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Paralaje Nº 3/ Ensayos Diego Sanhueza ________________________________________________________________________________ 88 VISIÓ Y CEGUERA E LA OCHE ESTRELLADA DE VA GOGH Diego Sanhueza Jerez * Resumen “Luz” y “oscuridad” son dos conceptos que, amén de connotar una realidad física, ostentan un rendimiento metafórico íntimamente ligado al transcurso de la meta-física occidental. La “luz” siempre ha sido utilizada para referirse a una cierta plenitud ontológica. Por el contrario, la oscuridad se ha utilizado para designar un estatuto deficitario en el orden del ser. El siguiente ensayo intenta repensar estas nociones, ya no en virtud de la contra-dicción que pudiera verse en su oposición, sino en virtud de una cierta contracción que desfonda la inteligibilidad siempre asociada a la luz. Descriptores: luz- oscuridad- ser- no-ser- ontología Recibido en julio de 2009/ Aceptado en agosto de 2009 * Licenciado y profesor de Filosofía por la Universidad de Chile. A partir del año 2009, doctorando de la Universidad Católica de Valparaíso. E-mail: [email protected]

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VISIÓ� Y CEGUERA E� LA �OCHE ESTRELLADA DE VA� GOGH

Diego Sanhueza Jerez∗

Resumen

“Luz” y “oscuridad” son dos conceptos que, amén de connotar una realidad física, ostentan un rendimiento metafórico íntimamente ligado al transcurso de la meta-física occidental. La “luz” siempre ha sido utilizada para referirse a una cierta plenitud ontológica. Por el contrario, la oscuridad se ha utilizado para designar un estatuto deficitario en el orden del ser. El siguiente ensayo intenta repensar estas nociones, ya no en virtud de la contra-dicción que pudiera verse en su oposición, sino en virtud de una cierta contracción que desfonda la inteligibilidad siempre asociada a la luz.

Descriptores: luz- oscuridad- ser- no-ser- ontología

Recibido en julio de 2009/ Aceptado en agosto de 2009

∗ Licenciado y profesor de Filosofía por la Universidad de Chile. A partir del año 2009, doctorando de la Universidad Católica de Valparaíso. E-mail: [email protected]

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1.- Introducción

Este escrito tiene un propósito bastante claro: delimitar un movimiento, quizá una cierta torsión por la cual no sólo lo mismo deviene otro y lo otro deviene lo mismo, sino por la cual lo Mismo, en virtud de una cierta invaginación, cae en lo Otro, cae a lo Otro, y cae sin poder recuperarse, y sin embargo sin perderse del todo.

Para ser más específicos, se trata de pensar la luz y, con ella, la oscuridad.

Como se supondrá, no sólo ni en primer lugar en términos físicos, sino ante todo en su rendimiento metafórico, aquel por el cual la luz, al menos en la metafísica occidental, ha venido casi siempre a significar. Schelling: “La luz o principio ideal es, como eterno opuesto del principio oscuro, la palabra creadora, que libera del no ser a la vida

escondida en el fundamento y la eleva de la potencia al acto”1.

Por supuesto que el texto de Schelling que estamos citando es mucho más complejo que una mera peraltación de las virtudes de la luz, pues ella no puede ser pensada sin su opuesto. Pero tampoco es menos cierto que, en dicha relación, los rasgos positivos siempre están acuñados en la luz (el Bien, el ser) y no en su opuesto (el Mal, el no-ser). Pues bien, como decíamos, es a este rendimiento metafórico de la luz que la iguala con lo pleno, con lo independiente, con el ser, con el Bien, con el acto, al que nos referiremos aquí.

Pero nos referiremos a él con la intención de fijar conceptualmente un movimiento que está a la contra de aquel al cual los somete Hegel. Escribe Hegel en la Ciencia de la lógica:

“La luz vale en general sólo para lo positivo, las tinieblas en cambio sólo para lo negativo. Pero la luz, en su infinita expansión y en la fuerza de su acción eficiente es esclarecedora y vivificante, tiene esencialmente la naturaleza de la negatividad absoluta. Las tinieblas, por contra, como (lo amorfo) no multiformemente variado o (como) el seno de la generación, que no se diferencia él mismo en sí, son lo simple idéntico consigo, lo positivo”2.

La cita está tomada de la primera Observación (que lleva por nombre Unidad de lo positivo y lo negativo) al acápite que versa exclusivamente sobre la contradicción. En ella Hegel refuta (sin nombrarlo) a Schelling y demuestra que la identidad de lo positivo y lo negativo es absolutamente contradictoria, lo que en Hegel quiere decir: movilizante. Las identidades de uno y otro pueden permutarse recíprocamente y en este traspaso, en este paso, en este ir-más-allá-de-sí para retornar nuevamente a sí, se dibuja la figura propia de la sustancia entendida como sujeto: el círculo3. En este círculo la alteridad pierde los rasgos

1 Schelling, F.W.J, Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana y los objetos con ella relacionados, Editorial Anthropos, Barcelona, 1989. 2Hegel, G.W.F, Ciencia de la lógica, traducción inédita de Félix Duque. Para evitar el problema de las citas, ponemos la paginación alemana de la siguiente edición Wissenschaft der Logik, Friedrich Frommann., Verlag, Stuttgart, 1965. p., 544. 3 “La sustancia viva, es el ser que es en verdad sujeto o, lo que tanto vale, que es en verdad real, pero sólo en cuanto es el movimiento del ponerse a sí misma o la mediación de su devenir otro consigo misma. Es en cuanto sujeto la pura y simple negatividad y es, cabalmente por ello, el desdoblamiento de lo simple o la duplicación que contrapone, que es de nuevo la negación de esta indiferente diversidad y su contraposición: lo verdadero es solamente esta igualdad que se restaura o la reflexión en el ser otro en sí mismo y no una unidad originaria en cuanto tal o una unidad inmediata en cuanto tal. Es el devenir de sí mismo, el círculo que

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fuertes de su heterogeneidad y en cuanto asumido, es decir en cuanto negado, pasa a formar parte del trazo de la subjetividad que se dibuja (se difiere) a sí misma. Por el contrario, intentaremos fijar un movimiento, más bien una torsión, quizá una contorsión o incluso convulsión que no pueda pensarse como oposición pues, como bien lo demuestra Hegel, una oposición siempre puede “darse vuelta” en la medida que contiene en sí una contradicción, y una contradicción implica negativa pero necesariamente a los términos contradictorios. La contracción que quisiéramos explicitar es aquella por la cual la luz cae en lo Otro, en Otro que no puede asumir: así, ella se des-fonda en eso, no se recupera o, tal vez, se recupera como una pérdida infinita.

