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Bauman, Zygmunt La hermenéutica y las ciencias sociales. - 1 ª ed. - I é! reimp. Buenos Aires: Nueva Visión, 2007 240 p.; 22x15 cm - (Cultura y sociedad)

Traducción de Víctor Magno Boyé

I.S.B.N. 978--9!':,()- 602-44 \- 3

1. Título - 1. Hermenéutica. 11. Ciencias Sociales

Título del original en inglés: Hermeneutics and social science New York, Columbia University Press, 1978 Copyright © Zygmunt Bauman, 1978

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Toda reproducción total o parcial de esta obra por cualquier sistema -incluyendo el fotocopiado- que no haya sido expresamente autorizada por el editor constituye una infracción a los derechos del autor y será reprimida con penas de hasta seis años de prisión (art. 62 de la ley 11. 723 y arto 172 del Código Penal).

© 2002 por Ediciones Nueva Visión SAIC. Tucumán 3748, (1189) Buenos Aires, República Argentina. Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723. Impreso en la Argentina / Prinicd in Argentin

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INTRODUCCIÓN: EL DESAFÍO'DE LA HERMENÉUTICA

Este libro trata de las diversas respuestas de las ciencias sociales al desafío de la hermenéutica.

Lahermenéutica (del griego hermeneutikós, "relativo a la explicación"; "explicación" es usado aquí con el sentido de "aclaración", de hacer llano lo confuso, claro lo no claro) fue durante muchos siglos una subdisciplina de la filología. Puesto que la mayoría de los textos considerados esenciales en el mundo cristiano se conseguían en versiones contradictorias, mos­trando señales de descuido y falta de criterio en una infinita cadena de copistas anónimos, la cuestión de la autenticidad, de la versión verdade­ra, contrapuesta a la de las distorsionadas, no podía sino ser de la mayor importancia para los eruditos. La hermenéutica se desarrolló original­mente para responder a esta cuestión. La hermenéutica, con el empleo predominante de los métodos de la filología, se ocupó de la revisión crítica del contenido de los textos, con la consiguiente re-pósición de la versión auténtica -el "verdadero significado" del documento- como objetivo final. Recuperar, en este estadio, el verdadero significado era considerado idéntico a la demostración de la autenticidad del texto. Por razones obvias, la historiografía era el más entusiasta y agradecido cliente de la hermenéutica.

Fue en el siglo XVI cuando la hermenéutica emergió de su relativa oscuridad y rápidamente se convirtió en centro de la argumentación erudita. Esta súbita preeminencia se debió al debate católico-protestante sobre el texto de la Biblia y lo que se entendía como el problema esencial, el verdadero significado de su mensaje. La necesidad práctica del asunto, que había adquirido mucho más que una significación técnica, colocó a la hermenéutica en el centro de las humanidades. La "crítica filológica" atrajo a los más brillantes y creativos historiadores y filósofos. Su presti­gio fue estimulado por una serie impresionante de logros incuestionables (a partir de Lorenzo Valla) al exponer la falsedad de documentos de cuya autenticidad ni siquiera se había dudado a lo largo de los siglos. La

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hermenéutica elevó la crítica de las fuentes históricas al rango de la erudición metódica. Se convirtió, y siguió siéndolo aun cuando sus motivos iniciales dejaron de ser necesarios mayormente, en una rama indispensable de la historiografía. Sus refinamientos técnicos, por dife­rentes, pero obvias razones, hicieron que el interés de los juristas la adoptara para interpretar la ley.

Sin embargo, no fue por esta posibilidad que la hermenéutica se convirtiera en un desafío para las ciencias sociales en general, y la sociología en particular. Mientras la actividad de "aclarar" se mantuvo, la hermenéutica fue considerada, sobre todo, una búsqueda del mensaje original, no distorsionado de las fuentes escritas, fue simplemente una herramienta, si bien poderosa e indispensable para resolver problemas. Una herramienta es útil para resolver problemas; no para crearlos. Sin embargo hacia fines del siglo XVIII se produjo un cambio decisivo. La reflexión filosófica respecto de la actividad y los resultados de la herme­néutica fue más allá de la simple crítica de los textos y comenzó a hacerse preguntas difíciles sobre la naturaleza y los objetivos del conocimiento histórico como tales; en realidad, sobre el conocimiento en general.

Poco a poco, y al principio insensiblemente, el sentido atribuido al significado rastreado por la investigación hermenéutica fue cambiando. Los textos de que se ocupaba la hermenéutica temprana las más de las veces eran anónimos; aun si se les atribuía el nombre de un autor, a través de los siglos adquiría cada vez mayor peso por sí misma como para convertirse en independiente de sus creadores. El conocimiento que podía tenerse de las vidas de los autores genuinos o putativos en conjunto era aun menos confiable que los mismos textos; por lo tanto poco podían contribuir a su clarificación. La más obvia de las respuestas a esta circunstancia fue una casi total concentración en el texto mismo, como única guía para desentrañar su significado. La filología, más bien que la psicología, dio las pautas para investigar la autenticidad.

