10 a m Moises Herrerias Diegos
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Transcript of 10 a m Moises Herrerias Diegos
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Moisés Herrerías Diego
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SEP-INDAUTOR: 03-2010-022309501400-14
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Capítulo I. La espera.
Estoy segura de que ésta ha de ser una de las etapas
más felices de mi vida, y definitivamente la más
emocionante de todas. Por fin, después de casi nueve
meses de espera estoy a sólo unos días de tener en
mis brazos a ese pequeño ser que me convertirá en
madre por primera vez. Estoy feliz, ansiosa,
emocionada y nerviosa al mismo tiempo. Por lo que
trato de recordar lo que mamá y los médicos me han
repetido constantemente, e intento guardar la calma.
Todo ha de salir muy bien.
Me he cuidado desde antes de saberme
embarazada, y después de la gran noticia no he
dejado de prepararme para el fabuloso
acontecimiento. Nunca he fumado y evito
permanecer mucho tiempo al lado de fumadores, lo
cual no es del todo difícil, pues trabajo en una
guardería desde hace más de ocho años, tampoco
bebo alcohol, bueno, quizá una o dos copitas al año,
y si bien no soy precisamente una deportista, mi
marido y yo tenemos la costumbre de dar largas
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caminatas. Él me cuida mucho, siempre lo ha hecho,
pero ahora que lo voy a hacer padre se desborda en
atenciones para conmigo. Los dos hemos esperado y
deseado este momento con todo nuestro corazón.
No sé cómo puede haber personas que se
atreven a traer hijos al mundo sin desearlos
verdaderamente. Si no los van a amar, más valdría
que no los tuvieran. Con el proceso que esto implica,
una se imaginaría que todos los seres humanos
somos fruto del amor y no del descuido o del azar.
El bebé que llevo en mi vientre siempre
tendrá el amor de sus padres, quienes desde el
primer momento en que lo pensamos comenzamos a
amarlo, y lo seguiremos haciendo aún después de
nuestra muerte. Pero ¿Qué estoy pensando? En estos
días lo que se avecina es la vida, a la muerte ya la
encontraremos más tarde. No dejaré que el sismo de
esta mañana me altere más de lo debido.
El temblor estuvo bastante fuerte, o por lo
menos fue el que más he sentido en años. Quizás al
estar a punto de ser madre me he vuelto más
perceptiva o impresionable. El caso es que en la
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televisión dijeron que no hubo consecuencias
graves; ciertos edificios presentaron algunas grietas,
pero afortunadamente no se han reportado muertos o
heridos, aunque sí algunas personas con crisis
nerviosas. Espero que todo permanezca así y no
haya sorpresas desagradables. Nada debe manchar u
oscurecer esta semana.
Tal vez la tierra tembló por la misma razón
por la que no he dejado de hacerlo yo desde que
supe que sería madre, y no se diga mi marido.
¿Quién sabe? Quizás también la Tierra está
emocionada y ansiosa de conocer a su nuevo
habitante. Sin duda alguna el ser vivo más amado y
esperado en toda la faz de la Tierra: “mi hijo”.
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Capítulo II. El periodista.
-I-
Todo empezó hace sólo unos días después de un
terremoto. Los expertos no le dieron mucha
importancia, porque dijeron que no había sido el
peor en cuanto a magnitud y consecuencias. Pero fue
el más fuerte que haya sentido en mi vida. Yo me
encontraba en un hospital, no precisamente de visita.
Soy reportero gráfico de un pequeño
periódico urbano de no muy buena reputación, y eso
me obliga a estar en ciertos lugares y horarios en los
que la mayoría de las personas no quisieran estar ni
con armadura. En fin, el caso es que me vi en medio
de un tiroteo entre dos grupos criminales y la
policía. Eso parecía una película, con la diferencia
de que las balas no eran de salva.
No era el primer tiroteo que me tocaba
cubrir, pero sí mi primer fuego cruzado. No sé cómo
pasó, lo único que sentí fue un dolor muy fuerte en
el estómago y mi vista se nubló. Cuando todo había
pasado, me encontraba hospitalizado y “de milagro
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vivo”, según el médico que me extrajo la bala. “Por
un centímetro de más, en vez de sentirte apaleado,
enchufado a una bolsa con suero, y otra con
antibiótico, estarías embolsado esperando que tus
familiares reconocieran tu cadáver”, dijo el
especialista. Si bien el médico careció de tacto, por
lo menos fue honesto y eso es algo que como
reportero siempre he sabido agradecer.
En cuanto al temblor, duró unos dos o tres
minutos y realmente me sorprendió que el edificio
no se hubiera caído, o mostrara algún daño en su
estructura. Por lo menos desde mi cama el techo, el
suelo y las paredes lucían tranquilizadoramente
iguales. Eso sí, todo aquello que colgaba y las
cortinas que me separan de los demás pacientes no
dejaban de moverse, incluso varios minutos después
de haber terminado el sismo.
Ante el pánico, las enfermeras nos pedían
que conserváramos la calma sin mucho éxito. ¿Qué
otra cosa podían hacer? No me encontraba
precisamente en un pabellón en el que pudieran
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evacuarnos con facilidad, ya que a más de uno se
nos podría haber ido la vida en el puro desalojo.
Todos estábamos muy nerviosos y la zozobra
aumentaba en la medida en que escuchábamos los
llantos y gritos de terror generalizados. Incluso me
cruzó por la cabeza lo irónico que sería sobrevivir a
un balazo en el abdomen, sólo para venir a morir
aplastado en el hospital donde me acababan de
salvar la vida.
Nunca supe de cuantos grados fue el
siniestro, ni su epicentro. Sólo que a partir de ese
momento ya nada fue lo mismo para nadie.
-II-
Al principio todo era más bien un rumor entre las
enfermeras, quienes cuchicheaban incrédulas
mientras me cambiaban el suero, casi como si no
quisieran que se les escuchara, pero con suma avidez
de mantenerse al tanto de lo que las demás supieran.
Nada de lo que decían tenía sentido para mí.
Encontrar la lógica en los fragmentos de
conversación que me tocaban oír, era como armar un
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rompecabezas al que no sabes si le faltan, o le
sobran piezas.
Sólo sabía que hablaban de algo relacionado
con el pabellón de maternidad. Al parecer, una
mujer que estaba a sólo unos días de entrar a
quirófano para que se le aplicara una cesárea,
comenzó a tener unos dolores muy fuertes en el
vientre e intensos sangrados, lo que obligó a los
médicos a suministrarles plasma y chequeos
permanentes. Los calmantes que le podían aplicar no
parecían hacerle efecto, y los médicos se rehusaban
a subir la dosis por miedo de que resultara afectado
el bebé que estaba por nacer. En unas siete horas la
mujer se encontraba al borde de la muerte, aunque el
ultrasonido no daba indicio de qué algo pudiera estar
saliendo mal con su hijo. El pequeño corazón del
niño latía con fuerza, mientras que el de la madre
estaba a punto de detenerse.
Las enfermeras me mantenían informado del
caso, de manera parcial pero permanente. Sin
embargo, las versiones del hecho distaban de ser las
mismas, aún proviniendo de la misma persona.
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Decían que la mujer tenía algún tipo de virus
desconocido hasta ese momento, que era drogadicta
y sus malos hábitos habían terminado por destruir
por completo su organismo, e incluso llegué a
escuchar que su extraño padecimiento era fruto de
algún tipo de brujería o posesión demoníaca.
Yo no sabía si todo eso estaba pasando
realmente, o si conscientes de que las escuchaba y
de que era periodista, sólo querían burlarse de mí.
Esta última alternativa se veía cada vez más remota
al tiempo que las enfermeras comenzaron a mostrar
más miedo y preocupación que curiosidad morbosa.
Debido a que la mujer del pabellón de maternidad ya
no era el único caso reportado en el hospital.
-III-
Al día siguiente, la enfermera que llegó a tomarme
la temperatura lucía realmente mal. En silencio me
dio el termómetro, revisó el suero, las medicinas,
esperó dos minutos sin dejar de voltear al techo y a
las paredes, me quitó el termómetro, y después de
que otra enfermera le hiciera señas por la pequeña
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ventana de la puerta, se marchó casi temblando. Yo
me puse muy nervioso al ver semejante actitud, pues
ella siempre se había portado muy amable y cortés
con todos nosotros. Mi primer pensamiento fue:
“¿Tan mal estaré?” Seguido por un: “No, yo me
siento bastante bien, tiene que ser algo más”.
Con cuidado me incorporé muy despacio, lo
cual no fue fácil, pero no por nada dicen que “la
curiosidad mató al gato” y se debe tener mucho de
gato para ser periodista. Descalzo, me aproximé muy
lentamente a la puerta, y de la manera más burda
posible pegué lo más que pude mi oreja. Logré oí
una que otra risa, pero ésta provenía de uno de mis
solidarios compañeros de cuarto. Entonces traté de
concentrarme en cualquier otro sonido que pudiera
parecer una conversación, hasta que alcancé a
escuchar un murmullo muy tenue.
A sabiendas de que no estaba entendiendo
absolutamente nada, me dispuse a aceptar mi derrota
y a regresar sin presa a la cama. Hasta que mi vecino
de enfrente, aquél que no dejaba de reírse de mí,
tomó uno de los vasos que nos dan para el agua y
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colocó la base del mismo en su oreja. Al principio
no entendí lo que me quería decir, pero una vez
recibida la observación, me dispuse a acatar lo que
mi nuevo maestro de espionaje me había enseñado y
pegué la boca del vaso a la puerta y mi oreja a su
base. El sonido no era mucho mejor, pero era lo
suficientemente claro como para no poder dormir
esa noche.
Mi vecino de la cama de enfrente me hacía
señas, pues quería saber qué era lo que había
escuchado, pero yo no me atrevía a decirle nada y
eso fue lo que le contesté. Por supuesto que no me
creyó, pero no podía decirle lo que había escuchado.
¿Cómo hacerle saber que la mujer del pabellón de
maternidad había muerto y que su bebé no? ¿Cómo
explicarle que el recién nacido se había comido a su
madre desde la matriz, vaciándola por dentro?
¿Cómo decirle que unos minutos después de muerta,
el corazón de la madre volvió a latir, abrió sus ojos
carentes de vida, mordió y devoró el rostro del
médico que la estaba atendiendo y después deglutió
a su propio bebé?
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Capítulo III. El padre.
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Cuando papá abandonó a mamá, a mis dos hermanos
pequeños y a mí, para “reiniciar su vida” con otra
persona, una mujer mucho más joven que mi madre,
los cuatro nos prometimos nunca más hablar de él o
buscarlo. Sin importar lo adversas que pudieran estar
las cosas, juramos que siempre haríamos lo que
fuera por sobrellevarlas nosotros solos.
El tiempo ha pasado desde entonces y con
base en sacrificios y dedicación, mi madre nos fue
sacando adelante ella sola. Hubo tiempos difíciles,
pero aunque sé que todos en algún momento
pudimos llegar a pensar en recurrir a él, nunca
hicimos el menor intento por buscarlo o saber qué
fue de su destino. Desde entonces cada quien ha
hecho su vida y hasta el momento, después de treinta
años de que se marchara, no creí que fuera a
encontrármelo otra vez, pero eso cambió hace un par
de días. ¡Cómo son las cosas! Tal vez nunca sepa
qué fue de él en todo este tiempo, pero sí sabré
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dónde habrán de terminar sus restos y quizás lo
visite a diario. Éste es uno de los gajes que tiene ser
el encargado de ventas y servicios del cementerio
local.
Al principio tuve mis dudas, pensé que
quizás se trataba de otra persona, tal vez un
homónimo, pero poco a poco las fui despejando
hasta que me hice a la idea.
Ayer lo velaron y hoy lo entierran a sólo
unos pasos de mi oficina. Toda su nueva familia se
ha reunido y le lloran con amargura. Tal vez yo
también lo haría, si es que no lo hubiera hecho por
tantos años. A mi madre no le pienso decir nada,
creo que es mejor que siga sin saber qué es lo que ha
sido de él. Tampoco les diré nada a mis hermanos.