2. Un mundo sin noche

Comenzaremos con una cita que, por su origen, puede parecer un tanto alógena en este contexto. La cita proviene de un artículo de la $ational Geographic y dice como sigue:

“Si el hogar del ser humano de verdad estuviera bajo la luz de la luna y las estrellas, nos internaríamos en la oscuridad con gusto, el mundo de la noche nos sería tan visible como para el vasto número de especies nocturnas del planeta. Sin embargo, somos criaturas diurnas, con ojos adaptados a la vida bajo la luz del sol. Éste es un hecho evolutivo básico, aunque muchos de nosotros no nos concibamos como tales. Aún así, esta es la única manera de explicar lo que hemos hecho a la noche: llenándola de luz, la hemos rediseñado para que nos dé cabida”4.

¿Cuál es la pertinencia de esta cita? ¿No introduce acaso en el discurso filosófico un molesto elemento contingente que no es propio de aquel? En absoluto. Precisamente porque hemos tomado la luz en un sentido metafórico, vale decir más allá de su supuesta significación físico-objetiva, precisamente por eso, la luz no es un “en-sí” que flote inmaculadamente sobre la temporalidad del saber finito de los hombres. La luz es también un elemento histórico, pues su ser está tejido por todo lo que se ha dicho y pensado sobre ella. Y es en la distancia que hay entre la luz como elemento físico y la luz como racimo de significaciones, en este “superávit de significación”, que cabe toda la historia de los hombres. De hecho, por la insistencia metafísica en este motivo, uno podría conjeturar que la luz es un nudo de significación al cual, como cultura, estamos destinados. Pues bien, ¿cómo se ha resuelto históricamente este estar destinados a la luz? En un futuro no tan lejano, según la cita, podríamos llegar a vivir en un entorno completamente saturado de luz. Así, arribaríamos al apogeo de nuestro ser-diurno. La luz finalmente ocuparía el lugar que le corresponde y las tinieblas (el no-ser) se expulsarían a una periferia tan lejana que podemos llegar a imaginar que ni siquiera existen.

¿Es esto tan así? Creemos que sí y que no. Con respecto al sí, hay una inquietud que guía nuestra investigación: ¿desaparece toda oscuridad en este horizonte lumínico? Ahora bien, con respecto al no, una sospecha que sostiene esta investigación: desaparece la

presupone y tiene por comienzo su término como su fin y que sólo es real por medio de su desarrollo y de su fin”. (Hegel, G. W. F., Fenomenología del espíritu, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 1994. p., 15-16). 4 $ational Geografic, Noviembre del año 2008. Vol. 23, Nº5, p. 6.

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oscuridad definida tan sólo como carencia de luz (mal como ser imperfecto y, por tanto, inexistente) pero aparece, aparecería, quizá otra oscuridad, más radical, no concebida únicamente a partir de la luz, no concebida a partir de la negación (la nada) de un positivo (de un ser).

Para pensar estos asuntos recurriremos a un cuadro de van Gogh.

3.- �oche estrellada

Hay un cuadro de van Gogh que nos orientará en esta búsqueda. Se titula “$oche estrellada”

5 y está fechado a mediados de 1889, o sea, exactamente el período en que sus

telas (los tres últimos años de su vida: 1888, 1889 y 1890) “producen en el que los contempla una impresión, muy particular, que afecta incluso a la visión de mundo del

espectador, el cual se siente casi metafísicamente sacudido”6.

El cuadro se cuenta entre los más famosos de su producción. Fue pintado en el sanatorio de Saint-Remy un poco después de la aventura con Gauguin y su mutilación, y un poco antes de viajar a París y de suicidarse con un escopetazo en el vientre (27 de julio de 1890). El cuadro recrea un paisaje nocturno. En él aparece un cielo estrellado, un valle y un pequeño caserío. Si uno tendiera una línea horizontal justo en la mitad del cuadro, resaltaría inmediatamente su peculiaridad. Pues más de la mitad está ocupado por el cielo nocturno. ¿Qué tipo de paisaje es éste? ¿A quién se le ocurre pintar un paisaje en que el espacio pictórico está casi enteramente poblado por el cielo, vale decir: por el vacío?

Como señalábamos, más de la mitad del cuadro está ocupado por un imponente cielo estrellado. Buscando reposo, la tierra ocupa la parte inferior: se acomoda formando un

5 Desde un principio queremos dejar en claro que no nos interesa realizar una interpretación acabada del cuadro más que en los puntos en que ésta nos ayude a clarificar los conceptos que acá nos comprometen. Una interpretación completa del cuadro, sobre todo una que tome en consideración ese misterioso ciprés que aparece en primer plano, debe dejarse necesariamente para otro estudio. 6 Jaspers, K. “Genio y Locura”, Ed. Aguilar, Madrid, 1961. p. 225.

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pequeño remanso. Sobre él, un montón de casas se agrupan buscando cobijo. De entre este caserío, destaca el campanario de una iglesia (que intenta mantenerse erguido) y algunas luces en las casas (encendidas). Recordemos, es de noche. Probablemente algunas familias comparten el último alimento, o hay, en su defecto, algunos cuerpos que no pueden conjurar el sueño. Más cerca del espectador, un hermoso ciprés apunta con fuerza hacia el cielo. Ocupa gran parte de la mitad izquierda del cuadro y parece resistir admirablemente el peso de la noche.

