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El hombre que destruía las ilusiones de los niños

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P.V.P. H

w w w . b o o k e t . c o mw w w . p l a n e t a d e l i b r o s . c o m

Los relatos que se recogen en este volumen fueron escritos a lo largo de una veintena de años. Aunque inicialmente no se escribieron pensando en formar parte de una obra conjunta, todos tienen en común el reflejo de una cruda realidad que es revelada a personajes y lectores y que, aunque dura, es muy necesaria. Así encontramos relatos en los que se habla del respeto por las ilusiones ajenas, de la inutilidad de los bienes materiales, de la supervivencia y la soledad, del dominio que ejercen los que manejan nuestras necesidades, del niño que fuimos y que todos hemos perdido, pero entre toda la crudeza de que hablaremos en estos retazos de realidad convertida en ficción hay también lugarpara mucho humor y ternura.

El hombre que destruía las ilusiones de los niños recoge un total de veinticinco relatos que nos harán reflexionar acerca de nuestros propios valores y los de la sociedad en que vivimos. El

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No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47

© Lorenzo Silva, 2015 www.lorenzo-silva.com© Editorial Planeta, S. A., 2015 Avinguda Diagonal, 662, 6.

a planta, 08034 Barcelona (España)

www.planetadelibros.com

Diseño de la cubierta: Booket / Área Editorial Grupo PlanetaImagen de la cubierta: ShutterstockFotografía del autor: © Ana PortnoyPrimera edición en Colección Booket: abril de 2015

Depósito legal: B. 4.941-2015ISBN: 978-84-08-13973-7Impresión y encuadernación: Rodesa, S. L., NavarraPrinted in Spain - Impreso en España

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel ecológico.

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Una explicación previa

Los cuentos que recoge este libro fueron escritos alo largo de veinticuatro años. Allá por 1988 se meocurrió el más antiguo, La guerra del hombre solo, yel más reciente, que es además el que da título alvolumen, data de abril de 2012. No pretenderé quedurante esos casi cinco lustros estuve manteniendoel empeño de llegar a juntar estos veintiún esbozosnarrativos, o que lo hice con un sentido deliberadode unidad. La verdad es que fueron surgiendo aquíy allá en respuesta a estímulos diversos, algunos nisiquiera con la vocación de constituir una entidadautónoma, sino como parte de una empresa más am­plia, individual o compartida con otros.

Sin embargo, al hacer inventario de los relatosque andaban desperdigados por las tripas de mi or­denador, me los fui tropezando y encontrando entodos ellos un hilo común, que además me pareciópertinente a los tiempos que atravesamos. Todos en­

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cierran, cada uno a su modo, un mensaje apocalípti­co, en el doble sentido que tiene el término. En al­gunos se trata de una revelación anecdótica o hastacierto punto trivial, y que resulta adversa o temiblesólo en esa misma medida. En otros lo apocalípticotiene rasgos más estremecedores, llegando al terrorabsoluto del último relato, Irina y el flautista, posi­blemente lo más oscuro y atroz que haya escrito ja­más. Pero ya sea por la vía de desvelar una decep­ción banal o cotidiana, ya por exponer alguno deesos derrumbes de mayor alcance que nos afectan,todos los personajes de este libro han de enfrentarsea una verdad incómoda, cuya comprensión no meatrevo a decir que los hace mejores, pero sí másconscientes y menos ignorantes.

En cierto modo, es lo que nos ha ocurrido a to­dos con la sucesión de acontecimientos calamito­sos que hemos vivido de 2008 para acá, y que nosha despojado de una serie de ilusiones pueriles so­bre las que habíamos ido construyendo un espejis­mo de prosperidad y desarrollo. Tiene su partedesagradable, que el hombre fatídico llegue y lesdiga a los niños que las cosas no son como creían;incluso puede representar una catástrofe que nostoca lamentar por el dolor y la añoranza que sinremedio provoca. Pero tiene su lado necesario, quees aquel que nos lleva a comprender que ese hom­bre antipático que hace lo que nadie querría hacertambién cumple una función benéfica, la de des­baratar el tejido de mentiras y supersticiones que a

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menudo nos impiden asumir y resolver los pro­blemas.

