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1 1 La influencia de pueblos y culturas de Mesopotamia en la Biblia hebrea (18-07-2019. 1074) Escribe Antonio Piñero. Sobre el libro de Francesc Ramis Darder, Mesopotamia y el Antiguo Testamento, 2019. 238 pp. Acaba de publicar la editorial Verbo Divino un volumen que me parece que puede eliminar ciertos dolores de cabeza de muchas personas interesadas no solo por el Antiguo Testamento (mejor expresado por el sintagma Biblia hebrea, que es políticamente más correcto respecto a los judíos), sino por poner orden al gran barullo mental que nos produce la historia de esa región, muy pequeña por cierto, donde se congregaron pueblos diversos, lenguas diferentes, culturas variadas, dinastías con reyes de nombres raros: sumerios, acadios, babilonios, neoacadios, neobabilonios, casitas y persas, donde intervinieron otros pueblos cercanos como los hititas de Anatolias y los hurritas de Mitanni… ¡Qué jaleo! ¡Qué enorme confusión de elamitas, casitas asirios y babilonios en una misma zona geográfica! Imposible de retener ordenadamente en la memoria sin confundirse a menudo y groseramente. Pues bien, este libro pone orden y concierto en todo este magma…, a menudo confuso pero interesantísimo a la vez y siempre, porque esa región regada por el Tigris y el Éufrates y su afluentes es la cuna de la civilización que luego se extiende a Occidente, y el humus donde crecieron tantas historias míticas, que tienen acogida en la Biblia y que tanto han repercutido en nuestro imaginario religioso. El eco cultural de Mesopotamia es enorme en la literatura y en la religión de los hebreos y, por tanto en el cristianismo. Los mitos, o símbolos religiosos, que han sido moldeados, o se ven afectados por la cultura que nació en esa religión son muy importantes: el origen del universo, el modo cómo lo entendemos o nos lo imaginamos, (la cosmología), el origen del ser humano, la historia y genealogía de personajes bíblicos de los inicios, el pecado original, el diluvio, la confusión de las lenguas, la legislación bíblica, el mundo de los profetas… No nos extrañemos de hablar de mitos y leyendas recogidas por la Biblia, porque también Platón los emplea cuando hay ciertos ámbitos de la vida mental-religiosa que se iluminan mejor con historias y leyendas que con sesudas definiciones de talante filosófico. Este carácter de las imágenes, conceptos y manifestaciones religiosas sobre Dios es absolutamente necesario, si se cae en la cuenta de que, por principio, la divinidad es lo esencialmente otro y, en principio también, incomunicable. En estricta puridad no podemos hablar de lo inefablemente Otro si no es a base de símbolos, analogías, leyendas y mitos. Afirma el jesuita Roger Haight:

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1 La influencia de pueblos y culturas de Mesopotamia en la Biblia hebrea

(18-07-2019. 1074)

Escribe Antonio Piñero.

Sobre el libro de Francesc Ramis Darder, Mesopotamia y

el Antiguo Testamento, 2019. 238 pp.

Acaba de publicar la editorial Verbo Divino un volumen que

me parece que puede eliminar ciertos dolores de cabeza de

muchas personas interesadas no solo por el Antiguo

Testamento (mejor expresado por el sintagma Biblia

hebrea, que es políticamente más correcto respecto a los

judíos), sino por poner orden al gran barullo mental que nos

produce la historia de esa región, muy pequeña por cierto,

donde se congregaron pueblos diversos, lenguas

diferentes, culturas variadas, dinastías con reyes de

nombres raros: sumerios, acadios, babilonios, neoacadios,

neobabilonios, casitas y persas, donde intervinieron otros

pueblos cercanos como los hititas de Anatolias y los hurritas

de Mitanni… ¡Qué jaleo! ¡Qué enorme confusión de

elamitas, casitas asirios y babilonios en una misma zona geográfica! Imposible de retener

ordenadamente en la memoria sin confundirse a menudo y groseramente.

Pues bien, este libro pone orden y concierto en todo este magma…, a menudo confuso pero

interesantísimo a la vez y siempre, porque esa región –regada por el Tigris y el Éufrates y

su afluentes – es la cuna de la civilización que luego se extiende a Occidente, y el humus

donde crecieron tantas historias míticas, que tienen acogida en la Biblia y que tanto han

repercutido en nuestro imaginario religioso. El eco cultural de Mesopotamia es enorme

en la literatura y en la religión de los hebreos y, por tanto en el cristianismo. Los mitos,

o símbolos religiosos, que han sido moldeados, o se ven afectados por la cultura que nació

en esa religión son muy importantes: el origen del universo, el modo cómo lo

entendemos o nos lo imaginamos, (la cosmología), el origen del ser humano, la

historia y genealogía de personajes bíblicos de los inicios, el pecado original, el

diluvio, la confusión de las lenguas, la legislación bíblica, el mundo de los profetas…