Pero, tal vez, más importante aun fue la esencial armonía de la actividad definida como la suposición cognitiva de la época. La percepción del autor como legítimo "dueño" de sus ideas estaba comenzando a atraer la atención de la imaginación. Los artistas seguían siendo considerados artesanos que se regían por las reglas anónimas de la cofradía, más bien que por medio de sus sentimientos y visiones individuales y "privadas". A mediados del siglo XVIII se produjo un resurgimiento genuino de la estética clásica -con su énfasis puesto en la obra de arte en sí misma, su forma y estructura, su armonía, su lógica inherente- y la más absoluta indiferencia por las intenciones del autor. Para Winckelmann, de lejos el teórico más influyente de la época, la belleza -ese absolutamente intrín­seco significado de la obra de arte- era cuestión de las proporciones inherentes al producto artístico; pero el producto no podía brindar información acerca del contenido de la forma determinada. En esta estética no había lugar para la personalidad del autor; se consideraba malo todo arte en que fuera muy visible la individualidad del autor. La teoría del arte de Winckelmann, y en realidad también la opinión ilustrada de su época, consideraba el conocimiento en general a pie juntillas desde el punto

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crédulo ysu perconfiado criterio pre-kantiano -tan hábil, pero esencialmen­te despreocupado en el reflejo del mundo "tal cual es".

El descubrimiento de Kant del papel crucial del sujeto en el proceso de todo conocimiento (que en sí mismo fue causa del despertar del estable­cimiento del individuo como el único dueño por derecho propio de cuanto pertenece a su identidad social) pronto fue seguido por el descubrimiento del artista detrás de toda obra de arte, una personalidad pensante y sensible detrás de cada creación. Para hallar sentido a una obra de arte, escribía W.H. Wackenroder en 1797, es preciso contemplar al artista más bien que sus productos, hasta el punto de "abarcar toda su característica individualidad". No mucho más tarde, Novalis hablaba libremente del "universo interior" del artista, cuya representación es la obra de arte. Según palabras de Shelley, el artista se constituye en el "legislador del mundo". Al convertirse rápidamente la libertad personal en el canon inviolable de la nueva estética (como, en verdad, la visión dominante de la nueva época), tenía poco sentido la búsqueda del significado del texto descuidando al autor. Con los autores siendo poseedores nuevamente de sus textos, se les negó a los lectores la posibilidad de juicio.

La nueva imagen del artista y de su obra (como, en realidad, de toda creación humana) fue registrada en la historia intelectual del mundo occidental bajo el nombre de Romanticismo. A pesar de que las teorías del Romanticismo apenas sobrevivieron a los intensos movimientos artísti­cos poéticos y visuales que acompañaba, tuvieron efectos decisivos en el desarrollo posterior de las ciencias sociales. En particular, fueron funda­mentales en la inevitable transformación del sujeto-materia y la estrate­gia de la hermenéutica.

Fue un descubrimiento romántico que la obra de arte (así como la creación humana en general) fuera, sobre todo, un sistema intencional. El texto, la pintura, la escultura, terminaron por ser vistos como encar­naciones de ideas, las cuales, aun representadas en sus resultados, no se agotaban en ellos. Estaban totalmente cómodas en el interior de la experiencia del artista, y era allí donde había que ir a descubrirlas, si es que se las podía descubrir. De pronto, la obra de arte pareció menos importante como reflejo de la realidad "fuera de" que como reflejo del designio del autor, de sus pensamientos y emociones. Se hizo evidente que el significado genuino del texto no podía desentrañarse mediante el análisis inmanente. Era preciso ir más allá del texto. A menos que el verdadero significado del texto lo eludiera, el lector debía rastrear las profundidades impenetrables de la experiencia espiritual del autor. El lector no podía ser guiado en este esfuerzo por escuetas y fáciles reglas. En el acto de la creación hay pocas leyes de uniformidad; la obra de arte adquiere su valor de la individualidad, unicidad, irregularidad de la experiencia que le ha dado origen. El significado de la obra de arte seguiría siendo para el lector un libro cerrado, a menos que éste fuera capaz de una experiencia similar. Para captar el sentido, el lector tiene que hacer uso de su imaginación, y estar seguro de que su imaginación sea lo suficientemente rica y flexible para que se la pueda com parar a la del artista.

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La hermenéutica, para permanecer fiel a su actividad, ahora debía extender sus intereses más allá de la fiel descripción y el análisis estructural del texto. Debía interpretar, arriesgar hipótesis respecto del mensaje oculto del texto. El texto mismo sólo puede advertir al lector la plausibilidad de su interpretación; no puede ofrecer 1 a prueba concluyen­te de que la opción haya sido verdadera o falsa; a lo sumo es posible hablar de la "plausibilidad" o "no-plausibilidad" de las interpretaciones. Los métodos de la filología, tan útiles para comprobar la autenticidad, podían no ser suficientes cuando se percibe que el significado verdadero está localizado de algún modo "más allá" que el propio texto, que es de naturaleza completamente distinta que la del mismo texto. La crítica filológica siguió siendo parte integrante de la hermenéutica, si bien con categoría de auxiliar. La mayor atención de la hermenéutica se desplazó hacia la "frontera" misma del área, la interpretación del significado. Entonces surgieron cuestiones metodológicas que presentaron difi­cultades nunca enfrentadas antes, y que amenazaban con socavar los fundamentos mismos de las ciencias sociales.