Algunos de los relatos precisan de una pequeñaexplicación. Tal es el caso de Un artista de la fe, Losojos verdes y Lo que Lola (nunca) supo de Léon, querequieren para ser comprendidos en su integridadaludir a los presupuestos que los inspiran: en el casodel primero, la brillante idea de la Corporación es­bozada por Fernando Marías en su novela Esta no-che moriré; en el segundo, la bella y célebre leyendahomónima de Gustavo Adolfo Bécquer (que versio­na y homenajea), y en el tercero, la película de JavierRebollo Lo que sé de Lola, de cuyos personajes sesirve para proponer una continuación hipotética dela que por supuesto ha de absolverse al cineasta, alque este relato tan sólo pretende reconocer el méritode haber creado unos personajes llenos de matices ysusceptibles de inspirar otras historias.

Para entender en su integridad el breve relatotitulado El hombre que pintaba en el aire, resultaráútil contemplar el cuadro titulado Ciego músico, deGeorges de la Tour, que forma parte de la coleccióndel Museo del Prado de Madrid, y que fue el que loinspiró.

Finalmente, creo que debo indicar que tres de losrelatos, Fin de infancia, Llega la Náyade y el antesmencionado Irina y el flautista, tienen en común serde los más antiguos (los escribí allá por 1990) y for­mar parte de una novela inédita, El arca oscura, queya fue parcialmente «canibalizada» en el año 2003

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para aportar alguno de los relatos que formaban Eldéspota adolescente (entre ellos, el que daba título allibro) y de la que aún quedan páginas inéditas que eltiempo dirá si surge la ocasión de darlas a conocer.Por lo que toca a publicar la novela como tal, mi re­sistencia sigue siendo firme.

Varios de los relatos de este libro han estado dis­ponibles gratuitamente en mi página web www.lorenzo­silva.com, donde seguirán estando, si bien hede advertir que algunos de ellos aparecen aquí enuna versión revisada que puede diferir de la originalque permanece publicada online. A todos los lecto­res que los leyeron allí, y a quienes con diverso pre­texto me invitaron a escribir estas historias, va migratitud y el deseo de que el hombre fatídico no lesdestruya más ilusiones de las estrictamente impres­cindibles.

Viladecans, 23 de septiembre de 2012

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Nota a la edición de 2015

El libro que tienes en tus manos, lector, primera ver­sión en papel de El hombre que destruía las ilusionesde los niños, ve la luz gracias a la apuesta de Booket,que me permite, y aprovecho para agradecérselo,responder a la demanda de los lectores (afortunada­mente queda alguno) que, no conformándose con ellibro electrónico, deseaban poder tener uno de losde toda la vida. Con esta ocasión, y en testimonio degratitud, he querido ampliar su contenido, incorpo­rando en un apéndice otros cuatro textos: tres rela­tos breves (Némesis, que recrea la visita de un pira­teador digital a la Feria del Libro de Madrid; Nadade medianías, originariamente un cuento de veranopara una serie que sacó El País en 2011 y que se ti­tulaba Mi primera vez; y Azul de los mares del Sur,que recoge un recuerdo real de juventud) y una pe­queña pieza dramática, A solas, que se representó enlos microteatros de Madrid y Río de Janeiro con di­

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rección de Yolanda Barrasa. Textos heterogéneos,pero que me parece que encajan, por derecho pro­pio, en el espíritu de este libro que va de ilusionesrotas y realidades crudamente desveladas.

Viladecans, 4 de diciembre de 2014

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El hombre que destruíalas ilusiones de los niños

Para Paco Ávila, por regalármelo

Fernando rasgó el sobre con delicadeza, como teníapor costumbre. Extrajo la cuartilla y la desplegó len­tamente. Recorrió el texto con la mirada, sin emitirsonido alguno. Pero al llegar a aquellas palabras nopudo contenerse. Leyó en voz alta:

Prometo que no volveré a hacerle rabiar a mi her-mana, ni siquiera cuando las titas le digan lo graciosaque es y lo alta que está y a mí, para variar, no me di-gan nada.