4.- Luz, oscuridad

Un cielo estrellado. Este cielo es el “tema” del cuadro. Ahora bien, este tema tiene un tratamiento tan peculiar que conviene demorarse en él. En una primera mirada, lo que más sorprende es su luminosidad. ¿No se trata de un cielo nocturno, ciertamente iluminado por estrellas que titilan, pero nocturno a fin de cuentas? ¿Un cuadro que versa sobre el cielo estrellado no es un cuadro que, en definitiva, debe tratar sobre la oscuridad?

Como señalábamos, lo más sorprendente en este cielo nocturno son las estrellas. Éstas derraman una poderosa luz, una masa luminosa que se arremolina en torno a invisibles centros de gravedad, desperdigados éstos en la noche, la noche misma tocada por la luz y por el vórtice lunar. Hay un hoyo en la noche, o mejor dicho, hay −en la oscuridad− un enjambre de hoyos luminosos, múltiples remolinos lumínicos cuyas aspas juegan a absorberse unas con otras, haciendo gala de una amistad secreta y, para nosotros, totalmente inescrutable. Profusa apoteosis de luz en un cuadro que se llama noche estrellada... ¿no es extraño esto?, ¿no debiéramos estar hablando de la oscuridad y no de “profusa apoteosis de la luz”? Lo oscuro ¿no es, por definición, algo privado de luz? Entonces se hace necesario preguntar: ¿por qué van Gogh retrata la oscuridad recurriendo a todo lo que ésta parece negar? ¿Por qué van Gogh utiliza precisamente esta metáfora para pintar la noche? Para entender en toda su dimensión el gesto de van Gogh, partiremos haciendo una definición de lo que deberíamos entender por “luz”7. 7 Los análisis que siguen a continuación remiten a Lévinas, específicamente al capítulo “La luz” (pp. 59-66) del libro De la existencia al existente (Arena Libros, Madrid, 2000) y a las páginas 203-207 de Totalidad e infinito (Ediciones Sígueme, Salamanca, 2000). En el primero de ellos escribe Lévinas: “La luz, pues, hace posible ese estar envuelto lo exterior por lo interior, que es la estructura misma del cogito y del sentido. El

pensamiento es siempre una claridad o el alba de una claridad. El milagro de la luz es su esencia: por medio

de la luz, el objeto, aun viniendo de afuera, es ya nuestro en el horizonte que lo precede, viene de una afuera

ya aprehendido, y se convierte en algo como venido de nosotros, como regido por nuestra libertad” (De la existencia al existente, ed.cit., p. 62). En el segundo de ellos puede leerse, por un lado: “el ojo no ve la luz sino el objeto en la luz. La visión es, pues, una relación con un “algo” que se establece en el seno de una

relación con lo que no es algo.” (p. 203) y, por otro: “Iluminar es quitar al ser su resistencia” (p. 68). Si seguimos la ecuación de Schelling según la cual “luz = lo general” (Filosofía del arte, Ediciones Tecnos, Madrid, 1999. p. 39). Para el alemán, Philosophie der Kunst, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1966) tenemos que lo general le quita toda resistencia a lo particular. ¿En qué sentido? El mismo Schelling lo dice: la luz, como segunda potencia de la Naturaleza, es actividad, pero actividad que “disuelve (auflöst) en sí toda realidad” (Ibíd., p. 33) o sea, que hace transparente a la materia que, de otro modo es un puro “cuerpo opaco” (Ibíd., p. 213) carente de un principio de inteligibilidad. O sea: la luz (lo general) mienta la dimensión ontológica y la materia (lo particular), la dimensión óntica, que debe renunciar a su condición de particularidad para ser quien verdaderamente es (la esencia, lo general), vale decir, para tener sentido. Al respecto, Schelling es lo suficientemente claro: “La filosofía nunca se dirige a lo particular como tal (...) sino

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¿Qué propiedades tiene la luz para que haya sido la metáfora relacionada con el mundo del conocimiento y la sabiduría? En términos muy sencillos —profundizaremos estos análisis más adelante—, la luz es el medio de la visibilidad. Permite que las cosas aparezcan. La luz otorga una forma a las cosas que, de este modo, pueden emanciparse tanto de lo oscuro como de lo informe (el no-ser, en suma). Así, pues, la luz se presenta como el presupuesto de todo fenómeno (según la ecuación: lo que aparece: lo determinado: lo que es). La luz precede al fenómeno, asentándose como su Origen, su fundamento8. Pero en la misma medida y por las mismas razones, puede paradójicamente llegar a ser el medio no de la revelación, sino del velamento: sólo en tanto las cosas aparecen, pueden también llegar a ser apariencias. La luz, en virtud de un único movimiento y en el nudo de una inmensa paradoja, funda tanto el reino del aparecer como el de la apariencia.

Si la luz es el medio de la visibilidad, la oscuridad es el medio de la invisibilidad. Si la luz permite la visión, la oscuridad la dificulta. La oscuridad fomenta un espacio de ceguera9.