Las ciencias sociales Se habían desarrollado a lo largo de todo el siglo XIX y también gran parte del xx, "a la sombra de los triunfos de las ciencias naturales" .1

Tales triunfos fueron espectaculares y convincentes. En el deslum­brante esplendor de los logros tecnológicos, a raíz de los cuales las ciencias naturales, con toda justicia, reclamaban se le acreditaran y de las cuales obtenían siempre renovada confianza, se hicieron poco discernibles los lados oscuros de la duda. Los voceros de las nuevas ciencias sociales, en un todo a la altura de la autosuficiente nueva época, soí'iaban con emular, en el conocimiento social, "el mismo tipo de iluminación sensacional y poder explicativo que ya habían conquistado las ciencias naturales".2

Los evidentes logros de las ciencias naturales eran tan impetuosos y embriagadores como para que sus fanáticos perdieran el tiempo en pavadas -o, en realidad, en reflexionar sobre la conveniencia, para el estudio de la vida social, de adoptar el punto de vista de los investigadores de las ciencias naturales. Pero el tiempo no era propicio (por lo menos en los comienzos) para meditar sobre la naturaleza exacta y los límites intrínsecos del "método científico" como tal; los filósofos de la ciencia no habían llegado a aproximarse siquiera al nivel de sutileza y propio convencimiento que mucho más tarde alcanzarían otros filósofos de la ciencia como Bachelard o Popper. Era esa una época de abundancia, y la imagen optimista de sí misma que le cuadraba no permitía que les pusieran obstáculos al dominio humano del mundo más que aquellos levantados por la culpa e indolencia de la inventividad e ingenuidad humanas.

Un rasgo revela aun a la mirada más superficial la exitosa historia científico-natural, la au~encia absoluta en las conclusiones científicas de

1 Anthony Giddens, New Rules of Sociological Method, Hutchison, Londres lBasic, Nueva York]' 1976, pág. 12.

2 ¡bid .. pág. 13.

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la categoría de "intencionalidad". Las ciencias naturales fueron desarro­llando gradualmente un lenguaje que permitía dar informes exhaustivos sin hacer referencia a "voluntad", "propósito", "intención". Esta nueva cualidad del lenguaje científico fue expresada por Comte como suplanta­ción de lo "teológico" o lo "metafísico" por lo "positivo". Muchos de los que estaban al tanto de la terminología de Comte habrían de hablar del triunfo de la sobriedad secular sobre las ilusiones religiosas. No es que los investigadores de las ciencias naturales debían de ser agnósticos para producir resultados científicos; sino que sus resultados eran científicos en la medida en que hablaban sobre "lo que debía suceder" y no daban lugar a un "propósito divino" esencialmente voluntarista, el cual, en principio, habría podido quitar al fenómeno de su regularidad observada y registra­da. Las ciencias naturales podrían ser definidas casi como por la ausencia de milagros y, en realidad, como sujeto esquemático e intencional, ajeno a todo lo extraño y extraordinario, sugestivo o conciente, deliberativo. Enfocada de este modo la "com prensión" de los fenómenos terminaría por ser la "explicación". Sin el "significado" en el sentido de propósito, la "comprensión", es decir la captación intelectual de la lógica de los fenómenos, era lo mismo que la "explicación"; es decir que la demostra­ción de las reglas generales y las condiciones específicas que hacen inevitable que tal fenómeno suceda. Sólo esta clase de "comprensión" parecía compatible con una ciencia de la sociedad que aspirara a emular los logros magníficos obtenidos por las ciencia naturales.

Para este concepto naciente de una "ciencia natural de lo social", la hermenéutica, inspirada en la visión romántica de la creación, significa­ba un serio desafío. En efecto, cuestionaba la posibilidad misma de que se pudiera aclarar nuestro conocimiento de lo social dejando de lado la consideración del propósito. Es cierto que es preciso abandonar la bús­queda vana de un "designio" y un "objetivo" en la naturaleza; si existiera tal designio y tal objetivo, en primer lugar no sería el nuestro, el de los humanos, y, por lo tanto, sería inútil esperar que pudiera ser captado. Pero esto no tiene nada que ver con la naturaleza humana. En ella es incuestionable la presencia de designios y objetivos. Los hombres y las mujeres hacen aquello que se proponen. Y los fenómenos sociales, puesto que en última instancia son actos de los hombres y de las mujeres, deben ser comprendidos de manera diferente que a través de su mera explica­ción. Su comprensión por lo tanto debe contener un elemento ajeno a la explicación de los fenómenos naturales: el rescate del propósito, de la intención, de la singular configuración de los pensamientos y los senti­mientos que preceden al fenómeno social y sólo alcanzan su manifesta­ción, imperfecta e incompleta, en la evidencia de las consecuencias de la acción. Por lo tanto, la comprensión de un acto humano debe ser buscada en el sentido que le confería la intención del actor; una tarea, como puede observarse a simple vista, esencialmente diferente de la de las ciencias naturales.

