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Leyendas EL JINETE SIN CABEZA Un señor ya viejo que se llamaba Carmelo tenía una parcela en el Valle de Mexicali, donde sembraba, según la temporada, algodón o trigo; la cuidaba mucho y tenía la costumbre de regarla en la madrugada, porque a esa hora las matas aprovechaban más el agua. Un día como a eso de las cuatro de la mañana, escuchó muy cerca el trote de un caballo. Se le hizo extraño que alguien anduviera por ahí pero, con todo y eso, dijo con amabilidad:—¡Buenos días! Como no le contestaron volteó y grande fue su sorpresa pues no había nadie, aunque el Canelo, su perro, no paraba de ladrar. Nunca creyó en cosas de espantos y, sin embargo, esa vez le ganó el miedo. Trató de calmarse y se fue a su casa; todo el día se la pasó inquieto y a la hora de la comida le platicó a su mujer lo que había ocurrido, pero ella no le creyó. Pasaron los días y nada extraño se escuchó en la parcela, pero un lunes muy temprano el señor salió acompañado del Canelo y cuando subió a su troca se dio cuenta de que había olvidado su lonche. Al regresar a su casa, un caballo desbocado que corría sin freno hizo que se detuviera en seco, pues el animal andaba sin tocar el piso y se dirigía justo hacia él; casi lo tenía encima ¡cuando desapareció! El señor tragó saliva y no se movió durante un buen rato. Todavía tembloroso, entró a su casa, donde se quedó dormido; a mediodía su señora lo despertó: —Carmelo, levántate a comer, ¿qué tienes? Estás pálido. —Es que me pasó una cosa bien fea y ya no pude ir a la parcela —dijo el señor y le contó lo del caballo aparecido. Al escuchar a su marido, la señora se persignó porque le dio mucho miedo y al ver que Carmelo se dirigía hacia afuera le dijo: —¡No vayas a la milpa, te puede suceder algo malo! El señor no le hizo caso; se subió a la troca y se fue. Al llegar, dio unos pasos y se paró bajo un árbol frondoso. Subían a lo lejos los últimos rayos del sol, cuando a su espalda escuchó las pisadas de un animal que se acercaba. Al voltear, descubrió a un enorme caballo blanco frente a él; lo montaba un jinete vestido de charro, quien dejó al viejo quieto del miedo, pues su cuerpo terminaba en los hombros: ¡no tenía cabeza! —¿Quién eres? —preguntó armándose de valor— ¿para qué me quieres? No hubo respuesta. Carmelo empezó a sudar, quería moverse y no podía; ver al jinete sin cabeza lo había paralizado. Entre las ramas del árbol sólo se oía el sonido del viento. En eso, se escuchó una voz que venía de quién sabe dónde, parecía que salía de la tierra porque era hueca y tenebrosa: —Soy Joaquín Murrieta, de seguro has oído hablar de mí; vengo a confiarte un secreto. —¿Qué es lo que quieres? —dijo el señor en voz alta. —Escucha con atención lo que voy a decirte: en esta parcela enterré un magnífico tesoro y quiero dártelo pero con una condición. —¿Cuál? —preguntó Carmelo. —Sólo tú puedes desenterrarlo. Nadie, absolutamente nadie más debe hacerlo, porque aquel que lo haga caerá muerto como lluvia del cielo y tú junto con él. La voz se fue apagando; en un abrir y cerrar de ojos el descabezado desapareció con todo y caballo. El señor se quedó sorprendido, después de un rato se subió a su troca y se dirigió al pueblo. Cuando llegó, era tanta su emoción que a todos los que veía les platicaba su aventura y su buena suerte. Reunió las herramientas que necesitaba y regresó a la parcela, pero no volvió solo, lo acompañaba un grupo de hombres. A Carmelo no le importó que destruyeran su sembradío, ya que por todos lados hacían hoyos con picos y palas; al cabo de unas horas, uno de ellos gritó que había dado con

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Leyendas EL JINETE SIN CABEZA

Un señor ya viejo que se llamaba Carmelo tenía una parcela en el Valle de Mexicali, donde sembraba, según la temporada, algodón o trigo; la cuidaba mucho y tenía la costumbre de regarla en la madrugada, porque a esa hora las matas aprovechaban más el agua. Un día como a eso de las cuatro de la mañana, escuchó muy cerca el trote de un caballo. Se le hizo extraño que alguien anduviera por ahí pero, con todo y eso, dijo con amabilidad:—¡Buenos días! Como no le contestaron volteó y grande fue su sorpresa pues no había nadie, aunque el Canelo, su perro, no paraba de ladrar. Nunca creyó en cosas de espantos y, sin embargo, esa vez le ganó el miedo. Trató de calmarse y se fue a su casa; todo el día se la pasó inquieto y a la hora de la comida le platicó a su mujer lo que había ocurrido, pero ella no le creyó.

