138272323 Cristina Fernandez Cubas Todos Los Cuentos PDF

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Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos ~1~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos CRISTINA FERNNDEZ CUBAS TODOS LOS CUENTOS ~2~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos Va por ti, Carlos ~3~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos La suprema adquisicin de la razn consiste en reconocer que hay una infinidad de co sas que la sobrepasan. Blaise Pascal ~4~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos ndice RESUMEN ........................................................................ ......... 6 PRLOGO .............................................................. ............... 7 MI HERMANA ELBA .............................................. ............. 17 Lnula y Violeta ................................................ .................. 18 La ventana del jardn ...................................... .................... 29 Mi hermana Elba ........................................ ......................... 40 El provocador de imgenes ........................... .................... 55 LOS ALTILLOS DE BRUMAL ................................. ............ 69 El reloj de Bagdad ............................................. .................. 70 En el hemisferio sur ..................................... ....................... 78 Los altillos de Brumal .............................. ........................... 92 La noche de Jezabel ............................. .............................. 110 EL NGULO DEL HORROR .......................... .................. 129 Helicn.................................................... ............................ 130 El legado del abuelo........................... ............................... 148 El ngulo del horror ......................... ................................. 167 La Flor de Espaa .......................... .................................... 175 Con Agatha en Estambul ................ .................................... 194 Mundo ................................. ............................................... 195 La mujer de verde .......... ................................................... 224 El lugar ............... ................................................................ 236 Ausencia .. ........................................................................... 260 Con Agatha en Estambul ................................................. 269 PAR IENTES POBRES DEL DIABLO ................................ 299 La fiebre azul ... .................................................................. 300 Parientes pobres del diablo.............................................. 332 El moscardn ..................................................................... 362 ~5~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos RESUMEN Todos los cuentos rene ms de veinticinco aos de escritura: los veinte relatos de su s cinco libros de cuentos publicados hasta la fecha y un relato ms, no publicado en ninguno de estos volmenes. Explica Cristina Fernndez Cubas que sus cuentos surg en del placer de habitar espacios a los que no se ha tenido acceso, rescatar ambi entes, rememorar; viajar a donde no se ha ido nunca, y tambin del deseo de conjurar pesadillas, desarrollar imgenes entrevistas en sueos, resolver jeroglficos, navega r en los lmites de la razn, instalarse en un lugar fronterizo donde burlar el espa cio y el tiempo.... Y, en efecto, con sutil distanciamiento, sin sentimentalismos , con gran precisin, Cristina Fernndez Cubas urde sus argumentos para crear person ajes, historias y atmsferas inolvidables que atrapan al lector, envolvindolo para siempre entre sus redes. ~6~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos PRLOGO Mundos inquietantes de lmites imprecisos Los relatos de Cristina Fernndez Cubas.Casi todos los prlogos tienen algo de innecesarios, aunque al fin y a la postre t ambin deberan sernos tiles. El lector generoso habr de olvidarse, pues, del primer a serto y aprovecharse del segundo. Si adems, como ocurre en este caso, varios de l os cuentos recogidos son fantsticos, se corre el peligro de ofrecer demasiadas cl aves al lector y de anticiparle las sensaciones que l mismo experimentar por su cu enta, algo que he tratado de evitar. Por tanto, de necesitarlo, puede volver a l tras haber disfrutado de la lectura y extrado sus propias conclusiones. El prlogo se convertir, de esta manera, en una provechosa confrontacin de ideas y en una pos ible ayuda para completar sus impresiones. Si un libro de narraciones es como un buque bien estibado ha escrito Cristina Fernndez Cubas, entonces este volumen, que recoge Todos los cuentos (aclaremos: todos aquellos que han aparecido en sus li bros, junto con la continuacin de una pieza que Poe dej inacabada), acaso habra de concebirse como un trasatlntico. De igual modo, un relato debera ser siempre un or ganismo vivo, de forma que la vinculacin con las dems piezas que lo acompaan no se dejara al azar, pues la disposicin en el conjunto y las posibles relaciones entre ellas condicionan tanto el significado de cada una como el del grupo. Ese orden interno, personal, misterioso cito a la autora afecta tambin al sentido de la totali dad, algo por lo que deberan preguntarse siempre los lectores, e incluso los crtic os. Pero por qu todos los cuentos, tras publicar cinco libros de relatos? Entre ot ros motivos, para que el lector pueda descubrir aquellas historias secretas o cu entos paralelos (segn los ha denominado la escritora) que misteriosamente se gene ran entre piezas como, por ejemplo, El reloj de Bagdad, En el hemisferio sur, Mundo o usencia; o entre diversos objetos que adquieren protagonismo, o ~7~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentosincluso a travs de los viajes y la bsqueda de la identidad de los personajes. En s uma, para apreciar mejor lo que hay de unidad en una perseguida diversidad. A lo s cinco libros de cuentos, publicados entre 1980 y 2006, podra haberse aadido algu na pieza ms, si bien la autora ha preferido resaltar, con buen criterio, la unida d de los libros conocidos. Se incluyen aqu, por tanto, un total de veintin cuentos o novelas cortas. Y precisamente con estas narraciones, Cristina Fernndez Cubas se ha convertido en una de las cuentistas ms prestigiosas del pas de las ltimas tre s dcadas, quiz junto a Juan Eduardo Ziga, Luis Mateo Dez, Jos Mara Merino, Juan Jos M , Enrique Vila-Matas y Javier Maras, por slo citar a aquellos que yo particularmen te prefiero, y slo por recordar esta vez a los que tienen una obra ya cuajada. La a utora comparte con los narradores citados el gusto por lo misterioso, enigmtico y sorprendente, aunque su concepcin del relato sea distinta, y su estilo literario , su prosa, diferente. En otra ocasin afirm, acaso con excesiva contundencia, que la aparicin en 1980 de Largo noviembre de Madrid, de Juan Eduardo Ziga, y de Mi her mana Elba, el primer libro de nuestra escritora, supuso el despegue de lo que ll am, algo pomposamente, el renacimiento del cuento espaol contemporneo, tras esos aos a lgo ms grises para el gnero de la segunda mitad de los sesenta y los setenta. Creo que, hoy, el juicio se ha visto confirmado. Las cinco obras publicadas hasta ah ora, de Mi hermana Elba (1980) a Parientes pobres del diablo (2006), en su mayora deben su ttulo a uno de los cuentos ms significativos de cada volumen. Caracteriz a a estos cuentos el empeo en poner el lenguaje y la estructura al servicio de la historia, de la intensidad narrativa e inquietud que se desea generar en el lec tor. La concisin, la precisin y la tensin, conceptos todava necesarios para definir el gnero, se consiguen aqu mediante el estilo y a travs del desarrollo de las perip ecias de los personajes. A su vez, el lenguaje, su uso y peculiaridades, es moti vo frecuente de reflexin en estas piezas. En general, sito mis cuentos en escenario s cotidianos, perfectamente reconocibles, en los que, en el momento ms impensado, aparece un elemento perturbador. Puede tratarse de un ave de paso o de una amen aza con voluntad de permanencia. En ambos supuestos, las cosas ya no volvern a se r las mismas. Algo se ha quebrado en algn lugar..., ha declarado la autora. En efe cto, todos sus relatos aparecen plagados de situaciones inquietantes, de vueltas de tuerca y sueos convulsos que a veces se convierten en pesadillas. Y en esos m undos de lmites imprecisos, varias son las fuentes de inquietud: la visin de la re alidad desde perspectivas inslitas; la alteracin del tiempo y del espacio; la fata lidad; el viaje (o el desplazamiento) inicitico, pero tambin los espacios cerrados ; el conflicto entre lo inexplicable y la razn; la otredad; los silencios tensos y agobiantes; las obsesiones y la duda sobre la identidad. ~8~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentosPero vayamos a los libros sin ms dilacin. Cuando, a finales de los aos setenta del pasado siglo, Cristina Fernndez Cubas intentaba publicar Mi hermana Elba, encontr cierta incomprensin en las editoriales. Sin embargo, felizmente, el volumen apare ci en 1980 en esta misma casa editora, que hoy sigue acogindola, en su coleccin Cua dernos nfimos. La crtica del momento recibi aquel primer libro con elogios unnimes, aun cuando todava bamos a tardar en apercibirnos de su importancia para el desarro llo del gnero en Espaa. Con la aparicin de Mi hermana Elba, un nuevo autor reinaugu raba en nuestro pas una tradicin, la que va de Poe (a quien la autora homenajea en La noche de Jezabel y en la continuacin de El faro) a Cortzar, que servira de acicate para el cultivo de un gnero de escaso prestigio entonces entre los editores, la c rtica y el pblico lector. Aquellos relatos, y los que luego formaran Los altillos d e Brumal (1983), se desarrollaban en una distancia media, entre el cuento y la n ovela corta, aunque con la intensidad y tensin propias del relato. Las tres prime ras piezas de Mi hermana Elba me parecen extraordinarias. El conjunto arranca co n Lnula y Violeta, un relato tan sorprendente como enigmtico, en el que la autora se vale del clsico motivo del doble para mostrarnos la conflictiva convivencia en u n espacio abierto y, a la vez, cerrado una granja en el campo entre dos personalid ades distintas pero complementarias: una mujer atractiva que escribe y una gran contadora de historias, poco agraciada, pero hbil y hacendosa. El desenlace, como ser habitual en la autora, nos aporta alguna respuesta, al tiempo que nos suscit a nuevas dudas. La ventana del jardn, el primer cuento que escribiera la autora, es una asombrosa complejidad. Narrado en primera persona, en l se utiliza una de la s estructuras caractersticas del relato de terror: la llegada de un hombre a un l ugar desconocido donde empiezan a ocurrirle hechos que no acaba de explicarse, c omo por ejemplo sucede en Drcula, libro que la autora suele citar como punto de pa rtida. De este cuento destacara la extraa relacin que se crea entre el matrimonio A lbert y su hijo, el enfermizo Toms, por un lado, y el narrador-personaje que los visita en la granja que ocupan, aislados en el campo, por otro. Conforme avanza la trama, en medio de una atmsfera de inquietud y de duda, no slo se pone