siempre directamente a lo absoluto, y a lo particular sólo en la medida en que acoge en sí a lo absoluto en su

totalidad y lo representa en él” (Ibíd., p. 15). Un particular que se afana en serlo y que no acoge en sí a lo absoluto, que no se adecua a él, es un ser “carente de significado” (Ibíd., p. 76), como la imagen artística que no logra representar una idea y que, por tanto, es fea, y lo feo, el error y lo falso “consisten en una mera privación” (Ibíd., p. 42). Ahora bien, para Lévinas este paso de lo óntico a favor de lo ontológico implica una lógica del “sacrificio” de lo particular que no está dispuesto a aceptar. Precisamente, este “saltarse” lo particular hacia lo esencial implica un retorno a sí (según la primera cita que hemos intercalado) y, por tanto, un egoísmo trascendental. Una alteridad radical sólo se abrirá paso más allá de la esencia a través de un ente. Pues bien, si ahora reparamos en que, para Lévinas, la filosofía de Heidegger puede resumirse así: “Ser, sin el espesor del ente, es la luz en la que los entes llegan a ser inteligibles” (Totalidad e infinito, ed.cit., p. 66), podemos concluir que este reproche metafísico-político tiene en la mira justamente al filósofo alemán y a toda la metafísica occidental (digamos, greco-germana) que tiene en él a uno de sus máximos representantes. Con respecto a Heidegger, parece que es indiscutible el uso hace de estos motivos. Basta sólo mencionar la palabra alemana Lichtung para evocar su filosofía. Pero cabría también matizar el encarnizamiento de esta crítica, toda vez que la Lichtung es das Offene y, en cuanto tal, mienta siempre un claroscuro: “El espacio-de-juego-temporal (Zeit-Spiel-Raum) de la confusión y las señas” (Heidegger, Martin, Aportes a la filosofía. Sobre el evento, Editorial Almagesto, Buenos Aires, 2003. Para el alemán, Beiträge zur Philosophie (von Ereignis), V. Klostermman Verlag, Frankfurt am Main, 1989). Por su parte, Lévinas no puede simplemente prescindir de todo horizonte fenoménico, pues la luz, o al menos cierto tipo de luminosidad, es necesaria para la “epifanía” del rostro (como bien señala Derrida en su notable ensayo Violencia y metafísica en La escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona, 1989). 8 La metafísica occidental, de Aristóteles a Hegel, ha subrayado insistentemente el carácter pretérito de la esencia. Aristóteles usa la expresión técnica “tó tì en einai” para referirse a lo que hemos convenido traducir como esencia, cuyo verbo “en”, amén de causar los más inimaginables quebraderos de cabeza a los intérpretes, nos remite directamente al pasado. Por su lado, Hegel no duda en recordarnos que “la lengua (alemana) ha conservado en el verbo ser la esencia (Wesen) en el tiempo pasado: sido (gewesen); pues la esencia es el ser pasado, pero ser pasado carente de tiempo (zeitlos vergangene Seyn)” (Wissenschaft der Logik, ed.cit., p. 482). 9 Por una cuestión de honestidad intelectual, señalaremos sin ambages que este ensayo tiene como propósito determinar lo más estrictamente posible este “espacio de ceguera”. Pues en conjunto con el primado de la luz, ha habido en nuestra cultura un absoluto primado de la vista (“flor de la sensibilidad”, según la denomina Schelling en su Filosofía del arte, ed.cit, p. 213). Declara Lévinas: “En esto la visión es el sentido por excelencia. Ella aprehende y sitúa. La relación del objeto con el sujeto está dada al mismo tiempo que el

objeto mismo. Ya un horizonte está abierto. La oscuridad de las otras sensaciones depende de su ausencia de

horizonte [...]” (De la existencia al existente, ed.cit., p. 62). A la posibilidad de determinar conceptualmente esta oscuridad nos entregaremos en este trabajo. Refiriéndose a M. Blanchot, J. L. Pardo comenta lo siguiente

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5. Banalidad de la luz

Es en virtud de esta ambigüedad ontológica que perder la luz puede significar un reditúo. Pues perder el reino de las apariencias es, sin duda, una ganancia. Hay toda una tradición “nocturna” en la cultura occidental en virtud de la cual se le resta toda negatividad a la noche y se la convierte en un refugio más acogedor que el propio día. El movimiento consiste en interpretar la luminosidad como matriz de las apariencias, tras la cual se oculta la verdadera esencia de las cosas, la esencia íntima de las cosas, de las cosas mismas.

Para ilustrar estos asuntos, me permito una pequeña digresión fenomenológica: entro a mi pieza a medio día y veo una silla. Ella tiene características bien definidas: su estructura básica está elaborada con madera, la cual, a su vez, está pintada de rojo; los soportes para el cuerpo humano (tanto verticales como horizontales) están hechos con paja, paja que está trenzada de modo tal que pueda resistir grandes cantidades de peso. Sin luz me sería imposible ver la silla y describirla tal como lo hago. Pero ocurre que, colgando sobre la pared izquierda de mi cuarto (pared que recibe la luz del sol de la tarde), tengo una reproducción de otro cuadro de van Gogh. En él se puede apreciar una silla. Como no nos interesa en exceso este cuadro, sólo diremos que está dibujada de un modo muy irregular (se trata de una silla imposible) y, además, que los colores no corresponden en absoluto a los que podría tener una silla verdadera (no existen sombras, por ejemplo). Pero también ocurre que hay sillas en el comedor de mi casa, y que no se parecen en nada a las dos que he descrito hasta ahora. Tengo, pues, al menos tres tipos de sillas en mi casa. Y no obstante, sé que todas son sillas.

La silla de mi cuarto y la del comedor comparten una naturaleza común: ambas son, por así decirlo, reales. En cambio, la silla del cuadro de van Gogh es falsa. ¿Qué quiere decir realidad en este caso? Las sillas son reales cuando están ubicadas en un espacio y un tiempo determinados y que cumplen con su función de silla. Nadie osaría sentarse en la silla del cuadro. Por supuesto, van Gogh probablemente se sentaba en la silla que retrató. Pero la silla modelo era precisamente una silla real, de la cual, ésta retratada, es sólo una copia. La silla del cuadro, en suma, es una re-producción de la silla. Así, pues, tenemos resuelta la relación entre las sillas reales y las aparentes. Éstas están situadas un escalafón más abajo en la jerarquía ontológica: al ser sus copias, dependen de las reales.