No tiene caso desenterrar muertos que ya hemos
olvidado. Después de todo, él nos dejó para formar
otra familia. Pues bien, que sea ésta la que le llore
ahora. Por otra parte, yo no puedo faltar al entierro,
profesionalmente tengo que estar ahí para vigilar que
todo transcurra según lo acordado en el servicio, y
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personalmente, tal vez quiera cerciorarme de que
esta vez esté realmente muerto.
La que va al frente del cortejo ha de ser su
hija, es muy joven para ser su esposa. ¿Me pregunto
dónde estará la viuda? Veo a muchos hombres de
saco y corbata, pero no logro ver a ninguna otra
mujer. Tal vez no vino o quizás la que va al frente
no sea necesariamente mi media hermana. Pero
tampoco creo que sea la misma por la que dejara a
mi madre hace tanto tiempo, es demasiado joven,
incluso para mí. Tal vez mamá no fue la única mujer
a la que dejó por “un modelo más reciente”. De ser
el caso, resultaría irónico que ahora que él mantenía
una relación con esta jovencita, que bien podría ser
su hija o nieta, la haya tenido que abandonar por otra
mucho más vieja que ella, de hecho la más vieja de
todas: “la muerte”.
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El servicio funerario ha terminado y en efecto, la
mujer del cortejo no era su hija sino su esposa, sobra
decir que la más reciente. ¡Qué bueno que no le
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avisé a nadie de mi familia sobre su entierro! De
haber sido al revés, a mí tampoco me hubiera
gustado que se me informara al respecto.
Mi madre ya tiene bastantes preocupaciones
con todos estos terremotos como para afligirla con
una cosa como ésta. Yo también tengo que darle
vuelta a la página y seguir adelante con mi vida.
Apenas son las doce y aún faltan varios entierros por
celebrar esta tarde. De hecho, no me extraña que la
tierra haya estado tan agitada en estos últimos días.
Después de todos los muertos con los que le hemos
llenado la barriga, sería raro que no presentara algún
tipo de indigestión.
Sin duda alguna la soledad es la mejor
terapia para aclarar la mente y despejar las telarañas
de la cabeza. Y por suerte esta oficina es como mi
propia tumba. Una vez que se cierra la puerta, no sé
nada de lo que ocurre afuera, ya que no tengo
ventanas y la única entrada es como una losa maciza
que me aísla del mundo. Tal vez si no contara con
unos buenos conductos de aire, hace tiempo que
habría tenido que cambiar mi residencia permanente
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a este lugar. No me gusta pensar mucho en eso, pero
quizás la razón por la que no hay ventanas es porque
en algún otro momento este lugar fuera una tumba, o
algún tipo de bóveda para almacenar cadáveres. Mis
únicos vínculos con el exterior son el reloj de la
pared, el teléfono y la secretaria que me avisa de
cualquier visita, inconveniente, o imprevisto que
pudiera estar ocurriendo afuera. Si no fuera por ella,
quizás el mundo podría estarse viniendo abajo y yo
no me daría cuenta de nada.
Tengo el escritorio lleno y aún mucho por
hacer, pero no dejo de pensar en lo distinto que
habrían sido las cosas si mi padre no se hubiera ido
de esa manera. Al menos creo que no tendría este
conflicto interno. Por un lado, siento como si se me
hubiera arrebatado algo que no lo había considerado
mío desde hace mucho tiempo. Pero también creo
que esto concluye con una etapa dolorosa y
aleccionadora de mi vida.
Sin embargo, pienso que no ha concluido del
todo. Tal vez para sanar esta herida por completo,
tenga que darles la oportunidad a los demás de
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hacerlo conmigo. En el fondo no quiero, pero sé que
no me puedo guardar esto para mí solo. No sería
justo, tengo que avisarles a mamá y mis hermanos
que papá está muerto.
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Mis hermanos no tomaron las cosas tan mal como
pensé, quizás sólo necesitan un poco más de tiempo
para digerir por completo la noticia. No sé si con
mamá habrá de ser diferente la historia.
Llamo a su casa pero el teléfono suena
ocupado. ¡Qué inoportuno momento! Pero no me
queda más remedio que volver a intentarlo más
tarde.
Estoy un poco cansado e intento
comunicarme con mi secretaria para que llame a la
casa de mi madre, mientras pienso cómo habré de
decirle las cosas, pero no responde. Tal vez esté en
el baño o salió a comprar un refresco de la máquina
expendedora de afuera. Ella siempre ha sido muy
responsable y sé que no ha de tardar, no tengo por
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qué salir a pastorearla sólo por separarse de su
escritorio un instante.
Cuelgo el auricular y en eso, suena el
teléfono. Del otro lado de la línea habla mi madre, se
le oye muy nerviosa y apenas logro entender lo que
me dice, por lo que le pido que respire
profundamente y trate de hablar más despacio.
Espero que esté bien y que ninguno de mis
hermanos le haya hablado primero para darle la
noticia.
Escucho cómo toma aire y entonces me dice
que ha estado tratando de comunicarse conmigo
desde hace un buen rato, pero que mi teléfono
siempre estuvo ocupado. Le explico que estaba
hablando con mis hermanos… pero antes de que
logre decir algo más, me pregunta qué sé respecto a
mi padre. ¡Diablos! Seguramente ya le informaron o
se enteró por alguna amistad en común.
–Mamá, deja que te explique… –pero me
vuelve a interrumpir para decir que encontró a papá
merodeando por el vecindario.
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–Lo vi, aunque apenas pude reconocerlo, te
juro que era él, estaba todo lleno de tierra como si se
hubiera revolcado, tenía la ropa desgarrada y
caminaba como si no pudiera controlar bien sus
movimientos. Traté de acercármele, pero entonces
noté que entre las manchas de tierra había sangre y
sus manos estaban hechas pedazos. Yo temí que
estuviera borracho y corrí a esconderme dentro de la
casa. Pero hace un momento me asomé por la
ventana y logré ver que seguía deambulando por el
jardín, tropezándose con todo, gimiendo y
arrancándose pequeños trozos de su propia carne a
mordiscos… –me dice, hasta que repentinamente se
corta la llamada.
¿De qué diablos estaba hablando mamá?
En repetidas ocasiones intento volver a
comunicarme con ella, pero es inútil. Todas las
líneas están bloqueadas y el teléfono ha dejado de
funcionar. Frustrado, cojo el aparato y lo estrello
contra la pared, sólo para arrepentirme un segundo
más tarde. ¿Qué tal si ella trata de comunicarse de
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nuevo? Tengo que saber qué pasa. Tengo que ir con
ella.
Entonces abro la puerta de mi oficina, y una
a una cada pregunta es contestada con una respuesta
que jamás cruzó por mi cabeza. Por todo el
cementerio se repite la misma imagen y confusión.
La gente corre y grita histéricamente: “¡Los
muertos…! ¡Corran, ahí vienen! ¡Los muertos se
están levantando!”.
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Capítulo IV. La enfermera.
Soy enfermera en un hospital que está a las afueras
de la ciudad. Pero como soy de recién ingreso, mi
trabajo ha consistido en hacer listas de inventario,
suplir de vez en cuando a alguna recepcionista o dar
apoyo a cualquier enfermera superior que me lo
pida. Siempre tratando de presentar mi mejor
disponibilidad y buen trato a los pacientes. O por lo
menos eso era hasta hace unos cuantos días.
Yo me encontraba en recepción, supliendo a
una de nuestras compañeras que después del temblor
pidió permiso para retirarse a su casa, y ver si todo
andaba bien con su familia, ya que todas las líneas
telefónicas se encontraban fuera de servicio o
saturadas. Todo marchaba en calma, hasta que la
enfermera a cargo del pabellón de maternidad
mandó a llamar a todo el personal que estuviera
disponible, incluyéndome. No sabía qué estaba
pasando, pero nada me hubiera preparado para
sobrellevar lo que estaría a punto de vivir.
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Una mujer que estaba a sólo unos días de dar
a luz a su primer hijo, empezó a manifestar dolores
anómalos en su vientre, sangrados intensos en el
área vaginal y tos, acompañada de vómitos de
sangre. Se prepararon varias bolsas de plasma para
su transfusión, pero siempre parecían insuficientes.
El piso de la habitación era una constante mancha
roja y maloliente. Los médicos estaban confundidos.
La sangre que expulsaba era normal, los estudios no
reportaban nada fuera de lo común, y lo más raro de
todo era que según el ultrasonido, el bebé parecía
estar en perfectas condiciones.
Muchas de mis compañeras dejaron de asistir
los siguientes días. El trabajo se empezó a acumular
y sólo las más capacitadas permanecieron al lado de
la paciente. A mí se me asignaron otras tareas
menores. Parecía que querían tener a la menor
cantidad de gente, quizás por temor a que se
divulgara la noticia. Pero era demasiado tarde. La
única plática posible entre mis compañeras era “el
caso del pabellón de maternidad”. Su curiosidad era
molesta. Después de todo, estábamos hablando de
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una mujer que había acudido al hospital para dar a
luz, y ahora se encontraba en el umbral de la muerte.
Sin embargo, era inevitable hablar de lo poco que
habíamos visto, incluso delante de otros pacientes.
En poco tiempo el pabellón de maternidad
comenzó a presentar más casos con mujeres
embarazadas, que a sólo unos días de dar a luz
empezaban a manifestar dolores anómalos en sus
vientres. Al principio sólo era un dolorcito, un poco
más fuerte que el de las típicas “pataditas”. Pero
poco a poco y en cuestión de horas, experimentaban
un malestar más agudo, acompañado de sangrado.
Siempre era el mismo patrón y el comentario de
algunas de las pacientes era también coincidente.
Ante la pregunta obligada de “¿Qué es lo que
siente?” La respuesta inmediata era: “Siento como si
algo me estuviera desgarrando por dentro”.
De las cincuenta mujeres internadas en el
pabellón, la anomalía se había presentado en más de
la mitad, pero el primer caso era el más grave, y el
que había capturado la atención de todo el personal
médico.
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El día que la mujer murió, yo me encontraba
cambiándole la venda a un paciente, cuando la jefa
de enfermeras entro gritando y bañada en sangre. Yo
aparté de inmediato al interno, pensando que ella se
encontraba herida. Luego se acercó un médico
practicante a verla, mientras yo corría las cortinas de
los demás enfermos.
– ¡Lo mató, lo mató! –gritaba, mientras que
con sus manos temblorosas se tocaba el rostro
cubierto de sangre.
Al rato llegó uno de los médicos del pabellón
de maternidad, y se llevó consigo a la enfermera y al
practicante. A mí sólo me miró muy serio y con la
mano me indicó que me fuera a hacer lo mío.
Nerviosa, acudí a realizar mis deberes. Pero no
podía borrar de mi memoria la imagen de la
enfermera bañada en sangre y sus palabras.
Me encontraba tomándole la temperatura a
un paciente, cuando una de mis compañeras me hizo
una seña a través de la ventanilla de la puerta. Sin
leer siquiera lo que marcaba el termómetro, lo
guardé y salí sin decir una sola palabra. Afuera ya se
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habían reunido otras enfermeras. Entonces, mi
compañera nos contó el horror que había ocurrido en
el pabellón de maternidad.
Ella había acudido a ese lugar en búsqueda
de un médico que no atendía el llamado de su
localizador. Pero al pasar por el cuarto de la mujer
de la que todo el hospital hablaba, no pudo soportar
la curiosidad y se asomó por la ventana de la puerta.
La paciente yacía tendida, conectada a innumerables
bolsas de plasma y rodeada de médicos.
Repentinamente, la mujer comenzó a
convulsionarse, hasta que de manera tan abrupta
como había empezado, se detuvo. Uno de los
médicos movió la cabeza en señal de que estaba
muerta y no se podía hacer nada más por ella. Sin
embargo, algo se movía por debajo de la sábana que
cubría su abdomen.