en cuest in la credibilidad del narrador, sino que en el desenlace mismo se aaden otros mis terios a los ya existentes. La pieza que da ttulo al volumen, Mi hermana Elba, es l a historia de una breve complicidad, la que la narradora (de once aos) entabla en el colegio con Ftima (de catorce aos), excelente contadora de historias, quien la domina a su antojo, y tambin con Elba, su hermana pequea (de siete aos), duea de hab ilidades extraordinarias. Juntas descubren nuevas dimensiones de la realidad, si bien, tras las vacaciones de verano, las chicas irn abandonando definitivamente l a infancia, con los ritos de paso que acompaan a este proceso. ~9~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentosSe cierra este primer libro con El provocador de imgenes, relato narrado por un hom bre, al igual que La ventana del jardn, El lugar, En el hemisferio sur, Helicn, El el abuelo (un nio en este caso) o La fiebre azul. En aquel cuento, en el que se abor da el tema del burlador burlado, un personaje llamado H.J.K, recuerda su pasado remoto, en concreto la peculiar relacin que mantuvo durante mucho tiempo con Jos E duardo Expedito, a quien conoci durante los aos de universidad, para contarnos que ste, un obsesivo provocador, ha encontrado la inesperada horma de su zapato..., lo que no impedir que H.J.K acuda en defensa de su amigo. Tras calibrar ahora, quiz con algo ms de claridad, el alcance de este primer libro, podemos afirmar que la narrativa de Cristina Fernndez Cubas bebe de los cuentos orales que la autora oye ra en la infancia, historias de las que se qued impregnada, un bagaje al que ira s umando diversas lecturas en su edad adulta, perfectamente asimiladas: de Franken stein, de Mary Shelley, a la obra de Carson McCullers; de las historias gticas a Henry James. Ya en 1983 aparece su segundo libro, Los altillos de Brumal, compue sto por cuatro piezas antolgicas. La primera, El reloj de Bagdad, vuelve a ocuparse del fin de la infancia (tiempos de entregas sin fisuras) y de lo que en ella hay de credulidad e inocencia. El relato transcurre en el mundo cerrado de una casa, en donde el protagonismo lo tienen las viejas criadas, sobre todo Olvido, y los nios que escuchan embelesados sus historias de nimas. Hasta que el padre adquiere , en un anticuario, un viejo reloj de pared con el que se inicia un periodo de t ransformaciones y se instala en el hogar lo incomprensible, incluso el horror. A qu la autora no pretende que lo fantstico abra una grieta en la realidad cotidiana para cuestionar nuestras creencias racionales, sino que se vale de dicha esttica para recrear episodios de la infancia que la razn, con sus rgidos mecanismos, no consigue explicar del todo. En varias ocasiones la escritora ha salido al paso d e las interpretaciones gratuitas que le dedicaba la crtica feminista ms perezosa. As le sucedi con el relato En el hemisferio sur, que tambin ha sido tachado de fantsti co, tal vez con demasiada ligereza. No en vano, este cuento trata sobre la ident idad de una escritora que pierde la razn. Y, como ocurra en La ventana del jardn, don de la voz narradora no pareca fidedigna, aqu en cierta forma se resuelve un misterio , mientras que otro se adivina en el horizonte, en torno a la sorprendente ta y l a plcida casa que habita junto al mar, y al posible xito futuro como escritor del narrador de la historia. Los altillos de Brumal es, por su parte, el relato de una prueba y una liberacin, de un aplazado viaje de la protagonista y narradora, la indomable Adriana, a la aldea en la que transcurri su infancia, cuando an era la n ia Anairda. Debe regresar para asumir su pasado y librarse de la perniciosa influ encia de la madre, de sus denodados empeos por que la chica no se aleje de lo rac ional, obligndola a estudiar ~10 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos Historia, y amputndole la fantasa, herencia paterna de Brumal, aldea de brujos o a lquimistas. En suma, la historia, en sus componentes metaliterarios, representa una defensa de lo fantstico, entendido como alternativa a la realidad digamos lgica, adems de una muestra de que existen tambin otros mundos, si bien casi nunca llega mos a ser conscientes de ellos. Este segundo volumen se cierra con La noche de Je zabel, un cuento importante en la trayectoria de la autora en el que, valindose de un marco clsico, se narra lo que aconteci durante una cena, en una noche de torme nta, al reunirse varias personas en torno a una chimenea y contar historias de du endes y aparecidos. De los seis personajes convocados, tres relatan una vivencia; el cuarto reflexiona sobre las peculiaridades de los aparecidos, fantasmas o sim ples visiones; la anfitriona narra y escucha, y un sexto personaje, con sus risas intempestivas, desactiva todo lo relatado: la nica historia que sigue con inters es la de Jezabel, en realidad, un cuento de Poe. Sobre el relato planea una preg unta: somos capaces de detectar la realidad cuando se presenta sin adornos? Como ocurre en la narrativa de Poe, lo inexplicable irrumpe en lo cotidiano poniendo en cuestin sus normas, aunque aqu los personajes lo adviertan tardamente. Y, tras h omenajear al clsico por excelencia de los relatos de terror, la autora anticipa cm o sern en adelante sus historias, basndolas ms en la vida real que en variaciones d e lo que vena dictando la tradicin literaria. De su siguiente libro, El ngulo del h orror (1990), llaman especialmente la atencin tres piezas: Helicn, El legado del abue lo y la que da ttulo al conjunto. Y, tal como haba anunciado, la escritora abandona lo sobrenatural, si bien resulta significativa la presencia del humor. Ahora, e l horror, esa sensacin viscosa mucho ms imprecisa que la pura y simple situacin terr orfica, segn lo haba definido Cristina Fernndez Cubas, o incluso la crueldad, lo enco ntramos disuelto en la vida cotidiana. Helicn podra definirse como un enredo humorsti co sobre el motivo del doble, una peculiar variante del conflicto entre Jekyll y Hyde, segn se apunta en el texto. Su singularidad estriba en no ser un cuento fa ntstico; de hecho, es la narracin de un error, de una confusin entre hermanos gemel os, una historia en la que el protagonista, bajo una nueva personalidad, acaba e ncontrando su autntico ser. Valga como ejemplo del omnipresente humor la escena, ms propia del cine mudo, en la que una viejecita de bigudes ducha a Cosme con los re stos de un caldo de hortalizas, de acelgas, garbanzos y alubias, tras abandonar ste un tugurio nocturno. En suma, la autora pone en juego a cinco personajes en un relato sobre la identidad que aborda de qu modo un tmido consigue dar con su media naranja, escarbando en su interior y sacando a flote su otra naturaleza. El lega do del abuelo es un cuento sobre la verdad y la mentira, la ambicin y la soledad, sin que falten los cada vez ms habituales componentes humorsticos; un ~11 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos cuento sobre las distintas edades del hombre; acerca de cmo la vida no siempre re sulta ser lo que parece, y donde la perspectiva del narrador, un nio de ocho aos, lo condiciona todo, hasta el punto de que el contraste entre su percepcin del mun do y la de sus mayores se convierte en elemento primordial de lo que se cuenta. La historia se construye con cuatro personajes individuales y uno colectivo: una familia. Entre ellos, quiz sea el autntico protagonista el abuelo, que acaba de f allecer. Los otros tres personajes son dos mujeres la madre (Mara Teresa, nueva Co rdelia de una posible variacin de El rey Lear) y la criada de la casa (la Nati) y un nio, el narrador, hijo de la primera y nieto del difunto. A las consideracione s del chico sobre los cambios que produce en su familia la muerte del abuelo, se aade el conflicto por la posible herencia. Mientras la Muerte pone al descubiert o los intereses de cada uno, el nio asiste a las reacciones de su familia como si se tratara de un espectculo sorprendente y, en cierta forma, incomprensible, dad as sus mentiras piadosas, disimulos e hipocresas. El ngulo del horror es la historia de una transformacin, la que sufre el joven Carlos al descubrir en un sueo, luego realizado, la inslita y terrorfica perspectiva de la realidad a travs de la cual o bserva, en sus allegados, la degradacin y la muerte. Su necesidad de desahogarse convierte a su hermana Julia en cmplice, transmitindole tambin el espantoso legado; que ella, a su vez, ceder a Marta, la pequea de la familia. En los siguientes aos, Cristina Fernndez Cubas escribe simultneamente dos libros: los cinco cuentos reco gidos en Con Agatha en Estambul (1994) y la novela corta El columpio (1995). De h istorias ha calificado la autora las piezas del primero, quiz bordeando las supues tas leyes del gnero, alejndose de las denominaciones al uso (cuento, relato y nove la corta), con el fin de conseguir una mayor libertad narrativa. Quiz por ello no deba extraarnos que definiera Mundo como un texto formado por Historias y ms histori as. Leyendas, como apunta su protagonista. Esta narracin tiene su origen en un epi sodio real que le contaron a la autora, segn el cual la abadesa de las Clarisas d e Palma de Mallorca fue de visita a casa de unos vecinos para contemplar su conv ento de clausura desde fuera, realizando as lo que para ella haba de ser el viaje ms largo de su existencia. El punto de partida es una cancin de tipo tradicional: Y o me quera casar/ con un mocito barbero/ y mis padres me metieron/ monjita en un monasterio.... Carolina, una monja que ha pasado casi toda su vida en un convento de clausura, narra sus avatares, su acceso a la experiencia, en las postrimeras de su periplo vital. De igual modo, la aparicin de madre Per (cuya historia secret a es paralela a la de Carolina) significa el fin de la monotona, el acceso a otro mundo, a la lectura: en concreto, a los libros y las historias buriladas en los mates, aunque la nueva monja acabe trayendo con ella, tambin, el mundo exterior: el de las mentiras y la Interpol. ~12 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentosLa mujer de verde relato que, como excepcin, abordar con ms detalle podra resumirse c la historia de dos acosos y una descomposicin, producidos simultneamente. El argu mento parece sencillo. Eduardo, un empresario de xito, se va a Roma con su mujer, para poner en marcha una nueva sucursal del negocio, dejando a cargo de la empr esa a la narradora, su amante secreta, antigua compaera de estudios y ahora ejecut iva respetada. Pero, mientras sta suea con reunirse con el jefe en Roma, empieza a encontrarse por la calle con una misteriosa mujer de verde, una especie de mendi ga cuyo rostro le resulta familiar. Llegar a verla hasta cinco veces, sin que nad ie ms consiga detectar su presencia. Por fin se da cuenta de que la aparecida es, como haba sospechado, la nueva secretaria de la empresa, la joven y agraciada Di na, que, al parecer, se ha convertido en una muerta viviente. As, con el empeo de retardar el deterioro, incluso la muerte a ser posible, trata de advertrselo dura nte la Nochebuena, aunque sabe que la tomar por loca. Pero en medio de las prisas de la joven, a la que esperan en una fiesta, y la sorprendente revelacin que le hace la narradora, se enzarzan en un forcejeo, y sta acaba estrangulndola. Por tan to, y aqu radica