luz les arrancaba acentos de arco iris.

    —Murano —Eirescu alzó el candil hasta la cumbrede su cabeza—. Hay quien dice que los espejos de cristal deBohemia fueron anteriores, pero no pueden competir encalidad y belleza con éstos. Fíjese qué hermosura, qué refi-namiento. Un Berovieri de 1489, uno de los espejos de vi-drio más antiguos que existen, y un Del Gallo. En Mura-

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  • no, la pequeña isla de la laguna veneciana, se inventó elvidrio más o menos como se lo conoce hoy. El gremio decristaleros de Murano, protegido por la Serenísima Re-pública, exportó durante tres siglos espejos a toda Europa.Criaturas diáfanas, sin tacha, transparentes como el agua,de una gélida belleza. Los reyes de Francia, Alemania y Es-paña desangraron sus arcas para comprar espejos comoéstos. En su tiempo, un espejo de Murano era de los ob-jetos más caros que existían: ocho mil libras. Un cuadrode Rafael valía sólo tres mil.

    En otra mesa apostada frente a una de las corti-nas figuraban fragmentos de un espejo roto; habían sidodistribuidos de manera que parecían un puzzle reciéndeshecho que podía regresar a su forma primera si se em-pleaba la paciencia necesaria. Ese espejismo era falso: fal-taban grandes pedazos que volvían imposible la reunifi-cación.

    —Nadie se explicaba en qué residía el secreto delespejo de Murano, qué hacía su vidrio más transparentey perfecto que ninguno —los dedos de Eirescu juguetea-ron con uno de los pedazos—. Fue una fórmula que elgremio de vidrieros de Venecia protegió con absoluto celo,y para preservar la cual la Serenísima no dudó en recu-rrir a medidas drásticas y venenos. Muchos quisieronapoderarse ilícitamente de su receta o plagiarla por me-dios propios, pero hasta mediados del siglo XVIII la facto-ría francesa de Saint-Gobain no lograría un competidorde calidad. La Piazza Universale de Garzoni de Bagnaca-vallo asegura que el secreto de los espejos de Murano ra-dicaba en la cantidad de cal y sosa que se aplicaba a lapasta, en la claridad de la llama que se usaba en el horno,en la salinidad del agua de la laguna empleada en la mez-cla. Durante mucho tiempo se ha creído que el viejo Be-rovieri padre, patriarca de los vidrieros venecianos, había

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  • descubierto la fórmula por sí mismo después de años deexperimentación solitaria. Pero hay quienes piensan de otromodo.

    La excursión concluyó junto a una parcela de pa-red vacía. Debía de existir algún motivo por el que Eires-cu había reservado aquel rincón entre un espejo oval ydos pequeños marcos en forma de herradura, con aspec-to árabe, como si se tratase de un terreno en barbecho;pero el rumano sólo contemplaba el hueco con rostro dequerer descifrar una imagen demasiado lejana, y Menz re-primía sus suspiros de cansancio.

    —Aquí se encontraba el ejemplar más antiguo demi colección —señaló al vacío—. Se trataba de una obrade Emmanuel Chrysoras, un orfebre bizantino que trabaja-ba en Italia desde 1459. Aunque no han quedado vesti-gios materiales, hay ciertos testimonios que han hecho pen-sar a algunos estudiosos que Chrysoras fue el auténticoinventor de la fórmula del espejo de vidrio, que comuni-có a los artesanos de Venecia. El primer espejo de cristalsalido de las factorías de Murano, fabricado por Berovie-ri padre, se fecha en 1463. Chrysoras había diseñado unespejo rectangular para el conde arzobispo Tiberio Mara-tea de Castrovalva, que lo había traído desde Constanti-nopla, al menos dos años antes. Sobre esa pared pendíahasta hace dos noches uno de los primeros espejos de vi-drio de la historia. Pero alguien penetró por la ventana y selo llevó.

    Aquella noche el señor Eirescu había salido a cele-brar una cena de negocios con unos clientes en uno de susrestaurantes. La casa se encontraba vacía y todos los pes-tillos echados: su compatriota Luciu, que le servía de ma-yordomo, Krebs, la camarera, y la cocinera señora Meyertenían permiso. El ladrón partió la ventana contigua al es-pejo con una piedra u otro objeto contundente, se introdu-

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  • jo en el salón, seleccionó con cuidado su botín entre todoel prolijo muestrario que figuraba en las paredes. Por loque parecía, habían ido a llevarse aquel espejo en concreto:sabían que constituía la pieza de mayor valor de todas lasexpuestas, porque ninguna de las otras fue tocada. Y a decirverdad, la pieza era realmente valiosa; Eirescu la había ad-quirido por una gruesa suma apenas un mes antes, en unasubasta en Suiza. Recordar aquella catástrofe le amargaba elpaladar: chasqueó dos veces la lengua como buscando des-prenderse de un mal sabor y encendió otro cigarrillo.