Quienquiera que adhiriera a esta sugerencia de la hermenéutica se habría enfrentado de inmediato con una cantidad de difícultades funda­mentales. Y lo más preocupante era la legítima duda de que el estudio del

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fenómeno social pudiera llegar a alcanzar el nivel de precisión y exacti­tud, el "poder aclaratorio", que había llegado a asociarse con la ciencia. La imagen romántica de la obra de arte sirvió como modelo de la actividad social en general; los actos de escribir y leer, de actuar e interpretar la acción, parecieron pertenecer a la misma categoría y conllevar una fuerte semejanza de familia. Para comprender la obra de arte se hacía necesario recurrir a los designios del artista, lo que por sí mismo era una tarea artística; para interpretar no importa qué acto hacía falta recrear la compleja red de motivos e intenciones. Ambos casos requerían sobre todo crear una afinidad en la experiencia compartida, una suerte de identifi­cación simpatética con otro ser humano. Al igual que el acto esencialmen­te voluntario, intencionalmente orientado que debía ser comprendido, la simpatía imaginativa que había que poner en esa comprensión no podía reducirse a una serie de reglas que eliminaran el papel del propósito subjetivo y las decisiones dependientes de ese propósito. Tal comprensión era un arte más bien que una ciencia.

La naturaleza, más bien artística que científica, de la comprensión representaba un obstáculo natural para la aceptación general de las interpretaciones, condición sine qua non para la fundamentación de una actividad comunitaria llamada ciencia. Aun durante los períodos de quiebra y disenso que van señalando la historia de toda ciencia, aquellos que la practican pueden hallar algún aliento y credulidad en la creencia de que existen, o pueden hallarse, algunas reglas de conducta específicas que conducen a la aceptación comunitaria y aseguren, por lo tanto, el consenso común de los resultados. La noción de tales reglas no se condice del todo con la imagen de la creación artística. Quienes se dedican a la hermenéutica, enfrentados con la necesidad de optar entre diversas y controvertidas interpretaciones, no pueden referirse fácilmente a reglas impersonales capaces de regir a través de un acto de simpatía personal y de propia identificación. El logro del consenso de la interpretación presenta complicaciones desconocidas por las ciencias de la naturaleza.

Tal dificultad, ya considerable en sí misma, era sin embargo menos irritante comparada con la complejidad de la cuestión de la verdad, dado que la imagen que el siglo XIX tenía de la ciencia sobrepasaba los límites de lograr un consenso respecto de que los resultados específicos fueran válidos "más allá de toda duda razonable".

Formaba parte integral de esta imagen, y una razón importante para gozar del prestigio que gozaban las ciencias naturales, el hecho de que la validez de los resultados tuviera fundamentos más sólidos y duraderos que el consenso de los científicos; en otras palabras, que las reglas en que se basara el consenso justificaran efectivamente los resultados definiti­vos. En principio, los resultados de las ciencias naturales eran considera­dos como aceptados universalmente, sino a decir verdad, que pudieran ser aceptados para siempre. Esta creencia se basaba en la trabajosamen­te observada impersonalidad de las operaciones conducentes, de modo controlable por la comunidad, a la formulación de los resultados. Más allá de lo importante que pueda ser el papel del genio individual, la pentra­ción, el accidente fortuito o golpe de inspiración al articular una idea

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nueva, debe haber una serie de reglas universales (que esencialmente no se basen en factores únicos y personales) que se usen para validar la pretensión de la idea al estatus de verdad. La ciencia era considerada como una fórmula legal-racional absoluta y, por lo tanto, como una actividad impersonal y democrática. El descubrimiento era asunto de genio o de talento, pero su convalidación estaba basada sobre reglas que podrían ser aplicadas por quienquiera que dominara en el consenso general los conocimientos que era dable alcanzar, los cuales, por lo tanto, no dependían de las diferencias que pudieran suscitarse en la personali­dad de los científicos. Esa convalidación, en consecuencia, era absoluta­mente impersonal y, puesto que los factores personales no intervenían en este proceso, no existía ninguna razón valedera para poner en duda que aquello que había sido convalidado siguiera siendo válido para las generaciones sucesivas de estudiosos.

Resultaba evidente, sin embargo, que la convalidación de las interpre­taciones de sentido no podían alcanzar el nivel de impersonalidad o, efectivamente, la-esperanza-de-una-durabilidad, lograda por los hallaz­gos científicos-naturales. Lahermenéutica consideraba la "comprensión" como inherente a una especie de "unificación espiritual" del escritor y el lector, el actor y su intérprete. La unificación, se realizara o no, estaba limitada puesto que debía realizarse, siempre en una única dirección, a partir de una posición histórica y biográfica. Aunque los intérpretes lograran neutralizar las diferencias personales, habrían seguido. sin embargo, "encerrados históricamente" dentro del peso y el tipo de experiencia que les era posible de acuerdo con la tradición. El consenso, por lo tanto. no garantizaría la verdad. Los recursos para convalidar sus interpretaciones podrían a lo sumo ser impersonales solamente dentro de un determinado estadio histórico. En este caso, la impersonalidad no era equivalente a la atemporalidad. Por el contrario, la impersonalidad del acto de interpretación (y, en consecuencia, la posibilidad de un consenso entre los intérpretes) sólo habría podido ser concebida en el caso de que se basara en que los intérpretes participar~n de la misma tradición histórica, en sus recursos esquemáticos deriyados de una misma fuente de experiencia histórica. Parecía como que el consenso pudiera sólo ser temporal, limitado por la tradición, y por lo tanto incapaz de alcanzar los niveles de la verdad. El verdadero fundamento de lograrla y alcanzar su validación en el consenso general, excluía que fuera tratado como atem­poral y definitivo.