sobre todo el tratamiento novedoso, a pesar de que la narradora tenga conocimiento de la muerte anticipada de Dina, no slo es incapaz de evitarla , sino que acaba siendo ella misma la mano ejecutora sin que exista premeditacin alguna. Puede considerarse, en conclusin, el relato de una muerte anunciada, el c umplimiento de una predestinacin, en el que la autora convierte un argumento bana l (un jefe que se la con sus secretarias) en una historia sobre la fatalidad, en un cuento cruel con ribetes fantsticos, dados el trastocamiento del tiempo y espa cio y la singular utilizacin que hace del motivo del doble. Pese a estar salpicad o de humor, quiz sea El lugar uno de los cuentos peor comprendidos de la escritora. Basado en los relatos de fantasmas, aborda la existencia en el ms all de la espos a del narrador, de la convivencia de Clarisa, tras su muerte, con los ancestros que habitan en el panten familiar. Si bien, al principio, la esposa tema la soleda d tras la muerte, en seguida consigue hacerse all un lugar propio. En efecto, la muerte nos abre la perspectiva de otra vida, al parecer regida por normas difere ntes que es necesario volver a aprender. Ausencia es la historia de una oportunida d perdida, y el nico cuento de la autora narrado en segunda persona. Una mujer de scubre, de pronto, que no sabe quin es, por lo que tiene que volver a reconstruir se, a recuperar su identidad perdida, a travs de los pequeos objetos que lleva con sigo y de las preguntas que va formulndose. Hasta que pas a paso logra dar con su propio nombre, Elena Vila Gastn, su situacin vital, y regresar a su trabajo rutina rio, enfrentndose, en suma, a la realidad. Y, sin embargo, pese a descubrir mucho s detalles sobre s misma y sobre los dems, tomar decisiones tan significativas como quizs inesperadas. Con Agatha en Estambul se ocupa de las aventuras que fabula la narradora, remedando a Agatha Christie a quien homenajea, sobre su marido y sobre el ~13 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos personaje de Flora, pero tambin sobre un taxista turco, Faruk, y sobre ella misma , en una ciudad que se ha vuelto fantasmagrica, irreal y brumosa, tan sorprendent e como la conclusin abierta del relato. As, la protagonista, tras lesionarse el tobi llo y tener que permanecer encerrada en el hotel, sucumbe a los celos y a esa vo z que ha empezado a or desde que llegaron a Estambul, por medio de la cual elucub ra historias que comprometen a su esposo. Su siguiente y ms reciente libro, Parie ntes pobres del diablo (2006), compuesto por tres novelas cortas, mereci el Premi o Setenil al mejor volumen de narrativa breve publicado ese ao. Ninguna de las tr es es estrictamente fantstica, aunque todas produzcan una perturbacin, inquietud o extraeza ante lo inexplicable. La primera pieza, La fiebre azul, cuenta la aventur a de un falsificador y revendedor de arte que, tras huir de su insufrible famili a, halla finalmente un sitio donde vivir en un impreciso lugar del continente af ricano. El protagonista tiene que pasar por frica, padecer los efectos que el sol itario hotel Masajonia produce en sus huspedes, fascinarse con el misterioso nmero siete y con sugestivas expresiones y palabras, para terminar dndose cuenta de qu e cada uno tiene la familia, y las apariciones, que se merece... El argumento de la segunda pieza, que da ttulo al conjunto, arranca con dos confusiones: la de u n vendedor ambulante con el diablo; y la de un hermano (Claudio) con otro (Ral), a pesar de llevarse ambos casi veinte aos. Lo que se relata, en suma, es la enigmt ica vida del desconcertante Claudio Garca Berrocal, con cuyo duelo se inicia la n arracin, para mostrarnos quin fue, a qu se dedicaba y qu le pas. En realidad, como ma ndan las leyes del gnero, lo poco que podemos deducir es que el infierno va con l. .. Ms adelante, una escritora de mediana edad se topa en Mxico con un joven muy pa recido al hermano mayor de Claudio, a quien conociera en la universidad. Cenan j untos, charlan, se intercambian inquietudes, hasta crearse entre ellos un clima de complicidad. A partir de ese momento, sus investigaciones se centrarn en detec tar una casta de individuos nacidos para fastidiarles la existencia a los dems, s ean stos parientes pobres del diablo o no. Del ltimo relato, El moscardn, destaca la peculiar voz narrativa en tercera persona, al proporcionar un tono algo distante y relativizar lo que cuenta, una voz que alterna con los monlogos y las delirant es apreciaciones de doa Emilia, la protagonista, hasta el punto de contraponerse. Esta ltima es una anciana que vive sola, con su canario, en dilogo con los tertul ianos de la televisin, aunque sus cuatro sobrinos la visiten de vez en cuando, y el mundo le parezca un absoluto disparate. Lo que se narra, en esencia, es la es trategia planeada por la anciana para protegerse de sus miedos, mientras la acos a la degradacin senil, que la lleva a revivir su juventud. Pero, sobre todo, adqu iere cierta conciencia de que ha vivido en soledad y de que su vida slo ha sido un a interminable sala de espera donde apenas queda lugar para lejanos recuerdos, au nque s, paradjicamente, para un final feliz. ~14 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos El volumen que el lector tiene ahora entre sus manos concluye con un Apndice que requiere cierta explicacin. En 1997, la editorial Altera tuvo la feliz idea de en cargar a algunos escritores, entre ellos a Cristina Fernndez Cubas, la continuacin de un cuento que Poe haba apenas empezado, titulado El faro. Las pginas del escrito r norteamericano estn formadas por el diario que escribe, entre el 1 y el 4 de en ero de 1796, un noble del reino, quien mueve influencias con el fin de obtener un puesto vacante de farero. Como desea estar solo, alejado de una sociedad en la q ue no confa y enfrascado en la escritura de un libro, lo acompaa nicamente un perro ; pero empieza a sospechar que algo extrao ocurre en el faro... Hasta aqu, la narr acin de Poe. Cristina Fernndez Cubas mantiene en su relato el mismo ttulo y el form ato de diario, que se extiende del 4 de enero hasta finales de abril. Y da respu esta a algunos de los enigmas que insina Poe, a la vez que abre otros frentes. As, aclara por qu lo ayud De Grt para que obtuviera el puesto de farero, e inventa un personaje femenino, Aglaia. El libro que el protagonista quera escribir, aqu titul ado El secreto del mundo, apenas lo aborda, mientras que el perro de compaa termin a muriendo, acentuando la soledad del protagonista, que, en su creciente enajena cin, registra da a da detalles cada vez ms inquietantes. Por otro lado, es interesan te la reflexin que realiza sobre la razn y el papel que desempean los sueos en el co nocimiento. En suma, al igual que en su novela corta El ao de Gracia, un espacio abierto puede resultar, a la larga, no menos claustrofbico que una habitacin cerra da. Pero lo extraordinario es el modo en que la autora, partiendo de una histori a apenas esbozada, acaba asumindola como propia, sin subvertir ni el estilo ni la s propuestas estticas del escritor norteamericano, transformndola y enriquecindola, hasta sacarle el mximo partido posible. En el desenlace de Los altillos de Brumal, la narradora sugiere cmo deben encararse las historias fantsticas. Aconseja silenciar las voces de la razn, en el fondo un a rmora interpuesta entre la vida y cierta verdad, quiz ms compleja y sutil, y tamb in debilitar ese rincn del cerebro empecinado en escupir frases aprendidas y juicio sas, dejar que las palabras fluyan libres de cadenas y ataduras. En efecto, el co njunto de la narrativa de Cristina Fernndez Cubas puede entenderse como una refle xin sobre lo fantstico y las posibilidades que ste nos proporciona para obtener una visin distinta, ms compleja, de la realidad. E incluso cuando sus cuentos no lo s on, se vale de las tcnicas y los motivos del gnero para interesar al lector, jugan do con la intriga, el misterio y la incertidumbre. No en vano, la esttica de lo f antstico pone de manifiesto fisuras y carencias de la conducta humana, al tiempo que nos muestra cmo lo familiar puede convertirse en extrao, en algo incontrolable e incluso siniestro, valindose por ejemplo de las sorprendentes posibilidades que esconden los objetos, siguiendo as la tradicin de las vanguardias ~15 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos del siglo XX. De igual forma, utiliza la ambigedad para ocultar ms que para mostra r, dosifica la informacin y exige la atencin del lector, mientras se sirve del len guaje como motivo de reflexin e instrumento de sugestin y poder. Pero, sobre todo, la autora se muestra insatisfecha con el legado recibido de la tradicin literari a, de ah que ponga la tcnica, los motivos y la retrica del gnero al servicio de la h istoria, y que utilice de manera novedosa los recursos establecidos por lo fantst ico, logrando, casi sin excepcin, sorprender a los lectores con el desarrollo del relato. As, maneja con absoluta libertad el tiempo y el espacio, la voz narrador a y los desenlaces, sin olvidar motivos tan asentados en la historia del gnero co mo el doble, el espejo, los fantasmas o umbrales y el viaje inicitico. Entre sus personajes, por tanto no poda ser de otro modo, no faltan quienes esconden psicologa s confusas o crueles, o habitan mundos paralelos, diferentes, regidos por otras normas. En suma, ni la realidad ni los personajes suelen ser en estos cuentos lo que sugieren, de ah que necesitemos ir ms all de la mera apariencia para entender su compleja realidad. Al margen de las lecturas metafricas y simblicas a las que s e prestan muchos de estos relatos, no debera olvidarse que Cristina Fernndez Cubas es, por encima de todo, una narradora de fabulosas historias enigmticas, por lo que sus cuentos nunca dejan indiferentes al lector. Si algo intuimos leyndolas es lo mucho que la autora, a su vez, ha debido de disfrutar armando estos rompecab ezas inteligentes y sugestivos, fundados en la observacin precisa y sutil de una realidad confusa e inquietante, donde apariencia y esencia, verdad y mentira, re sultan cada vez ms difciles de distinguir. Fernando Valls Junio de 2008 ~16 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos MI HERMANA ELBA A Carlos A Osuna A Balthazar ~17 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos Lnula y VioletaLlegu hasta aqu casi por casualidad. Si aquella tarde no me hubiera sentido especi almente sola en el hmedo cuarto de la pensin, si la luz de una bombilla cubierta d e cadveres de insectos no me hubiera incitado a salir y buscar el contacto direct o del sol, si no me hubiera refugiado, en fin, en aquel bar de mesas plastificad as y olor a detergente, jams habra conocido a Lnula. Fueron quiz mis ansias desmesur adas de conversar con un ser humano de algo ms que del precio del caf, o tal vez l a necesidad, apenas disimulada, de repetir en alta voz los monlogos tantas veces ensayados frente al espejo, lo que me hizo responder con excesiva vivacidad a la pregunta ritual de una mujer desconocida. S, la silla est libre, dije, y, asustada ante la posibilidad de no haber sido comprendida, lo repet un par de veces. No esp ero a nadie, insist. Est libre. Sintese. Turbada ante mi propia torpeza, me concentr e la taza de caf ya fra, la tercera, la cuarta taza de caf consumida