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CONCILIUM Revista internacional de Teología Año XIV Diez números al año, dedicados cada uno de ellos a un tema teológico estudiado en forma interdisciplinar. Aparece mensualmente, excepto en julio-agosto y septiembre-octubre, en los que el número será doble. CONTENIDO DE ESTE NUMERO 1. Pena de muerte y tortura en la actualidad H. Radtke: La tortura, instrumento ilegal del poder 647 F. Colcombet: El país en que se guillo- tina 662 A. Iniesta: La pena de muerte. Legisla- ción y práctica en España 667 J. F. Bresnahan: La pena de muerte en Es- tados Unidos 675 2. Aspectos históricos F. Compagnoni: Pena de muerte y tortura en la tradición católica 689 M. Honecker: La pena de muerte en la teo- logía evangélica 707 C. Thoma: Pena de muerte y tortura en la tradición judía 719 M. Arkoun: Pena de muerte y tortura en el pensamiento islámico 732 3. Dimensiones psicológicas y sociales P. Viansson-Ponté: Movimientos a favor de la pena de muerte 742 C. J. Pinto de Oliveira: La violencia en la lucha contra estructuras injustas 749 L. Basso: El problema de la violencia en el Estado de derecho 761 A. M. Ruiz-Mateos: El cuidado médico de los presos 768 Th. G. Dailey: Postura de la Iglesia ante la pena de muerte en Estados Unidos y Canadá 773 CONCILIUM Revista Internacional de Teología 140 PENA DE MUERTE Y TORTURA EDICIONES CRISTIANDAD Madrid 1978

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C O N C I L I U M

Revista internacional de Teología Año XIV

Diez números al año, dedicados cada uno de ellos a un tema teológico estudiado en forma interdisciplinar. Aparece mensualmente, excepto en julio-agosto y septiembre-octubre, en los que el número será doble.

CONTENIDO DE ESTE NUMERO

1. Pena de muerte y tortura en la actualidad

H. Radtke: La tortura, instrumento ilegal del poder 647

F. Colcombet: El país en que se guillo-tina 662

A. Iniesta: La pena de muerte. Legisla-ción y práctica en España 667

J. F. Bresnahan: La pena de muerte en Es-tados Unidos 675

2. Aspectos históricos

F. Compagnoni: Pena de muerte y tortura en la tradición católica 689

M. Honecker: La pena de muerte en la teo-logía evangélica 707

C. Thoma: Pena de muerte y tortura en la tradición judía 719

M. Arkoun: Pena de muerte y tortura en el pensamiento islámico 732

3. Dimensiones psicológicas y sociales

P. Viansson-Ponté: Movimientos a favor de la pena de muerte 742

C. J. Pinto de Oliveira: La violencia en la lucha contra estructuras injustas 749

L. Basso: El problema de la violencia en el Estado de derecho 761

A. M. Ruiz-Mateos: El cuidado médico de los presos 768

Th. G. Dailey: Postura de la Iglesia ante la pena de muerte en Estados Unidos y Canadá 773

C O N C I L I U M Revista Internacional de Teología

140 PENA DE MUERTE Y TORTURA

EDICIONES CRISTIANDAD Madrid 1978

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Secciones de «Concilium»

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.

10.

SOCIOLOGÍA DE LA RELIGIÓN LITURGIA DOGMA TEOLOGÍA PRÁCTICA TEOLOGÍA FUNDAMENTAL CUESTIONES FRONTERIZAS INSTITUCIONES ECLESIALES ECUMENISMO ESPIRITUALIDAD MORAL

Enero Febrero Marzo Abril Mayo Junio Julio-Agosto Septiembre-Octubre Noviembre Diciembre

No se podrá reproducir ningún artículo de esta revista, o extracto del mismo, en nin-gún procedimiento de impresión (fotocopia, microfilm, etc.), sin previa autorización de la fundación Concilium, Nimega, Holanda, y de Ediciones Cristiandad, S. L., Madrid.

Depósito legal: M. 1.399.—1965

COMITÉ DE DIRECCIÓN DE CONCILIUM

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Antón Weiler

Bolonia-Italia San Francisco/Cal.-EE. UU. Toronto/Ont.-Canadá Bonn/Rottgen-Alemania Occ. Nimega-Holanda Ankeveen-Holanda París-Francia París-Francia Roma-Italia Lyon-Francia Madrid-España París-Francia Chicago/Ill.-EE. UU. Tubinga-Alemania Occ. Lima-Perú Nimega-Holanda Nimega-Holanda París-Francia Tubinga-Alemania Occ. París-Francia Madrid-España Münster-Alemania Occ. Tubinga-Alemania Occ. Lucerna-Suiza Durham/N. C.-EE. UU. París-Francia Roma-Italia Munich-Alemania Occ. Padua-Italia Nimega-Holanda Roma-Italia Chicago/IIl.-EE. UU. Nimega-Holanda

CONSEJO CIENTÍFICO

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SECRETARIADO GENERAL

Arksteestraat, 3-5, Nimega (Holanda)

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COMITÉ DE REDACCIÓN DE ESTE NUMERO

Directores:

Franz Bockle Jacques Pohier

Bonn-Alemania Occ. París-Francia

Miembros:

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Warren Reich Bruno Schüller

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PRESENTACIÓN

La tortura es un tema sobre el que, desde hace tiempo, no deberían poder escribirse más que estudios históricos. Oficialmente ha desaparecido de todos los códigos penales; la han condenado todas las declaraciones, convenciones y pactos internacionales de alguna importancia. Pero de hecho la prescriben o, al menos, la toleran sistemáticamente los gobiernos de unos sesenta Estados. En más de una tercera parte de los Estados miembros de las Naciones Unidas, la tortura forma parte de los métodos de interro-gatorio o se practica para castigar á los presos. Y en este campo aumenta constantemente la importancia de los llamados métodos psíquicos y del abuso de medicamentos. De ahí que no sea nece-sario explicar por qué se aborda el tema en esta revista. Lo vamos a estudiar desde el punto de vista de la teología moral, pero esto no supone que debamos limitarnos a la cuestión académica de si la tortura es absolutamente reprobable en el plano ético. El sentido y la finalidad del presente número de «Concilium» residen más bien en esclarecer determinadas situaciones históricas y sociales y movilizar a los hombres de buena voluntad para la lucha por el respeto a la dignidad humana.

Al problema de la tortura asociamos la discusión en torno a la pena de muerte. No cabe duda de que la tortura y la pena de muerte son de suyo dos cuestiones distintas; pero están estrecha-mente relacionadas. En la historia del derecho es clara la tendencia a abandonar las ejecuciones crueles y a «humanizar» la consumación de la pena capital mediante perfeccionamientos «técnicos». Sin em-bargo, si se tiene en cuenta la situación psíquica, la diferencia entre la quema en la pira, el envenenamiento en las cámaras de gas de los campos de concentración y una muerte sin dolor parece ser más de naturaleza cuantitativa que cualitativa. ¿Es posible que el pro-greso de la humanización consista sólo en el progreso de las téc-nicas de ejecución? ¿No obliga este contexto a examinar de nuevo

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646 Presentación

el derecho a disponer sobre la vida del hombre? Por otra parte, estamos asistiendo a una ampliación del concepto de tortura como consecuencia de las prácticas de los terroristas y de su concepto de «tortura de aislamiento». Tal noción de tortura se aplica contra los fundamentos de la investigación y persecución de los delitos.

La enérgica petición de que se ejecute o se restaure la pena de muerte guarda relación con la escalada del terror y la violencia en los conflictos sociales. En tales conflictos, determinados grupos ra-dicales están llevando a cabo una «desinstitucionaÜ2ación democrá-tica» de la pena de muerte mediante los tribunales revolucionarios del pueblo. Y encomiendan las ejecuciones a los comandos. ¿Dónde residen las raíces de semejante mentalidad de represalia y vengan-za? ¿Han condenado siempre con suficiente energía las Iglesias y sus teologías la idea de represalia? ¿Cuáles son nuestras posibili-dades? ¿Qué se está haciendo ya? Tales son las preguntas a que pretende dar respuesta este número de «Concilium».

Comenzamos con un informe crítico de un representante de Amnesty International sobre la práctica de la tortura en la actuali-dad. Otros artículos estudian luego la situación jurídica y real con respecto a la pena de muerte en distintos países. Las grandes re-ligiones (cristianismo, judaismo, islam) desempeñan una función importante para el pensamiento normativo en los pueblos respecti-vos; por eso es lógico que una revista de teología analice imparcial-mente la actitud de tales religiones frente a la tortura y la pena de muerte. En la tercera parte se exponen aspectos sociopsicológicos y sociales. Concluimos el número con un informe sobre las actitudes que las Iglesias han tomado últimamente en Canadá y Estados Unidos frente a la pena de muerte.

F. BÓCKLE J. POHIER

[Traducción: J. LARRIBA]

LA TORTURA, INSTRUMENTO ILEGAL DEL PODER

«"Tú, hijo de puta, vamos a violar a tu madre. Si no hablas ahora, no saldrás de aquí con vida". Entonces me amenazaron con arrastrar hasta allí a mi madre y a mi hermana y violarlas ante mis ojos si no confesaba inmediatamente que eran ciertos los cargos que se me hacían. Los golpes eran tan fuertes que me desmayé repe-tidas veces; para mantenerme consciente me echaban agua fría en la cabeza. Estas torturas duraron doce días».

(Mustafa Oglün, Turquía) \

«11 de marzo por la mañana: Durante la visita me quejé, sólo para ver qué pasaba, de que me encontraba mal después de tomar el haloperidol, y pedí que me redujeran la dosis. Esto condujo a que se me prescribiera más aminasín del que había recibido hasta entonces. [...] ... y desde el 19 de enero recibí dos veces al día dos tabletas de haloperidol, es decir, cuatro tabletas en total (y Kositsch2 me aseguró que seguiría así por mucho tiempo). Este medicamento me pone peor de lo que nunca me he sentido; en cuanto te echas sientes deseos de levantarte; apenas das un paso sientes deseos de sentarte; si estás sentado preferirías volver a andar; pero no puedes moverte por ningún sitio. Además no soy el único a quien le pasan estas cosas. El triftasín (trifluoperasín/stelasín), el aminasín y otros medicamentos fuertes hacen que la vida sea aquí un tormento para todos».

(Wladimir Gerschuni, Rusia)3.

' Amnesty International, Turquía: persecución política, tortura, asesinato (mayo 1977).

2 Jewgeriji Wladimirowítsch Kositsch, subdirector médico del Centro Especial de Psiquiatría.

3 Amnesty International, Presos políticos en Rusia (noviembre 1975).

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648 H. Radtke

«Inmediatamente me desnudaron, me tendieron en una cama y me sometieron a torturas —sobre todo, con la 'picana' (barra eléc-trica)— durante hora y media [ . . . ] . El sábado, 17 de julio, me llevaron otra vez a la cámara de tortura hacia las tres de la tarde. Durante hora y media me aplicaron la barra eléctrica a las partes más sensibles del cuerpo: testículos, pecho, boca, etc.; después, los brutales mercenarios, me sometieron a lo que ellos llamaban 'tortura asiática', y que consistía en sumergirme, colgado por las piernas, en toneles de agua. Lo hicieron cuatro o cinco veces, hasta que perdí el conocimiento. Al volver en mí, me torturaron otra vez una hora (más o menos) con la 'picana', pero ahora con tres barras a la vez. Todavía he de mencionar que me inyectaron una sustancia —posiblemente venenosa o infecciosa— en el dedo gordo del pie derecho, así como en los testículos y en el brazo derecho; además, me arancaron las dos uñas de los dedos gordos de los pies y me rajaron un dedo del pie y después me aplicaron largo rato la barra eléctrica a todas estas partes».

(Carlos Baró, Argentina; médico, detenido el 16-7-1976)4.

Estas declaraciones no provienen de la «oscura Edad Media», sino de nuestra actualidad. Son acusaciones que no culpan a unos pocos carceleros sádicos, sino a los gobiernos responsables. Son gritos de socorro que no resuenan esporádicamente, sino cien y mil veces cada día. En su mayoría se extinguen sin ser oídos. Los pocos relatos que se hacen públicos chocan con la desconfianza y la incredulidad. Porque muchos hombres consideran sencillamente imposible lo que es ilícito. Y la tortura es ilícita —-está prohibida por todas las relevantes declaraciones internacionales, convenciones y pactos; apenas está permitida como pena en ningún código de derecho.

Sin embargo, no es inconcebible en ningún Estado. Sin embar-go, hay unos sesenta Estados en que los gobiernos la aplican o, al menos, la toleran sistemáticamente5.

En 1874 pudo decir Víctor Hugo: «La tortura ha dejado de

4 Amnesty International, Argentinien-Bericht einer Mission vom Novem-ber 1976 (Baden-Baden 21978).

5 Cf. Amnesty International, Jahresbericht 1976-77 (Baden-Baden).

La tortura, instrumento ilegal del poder 649

existir para siempre». Hoy tenemos que constatar que se propaga como una epidemia y que ha alcanzado mayores proporciones que nunca: en más de un tercio de los Estados miembros de las Naciones Unidas, la tortura forma parte de los métodos de interrogatorio o se practica para castigar a los reclusos. Y la tortura no conoce fronteras ideológicas: se tortura en Irán, Irak, Etiopía, Uganda, Ghana, Gui-nea, República Sudafricana, Guatemala, Argentina, Chile, Bolivia, Nicaragua, Indonesia, Bangla Desh, Afganistán, Rusia, Marruecos, Túnez, Israel y la República Popular del Yemen, por no nombrar más que algunos Estados.

Métodos «técnicos» de tortura

Sin examinar detenidamente las múltiples técnicas de tortura, vamos a indicar sólo dos tendencias claramente perceptibles:

1. La tortura se practica cada vez más sobre una base cientí-fica. Junto a los brutales malos tratos físicos y mutilaciones, adquie-ren cada vez más importancia los métodos «técnicos» de tortura (por ejemplo, el electrochoque). Especialmente preocupante es el incremento de las torturas psíquicas y el abuso de medicamentos6. Mientras la presencia del médico durante la tortura solía servir antes para evitar una posible muerte, hoy es frecuente que la medicina tome parte activa en las torturas.

2. Esta evolución está fomentada por un intercambio interna-cional de experiencias que incluye la formación de los torturadores. Así, en Fort Gulick y Fort Sherman, bases militares norteameri-canas de la zona del Canal de Panamá, se llevan a cabo cursos para «combatir la subversión y las guerrillas», en los que toman parte «invitados» de Estados de América Central y del Sur. Como informa el «New York Times», de los 30.000 antiguos alumnos de Fort Gulick que hay hoy en Sudamérica, 170 son en la actualidad jefes de gobierno, ministros, generales en jefe, jefes del Estado Mayor o directores de los servicios secretos7. El 6 de noviembre de 1973,

6 Cf. G. Keller, Die Psycbologie der Folter (marzo 1978) 39-46. ' Cf. P. Koch-R. Ottmanns, Die Würde des Menschen (Hamburgo 1977)

77.

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650 H. Radtke

apenas dos meses después del pronunciamiento militar, Augusto Pinochet, jefe de la Junta Militar Chilena, daba las gracias con una carta enviada a Fort Gulick, que, entre otras cosas, decía: «Le rogamos acepte el agradecimiento del ejército chileno, al que yo añado mis más sinceras felicitaciones, por la formación profesional que se imparte en ese Instituto» 8.

El sha Reza Pahlevi resume ambos puntos cuando dice: «Ya no tenemos que atormentar a la gente. Utilizamos más bien los mis-mos métodos que algunos países muy desarrollados, métodos psico-lógicos» 9. De todos modos hay que añadir que el sha miente con plena conciencia. La tortura física brutal nunca ha dejado de existir en Irán. El servicio secreto SAVAK, que depende directamente del sha, es conocido por su extraordinaria crueldad. Así, el SAVAK ha inventado la «mesa caliente» (una plancha o rejilla de metal calentada eléctricamente), sobre la que se sujeta a la víctima con hebillas, y que hasta ahora únicamente ha sido empleada en Irán.

Formación de los torturadores

¿Qué clase de hombres son los torturadores? Son los grados bajos de la policía, del ejército y de los servicios secretos. Es sor-prendente que a menudo intervengan las llamadas unidades espe-ciales. Con toda seguridad hay entre ellos algunos sádicos enfermos, pero la gran mayoría son hombres honrados que «cumplen su oficio». Mediante un sistema refinado, en el que tienen especial importancia tres aspectos, se transforma a estos hombres en instru-mentos brutales del poder del Estado.

1. Se «deshumaniza» a la posible víctima. Tal deshumaniza-ción suele realizarse mediante campañas intensivas efectuadas a través de los medios de comunicación social. Para ello, el gobierno recurre muchas veces a prejuicios existentes, lo cual le permite pre-sentar una imagen del enemigo cuya peligrosidad y crueldad no suele ajustarse a los hechos. Da lo mismo que Hitler llame a los

" Ibíd., 80. ' Citado según D. Hawk, Wo heute noch gefoltert wird: «Zeit-magazin»

38 (1976); la versión original del artículo apareció en «Time».

La tortura, instrumento ilegal del poder 651

judíos «parásitos», «gorrones» y «bacilos dañinos» o que el general Pattakos, el «hombre fuerte» de la antigua Junta Militar griega, anuncie: «Los comunistas son bestias. Nosotros no hacemos dis-tinciones entre unos hombres y otros, sino sólo entre hombres y bestias». El destinatario es intercambiable; la meta, la misma. De esta manera se margina a grupos enteros de población: a grupos religiosos (los llamados «disidentes» baptistas en Rusia, los testigos de Jehová en Malawi), a grupos étnicos y raciales (los kurdos en Irán, Irak, Siria y Turquía; los africanos en Rhodesia y en la Repú-blica Sudafricana), a grupos sociales y políticos (como los estudian-tes en Grecia, los comunistas en incontables Estados, los mineros en Bolivia, los afiliados al Partido del Congreso en Nepal). La eficacia de tales campañas se refleja con claridad en la siguiente afirmación de un excombatiente americano de la guerra del Viet-nam: «Era como si no fueran hombres. Se nos había formado de tal manera que creíamos que todo era para el bien de la nación, para el bien de nuestro país, y que todo lo que hacíamos estaba bien. Y cuando matábamos a alguien, no pensábamos que dispará-bamos contra un hombre. Ellos eran gooks (término racista aplicado despectivamente a los vietnameses) o comunistas, y nosotros hacía-mos bien» 10.

Esta «deshumanización» produce dos resultados: permite al torturador hacer su «trabajo», pues ya no se ve forzado a considerar a su víctima como un semejante, y además asegura a las autorida-des, hasta cierto punto, la conformidad de la población, sobre todo porque se presentan como positivos los objetivos de los domina-dores. Porque «los señores de la tortura» sólo actúan, naturalmente, «por el bien del pueblo»: «salvan la patria de la perdición comu-nista (revisionista)», «defienden la cultura cristiana (las conquistas de la gloriosa revolución)» o —un poco más cerca de la verdad— tratan «de restablecer la tranquilidad y el orden».

2. La educación para la obediencia absoluta: otro punto im-portante en el acondicionamiento de los torturadores. No hay que perder de vista que los verdugos proceden casi siempre de profesio-nes en que desempeñan un papel decisivo la obediencia y un rígido

10 Vietnam Veterans Against War, citado según Amnesty International Bericht über ¿Lie Folter (Francfort 1975) 67ss.

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orden jerárquico. Esta tesis encuentra su comprobación científica en los experimentos del profesor Stanley Milgram ". Empleando una máxima, los resultados de los experimentos pueden resumirse así: «En cada hombre se esconde un verdugo». En cualquier caso, tales experimentos revelan qué grande es el influjo que puede tener la autoridad en nuestras acciones. Lo confirman las declaraciones del primer proceso contra torturadores, celebrado en Grecia en 1975. El fiscal hizo constar en su informe: «Después de que se les arrancó (a los sujetos al servicio militar) en el KESA n toda huella de indi-vidualidad y humanidad, después de que se despertaron en ellos los más bajos instintos, después de que se les amenazó, aterrorizó y engañó, se les azuzó, como a animales salvajes, desde sus jaulas con-tra sus hermanos para despedazarlos. La mayoría de ellos no tuvieron fuerza para oponerse y obedecieron las órdenes» ". Una víctima de las torturas exponía así sus impresiones: «Había dos clases de hombres de la ESA. A la primera pertenecían los que obedecían para sobrevivir... A la segunda categoría pertenecían aquellos para quienes el fascismo, mediante una formación especial, se había con-vertido en parte de su personalidad... No eran monstruos horro-rosos, sino mero resultado de un sistema de formación» 14. Un miembro de la ESA se defendía así: «Yo he pegado a reclusos, señor presidente. Eran órdenes, y lo hice. Un soldado no podía hacer otra cosa que obedecer» 1S.

3. La habituación a la crueldad —problema que, en relación con las brutalidades que se ofrecen en televisión, ha desatado fuer-tes controversias científicas y que, en este caso especial, segura-mente no puede aún juzgarse de modo definitivo 16—. Sin embargo, en relación con los dos métodos analizados, este punto parece ya dilucidado. Confirma esta tesis el mero hecho de que los tortura-dores se recluten frecuentemente entre unidades especiales que han

11 Cf. S. Milgram, Das Milgram-Experiment (Hamburgo 1974). 12 KESA = Kentron Ekpeiderseos Stratiotikis Astynomias = Centro de

Formación de la Policía Militar ESA. 13 Amnesty International, Folter in Griechenland. Der erste Prozess gegen

Folterer 1975 (Baden-Baden 1977) 57. " Ibíd., 58. 15 Ibíd., 61. 16 Cf. «Der Spiegel» 51 (1977) 46-60.

La tortura, instrumento ilegal del poder 653

cursado el llamado entrenamiento de dureza. El siguiente hecho es una prueba suficiente: 250 voluntarios del ejército británico toman parte anualmente en un «Torture Resistance Traíning». En este programa se practican sobre ellos cinco métodos de tortura. Ahora se ha descubierto que justamente esas cinco técnicas han sido apli-cadas por el ejército británico en Irlanda del Norte. La declaración de un torturador griego puede ilustrar este cuadro: «No es nada, señor presidente, dar a alguien cinco azotes cuando uno ha recibido sesenta de sus camaradas» n .

De numerosos ejércitos llegan informes sobre análogos métodos de formación. Basándose en lo dicho por un participante en un entrenamiento especial para tropas y oficiales de la marina norte-americana, la revista «Der Spiegel» describe uno de estos entre-namientos como sigue: «Una amenazadora música vietnamita se mezcla con el tableteo de las ametralladoras. En la 'jaula del tigre', un cobertizo de tablas de medio metro cúbico, se acurruca un sol-dado americano. Para sus necesidades tiene una cafetera. Oye los gritos guturales de un camarada atado a un tabla inclinada, la 'mecedora de agua'. Con la cabeza hacia abajo y una toalla atada sobre la boca, se le arroja continuamente agua fría sobre la cara. Un médico controla que no se 'ahogue'» 18. Un reportaje de la revista «Stern» documenta con fotografías que en Brasil los soldados asistentes a tales «cursos» son atados a árboles, «crucificados» o enterrados en agujeros de barro durante días y que se les golpea brutalmente y se les obliga a golpear a sus camaradas 19.

Junto a estos tres métodos principales de formación de tortu-radores hay sin duda otros factores que tienen importancia en deter-minados casos. Así, Amnesty International dispone de informacio-nes que permiten concluir que algunos superiores ejercen también una presión individual. Se promete un ascenso y se espolea la ambición; se ofrecen estímulos materiales, que resultan irresistibles para algunos soldados, frecuentemente procedentes de las clases bajas, y se recurre a otras tretas semejantes.

" Amnesty International, Folter in Griechenland. Der erste Prozess gegen Folterer 1975, 61.

18 «Der Spiegel» 17 (1976) 126-129. " Cf. «Stern» 30 (13-9-1970).

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654 H. Radlke

La tortura está hoy institucionalizada en la mayor parte de los Estados en que Amnesty International ha podido comprobarla. Den-tro del aparato militar o en el seno de la policía han aparecido organizaciones especiales muy poderosas, que suelen ocultarse tras denominaciones como Departamento de Orden Público (Argenti-na), Comisión Nacional de Información (Chile). Siempre tienden a independizarse, a convertirse en un Estado dentro del Estado, pues se hallan de ordinario al margen de la jerarquía normal, fuera del control parlamentario y actúan fuera del orden jurídico normal. En numerosos Estados existen además organizaciones «privadas» de tortura, reclutadas principalmente entre los miembros de las fuerzas de seguridad (los Lobos Grises en Turquía, la Mano Blan-ca en Guatemala, los Guerrilleros de Cristo Rey en España, la Alianza Anticomunista de Argentina, la Organización Clandestina de Desquite en Irán). Estos grupos operan en muchos casos por encargo del gobierno o, al menos, con su tolerancia. Así, los Lobos Grises forman parte de la organización juvenil del Partido del Mo-vimiento Nacional del antiguo viceprimer ministro turco Alparslan Türkes20. La Mano Blanca fue fundada por Mario Sandoval Alar-cón, ahora vicepresidente de Guatemala21. El dirigente del Escua-drón de la Muerte de Sao Paulo, Sergio Fleury, es a la vez jefe del DEIC (Departamento de Investigación Criminal)22.

En todas las organizaciones de tortura se desarrollan elementos de una cultura propia, con algunos ritos y un idioma propios. Entre tales elementos figuran no sólo las expresiones con que se designan los métodos de tortura («hamaca del papagayo», «corona de Cristo», «teléfono», «submarino», etc.), las sesiones de tortura («sesión espi-ritual» [Brasil], «Teeparty» [Grecia]) y los tratamientos dados a los torturadores (de ordinario, apodos como «señor doctor» o «el suave»), sino también ciertos esquemas a los que se ajusta la tor-tura. Tal encubrimiento y esquematización parecen contribuir a que los torturadores puedan soportar lo que hacen y considerarlo como «corriente». «La atmósfera que rodea el proceso de tortura parece

20 Cf. Amnesty International, Turquía: persecución política, tortura, asesinato (mayo 1977).

21 Cf. Amnesty International, Guatemala (serie de países), dic. 1976. 22 Cf. H. Pereira Bicudo, Die Todesschwadron unter Anklage (Mettingen

1977).

La tortura, instrumento ilegal del poder 655

requerir esta especie de perversa ironía, un espíritu de cuerpo que, como el valor obligado en la guerra, es necesario para apoyar la creencia de que, en alguna parte, hay una instancia superior que asumirá la responsabilidad de los crímenes cometidos en nombre del Estado»23.

Objetivos de la tortura

En la Edad Media, el objetivo de la tortura residía exclusiva-mente en descubrir la «verdad» y servía para confirmar las decla-raciones de los testigos. En cambio, hoy suele indicarse como ob-jetivo «conseguir información». Pero el valor de las declaracio-nes obtenidas de esta manera es muy dudoso: a menudo, las víc-timas se ven forzadas a confesar cualquier cosa, con la esperanza de obtener así un «descanso» de unos días o de unas horas. De ahí que tal motivación deba entenderse como un pretexto. Esta tesis se confirma por el hecho de que precisamente este intento de justi-ficación se acepta con facilidad. Pero todavía es más convincente la misma praxis de los torturadores. Hasta hace pocos años se ocul-taban totalmente las torturas, no se permitía dar libertad a las víc-timas hasta que habían desaparecido las huellas delatoras y se ponía especial interés en no llegar a «desagradables» casos de muerte. En cambio, desde hace algún tiempo observamos que los regímenes que practican la tortura están permitiendo que se conozcan pública-mente sus crímenes. Cada vez son más numerosos los que «des-aparecen», la mayoría de las veces sin que se aclare su suerte. En Argentina, los «desaparecidos» desde el golpe militar ascienden a 15.00024. Muchos de ellos fueron encontrados, tras semanas o me-ses, muertos y con indicios evidentes de haber sido torturados.

Cada vez son más frecuentes las detenciones de hombres que, evidentemente, no tenían compromiso político alguno. Se les interna en centros de tortura, donde se les somete a tormentos brutales y, al cabo de unos días, se les pone de nuevo en libertad. No se in-tenta disimular las huellas de la tortura, apenas se «interroga» a las

23 Amnesty International, Bericbt über die Folter, 68. 24 Amnesty International, Argentinien - Bericbt einer Mission vori No-

vember 1976.

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656 H. Radtke

víctimas (los «interrogatorios» parecen más bien orgías de insul-tos). Los torturadores sólo se preocupan de que sus víctimas no logren averiguar dónde y por quién fueron torturadas.

En Kampuchea (Camboya) y en Etiopía se llevan a cabo pro-gramas de «reeducación» de una increíble brutalidad. Las columnas de los periódicos recogen a menudo informes sobre matanzasa. Según las declaraciones de ciertos abogados franceses, durante los tres primeros meses de 1978 murieron en Irán más de cien hom-bres en manifestaciones pacíficas26.

Esta praxis sólo puede tener una finalidad: intimidar a la po-blación, creando un clima de terror en todo el país para disuadirla de toda acción política. Como segundo de las torturas puede indi-carse el propósito de conseguir «confesiones» que constituyen la base de una sentencia posterior. Amnesty International dispone de datos concretos que demuestran la existencia de tal propósito, por ejemplo, en Marruecos y Turquía. En este caso cabría suponer que las autoridades tienen interés en celebrar un proceso «ordinario» para salvar las apariencias de un irreprochable Estado de derecho ante la opinión internacional. El término «confesión» ha de enten-derse en estos casos en el sentido de que las víctimas de la tortura se ven forzadas a firmar una «declaración» cuyo contenido no co-nocen en absoluto o se diferencia decisivamente de sus declaraciones reales.

Si se quiere sopesar los objetivos de la turtura según su frecuen-cia, habrá que decir que ocupa el primer puesto la creación de un clima de terror. En cambio, la consecución de informaciones ha perdido importancia —entre otras cosas, por el continuo perfec-cionamiento de los métodos de exploración e interrogatorio— y sólo parece creíble en casos aislados. En los últimos años, la tortura como medio para arrancar confesiones, que se emplean luego en procesos judiciales, se ha practicado en pocos Estados y, dentro de ellos, en algunos casos aislados.

25 Cf. «Der Spiegel» 15 (1978) 150-154, sobre Camboya; «Frankfurter Allgemeine Zeitung» (25-3-78) sobre Etiopía.

26 «Le Monde» (8-3-1978).

Tras fondo político de la tortura

I.ON casos citados de Estados que torturan muestran que la mi muí iu> va unida a una ideología política, a un sistema económico o ÉI iiiui forma de gobierno. Tiene que haber, pues, un factor común M linios estos Estados, independiente de la forma en que se pre-«riilnn y se realizan de hecho, que los induzca a emplear la tortura. IVmifliisenos en este contexto un excurso histórico. Cuando el rey «Ir l'msia Federico II prohibió la tortura en 1740 —siendo uno de |<m primeros monarcas absolutos que tomaron tal medida— puso Irri» excepciones, dos de las cuales son de importancia para nos-nliiw: «... excepto en caso de crimen de lesa majestad, crimen de ullii traición y de grandes asesinatos»27. Esta cláusula permite de-ducir que la salvaguardia del Estado se considera estrechamente unidu a la conservación de la forma de gobierno vigente y que se piensa que un factor sirve de soporte al otro. Este mismo racio-cinio sigue siendo hoy decisivo.

Así, los partidos unitarios de los países «socialistas» pretenden ser los únicos que conocen el camino para conseguir la paz, la jus-licia y el bienestar para todos. Cualquiera que se atreva a dudar ile este dogma o a criticar las líneas vigentes del partido será de-nunciado públicamente por los jefes como «enemigo del Estado». Sus ideas serán juzgadas «nocivas para el pueblo». Para proteger al pueblo contra tales ideas, el disidente tiene que revocar su opi-nión o ser alejado de la sociedad.

Resulta más difícil identificar estos mecanismos en los Estados no «socialistas». Pero en los Estados donde se practica la tortura puede observarse que los que mandan excluyen a la mayoría (o a una o varias minorías) de la participación en la formación política de la voluntad y está muy desigualmente repartida la renta nacional. De estos factores surgen forzosamente situaciones que el gobierno y los dueños del poder económico consideran amenazadoras. Ralph Giordano describía así esta evolución: «En el mundo occidental no comunista, la tortura es la reacción furiosa de los de arriba ante la desesperada voluntad de cambio politicosocial de los de abajo: en

27 H. Holzhauer, Rechtsgeschichte der Folter, en Amnesty International, Folter-Stellungnahmen, Analysen, Vorschlage zur Abscbaffung (Baden-Baden 1976).

42

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658 H. Radtke

esto está la esencia del conflicto. El ataque de los pobres a su in-soportable statu quo en Asia, África e Iberoamérica proporciona en todas partes el pretexto para la tortura. Como este estado de cosas permite concluir que la tortura se regenera constantemente de la pobreza de las masas, cabe suponer que tiene asegurada una larga existencia, sobre todo porque cuenta con poderosos protectores y promotores. Ningún régimen que tortura ha sufrido nunca un boicot internacional, ni en el plano político ni en el económico; al con-trario, tales Estados son lugares codiciados para invertir capitales. El gobierno brasileño —lo mismo que Congo-Kinshasa, Persia o Indonesia— concede a los capitalistas extranjeros las condiciones más favorables. Una amplia legislación les otorga continuo acceso a las riquezas del subsuelo, mano de obra y los mercados del país. Esta colaboración del capital extranjero y el del país es la que pone los fundamentos que dan estabilidad al régimen. En el mejor de los casos, se adopta una actitud resignada ante la tortura; pero de ordinario se la considera como una garantía de dividendos.

Yo registré estos hechos en mi película Im jahr der Folter («En el año de la tortura»), y cierta prensa de la República Federal Alemana me hizo el reproche de «izquierdismo importuno» y de abuso propagandista de las víctimas. Permítaseme decir dos cosas a este respecto: primera, todos los testigos que aparecen en mi pe-lícula, y los que no aparecen por falta de tiempo, han declarado expresamente su acuerdo con los hechos denunciados e incluso los han considerado como los más importantes. Y segunda, para confir-mación de la tesis sobre la garantía de dividendos vamos a mencio-nar la «Wirtschafts-woche» del 1 de febrero de 1974, en la que, se-gún el «Süddeutsche Zeitung», se cita a Werner Paul Schmidt, anti-guo jefe de Volkswagen do Brasil: «Es cierto que los militares y la policía torturan a los presos para conseguir informaciones impor-tantes; que muchas veces ni siquiera se somete a un proceso judicial a los subversivos en el plano político, sino que se ejecuta sin más. Pero una información objetiva tendría que añadir siempre que sin dureza no se va hacia adelante. ¡Y se va hacia adelante!». Este es el lenguaje de los cómplices. Tortura... para el progreso...28.

28 R. Giordano, Internationale der Einaugigen: «Deutsche Zeitung - Christ und Welt» 42 (1974).

ha tortura, instrumento ilegal del poder 659

También la persecución y la tortura por motivos racistas y reli-giosos están hoy muy extendidas. Aquí hay que distinguir entre una represión basada sólo en estos motivos y otra en la que estos moti-vos se mezclan con aspectos políticos y socioeconómicos. La tortura por motivos puramente religiosos es hoy relativamente rara. Pero no porque los gobiernos la consideren reprobable, sino porque la tortura, como una de las más graves medidas de represión, sólo suele comenzar a practicarse tras haber obligado —mediante per-juicios económicos, sociales y políticos— al grupo de que se trata a una oposición activa.

La tortura por motivos racistas exige una valoración más mati-zada. Algunos de los métodos que se emplean con los grupos afecta-dos se hallan por lo menos en el límite entre el «trato o castigo cruel, inhumano o degradante» y la «tortura».

Nuestra responsabilidad

Si se entiende por «paz» no sólo la ausencia de guerras, sino algo más amplio, dicho término comprende también que todo hom-bre pueda desarrollarse y realizarse en una forma de sociedad de-terminada por él. La consecución de esta meta presupone la puesta en práctica de la «Declaración universal de los derechos humanos». En ella están resumidas tanto las necesidades corporales fundamen-tales (derecho a una alimentación suficiente, derecho a una vivien-da, derecho a la atención médica) como las libertades fundamen-tales (derecho a la libertad de expresión, a la libertad religiosa, a escoger libremente el lugar de residencia). Además, esta Declaración impone a los Estados determinadas limitaciones respecto a su inter-vención en la libertad del individuo y establece algunos principios fundamentales (principio de igualdad, derecho a la vida, la libertad y la seguridad, derecho a procesos judiciales equitativos, derecho a no ser torturado). Estos principios fundamentales tienen ya treinta años y están reconocidos formalmente por todos los miembros de la ONU. Pero en la práctica, sólo en el limitado campo de que se ocupa Amnesty International (persecución por opiniones políticas, por motivos de raza, religión y sexo; violación de las normas pro-cesales por Estados de derecho; exención de la tortura y la pena

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660 H. Radtke

de muerte), fueron 117 los Estados que el año pasado violaron la «Declaración universal de los derechos humanos»29.

Estas lesiones continuas de los derechos humanos impiden la construcción de una sociedad pacífica tanto dentro de los Estados como en el plano interestatal. La paz interior se ve constantemente amenazada por la necesidad de tener que exigir al Estado que re-conozca a los individuos unos derechos que de hecho les garantiza. En muchos Estados, estos conflictos llegan a producir violentos enfrentamientos. Así se provoca a la vez el peligro de que inter-vengan Estados «amigos».

Para romper este círculo vicioso es necesario transformar las actuales declaraciones no vinculantes en convenciones o pactos que obliguen jurídicamente. Al mismo tiempo hay que crear una ins-tancia que permita al individuo reclamar judicialmente del Estado los derechos de que se le priva30. Un primer paso importante sería que no se pudiera rechazar la crítica a las violaciones de los derechos humanos como una «injerencia en los asuntos internos».

Paralelamente a esta evolución internacional es preciso suscitar en todos los hombres el interés por la suerte de sus semejantes. La defensa activa de los derechos propios y de los derechos de los demás tiene que llegar a ser tan natural como la renuncia a los privilegios propios en favor de la paz mundial.

¿Qué podemos hacer?

Todos pueden contribuir, individualmente y dentro de sus gru-pos sociales, a que se logren estas metas. Si la meta es amplia, también son múltiples las posibilidades de ayudar a la supresión de la tortura.

Combata usted la fe ciega en la autoridad dondequiera que la encuentre. No debe negarse que en toda comunidad es necesario un cierto grado de disciplina y obediencia; sin embargo, todos nos-

29 Amnesty International, Jahresbericht 1976-77 (Baden-Baden 1978). 30 O. Trifterer, Das Folterverbot im nationalcn und internationalen Recht'

Anspruch und Wirklichkeit, en Amnesty International, Folter-Stellungnab' metí, Analysen, Vorschlage zur Abschaffung (Baden-Baden 1976).

La tortura, instrumento ilegal del poder 661

otros abusamos de esto con demasiada frecuencia: ¡es tan cómodo! Combata usted toda representación positiva o glorificadora de

la violencia. No hay ninguna violencia «buena»; a lo sumo, hay ocasiones en que resulta inevitable. Por el contrario, la brutalidad y la tortura no pueden justificarse en ninguna situación ni en ningún momento. Todo intento de justificación abre en el dique una bre-cha que puede dar paso a la tortura.

Luche usted contra la «deshumanización»,1 sin mirar quién se va a sentir afectado. Ni el color de la piel, ni lá fe, ni las convicciones políticas, ni el crimen —ni siquiera el de torturar— pueden servir de pretexto para negar su condición humana a un hombre. Todo juicio parcial y toda generalización representan un primer paso por este camino fatal.