De entre la ropa empapada en sangre y
órganos expuestos, se asomaba la cabeza de un bebé
con el cordón umbilical cortado y restos de su madre
cubriéndole el cuerpo. La jefa de enfermeras lo
sujetó con cuidado y limpió, para después dárselo al
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médico responsable. Él lo examinó, escuchó su
corazón, palpó su temperatura y mandó al resto de
los médicos por algo que mi compañera no alcanzó a
escuchar. Entonces ella se arrinconó para no ser
descubierta cuando los demás salieran.
Una vez que ellos se alejaron, ella se volvió a
asomar por la ventana. Adentro, el médico a cargo
seguía examinando al bebé, auxiliado por la jefa de
enfermeras, cuando un trozo muy pequeño de carne
que se asomaba entre los labios del niño, les llamó la
atención. Mi compañera no estaba segura, pero
parecía más un pedazo de intestino que cualquier
residuo de placenta. Cuando el trozo le fue retirado
al pequeño, él gruñó y comenzó a dar gemidos. De
pronto, la madre que hasta hace apenas unos minutos
yacía inerte, empezó a convulsionarse y el
dispositivo que monitoreaba su frecuencia cardiaca
volvió a marcar un leve, pero constante latido.
El médico le entregó el bebé a la enfermera,
y los dos se aproximaron a la madre. Ella abrió los
ojos, provocando que tanto él como la enfermera
dieran un paso atrás. La paciente se enderezó con
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los ojos nublados y el vientre deshecho. De su
abdomen se desprendían trozos de carne, sangre y
demás órganos. Se movía con dificultad pero muy
lentamente alzó los brazos con dirección al bebé.
Esperando la señal de aprobación del médico,
la enfermera entregó al niño a su madre. Ella parecía
sonreír mientras cargaba con ternura a su hijo.
Entonces, la mujer extendió gentilmente su brazo
izquierdo con dirección al médico. Él se acercó, más
sorprendido que temeroso, sólo para que ella lo
tomara del rostro, y de varios mordiscos le arrancara
el pómulo derecho y la nariz. La jefa de enfermeras
salió corriendo aterrada, dando de gritos y bañada en
sangre. Cruzó la puerta tan deprisa que ni siquiera
prestó atención a la compañera que seguía
observando, ya con la puerta completamente abierta,
cómo la madre devoraba dedito a dedito a su propio
bebé.
En un inicio no pensaba decirnos nada, pensó
que al contarnos no sólo la tacharíamos de loca, sino
que su indiscreción le costaría el trabajo. Pero algo
que alcanzó a escuchar en la pequeña radio de la
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recepción, le hizo cambiar de opinión. Las mujeres
del hospital no eran los únicos casos. En la ciudad ya
se habían reportado otros eventos que se contaban
por cientos, en el país por miles y en el mundo por
millones…
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Capítulo V. La madre.
No sé si mis compañeras me han creído una sola
palabra de lo que les he contado. Hace un rato que
he terminado mi relato y siguen ahí, simplemente de
pie, sin decir nada, y sólo se me quedan viendo
como si aún no terminara de hablar, o como si
esperaran que les dijera qué deben hacer a
continuación.
No importa si me creen o no, el caso es que
yo sé lo que vi, y no está en mis planes quedarme ni
un minuto más en este lugar a esperar a que las
autoridades se dignen a hacer algo. Antes quizás
podría, pero ahora no.
Muy bien, ya les he informado y ahora les
toca a ellas hacer lo que les parezca más
conveniente. Yo me largo de aquí.
Pero cuando estoy a punto de irme, una de
ellas me toma del hombro.
–Tenemos que informarles a las demás, así
como a los pacientes –me dice, con la voz
entrecortada.
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Yo sólo la miro con ganas de decirle que se
olvide de todo y se largue de ahí, pero una parte de
mí me dice que tiene razón.
Además, si es verdad lo que escuché en la
radio, es posible que no haya un sitio seguro en el
mundo a donde pudiera ir, por lo que no me serviría
de nada huir del hospital. Cualquier mujer que esté
embarazada en este momento es propensa a
desarrollar los mismos síntomas. Y yo no quiero
terminar así.
Giro sobre mis pasos y con más miedo que
esperanza sólo alcanzo a manifestarle mi silencio y
dejo escapar un suspiro de conformidad.
Ya contamos con la experiencia del último
temblor y sabemos que muchos de los enfermos
empeoraron, y algunos otros estuvieron a punto de
morir por pura crisis nerviosa. Sin embargo creo que
es necesario que los pacientes lo sepan. Asimismo,
soy consciente de que no todos contarán con la salud
suficiente para sobrellevar los hechos.
No sabemos si al tratar de huir muchos
morirán en el mero tránsito a… quién sabe dónde.
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Sin mencionar el riesgo sanitario a que
expondríamos a la ciudad entera con el sólo hecho
de evacuar a un grupo tan numeroso de enfermos sin
saber si alguno de ellos es portador de la misma
enfermedad. La responsabilidad escapa a nuestras
facultades cotidianas, y no hay un solo médico que
nos haga más llevadera la tarea.
Mientras pensamos en todos los aspectos
positivos y negativos de cada caso, el tiempo
transcurre y se nos presentan más preguntas que
respuestas. Mi postura es la más pesimista de todas.
Ya sea que pudiéramos salvar a la mayor cantidad de
enfermos posible. ¿Qué se supone que haremos con
ellos? ¿A dónde los llevamos para satisfacer sus
necesidades médicas?
Desde el terremoto las líneas telefónicas
permanecen muertas, y el comunicador interno no
parece funcionar, o al menos ningún médico ha
respondido. ¿Cómo podremos pedir ayuda y a
quién? ¿Dónde están todos los médicos? ¿En qué
estado de gravedad se encuentran las demás mujeres
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del pabellón de maternidad? La respuesta a todo eso
es un signo de interrogación que me deja helada.
Muchas de mis compañeras se sueltan a
llorar. Varias son madres que temen por su familia,
lo cual no sólo es lógico, sino natural. De igual
modo, es comprensible que algunas arrojen al suelo
sus gorros de enfermeras y salgan de ahí lo más
rápido que pueden. Otras simplemente caen sobre
sus rodillas, temblando de miedo y con lágrimas que
no se deciden a salir.
Todo se ha trastornado. La única esperanza
que me queda es que alguna de mis compañeras en
su camino a casa pueda pedir ayuda, tanto para los
pacientes como para nosotras. Pero entonces ocurre
lo que nos faltaba, y otro terremoto sacude el
edificio con igual o más fuerza que el de hace unos
días. No dura demasiado, pero tan pronto se detiene,
escuchamos una explosión en los generadores de
energía.
El hospital se encuentra en una crisis
sanitaria, y para empeorar las cosas ahora tampoco
tiene electricidad. La prioridad cambia para casi
-10 A.M.
36
todas. Ahora es necesario acudir con los pacientes
que necesitan estar conectados a un aparato para
mantenerse con vida.
Aún no lo sé con certeza, pero de alguna
manera intuyo que de todas formas muchos de ellos
y varias de nosotras, si no es que todas, habremos de
morir esta tarde. Sin embargo, en verdad no estoy
pensando en los pacientes o en mis compañeras, ni
siquiera en mi propia supervivencia, aunque algo
hay de eso. Lo que realmente me preocupa es el
bebé que desde hace un poco más de dos meses
crece y se desarrolla dentro de mi cuerpo.
-10 A.M.
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Capítulo VI. El ascensor.
Cuando me dijeron que llevara a la morgue al
cadáver que fue donado a los estudiantes de
medicina, pensé que todo sería como de costumbre.
Después del ajetreo que se había estado dando en el
pabellón de maternidad, pensé que a mí sólo me
tocaría conocer los detalles una vez que todo hubiera
terminado, como siempre.
Tomé la camilla, en la que reposaba el
cuerpo de aquel desconocido, le tapé el rostro con la
sábana que lo cubría hasta el pecho, y me dirigí al
elevador.
Nunca me ha gustado faltarle al respeto a
nadie, y mi relación con los muertos no es diferente.
Todos hemos tenido alguno en nuestra existencia, y
lo mínimo que esperaríamos es que sus cuerpos sean
tratados con el mismo respeto con el que fueron, o
debieron haber sido atendidos en vida. Por esa razón
me tomo muy enserio el ser cuidadoso con todos los
cadáveres que llevo a la morgue, aunque sepa que
-10 A.M.
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terminarán destazados en las manos de los futuros
médicos de este hospital.
Una vez en el elevador, como es mi
costumbre, empecé a platicar con el cadáver. Le
conté que hace unos tres años había perdido a mi
hija y esposa en un accidente vehicular, por lo que le
pedí que en caso de que se encontrara con ellas, les
dijera que yo seguía aquí de camillero, y sin superar
del todo su ausencia, pero con la firme intención de
no defraudarlas nunca. Sabía muy bien que este
hombre no me escuchaba y no enviaría mi mensaje,
pero siempre existía una posibilidad, o al menos me
serviría de terapia.
Estábamos a sólo un piso de nuestro destino,
cuando el elevador se sacudió con otro temblor
semejante al de hacía unos días. Faltaba muy poco
para llegar a la morgue pero ya no había electricidad
y mi acompañante y yo nos encontrábamos varados
en medio de los pisos. Descolgué el teléfono de
emergencia, pero no funcionaba. Traté de no perder
la calma. Mis compañeros de trabajo sabían dónde
estaba y pensé que enviarían ayuda de un momento a
-10 A.M.
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otro. Tenía oxígeno suficiente para mí, y no creía
que eso le importara a mi compañero de viaje.
Pasaron los minutos y el silencio se volvió
más insoportable que el ajetreo diario del hospital.
De momento, comencé a escuchar gritos que,
amplificados por el cubo del ascensor, se oían de los
pisos de arriba. Me preocupé mucho y empecé a
culparme por estar pensando sólo en mí, cuando era
posible que allá afuera hubiera gente realmente en
problemas, o con heridas graves. Pensé que quizás el
hospital no había soportado este segundo embate.
Mil pensamientos recorrieron mi cabeza, y de
momento los gritos cesaron. Hubo un minuto de
silencio y entonces empecé a oír gemidos, pero
ahora del otro lado de la puerta, como provenientes
del piso anterior. Entonces golpeé con fuerza las
paredes y le pedí a quién fuera que estuviera del otro
lado que me ayudara a salir de ahí. Pero lo único que
obtuve por respuesta fue el silencio, seguido por un
golpeteo que tamboreaba el ascensor. Pedí que
dejaran de hacer eso, pero no cesaban del otro lado.
-10 A.M.
40
– ¡Ya estuvo bien! –grité con todas mis
fuerzas.
– ¡Basta! –pero no se detenían y ahora no
sólo eran del piso anterior, sino de la propia morgue.
Sin luz, con cada vez menos oxígeno y
encerrado en un pequeño espacio, asediado por
múltiples manos que golpeaban sin descanso mi
única salida posible, mi cerebro comenzó a jugarme
bromas pesadas. Empecé a escuchar la voz de mi
esposa y la risa de mi hija, como si me llamaran.
Nunca le he tenido miedo a la muerte, pero
jamás pasó por mi cabeza morir de esta manera. Los
susurros se volvieron cada vez más confusos y
envolventes. Mis sentidos se tornaron más torpes por
el ruido que retumbaba, a la vez que la falta de aire
me fue adormeciendo, haciéndome más difícil
mantener los ojos abiertos. Quizás así debí haber
permanecido, pero no. Algo que nunca contemplé ni
en la más absurda de mis pesadillas se exhibía ante
mí.
Como camillero he bajado cadáveres a la
morgue en muchas ocasiones, en las cuales he visto
-10 A.M.
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desde cómo los músculos de los muertos se tensan y
provocan algunos movimientos de pies, manos y
cabeza, hasta he oído cómo los gases encerrados se
liberan, produciendo en ocasiones que se escuche
como si el muerto respirara, pero lo que estaba
viendo en ese momento era completamente
diferente. Mi compañero de ascensor comenzó a
gemir como un animal herido, empezó a mover sus
brazos, como quien se levanta de un largo sueño, y
se enderezó frente a mí.