sin ganas, alar gada eternamente por miedo a dejar aquel local, a encontrarme de nuevo en la sol edad ruidosa de la calle, a pasear fingiendo un rumbo en atencin a esos rostros i ndiferentes que, en mi desmaa, me hacan sentirme observada. O abandonar angustiada mi nico contacto con el mundo y recluirme una vez ms en aquella habitacin angosta. Un escaln, dos, tres, cuatro. Cinco pisos casi tan ruidosos como las calles de l as que pretenda huir. Escaleras desgastadas por el paso diario de cientos de pers onas que, al igual que yo misma, estaban demasiado asustadas para balbucear un s aludo o esbozar una sonrisa. Pero aquel da iba a revelarse distinto. Sub los escal ones de dos en dos, con la felicidad de la pesadilla que termina, sonriendo, can tando por primera vez desde mi llegada a aquella ciudad inhspita y difcil. Suba bri ncando como una colegiala estpida, reteniendo en mi nariz aquellos olores que se me haban hecho cotidianos. Sofrito de cebolla, meados de gato, sbanas chamuscadas, herrn. Mis odos iban saludando con alegra el trepidar de un tenedor contra la clar a de huevo, los lloros de los nios, las peleas de los vecinos. Me senta feliz y, a l llegar a mi rellano, puls el timbre de la pensin sin importarme la advertencia h asta ahora religiosamente respetada: Llame slo una vez. No somos sordos. Al recoger mis cosas, mi ltima mirada fue para la luna desgastada de aquel espejo empeado en devolverme da tras da mi aborrecida imagen. Sent un fuerte impulso y lo segu. Desde el suelo cientos de cristales de las ~18 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos ms caprichosas formas se retorcieron durante un largo rato bajo el impacto de mi golpe. Releo ahora mi cuaderno de notas: ... La casa no es tan grande como haba imaginado. Consta de un pequeo huerto, un po zo, un zagun amplio y dos piezas holgadas en la planta baja. La habitacin principa l es soleada y agradable. Una mesa de nogal de estilo campesino, cuatro sillas r ecias y un par de butacones mullidos y resistentes constituyen el nico mobiliario , si descontamos la enorme chimenea de piedra y las ruinosas estanteras de castao, demasiado maltratadas por los aos para que puedan sernos ahora de alguna utilida d. La impresin no es del todo acogedora pero Lnula se propone corregirla en cuanto tenga tiempo y paciencia suficientes para ordenar el arsenal de muebles, cuadro s y objetos de la ms diversa ndole que yacen acumulados en el cuarto contiguo: una estancia espaciosa, casi tanto como la anterior, igualmente soleada aunque de m omento inhabitable. Aqu las sillas se amontonan sobre las mesas, los sofs sobre lo s arcones, las muecas de porcelana sobre los bales. Hace tanto tiempo que ningn alm a ha pasado una escoba que el polvo se introduce en los pulmones y resulta difcil intentar una seleccin de los objetos necesarios o hermosos. De uno de sus ngulos e l ms despejado, afortunadamente surge la escalerilla de madera que conduce al alti llo. Lnula siente una especial predileccin por este lugar, quiz porque fue ella mis ma quien, hace ya algunos aos, coloc el entarimado, reforz las vigas y decidi las di visiones. Los dormitorios son, sin embargo, muy desiguales. Uno es pequeo y sombro , sin apenas ventilacin ni salida al exterior. El otro, amplio y confortable. Aun que me opuse al principio, Lnula se ha empeado en que sea yo, como invitada, quien disfrute de las mximas comodidades. Siguen luego un dibujo y un plano aproximado de mi nueva vivienda. Lo recuerdo todo con precisin. Yo volcada sobre el resto de mi cuarto caf, sin nad a ya que degustar, turbndome ms y ms con mi propia incomodidad. Y ella sonriendo ju nto a m como un ama comprensiva, ordenando con soltura una infusin de verbena, hac indose or con su voz amable pero enrgica en aquel local donde, tantas veces como ta zas pasaban por mi mesa, tena que hacer un brutal esfuerzo para imponerme. Pero y o segua angustiada, sin atreverme a levantar la vista, con el pensamiento, insopo rtable para mi orgullo, de haber dejado traslucir mis ansias de comunicacin, mi s oledad, parte de m misma. ~19 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentosLnula, sin embargo, no pareca reparar en mi timidez. Me dirigi algunas preguntas co nvencionales que yo acog con alivio y aprovech la oportunidad para indicarle de pa sada mi direccin. All mismo, junto al bar, frente al viejo almacn de ropa usada. No , naturalmente, nunca haba entrado an en aquella tienda fascinante que mi compaera de mesa pareca conocer tan bien, pero quizs algn da... De momento me contentaba con mirar a travs de los escaparates. Un sombrero? Re a carcajadas imaginando mis veloc es recorridos de la pensin al caf y del caf a la pensin ataviada con un vistoso somb rero de paja italiana, pero acept la idea. Lnula rea tambin divertida y ri an ms cuand , ya en el almacn, se empe en calarme una pamela de organd, una escarcela francesa y dos enormes tocados de tul. Tras el malva de uno de los velos la tienda adquiri de pronto una lividez irreal. Soaba? Lnula no dejaba de agitarse, movindose continua mente, encaramndose a los altillos de los armarios, amontonando uno tras otro los sombreros desechados. Los espejos, soldados en abanico, devolvan desde todos los ngulos posibles su feliz y sonrosada cara de campesina, el extrao contraste entre su exuberancia sin lmites y el bonito vestido de raso pensado, con toda segurida d, para una mujer diez tallas ms menuda. Me gust su decisin, el desprecio que pareca tener de s misma. Su cuerpo, desmesuradamente obeso, segua movindose sin descanso. Ahora era ella quien se calaba un anticuado sombrero de rafia adornado con gorr iones y nidos y volva a rer con aquellas carcajadas contagiosas y extraas. Rea como nunca antes haba visto yo rer a nadie y los espejos reflejaban una vez ms aquellos dientes descascarillados y enfermizos a los que, en cierta forma, pareca iba dedi cada su propia risa. Lnula, la primera mujer que conoc en la ciudad, era lo ms dist ante a una mujer hermosa. Sin embargo, algo mgico deba de haber en sus ojos, en el magnetismo de su sonrisa exagerada, que haca que los otros olvidaran sus deformi dades fsicas. Me qued con un sombrero panam y mi amiga se empe en pagar el importe. L uego, a la salida, nos contemplamos por ltima vez ante la luna del escaparate. Ven te a vivir conmigo, dijo. Unos das en el campo te sentarn bien. A Lnula le gusta jugar. Se pasa horas sentada en la mesa de nogal rodeada de naip es, luchando con un solitario muy especial que ella misma ha ideado y, al parece r, de enorme dificultad para un habitual de la baraja. Los otros, los solitarios de manual, no le interesan lo ms mnimo. Le gusta vencer, segn me ha dicho, pero de secha la facilidad. Por eso, desde hace mucho tiempo, mi amiga inventa sus propi os juegos. Nunca rellena los crucigramas del peridico que de vez en cuando trae h asta aqu el cartero del pueblo de al lado, pero, muy a menudo, se construye los p ropios e intenta luego que yo, poco habituada a este tipo de entretenimientos, s e los resuelva. Al atardecer, cuando baja el calor y empieza a canturrear el gri llo, nos ~20 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos sentamos en el zagun y conversamos. En realidad no dejamos de conversar durante t odo el da, pero ste es el momento en que Lnula me pregunta interesada por mi vida, por mis estudios, por aquella ida a la ciudad en busca de trabajo. Hoy, sbitament e animada, he credo recobrar la ya lejana tranquilidad de mi pequeo rincn de provin cias, mis sueos de triunfo, mis grandes proyectos a los que en un momento me cre o bligada a renunciar. Le he hablado a mi amiga de la imposibilidad de escribir un a lnea en aquel cuarto maldito de mi antigua pensin, de la necesidad imperiosa de aire libre, de conversar, de mostrar a alguien el producto de mi trabajo. Lnula h a escuchado atentamente, descuidando sobre la mesa el consabido solitario a punt o de concluir, asintiendo con la sonrisa compasiva de quien conoce ya de anteman o lo que finge or por vez primera. Luego me ha pedido el manuscrito y lo ha devor ado vidamente bajo la higuera, algo alejada del zagun. Pareca tan absorta que cuand o me he acercado hasta ella para encenderle un quinqu, me he sentido como una int rusa que interrumpe inoportunamente un acto de intimidad. Ahora, unas horas desp us, Lnula sigue leyendo en su cuarto. Lo noto por la luz oscilante de su lamparill a y porque, desde aqu, el dormitorio contiguo, oigo de vez en cuando el sonido ca racterstico del papel en manos de un lector ansioso. Antes de retirarse mi amiga me ha dicho: No est mal, Violeta, nada mal. Maana conversaremos. Pero desde hace unos das Lnula no se ha levantado de la cama. Tiene un poco de fie bre y me ha pedido que retrase m vuelta a la ciudad. No he sabido negarme ni me h e sentido disgustada ante la posibilidad de postergar un poco mi enfrentamiento con el mundo. Sin embargo, hay algo en nuestra convivencia que ha cambiado desde que estoy aqu y que, a ratos, me hace sentirme incmoda. Hoy, por ejemplo, cuando ayudaba a mi amiga a trasladarse al dormitorio espacioso, mucho ms adecuado para su estado actual, he visto olvidadas sobre un divn las hojas dispersas de mi manu scrito. Indignada ante esta falta de cuidado, he dejado caer la muda de sbanas al suelo y le he dirigido unas frases de reproche. Lnula, entonces, ha intentado ay udarme a recomponer el orden, me ha hablado de su fiebre y se ha deshecho en exc usas. Sus ojos, ms desorbitados que de costumbre, parecan contritos y asustados. Pe rdona, deca con un hilo de voz. Debieron de caerse anoche mientras relea las primera s pginas. Me he excusado a mi vez y, en seal de desagravio, he restado importancia al asunto. Pero luego, cuando sobre la mesa de nogal pretenda releer el manuscrit o, mi disgusto ha ido en aumento. Lo que en algunas hojas no son ms que simples i ndicaciones escritas a lpiz, correcciones personales que Lnula, con mi aquiescenci a, se torn el trabajo de incluir, en otras se convierten en verdaderos textos sup erpuestos, con su propia identidad, sus propias llamadas y sub-anotaciones. A me dida que avanzo en la lectura veo que el lpiz, tmido y respetuoso, ha sido sustitu ido por una agresiva tinta roja. En algunos ~21 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos puntos apenas puedo reconocer lo que yo haba escrito. En otros tal operacin es sen cillamente imposible: mis prrafos han sido tachados y destruidos. ... En nuestros primeros das de convivencia Lnula se mostraba preocupada porque yo me encontrara a gusto en todo momento. Cocinaba mis platos preferidos con una ha bilidad extraordinaria, escuchaba interesada mis confesiones en el zagun y pareca disfrutar sinceramente de mi compaa. Fueron unos das de paz maravillosa en los que, a menudo, me embargaba la sensacin de que para Lnula era yo casi tan importante c omo para m su amistad. Mi amiga deba tambin, a su manera, de sentirse muy sola. Era joven, imaginativa y arrolladora. Pero, por las injusticias de la vida, no pare ca estar en condiciones de gozar de los placeres comnmente reservados a la juventu d. Recuerdo nuestra visita al viejo almacn e imagino nuestro aspecto en el caf: un a mujer sentada junto a un bulto del que, a primera vista, resultaba difcil disti nguir el sexo. Recuerdo tambin las indiscretas miradas del