Esperó a que el fragmento produjera alguna reac­ción a su alrededor. Pero no sucedió nada. Enton­ces, echando mano de su grave y bien moduladavoz, se atrevió a hacer el comentario:

—Aquí la tenéis, apuntando maneras, desde la

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más tierna infancia. El peor enemigo de una mujer:otra mujer.

—¿Dices algo, Fer? —replicó Araceli, que no oíamuy bien.

—Nada que merezca la pena escuchar, as usual—intervino Elena, que tenía, en cambio, un oído delince, y que no había podido dejar de oírle, ni al leeren voz alta ni después.

—Es lo que pasa, desde que el mundo ha dejadode bailar al son que ellos tocaban. Que no puedenentenderlo, y no paran de rumiar y de rezongar,como si eso les compensara de algo.

La tercera del coro, Susana, era la jefa del nego­ciado. En cierto modo, y aunque a veces pareciera lamás mordaz, era la que le mostraba más considera­ción. Incluso Fernando habría dicho que lo respeta­ba, cosa que no apostaría del resto.

Como tantas otras veces, el hombre no replicó aldesprecio de que le hacían objeto. Se concentró ensu tarea, resuelto a llevarla a cabo de forma con­cienzuda, como solía. Era muy consciente de queera él a quien naturalmente le correspondía aquellafaena. Y no por razones jerárquicas, que en rigorsólo podía esgrimir ante él Susana, la jefa, ya queElena tenía la misma categoría que él y Araceli per­tenecía a una escala administrativa inferior. El moti­vo principal de que él fuera el encargado de ocu­parse de aquello era que se trataba de un trabajosucio, incluso algo sórdido. El tipo de labor que,

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por su talante y carácter, venía a ser cosa de hom­bres.

Fernando había llegado incluso a desarrollar unateoría al respecto. Había hecho una lista de todoslos oficios consistentes en llevar a cabo tareas abo­minables que le era posible identificar: verdugo, ma­tarife, sepulturero, dictador, asesino en serie, taxi­dermista, pocero, marcador de reses, sexador depollos, capador de gorrinos, esquilador, desollador,ballenero, cazador de bebés­foca, cazador de elefan­tes, cazador de grandes primates, pescador de inma­duros, incendiario forestal, portero de discoteca, go­rila de estrella del pop, pirata, francotirador, ejecutorde sentencias de castigo corporal dictadas con arre­glo a la ley islámica, payaso augusto, payaso patéti­co, aserrador, dinamitero, telepredicador...

Todas ellas, y hasta treinta y cinco más que llevabainventariadas y que no se detallarán para no fatigar allector, tenían algo en común: aunque no cabía descar­tar que alguna de ellas, de forma excepcional, las hu­biera desempeñado una fémina (que otras, ni eso, ono que Fernando supiera), su sola evocación traíaaparejada la imagen de un varón, y a duras penas ad­mitían, siquiera como ejercicio hipotético, la forma fe­menina. Bastaba con hacer la prueba. ¿Verduga? De­finitivamente extravagante. ¿Dictadora? ¿Acaso habíahabido alguna mujer que aceptara, en caso necesario,desempeñar ese rol odioso al que tantos varones sehabían prestado con entusiasmo y abnegación? ¿Ca­padora de gorrinos? En fin, mejor no seguir.