En ese momento deseé que mis ojos no se
hubieran habituado a la oscuridad de mi entorno. El
hombre se me quedó viendo fijamente. Yo traté de
no hacer ningún ruido y me arrinconé muy despacio
en un extremo del elevador.
Justo cuando pensé que mi táctica me había dado
unos minutos de seguridad, los golpeteos del
exterior cesaron, y entonces me di cuenta de que mi
respiración estaba tan agitada como si hubiera
corrido en un maratón, y el ruido que producía no
era fácil de ignorar. Pensé que con tal exaltación no
-10 A.M.
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había forma de que aquel hombre o lo que fuera
ignorara mi presencia.
Mi corazón latía cada vez más aprisa, pero no
era el único que lo hacía. Sorprendido me di cuenta
de que aquel hombre también latía con fuerza,
aunque con un poco de dificultad. Entonces creí que
quizás se habían equivocado los médicos y él no
estaba realmente muerto.
Sentí que me volvía el alma al cuerpo y me
incorporé. Muy lentamente me aproximé a aquel
sujeto, tan despacio que el ascensor que apenas
rebasa los dos metros cuadrados, me parecía tres
veces más grande. Él giró la cabeza hacia donde yo
estaba y volvió a gemir lastimeramente. Le pregunté
si se sentía bien y me acerqué un poco más. Con
cada paso que daba hacia él, su corazón latía más
fuerte y a mayor velocidad. Con miedo de ser yo el
que le provocara un paro cardiaco, me detuve y le
hice saber que no había nada de qué temer. Le
expliqué que estábamos atrapados en el ascensor de
un hospital, pero que pronto nos sacarían de ahí.
Mentí, pero qué otra cosa podía hacer. Sin embargo,
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el hombre no respondió nada y su corazón siguió
latiendo cada vez más y más de prisa.
Prácticamente a un paso de la camilla me
percaté, ya demasiado tarde, que mi compañero de
ascensor había estado muerto desde un inicio. El
hombre estaba sentado frente a mí con la sábana con
que lo había cubierto en su cintura y su pecho
expuesto. No sé que era o de dónde provenía ese
latido que escuché, pero una cosa era segura, no era
de su pecho. Justo en medio de su tórax pude ver
una herida profunda sin cerrar, y en el lugar en
donde tendría que estar su corazón había un espacio
vacío.
Con todas mis fuerzas intenté una y otra vez
abrir las puertas del elevador mientras aquel hombre
se aproximaba muy lentamente hacia mí. Por fin,
con mis dedos ensangrentados pude abrirlas un
poco, sólo para ver cómo los muertos de la morgue
habían despedazado a todos los médicos forenses, y
deambulaban con sus quijadas sangrantes por toda la
habitación. Eran como veinte o más, caminaban
torpemente pero no dejaban de masticar cualquier
-10 A.M.
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trozo de carne que pareciera fresca, incluyendo la
propia. Algunos se habían abierto las entrañas y con
toda tranquilidad introducían sus manos para
llevarse a la boca sus propios órganos palpitantes.
El piso estaba lleno de sangre, vísceras y
demás fluidos corporales. Ya no seguí viendo, ni
pensé seguir luchando más. Di un último respiro y
dejé que el ascensor cerrara sus puertas para
siempre.
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Capítulo VII. La ley.
Llevo quince años como policía y nunca había visto
o escuchado algo igual. Estaba acostumbrado a lidiar
con ladrones, golpeadores, alguno que otro traficante
menor, e incluso diputados borrachos, que a la
primera provocación me salían con: “tú no sabes con
quién te estás metiendo”. Pero en esta ocasión en
verdad no tenía ni idea de contra quién estaba
lidiando, porque de saberlo hubiera preferido que me
corrieran del trabajo, antes que acudir al llamado de
emergencia de aquél hospital. Aunque de nada me
hubiera servido, porque tarde o temprano la horrible
realidad hubiera dado conmigo.
Me encontraba patrullando en las afueras de
la ciudad con mi compañero de guardia, cuando una
llamada de la delegación nos reportó un disturbio
ocurrido en un hospital cercano. No nos dieron
muchos datos, sólo nos dijeron que había un médico
muerto y el asesino permanecía en el mismo lugar
donde se había dado el acontecimiento.
-10 A.M.
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Lo único que nos extrañó un poco fue la
última frase que escuchamos de la comandancia: “Es
el noveno hospital que nos reporta una emergencia
en los últimos treinta minutos”. Pero en ese
momento, sólo pensamos que los otros ocho reportes
se debían al segundo temblor que había sacudido la
ciudad en menos de una semana.
Nuestro trabajo era simple, examinar la
situación y actuar, si es que lo creíamos conveniente,
o esperar a los refuerzos que ya iban en camino. No
nos detuvimos mucho a pensarlo y acudimos al
lugar.
Una vez ahí, nos presentamos ante el
personal de seguridad para saber si había alguna
novedad, o si todo permanecía tal y como nos lo
habían reportado. Ellos nos informaron que el
asesino no era un “él”, sino una “ella”, lo que nos
hizo suponer que era un crimen pasional y que con
un poco de “persuasión agresiva”, tendríamos todo
controlado para antes de que llegaran los refuerzos,
el ministerio público y la prensa. Todo sin disparar
-10 A.M.
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una sola bala, y sin que nadie más pudiera resultar
lastimado.
Nos llevaron al lugar específico, pero los
“valientes” guardias se detuvieron unos diez metros
antes, y sólo nos indicaron con la mano la habitación
donde se encontraban, tanto el médico muerto como
la responsable. Con sigilo preparamos nuestras
armas, y desde afuera del cuarto le hicimos saber a
la agresora que éramos la policía y que no le
convenía complicar más las cosas. Pero no
obtuvimos respuesta.
De nuevo le gritamos que saliera con las
manos en alto y sin poner resistencia o nos veríamos
obligados a entrar por ella. Pero sólo nos respondió
el silencio.
Sin más, le hice una seña a mi compañero para que
se preparara para entrar, y realicé la última
advertencia a la mujer. Pero la respuesta nunca
llegó.
Despacio y sin más aspavientos, entramos.
Mi mayor temor era que la mujer estuviera armada y
reaccionara instintivamente si entrábamos con lujo
-10 A.M.
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de violencia. No queríamos más muertos y menos
aún que éstos fuéramos nosotros. En ese momento
pensé que quizás debíamos de haber esperado a los
demás, pero ya estábamos en la habitación y no era
seguro volver atrás.
Al principio sólo logramos ver una cama
ensangrentada y algunos restos humanos esparcidos
por el suelo. La cortina de la habitación cubría la
ventana y las lámparas no respondían al interruptor,
por lo que tuvimos que conformarnos con una tenue
luz que se colaba por entre los pliegues de la gruesa
cortina. Esa mujer debía ser una loca, porque no sólo
había matado a ese hombre, sino que lo despedazó o
algo peor, quizás hasta devoró, porque no estaba
seguro de que al unir todos los restos encontrados
ahí, lograríamos armar un cuerpo entero.
La habitación estaba llena de pedacitos de
carne y huesos que no hacían sino crujir a cada paso
que dábamos. Si bien la poca luz no nos brindaba
una mejor imagen de las cosas, el olor a muerte era
tan insoportable que estuvimos a punto de volver el
estómago.
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Por fin, en un rincón junto a la ventana y
detrás de un estante, nos encontramos con una mujer
en ropa de hospital que estaba sentada en el piso y
nos daba la espalda. Parecía sostener algo entre sus
brazos.
Con la mano le hice entender a mi
compañero que descorriera la cortina muy
lentamente. Siguiendo la indicación, mi pareja se
acercó a la ventana y con mucho cuidado la fue
develando, mientras yo apuntaba con el arma a la
mujer. El horror y asco de mi compañero llegó al
límite, y pese a su profesionalismo, terminó por
volver el estómago y dañar por completo la
maltrecha escena del crimen, acto más que
justificable, dado que la mujer sostenía entre sus
brazos el tronco y media cabeza de un bebé, que aún
agitaba lo que en algún momento fueron sus
extremidades. Se podía notar entre sus dedos,
muñecas y brazos, varias heridas y algunos pedazos
arrancados que palpitaban en el piso. La mujer tenía
los labios descarnados, como si ella misma se los
hubiera desgarrado con sus uñas y dientes. Sus ojos
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eran tan pálidos que parecían no tener iris, ni
pupilas. Pero lo más grotesco de todo era la enorme
herida en su vientre, la cual dejaba ver algunos
trozos de carne colgando entre sus costillas rotas.
La mujer tenía la cabeza fija, como si
estuviera viendo con atención algo, o no se hubiera
percatado de nuestra presencia. Movía suavemente
su mandíbula, pero no parecía tener nada en la boca,
apreciación que supimos errónea cuando una falange
se le escapó de entre los dientes. Sólo después de eso
pareció notar que estábamos ahí.
Ella giró la cabeza y pareció mirarme.
¿Cómo saberlo ante esos ojos en blanco?
Sin soltar lo que quedaba del cuerpo del
bebé, que no dejaba de mover su abdomen como si
respirara, la mujer se fue incorporando despacio,
pero sin tropiezos.
Le grité que no diera un paso más o
dispararía, pero ella sólo movía la cabeza como si no
entendiera nada de lo que le dijera. Quizás un poco
confundido por lo que habíamos visto, mi
compañero la sujetó del hombro derecho y apuntó a
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la nuca con su arma. Sin que pudiera hacer nada al
respecto la mujer giró la cabeza y de un mordisco le
arrancó a mi pareja tanto el dedo meñique como el
anular. Entonces él disparó por reflejo. La bala
atravesó la cabeza de la mujer y sus sesos se
esparcieron por igual entre el suelo y mi chaqueta.
Ella cayó, pero mientras yo acudía a auxiliar a mi
compañero, los dos vimos aterrorizados cómo la
mujer se volvió a incorporar frente a nosotros.
Mi corazón latía como nunca, pero aceleraba
su ritmo a medida de que la mujer se nos acercaba.
Mi arma temblaba en la mano, y de momento la
sentí tan pesada que apenas conseguí apuntar a aquél
monstruo. Sacando fuerzas de no sé dónde, le
disparé todo lo que tenía hasta quedarme sin balas.
Cada impacto dio en su objetivo atravesándola de un
lado a otro, pero ella reaccionó como si le hubiera
arrojado rosetas de maíz. Su lenta y pesada marcha
no se detenía
– ¡Al Diablo! –grité, y le arrojé el arma.
Miré a mi compañero, que apenas conseguía
mantenerse de pie por el dolor de la mordida, lo
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52
apoyé en mi hombro y salimos de la habitación sin
voltear a ver si esa cosa seguía tras nosotros.
Los guardias ya no nos estaban esperando en
el pasillo. Pero no los culpo, mi compañero y yo
estábamos haciendo lo mismo al abandonar la
asignación para tratar de salir vivos de ese lugar.
En todos mis años de servicio nunca había
experimentado algo semejante y nada me hubiera
preparado para algo así. Mi compañero sangraba
profusamente, pese al improvisado torniquete que le
apliqué a su mano. Mis rodillas flaqueaban no tanto
por el cansancio sino por el miedo que sentía con
cada paso que daba. Ya pronto estaríamos afuera de
ese endemoniado lugar, y desde la patrulla (ya en
marcha y con dirección a la comandancia) daríamos
nuestro reporte y advertencia a nuestros demás
compañeros.
Ya todo habría terminado para nosotros. Pero
estaba en un error, todo lo vivido en aquel lugar era
tan sólo el principio de algo mucho más grande.
Tarde me di cuenta de que hubiéramos estado
mejor en la habitación con aquella “cosa”, tal vez
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ahí habríamos tenido más oportunidades de salir
vivos. Porque tan pronto bajamos las escaleras,
vimos cómo de todas las habitaciones salían más
mujeres con su mirada en blanco, labios
descarnados, grandes heridas sangrantes en sus
vientres y cargando entre sus brazos trozos
palpitantes de bebés.
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Capítulo VIII. La huida.