camarero y las risitas socarronas de una pareja de estudiantes acomodados en la mesa vecina. La exuber ancia de Lnula era difcil de aceptar cuando no se la conoca en profundidad, cuando no se le escuchaba, como yo, relatar historias fantsticas con tanta destreza o do tar de inters a cualquier tema que, de otros labios, nunca hubiese aceptado or. En cierta forma, mi amiga perteneca a la estirpe casi extinguida de narradores. El arte de la palabra, el dominio del tono, el conocimiento de la pausa y el silenc io, eran terrenos en los que se mova con absoluta seguridad. Sentadas en el zagun, a menudo me haba parecido, en estos das, una entraable ama de lmina sudista, una fa buladora capaz de diluir su figura en la atmsfera para resurgir, en cualquier mom ento, con los atributos de una Penlope sollozante, de una Pentesilea guerrera, de una gloriosa madre yaqui. Saba palabras o las inventaba quizs en swahili, quechua y aimara. Ilustraba sus relatos con todo tipo de precisiones geogrficas y su conoc imiento de la naturaleza era apreciable. Pero, en un mundo de tensiones y barbar ie, de qu podan servir todas sus artes? Lnula, la mejor contadora de historias que h aya podido imaginar, se reclua en aquella casa alejada de todo, donde poder dar r ienda suelta a su creatividad. Lo dems, los supuestos placeres del mundo, no pare can importarle lo ms mnimo.Esta es la segunda pgina de mi cuaderno. Por qu hablar de a en pasado?, me pregunto ahora. He subido al dormitorio grande con el manuscrito en la mano. Lnula se revolva en l a cama, acalorada, sudorosa, con expresin de fiebre. Me ha parecido realmente enf erma y no he querido preocuparla ms con mis imprecaciones. Sin embargo, mis ~22 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos labios me han traicionado. En cuanto te cures, le he dicho, har mis maletas y me ir. E lla se ha incorporado con dificultad. Violeta, ha dicho, no te comportes como una a dolescente y tmate el trabajo de releer mis prrafos. El esfuerzo la ha agotado sens iblemente. He cerrado la ventana y le he apagado la luz. Me levanto a las cinco y saco agua del pozo. Un cubo para cocinar, otro para nue stro aseo, dos o tres para la limpieza de la casa y un barreo para refrescar la h uerta. En esta operacin invierto por lo menos dos horas, pero as y todo a pesar de que me desenvuelvo mejor que en los primeros das s que no resulta suficiente. Las h ortalizas han cambiado de aspecto desde que Lnula no puede ocuparse de ellas y, q uiz porque el calor aumenta de hora en hora, las reservas del pequeo aljibe han me nguado considerablemente. Tambin las provisiones que hace unos das parecan eternas estn a punto de agotarse. Extraamente, el camin del pueblo que sola pasar por aqu de cuando en cuando parece haberse olvidado de nuestra existencia. Ocurre a veces, me dijo Lnula ayer noche mientras cenaba en la mesa de su dormitorio. Luego, de repe nte, se acuerdan otra vez y vuelven a pasar. Pero, mientras, nos hallamos aislada s y algo hay que comer. Por eso esta maana no he tenido ms remedio que matar un ga llo. Ha sido un trabajo duro, desagradable en extremo para una persona como yo, totalmente ajena a las tareas de una granja. Lnula, envuelta en un batn de seda ch ina, se ha encargado de dirigir la operacin desde la ventana de su cuarto. Returcel e el cuello, deca. Con decisin. No le demuestres que tienes miedo. Es un momento nad a ms. Atntalo. Maralo. No le des respiro. He intentado intilmente seguir sus consejos . El gallo estaba asustado, picoteando mis brazos, dejando entre mis dedos manoj os de plumas. He sentido nuseas y, por un momento, he abandonado corriendo el cor ral. Pero Lnula segua gritando. No lo dejes ahora. No ves que est agonizando? Casi lo habas estrangulado, Violeta. Remtalo con el hacha. As. Otra vez. No, ah no. Procura darle en el cuello. No te preocupe la sangre. Estos gallos son muy aparatosos. An no est muerto. No ves cmo su cabeza se convulsiona, cmo se abren y cierran sus oji tos? Eso es. Hasta que no se mueva una sola pluma. Hasta que no sientas el ms lev e latido. Ahora s. Muri. Cercirate. Un gran trabajo, Violeta. Y yo me he quedado un buen rato an junto al charco de entraas y sangre, de plumas teidas de rojo, como mi s manos, mi delantal, mis cabellos. Llorando tambin lgrimas rojas, sudando rojo, s oando ms tarde slo en rojo una vez acostada en mi dormitorio: un cuarto angosto sin ventilacin alguna al que slo llegan los suspiros de Lnula debatindose con la fiebre . ~23 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentosEsta maana me he sentido un poco mareada. Lnula, en cambio, parece restablecida po r completo. Se ha levantado de un humor excelente y ha decidido asumir el trabaj o de la casa. Desde el zagun la he visto accionar la polea del pozo con una facil idad increble. Los cubos se iban llenando como en un sueo, livianos, etreos, dotado s de vida propia. Luego ha revisado las hortalizas y ha sonredo ante mi inhabilid ad: Violeta, me pregunto a veces qu es lo que sabes hacer aparte de ser hermosa. Me he quedado sorprendida. Hermosa es una palabra que no haba odo hasta ahora en lab ios de Lnula. Ni hermosa, ni bella, ni agraciada, ni bonita. En sus historias, ah ora me daba cuenta, sugera a menudo estas cualidades sin nombrarlas jams directame nte. En cuanto a los objetos, era distinto. En este punto y recuerdo los objetos del desvn Lnula sola prodigar eptetos con verdadera generosidad. Las naturalezas muer tas eran soberbias, la cmoda de cedro deliciosa, las muecas de porcelana de una gran b lleza... Es posible que ahora tenga fiebre yo y que mi pobre mente, incapaz de or denar la avalancha de imgenes que se amontonan en mi cerebro, intente escabullirs e como pueda detenindose en cualquier palabra pronunciada al azar, concentrndose e n el zumbido intermitente de una avispa, sintiendo paso a paso el lento deslizar se de una gruesa gota de sudor por mi mejilla. Pienso noche y da, sombra y luz, l eo y fuego, y noto cmo mis pensamientos se hacen cada vez ms densos y pesados. A mi lado un viejo maletn de cuero verde, con algunos objetos acomodados ya en el fon do, se empea en recordarme una antigua decisin. Pero no tengo fuerzas. Estos das, dig o en alta voz por la simple necesidad de comprobar que an no he perdido el habla, estos das de calor y trabajo me han agotado profundamente.Ella en cambio parece re nacida, pletrica de salud, llena de una vitalidad alarmante. Ahora recorta las ho jas de lechuga seca, limpia el jardn de mala hierba, siembra semillas de jacarand, vuelve a accionar la polea del pozo, riega otra vez, se baa, escoge un conejo de l corral y, con mano certera, lo mata en mi presencia de un solo golpe. Casi sin sangre, sonriendo, con una limpieza inaudita lo despelleja, le ha sacado los hga dos, lo lava, le ha arrancado el corazn, lo adoba con hierbas aromticas y vino tin to. Ahora parte los troncos de tres en tres, con golpes precisos, sin demostrar fatiga, tranquila como quien resuelve un simple pasatiempo infantil; los dispone sobre unas piedras, enciende un fuego, suspende la piel de unas ramas de higuer a. Ahora me dirige una sonrisa compasiva: Pero Violeta..., qu mal aspecto tienes. Deja que te mire. Tus ojos estn desorbitados, tu cara ajada... Qu te pasa, Violeta?. Pienso tambin que es la primera vez que habla de ojos, de cara, sin referirse a un animal, a un cuadro. Y qu rara alimentacin te has debido de preparar en estos das! ... Te noto deformada, extraa. Intenta disimular una mueca de repulsin pero yo la a divino bajo su boca entrecerrada. Y esas carnes que te cuelgan por el costado. Aho ra me rodea la cintura con sus brazos. Tienes que cuidarte, Violeta. Te ests aband onando. Y sigue con su actividad frentica. Cuidarte, pienso, abandonarte. Tambin es la primera vez que en esta casa se habla de cuidados y abandonos. ~24 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos El jacarand florece una vez al ao y por muy escasos das, incluso, a veces, por tan slo unas horas. Es un rbol de la familia de las bignoniceas, oriundas de Amrica trop ical. No necesita atenciones especiales, pero s un clima determinado y una dosis constante de humedad. Es poco probable, pues, que las semillas que ha plantado Ln ula germinen en nuestro huerto, tan necesitado de agua; es ms, si hemos de hacer caso al prospecto que acompaa el envoltorio, tal empresa parece condenada de ante mano. Pero Lnula es capaz de desafiar a cielos y a infiernos. Si nada se logra, n ada tenamos y nada se ha perdido; si, por el contrario, nuestros cuidados consigu en algn resultado, existe algo ms hermoso y mgico que asistir al florecimiento capri choso de un jacarand? Posiblemente no. Y Lnula me relata una vez ms historias de am or que nunca sucedieron, juramentos de fidelidad eterna bajo el auspicio de la pl ida flor desagradecida e inconstante, fbulas de veneno, pasin y desencanto. Si uno tiene la suerte, la oportunidad o el placer de ser distinguido por su compaa, deb er cerrar los ojos y formular un deseo. Pero mucho cuidado: el deseo debe ser gra nde, importante y, sobre todo, indito. Es decir, jams debe haber sido formulado co n anterioridad porque entonces la flor reina, tirnica y veleidosa, se encargar, po r secretas artes y maleficios, de desbaratar cualquier solucin feliz que el propi o destino ofrezca al suplicante. Ay de aquellos amantes enardecidos que, cegados por su pasin, recorren las llanuras del Yucatn o las espesuras tropicales del Ecu ador en busca de la flor antojadiza con un ruego latente en sus corazones. Abras ados por su propio ardor no se dan cuenta de que sus viajes y penalidades son ab solutamente intiles y de que su desgracia est ya fallada de antemano. Flor injusta y fascinante, dice Lnula y echa sobre la tierra agrietada el ltimo pozal de agua. He roto definitivamente mi bloc de notas; para qu me puede servir ya? Sin embargo, he conservado por unos instantes algunas pginas. Basura, pura basura. Cmo se me pu do ocurrir alguna vez que yo poda narrar historias? La palabra, mi palabra al men os, es de una pobreza alarmante. Mi palabra no basta, como no bastan tampoco las escasas frases felices que he logrado acuar a lo largo de este cuadernillo. Ella en cambio parece disfrutar en demostrarme cun fcil es el dominio de la palabra. N o deja de hablarme, de cantar, de provocar imgenes que yo nunca hubiese soado siqu iera sugerir. Lnula despilfarra. Palabras, energa, imaginacin, actividad. Lnula, haba scrito en una de esas hojas que ahora devora el fuego, es excesiva. Qu he pretendido expresar con excesiva me pregunto. Y con qu tranquilidad intento definir la arrob adora personalidad de mi amiga en una sola ~25 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos palabra! Pienso excesiva, exceso, excedente, arrollo, ronroneo, arrullo y me pon go a rer a carcajadas. Dnde estn los ojos de Lnula, sus manos rasgando el aire, el cu erpo fundindose con el calor del verano? Cmo puedo atreverme a intentar siquiera tr anscribir cualquiera de sus habituales historias o fbulas si no s suplir aquel bri llo especial de su mirada, aquellas pausas con que mi amiga sabe cortar el aire, aquellas inflexiones que me pueden producir el calor ms ardiente o el fro ms aterr ador? Cmo podra hacerlo? Mi bloc de notas arde en el fuego de la chimenea y no sien to apenas ningn atisbo de