En una palabra, el desafío que se presentaba a la hermenéutica ante la idea de que las ciencias sociales habrían podido estar a la altura de los estándares de la lógica y la autoridad de las ciencias naturales radicaba en dos problemas: el del consenso y el de la verdad. Por consiguiente, las ciencias sociales, al afirmar su estatus científico, debían limitarse a probar que sus reglas de- consenso y su estándar de verdad en la interpretación del sentido, alcanzara un grado comparable al que se había logrado en el estudio de la naturaleza. Este libro está destinado a discutir los más destacados intentos para poder ofrecer la prueba de ello.

Por cierto que con los continuos esfuerzos por superar el desafío de la

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hermenéutica no se agota la historia de la sociología. Una corriente poderosa en el campo de las ciencias sociales (que predominó en el siglo XIX y no poco durante el xx) o bien n o toma en cuen ta el desafío o subestima empecinadamente su importancia.

Esta corriente basa su certeza en la suposición de la no existencia de una diferencia significativa entre las situaciones en que operan las ciencias naturales y las sociales. Esta suposición es defendida en una de estas dos razones: que los "significados subjetivos", las intenciones, los motivos así como las experiencias "interiores" no son susceptibles de ser observadas y por lo tanto deben ser situadas fuera de todo estudio científico, cuyo único objeto legítimo es el comportamiento observable; o que los factores subjetivos no representan un problema metodológico en sí mismos, puesto que pueden reducirse enteramente a fenómenos externos, susceptibles de un tratamiento científico normaL El derecho a negar el desafío de la hermenéutica se justifica a la luz de que el aspecto su bjetivo de la vida social o bien no representa un problema peculiar para el estudio científico, o -si lo hace- debe ser puesto en el lugar que le corresponde, es decir en el dominio de la poesía o de la filosofía. No es propósito de este libro ocuparse de la escuela sociológica que entronca con esta actitud. Este punto de vista sólo ha sido elegido para el análisis que admite que el aspecto subjetivo de los fenómenos sociales, a diferencia de los naturales, presenta un problema de inusual complejidad, que, no obstante, espera poder hallar una solución que, o bien neutralice su impacto o reconcilie a las ciencias sociales con su destino ineludible: la necesidad de permanecer atado a la tradición y aseverar verdades con toda evidencia relativas y temporales. Estos puntos de vista tienen en cuenta la relatividad del conocimiento como un problema particularmen­te agudo en el estudio de lo social.

El efecto inesperado de mis criterios de selección es que este libro favorezca ideas desarrolladas dentro de la tradición intelectual alemana, al tiem po de prestar una atención relativamente menor a la francesa. Los padres de las ciencias sociales francesas tuvieron muy poco en cuenta las peculiaridades de la realidad social condicionada por el carácter subjetivo de la acción social, y eran sumamente indiferentes a la complejidad de la estrategia investigativa. Sorprendentemente, eran indiferentes a los análisis profundos del alma de la hermenéutica filosófica, y, en efecto, es posible seguir el desarrollo de la sociología francesa desde Saint-Simon a Durkheim, Halbwachs y hasta Mauss, desconociendo al mismo tiempo la presencia, más allá del Rin, de los intereses que la tradición hermenéu­tica obligaba a los hombres de ciencia a considerar como propios. Ni Comte ni Durkheim, ni tampoco los más eminentes de sus herederos, se preocuparon seriamente por el daño de la relatividad en el estudio de los hechos sociales; y aún menos estaban inclinados a sospechar que la relatividad puede ser un mal crónico que resiste a todo remedio conocido. En la creencia de que los hechos sociales son "cosas" como cualesquiera otras, por ejemplo, que existen de derecho propio como entidades reales fuera de la esfera de la experiencia individual, concluían con toda naturalidad, primero, que es posible estudiar las realidades sociales sin

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tener en cuenta necesariamente el proceso de un producto social y, segundo, que quienquiera emprendiera este estudio con el método apro­piado y diligencia habría de llegar con toda certeza a los mismos resulta­dos. Esta es, después de todo, la maI'lera de considerar las ciencias naturales en el siglo XIX. Fieles a la firme tradición racionalista francesa, consideraban el verdadero conocimiento como, sobre todo (y no solamen­te), una cuestión de método y de aplicación sistemática. La razón cognos­citiva y el objeto de su examen no estaban hechos de la misma tela ni sujetos a las mismas leyes. Autónomos y atentos exclusivamente a las reglas de la lógica la razón (incluido su sello sociológico) era de lejos considerada inmune a las exigencias históricas (en realidad, la concre­ción histórica) o cualesquiera otras típicas de su objeto. En una palabra, la razón no formaba parte de la realidad social si no se limitaba al campo del estudio.