Luche usted por un trabajo más efectivo de la ONU y de otras organizaciones interestatales y por la idea de que una paz real tam-bién cuesta sacrificios. Luche usted en favor de las víctimas de la tortura cada vez que sepa de ellas. Contribuya a divulgar informes sobre torturas; proteste ante las autoridades responsables; preste ayuda material a los familiares.

«La tortura tiene que llegar a ser tan inconcebible como la es-clavitud». Tal es el lema que Sean MacBridgé, premio Nobel de la Paz, puso a la Campaña para la Supresión de la Tortura, que lleva a cabo Amnesty International. Este objetivo no puede alcanzarlo Amnesty International sola. Todos los hombres de buena voluntad están invitados a aportar su contribución.

[Traducción: F. G. POVEDANO]

H. RADTKE

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EL PAÍS EN QUE SE GUILLOTINA

La historia de la pena de muerte en Francia está llena de para-dojas. Si ha habido un país sensible a las ideas de Beccaria, es sin duda el de Voltaire. Sin embargo, los revolucionarios no la abolie-ron en 1789 ni después. Se dedicaron sencillamente a modernizar las ejecuciones. Desde su entrada en la historia, la guillotina ha prestado grandes servicios...

Durante el siglo xix los abolicionistas clamaron contra ella, a menudo inteligentemente. Recordemos, por ejemplo, los Derniers jours i'un condamné a mort de Víctor Hugo. A fines del siglo le llovían las consultas desde todo el mundo, lo mismo desde Italia sobre la erección de una estatua a Beccaria («si cuando esté allí vuelve a verse el cadalso, desaparecerá la estatua», 1875) que sobre la abolición de la pena de muerte en Ginebra («¿cuándo compren-derán los que leen la Biblia la vida libre de Caín?», 1862). Pero la Francia republicana que había acogido al poeta en el Panteón seguía fiel a la guillotina. Es cierto que el número de ejecuciones disminuía sensiblemente: de 161 en 1825 descendió a 12 en 1875, a 4 en 1905 y a 12 en 1930. En la mayor parte de los países occi-dentales se registraba la misma tendencia. La evolución iba a con-tinuar. Después de la Segunda Guerra Mundial, la casi totalidad de la Europa occidental —incluido el Portugal de Salazar— abolió la pena de muerte. Sólo siguieron aplicándola Bélgica, España y Francia. Y Bélgica prácticamente no ejecuta ya a los condenados a muerte. España está poniéndose en la misma línea que el resto de Europa. Por tanto, el país de la declaración de los derechos huma-nos es el último baluarte de la pena de muerte, cosa que le acarrea la reprobación de sus vecinos. Algunos, como Dinamarca y Holanda, vacilan en conceder la extradición de criminales a un país en que podrían sufrir la pena capital.

Hasta ahora nadie ha podido explicar este extraño arcaísmo. A lo sumo se puede subrayar que en los años siguientes a la Segun-

El país en que se guillotina 663

da Guerra Mundial Francia se encontró con problemas inexistentes para sus vecinos. Mientras éstos se dedicaban a rehacer su economía y restablecer sus libertades, Francia tenía que hacer frente a las graves dificultades que implicaba la descolonización.

La abolición de la pena de muerte se consideraba como un pro-blema secundario e incluso inoportuno en un momento en que el Estado, amenazado gravemente, no se contentaba con emplear contra sus adversarios todos los recursos legales —entre ellos la pena de muerte—, sino que, para defenderse, se servía de un auténtico terro-rismo de Estado (arrestos arbitrarios, torturas, ejecuciones sumarias, empleo de autores de delitos comunes para misiones policiales para-lelas, etc.).

El general De Gaulle usó con bastante generosidad su derecho de gracia (191 condenados políticos se beneficiaron de él en 1959) y, aunque no impidió la ejecución de Bastien Thiry, autor de un atentado contra él, perdonó a Jouhaud y Canal.

Una vez firmada la paz, el gobierno se ocupó de ponerse al día en el campo económico y en materia de libertades, procurando borrar las secuelas de la guerra de Argelia. La pena de muerte se utilizó cada vez menos (de 1961 a 1969 hubo ocho ejecuciones por delitos comunes). Todo hacía pensar que estaba a punto de caer en desuso. Pero no ha sido así. Después de los sucesos de mayo de 1968, que trastornaron profundamente al país, hubo una fuerte reacción conservadora que tuvo como consecuencia un claro endu-recimiento de las penas. No había que pensar ya en una evolución liberal, al menos de momento. Al contrario, particularmente el entonces ministro del Interior, M. Marcellin, insistía en aumentar los efectivos de la policía y en general en reforzar la represión.

En lo concerniente a la pena de muerte, la situación continuaba estacionaria, si se puede hablar así. Entre 1969 y 1974, M. Pom-pidou usó doce veces su derecho de gracia y dejó ejecutar a tres condenados.

Mientras tanto, el clan de los abolicionistas acrecentó notable-mente sus efectivos; el partido socialista y el comunista publicaron, en 1972, un programa común de gobierno en el que se compro-metían a suprimir la pena de muerte si conseguían el poder. Los radicales de izquierda firmaron también un texto parecido.

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664 F. Cokombet

La idea ganaba terreno entre la mayoría, donde ya hacía tiempo que un ex ministro, M. Claudius Petit, luchaba con calor para conseguir la abolición. El suceso más notable fue la conferencia de prensa del 11 de abril de 1974, durante la cual M. Giscard d'Estaing, candidato entonces a la Presidencia de la República, declaró que «naturalmente él, como todo el mundo, tenía una profunda aver-sión a la pena de muerte». Cabía pensar, pues, que una vez llegado al poder, el nuevo presidente, que procuraba poner de manifiesto la existencia de un amplio consenso sobre «reformas sociales» y que había conseguido el apoyo de la izquierda para adelantar la mayoría de edad y aprobar la interrupción voluntaria del embarazo, solicitaría también una votación para abolir la pena de muerte.

Estas esperanzas quedaron frustradas. Además, se ha ido ex-tendiendo en Francia la llamada «campaña para la seguridad de los franceses». Esta campaña, dirigida por el ministro del Interior, M. Poniatovski, ha tenido un fuerte influjo en la opinión pública.

Nadie puede precisar si la delincuencia ha experimentado o no un brusco aumento. Los argumentos y las estadísticas del gobierno merecen tan poco crédito como los de sus adversarios. Pero, en vez de procurar tranquilizar a la población —en la que cierta prensa y, en ocasiones, la televisión siembran graves inquietudes drama-tizando complacidamente determinados delitos espectaculares—, el ministro ha pretextado esta inquietud para imponer una fuerte represión y establecer nuevos controles sobre las personas consi-deradas peligrosas. Evidentemente, no se habla de prescindir de la pena de muerte.

Esta campaña alcanzó su punto culminante en enero de 1976, con el caso de Patrick Henry, individuo culpable del secuestro y asesinato de un niño en condiciones particularmente odiosas. Al ser detenido, los partidarios de la pena de muerte se desataron. No sólo los apoyó el ministro del Interior, manifestando que deseaba la pena de muerte para Patrick Henry—, sino que también el mi-nistro de Justicia expresó públicamente la misma opinión, cosa inaudita hasta entonces.

Tales excesos terminaron por volverse contra sus autores: Pa-trick Henry salvó la vida tras una notable defensa de M.e Badinter. Poniatovski y Lecanuet fueron relevados de sus funciones tras el fracaso parlamentario de varios proyectos de ley sobre la seguridad

El país en que se guillotina 665

de k>s franceses. Uno de esos textos, sobre el registro de vehículos, .̂ ue declarado inconstitucional tras haber sido aprobado por las dos Cámaras.

Entonces ocupó el Ministerio de Justicia M. Peyrefitte, cono-cido desde hacía tiempo por su hostilidad a la pena de muerte y por haber presidido los trabajos del Comité sobre la Violencia, constituido el 20 de abril de 1976. El informe final de los trabajos de dicho Comité, publicado con el título de «Respuesta a la vio-lencia», acaba con una serie de recomendaciones, una de las cuales propone abolir la pena de muerte sustituyéndola por presidio en los casos más graves.

A pesar de esta recomendación, a pesar de la «aversión pro-funda» del presidente de la República por la pena de muerte, el gobierno no ha hecho hasta ahora ningún intento para que se apruebe su abolición. M. Peyrefitte dio explicaciones en un artículo publicado en el diario «Le Monde» el 25 de agosto de 1977.

Este texto reproduce en lo esencial los argumentos de los abo-licionistas: la pena de muerte está en contradicción con el huma-nismo liberal, ya que «un ideal humanista detiene al hombre ante la perspectiva de dar muerte fríamente a un semejante». Atenta incluso contra el poder del Estado, pues «¿cómo va a poder actuar contra la violencia si sigue dando el ejemplo legal de la violencia suprema?». M. Peyrefitte llega a escribir que «tan criminal es que un juez condene a muerte a un criminal como que un criminal co-meta un crimen», palabras graves en labios de un ministro de Jus-ticia. Reconoce, en fin, que la pena de muerte ya no frena ni inti-mida.

Sin embargo, la conclusión de este artículo no es la que cabría esperar: en nombre de la «prudencia» y del «realismo», el ministro piensa que no hay que ir demasiado deprisa a la abolición. El, es-cribe, tiene «la firme esperanza de que, cuando llegue el momento, será posible resolver esta cuestión en forma humanitaria sin enfren-tarse abiertamente con el sentir popular».

Estas palabras tienen en cuenta una realidad: una parte de la población —importante, si nos atenemos a los sondeos de opi-nión— es hostil a la abolición de la pena de muerte. A esos fran-ceses no se les oye por ningún sitio. Es verdad que la ley está de su parte.

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666 F. Colcombet

Así, pues, la liga nacional contra el crimen y para la aplicación de la pena de muerte y el comité de la «legítima defensa», dirigido por un antiguo presidente del Tribunal de Seguridad del Estado, ya jubilado, no incluyen a todos los partidarios de la guillotina. Aun-que sólo la defienden en público políticos de derecha y de extrema derecha, es casi seguro que una parte de los electores de izquierda, pese a la postura oficial de los partidos del programa común, no ve la necesidad de abolir la pena de muerte. Esta resistencia sorda paraliza a los abolicionistas, que además suelen hacer más ruido que verdadero proselitismo.

A esta constatación conviene añadir una última advertencia: el terrorismo reinante en Alemania, Irlanda, Italia y, en menor grado, en Francia tiene en este país una consecuencia inesperada. Se vio cuando, a fines de 1977, un diputado socialista propuso prever la abolición de la pena de muerte en un texto sobre las libertades que se estaba discutiendo por entonces en el Parlamento. M. Foyer, antiguo ministro de Justicia, le replicó que esta propuesta era «to-talmente inoportuna» en un momento en que estaba apareciendo «un terrorismo internacional particularmente violento». De este modo, en Francia, al correr de los años, la abolición de la pena de muerte, que está siempre sobre el tapete, se considera indefinida-mente inoportuna...

F. COLCOMBET

[Traducción: M. T. SCHIAFFINO]

LA PENA DE MUERTE

LEGISLACIÓN Y PRACTICA EN ESPAÑA

1. ¿RIESGO DE HISTERISMO COLECTIVO?

Bajé a la puerta, como todas las mañanas, a recoger el diario. Cuando subí a la cocina, donde mis compañeros —unos sacerdotes asuncionistas con los que vivo en una parroquia— estaban prepa-rándose el desayuno, les dije con cara de estupor, indicando el pe-riódico: «¡Sesenta y cinco muertos en un atentado!». Ellos se que-daron lívidos. En seguida añadí sonriendo: «No; son los muertos en carretera este fin de semana». «¡Ah, bueno!», dijeron con alivio. Inmediatamente, comprendieron mi estratagema. Por ella nos di-mos cuenta intuitivamente de que en todos los países —el dato anterior se refería solamente a España— estamos dando un amplio tributo de vidas humanas en accidentes de circulación, lo que nos parece lamentable, pero inevitable y «normal», sin que se nos ocu-rra pensar por ello que se hunde la sociedad. Pero los muertos por terrorismo, que no llegarán ni al dos por ciento de los anteriores, nos ponen sumamente nerviosos, casi histéricos. Esto nos descubre una serie de mecanismos colectivos que deberíamos desenmascarar con el fin de poder dar al problema un tratamiento sereno, civili-zado, humano y, sobre todo, cristiano.

Es cierto que los terroristas eliminan vidas de manera cons-ciente, voluntaria e injusta y que además suelen atacar a aquellas personas que, por su especial significación o por su papel de guar-dianes del orden público, más pueden herir y ofender a la sociedad. Por ello, el juicio sobre esos actos no puede ser otro que una con-denación y repulsa absoluta y enérgica, sin paliativos. Pero, por lo que afecta al bien común de la sociedad, hemos de relativizar sus efectos y no hacer el juego a los terroristas contestando al terror con el terror, a la violencia salvaje con la violencia salvaje. De ahí

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668 A. Iniesta

provendrían a la sociedad dos clases de males, más graves a mi juicio que la posible muerte de personas aisladas: 1) Que la socie-dad olvidara ese tesoro fruto de lenta conquista que significa el respeto al hombre, a la justicia, a la ley y a la ecuanimidad, al ponerse a la misma altura moral de los terroristas, con acciones desproporcionadas y crueles en sus procedimientos. 2) Que los gobiernos llegaran a adoptar sobre todos los ciudadanos tales me-didas de vigilancia y represión, con motivaciones preventivas, que prácticamente todos llegáramos a ser tratados como presuntos terro-ristas, eliminando o disminuyendo una serie de libertades y derechos fundamentales, inalienables para la dignidad humana moderna.

Digo esto al comienzo de mi artículo, porque en la situación por la que atraviesan en estos momentos muchos países, aterrori-zados por el terrorismo, no sólo podría ocurrir que los gobernantes perdieran los nervios democráticos y tomaran decisiones dictato-riales, sino que hasta la misma Iglesia se contagiara de este deseo compulsivo de seguridad y orden a cualquier precio y estimulara, o al menos legitimara, al «brazo secular» para tomar las medidas enérgicas que algunos desean. De este modo, no sólo los países en camino de la democracia tendríamos que quedarnos todavía muy lejos del ideal, sino que sufrirían un lamentable retroceso los que hace tiempo lo alcanzaron.

A continuación presentaré algunos datos sobre la situación ac-tual de la pena de muerte en España, dando en la tercera parte un breve juicio personal sobre la misma, para terminar expresando mis deseos de que la Iglesia sea también en este aspecto un factor de humanización y de progreso, pronunciándose de manera inequí-voca en contra de la pena de muerte.

2 . LA PENA DE MUERTE EN ESPAÑA DESDE EL SIGLO XIX HASTA HOY

2.1 De la horca al garrote. Fernando VII sustituyó, a comien-zos del siglo xix, el sistema por entonces tradicional de la horca por el del garrote, para conciliar «el inevitable rigor de la justicia con la humanidad» y también para evitar el carácter infamante que tenía la horca. Este método ha sido desde entonces el sistema habi-

La pena de muerte 669

tual en España, salvo para los delitos incursos en el Código de Justicia Militar. Y es de notar que de hecho en la psicología popu-lar ha venido a tener carácter infamante, lo que se refleja con el nombre comúnmente conocido de «garrote vil».

2.2 Breve período abolicionista y nueva implantación. Fue la Segunda República la que tuvo el honor de suprimir, en 1932, la pena de muerte en España, aunque en 1934, con el bienio dere-chista, se reintroduce en el Código para ciertos actos de terroris-mo. Franco la restablece sin ninguna limitación el 5 de julio de 1938, «por ser la que conviene a un Estado fuerte y justiciero», según se dice en el preámbulo de la ley, una de aquellas «de las que no requieren explicación ni justificación, porque es la propia realidad quien la impone y dicta».

2.3 Ultimas ejecuciones. Como es bien sabido, Franco inter-vino muy personalmente en la aplicación de la última pena, que, en los años de la guerra civil y en los inmediatos siguientes, se ejecutó con enorme frecuencia. No así en las últimas décadas del franquismo. Desde 1963 fueron ejecutados: Julián Grimau, del Partido Comunista, ese mismo año; Pedro Martínez, soldado, acu-sado de robo con homicidio, en 1972; Salvador Puig Antich, anar-quista, y Hein Chez, subdito polaco, en 1974; Ángel Otaegui y Juan Prades, de ETA; José Humberto Baena, Ramón García Sanz y José Luis Sánchez Bravo, de FRAP, en septiembre de 1975, eje-cución que tuvo especial resonancia en España y en el mundo. Yo mismo publiqué una homilía el 4 de octubre siguiente, por lo que tuve que salir de España unas semanas a Roma, por consejo del cardenal arzobispo de Madrid, ante las diversas amenazas y presio-nes de parte del gobierno y la ultraderecha.

2.4 La Asociación pro Abolición de la Pena de Muerte (AAPM) comienza sus tareas en 1976, agrupando una serie de per-sonalidades de toda España que siempre se habían destacado como abolicionistas: Carande, actual presidente; García Valdés, vicepre-sidente y en este momento director de Instituciones Penitenciarias; María Asunción Salinas, secretaria, y otros, como Aranguren, Gim-l>ernat, el autor de este artículo, etc. El 4 de marzo de 1977 se presentó públicamente la AAPM, con una mesa redonda en el A lenco de Madrid, durante la cual varios ponentes estudiamos la

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pena de muerte desde diversos puntos de vista: histórico, jurídico, sociológico, antropológico, teológico y ético. Además, ha realizado frecuentes contactos con personalidades de la Iglesia, del gobierno y de los poderes judiciales tanto civiles como militares de España, así como también ha tomado contactos con asociaciones de Francia, Italia y otros países con fines similares a AAPM.

2.5 Camino de la abolición. El 28 de diciembre de 1977, el Senado rechazó, por 12 votos de diferencia, un proyecto de ley para la abolición, presentado por Villar Arregui, socialista indepen-diente. En mayo de 1978, cuando se redacta este trabajo, existe un proyecto de ley abolicionista en parte, que debe pasar al Parla-mento para su aprobación, cosa que es de esperar. Según este pro-yecto, la pena de muerte desaparece del Código Civil, siendo susti-tuida por cuarenta años de reclusión y en ningún caso dejarían de cumplir menos de veinte. La pena de muerte permanece en el Có-digo de Justicia Militar, y sería aplicable aun a una persona civil si causó la muerte a un militar o a un miembro de las Fuerzas de Orden Público si en ese momento están militarizadas. Es de notar que, en enero de 1977, los delitos de terrorismo habían pasado al Código Penal Civil, por lo cual estos delitos no serían castigados con la muerte más que en el caso de tratarse de víctimas del Ejér-cito. En conjunto, el proyecto es considerado como un buen paso adelante, aunque incompleto. Así opina García Valdés y Gimber-nat, aunque éste considera excesivo el número de años de reclusión sustitutoria, que en casi todos los países de Europa occidental os-cila entre diez y quince años. Pero esto está también relacionado con la reforma del Código Civil, ahora en marcha '.

2.6 ¿Y los cristianos? Naturalmente, dentro de AAPM y otros grupos abolicionistas hay también cristianos. Pero lo que deseo

1 El día 6 de julio, dos meses después de la redacción de este trabajo, el pleno del Congreso de Diputados aprobó que figurara la abolición de la pena de muerte en la próxima Constitución, con los matices anteriormente indicados sobre la jurisdicción militar. La propuesta, que en su formulación procedía de UCD (centro-derecha), fue aprobada por la totalidad de las fuerzas políticas desde el centro-derecha hasta la izquierda, con la absten-ción de quince miembros de Alianza Popular (extrema derecha) y algún voto aislado en contra. En el momento de redactar esta nota, mediados de agosto, el Senado está debatiendo a su vez el proyecto de Constitución.

La pena de muerte 671

analizar brevemente es si en España la confesión cristiana influye o no en la postura abolicionista. Debo confesar que el panorama general es más bien decepcionante. Por una parte, el Episcopado en cuanto tal no ha tomado postura ni a favor ni en contra de la pena de muerte. Durante la sesión plenaria de la Conferencia Epis-copal, celebrada en diciembre de 1977, cuando se preparaba un documento sobre la situación política española actual, presenté una moción para que en el mismo se incluyera la petición de que se suprimiera la pena de muerte, pero mi propuesta no prosperó. Per-sonalmente, algunos obispos son abolicionistas; otros dudan y se abstienen.

Respecto a los políticos, comencemos por el hecho de que fuese precisamente la República, tenida por atea o agnóstica y anticlerical, la que suprimió la pena de muerte, mientras que se restablece al menos en parte durante el bienio derechista, de filiación cristiana evidente. Posteriormente, Franco, cuyas pretensiones de catolicismo y de prácticas religiosas eran de todos conocidas, así como su estre-cha vinculación a la Iglesia española durante tantos años, no sólo restablece diríamos con gozo y convicción la pena, sino que la eje-cuta con una frecuencia espantosa. Finalmente, y para completar nuestro equívoco cuadro, actualmente tenemos que la postura de los partidos principales sobre el tema verifica una vez más la triste constatación de que los cristianos son menos abolicionistas o nada en absoluto, mientras que los conocidos como ateos o agnósticos son decididamente abolicionistas. Así, Alianza Popular y Unión de Centro Democrático, ultraderecha y centroderecha, respectivamente, no se pronuncian en sus programas por la abolición al momento de aparecer el borrador de la Constitución, mientras que el PSOE, el PSP antes de unirse con el anterior y el PCE han sido y son deci-didamente abolicionistas. ¿No es una constatación lamentable que nos debe interpelar?

3. SÍNTESIS VALORATIVA DE LA PENA DE MUERTE

Aunque, por el breve espacio de que dispongo, no es posible presentar con amplitud una serie de argumentos en contra de la pena de muerte —los cuales, por otra parte, probablemente se es-

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672 A. Iniesta

tudiarán más directamente en otros artículos de este número—, no quiero dejar de expresar ahora una serie de enunciados que ex-presen concisamente mi pensamiento sobre el tema.

3.1 La pena de muerte es inútil. Las estadísticas demuestran que su permanencia o supresión no influye en la proporción de delitos cometidos. Además, la muerte del delincuente no aprovecha a nadie ni repara nada. Recuérdese el argumento de la mujer de Teqoa ante David.

3.2 Es inmoral. Es decir, que desmoraliza, que da mal ejem-plo. El delincuente puede ser o un perverso, o un anormal, o tras-tornado por unas circunstancias. Pero la sociedad por principio es ecuánime, serena, razonable, tiene unas leyes muy pensadas y un cuerpo de personas equilibradas y de gran altura moralpara apli-carlas. Es monstruoso que se ponga de igual a igual con un criminal, por mera venganza. Además, siempre queda la posibilidad de un error judicial, totalmente irreparable.

3.3 Es innecesaria. Porque para defender a la sociedad basta con recluir al delincuente, y aun eso solamente el tiempo indispen-sable para recuperarle, dándole un tratamiento adecuado, nunca con-siderando la cárcel como vejación y venganza.

3.4 Es pesimista. No cree que tengamos hoy medios para ayu-dar a un hombre a regenerarse completamente, a mejorar siquiera; para intentarlo, al menos. Esta ley prefiere una solución tajante, extirpando el mal con la ejecución del delincuente, como si el mal pudiera hipostasiarse. Se olvida que la pena de muerte se está de-mostrando criminógena y que sólo curando al delincuente se elimina realmente el mal.

3.5 Es injusta. Una sociedad competitiva y consumista, que educa a sus miembros en la lucha por el éxito cueste lo que cueste, engendra violencia; una sociedad montada estructuralmente sobre tantas injusticias segrega delincuencia. Después no quiere reconocer sus propios frutos, sino que desea eliminarlos de su seno con un falso puritanismo, convirtiendo a esos miembros suyos más débiles en chivos expiatorios de pecados que en gran parte son de toda la colectividad.

3.6 Es anticristiana. Aunque por razones coyunturales, siem-

La pena de muerte 673

pre externas al pensamiento de Dios, en la Biblia se cuenta mucho con la violencia y con la muerte, la orientación general de la reve-lación aun en el AT es bien clara a favor de la vida, del perdón y de la esperanza. Dios impide que el asesino Caín sea ejecutado a su vez. La ley del talión tiene sentido claramente limitativo, para evitar excesos en la venganza. Dios es el origen de la vida, y por ello toda vida es sagrada, aun la del animal. El hombre es imagen de Dios y no la pierde aun siendo pecador. En el NT, Jesús de Nazaret promulga claramente su ley de amor, inclusive al enemigo, y el perdón sin límite alguno, hasta setenta veces siete. Y ello, aunque a uno le cueste la vida, como realiza él mismo en la cruz, perdo-nando de corazón a sus enemigos. Esto no es de añadidura, sino de ley fundamental cristiana. Y no sólo para orientación individual, sino colectiva.

4 . LAS «HORAS» DE DIOS

La Iglesia ha recibido del Señor Resucitado y de su Espíritu un tesoro cuyas riquezas no comprende totalmente ni puede aplicar siempre inmediatamente. Es aquello del escriba, que va sacando de su tesoro cosas nuevas y viejas. Así, del concepto del hombre como hijo de Dios no pudo extraer en seguida ciertas consecuencias que impedirían la esclavitud y la explotación del hombre por el hombre y la tortura, etc., que primero ignoró, toleró y hasta ejerció y pos-teriormente condenó como incompatibles con sus principios evan-gélicos. Así podría ser ahora, en una sociedad en busca de mayor justicia y fraternidad, cuando la Iglesia reciba uno de esos «signos de Dios» y caigamos en la cuenta de que la pena de muerte va en contra de la predicación de la doctrina de Jesús, que es fundamental-mente amor, perdón y esperanza.

Por eso creo que todos los cristianos deberíamos aunar nuestra reflexión, como es ejemplo este número de «Concilium», y expresar públicamente nuestra opción por la vida, pidiendo no solamente la abolición de la pena de muerte donde aún exista, sino declarando que hoy, en nuestro contexto histórico y cultural, consideramos dicha pena como contraria al pensamiento cristiano. Con ello con-tribuiríamos a ofrecer a nuestra sociedad unos criterios que ayuda-

43

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674 A. Iniesta

rían a robustecer actitudes de serenidad, de magnanimidad y de humanidad, muy necesarias siempre, pero especialmente en estos momentos de crisis cultural acentuada, ayudando a vencer tenta-ciones reaccionarias y estimulando, por el contrario, caminos de búsqueda, de crecimiento y de futuro.

A. INIESTA LA PENA DE MUERTE EN ESTADOS UNIDOS

Durante la década que va de 1967 a 1977 estuvo en suspenso en Estados Unidos la ejecución de la pena de muerte. Las dos últi-mas ejecuciones tuvieron lugar en 1967, una en California y otra en Colorado. Luego, el año 1977, el caso macabro de Gary Gilmo-re, que terminó con su ejecución por un pelotón de fusilamiento en Utah, puso término al período de moratoria. No se han ejecu-tado otras sentencias de muerte, pero es posible que a la de Gil-more siga ahora otra tanda de ejecuciones. Sin embargo, la historia de este período no permite asegurarlo con absoluta certeza. En efecto, si bien hay muchos individuos convictos de diversos crí-menes y sentenciados a muerte que esperan la ejecución en varias prisiones estatales de Estados Unidos, y a pesar de que existe una corriente de opinión pública muy fuerte a favor de la aprobación de leyes que permitan imponer la pena de muerte, no está del todo claro que la opinión popular sea de hecho partidaria de la ejecución de las sentencias capitales. Tampoco hay indicios claros de que sean muchos los funcionarios que deseen realmente ver ejecutadas esas sentencias.

Se ha desarrollado una extraña y desconcertante pugna entre los adversarios de la pena capital y el numeroso público deseoso de que los crímenes violentos, en especial los «crímenes callejeros», que amenazan a las personas normales en las zonas urbanas, sean enérgicamente castigados. Parece que únicamente los historiadores, y no los que actualmente participamos en esta historia, podrán entender en el futuro esta pugna y sus implicaciones. Por ahora hemos de contentarnos con analizar el estatuto legal de la pena de muerte en Estados Unidos y ciñéndonos a la situación del año 1978. En efecto, han sido los tribunales de justicia el foro en que se ha desarrollado la discusión con mayor grado de publicidad y de impacto.

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1 9 7 2 . CONSTITUCIONALIDAD DE LA PENA DE MUERTE EN CALIFORNIA

Durante la década que precede al año 1967 fue descendiendo constantemente el número de sentencias capitales ejecutadas en Estados Unidos. En 1967 se intensificaron las discusiones centra-das ante todo en la posibilidad de suprimir finalmente la pena de muerte no mediante una acción legislativa, sino en virtud de la interpretación jurídica de las normas constitucionales (de las consti-tuciones estatales o de la Constitución Federal)'.

Fue en California, el año 1972, donde por vez primera se debatió la cuestión de la constitucionalidad de la pena de muerte. Se trataba de interpretar únicamente la Constitución de ese Estado; por consiguiente, las repercusiones de la decisión que tomara al res-pecto el Tribunal Supremo de California habrían de afectar sólo a tal Estado. Por una votación de seis contra uno, dicho Tribunal decidió en el caso Anderson que la pena de muerte ha de conside-rarse «cruel» y «desacostumbrada», lo que supone que está prohi-bida constitucionalmente por el artículo 1.°, sección 6, de la Cons-titución de California2.

Por entonces, sin embargo, ya había empezado a desarrollarse una tendencia contraria entre el público, movido por la angustia que provocaban los «crímenes callejeros» de las áreas urbanas norteamericanas. El gobernador de California, Ronald Regan, con-servador y antiguo actor de cine, puso en marcha un referéndum para enmendar la Constitución de aquel Estado con el fin de anular la decisión tomada en el caso Anderson. Esta enmienda fue apro-bada al cabo de un año3. Sin embargo, en California no ha sido

1 Cf. A. Goldberg y A. Derschowitz, Declaring the Death Penalty Un-constitutional: «Harvard Law Review» 83/1773 (1970).

2 6 Cal. 3d, 628, 100 Cal. Rptr. 152, 493 P. 2d, 880 (1972). El artículo 1.", sección 6, de la Constitución de California dice así: «Toda persona tiene derecho a la libertad bajo fianza con las debidas cauciones, excepto en casos de delitos capitales cuando haya pruebas evidentes o presunción firme. No se exigirán fianzas excesivas ni se impondrán multas excesivas, ni serán infligidas penas crueles o desacostumbradas. Los testigos no serán retenidos sin razón suficiente ni recluidos en estancias en que en tales momentos haya criminales confinados».

3 Art. 1°, sec. 27, de la Constitución del Estado de California, añadido

La pena de muerte en Estados Unidos 677

ejecutada ninguna pena de muerte como consecuencia de tal en-mienda.

Pienso que esta situación anómala podría explicarse a través de la argumentación expuesta por el Tribunal Supremo de Califor-nia en el caso Anderson.

Al tomar su decisión en este caso, el Tribunal Supremo de Ca-lifornia se encontró con un firme precedente que aceptaba la pena de muerte en aquel Estado. La pena de muerte era cosa habitual en la época en que se promulgó la Constitución, el año 1849; a partir de esta fecha, el Tribunal Supremo de California había con-firmado repetidas veces las sentencias de muerte, incluso hasta 1968, sin que se llegara nunca a sugerir su inconstitucionalidad. ¿Cómo pudo aducirse luego el artículo 1.°, sección 6, para invalidar una práctica que se venía manteniendo en California desde 1849? El magistrado Wright, al exponer la opinión de la mayoría, empezó llamando la atención sobre el hecho de que un tribunal ordina-rio está obligado a interpretar las normas constitucionales «a la luz de las normas contemporáneas»; citó el conocido precedente federal del caso Trop contra Dulles 4 en el sentido de que, en virtud de este tipo de limitaciones constitucionales, el poder punitivo debe ejercerse «dentro de los límites de las normas civilizadas». Luego hubo de identificar la fuente adecuada para conocer cuáles son esas normas «civilizadas» contemporáneas. La clave está en la falta de interés, cada vez más difundida, en que sean ejecutadas las senten-

el 7 de noviembre de 1972: «Todas las leyes de este Estado en vigor el 17 de febrero de 1972 por las que se exige, autoriza o impone la pena de muerte, o con ella relacionadas tienen plena vigencia y eficacia, quedando sujetas a enmienda legislativa o abrogación por ley, propuesta o referéndum. No podrá establecerse que la pena de muerte impuesta por sentencia a tenor de las dichas leyes es o constituye un castigo cruel o desacostumbrado en el sentido del artículo 1.°, sección 6, ni se considerará que tal pena por los crímenes correspondientes está en contradicción con cualquier otra norma de esta Constitución». La aprobación de esta enmienda, por supuesto, no uíectaba sino a las sentencias de muerte dictaminadas posteriormente, a causa de la prohibición constitucional de la retroactividad de las leyes.

* 356 U.S., 86, 78, S. Ct. 590, 2 L. Ed. 2d, 630 (1958). Este caso se refie-re a la privación de la ciudadanía como pena; contiene el dictamen escrito por rl difunto magistrado Warren, frecuentemente citado por los Tribunales Supremos de California y de Estados Unidos en cuestiones relativas a la pena de muerte.

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678 J- F, Bresnahan

cias capitales, que incluso se advierte entre personas partidarias de que se mantenga la posibilidad de imponer penas capitales en una sociedad cada día más violenta. El magistrado Wright estimó que la fuente adecuada para conocer la «evolución actual de las normas sobre lo que se estima decoroso, que caracterizan los avan-ces de una sociedad madura», no son los sondeos de opinión ni el hecho de que los jurados sigan dispuestos a imponer la pena de muerte ni la negativa de los legisladores elegidos a actuar en pro de la supresión de las normas sobre la pena capital en el Código criminal, sino la actitud real y las acciones de los funcionarios pú-blicos que poseen experiencia personal directa de la pena de muerte, es decir, lo que podríamos caracterizar como la praxis.

«Si bien es cierto que en muchos códigos se mantienen las normas relativas a la pena de muerte, a pesar de que los sondeos de opinión demuestran que los pareceres se hallan divididos a pro-pósito de la pena de muerte como proposición abstracta, la infre-cuencia de su aplicación efectiva sugiere que entre aquellas personas a las que compete imponer o ejecutar la pena de muerte, ésta es repudiada cada día con mayor frecuencia... Lo que nuestra sociedad hace actualmente niega lo que dice con respecto a su aceptación de la pena capital» 5.

Wright analiza luego el carácter brutalizador y deshumanizante de todo el proceso que va de la sentencia a la ejecución y ve en él el motivo por el que se niegan a ejecutar las penas capitales aquellos miembros de la sociedad que tienen experiencia directa de la pena de muerte; concluye en consecuencia que la pena de muerte ha de considerarse a la vez cruel y desacostumbrada conforme al signifi-cado que hoy entraña la Constitución de California.

1 9 7 2 - 1 9 7 6 . CONSTITUCIONALIDAD DE LA PENA DE MUERTE EN ESTADOS UNIDOS

Entre la decisión adoptada en el caso Anderson (17 de marzo de 1972) y la adopción de la enmienda por la que se revocaba aquella decisión (7 de noviembre de 1972) se produjo otro dicta-

5 493 P. 2d, 894.

La pena de muerte en FLstados Unidos 679

men de un tribunal que contribuyó asimismo a la moratoria de los años 1967 a 1977 por la que se suspendieron las ejecuciones capi-tales en California y en los restantes estados. Nos referimos a la decisión del Tribunal Supremo de Estados Unidos en el caso Furman contra Georgia6, emitida el 29 de junio de 1972, entre la decisión del caso Anderson y la enmienda a la Constitución californiana. En contraste con la decisión del Tribunal de California, en el caso Furman se interpretó la Octava Enmienda de la Constitución de Estados Unidos en el sentido de que, en conjunción con la cláusula sobre el «juicio justo» de la Decimocuarta Enmienda, implica una limitación de la potestad legislativa de los cincuenta Estados.

El caso Furman sirvió para impedir que se ejecutaran las sen-tencias capitales entre 1972 y 1976 a causa precisamente de su misma ambigüedad. Planteó una serie de dudas sobre la validez constitucional de la pena de muerte en sí. El caso se resolvió me-diante votación, con una mayoría de cinco contra cuatro; los nueve jueces formularon sus dictámenes por separado. Los cinco que for-maban la mayoría decidieron que la pena de muerte no podría imponerse en los casos concretos que les estaban sometidos, pero las razones que aducían en sus cinco dictámenes por separado no eran en modo alguno coincidentes. Los jueces Brennan y Marshall emitieron unos extensos dictámenes en que adoptaban una postura análoga a la del Tribunal Supremo de California en el caso An-derson. La pena de muerte, afirmaban, es de por sí «cruel y des-acostumbrada», en el sentido de la Octava Enmienda7, por lo que debía ser absolutamente suprimida en todos los Estados Unidos. Estos dos jueces exponían unos argumentos muy semejantes a los del magistrado Wright, aunque más elaborados; el contenido de sus dictámenes también tiene alcance teológico.

El dictamen del juez Brennan subraya la necesidad y la base de una interpretación progresiva de la Octava Enmienda de la Constitución:

6 Se sustanciaron simultáneamente tres casos: Furman contra Georgia, Jackson contra Georgia y Branch contra Texas, 408 U.S., 238, 33 L. Ed. 2d, 346, 92, S. Ct. 2726 (1972).

7 La Octava Enmienda a la Constitución de Estados Unidos dice así: «No se exigirán fianzas excesivas, ni se impondrán multas excesivas, ni serán infligidas penas crueles y desacostumbradas».

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«Una norma constitucional "se promulga, ciertamente, a partir de la experiencia de ciertos males, pero no por ello debe restringirse necesariamente su expresión general a la forma que el mal había adoptado hasta entonces. El tiempo provoca cambios y da lugar a que se produzcan nuevas condiciones y perspectivas. En conse-cuencia, para que un principio se mantenga vivo ha de ser suscep-tible de una más amplia aplicación que los inconvenientes que le dieron origen"»8.

Luego afirma: «La idea básica subyacente [a la cláusula] es nada menos que la dignidad del hombre... El Estado, incluso cuan-do castiga, ha de tratar a sus miembros con respeto hacia su valor intrínseco como seres humanos»9. Brennan expresa estas senten-cias con sentido legal, no teológico, mediante la identificación de los componentes de la prueba constitucional que procede a aplicar: ¿Es un determinado castigo: 1) degradante, 2) arbitrario, 3) in-aceptable conforme a las normas actuales y 4) excesivo por lo inútil? Según Brennan, el hecho de que en la pena de muerte concurran estos defectos justifica su proscripción por el Tribunal.

En esta argumentación se llega a un momento significativo cuan-do Brennan advierte, como hiciera ya el Tribunal Supremo de Ca-lifornia, que la pena de muerte se aplica cada vez más raramente; de ahí deduce que resulta arbitraria, pues de hecho afecta sólo a algunas personas entre las muchas que también merecerían ser eje-cutadas conforme a las leyes de los distintos Estados. Por otra parte, al analizar si la pena de muerte, con toda la crueldad que entraña, se justificaría por el principio de utilidad —como castigo ejemplar y disuasorio—, advierte Brennan que la muerte del reo tendría poder disuasorio si se ejecutara invariable e inmediata-mente; pero la misma repugnancia de la sociedad americana ante la idea de ejecutar frecuentemente la pena de muerte, y sin que transcurra el lapso necesario para asegurarse de que es justa, hace que ello resulte imposible. Esta misma repugnancia, por otra parte, refleja una convicción pública, que Brennan considera de orden moral: «... si el aniquilamiento deliberado de la vida humana puede

8 408 U.S., 263-64, citando Weems contra Estados Unidos, 217 U.S., 349, 373 (1910), otro precedente muy importante en los casos de pena capital.

9 408 U.S., 270, citando Trop contra Bulles, 356 U.S., 100.