tristeza. Ahora le toca el turno a mi manuscrito. Quier o ojearlo, pero siento una angustia infinita en el estmago. El trabajo de tanto t iempo, pienso. Basura, basura, basura, me dice una segunda voz. Miro por la vent ana, Lnula sigue ocupada en el huerto. Acaba de amontonar las hojas secas y se di spone a prenderles fuego. Intento darme prisa; no soportara ahora una mirada ms de conmiseracin. Abro el manuscrito al azar y leo, tambin al azar, un par de prrafos. Siento los retortijones de siempre ante los errores de siempre. Me aburre mi re daccin, me molestan ciertos recursos supuestamente literarios que me empeo en repe tir. A quin intentaba engaar?, me digo. No importa a quin pero a ella no. A Lnula nun ca la podr engaar. Me detengo en sus notas: estoy muy cansada y apenas puedo desci frar su caligrafa. Pero no importa. Ella seguramente quiso ayudarme, para qu seguir , pues? Oigo ya sus pasos, pero intento releer algn prrafo ms. No encuentro los mos. Estn casi todos tachados, enmendados... Dnde termino yo y dnde empieza ella? Lnula e ntra ahora y yo me apresuro a derramar una lluvia de folios sobre las brasas. El la parece no darse cuenta. Se ha acercado al fuego y me ha dicho: Hoy precisament e empieza el invierno, lo sabas?. Lnula, esta tarde, se ha marchado a la ciudad. Se trata de muy pocos das, ha dicho. A rreglar unos asuntillos y volver. Vesta un traje de satn negro y llevaba el pelo re cogido tras las orejas. Estaba hermosa. Antes, mientras le cepillaba y trenzaba el cabello, se lo he dicho. Cada da que pasa sus ojos son ms luminosos y azules, s u belleza ms serena. Pero Lnula conoce demasiado los cumplidos y no me ha prestado atencin. Le he pintado las uas con cuidado y le he preparado el maletn de cuero ve rde con todo lo que puede necesitar para estos das. Tambin he querido acompaarla un trecho hasta la estacin pero mi amiga se ha negado: Tienes mucho que hacer, ha dic ho. Y, en realidad, no le falta razn. En los ltimos das, he descuidado totalmente l a casa. Voy a tener que limpiar a fondo, dar una capa de barniz a la escalerilla de madera y ordenar todos los vestidos de Lnula, plancharlos o remendar all donde los aos han desgarrado las sedas. Porque, si me doy prisa en terminar con el tra bajo pendiente, quiz me quede tiempo an para arreglar la habitacin de los trastos, seleccionar los objetos hermosos, colocarlos en la otra sala y ~26 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos darle una sorpresa a Lnula cuando regrese. Adems he decidido no utilizar el dormit orio durante estos das. Me acurrucar aqu, junto a la puerta, como un perro guardin, contando los minutos que transcurran, esforzndome en or las llantas del camin antes de que pase, vigilando constantemente por si algn zorro intenta devorar nuestras gallinas, colocando recipientes profundos a la primera gota de lluvia, privndome del agua para que nada le falte a nuestro jacarand (oh, rbol maravilloso, florecers ?, y dime, t que sabes de la vida y de la muerte, volver pronto Lnula?), curtiendo l as pieles de los numerosos conejos que he debido sacrificar en los ltimos tiempos . As, cuando Lnula regrese, todo estar en perfecto orden. ~27 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos NOTA DEL EDITOR. Estos papeles, dispersos, deslavazados y ofrecidos hoy al lector en el mismo ord en en que fueron hallados (si su disposicin horizontal en el suelo de una granja aislada puede considerarse un orden), no llevaban firma visible, ni el cuerpo si n vida que yaca a pocos metros pudo, evidentemente, facilitarnos ms datos de los c onocidos. Segn el dictamen forense, el cadver que, en avanzado estado de descompos icin, custodiaba la puerta, corresponda a una mujer de mediana constitucin. En el m omento de su bito vesta una falda floreada y una camisa deportiva con las iniciale s V.L. bordadas a mano. El fallecimiento, siempre segn el forense, se haba producido por inanicin. Tras un registro minucioso de las dependencias de la casa cuya desc ripcin, perfectamente ajustada a la realidad, se ofrece en pginas anteriores (prraf o segundo), se bailaron numerosas prendas, sbanas, manteles y dems accesorios de us o frecuente en cualquier hogar, adornados con las mismas iniciales que la finada ostentara en el da de su muerte. No se encontraron cartas, tarjetas ni ningn docu mento de identidad, pero preguntados los vecinos del pueblo ms cercano (unos quin ce kilmetros) acerca de la(s) posible(s) moradora(s) de la granja, pudironse reuni r los siguientes datos, que, como letra muerta, pasaron a formar parte del ritua l atestado. El carnicero del pueblo, hombre de ciertos recursos y poseedor de un a tienda-furgoneta con la que sola desplazarse bajo pedido por los alrededores, r econoci haber prestado algunos servicios a la granja y haber atendido, en ms de un a ocasin, a una tal seorita Victoria. Otros, el cartero y el empleado de telgrafos, por ejemplo, recordaban haber acudido alguna vez al lugar que nos ocupa para de spachar correo o telegramas a una tal seora Luz. Todos ellos coincidan en que era de mediana estatura y discretamente agraciada, aunque disentan a la hora de ponde rar su generosidad y filantropa. Hubo alguien, en fin, para quien el nombre compl eto de Victoria Luz no result del todo desconocido. Huelga decir, por otra parte, que los nombres de Violeta y Lnula no despertaron en los encuestados ningn tipo d e recuerdo. Finalmente, un afamado bilogo de la ciudad que sola pasar, por razones familiares, largas temporadas en el pueblo, confes conocer al dedillo los alrede dores del mismo, desplazarse con asiduidad a las granjas vecinas y no haber teni do la ocasin ni la oportunidad algo que, adems, le pareca difcil en estas latitudes de asistir al florecimiento caprichoso de un jacarand. ~28 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos La ventana del jardn El primer escrito que el hijo de los Albert desliz disimuladamente en mi bolsillo me produjo la impresin de una broma incomprensible. Las palabras, escritas en crc ulos concntricos, formaban las siguientes frases: Cazuela airada, Tiznes o visones. Cruces o lagartos. La noche era acre aunque la s cucarachas llorasen. Ms Olla. Pens en el particular sentido del humor de Toms Albert y olvid el asunto. El nio, po r otra parte, era un tanto especial; no acuda jams a la escuela y viva prcticamente recluido en una confortable habitacin de paredes acolchadas. Sus padres, unos ant iguos compaeros de colegio, deban de sentirse bastante afectados por la debilidad de su nico hijo ya que, desde su nacimiento, haban abandonado la ciudad para insta larse en una granja abandonada a varios kilmetros de una aldea y, tambin desde ent onces, rara vez se saba de ellos. Por esta razn, o porque simplemente la granja me quedaba de camino, decid aparecer por sorpresa. Haban pasado ya dos aos desde nues tro encuentro anterior y durante el trayecto me pregunt con curiosidad si Josefin a Albert habra conseguido cultivar sus aguacates en el huerto o si la cra de galli nas de Jos estara dando buenos resultados. El autobs se detuvo en el pueblo y all al quil un coche pblico para que me llevara hasta la colina. Me interesaba tambin el e stado de salud del pequeo Toms. La primera y nica vez que tuve ocasin de verle estab a jugueteando con cochecitos y muecos en el suelo de su cuarto. Tendra entonces un os doce aos pero su aspecto era bastante ms aniado. No pude hablar con l el nio sufra na afeccin en los odos y nuestra breve entrevista se realiz en silencio, a travs de u na ventana entreabierta. Fue entonces cuando Toms desliz la carta en mi bolsillo. ~29 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentosHabamos llegado a la granja y el taxista me seal con un gesto la puerta principal. Recog mi maletn de viaje, toqu el timbre y ech una mirada al terreno; en la huerta n o crecan aguacates sino cebollas y en el corral no haba rastro de gallinas pero s u nas veinte jaulas de metal con cuatro o cinco conejos cada una. Volv a llamar. El Ford aos cuarenta se converta ahora en un punto minsculo al final del camino. Llam por tercera vez. El amasijo de polvo y humo que levantaba el coche pareca un nimb o de lmina escolar. Golpe con la aldaba. Me estaba preguntando seriamente si no ha bra cometido un error al no avisar con antelacin de mi llegada cuando, por fin, la puerta se abri y pude distinguir a contraluz la silueta de mi amigo Jos Albert. Ah!, dijo despus de un buen rato. Eres t. Pero no me invit a pasar ni pareca decidido a ha cerlo. Su rostro haba envejecido considerablemente y su mirada ahora que me haba ac ostumbrado a distinguir en la oscuridad me pareci opaca y distante. Me deshice en excusas e invoqu la ansiedad de saber de ellos, la amistad que nos una e, incluso, el inters por conocer el rendimiento de ciertos terrenos en cuya venta haba inter venido yo haca precisamente dos aos. Se produjo un silencio molesto que, sin embar go, no pareca perturbar a Jos. Por fin, unas carcajadas procedentes del interior m e ayudaron a recuperar el aplomo. Es Josefina, verdad? Jos asinti con la cabeza. Tena uchas ganas de veros a los dos, dije despus de un titubeo. Pero quiz ca en un mal mom ento... Josefina, en el interior, segua riendo. Luego dijo Manzana! y enmudeci. Aunque claro, no veo tampoco cmo regresar a la aldea ahora. Tenis telfono? O portazos y cuch icheos. En fin... Si pudiera dar aviso para que me pasaran a recoger. En aquel ins tante apareci Josefina. Al igual que su marido tard cierto tiempo en reconocerme. Luego, con una amabilidad que me pareci ficticia, me bes en las mejillas y sonri: Pe ro qu hacis en la puerta? Pasa, te quedars a comer. Me sorprendi que la mesa estuviera preparada para tres personas y que la vajilla fuera de Svres, como en las grande s ocasiones. Haba tambin flores y adornos de plata. De pronto cre comprender la ino portunidad de mi llegada (un invitado importante, una visita que s haba avisado) y me excus de nuevo, pero Josefina me tom del brazo. No slo no nos molestas sino que estamos encantados. Casi nos habamos convertido en unos ermitaos, dijo. Un poco azo rado pregunt dnde estaba el bao y Jos me mostr la puerta. All dentro di un respiro. Me contempl en el espejo y me maldije tres veces por mi intromisin. Comera con ellos (despus de todo me hallaba hambriento) pero acto seguido telefoneara a la aldea pa ra que enviaran un coche. Iba a hacer todo esto (sin duda iba a hacerlo) cuando repar en un vasito con tres cepillos de dientes. En uno, escrito groseramente con acuarela densa, se lea Escoba, en otro Cuchara y en el tercero Olla. La Olla, esta ol a que por segunda vez acuda a mi encuentro, me llen de sorpresa. Sal del bao y pregu nt: ~30 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentosY vuestro hijo?. Josefina dej una labor apenas iniciada. Jos encendi la pipa y se puso a dar largas zancadas en torno a la mesa. Mis preguntas parecan inquietarles. Est bien dijo Josefina con aplomo. Aunque no del todo, claro. Ya sabes aadi Jos, Ya sabes iti. Unos das mejor dijo Josefina, otros peor. Los odos, el corazn, el hgado interv Sobre todo los odos dijo Josefina. Hay das en que no se puede hacer el menor ruido. Ni siquiera hablarle y subray la ltima palabra. Pobre Toms dijo l. Pobre hijo nuestro isti ella. Y as, durante casi una hora, se lamentaron y se deshicieron en quejas. Sin