Esta fue, precisamente, la suposición cuestionada por la tradición intelectual alemana, en la cual la reflexión sobre la actividad y los problemas de la hermenéutica tenían un papel preponderante. Por lo tanto, la interpretación de la realidad social aparecía como una conver­sación entre una y otra época histórica, o entre una tradición comunal establecida; hasta un estudio inmanente, "interior" de la propia realidad social era considerado, consecuentemente, como un caso particular den­tro de los límites tradicionales de la comprensión. Para cualquiera que intentara alcanzar un conocimiento objetivamente válido de lo social, el relativismo constituía un verdadero peligro, que no podía ser apartado simplemente desechando los métodos equivocados, o manteniendo una posición escéptica respecto de las suposiciones y "evidencias" descontroladas. Ambos integrantes de la conversación, llamados "comprensión" e "interpretación" eran específicos históricamente y determinados por la tradición, y el estudio de lo social sólo podía ser visto como un proceso sin fin de revaloración y recapitulación, más bien que como paso audaz de la ignorancia a la verdad. Según una excelente caracterización debida a Isaiah Berlin, durante el período romántico, Alemania sostenía que las formas humanas de vida "po­dían ser sentidas, o intuidas, o comprendidas mediante una especie de familiaridad directa; no podían ser tomadas por partes y vueltas a reunir, ni siquiera en el pensamiento, como un mecanismo compuesto de partes aisladas, obedeciendo a leyes causales, inalterables y universales". Debido a las contingencias de su propia historia, que se remontaban por lo menos hasta la Reforma, los pensadores alemanes de la época "eran profundamente concientes de las diferencias exis­tentes entre su mundo y el universalismo y racionalismo científico poderosamente impregnado del punto de vista de la civilización al este del Rin".3

Es preciso aclarar que ya antes la disci plina técnica de la hermenéutica había alcanzado esta nueva profundidad e importancia filosófica sobre

3 Sir Isaiah Berlin, "Foreword" to Friedrich Meinecke. Historism, Routledge & Kegan Paul, Londres, 1972, págs. IX-X.

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todo gracias a la potente visión filosófica de la filosofía hegeliana. Antes de Hegel ningún sistema filosófico había sido ni siquiera aproximativa­mente tan exitoso en asimilar la razón a su objeto, el conocimiento y la historia, en una unidad monolítica; y en presentar su separación y oposición como un mero momento de desarrollo, que sería trascendido al continuar el curso de la historia. En la filosofía de Hegel, la conciencia de cada una de las épocas es una etapa de progreso de la razón encaminado a conocerse a sí misma, descubriéndose gradualmente como la única "esencia" del ser: "Todo el proceso de la historia ... se dirige a convertir este impulso inconciente en conciente". A lo largo de la actividad histórica de los pueblos, la razón se completa a sí misma en una propia totalidad de comprehensión". El esfuerzo perseguido hacia la propia comprehen­sión es, simultáneamente, la consumación de la razón.4

Con la historia y la comprensión de ella se cumple esencialmente el mismo proceso; la comprensión del pasado, el esfuerzo para penetrar y captar el sentido de los hechos humanos es por sí mismo historia. El historiador, al actuar como agente de su comprensión está sujeto a la lógica de la historia. No tiene un campo desde el cual contemplar el proceso del cual es irremediablemente sólo una parte. Sólo puede ver cuanto puede ser visto desde su ubicación en el proceso.

Este concepto se vio reflejado en la hermenéutica filosófica en la noción del "círculo hermenéutico". La comprensión significa proceder por círcu­los; más bien que un progreso unilinear hacia el mejor y menos vulnerable conocimiento, consiste en una interminable recapitulación y una nueva valoración de las memorias colectivas -siempre más voluminosas- pero siempre selectivas. Es difícil advertir de qué manera cualesquiera de las sucesivas recapitulaciones puede pretender ser la final y concluyente; sin embargo, mucho más dificultoso sería establecer esta pretensión. La dificultad se origina en el hecho de considerar como específico el estudio social, al presentar las esencias "comprensivas" cuyos problemas son desconocidos para las ciencias basadas en la mera "explicación".

El desarrollo de las ideas hermenéuticas a lo largo del siglo XIX alcanzó su culminación en la obra de Wilhelm Dilthey, donde hallaron su más profunda y -en cierto sentido- última expresión. Brillante filósofo y eminente historiador, Dilthey pareció llegar tan lejos cuanto posible en la noción de la comprensión histórica y de la naturaleza tradicionalista de la comprensión. Puesto que la más exhaustiva exploración de la comprensión fu r lo que condujo a Dilthey a abandonar su esperanza inicial de proveer a la historia de un conjunto definitivo de reglas metodológicas inflexibles generadoras de la verdad, la inherente "incon­clusividad" de la comprensión pareció demostrada concluyentemente. Era necesario hacer frente a este desafío, puesto que, de lo contrario, las ciencias sociales habrían debido darse por vencidas en sus pretensiones por los resultados científicos. Este libro se refiere a las más importantes estrategias empleadas por quienes concordaban en que la cuestión del

"Georg Wilhelm Friedrich Hegel, trad. de J. Sibree, The Philosophy (I( H,:story, Dover, Nueva York, 1956, págs. 25, 78. 456·7.

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conocimiento valedero de lo social no podía ser resuelto, a menos de encararse los interrogantes que suscitaba la reflexión hermenéutica.