    —Quiero que usted se encargue de la investiga-ción, señor Menz —dijo mientras apretaba las mandíbu-las—. Supongo que debería haber ido a denunciar el casoa la policía y dejar que ellos designaran a la persona másoportuna, pero yo me inclino por usted. Le veo todos losdías en el Polidor, observo con qué placer bebe usted suvino de Golka y con qué delicadeza sostiene los cubiertos.Llevo muchos años en la profesión y créame si le digo al-go: el alma de un individuo se lee en la manera que tiene deempuñar el cuchillo y el tenedor. Su alma me gusta, Menz.Quiero que busque mi espejo. Extraoficialmente, si así lodesea. Por supuesto, tiene una recompensa a su disposición:y mientras dure la búsqueda, no será necesario que pagueun solo almuerzo más en mi restaurante.

    La cabeza de Andreas Menz aceptó la rápida salvade elogios con una inclinación; todo había sucedido de-masiado deprisa, casi no habían existido puentes entre lafarragosa descripción de la historia de los espejos, el rue-go y la oferta, y Menz tenía dificultades para expulsar desu mente el tedio para sustituirlo por la satisfacción.

    —Gracias, muchas gracias —balbuceó, abrumado,y se calló. Luego, entendiendo que debía preguntar algo,dijo—: ¿Cómo se llamaba la casa de subastas en que ad-quirió la pieza?

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  • La mano de Eirescu condujo el cigarrillo hasta suboca antes de que él respondiera.

    —Se trataba de la Casa de Antigüedades Helvetia,en Zúrich —dijo después de sorber el humo—. Es unacasa de gran prestigio, especializada en la venta de artícu-los suntuarios. ¿Sugiere usted que podrían buscar recupe-rar una de las piezas más valiosas que habían poseído paravolver a venderla bajo cuerda? Esa clase de negocios se efec-túan en el mundo de las antigüedades, pero no es el estilode Helvetia. Tienen una reputación que cuidar, y yo con-fío en ella. Helvetia se limitó a liquidar las pertenencias delúltimo conde de Castrovalva, precisamente el descendien-te del arzobispo que mandó a Chrysoras construir el espe-jo de que le he hablado. El viejo necesitaba el dinero pararetirarse a una residencia y vendió el escaso patrimonioque le restaba. Helvetia lo dividió en tres lotes. Yo adquiríel primero, bajo seudónimo.

    —¿Por qué bajo seudónimo?—No es necesario que Hacienda se entere de to-

    do —Eirescu rió, y su risa era dura y seca como su anato-mía—. Los particulares debemos tener cuidado con lo quepagamos, no somos igual que las multinacionales. Es unapráctica habitual en el mercado de arte y antigüedades.

    Menz no podía estar esquivando perpetuamentelos ojos de su anfitrión si no quería ofenderle; así que res-pondió a su última insinuación con un rápido intercam-bio de miradas que le introdujo un clavo de aluminio enel espinazo. El señor Eirescu parecía poder leer en su pielal trasluz.

    El camarero acababa de retirar las migas y los res-tos de comida con un pequeño cepillo en forma de semi-círculo, y el mantel volvía a estar vacío, en espera del postre.

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  • El dedo índice de Menz se paseó por el filo de la copa, encuyo fondo todavía brillaba un resto de Golka, mientrassu cerebro repasaba la entrevista que había mantenido latarde anterior con aquel enigmático personaje, el señorIon Eirescu. Los ojos de Menz comprobaron en el espejode la pared que la pajarita se encontraba correctamenteengarzada en el cuello de su camisa e iniciaron una tími-da exploración sobre el listón superior del biombo japo-nés: no había nadie en la mesa del entarimado, el dueñodel local no había asistido a almorzar hoy allí. Menz frunciólos labios, como si fuera a besar la mejilla de una niña, ges-to que indicaba que en el interior de su cráneo tenían lu-gar reflexiones trabajosas. La primera evidencia consistía,según él, en el hecho de que el robo en casa de Eirescu yla desaparición de un espejo en la mansión del coronel VonKlankowström, fallecido por suicidio apenas una semanaatrás, estaban conectados de alguna manera. Cuál era elhilo que imbricaba uno y otra, eso ya parecía más difícilde precisar. Pero sí, sí, no había más remedio, se trataba deun criminal que se dedicaba a saquear los salones de loscoleccionistas, que conjuntaba espejos antiguos por al-gún motivo que no resultaba evidente. Aquello era todo:en la escueta certeza que acababa de subrayar se hallabatodo lo que de cierto sabía Menz sobre el caso. Tenía quecomenzar por alguna parte, abrir alguna puerta, pulsaralgún interruptor que pusiera la máquina de la investiga-ción en marcha, pero se sentía como un absoluto profa-no frente al panel de mandos de la turbina de una fábrica;ignoraba completamente qué botón debía apretar. Variosaños de ostracismo y la muerte de Elsbeth se interponíanen el desempeño de su labor de detección, haciéndole el in-tento de atar cabos tan penoso como tratar de caminar so-bre el lodo de una ciénaga. Bien, al menos sabía que Eires-cu había adquirido su espejo en la Casa de Antigüedades