embargo, haba algo en toda aquella representacin que me mova a pensar que no er a la primera vez que ocurra. Aquellas lamentaciones, aquella confesin pblica de las limitaciones de su hijo, me parecieron excesivas y fuera de lugar. En todo caso , resultaba evidente que la comedia o el drama iban destinados a m, nico espectado r, y que ambos intrpretes se estaban cansando de mi presencia. De pronto Josefina estall en sollozos. Haba puesto tantas ilusiones en este nio. Tantas... Y aqu acab el primer acto. Intu enseguida que en este punto estaba prevista la intervencin de u n tercero con sus frases de alivio o su tribulacin. Pero no me mov ni de mi boca s ali palabra alguna. Entonces Jos, con voz imperativa, orden: Comamos!. El almuerzo se me hizo lento y embarazoso. Haba perdido el apetito y por mi cabeza rondaban extr aas conjeturas. Josefina, en cambio, pareca haberse olvidado totalmente del tema q ue momentos antes la condujera al sollozo. Descorch en mi honor, dijo una botella m ohosa de champagne francs y no dejaba de atenderme y mostrarse solcita. Jos estaba algo taciturno pero coma y beba con buen apetito. En una de sus contadas intervenc iones me agradeci las gestiones que hiciera, dos aos atrs, para la compra de un ter reno cercano a la casa y que sbitamente pareca haber recordado. Sus palabras, unid as a un especial inters por evitar los temas que pudiesen retrotraernos a los poc os recuerdos comunes es decir, a los aos del colegio, me convencieron todava ms de qu e mis anfitriones no queran tener en lo sucesivo ningn contacto conmigo. O, por lo menos, ninguna visita sorpresa. Me senta cada vez peor. Josefina pidi que la excu sramos y sali por la puerta de la cocina. La situacin, sin la mujer, se hizo an ms te nsa. Jos estaba totalmente ensimismado; jugaba con el tenedor y se entretena en ap lastar una miga de pan. De vez en cuando levantaba los ojos del mantel y suspira ba, para volver enseguida a su ~31 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentostrabajo. A la altura del quinto suspiro, y cuando ya la miga presentaba un color oscuro, apareci Josefina con un pastel. Era una tarta de frambuesas. La acabo de sacar del horno, dijo. Pero la tarta no tena precisamente aspecto de salir de un h orno. En la superficie unas frambuesas se hallaban ms hundidas que otras. Me fij m ejor y vi que se trataba de pequeos hoyitos redondos. Los cont: catorce. Entonces, ignoro por qu, volv a preguntar: Y vuestro hijo? Y, como si hubiese accionado un re sorte, la funcin empez una vez ms. Est bien... aunque no del todo, claro. Ya sabes, ya sabes. Unos das mejor, otros peor. El corazn, el odo, el hgado... Sobre todo los odo Hay das en que no se puede hacer el menor ruido. Ni siquiera hablarle. El ruido d el caf dej a Jos con la rplica obligada en la boca. Esta vez, para mi alivio, fue el hombre quien se levant de la mesa. Al poco rato regres con tres tacitas, tambin de Svres, y una cafetera humeante. Pens que mis amigos estaban rematadamente locos o que, mucho peor, trataban por todos los medios de ocultarme algo. Cuntos aos tiene Toms? pregunt esperando cierta consternacin por su parte o al menos un titubeo. Cator ce dijo Josefina con resolucin. Los cumple hoy precisamente. S aadi Jos, bamos a c na pequea fiesta familiar pero ya sabes, ya sabes... El corazn, el odo, el hgado dije yo. Lo hemos tenido que acostar en su cuarto. La explicacin no acab de satisfacerme . Quiz por eso me empe en llamar yo mismo a la aldea y solicitar el coche. Ante la idea de mi partida el rostro de mis anfitriones pareci relajarse, aunque no por m ucho tiempo. Porque no haba coche. O s lo haba, pero, una vez ms sin saber la razn, f ing un contratiempo. No poda explicarme el porqu de todo esto pero lo cierto es que aquel juego absurdo empezaba a fascinarme. Qued con el chfer para el da siguiente a las nueve de la maana. Ya lo veis dije colgando el auricular. La suerte no quiere acompaarme. Voy a perder sin remedio el ltimo autobs. ~32 ~Cristina Fernndez Cubas Mis amigos no daban seales de haber comprendido. Todos los cuentos Temo que voy a tener que abusar un poco ms de vuestra hospitalidad. Por una noche. El nico coche disponible no estar reparado hasta maana. Ellos encajaron estoicamen te el nuevo contratiempo. La tarde discurri plcida y, en algunos momentos, incluso amena. Josefina desapareci una vez por el corredor llevando una bandeja con los restos de comida y de tarta. Para Toms?, pregunt. Jos, ocupado en vaciar su pipa, no s e molest en responderme. Al caer la noche y cuando Josefina preparaba de nuevo la mesa (esta vez sin Svres ni adornos de ningn tipo), lanc al aire mi ltima e intenci onada pregunta: Cenar esta noche Toms con nosotros?. Ellos contestaron al unsono: No. o va a ser posible. Y, a continuacin, tal y como esperaba, repitieron por riguroso orden la retahla de lamentaciones acostumbradas, lo que no hizo sino confirmar m is sospechas. Toms no cenara con nosotros, tampoco desayunara maana ni podra hacerlo ya nunca ms; sencillamente porque haba dejado de pertenecer al mundo de los vivos. La locura y el aislamiento de mis amigos les llevaban a actuar como si el hijo estuviera an con ellos. Por soledad o, quiz tambin, por remordimientos. Evit mirarle s. Cada vez con ms fuerza acuda a mi mente la idea de que los Albert se haban deshe cho de aquella carga de alguna manera inconfesable. Pero de nuevo me haba equivoc ado. Al terminar la cena, Josefina tom mi mano y me pregunt dulcemente: Te gustara ve r a Toms? Fue tanta mi sorpresa que no acert a contestar enseguida. Creo, sin emba rgo, que mi cabeza asinti. Ya lo sabes dijo Jos, ni una palabra: los odos de nuestro h ijo no soportaran un timbre de voz desconocido. Y, sonriendo con amargura, me cond ujeron al cuarto. Era la misma alcoba que yo conociera dos aos atrs, aunque me dio la impresin de que haban reforzado los muros y de que los cristales de la ventana eran ahora dobles; el suelo estaba alfombrado en su totalidad y del techo penda una luz pretendidamente tenue. Entramos con sigilo. De espaldas a la puerta, en cuclillas y garabateando en un cuaderno como cualquier nio de su edad, estaba Toms Albert. Su rubia cabeza se volvi casi de inmediato hacia nosotros. Pude comproba r entonces con mis propios ojos cmo Toms, en contra de mis sospechas, haba crecido y era hoy un hermoso adolescente. No pareca enfermo pero haba algo en su mirada, pr dida, difusa y al tiempo anhelante, que me resultaba extrao. Me arrodill en la alf ombra y le sonre. Pareci reconocerme enseguida y me atrevera a asegurar que le hubi ese gustado hablar, pero Josefina le cubri suavemente la boca y bes su cabello. Lu ego, con un gesto, le indic que no deba fatigarse sino intentar dormir. Lo ~33 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentosdejamos en la cama. Al salir, Jos y Josefina me miraban expectantes. Yo, incapaz de encontrar palabras, me atrev a dar unas palmaditas amistosas en la espalda de mi amigo. Al cabo de un buen rato slo acert a decir: Es un guapo muchacho, Toms. Qu ls ima!. Ya en mi cuarto respir hondo. Senta repugnancia de m mismo y una gran ternura hacia el nio y mis pobres amigos. Sin embargo, mis intromisiones vergonzosas no h aban terminado an. Me desabroch la chaqueta, separ los brazos y el cuaderno de dibuj os de Toms Albert cay sobre mi cama. Fue un espectculo bochornoso. El espejo me dev olvi la imagen de un ladrn frente al producto de su robo: un cuaderno de adolescen te. No poda saber con certeza por qu haba hecho aquello, aunque esa sensacin, tantas veces sentida a lo largo del da, se me haba hecho familiar. Me desnud, me met en la cama y le. Le durante mucho rato, pgina por pgina, pero nada entend de aquel conjunt o de incongruencias. Frases absolutamente desprovistas de sentido se barajaban d e forma inslita, saltndose todo tipo de reglas conocidas. En algn momento la sintax is me pareci correcta pero el resultado era siempre el mismo: incomprensible. Sin embargo, la caligrafa no era mala y los dibujos excelentes. Iba a dormirme ya cu ando Josefina irrumpi sin llamar en mi cuarto. Traa una toalla en la mano y miraba de un lado a otro como si quisiera cerciorarse de algo. El cuadernillo, entre m i pierna derecha y la sbana, cruji un poco. Josefina dej la toalla junto al lavabo y me dio las buenas noches. Pareca cansada. Yo me sent aliviado por no haber sido descubierto. Apagu la luz pero ya no tena intencin de dormir. El juego fascinante d e haca unas horas se estaba convirtiendo en un rompecabezas molesto, en algo que deba esforzarme en concluir de una manera o de otra. El coche aparecera a las nuev e de la maana. Dispona, pues, de diez horas para pensar, actuar, o emprender antes de lo previsto la marcha por el camino polvoriento que ahora empezaba a ansiar con todas mis fuerzas. Pero no me decida a huir. La impresin de que aquel plido muc hachito me necesitaba de alguna manera, me hizo aguardar en silencio a que mis a nfitriones me creyeran definitivamente dormido. Qu buscaba Josefina en mi cuarto? Es posible que nada en concreto: comprobar que estaba metido en la cama y dispue sto a dormir. Me vest con sigilo y me encamin a la habitacin de Toms. La puerta, tal como supona, estaba cerrada. Me pareci arriesgado golpear las paredes con fuerza pero, sobre todo, intil, a juzgar por los revestimientos interiores que aquella m isma tarde haba tenido ocasin de examinar. Record entonces la ventana por la que To ms me haba deslizado su mensaje en nuestro primer encuentro. Sal al jardn con todo t ipo de precauciones. Volva a sentirme ladrn. Arranqu un par de ramitas del suelo pa ra justificar mi presencia en caso de ser descubierto, pero, casi de inmediato, las rechac. El juego, si es que en realidad se trataba de un juego, haba llegado d emasiado lejos por ambas partes. Me deslic hasta la ventana de Toms y me apoy en el alfizar; los postigos no estaban cerrados y haba luz en el interior. Toms, ~34 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentossentado en la cama tal y como lo dejamos, pareca aguardar algo o a alguien. La id ea de que era YO el aguardado me hizo golpear con fuerza el cristal que me separ aba del nio, pero apenas emiti sonido alguno. Entonces agit repetidas veces los bra zos, me mov de un lado a otro, me encaram a la reja y salt otra vez al suelo hasta que Toms, sbitamente, repar en mi presencia. Con una rapidez que me dej perplejo, sa lt de la cama, corri hacia la ventana y la abri. Ahora estbamos los dos frente a fre nte. Sin testigos. Mir hacia el piso de arriba y no vi luz ni signos de movimient o. Estbamos solos. Toms extendi su mano hacia la ma y dijo: Luna, luna, con tal expres in de ansiedad en sus ojos que me qued sobrecogido. A continuacin dijo: Cola y, ms tar de, Luna de nuevo, esta vez suplicndome, intentando aferrarse a la mano que yo le t enda a travs de la reja, llorando, golpeando el alfizar con el puo libre. Despus de u n titubeo me seal a m mismo y dije: Amigo. No dio muestras de haber comprendido y lo repet dos veces ms. Toms me miraba sorprendido. Amigo?, pregunt. S, A-M-I-G-O, dije jos se redondearon con una mezcla de asombro y diversin. Corri hacia el vaso de no che y me lo mostr gritando: Amigo!. Luego, sonriendo o quizs un poco asustado, se enco i de hombros. Yo no saba qu hacer y repet la escena sin demasiada