La pena de muerte en Estados Unidos 681

tener algún efecto, lo más probable es que tienda a rebajar nuestro respeto a la vida y a brutalizar nuestras valoraciones» 10. En el núcleo mismo de la argumentación legal, por consiguiente, hallamos una vez más algo que podríamos llamar una praxis.

El juez Marshall estructura su argumentación a partir del mis-mo principio evolutivo que hallamos en la opinión de Brennan y en el caso Anderson: la interpretación de las Enmiendas Octava y Decimocuarta n debe partir de la «evolución actual de las normas sobre lo que se considera decoroso, que caracterizan los avances de una sociedad madura». Sus argumentos difieren de los expuestos por Brennan principalmente en que subraya la historia del movi-miento en pro de la abolición de la pena de muerte y en que afirma finalmente: «La cuestión que ahora hemos de plantearnos es si la sociedad americana ha llegado a un punto en que la abolición no depende del éxito que pueda tener un movimiento de masas en determinadas jurisdicciones, sino del hecho de que así lo exige la Octava Enmienda» a. Marshall examina a continuación las razones por las que una legislatura podría considerar razonable la sustitución de la pena capital por la de prisión, lo que equivale a plantearse la cuestión de si, en este momento histórico, es razonable aplicar una pena tan severa o si no resultará ya una crueldad innecesaria. De este modo, el juez Marshall adopta una postura que equivale a exigir pruebas a quien se pronuncie a favor de la validez constitu-cional de la pena de muerte. En este sentido parece ir más lejos

10 408 U.S., 303. 11 La Decimocuarta Enmienda a la Constitución de Estados Unidos dice

así: «Sección 1.": Todas las personas nacidas o naturalizadas en Estados Unidos y sometidas a su jurisdicción son ciudadanos de Estados Unidos y del estado en que residen. Ningún estado dictará o aplicará ley alguna que disminuya los privilegios o inmunidades de los ciudadanos de Estados Uni-dos; tampoco privará a persona alguna de la vida, la libertad o la propiedad sin el debido proceso legal ni negará a persona alguna dentro de su juris-dicción la protección de las leyes igual para todos». (Las secciones 2, 3 y 4 se refieren a la distribución de representantes en el Congreso, a los requi-sitos exigidos para ejercer el cargo, a la deuda pública de Estados Unidos y de los estados, y refleja ante todo la situación subsiguiente a la Guerra Civil; la sección 5 autoriza al Congreso a aplicar las previsiones de todo el artículo).

12 408 U.S., 341-42.

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que Brennan y con seguridad desborda la posición adoptada por los otros tres jueces (Douglas, Stewart y White) que votaron en la mayoría de cinco para declarar anticonstitucional en estos casos la pena de muerte. Marshall examina los seis fines que podrían ser alegados por las legislaturas para justificar la pena de muerte (retri-bución, escarmiento, prevención de los crímenes reiterados, fomento de las confesiones espontáneas de culpabilidad, eugenesia y utilidad económica, al ser la forma más barata el castigo). Saca la conclusión de que ni aislada ni conjuntamente suponen estas finalidades una justificación suficiente de una pena cuya crueldad admiten hoy todos.

En la parte más convincente de su dictamen, Marshall argumenta que la pena de muerte no sólo constituye una medida irracional en cualquier legislación actual, por lo que resulta inconstitucional a causa de su crueldad, sino que además hoy es «moralmente inacep-table para el pueblo de Estados Unidos», de donde se deduce que también por estos motivos resulta inconstitucional a causa de que viola la Octava Enmienda. Al igual que en el dictamen sobre el caso Anderson o en el del juez Brennan en este caso, el problema que trata de resolver el juez Marshall consiste en cómo establecer el hecho. ¿Se trata simplemente de consultar las encuestas de opi-nión pública? Marshall urge la necesidad de fundamentar el juicio acerca de las convicciones morales del público en la reacción de una «ciudadanía informada» 13. Cuánto menor es el número de las eje-cuciones y cuanto más «en privado» se llevan a cabo a causa de la costumbre impuesta desde hace muchas generaciones de que no haya ejecuciones en público, más grave se vuelve el problema de informar a la masa de los ciudadanos. Marshall aborda directamente ahora la cuestión de si el deseo público de que se castigue la ola de crímenes violentos es un factor capaz de justificar el manteni- * miento de la pena de muerte o si se trata de un factor que ha de ser definitivamente descartado a la hora de valorar el juicio moral de la ciudadanía acerca de la pena de muerte. Es importante la res-puesta de Marshall para el análisis teológico del significado humano de la pena de muerte: «No puedo creer que en la actual etapa de nuestra historia pudiera soportar conscientemente el pueblo ameri-

13 408 U.S., 361-62.

ha pena de muerte en Estados Unidos 683

cano una venganza inútil. Creo, en consecuencia, que la gran masa de los ciudadanos sacaría la conclusión, sobre la base de los mate-riales examinados, de que la pena de muerte es inmoral y por ello mismo inconstitucional» 14. Llama luego la atención el juez Marshall sobre las minorías étnicas desposeídas que se ven afectadas por la imposición de la pena de muerte. Sugiere después que existe un nexo entre la pena de muerte y toda la historia de la pena «capital» de la esclavitud, y esa segregación y discriminación racista que se deriva de la esclavitud racial. Y concluye: «Dando por supuesto el conocimiento de todos los hechos que ya son de dominio público acerca de la pena capital, el ciudadano medio, en mi opinión, en-contraría que ésta va contra su conciencia y su sentido de la jus-ticia». Prosigue el juez Marshall: «En un momento de nuestra his-toria en que las calles de las ciudades de toda la nación inspiran temor y desesperación en vez de satisfacción y esperanza, resulta difícil mantener la objetividad y la preocupación por el bien de nuestros conciudadanos. Sin embargo, la grandeza de un país se mide por su capacidad para sentir compasión en épocas de crisis. No hay nación en toda la historia conocida del hombre que posea como la nuestra una tradición de respeto a la justicia y de trato equitativo para todos sus ciudadanos en tiempos de turbación, con-fusión y tensión. Es éste un país que ha sabido mantenerse erguido en los tiempos difíciles, un país que se aferra a los principios fun-damentales, que cuida con amor su herencia constitucional y rechaza las soluciones simplistas que comprometen los valores fundamen-tales de nuestro sistema democrático... Sólo en una sociedad libre puede triunfar el derecho en tiempos difíciles, puede conocer la civilización magníficos progresos. Al reconocer la humanidad de nuestros semejantes nos rendimos a nosotros mismos el más alto tributo. Al rechazar la pena de muerte sentamos un jalón capital en el largo camino que nos aleja de la barbarie y nos unimos a los aproximadamente setenta códigos del mundo que exaltan así su respeto a la civilización y la humanidad» 15.

Tenemos aquí una llamada directa al idealismo constitucional que subyace a la repugnancia práctica demostrada por los funcio-

14 408 U.S., 363. 15 408 U.S, 371.

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narios públicos a ejecutar las sentencias capitales, así como la afir-mación de que son muchos los que comparten este idealismo.

A pesar de los argumentos expuestos en los dictámenes de los jueces Brennan y Marshall, los otros tres colegas que con ellos formaban la mayoría en el caso Furman limitaron su dictamen a aquellas ejecuciones en que una imposición arbitraria y caprichosa de la pena viola el principio del proceso justo de la ley, algo que resulta «cruel y desacostumbrado», en palabras del juez Stewart, «del mismo modo que resulta cruel y desacostumbrado ser herido por un rayo. Pues de todas las personas convictas de raptos y ase-sinatos en 1967 y 1968, muchas de ellas reprensibles exactamente igual que éstas, los demandantes se cuentan entre un grupo elegido caprichosamente al azar y de hecho ya se les ha impuesto la pena de muerte» 16. En el caso Furman, por consiguiente, los jueces Douglas (que posteriormente se retiró), White y Stewart insinua-ron que si las legislaturas hallaban un medio de evitar las arbitra-riedades y los caprichos, la pena de muerte no podría ser considerada de por sí «cruel y desacostumbrada». El hecho de que insistieran en las características procesales más que en las sustantivas de la pena de muerte tuvo eco en los dictámenes de los cuatro jueces que disentían en la resolución del caso Furman, el magistrado Bur-ger y los jueces Blanckmun, Powell y Rehnquist. Muchas legisla-turas estatales, respondiendo a los temores y angustias populares, establecieron nuevas normas para la pena de muerte, tratando de acomodarse a aquellas exigencias.

En 1976 se ocupó el Tribunal Supremo de otra serie de casos de pena capital, basándose en las nuevas normas con que se ha tratado de limitar y orientar la discrecionalidad de los jurados (nor-malmente a través de la enumeración de circunstancias atenuantes y agravantes) y de los jueces a nivel del juicio, lo que supone un intento de eliminar cualquier elemento de capricho y arbitrariedad en la imposición de la pena de muerte. Por mayoría de siete a dos (sólo estuvieron en desacuerdo Brennan y Marshall), el Tribunal mantuvo las sentencias capitales en tres de aquellos casos: Gregg contra Georgia, Profitt contra Florida y Jurek contra Texas. Al mismo tiempo, por cinco votos contra cuatro, el Tribunal anuló

408 U.S., 309-10.

La pena de muerte en Estados Unidos 685

las sentencias de muerte en dos casos: Woodson contra Carolina del Norte y Roberts contra Luisiana; tres jueces (Stewart, Powell y Stevens, que sustituyó a Douglas) encontraron insuficientes las garantías contra el capricho en las normas implicadas y a ellos se unieron Brennan y Marshall, mientras que los cuatro jueces que discreparon en el caso Furman mantuvieron ahora esta misma acti-tud n . Posteriormente a estas decisiones fue ejecutado Gary Gil-more en virtud de las normas vigentes en Utah, similares a las implicadas en los casos Gregg, Profitt y Jurek. Son escasas, al pa-recer, las probabilidades de que los puntos de vista sustentados por los jueces Brennan y Marshall logren persuadir a sus actuales co-legas del Tribunal Supremo 18.

REFLEXIONES TEOLÓGICAS

El carácter público de la argumentación esgrimida en estos dic-támenes constitucionales con carácter de jurisprudencia los convier-te en una valiosa fuente para comprender los problemas que implica el desarrollo de un análisis teológico de la experiencia humana acer-ca de la pena de muerte y para su análisis teórico en cuanto que constituye un problema social. Los resultados obtenidos por las argumentaciones de los jueces Brennan y Marshall sugieren una lección para los teólogos y los encargados de planificar la práctica pastoral. A mi modo de ver, los constantes esfuerzos de muchos miembros de las Iglesias (incluidos los obispos católicos de Estados Unidos) para lograr que sea suprimida la pena de muerte en la vida pública tendrán éxito en la medida en que pueda hablarse de

17 Gregg contra Georgia, 96, S. Ct. 2909 (1976); Jurek contra Texas, 96, S. Ct. 2950 (1976); Profitt contra Florida, 96, S. Ct. 2960 (1976); Woodson contra Carolina del Norte, 96, S. Ct., 2978 (1976); Roberts contra Luisiana, 96, S. Ct. 3001 (1976).

18 Cabe la posibilidad de que, al cambiar los componentes del Tribunal, lleguen a imponerse las posiciones minoritarias de los jueces Brennan y Marshall y que de este modo se inviertan las posiciones adoptadas en los casos Gregg, Profitt y Jurek. Estos cambios no se producen normalmente sino con la muerte o la jubilación de los jueces. Es de prever, por consi-guiente, que en un próximo futuro vuelva a situarse en primer plano de la reforma legislativa el tema de la pena de muerte.

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una «experiencia» informada por parte del mayor número posible de ciudadanos. La sola argumentación abstracta no ha sido capaz de comunicar los valores humanos básicos que están en juego y que, sin embargo, han sido captados por los escasos funcionarios pú-blicos que poseen experiencia directa de las ejecuciones. La ejecu-ción de la pena capital se ha venido ocultando desde hace mucho tiempo al público en general; sólo la presencian unos pocos funcio-narios previamente elegidos y los testigos que se hallan presentes en la «casa de la muerte». La absurda e irracional historia de la ejecución de Gary Gilmore el año 1976 en Utah no parece haber proporcionado de por sí una experiencia del significado de la pena de muerte lo bastante viva como para provocar una nueva cam-paña popular a favor de la abolición; por otra parte, tampoco parece haber robustecido entre el pueblo ordinario el deseo de recibir nuevos informes sobre ejecuciones. Prevalece la ambivalencia. Los políticos sin escrúpulos juegan a explotar la opinión pública no informada, mientras que los legisladores conscientes sufren la ame-naza de perder las elecciones por mostrarse «permisivos» y «blandos con el crimen» si no votan a favor de la promulgación de normas encaminadas al mantenimiento de la pena de muerte. Ante esta situación, el actual gobernador de Nueva York, Hugh Carey, ha vetado un estatuto sobre la pena de muerte y ha prometido con-mutar todas las sentencias capitales que se impongan en el caso de que el estatuto sea aprobado, a pesar de su veto, por la legisla-tura del Estado. Sin embargo, parece que el actual alcalde de Nueva York, Edward Koch (que en realidad no posee competencias legis-lativas o ejecutivas en relación con la pena de muerte), consiguió su elección, al menos en parte, gracias a que abogó por la ejecución de los criminales violentos. Los cristianos que sientan horror ante la pena de muerte, vistas las circunstancias, habrán de poner en marcha una nueva estrategia basada en nuevos argumentos con mayor fuerza de persuasión.

Opino, en consecuencia, que el problema de la pena de muerte sólo podrá ser tratado adecuadamente cuando los teólogos cristia-nos acepten el camino marcado por el juez Marshall, relacionen este problema de la pena de muerte con los de la esclavitud y el racismo, capten la posibilidad de una «evolución de la doctrina» a propósito tanto del primero como de los segundos y formulen

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a continuación una argumentación precisa acerca del impacto sim-bólico y «sacramental», dentro de la actual civilización, de la inter-vención del Estado que causa la muerte. Pero esta argumentación habrá de conectar ante todo con las acciones positivas que suponen una valoración de la vida, en especial de la vida de los indefensos y los oprimidos.

Esta combinación de argumentos y práctica será capaz, en mi opinión, de hacer frente al temor público a la violencia, que lleva al pueblo ordinario a reafirmar una especie de convicción de sen-tido común para la que el Estado debe, en el orden «esencial» abstracto, poseer el derecho a infligir la muerte como pena. La ar-gumentación, por tanto, basada en la práctica deberá insistir en la noción histórica de que ese «derecho» nunca más deberá ser ejer-cido. Infligir la muerte «oficialmente» en este momento histórico deberá aparecer como un paso irresponsablemente peligroso hacia atrás, hacia unas actitudes de predisposición a la guerra y de indi-ferencia ante la opresión del ser humano. Pero este descubrimiento sólo será posible si los cristianos aciertan a aceptar el riesgo del propio sacrificio, el riesgo que supone expresar la convicción de que es preciso renunciar a la guerra y acabar con la opresión. La supervivencia de la humanidad depende de que se introduzca en todas las dimensiones de los asuntos humanos, a todos los niveles, el sentimiento constante y eficaz de la dignidad humana. Sólo un esfuerzo resuelto por cuidar de toda vida humana será capaz de ilustrar y articular más eficazmente la idea de que se debe y se puede renunciar a la pena de muerte. Sólo una compasión y una misericordia vivas harán que resulten persuasivos los argumentos de orden político.

Opino que este programa debe fundamentarse en una creencia capital del cristianismo, que extraña e irónicamente ha sido invo-cada raras veces en las discusiones sobre la pena de muerte. La religión cristiana debe su misma existencia a la muerte de un hom-bre que fue colgado del patíbulo de la cruz injusta, arbitraria y caprichosamente. ¿Qué implicaciones prácticas tiene esta creencia en el momento actual de la historia humana, «después del holocaus-to» y de unas guerras que se han caracterizado por una ferocidad y una crueldad sin paralelos en la historia? ¿Qué expresiones de piadosa misericordia para con todos los seres humanos, incluso los

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«culpables», será capaz de infundir a los cristianos, y quizá también a ios que observan el comportamiento cristiano, esa muerte de Cristo, si es que creemos en ella como una praxis que puede trans-formar poderosamente este mundo? Ahí está el desafío que, en mi opinión, va inextricablemente unido a la lucha que hoy mantenemos por eliminar la muerte como castigo.

BIBLIOGRAFÍA

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Mistake (Nueva York 1974). A. Fortas, The Case Against Capital Punishment: «The New York Times

Magazine» (23 de enero de 1977) 9. M. Meltsner, Cruel and Unusual. The Supreme Court and Capital Punishment

(Nueva York 1974). F. E. Zímríng y G. J. Hawkins, Deterrence. The Legal Threat in Crime

Control (Chicago 1973).

J. F. BRESNAHAN

[Traducción J. VALIENTE MALLA]

PENA DE MUERTE Y TORTURA EN LA TRADICIÓN CATÓLICA

En la exposición de este tema pueden seguirse pistas diferentes según el objetivo que se pretenda. Se puede seguir el desarrollo histórico en su aspecto material y presentar testimonios a favor o en contra de estas dos penas, intentando señalar sus motivaciones y las necesidades históricas que las amparaban, para desembocar en el presente con la demostración de que «hoy» la Iglesia está en contra de la tortura de forma absoluta, mientras que se muestra perpleja a propósito de la pena de muerte. También se podría deci-dir dejar los muertos a los muertos y seguir el hilo de las diversas actitudes para utilizar sus argumentaciones en el actual contexto occidental. En este breve e incompleto estudio seguiremos la segunda pista, confiando en la razón pragmática y en la tolerancia que hoy suele observarse en materia de métodos. Adoptaremos dos puntos de partida retrospectivos: con respecto a la tortura, la «Declaración sobre la protección de todas las personas contra la tortura y otras penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes», adoptada por unanimidad (y, consiguientemente, también por la Santa Sede) en la Asamblea General de las Naciones Unidas, resolución 3.452 (XXX), del 9 de diciembre de 1975; con respecto a la pena de muerte, el can. 984 del Código de Desecho Canónico, donde se declara irregulares para recibir la ordenación sacerdotal «al juez que haya pronunciado una sentencia de muerte» (n. 6) y a «quie-nes hayan asumido el oficio de verdugo y a quienes les hayan ayu-dado voluntaria y directamente a ejecutar alguna sentencia capital» (n. 7). Como apoyo a estos «extraños» cánones, formulados en una época en que la Iglesia era claramente favorable a la pena capital, nos servirán los «Elementos de reflexión sobre la pena de muerte» de la Comisión Social del episcopado francés, publicados oficial-mente en Documents-Episcopat (enero 1978).

Por tortura se entiende aquí exclusivamente la que infligen los

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agentes públicos, tanto si está contenida en los códigos del Estado como si se ejerce de hecho en el marco de los poderes judiciales o de la policía. En la historia de Occidente se ha practicado y se practica todavía para obtener una prueba o, después de la confe-sión, para conseguir los nombres de los cómplices u otras informa-ciones o, finalmente, como método de castigo (no tendremos en cuenta este aspecto, ya que más bien forma parte de las penas cor-porales que de la tortura judicial). Por pena de muerte entende-mos la presencia de esta pena en el ordenamiento penal ordinario de un Estado; excluimos, pues, los códigos penales militares de guerra o de estado de sitio. Por tanto, nuestras reflexiones recaerán sobre la tortura y la pena de muerte en cuanto instituciones pena-les ordinarias de un Estado. Finalmente, creemos necesaria una premisa de orden histórico. En la primitiva Iglesia, la tortura y la pena de muerte formaban parte integrante de un conjunto de pro-blemas morales que incluía la guerra, los gladiadores, los jueces de lo criminal, los verdugos y la propia profesión militar. A este con-junto se refiere la máxima «Ecclesia abhorret a sanguine» (la Iglesia aborrece el derramamiento de sangre). Por necesidades de espacio tendremos que tocar esta problemática sólo en referencia a los dos temas propuestos.

I . LA TORTURA

1. Aspecto histórico!

El AT no la conoce, y el NT habla incidentalmente de ella cuan-do Pablo (Hch 22,24ss) apela a su ciudadanía romana para no su-frir la tortura (Lex Porcia). La primera toma de postura del mundo patrístico latino aparece en las obras montañistas de Tertuliano (por los años 197-207). En el De corona (cap. 11) se pregunta cómo podría un soldado cristiano evitar, entre otras innumerables iniqui-

1 P. Fiorelli, La tortura giudiziaria nel diritto comune, 2 vols. (Roma 1953); A. Mellor, La torture. Son bistoire, son abolition, sa réapparition au XX' s. (París 1949); F. Helbing-Bauer, Die Tortur. Geschichte der Folter im Kriminalverfahren (Berlín 1926); R. Quanter, Die Folter in der deutschen Rechtspflege (Dresden 1900); Amnesty International, Report on Torture (Londres 1973); A. Mellor, Je dénonce la torture (París 1972).

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dades, infligir la tortura; en el De idololatria (cap. 17) pregunta el autor con punzante ironía cómo podría un siervo de Dios que tuviera la profesión de juez evitar que se torturase a alguien. Tam-bién Lactancio (que escribió entre los años 305-323) tiene páginas muy duras contra la tortura (por ejemplo, Divinae institutiones V, 20, y VI, 10), donde la considera contraria al derecho humano y a todo bien; pero se refiere a las torturas infligidas a los cristianos, por lo que su testimonio no parece tener para nuestro propósito el mismo valor que el anterior. Agustín (De civitate Dei, 19,6: obra escrita en el 412-416) no condena el fondo de la institución romana de la tortura ni la profesión de juez, pero critica implacable-mente su aplicación, basándose en la certeza de la pena aplicada a un hombre del que no se sabe aún si es culpable, mientras que un culpable podría muy bien soportarla sin confesar.

Pero más importantes que estos tres autores, tan conocidos y citados, nos parecen otros testimonios de la época en la que el Imperio se iba haciendo cristiano de hecho y ya no sólo de derecho. El año 382, durante el pontificado del papa Dámaso, los cánones del sínodo romano a los obispos de la Galia (PL 13,1181ss), ca-pítulo V, n. 13, declaran abiertamente que no pueden sentirse inmunes de pecado los funcionarios civiles que «han emitido sen-tencias de pena capital, han pronunciado juicios injustos y ejercitado la tortura judicial». Todos ellos han vuelto a caer en prácticas que habían abandonado, como impone la disciplina tradicional. Para medir el alcance de este texto recordemos que se conoce un decreto imperial del año 369 que confirma la prohibición de torturar, ex-cepto en delitos de lesa majestad, a los que estaban exentos de esa pena por su clase social o por su dignidad. Pues bien, apenas veinte años después de este texto sinodal, Inocencio I (papa del 401-407) escribe (Epist. VI, cap. 3, n. 7): «Se nos ha pedido nues-tra opinión sobre aquellos que, después de recibir el bautismo, han ocupado cargos públicos y han ejercido la tortura o pronunciado sentencias de muerte. Sobre este punto no se nos ha transmitido nada». Pero, puesto que Dios ha concedido el uso de la espada en el derecho penal, la Iglesia no puede reprobarlo. Sería necesario un análisis profundo de este texto; sugerimos la hipótesis de que, precisamente hacia el año 400, a pesar de las reservas de Agustín, se fue aceptando progresivamente la praxis penal de un Imperio que

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se había hecho cristiano. Como se advierte fácilmente, entre el texto del sinodal y el de Inocencio y Agustín se ha dado un paso decisivo. El primero se mantiene todavía en el plano de Tertuliano (¿pueden los cristianos practicar la tortura judicial?), mientras que los dos últimos se plantean el problema partiendo de que ahora el Estado tiene un número cada vez mayor de funcionarios cristia-nos y de que, si todos se atuvieran a la antigua disciplina, la justicia penal no podría ya seguir su curso «normal».

Así, pues, se produjo un giro en la problemática, no sólo en la solución. De todas formas, con las invasiones bárbaras fue decli-nando la tortura, ya que los nuevos pueblos solían practicar el juicio de Dios con la misma función de la tortura judicial romana. Las fuentes conocidas callan hasta el año 866, con ocasión de la con-versión de los búlgaros. El papa Nicolás I escribe a éstos (DS 648), respondiendo a varias cuestiones dogmáticas y morales, entre las que figura la tortura, practicada entre ellos antes de su conversión. Es el primer caso en la cultura occidental en que se plantea la su-presión de la tortura. La confesión debe ser espontánea; la tortura no está admitida ni «en la ley divina ni en la humana». Con seme-jante procedimiento no se consigue nada o se obtiene algo que no es cierto. Hay que sustituirla mediante el proceso testimonial o el juramento sobre los evangelios. Obsérvese que Nicolás I ni siquiera aconseja los juicios de Dios, que por aquel mismo período sostenía, por ejemplo, Hincmaro de Reims.

Pero la situación dentro del derecho penal occidental habría de cambiar muy pronto. El florecimiento de los estudios del derecho romano imperial en el siglo xn superó los juicios de Dios y volvió a implantar la tortura. Es verdad que en este siglo encontramos todavía un brillante testimonio; pero, según los historiadores espe-cializados como P. Fiorelli, se trata de una batalla de retaguardia. Nos referimos al Decretum Gratiani (2.a parte, causa 15, cuestión 6, Quod vero): «La confesión no debe obtenerse con la tortura, como escribe el papa Alejandro». Que ésta es la última batalla de la man-sedumbre y de la coherencia cristiana puede verse en la misma obra, donde en la propia «causa» 15, cuestión 5, cap. IV, se habla casi con toda certeza de la tortura de los herejes. En el siglo xni ten-dremos la codificación del curso que las cosas seguían ya en la práctica. Los nuevos Estados centralizados vuelven a introducir la

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tortura: Alfonso X en Castilla, Federico II en Sicilia, Luis IX en Francia. Queda excluida —isla feliz— Inglaterra. El giro se pro-duce simultáneamente en la Iglesia. Inocencio IV aprueba en 1244 la legislación penal de Federico II y en 1252 (Ad extirpandam) admite que «los herejes pueden ser torturados sin llegar a la ampu-tación o al peligro de muerte, a fin de que revelen sus errores y acusen a otros, como se hace con los ladrones y los piratas». Así, pues, tortura judicial completa, preventiva e inquisitiva: se ha vuelto al esquema penal romano centrado en la autoacusación y la confesión. La parte moral de la Summa de santo Tomás, cuya Secunda-Secundae se escribió hacia 1268 en la corte papal de Vi-terbo, permite comprobar que se trata de una trágica novedad in-volutiva; en la cuestión 64 (sobre las injurias contra las personas) se habla de la mutilación, de la flagelación de los hijos y de los siervos y del encarcelamiento, pero no de la tortura. Sin embargo, santo Tomás conocía ya la tortura, puesto que en la Expositio super Job, cap. 10,1-5, dice textualmente: «En efecto, a veces ocurre que cuando un inocente es acusado falsamente ante el juez, éste lo somete a la tortura para descubrir la verdad, actuando según justicia; pero la causa de esto es la falta de conocimiento humano». El texto es contemporáneo al de la Summa y reproduce la justifica-ción que daba Agustín de la necesidad trágica de la tortura por el bien común. Pronto empezarán a aparecer los manuales de Inqui-sitio haereticae pravitatis. La Iglesia acepta oficialmente la tortura, incluso en los procesos de herejía, aunque sigue prohibida su eje-cución por los eclesiásticos. Es la eterna lucha entre la inspiración y la institución.

Habrá que esperar al 1522 para escuchar de nuevo la antigua doctrina, a pesar de que precisamente por aquellos años se publi-can los ordenamientos criminales carolinos (Carlos V, 1532), de inaudita crueldad. Se trata del humanista cristiano Juan Vives, que en su comentario al De chítate Dei (19,6) nos ofrece una de las más hermosas páginas cristianas contra la tortura. «Me sorprende que hombres cristianos conserven con un religiosísimo y sumo afecto tantas cosas paganas que no sólo son contrarias a la caridad y la mansedumbre cristianas, sino incluso a la humanidad (argu-mento de Lactancio y de Nicolás I). Agustín dice que la tortura se emplea por causa de la sociedad humana; pero ¿quién no advierte

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que habla con los paganos? ¿Y qué significa de hecho esta nece-sidad —tan intolerable y lastimosa que habría que regarla, si fuera posible, con fuentes de lágrimas— si no es útil y puede quedar abolida sin daño para la cosa pública? ¿Cómo pueden vivir tantos pueblos, incluso esos que los griegos y latinos llaman bárbaros, que permiten torturar durísimamente a un hombre de cuyos delitos se duda? Nosotros, hombres dotados de todos los sentimientos humanitarios, torturamos a unos hombres para que no mueran siendo inocentes, como si no merecieran más piedad que si muriesen, dado que los tormentos son mucho peores que la muerte... Aquí no puedo ni quiero extenderme sobre la tortura...; es un lugar común entre los oradores hablar en favor o en contra de ella. Pero lo que dicen en contra es muy fuerte, mientras que los argumentos a favor son fútiles y endebles». La edición de Vives que he ma-nejado (t. V, ed. Froben, Basilea 1551) ha sido cuidadosamente expurgada por un inquisidor, probablemente italiano; este pasaje es uno de los muchos borrados con tinta y cubiertos con un folio, cuidadosamente pegado para impedir la lectura. Es un pequeño de-talle, pero indicativo de cómo incluso unos propósitos tan piadosos de clemencia eran rechazados por la autoridad inquisitorial de la Contrarreforma.

Habrá que esperar un siglo para que se desarrolle seriamente y se concluya la discusión a nivel teórico. La primera obra es la de Juan Graefe (Grevius), pastor arminiano holandés que publica en Hamburgo en 1624 su Tribunal reformatum, verdadera suma de teología moral sobre este tema. Para darse cuenta de la seriedad de la argumentación basta con recorrer el índice del libro 2, dedi-cado a los argumentos contra la tortura: la tortura no puede justi-ficarse por la Escritura, va contra la caridad cristiana y el derecho natural (constricción a la autoacusación), males que se siguen de ella, sus abusos, los muchos suicidios que se cometen para librarse de ella y, finalmente, una larga serie de testimonios autorizados en contra de la tortura (se cita a Vives y a Montaigne). A esta obra sigue toda una serie de obras católicas: F. von Spee, Cautio crimi-nalis (1631); I. Schaller, Paradoxon de tortura in christiana repú-blica non exercenda(1657); A. Nicolás, Si la torture est un moyen sur a vérifier les crimes secrets (1682). Pero la obra maestra y al mismo tiempo el final de los esfuerzos de estos hombres animosos

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y cristianos es la disertación de C. Thomasius, De tortura ex foris christianorum proscribenda (Halle 1705); su tesis es que hay que proscribir la tortura de los procesos penales de los cristianos por estar en contra del derecho divino y natural; la demostración sigue tres procedimientos sucesivos: la tortura es contraria a la justicia general y constituye una pena desproporcionada; se opone al sentido cristiano de justicia y equidad; argumentos dirigidos contra los puntos de vista de los defensores de la tortura. La conclusión es que el príncipe puede pensar en su abolición como medida pura-mente política, pero que teológicamente y según el derecho natural resulta insostenible. Una posición no de compromiso servil, sino adecuada al absolutismo estatal de la época.

Decíamos que con esto la discusión quedaba teóricamente ce-rrada. De hecho, los ilustrados, a partir de C. Beccaria, Dei delitti e delle pene (Livorno 1764; trad. francesa 1766), recogerán la pri-mera y la tercera serie de los argumentos de Thomasius sin aña-dirles nada propio, pero logrando introducir en los códigos su prohi-bición. Empezaron Suecia y la Prusia del joven rey ilustrado Federico II con la abolición parcial de la tortura, respectivamente, en 1734 y 1740 (por tanto, antes de Beccaria), y el proceso acabó cuando los Estados abolieron formalmente la tortura durante la restauración posnapoleónica. Entre tanto, la Iglesia católica oficial se vio absolutamente superada por los acontecimientos. El 3 de febrero de 1766 el Santo Oficio puso en el índice el libro de Bec-caria, y Alfonso de Ligorio, en la edición de 1785 (última no pos-tuma) de su Teología moral, se preguntaba sin reparo alguno sobre lo que era lícito al juez en cuestión de tortura. De los muchos moralistas que he consultado, sólo uno se adhiere a Thomasius en una pequeña nota, el capuchino alemán R. Sasserath, Cursus theo-logiae moralis (1787): «Lo que hasta ahora he dicho de la tortura lo he tomado de la práctica antigua y de la opinión común de los moralistas; pero hoy se discute con ardor por varias partes si la tortura es un medio conveniente. Por mi parte dejo esta cuestión a la decisión del príncipe».

A partir del siglo xix, los manuales de teología moral no ha-blarán ya de la tortura; este problema quedó resuelto en teoría por los pensadores cristianos del siglo xvn y, en el aspecto penal y en la praxis judicial, durante el siglo XVIII, sin que ni el magisterio

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ni los teólogos católicos lo defendieran ni participaran en la discu-sión. Sólo en el siglo xx, después de la Primera Guerra Mundial, volvió a entrar la tortura, signo de barbarie, no en la legislación (el proceso moderno se basa exclusivamente en los indicios), sino en la práctica de los interrogatorios de la policía, y en no pocos Estados. Contra esta praxis tomó francamente posición el Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, 27,3). La tortura va contra la misma vida, ofende a la dignidad humana y es una práctica vergonzosa. Figura entre los actos que, «si, por una parte, dañan a la civilización humana, por otra manchan más todavía a los que así se portan que a quienes la sufren, y lesionan grandemente el honor del Crea-dor» 2. Es la misma argumentación de la Declaración contra la tor-tura de la ONU: «Es un ultraje a la dignidad humana y tiene que condenarse como contraria a los fines de la Carta de las Naciones Unidas y como una violación de los derechos humanos y de las libertades fundamentales proclamadas por la Declaración universal de los derechos del hombre».

2. Razones aducidas contra la tortura

Volviendo a los propósitos indicados al comienzo de este estu-dio, hemos de preguntarnos ahora cuáles son las razones que pre-sentaron contra la tortura una parte de los pensadores y respon-sables eclesiales. Hasta el siglo iv parece que es posible afirmar que el pensamiento cristiano es contrario totalmente a ella, siguien-do a la tradición que condenaba toda efusión voluntaria de sangre. Faltan los argumentos propiamente dichos, y se afirma continua-mente que la tortura va contra el derecho humano y contra todo mandamiento divino: «Contra jus humanitatis, contra fas omne» (Lactancio). La misma fórmula empleó Nicolás I («Nec divina lex nec humana admittit»), al que por primera vez a través de una historia secular se refirió Pío XII en su mensaje al IV Congreso Internacional de Derecho Penal de 1953. En cambio, Agustín da

2 Cf. Departamento de Teología Moral de la Universidad Católica de Chile, Une étude de théologie morale sur la torture: «Doc. Cath.» 1713 (6-2-1977) 135-139.

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un verdadero argumento: se trata de un castigo anterior al juicio. Que es éste el verdadero argumento agustiniano puede verse en el citado comentario de Tomás de Aquino al libro de Job, donde To-más admite el castigo de un inocente mediante la tortura. Con Vives tenemos finalmente, a nivel de la argumentación, el desarrollo que será fundamentalmente el de Grevius y Thomasius. La tortura es contraria a la caridad y mansedumbre cristiana, a toda humani-dad, produce infinitos males, no sirve para descubrir la verdad necesaria para la defensa de la comunidad y puede eliminarse sin daño para ésta. Se pueden desarrollar ulteriormente estos argumen-tos partiendo también del conocimiento que hoy poseemos de los efectos/finalidad de la tortura. El informe de Amnesty Interna-tional reproduce la tabla de las coerciones de A. D. Biderman, donde se agrupan en ocho clases las consecuencias de los métodos de coerción del comportamiento. Se puede deducir de allí que la tortura tiende a la desintegración y consiguiente aniquilamiento de la personalidad psíquica y moral, prácticamente a la muerte no física de la persona, con consecuencias permanentes. Esto ha sido con-firmado experimentalmente por el grupo médico danés de Amnesty International, en Evidence of Tortur (Londres 1977). Se trata, pues, de una condenación a una pena gravísima realizada por orga-nismos estatales que no están capacitados para infligir pena alguna. Por otra parte, el proceso penal moderno, basado en los indicios y no en la confesión, no obtiene de una autoacusación extorsionada ninguna utilidad para una instrucción correcta. Pero creo que el peso mayor desde un punto de vista teológico reside en otra con-sideración. No es posible sacrificar literalmente la persona humana en su constitutivo más específico —la libertad racional—- a la nece-sidad de una estructura social cuya finalidad última es el bien de todos los individuos. Sin caer en consideraciones de utilitarismo individual, me parece que una de las doctrinas centrales de la an-tropología teológica es la preeminencia absoluta de la dignidad creatural y cristiana. Esta es la posición, totalmente olvidada desde finales del siglo xn, de Padres latinos como León y Gregorio Mag-no cuando hablan de la «dignitas humanae naturae, substantiae, condicionis». Esta dignidad autosubsistente frente a cualquier ins-titución jurídica o comunidad es el motivo por el que, incluso des-pués de los peores (y comprobados) delitos, siempre hay una posi-

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bilidad de penitencia: la salvación prometida por Cristo no está limitada por ninguna necesidad estatal. Tal limitación no sería más que la aplicación del axioma «los fines justifican los medios», máxi-ma expresión política de la negación cínica de toda moralidad y del mensaje cristiano.

I I . LA PENA DE MUERTE

1. Evolución histórica3

El primer testimonio contra la pena de muerte aparece también en el De idololatria (cap. 17) de Tertuliano: «Por lo que se refiere al poder estatal, el siervo de Dios no debe pronunciar sentencias capitales». Lo mismo sostiene en el De spectaculis (cap. 19), obra que no es montañista todavía. Y en Divinae institutiones (VI, 20) dice Lactancio: «Cuando Dios prohibe matar se refiere no sólo al asesinato para robar, sino también al hecho de que no se debe matar ni siquiera en los casos en que los hombres lo consideran justo... Por eso no es lícito para el jurista, cuya tarea es la admi-nistración de la justicia, ni siquiera acusar a uno de un delito ca-pital, ya que no hay ninguna diferencia entre matar con la palabra y matar con la espada; lo que está prohibido es el hecho mismo de dar muerte a un hombre». En la misma línea afirma Minucio Félix en Octavius, V (hacia el año 225): «Para nosotros no es justo asistir a la ejecución de un hombre ni escuchar su relato; somos tan contrarios al derramamiento de sangre que ni siquiera comemos la sangre de los animales sacrificados». Todavía son más explícitos los Cánones de Hipólito, II , 16, obra que refleja tradi-ciones egipcias muy antiguas. Al hablar de la profesión de posibles catecúmenos afirman: «Quienes tengan el poder de la espada y los magistrados urbanos que llevan la púrpura (el juez penal), renun-cien a su cargo o sean excluidos (de la catequesis)». A comienzos

3 H. Hetzel, Die Todesstrafe in ihrer kulturgeschichtlicben Bntwicklung (Berlín 1870); F. Skoda, Doctrina catholica de poena mortis a C. Beccaria usque ad nostros dies (Roma 1959); P. Savey-Casard, L'Église catholique et la peine de tnort: «Rev. de Science Criminelle et de Droit Penal Com-paré» 16 (1961) 773-785.