-I-
Hace unos veinte minutos escuché la sirena de una
patrulla, y sentí que todo el pesimismo que les dejé
ver a mis compañeras de trabajo se esfumaba
rápidamente. Casi inconscientemente me llevé las
manos al vientre y le dije al bebé que llevo conmigo
que todo habría de salir bien. Quizás hablé antes de
tiempo, o simplemente no termino de ver el lado
positivo a todo esto.
Después de que escuchamos los primeros
disparos, mis compañeras y yo acudimos a ver a la
mayor cantidad de pacientes que pudimos, para
tratar de calmarlos y explicarles que se había
presentado un contratiempo en el hospital, pero que
todo estaba bajo control. No sabíamos si lo que
decíamos era cierto, pero desde lo más profundo de
nuestro corazón esperábamos que fuera de esa
manera.
Lamentablemente el pánico provocado por el
segundo temblor ya había causado el deceso de
-10 A.M.
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varios de ellos en algunas de las habitaciones a las
que acudimos.
Inertes, víctimas del mal estado de sus
corazones, varios internos yacían muertos en sus
camas con el rostro llenó de angustia. La culpa por
no haber hecho algo antes, era más fuerte que la
noción de que no se podía haber hecho nada para
prevenir lo ocurrido. En el trabajo me había tenido
que acostumbrar a lidiar todos los días con la
muerte, pero no de esta manera.
Con la moral por los suelos e impotencia en
las manos, abracé a una de mis compañeras y no
pude contener más el llanto. Ella me devolvió el
abrazo y dijo lo mismo que posiblemente yo le diría
a cualquiera de ellas en una situación semejante,
pero no podía dejar de pensar que debido a mi falta
de acción se habían perdido vidas que quizás
pudimos haber salvado. Sentía mis manos
manchadas por la sangre de aquellos pacientes que
depositaron su vida en nosotras, sólo para fallarles
de la manera más rotunda.
-10 A.M.
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Solté a mi compañera y salí corriendo lo más
rápido que pude. Aunque en ningún momento se
apartó de mi mente la posibilidad de que no hubiera
lugar hacia donde correr, ni refugio en el cual
pudiera esconderme.
Afuera de la habitación, la tarde rojiza cedía
su lugar a la noche, mientras el viento helado secaba
mis lágrimas, soplando de lleno en mi rostro. No
podía pensar en otra cosa que no fuera salir de ese
lugar lo más rápido que pudiera. Tomé aliento y sin
mediar palabra con mi compañera, que seguía
esperándome en el cuarto, emprendí mi caminó
hacia la escalera principal.
–Soy una cobarde –dije, para mí misma.
Pero esa apreciación no modificó en lo
absoluto mi decisión de abandonarlo todo y largarme
de una buena vez de ahí. Lo único que detuvo mi
marcha fue el grito que mi compañera dejó escapar
desde la habitación.
Yo no podía dejarla sola. Cerré con fuerza
mis manos y corrí hacia donde estaba ella. A pocos
-10 A.M.
57
metros de mi objetivo mi amiga salió con una herida
en el brazo derecho y gritando.
– ¡Los muertos despertaron! ¡Vete de aquí! –
dijo, y se vino abajo.
Yo no huí inmediatamente. Mis rodillas
temblaban y mi cabeza me daba vueltas pero me
aferré a ella y corrimos juntas hacia las escaleras.
Nunca volteamos la mirada para ver si nos seguían,
sólo escuchábamos los quejidos que provenían de
todas las habitaciones.
Un poco antes de salir del pabellón, entré con
mi amiga en una de los dispensarios del hospital. Si
su herida no era atendida de inmediato podría perder
más sangre, sin olvidar una posible infección. No
teníamos tiempo que perder y sólo le lavé la herida
con un poco de agua y un desinfectante. El daño no
era profundo, pero para no correr riesgos le pregunté
cómo es que habían sucedido las cosas.
Mientras le colocaba una gasa y un poco de
venda, mi compañera me contó que pocos segundos
después de que salí del cuarto, ella se acercó a cada
uno de los cadáveres para darles su respeto y
-10 A.M.
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disculparse con ellos. Estaba rezando en silencio,
cuando le pareció escuchar que uno de ellos se
movía. Rogando por que nos hubiéramos
equivocado al declarar la muerte de aquel paciente,
corrió hacia él, le quitó la sábana del rostro y le
sujetó la mano, mientras que le buscaba el pulso en
el cuello. Aquel sujeto estaba frío, amoratado y
carente de pulso, aún así movió su cabeza y sus
labios, como si quisiera decir algo. Para poderlo
escuchar, ella se acercó un poco más y se inclinó
hacia su rostro. En ese momento aquel sujeto
comenzó a latir como si su cuerpo entero palpitara,
abrió sus ojos, dejando ver un vacío absoluto en la
mirada, y trató de morderle la cara. Ella reaccionó
rápidamente y logró salvar su rostro, pero no pudo
evitar ser mordida en el brazo derecho.
Su herida ya no sangraba y la prioridad
seguía siendo salir del hospital lo más rápido
posible. En cada pabellón y piso que cruzábamos, la
misma escena se repetía una y otra vez. De todos los
cuartos salían pacientes muertos que gemían y
-10 A.M.
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caminaban pesadamente hacia donde estuviéramos
nosotras. No nos observaban, más bien nos olían.
Pese al andar lento de esas… “cosas”, no
subestimábamos su peligrosidad, por lo que
seguimos caminando lo más rápido que pudimos
hasta llegar a la planta baja. Entonces ya no pudimos
avanzar más.
Toda el área estaba infestada de muertos
caminantes que habían hecho pedazos a los guardias.
Las paredes, ventanas y el techo estaban cubiertos de
carne y salpicaduras de sangre, que escurrían hasta
llegar al suelo. No se podía ver hacía ninguna
dirección sin encontrar órganos palpitantes
esparcidos por el piso. Los muertos desgarraban los
cuerpos que yacían tendidos por todos lados y
devoraban con violencia toda la carne fresca que
estuviera a su alcance.
Estábamos rodeadas, pero ellos no hacían el
menor intento por acercarse, quizás olíamos
demasiado a carne muerta, o tal vez había trozos
humanos más suculentos a su alcance. No abusamos
de nuestra suerte y corrimos lo más rápido que
-10 A.M.
60
pudimos de ahí. Aunque tal vez nos hubiera
convenido más caminar, porque no sé si fue nuestro
sudor o la adrenalina de la que hicimos uso para
correr sin parar, pero nos volvimos nuevamente
apetecibles.
De un momento a otro todos los muertos que
no estuvieran masticando o desgarrando algo, se
incorporaron y comenzaron a seguirnos con suma
lentitud, pero no por ello menos intimidantes.
Parecía como si fuera la nariz la que los guiara,
puesto que su mirada no parecía enfocar hacía
ninguna parte.
Le pedí a mi compañera que no flaqueara, ni
volteara a ver atrás. Ya faltaba muy poco para llegar
a la salida, y desde el sitio en donde nos
encontrábamos podíamos ver el resplandor de
algunas patrullas, justo del otro lado de la barda del
hospital.
Yo tropecé con una losa suelta, pero mi
amiga no se dio por enterada y siguió corriendo justo
como le pedí que hiciera. Yo aún no sabía que ése
sería el último consejo que ella recibiría en su vida,
-10 A.M.
61
así como nuestra última plática. Porque al tiempo
que intentaba ponerme de pie, alcancé a ver cómo
ella cruzaba el portal sólo para ser acribillada por la
policía. Ellos no estaban ahí para rescatarnos, sino
para mantenernos adentro. Tal vez sólo seguían
órdenes, pero no creo que aquél que se las dio
supiera realmente a qué se estaba enfrentando.
Ella yacía tendida en el suelo con su cuerpo
destrozado y cubierto de sangre. Yo sentí que le
había fallado a alguien más, y por un segundo
preferí morir ahí que enfrentar la realidad de un
mundo que prefiere disparar primero y preguntar
más tarde. Pero no podía pensar sólo en mí, mi bebé
no habría de morir en ese lugar. Tal vez no quedaba
ningún sitio seguro en el mundo, pero prefería morir
buscándolo que simplemente perecer sin haber
hecho nada.
Mientras me alejaba por otro camino, hacía
el estacionamiento de las ambulancias, escuché
nuevamente disparos y miré por última vez hacía
atrás. Observé cómo en el lugar donde había caído
mi compañera, sólo permanecía un enorme charco
-10 A.M.
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de sangre. Ella había despertado, pero ya no era la
misma. Tal como pasó con la mujer de maternidad,
mi compañera había vuelto a la vida como una de
esas cosas. Los disparos la atravesaban de un lado a
otro, pero ella seguía avanzando hacia sus agresores.
Las balas le arrancaban pequeños trozos de carne y
huesos. Fueron tantos que ella cayó al suelo con el
tronco destrozado, pero a arrastras seguía
aproximándose a los policías. Pero muy pronto ella
se convirtió en el menor de sus problemas, porque
del interior del hospital empezaron a salir más y más
muertos, que tal vez atraídos por el ruido, me
pasaron de largo y enfocaron su hambre en aquellos
hombres armados.
Ellos no tenían suficientes balas para
destrozar a todos los muertos que salían por decenas
del hospital, pero siguieron disparando hasta que no
tuvieron parque y sus intestinos terminaron
esparcidos por todo el lugar.
No sé por qué pero no podía dejar de mirar.
Quizás quería ver cómo terminaban destrozados los
policías que asesinaron a mi amiga. Tal vez después
-10 A.M.
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de haber visto tanto horror me había desensibilizado,
o sólo contemplaba mi destino, ya sea como presa de
aquellas criaturas, o como una de ellas.
Un pequeño dolor en mi vientre me regresó
de aquel trance de carne y sangre en el que me
encontraba. Aún tenía que llegar al estacionamiento
y hallar un vehículo que me sacara de ese lugar,
antes de que la noche me impidiera ver más allá de
mi nariz. Yo sólo esperaba que en el trayecto hacia
mi destino no me topara con alguna de esas cosas o
más policías.
El estacionamiento estaba vacío y sólo
encontré algunas ambulancias que necesitaban
reparaciones mayores. La noche caía y en el hospital
no se oían más que quejidos y alguno que otro grito
de los que no pudieron salir o encontrar un escondite
eficaz para seguir con vida. No podía permanecer
ahí o mis gritos y quejidos formarían parte del
concierto nocturno. Tenía que regresar a la puerta
principal, con la esperanza de que ya no quedara
ningún policía que me usara de blanco, y que los
-10 A.M.
64
muertos se hubieran alejado lo suficiente de las
patrullas, aunque sólo fuera de una.
Mi “Plan B” no había resultado mejor que el
anterior y no podía seguir arriesgándome. Sabía que
la única razón por la que los muertos no nos habían
atacado cuando tuvieron su oportunidad, tenía que
ser el aroma a carne muerta que nuestra piel y ropa
absorbió mientras huíamos. Por lo que decidí
regresar a la recepción y untarme de cuanta sangre y
carne en descomposición me encontrara esparcida
por el lugar.
Tenía ganas de vomitar por el olor a muerte y
putrefacción. Tampoco era agradable el contacto de
esos trozos de carne que palpitaban sin parar sobre
mi piel. Pero no podía renunciar en ese momento.
Sólo esperaba que toda esa incomodidad valiera la
pena.
Ya no corrí, no quise arruinar mi oloroso
disfraz con mi propio aroma. Caminé con calma
hasta llegar a la entrada. No alcancé a escuchar
ningún disparo y los muertos seguían devorando la
carne fresca de los policías caídos. No logré
-10 A.M.
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reconocer a mi amiga, y creo que fue mejor de esa
forma. No me detuve ni un instante y caminé hasta
encontrar una patrulla que no estuviera destrozada o
invadida por los no muertos.
A sólo unos pasos de mi objetivo, la suerte
estuvo a punto de abandonarme, cuando el cielo se
iluminó con un fuerte relámpago y empezó a llover.
Apenas logré entrar al vehículo antes de que el agua
lavara el olor a muerte de mi cuerpo y ropa,
delatando mi presencia. Por fortuna las llaves de la
unidad permanecían pegadas, no podía darme el lujo
de salir a buscar entre los trozos de los policías la
llave correcta, y no sé cómo hacer arrancar un
automóvil sólo con los cables de mando, sin
importar cuantas veces lo haya visto en las películas
y lo fácil que lo hagan parecer.