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En cambio, bastaba hacer un repaso de las profe­siones tradicionalmente asociadas a las mujeres paracomprobar que todas ellas tendían a tener una con­notación amable, que ellas habían dado en acaparar,presentando como femeninos por antonomasia losoficios que, al contrario, consistían sobre todo enrealizar tareas benéficas y deseables para su recep­tor. También Fernando se había hecho su lista: en­fermera, azafata, masajista, esteticién, secretaria, re­cepcionista, manicura, maestra infantil, nodriza...Era cierto que en los últimos años se había admitidoen algunos de estos oficios a los hombres, pero siem­pre de forma subsidiaria, y sin poder desplazar a lasmujeres de su posición preeminente. Todas aquellasmercedes, que lo eran además de manera evidente eincontestable, desde confortar al enfermo hasta reci­bir a uno y dirigirlo a donde uno quiere ir, pasandopor la leal custodia de secretos, venían proverbial­mente administradas por mano femenina, sin quelos hombres que las ofrecían dejaran de parecerunos intrusos. Otras, como el ser amamantado olimpiado de excrecencias corporales antiestéticas,nunca habían salido ni saldrían del reducto de la fe­minidad.

También le parecía a Fernando sintomático loque había ocurrido, tras la reivindicación y las con­quistas feministas en el terreno de la igualdad, conlos oficios que podríamos considerar neutros, es de­cir, con aquellos en los que no pesaba de formademasiado nítida su carácter providencial o detesta­

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ble. En absoluto se habían incorporado a ellos indis­criminadamente. Las mujeres habían invadido poroleadas, y copado, los más orientados a la solución yprevención de problemas: enseñanza general, admi­nistración de justicia, especialidades médicas, co­mercio. Los hombres, en cambio, seguían infestan­do esos otros trabajos que, aun sin ser a priori suobjeto, acaban fastidiando antes o después al próji­mo: obrero de la construcción, policía antidistur­bios, taxista, asfaltador de autovías, piloto de lafuerza aérea, piloto de aerolínea comercial, pirotéc­nico, mimo.

Sobre la base de todas estas consideraciones, yalgunos evidentes datos biológicos y antropológicos,Fernando había puesto a punto una tesis provoca­dora, que en ningún lugar habría posiblemente en­contrado peor acogida que en aquel gineceo al queacudía cada mañana, pero que con la audacia delque no tiene nada que perder no se había privado deexponer a sus compañeras: la pretendida guerrade sexos, la supuesta voluntad de las mujeres de desa­rrollarse y contribuir a la sociedad en pie de igual­dad con los hombres, era una falacia, una tergiversa­ción cosmética de una realidad permanente y que elnuevo estado de cosas no venía sino a continuar,adaptándola a los tiempos. En síntesis, sostenía Fer­nando, el hombre había nacido para llevar a cabotodos los esfuerzos execrables y degradantes quepudieran presentársele, y por su propia condiciónnatural se sentía inclinado a ellos y no deseaba evi­

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tarlos; y la mujer, por el contrario, estaba predesti­nada a la gracia del afán ennoblecedor, y a él se ce­ñía también espontáneamente. Por eso no albergabael más mínimo deseo de equipararse al hombre en laasunción de las funciones sociales, sino sólo a des­plazarlo en la mayor medida posible de aquellas queresultaban gratificantes, para consolidar y reforzarsu monopolio sobre ellas, y cargarlo, hasta el límitede su capacidad, con todas las que presentaban al­gún matiz repulsivo.

Cuando decía esto, sus compañeras, dependien­do del día y del humor (o como Fernando rumia­ba, esto sólo para sí: del cóctel hormonal que conarreglo a su edad generaba cada una), lo mirabancomo quien mira a un gusano o lo rebatían con ve­hemencia, embarcándose en rudos alegatos a cuyotérmino, humildemente, Fernando no podía sinointerpretar que le daban la razón en su conjetura:lo que decía, sentenciaban, no era más que basuranacida del resentimiento de pertenecer a un sexo(o género, si hablaba Elena) que predisponía a laineptitud para gestionar problemas que requirie­sen dosis elevadas de inteligencia emocional y quefomentaba, en cambio, la embestida frontal comométodo de eliminación de obstáculos y logro demetas. Que en el mundo actual, cada vez más con­formado por la visión y la sensibilidad femeninas,quedaran fuera de juego y relegados a funcionescada vez más indeseables y subalternas no sólo eraun proceso lógico y razonable, sino una forma de

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justicia que venía a enmendar un cúmulo de atro­pellos históricos.