No nos extrañemos de hablar de mitos y leyendas recogidas por la Biblia, porque también

Platón los emplea cuando hay ciertos ámbitos de la vida mental-religiosa que se iluminan

mejor con historias y leyendas que con sesudas definiciones de talante filosófico. Este

carácter de las imágenes, conceptos y manifestaciones religiosas sobre Dios es

absolutamente necesario, si se cae en la cuenta de que, por principio, la divinidad es lo

esencialmente otro y, en principio también, incomunicable. En estricta puridad no

podemos hablar de lo inefablemente Otro si no es a base de símbolos, analogías,

leyendas y mitos. Afirma el jesuita Roger Haight:

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“El movimiento de todo pensamiento teológico desde abajo hacia Dios procede sobre

la base de la experiencia religiosa y del lenguaje simbólico. El carácter simbólico de

todas las imágenes, conceptos y manifestaciones religiosas sobre Dios tiene una inmensa

importancia… que queda realzada en el grado en el que se la ignora… Se podría decir que

el lenguaje religioso es simbólico, metafórico, analógico y basado en modelos; cada

uno de estos marcos de referencia permite reconocer que el objeto del lenguaje religioso es

trascendente y no está disponible de modo inmediato. Tal lenguaje, por tanto, no es el

trasunto de una representación objetiva, no es referencial de modo inmediato, o

lógicamente descriptivo o demostrativo en su referencia. El lenguaje religioso tiene

siempre una estructura metafórica, porque su referente, Dios, se concibe siempre

implícitamente ‘como’, como algo vehiculado por el lenguaje ordinario sobre objetos

intramundanos. Este lenguaje es simbólico y análogo porque su objeto trascendente es

similar y diferente al mismo tiempo a su análogo finito y simbólico. Tal símbolo, por tanto,

apunta hacia lo trascendente, que está fuera de sí, y lo

hace presente para que el ser humano pueda

encontrarse con él” (Jesús, símbolo de Dios, Madrid,

Trotta, cap. 16, “La Trinidad”).

El autor del libro que hoy presentamos, Francesc

Ramis, se siente heredero de otros trabajos en lengua

hispana sobre Mesopotamia y a Biblia hebrea como el

de Maximiliano García Cordero (Biblia y legado del

antiguo Oriente, de 1977, Madrid, B.A.C.) y el de

Joaquín González Echegaray (La Biblia y el Creciente

fértil, de 1990, editorial Verbo Divino). Nuestro autor

pretende, a la vez que expone la historia de Meso-

potamia y su literatura, explicar con sencillez y claridad

cómo han influido la historia y su literatura en las narraciones bíblicas. El pensamiento

religioso de Sumeria, Acadia y Babilonia, y Persia / Mesopotamia moldeó

profundamente la teología del Antiguo Testamento basada en narraciones legendarias

y mitos que no eran originariamente de Israel, pero que el pueblo hebreo supo

personalizar y delinear con más precisión dentro de una teología que apunta

decididamente al monoteísmo desde al menos el siglo VIII a. C.

Seguiremos comentando algunos aspectos notables de este libro.

Saludos cordiales de Antonio Piñero

2 El jardín del Edén. Mesopotamia, eco bíblico del paraíso terrenal (21-

07-2019. 1079

Escribe Antonio Piñero

Comento hoy el primer capítulo (“Geografía y descripción del paraíso”) del libro de Francesc

Ramis Darder, “Mesopotamia y el Antiguo Testamento”, que ha publicado muy

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recientemente la editorial Verbo Divino. Mi breve

comentario de hoy indicará el carácter del libro y

cómo está construido. Como la historia de la región

mesopotámica y sus habitantes abarca un dilatado

arco temporal, el autor se ciñe a la consideración de

esa zona desde que forma una entidad política

perceptible: el surgimiento de los sumerios (hacia

el 3.000 a. C.) hasta la época de Ciro II, el Grande,

monarca persa que conquistó la zona en torno al 539

a. C. El autor se detiene ahí y no considera las

etapas históricas de la región dominadas por los

persas, tras el asentamiento del poderío de Ciro II,

y por los soberanos helenísticos.

El sistema del comentario por parte del autor, en general, es recorrer los hitos históricos

que convienen para los pasajes bíblicos veterotestamentarios en los que se percibe

el influjo de las leyendas y la historia mesopotámica y hacer una lectura de esos

pasajes evocando también el pensamiento bíblico completo, es decir, aduciendo otros

textos del Antiguo Testamento que ayuden a comprender bien el trasfondo de la leyenda.

Se trata, por tanto, de un ejercicio de hermenéutica del texto bíblico, y una suerte de

comentario del pasaje en cuestión y de otros, como en una suerte de “lectio divina”.

El capítulo primero se ocupa de la descripción del paraíso terrenal en el libro del

Génesis. El texto es Gn 2,7-15, cuya redacción definitiva se presume que es bastante

tardía, del siglo V a. C., aunque las leyendas forman su base procedan como mínimo

del siglo XVIII a. C., época del rey babilonio Hammurabi.