Ahora, la relación entre las sillas reales. Ambas son sillas, pero la verdad es que son muy distintas: las del comedor son negras, los soportes no están confeccionados de paja sino de una especie de mimbre, etc. Por supuesto, ambas tienen forma de silla y ambas cumplen el rol de silla. Por eso puedo decir que, pese a todas sus diferencias, ambas son, efectivamente, sillas. Pero precisamente la forma de silla y el rol que le viene asignado, es algo muy enigmático. Este algo muy enigmático es lo que siempre se ha denominado

en relación con la escritura: “es el lugar donde la verdad no puede manifestarse, aparecer ni ser contemplada. Lo escrito se desenvuelve en una especie de escena ciega que presupone que la verdad se ha

ausentado o aún no ha llegado, que traiciona (de un modo mucho más grave que las falsas visiones, los velos

o los disfraces) la verdad, con un gesto más diabólico que el simple error, que diseña un espacio en donde la

verdad −la contemplación, la mirada, el descubrimiento− no es posible (y, por tanto, tampoco el error sino

únicamente el errar). Olvido es el nombre que cierta interpretación de las quejas platónicas contra la

escritura da a esta desviación esencial de la escena de la verdad, a esta ceguera contemplativa, a esta

cerrazón contra la teórico” (Pardo, J. L., Revista Anthropos, Nº 192-193, Barcelona, 2001, p. 49).

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esencia: aquello que conserva el principio de identidad en las cosas. Ahora, la esencia está y no está en cada una de las sillas reales. Está, pues de otro modo las sillas no serían sillas; y no está, pues de otro modo habría una sola silla en todo el mundo. Esta esencia −invisible a los ojos, “ausente”− es la que recolecta el heterogéneo sensible. Las sillas son sillas “a pesar”de su materia y no tan sólo gracias a ella. Las cosas participan de la esencia, que es lo mismo que decir: la materia participa de las ideas. Y en esa medida éstas le imprimen una identidad a aquella, vale decir, le donan el ser. Pero la esencia, para hacer aquello que hace, no puede sino trascender la materia. Está ubicada en otro plano. Y no sólo otro plano: la esencia siempre precede, está antes: funda el origen y determina el telos de las cosas. Las sillas reales sólo son copias, apariencias (sensibles, diferentes entre sí, etc.) de esta silla ideal que, en sí misma, no aparece, no es un fenómeno. El mundo visible (heterogéneo) tributa del reino invisible (homogéneo): éste, al entregarle la forma, les entrega la estructura sin la cual los fenómenos serían un puro ininteligible.

A partir de este momento, la noche se nos muestra como una extraña articulación de estas preocupaciones. Ella puede llegar a ser esta esencia-informe-invisible, más sabia que la banal sabiduría diurna que sólo nos ofrece el aspecto y no la esencia. La noche “releva” estos motivos y los reinscribe en clave de absoluto: la noche, al no tener forma, no tiene límites: es infinita, infinitamente profunda y verdadera10. La luz es el reino de las diferencias. La oscuridad, el reino de lo igual a sí mismo, de lo inmutable y verdadero. Es a esta noche mística a la que canta Novalis:

“¿Qué repentino presentimiento surge del fondo del corazón absorbiendo el aire suave de la melancolía? ¿También tú, oscura noche, te complaces en nosotros? ¿Qué tienes bajo tu manto? ¿Qué poder invisible que me penetra el alma? Un bálsamo precioso gotea de tu mano, de tu ramo de amapolas. (…) ¡Qué pobre, qué pueril me parece entonces la luz –cuán halagüeña y bendita la despedida del día!”11.

El sujeto de la noche mística experimenta la falta de luz como una plenitud: en ella (en la oscuridad) éste se despoja de lo prescindible y, mediante una unión mística/amorosa en que se aniquila el sujeto sicológico que él es, se recupera a sí mismo como Sujeto Absoluto (impersonal) en el éxtasis de su deseo.

6. Opacidad

Sin embargo, con toda esta migración de cualidades de una esfera a otra, lo único que obtenemos es una oscuridad privada de toda negatividad. Una noche muy poco nocturna, en suma. La localidad incierta y carente de sentido ha sido transformada en un surtidor de certezas y, con ello, le ha sido extirpado lo que más tenía de propio: su opacidad.

Pues no sólo −ni en primer lugar− podemos hacer de la noche un refugio. También podemos quedar expuestos a ella. Y creo que precisamente esta experiencia es la que nos

10 Novalis, “Limitado es el tiempo de la luz, pero sin tiempo y sin espacio es el imperio de la noche”, en Himnos a la $oche. Editorial Pre-Textos, Valencia, 1995. p. 33. 11 Ibíd., p., 27.

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anticipa en el cuadro de van Gogh. A no dudarlo, la noche que éste capturó en su cuadro es muy distinta a la que se perfila en los Himnos de Novalis.

Al contrario de lo que hicimos en los parágrafos anteriores, en esta oportunidad realizaremos una descripción de la luz, intentando rescatar todos sus rasgos positivos con objeto de que su ausencia sea fácilmente aprehensible como una carencia.

Gracias a la luz el ser humano puede situarse en un contexto y puede leer este contexto. La luz transforma una parcela de realidad en un perímetro habitable. Hace comprensible la exterioridad, vale decir, domestica su aspereza. Fija perímetros, distribuye contornos: gracias a ella identificamos los objetos pues su claridad nos permite anudar las cosas al concepto que tenemos de ellas. Gracias a la luz, lo exterior se convierte en una forma. La forma se hace inteligible en un contexto. Y nosotros somos (en) un contexto.