Pasaron los días y nada extraño se escuchó en la parcela, pero un lunes

muy temprano el señor salió acompañado del Canelo y cuando subió a su troca se dio cuenta de que había olvidado su lonche. Al regresar a su casa, un caballo desbocado que corría sin freno hizo que se detuviera en seco, pues el animal andaba sin tocar el piso y se dirigía justo hacia él; casi lo tenía encima ¡cuando desapareció! El señor tragó saliva y no se movió durante un buen rato. Todavía tembloroso, entró a su casa, donde se quedó dormido; a mediodía su señora lo despertó: —Carmelo, levántate a comer, ¿qué tienes? Estás pálido. —Es que me pasó una cosa bien fea y ya no pude ir a la parcela —dijo el señor y le contó lo del caballo aparecido. Al escuchar a su marido, la señora se persignó porque le dio mucho miedo y al ver que Carmelo se dirigía hacia afuera le dijo: —¡No vayas a la milpa, te puede suceder algo malo! El señor no le hizo caso; se subió a la troca y se fue. Al llegar, dio unos pasos y se paró bajo un árbol frondoso. Subían a lo lejos los últimos rayos del sol, cuando a su espalda escuchó las pisadas de un animal que se acercaba. Al voltear, descubrió a un enorme caballo blanco frente a él; lo montaba un jinete vestido de charro, quien dejó al viejo quieto del miedo, pues su cuerpo terminaba en los hombros: ¡no tenía cabeza! —¿Quién eres? —preguntó armándose de valor— ¿para qué me quieres? No hubo respuesta. Carmelo empezó a sudar, quería moverse y no podía; ver al jinete sin cabeza lo había paralizado. Entre las ramas del árbol sólo se oía el sonido del viento. En eso, se escuchó una voz que venía de quién sabe dónde, parecía que salía de la tierra porque era hueca y tenebrosa: —Soy Joaquín Murrieta, de seguro has oído hablar de mí; vengo a confiarte un secreto. —¿Qué es lo que quieres? —dijo el señor en voz alta. —Escucha con atención lo que voy a decirte: en esta parcela enterré un magnífico tesoro y quiero dártelo pero con una condición. —¿Cuál? —preguntó Carmelo. —Sólo tú puedes desenterrarlo. Nadie, absolutamente nadie más debe hacerlo, porque aquel que lo haga caerá muerto como lluvia del cielo y tú junto con él. La voz se fue apagando; en un abrir y cerrar de ojos el descabezado desapareció con todo y caballo. El señor se quedó sorprendido, después de un rato se subió a su troca y se dirigió al pueblo. Cuando llegó, era tanta su emoción que a todos los que veía les platicaba su aventura y su buena suerte. Reunió las herramientas que necesitaba y regresó a la parcela, pero no volvió solo, lo acompañaba un grupo de hombres. A Carmelo no le importó que destruyeran su sembradío, ya que por todos lados hacían hoyos con picos y palas; al cabo de unas horas, uno de ellos gritó que había dado con algo. Se fueron a ese lado del terreno y escarbaron con los rostros llenos de felicidad. Encontraron costales hartos de monedas, cadenas, anillos y otros objetos de oro y plata. Brincaban y gritaban haciendo bulla, pero eso no duró mucho: un jinete sin cabeza en un gran caballo blanco apareció entre ellos. Carmelo se acordó entonces de la advertencia de Joaquín Murrieta; sin embargo, era demasiado tarde. El jinete sin cabeza dio una orden a su caballo, éste pateó la tierra y el tesoro empezó a hundirse jalando a todos los que estaban ahí entre gritos de espanto y desesperación. Carmelo suplicó que no lo hiciera, que lo castigara a él y no a aquellos inocentes, pero fue inútil: en unos segundos no quedaba nadie, sólo Carmelo y el jinete, que desapareció sin decir nada. Carmelo regresó a su casa, no dijo nada a su esposa, se sentó en la entrada y no se movió más. Pasaron los días, el viejo no volvió a comer y se fue secando, secando hasta que se murió. Nadie más supo de lo ocurrido. Se dice que Joaquín Murrieta sigue cabalgando por aquellas tierras buscando a quién darle su tesoro.

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Leyendas EL GATO NEGRO

Hace años, en un pueblo de Ensenada, vivía una muchacha que amaba a los gatos. Aparte de trabajar, se dedicaba a cuidarlos, alimentarlos y darles cariño; siempre estaba rodeada de ellos, cuando veía a uno abandonado en la calle se lo llevaba a su casa. Todos los vecinos sabían de su amor hacia esos animales, es por esta razón que en vez de llamarla por su nombre, le decían la muchacha de los gatos.  Sucedió que una noche se despertó al oír fuertes golpes en la ventana. Pensó que era algún vecino que necesitaba algo y al asomarse se sorprendió, pues no había sino un gato negro que la miraba con ojos brillantes. Ella le abrió para dejarlo entrar y el gato se le acercó ronroneando, así que lo acarició un rato y luego se volvió a dormir.   Pasaron varios días. El gato negro era el más cariñoso de todos los que vivían con la muchacha, la seguía adonde iba y ¡hasta dormía en su cama! Sin embargo, la joven se dio cuenta que los otros gatos empezaron a alejarse, a irse de su casa; no entendía por qué y sentía tristeza, pues cada vez tenía menos animales. De entre éstos, ella quería especialmente a una gata siamés, a la que había criado desde pequeña; temerosa de que también se alejara decidió dedicarle más tiempo.Una tarde la joven llegó de trabajar y, con gran pesar, se fijó que sólo dos gatos se acercaron a ella: la siamés y el negro. Levantó a la gata, la abrazó, la besó y se sorprendió mucho al ver que el gato negro se enojaba; a ella le dio miedo porque los ojos se le pusieron rojos, se le pararon los pelos del lomo y empezó a gruñir tan fuerte que parecían los gritos de una persona. A la noche siguiente, mientras le servía leche a su gata, el gato negro se acercó y comenzó a maullar enojado; al ver esto, la muchacha trató de levantar a la siamés, pero el gato saltó sobre la gata y pelearon ferozmente. Desesperada por no poder separarlos, corrió a buscar una escoba. Cuando regresó, la gata estaba muerta y el gato negro se lamía las garras. Entonces la joven se puso a llorar, y con la escoba echó al gato a la calle. Durante varias noches, el animal estuvo maullando en la ventana, esperando que le abriera para entrar.

Cierto día en que la muchacha regresó, encontró al gato dentro de la casa y se espantó, porque se veía enorme, grandísimo. Trató de sacarlo y el gato ni se movió, sólo se quedó viéndola a los ojos; de pronto ¡saltó sobre ella, arañándola y mordiéndola! La muchacha quiso zafarse, gritar, pero el gato enredó su larga cola en el cuello de la joven y apretó hasta que ella dejó de respirar. El negro animal se quedó un rato junto al cuerpo, luego salió por la ventana y desapareció en medio de la noche.Nadie se hubiera enterado de la muerte de la joven, pero los otros gatos regresaron apenas huyó el gato negro y, al ver que ella no se movía, se pusieron a llorar. El llanto de tantos gatos hizo que la gente fuera a asomarse; sólo así encontraron a la pobre muchacha.