Según nuestro autor, la descripción del Edén bíblico evoca el resultado completo de la

historia mesopotámica, y de los inmensos esfuerzos por hacer que la riqueza natural de

aquella zona, tan irrigada por el Tigris y Éufrates y multitud de afluentes, se convirtiera desde

un territorio inhóspito, salvaje y más bien, tal como estaba en los inicios, en una suerte

de jardín/huerto feraz. Al parecer desde tiempos muy antiguos una intensa labor de

desbroce y limpieza, y una tenaz política hidráulica muy precisa (presas, acueductos,

embalses y canales) hizo de la zona algo inusitadamente feraz. Considérese también que

allí abundaban en estado salvaje ovejas, cabras, vacas, cerdos y camellos y que crecían

espontáneamente lo cereales básicos como el trigo y la cebada.

La Biblia con su relato hace que ese lugar inhóspito, pero potencialmente feraz de los

inicios de la civilización, se convierta por obra divina en un jardín. Fue Dios “el que plantó

un jardín del Edén” (Gn 2,8); no fue obra humana. En esa frase, el vocablo “edén” significa

lo “excelente” y “delicioso” (2 Samuel 1,24; Jeremías 51,34; Salmo 36,9). Y según nuestro

autor este hecho no es más que el trasunto de la idea, histórica, de que la región “era una

suerte de jardín protegido por los reyes, lugartenientes de los dioses, para propiciar la

felicidad del hombre. Así lo certificó Hammurabi en el prólogo del código que lleva su

nombre: «Los dioses Anum y Enlil me eligieron… para proclamar el derecho en este país

y para que pudiera iluminar el país para asegurar el bienestar de la gente»” (p. 25).

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Ramis Derder anota que el término “jardín”, plantado por mano de Dios, evoca el ámbito

divino en el que la divinidad protege y defiende especialmente al ser humano, citando

a Is 58,11:

“Te guiará Yahveh de continuo, hartará en los sequedales tu alma, dará vigor a tus

huesos, y serás como huerto regado, o como manantial cuyas aguas nunca faltan”, y a

Jeremías 31,12: el pueblo judío, liberado de sus enemigos, “acudirá al regalo de Yahvé:

al grano, al mosto, y al aceite virgen, a las crías de ovejas y de vacas, y será su alma

como huerto empapado, no volverán a estar ya macilentos”.

Así puede entenderse bien, a la luz de la feracidad del territorio, ayudada por mano humana,

el relato que le Génesis atribuye solo a Dios, tras formar al hombre (solo varón al

principio) del polvo:

“Luego plantó Yahveh Dios un jardín en Edén, al oriente, donde colocó al hombre que

había formado. 9 Yahveh Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a

la vista y buenos para comer, y en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la

ciencia del bien y del mal. 10 De Edén salía un río que regaba el jardín, y desde allí se

repartía en cuatro brazos. 11 El uno se llama Pisón: es el que rodea todo el país de

Javilá, donde hay oro. 12 El oro de aquel país es fino. Allí se encuentra el bedelio y el

ónice. 13 El segundo río se llama Guijón: es el que rodea el país de Kus. 14 El tercer río

se llama Tigris: es el que corre al oriente de Asur. Y el cuarto río es el Éufrates. 15 Tomó,

pues, Yahveh Dios al hombre y le dejó en al jardín de Edén, para que lo labrase y

cuidase”.

Resulta que el motivo del “árbol del bien y del mal” procede también de la teología

mesopotámica, que hace de la presencia de los árboles uno de los ejes que sustentan la

existencia del mundo. Escribe nuestro autor: “Así lo señala a modo de ejemplo, la epopeya

de Gilgamesh, obra señera de la literatura mesopotámica, que muestra cómo en la

ciudad de Eridu, el centro del mundo, se yergue un árbol negro, el kinsanu, alegoría

de la presencia de la diosa Ea, consejera del ser humano, que se paseaba en torno al

árbol” (p. 27).

Como puede observar el lector, este entrecruzamiento de historia mesopotámica, relato del

Génesis y aportación de sentido por medio de otros textos bíblicos convierte a este libro en

interesante lectura, y agradable.

Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero

3 Cómo se concebía el universo en Mesopotamia y la cosmología

bíblica (25-07-2019. 1080)

Escribe Antonio Piñero

En extremo interesante para comprender el universo bíblico, e indirectamente la función de

Dios en ese universo y el papel del ser humano en él, es el capítulo 5 (“Eclosión de los reinos

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amorreos. Cosmología sumerio-acadia, cosmología bíblica”) en la sección dedicada a la

explicación de la constitución del mundo, en las pp. 104-108, del libro de Francesc Ramis

Darder, “Mesopotamia y el Antiguo Testamento”, que ya he comentado anteriormente. El

libro está publicado por la editorial Verbo Divino, en 2019, en la colección “El mundo de la

Biblia”, y su ISBN es 978-84-9073-490-2.