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del siglo iv, el canon 56 del Concilio de Elvira (305) ordena que los magistrados duunviros, aunque normalmente no tengan que pronunciar sentencias de muerte, no deben entrar en la Iglesia durante el año de su mandato. El mismo Ambrosio (340-397) nos revela la dificultad de la Iglesia en este aspecto. Hacia el año 385 escribe al magistrado Studius: «No se encuentran fuera de la Iglesia quienes se han creído obligados a pronunciar una sentencia de muer-te, pero la mayor parte de ellos se mantienen apartados de la co-munión eucarística y son por ello dignos de elogio. Yo sé que la mayoría de los paganos se sienten orgullosos de haber traído de su administración en las provincias una segur no ensangrentada: ¿Qué tendrán que hacer, pues, los cristianos?». En Rom 13 se reconoce al Estado el poder de matar, pero nosotros tenemos que imitar a Cristo en su perdón a la adúltera, «porque puede ser que haya para el criminal una esperanza de mejorar: si no está bautizado puede recibir el perdón; si está bautizado, la penitencia» (Epist. 25). El antiguo funcionario imperial plantea aquí claramente el problema y el dilema de la Iglesia integrada ya en el Estado. La misma línea sigue Agustín. Tras haber reconocido en el De libero arbitrio I que la pena de muerte es un mandamiento de Dios, en la Epístola 54 a Macedonio admite la necesidad de la severidad, aunque con la restricción de que hay que tener en cuenta la mansedumbre cris-tiana. «Vuestra severidad es útil porque asegura nuestra tranquili-dad; nuestra intercesión es útil porque templa vuestra severidad» (Epist. 153).

Lo mismo que en el caso de la tortura, parece que a comienzos del siglo v se produjo un viraje dentro de la Iglesia. El sínodo romano del 382 conserva aún la antigua actitud, pero Inocencio I la abandona explícitamente.

Por eso es más admirable la doctrina de Nicolás I en la men-cionada carta a los búlgaros. Debéis comportaros como el apóstol Pablo, que de perseguidor se convirtió en seguidor de Jesús y no sólo desistió de aplicar la pena de muerte, sino que se entregó por entero a la salvación de las almas. También vosotros tenéis que dejar vuestras costumbres y no sólo debéis evitar toda ocasión de matar, sino también salvar sin vacilación alguna la vida del cuerpo y del alma de vuestro prójimo en cualquier circunstancia. Tenéis que salvar de la muerte no sólo a los inocentes, sino también a los

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criminales, ya que Cristo os ha salvado de la muerte del alma (Epis. 97, cap. XXV). En concomitancia con esta doctrina que re-cogía la enseñanza tradicional después de las grandes invasiones bárbaras, la Iglesia seguirá basando su disciplina penitencial en el principio de la conversión; los libros penitenciales de los siglos vm y ix, cuando hablan de casos de criminalidad capital, los consideran sólo como pecados. Esos pecados, dado que siempre hay posibilidad de conversión, tienen que ser expiados según su gravedad, pero nunca castigados con la pena de muerte. Pero en el siglo xn las Decretales reconocen explícitamente que el Estado tiene derecho a aplicar la pena capital (gladius materialis); en cambio, niegan que lo tenga la Iglesia (gladius spiritualis) y que los clérigos puedan ejecutarla. Pero ha desaparecido la antigua actitud que atribuía a la Iglesia una intervención mitigadora; más aún, en los casos de herejía y de magia la Iglesia tiene que velar por su aplicación. De estos textos proviene el residuo de oposición a la pena capital que encontramos en el actual derecho canónico, como dijimos a co-mienzos de este artículo.

Lo mismo que en el caso de la tortura, es decisivo el siglo XIII. Inocencio III declara en el 1208 contra los valdenses: «En rela-ción con el poder civil afirmamos que se puede ejercer el derecho penal capital, con la limitación de que el castigo no se inflija por odio, sino por prudencia; no de manera incauta, sino después de madura reflexión» (DS 795). Esta doctrina se recoge en la teología de la época. Tomás de Aquino (Summa theologiae II-II, q. 64, a. 2) sistematiza la solución unos sesenta años más tarde: «Si un hombre resulta peligroso para la comunidad y la corrompe por culpa de algún pecado, es loable y justo matarlo para preservar el bien común. Mt 13 (parábola de la cizaña) obliga a proceder con pru-dencia; pero cuando no se corre peligro de matar al inocente hay que ajusticiar a los pecadores. Lo mismo que hace el propio Dios, también la justicia humana matará al que resulta peligroso para los demás y reservará para la penitencia a los que, aun habiendo pecado, no son gravemente peligrosos. Cuando el hombre peca, cae del orden racional y de la dignidad humana, que consiste en el hecho de que el hombre es por naturaleza libre y existente por sí mismo; al perder esta dignidad, cae al nivel de los animales, y entonces se procederá con él en función de la utilidad de los demás». Por los

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mismos años escribe Tomás (Contra gentiles III , 146): «El bien común es mejor que el bien particular de una sola persona. Por consiguiente, hay que suprimir un bien particular para conservar el bien común. Pues bien, la vida de algunos hombres pestilentes impide el bien común, que consiste en la concordia de la sociedad humana. Dicen algunos que el hombre puede mejorar mientras vive y que por eso no se debe matarlo, sino darle ocasión de penitencia; haec autem frivola sunt, son razones que no se sostienen». De este texto podemos deducir que había algunos contemporáneos de santo Tomás contrarios a la pena de muerte por motivos teológicos y que su razonamiento se basa en el hecho de que se juzga a la pena de muerte como el único medio para proteger a la sociedad gra-vemente amenazada. Esta teoría de santo Tomás tendrá eco a través de los siglos y en el fondo sigue estando todavía muy di-fundida, no sólo en el mundo católico. También Duns Escoto (t 1308) admite la ejecución capital, pero sólo en los casos pre-vistos explícitamente en la Escritura, dado que allí deroga Dios el quinto mandamiento. Así estará permitido matar al asesino y al blasfemo, pero no al ladrón ni (después de Mt 13) al adúltero (Summa theologiae, t. IV, apéndice, cuestión 64, a. 2).

Las cosas siguieron así durante varios siglos, a pesar de que siempre hubo una oposición latente. Por ejemplo, la convención del clero galicano del año 1700 condenaba como errónea y herética esta proposición: «¿Dónde está escrito expresamente que Dios per-mite a los reyes y los Estados matar a los delincuentes? ¿Está en la Escritura y en la tradición, o es un artículo de fe?». En 1786 el abate C. Malanima publicó en Livorno un Commento filológico critico sopra i delitti e le pene secondo il gius divino, donde, ape-lando a Beccaria, sostiene que el NT revocó el precepto vetero-testamentario de matar al criminal. En 1867 el abate Le Noir, en la segunda edición del Dictionnaire de théologie de Bergier, se de-clara contrario a la pena de muerte (cuestión muy discutida en su época, que vio las primeras legislaciones abolicionistas), recurriendo a Escoto y a la moción censurada por la convención de 1700. F.-X. Linsemann, en Lehrbuch der Moraltheologie (1878) § 137, ofrece un excelente estudio del problema. Su pensamiento esencial es que el derecho a la pena de muerte no puede proceder de la sociedad ni puede deducirse simplemente de los fines y de la natu-

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raleza de la pena en general, sino que sólo puede sostenerse sobre la base de la extrema legítima defensa. Por eso sólo admite la pena de muerte en casos de extrema necesidad social, «revueltas, estado de sitio y situaciones semejantes». «La supresión legislativa de la pena de muerte es sólo un problema político o de civilización; los fundamentos del derecho no contienen nada que se oponga a ella». La misma postura, aunque por otros caminos, adopta J. Leclercq, Lecons de droit naturel IV (Lovaina 1955): «La pena de muerte, como toda pena, sólo es legítima cuando corresponde a la defensa legítima de la colectividad. No se basa en un derecho del Estado a disponer de la vida de los ciudadanos, sino sólo en la necesidad social. La vida del hombre tomada en sí misma es inviolable tanto para el Estado como para los individuos». Estas dos posiciones corresponden en sus consecuencias a la de C. Beccaria, que limitaba la pena de muerte a los casos de sedición y cuando fuera necesaria para apartar del crimen a los no delincuentes. Posturas más rígidas se encuentran en el último siglo sólo entre autores «menores», como G. Coco Zanghy, II cattoücesimo e la pena di morte (Catania 1874), combatido por «La Civiltá Cattolica» de la época, y el aus-tríaco J. Ude, Du sollst nicht tóten (Dornbirn 1948), quienes se basan en el hecho de que Dios no ha dado a la autoridad civil el derecho a derogar el quinto mandamiento.

2. Razones aducidas contra la pena de muerte

Si no ha sido necesario detenerse mucho tiempo en las razones contra la tortura, ya que ha sido rechazada de todo Estado de dere-cho, no es posible despachar en pocas palabras el asunto de la pena de muerte. La pena capital sigue presente en muchos códigos penales y, sobre todo, está presente como solución posible y quizá deseable en el espíritu de no pocos cristianos, en proporción con el aumento de la criminalidad grave tanto común como política. Los escasos adversarios de esta pena en los cuatro primeros siglos dan la misma razón que para la tortura: la pena de muerte es contra el mandamiento de amor de Jesús y de los Apóstoles; en el acto de su ejecución aparece claramente su carácter de venganza y de falta de misericordia. Este punto de vista es comprensible si se

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tiene en cuenta la impresión que causaban las atroces ejecuciones de los cristianos. De hecho se alega siempre como fundamento la referencia a la ejecución de los cristianos, que eran condenados a muerte por causa de su fe. Desde el punto de vista cronológico, esta postura queda limitada a los tres primeros siglos, a la época en que el cristianismo era perseguido por el Estado. En cambio, cuando el cristianismo fue reconocido oficialmente, modificó sus relaciones con las leyes del Estado4. No obstante, los documentos citados muestran que el cambio se produjo hacia finales del si-glo iv y.principios del v, y no sin dificultades, precisamente por ser contrario tanto a la experiencia moral como a la tradición doctrinal. Se asiste entonces a la adopción de la postura estatal, siendo Tomás de Aquino el ejemplo más claro. Pero como hizo observar hace años B. Schüller, en la argumentación se presupone como un dato de hecho precisamente lo que se desea demostrar: la necesidad de la pena capital. Por otra parte, el mismo Tomás de Aquino dice claramente que «la justicia humana matará al que resulta peligroso para los demás y reservará para la penitencia a los que, aun habiendo pecado, no representan un grave peligro para los otros». Admite, pues, que sólo la peligrosidad social extrema justifica la pena ca-pital.

Ahora nuestro problema es el siguiente: ¿hay también motiva-ciones teológicas en favor de la pena capital? El citado documento de la comisión del episcopado francés nos da una respuesta, decisiva a nuestro juicio, sobre el aspecto de expiación, único que tiene una dimensión teológica, de la que carecen la protección o la disuasión: la venganza tiene en su contra todas las razones teológicas, mientras que la protección y la disuasión competen al poder político y no necesitan apoyarse en un juicio teológico directo. «La conciencia colectiva siente que un asesinato es un desorden muy grave, abso-luto. Cree que este desorden tiene que ser reparado con un acto también absoluto y definitivo. Por eso se habla de 'expiación'. De hecho, después de una ejecución, se dice que el ejecutado ha 'ex-piado' su culpa. Pero hablando rigurosamente, ¿puede decirse que 'lo ha expiado'? En realidad este término está tomado del lenguaje religioso. Probablemente conserva en la conciencia colectiva algo

4 G. Schmid, Christentum und Todesstrafe (Weimar 1938) 36.

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de aquella concepción pagana de las religiones que admitían los sacrificios humanos. Pero la tradición judeo-cristiana le ha dado su verdadero significado, único admisible en la actualidad, dada la concepción que tenemos del hombre. La expiación se comprende dentro de la perspectiva de pecado, sin que se siga de ello la su-presión del pecador. Al contrario, es él quien expía libremente, reconociendo que se ha alejado de Dios, confesando su culpa y dirigiéndose a Dios con la seguridad de su misericordia. Su recon-ciliación con Dios y con la comunidad se lleva a cabo en una vida vivida en adelante en la justicia y la verdad. Hablar de expiación por la pena de muerte que infligen los tribunales es quitar a este término su sentido auténtico». Por consiguiente, cabe decir que, partiendo de la Escritura, nosotros traemos un mensaje que en este aspecto se basa en tres puntos: respeto al hombre, misericordia de Dios y Jesús salvador de los hombres. Por eso, desde el punto de vista teológico, para poder aceptar que el Estado de derecho, en una situación relativamente normal (no de guerra externa o civil), tenga derecho a aplicar la pena de muerte, es estrictamente necesario que se demuestre que no existe ninguna otra forma de conservar la paz y la justicia.

Partiendo de que la pena capital es la más dura de las penas, hay que considerar cuáles son los objetivos que el Estado de derecho contemporáneo atribuye a la pena. Sólo cuando se demuestre que la pena de muerte responde a esos objetivos será posible «delegar» al Estado un juicio extremo sobre algunos miembros del pueblo soberano. Pues bien, la pena puede tener alguno de estos cinco objetivos: 1) Satisfacción (compensación) a la víctima: es la finali-dad primitiva que aparece en la antigua venganza privada y en la ley del talión. 2) Ejemplaridad social. 3) Intimidación del propio delincuente, 4) Protección de la sociedad, impidiendo que el delin-cuente pueda perjudicarla de nuevo. 5) Enmienda del condenado, hoy lo más importante.

Respecto al primer objetivo general de la pena, la ejecución capital está concebida la mayoría de las veces en el sentido de vida por vida. Pero se trata evidentemente de un abuso de lenguaje: con un segundo homicidio legal no se elimina el primero ilegal; la familia de la víctima únicamente tiene la sensación que la venganza ha sido ejecutada por el Estado, que puede devolverle la persona

Vena de muerte y tortura en la tradición católica 705

perdida. Por lo que respecta a la disuasión de los potenciales de-lincuentes graves, está por demostrar que la pena capital sea ver-daderamente eficaz. Ante todo, es difícil que se pueda evitar de este modo un delito capital, ya que el delincuente que sopesa con frialdad las ventajas y los inconvenientes no existe más que en las novelas. Además sigue siendo válida la ironía de Voltaire, el cual narra que en Inglaterra, durante las numerosas ejecuciones capitales públicas que se infligían incluso por crímenes de poca monta, había un buen número de rateros que se dedicaban a vaciar los bolsillos de los espectadores. El tercero y el quinto objetivo no pueden evi-dentemente alcanzarse con la pena máxima, que elimina precisa-mente al propio sujeto. Queda el cuarto, la protección de la sociedad y el evitar que la misma persona vuelva a cometer el mismo crimen. Pero el Estado contemporáneo tiene otros muchos medios distintos de la ejecución. Por ejemplo, las prisiones (y esto debilita algunas argumentaciones, como la de Tomás de Aquino, en el sentido de que de la misma premisa primera de seguridad de la sociedad se puede concluir lo contrario), como sistema de satisfacción, datan de mediados del siglo pasado. Los primeros ejemplos surgieron en Holanda sólo hacia mediados del siglo xvin. Se trata de un caso típico de argumentación moral: entre la premisa normativa y la conclusión, también normativa, existe una segunda premisa des-criptiva; si se cambia ésta se tendrá evidentemente una conclusión normativa diferente. Pero también se puede proceder al revés y considerar las consecuencias negativas que se siguen en concreto de la admisión de la pena de muerte.

Ateniéndonos a lo concreto, veamos cuáles son los motivos que alega en favor de su tesis una organización que solicita la abolición de la pena de muerte. Se trata de la Declaración de Estocolmo de Amnesty International, del 10-11 de diciembre de 1977: la pena de muerte se utiliza frecuentemente como instrumento de represión contra grupos raciales, étnicos, religiosos y de oposición política o contra representantes de minorías (argumento del abuso legal). La ejecución es un acto de violencia, y la violencia tiende a provo-car la violencia (argumento de la limitación de la violencia y del odio). La decisión y la aplicación de la pena de muerte manchan a todos y a cada uno de los individuos implicados en el procedi-miento (es el argumento de la dignidad humana del Código de

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Derecho Canónico y de la Gaudium et spes). No está probado históricamente que la pena de muerte produzca un efecto disuasivo especial (argumento de la utilidad probada y de la necesidad inde-rogable). La pena de muerte adquiere cada vez más la forma de desapariciones inexplicables, de ejecuciones extrajudiciales y de ase-sinatos políticos (argumento del abuso ilegal). La ejecución es irre-vocable y puede infligirse a personas inocentes (argumento de la difícil aplicación)5.

Por consiguiente, nos parece que hay que aceptar enteramente las conclusiones de la Comisión Justitia et Pax de Estados Unidos en su estudio sobre la Iglesia y la pena de muerte: «Todos estos puntos (teóricos y pastorales) convergen hacia una actitud pastoral que ha de ser la siguiente: hay que preconizar la abolición de la pena de muerte por los valores éticos que están en juego y por la falta de argumentos decisivos en contra. En 1972, la Conferencia Católica del estado de Indiana habló de la conciencia cada vez más viva del carácter sagrado de la vida. Los obispos americanos se han expresado y han actuado con vigor en favor de la vida, contra el aborto y la eutanasia. Por tanto, una lógica interna tendrá que llevar a los católicos, convencidos de que la vida es algo sagrado, a ser consecuentes en su defensa y a extenderla al problema de la pena capital. Semejante actitud ha hecho que los católicos se sitúen al lado de los cuáqueros, que tienen una larga tradición de lucha en favor de la vida»6.

F. COMPAGNONI [Traducción: A. ORTIZ GARCÍA]

5 Cf. P. Bockelmann, Die rationalen Grünie gegen die Todesstrafe, en Die Frage der Todesstrafe (Munich 1962).

6 En «Origins NC Documentary Service» (9-12-1976); trad. francesa en «Doc. Cath.» 1713 (6-2-1977) 139-140.

LA PENA DE MUERTE EN LA TEOLOGÍA EVANGÉLICA

I

El artículo 102 de la Constitución de la República Federal Ale-mana declara categóricamente: «Queda abolida la pena de muerte». El interés que tiene la teología evangélica alemana por este tema es, por tanto, más de carácter histórico que de actualidad, pese a que ciertos crímenes alevosos y actos terroristas hacen que surjan voces en pro de la pena capital. Sin embargo, el debate surgido en la teología protestante alemana durante los siglos xix y xx puede ser instructivo, ya que en él se enfrentaron partidarios decididos y adversarios resueltos, cuyos argumentos pueden considerarse clásicos. En el siglo xix abogaron por la pena de muerte Kant y Hegel, filósofos protestantes, y a ellos se sumaron la mayoría de los teólogos evangélicos, con la clara excepción de Schleiermacher. En el siglo xx el mayor abolicionista es Karl Barth, al que se unió Ernst Wolf, mientras algunos teólogos luteranos (como Paul Al-thaus, Walter Künneth y Gerhard Gloege) defendieron la pena de muerte incluso años después de estar abolida constitucionalmente.

Podemos limitarnos a los argumentos aducidos en la discusión de los siglos xix y xx, pues la lucha contra la pena de muerte cuenta apenas doscientos años: comenzó con el libro de Cesare Beccaria Dei delitti e delle pene, aparecido en 1764. Hasta entonces era convicción común entre los cristianos que la autoridad legítima del Estado tenía potestad para imponer la pena capital a los malhecho-res. El apóstol Pablo afirma en Rom 13,4 que la autoridad es agente de Dios para bien del hombre, y advierte: «Pero si no eres honesto, teme; que por algo lleva la espada: es agente de Dios, ejecutor de su reprobación contra el delincuente». Por eso, el ar-tículo 16 de la Confesión de Augsburgo (1530), «De rebus civili-bus» («Sobre los asuntos temporales»), enseña que «entre las leyes

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y normas de buen orden establecidas» figura también «el derecho de administrar justicia y dictar sentencia según las leyes imperiales y otras normas usuales, castigar con la espada a los malhechores y hacer guerras justas». Así, pues, los reformadores fundan en la fun-ción de la autoridad la facultad de imponer y aplicar la pena capital: la autoridad ha recibido por disposición divina la función de cas-tigar, el ministerio de la espada1. Lutero llega a decir con toda crudeza que es Dios mismo quien ahorca, venga y decapita, cuando lo hace la autoridad legítima. En aquella época, los reformadores propugnaron la licitud de la pena capital contra los fanáticos y anabaptistas, porque consideraban que su negación por los fanáticos ponía en tela de juicio y negaba la función y legitimidad de la auto-ridad secular. Fundan prácticamente la pena de muerte en su eficacia para corregir y disuadir á los malvados. Para una concepción tan centrada en la prevención del crimen, la pena capital era una forma lícita de castigo, si bien Lutero recomendaba la benignidad de un amor razonable y la epiqueya.

II

Durante la Ilustración se produce un cambio en el modo de enjuiciar la pena de muerte: se deja de fundarla exclusivamente en la potestad punitiva de la autoridad y se incluye también en los análisis la persona del culpable. La pena capital se considera ahora algo incompatible con el respeto a la dignidad humana, primero del reo y luego del que impone el castigo. A ello se añade el argu-mento de que la pena de muerte por sí sola no permite asegurar la protección de la comunidad frente a los malhechores.

1. Kant y Hegel se opusieron a la tesis ilustrada de que el respeto a la dignidad humana exige abolir la pena de muerte y pro-porcionaron una nueva justificación de dicha pena que tuvo gran influjo en la época posterior. La argumentación de Kant es diferente de la de Goethe, el cual veía en la abolición de la pena capital el

1 M. Lutero, Werke Kritische Gesamtausgabe (Weimar) (WA), vol. 11, 254s (Von weltlicher Obrigkeit, 1523); vol. 19,584 (Vter trostliche Psalmen an He Kónigin von Ungarn, 1526).

La pena de muerte en la teología evangélica 709

comienzo del caos público: «Si la sociedad renuncia al derecho de imponer la pena de muerte, reaparecerá automáticamente la defensa propia: llamará a las puertas la venganza de sangre» (Maximen und Reflexionen, 685). Kant basa sus argumentos más bien en la «per-sonalidad moral» del culpable. Considera la impugnación de Bec-caria como un «sentimentalismo compasivo nacido de un falso res-peto a la dignidad humana»2. El principio de justicia exige más bien la pena de muerte. Porque la libertad de la persona implica que se le depare la justicia que le corresponde por sus obras. Kant alude a la idea de represalia y a la ley del talión cuando dice: «No hay paridad alguna entre la vida, por penosa que sea, y la muerte; por tanto, tampoco hay paridad entre el crimen y el castigo, que es la muerte impuesta judicialmente al malhechor sin unas torturas que podrían degradar la humanidad del reo». Y añade: «Incluso en la hipótesis de que se disolviese la sociedad civil por acuerdo de todos sus miembros (por ejemplo, que los habitantes de una isla decidiesen separarse y dispersarse por todo el mundo), habría que ajusticiar antes al último criminal encarcelado para que todos advir-tieran lo que merecen sus actos y para que el homicidio no pesase sobre el pueblo que no exigió el castigo»3. Con una implacabilidad verdaderamente veterotestamentaria, Kant insiste en que se man-tenga la pena de muerte, ya que sólo ella garantiza el respeto a la personalidad moral del culpable y la salvaguardia del orden moral del mundo. Hegel sigue a Kant afirmando que el «honor» del delin-cuente exige que se le haga justicia mediante el castigo.

De Kant y Hegel arranca la teoría metafísica de la pena que tanto influyó en la teología evangélica: la pena sirve para expiar la violación del orden moral y ha de ser proporcionada al delito. Se orienta a reparar el derecho violado y debe ajustarse al orden supraindividual de la justicia. El criminal es considerado como per-sonalidad moral en cuanto que se le hace participar —aun contra su voluntad— en el orden moral objetivo y general. Cuando se aplica la pena de muerte no se trata sólo de mantener la autoridad y el orden dentro del Estado, sino también de salvaguardar el ca-rácter absoluto del orden moral.

2 Immanuel Kant, Die Metaphystk der Sitien (1797), en Werke, 6 vols., editados por Wilhelm Weischedel, vol. 4 (Darmstadt 1956) 457.

3 Ibtd., 455. i

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Los juristas y teólogos protestantes adoptaron esta fundamenta-ción metafísica de la pena de muerte4. El profesor de derecho, Frie-drich Julius Stahl (1803-1861), en Die Philosophie des Rechtes, 2 vols. (Heidelberg 31854), y el teólogo Richard Rothe (1799-1867), Theologische Ethik, 5 vols. (21868-1871), obra que alcanzó gran difusión, abogaron con especial energía por la pena de muerte. Al carácter absoluto del orden moral que el Estado debe imponer se añade como argumento la idea de expiación y «autopunición», según la cual el delincuente debe aceptar interiormente el castigo. Así, la pena de muerte no es sólo una expiación objetiva del orden metafísico violado, sino que también suscita la disposición subje-tiva para la expiación, idea reflejada en la expresión popular «arre-pentimiento en la horca».

2. Los argumentos con que el idealismo alemán justificó la pena de muerte fueron ampliamente aceptados por la teología evangélica. Pocas voces se alzaron en contra. Entre ellas figura la de Friedrich Daniel Ernst Schleiermacher (1768-1834), que trata el tema en Christliche Sitie5. Según él, exigir al culpable, con Hegel, que apruebe su castigo equivale a exigirle que acepte el suicidio. A diferencia del idealismo alemán, Schleiermacher considera que la finalidad de la pena no es restaurar el orden moral, sino rehacer la obediencia del que ha violado la ley. La pena queda así encua-drada en el contexto más amplio de la formación moral de la per-sona. Pasa a ser una medida pedagógica; en términos actuales: debe tender a la resocialización, con lo que el carácter jurídico del castigo legal pasa a segundo término en este autor. La pena debe conseguir que el penado obedezca de nuevo al ordenamiento jurídico no sólo soportándolo pasivamente, sino tomando parte activa en él. Así, pues, la pena no sólo sirve para proteger la comunidad, sino que también debe rehabilitar socialmente al delincuente. Según Schleier-

4 Cf. Trutz Rendtorff, Die Begründung des weltlichett Strafrechts in der theologischen Ethik seit Schleiermacher, en Hans Dombois, Die weltliche Strafe in der evangelischen Theologie (Witten 1959) 9-97; id., Todesstrafe III, en Die Religión in Geschichte und Gegenwart, vol. 6 (Tubinga 31962) 926-929; id., Strafe, en Ev. Staatslexikon (Stuttgart 1966) 2240-2243.

5 Friedrich D. E. Schleiermacher, Die christliche Sitte nach den Grund-sátzen der evangelischen Kirche im Zusammenhange dargestellt, ed. L. Joñas (Berlín 1843), Werke 1,12, pp. 241-263, 248s.

La pena de muerte en la teología evangélica 711

macher, la abolición de la pena de muerte representa el primer paso en esta senda hacia una concepción de la pena que tenga como meta la integración del delincuente en la sociedad.

Basta comparar a Kant y Hegel con Schleiermacher para darse cuenta de que la discusión en torno a la pena de muerte es decisiva para la concepción general de las penas y sus fines. Si las penas no tienen más finalidad que garantizar el orden jurídico y salva-guardar el orden moral universal, entonces la pena de muerte es la más alta expresión de las penas en general. Pero si se considera como objetivo de la pena la reinserción del culpable en la comu-nidad, la pena de muerte es absurda: es imposible regenerar a un ajusticiado. Se le expulsa definitivamente de la comunidad que, de esa forma, no podrá ya beneficiarse de su enmienda. Schleiermacher da importancia á las penas correccionales precisamente porque su-pone una relación recíproca entre el individuo y la comunidad en el castigo. La pena debe tener en cuenta la futura vida del delin-cuente y de la sociedad. Karl Barth y Emil Brunner recogen estas ideas cuando aducen la complicidad de la sociedad en todo delito como motivo para abolir la pena de muerte.

Por consiguiente, tras la diferente valoración de la última pena hay motivos diversos: además de la preocupación por la autoridad estatal, mueven a los defensores de dicha pena la absoluta obliga-toriedad moral del orden jurídico, en algunos casos, una concepción religiosa de la expiación y, eventualmente, los efectos disuasorios. La sociedad, el Estado y el derecho tienen aquí una prioridad abso-luta sobre el individuo, sobre el culpable. En cambio, los adversa-rios de la pena capital destacan la absoluta prioridad de la persona frente al orden jurídico. Además ponen en duda el efecto disua-sorio de tal pena, así como la tesis de que sólo ella puede garan-tizar últimamente la autoridad del Estado.

I I I

1. Mientras en el siglo xix los abolicionistas constituían una pequeña minoría en la teología evangélica, en el siglo xx la impug-nación teológica de Karl Barth ha encontrado un amplio consenso entre los teólogos evangélicos. Lo cual va unido a un« mayor aten-

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ción a la personalidad concreta del delincuente, a un rechazo radical de las teorías metafísicas sobre la pena y al progresivo abandono de la idea de disuasión en beneficio de la reinserción social, así como a una adecuación del castigo al futuro humano del delincuente. En el fondo está también la renuncia a una concepción totalitarista y autoritaria del Estado y, en casos extremos, la disolución de la mis-ma idea de Estado en el marco de una concepción que interpreta la sociedad como un proceso ininterrumpido de socialización. De ahí que la ética social de la Iglesia evangélica no se considere ya primariamente como defensora del poder estatal, sino como porta-voz del hombre; por eso insiste en la corresponsábilidad de toda la sociedad respecto a los presos.

Karl Barth (1886-1968) es el principal representante de esta corriente, pero no el único6. Junto a él hay que mencionar ante todo a Ernst Wolf (1902-1971)7. La obligación de la sociedad a mostrarse solidaria con el delincuente por ser también hombre, y la responsabilidad de la misma sociedad en la génesis y evolución de la delincuencia excluyen la aplicación de la pena capital. Cuando la aplica, el propio Estado se coloca en el plano de la defensa per-sonal anárquica. El poder disuasorio de la pena de muerte es du-doso. Además, tal pena es incompatible con la finalidad de refor-mar al culpable. Como ya hizo el moralista católico Franz Linse-mann en el siglo xix, Karl Barth apela a la muerte expiatoria de Cristo contra quienes aducen la idea de expiación para legitimar la pena capital. «¿Cómo es posible que ante Jesucristo clavado en la cruz por los pecados del mundo se utilice una y otra vez la idea de expiación para justificar la pena de muerte?»8. Los argumentos de Barth son exclusivamente cristológicos: la expiación por el pe-cado se realizó de una vez para siempre en la muerte de Cristo. Por eso mismo, Dios ha privado a los hombres del poder de dis-poner de la muerte como instrumento de castigo. Para Barth, la alusión a la muerte expiatoria obliga a que en el derecho penal se abandone por completo la idea de expiación. En la muerte de

6 Karl Barth, Die kirchliche Dogmatik, vol. 3, parte 4 (KD III, 4) (Zollikon-Zurich 1951) 499ss.

7 Ernst Wolf, Todesslrafe, en Unterwegs 11, Naturrecbt oder Christus-recht, Todesstrafe (Berlín 1960) 37-74.

• Barth, 506.

La pena de muerte en la teología evangélica 713

Cristo, la expiación fue exclusivamente obra de Dios. Después de Cristo, las penas impuestas por los hombres sólo tienen sentido como medida pedagógica y de resocialización. Si prescindimos de la argumentación cristológica, tan importante para Barth, su forma de entender la pena coincide en este punto con las teorías penales modernas. En la crítica de tales teorías se discute si el derecho penal puede convertirse plenamente en un código de medidas peda-gógicas. Los teólogos discuten a su vez si la expiación realizada en la muerte de Cristo permite concluir la abolición de toda expiación humana. Pero hay que coincidir con Barth en que la fe cristiana en el Crucificado lleva a criticar toda teoría penal absoluta y, aunque no suprime completamente los castigos, los relativiza: la fe cristiana no puede admitir como pauta del derecho penal secular ni una sen-tencia absoluta ni una pena absoluta. Además, una visión cristiana de la pena no podrá normalmente estar centrada en el pasado, sino que deberá fijarse en el futuro; concibe la pena como «enmienda y reinserción de los culpables en la sociedad»9. Por eso es imposible legitimar religiosamente la pena capital y sancionarla teológicamente. De ahí que Karl Barth no admita su aplicación más que en casos excepcionales: el examen de ciertos crímenes políticos puede auto-rizarla en el caso límite de crimen de alta traición en plena guerra; también el tiranicidio constituye para Barth una posibilidad ética en casos extremos 10. En ambos casos se trata, según él, de un acto de lealtad a la patria in extremis. La pena capital puede convertirse, pues, en un recurso extremo de legítima defensa de la comunidad, si bien no tiene cabida en el ordenamiento jurídico normal del Estado.

2. La discusión teológica del derecho a imponer la pena de muerte despertó la oposición de los luteranos, sobre todo de Paul Althaus (1888-1966) y de Walter Künneth (1901). Aducen con-tra Barth la doctrina de los dos reinos, según la cual no puede aplicarse al derecho penal secular y terreno la expiación que Dios realizó en la cruz. En favor de la pena de muerte se aducen: 1) la santidad del orden ético legal; 2) la idea de expiación; 3) la sobe-ranía del Estado. Así, W. Künneth, invoca la ordenación divina del

9 Paul Ricoeur, citado por Ernst Wolf, 73. 10 Cf. Barth, 512ss; Ernst Wolf, 65ss.

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mundo para excluir cualquier teoría humana sobre la finalidad de la pena. Su argumeno sigue, pues, una línea opuesta a la de Karl Barth: el criminal viola no sólo una ordenación humana de la vida, sino también la santidad del orden que Dios ha impuesto al mundo. Künneth y Althaus ven en la pena de muerte una restauración del orden divino: la pena capital es restablecimiento del orden jurídico objetivo, no expiación subjetiva. Por eso es también independiente del arrepentimiento y la conversión del culpable. El tercer argumen-to es la potestad punitiva propia de la autoridad. «En el derecho a imponer la pena de muerte encontramos la suprema dignidad metafísica y la soberanía del ordenamiento jurídico del Estado, así como la pregunta de si el Estado se entiende o no como administra-dor de la ley con que Dios regula la vida» u . Künneth añade: «Sobre la base de estos principios teológicos habrá que preguntarse si la renuncia a la pena debe ensalzarse como un progreso humanitario o constituye más bien una debilidad moral, una concesión a la secu-larización político-civil» 12. A la misma conclusión llega P. Althaus: «Según la Biblia y la fe, no puede dejarse al criterio político deci-dir si el Estado puede seguir empleando la espada de la justicia o ha de renunciar a ella. Lo que está en juego es la obediencia o desobediencia al mandato que Dios ha dado a la autoridad sobe-rana» n.

Pero estos argumentos no convencen. El primero identifica tácitamente el orden civil vigente en un determinado momento con el orden impuesto por Dios al mundo. Pero, si se admite la muta-bilidad histórica de todo sistema político, resulta problemático que se pueda y se deba identificar sin más un sistema concreto con el orden moral absoluto. Baste recordar los Estados sin derechos o los regímenes de terror que utilizan la pena de muerte. El segundo argumento sólo puede aplicar al derecho penal la idea de expiación mediante el principio de represalia. Pero la idea de represalia y el

11 Walter Künneth, Die theologischen Argumente für und wider die To-desstrafe, en Die Frage der Todesstrafe, Zw'ólf Antworten (Munich 1962) 153-165, 164.

12 Künneth, 165. 13 Paul Althaus, Um die Todesstrafe, en Schrift und Bekenntnis. Hom. a

S. Schoffel (Hamburgo-Berlín 1950) 8-15. La cita es de la pág. 10. Cf. id., Die Todesstrafe ais Problem der christlichen Etbik (Munich 1955).

La pena de muerte en la teología evangélica 715

respeto a la vida están en tensión mutua. Además, un derecho penal secularizado no puede seguir apoyándose en teorías penales absolutas. No puede argumentar a partir de lo que merece el mal-hechor, sino sólo a partir de lo que nosotros, como hombres, le podemos imponer: de que un hombre haya matado no se sigue que nosotros podamos matarlo. El tercer argumento guarda relación con la idea anterior: un Estado de derecho no necesita utilizar la pena de muerte para cumplir su misión de garantizar e instaurar la paz de su comunidad; dispone de otros medios suficientes. Además, su autoridad no se basa en dictar y aplicar la pena capital tampoco. ¡Sería lamentable que el Estado se considerase representante de Dios en la tierra precisamente con ayuda de la pena de muerte!

Naturalmente, no todos los luteranos aceptan esta argumenta-ción y sus consecuencias. Helmut Thielicke subraya el cambio his-tórico que se ha realizado respecto a las posibilidades de la Biblia y la Reforma sobre la pena de muerte14. Werner Elert propugna re-nunciar a ella, basándose en casos recientes de corrupción procesal15. Gerhard Gloege, a partir de las experiencias de la historia alemana, llega a una conclusión semejante, aunque no propone abandonarla del todo, sino sólo dejarla en suspenso 16. No obstante la labor de Karl Barth, todavía está sin resolver el problema del significado que pueden tener en el derecho penal secular la retribución, la culpa y la expiación. Por tanto, no se puede decir que todos los barthianos son contrarios a la pena de muerte y todos los luteranos partidarios de ella. El estado real de la discusión es mucho más diferenciado, y la actitud frente a la pena de muerte sólo en parte permite dedu-cir la pertenencia a una determinada escuela teológica.

IV

A la hora de dar un juicio teológico sobre la pena de muerte nos encontramos con una serie de problemas difíciles, en parte todavía no resueltos.

14 Helmut Thielicke, Theologische Etbik III (Tubinga 1964) 419ss. 15 Werner Elert, Das christlicbe Ethos (Tubinga 1949, 21961) 157. 14 Gerhard Gloege, Die Todesstrafe ais tbeologisches Problem, en Ver-

kündigung und V'erantwortung, Theologische Traktate II (Gotinga 1967) 184-256.

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1. El hecho, a veces lamentado con extrañeza, de que muchos teólogos defiendan la pena de muerte" obedece de entrada a una razón muy obvia. La Biblia y la tradición teológica la aceptan. Mientras el NT únicamente la presupone como práctica corriente, el AT la prescribe de forma expresa. El principal testimonio es Gn 9,6: «Si uno derrama la sangre de un hombre, otro derramará la suya; porque Dios hizo al hombre a su imagen». Pero este pasaje no contiene un imperativo, sino que describe simplemente una situación. Y la norma jurídica «el que hiera de muerte a un hom-bre es reo de muerte» (Ex 21,12) se refiere a un contexto cultural muy distinto del nuestro: los nómadas ni siquiera pueden mantener al criminal encarcelado. El análisis hermenéutico muestra que un mero biblicismo no basta para justificar la pena de muerte. De ahí que Karl Barth diga acertadamente: «Desde el evangelio no puede decirse nada, absolutamente nada, en favor de esta ejecución y puede decirse todo contra ella» 18. El distingue, pues, entre la Biblia y el evangelio. Así queda excluida cualquier opción biblicista.

2. La pena de muerte hunde sus raíces en una mentalidad arcaica, mágica o ritual: el asesino se ha hecho indigno de seguir viviendo. El orden vital reclama la expiación. La ejecución es un acontecimiento sagrado. Esto vale también para el AT I9. En este presupuesto jurídico-sacral se basó en el pasado la pena capital. En algunos países musulmanes sigue apoyándose hoy en tal orden sa-cral. Pero la fe cristiana desacraliza el mundo, con lo que el derecho secular adquiere un carácter profano.

3. El carácter profano del Estado y la sociedad y, desde la Ilustración, la secularización llevan consigo que el derecho penal sólo pueda orientarse hacia objetivos seculares. La afirmación de que, mediante la muerte y el castigo corporal, el delincuente con-sigue una expiación y que, si se arrepiente, esto salva su alma de las penas del infierno, constituye hoy un argumento cínico. Tampoco es convincente sacrificar a un hombre para salvaguardar la ley moral.

4. La principal objeción contra la pena de muerte es que no existe ni un solo argumento razonable en su favor. No puede legi-

17 Ernst Wolf, 37; cf. 39s. 18 Barth, 510. " Cf. Gloege, 208ss.

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timarse mediante simples consideraciones de utilidad. La petición de la mayoría de los ciudadanos no constituye un argumento moral. Su eficacia disuasoria es problemática. La seguridad pública puede conseguirse por otros medios. Suprime toda posibilidad de que el delincuente rehaga su vida. A ello se añade la posibilidad de error, que en caso de ejecución no puede ya enmendarse. Por tanto, es imposible justificarla desde el punto de vista penal.