Pero la escasa acogida que encontraban sus ideasno disuadía a Fernando de exponerlas. A fin decuentas, no lo hacía para convencer a nadie (no an­daba a la recaudación de votos, ni siquiera de unassimpatías que ya daba por imposibles), sino paramatar el espantoso aburrimiento de aquella oficina.

—Diréis lo que queráis —observó al cabo deunos minutos, mientras tomaba otro sobre y rasgabacuidadosamente su solapa con el abrecartas—. Y ospodéis reír de mi sexo, al que ya sé que es una igno­minia pertenecer, tanto como os plazca. Pero es unaverdad incontrovertible: toda esa dulzura, toda esacalidez del estereotipo femenino, salta en pedazoscuando se trata de disputarle un espacio, el que sea,a una congénere. Una de las cosas que agradezco deser varón es que, no estando exento de padecer lafuria de las que no lo son, sí lo estoy de encontrarmeen uno de esos torneos a muerte, con mi oponentelanza en ristre y dispuesta a esparcir mis tripas por elsuelo y a hacer que su caballo las pisotee y defequesobre ellas, si puede ser.

—Otra clásica vía de desahogo de la inferioridadmasculina: la escatología —opinó Elena—. Por fa­vor, Fer, ¿es que tienes necesariamente que conse­guir con tus ejemplos que se nos revuelva el desayu­no? Cuándo aprenderéis a ser sutiles, por Dios.

—La sutileza está sobrevalorada —respondióFernando—. Por un exceso de sutileza hemos aca­

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bado no llamándole a nada por su verdadero nom­bre y maquillándolo todo. Otro signo, dicho sea depaso, de la feminización de la sociedad, que no re­dunda precisamente en que resulte más compasivacon los individuos, sino en que los manipula y aplas­ta con más eficacia.

—Me pregunto por qué no vas y fundas un parti­do político —dijo Elena—. Tienes madera de orga­nizador social, de redentor de los oprimidos, deideólogo vanguardista. Plataforma por la Dignidaddel Pene. No iba a faltar quien te votara. El mundoestá lleno de amargados como tú, que no procesanlo poco que ligan.

Fernando estaba habituado a esas humillaciones.Ya no hacían ninguna mella en él. Lo bueno que te­nía trabajar en la Administración Pública es quepodías devolverlas sin que te supusiera ninguna re­presalia laboral. Siempre, claro estaba, que no dierasen dirigirle a la interfecta una vejación directa quepudiera interpretarse como agresión sexista a supersona. Pero él había desarrollado mucho el artedel golpe libre indirecto.

—Yo me pregunto por qué una fina filólogacomo tú está ahí, empozada en el espeso lenguajeadministrativo, en lugar de ilustrarnos sobre los re­covecos expresivos de Rosalía, o de instruir a unahorda de adolescentes bárbaros para que sean capa­ces de expresar sus emociones de otro modo que acabezazos.

—Eso es lo que me hace falta a mí, justamente.

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Lidiar con veinte versiones a medio hacer de ener­gúmenos viriles como tú. Sinceramente, prefieroatarme un bloque de hormigón al cuello y pedir quelo arrojen a alguna zona profunda de la bahía.

—¿No será que es con esos proyectos lozanos demujercitas con los que no quieres convivir, por razo­nes que me callo?

—Mira, vete a la mierda, Fer.—Basta los dos —intervino Susana, poniendo en­

cima de la mesa sus galones—. Tú, Fernando, nonos provoques. Y tú, Elena, no seas tan agresiva. Nocaigas en lo que reprochas.

—Sólo se les puede pagar con su moneda —dijoElena.

—Ahí te equivocas —rechazó Susana—, pero encualquier caso esto no es un foro de debate, sinouna dependencia administrativa, y el contribuyenteno nos paga por demostrar nuestra ocurrencia, portitulados y sobrecualificados que estemos todos,sino para mover en tiempo y forma este papeleo. Yasé que no tiene mucho glamur, pero es lo que hay.Me gustaría tener la sensación de que lo habéis com­prendido, y va por los dos.