Señala nuestro autor que cuando los amorreos (antecesores de los cananeos/hebreos)

penetraron en Mesopotamia, hacia el año 2.000 a. C., quedaron deslumbrados por la

tradición sumerio-acadia. Y añado por la inmediata sucesora de estas, la babilonia (no

olvidemos que Hammurabi empuñó el cetro de Babilonia desde 1792 al 1750 a. C.). Más

tarde, los autores de la Biblia, al fin y al cabo de estirpe semita y de la misma familia

lingüística, integraron esa cultura que se transformó en el trasfondo de muchas

narraciones veterotestamentarias, como ya indicamos. El origen bíblico del cosmos, su

estructura, la creación del hombre, el paraíso, el diluvio, y algunos relatos más de nuestra

Biblia hebrea no son más que acomodaciones a una teología monoteísta de la

concepción del universo politeísta que tenían sus antecesores sumerios-acadios-

babilonios.

Parafraseo la p. 104 del mencionado libro: La parte inferior del

cosmos completo estaba constituida por la ‘tierra’, un disco

sólido formado por montañas y valles, surcado por ríos, acotado

por mares y lagos, que era el ámbito de la existencia humana.

La parte superior era el ‘cielo’, que tenía una bóveda, de

material duro, metálica. Ese espacio en forma de bóveda

contenía una enorme masa de agua dulce (las denominadas

“aguas superiores”) y tenía compuertas que los dioses abrían

para dejar la benéfica lluvia caer sobre la tierra. Entre el cielo y la

tierra estaba el aire. Al principio, la bóveda se pensaba como una

masa indeterminada; posteriormente se imaginó que estaba

dividida en tres partes, cuya superior estaba habitada por los

dioses superiores.

La luna y las estrellas eran concentraciones de aire y fuego. Las estrellas fijas estaban

ancladas en la bóveda celeste; y el sol, la luna y los planetas entonces conocidos circulaban

por unas como estrías que poseía esa bóveda y marcaban el curso de esos astros no fijos,

sino móviles. Debajo de la tierra había también mucha agua, “las aguas inferiores”, que

contenía además un lugar oscuro, el depósito de los humanos difuntos. Los hombres habían

aparecido sobra la tierra por voluntad de los dioses. La creación del primer hombre fue

realizada por ellos amalgamando arcilla previamente amasada y la sangre de un dios inferior

degollado. Así, el hombre es terrestre, pero tiene algo de divino. Los animales fueron

creadosa partir también de arcilla, pero sin rastro alguno de sangre divina. Eran como un

ejército de seres al servicio del ser humano. Y espontáneamente habían surgido del ser

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humano. Y espontáneamente habían surgido de la tierra los vegetales, también para servir

a los humanos.

Ramis Darder describe (pp. 106-107) el cosmos de la Biblia hebrea como un producto de

esta tradición sumeria-acádica-babilónica. Ese cosmos era en realidad muy pequeño. La

tierra era plana, un disco sostenido por columnas, que –a su vez– se apoyaban de modo

misterioso sobre un mar inferior, bajo la superficie terrestre (Sal 24,2). Naturalmente,

esas columnas se cimbreaban un poco y provocaban los terremotos que siente la tierra de

vez en cuando (Sal 75,4). Bajo la tierra hay un inmenso depósito de agua, que alimenta

mares, fuentes y ríos. Y también existe un lugar lóbrego, el sheol, que es el depósito donde

se guardan las “sombras”, o humo, que tienen figura reconocible, de los humanos que

pasaron sobre la superficie de la tierra.

Los extremos de esa superficie terrestre tenían montañas muy altas, que eran como las

columnas que sostenían el cielo (Job 26,11). Este se concebía también como una

campana o bóveda que se llamaba el “firmamento”, que a su vez sostenía las aguas

superiores, desinadas a las lluvias (Gn 1,7). También esa bóveda celeste tenía

compuertas (Is 24,18), de la que caía la lluvia (Mal 3,10).

Y ahora cito literalmente (p. 107): “El firmamento desempeñaba una doble función. En

primer lugar separaba las aguas de la superficie de la tierra (mares, lagos, ríos y fuentes) de

las aguas situadas sobre ese firmamento que ocasionaban la lluvia (Gn 1,6). El susodicho

firmamento sostenía también al sol, la luna y las estrellas (fijas), que no son dioses, sino

que penden del firmamento para separar el día de la noche, y servir de señales para

distinguir las estaciones, los años y los días. También desempeñan la tarea de alumbrar la

tierra (Gn 1,15). Así el sol durante el día, y la luna por la noche, recorren la campana del

firmamento. Y sobre las aguas del firmamento hay una superficie sólida que envuelve

todo el cosmos (Gn 1,6). Más allá de esta segunda cubierta está la morada divina –un

único dios–, el trono del Señor, inaccesible para el ser humano (Ez 1,22.26; 10,1).