5. Con todo, hay un punto sin resolver: aunque el derecho penal debe orientarse primariamente hacia el futuro común del reo y de la sociedad, los motivos pedagógicos no son suficientes para justificar la pena legal; pues en ese caso no se podría castigar a de-lincuentes resocializados y no necesitados de disuasión, por ejemplo a quienes violaron la ley por razones políticas o a los criminales de guerra. Aquí entra en juego, a modo de complemento, el tema de la «justa» compensación y la «justa» expiación. En este aspecto, la pena de muerte es la piedra de toque para la concepción del dere-cho penal. Y este derecho participa de la aporía de que una comu-nidad de derecho puede caer en una situación extrema en la que constituya una lamentable e insoslayable necesidad castigar al mal-hechor. También Karl Barth habla en el caso de la ejecución del traidor a la patria en tiempo de guerra, de «severa misericordia»20. Y Lutero explica así la responsabilidad del juez cristiano: «El co-razón que posee una profunda misericordia siente compasión de todo mal que sobreviene a su enemigo. Esos son los verdaderos hijos y herederos de Dios y hermanos de Cristo, que se comportó así por nosotros en su santa cruz. De la misma manera vemos que el juez piadoso sufre al dictar sentencia contra el culpable y siente pena por esa muerte que el derecho le obliga a imponer»21. El cas-tigo puede llegar a ser, pues, una «obra extraña» inevitable, un opus alienum del amor y de la misericordia. Lo cual no habla en favor de la pena de muerte: los argumentos en contra son convin-centes. Pero en la pena de muerte aparece con claridad la proble-mática de la pena en general en cuanto mal infligido al condenado.

6. Quien es contrario a la pena de muerte ha de defender como alternativa el Estado de derecho. El Estado de derecho, que

20 Barth, 512s. 21 M. Lutero, Werke, vol. 6,267; 18ss (Von den guíen Werken, 1520).

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impide el caos, crea las condiciones en las que resulta superflua. Ec igualmente el presupuesto para que se respete la dignidad de la persona humana. Pero la dignidad y la vida humanas no sólo están amenazadas por la pena de muerte, sino también, cada vez más, por la práctica de la tortura. La teología evangélica alemana, que ha venido discutiendo durante los últimos años las razones en pro y en contra de la pena capital, ha tenido hasta ahora pocas oportu-nidades de estudiar la tortura. Pero en adelante habrá que ocuparse no sólo de la abolición de la pena de muerte y de impedir su apli-cación, sino también de evitar la tortura y de discutir su justifica-ción teórica22.

M. HONECKER [Traducción: R. VICENT]

22 Cf. Die «Erklarung zur Folter» des Zentralausschusses des Oekutne-nischen Rates der Kirchen vom 28. Juli-6. August 1977 (Francfort 1977) 10-13.

PENA DE MUERTE Y TORTURA EN LA TRADICIÓN JUDIA

1. Puntos de partida

«Entre los judíos no había tortura». A este resultado llegó Sa-muel Krauss basándose en sus investigaciones sobre el judaismo talmúdico y medieval'. Para ver hasta qué punto se puede aceptar esta afirmación y hasta qué punto es simple apología han de su-perarse dificultades considerables. Una dificultad normal reside en que no siempre se ha entendido lo mismo por tortura. La tor-tura se ha entendido y valorado de forma distinta en cada época. Por lo que se refiere a la historia judía, la tortura ha de entenderse como un tormento inhumano que —excediendo las penas previstas en el derecho religioso y en contradicción con el espíritu de la ley revelada y su interpretación— termina con la muerte de uno o más individuos, intenta arrancarles una confesión o asentimiento o for-zarles a una acción. Es claro —y aquí no entramos en ello— que antiguamente las costumbres eran más crueles que hoy y que la praxis penal del AT y del judaismo era mucho más humana que la imperapte en el mundo oriental no judío y en el grecorromano.

Una dificultad especial, que hace difícil un juicio sobre la praxis penal de la tradición judía, es que «judaismo» es un término de-masiado amplio. Son muchos y, a veces muy divergentes, los grupos que se han entendido y se entienden como judaismo. Quien desee procurarse una visión de conjunto en torno a los principios penales, las formas de ejecución, las penas y torturas temporales en el judais-mo, para poder emitir un juicio teológico cristiano sobre todo ello, no debe tomar las informaciones principal o exclusivamente de la época de Jesús. Tal tentación es lógica, ya que fue entonces cuando sucedió la Pasión de Cristo, decisiva para lo cristiano, que tuvo

1 Tdmudische Archaologie II (Leipzig 1911) 497.

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como sombrío trasfondo comparativo la sangrienta justicia romana y las prácticas de ejecución y tormento, igualmente crueles, de los zelotas, los saduceos y los judíos helenistas. Para las comunidades judías de la Edad Media, Moderna y Contemporánea tuvieron valor normativo, sobre todo, las discusiones, interpretaciones y decisio-nes de los gremios eruditos rabínicos que actuaron en Babilonia y Palestina entre los años 70 y 550/600 d. C. El judaismo rabínico, representado por dichos gremios, se preocupó, entre otras cosas, por la actualización y modificación de la praxis penal de la época bíblica y del judaismo antiguo. Los resultados de los esfuerzos ra-bínicos se encuentran dispersos en el Talmud babilónico y en el jerosolimitano, en distintas colecciones midrásicas y en diferentes obras rabínicas sobre legislación religiosa o de tipo narrativo2. Es cierto que, desde la temprana Edad Media hasta nuestros días, en el judaismo han coexistido con la tradición rabínica una corriente filosófico-religiosa, en parte divergente de tal tradición, y otra mís-tico-esotérica, de ordinario en polémica con ella. Además, el judais-mo ha experimentado radicales transformaciones en la época mo-derna debido a la aparición de nuevas tendencias y a la fundación del Estado de Israel en 1948. Sin embargo, las decisiones juridico-rreligiosas de los sabios rabinos siguen vigentes como un impor-tante punto de partida desde el que se toman decisiones religiosas y se comienzan reformas en el judaismo. Por desgracia, no es fácil el acceso a muchos de los actuales estudios históricos sobre las nor-mas jurídicas y penales en el rabinismo3. La ciencia halákica, hoy cultivada principalmente por judíos ortodoxos, emplea predomi-nantemente el hebreo y sigue una línea casi exclusivamente siste-mática e intrajudía, sin preocuparse apenas por la crítica histórica 4.

2 Las abreviaturas de los escritos rabínicos que aparecen en este trabajo (lo mismo que las de revistas, etc.) son las propuestas por Siegfried Schwert-ner en la Theologische Realenzyklopadie (TRE) (Berlín 1976).

3 Especialmente útiles para los no especialistas son los artículos apare-cidos en Encyclopaedia Judaica (EJ) (Jerusalén 1971) sobre la práctica penal del judaismo. Cf., entre otros, Saúl Berman, Law and Morality, EJ vol. 10, 1480-1484; Haim C. Cohn, Capital Punishment, vol. 5, 142-145.

4 Esto vale, por ejemplo, para la gran obra halákica actual, la Encyclo-paedia Talmudit, que viene apareciendo desde 1947 y consta ya de 16 volú-menes. Para nuestra temática es importante el volumen 14 (Jerusalén 1973); cf. en él los siguientes artículos: Haezqat kasrut, 26-39; Hayyabe mitót byde

2. Disposiciones penales de los rabinos contra sentencias judiciales crueles y falsas y contra la tortura

Las numerosas prescripciones religiosas de la Biblia hebrea, so-bre todo del Pentateuco, que imponen la pena de muerte y castigo corporales suponían para los eruditos rabinos una obligación y un lastre. Por una parte, querían expresar en sus leyes y decisiones la absoluta obediencia al Dios de la revelación bíblica. Su concepción del derecho era teónoma5. Por otra parte, defendían también aspi-raciones e ideales antropocéntricos. Conocían la justicia inhumana imperante en las esferas de poder ajenas al judaismo, así como la antigua praxis procesal saducea, que se atenía estrictamente a la letra de la Biblia e iba contra la dignidad y el destino del hom-bre6.

2.1 Disposiciones contra la sentencia de muerte y las ejecuciones.

Las siguientes frases de la Misná reflejan la concepción rabínica sobre la aplicación de la pena de muerte: «Se llama funesto a un Sanedrín que lleva a cabo una sola ejecución en siete años. R. Elea-sar ben Asarja (hacia el año 100 d. C.) decía: (Ya se le llama fu-nesto) cuando lleva a cabo una sola ejecución en setenta años. R. Tarfon y R. Akiba (ambos hacia el 120 d. C.) afirman: 'Si hu-biéramos pertenecido al Sanedrín, jamás habría sido ejecutado un hombre' (mMak 1,10)». Según L. I. Rabinowitz, «la tendencia de los rabinos iba en conjunto hacia la plena abolición de la pena

samayim, 580-603; Hayyabe mitót bet din, 603-626; Hayyabe malqúyyót, 626-714.

5 Sobre los rasgos de obediencia y humanidad inherentes a la visión ética de los rabinos, cf. Félix Bbhl, Gebotserschwerung und Rechtsverzicht ais ethisch-religiose Normen in der rabbinischen Literatur (Friburgo de Br. 1971); Joseph Dan, Ethical Literature, EJ vol. 6, 922-932; I. Herzog, Ju-daism: Law and Ethics (Londres 1974).

6 Cf. A. Büchler, Die Todesstrafen in der Bibel und der jüdisch-nach-biblischen Zeit: MGWJ 50 (1906) 539-562.664-706; Zeew W. Falk, Intro-duction to Jewish Law of the Second Commonwealth I (Leiden 1972); Mar-tin Hengel, Mors Turpissima Crucis. Die Kreuzigung in der antiken Welt und die «Torheit» des Wortes vom Kreuz (Hom. folleto conmemorativo Kiisemann; Tubinga 1976) 124-184.

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de muerte»7. De hecho, muchas disquisiciones rabínicas sobre hom-bres que, por uno u otro motivo, han de ser ejecutados, azota-dos, etc., de tal o cual forma son ante todo intentos de impedir en lo posible la ejecución de la pena de muerte y de otros castigos prescritos por la Biblia y de hacer imposibles las circunstancias in-humanas anejas. Para poder apreciar tal hecho vamos a comparar algunas leyes penales de la Biblia con las más importantes leyes penales de los rabinos.

Las dos formas de muerte más frecuentes en el AT son la lapi-dación (cf. Lv 20,2; 24,13.16; Jos 7,25) y la hoguera (Lv 20,24; 21,9). A ellas se añade la llamada pena de exterminación, en la que no siempre es clara la forma de muerte (cf. Ex 12,15.19; 30,33.38; 31,14; Lv 17,4.9). El asesinato, la blasfemia, la hechicería, el falso culto, la obstinación, la lascivia, etc., suelen castigarse en el AT con la muerte. Es típico que el pueblo entero tome parte en la ejecución. Así, en Jos 7,25s se cuenta que «todo Israel» apedreó a Acán por haber robado bienes consagrados a Dios y quemó sus pertenencias. Junto a la pena de muerte se imponen en el AT castigos corporales. El más importante es la flagelación de 40 azotes (cf. Dt 25,1-3). También figuran la amputación de una mano (Dt 25,1 ls) y el apa-leamiento (Neh 13,23-29; Eclo 33,25-27). Muchas veces se amo-nesta contra la omisión o mitigación de estas y otras penas: «Tu ojo no debe mirar con misericordia» (cf. Dt 7,16; 13,9; 19,13.21). También está penalizado el exceso ilegal de castigo. Quien golpea a un esclavo hasta matarle, debe ser castigado con la muerte (cf. Nm 35,21; Ex 21,20). A quien hiere a alguien en una pelea y le causa una lesión permanente, hay que inferirle la misma herida como castigo (Ex 21,23-27).

Los escritos rabínicos conocen principalmente cuatro formas de pena de muerte: lapidación, hoguera, estrangulamiento y decapita-ción. A ellas se añaden otras penas corporales: la flegelación, el apaleamiento y la cárcel. Con el fin de que, en lo posible, el tribunal religioso judío nunca tuviera que condenar a muerte a un hombre, los rabinos fijaron condiciones legales que debían dificultar al

7 Capital punishment. Praclice in the Talmud, EJ vol. 5 (Jerusalén 1971) 145-147, espec. 146s.

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máximo la condenación y la ejecución de la sentencia: para una sentencia de muerte es competente el pequeño Sanedrín (23 miem-bros); para casos de especial trascendencia, el gran Sanedrín (71 miembros) (mSan 1,4-5). En los procesos capitales se somete a los testigos a un detenido examen para comprobar su fidelidad y apti-tud. Cada una de las partes litigantes puede rechazar los testigos de la parte contraria por razones de peso. Los parientes del acusado, los que ejercen oficios de mala reputación, las mujeres, los niños, etcétera, no pueden actuar de testigos (mSan 3,1-4; 4,5; bSan 8b; SifDev 190). La ejecución tiene que ser dada a conocer pública-mente, para que incluso después de la condena haya posibilidad de apelar contra la sentencia (mSan 6,1; bSan 43a). No es fácil deter-minar hasta qué punto éstas y otras disposiciones legales contra una justicia religiosa dura e injusta eran simples postulados teóricos y hasta qué punto influyeron en el comportamiento de los judíos de la Antigüedad tardía y de la Edad Media. Por lo menos en un aspecto fueron puramente teóricos: en todo el tiempo que va del año 70 al 600 d. C. no tuvieron los rabinos ninguna posibilidad política de ejercer la justicia capital que se les atribuía sobre la base de la Biblia.

2.2 Disposiciones contra la consecución de confesiones por la fuerza.

En bSan 9b; bYev 25b hallamos una halaká en virtud de la cual, por voluntad de los rabinos, debería impedirse toda tortura encaminada a arrancar una confesión en relación con un proceso judicial. Esta halaká fue formulada por Raba (hacia el 320 d. C.) a propósito del mandato de la Tora: «No hagas del malvado un testigo» (Ex 23,1: según versión rabínica). Dice así: «Un hombre está próximo a sí mismo (otra posible traducción: «Un hombre está emparentado consigo mismo»), y ningún hombre puede decla-rarse a sí mismo malhechor». El peso de la explicación está en la segunda parte: «Ningún hombre puede declararse a sí mismo mal-hechor». Esta ley adopta también una formulación más general: «Ningún hombre puede (en un juicio) prestar testimonio sobre sí mismo» (bKet 27b). Esto significa que la confesión del acusado no debe tomarse en cuenta ni para su condena ni para su absolución.

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Sólo cuentan los testigos capaces y fidedignos (cf. también supra, 2.1). En caso de estar amenazado por una condena, el acusado sería testigo en su propia causa y no declararía con objetividad. Sería —en la terminología balákica— su propio pariente, y los pa-rientes próximos no sirven como testigos (mSan 3,1.4). Además sería un supuesto malhechor, y los malhechores tampoco sirven como testigos (mSan 3,2s). Según la ley religiosa judía sería, por tanto, inútil y absurdo forzar a un acusado a confesar mediante la tortura.

2.3 Preocupación por la integridad corporal.

En bSan 52b hallamos el recuerdo de una ejecución efectuada en la hoguera poco antes de la destrucción del templo en el año 70 d. C. R. Eleazar ben Zadok cuenta que, de niño, vio cómo en Jerusalén rodeaban a la hija ramera de un sacerdote con gavillas de leña y la quemaban. El fue, por tanto, testigo de una forma de ejecución saducea exactamente contraria a la letra de la Biblia (Lv 21,9; cf. también Jub 30,7-10). Los maestros colegas suyos, al narrar el hecho, expresaron su desacuerdo con esta forma atroz de cumplir el mandamiento bíblico. El procedimiento rabínico de quemar a un malhechor está descrito en mSan 7,2 de la manera siguiente: «La forma de proceder contra el que ha de ser quemado es la siguiente: Se le hunde en estiércol hasta las rodillas y se le enrolla al cuello un pañuelo áspero dentro de uno suave. Un ver-dugo tira hacia sí (de una punta del pañuelo) y el otro tira hacia sí (de la otra punta) hasta que el condenado abra su boca. Se funde un alambre y se vierte en su boca (el metal fundido), para que llegue hasta sus entrañas y se las abrase».

El hecho de envolver en un pañuelo suave la cuerda destinada a abrir violentamente la boca del reo es una advertencia más bien accesoria en el sentido de que se procure (con un recurso bastante torpe) llevar a cabo la ejecución con la mayor humanidad posible. Es francamente curiosa la forma de combustión aquí descrita. No responde al modo de ejecución previsto en la Biblia. Sólo se com-prende teniendo en cuenta la preocupación de los maestros rabínicos por conservar lo más intacto posible el cuerpo del delincuente. La combustión se efectúa solamente en las entrañas, no visibles al

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exterior. Esta preocupación aparece igualmente en los castigos ra-bínicos de lapidación y estrangulamiento (mSan 6,4s; 11).

El motivo que llevaba a los rabinos a preocuparse por la inco-lumidad corporal del ejecutado reside en su teología, tomada de los fariseos, que tenía su expresión más típica en la doctrina de la resurrección corporal después de la muerte y de la imagen y seme-janza del hombre con Dios. Al igual que los fariseos (cf. Hch 19, 3-6), los rabinos predicaban la fe en la resurrección de los muertos. Decían que esta fe era exigida por la Tora (mSan 10,1). Entendían la resurrección no como una simple inmortalidad del alma, sino como una revivificación (fhiyyah, anabiosis) del hombre entero en su unidad psicofísica8. El cuerpo humano era la señal definitiva del ser humano. Por tanto, la resurrección debía acontecer con el cuerpo. El cuerpo del condenado tenía que mantenerse lo más intacto posible con vistas a la resurrección. Para subrayar esto, los rabinos traducían la palabra bíblica naefael (lo anterior, el «alma» del hombre) por «cuerpo» cuando se trataba de la condena a muerte o de un castigo corporal (bYom 74b, siguiendo a Lv 23,30).

La segunda doctrina teológica a la que los rabinos daban espe-cial importancia era la imagen y semejanza del hombre con Dios (cf. Gn l,26s), que se hacía visible y tangible en el cuerpo humano. Según la norma bíblica, el cadáver de un lapidado tenía que ser colgado de un madero. La explicación bíblica de que debiera ser colgado durante un breve tiempo (no más allá de la puesta del sol) es ésta: «Porque un colgado es una maldición de Dios» (Dt 21,23). La tradición rabínica entendió siempre este versículo en el sentido de que «un colgado es una maldición para Dios» y lo unió con la doctrina de la imagen y semejanza divina, que se hace visible en el cuerpo humano. El cuerpo desfigurado, destrozado y mutilado de un ajusticiado era una ofensa a Dios. A través de ese cuerpo se mostraba a Dios de igual manera mutilado y, por ello, deshonrado. Los rabinos temían que, debido al desfiguramiento del cadáver, se pensara con menosprecio en la sublimidad y perfección de Dios (cf. mSan 6,6s; bSan 46b; TPsJ a Dt 21,23; Rashí sobre Dt 21 , 23).

8 Cf. W. E. Nickelsburg, Resurrection, Immortality and Eternal Life in Intertestamental Judaism (Cambridge 1972).

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El tercer motivo para la preocupación de los rabinos por la incolumidad del delincuente era el mandamiento del amor al pró-jimo. Un pasaje del Talmud declara: «La Escritura dice: 'Debes amar a tu prójimo como a ti mismo' (Lv 19,18). Escoge para él una bella muerte» (bSan 52,b). La expresión «bella muerte» (mitah yafah) indica una ejecución con el mínimo posible de dolores y de heridas.

3. Menores posibilidades de tortura

3.1 Temor ante la tortura de los no judíos.

«Los tribunales no judíos ajustician sin haber examinado (la culpa) con exactitud» (bYev 25b). Esta afirmación era una crítica destructiva de la justicia no judía de la época. La justicia judía se distingue de ella por una investigación exacta sobre la culpa del acusado y por su justa condena. Los rabinos desconfiaban de los tribunales no judíos. También tenían todos los motivos para ello. En tAZ II, 4 (Zuckermandel, 462) se dice: «No se les debe (a los no judíos) vender acero ni instrumentos de acero, ni se debe afilar acero para ellos. No se les debe vender bloques para atar (instru-mentos de tortura para coger las piernas), ni cuerdas, ni vasijas de transporte (?), ni cadenas de hierro». Esta prohibición de comercio con los no judíos se basaba, como se desprende del contexto, en el miedo a que los poderosos no judíos utilizaran estas cosas como instrumentos de tortura contra los judíos.

3.2 No judíos y esclavos como víctimas de la tortura.

Los judíos rabínicos explicaban determinados relatos bíblicos sobre juicios punitivos de Dios como indicio de que los no judíos desobedientes estaban sometidos a la ley de la tortura. Es típico el siguiente pasaje midrásico: «Una parábola. Una matrona entró a un palacio y vio colgadas mazas y varas de tortura. Se sintió horrorizada. Los habitantes del palacio le dijeron: 'No temas. Son para los esclavos y las esclavas. En cambio, tú estás aquí para co-mer, beber y ser respetada'. Lo mismo la comunidad de Israel. Cuando oyeron el pasaje sobre las tiendas y las plagas (cf. Ex 7-11),

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empezaron a temer. Entonces Moisés les dijo: Estas cosas son para los pueblos del mundo. Y vosotros estáis aquí para comer y beber y ocuparos de la Tora» (BamR 13,4). El midrás explica también por qué los instrumentos de tortura de la parábola están pensados para los paganos. Según Gn 8,21 («el corazón del hombre es per-verso desde la juventud»), Dios no valora mucho las cualidades de los hombres no israelitas. En este contexto dice el midrás: «¡Ay de la masa (se refiere a la humanidad no israelita que actúa contra la ley de Dios) de la que el panadero (Dios) atestigua que es mala! Por ello se dice: 'Preparad castigos para los blasfemos' (Prov 19, 29)». En este midrás no se afirma que estuviera permitido a los judíos atormentar a los no judíos con instrumentos de tortura. El midrás se formuló más bien en relación con observaciones sobre las torturas, en el ámbito de la antigüedad tardía. De ello dedujo el autor del midrás que las torturas eran típicas en los círculos de malhechores no judíos. Los no judíos se hallaban bajo el sino de la tortura. Pero el término «esclavo», aplicado en el midrás a los pueblos no judíos, alude también a abusos que se daban enton-ces entre algunos judíos que podían permitirse el lujo de tener es-clavos no judíos. Aunque la ley mosaica protege a los esclavos de la arbitrariedad de sus dueños (cf. Ex 21,2; Dt 15,12-15; 24,14s), en Eclo 33,25-29 se recomiendan palos y azotes, trabajo duro y ataduras de pies para obligar a los esclavos a cumplir con su deber. El libro del Eclesiástico gozaba de gran autoridad entre los rabinos (cf. bBQ 92b). Por ello no es de extrañar que también los escritos rabínicos contengan a veces juicios despectivos sobre los esclavos y pidan para ellos castigos duros (cf. bShab 32a; PRE 29).

3.3 Coacción para obrar rectamente.

El judaismo es primariamente una religión de la ortopraxis. Hay que cumplir la ley. Hay que llevar una vida acorde con la reve-lación. Pero el judaismo implica también una ortodoxia. En todas las épocas se dio gran importancia a que todos los judíos se adhirie-sen a las rectas enseñanzas sobre Dios, a la revelación y al pueblo de la revelación9. Como la ortopraxis ocupa un rango más alto

9 Para entender la «ortodoxia» y la «ortopraxis» del judaismo, cf. J. Neusner, The Rabbinic Traditions about the Pharisees before 70 (Leiden

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que la ortodoxia, cabe suponer que en el judaismo nunca existió la tendencia a forzar a alguien a confesar la recta fe judía. La unidad de confesión fue siempre relativa en el judaismo. Pero sí cabe pre-guntar si en el judaismo existió alguna forma de tortura para forzar a realizar acciones conformes con la revelación. De hecho hay algu-nos casos en que la ley religiosa rabínica sanciona medidas coac-tivas que pueden considerarse como torturas leves.

El primer caso nunca ha pasado de ser puramente teórico. En Lv 1,3 se dice que quien ofrece el holocausto de un novillo tiene que «ofrecérselo al Señor por propia voluntad» (lectura específica-mente rabínica de este versículo). En bAr 21a-b (sobre mAr 5,6) y en bYev 106a (sobre mYev 2,9) se afirma que el holocausto del novillo es absolutamente inválido si no se manifiesta claramente la voluntad o el acuerdo (dcfat) del oferente. De lo contrario, el sacrificio es inválido y, por tanto, sacrilego. Como los novillos re-presentaban un gran valor material, los rabinos tenían que sopesar qué abusos podían deslizarse en los holocaustos de becerros: por ejemplo, un deudor podía pretextar la obligación de un holocausto para no tener que pagar o no ser embargado. Un protector podía pagar la ofrenda del novillo del deudor. En todos estos casos podía

% bloquearse el pleno asentimiento del obligado al holocausto, o el obligado a sacrificar podía eludir el asentimiento. Si en tales cir-cunstancias el obligado a la ofrenda no manifiesta claramente su vo-luntad de sacrificar, se ha de proceder del modo siguiente: «Coac-ciónesele hasta que diga: '¡Quiero!'». El verbo kph, kp, kpj, kpp, usado aquí y en los casos siguientes, significa en los escritos rabí-nicos doblegar, inclinar, apretar, forzar, coaccionar. Se trata de una coacción psíquico-espiritual que podía reforzarse con medios físicos como golpes de palo. De todos modos, tal coacción no podía llegar hasta el extremo de quebrar la voluntad e imposibilitar así el asen-timiento. En bRhSh 28a se discute el caso de que «los persas habían coaccionado» a alguien. En este caso no se habría producido ningún asentimiento10. La fórmula «coacciónesele hasta que diga: '¡Quie-

1971); Clemens Thoma, Christliche Theologie des Judentums (Aschaffenburg 1978).

10 Sobre el significado de kph, cf. J. Levi, Worterbuch tiber die Talmu-dim und Midraschim, 4 vols. (Darmstadt, reimpresión 1963) espec. vol. 2, 376-378.382s.

Pena de muerte y tortura en la tradición judía 729

ro'» aparece también en relación con el divorcio y el «modo sodo-mita». Según concepción rabínica, en circunstancias especiales, la mujer tiene el derecho de exigir el divorcio (get) (cf. mKet 7,10). Sin embargo, este derecho sólo puede realizarse con el consenti-miento del marido. Si el marido niega el consentimiento y sitúa a la mujer en una situación inviable desde el punto de vista humano y jurídico-religioso, un tribunal puede coaccionarlo para que dé el consentimiento (bAr 21a-b; bYev 106b)11. Por «modo sodomíti-co» entendían los rabinos un comportamiento absolutamente egoís-ta. En bBB 12b se expone el caso de que dos personas compran un campo que limita con una finca que había correspondido en herencia a una de ellas. Según las ideas jurídicas del rabinismo, esta persona puede reclamar que se le asigne la mitad del campo recién comprado que limita con la finca heredada. Si tal favor no causa ningún perjuicio al otro, se le puede coaccionar para que dé el consentimiento.

3.4 Medidas contra los incorregibles.

Un precepto de la Misná contra los judíos que ya han cometido numerosos desmanes y que, según la concepción bíblica, ya debe-rían haber sido hace tiempo objeto de castigo del cielo (mediante una muerte repentina) dice así: «A quien ha sido azotado varias veces ante el tribunal, se le lleva a la cárcel (propiamente bóveda) y se le da a comer cebada hasta que se le revienta el vientre» (mSan 9,5). En bSan 81a se interpreta esta prescripción de la siguiente manera: «Se trata de golpes de látigo relacionados con la pena de exterminación, con lo que el hombre va a morir de todos modos. Puesto que él se abandona a sí mismo, dejémosle (a la muerte) que se le acerque». Es posible que la pena de cárcel se aplicara algunas veces del siglo iv al vi d. C. entre los judíos de Babilonia y Pales-tina. Según la concepción actual, han de considerarse como tortura los castigos en materia de alimentación que iban unidos a ella y que

" Cf. Ludwig Blau, Die jüdische Ehescheidung und der jüdische Schei-debrief (Budapest 1911; reimprcs., Farnborough 1970); Michael Krupp (ed.), 'Akarin, Die Mischna: Text, Überselzung, Erklarung (Berlín 1971) 80s. Se-gún yNed IX, 42c, puede existir también coacción en el matrimonio cuando una parte se niega a la otra.

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730 C. Thoma

podían llevar a la muerte n. Los rabinos no centraban su atención en los castigos en materia de alimentación. Se fijaban más bien en la posibilidad de crear los presupuestos para que el cielo pudiera infligir la muerte al incorregible. Encontraban la justificación bí-blica de su proceder en Ex 32,20, donde Moisés hizo a los israe-litas beber mezclados con agua los restos triturados del becerro de oro. Así habrían muerto al instante los adoradores del becerro.

4. Consideraciones finales

Desde la Antigüedad tardía hasta hoy, numerosísimos judíos, individualmente o en grupos, tuvieron que soportar, de poderes hostiles al judaismo, torturas que les llevaron a la muerte o al hun-dimiento psíquico. Designaron estas torturas venidas del exterior con el término cinnuj/cinnujjim. Este vocablo, derivado de la forma «piel» de la palabra hebreo-bíblica canah, significa tormento, opre-sión, humillación. En los escritos rabínicos, el término cinnuj apa-rece a veces en relación con la ascesis, sobre todo con la ascesis exagerada «por la que se arruina el cuerpo» (bYom 74b). En cam-bio, las medidas de coacción y de castigo estudiadas en este artículo son caracterizadas como cinnuj]im. Así se indica que las medidas intrajudías no guardan una relación comparable con las torturas y asesinatos legales de los enemigos de los judíos.

La enérgica y consecuente oposición de los maestros rabínicos contra las ejecuciones crueles y precipitadas y contra toda suerte de sadismo en el contexto de los castigos judiciales temporales si-gue causando hoy, no sin motivo, la máxima admiración. Los fac-tores religiosos que influyeron decisivamente en esta oposición fueron la fe en la imagen de Dios y en la resurrección del hombre entero, así como la obediencia a la ley revelada del AT y, especial-mente, al mandamiento del amor al prójimo. De todos modos, en la defensa de los derechos de todos los acusados y condenados contra la tortura y los castigos injustos, los rabinos sólo tuvieron pleno éxi-to en el caso de los crímenes capitales. En cambio, en lo que se re-

12 Cf. S. Krauss (ed.), Sanhedrin (Giessner Mischna 1933) 259; Hayyabe mítót byde samayim (nota 4) 380.

Tena de muerte y tortura en la tradición judía 731

fiere a los castigos puramente disciplinares en acciones de asenti-miento obligado y al castigo de los esclavos e incorregibles no alcan-zaron siempre el más elevado grado de humanidad. Lo prueban su-ficientemente los relatos de flagelaciones y penas de cárcel13. La tentación de fundamentar jurídico-religiosamente e imponer sin tran-sigencias el «derecho y el orden» permaneció latente en el judaismo tradicional. Los continuadores de los rabinos —principalmente Moi-sés Maimónides (1135-1204)— lucharon enérgicamente contra tal tentación. Al actualizar las leyes penales rabínicas, todas las poste-riores autoridades judías se preocuparon de imposibilitar las torturas surgidas, legales e ilegales, y de suavizar aún más la legislación pe-nal, fieles así a la máxima penal rabínica: «A quien aniquile a un hombre, se le imputará como si hubiera aniquilado al mundo en-tero. Y a quien mantenga a un hombre con vida, se le imputará como si hubiera mantenido al mundo entero» (mSan 4,5).

C. THOMA

[Traducción: F. G. POVEDANO]

13 Cf. bKet 86a-b; ySuk 5,2(55b); bQid 81a, igual que Haim H. Cohn, Flogging, EJ vol. 6, 1348-1351.

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PENA DE MUERTE Y TORTURA EN EL PENSAMIENTO ISLÁMICO

Quiero declarar desde el principio que no voy a seguir la actitud corriente que presenta a las religiones tradicionales como instancias últimas de la conciencia y como sistemas intangibles de regulación de la existencia individual y colectiva. Partiendo del caso del islam, trataré más bien de renovar las condiciones de la reflexión sobre la pena de muerte y la tortura.

Voy a comenzar evocando brevemente las condiciones socio-lógicas e históricas en que están insertos el Corán y la actividad de Mahoma. Indicaré después las líneas maestras y las normas de la ley religiosa o Charpa sobre el homicidio (qatl) como delito y como sanción. Finalmente analizaré, aunque con brevedad, los pro-blemas teóricos que plantea hoy la Charpa en las sociedades islámicas influidas por la modernidad.

I. 'URF Y CHARÍ'A

Estos dos vocablos árabes remiten a una distinción de alcance antropológico: el *Urf designa el derecho consuetudinario local vi-gente en los diferentes grupos étnico-culturales no sólo antes, sino también después de la intervención del islamismo. La Charpa, por el contrario, es el sistema de normas y categorías jurídico-religiosas establecidas por los juristas y teólogos musulmanes sobre la base de los textos coránicos, de la tradición profética auténtica (Hadith), del consenso de la comunidad (IjmcP) y del razonamiento por ana-logía con las reglamentaciones explícitas del Corán y del Hadith \

El Estado musulmán, tanto cuando estuvo regido por un cali-fa o por un sultán (período otomano) como cuando tuvo a su fren-

1 Cf. J. Schacht, An introduction to Islamic Law (Oxford 1964).

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te un simple emir, siempre procuró sustituir los derechos consuetu-dinarios locales por la Charpa. Pero estos derechos se han conser-vado hasta nuestros días con tanto mayor éxito por cuanto el Co-rán consagró —dándoles incluso trascendencia— algunas dispo-siciones del 'Urf beduino de la antigua Arabia, sobre todo en mate-ria penal.

Leamos, por ejemplo, estos versículos:

«El castigo de los que luchan contra Dios y su enviado, y ha-cen lo posible por sembrar el desorden en la tierra, será la muerte, la crucifixión, la pérdida de manos y pies o el destierro de su país; la ignominia les acompañará en este mundo, y en el otro sufrirán un cruel tormento» (V, 33).

«Contra vuestras mujeres que cometan impureza ( = acto se-xual ilícito), aportad el testimonio de cuatro de vosotros; si ates-tiguan contra ellas, encerradlas en vuestras casas hasta que les llegue la muerte o les abra Dios un camino de salvación» (IV, 15).

«Hemos prescrito para ellos en la Tora: vida por vida, ojo por ojo, nariz por nariz, oreja por oreja, diente por cliente; las le-siones están sometidas a la ley del talión. Renunciar generosamen-te al talión servirá como expiación de los pecados. Los que no juz-gan de acuerdo con lo que Dios ha revelado son injustos» (V, 45).

«¡Creyentes! en caso de homicidio está prescrito el talión: un hombre libre por un hombre libre, un esclavo por un esclavo, una mujer por una mujer. Al que se le perdona un homicidio gracias a un hermano suyo en Dios, pagará gustosamente una compensa-ción conforme a la costumbre. Esto representa una mitigación y una misericordia de parte de vuestro Señor. El que reincida des-pués de esto, tendrá un castigo terrible» (II, 178).

Podrían multiplicarse los ejemplos de versículos que remiten a las prácticas de una sociedad árabe sometida a lo que el Corán llama la Jáhiliyya, es decir, mentalidad y comportamiento «salvajes», por oposición a las normas ideales, humanas y liberadoras, enseñadas por Dios y su profeta. Se pone el acento en las causas de conflictos permanentes y sangrientos: las rivalidades entre familias, clanes y tribus, que llevan consigo robos, bandidaje, homicidios; las muje-res, que son responsables del honor Crrdh) de la familia y del clan,

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es decir, en realidad, de la vida de los hombres y mujeres que ase-guran la fuerza ofensiva o defensiva de la tribu (de ahí el matri-monio endógamo, restringido a menudo a una prima); el ciclo in-terminable de la venganza (tha'r), en el que cada asesinato exige otro. Todas las intervenciones del Corán tienden a «suavizar» los comportamientos colectivos impuestos por el juego de mecanismos sociológicos que escapan a toda reglamentación política; la orienta-ción general es el respeto e incluso la exaltación de la persona hu-mana (al-insán), criatura de Dios y responsable ante él de los pe-cados graves (kabáHr), entre los que figura el homicidio (qatl). Por eso se destaca la prohibición de una bárbara costumbre árabe que autorizaba al padre a enterrar vivas a sus hijas pequeñas (mantuda: cf. VI, 137, 140, y LXXXI, 8) por razones mal cono-cidas, y la prohibición general del homicidio (IV, 29,92-93): «El creyente no puede matar a otro creyente, salvo en caso de error. El que mata a un creyente por error queda obligado a dar la liber-tad a un esclavo creyente y a entregar a la familia de la víctima el precio de la sangre, a menos que ella renuncie generosamente. Si la víctima pertenece a un clan enemigo, pero es creyente, el homicida tendrá que dar la libertad a un esclavo creyente; si la víctima perte-nece a un clan aliado a vosotros por un pacto, hay que dar el pre-cio de la sangre a la familia y libertar a un esclavo creyente o, si no, ayunar dos meses consecutivos para demostrar el arrepentimiento ante Dios, el omnisciente, el sabio». «El que mate intencionada-mente a un creyente tendrá como sanción el infierno eterno...»

Vemos que, el Corán, si bien protege la vida humana, admite distinciones, confirma normas y actitudes impuestas desde antiguo por el derecho consuetudinario CUrf) de la sociedad beduina. La estructura de este artículo aconseja reunir las ideas del Corán que influirán en la elaboración de la Charfa durante los dos primeros siglos de la Hégira:

1. La pena de muerte se prescribe explícitamente para «los que luchan contra Dios y su enviado»; para la mujer culpable de un acto sexual ilícito; contra el homicida voluntario (talión) y con-tra el apóstata (murtadd).

2. En general, los pecados más graves (kaba'ir), considerados como una trasgresión directa de la voluntad de Dios, serán casti-gados el día del juicio sin posibilidad de intercesión ni de remisión

Pena de muerte y tortura en el pensamiento islámico 735

(II, 48). En relación con estos pecados se recuerdan continuamente los tormentos, las torturas, los suplicios, el fuego eterno, el cas-tigo cruel, la cólera y la maldición perenne de Dios.

3. La pena de muerte y las torturas se aplican siempre a los infieles recalcitrantes (kuffár) y a los creyentes separados de Dios por el pecado grave. Las normas penales representan de hecho para la naciente comunidad musulmana un sistema de seguridades frente a las amenazas de un entorno tribal movido por viejas solidarida-des de clanes. Pero se advierte que la nueva comunidad utiliza los mismos mecanismos de alianza o de oposición para salvaguardar su existencia. Al hacer esto, el Corán eleva al rango de lo trascendental e intangible unas normas y prácticas contingentes y profanas (pre-cio de la sangre, lapidación, liberación de esclavos...). Aun con-cediendo gran importancia a las circunstancias históricas y sociales en que se insertaron las prescripciones coránicas (asbáb al-nuzül), los juristas no se han preocupado de la aporía creada por los ver-sículos legislativos.