Con la oscuridad, todo lo contrario: privados de luz, las cosas tiemblan y se indeterminan: los nudos en la pared se transforman en terribles muecas de dolor, los muebles parecen animales que dormitan: todo pierde su quicio: incluso uno desconoce qué postura tiene, dónde está realmente ubicado. Faltos de luz, carecemos de todo aquello que nos es imprescindible: seguridad, certeza, sentido, estabilidad, determinación, etc. Si la luz nos ofrece la posibilidad de hacer visible el mundo (aunque sea a costo de la inmensa paradoja a la que nos hemos referido), la oscuridad por el contrario lo hurta: no nos ubicamos ni en un espacio ni en un contexto, perdemos la visión del horizonte y de las cosas que (se nos) aparecen en dicho horizonte, chocamos con ellas: al tocarlas no sabemos qué nombres atribuirles, cómo establecer comercio con ellas.

La oscuridad es precisamente esta falta de luz, esta falta de sentido. Esta inestabilidad. “Opacidad” es el nombre que le hemos dado: una cierta resistencia a la mirada. Y si bien hay experiencias que nos ofrecen la noche como un regazo, también las hay que nos exponen a ella en tanto noche y no solamente en tanto negación del día.

Ahora bien, ocurre que, aún “haciendo frente” a la aspereza nocturna, es posible que el ser humano haga ante ella una gama más o menos amplia de experiencias, que van, por ejemplo, desde el miedo hasta el insomnio. Y no todas nos exponen a la $oche estrellada. En este ensayo (por razones de espacio), hemos elegido revisar solamente dos de ellas pues tienen la virtud de funcionar como contrapunto. Las dos experiencias que aún cabe tener ante lo oscuro serían el miedo y −paradójicamente− el encandilamiento.

6a. Miedo

Por famosos análisis ya es bastante conocida la distinción entre miedo y angustia. Ambos son reacciones afectivas relacionadas con el temor, esto es, en ambos casos se pone en entredicho la seguridad del sujeto (que ve anticipada la posibilidad de su muerte). Pero uno y otro tienen una diferencia cualitativa: para el primero el origen del temor es un objeto determinado y, para el segundo, algo indeterminado. Tenemos miedo de un objeto tal, en virtud de las propiedades que ostenta y que pueden, con más o menos seguridad, causarme daño. Puedo tener miedo de un perro suelto que me ladra insistentemente. Pero no me puedo angustiar ante él. A diferencia del mero miedo, la angustia es un miedo desvinculado

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de un estímulo externo. La angustia es un miedo indeterminado. Estrictamente hablando, me angustio por nada12.

Ahora bien, por lo mismo, sentir miedo en la noche de la noche es todavía una experiencia mediada por la luz. Tememos las cosas con que nuestra imaginación puebla el indeterminado de la noche. Nos atemorizan presencias que invaden el espacio nocturno, aunque éstas estén debilitadas por la falta de luz: fantasmas, espectros, alucinaciones, murmullos, ruidos, etc.

El miedo es un intento −desesperado, sin duda− por hacer de la noche un hábitat. Un hábitat marcado por el sesgo de lo peligroso, por supuesto, pero hábitat al fin. En esta noche, el sujeto es un sujeto alerta, uno que dispone de todo un abanico de posibilidades para escapar. Necesita de máxima concentración. El sujeto del miedo debe poder leer la noche. Conserva todavía el recurso a su identidad: sabe que está disponible para sí mismo, puede aún manejarse (pro-yectarse) y ¡claro!, debe hacerlo pues su vida está en peligro.

En suma, una noche que da miedo es una noche demasiado determinada, demasiado amarrada al principio de la luz y la estabilidad. Para el temeroso aún existen cosas imbricadas en su nombre y sujetos amarrados a su identidad. Para el medroso la luz aún trabaja en las sombras, ordenando el mundo y la conciencia. Tanto la noche metafísica de Novalis como la noche atemorizante son noches ordenadas, geométricas. La única diferencia es que la primera me genera una sensación de profundidad mística y gozo, y la segunda, me asusta.

6b. Encandilamiento

Las dos experiencias de la noche que hemos revisado hasta el momento dejan intacto el principio básico de la determinación. Por lo mismo, son “oscuridades” que no han alcanzado un nivel suficiente de radicalidad. Por el contrario, la “segunda noche”13 de la que trataremos de aquí en adelante produce una mella en el circuito de la inteligencia, y esta lesión precisamente la inviste de verdadera oscuridad.

Mas, antes de seguir con nuestros análisis, recapitulemos. Si seguimos el hilo de nuestro razonamiento, tenemos lo siguiente: independiente de la valoración que uno pueda realizar, la oscuridad se determina en una relación de recíproco rechazo con la luz. La luz es el medio de la visibilidad. La oscuridad, por el contrario, es una obstrucción a la vista, una ceguera. Ahora bien, ya sea de una (noche mística) u otra (noche del miedo) forma, la oscuridad hasta el momento sólo ha sido pensada como una negación del día, esto es, como un día en potencia. De este modo todas las características de éste se trasladan solapadamente a aquella. En la noche mística no vemos con los ojos, pero sí con el alma y

12 Por supuesto, y aunque no haga falta decirlo, estos análisis nos remiten al Heidegger de ¿Qué es metafísica? 13 Una vez más, no es necesario aclarar el origen de estas reflexiones, pero es mejor hacerlo: se trata de la “segunda noche” blanchotiana, que tiene en la siguiente cita una expresión casi insuperable: “Pero cuando todo ha desaparecido en la noche, ‘todo ha desaparecido’ aparece. Es la otra noche. La noche es la

aparición del ‘todo ha desaparecido’”. Blanchot, M., El espacio literario, Paidós, Barcelona, 1992, p., 153.

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el espíritu14; y la noche del temor requiere que el ojo de la conciencia esté siempre alerta (de hecho, hay miles de inventos que pueblan esta noche y nos entregan una imagen de ella). Esto quiere decir que, al estar pensada en función de la luz (y la visión), la experiencia de lo oscuro (y la ceguera) no ha sido nunca suficientemente autónoma. ¿No será este el momento de pensar la oscuridad a partir de la oscuridad? ¿No será el momento de redoblar la negatividad de la noche y liberarla de su sujeción a las categorías diurnas, luminosas?