conviccin. De pront o, Toms se seal a s mismo y dijo: Olla, La Olla, O-L-L-A, y al hacerlo recorra su n las manos y me miraba con ansiedad. OLLA, repet yo, y mi dedo se dirigi hacia su pl ido rostro. A partir de aquel momento los dos empezamos a comprender lo que ocur ra a ambos lados de la reja. No fue el encuentro de dos mundos distintos y antagni cos, sino de algo mucho ms inquietante. El lenguaje que haba aprendido Toms desde l os primeros aos de su vida su nico lenguaje era de imposible traduccin al mo, por cuan to era EL MO sujeto a unas reglas que me eran ajenas. Si Jos y Josefina en su locu ra hubiesen creado para su hijo un idioma imaginario sera posible traducir, inter cambiar nuestros vocablos a la vista de objetos materiales. Pero Toms me enseaba s u vaso de noche y repeta AMIGO. Me mostraba la ventana y deca INDECENCIA. Palpaba su cuerpo y gritaba OLLA. Ni siquiera se trataba de una simple inversin de valore s. Bueno no significaba Malo, sino Estornudo. Enfermedad no haca referencia a Sal ud, sino a un estuche de lapiceros. Toms no se llamaba Toms, ni Jos era Jos, ni Jose fina, Josefina. Olla, Cuchara y Escoba eran los tres habitantes de aquella lejan a granja en la que yo, inesperadamente, haba cado. Renunciando ya a entender palab ras que para cada uno tenan un especial sentido, Olla y yo hablamos todava un larg o rato a travs de gestos, dibujos rpidos esbozados en un papel, sonidos que no inc luyesen para nada algo semejante a las palabras. Descubrimos que la numeracin, au nque con nombres diferentes, responda a los mismos signos y sistema. As, Olla me e xplic que el da anterior haba cumplido catorce aos y que, cuando haca dos, me haba vis to a travs de aquella misma ventana, me haba lanzado ya una llamada de auxilio en forma de nota. Quiso ser ms explcito y llen de nuevo mi bolsillo de escritos y dibu jos. ~35 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos Luego, llorando, termin pidiendo que le alejara de all para siempre, que lo llevar a conmigo. Nuestro sistema de comunicacin era muy rudo y no haba lugar para matice s. Dibuj en un papel lo mejor que pude el Ford aos cuarenta, el camino, la granja, un pueblo al final del sendero y en una de sus calles, a los dos, Yo-AMIGO y To ms-OLLA. El chico se mostr muy contento. Entend que estaba deseoso de conocer un mu ndo que ignoraba pero del que, sin embargo, se senta excluido. Mir el reloj: las c inco y media. Expliqu a Olla que a las nueve vendra el coche a recogernos. l tendra que espabilarse y salir de la habitacin como pudiese cuando me viera junto al chfe r. Olla me estrech la mano en seal de agradecimiento. Regres a mi cuarto y abr la ve ntana como si acabara de despertarme. Me afeit e hice el mayor ruido posible. Mis manos derramaban frascos y mi garganta emita marchas militares. Intent que todos mis actos sugiriesen el despertar eufrico de un ciudadano de vacaciones en una gr anja. Sin embargo, mi cabeza bulla. No poda entender, por ms que me esforzara, la v erdadera razn de aquel monstruoso experimento con el que me acababa de enfrentar y, menos an, encontrar una explicacin satisfactoria a la actuacin de Jos y Josefina durante estos aos. Pensar en demencia sin matices y, sobre todo, en demencia comp artida, capaz de crear tal deformacin organizada como la del pequeo Toms-Olla, me r esultaba inconsistente. Deban de existir otras causas o, por lo menos, alguna razn oculta en el pasado de mis amigos. El egosmo? No querer compartir por nada del mun do el cario de aquel hermoso y nico hijo? Mi voz segua entonando marchas militares cada vez con ms fuerza. Senta necesidad de actividad y me puse a hacer y deshacer la cama. Conoca yo realmente a mis amigos? Intent recordar algn rasgo fuera de lo co mn en la infancia de mis antiguos compaeros de colegio, pero todo lo que logr encon trar me pareci de una normalidad alarmante. Jos haba sido siempre un estudiante vul gar, ni brillante ni problemtico. Josefina, una nia aplicada. Desde muy jvenes pare can sentir el uno hacia el otro un gran cario. Ms tarde les perd la pista y unos aos despus anunciaron una boda que a nadie sorprendi. Deshice la cama por segunda vez y me puse a sacudir el colchn junto a la ventana: estaba amaneciendo. Hacia las s eis y media empec a detectar signos de movimiento. O ruido de vajilla en la cocina y, a travs de los cristales, observ cmo Jos abra las jaulas de los conejos. Baj sin d ejar de canturrear. Josefina estaba preparando el desayuno. No dejaba de sonrer y tambin ella, a su vez, cantaba. Interpret tanta alegra por la inminencia de mi mar cha, pero nada dije y me serv un caf. Al poco rato apareci Jos en la puerta del jardn . Vesta traje de faena y ola a conejo. Su rostro estaba mucho ms relajado que el da anterior. Sin embargo su mirada segua tan opaca como cuando, apenas veinte horas antes, haba tardado su buen rato en reconocerme. Tom asiento a mi lado y me dio lo s buenos das. En realidad, no dijo exactamente Bu-e-n-o-s d--a-s, con estas u otra s palabras, pero, por la expresin de su cara, traduje ~36 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos el balbuceo en un saludo. Josefina se sent junto a nosotros y unt dos tostadas con manteca y confitura. Pens que estaba compartiendo el desayuno con dos monstruos y sent un cosquilleo en el estmago. Eran las ocho. La sensacin de que no era yo el n ico pendiente del reloj me llenaba de angustia. Mis anfitriones seguan comiendo c on buen apetito: tarta de manzana, pan negro, miel. Me entregu a una actividad fr entica para disimular mi nerviosismo. Abr el maletn de viaje y simul buscar unos doc umentos. Lo cerr. Ped un pao de gamuza para sacar brillo al cierre. No poda dejar de preguntarme, ahora que mi cansancio empezaba a hacerse manifiesto, cmo lograra To ms llegar hasta el coche o franquear siquiera los muros de aquella habitacin donde se le pretenda aislar del mundo. Pero el chico era tan listo como sospechaba. A las ocho y media son una campanilla en la que hasta ahora no haba reparado y Josef ina prepar una bandeja con leche, caf y un par de bizcochos. Esta vez no hizo alus in alguna a la supuesta debilidad de su hijo (cosa que agradec sinceramente) ni me molest yo en preguntar si Toms haba pasado mala noche. El reloj se haba convertido en una obsesin. Las nueve. Pero el Ford aos cuarenta no apareca an por el camino. Me senta ms y ms nervioso: sal al jardn y, al igual que la noche anterior, arranqu un pa r de ramitas para rechazarlas a los pocos segundos. No s por qu, pero no me atreva a mirar en direccin a la ventana del chico. Senta, sin embargo, sus ojos puestos e n m y cualquiera de mis actos reflejos cobraba una importancia inesperada. De pro nto los acontecimientos se precipitaron. Amigo!, o. Haba sido pronunciado con una voz muy dbil, casi como un susurro. Me volv hacia la puerta principal y grit: Olla!. El c hico estaba ah, a unos diez metros de donde yo me encontraba, inmvil, respirando f uerte. Pareca ms plido que la noche anterior, ms indefenso. Quiso acercarse a m y ent onces repar en algo que hasta el momento me haba pasado inadvertido. Toms andaba co n dificultad, con gran esfuerzo. Sus brazos y sus piernas parecan obedecer a cons ignas opuestas; su rostro, a medida que iba avanzando, se me mostraba cada vez ms desencajado. No supe qu decir y acud al encuentro del muchacho. Olla jadeaba. Se agarr a mis hombros y me dirigi una mirada difcil de definir. Me di cuenta entonces , por primera vez, de que estaba en presencia de un enfermo. Pero no tuve apenas tiempo de meditar. La ventana de Olla se abri y apareci Josefina fuera de s, grita ndo aullando, dira yo con todas sus fuerzas. Sus manos, crispadas y temblorosas, re clamaban ayuda. Escuch unos pasos a mis espaldas; Jos transportaba una pesada cest a repleta de hortalizas pero, al contemplar la escena, la dej caer. Olla arda. Yo sujetaba su cuerpo sin fuerzas. Jos corri como enloquecido hacia la casa. O cmo el h ombre mascullaba incoherencias, daba vuelta a una llave y abra por fin la puerta del cuarto del chico. Casi enseguida salieron los dos. Estaban tan excitados int ercambiando frases sin sentido que no ~37 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentospareca que mi presencia les incomodara ya. Traan un frasco de lquido azulado e inte ntaron que la garganta de Olla lo aceptase. Pero el chico haba quedado inmvil y te nso. Como una piedra. Qu podramos hacer? pregunt. Mis amigos repararon de repente en m i presencia. Jos me dirigi una mirada inexpresiva. Tenemos que llamar a un mdico, dij e. Pero nadie se movi un milmetro. Formbamos un grupo dramtico junto a la puerta. Ol la tendido en el suelo con el cuerpo apoyado en mis rodillas, Jos y Josefina lvido s, intentando an que el chico lograra deglutir el lquido azulado. Se pondr bien, dije yo, y mis propias palabras me parecieron ajenas. Qu estaba pasando? Por qu minutos atrs me senta como un hroe y ahora deseaba ardientemente vomitar, despertar de algu na forma de aquella pesadilla? Por qu el mismo muchacho que horas antes me pareci r ebosante de salud responda ahora a la descripcin que durante todo el da de ayer me hicieran de l sus padres? Por qu, finalmente, ese lenguaje, del que yo mismo con tod a seguridad nico testigo no consegua liberarme mientras Jos y Josefina reanimaban a su hijo entre sollozos? Por qu? Me as con fuerza del brazo de Jos. Supliqu, gem, grit on todas mis fuerzas. POR QUE? volva a decir y, de repente, casi sin darme cuenta, m is labios pronunciaron una palabra. Luna, dije, LUNA! Y en esta ocasin no necesit asir e de nadie para llamar la atencin. Jos y Josefina interrumpieron sus sollozos. Amb os, como una sola persona, parecieron despertar de un sueo. Se incorporaron a la vez y con gran cuidado entraron el cuerpo del pequeo Toms en la casa. Luego, cuand o cerraron la puerta, Josefina clav en mis pupilas una mirada cruel. Corr como enl oquecido por el sendero. Anduve dos, tres, quiz cinco kilmetros. Estaba ya al bord e de mis fuerzas cuando o el ronroneo de un viejo automvil. Me sent en una piedra. Pronto apareci el Ford aos cuarenta. El conductor detuvo el coche y me mir sorprend ido. No saba que tuviera usted tanta prisa, dijo, pero no pase cuidado. El autobs esp era. Me acomod en el asiento trasero. Estaba exhausto y no poda articular palabra. El chfer se empeaba en buscar conversacin. Hace tiempo que conoce a los Albert? Mi ja deo fue interpretado como una respuesta. Buena gente dijo. Magnfica gente y mir el rel oj. Su autobs espera. Tranquilo. Me desabroch la camisa. Estaba sudando. Y el pequeo T oms? Se encuentra mejor? Negu con la cabeza. Pobre Ollita dijo. ~38 ~Cristina Fernndez Cubas Y se puso a silbar. Todos los cuentos ~39 ~Cristina Fernndez Cubas Todos los cuentos Mi hermana Elba An ahora, a pesar del tiempo transcurrido, no me cuesta trabajo alguno descifrar aquella letra infantil plagada de errores, ni reconstruir los frecuentes espacio s en blanco o las hojas burdamente arrancadas por alguna mano inhbil. Tampoco me representa ningn esfuerzo iluminar con la memoria el deterioro del papel, el desg aste de la escritura o la ligera ptina amarillenta de las fotografas. El diario es de piel, dispone de un cierre, que no recuerdo haber utilizado nunca, y se inic ia el 24 de julio de 1954. Las primeras palabras, escritas a lpiz y en torpe letr a bastard