I I . LA ENSEÑANZA DE LA CHARÍ'A

Se cae en graves confusiones siempre que se trata de definir las posturas de lo que se suele llamar «el islam» sobre problemas como la justicia, la propiedad, la autoridad, la libertad religiosa, la pena de muerte, etc. En efecto, se cita indistintamente el Corán, el Haditb y la Charfa como autoridades indiscutidas e intangibles. Limitándonos aquí a la Charfa2, recordaremos que su doctrina proviene de dos actividades muy diferentes: hasta la segunda mitad del siglo vin (siglo II de la Hégira), las autoridades político-reli-giosas (califas, gobernadores, jueces) juzgan los casos que se les presentan reflexionando sobre los datos del curf local y de acuerdo con sus propios conocimientos de los textos sagrados. A partir de 780-800 comienza la era de la literatura jurídica, que se ampliará en la doble dirección del control teórico de las decisiones (ahkdm) y de la elaboración del corpus iuris en que se inspirarán los jueces.

2 Como cuerpo de derecho hay que distinguirla del Corán, lo mismo que se distinguen los evangelios del derecho canónico.

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Esto quiere decir que la Charfa, elevada a un plano trascendente por la teoría tardía de las fuentes y fundamentos (Usül al-fiqh), es efectivamente una construcción histórica ligada a los datos polí-ticos, usuales y culturales del mundo árabe islámico durante los dos primeros siglos de la Hégira3. Los principios dados por el Corán están integrados en esta construcción; pero, como hemos señalado, no se han advertido, o sólo en escasa medida, las dificultades teo-lógicas que plantea tal operación.

La diferencia fundamental que distingue al Corán de la Charpa es que el primero utiliza datos contingentes para exaltar la rela-ción hombre-Dios y para imponer a la conciencia un más allá de todos los valores, normas, comportamientos, bienes y sucesos. Y todo esto en un lenguaje de estructura mítica que plantea pro-blemas en vez de evitarlos. La Charfa, por el contrario, sistematiza en el discurso del código jurídico las soluciones pragmáticas adop-tadas en un primer momento. Se comprende así por qué es arbi-trario dar el calificativo de islámicas a las normas consignadas en esos códigos y perpetuadas por una escolástica rígida.

El derecho penal y particularmente la aplicación de la pena de muerte permiten comprobar estas observaciones. En efecto, la Cha-rfa sistematiza, desde un punto de vista estrictamente jurídico, las categorías de personas que utilizan el Corán en perspectivas dife-rentes (ética, espiritual, historia de la salvación, escatología...). El gran cisma de la humanidad —musulmanes-creyentes, no musulma-nes-infieles *— se subdivide del modo siguiente: los musulmanes pueden ser libres o esclavos; entre los no musulmanes figuran los pueblos del «Libro» (judíos y cristianos) y los infieles. Entre los primeros hay unos que aceptan pagar un tributo por cabeza (jizya), y otros que se niegan, exponiéndose a castigos que llegan hasta la pena de muerte. Esta no se pronuncia con la misma severidad y los mismos procedimientos judiciales, aunque se trate de delitos iguales, sino que se atiende a la categoría de las personas; los mo-

3 Esta presentación histórico-crítica es rechazada por los fundamentalis-tas musulmanes como una máquina de guerra de los «orientalistas» contra el islam. En realidad se debe a los trabajos de I. Goldziher, J. Schacht, Ch. Chéhata...

4 Hay que advertir que el Vaticano II ha dividido a la humanidad en «no cristianos» y «no creyentes».

Pena de muerte y tortura en el pensamiento islámico 737

dos de ejecución tampoco son los mismos (lapidación, crucifixión, estrangulamiento, horca...).

La sangre de un musulmán no debe ser vertida más que por apostasía, homicidio voluntario o acto sexual ilícito; están prohi-bidas la tortura y la muerte cruel. En la práctica, y según los con-textos sociopolíticos, se dan por satisfechos con cien latigazos por la fornicación; pero los autores enjuician diversamente la aplica-ción de este castigo, con o sin lapidación, que debe seguir hasta producir la muerte. El esclavo sufre sólo la mitad de este castigo porque no posee el título de muhsan, reservado al musulmán libre. (Es muhsan el musulmán, casado legalmente, que nunca ha come-tido un acto sexual ilícito y que está protegido por una ley penal contra la imputación calumniosa de fornicación [qadhf]). A este propósito hay que decir que la Charfa distingue los derechos de Dios (huqüq Allah = apostasía, inobservancia de la oración, del ayuno, de la zakat, transgresión de las prohibiciones alimentarias...; las sanciones están establecidas por Dios y no pueden ser objeto de modificación ni de remisión; la reducción del castigo por causa de servidumbre se explica por el hecho de que Dios no tiene en cuen-ta ningún interés material) y los derechos del hombre (huqüq ádamiyya), por los que se exige una compensación material (talión, precio de la sangre; los delitos contra el honor pueden considerarse de tipo mixto).

Las desigualdades entre musulmanes y no musulmanes en la aplicación y la diversidad de las penas no se explican por conside-raciones políticas o raciales, sino por el criterio religioso que fun-damenta la jerarquía de las personas jurídicas según la Charfa. El grado sumo de capacidad jurídica y, por tanto, de responsabilidad ante la ley instaurada por Dios (mukallaf) corresponde al musul-mán varón, púber, sano de espíritu, libre, legalmente casado. Su vida está protegida prioritariamente por el sistema penal; pero tam-bién incurre en la pena capital si no respeta los derechos de Dios. Siguen a continuación: la mujer musulmana libre y muhsana, que en caso de apostasía, por ejemplo, es forzada a volver al islam, pero no es ejecutada; el esclavo musulmán varón; la mujer musulmana esclava; los infieles que gozan del estatuto de protegidos (dhimma) del soberano musulmán (principalmente judíos y cristianos, que de-penden de sus respectivos tribunales, excepto en los delitos que

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afectan a los musulmanes); los extranjeros infieles que gozan de protección temporal en tierras del islam; finalmente, los infieles en guerra con los musulmanes. Es cierto que esta jerarquía perpe-túa unas distinciones corrientes en las sociedades antiguas, pero la Charfa la legitima explícitamente —mediante las categorías de lo puro y lo impuro, lo sagrado y lo profano, lo divino y lo humano, lo verdadero y lo falso— en el orden de la revelación y, por tanto, de los conocimientos y de todos los comportamientos prác-ticos que de ahí se derivan. El término Charfa {— camino bien trazado por el que andan los creyentes), lo mismo que fiqh ( = cien-cia religiosa por excelencia, penetración en el sentido sutil de la enseñanza divina) sugieren claramente los valores y orientaciones que señalamos.

En este contexto mental debemos situar las normas según las cuales, por ejemplo, el talión no se aplica al musulmán que mata a un protegido (dhirnmi); el dhirnmi, cómplice de un musulmán en un homicidio, es condenado a muerte, en tanto que el musul-mán sólo tiene que pagar el precio de la sangre (diya); la diya de-bida por un dhirnmi es la mitad de la que se paga por un musul-mán; el dhirnmi que blasfema contra Dios, el Profeta o los ángeles, es condenado a muerte...5. La vida y los bienes de los extranjeros infieles no están protegidos por ninguna ley, excepto en el caso de que un musulmán responsable —hombre o mujer— le haya con-cedido una seguridad temporal (aman); en este caso, el extranjero es tratado como un dhirnmi.

Habría aún mucho que decir sobre las disposiciones relativas a la lucha que deben emprender los musulmanes para defender los derechos de Dios: es lo que comúnmente se llama «guerra santa» o jihád. Va dirigida contra los opresores extremistas (bughát), par-tidarios de una «ortodoxia» distinta dentro del islam (cf. Corán XLIX, 9); pero, más exactamente, el jihád se dirige contra los no creyentes que rehusan convertirse o pagar la jizya6. En este caso se considera lícita la muerte de todos los hombres en edad de llevar las armas y todavía no prisioneros.

5 Cf. A. Fattal, Le statut legal des non-musulmans en pays d'Islam (Bei-rut 1958).

8 Impuesto de capitación. Cf. djizya, en Encyclopédie de l'Islam, 2.a ed.

Vena de muerte y tortura en el pensamiento islámico 739

¿Hay que incluir entre las torturas el castigo previsto para san-cionar el robo: amputación de la mano derecha e inmersión del muñón en aceite hirviendo para evitar la hemorragia? Además, la primera reincidencia lleva consigo la amputación del pie izquierdo; la segunda, la de la mano izquierda; la tercera, la del pie derecho. Los hanefitas son los únicos que se contentan con la amputación del pie izquierdo en caso de segunda reincidencia; después aplican otro castigo, como la prisión.

Nuestra sensibilidad moderna y el afán, cada vez más firme en nuestros tiempos, de respetar la integridad física y moral de la persona humana incitan a repudiar tales sanciones. Pero cabe notar que, siguiendo el ejemplo de la Arabia Saudita, Pakistán y Libia han restablecido las normas penales clásicas. Esto nos lleva a evo-car de un modo general las tensiones actuales entre la Charfa y la legislación moderna.

I I I . CHARÍ'A Y LEGISLACIÓN MODERNA

En todas partes, las legislaciones suelen tardar en reflejar rigu-rosamente la evolución de las costumbres, de la sensibilidad y de las mentalidades. En el caso islámico puede hablarse no sólo de «conservadurismo», sino también de una vuelta al derecho tradi-cional en el contexto ideológico de la reconquista de una persona-lidad árabo-islámica «auténtica», «específica», como reacción con-tra la agresión cultural del Occidente imperialista. De hecho, los dirigentes emplean en todas partes el único resorte sociopsicoló-gico eficaz para controlar el irresistible ascenso de grupos y estra-tos populares que hasta las recientes independencias se habían man-tenido en el marco autónomo del 'Urf, más o menos influido por la Charfa. La actual fase nacionalista favorece la reactivación de la operación ideológica que ya ensayaron con éxito los doctores de la ley al comienzo de la dinastía abasida: las decisiones momentá-neas de los jueces y de los responsables de la administración de los Omeyas entre 670 y 730 aproximadamente se transformaron en un cuerpo de doctrina —la Charfa— «islamizado», es decir, sacrali-zado después por la teoría de las fuentes y fundamentos del dere-cho. Esta representación, históricamente falsa, favoreció la inte-

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gración sociocultural de la ciudad musulmana. Por este motivo los Estados procuran hoy mantener una ficción teórica que adquirió la fuerza de un mito en el siglo VIII (n de la Hégira): cada vez que se intenta una modificación legislativa, se reafirma solemnemente el carácter divino de la Charfa, es decir, su valor intangible.

En estas condiciones se comprende que en 1977 se tratase en Egipto de aplicar la pena de muerte prevista en caso de apostasía de un musulmán. El legislador actual no sólo no puede abolir de golpe unas disposiciones contrarias al consenso moderno sobre los derechos elementales de la persona humana, sino que con dema-siada frecuencia contribuye a reforzar las creencias tradicionales que retrasan las indispensables revisiones. La opinión pública no tiene ni los medios ni los cuadros necesarios para afirmarse e in-fluir en la evolución de las ideas y del derecho que las expresa. La pena de muerte y la tortura dependen sobre todo de la benevolen-cia de los dirigentes que, según su formación intelectual, sus con-vicciones religiosas y sus objetivos políticos, pueden urgir las dis-posiciones penales de la Charfa o hacer que predominen castigos como la prisión y la multa, aplicados según el criterio de los jue-ces (es el ta"~zir previsto en el derecho clásico). Por otra parte, no es raro que entre los campesinos y los beduinos se sigan aplicando las normas arcaicas del IJrf, sobre todo en lo concerniente a los delitos sexuales que comprometen el «honor» de la familia7. Las autoridades se muestran más severas cuando se trata de eliminar el antiguo derecho de venganza que implicaba matanzas inútiles. Desde el punto de vista más general, hay que advertir que la pena de muerte no tiene en las actuales sociedades musulmanas la misma actualidad que en las sociedades occidentales: por una parte, la vio-lencia no reviste las mismas formas ni el mismo encono que en las sociedades industrializadas; por otra, las gentes agobiadas por las tareas cotidianas, movilizadas por urgentes luchas políticas, eco-nómicas y psicológicas ( = trastorno de las tradicionales relaciones familiares y sociales), no están preparadas para las discusiones «hu-manitarias» al estilo de los intelectuales occidentales. Nos falta es-pacio para analizar más ampliamente las condiciones de aceptación

7 Cf. J. Chelhod, Le droit dans la société bédouine: recherches ethnolo-giques sur le *urf ou droit coutumier des bédouins (París 1971).

Vena ele muerte y tortura en el pensamiento islámico 741

o de rechazo de la pena de muerte y de la tortura como indicios significativos de que la persona humana camina hacia la adquisi-ción de una dignidad cada vez mayor. A la luz de recientes expe-riencias y de prácticas comunes en diversos contextos sociopolíticos, parece evidente que los progresos realizados en determinados lu-gares no son irreversibles ni adaptados a la condición biológica y sociohistórica del hombre. No basta, en efecto, abolir la pena de muerte como sanción pronunciada por la justicia y suprimir la tor-tura como procedimiento para esclavizar las voluntades personales. Hay ejecuciones colectivas, rehenes inocentes, actos de terrorismo ciego «legitimados» en cada caso por los «intereses superiores» de un pueblo, una nación, un Estado o un grupo. Si la violencia tiene bases biológicas y vínculos con lo sagrado, si «los seres vivos son estructuras históricas», resultados de «(una) evolución y (un) azar» 8, hay que abordar los problemas de la pena de muerte y de la tor-tura con lenguajes distintos del éticorreligioso de la sublimación —es decir, del disfraz— de la realidad y del lenguaje represivo de los derechos tradicionales. Se trata, como se ve, de un umbral bio-lógico y sociohistórico que la especie humana está quizá a punto de franquear en medio de grandes dolores.

MOHAMMED ARKOUN

[Traducción: M. T. SCHIAFFINO]

F. Jacob, Evolution et bricolage: «Le Monde» (6, 7, 8 septiembre 1977).

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MOVIMIENTOS A FAVOR DE LA PENA DE MUERTE

Cuando la multitud se congrega a las puertas del tribunal que juzga a un asesino, ante la cárcel en que está detenido o en los lugares del crimen donde se efectúa la reconstrucción del hecho, nunca es para pedir que in-dulten al criminal, sino siempre para exigir su muerte.

Ha matado, que pague, que muera. Este clamor instintivo ha resonado a través de los siglos. Parecía debilitarse en nuestros días. Pero ahora vuelve a resonar y va de nuevo en aumento. Varios países que habían abolido la pena de muerte o habían decidido no aplicarla presencian hoy campañas de opinión en favor de su restablecimiento o de su aplicación. Tales campañas cuentan con apoyo de la prensa, de ciertos representantes del pueblo, inclu-so de algunos partidos políticos y hallan eco en los parlamentos y en diversas organizaciones en que se encuadra la sociedad civil. En los pocos Estados en que la pena de muerte sigue en vigor y se aplica algunas veces —tal es el caso de Francia—, las campañas abolicionistas son cada día más discretas porque se enfrentan a la opinión mayoritaria del país. Se están organizando incluso asociaciones que abogan por un empleo más amplio de la pena capi-tal, cuyos partidarios se hacen oír más que sus adversarios.

A pesar del entusiasmo, la buena voluntad y la generosidad de los abo-licionistas, sería vano ignorar que en Europa y América existe un clamor real en favor de la pena de muerte: en unos sitios se pide su restablecimiento, en otros se lucha contra su abolición.

Hay dos tipos de razones. Unas son evidentes y fáciles de explicar; otras son ocultas, a veces apenas conscientes, pero no dejan de influir. Vamos a hacer su inventario sin pretender ser exhaustivos.

En este análisis de las causas es inevitable proceder mediante afirmaciones y partiendo de impresiones. Sin embargo, tales afirmaciones e impresiones se apoyan —aunque no demos aquí las referencias— en datos de hecho o en pruebas: sondeos de opinión, observación atenta de las reacciones y de las tendencias del público; reflexión sobre las numerosas discusiones de ju-ristas, sociólogos y especialistas en criminología referentes a este tema; co-mentarios de la prensa, radio y televisión; libros y trabajos de diversos ti-pos. En fin, también tendremos en cuenta el voluminoso correo que desde hace unos años provoca todo suceso, toda toma de posición, todo artículo relativos a la pena de muerte.

Porque no hay ningún problema —bien lo saben los sociólogos, mora-listas y periodistas— que provoque juntamente tanto apasionamiento y tan-tos juicios tajantes por parte de hombres y mujeres que no se pronunciarían o no lo harían con tanta vehemencia si se tratase de cualquier otro asunto.

DELINCUENCIA Y CRIMINALIDAD

El público está convencido de que la criminalidad crece continuamente, de que hoy se cometen más asesinatos que nunca. Pero esto es falso, com-pletamente falso. Sin entrar en la polémica que indefectiblemente suscita toda estadística, podemos afirmar sin miedo a vernos desmentidos que en los paí-ses civilizados y de régimen democrático no son hoy los homicidios más nu-merosos que hace cien o ciento cincuenta años, y probablemente son menos frecuentes aun teniendo en cuenta el crecimiento de la población.

Lo que sí ha aumentado considerablemente es la delincuencia, es decir, los robos, los atracos, las estafas, la agresión y el atraco en que los autores se limitan a amenazar, las riñas, las violencias ordinarias no catalogadas, etc. Recordando refranes del tipo «el que roba una sardina, roba una gallina», el pueblo se convence fácilmente de que el ladrón, el agresor de hoy, será el asesino, el pistolero de mañana. Las ideas sobre la delincuencia y la crimi-nalidad son confusas. Por otra parte abundan los ejemplos de malhechores que no se proponían matar, pero llegaron a hacerlo.

La denuncia, por desgracia fundada, de las violencias, torturas y ejecu-ciones sumarias que se registran en los países donde reina un totalitarismo de derecha o de izquierda aumenta la sensación de que nos hallamos en un mundo peligroso donde la vida humana apenas cuenta. Incluso los acciden-tes —de carretera, de trabajo, etc.— contribuyen a esta resignación ante la amenaza universal y la inseguridad generalizada. Todo se mezcla en una ne-bulosa de sangre y de lágrimas que imposibilita toda contestación y toda dis-cusión. La certeza absoluta de que los homicidios han aumentado terrible-mente en nuestra época está demasiado anclada en el pueblo para que se to-men en cuenta las afirmaciones contrarias, por muy sólidas que sean.

EL PAPEL DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN

Ha cambiado también el extraordinario relieve que los medios de comu-nicación, especialmente los audiovisuales, dan a cualquier caso criminal. An-tes, algunos periódicos se habían especializado en contar los «casos diversos» en hacer indagaciones paralelas a la policía, asociando así a sus lectores a la búsqueda del criminal. Pero sólo llegaban a unos centenares de miles de personas, mientras un informe televisado llega a millones o a varias decenas de millones. El caso del momento se repite una y mil veces, se describe has-ta en sus menores detalles, se comenta largamente con objeto de captar y re-tener la atención.

El asesinato ideal, podríamos decir, es aquel cuya víctima es un hombre cualquiera, sin importancia y sin fortuna; todavía mejor, un niño de clase baja o media. Porque entonces resulta mucho más fácil la identificación: lo que le ha ocurrido a él (o a su chico), me puede pasar un día a'mí (o a mi hijo). Sucesos de este tipo ocurren todos los días: hay más asesinatos de gente desconocida, de pequeños comerciantes y empleados, que de grandes

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empresarios, banqueros o ministros. Sin embargo, la muerte o la desgracia de un «famoso» —de una estrella de la canción o de las finanzas, de un in-dustrial fuerte o de un ejecutivo con prestigio— suscitarán otros reflejos igualmente profundos: si le ha ocurrido esto a esa persona con dinero, in-fluencia y guardaespaldas, ¿no corro más peligro yo, que no tengo nada de eso?

De ahí que se nos obsequie permanentemente con folletines policíacos por entregas, fértiles en «revelaciones» y sensacionalismos en que la realidad supera a la ficción. Los medios audiovisuales, que por naturaleza se dedican a lo accesorio a expensas de lo esencial, nos ofrecen, con el pretexto de in-formarnos, esa «distracción» en el sentido pascaliano del término que, según ellos, nos hará olvidar nuestras preocupaciones; ese sucedáneo que nos evita-rá e incluso nos impedirá agobiarnos con los problemas reales y verdaderos.

Hace unos dos años, tras un odioso crimen —el secuestro de un niño, asesinado fríamente por su raptor sin intentar negociar un rescate—, el presentador más popular del programa con más audiencia de la televisión francesa (Roger Gicquel, a las veinte en TF 1) comenzaba su emisión de-clarando con rostro descompuesto y tono dramático: «Esta noche Francia tiene miedo». Con cinco palabras sembró realmente la angustia en la cabe-za y en el corazón de sus venticinco millones de oyentes.

LA PSICOSIS Y EL MIEDO

Porque en realidad se trata de angustia y de miedo. Un anciano asesi-nado, un niño secuestrado, una persona indefensa atacada..., y el resultado es millones de ancianos, de padres y de simples ciudadanos que tiemblan. Se está extendiendo una verdadera psicosis de asesinato, agresión y violencia que se alimenta de la brutalidad de las relaciones humanas en los grandes núcleos urbanos, de la desconfianza de los campesinos, de todas las tensiones de la vida moderna. La simplificación, la exageración, las deformaciones del rumor, hacen el resto en el inconsciente colectivo.

Son conocidos los experimentos de los investigadores americanos Allport y Postmann sobre el rumor. Uno de ellos consistía en proyectar un corto film donde se veía a un blanco con una navaja de afeitar en la mano char-lando tranquilamente con un negro muy alto. Luego cada espectador con-taba el film a una persona que no había asistido a la proyección, ésta lo con-taba a otra y así sucesivamente. A la cuarta persona, por término medio, la navaja de afeitar cambiaba de mano; a la séptima, el negro, o uno de los negros —porque en algunos relatos llegaron a cuatro— agredía al blanco.

El asesino, en la realidad y en la imaginación, siempre es un monstruo. Y todo crimen supone un asesino; si éste no es identificado y detenido, cualquier sospechoso servirá para el caso. A un animal venenoso se le piso-tea; a un lobo feroz se le extermina; a un criminal, real o presunto, se le mata.

No se te ocurra dudar, objetar, discutir. Por ejemplo, insinuar que para

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cometer ese crimen hay que estar loco y que probablemente se trata de un po¿>re demente. O que no se sabe si ha actuado solo, que sin duda tendría cómplices y que convendría buscarlos y oír sus declaraciones antes de acabar con él. Que además no es seguro, totalmente seguro, que sea el culpable y que hay casos —se conocen algunos— en que ni las mismas confesiones sig-nifican nada. En seguida se produce una reacción desmesurada. Llueven los ataques y las injurias; se desborda la pasión. «Tú prefieres a los asesinos». «Prefieres los asesinos a sus víctimas». Tal es la frase clave. «En el fondo eres cómplice moral del asesino». «Sólo te preocupas de él». Casi se llegará a desear que ocurra una desgracia así en tu familia, entre tus allegados. «En-tonces veríamos si seguías predicando la comprensión y sembrando la duda». La sociedad está amenazada, tiene que defenderse. Eso es todo.

¡Matadlo, moledlo a palos, sacadle las entrañas! Al pánico que inspira estas reacciones furiosas se mezcla a veces una especie de sadismo irrefle-xivo que deja estupefacto al ver que procede de ciudadanos honrados, pa-dres de familia dignos y habitualmente moderados. Esto origina reflexiones como las siguientes: «Van a juzgarlo, a multiplicar los simulacros, los infor-mes periciales, los discursos a su favor... y todo, quizá, para absorverlo. Te-nemos lo que merecemos. A tales monstruos habría que matarlos en el acto. O mejor, habría que hacerles sufrir largamente antes de matarlos para que expíen sus crímenes y sirvan de escarmiento». Algunos van más lejos: «Yo no les cortaría la cabeza, sino primero una mano —la que cometió el homi-cidio—, después la otra y las piernas con que pretendían huir, también una después de otra. Y sólo entonces, cuando ya hubiese sufrido cruelmente, le quitaría la vida». Estas palabras espantosas y bárbaras se oyen a menudo con horribles variantes. Pueden leerse también en forma encubierta o brutal, en escritos firmados por hombres considerados sensatos y reflexivos.

¡Que los maten!, claman médicos que tienen la profesión de luchar por la conservación de la vida, abogados cuyo oficio es defender y no condenar, moralistas, guías de la opinión que asumen una especial responsabilidad al poner su autoridad al servicio de la muerte y, en fin, hasta religiosos. En Francia hay un dominico, muy citado en la prensa, que pide abiertamente la pena de muerte para los homicidas, asegurando que al perdonarles la vida no les dejamos expiar e impedimos su salvación.

UNA DISCUSIÓN MARGINAL

Y esto no es todo ni mucho menos. A muchos les parece que la discu-sión sobre la pena de muerte es un asunto totalmente secundario, en cierto modo marginal, casi ridículo. No hay que entablar graves controversias sobre los principios, objetan, cuando millones de vidas humanas están amenazadas y perecen por las guerras y el hambre, por las represiones y las torturas, por las matanzas de todo tipo y por la opresión. ¿Qué significa frente a to-dos esos horrores la muerte legal de unos cuantos criminales peligrosos para la sociedad? Y no hablemos de las tragedias de toda clase que hieren cie-gamente a millones de seres inocentes.

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En Francia desde 1950, es decir, en veintiocho años, ha habido 64 eje-cuciones capitales por delitos comunes: viene a ser el mismo número de los muertos en accidente de carretera en cualquier fin de semana, y éstos eran víctimas inocentes. Por eso, en vez de lamentar la suerte de unos homicidas, esforcémonos por salvar las vidas y orientemos nuestra atención y reflexión hacia donde pueden ser eficaces sin perder el tiempo y las energías en cuestiones sin salida. ¿Qué importancia tienen dos o tres ejecuciones al año?

Tendríamos que repetir aquí uno por uno los argumentos de los parti-darios de la pena capital, pues la aceptación que encuentran no es unívoca. Es distinta en cada caso la razón alegada que impresiona y termina por per-suadir, aumentando el número de partidarios. Pero a nada conduce comenzar de nuevo una polémica en la que todo el mundo conoce de antemano los argumentos que le opondrán y las respuestas que obtendrá. La ejemplaridad de la pena continúa siendo un elemento importante, a pesar de todos los estudios que conducen a rechazar o al menos a poner en duda tal razón. Existe también la pena de muerte selectiva: sólo para los asesinos de niños, dice uno; y de ancianos, añade otro; para los traficantes de drogas; para los secuestradores de rehenes; para los que van al volante como locos, verda-deros homicidas de las carreteras... La lista se va alargando y cuando está completa, la gente se tranquiliza fácilmente, concluyendo: «Sí, para ésos yo haría una excepción, les aplicaría la pena de muerte, aunque en principio soy contrario a ella».

DOS PRESIDENTES DE LA REPÚBLICA...

Psicosis de inseguridad, ceguera, miedo que engendra espíritu de ven-ganza, sensibilidad embotada: todo se conjuga para explicar el movimiento en favor de la pena de muerte. Movimiento estimulado por la actitud de las autoridades y poderes públicos, hay que confesarlo. A dos presidentes de la República Francesa, pocos días después de su elección, les he oído hablar del derecho de gracia que les otorga la Constitución. Ambos decían cuánto les pesaba esta decisión solitaria y el temor que les inspiraba esta responsabilidad. Ambos se declaraban vivamente opuestos a la pena capital. «Yo indultaré a todo el mundo», prometía Georges Pompidou en 1969. «Así —añadía—, la opinión se acostumbrará a ver que la pena de muerte cae en desuso. Es mejor camino que arriesgarse a despertar las pasiones pro-poniendo la abolición». Y cinco años más tarde, en 1974, Valéry Giscard d'Estaing prometía: «Durante mi mandato no habrá ninguna ejecución ca-pital».

Sin embargo, el primero de ellos tuvo que ceder un día a la razón de Estado y rehusó indultar a dos hombres que, condenados a prisión perpetua por asesinato, cogieron como rehén ss y asesinaron a un guardián y a una asistenta social de la cárcel en que estaban detenidos. Uno había sido con-denado a muerte por homicidio, el otro por complicidad. Las organizaciones profesionales del personal penitenciario declararon abiertamente que, si no

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se ejecutaba por lo menos a uno, los guardianes considerarían que peligraba su seguridad y obrarían en consecuencia. La amenaza produjo efecto, y fueron guillotinados los dos. El segundo presidente de la República cedió ante la opinión popular y rehusó indultar al asesino de un niño, crimen que había suscitado oleadas de indignación. A pesar de esto, en diversas ocasiones se ha pronunciado contra la pena de muerte, pero añadiendo a continuación que desgraciadamente no ha llegado aún el momento de aboliría y que la mentalidad popular no está aún suficientemente madura para proponerlo.

Así, pues, incluso las autoridades más decididas ceden y dan largas a la cuestión. También varios ministros de Justicia se declararon partidarios re-sueltos de la abolición antes de llegar al Ministerio. Pero, una vez en el cargo, todos cambiaron de parecer, y algunos llegaron a defender la guillotina. Este modo bárbaro —¿hay alguno que no lo sea?— de ejecutar a una persona suscita protestas periódicas. Y entonces vemos que los representantes del pueblo, diputados o senadores, no proponen echar ese horrendo artefacto al almacén de los suplicios medievales para no sacarlo más, sino únicamente sustituir ese modo de ejecución por una inyección que produzca la muerte instantánea, por un veneno fulminante, etc.

CADENA PERPETUA

Si se va al fondo del debate y de las razones en favor de la pena de muerte se vuelve, en definitiva, a un argumento clave al que nadie ha sido capaz hasta ahora, al menos en Francia, de dar una respuesta satisfactoria. El inveterado miedo al criminal se nutre de la idea de que si no es ejecutado, si se le conmuta la pena por la de cadena perpetua, llegará un día —dentro de diez, quince, veinte o más años— en que, por la conjunción de indultos parciales y de la libertad provisional, ese hombre saldrá de la cárcel y volverá a matar. Y es evidente que ese caso se ha dado. Y es también verdad que la cadena perpetua se reduce en todas partes a una larga estancia en la cárcel.

Aquí está la dificultad. Consentir que un hombre pase el umbral de la prisión a los veinte años para no volverlo a franquear hasta su muerte, aunque ésta ocurra sesenta años después, equivale a negar toda posibilidad de re-dención; es negarse a admitir que pueda algún día cambiar y convertirse en un hombre honrado. Por otra parte, oponerse a que la prisión sea ver-daderamente perpetua es proporcionar un argumento, basado en muchos casos concretos, a los partidarios de la pena de muerte. Parece que varios casos recientes de criminales que, tras una larga estancia en presidio, han vuelto a cometer asesinatos han contribuido de momento a reforzar en Francia la opinión favorable a la pena de muerte. Mientras no se supere este obstáculo, es inútil esperar que el público evolucione hacia la abolición. Por tanto, dadas las circunstancias actuales, convendría concentrar los es-fuerzos en mostrar la imposibilidad de una condena verdaderamente perpetua.

Es preciso ante todo que las autoridades cumplan su deber, que no es seguir a la opinión pública, sino guiarla. Y esto, todos los poderes, no sólo

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el político —que se limita con demasiada frecuencia a plasmar tardíamente en leyes y decretos los cambios que ya se han producido en los espíritus—, sino sobre todo las autoridades morales y religiosas, que tienden felizmente a tomar posturas claras y valientes por impopulares, como hicieron los obis-pos franceses a principios de 1978. Aunque no se logre convencer a una mayoría de ciudadanos, la actitud franca y firme de esas autoridades dará a los responsables políticos la garantía que necesitan —basada en la moral más que en el derecho o en los votos— para vencer las objeciones, detener el movimiento a favor de la pena de muerte y aspirar, a pesar de las resis-tencias y oposiciones, a una abolición que ya se ha retrasado demasiado.

P. VlANSSON-PONTÉ

[Traducción: M. T. SCHIAFFINO]

LA VIOLENCIA EN LA LUCHA CONTRA ESTRUCTURAS INJUSTAS

La revolución se presentó inicialmente como un proyecto ético. Surgió apelando a las conciencias de los oprimidos. Las condiciones efectivas de la rebelión son creadas por la toma de conciencia a que llevan las necesidades y las angustias, así como las injusticias, discriminaciones y abusos que la denuncia de los líderes pone de manifiesto. La revolución extrae su fuerza de los valores morales que viene a encarnar, establecer o restablecer, ya que se presenta como la fuerza del derecho tendente a erradicar la violencia que impera en forma de impostura brutal o camuflada. Pero semejante fuerza se convierte pronto en debilidad. El descrédito procedente del exterior, de la opinión pública internacional, se suma, aumentándola, a la desmoralización que a veces desarma a sus mismos partidarios. No cabe duda de que esta crisis, enervante por desmoralizadora, obedece a la serie de fracasos o semi-éxitos que siguen necesariamente a los primeros entusiasmos revolucionarios. Aquí vamos a destacar y analizar sus factores propiamente éticos.

Es evidente que la revolución crea a las conciencias situaciones inéditas. Les plantea casos límite, a primera vista insolubles, sobre todo cuando se trata de suprimir las contradicciones, de liquidar a los adversarios internos y externos. Ahora bien, estos problemas éticos nuevos son considerados a partir de una conciencia prerrevolucionaria, de una moral dominante en las culturas y sociedades anteriores al movimiento de liberación. Dicha moral continúa teniendo audiencia entre los pueblos que juzgan desde fuera los procesos revolucionarios. Con estos conflictos se han encontrado todos los hombres —los intelectuales y los hombres de acción—: «tener puras las manos», «no tenerlas en absoluto» (Péguy); evitar contaminarlas con la vio-lencia o dejar que se pudran en la omisión. ¿Obedecen tales contradicciones a un tipo determinado de moral o a la oposición esencial entre la moral y la revolución? Al examinar algunos de esos casos de conciencia que llevan aparentemente a un callejón sin salida, quisiéramos concentrarnos en esta pregunta fundamental sobre las relaciones entre la revolución y la moral.

Lección de las situaciones límite

Las situaciones límite, los casos de conciencia insolubles a primera vista, constituyen valiosas indicaciones: muestran sobre el terreno las orientaciones y limitaciones de los sistemas éticos. Sobre todo para el lector europeo, la situación más típica es la de las redes de la resistencia, el de los enlaces

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en un país ocupado por el ejército vencedor y vigilado por su policía. Un jefe abnegado acaba de recibir el encargo de liquidar a dos espías que hubie-ran puesto en peligro a toda su red de enlaces. Como es cristiano, consulta antes al sacerdote. «No, usted no puede hacer eso», es la respuesta firme. Tras la ejecución, ese mismo cristiano, que duda o se siente culpable, va a confesar. El sacerdote se limita a declarar: «¡Bueno!». No puede condenar la liquidación de dos adversarios peligrosos que su moral no le permitía antes aprobar'. En efecto, la moral clásica que los seminarios (preconciliares) enseñaban a los confesores no autoriza el homicidio más que en caso de legítima defensa o de pena de muerte. Ambos estaban sin duda excluidos del enfoque casuístico de ese buen cura. Los dos espías nazis, una vez «dete-nidos», no entraban en la categoría de los «agresores actuales». Por otra parte, los exponentes de la resistencia carecían de la cualidad de «autoridad pública soberana», única investida de la prerrogativa de infligir la pena ca-pital. Sin embargo, esos cristianos obligados a tomar una decisión «urgente» en una situación excepcional parecen haber comprendido casi instintivamente que había que saltar el cerrojo de semejante casuística. Ante la imposibilidad de conservarlos durante mucho tiempo en la cárcel, veían que esos espías, una vez vueltos a la Gestapo, constituirían una terrible amenaza para la vida de sus familias y para la seguridad de toda la red de la resistencia. Y de hecho, ante la sumisión de las autoridades locales al yugo del ocupante, y siendo imposible enviar los «detenidos» a las fuerzas militares de la Libera-ción, ¿no representaba este núcleo de combatientes el nuevo orden demo-crático, jurídico, que defendían con una abnegación totalmente desinteresada e iniciaban con su conducta serena y razonable? Al «condenar a muerte» a los dos espías y recurrir a pesar suyo a esta medida extrema, la ejecutaron sin crueldad, con respeto personal a unos adversarios a los que anestesiaron antes de la ejecución. En una situación ciertamente inédita, ¿no hicieron lo que debería hacer todo hombre honrado obedeciendo a su conciencia y sobre-poniéndose a la cobardía e incluso a las vacilaciones teóricas que una moral poco adecuada no podía disipar?

Estas cuestiones crecen y se hacen inextricablemente complejas en el contexto de las naciones jóvenes que, entre las agitaciones de la descoloni-zación y las aspiraciones de justicia, se han sensibilizado e incluso sublevado en pro de la liberación total. Para ellas la justicia debe ir acompañada de la eficacia, so pena de desembocar en los «buenos sentimientos» y equipararse a la moral objetivamente aliada a la opresión de los regímenes imperantes decorados con el nombre de «orden establecido». Un grupo de eclesiásticos quiso entrevistarse con un cabecilla revolucionario latinoamericano (he reci-bido el informe de un testigo presencial) que la policía iba a liquidar en 1968. Pretendían negociar las condiciones de una eventual participación cris-tiana en las acciones revolucionarias, manteniéndose libres de las salpicadu-ras de la violencia homicida. Cuando quisieron darle una lección, el guerri-llero, ofendido en su honor, por no decir en su conciencia, prorrumpió en

1 El episodio está narrado en Remy, Aventures sur la ligne (Nyon 1974) 217-253, la cita en página 232.

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una diatriba feroz, aunque conmovedora: «¿Ustedes creen, queridos curas, que cuando yo o mis hombres matamos a alguien lo hacemos de buena gana? Vuestra doctrina es hermosa antes de actuar para impedírnoslo y después para juzgarnos. Díganme qué debo hacer. Denme hombres valientes, entusiastas, comprometidos hasta la muerte. Basta de exhortaciones y de denuncias mo-rales...».

Esa es la cuestión: ¿Puede la moral, ante estas situaciones límite, rebasar el plano de las exhortaciones y de las denuncias? Si no es así, su voz reso-nará fuera del campo de la acción y de la lucha.

Fracaso de las teorías morales

En el plano de la acción y de la reflexión ética parece sumamente difícü conjugar la rectitud con la eficacia. Y lo es tanto más por cuanto el pro-yecto revolucionario es complejo y se ha hecho esperar durante mucho tiem-po. Más aún, por su extensión y pormenores asume la amplitud de los pro-blemas y conflictos mundiales. Criticando el optimismo de la encíclica Pacem in tenis, P. Tillich subraya que el aspecto más trágico de la condición humana es el hecho de no poder luchar por la justicia sin cometer injus-ticias. Este fallo, que existe en el poder cuando se quiere que esté al servicio del amor y de la paz, expresa muy bien, según este teólogo, la ruptura entre la esencia verdadera del hombre y sus condiciones de existencia, que influyen en la vida individual y colectiva2.

Sería instructivo esbozar la tipología de las diferentes posturas elaboradas por los teóricos que han tratado de vencer las dificultades que estorban la acción o enervan el impulso. Todos estos ensayos éticos tropiezan con una dicotomía de elementos reales y de exigencias ideales que tratan de reducir o al menos de ordenar. La formulación más clásica distingue el «fin» y los «medios». La revolución se caracteriza por unos objetivos indiscutiblemente buenos —paz, justicia, igualdad, triunfo sobre las discriminaciones, la opre-sión y el abuso— que se oponen a los procedimientos de persuasión y de fuerza que ha de emplear para dar eficacia a sus ideales de liberación. En realidad, nadie puede sostener que el fin justifica los medios. Esta máxima sólo suele proferirse para condenar los manejos de los adversarios. Los hombres de acción más inteligentes dirán con Gandhi que «el fin está en los medios como el árbol en la semilla». Y no es menos perentoria, aunque proceda de un horizonte ideológico totalmente distinto, la afirmación de L. Trotski: existe una relación orgánica entre los medios y los fines que persigue la revolución3.