“La superficie terrestre veía crecer las plantas, puesto que a la orden de Dios la tierra hacía

brotar hierba verde que engendra semillas, según su especie, y árboles que dan frutos (Gn

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1,12). Después el Señor determinó que bulleran las aguas de seres vivientes, que los pájaros

volaran sobre la tierra; y a continuación creó los grandes cetáceos; acto seguido dio origen

a los animales terrestres y finalmente al hombre (Gn 1,11-27).

Como puede verse fácilmente hay una semejanza estructural muy estrecha entre la

cosmología de la Biblia hebrea y la antigua sumeria-acádica-babilónica. El próximo día

extraeremos unas consecuencias de esta cosmología que creo fundamentales no solo para

la comprensión del Antiguo Testamento, sino para hacernos una idea de cómo

entendieron Jesús y Pablo de Tarso la actuación de la divinidad para rescatar al ser

humano del lapso de Adán dentro de este universo tan pequeñito.

Seguiremos, pues.

Saludos cordiales de Antonio Piñero

4 La cosmovisión sumeria-acádica-babilónica es la misma que la de

Jesús de Nazaret y de Pablo (28-07-2019.1081)

Escribe Antonio Piñero

Dijimos en la postal anterior que la antigua concepción hebrea del mundo se basa

fundamentalmente en la imagen del mundo que presentamos en el gráfico adjunto a la

postal. Los hebreos añadieron a la que añadían algunas precisiones, que intentaban

formar un sistema más concorde con sus ideas de un Dios único.

A partir de un caos originario e informe, que se corresponde con las aguas subterráneas

de la imagen que presentamos (G: base del océano terrestre), Dios era quien había creado,

u ordenado, el cielo, la tierra y los abismos: las tres entidades formaban el “todo”, el

universo, concebido generalmente con las mismas tres partes: el cielo arriba; la tierra

abajo, y por debajo de ella el mundo subterráneo, constituido en parte por esas aguas

caóticas primordiales y por el reino de los muertos.

Obsérvese de nuevo que –como dijimos también– según Gn 1,1-2, no queda claro del

todo si la creación de cielos y tierra es a partir de la nada (no lo dice el texto

estrictamente), o bien a partir de un caos originario e informe, sobre el que aleteaba el

espíritu divino. Y no es opinión mía, sino de gente mucho más experta que yo en la

cosmogonía cananea (los israelitas eran una rama de este pueblo), como es Gregorio del

Olmo Lete. Este Dios es considerado a la postre como único absoluto, porque el texto

final del Génesis está redactado en torno al siglo V a. C. Anteriormente al exilio de

Babilonia es muy posible que el monoteísmo absoluto no fuera la fe del pueblo hebreo

en general, sino el henoteísmo."Yahvé no era un dios único (había otros), pero sí el

más fuerte y poderoso. A él solo debía adorarse. Y los hebreos tenían la suerte que ese

Dios poderoso era el suyo.

Dijimos también que los israelitas modificaron el número de esferas celestes hasta

siete, número que indica la perfección. El cielo, en su esfera superior, la séptima, es

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la morada del Dios único y de su corte celestial, ángeles superiores, arcángeles o

“ángeles de la faz”, es decir, que ven directamente el rostro de Dios. Los espíritus

angélicos en general sustituyen a los dioses secundarios de los acadios y babilonios

de su panteón politeísta.

Los astros entre el cielo y la tierra estaban gobernados por delegados de Dios,

ángeles también o arcontes celestes. Unos astros eran buenos y otros perversos, según

el gobierno de sus ángeles, que hacían variar sus órbitas en el caso de los malvados porque

no quieren obedecer a Dios. Los que rigen las estrellas fijas, de órbitas inmutables, sin

buenos. Los que gobiernan los planetas son ángeles rebeldes, por lo que los planetas no

tienen una órbita perfecta, circular.

La tierra se concebía unas veces como un cuadrado, y otras como una especie de rodaja

redonda cuyos límites coincidían con el fin de los cielos en su parte inferior. Los hebreos

seguían manteniendo que las esferas celestes estaban sustentadas por unas enormes

columnas, alejadas entre sí, pensadas como montañas grandes y estilizadas; el mundo

subterráneo tenía también sus columnas sustentantes proyectadas hacia abajo.

Pero con el paso del tiempo, el judaísmo helenizado, a partir sobre todo del siglo III a.

C. subordinó esta cosmovisión:

A) A una fe monoteísta en un Dios único. Los dioses secundarios se transforman en

ángeles y demonios, siendo los primeros los cortesanos del Rey único. Como gema

preciosa de la creación este Dios único había plasmado el ser humano;

B) A una concepción apocalíptica muy extendida en círculos de piadosos: fuera de Dios

todo está sujeto a una ley divina: el tiempo inexorable es el que conforma una historia del

universo y del ser humano diseñada desde siempre por la divinidad. La historia avanza en

línea recta desde los orígenes (creación y el paraíso para el ser humano) hasta la

consumación final con peripecias diversas. El universo era al principio bueno y

perfecto, pero luego resultó tremendamente desordenado por los pecados y la mala

inclinación del hombre. Finalmente Dios volverá a poner orden en su creación, y

volverá a generarse un nuevo todo, un mundo futuro, similar al del principio,

probablemente unos cielos nuevos, o renovados, y una tierra nueva, o renovada, en

donde los seres humanos justos (israelitas o convertidos) vivirán felices por siempre

jamás.