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Leyendas

LA LLORONA

Los cuatros sacerdotes aguardaban espectrantes.  Sus ojillos vivaces iban del cielo estrellado en donde señoreaba la gran luna blanca, al espejo argentino del lago de Texcoco, en donde las bandadas de patos silenciosos bajaban en busca de los gordos ajolotes.  Después confrontaban el movimiento de las constelaciones estelares para determinar la hora, con sus profundos conocimientos de la astronomía.  De pronto estalló el grito....  Era un alarido lastimoso, hiriente, sobrecogedor. Un sonido agudo como escapado de la garganta de una mujer en agonía. El grito se fue extendiendo sobre el agua, rebotando contra los montes y enroscándose en las alfardas y en los taludes de los templos, rebotó en el Gran Teocali dedicado al Dios Huitzilopochtli, que comenzara a construir Tizoc en 1481 para terminarlo Ahuizotl en 1502 si las crónicas antiguas han sido bien interpretadas y parecio quedar flotando en el maravilloso palacio del entonces Emperador Moctezuma Xocoyótzin.  -- Es Cihuacoatl! -- exclamó el más viejo de los cuatro sacerdotes que aguardaban el portento.  -- La Diosa ha salido de las aguas y bajado de la montaña para prevenirnos nuevamente --, agregó el otro interrogador de las estrellas y la noche. Subieron al lugar más alto del templo y pudieron ver hacia el oriente una figura blanca, con el pelo peinado de tal modo que parecía llevar en la frente dos pequeños cornezuelos, arrastrando o flotando una cauda de tela tan vaporosa que jugueteaba con el fresco de la noche plenilunar.   Cuando se hubo opacado el grito y sus ecos se perdieron a lo lejos, por el rumbo del señorío de Texcocan todo quedó en silencio, sombras ominosas huyeron hacias las aguas hasta que el pavor fue roto por algo que los sacerdotes primero y después Fray Bernandino de Sahagún interpretaron de este modo:  "...Hijos míos... amados hijos del Anáhuac, vuestra destrucción está próxima...." Venía otra sarta de lamentos igualmente dolorosos y conmovedores, para decir, cuando ya se alejaba hacia la colina que cubría las faldas de los montes:  "...A dónde iréis.... a dónde os podré llevar para que escapéis a tan funesto destino.... hijos míos, estáis a punto de perderos..." Al oir estas palabras que más tarde comprobaron los augures, los cuatro sacerdotes estuvieron de acuerdo en que aquella fantasmal aparición que llenaba de terror a las gentes de la gran Tenochtitlán, era la misma Diosa Cihuacoatl, la deidad protectora de la raza, aquella buena madre que había heredado a los dioses para finalmentente depositar su poder y sabiduría en Tilpotoncátzin en ese tiempo poseedor de su dignidad sacerdotal.

 El emperador Moctezuma Xocoyótzin se atuzó el bigote ralo que parecía escurrirle por la comisura de sus labios, se alisó con una mano la barba de pelos escasos y entrecanos y clavó sus ojillos vivaces aunque tímidos, en el viejo códice dibujado sobre la atezada superficie de amatl y que se guardaba en los archivos del imperio tal vez desde los tiempos de Itzcoatl y Tlacaelel.   El emperador Moctezuma, como todos los que no están iniciados en el conocimiento de la hierática escritura, sólo miraba con asombro los códices multicolores, hasta que los sacerdotes, después de hacer una reverencia, le interpretaron lo allí escrito. ---Señor, -- le dijeron --, estos viejos anuales nos hablan de que la Diosa Cihuacoatl aparecerá según el sexto pronóstico de los agoreros, para anunciarnos la destrucción de vuestro imperio.  Dicen aquí los sabios más sabios y más antiguos que nosotros, que hombres extraños vendrán por el Oriente y sojuzgarán a tu pueblo y a ti mismo y tú y los tuyos serán de muchos lloros y grandes penas y que tu raza desaparecerá devorada y nuestros dioses humillados por otros dioses más poderosos.   --- Dioses más poderosos que nuestro Dios Huitzilopochtli, y que el Gran Destructor Tezcatlipoca y que nuestros formidables dioses de la guerra y de la sangre? -- preguntó Moctezuma bajando la cabeza con temor y humildad. --- Así lo dicen los sabios y los sacerdotes más sabios y más viejos que nosotros, señor. Por eso la Diosa Cihuacoatl vaga por el anáhuac lanzando lloros y arrastrando penas, gritando para que oigan quienes sepan oír, las desdichas que han de llegar muy pronto a vuestro Imperio. Moctezuma guardó silencio y se quedó pensativo, hundido en su gran trono de alabastro y esmeraldas; entonces los cuatro sacerdotes volvieron a doblar los pasmosos códices y se retiraron también en silencio, para ir a depositar de nuevo en los archivos imperiales, aquello que dejaron escrito los más sabios y más viejos.

 Por eso desde los tiempos de Chimalpopoca, Itzcoatl, Moctezuma, Ilhuicamina, Axayácatl, Tizoc y Ahuizotl, el fantasmal augur vagaba por entre los lagos y templos del Anáhuac, pregonando lo que iba a ocurrir a la entonces raza poderosa y avasalladora. Al llegar los españoles e iniciada la conquista, según cuentan los cronistas de la época, una mujer igualmente vestida de blanco y con las negras crines de su pelo tremolando al viento de la noche, aparecía por el Sudoeste de la Capital de la Nueva España y tomando rumbo hacia el Oriente, cruzaba calles y plazuelas como al impulso del viento, deteniéndose ante las cruces, templos y cementerios y las imágenes iluminadas por lámparas votivas en pétreas ornacinas, para lanzar ese grito lastimero que hería el alma.

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Leyendas   -----Aaaaaaaay mis hijos.......Aaaaaaay aaaaaaay!---- El lamento se repetía tantas veces como horas tenía la noche la madrugada en que la dama de vestiduras vaporosas jugueteando al viento, se detenía en la Plaza Mayor y mirando hacia la Catedral musitaba una larga y doliente oración, para volver a levantarse, lanzar de nuevo su lamento y desaparecer sobre el lago, que entonces llegaba hasta las goteras de la Ciudad y cerca de la traza.   Jamás hubo valiente que osara interrrogarla. Todos convinieron en que se trataba de un fantasma errabundo que penaba por un desdichado amor, bifurcando en mil historias los motivos de esta aparición que se transplantó a la época colonial.   Los románticos dijeron que era una pobre mujer engañada, otros que una amante abandonada con hijos, hubo que bordaron la consabida trama de un noble que engaña y que abandona a una hermosa mujer sin linaje. Lo cierto es que desde entonces se le bautizó como "La llorona", debido al desgarrador lamento que lanzaba por las calles de la Capital de Nueva España y que por muchos lustros constituyó el más grande temor callejero, pues toda la gente evitaba salir de su casa y menos recorrer las penumbrosas callejas coloniales cuando ya se había dado el toque de queda.