La violencia engendra o perpetúa la violencia. El uso sistemático de la mentira, la impostura y el asesinato siempre termina por conducir al des-crédito y a la desmoralización de la revolución. Esta relación se funda en

2 Cf. el trabajo de P. Tillich en la obra colectiva To Uve as men an anatomy of peace (California 1965) 13-23. 3 Cf. L. Trotski, Leur morale et la nótre.

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la misma exigencia de eficacia. Contra el maquiavelismo postula que la jus-ticia se afirme de una manera universal y evidente a través de todo el proceso revolucionario. Pero no basta en modo alguno para eliminar la ambigüedad de la acción revolucionaria y para poner de acuerdo a todos los partidarios de cambios sociales. La prueba es que, de la necesaria correlación entre la bondad de los fines y de los medios, Gandhi infería el recurso exclusivo a la no violencia, en tanto que Trotski legitimaba la violencia al servicio de la revolución, considerando que ésta le comunicaba su justicia y bondad. Consecuente con tal idea tachaba de imposturas e hipocresías las «virtudes» de los burgueses dedicados a contrarrestar la revolución proletaria. Aquí se transfieren sin más a la historia lo absoluto de la bondad moral y el criterio último de la valoración ética. Y la historia es portadora de la única finalidad susceptible de legitimar todos los objetivos y todos los procedimientos revo-lucionarios. Pero la historia dotada de esta finalidad necesita una interpre-tación y depende de un análisis hecho por los agentes de la revolución; por eso la multiplicidad efectiva de dichos agentes —infalibles por principio— introduce la contradicción en el seno del movimiento revolucionario. Seme-jante brote de totalitarismo de derecha y de izquierda, que apela al mismo criterio del sentido de la historia (actualizada eventualmente por las etique-tas de «defensa nacional», «preservación o promoción de la civilización») prueba en fin de cuentas el carácter abstracto y relativo de tal principio. La no violencia (o mejor, la consagración total a la Verdad) del Mahatma hindú se impone a las conciencias con un título completamente distinto: el de bondad absoluta. Pero al transferir a los medios (no violentos) el carácter de valor absoluto, ¿no se corre el peligro de eludir los imperativos cam-biantes de la situación e incluso el deber fundamental de una conciencia atenta a los objetivos de la justicia que reclama el recurso a medios de otro tipo? ¿Con qué derecho puede establecerse a priori el axioma de que no es posible controlar y medir la violencia ni emplearla conscientemente cuando constituiría el único medio de derribar una violencia aún mayor?

Aquí vuelve a aparecer la dicotomía fin-medios aplicada al «principio de totalidad». Aquí el «todo» social se opone a la «parte», el individuo o el grupo integrados en el todo y subordinados a él análogamente a como se subordinan los medios al fin. La superioridad del todo se convierte en su-premacía absoluta y en criterio supremo de valoración. La parte está some-tida al todo, del que recibe la bondad y la justificación. Debe ser juzgada, eventualmente castigada e incluso suprimida, según que se someta, se con-forme o no al bien que el todo es o impone. Esta doctrina ha tenido una triple modalidad a lo largo de la historia. En la primera, el todo y las partes son individuos humanos; se trata, pues, de una sociedad, un régimen, un Estado formado por individuos, por ciudadanos. En este esquema ético ti bien social, el interés común, se convierte en el bien absoluto y en el criterio supremo para valorar todos los comportamientos individuales. Desde otro punto de vista, la relación del todo con las partes se considera dentro de un organismo viviente en el que los miembros están al servicio de la totalidad constituida por el ser vivo. La evidencia de ciertos órdenes (¡hay

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que extirpar un miembro gangrenado para salvar la vida del hombre!) con-sidera esta analogía orgánica como un principio ético importante, como un argumento decisivo que no admite ninguna crítica. Más recientemente se ha atribuido al principio de totalidad una tercera zona. La misma vida moral o una de sus partes pueden ser consideradas como un todo, en tanto que la acción concreta y aislada desempeña el papel de la parte. Cada una de las acciones resultaría así solidaria de un proyecto moral completo, y de esta relación con la cualidad global del proyecto se derivaría su cualificación moral particular.

En estas tres formulaciones distintas la relación del todo con la parte es sumamente indeterminada, designa una noción polivalente. Sólo podría servir para tener una primera idea que necesita todas las precisiones que proporcionan las definiciones rigurosas del todo, la parte, las modalidades de integración, participación e interacción de los elementos dentro de un sistema al que pertenecen de forma cualitativamente diferenciada. Fuera de esta reflexión profunda —cuyas teorías sistemáticas actuales constituyen esbozos ejemplares4—, el recurso a la analogía del todo y de la parte suele originar equívocos. Ni los más grandes maestros han sorteado siempre esta trampa. Invocando sumariamente el principio de totalidad se han justificado las peores atrocidades, las mutilaciones de prisioneros y la pena de muerte5. Dentro de estos esquemas explicativos, la revolución y los procedimientos que emplea se colocan en relación de dependencia o independencia, conside-rando los objetivos o el proceso revolucionario como motivo suficiente o no para justificar las actuaciones que suscitan o las medidas que inspiran.

Se evoca también otro modelo ético: el del «voluntario directo o indi-recto». Aquí se contempla la acción misma, por ejemplo la violencia homi-cida, y se trata de distinguir y ordenar sus efectos para enjuiciarlos en fun-ción de su relación con la intención voluntaria que los dicta y del influjo que pueden ejercer unos sobre otros. Esta elaboración doctrinal constituye el elemento propiamente ético que el pensamiento cristiano ha introducido en la teoría de la legítima defensa, formulada primeramente por los juristas. Como fundamento moral de esta teoría o en los intentos de justificar moral-mente algunas formas de violencia —entendida como «defensiva», como oposición o respuesta a la violencia—, la doctrina del «voluntario indirecto» considera que el acto moral depende enteramente de la intención voluntaria, de la cual deriva, por tanto, toda su cualificación moral. En la medida en que permanece extraña a la acción, carente de decisión o de eficacia para orientarla hacia el bien, «la buena intención» no es más que una forma de hipocresía, apenas disimulada, que Pascal ridiculizó genialmente en su Pro-vincial 5.a En cambio, podemos reconocer cierto progreso en esa distinción

4 Hemos aludido a csío en nuestra aportación al congreso de la ATEM celebrado en Friburgo (Suiza) del 19 al 22 de septiembre de 1978 y cuyas actas se han publicado en «Supplement de la Vie Spirituelle».

5 Santo Tomás justificó las enseñanzas del derecho medieval sobre estos puntos recurriendo al principio de totalidad. Cf. ST II-II, 65,1. «El artículo justifica la mutilación desde el punto de vista penal y terapéutico», se limita a advertir el tra-ductor-comentarista en la edición de la «Revue des Jeunes».

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que se hace en el objeto de la voluntad. Al considerarlo en el aspecto de la responsabilidad diferenciada del querer (lo que se quiere por sí mismo, lo que se causa directamente, lo que sólo se ocasiona, «permite» o acepta como consecuencia mala inevitable de un bien o de un objetivo necesario...), se abre el camino a algunas soluciones aplicadas correctamente a ciertos problemas éticos. De este modo, con el recurso aislado o combinado del «voluntario directo», del «principio de totalidad», de la distinción entre «fines y medios», se elabora un sistema moral dotado de bastante coherencia, que abarca el campo del respeto de la vida humana y de las relaciones so-ciales tendentes a controlar la violencia si no a garantizar la paz. Forman parte de este sistema las doctrinas de la legítima defensa, de la «pena de muerte», de la «guerra justa», de la «rebelión» como último recurso para derrocar al tirano.

Tal moral, que estaba en sustancial armonía con las posturas del derecho y respondía a las necesidades primordiales de la sociedad occidental, al parecer ha ido viendo multiplicarse los casos de conciencia que escapan a sus solu-ciones casuísticas. Hoy parece estar en plena quiebra: ya no resulta funcional y practicable en las situaciones límite que pululan bajo el impacto de la civilización técnica y de la búsqueda de nuevos tipos de sociedad mediante transformaciones evolutivas o revolucionarias. Resulta también insuficiente por carecer de una inspiración específicamente cristiana, sobre todo en las cuestiones que suscita la proliferación de la violencia en el mundo. La gene-rosidad de los líderes o los profetas sugieren sustituir la moral clásica por el recurso sistemático a la no violencia.

Sin pretender abordar aquí la crítica de las diferentes posturas que aca-bamos de evocar en forma esquemática, quisiera destacar el defecto inicial —incurable a mi juicio— del sistema ético que ha inspirado todas esas soluciones. Sus fallos se deben a su carácter esencialmente inadecuado. La acción —sobre todo en sus formas más ricas: la acción política, revolucio-naria— escapa a todo sistema moral, que debe ser una formulación de normas (objetivas) y su aplicación a casos particulares. Dicha moral, restrictiva por unidimensional, no tiene en cuenta la complejidad, temporalidad, continuidad y realización de la acción. Una ética pluridimensional sería la única capaz de esclarecer las decisiones en los casos extremos planteados por la acción y, especialmente, por el proceso revolucionario.

Revolución y ética pluridimensional

Para responder a este reto hay que saber integrar los elementos válidos de las teorías citadas en un proyecto ético que esté abierto a todos los aspectos estructurales y dinámicos de la acción y del proceso revolucionario y que afronte las situaciones límite a la luz de los valores éticos comprendidos en su originalidad, sobre todo cuando reflejan una inspiración evangélica.

Ciertamente estos valores •—la verdad que se ha de comunicar, la vida humana y la dignidad personal que se han de respetar, la justicia que se ha

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de promover y la paz que se ha de conservar— tienen un carácter impera-tivo absoluto. Pero este carácter está lejos de traducirse, como pretende una moral unidimensional, en un código de preceptos o prohibiciones o, si se quiere, en un conjunto de «normas objetivas». Según este tipo de moral, unas veces legalista y otras relativista, esas normas objetivas son declaradas inmutables e inviolables, y se dejan a la conciencia las decisiones que dichas normas no podrían autorizar o reglamentar. El carácter absoluto de los va-lores es vinculante de otra manera. Los valores son fuente de normas, pero también de dinamismo, de inspiración crítica y creativa. Al garantizar la bondad de esas normas en la medida en que se ajustan a las posibilidades y exigencias de las situaciones, los valores las sobrepasan convirtiéndose en exigencia de atención lúcida a las condiciones de la acción y a las adaptacio-nes necesarias para que las normas no queden enervadas en la ineficacia ni pierdan su sentido en los conflictos mutuos o con las exigencias de la rea-lidad.

Los valores se concretan, pues, en exigencias imprescriptibles de univer-salidad, de totalidad, de constancia en realizarse en la historia individual y colectiva. Esto significa que han de ser realizados según las posibilidades concretas creadas por las libertades efectivas de que se dispone actualmente y que hemos de comprometernos a abrir nuevas posibilidades de libertad al servicio de la exigencia infinita de universalidad que caracteriza a los valo-res. En una situación concreta, esta exigencia implica hacer lo posible, todo lo posible y sólo lo posible hoy (para respetar el valor de la vida, por ejem-plo), comprometiéndose a hacer más y mejor mañana, es decir, a ampliar el margen de la libertad para el bien, la justicia y la paz. Así, pues, la exis-tencia de los individuos y la historia de las colectividades han de conside-rarse y aceptarse con valiente lucidez como una serie de proyectos, for-mados a su vez por un encadenamiento de acciones. El atractivo ideal y la exigencia imperativa de los valores están llamados a repercutir simultánea-mente en las acciones y proyectos y en la interacción que los enlaza conti-nuamente.

Semejante perspectiva permitirá integrar las teorías morales sobre el fin y los medios, el principio de totalidad y el voluntario indirecto, así como superar las dificultades con que tropieza la acción, sobre todo la acción revolucionaria. La acción revolucionaria se emprende como un elemento, una «parte» del proceso liberador; puede considerarse como un medio em-pleado para establecer la justicia y la paz, lo cual constituye el objeto global y final querido por sí mismo y en sí mismo (directamente). Pero no se puede permanecer en el plano general abstracto (noción de «fin-medio»...) en el que se mueven estas doctrinas morales. Hay que llegar al análisis de las modalidades concretas de la relación de la acción (violencia) con el pro-yecto global (la revolución, una etapa determinada de su proceso en marcha). Veamos algunas muestras de este análisis.

Entre la acción y el proyecto se establece un proceso de influjo mutuo, de modificación o, al menos, de condicionamiento recíproco, como hemos señalado al indicar las interpretaciones divergentes que dan Gandhi y Trotski.

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De hecho, sólo se puede superar la ambigüedad considerando que tal inter-acción reviste una pluralidad de aspectos: positivos, negativos, momentáneos, progresivos. Su conjunción o disociación serán decisivos para juzgar moral-mente la actitud revolucionaria. Así, un acto de violencia cometido para suprimir o debilitar a los adversarios de la revolución puede tener cierta-mente un primer efecto: suprimir obstáculos que se oponen a la situación justa buscada por la revolución. Pero este efecto positivo, en la medida misma de su eficacia y de su amplitud, tendrá otras consecuencias negativas. Puede modificar el proceso revolucionario en el sentido de la violencia (la violencia engendra violencia), empujarlo en una línea de venganza, desviarlo del camino de la justicia y comprometerlo ante la opinión pública interna o externa.

No es difícil ver que tales efectos negativos y positivos pueden influir momentáneamente, o por el contrario, propagarse en forma progresiva; re-vestir aspectos de una escalada de la violencia o iniciar un clima de com-prensión y acuerdo. Sólo será eficaz y al mismo tiempo recta la acción em-prendida bajo la inspiración de la justicia y orientada eficazmente a la paz; la acción cuyo influjo se ejerza con una orientación positiva y restringiendo los efectos negativos de la violencia homicida y el odio. No cabe duda de que el odio es eficaz, pero sólo transitoria y limitadamente. El panegírico del odio pronunciado por un célebre revolucionario no lograría más que un alcance restringido. Añadamos que la ambigüedad de la acción continúa como un desafío universal. La no violencia, los gestos de bondad y de per-dón pueden interpretarse siempre como otras tantas concesiones de la debi-lidad y reforzar una situación de injusticia apoyada en una serie de omi-siones, complicidades y silencios y en una propaganda insidiosa.

El proceso revolucionario debe tender al progreso de la conciencia revo-lucionaria, a fortalecer a los partidarios y a la población en el ideal de la victoria sobre los enemigos; pero esta victoria debe ser la de la justicia, la paz y los valores morales sobre la tiranía, la explotación y el abuso que representan los adversarios. Tal proceso implica que en la acción y por ella se efectúa la cualificación y el perfeccionamiento moral de los agentes, sobre todo de los dirigentes de la revolución. Las necesidades y las situaciones actuales enlazan con la tradición ética más segura: la de una moral de las virtudes (Aristóteles, Tomás de Aquino, Jankélévitch...). La cualificación técnica, intelectual y moral del hombre de acción es una exigencia y un resultado de la acción misma. Decíamos al principio que la revolución surge como un proyecto ético. No puede tener verdadero éxito si no realiza ese proyecto, si no perfecciona a todos los que moviliza. La aventura revolu-cionaria constituye un momento destacado y prodigioso de la historia, que será origen de elevación o de envilecimiento para los individuos y para el pueblo. Continuando las indicaciones que hemos iniciado, quisiéramos sub-rayar de manera más explícita el carácter y el contenido de una ética plu-ridimensional, que parece imponerse como la única capaz de aceptar los desafíos de las situaciones límite que crea la revolución.

Por «dimensiones» entendemos aquí los aspectos diferenciados que se

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establecen como puntos irreductibles de la acción y piden una valoración igualmente diferenciada: intelectual, práctica, compuesta de atención crítica, de adaptación a la realidad, de valor para modificarla y de esfuerzo constante de auto valoración. Destaquemos como primera dimensión el contenido de la acción considerada en la estructura esencial y en la pluralidad de sus efectos inmediatos. Un asesinato, una estafa o un secuestro de rehenes son acciones que tienen en sí mismas un determinado contenido que no se puede eliminar ni ignorar. Pero tampoco podemos detenernos aquí porque toda acción se sitúa y se encadena en un proyecto que tiene un aspecto temporal y colectivo. La acción se inscribe como una unidad en el tiempo privado constituido por el proceso de cada existencia individual. Pero la existencia se inscribe a su vez en el seno de la historia, en el tiempo formado por la trama de los sucesos que interesan a la humanidad o a uno de sus grupos. Esta condición histórica —personal y social— de la acción le es intrínseca, le aporta una cualificación moral verdaderamente esencial. Dicha cualificación, que proviene de la inserción en la historia individual y en la historia gene-ral, se despliega en una dimensión doble. Ante todo, en la que se deriva de la situación presente. La acción será buena y adecuada si realiza los valores éticos —justicia, solidaridad, verdad...— en la medida en que es posible aquí y ahora. Vivir y obrar según las circunstancias no es en modo alguno una concesión fácil, una cómoda adaptación; es comportarse de acuerdo con las verdaderas exigencias del bien que es ya efectivamente posible. Romper hoy una falsa armonía, perturbar el orden fundado en la injusticia, pueden ser exigencias actuales de la búsqueda de la paz para el mañana6. La otra dimensión que acompaña a la inserción histórica de la acción concierne al aspecto prospectivo del proyecto de justicia y de paz que trata de preparar y realiza al menos en parte. La acción abraza las posibilidades ya actuales, tiende a ampliarlas y a crear otras nuevas; anticipa el ideal que ha suscitado y debe motivar el proceso de la revolución justa. Ciertos gestos e incluso ciertos movimientos tienen como misión específica esta anticipación profética. Ese nos parece, por ejemplo, el significado profundo de los movimientos de no violencia, sobre todo de los de inspiración evangélica. Ocupan un lugar privilegiado en el universo de las reivindicaciones justas y en los procesos revolucionarios auténticos. La no violencia no puede imponerse de forma exclusiva ni rechazar sistemáticamente todo recurso moderado a la violencia. Pero debe recordar la ambigüedad de todo medio violento que la situación presente pueda reclamar como único procedimiento eficaz para eliminar la violencia reinante. El empleo de la violencia sólo tendrá probabilidades de permanecer en la esfera de lo justo y de conducir a la paz en la medida en que experimente el atractivo de la solidaridad universal. Entonces, lejos de crecer y extenderse, tenderá a restringirse, a ceder el paso al acuerdo, al diálogo razonable y pacífico.

6 Estos ejemplos están tomados casi literalmente de la ST II-II, 37,1, ad 2m.

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Ejecuciones en nombre de la justicia revolucionaria

Aquí ni siquiera es posible esbozar las grandes líneas de esa ética pluri-dimensional. Por eso nos vamos a limitar a relacionar con ella las situaciones límite más complejas concernientes al ejercicio de la justicia revolucionaria. Desde el principio, la revolución liberadora quiere y debe ser un esbozo de la sociedad futura que anuncia y prepara. Esta sociedad, sean cuales fueren sus características geográficas, históricas y culturales, debe estar estructurada y regida por un Estado de derecho que abra márgenes crecientes al ejercicio de las libertades, al respeto y a la promoción de los derechos fundamentales en provecho de todos. La fidelidad efectiva a estos valores éticos reflejada en los hechos es lo que confiere autenticidad y credibilidad a la revolución. Tal fidelidad comporta practicar los ideales revolucionarios y defenderlos eficaz-mente, así como neutralizar los adversarios de la supervivencia y del triunfo del proceso liberador. Desde el punto de vista de la moral política, llegamos a la consideración del derecho -(deber) más fundamental, pero cuyo sujeto —el movimiento revolucionario— se encuentra en una etapa embrionaria de su organización como Estado. Considerado desde el punto de vista de las condiciones de existencia y de ejercicio de todos los derechos humanos, el derecho más fundamental es el que la Declaración Universal de la ONU (1948) formuló en los siguientes términos: «Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que puedan tener pleno efecto los derechos y libertades proclamados en esta Declaración» (ar-tículo 28). La legitimidad moral de la revolución depende de este punto esencial. Se justifica inicialmente como insurrección porque el conjunto de los derechos fundamentales no está garantizado para todos los miembros de la sociedad de forma estable. Sigue justificándose en la medida en que asegura que, en los sectores y territorios sometidos a su control, se instaura o al menos tiende a instaurarse efectivamente un orden nuevo que aporta y promete justicia. Pero el movimiento revolucionario, que ya no reconoce la justicia ni la legitimidad del antiguo orden establecido, ¿puede alegar las exigencias de la defensa del nuevo orden embrionario y de las realidades y promesas que anuncia, para poner en funcionamiento la justicia revolu-cionaria, que incluye incluso la pena de muerte, sin duda impuesta y ejecu-tada de forma expeditiva? Para esclarecer este problema empecemos por considerar el recurso a la pena de muerte impuesto por algunos grupos, sobre todo de guerrillas urbanas.

Tras un secuestro, si no se aceptan las condiciones de rescate, el grupo de secuestradores declara que ha sometido a los rehenes a un «tribunal popular» o «revolucionario» y lo ha «condenado» y «ejecutado». Todo este aparato judicial se dirige a la opinión pública, a su sentido moral y jurídico. Está vinculado, en definitiva, a la doctrina común sobre la pena de muerte, que persiste en esos revolucionarios o que ellos creen que persite aún en las sociedades que pretenden destruir. Pero con razón se reprocha a estas organizaciones subversivas que hacen uso de una moral cuyas condiciones están lejos de cumplir. Por otra parte, semejante recurso a la pena de muerte

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considerada como prerrogativa del poder supremo y que se aplica como castigo ejemplar a los grandes criminales, está hoy sometido a una severa crítica por los mismos que se comprometen en la defensa de los derechos humanos fundamentales.

Pese a que apelan al pueblo y denuncian innumerables injusticias reales, las redes terroristas no pueden acreditar que representan a un pueblo deter-minado, a una nación cultural e históricamente autónoma que encarna una autoridad soberana y constituye un poder de índole política. ¿Cómo reco-nocer ahí, incluso en estado embrionario, una sociedad de derecho, el co-mienzo de un Estado fundado en el consenso libre y bien informado de los ciudadanos? A pesar de analogías accidentales, la condición de los movi-mientos de resistencia nos parece muy distinta de la ocupación militar y de los movimientos de liberación de países injustamente dominados o man-tenidos bajo tutela. Si analizamos más de cerca este último caso, advertimos ciertos datos morales de la mayor importancia. Son los que han influido en las decisiones adoptadas por organismos cristianos en el sentido de ayudar a los movimientos de liberación en el Tercer Mundo. Efectivamente, en la medida en que se trata de un levantamiento maduramente pensado y prepa-rado con objeto de alcanzar la libertad y de promover el progreso de una población que presta su apoyo conforme va siendo informada, estos movi-mientos inician en la realidad social y en el plano político la formación de un Estado de derecho y están investidos de una autoridad efectiva y creciente. Los jefes tienen la responsabilidad, el derecho y el deber de defender los ideales y las realizaciones revolucionarias, de salvaguardar las conquistas y los destinos de sus pueblos. En nombre de la legítima defensa de este bien común, para garantizar el derecho más fundamental a que aludíamos al citar el artículo 28 de la ONU, la revolución tendrá que enfrentarse con adversarios verdaderamente peligrosos y amenazadores. Si la revolución pone en marcha la justicia —aunque con una organización precaria, única posible de momento— y ve en la aplicación de la pena capital el único procedimiento eficaz para defender su obra de justicia y de liberación, no podrá renunciar a ella sin abandonar sus objetivos y sus ideales. Sin duda habrá grandes ries-gos de ceder a la sed de desquite, de desembocar en arreglos de cuentas privadas, de atizar el apetito de violencia en los amigos y en los enemigos. El realismo revolucionario cumplirá entonces las exigencias éticas procurando detener esa escalada de la violencia. Más aún, fieles a una ética atenta a todas las dimensiones de un proyecto tan complejo como es la revolución, los jefes y los partidarios de ella tendrán conciencia del carácter absoluto de los derechos humanos, que deberán respetar incluso cuando se trate de sus adver-sarios. Ninguna situación ni ningún' poder pueden suprimir los derechos fundamentales como es el de la vida. Incluso cuando la defensa de los bienes y de los valores más altos autoriza el recurso a la pena de muerte, sigue vigente la exigencia de reducir al mínimo la violación del derecho a la vida y de promover las condiciones normales que aseguren a todos el ejercicio de los derechos humanos esenciales.

El derecho a la vida, concretamente, no desaparece ni siquiera en el

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criminal. No nos parece fundada la doctrina que justifica la pena de muerte en virtud del principio de totalidad. Según ella, el hombre reconocido grave-mente culpable pierde el derecho a la vida7. Ninguna autoridad es compe-tente para pronunciar este veredicto y arrebatar a una persona la posibilidad de una reparación libre, aun después de los crímenes más graves. Excluyendo con esto la pena de muerte como medida punitiva normal en el seno de las sociedades civilizadas y democráticas, la reservamos como último recurso en los casos en que constituye el único medio para preservar o asegurar el conjunto de los derechos fundamentales, su ejercicio o su establecimiento. Así ocurrirá seguramente en las situaciones revolucionarias en que la prác-tica de la justicia plantea problemas muy difíciles a los jefes, a los partidarios y a la población que se les une. No hay ningún sistema ético que por su contenido ni por su perfecta coherencia pueda evitar los riesgos inherentes a las decisiones personales. Debe incluso evitar dar la impresión de que faci-lita los caminos de la decisión y de la acción en cuestiones complejas y cambiantes como las creadas por las condiciones y los procesos revolucio-narios. La prudencia consistirá más bien en descartar las falsas evidencias, las soluciones hechas a partir de doctrinas elaboradas en otros contextos históricos. Ante todo habrá que despertar las conciencias y la reflexión moral a la exigencia de los valores y de los derechos considerados en su totalidad y en su dinamismo, así como a las dimensiones históricas o regio-nales de los problemas políticos, a las condiciones efectivas de existencia en la que se debaten los hombres y los pueblos menos favorecidos. La pre-sencia y el influjo de los cristianos en los movimientos revolucionarios no deben suponer nunca la imposición de un código moral que sólo tendría vigencia en otras condiciones de vida. Esta participación de los creyentes deberá asegurar la búsqueda de la verdad y el valor de confrontar la per-fección de amor que aporta el evangelio con los interrogantes, las angustias y las esperanzas que experimentan a veces en forma inédita la población y los líderes de las naciones jóvenes.

C. J. P INTO DE OLIVEIRA [Traducción: M. T. SCHIAFFINO]

«

' Esta es la postura de santo Tomás (II-II, 64,2-3), repetida por Pío XII: «El Estado no dispone sobre el derecho del individuo a la vida [...]. El condenado... por su crimen se ha desposeído a sí mismo del derecho a la vida» (alocución del 13 de septiembre de 1952). Nosotros desarrollamos más esta doctrina: creemos que el Estado no es competente para pronunciarse sobre tal «desposesión».

EL PROBLEMA DE LA VIOLENCIA EN EL ESTADO DE DERECHO

El tema de la violencia de Estado como instrumento para castigar a quienes utilizan la violencia contra el poder o contra el orden social nos sitúa ante antiguas controversias bien conocidas, pero sobre todo ante lo que, a mi juicio, constituye el motivo dominante de la época contemporánea: el desplazamiento del centro de gravedad de la vida social desde la autoridad o el poder al hombre o, mejor dicho, a los hombres, a toda la colectividad humana.

Mientras el poder fue algo extraño y sobrepuesto a los hombres, que eran solamente subditos, el crimen suscitó la venganza del príncipe ofen-dido, y el verdugo, según Joseph de Maistre, sirvió de intermediario entre el príncipe y el pueblo: gracias a él afirmaba el príncipe su poder absoluto frente a todos. Resultaba especialmente grave el desafío al carácter sagrado del poder que encerraba el delito político: el crimen majestalis tenía un ca-rácter sacrilego, «incompatible con las garantías de un procedimiento jurí-dico normal»'. Así, la tortura, que normalmente no podía aplicarse a los honestiores y sólo se admitía para las capas inferiores, para los humiliores, se aplicaba incluso a los clarissimi et perfectissimi en el caso de los delitos políticos: en esos casos omnes torquentur. Este principio del derecho clásico se perfecciona en el derecho medieval, que, pese a mantener el carácter dis-criminatorio de la tortura en los casos de delitos comunes2, extiende erga omnes su aplicabilidad en el delito de lesa majestad y en el de herejía, considerada como lesa majestad divina.

Pero, tras el redescubrimiento del hombre mediante los largos esfuerzos del Humanismo y del Renacimiento, el siglo x v m llega a proclamar en tér-minos muy claros los derechos del hombre contra el poder absoluto del soberano. Y puesto que también el «culpable» es un hombre y pertenece a la colectividad humana, «hay que respetar al menos una cosa cuando se le castiga: su 'humanidad'»3. No es casual que el ensayo de Beccaria Dei delitti e delle pene sea unos años anterior a la Declaración de los derechos de Filadelfia y a la de la Revolución Francesa.

1 A. Mellor, La torture. Son histoire, son abolition, sa réapparition aux XXe sítele (París 1949) 52ss.

2 En el Código de las siete partidas, Alfonso X el Sabio exime de ella a los caba-lleros, a los hidalgos y a los juristas; ésta es generalmente la regla. Es más raro encontrar una norma como la que dio Luis IX de Francia, que declara exentos do la tortura a las «personas honestas ac bonae famae, etiam si sint pauperes». Cf. L. Basso, La tortura oggi in Italia (Milán 1953) 53 y 60.

3 M. Foucault, Sorvegliara e puniré: nascita della prigione (Turín 1976) 80.

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Siguiendo el proceso democrático, el poder, todo poder y, por tanto, el poder de castigar las violaciones de la ley, pasa, al menos en teoría, al mismo pueblo, a la colectividad de los hombres. Por tanto, la sociedad tiene el poder y el deber de castigar, de imponer el debido respeto a las reglas comunes de vida, pero debe dar ejemplo respetando a su vez la «humanidad» del culpable. Así surge, ya al comienzo de la época burguesa, el principio de que ha de presumirse inocente al inculpado hasta su conde-nación, de que las penas deben ser humanas y dirigidas a la reeducación del reo y han de estar determinadas por la ley de manera fija y constan-te, etc. Por desgracia, el Estado de derecho, que debería haber garantizado todo esto, y la democracia, que debería haber representado en el fondo la unidad entre el pueblo y el poder, entre los gobernados y los gobernantes, no han sido más que un ideal cuya realización ha chocado siempre con la dura realidad. Para un marxista como yo esto es completamente natural: ¿cómo va a ser posible, en una sociedad dividida en clases, que los humi-liores gocen de los mismos derechos de los honestiores, que la cosa pública, el funcionamiento de la sociedad, sus reglas establecidas, queden abando-nadas al capricho de la democracia, que podría trastornarlo todo con un simple pronunciamiento electoral? Es verdad que casi en todas partes se ha introducido el sufragio igual y universal, pero esto ha sido posible después de haber surgido todo un sistema de mecanismos sociales que condicionan el comportamiento humano desde el nacimiento hasta la muerte. Es verdad que hoy los regímenes occidentales se apoyan en el consentimiento de los ciudadanos, pero este consentimiento es fruto de lo que Marx llamaba la «silenciosa coacción de las leyes económicas» y, al mismo tiempo, de lo que hoy se llama la «violencia de las instituciones», desde la escuela, el adoctrinamiento de los medios de comunicación social o la presión ideológica ejercida por el sistema, que genera el conformismo.

En este marco es donde se sitúa hoy, a mi juicio, el problema del retorno a la violencia del Estado, que abandona el camino de la humanización de las penas, de la presunción de inocencia, del respeto a la humanidad del condenado, aunque se reafirmen continuamente estos principios en todas las constituciones modernas, en las declaraciones de derechos humanos y en do-cumentos especiales de la ONU.

Yo veo la razón más honda de todo ello en la crisis que ha afectado a la sociedad contemporánea, en mi opinión, la más grave de las que ha sufrido el mundo occidental. En efecto, no se trata sólo de una crisis económica, menos grave ciertamente que otras muchas que ha conocido la sociedad occi-dental, sino sobre todo de una crisis del sistema ideológico que está en la base del consenso. Los hombres, a los que se proclama iguales en teoría, han descubierto el rostro de la sociedad real, que se basa en la desigualdad.

Principalmente en los países subdesarrollados, el proceso de formación de una conciencia de los derechos del hombre en amplias masas populares ha tenido un desarrollo más rápido que la capacidad de satisfacer sus exigencias materiales y de asegurar el funcionamiento de los mecanismos de integración y de consenso, debido también a la miopía y a la mezquindad conservadora

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de las clases dominantes y al egoísmo rapaz de las multinacionales. El antiguo equilibrio, basado en el privilegio de unos pocos y en la explotación y la sumisión de la mayoría, ha empezado a peligrar por el crecimiento demo-crático de las masas. Se ha abierto una brecha entre la defensa del orden social y el respeto a los valores democráticos y a los derechos del hombre consagrados en las constituciones y en el ordenamiento jurídico.

El ejemplo de América Latina ha demostrado cómo un continente entero, centenares de millones de hombres, puede verse privado de los más elemen-tales derechos humanos y abandonado al arbitrio más feroz del poder tan pronto como se ve amenazado el orden social. A pesar del inveterado abuso de los «golpes» y los «caudillos», la ideología dominante de la sociedad latinoamericana era un conjunto de moral cristiana y de principios demo-cráticos, basados ambos en el respeto a la dignidad del hombre. Algunos paí-ses, como Uruguay, constituían incluso un modelo de democracia a los ojos del mundo occidental. Pues bien, todos estos países, al adherirse a la ONU, aceptaron su Carta y las obligaciones derivadas de ella, entre las que está el «respeto universal y efectivo de los derechos del hombre y de las liber-tades fundamentales para todos, sin distinción de raza, sexo, lengua o reli-gión». Estos derechos se explicitaron en la Declaración universal de 1948, cuyo preámbulo dice que «la libertad, la justicia y la paz en el mundo se basan en el reconocimiento de la dignidad de la persona y de los derechos iguales e inalienables de todos los componentes de la familia humana». Con este mismo espíritu, los documentos de la XIII Asamblea General del Epis-copado Brasileño dicen que, «desde que Dios murió por el hombre, es impo-sible que la Iglesia de Cristo no tome en serio a este hombre, al hombre concreto... con sus sufrimientos, aspiraciones y esperanzas»4.

Para justificar el abandono de estos principios se ha invocado la llamada doctrina de la seguridad nacional, sancionada en los diversos países latino-americanos mediante leyes concretas que presentan escasas variantes. Pero la ironía de la historia quiere que esta doctrina de la seguridad nacional, en nombre de la cual se pisotean los principios democráticos y cristianos, pre-tenda querer defender precisamente estos principios. Según sus teóricos y en las formulaciones oficiales, el mundo está dividido en dos bloques: el Oriente, «ateo y comunista», y el Occidente, «democrático y cristiano», des-tinados a chocar. Por eso esta doctrina exige que el ciudadano se entregue completa y totalmente a la nación para lograr los objetivos nacionales per-manentes que el Estado se propone en el marco de la defensa de los valores occidentales. Si el ciudadano no obedece hay que imponerle la obediencia por todos los medios, ya que la seguridad nacional está por encima de todos los demás bienes. El artículo 3.° de la ley sobre la seguridad nacional dice que ésta «comprende esencialmente los medios destinados a preservar la seguridad externa e interna, incluida la preservación y la represión de la guerra psicológica adversa... La guerra psicológica adversa es el empleo de propaganda y contrapropaganda y cualquier otra actividad en el plano polí-

4 Direitos humanos no Brasil, hoie: «Sedoc» (mayo 1973) 1348.

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tico, económico, sociopsicológico y militar que tiene la finalidad de influir o de provocar opiniones, emociones, actitudes y comportamiento de grupos extranjeros, enemigos, neutros o amigos, contrarios a la realización de los objetivos nacionales». Y el artículo 45 define de este modo la propaganda subversiva que hay que reprimir a toda costa: «La utilización de cualquier medio de comunicación social —diarios, revistas, periódicos, libros, boletines, manifiestos, radio, televisión, cine, teatro y cualquier medio del mismo género— como vehículos de propaganda de guerra psicológica adversa..., la constitución de comités, misiones políticas, desfiles y manifestaciones..., huelgas prohibidas». Está claro que esto significa la prohibición de toda manifestación de discrepancia e incluso de toda discrepancia: el que discrepa atenta contra la seguridad nacional y, por tanto, es enemigo de la nación, de sus principios, de su ordenamiento.

Para comprender el verdadero significado de esta ley hay que tener pre-sente que, cuando se habla de seguridad nacional o de objetivos nacionales, se está aludiendo no a la voluntad del pueblo, sino a la voluntad del poder encarnado en un grupo militar que ha tomado el poder mediante la violencia y ha impuesto su dictadura para defender el orden social existente, esto es, el interés de las clases dominantes del país y, sobre todo, los intereses im-perialistas de las sociedades multinacionales. Y cuando se habla del comunis-mo ateo que hay que destruir por ser el principal enemigo de la seguridad nacional, tal descripción se aplica a cualquier movimiento progresista que aspire a una reforma social susceptible de modificar el orden social existente o de cambiar la relación interna de las fuerzas. En efecto, si es verdad que en Chile, en el gobierno Allende, estaban también representados los comu-nistas, en Brasil, de donde partió la oleada de «golpes» que sumergió luego a casi todo el continente y de donde partió sobre todo la doctrina de la seguridad nacional y su aplicación científica hasta la tortura y el arbitrio más desenfrenado del poder militar, el presidente Goulart estaba muy lejos de ser comunista; tampoco en Uruguay y en Bolivia había comunistas en el poder. Por tanto, no existía ninguna amenaza ateo-comunista, aunque la jus-tificación del «golpe» brasileño fue la de que Goulart «se disponía a bol-chevizar el país» (Acta Institucional, n.° 1), y análogas motivaciones se adoptaron en los demás países.

Tanto en Brasil como en Chile, lo mismo en Uruguay que en Bolivia y luego en Argentina, las principales consecuencias fueron sobre todo la mili-tarización completa del poder no sólo ejecutivo, sino también legislativo y judicial5 y, consiguientemente, el fin del Estado de derecho. El ciudadano, reducido de nuevo a la condición de subdito, quedó abandonado al arbitrio de los militares: cayeron todas las garantías que rodeaban al ciudadano. Una vez arrestado, incluso por simples sospechas o sólo por ser amigo o

5 Tribunale Russetl II - Brasile - Violazione del diritti dell'uomo (Milán 1975) 56ss; Cile, Bolivia, Uruguay: violazione del diritti dell'uomo (Venecia 1S65) 27ss, 217ss. Estos dos libros contienen las actas de la primera sesión (Roma 1974) del Tribunal Russell II sobre América Latina; las sumaiias indicaciones que aquí ofrecemos están ampliamente documentadas.

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pariente de un sospechoso, queda totalmente a merced de los inquisidores, que tienen sobre él un poder ilimitado. La defensa del acusado no es ya un interés público por la búsqueda de la verdad, sino una simple formalidad que puede pasarse por alto. Los testigos de descargo pueden no ser. escucha-dos; los contactos con los abogados van siendo cada vez más difíciles6; la asistencia del abogado a los interrogatorios queda excluida, dado que la policía puede retener indefinidamente al arrestado. El aislamiento total del acusado es el primer escalón de la tortura y puede durar indefinidamente, hasta llegar a determinar graves alteraciones psicológicas. Pero el aislamiento es sólo el primer paso; las formas más feroces e inhumanas de tortura, científicamente organizada con la complicidad de médicos como en los tiempos de Hitler, son una tentación demasiado fácil para unos policías irresponsa-bles y libres de todo control'. Son numerosos los casos de muerte o de lo-cura como consecuencia de las torturas; pero el aspecto más grave es quizá que el inocente sufre continuamente los mismos procedimientos judiciales, sin que le sea posible probar nunca su inocencia.