Este es el mundo en el que vivía y pensaba, sin duda, Jesús de Nazaret. Y este

universo semita coincide en parte con la del otro mundo al que pertenece Pablo, nacido

en Tarso en Asia Menor, el helenismo, de lengua griega. Detengámonos un momento en

considerar la cosmogonía griega de la época de Jesús y de Pablo, porque en algunos

rasgos es parecido, pero teniendo en cuenta que para los griegos el cielo y la tierra

existen desde siempre: la materia es eterna. El primero es como la mitad de una esfera,

sólida. Este “cuenco” celeste cubre una tierra que es plana. La parte del espacio entre la

tierra y el cielo hasta las nubes contiene aire o éter. Bajo la tierra, y hacia abajo, hay un

espacio amplio, en cuyo final hunde sus raíces el Tártaro. La tierra está circundada por

un río inmenso, el Océano.

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Es importante recalcar, insistir una y otra vez porque no suele decirse, que en esta

imagen del universo se basa la estructura mental de Jesús de Nazaret y de Pablo de

Tarso, obtenida fundamentalmente de la lectura de los libros sagrados: tanto Jesús

como Pablo dependen de la Biblia hebrea, o de parte de la mentalidad griega del otro.

Ambos personajes son pensadores apocalípticos, cuyas ideas básicas encajan

perfectamente en ella. En el caso de Pablo, el hecho de que concebía el mundo según

esta cosmovisión se confirma por 2 Cor 12,1-2: Vendré a las visiones y revelaciones del

Señor. 2 Sé de un hombre en Cristo de hace catorce años, si en el cuerpo o fuera del cuerpo

no lo sé, Dios lo sabe…; ese tal fue arrebatado hasta el tercer cielo…

En esta imagen del universo asumida más en concreta por Pablo, ya que de Jesús no

quedan testimonios expresos, Dios, por muy alejado que se lo presente y a pesar de la

distancia entre el cielo y la tierra, está relativamente cerca. En ellos parece que está ya

afianzada la idea de la creación, aunque la precisión de que esta fue “desde la nada” es una

determinación posterior en el tiempo. El universo así concebido es en sí muy pequeño;

la divinidad es una entidad muy próxima, y se concibe además antropomórficamente.

Sus rasgos básicos son como los humanos, aunque su pensamiento sea siempre muy

superior. La tierra es el centro preferente de la creación divina, y hacia ella dirige

siempre sus ojos el Dios único, pues en ella ha creado, a su imagen y semejanza, al

ser humano. Ángeles y demonios, además de cortesanos, tienen la función de

emisarios buenos, los ángeles, ya de sus contrapartidas perversas, los demonios,

cuya misión es a veces poco explicable. Pero ambas clases rellenan el hueco entre el

cielo y la tierra, actuando constantemente en la esfera de los hombres y salvando así

la distancia entre Dios y el hombre. Pero Dios dirige, consiente o permite todo, arriba

y abajo, con designios muchas veces misteriosos.

Y esta concepción del universo, tan pequeña y manejable, tiene enormes

consecuencias en uno de los sustentos del cristianismo paulino de hoy: la teoría de

la redención (muerte en cruz del hijo de Dios) del ser humano, que como hijo del

primer hombre ha estropeado el designio divino a la hora de la creación.

Saludos cordiales de Antonio Piñero

5 La idea del mundo condicionó la mentalidad de Jesús y de Pablo (6-

08-2019. 1083)

Escribe Antonio Piñero

Concluíamos en nuestra postal anterior que la concepción del universo sumeria-acádica-

babilónica, tan pequeña y manejable, tiene enormes consecuencias en uno de los

sustentos del cristianismo paulino de hoy: la teoría de la redención (muerte en cruz

del hijo de Dios) del ser humano, que como hijo del primer hombre ha estropeado el

designio divino a la hora de la creación. Y añado en cuanto a Jesús de Nazaret que el

sentido de familiaridad con Dios, la fuerte impronta en su teología sobre la filiación

divina solo es posible en un mundo en el que el Dios alejado y trascendente,

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teóricamente, está a la vez al alcance de la mano. La comunicación con Dios es

posible; el interés de Dios por el mundo, igualmente; por medio de la oración es

posible que el profeta de Galilea esté absolutamente seguro de que conoce la voluntad

de Dios que complementa la palabra de este en las Escrituras. Todo es posible en un

universo pequeño.