La noche a la cual nos referiremos ahora puede ser abordada a través de una paradoja. Y esta paradoja puede formularse rápidamente así: la peor oscuridad no es aquella que proviene de la privación de la luz, sino de su exceso. La noche de van Gogh no se opone a la luz; la redobla y, así, altera el principio de su constitución. En el cuadro, la luz que dimanan las estrellas ya no transparenta nada, ya no cumple el rol de “pantalla” sino que se demora en el puro manar de sí. Antes, teníamos una experiencia mediada de la luz: sabíamos de ella pues era el presupuesto de la visibilidad, ella era precisamente el medio. Ahora, en cambio, en una experiencia inmediata ella se ofrece como un torbellino coagulándose, una masa auto-referente emancipada de sus funciones panorámicas. ¡La luz vuelta loca! ¡Qué escándalo! En este cielo, el desorden ya no está más-allá-de-la-luz, no es “lo otro” que ella debe domesticar y que, como su opuesto, se define en conjunto con ella: la luz misma está contagiada por el desorden y la falta de inteligencia. Mejor dicho: ella es la promotora de esa inestabilidad y esa indeterminación. Una alteridad insoportable la difiere en el centro de su transparencia y disloca su acontecer. Noche: fulgurante espectáculo del autismo luminoso.

Esta particular representación de la noche, además, calza con un período muy determinado en la biografía de van Gogh. En esta época se pronuncia su “obsesión solar”. A propósito, escribe Bataille:

“El sol no aparece “en toda su gloria” sino en 1889 durante la estadía del pintor en el asilo de alienados de Saint-Rémy, es decir, después de la mutilación [...] la correspondencia de la época indica además que la obsesión alcanzaba su punto culminante. Fue entonces cuando en una carta a su hermano empleó la expresión de “sol en toda su gloria” y es probable que se dedicara a mirar fijamente desde su ventana esa esfera deslumbrante (lo que algunos alienistas consideraban antaño un signo de incurable locura). Tras la partida de Saint-Rémy (enero 1890) y hasta el suicidio (julio de 1890) el sol de gloria desaparece casi enteramente de las telas”15.

¿Por qué a van Gogh se le ocurre pintar una noche cuando precisamente su obsesión es el astro luminoso por excelencia?, ¿será mera casualidad? Nada de eso. Para nosotros hay una profunda solidaridad entre ambos temas.

¿Qué complicidad puede haber entre el sol y la noche?

14 “Más celestes que los de esos brillantes luceros nos parecen los ojos infinitos que la noche ha abierto en

nosotros” (Novalis, Himnos a la noche, op.cit., pág. 29). 15 Bataille, G., La conjuración sagrada, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2003., pp. 76-77. Específicamente, el ensayo La mutilación sacrificial y la oreja cortada de van Gogh.

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Demorémonos un poco en el sol. Éste es la fuente de la luz. Pero, por lo mismo, es invisible. Su único ser consiste en la expansión de sus rayos. No hay un sol y, además, el refulgir de sus rayos. Él no es sino tal refulgir. Mas, justamente por eso, debe desaparecer. Desapareciendo, permite que los fenómenos (lo otro que él, lo óntico) aparezcan. Siguiendo el lenguaje que Bataille hereda de van Gogh, podríamos decir que el sol es mero sol cuando desaparece y hace visible, es decir, es mero sol cuando se esconde en la luz que él mismo proyecta; y que es sol “en toda su gloria” cuando se visibiliza y hace aparecer lo invisible como su sí-mismo: es decir, cuando hace visible la invisibilidad en tanto invisibilidad, o su propio ser como un verdadero y profundo no-ser16. Su aparición, para el sujeto, no se traduce sino en un hiato en la mirada17. Y, ¿qué tiene que ver esto con la noche? Por toda la descripción de ella que hemos hecho, es perfectamente entendible que ambas temáticas comparezcan en un mismo período de tiempo. Pues en ambos casos se trata de una obsesión por la ceguera. Y en ambos casos esta ceguera está asociada a un deslumbre, al develamiento del núcleo de la luz y no a su periferia tenebrosa. En el fondo, podríamos decir que la noche de van Gogh es una noche contagiada por el sol “en toda su gloria”. O mejor aún, podríamos decir que no es sino el corazón de la luz, el corazón oscuro de la luz mostrando sus entrañas (negras, luminosas).

Ante el macabro espectáculo de una noche contagiada por el sol “en toda su gloria” (el sol en sí mismo, que es la absoluta falta de sí mismo), sólo cabe estar “encandilado”. No admirado, ni fascinado, ni deslumbrado: encandilado, aturdido por la luz, por la luz en sí misma, por la luz que ha dejado de ser un medio y ha tenido el descaro de “aparecer”. Los ojos humanos están preparados para ver cosas gracias a la luz (o incluso, a veces, a la luz en medio de las cosas, despuntando en un “claro de luz”), pero no para ver el resplandor de la luz en sí misma. Estamos preparados para traducir o leer las cosas determinadas, pero lo indeterminado —la luz, su corazón oscuro— es estrictamente ilegible y, en calidad de tal, nos sobrepasa. Encandilados, perdemos de golpe y por unos segundos nuestra capacidad lectora, nuestra capacidad comprensora. Perdemos la calidad de “seres en el mundo”. El sol “en toda su gloria” expone nuestra subjetividad. La deja a la intemperie, desprovista de sus parapetos: sus herramientas cognitivas, sus muletas intelectuales, sus prótesis emocionales, sus proyecciones, horizontes, ideaciones, intelecciones, etc. Nuestra subjetividad, marcada por el sesgo de la fragilidad: por el vértigo del siempre incierto retorno al sí-mismo.