Sin perder la calma, arranqué el motor y me
fui. Quería reír de satisfacción, pero mi risa se tornó
amarga por las lágrimas que terminaron por deslavar
la sangre que la lluvia no quitó. Quizás había
conseguido huir del hospital, pero sabía que la
pesadilla aún no había terminado.
-10 A.M.
66
-II-
Mis peores miedos se fueron confirmando cuando a
sólo unos kilómetros pude contemplar un horizonte
de fuego, en medio de una tormenta eléctrica que
pintaba de rojo y humo el cielo que cubría más allá
de lo que mi vista alcanzaba a distinguir. La ciudad
estaba en ruinas y ardía en llamas.
Mientras dejaba atrás el letrero de
“Bienvenidos”, mi corazón se contrajo al ver cómo
los pocos sobrevivientes trataban de defenderse de
las oleadas de muertos vivientes que los atacaban.
Algunos disparaban desde las ventanas de los pocos
edificios que permanecían en pie, pero era inútil,
pues los muertos seguían avanzando.
Un poco más adelante encontré las calles
bloqueadas por centenares de automóviles
abandonados, chocados, algunos envueltos en llamas
y aún con personas que se agitaban y retorcían en su
interior. La patrulla ya no me iba a servir de nada,
pero no me animé a salir y seguir mi camino a pie.
-10 A.M.
67
Por lo que permanecí adentro a esperar, aún no sé
qué cosa.
La sangre y el lodo recorrían las calles,
inundando a la ciudad entera con el mismo hedor
que traía en el pelo, piel y ropa; el aroma de la
muerte.
-10 A.M.
68
Capítulo IX. La última salida.
-I-
¿Quién se lo hubiera imaginado? Yo, que siempre
soy el primero en salir de la oficina, ahora me
encuentro encerrado en ella, sujetando entre las
manos las llaves de mi celda.
Parece que todos se han vuelto locos allá
afuera.
Hace unos minutos pude ver desde mi
ventana cómo el edificio de enfrente se desplomó
tras el último sismo. No era para tanto, pero se vino
abajo como si una fuerza invisible lo jalara hacia
dentro. Se podían oír los gritos de pánico y angustia
tanto de víctimas como de testigos. Sin excepción,
todos corrimos a salvar nuestras vidas. La lógica era
muy simple, si aquel edificio que era más nuevo que
éste se cayó como un castillo de naipes frente a un
ventarrón, qué podíamos esperar nosotros.
Al intentar evacuar el inmueble, no nos
importó correr, empujarnos en las escaleras, o pasar
-10 A.M.
69
por encima de quien fuera, con tal de ser los
primeros en salir y ponernos a salvo.
Afuera todos actuábamos como cucarachas
sorprendidas por la luz. Aunque también pude ver
algunas personas que sacrificando su integridad
física, corrían al auxilio de los posibles
sobrevivientes del edificio colapsado. Unos movían
los escombros con las manos desnudas hasta hacerse
sangrar los dedos, otros con varillas y tubos. Todo
con el fin de ayudar al otro sin importar quién fuera
éste. Ver eso me hizo sentir vergüenza de mí mismo,
por no haber pensado en nadie más, con tal de salvar
mi pellejo.
No sólo el saco, el pantalón y los zapatos
traían manchas de sangre, sino también mis manos y
conciencia, y esas no se podrían quitar ni con el
mejor de los detergentes.
Entonces pensé que tal vez no podía hacer
nada por todos aquellos que dejé atrás, pero aún
podría ayudar a alguien en aquel edificio
derrumbado.
-10 A.M.
70
Corrí hacia allá, pero no había dado más de
unos cuantos pasos cuando uno de los rescatistas
gritó con todas sus fuerzas: “¡Encontré a uno!
¡Parece que sigue con vida!”
Todos acudimos a ayudarle a desenterrar al
sobreviviente.
Yo estaba feliz de que al menos se hubiera
podido encontrar a uno, pero mi alegría se hizo
mayor cuando los demás voluntarios dieron con más
personas con vida.
Dentro de lo que cabía, todo marchaba mejor
de lo que cualquiera podía haber esperado. Por lo
que era imposible entender lo que pasó a
continuación. Los gritos de júbilo y emoción se
tornaron rápidamente en lamentos, cuando las
personas rescatadas empezaron a atacar a sus
salvadores.
Yo no podía entender qué era lo que estaba
pasando. ¿Por qué los sobrevivientes atacaban a los
rescatistas? Tal vez algunos podrían estar
confundidos o en shock. Pero ¿por qué todos estaban
reaccionando de esa manera? ¿Por qué estaban
-10 A.M.
71
manifestando tanta agresividad, como si en vez de
dolor o angustia tuvieran rabia o algo parecido?
Las preguntas revoloteaban en mi cabeza,
pero se esfumaron de golpe, aún sin ser respondidas,
ante la presencia de una pregunta mayor: “¿Qué
diablos es eso?”
De entre los escombros empezaron a emerger
restos humanos y personas que no podían estar con
vida. Cuerpos sin cabeza o piernas, individuos que
se impulsaban con las manos, o en su defecto se
arrastraban como serpientes hacia nosotros. Era
como una danza de brazos, piernas y torsos que se
agitaban y latían como si fueran un solo organismo.
No me quedé a esperar que me respondieran.
No quise saber más, sólo corrí con todas mis fuerzas
al interior del edificio del que hacía sólo unos
minutos había salido como un niño al recreo.
En el interior, el olor a sangre y muerte no
era menor que afuera, pero no podía pensar en un
mejor lugar para esconderme.
Las escaleras estaban cubiertas por restos
humanos palpitantes, pero preferí subir por encima
-10 A.M.
72
de ellos que arriesgarme a descubrir qué era eso que
golpeaba con tanto esmero desde el interior del
elevador.
El olor era nauseabundo, pero el terror era
mayor. No podía creer todo el horror que había
atestiguado, ni darme el lujo de detenerme a
descansar, por que en cada piso podía escuchar
cómo los restos destrozados crujían y palpitaban con
mi presencia.
Las escaleras parecían alfombradas por una
masa roja, amorfa y viscosa que chapoteaba. No se
podía distinguir el suelo de la carne molida.
Por fin, después de haber subido un sin
número de escalones, vomitado unas cuantas veces y
resbalado en más de una ocasión, en frente tenía a la
oficina; el único lugar donde podría esconderme
mientras todo volvía a la normalidad.
Y aquí sigo, encerrado en mi propio
despacho y con las llaves en la mano. Afuera puedo
oír quejidos, gritos de dolor y voces aterradas que
suplican que los deje entrar. No me costaría nada
ponerme de pie y salir de este rincón para abrirles
-10 A.M.
73
las puertas. Pero no puedo, el terror me tiene
paralizado. No me queda más que arrinconarme y
hacer como si no escuchara los lamentos.
Trato de pensar que quizás ellos hubieran
hecho lo mismo de estar en mi lugar. Pero no sirve
de nada cubrirme los oídos, pues no dejo de
escuchar los gritos y golpeteos en la puerta de cristal
templado. ¿Cuánto tiempo más durará antes de
hacerse pedazos? ¿Cuánto más les tomará ingresar a
este lugar y destrozar la delgada puerta de madera de
mi privado? Sólo es cuestión de tiempo y nada más.
-II-
La puerta principal ha cedido. No sé si la rompieron,
o sólo la sacaron de los rieles que la soportaban. El
caso es que puedo escucharlos adentro. No tardarán
mucho en dar conmigo.
Me cuesta trabajo respirar, pero debo
tranquilizarme para pensar un poco mejor.
Quizás deba abrirles para que esta pesadilla
termine de una buena vez… no… eso sería
demasiado fácil. No dejaré que me destrocen como
-10 A.M.
74
lo hicieron con esos pobres infelices de allá afuera.
Tal vez deba hacerles frente… pero… ¿cuánto
tiempo podría durar contra esa horda de…? Ni
siquiera sé qué diablos son.
No puedo hacer nada, salvo esperar el final.
Pero no voy a dejar que sean ellos los que
determinen mi muerte. En todos estos años no he
sido libre de escoger ni el color de mis sacos, al
menos seré yo quien decida cómo terminar con mi
propia vida.
Me incorporo y me despojo del espantoso
saco gris, que me vistiera por tantos años, y de la
corbata negra. Mi corazón palpita como nunca antes
y no sé si tengo más miedo de mi decisión o de estar
ahí. Abro la ventana y no veo más que desolación.
Parece que éste ha sido el único edificio que
sigue en pie. Los demás yacen en el suelo o en
llamas. El humo llega hasta el cielo y va más allá de
lo que alcanza mi mirada.
Hay tanto ruido afuera que es imposible
distinguir los gritos de ayuda de los gemidos de esas
-10 A.M.
75
cosas. Lo único inconfundible es ese palpitar
endemoniado que parece provenir de todas partes.
Me tiemblan las piernas, pero sé
perfectamente qué es lo que tengo que hacer ahora.
No se ve muy alto, pero quizás sea lo suficiente para
morir al instante. Espero que los cálculos no me
fallen, lo último que quisiera es sobrevivir a la caída
y terminar con la espina destrozada o alguna pierna
rota. Esta opción en ningún momento es deseable,
pero terminar desvalido en medio de esas cosas sería
peor que la muerte.
Ya están golpeando la puerta, no van a tardar
mucho en pasarle por encima. No tengo tiempo que
perder y la elección está tomada, mas no logro
mover ni un solo músculo. Permanezco estático,
sentado sobre el borde de la ventana. No pensé que
fuera a ser tan difícil. Si tan sólo el edificio se
viniera abajo…
Hace un rato no me importó pasar por
encima de cualquiera con tal de no morir sepultado
por estas paredes, pero ahora envidio la suerte de
aquellos que se quedaron en el camino.
-10 A.M.
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¿Qué habrá sido de esa secretaria tan guapa
que siempre endulzaba de más el café? No recuerdo
haberla visto allá abajo, pero tampoco la busqué,
sólo me interesaba encontrar la salida y ponerme a
salvo.
La puerta ha cedido. Ya no hay nada qué
pensar, aunque realmente nunca lo hubo.
No salto, sólo me dejo caer.
Mi cuerpo golpea en repetidas ocasiones las
paredes exteriores.
Me resulta sorprendente seguir consciente a
pesar del dolor que siento. Ahora no estoy tan
seguro de que esto hubiera sido una buena idea, pero
ya no puedo hacer nada al respecto, salvo seguir
cayendo y esperar que el dolor termine una vez que
impacte contra el suelo.
Siento como si el tiempo se detuviera hasta
que…
Un golpe…
Me duele todo…
-10 A.M.
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La vista se me nubla, pero logro ver un poco
de mi cerebro regado por la acera, justo antes de
quedarme en penumbras…
Ya no siento dolor, ni nada…
No sé qué me pasa, o qué va a ocurrir
conmigo…
Debería estar muerto… pero no lo estoy…
No sé… cómo me llamo…
No sé… quién soy…
Me cuesta trabajo… hilar… mis… ideas…
pero aún escucho… latir… mi… corazón… y tengo
hambre… tengo mucha hambre…
-10 A.M.
78
Capítulo X. La junta.
-I-
El mundo se está resquebrajando, pero a mi jefe lo
único que parece importarle es que no le sirva
demasiado caliente su café. Yo no debería estar aquí,
se supone que hoy era mi día libre, pero no, “el
señor” no podía prescindir de mis servicios. “Tengo
una junta muy importante”, dijo el infeliz, “por lo
que luego veré cómo compenso lo de tu día libre”,
agregó con una sonrisa que deseé poder borrar de un
bofetón. Bien podría haberle dicho que “no”, pero
quién le dice “eso” al presidente.
Por otro lado, no sé qué podría estar haciendo
allá afuera. Las noticias no son halagüeñas y no
parece que las cosas se pongan mejor. Las llamadas
telefónicas están restringidas y yo no sé ni siquiera si
mi departamento resistió el embate del último sismo.