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  • Helvetia, de Zúrich, de algo tenía que servirle aquella pre-gunta que había brotado obligada como el hipo del fon-do de sus pulmones. Lo más inteligente, concluía Menzmientras pensaba que el camarero y sus natillas se retra-saban demasiado, era telefonear a la Casa Helvetia paracomprobar si también ellos habían sufrido un intento derobo, o si había existido alguna persona interesada con es-pecial vehemencia en el espejo de Chrysoras que no habíapodido pujar hasta su precio final. Satisfecho por haberencontrado un aplazamiento del problema, decidió olvi-darse de él.

    El espejo del fondo, que Menz se distraía en ob-servar a la vez que ponía orden en sus cálculos, le mostra-ba a la inversa el largo pasillo que conducía desde aquelrincón hasta la entrada del restaurante, el bosque blancoy negro de patas de mesas y manteles que se extendía aambos lados, y las siluetas de los comensales que se incli-naban para doblar sus servilletas antes de introducir lacuchara en la sopa. Al final, que en realidad era el princi-pio, se divisaba el mostrador del gerente, con el escrupu-loso casillero donde se consignaban las reservas, las pilasde los libros de cartas, una maceta con violetas y el cabe-llo milimétricamente rayado del encargado, cuya mano es-taba ocupada en anotar algo. Por el pasillo, entre las me-sas, avanzaba (en realidad retrocedía) ahora el camarero,sosteniendo una bandeja entre cuyas tazas y vasos podíareconocerse el cuenco de natillas de Menz, pero su aten-ción había sido desviada hacia otro objeto. Justo detrás deél, en lo que en el espejo era delante, ocupando la mesa con-tigua, se sentaba un joven bien vestido, dotado de esa co-rrección de maneras de quien disfraza una procedencia po-co habituada al protocolo, dentro de un traje negro quele sentaba tan holgado como un uniforme de buzo. Unaespecie de lágrima plateada y roja relucía en medio de su

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  • solapa: Menz tuvo que entornar mucho los párpados pa-ra reconocer que se trataba de la insignia del partido nazi.No era capaz de desentrañar el motivo, pero desde el prin-cipio, desde que había descubierto a aquel joven escol-tando su mesa por ambos lados, delante y detrás, Menzhabía experimentado una oscura simpatía hacia él, comoese vínculo débil y suave que nos une a los desconocidosque comparten nuestro mismo nombre o fuman la mis-ma marca de cigarrillos. Dos golfos penetraban con vio-lencia en el cabello del joven por la frente, anticipandouna próxima calvicie, sus piernas oscilaban sobre la sillaalgo desorientadas, tal vez inseguras de estar adoptandola posición correcta. De pronto, Menz creyó entender dedónde procedía aquella inexplicable sensación de fami-liaridad que lo ligaba al extraño del espejo. El joven reco-rría el listado de platos mientras sostenía la carta con lamano izquierda; el nombre del restaurante se convertíapara Menz en una decena de signos abstrusos, en una es-pecie de palabra rusa o griega, pero a él le interesaba lamano: una vieja cicatriz recorría el dorso de la mano deljoven, desembocando en su muñeca. Menz clavó sus ojosen su propio brazo izquierdo, tendido sobre el mantel, yretiró la manga de la chaqueta. Otra cicatriz dividía sumano en dos orillas, igual que la del joven. Era una efecon la cola muy larga que se extendía desde el nudillo delanular hasta el comienzo del antebrazo; siempre que re-cordaba cómo había quedado grabada en su piel una sonri-sa de nostalgia asomaba a sus labios.