Y si Jesús hubiese nacido en el siglo XXI, muy probablemente no habría tenido esta

concepción acerca de su comunicación con Dios. Y tampoco el primer evangelista,

cronológicamente, Marcos, habría llegado a imaginar que en el bautismo de Jesús, el

héroe e su relato, se abren –mejor “se rasgan”, indicando la cercanía– los cielos, y

una voz declara a Jesús hijo de Dios, (por adopción, naturalmente).

Y respecto a Pablo esta cosmovisión explica aspectos esenciales de su teología, como

he explicado en mi obra “Guía para entender a Pablo. Una interpretación del pensamiento

paulino, Trotta, Madrid, 2ª edición, 2018:

No es de extrañar que el pecado del primer ser humano, Adán –concebido como la

enemistad y separación del hombre de la divinidad creadora– genere en la mente divina

graves problemas, ya que el hombre es lo más preciado de lo salido de entre sus manos

(Salmo 8): la enemistad y el distanciamiento humanos respecto a Dios –debidos al

pecado de Adán– distorsionan el diseño creativo de aquel. Así se explica el enorme

interés de la divinidad por rescatar al hombre, al precio que fuere, de las

consecuencias de su lapso, pues su caída repercute además en la creación entera. Es

preciso borrar esa falta de Adán. Dios, pues, hará lo que fuere necesario por restablecer

los lazos rotos por el pecado, hasta lo máximo.

Según Pablo, Dios decide enviar a su Hijo al mundo para que intervenga en él y lo

restaure. Y así lo decide. Para que el envío sea efectivo, este Hijo adoptará una forma

como la de los hombres para que estos lo sientan más cercano. Dios hace que la idea

de mesías (de Israel y del mundo, añade Pablo) que prexiste en la mente divina antes de

la creación del universo se encarne en un ser humano, perfecto por su obediencia a Dios

y a su Ley, un hombre escogido de la estirpe de David (Romanos 1,3-4) y que es

constituido plenamente “Hijo de Dios” con poder, según el Espíritu de santidad, después

de su resurrección de entre los muertos, y exaltación a los cielos a la diestra de su

Padre.

Pero al actuar en el mundo, el Hijo se encuentra con dos potentes enemigos, el Pecado

y la Muerte, a los que derrota. El Hijo derrota al Pecado viviendo sin pecado y siendo

obediente al máximo, incluso hasta la muerte. Y gracias a la victoria de su resurrección

y vuelta al ámbito celeste, derrota a la Muerte, al ser el la primicia de los que habrán de

resucitar para una vida eterna sin muerte alguna. El Hijo, tan preciado por su Padre,

perece en una suerte de ofrenda voluntaria de su vida. Pero este acto de obediencia

perfecta calma la ira de la divinidad por el pecado de Adán y sus descendientes y logra

que se restituya la amistad primigenia entre la divinidad y su criatura. La creación

entera salta de gozo y comienza su restauración.

Este es el marco en el que se desarrolla el tiempo mesiánico de Pablo, momento de la

solución definitiva al problema del pecado primigenio descrito en Gn 3, según proclama

su evangelio y en el que él vive. El sentido sacrificial de la muerte del Hijo, el Mesías,

según Pablo se comprende muy bien si situamos el sacrificio de su muerte dentro del

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ámbito de este universo pequeño, semita, que hemos descrito y dentro igualmente

dentro de las ideas de los habitantes del Mediterráneo oriental sobre el valor de la

sangre como purificadora redentora, en el sacrificio.

En mi libro sobre Pablo pongo como ejemplo para entender la mentalidad paulina el

caso del rey Jiel de Betel, que se cuenta en la Biblia hebrea. En Josué 6,26, tras la

conquista de Jericó por los israelitas, se lee: “En aquel tiempo Josué pronunció este

juramento: ¡Maldito sea delante de Yahvé el hombre que se levante y reconstruya esta

ciudad (Jericó)! ¡Sobre su primogénito echará su cimiento y sobre su pequeño colocará las

puertas! Y en 1 Reyes 16,34 se narra cómo se cumple la profecía: “En su tiempo Jiel de

Betel reedificó Jericó. Al precio de Abirón, su primogénito, puso los fundamentos, y al

precio de su hijo menor Segub, puso las puertas, según la palabra que dijo Yahvé por

boca de Josué, hijo de Nun”.

Este par de textos presenta las siguientes perspectivas: rey – grave problema - hijo

muy querido - sacrificio de éste - solución del problema. La interpretación de la muerte

del Mesías como sacrificio tiene los mismos elementos: rey (celestial) – grave

problema (falta de Adán; pecado; muerte; separación/enemistad de la criatura

respecto al Creador) – hijo muy querido (enviado a la tierra) – sacrificio (muerte en

cruz) – solución del problema (restauración del orden: Creador y criatura vuelven a la

amistad).