Muchos timoratos se quedaron locos y jamás olvidaron la horrible visión de "La llorona" hombres y mujeres "se iban de las aguas" y cientos y cientos enfermaron de espanto. Poco a poco y al paso de los años, la leyende de La Llorona, rebautizada con otros nombres, según la región en donde se aseguraba que era vista, fue tomando otras nacionalidades y su presencia se detectó en el Sur de nuestra insólita América en donde se asegura que todavía aparece fantasmal, enfundada en su traje vaporoso, lanzando al aire su terrífico alarido, vadeando ríos, cruzando arroyos, subiendo colinas y vagando por cimas y montañas.

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Leyendas

LA RUMOROSA

Dicen que en una ranchería cercana a la ciudad de Tijuana vivía una enfermera llamada Eva. Era muy conocida y respetada porque ayudaba a los enfermos y a los accidentados; sin importar la hora iba adonde se lo pidieran. Cierto día, llegó a su casa una señora que le rogó muy angustiada:

—Señorita Eva, mi esposo está enfermo, necesita que lo atiendan; por favor, venga a verlo.—¿Qué es lo que tiene? —preguntó la enfermera.—Ha tenido mucho dolor de estómago, toda la noche se estuvo quejando —respondió la mujer.—¿Por dónde vives? —Cerca de La Rumorosa —contestó. —Está lejos —dijo la enfermera—. Primero voy a ver a una vecina que también está enferma, pero dime cómo llegar y en cuanto me desocupe, iré para allá. La señora le dio las señas del lugar y se fue. Mientras tanto, la enfermera tomó su maletín y se dirigió a la casa de su vecina. Terminada su visita, salió rumbo a La Rumorosa caminando bajo el calor intenso del mediodía, pero en su prisa por llegar adonde la esperaban, equivocó el camino. —No veo ninguna casa —pensó preocupada— estoy segura de que me dijo que era por aquí.

Ya habían pasado varias horas desde que saliera de su casa y pronto oscurecería. Tenía hambre y sed porque el agua que llevaba se había terminado; aún así trató de no desesperarse. Levantó la vista y no miró otra cosa que piedras formando los enormes cerros de La Rumorosa... una sensación de temor la invadió porque sabía historias de ese lugar en las que se hablaba de aparecidos, brujas y quién sabe cuántas cosas más.

Decidió volver a caminar y guardando su miedo se metió entre aquellos cerros; con la noche las enormes piedras que se encontraban por todos lados se transformaban en horrendas personas y animales que gritaban su nombre: ¡Eva, Eva...!

La mujer echó a correr desesperada entre las rocas hasta que sus pies resbalaron y no supo más de sí. Con los días, los vecinos fueron a buscar a Eva a su casa, pero no la encontraron. No volvieron a saber de ella hasta que en las curvas de La Rumorosa vieron a una mujer vestida de blanco que pedía raite... el camino era tan difícil que nadie podía detenerse, pero aun así, cuando menos se lo esperaban, ¡aparecía sentada a un lado del que iba manejando! ¡El susto que se llevaban! La mujer se quedaba muda y siempre desaparecía frente al panteón. Se dice que todos estaban tan espantados que ya no querían pasar por aquellos lugares, pues corría el rumor de que era la enfermera muerta.

Otros cuentan que en la Cruz Roja de Tecate, muchos pacientes han sido atendidos por una misteriosa mujer que era muy cuidadosa en las curaciones y desaparecía siempre que llegaba la enfermera de turno; a pesar del susto que les dio ver cómo se desvanecía, la mayoría coincide en que siempre los favoreció. Mucha gente ha acudido con el padre para que ayude a la enfermera en pena, pero, como nadie sabe dónde murió, no han podido hacer nada; así, la muerta seguirá vagando por los caminos de La Rumorosa durante muchos años más.

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Leyendas "LA AZUCENA DEL BOSQUE"

Hace muchos, muchos años, había una región de la tierra donde el hombre aún no había llegado. Cierta vez pasó por allí I-Yará (dueño de las aguas) uno de los principales ayudantes de Tupá (dios bueno). Se sorprendió mucho al ver despoblado un lugar tan hermoso, y decidió llevar a Tupá un trozo de tierra de ese lugar. Con ella, amasándola y dándole forma humana, el dios bueno creó dos hombres destinados a poblar la región.

Como uno fuera blanco, lo llamó Morotí, y al otro Pitá, pues era de color rojizo.

Estos hombres necesitaban esposas para formar sus familias, y Tupá encargó a I-Yará que amasase dos mujeres.

Así lo hizo el Dueño de las aguas y al poco tiempo, felices y contentas, vivían las dos parejas en el bosque, gozando de las bellezas del lugar, alimentándose de raíces y de frutas y dando hijos que aumentaban la población de ese sitio, amándose todos y ayudándose unos a otros.En esta forma hubieran continuado siempre, si un hecho casual no hubiese cambiado su modo de vivir.Un día que se encontraba Pitá cortando frutos de tacú (algarrobo) apareció junto a una roca un animal que parecía querer atacarlo. Para defenderse, Pitá tomó una gran piedra y se la arrojó con fuerza, pero en lugar de alcanzarlo, la piedra dio contra la roca, y al chocar saltaron algunas chispas.