Hemos de comenzar con la discusión de las estrategias desarrolladas por Marx, Weber y Mannheim. No obstante las grandes diferencias que hay entre ellos, los tres grandes sociólogos comparten una característica prominente: Todos ellos trabajaron, por lo general, en el marco del tema hegeliano de la "historia tendiente a comprenderse a sí misma"; 0, dicho de otra manera, la historia al permitir no una interpretación de sus diversas manifestaciones, sino la verdadera interpretación de las mis­mas, se hace posible, o ineludible. Todos ellos coincidieron en que tales condiciones no existían en el pasado; por lo tanto, los tres miraban esperanzados hacia el presente o el futuro inmediato, en pos de una situación cognitiva cualitativamente diferente, y mucho mejor que la propuesta por todos los pasados puntos de vista de la interpretación. Los tres basaron su convicción en que el verdadero conocimiento de lo social es accesible, en la edificación de una sociedad ya estructurada en inminente transformación; consideraban la fusión de la comprensión y las ciencias como un objetivo al que deberían dirigirse tanto el conoci­miento como su objeto.

Karl Marx tradujo la teoría hegeliana de la historia y del conocimiento al lenguaje de la sociología, antes de que Dilthey formulara todas las conclusiones metodológicas a partir de la teoría hegeliana incluida en el mero discurso filosófico. Por lo tanto, Marx precede cronológicamente a Dilthey en la concepción de que el problema de la verdadera comprensión de una historia que debe ser resuelta por sí misma históricamente, dentro de lo posible, como un problema sociológico: como el que constituye una transformación de la comunidad humana que al mismo tiempo puede ser realizable y posible de ser comprendida. Al contrario de Karl Marx, Max Weber se oponía a la obra de Dilthey en que la historicidad de la comprensión había sido explorada exhaustivamente y presentada, de hecho, como el perpetuo conflicto de las humanidades. Por lo tanto Weber había de relacionar directamente la cuestión de la naturaleza científica de los estudios sociales con la posibilidad de una comprensión objetiva de una realidad esencialmente subjetiva. Al mismo tiempo que Weber encaraba un nuevo adversario y una nueva tarea, sin embargo pudo haberse inspirado en los hallazgos de Marx y su "traducción sociológica". Fue Weber quien llevó la teoría sociológica de Marx, moldeada en su argumentación en el historicismo hegeliano, a conferir una real relevan­cia al debate hermenéutico.

La proposición principal que Dilthey estableció definitivamente en la metodología de las humanidades fue esta esencial "conmensurabilidad" de ambas tradicioneH, que coincidían en que el acto de la comprenHión eH una condición necesaria de la validez de la interpretación. Según esto, el cometido de Weber consistió en demostrar que nuestra sociedad (en su tendencia, si no en su realidad) alcanza el logro de su condición en el mayor grado plausible. Por primera vez en la historia, el sujeto y el objeto de la comprensión se unían en el campo de la racionalidad -este principal rasgo característico- de la actividad en pos de la verdad que llamamos

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ciencia. El conocimiento objetivo es el conocimiento racional; por lo tanto, es posible comprender objetivamente las acciones humanas tal cuales son y, hasta donde es posible pueden ser consideradas como acciones raciona­les. Por lo tanto, la acción racional se convierte en el modo de conducta dominante en la sociedad moderna.

Esta proposición, sin embargo, ha sido controvertida por Karl Mann­heim. En su análisis de las condiciones estructurales del conocimiento en la sociedad moderna, la racionalidad no surge como un modo de pensar en el sentido de la dominancia y la universalidad. Por el contrario, al trazar la diferencia de sentidos a partir de su fuente -es decir el propio hecho de la estructura social, la diferenciación posicional de la sociedad-, Mannheim concluyó que la parcialidad, distorsión y contención son y seguirán siendo el rasgo universal y peculiar del conocimiento social, que se ubica en sentido de la comprensión entre varios grupos de sociedad. La historia se ha aproximado a la posibilidad de un consenso basado en la verdad, no porque la conducta de la sociedad a la larga se haya hecho más racional, sino en razón de que dentro de la estructura de la sociedad un único grupo, el de los intelectuales, ha llegado a ser pensante y a actuar racionalmente. Es este grupo el que puede (o, por lo menos, así se espera) unificar la comprensión con la ciencia. Los intelectuales deben actuar como una suerte de mesías colectivos, brindando la verdad a la compren­sión humana.

Un papel similar, si bien sin referencia al cambio de la estructura social o, en realidad, de la historia, fue asignado por Edmund Husserl a la actividad del análisis filosófico. Husserl apuntaba a resolver el problema de la verdadera comprensión dentro del contexto del conocimiento humano tal cual es, más bien que como una cuestión peculiar del conocimiento de lo social. Tendía a unificar la ciencia dentro de la actividad universal de la comprensión. En vez de mostrar de qué manera la comprensión de la actividad humana puede alcanzar un nivel científi­co, demostró que todo conocimiento, la ciencia incluida, se basa en última instancia en la actividad de la comprensión, donde su validez debe ser, o debiera ser, fijada.

En Husserl, el discurso hermenéutico incorpora el legado franco­cartesiano del racionalismo. Esta coincidencia tiene consecuencias de largo alcance: la esperanza de que los significados deben ser captados adecuadamente en la actualidad se considera que reside en la posibilidad de liberar el sentido de su contexto tradicional, en vez de buscarlo en su hábitat "natura}". Determinada tradición, histórica y estructuralmente, sólo puede alcanzar una comprensión inherentemente proteica y contin­gente. Los significados deben ser asidos en su verdad apodíctica y absoluta sólo apartados de la tradición, donde pueden arraigar en un suelo en que la historia y las divisiones estructurales no hacen impacto. Husserl propone como este suelo la "subjetividad trascendente", a modo de una suerte de extra-histórica "comunidad de significados" generadora y mantenedora de los fenómenos en el único modo de existencia relevante -el modo de "ser conocido". El verdadero sentido sólo puede ser vislum­brado si se es capaz de acceder a esta "subjetividad trascendental". Esto

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es posible a través de la contemplación metodológica de los "sentidos puros", revelados por la experiencia de fenómenos despojados de su ropaj e histórico-estructural.