16 O como lo formula Marion: “Mostrar el sol exige, en efecto, mostrar que no se puede designar nada como

cosa y mostrar al que tiene como propio el impedir que se muestre no sólo cualquier otra cosa sino también

él mismo.”(Acerca de la donación, Jorge Beduino Ediciones, Buenos Aires, 2005. p. 27). 17 Este hiato en la mirada, esta ceguera que constituye a la mirada, es una experiencia que se da nítidamente en Nerval o sea, en pleno siglo XIX: “Quien al sol cara a cara ha llegado a mirar/ cree ver ante sus ojos como el vuelo obstinado/ de una mancha plomiza que descubre en el aire./ Y cuando era aún muy joven, y a

la vez más audaz,/en la gloria un instante fijé osado la vista:/ en mis ávidos ojos se imprimió un punto negro./ Desde entonces, en todo, como un signo de luto,/ allí donde se posa mi mirada, compruebo/ que se posa

también esa mancha negruzca./ ¿Siempre va a interponerse entre la dicha y yo?/ Oh, es que sólo las águilas

—¡ay de mi, ay de nosotros!—/pueden mirar impunes a la Gloria y al Sol”. (Poetas románticos franceses, Editorial Planeta, Barcelona, 1990, p. 153). En este poema −de 1830− el poeta aún concibe al sol como una esencia absoluta, vale decir, aún tiende a sustancializar el sol, suponiéndolo pleno más allá del “rastro” que ha dejado en su mirada. Pero eso cambiará unos 20 años después, cuando publique Las Quimeras (1854). Este más allá será traducido en la figura del sol negro de la Melancolía, esto es, en el de una pérdida absoluta, constitutiva.

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Así, pues, sólo esta turbulencia luminosa es verdaderamente oscura, pues sólo ella disloca la mirada. La indeterminación de la oscuridad entendida sólo como falta de luz, siempre conserva la posibilidad de ser “re-asumida”. En cambio, la oscuridad más perfecta promueve la ceguera más absoluta: la penumbra hecha de luz, la sombra luminosa: terrible oscuridad, sin-sentido pleno, fulgor demencial de las ciudades que no conocen el reposo18.

7. Oxímoron

Al final de nuestro recorrido, nos hallamos ante un interesante juego retórico. La descripción que hemos llevado a cabo de esta última noche se sitúa justo en las antípodas de la primera noche (la noche mística de Novalis). Ambas, sin embargo, alcanzan su corolario en expresiones cuyo rendimiento se debe a su particular modo de construcción. En efecto, ambos son oxímoron.

Por un lado, las características de la noche mística se podrían resumir en la expresión que Octavio Paz usa para referirse a la poética de Novalis: la noche es sol19. O sea: la oscuridad asumiendo los atributos de la luz, siendo ella el donador de inteligibilidad. La oscuridad domesticada, “luminosa”. Y el sol, a su vez, entendido sólo como “mero sol”, jamás entrevista la posibilidad de que el sol pueda ser “oscuro”. El sol, pues, también domesticado.

Por el contrario, para la noche de van Gogh nos parece mucho más ajustada la expresión que P. A. Rovatti20 usa para describir el trabajo de Derrida: luz negra. Acá, es la luz la que porta caracteres de ininteligibilidad; es ella la que, en virtud de su “negrura”, impide la visión, “ciega”. La luz, el sol en sí mismo: los granos de una oscuridad inentendible, demencial, desorbitada.

8. Conclusión

De este modo podemos dar respuesta a la pregunta que formulábamos al inicio de este ensayo: ¿desaparecen las tinieblas, la oscuridad, en nuestro contexto, vale decir, en el contexto de la incipiente hipertrofia lumínica? Desaparece, sí: pero sólo aquella figura que, positiva o negativamente, la piensa como una ausencia de luz, como déficit. Pero liquidada esta noción, aparece, para nosotros, un concepto de oscuridad que es aún más poderoso, pues no remite a otro (previamente constituido) para ser. Un concepto que, por así decirlo,

18 “Durante gran parte de la historia humana, el término ‘contaminación lumínica’ no habría tenido sentido. Hoy en día, la mayor parte de la humanidad vive bajo domos intersectados de luz que se refleja y se refracta,

de rayos dispersos que provienen de ciudades, suburbios, de carreteras y fábricas demasiado alumbradas.

Casi en su totalidad, la noche europea es una nebulosa de luz, así como la mayor parte de la de Estados

Unidos y toda la de Japón. En el Atlántico Sur, el brillo de una sola flota de pescadores de calamar, que

atraen a sus presas con lámparas de alógeno metálico, se puede ver desde el espacio ya que su luz, de hecho,

brilla más que la de Buenos Aires o Río de Janeiro”, $ational Geographic, Noviembre de 2008, pp. 7-8. 19 PAZ, Octavio. El arco y la Lira, Fondo de Cultura Económica, México, 1998. p. 241. La expresión de Paz se puede remitir al “adorable sol de la noche” de los Himnos. Ahora bien, en los Himnos, el sol no es otra cosa que Sophie —“la tierna amada”. Por supuesto, muy distinto al batailliano/van goghiano “sol que está en toda su gloria” que hemos comentado en parágrafos anteriores. 20 Rovatti, P. A. Como la luz tenue. Metáfora y saber, Gedisa, Barcelona, 1990.

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es autónomo: la “excentricidad” como corazón de la luz. El insólito fulgor que nos interpela, cegándonos, es un exceso. Esta saturación dibuja un espacio en que la luz (la verdad, la esencia, la ontología, etc) no es solamente rebatida, denunciada, impugnada de modo más o menos crítico. Este espacio cifra una contorsión en que el “gesto” de la verdad se transforma en mueca, y la mueca en una máscara que ya no aspira a un rostro. En este espacio “la verdad” (la adecuación o la iluminación que la hace posible; para nuestros efectos es lo mismo) es víctima de una traición originaria. Nuestro horizonte se resuelve en esta particular oscuridad y nos clava en el presente. Para nosotros, estar clavados al presente es estar encandilados en/por el presente. Como si el extravío fuera el único modo de responder a eso que sólo nos compete porque nos rechaza.

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