Este era un fenómeno desconocido hasta entonces y Pitá, al notar el hermoso efecto producido por el choque de las dos piedras volvió a repetir una y muchas veces la operación, hasta convencerse de que siempre se producían las mismas vistosas luces. En esta forma descubrió el fuego.Cierta vez, Moroti para defenderse, tuvo que dar muerte a un pecarí (cerdo salvaje - jabalí) y como no acostumbraban comer carne, no supo qué hacer con él.Al ver que Pitá había encendido un hermoso fuego, se le ocurrió arrojar en él al animal muerto. Al rato se desprendió de la carne un olor que a Morotí le pareció apetitoso, y la probó. No se había equivocado: el gusto era tan agradable como el olor. La dio a probar a Pitá, a las mujeres de ambos, y a todos les resultó muy sabrosa.

Desde ese día desdeñaron las raíces y las frutas a las qué habían sido tan afectos hasta entonces, y se dedicaron a cazar animales para comer.La fuerza y la destreza de algunos de ellos, los obligaron a aguzar su inteligencia y se ingeniaron en la construcción de armas que les sirvieron para vencer a esos animales y para defenderse de los ataques de los otros. En esa forma inventaron el arco, la flecha y la lanza. Entre las dos familias nació una rivalidad que nadie hubiera creído posible hasta entonces: la cantidad de animales cazados, la mayor destreza demostrada en el manejo de las armas, la mejor puntería... todo fue motivo de envidia y discusión entre los hermanos.Tan grande fue el rencor, tanto el odio que llegaron a sentir unos contra otros, que decidieron separarse, y Morotí, con su familia, se alejó del hermoso lugar donde vivieran unidos los hermanos, hasta que la codicia, mala consejera, se encargó de separarlos. Y eligió para vivir el otro extremo del bosque, donde ni siquiera llegaran noticias de Pitá y de su familia. Tupá decidió entonces castigarlos. El los había creado hermanos para que, como tales, vivieran amándose y gozando de tranquilidad y bienestar; pero ellos no habían sabido corresponder a favor tan grande y debían sufrir las consecuencias. El castigo serviría de ejemplo para todos los que en adelante olvidaran que Tupá los había puesto en el mundo para vivir en paz y para amarse los unos a los otros. El día siguiente al de la separación amaneció tormentoso. Nubes negras se recortaban entre los árboles y el trueno hacía estremecer de rato en rato con su sordo rezongo. Los relámpagos cruzaban el cielo como víboras de fuego. Llovió copiosamente durante varios días. Todos vieron en esto un mal presagio.

Después de tres días vividos en continuo espanto, la tormenta pasó.

Cuando hubo aclarado, vieron bajar de un tacú (algarrobo) del bosque, un enano de enorme cabeza y larga barba blanca.

Era I-Yará que había tomado esa forma para cumplir un mandato d e Tupá.

Llamó a todas las tribus de las cercanías y las reunió en un claro del bosque. Allí les habló de esta manera:

Tupá, nuestro creador y amo, me envía. La cólera se ha apoderado de él al conocer la ingratitud de vosotros, hombres. Él los creó hermanos para que la paz y el amor guiaran vuestras vidas... pero la codicia pudo más que vuestros buenos sentimientos y os dejasteis llevar por la intriga y la envidia. Tupá me manda para que hagáis la paz entre vosotros: iPitá! iMoroti! ¡Abrazaos, Tupá lo manda! Arrepentidos y avergonzados, los dos hermanos se confundieron en un abrazo, y tos que presenciaban la escena vieron que, poco a poco, iban perdiendo sus formas humanas y cada vez más unidos, se convertían en un tallo que crecía y crecía ...Este tallo se convirtió en una planta que dio hermosas azucenas moradas. A medida que el tiempo transcurría, las flores iban perdiendo su color, aclarándose hasta llegar a ser blancas por completo. Eran Pitá (rojo) y Morotí (blanco) que, convertidos en flores, simbolizaban la unión y la paz entre los hermanos.

Ese arbusto, creado por Tupá para recordar a los hombres que deben vivir unidos por el amor fraternal, es la "AZUCENA DEL BOSQUE".

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Leyendas KETRÉ WITRÚ LAFQUÉN

(La Laguna del Caldén Solitario) 

   Los componentes de la tribu del cacique Tranahué, montados en sus caballos, cruzaban la extensión arenosa.  Corrían en tropel manejando a las bestias con habilidad consumada, montados en pelo y formando, jinete y cabalgadura un todo indivisible. Volvían luego de haber realizado un malón a las estancias próximas y transportaban el botín, conquistado entre gritos destemplados y carreras locas. 

   Como de costumbre, los hombres, montados en sus caballos, habían atacado a los pobladores con sus lanzas y boleadoras, mientras las mujeres y los muchachos indios, que siempre marchaban detrás, en el momento del asalto, habían entrado a las habitaciones, apoderándose de todo cuanto encontraron a mano. Confiados y contentos cruzaban el arenal cuando tuvieron una sorpresa por demás desagradable.  Conocedores del lugar y de las costumbres, y poseedores de una gran agudeza visual, no pasó inadvertida para ellos una nube de polvo que se levantaba en la lejanía y que se dirigía a su encuentro. Era un tropel de jinetes que se acercaban. Debían ser, sin duda, de la tribu de Cho-Chá, el temido  cacique que venía a atacarlos.  Tranahué dio las órdenes necesarias para ponerse en guardia. Sus acompañantes se dispusieron a la defensa. Los indígenas de pronto estuvieron sobre ellos con la fuerza de sus lanzas de caña tacuara y la ferocidad de sus instintos.  Su propósito era apoderarse del botín logrado en el malón por sus tradicionales enemigos.  Se trabaron en lucha feroz. Los atacantes, más fuertes y numerosos, consiguieron vencer, huyendo con los animales robados a la tribu enemiga.  En el campo había quedado el cacique Tranahué malherido y desangrándose. Con él, devorados por la fiebre, muchos heridos a los que era necesario socorrer.  El sitio en que se hallaban, inhóspito y solitario, los obligaba a salir cuanto antes de él.  Anduvieron en busca de un lugar propicio, reparado; pero ni un árbol, ni un asilo donde cobijarse.  Tranahué se quejaba y sus labios resecos se abrían para pedir: - ¡A...gua...! ¡A...gua...!  Pero el agua no existía en los alrededores. Ni un riacho, ni una vertiente, nada que les proporcionara el líquido anhelado.  Siguieron andando. El paisaje era  desolador como antes. Continuaban sin encontrar agua, ni reparo, ni sombra.  Peuñén, la esposa del cacique, que marchaba a su lado enjugando su frente y restañando sus heridas, viendo desfallecer a su esposo, propuso a los guerreros detenerse e invocar al Gran Espíritu para que los guiará a un lugar propicio.