Mientras tanto, el presidente sigue reunido con su
gabinete y algunos miembros del senado, incluyendo
al decano, que hace sólo una semana saliera del
hospital, después de haber sufrido un infarto que por
-10 A.M.
79
poco lo mata. Al menos a mí me extrañó mucho
verlo por acá, lucía tan decaído que no me
sorprendería que saliera en camilla y ambulancia del
recinto.
Todos están trabajando en la sala de juntas,
reunidos desde el último temblor. “Trabajando”
buena broma, yo diría “escondidos” de los medios
de comunicación, o de esas “cosas” que están
invadiendo las calles.
En la radio hablan de “vándalos”,
“drogadictos”, o “desquiciados”, pero lo último que
alcancé a oír fue mucho más perturbador: “muertos
vivientes”. ¡Qué locura!
No sé qué pueda estar pasando en realidad,
pero quizás hasta debería sentirme agradecida de
estar en este lugar. Las bardas son altas y las rejas
están reforzadas, además de que todo un batallón
resguarda el acceso. “Nadie entra y nadie sale”; ésas
son las órdenes. Como sea, no me gusta estar
encerrada.
Todos estamos más o menos igual, sólo
cruzamos miradas y sonrisas fingidas, pero la
-10 A.M.
80
incertidumbre es algo que no podemos ocultar. Mis
padres viven muy lejos de la ciudad, no tengo hijos,
no estoy casada, y con lo asfixiante de mi trabajo, ni
siquiera he tenido tiempo de relacionarme
afectivamente con nadie. Pero muchos de los aquí
presentes tienen familia, y se ve que se mueren de
ganas de salir a averiguar qué ha sido de ellas.
El presidente ya mandó al ejército a controlar
las cosas en las calles, pero aún no sabemos nada de
ellos. Todo lo guardan tan herméticamente, como si
no nos estuviera estallando la verdad en la cara.
-II-
Hace un instante empecé a escuchar disparos en la
entrada externa, demasiados como para tratarse de
una falsa alarma, además de que han ordenado cerrar
las rejas interiores. Todos estamos en alerta y el
silencio existente, de por sí incómodo, se ha tornado
insoportable.
Las estaciones de radio y las televisoras están
fuera del aire, y tampoco hay servicio de Internet.
Estamos completamente aislados y los disparos no
-10 A.M.
81
cesan allá afuera. Ni siquiera el día de la
Independencia escuché tantas detonaciones. Ahora,
no sólo estoy preocupada, sino aterrada.
Las manos me sudan y… justo ahora han
cesado los disparos.
Respiro profundo y el silencio me parece la
más dulce melodía, hasta que otro sonido se apodera
del ambiente. No son gritos, de hecho no sé qué
puedan ser… se escuchan como gemidos y… un…
¿palpitar?
No aguanto más la curiosidad y desobedezco
la orden de no asomarme por las ventanas, sólo para
ser testigo de una masacre. Las inmediaciones están
invadidas por esas cosas, que ni siquiera parecen
humanas, las cuales están despedazando a todo el
personal de seguridad. Son como una masa
sanguinolenta, conformada por miles de brazos y
cabezas, que no se detiene.
Las rejas ya no me parecen tan fuertes…
No soporto más y me echo a llorar.
-10 A.M.
82
Otra secretaria trata de consolarme, pero tan
pronto siento el rose de sus dedos, grito y salgo
corriendo.
No debí haberme asomado, pero ya es tarde
para pensar eso. Mientras tanto el latido que hasta
hace un instante era como un mero mormullo entre
el mar de gemidos, se vuelve el canto
predominante… y lo escucho cada vez más cerca.
Ya no sólo viene de afuera… y vuelvo a
escuchar disparos y gritos, pero del interior de la
sala de juntas.
Los guardias desenfundan sus armas y entran
cortando cartucho. Las detonaciones se han
detenido, pero los gritos no. Entonces vuelven los
disparos, ahora prefiero escucharlos y quisiera que
no se detuvieran nunca… pero cesan.
Nadie sale de la sala, pareciera que todos
están… muertos.
No hay gritos, ni voces, hasta que vuelve ese
endemoniado latido. Entonces el Infierno que
atestigüé hace unos minutos, se repite ante los ojos
de todos.
-10 A.M.
83
Ese asunto de los “muertos vivientes” ha
dejado de sonarme tan descabellado, porque esas
cosas que salen de la sala y avanzan hacia el lugar
donde nos encontramos, no pueden estar vivas… y
tal parece que pronto tampoco lo estaremos
nosotros.
-10 A.M.
84
Capítulo XI. El hijo.
-I-
Dudo que alguien pueda entenderme, porque ni yo
mismo estoy convencido de estar haciendo lo
correcto, pero no voy a detenerme ahora. Además,
cuántas veces hacer “lo correcto” ha implicado dejar
de realizar lo que uno realmente quiere, o ignorar
aquellos detalles que hacen de la vida un milagro.
No, no estoy haciendo lo correcto, lo sé, pero
no me importa, porque prefiero vivir con esto en mi
consciencia, que verlo sufrir a él.
La mayoría de los que no murieron por los
efectos del terremoto, o en manos de los no muertos,
huyeron de las ciudades y corrieron a esconderse en
pueblos cada vez más pequeños o poco poblados,
como si todo lo que estaba ocurriendo fuera un
fenómeno exclusivo de las grandes urbes, como la
contaminación.
Mis vecinos huyeron, igual que mi esposa,
mas no sé si habrán llegado con bien a su destino.
Pero yo decidí quedarme en casa, no porque buscara
-10 A.M.
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la muerte, sino por la mera posibilidad de recuperar
lo más preciado que llegué a tener en mi vida.
Hace unos días, cuando aún no ocurría esta
locura y los muertos se resignaban a permanecer
“así”, recibí la peor noticia que un padre podría
imaginarse. Mi pequeño, de sólo siete años, había
sido atropellado y agonizaba en el hospital. Poco
después murió, sin darme la oportunidad de
despedirme.
En ese momento el mundo se me vino abajo;
comer, hablar, o salir a trabajar, careció de sentido.
Me negaba a aceptar el hecho, aunque
absolutamente todo me gritaba que mi pequeño
nunca más habría de regresar a mi lado.
Por eso, cuando los muertos volvieron a
caminar sobre la faz de la Tierra, mientras el resto
del mundo pensaba que esto sería el “Final”, yo lo vi
como una nueva oportunidad que me brindaba la
vida, para poder recuperar a mi hijo.
Las últimas noticias que los medios de
comunicación alcanzaron a transmitir, antes de que
el mundo entero se quedara en silencio, decían que
-10 A.M.
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permaneciéramos alertas y no nos fiáramos de nadie.
Afirmaban que no prestáramos atención a nuestros
sentimientos, ya que sin importar que los cadáveres
fueran los de nuestros seres queridos, “ellos” ya no
lo eran, y no habrían de distinguir entre nosotros y
un trozo más de carne fresca. Sin embargo, yo no
hice caso y esperé el arribo de mi niño.
La casa no era un lugar seguro para aguardar
por él, pero yo contaba con otro sitio para emprender
mi temeraria espera; un enorme y frondoso árbol,
donde acostumbraba jugar mi pequeño. Tal vez no
era un sitio cubierto, pero había resistido muy bien
los temblores. Además, aunque las hordas de
muertos fueran capaces de derribar murallas, de a
uno por uno no eran más fuertes que una persona
común, por lo que no tendrían por qué ser un
problema si alguno intentaba subir por mí.
Entonces emprendí el dificultoso ascenso,
armado únicamente con el bate de béisbol de mi
hijo, unas cuerdas, y un garrafón de agua.
Por tres días fui testigo de un ir y venir de
hordas de muertos vivientes que se reunían alrededor
-10 A.M.
87
del árbol. No parecía que pudieran verme, pero
sabían que estaba ahí, mas nunca hicieron el menor
intento de trepar, quizás no sabrían cómo hacerlo.
Yo estaba aterrado, pero nada habría de
hacerme cambiar de opinión, pues estaba confiado
de que mi hijo regresaría algún día.
A punto de desfallecer, una mañana escuché
que alguien trepaba por el árbol. Al principio me
sobresalté, tomé el viejo bate y me puse en guardia,
por si alguna de esas “cosas” se hubiera animado a
subir por mí. Pero aunque mis ojos no daban crédito
de lo que veían, mi corazón se llenó de felicidad,
cuando reconocí a mi pequeño escalando; grácil y
decididamente por el tronco.
Su piel estaba deteriorada y de aquel trajecito
con el que lo sepultamos sólo quedaban jirones, pero
era él… aunque sus ojos vacíos y gestos no
parecieran reconocerme. Para él yo no era su padre,
sino su cena. Entonces solté el bate y dejé que se
acercara. Su andar era pausado y su mirada perdida,
me dolía verlo de esa manera, pero me hubiera
dolido mucho más no volver a verlo nunca.
-10 A.M.
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Tan pronto estuvo a sólo unos pasos, se
abalanzó sobre mí, pero yo logré dominarlo con
facilidad, y lo até con las cuerdas. Ya no me haría
daño, ni se lastimaría él mismo al intentarlo.
-II-
A partir de ese día mi vida cambió por completo, y
los no muertos que asediaban el árbol se esfumaron,
posiblemente en pos de todos aquellos que habían
huido unos días antes.
Por un instante temí por la seguridad de mi
esposa, pero opté por distraer mi atención en aquello
que consideraba más importante: “mi hijo”. Después
de todo, ella se había ido por su propia voluntad.
Mi pequeño y yo estábamos a salvo, por lo
que bajamos del árbol y volvimos a casa. Ahí todo
estaba desordenado, pero seguía siendo habitable.
Por lo que desaté a mi hijo, y antes de que él pudiera
intentar hacer cualquier otra cosa, lo encerré en su
habitación.
Desde afuera, yo podía escuchar cómo mi
niño se azotaba contra las paredes y gemía, era
-10 A.M.
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demasiado doloroso atestiguar eso, por lo que con
todo el pesar de mi corazón, me armé nuevamente
con el bate y abrí la puerta de su cuarto.
Para mi sorpresa, tan pronto mi hijo me vio
entrar en su recámara, se arrinconó tras un estante,
como si me tuviera miedo. Por supuesto que eso me
estremeció y dejé caer mi improvisada arma contra
el suelo, pensando que quizás entonces mi niño
intentaría satisfacer su hambre conmigo, a lo cual ya
no opondría resistencia, pero no lo hizo.
Esa actitud, y el hecho de que a diferencia de
los demás muertos él hubiera tenido la iniciativa de
trepar por el árbol, me dieron a entender que mi hijo
no era como “ellos”. Sin duda estaba muerto, pero
aún albergaba algunos recuerdos en su memoria.
Entonces supe que no me lastimaría y lo
tomé entre mis brazos, sin temor alguno, hasta que él
hizo lo mismo.
Yo estaba feliz de haberlo recuperado, pero
preexistía un problema; mi pequeño sufría por no
poder saciar un hambre que no habría de complacer
conmigo.
-10 A.M.
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Por lo que tomé una decisión, de la que no
estoy orgulloso, pero no tenía otra alternativa; habría
de ser yo el que le consiguiera su alimento.
-III-
Por eso ahora estoy aquí, en medio de lo que queda
de nuestra mancillada civilización, deambulando con
mi hijo de la mano. No me importa si hay que matar
a un animal, o a otro ser humano, de los pocos que
han sobrevivido a esta carnicería.
No hay mucho en el menú, y cada vez son
menores las opciones que se nos presentan. De
hecho ya no hay mucha diferencia entre mi niño y
yo, pues ambos parecemos un par de muertos
andantes más, que se unen a las hordas de cadáveres
que transitan en búsqueda de alimento, como
nosotros.
Soy consciente de que mi hijo cada día se
deteriora más, y su descomposición no habrá de
detenerse hasta que su cuerpecito desaparezca por
completo, pero hasta entonces lo tendré conmigo y
-10 A.M.