Las circunstancias son distintas, pero el esquema mental es muy similar. Me parece muy

plausible que Pablo, como buen judío, albergara una concepción parecida; y en concreto

que, como judío helenístico, tampoco le repugnara la noción sacrificial en sí, porque en

su entorno el sacrificio y la sangre, incluso el sacrificio humano, vicario, de una

persona para que otras no tuvieran que morir, eran considerados manera habitual de

solucionar problemas entre las divinidades y los humanos. Así, desde Agamenón y su

hija Ifigenia, en Áulide, o de Creonte, en la tragedia “Las Fenicias” de Eurípides,

preparado para la muerte para redimir a su patria (v. 969), o de la bella Alcestis,

dispuesta a morir para salvar la vida de su esposo: “Alcestis” vv. 155. 284.

La cosmovisión semítica, de un mundo muy pequeño con un Dios al alcance de la

mano y que mira constantemente hacia su creación, puede iluminar también otros

varios aspectos de la ideología de Pablo:

Así, la elección de un pueblo, dentro de una tierra muy pequeña, que esté dispuesto a

obedecer a Dios y a llevar adelante sus designios, a pesar de los fracasos del resto de

los humanos, y que sirva como de faro a la humanidad. De este modo, al menos una

parte de creación en cuanto a su parte principal, los hombres, estará con Dios en la historia

y el resto tiene un ejemplo al que atenerse.

· En un diseño holístico, global, como es el de este universo tan abarcable, el vocablo “todo”

significa muy probablemente el “conjunto del diseño”, no las partes. Por ello el problema del

mal no es absolutamente grave ya que el que lo padece, el individuo, carece de entidad

respecto al Todo. Tampoco lo es el que bastantes de los humanos se condenen, con tal de

que el Todo se salve.

· Pablo puede acusar a los gentiles de ciegos y empecinados al no ver la hermosura y

la perfección de lo creado y de no dar honra a la gloria divina, que así lo hizo, estando todo

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ello tan a su mano. Los gentiles han sustituido voluntariamente la adoración del Dios creador

por la veneración de falsos dioses, entidades inanes e intramundanas.

· Si la divinidad suprema ocupa la cúspide de la Totalidad, la obligación absoluta del

resto de los habitantes del universo, hombres y espíritus, es obedecerla. Ni paganos

ni judíos tienen excusas para no obedecer a la escucha de la proclamación del mesías

que es el último acto del diseño creativo global.

· En este universo con una divinidad tan “accesible” es fácil de comprender la

posibilidad de la revelación. La divinidad se comunica constantemente con los

hombres por sí misma o por intermediarios, y algunos seres humanos pueden también

llegar a comunicarse directamente con la divinidad. Pablo es uno de ellos. Como

receptor de revelaciones divinas, además de siervo privilegiado del Mesías, puede

afirmar que su evangelio procede directamente de Dios, no de los hombres, e

interpretar los oráculos divinos, la Biblia, como un profeta inspirado por la divinidad.

· El eje vertical del diseño, con su parte celestial, divina, luminosa, buena, arriba, aclara

también en parte –otra explicación puede ser el platonismo vulgarizado de la época–

otras concepciones paulinas como la dicotomía, u oposición, entre carne, tinieblas,

maldad, abajo, y espíritu, luz, bondad, arriba. Los ejemplos podrían multiplicarse.

Una reflexión final a propósito de este marco. La cosmovisión de Pablo, propia de una

sociedad acádico-babilónica-hebrea-griega (en parte) de hace más de tres mil

quinientos años, no se modificó sustancialmente, al menos entre la gente sencilla, desde

el siglo I hasta finales del XIX o incluso mediados del siglo XX. Y mientras la

cosmovisión no se modifique, la ideología sigue siendo válida.

Por el contrario, en ambientes cultos, a partir de la Ilustración y sobre todo en el siglo

XX, una nueva concepción del mundo, una cosmología radicalmente distinta,

gobernada por la ciencia, se ha ido implantando en círculos sobre todo occidentales, o

influidos por Occidente. El cambio de punto de vista tiene enormes repercusiones a la

hora de verter el pensamiento de Pablo en moldes de nuestros días. Parte de las ideas,

ligadas indisolublemente a tal cosmovisión, no son comprensibles para el hombre

moderno.

Ahora bien, si Pablo, como Jesús, depende mentalmente de este tipo de concepción

del mundo y de una intelección al pie de la letra de su Biblia, no parece razonable

cualquier intento de sacarlo violentamente de este ámbito y trasladarlo sin las

pertinentes explicaciones a las ideas modernas, pues sería forzarlo. No puede

pretenderse una desmitologización absoluta de sus conceptos, pues ello supone

arrancarlo de su entorno. Y no puede negarse que Pablo albergar ciertas concepciones

porque estas no sean del gusto de hoy. La misión de un intérprete moderno no es

acomodar el pensamiento del Apóstol a nuestros días, sino entender qué quiso decir

él a los lectores de su tiempo y con las ideas de su tiempo.

Saludos cordiales de Antonio Piñero