   Los heridos, mientras tanto, vencidos por la fiebre y la sed, pedían sin cesar: - ¡A...gua..:! ¡A...guá...!  Conforme a los deseos de Peuñén que todos juzgaron acertados, se llamó a la machi para que preparara las rogativas.  El sacerdote indígena, el Ngen-pin, presidió la ceremonia. Todos quedaron bajo sus órdenes.  Los que estaban en condiciones de hacerla, danzaron alrededor del fuego sagrado, mientras los heridos, en pedido angustioso, no cesaban de clamar: - ¡A...gua...! ¡A...gua...! La luna y las estrellas, desde lo alto, eran mudos testigos de tanta desesperanza y de tanta angustia.  La ceremonia tuvo fin cuando el sol, apareciendo por oriente, envió sus rayos a las arenas calcinadas.  Extendieron su vista en derredor y allá, en la lejanía, como en una bruma gris, creyeron vislumbrar una esperanza.  Volvieron a mirar usando sus manos a modo de pantallas para defenderse del fuerte resplandor del sol que les impedía ver con claridad, y ya no hubo duda para ellos.  Un grito de júbilo acompañó el descubrimiento: a lo lejos, como una señal de que sus súplicas habían sido oídas. distinguieron una cadena de médanos.

   La machi confirmó la suposición: -¡Médanos... a lo lejos! Eso indica que en el lugar hay agua dulce donde saciar la sed. ¡Marchemos hacia allá!  Obedecieron impulsados por la desesperación y alentados por la esperanza y hacia allí dirigieron la marcha con la rapidez que el estado de los heridos requería. Tranahué había caído en un sopor del que sólo salía para pedir suplicante: - ¡A...gua...! ¡A...gua...!

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Leyendas  Llegaron hasta los médanos pero, contra toda suposición, allí no había agua. Sólo crecía un enorme caldén, un ketré witrú que les dio esperanzas, pues todos conocían la virtud de este árbol cuyo tronco hueco retiene el agua de las lluvias, y desde el primer momento los cobijó bajo sus ramas defendiéndolos del fuerte sol de la pampa.  Allí y con  cuidado acostaron al cacique y a los heridos que, bajo el follaje acogedor, descansaron tranquilos, atendidos por las mujeres que no dejaron de prodigarles los cuidados que les fue posible.  Esta vez las esperanzas no fueron vanas. Uno de los guerreros de Tranahué, con su lanza de tacuara abrió un tajo en el troncó del caldén, del que comenzó a brotar agua pura y fresca.  Gritos de alegría saludaron al líquido tan deseado y después de dar de beber al cacique y a los heridos , todos se abalanzaron a beber... a beber con avidez. El agua seguía manando de la herida abierta en el tronco del árbol solitario y quedaba depositada al pie, acumulándose en una depresión del terreno.  Volvieron a reunirse en ceremonia los vasallos de Tranahué; pero esta vez fue el agradecimiento al Gran Espíritu, que había escuchado sus ruegos, el motivo de la celebración.  Por fin el cansancio los venció, se echaron bajo las ramas del gran árbol solitario, y mecidos por el ruido del agua que continuaba cayendo, quedaron profundamente dormidos. A la mañana siguiente, él sol llegó a despertarlos. Uzi fue el primero en ponerse de pie y el primero en lanzar una exclamación de sorpresa.  Un espejo de plata, entre los médanos, donde se reflejaba todo el oro del sol, hirió su vista  El agua que guardara el caldén durante tanto tiempo había continuado cayendo toda la noche cubriendo una gran extensión de terreno y formando una laguna de agua clara y potable, que aparecía ante todos como una bendición. Uzi, impresionado aun ante la maravillosa visión , exclamó: -¡Ketré Witrú Lafquén! (¡La Laguna del Caldén Solitario!) Así la llamaron desde entonces. El caldén seguía erguido, ofreciendo el asilo de sus ramas generosas. La herida del tronco se había cerrado ya, una vez cumplida con creces la misión que le encomendara el Gran Espíritu. Merced al líquido providencial y a los cuidados prodigados, Tranahué curó de sus heridas y recobró la salud perdida. Reinó sobre sus súbditos como lo hiciera hasta entonces. Vueltos a la normalidad, el cacique decidió retornar con la tribu a sus dominios abandonados durante tanto tiempo, pero los principales jefes, interpretando el sentir de los vasallos de Tranahué, agradecidos al kétré witrú, pidieron al cacique que se levantaran allí los toldos, en el lugar donde habían salvado sus vidas juntos a la Ketré Witrú lafquén que les prometía campos fértiles y abundante alimento.

   Convencido Tranahué de la razón invocada por su pueblo y agradecido él mismo al solitario caldén, accedió al pedido que se le hacía y allí, al amparo de los médanos, junto a la Ketré Witrú Lafquén, levantaron su toldería que ocuparon desde entonces.  Esa fue, según los araucanos de La Pampa, el origen de la Laguna del Caldén Solitario.   REFERENCIAS  Dice el señor Lindolfo Dozo Lebeaud con respecto a la Laguna del Caldén Solitario:  Ketré Witrú era el nombre de un paraje donde el coronel Manuel J. Campos, al mando de las fuerzas expedicionarias procedentes del fortín Kar-We, fundó el pueblo de General Acha - 12 de agosto de 1862-, primitiva capital de la entonces Gobernación de La Pampa.  La cadena de médanos a que se hace referencia en la leyenda y junto a la cual crecía el solitario caldén, fue arborizada tiempo después por iniciativa del mismo militar, formando el Valle Argentino.  La Laguna del Caldén Solitario es conocida hoy en día con los nombres de Laguna de General Acha o Laguna del Valle Argentino.