Se podrá ver de qué modo la sociología de Talcott Parsons es un intento de aplicar los preceptos de Husserl para alcanzar la comprensión de la actividad humana, que será en sumo grado independiente de los contex­tos histórico-culturales del significado. A partir del fenómeno de la acción social entre este estado dado de "ser conocido", Parsons procede a develar apodícticamente, mediante sus rasgos distintivos, lo trascendental de la acción, que incluye la presencia de la sociedad y del sistema culturaL Con todo su sentido intrínseco revelado por completo y articulado, la actividad social adquiere un marco "inmanente" dentro del cual se encuadra su significación y en el cual puede ser captada objetivamente. Aun admitien­do que la actividad humana es una entidad significativa que debe ser comprendida, a partir de ello es posible abordar su estudio objetivamente -tal como debe ser, en gran medida, en talo cual concepto tradicionaL

Algunos de los principales principios de Husserl, sin embargo, han sido objetados y revisados por Heidegger. Fue puesta en duda, sobre todo, la suposición fundamental de que los significados, la comprensión y la interpretación pueden ser hallados en un universo diferente del "mundo-de-vida", el mundo de la existencia. Los significados no se constituyen, y la comprensión es llamada a ello y lo logra, por el acto de la pura y ahistórica contemplación, que es siempre una actividad dentro de una tradición, y una actividad que consiste en la recapitulación de dicha tradición. La verdad, entonces, a pesar de no estar de ningún modo disuelta en un mero consenso comunitario, se convierte en un elemento de la existencia-descubriéndose-a-sí-misma, más bien que una relación entre la existencia y algo (como una proposición invertida mediante el trabajo imparcial de la razón) que se ubique fuera de la existencia. El demonio del relativismo se ve privado de buena parte de su terror al mostrar que la noción de verdad puede radícar en gran parte fuera del contexto de los límites tradicionales; por lo tanto, el fracaso en poder ubicarlo dejará de atormentar la conciencia del hombre de ciencia.

En este libro se tratan Schutz y la etnometodología como ejemplo de la sociología hermenéuticamente conciente, que opera dentro del marco de Heidegger, del mundo-vital como su fundamentación última, y el único hábitat, de la significación y la comprensión. Aquí la comunidad de miembros interactivos se muestra como un universo suficientemente poderoso, y el único capaz de establecer, mantener en vida y garantizar la interpretación de los significados. En cierto sentido, la búsqueda de una respuesta adecuada al desafío de la hermenéutica se ha convertido en un círculo; la etnometodología nos retrotrae al cuadrado, a la convic­ción de que todo significado y toda comprensión son esencialmente "interiores".

La búsqueda no se detiene con el advenimiento de la etnometodología, y no tiene miras de parar. Nuestra historia es cuestionable, puesto que el desafío de la hermenéutica ha logrado obtener aun el consenso y liberar­se de la crítica de sus propias y peculiares limitaciones.

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Algunas sugerencias recientes, tales como la relación entre consenso y verdad, pueden ser postuladas y satisfactoriamente exploradas, y son desarrolladas al final de este libro. El punto de vista del autor es que estas sugerencias marcan una interesante línea de exploración, quizá la más madura hasta la fecha, y tienen que representar un interesante papel en las ciencias sociales. Pero este libro no es una historia: un comienzo, el desarrollo de un argumento y -por encima de todo- un final (feliz). Debe ser leído como un relato, un debate que está muy lejos de alcanzar su final. El libro ni siquiera ambiciona presentar una historia com pleta del debate. Por el contrario, las principales (y por lo tanto influyentes) actitudes adoptadas en el transcurso del debate son puestas de relieve y presenta­das sistemáticamente, de ser posible en su forma más pura y sobresalien­te. Dejando de lado la historia de muchos de los compromisos "interme­dios" o las soluciones eclécticas, destaca el carácter y la originalidad de las teorías en discusión. Los capítulos del libro en gran medida son ensayos individuales de derecho propio y pueden ser consultados por separado, como, por ejemplo, lo certero de la respuesta de Weber ° Parsons al desafío de la hermenéutica.

Expreso mi reconocimiento por la crítica y el aliento prestados por Anthony Giddens, que excede lo que las inevitablemente formales pala­bras de gratitud pueden formular. Tuve la suerte, asimismo, de haber contado con Robert Shreeve como revisor y editor, y con Gianfranco Poggi como atento y crítico lector del manuscrito. Resultaría imposible pasar por alto la ayuda y la inspiración que obtuve de Janet Wolfl", Richard Kilminster, Ribert Tristram, Joseph Bleicker, Kevin Dobson y otros participantes del amistoso pero importantísimo debate que constituye y mantiene la comunidad social de Leeds.

ZYGMUNT BAUMAN

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