En ese momento, Araceli, que había asistido atoda la discusión sin pronunciar palabra, se quedómirando a Fernando como si acabara de descubrirloo, mejor dicho, como si fuera lo primero que se ofre­ciera a sus ojos tras descender del platillo volantecon el que acababa de aterrizar desde otro planeta.

—Me vas a perdonar que te lo diga, Fernando, y

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sobre todo que me perdone Susana, que es la jefa, yyo la última mindundi, pero ¿crees que tiene sentidoeso que estás haciendo?

Se hizo un silencio que se instaló en la sala duran­te unos segundos. Como si la pregunta de la auxiliaradministrativa hubiera desvelado de pronto un se­creto ominoso, terrible, que hasta ese momento hu­biera permanecido guardado bajo siete llaves. Fer­nando llevaba una década haciendo aquello, todoslos primeros meses del año. Cada enero, ése era sutrabajo durante una semana. Y aunque era desagra­dable, asqueroso, incluso deprimente, él lo habíaaceptado y Susana, que había llegado cinco añosatrás, cuando ya esa aceptación de Fernando era só­lida, no había considerado jamás la necesidad de re­levarle de él. Si un jefe que llega nuevo a una oficinapública pretendiera acabar con todas las tareas po­tencialmente absurdas que realizan los funcionariosa su cargo, los efectos sobre el negociado, y sobre lapsicología de sus subordinados, podrían ser devasta­dores. Como cualquier otro de su especie, Susana sehabía limitado a corregir (no sin un ímprobo esfuer­zo, férrea resistencia y alguna raspadura) lo que leparecía singularmente escandaloso.

—¿Por qué lo dices? —inquirió Fernando, des­concertado.

Sin dejar de grapar folios y colocarlos en los ex­pedientes, Araceli, con esa sencillez de las menteslúcidas, alegó:

—No, que me he preguntado de pronto si no se­

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ría mejor que metieras todos esos sobres sin abrir enunas cuantas bolsas de basura y los mandaras a reci­claje. Te ahorrarías el esfuerzo de abrirlos uno poruno, y total, tratándose de algo que se va a tirar, noveo el motivo para perder ese tiempo que pierdescon cada uno de ellos.

—Lo hace para cotillear —juzgó Elena, que nopodía dejar pasar la ocasión de meterle un bajona­zo—. Y porque es un trabajo que puede hacerse sinpensar, lo que conviene mucho a sus cromosomasXY. Por no hablar de que se trata de la actividadmás querida a un bípedo sin plumas y con testículos:destruir.

Por un instante, Fernando se permitió mirar aElena con verdadero rencor. Se tomó su tiempo, an­tes de darle la contestación que merecía, y en eso,tímidamente, habló Susana:

—La verdad, ahora que lo dice Araceli... —dudó,porque era la jefa y era mujer, lo que le concedía dosventajas, pero se trataba de decirle algo que podíaresultarle desagradable a un funcionario propietariode su plaza, lo que le otorgaba a Fernando una ven­taja de signo opuesto y probablemente superior—.Vamos, que pienso de pronto que quizá no sea deltodo necesario, que a fin de cuentas para algo que seva a tirar, podríamos...

—¿Podríamos qué? —la cortó el hombre, sabo­reando ese poder que de pronto podía ejercer sobreellas, Susana incluida, en tanto que se trataba dedefender sus atribuciones, respaldadas por el dere­

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cho administrativo y por un potentísimo sistema degarantías que lo hacían virtualmente indespedible—.De verdad que me maravilla que podáis ser tan frí­volas. Y de ti, Elena, no me extraña, pero Susana,¿te has parado a pensar en lo que dices?