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Leyendas

LEYENDA DEL CEIBO

Cuenta la leyenda que en las riberas del Paraná, vivía una indiecita fea, de rasgos toscos, llamada Anahí. Era fea, pero en las tardecitas veraniegas deleitaba a toda la gente de su tribu guaraní con sus canciones inspiradas en sus dioses y el amor a la tierra de la que eran dueños... Pero llegaron los invasores, esos valientes, atrevidos y aguerridos seres de piel blanca, que arrasaron las tribus y les arrebataron las tierras, los ídolos, y su libertad.

Anahí fue llevada cautiva junto con otros indígenas. Pasó muchos días llorando y muchas noches en vigilia, hasta que un día en que el sueño venció a su centinela, la indiecita logró escapar, pero al hacerlo, el centinela despertó, y ella, para lograr su objetivo, hundió un puñal en el pecho de su guardián, y huyó rápidamente a la selva.

El grito del moribundo carcelero, despertó a los otros españoles, que salieron en una persecución que se convirtió en cacería de la pobre Anahí, quien  al rato,  fue alcanzada por los conquistadores. Éstos, en venganza por la muerte del guardián, le impusieron como castigo  la muerte en la hoguera.

La ataron a un árbol e iniciaron el fuego, que parecía no querer alargar sus llamas hacia la doncella indígena, que sin murmurar palabra, sufría en silencio, con su cabeza inclinada hacia un costado. Y cuando el fuego comenzó a subir, Anahí se fue convirtiendo en árbol, identificándose con la planta en un asombroso milagro.

Al siguiente amanecer, los soldados se encontraron ante el espectáculo de un hermoso árbol de verdes hojas relucientes, y flores rojas aterciopeladas, que se mostraba en todo su esplendor, como el símbolo de valentía y fortaleza ante el sufrimiento.

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Leyendas "LA CRUZ DE LOS MILAGROS"

 Hay en la Iglesia del Milagro, en Corrientes, una rústica cruz que es venerada con el nombre de "Cruz de los Milagros". Una curiosa leyenda justifica ese nombre.

 Cuenta la tradición que los españoles, cuando fundaron San Juan de Vera de las Siete Corrientes, llamado hoy Corrientes, después de elegir el lugar y antes de levantar el fuerte, decidieron erigir una gran cruz, símbolo de su fe cristiana.

 La construyeron con una rama seca del bosque vecino, la plantaron luego, y a su alrededor edificaron el fuerte, con ramas y troncos de la selva.

 Construido el fuerte y encerrados en él, los españoles se defendían de los asaltos que, desde el día siguiente, les llevaban sin cesar las tribus de los guaraníes, a los cuales derrotaban diariamente, con tanta astucia como denuedo. Los indios, de un natural impresionable, atribuían sus desastres a la cruz, por lo que decidieron quemarla, para destruir su maleficio. Se retiraron a sus selvas, en espera de una ocasión favorable, la cual se les presentó un día en que los españoles, por exceso de confianza, dejaron el fuerte casi abandonado.

 La indiada, en gran número, rodeó la población, en tanto que huían los pocos españoles de la guardia, escondiéndose entre los matorrales.

 Con ramas de quebracho hicieron los indios una gran hoguera, al pie de la cruz que se levantaba en medio del fuerte. las llamas lamían la madera sin quemarla; un indio tomó una rama encendida y la acercó a los brazos del madero; entonces, en el cielo límpido, fue vista de pronto una nube, de la cual partió un rayo que dio muerte al salvaje.

  Cuando los otros guaraníes lo vieron caer fulminado a los pies de la cruz, huyeron despavoridos a sus selvas, convencidos de que el mismo cielo protegía a los hombres blancos. Los españoles, que escondidos entre la maleza presenciaban tan asombrosa escena, divulgaron luego este suceso, que no cayó, por cierto en el olvido. En la Iglesia del Milagro, en Corrientes, se encuentra hoy la Cruz de los Milagros: se la guarda en una caja de cristal de roca, donada por la colectividad española.

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Leyendas EL GUAIMI-MGÜE

LEYENDA GUARANÍ

El gran Cacique Pearé (Noche) era célebre en todas las comarcas de habla guaraní. Su hija Koembiyú (Estrella), que debió este nombre a su gran belleza, causaba admiración a quienes la veían, y su hermosura se hizo tan famosa, que desde tierras lejanas llegaban poderosos caciques dispuestos a conocerla y ofrecerle los mejores presentes.Costosas plumas de garza blanca, pieles de los animales más raros, tejidos de plata, brazaletes de oro, piedras preciosas y mil regalos dignos de una reina depositaban a sus pies los más encumbrados jefes que deseaban hacerla su esposa.

Nada de esto logró despertar el amor de la bella Koembiyú. Ninguno de sus pretendientes consiguió ser aceptado por esposo. Pero Pearé, en el deseo de casar a su hija y tener así quien le sucediera en el poder, decidió celebrar una gran reunión en la que Koembiyú debía elegir esposo entre sus admiradores.Todos los pretendientes se prepararon para participar en el gran torneo que se llevaría a cabo dentro de tres lunas. El que resultara vencedor tendría el derecho de tomar como esposa a la hija del Cacique.Difíciles pruebas se cumplirían en el torneo. Deberían presentar a la bella: el jaguar más hermoso de la selva, el pájaro de canto más armonioso y el pez de colores más brillantes, que cuidaban con gran esmero las Cuña-Payés (hechiceras).Los peligros son enormes, pero los jóvenes guerreros los aceptan con gusto, dispuestos a conseguir la preferencia de la hermosa india. A medida que la fecha de la fiesta se acerca, van llegando a la tribu los pretendientes, escoltados por numeroso séquito que canta las hazañas de sus jefes y transporta los más ricos regalos para la prometida.Llega el ansiado momento de la fiesta. Es un día de primavera.En un claro del bosque está la tribu reunida. El cacique Pearé, con sus mejores galas, preside la fiesta. Un poco alejada está Koembiyú que, más hermosa que nunca, ha adornado su cabeza con una guirnalda de blancas flores silvestres; en su cuello brillan collares de piedras de colores; sus brazos ostentan ricos brazaletes de oro y esmeraldas, y cubre su cuerpo bronceado un fino tejido de plata.Se sirve a los concurrentes miel y chicha. El entusiasmo aumenta. La fiesta va a comenzar.Koembiyú, recostada contra un corpulento árbol, mira a lo lejos, sin prestar atención a la fiesta que se celebra en su honor.De pronto toma una expresión diferente. Una luz ilumina su rostro. Parece escuchar con agrado a un desconocido que le ofrece su amor y protección. Al verlo, sonríe con dulzura y se da cuenta de que ahí está el que ha despertado su corazón. Ese joven ha de ser su esposo.   Inmediatamente comunica a su padre:

-¡Padre! ¡Padre! Que el torneo no comience. Ya ha llegado aquel que esperaba. ¡El elegido para esposo está aquí!-¿Quién es el desconocido que pretende así robar mi más preciado tesoro? -grita airado el Cacique.-¡Padre!, escuchad: No es un guerrero ni un rico jefe, pero ha venido de muy lejanas tierras, ha cruzado bosques y ríos y ha despertado mi cariño y conquistado mi corazón. -¡Mostradme a ese joven! -ordena el jefe.Y Koembiyú presenta a su padre, a un joven pobremente vestido, cubierto su cuerpo con un manto descolorido y sucio con el polvo del camino.Su pobre figura resulta empequeñecida al lado de los otros pretendientes lujosamente ataviados y con plumas de colores brillantes en sus orgullosas cabezas.Pearé desaprueba la elección de su hija. Echa al desconocido de su presencia y se opone a que Koembiyú lo acepte como esposo. La pobre niña, muy triste, baja la cabeza. Por sus mejillas resbalan lágrimas de pena; pero debe obedecer a su padre... Se da vuelta para decir adiós a su elegido, y se asombra al verlo transformado.El desconocido se ha quitado el raído manto que lo cubría, quedando convertido en un gallardo joven de rubios cabellos y de ojos azules que le dice:

-Soy el Hijo del Sol, que enamorado de tu gracia y tu bondad, hermosa Koembiyú, vine a pedirte por esposa; pero el orgullo y la vanidad de tu padre han producido mi enojo y, en castigo, te convertirás en pájaro que al adorarme, llorará tus penas.

En ese mismo instante, la hermosa india se transformó en un pájaro.Desde entonces, al atardecer, cuando el disco rojo del Sol se esconde en el horizonte, se oyen en la selva los lamentos quejumbrosos de una ave. Es el "guaimi-mgüe" (Hija del Sol) que en el canto traduce la pena y el dolor que causara a la bella Koembiyú la decisión de su padre guiado por la codicia y la soberbia.

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Leyendas "LA FLOR DE LIROLAY"

 Este era un rey ciego que tenía tres hijos. Una enfermedad desconocida le había quitado la vista y ningún remedio de cuantos le aplicaron pudo curarlo. Inútilmente habían sido consultados sabios más famosos.     Un día llegó al palacio, desde un país remoto, un viejo mago conocedor de la desventura del soberano. Le observó, y dijo que sólo la flor del lirolay, aplicada a sus ojos, obraría el milagro. La flor del lirolay se abría en tierras muy lejanas y eran tantas y tales las dificultades del viaje y de la búsqueda que resultaba casi imposible conseguirla.     Los tres hijos del rey se ofrecieron para realizar la hazaña. El padre prometió legar la corona del reino al que conquistara la flor del lirolay. Los tres hermanos partieron juntos. Llegaron a un lugar en el que se abrían tres caminos y se separaron, tomando cada cual por el suyo. Se marcharon con el compromiso de reunirse allí mismo el día en que se cumpliera un año, cualquiera fuese el resultado de la empresa.  Los tres llegaron a las puertas de las tierras de la flor del lirolay, que daban sobre rumbos distintos, y los tres se sometieron, como correspondía a normas idénticas. Fueron tantas y tan terribles las pruebas exigidas, que ninguno de los dos hermanos mayores la resistió, y regresaron sin haber conseguido la flor.  El menor, que era mucho más valeroso que ellos, y amaba entrañablemente a su padre, mediante continuos sacrificios y con grande riesgo de la vida, consiguió apoderarse de la flor extraordinaria, casi al término del año estipulado.  El día de la cita, los tres hermanos se reunieron en la encrucijada de los tres caminos.  Cuando los hermanos mayores vieron llegar al menor con la flor de lirolay, se sintieron humillados. La conquista no sólo daría al joven fama de héroe, sino que también le aseguraría la corona. La envidia les mordió el corazón y se pusieron de acuerdo para quitarlo de en medio.  Poco antes de llegar al palacio, se apartaron del camino y cavaron un pozo profundo. Allí arrojaron al hermano menor, después de quitarle la flor milagrosa, y lo cubrieron con tierra.  Llegaron los impostores alardeando de su proeza ante el padre ciego, quien recuperó la vista así que pasó por los ojos la flor de lirolay. Pero, su alegría se transformó en nueva pena al saber que su hijo había muerto por su causa en aquella aventura. De la cabellera del príncipe enterrado brotó un lozano cañaveral.  Al pasar por allí un pastor con su rebaño, le pareció espléndida ocasión para hacerse una flauta y cortó una caña.     Cuando el pastor probó modular en el flamante instrumento un aire de la tierra, la flauta dijo estas palabras: No me toques, pastorcito, ni me dejes tocar; mis hermanos me mataron por la flor de lirolay.     La fama de la flauta mágica llegó a oídos del Rey que la quiso probar por sí mismo; sopló en la flauta, y oyó estas palabras: No me toques, padre mío, ni me dejes tocar; mis hermanos me mataron por la flor de lirolay. Mandó entonces a sus hijos que tocaran la flauta, y esta vez el canto fue así: No me toquen, hermanitos, ni me dejen tocar; porque ustedes me mataron por la flor de lirolay.     Llevando el pastor al lugar donde había cortado la caña de su flauta, mostró el lozano cañaveral. Cavaron al pie y el príncipe vivió aún, salió desprendiéndose de las raíces.  Descubierta toda la verdad, el Rey condenó a muerte a sus hijos mayores.  El joven príncipe, no sólo los perdonó sino que, con sus ruegos, consiguió que el Rey también los perdonara.  El conquistador de la flor de lirolay fue rey, y su familia y su reino vivieron largos años de paz y de abundancia.