    Debía de tener diez u once años cuando su madre,haciendo oscilar el dedo índice, le prohibía aproximarse ala casa en construcción situada al final de la calle del co-legio: detrás de una alambrada, entre montículos de are-na y cemento, una hormigonera que bostezaba y dos o trespilares, un mastín con dientes en forma de cepo ladraba

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  • hasta asfixiarse en cuanto los niños se acercaban a lanzar-le pedradas. A veces, rondando el alpende del guardia, va-gaba por la obra un sujeto escuálido con un tatuaje en elbrazo que sujetaba la débil correa del perro al poste y or-denaba huir a los niños entre blasfemias. Pero el animalenloquecía siempre que veía aparecer a Andreas y a sus ami-gos, tensaba la correa, el dogal se cerraba sobre su gar-ganta hasta alcanzar el límite de sus fuerzas. No era pru-dente seguir incordiando al mastín, mamá se lo repetía cadamañana mientras elevaba el dedo después de secarse las ma-nos en el delantal, cualquier día la correa cedería y suce-dería una desgracia, pero la infancia ama el riesgo porquevuelve los juegos mucho más serios y apasionantes. Aque-lla tarde, igual que tantas otras en que salía de la escuela,bajaron todos la calle hasta el edificio en construcción; losdemás tuvieron ocasión de huir luego de arrojar los guija-rros y el puñado de arena obligatorios, Menz tropezó en unadoquín. Aunque no llegó a soltarse, el palo que sosteníala correa del mastín cedió un poco y cuando pudo darsecuenta Andreas tenía la mano dentro del cepo. Todo fuedemasiado deprisa y ahora ya le costaba reconstruirlo: talvez su propio miedo le proporcionó la energía precisapara escapar, liberar la mano de los dientes historiándolacon aquella cicatriz sinuosa y regresar a casa. Estuvo tressemanas sin probar el postre después de la cena, acostán-dose a las ocho. A pesar de la angustia, aquel suceso estú-pido de su niñez le traía todavía la fragancia a libertad,sorpresa y cosas grandes que era su vida en pantalón corto;una parte de aquella felicidad le había salpicado al ver lamarca en la mano izquierda del joven (o la derecha), co-mo cuando una mascota mojada agita la pelambrera paradesprenderse del agua acumulada.

    Sabía que no era correcto del todo, y aun así An-dreas Menz no podía apartar su vista de la imagen apoca-

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  • da del desconocido, refugiado en el interior de aquel tra-je demasiado grande que no le proporcionaba toda la sol-tura que precisaban sus movimientos. Tenía que disimu-lar su atención, a nadie le agrada que le claven los ojos enel cogote mientras se mete la cuchara en la boca, ni siquierasi ese espionaje se produce a través del filtro atenuante deun espejo: Menz asediaba estratégicamente los bordes de sucuenco de natillas, sin prisa, de vez en cuando volvía a fi-jarse en el cristal y veía que el camarero recogía la cartay sacaba su libreta del mandil. Lo tenía detrás, resultabainevitable enterarse de qué iba a pedir. Igual que en el ci-nematógrafo, Menz observó que el joven movía los la-bios delante de su mantel pero su voz sonaba a sus espal-das. Con un tono algo atropellado, que hizo al camareroinclinarse para oír mejor, pidió un gulash, esperó a que elplato fuera anotado en la libreta, a continuación una en-salada de puerros.

    —¿Y de beber? —inquirió el camarero.—Me ha parecido ver en la carta vino de Golka

    —replicó el desconocido—. ¿Es posible?—Sí, señor.—Una botella de Golka, entonces. Es tan difícil

    de encontrar.Al principio, Menz creyó que sus oídos le habían

    tendido una trampa: a veces uno no oye lo que figura enel aire, sino lo que teme o desea. Pero cuando vio al cama-rero llegar con la copa y la botella del inconfundible sueroambarino, la sensación de irrealidad le aturdió. El testi-monio del espejo no le pareció lo suficientemente fide-digno y tuvo que volverse para contemplar que era cierto.Después del asombro compareció la indignación: aqueljoven estaba desvalijando una sección de la bodega del Po-lidor que le pertenecía de manera exclusiva. Aunque no,no le pertenecía, aquello era un establecimiento público, lo

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  • que ocurría era que Menz era imbécil y se había creído queen aquel rincón entre el biombo y el espejo tenía su nidoparticular, un refugio a salvo del mundo y los hombres queno se atrevería a franquear ningún extraño. Y se habíaequivocado. Primero la cicatriz, luego el Golka, sin con-tar el misterioso magnetismo que le atraía hacia su figuray le hacía compadecerse de ese pobre aspecto de estu-diante recién salido del pueblo: Menz casi abandonó lasnatillas para concentrarse en escrutar la cabeza del joven,las salvajes incursiones de la calvicie en su cráneo, al tiempoque él daba cuenta del gulash y los puerros. La mirada esuna especie de alfiler que todos reconocemos cuando nosperfora la piel o las solapas; había ocasiones en que el jo-ven advertía el interés de Menz, levantaba el rostro delplato y lo hacía rebotar sobre el espejo del fondo, para quese pudieran leer bien su confusión y su desconfianza. Enesos momentos, Menz regresaba a las natillas con fuerza en-carnizada, y tanta que el cuenco no tardó en hallarse vacío.