Al verse interpelada tan frontalmente, la jefa zo­zobró:

—Yo... A ver, Fernando, tampoco...—Mira, Susana, la que tengo ahora en la mano

—la volvió a interrumpir—. Aquí, en el sobre, la di­rección completa, no falta ni el código postal, miraqué chaval tan pulcro. Y si leemos lo que trae den­tro —desplegó el folio, de tamaño DIN A4—. Puesmira, otra vez la dirección completa, Arturo LópezSansegundo, avenida de la Constitución, número,piso, y mira aquí, te leo:

Lo primero que quiero deciros es que estoy muyarrepentido por todas las veces que no le he hechocaso a mamá este año, y que voy a portarme muchomejor el que viene. Aparte de lo que os pongo abajo,también me gustaría que papá y mamá dejaran de in-sultarse cuando me dejan en casa del otro, porque digoyo que por estar separados no hace falta que se odien,los papás de Marcos también están separados y vanjuntos a las funciones del cole y se tratan bien...

—En fin, creo que no hace falta que siga —sabo­reó su triunfo, el que consistía en tenerlas a las tres,tan locuaces, calladas como tumbas—. Si no meequivoco, lo que proponéis es que este documento,que expone de forma desgarradora la intimidad

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Page 22: 14 mm SILVA - PlanetadeLibros...a una verdad incómoda, cuya comprensión no me atrevo a decir que los hace mejores, pero sí más conscientes y menos ignorantes. En cierto modo, es

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de Arturo López Sansegundo, menor de edad, seaarrojado sin más a la basura, donde cualquiera pue­da no sólo leerlo, sino guardarlo para demostrarque en este ayuntamiento que nos paga la nóminano tenemos el menor escrúpulo a la hora de velarpor la privacidad de nuestros ciudadanos, ni siquie­ra los más desvalidos y especialmente protegidospor las leyes. Es decir, me decís que en este asuntotan delicado, que además entra dentro de mi esferade atribuciones, si no me equivoco... ¿O me equivo­co, Susana?

—No, tú eres, desde luego, es tu responsabi­lidad...

—Bien, pues me venís a decir que esta tarea, queme incumbe, la realice con absoluto desprecio de losderechos individuales y de las leyes vigentes. Claro,para eso sois más listas, para no perder el tiempocon esas zarandajas. Pues me vas a perdonar, Susa­na, y a ti, Elena, no te pido perdón porque tú aquí nipinchas ni cortas. Pero yo soy el que tiene encomen­dada la gestión de esta correspondencia, y pienso se­guir haciéndolo como hasta ahora. Abriendo cadasobre y sacando cada carta, porque si no, puedo de­teriorar la máquina, que es propiedad de los ciuda­danos y mi obligación cuidar. Y procesando primeroel uno y después la otra, de forma que quede total­mente conjurado el riesgo de que sean leídos porquien no debe. Y si en esto empleo una semana,como vengo haciendo en los últimos diez años, porbien gastada la doy, porque contribuyo a la preser­

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vación del principio de legalidad al que se halla su-bordinada la Administración Pública.

No hubo ninguna oposición a su alegato. Fer-nando había acertado a armarse con algo que las sobrepasaba, con algo frente a lo que habían de deponer, así les hiciera hervir la sangre, sus normal-mente victoriosas armas de mujer. Tras saborear su triunfo, que hizo que un escalofrío de placer le reco-rriera todo el cuerpo, tomó el sobre y lo introdujo sin ninguna prisa en la picadora de papel. A conti-nuación procedió con el folio, que se deshilachó en un haz de tiras blancas con las que nadie, salvo que asumiera un ímprobo esfuerzo, podría violar el se-creto en que debían permanecer, por imperativo le-gal, las amarguras del pequeño Arturo.

Y luego tomó el siguiente sobre y repitió la ope-ración, y así continuó toda la mañana, agasajado por el benéfico silencio de aquellas tres sabihondas, que se le antojó casi una música celestial.

Él era el que organizaba la cabalgata y la recogida de las cartas. Él, como representante de Sus inexis-tentes Majestades de Oriente, era el único que podía y debía leerlas, y por tanto, mal que le pesara, quien tenía que ocuparse, con toda meticulosidad, de aquel trabajo infame que ellas nunca iban a realizar. Él era, en fin y a mucha honra, porque para eso ha-bía nacido con lo que había que tener, el hombre que destruía las ilusiones de los niños.

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