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saciaré su hambre, aunque eso implique hacerlo con
mi propia carne.
-10 A.M.
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Capítulo XII. Muerte.
-I-
Desde hace más de seis meses los muertos vagan
libres por las calles, mientras yo me refugio en este
viejo cementerio. No es “la gran cosa” pero es mejor
que el hospital, aquí los muertos no se acercan. Es
demasiado fuerte el olor a muerte que emana de la
tierra como para sentirse atraídos. En cuanto a los
residentes permanentes, sólo puedo escuchar que
rasguñan desesperadamente desde el interior de sus
prisiones de tierra, cemento, aluminio y madera.
Todo este tiempo me he alimentado de lo que
he podido saquear de las máquinas expendedoras del
velatorio. Alimento que dista mucho de ser nutritivo,
o recomendable para una mujer con siete meses de
embarazo, pero dadas las circunstancias, no me
parece tan malo.
Me sorprende todo el tiempo que ha pasado,
y me extraña aún más seguir con vida, pese a que mi
salud se ha ido deteriorando con rapidez. Seis meses
es mucho tiempo para vivir escondida en un
-10 A.M.
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cementerio, y mi cuerpo lo refleja fielmente. Mis
brazos y piernas ya no son lo que eran y ahora
presentan sólo una delgada piel que cubre mis
huesos. Mi rostro no luce mejor y cada vez que
alcanzo a ver mi imagen en cualquier superficie, no
puedo evitar sentir una profunda tristeza al ver en
mis ojos hundidos, la misma mirada vacía de la
mujer del pabellón de maternidad poco antes de
morir.
Después de todo lo que ha pasado en el
mundo y de lo que hemos perdido, es triste saber que
esa mujer que marcó mi vida para siempre carezca
de un nombre para mí. Quizás me aguarda lo mismo.
Es sólo cuestión de tiempo para que toda mi historia,
anhelos, proyectos, virtudes y defectos se pierdan en
el olvido.
Es probable que mi bebé no conozca un solo
amanecer, ni a su madre. Aunque de antemano sabía
que no habría de conocer a su padre. Cuando le
informé al susodicho la buena nueva, él estaba tan
alarmado por el futuro de su carrera que me
preguntó: “¿por qué?” y “¿cómo era posible?”.
-10 A.M.
94
Como si tuviera que ser yo quien le explicara a un
ginecólogo cómo es que nacen los niños. Recuerdo
que me sugirió que no dijera nada y que lo mejor
para el futuro de ambos sería abortarlo. Por supuesto
que él no se mancharía las manos, pero conocía a
alguien que podía arreglarlo todo… en fin. Yo no
dije nada, pero le respondí contundentemente con
una bofetada que me dejó temblando la mano,
seguida por un rodillazo en sus testículos que lo dejó
de rodillas y mudo. Después me alejé de él para
siempre. Desde entonces y hasta ahora mi bebé ha
sido lo más importante para mí. Y aunque sepa que
llevarlo conmigo me costará la vida, lo que
realmente me aterra es que yo sea quien le cueste la
suya a él.
-II-
Hace unos días me empezó a doler el vientre y he
secretado un poco de sangre en la orina. Aún me
faltan casi dos meses para entrar en labor de parto y
esperar a la muerte, pero ¿quién sabe? Tal vez mi
mala condición física haya acelerado el proceso o mi
-10 A.M.
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bebé se cansó de comer sólo pastelillos y frituras,
por lo que busca en mí algo más sustancioso y
nutritivo. Aunque dudo que lo encuentre, pues ahora
luzco más bien como un esqueleto con barriga, con
mucha sal y azúcar en las venas.
Frente a todo lo que he pasado, me sorprende
lo absurdos y ridículos que pueden ser los problemas
que me agobiaban día a día en el pasado. Es
impresionante el tiempo que perdí tratando de ser
“alguien” como si de entrada no lo fuera. Siempre
intentando agradar a los demás aunque ellos no me
agradaran, y sin saber si yo misma era grata para mí.
Me pongo a pensar en toda esa gente que traté mal, o
no traté en absoluto, sólo porque llevaba prisa.
Todas esas personas a las que no les dije que amaba,
o que jamás agradecí por lo poco o mucho que
hubieran hecho por mí, por el sólo hecho de existir.
Sin olvidar aquellos amaneceres y atardeceres que
me perdí por mantener fija la mirada en el reloj.
Todos esos proyectos que soñé alcanzar al lado de
mi bebé, que ya no podré ni acercarme.
-10 A.M.
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-III-
Ayer salí de mi refugio para ver si encontraba un
poco de comida en otra parte; me daba igual si era
cerca o lejos de la ciudad. Mis piernas apenas podían
sostenerme por la anemia y el miedo que tenía de
encontrarme con alguna de esas cosas.
Mi temor era muy grande, pero mi hambre
era aún mayor, por lo que me armé con el poco valor
que conservaba, y el coraje que me infundía mi bebé
para mantenerme con vida, y crucé el portal que
separaba mi mundo del de ellos.
Los muertos deambulaban por todas partes
buscando alimento, incluso debajo de las paredes de
los edificios derrumbados. No sé por qué, pero
repentinamente dejé de tener miedo y empecé a
sentir compasión por ellos. La simple idea de pasar
la vida de esa forma, buscando alimento para saciar
un hambre que no se satisface nunca, pudriéndose a
cada paso y sin poder morir de una buena vez, me
hacía estremecer.
Mi futuro nuevamente se me presentaba y
sentí pena, pero ahora no sólo por mí, sino también
-10 A.M.
97
por su lastimera existencia. No pude evitar pensar en
mi amiga, la compañera con la que traté de escapar
aquel día y que vi cómo era deshecha por las balas
de la policía. ¿Qué será de ella ahora? Tal vez siga
arrastrándose sin descanso con su cuerpo partido por
la mitad, hasta que todo esto termine algún día, si es
que eso llega a ocurrir.
Para mi sorpresa los muertos no hicieron el
menor esfuerzo por atacarme. Parecía como si les
pasara completamente inadvertida. Probablemente
por mi aroma. Yo misma me sentía cada vez más
cercana a ellos, que a lo que era antes. Es curioso
que fuera de esa manera, pero por primera vez en
seis meses no me sentí sola con mi bebé. Y si bien
no podía concertar una cita para tomar un café y
platicar un poco con ninguno de mis nuevos
compañeros, el sólo hecho de verlos ahí, hurgando
entre los restos de lo que fuera una gran ciudad,
definitivamente me creaba un vínculo muy estrecho
con ellos.
Después de varias cuadras, hallé una
destartalada tienda de abarrotes. Ahí no encontré
-10 A.M.
98
mucho, pero lo hallado era mejor que lo que había
estado comiendo en los últimos meses. Había varias
latas de conservas, con dos o tres años más de
caducidad. Recuerdo que pensé que era posible que
yo durara mucho menos tiempo que eso, pero no
podía llevármelas todas, y venir todos los días a
comer ahí me resultaría demasiado riesgoso. Era
posible que mis nuevos y hediondos compañeros
pudieran empezar a sospechar que yo no estaba tan
muerta como aparentaba estarlo, y dejarían de
pasarme por alto, agregándome de inmediato a su
menú. Por lo que cogí un carrito de compras y por
un instante recordé la cotidianidad de aquel hecho, y
atesoré algo que antes me parecía de lo más molesto
e insoportable.
Era sorprendente cómo las acciones más
mundanas de la vida se me presentaban tan
extraordinarias en un momento como ése. Casi
deseaba que hubiera fila en la caja, o una cajera
gruñona que no hallara el momento de despachar a
toda su clientela para poder largarse de ahí. Pero
evidentemente no fue así.
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Por último tomé unos garrafones de agua y
un abrelatas.
Esa noche me regalé una cena que tenía
demasiado tiempo que no me daba. Procuré no
excederme, pero es que nunca la comida enlatada me
había parecido tan buena y apetitosa.
Por primera vez en mucho tiempo me sentí
feliz de estar ahí; viva y con mi bebé dentro de mí.
Esa noche no hubo sangrado, ni sentí ningún
dolor en el vientre, tampoco tuve pesadillas.
-IV-
Temprano, esta mañana salí nuevamente de mi
escondite. No supe realmente que hora era, puesto
que mi reloj de pulsera se estropeó hace un par de
meses, y el único que encontré carece de la
manecilla de las horas y sólo conserva el minutero.
Por lo que sólo marca las menos diez a.m.
Después de lo que viví el día anterior, no sé
por qué, pero sentí que era posible que no regresara
con vida de una nueva incursión a la ciudad. Por eso
-10 A.M.
100
decidí salir lo más arreglada posible a lo que tal vez
fuera mi último paseo.
El sol apenas se asomaba por el horizonte y
yo quería verme guapa para recibir su calor, quizá
por última vez. No hay servicio de agua potable, por
lo que la sola idea de tomar un baño me pareció
lejanísima. Pero he aprendido a captar agua de
lluvia, por lo que con ayuda de un paño húmedo y
un poco de jabón que hallé en uno de los baños,
recordé cómo era sentirse aseada otra vez. Tomé un
par de mudas de ropa limpia que encontré en la
patrulla, y salí por última vez del que había sido mi
hogar por tantos meses.
No sé dónde se han metido todos, la ciudad
está vacía. Nadie se pasea por las calles, vivos o
muertos. El sol brilla en lo alto, y el cielo rojizo me
regala una postal que no veía desde hace varios
años. Apenas sopla un poco de viento que
tímidamente mece mi pelo, dándome la excusa
perfecta para alborotarlo yo misma con las manos.
Cierro los ojos y me detengo a oír el silbido
del viento que corre a varios metros arriba de mi
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cabeza. Siento el aire frío y suave que toca mi cara,
casi como si la naturaleza me estuviera reconociendo
o buscara recuerdos de mí en su atormentada
memoria.
A lo lejos oigo algo que no creí volver a
escuchar nunca, y abro los ojos para compartir con
la vista lo que me regala el oído. Sobre mi cabeza
veo a una parvada de aves que sobrevuela la ciudad,
de un lado a otro y regresan con más bríos.
Yo no puedo más que sonreírle a la vida y
contemplar su eterna belleza. Vuelvo mi mirada al
suelo y con mis manos acaricio el vientre en que se
gesta mi hijo. También esto me provoca una sonrisa
que se humedece con dos lágrimas de alegría. Sin
pensarlo demasiado, le hablo a mi bebé, quien sigue
guardadito dentro de mí. Le digo que todo va a salir
bien, y por primera vez pienso que no me estoy
mintiendo a mí misma, aunque tampoco tengo
ninguna certeza sobre la cual pueda sustentar mi
promesa.
No sé si todo ha terminado ya, o si los
muertos sólo se marcharon a otra parte en busca de
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alimento. Tal vez estén por ahí escondidos tras las
ruinas urbanas, quizás sólo se estén pudriendo en
algún agujero, o ambas cosas. No sé si este nuevo
escenario que me regala la vida significa que tanto
mi bebé como yo estaremos bien, o sólo se me está
dando una calurosa despedida.
Sé que me va a costar mucho tiempo
asimilarlo todo, pero frente a mí tengo la razón más
importante por la que nunca me he de dar por
vencida. Sin duda alguna, el ser vivo más amado y
esperado en todo el planeta, por lo menos para mí:
“mi hijo”.
-FIN-
-10 A.M.
103
Índice
Capítulo I. La espera. . . . . . . . . . . . .5
Capítulo II. El periodista. . . . . . . . . 8
Capítulo III. El padre. . . . . . . . . . . 15
Capítulo IV. La enfermera. . . . . . . . 24
Capítulo V. La madre. . . . . . . . . . . 32
Capítulo VI. El ascensor. . . . . . . . . 37
Capítulo VII. La ley. . . . . . . . . . . . . 45
Capítulo VIII. La huida. . . . . . . . . . 54
Capítulo IX. La última salida. . . . . . 68
Capítulo X. La junta. . . . . . . . . . . . 78
Capítulo XI. El hijo. . . . . . . . . . . . . 84
Capítulo XII. Muerte. . . . . . . . . . . . 92
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