    —¿Ha terminado? —le dijo el camarero, recogien-do la vajilla.

    —Un café, por favor —murmuró Menz.El camarero arqueó las cejas, sorprendido de la

    petición: el inspector Menz solía concluir la estricta cere-monia del almuerzo con el postre, luego del cual regresa-ba a la calle arrastrando somnoliento los zapatos por elpasillo de mesas. Seguramente quería sacar máximo par-tido a la invitación del señor Eirescu, que había ordenadono aceptar el dinero del inspector hasta nuevas órdenes,y es que el dueño del local era un individuo excéntrico.Con el fin de refrenar su impaciencia, Menz se dedicó aretorcer la punta de la servilleta entre los dedos. Debía sermás cauto; jugaba a descifrar los dibujos del biombo ja-ponés y a veces arrojaba miradas de soslayo contra el es-pejo, como quien tiene cuidado de evitar la picadura de

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  • un alacrán. El joven acababa de sacar un periódico plega-do del bolsillo de la chaqueta, junto con unos papeles decolor rosa que había colocado frente a él. Se llevaba lospedazos de gulash a la boca y al mismo tiempo recorríaun titular que Menz no podía ver: las noticias le interesa-ban más que la comida, porque había veces en que la car-ne oscilaba en la punta del tenedor y terminaba por es-trellarse sobre el mantel, sin que el desconocido parecieraimportunarse mucho. El café resultaba demasiado amar-go y áspero para Menz, por no contar los sobresaltos conlos que injuriaba su corazón; concedió un breve sorbo ala taza que le había puesto delante el camarero, antes deadvertir con una sonrisa que el joven se levantaba de sumesa y corría al lavabo un momento. No era para menos:aún no había concluido el primer plato y ya faltaba mediabotella de Golka. Sabía de sobra que aquel tipo de com-portamiento no estaba bien, que no iba a resultarle fácilencontrar excusas adecuadas si se internaba en un aprie-to, pero las objeciones son asuntos de la razón y AndreasMenz era un juguete del instinto. Se puso rápidamente enpie, dio la vuelta, corrió hacia la mesa que el desconocidoacababa de abandonar. El periódico se apoyaba sobre labotella de vino a modo de atril; en el encabezamiento fi-guraba una fotografía con una mansión de estilo guiller-mino y un lema en letras aparatosas: El coronel que perdióla cabeza. Apenas tuvo tiempo de examinar el subtítulo ycomprobar que se trataba de Der Vorfall, el semanariosensacionalista que sólo disfrutaba acumulando crímenes,sangre y cadáveres; Menz leyó: Se suicida disparándoseen el ojo izquierdo. De los documentos de color rosa queacompañaban a la servilleta al otro lado de la mesa, sólopudo entrever que se encontraban rubricados con la cruzgamada, porque antes de que se diera cuenta el joven es-taba de regreso y se sentaba a la mesa de nuevo: no había

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  • salido a los servicios, sólo a tomar una pluma del abrigoque tenía en el guardarropa. Durante unos segundos, eljoven mantuvo la pluma desenroscada en la mano dere-cha, sin volver al gulash ni al titular que le había interesa-do y que quería subrayar, cerciorándose con gesto de in-dignación de que Menz se alejaba el número de mesasnecesario. Y en efecto, Menz retrocedía por el pasillo, endirección a la salida, con una nuez atravesada en la gar-ganta que le hacía muy doloroso el esfuerzo de tragar saliva:a veces hasta él mismo se sorprendía de su propia estupi-dez. Qué buscaba espiando los papeles de aquel individuoque acabaría de caerse del estribo de un vagón de terceraclase, qué le forzaba a incomodar a un pobre funcionariode provincias metiéndole los ojos por la coronilla hastahacerle indigestarse con su plato de gulash. Bueno, su ra-zón no contaba con respuestas a aquellas preguntas, perosí el órgano que alojaba en el interior de su tórax, aquellacosa atrofiada que tan pocas ocasiones tenía de exponersus opiniones, al menos desde la desaparición de Elsbeth.El joven llamaba a Menz de una manera oblicua y oscu-ra, sentía como cuan