¿Y qué ha ocurrido en Occidente? También aquí la crisis ha sacudido al-gunos de los valores fundamentales en los que se apoya el sistema, desarti-culando de esta forma los mecanismos de funcionamiento. Y esto precisa-mente en el momento en que el creciente tecnicismo, la creciente compleji-dad y articulación de la vida social, hace necesario un mecanismo perfecto que no puede consentir alteraciones. Cuando el canciller Erhard habló de una «formierte Gesselschaft» puso el acento precisamente en una de las carac-terísticas fundamentales de la sociedad industrial de nuestro tiempo, que debe ser una sociedad estructurada, organizada, articulada y bien lubrificada en cada una de sus partes para poder seguir funcionando a pesar de las contra-dicciones. Pero esto exige el consenso total de la población: si éste falta, si los mecanismos sociales no lo producen, todo el mecanismo corre el peligro de entrar en crisis. En una máquina tan delicada y compleja, la más pequeña avería, el más pequeño grano de arena, puede provocar un desastre.

Tal es la razón de que el conformismo represente una necesidad, y la dis-crepancia, el nuevo crimen de lesa majestad. La discrepancia hiere y ofende a la sociedad en lo más sagrado que hay en ella: la defensa del orden so-cial capitalista, la defensa de la propiedad, del lucro, del dinero, que es el dios de la sociedad occidental materialista. Y contra este nuevo delito de lesa majestad se dirigen las garras, siempre afiladas, de la violencia de Esta-do. Renace el principio de que, en casos semejantes, omnes torquentur.

A pesar del cacareado desarrollo de la democracia occidental, en diversos países el ejército, la policía y la administración de la justicia han seguido conservando el carácter de «cuerpos separados», nunca se han identificado con el pueblo, nunca han reconocido su soberanía, sino que siempre se han considerado como los legítimos posesores de un poder y una autoridad so-bre el pueblo. El ejército sigue siendo un estamento típico basado en la au-

6 Cile, Bolivia, Uruguay, 81-82. 1 Tribunale Russell II - Brasile, 202-203.

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766 L. Basso

toridad, en la jerarquía, en la disciplina, no en el consenso popular y, por consiguiente, están lejos del espíritu democrático.

En períodos de crecimiento democrático, el impulso que parte de la so-ciedad civil puede llegar a informar incluso a las fuerzas armadas y a con-vertir a los militares en simples ciudadanos de uniforme, que conservan bajo el uniforme toda su dignidad de ciudadanos; pero en períodos de tensión, cuando no funciona normalmente el mecanismo del consenso, la defensa del orden social vuelve a confiarse a los principios de autoridad y de obedien-cia, y el espíritu militar prevalece sobre el espíritu democrático. Las cárce-les, por ejemplo, se han calcado siempre sobre el modelo de la disciplina militar, agravada incluso, lo cual ha provocado en casi todas partes revuel-tas de presos. También en las cárceles habían penetrado en los tiempos de desarrollo democrático ciertas reformas inspiradas en los principios de la humanización de las penas y de la reeducación del condenado, que por otra parte coexistían con establecimientos penales del viejo estilo, de gente amontonada, antihigiénicos e impermeables a una verdadera reforma peni-tenciaria. Pero también aquí las nuevas situaciones han determinado en va-rios países la creación de establecimientos penales especiales.

Es verdad que tanto el grupo Baader-Meinhof como la RAF o las briga-das rojas de Italia se han entregado a actos terroristas y han declarado la guerra a la sociedad. ¿Es legítimo emplear contra ellos la violencia de Es-tado?

La respuesta negativa está ya implícita en lo que hemos dicho. En pri-mer lugar, si el terrorismo ha llegado a ser un fenómeno tan extendido por todo el mundo, si en algunos países como Italia es casi un fenómeno de masa8 y en otros no es posible reducirlo a unos cuantos casos individuales, ello significa que no se trata sólo de aberraciones de mentes enfermizas, sino de un fenómeno que tiene causas sociales. Si, a pesar de todos los sofis-ticados mecanismos psicológicos del conformismo, falta el consenso de for-ma tan brutal, está claro que la sociedad tiene una gran parte de respon-sabilidad y que su primera obligación es eliminar las causas. No es posible hacer aquí un estudio analítico de estas causas en cada país; en Italia se trata ciertamente de reformas no hechas, de graves injusticias sociales, del escándalo de la impunidad de que gozan todos los crímenes de los hones-tiores.

Se dirá que no es posible la comparación, ya que en Latinoamérica el ataque a la democracia ha partido de los militares, mientras que en Occi-dente sigue existiendo la democracia parlamentaria y, sin embargo, las bri-gadas rojas o la RAF atacan a las instituciones y obligan al Estado a defen-derse. Pero un Estado democrático tiene que defenderse con medios demo-cráticos: si recurre a medios violentos, abre la puerta a la conducta arbitra-ria y deja de ser un Estado de derecho.

Sin duda es enorme la distancia entre los regímenes de la Europa occi-

8 Naturalmente, los auténticos terroristas no constituyen una masa, pero están rodeados de una zona bastante amplia de apoyos efectivos o de simple aprobación pasiva, que siempre permite nuevos reclutamientos.

El problema de la violencia en el Estado de derecho 767

dental y los de América Latina; pero el principio es el mismo: la criminali-zación de la discrepancia. El discrepante es considerado como un enemigo, un «enemigo de la constitución», como se dice en Alemania (no estamos muy lejos del «enemigo del pueblo» de los tiempos de Stalin); hay que excluirlo de la profesión, puede ser condenado como «simpatizante» del te-rrorismo ' y, si comete un delito, «se sitúa él mismo, en cuanto criminal violento, al margen de las reglas de juego de nuestro Estado democrático» 10. Y el «Estado democrático» no observa con él las reglas de la democracia y pisotea los derechos que corresponden al hombre en cuanto tal, a todos y cada uno de los hombres. Viene a mi memoria de creyente la enseñanza de Juan XXIII, que veía en todas partes rostros de hombres, rostros de hermanos: incluso en el equivocado, que sigue siendo hombre a pesar de la equivocación cometida.

L. BASSO

[Traducción: A. ORTIZ GARCÍA]

9 «El que sigue coqueteando con los terroristas se hace cómplice de los mismos», afirmó el canciller Schmidt en el Bundestag (13-3-1975). 10 Discurso citado (A canciller Schmidt.

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EL CUIDADO MEDICO DE LOS PRESOS

El «ethos» de la medicina

Hacemos nuestra esta afirmación: «De todos los hombres generosos, tan-teadores de ciencia, el médico se encuentra entre los más responsables en el sentido absoluto de la palabra. Entre los más responsables porque la lucha que emprende jamás está terminada. El debe escapar a la desesperación de los vencidos y también a la suerte de estos últimos. Para ello combate en todos los flancos, con todos los medios de su ciencia en perpetua evolución.»

El ethos del médico surge de su vocación humanitaria y, por tanto, de sus convicciones éticas o deontológicas. La profesión médica fue de las pri-meras en dar una expresión digna y garantizar su ethos con promesas, jura-mentos y con un código médico. El juramento de Hipócrates permanece tras más de dos mil cuatrocientos años. La mayoría de las facultades de me-dicina usan en la actualidad la Declaración de Ginebra, aprobada por la Aso-ciación Mundial de Médicos en septiembre de 1948. Entre sus compromisos quisiéramos destacar: a) «ejerceré mi profesión con conciencia y dignidad»; b) «la salud de mi paciente será mi primera preocupación».

En este marco de la profesionalidad médica, ¿qué significado puede tener el interés de «Concilium» por incluir la medicina en el tema monográfico de la «pena de muerte y la tortura»? ¿Es un hecho que la medicina, creada para la vida, ha prestado un inmenso bagaje científico en el conocimiento del hombre para torturar y matar?

El grito de los hechos

Imposible sintetizar las voces de protesta que en referencia a la partici-pación médica en diversas formas de tortura a los presos se vienen alzando desde los más vanados rincones del mundo. Presentamos aquí algunos de los más significativos por la divulgación alcanzada.

Resalta de manera singular la atmósfera creada en el último Congreso de Psiquiatría, celebrado del 28 de agosto al 3 de septiembre del pasado año en Honolulú. Ya desde su inicio los psiquiatras, más de cuatro mil, proce-dentes de todo el mundo, se vieron envueltos por una campaña que, bajo el lema «la represión psiquiátrica contra los disidentes políticos en la URSS», era rubricada por numerosos epígrafes: a) «el abuso y uso de la psiquiatría soviética para fines políticos»; b) «manual de psiquiatría para disidentes», etcétera.

El cuidado médico de los presos 769

En las primeras sesiones, el Centro de Información instalado en el hotel Sheraton brindó extensivo material sobre el uso de la medicina mental para fines políticos, especialmente en la Unión Soviética.

Debemos reconocer que todas las actividades contra los supuestos abu-sos de la psiquiatría rusa partieron, en principio, de la «Sociedad Americana de Psiquiatría». Esta convocó en la Sala Magna del hotel Sheraton una se-sión plenaria de discusión libre sobre el tema «De la ética del psiquiatra». Se condenaron una vez más los abusos de la psiquiatría rusa. Para rubricar el montaje, la doctora Marina Welkhanskaya leyó una extensa carta con las más graves acusaciones al respecto.

Otro caso de relevante divulgación lo ha configurado el psiquiatra ruso Novikov. Entre sus declaraciones —tras su fuga el 15 de junio de 1977 con motivo del Congreso de Psiquiatría en Helsinki sobre «el suicidio y medi-das preventivas»— refiere las coacciones a que fue sometido por el profesor Georgil Wassiljewitsch Morosow, que es quizás el psiquiatra más influyente en la URSS.

Caso similar es el disidente Vladimir Borisov, detenido en Leningrado e internado en un hospital psiquiátrico durante nueve años.

Un informe obtenido por la Agency of Freedom of Information hace sa-ber que desde finales de la década de los cincuenta hasta la de los setenta, la Central Intelligency Agency (CÍA) se lanzó a una ofensiva para el domi-nio de los cerebros que llevaba por nombre «Kutra» y en la que participa-ron, junto a los agentes más eficaces de la organización, hombres de ciencia (farmacéuticos, psiquiatras, hipnotistas...). Los rayos X; la hipnosis; aluci-nógenos diversos como el LSD y otras drogas estuvieron a la orden del día en sus procedimientos... (Nueva York, 21; corresponsal de Pyresa Antonio Parra).

«Gran Bretaña, culpable a medias ante la Corte Europea de los Dere-chos Humanos por posibles torturas o tratos inhumanos en el Ulster» (Con-tencioso entre la República de Irlanda y el Reino Unido). Se especificaron cinco procedimientos «inhumanos y degradantes» utilizados por los miem-bros de la Gran Bretaña: a) encapuchamiento de los interrogados durante varias horas; b) privación de dormir, de alimentos y bebidas; c) utilización de sonidos acústicos para desorientar al detenido; d) «el silencio blanco» producido por métodos electrónicos; e) la constricción a permanecer largo tiempo en posturas dolorosas para el cuerpo humano: por ejemplo, los bra-zos apoyados en la pared castigando cualquier desfallecimiento. (Londres, 18; corresponsal de Pyresa Sandro Armesto).

El doctor J. A. Valtueña afirma: «En los últimos años sólo se han com-probado la intervención de médicos en los llamados interrogatorios intensi-vos efectuados en Irlanda del Norte en el curso de las operaciones del Ejér-cito inglés contra los terroristas irlandeses. Los documentos publicados («In-formes Compton y Parker»), redactados cada uno por tres juristas indepen-dientes, resumen los malos tratos aplicados a los detenidos durante los in-terrogatorios; cf. «Tribuna Médica», 647 (13 de febrero) 11.

Consideramos al lector lo suficientemente concienciado para no tener que

49

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770 A. M. Ruiz-Mateos

abrumarlo con una casuística más exhaustiva. Baste como colofón la expe-riencia de Amnesty International, que cifra en más de un millón los presos políticos esparcidos por el mundo, la mayoría de los cuales han sido tor-turados de una u otra forma. Cf. «Psiquiatrika» 1/78 (1978) 61.

Medicina, torturadores y tortura

La afirmación tajante, a partir de los conocimientos médicos actuales acer-ca de la psicología humana, reza como sigue: «Todos somos torturadores en potencia». Entre 1960 y 1963 el experimento «Milgran» dejó bien patente el aserto enunciado. El ciudadano más marcado por la bondad y la manse-dumbre se convertía ante el aparato eléctrico forjado por Milgran en un evi-dente torturador.

La ciencia médica, con sus conquistas en el conocimiento de la neurofi-siología, neurocirugía, psicología y psicofarmacología, corre el gravísimo pe-ligro de ser manipulada para el logro de las más refinadas formas de tortura. No podemos caer en la tentación de reseñar las posibles aplicaciones concre-tas de estos conocimientos para la tortura, por el temor de que tales divul-gaciones puedan ser utilizadas o servir de estímulos a los protagonistas de la misma. Las técnicas para el desmantelamiento de la personalidad a través del llamado «lavado de cerebro» o de la «violación de la mente» son innu-merables. La medicina es consciente de que toda mente, por estructurada e integrada que esté, sucumbirá siempre a dichas técnicas. El caso reciente de Aldo Moro es un ejemplo vivo de lo que aquí se expresa. Entre los casos mejor estudiados, a nivel psiquiátrico, se encuentra el de Patricia Hearths. Las hipótesis de su psiquiatra doctor F. J. Hacker sintetizan los niveles de actuación en la llamada «violación mental»: identificación con el agresor; los equivocados son los de «fuera»; aceptación sumisa de la ideología de los torturadores, etc. En qué medida los profesionales de la medicina han pres-tado y prestan sus conocimientos en pro de la tortura, pertenece al capítulo de las mayores reservas. No obstante, la conciencia ético-médica ha sido um-versalmente sacudida ante testimonios claros y evidentes, y quizá aún más al saberse portadora de medios que hasta hace poco entraban de lleno en la ciencia ficción.

Queremos traer al lector algunas de las numerosas reacciones positivas con las que la clase médica se ha pronunciado en contra de toda posible ma-nipulación de su ciencia para la degradación que comporta el fenómeno de la tortura.

La conciencia médica ante la tortura

Por primera vez en España se ha celebrado un congreso científico orga-nizado por la Sociedad Española de Medicina Psicosomática y Psicoterapia para tratar el tema de las torturas desde una perspectiva médica. (Lérida, 29 de octubre-1 de noviembre de 1977.) El Congreso se adhirió en pleno a

El cuidado médico de los presos 771

la declaración adoptada por la Asociación Médica Mundial celebrada en To-kio el 10 de octubre de 1975. En dicha asamblea se definió la tortura como: «la inflicción deliberada, sistemática y desconsiderada de un sufrimiento fí-sico o mental por parte de una o más personas, actuando de por sí o siguien-do órdenes de cualquier tipo de poder, con el fin de forzar a otra persona a dar información, confesar o por alguna otra razón».

El primer punto de la declaración afirma: «El médico no protegerá, to-lerará o participará en la práctica de la tortura u otras formas de procedi-mientos crueles, inhumanos o degradantes, cualquiera que sea el delito (...). El médico no proporcionará instrumentos, sustancias o conocimientos para facilitar la práctica de la tortura (...). El médico no estará presente en oca-sión alguna cuando se practique o amenace con tortura u otras formas de tratamiento cruel, inhumano y degradante».

Se recuerda el artículo 5." de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948): «Nadie será sometido a tortura ni a penas o tratamien-tos crueles, inhumanos o degradantes.»

El Congreso redactó una serie de conclusiones que el lector interesado puede encontrar en «Psiquiatrika» 1/78 (enero-febrero 1978) 62s.

En referencia a la huelga de hambre, la declaración de Tokio dejó asen-tado que, aunque el médico no puede forzar a que se alimente artificialmente, debe asistir al que la practique cuidándole, aliviándole y asesorándole sobre las posibles consecuencias que para su organismo puede tener su actitud. El fenómeno de la «huelga de hambre» plantea, a nuestro juicio, serios proble-mas a la profesión médica. El médico puede encontrarse con que tal actitud procede de un cuadro patológico evidente: procesos claros de regresión neu-rótica y psicótica. ¿Hasta qué punto debe el médico respetar esta actitud personal cuando es consciente de que el sujeto no parte de la libertad sino de una situación patológica que le impide el ejercicio de la noble facultad del libre albedrío? En estos casos, la prudencia médica deberá poner todos los medios a su alcance para ayudar al paciente a desistir de su actitud y someterse a un tratamiento idóneo. En el caso límite de enajenación mani-fiesta deberá actuar presumiendo el consentimiento del paciente. Este es nuestro criterio.

La ONU pidió a la OMS que redactara, en estrecha colaboración con otras organizaciones competentes, un bosquejo de los principios de ética médica aplicables a la protección de las personas sometidas a cualquier forma de detención o prisión. Fruto de ella han sido los dos documentos básicos re-feridos a los problemas médico-deontológicos: a) Declaración de Ginebra (o versión moderna del juramento de Hipócrates), y b) Declaración de Helsinki.

Otro hito de la concienciación médica sobre la tortura a los detenidos lo constituye el Simposio Internacional celebrado en Atenas, que ha congre gado un centenar de profesionales de la medicina. El tema monográfico de» Simposio fue «Violación de derechos humanos: la tortura y la profesión médica».

Amnesty International, en agosto de 1975, incluía entre los países acu-

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sados de prácticas de tortura, a España. Es verdad que dicha organización acaba de reconocer últimamente que vamos por buen camino.

El Colegio de Médicos de Barcelona ha alzado recientemente su voz en contra de la tortura y de toda posible participación médica en la misma. No obstante, la conciencia nacional ha vuelto a conmoverse ante el desenlace de Agustín Rueda, recluso muerto el 13 de marzo en la prisión de Caraban-chel (Madrid), al parecer como consecuencia de malos tratos. Los medios de comunicación involucran a algunos profesionales de la medicina, al menos, por cooperación pasiva. La aclaración de los hechos está en manos de los Tribunales.

Al finalizar estas líneas, sin ánimo de marginar la responsabilidad que competa a la clase médica de todos los países en el tema de tortura y proce-deres con los reclusos, quisiéramos hacer la siguiente puntualización: ¿Se medita suficientemente hasta qué punto las instituciones de ciertos países pueden coaccionar al profesional de la medicina? Somos conscientes y asu-mimos nuestros pecados. Pero en pro de muchos colegas tenemos que testi-moniar que su negativa a la cooperación en la tortura los sitúa con frecuen-cia en el plano del heroísmo.

El acto heroico, como situación límite, nos invita a la comprensión y com-pasión para con muchos profesionales de la medicina.

Bienvenida sea la concienciación médica sobre el tema, pero no olvide-mos la concienciación de las instituciones que sitúan al médico al riesgo del heroísmo.

Para todos, pues, las palabras de Pablo VI: «Quienes ordenan o practi-can la tortura física o psíquica cometen un crimen muy grave para la con-ciencia cristiana» (discurso dirigido al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede).

A. M. RUIZ-MATEOS JIMÉNEZ DE TEJADA

POSTURA DE LA IGLESIA ANTE LA PENA DE MUERTE EN ESTADOS UNIDOS Y CANADÁ

Durante los últimos diez años, la Iglesia católica ha proclamado en Es-tados Unidos y Canadá su oposición a la pena de muerte. En este artículo se estudian las declaraciones oficiales de la Iglesia católica y de otras comu-nidades religiosas a uno y otro lado de la frontera.

CANADÁ

El presidente del Consejo Administrativo de la Conferencia Católica Ca-nadiense, el obispo William E. Power, declaraba en 1973 en un documento dirigido al Parlamento canadiense:

«Estimamos que constituye un uso ilegítimo de la Biblia, en especial del Antiguo Testamento, citar textos para defender, en nuestros tiempos, el mantenimiento de la pena de muerte. Cada texto bíblico favorable a la pena de muerte ha de ser estudiado a la luz de su contexto histórico, y no puede ser aplicado sin más a la situación actual de Canadá... En el Nuevo Testa-mento estableció Jesús... la norma de que la violencia y la hostilidad no se corrigen mediante la aplicación de medidas contrarias violentas y hostiles... En nuestra opinión, no está probado que sea legítimo mantener la pena de muerte»'.

Los abolicionistas hubieran deseado una declaración más enérgica por parte de la jerarquía canadiense. Sin embargo, acogieron positivamente la declaración del obispo Power en que se censuraba por ilegítima la aplica-ción ahistórica y acrítica de la lex talionis en que tantas veces incurren los fundamentalistas partidarios de mantener la pena de muerte.

En 1976 el Consejo Administrativo de la Conferencia Católica Canadien-se declaró de nuevo su oposición a la pena de muerte, con un solo voto en contra. El texto de la declaración afirmaba que si bien «la pena capital es aceptable en una sociedad aún no suficientemente establecida para defen-derse por otros medios de aquellos elementos que constituyen una amenaza contra la vida de sus ciudadanos, no es éste a todas luces el caso de Cana-dá; ... el espíritu del evangelio nos orienta hacia el perdón, la clemencia y la reconciliación...»2.

1 Conferencia Católica Canadiense, Comunicado de prensa del 26 de enero de 1973. 2 Ibíd., 4 de marzo de 1976.

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774 Th. G. Dailey

El obispo Emmett Cárter, presidente de la Conferencia Católica Cana-diense para 1976, habló en mayo de aquel mismo año a una comisión parla-mentaria para el estudio de la abolición de la pena de muerte. Se expresó en inglés y en francés para subrayar de este modo la unanimidad de los obis-pos de habla inglesa y francesa a propósito del tema. Admitió el derecho del Estado a infligir la pena de muerte, pero al mismo tiempo afirmó que no se trataba de una cuestión en que sólo haya de intervenir la justicia, sino de una búsqueda de una mejor alternativa. La supresión de la pena de muerte no acarrea de por sí un aumento de la actividad criminal; este aumento es debido a otras muchas causas de orden económico, social y moral. El obispo Cárter declaró asimismo que en esta materia es libre cada cual para deci-dir en conciencia. Pero al mismo tiempo indicó que se debe votar sincera-mente de acuerdo con el propio juicio, no conforme a las conveniencias po-líticas 3.

Desde el punto de vista legislativo, la pena capital es en Canadá una cuestión federal; de ahí que los obispos católicos se hayan pronunciado a propósito de la misma ante todo a nivel nacional y a través de la Conferen-cia Episcopal Católica Canadiense.

Los obispos canadienses son conocidos por su firme actitud colegial en cuanto a las cuestiones de vital importancia; no suelen repetir a nivel pro-vincial lo que ya ha sido promulgado a nivel nacional4. En ocasiones, sin embargo, se suelen hacer declaraciones, al estilo de la del padre Angus J. Macdougall, S. J., secretario ejecutivo de la Conferencia Episcopal Católica de Ontario. El padre Macdougall, recordando que los obispos canadienses ya pusieron colectiva y oficialmente en duda la necesidad de la pena de muer-te nada menos que en 1960, reafirmó sus declaraciones de 1973 y 1976 y citó su insistencia en la necesidad de abordar una cuestión más amplia, concre-tamente la que se plantea a propósito de la reforma de todo el sistema pe-nitenciario 5.

El Parlamento canadiense abolió totalmente la pena de muerte el 16 de julio de 19766. No cabe duda de que uno de los factores que influyeron en esta decisión fue la postura de los obispos canadienses. Pero ha de notarse que también otras comunidades religiosas de Canadá se pronunciaron enér-gicamente a favor de la abolición.

En una carta dirigida a los miembros del Parlamento a comienzos de 1976, el Consejo Canadiense de las Iglesias citaba a la Sociedad de Amigos canadiense y a la Iglesia mennonita de Canadá como opuestas desde siempre a la pena capital; a la Iglesia unida de Canadá, que se pronunció a favor de la abolición ya en 1956; se citaba también la firme oposición de la Iglesia anglicana de Canadá, de la Convención baptista de Ontario y Quebec, del Ejército de Salvación, de la sección americano-canadiense de la Iglesia lute-

' lbíd., 26 de mayo de 1976. * R. Drake Will, secretario general adjunto (inglés) de la Conferencia Católica

Canadiense, en «The Catholic Register» (Toronto, 31 de mayo de 1975) A2. = «The Sunday Sun» (Toronto, 4 de abril de 1976) 33. <• Statutes of Canadá, cap. 105, Ottawa.

La Iglesia y la pena de muerte en EE. UU. y Canadá 775

rana y de la Iglesia presbiteriana de Canadá. El Consejo Canadiense de las Iglesias, que representa a casi todas las comunidades religiosas canadienses, incluida la Iglesia católica, se pronunció entonces en nombre de todas las Iglesias miembros condenando la pena de muerte7.

Mientras las autoridades de la Iglesia católica y de las restantes Iglesias de Canadá se muestran virtualmente unánimes en su oposición a la pena de muerte, los sondeos de opinión realizados durante los años setenta demues-tran que el pueblo canadiense se inclina cada vez más a favor de su restau-ración 8. Si esta tendencia se mantiene, es seguro que el problema de la pena de muerte se convertirá en una cuestión política cuyo replanteamiento re-sultará difícil de evitar. Las Iglesias, por consiguiente, habrán de llevar a cabo una intensa labor si esperan ver definitivamente abolida la pena de muerte en Canadá.

ESTADOS UNIDOS

La Conferencia Nacional de Obispos Católicos formuló en 1974 su opo-sición oficial a la pena de muerte. Su declaración completa, aprobada el 19 de noviembre de 1974 por 108 votos contra 63, dice así:

«La Conferencia Católica de Estados Unidos acuerda pronunciarse en contra de la pena de muerte»'.

Los defensores de la pena de muerte consideraron esta declaración como una grave contrariedad para su campaña; los abolicionistas en cambio, no encontraron en ella muchos motivos para alegrarse. Les desagradaba no sólo la brevedad de la resolución aprobada, sino también, y ello era lo más im-portante, el elevado número de obispos que votó en contra.

La resolución presentada por el obispo John May de Mobile, Alabama, que iba precedida de un documento de siete páginas preparado por un co-mité dependiente del Comité para el Desarrollo Social y la Paz Mundial, fue rechazada. El debate sobre la resolución rechazada por los obispos duró más de tres horas y se centró principalmente en los puntos débiles que muchos de ellos advertían en sus argumentos contra la pena de muerte w.

Varias conferencias católicas estatales han promulgado declaraciones ofi-ciales a favor de la abolición de la pena de muerte: la Conferencia Católica de Maryland, la Conferencia Católica de Michigan, la Conferencia Católica de Indiana y la Conferencia Católica del Estado de Nueva York. (Cada una de las conferencias católicas de los diversos estados habla en nombre de los obispos de éstos.)

7 Consejo Canadiense de las Iglesias, Comunicado de prensa del 2 de marzo de 1976. 8 Informe Gatlup del 19 de abril de 1978: el 68 por 100 de los canadienses se pronuncia a favor de la restauración de la pena de muerte en Canadá. 5 «Origins» (Servicio católico nacional de noticias, Washington, D. C; vol. 4, n." 24, 5 de diciembre de 1974) 373.

10 lbíd.

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776 Th. G. Dailey

Sólo un obispo norteamericano se ha pronunciado a favor de la pena de muerte. El arzobispo Francis Furey, de San Antonio, declaraba en un extenso artículo publicado en el noticiario de la archidiócesis:

«Estoy plenamente convencido de que los individuos que cometen crí-menes atroces, tales como asesinatos brutales y otros crímenes contra la so-ciedad, han de pagar necesariamente con la más valiosa de sus pertenencias, su propia vida»11. También declaraba por entonces el arzobispo Furey que la declaración escueta aprobada por los obispos norteamericanos en 1974 no era vinculante. Señalaba que había sido aprobada como declaración de la Conferencia Católica de Estados Unidos, que no es «una corporación ju-rídica» 12.

Sin embargo, al menos veintidós obispos norteamericanos se han pronun-ciado públicamente en contra de la pena de muerte. Muchas de estas decla-raciones son resoluciones firmadas conjuntamente con autoridades de otras comunidades religiosas.

El 1 de marzo de 1978, el Comité para el Desarrollo Social y la Paz Mundial de la Conferencia Católica de Estados Unidos publicó una enérgica condena de la pena capital, y añadía: «Estamos profundamente consterna-dos por los esfuerzos legislativos... para permitir la ejecución mediante una inyección letal... Consideramos inaceptable esta práctica»13.

A las anteriores declaraciones de la Iglesia católica en que se pide la abo-lición de la pena de muerte hay que añadir una lista aún más extensa de documentos promulgados por distintas corporaciones religiosas de Estados Unidos en que se ha venido condenando la pena capital durante los últimos años. En este sentido se han pronunciado: las Iglesias baptistas americanas en 1977; la Iglesia de los hermanos en 1957, 1959 y 1975; la Iglesia cristiana (Discípulos de Cristo) en 1957, 1962 y 1973; la Iglesia episcopaliana en 1968 y 1969; el Comité de Servicio de los Amigos Americanos en 1976; el Co-mité de Amigos para la Legislación Nacional en 1977; la Iglesia luterana americana en 1972; la Conferencia Mennonita en 1951, 1961 y 1965; el Con-sejo Nacional de las Iglesias en 1968 y 1976; la Iglesia reformada de Amé-rica en 1965; la Iglesia unida de Cristo en 1969 y 1977; la Iglesia metodis-ta unida en 1976; la Iglesia unida de Cristo en 1969 y 1977; la Iglesia pres- c biteriana unida en 1959 y 1977; la Asociación universalista unitaria en 1966 y 1974; el Comité Judío Americano en 1972; el Consejo Sinagogal de Amé-rica en 1969, 1970 y 1971, y la Unión de las Congregaciones Hebreas Ame-ricanas en 1959 ".

Los moralistas católicos de Estados Unidos se oponen mayoritariamente

11 «Today's Catholic» (noticiario archidiocesano; 28 de enero de 1977). 12 El arzobispo Furey está en lo cierto. La Conferencia Nacional de Obispos Cató-licos y la Conferencia Católica de Estados Unidos son esíructuralmente distintas. La primera es la organización patrocinadora de la segunda. 13 Capital Punishment: What the Religious Community Says (Equipo Interreligioso Nacional sobre la Justicia Criminal, Grupo de Trabajo sobre la Pena de Muerte; Nueva York 1978 7).

La Iglesia y la pena de muerte en EE. UU. y Canadá 777

a la pena capital. Charles E. Curran afirma que prudencial e históricamente no parece que pueda justificarse la pena de muerte15. El teólogo jesuíta Ri-chard McCormick sostiene que la pena de muerte no concuerda con la actual conciencia teológica, mientras que Warren Reich, de la Universidad de Geor-getown, afirma que «una ética cristiana basada en el evangelio y en una vi-sión progresiva y dinámica de la vida humana encuentra cada vez más difícil, cuando no imposible, justificar la pena de muerte» M.

El Tribunal Supremo de Estados Unidos estableció en junio de 1972 que la pena de muerte tal como entonces se imponía era una forma de cas-tigo cruel y desacostumbrado, que por ello mismo constituía una violación de las Enmiendas octava y decimocuarta a la Constitución de Estados Uni-dos. Sin embargo, en 1976 confirmó el Tribunal Supremo las normas discre-cionales para la aplicación de la pena de muerte vigentes en tres estados. A partir de aquella fecha, las legislaturas estatales han venido trabajando activamente para remodelar sus normas sobre la pena de muerte de forma que concuerden con los dictámenes del Tribunal Supremo. En la actualidad, treinta y dos de los cincuenta estados tienen leyes en que se establece la pena de muerte ".

Es evidente que la legislación estatal refleja la postura favorable a la pena de muerte de los votantes. Una encuesta de 1978 demuestra que el 62 por 100 de los norteamericanos es favorable al mantenimiento de la pena de muerte para los asesinos, mientras que en 1976 su porcentaje era de un 65 por 10018.

Si bien este descenso del porcentaje podría ser un pequeño signo de es-peranza en que llegarán a tener un mayor éxito los esfuerzos de las Iglesias y de las restantes organizaciones religiosas, sería temerario un optimismo excesivo. Todavía hay que trabajar mucho. Una declaración más enérgica, rubricada por una mayoría más fuerte de la Conferencia Nacional de Obispos Católicos sería un testimonio muy esperanzador a favor de la doctrina evan-gélica de la inviolabilidad de la vida humana.

TH. G. DAILEY

[Traducción: J. VALIENTE MALLA]

» Ibíd., 5-37. 15 Ch. E. Curran, Human Lije: «Chicago Studies» 13 (1974) 284. 14 Citado en una entrevista publicada en el «National Catholic Repórter» (6 de abril de 1973) 21. 17 Capital Punishment (op. cit.) 3. 18 Informe Gallup del 13 de abril de 1978.

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COLABORADORES DE ESTE NUMERO

HERBERT RADTKE

Nació en 1939 y trabaja en el campo de la publicidad. Ha sido miembro honorario del Consejo de Amnesty International, Sección de la República Federal Alemana (hasta el 15 de mayo de 1978) y ha publicado distintos tra-bajos en el marco de Amnesty International.

(Dirección: Innocentiastrasse 8, D-2000 Hamburg 13, Alemania Occi-dental).

FRANCOIS COLCOMBET

Nació el 1 de septiembre de 1937 y es magistrado. Ha ocupado el cargo de sustituto del procurador de la República en diferentes ciudades de Fran-cia y desde enero de 1978 es consejero refrendario del Tribunal de Casa-ción. De 1972 a 1974 fue presidente del Sindicato de la Magistratura. En 1976 pasó a ser miembro del Comité de Dirección de la Liga de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Desde 1977 forma parte del Secretariado de la misma Liga. Ha publicado en diversas revistas numerosos artículos sobre los problemas de la Justicia.

(Dirección: 4 rué Joseph Granier, F-75007 Paris, Francia).

ALBERTO INIESTA

Estudió en Salamanca y se ordenó sacerdote en 1958. Tras ejercer el mi-nisterio parroquial en San Pedro (Albacete), desempeñó diversos cargos en el equipo del Seminario Mayor de Albacete, fue delegado diocesano del clero y de liturgia, profesor de pastoral litúrgica en Valencia y miembro del Se-cretariado Nacional de Liturgia (Madrid). En 1972 fue nombrado obispo auxiliar de Madrid (vicaría de Vallecas). Últimamente ha publicado Creo en Dios Padre (1976) y Papeles prohibidos (1977), así como varios artículos en revistas de teología y pastoral.

(Dirección: San Florencio, 1, Madrid-18, España).

JAMES F. BRESNAHAN

Es profesor agregado de ética social en la Facultad de Teología de la Compañía de Jesús en Chicago y profesor adjunto de deontología médica y

Colaboradores de este número 779

valores humanos en el Departamento de Medicina de la Northwestern Uni-versity Medical School. Estudió derecho en la Universidad de Harvard y filosofía en la Universidad de Yale. Es miembro de la Sociedad Americana de Etica Cristiana.

(Dirección: Jesuit House, 5554 Woodlawn Avenue, Chicago, II. 60637, Estados Unidos).

FRANCESCO COMPAGNONI OP

Nació en 1941 y es italiano. Desde 1975 es profesor extraordinario de teología moral en la sección alemana de la Facultad de Teología de Friburgo (Suiza). Ha publicado La specificitá della tnorale cristiana (Bolonia 1973) y artículos en diccionarios, revistas y obras colectivas.

(Dirección: G.-Python-Platz 1, CH-1700 Fribourg, Suiza).

MARTIN HONECKER

Nació en 1934 en Ulm (Alemania) y es protestante. Hizo el doctorado y la habilitación en Tubinga. Desde 1969 es profesor de teología sistemá-tica y de ética social en Bonn. Entre sus publicaciones destacan Kirche ais Gestalt und Ereignis (1963); Konzept einer sozialethischen Theorie (1971); Sozialethik zwischen Tradition und Vernunf.t (1977).

(Dirección: Evang. Theol. Seminare der Universitat, Abtlg. für syst. Theologie u. Sozialethik, D-53 Bonn, Am Hof 1, Alemania Occidental).

CLEMENS THOMA SVD

Nació en 1932 en Kaltbrunn (Suiza). Estudió en Bonn, Viena y Jerusa-lén. Desde 1971 es profesor de Sagrada Escritura y de judaismo en la Facul-tad de Teología de Lucerna. Es también consultor de la Comisión «De Re-ligione Judaica» del Secretariado de la Unidad. Entre sus publicaciones men-cionaremos Kirche aus ]uden und Heiden (Viena 1970); Zukunft in der Gegenwart. Wegweisungen in ]udentum und Christentum (Berna 1976); Christliche Theologie des Judentums (Aschaffenburgo 1978). Ha dirigido obras colectivas como ]udentum und christlicher Glauhe (Klosterneuburgo 1965) y Judentum und Kirche: Volk Gottes (Zurich 1974).

(Dirección: Abendweg 22, CH-6006 Luzern, Suiza).

MOHAMMED ARKOUN

Nació en Taourirt-Mimoun (Argelia). Hizo sus estudios en Oran, Argel y París. Es doctor en letras. Tras haber enseñado en distintos centros fran-

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780 Colaboradores de este número

ceses, actualmente es profesor de lengua árabe y civilización islámica en la Nueva Sorbona (París III). Pía dado cursos como profesor invitado en Los Angeles, Rabat, Damasco y otras universidades de distintas partes del mun-do. Entre sus publicaciones recientes figuran Essais sur la pensée islamíque (París 1973); La pensée árabe (París 1975); en colaboración con L. Garvet, h'lslam, hier, detnain (1978).

(Dirección: 3 Place d'Etoile, F-91210 Draveil, Francia).

PIERRE VIANSSON-PONTE

Nació en 1920 en Clisson (Francia) y es periodista. Estudió en Metz, Nancy y Estrasburgo. Es doctor en derecho. Tras haber ocupado diversos cargos en la redacción de distintos periódicos, desde 1972 es editorialista y consejero de dirección de «Le Monde». También es profesor en el Departa-mento de Ciencias Políticas de la Sorbona (París I) y miembro del jurado del premio Aujourd'hui. Entre sus obras recientes mencionaremos Histoire de la République gaullienne, 2 vols. (París 1970s, premio Aujourd'hui 1971); Des jours entre les jours (1974, premio Sévigné 1975); Lettre ouverte aux hommes politiques (1976); Changer la morí (1978).

(Dirección: Journal «Le Monde», 5 rué des Italiens, F-75427 París Ce-dex 09, Francia).

CARLOS-JOSAPHAT PINTO DE OLIVEIRA OP

Nació en 1922 en Abaeté (Brasil). Hizo el doctorado en teología en las Facultades de Le Saulchoir y es profesor de teología moral en la Universidad de Friburgo (Suiza). Entre sus publicaciones destacan Pour une théologie de la révólution, en la obra colectiva Société injuste et révolution (París 1970); La crise du choix moral dans la civilisation technique (París 1977).

(Dirección: Institut de Théologie Morale, Université de Fribourg, rué de PHópital la, CH-1700 Fribourg, Suiza).

LELIO BASSO

Nació en Varazze (Italia) en 1903. Se doctoró en filosofía y en derecho en la Universidad de Milán. Durante el fascismo fue encarcelado, confinado e internado en un campo de concentración. De 1947 a 1948 fue secretario general del Partido Socialista Italiano. En la actualidad no pertenece a nin-gún partido. Formó parte de la Asamblea Constituyente y fue relator de la parte general relativa a los derechos de libertad en la Constitución italia-na. Ha sido diputado y en la actualidad es senador por Milán. Dirige la re-vista «Problemi del Socialismo» y es presidente de la Fundación Lelio Bas-so para el Estudio de la Sociedad Contemporánea, con sede en Roma, y de la

Colaboradores de este número 781

Fundación Internacional Lelio Basso para el Derecho y la Liberación de los Pueblos, con sede en Suiza. Entre sus publicaciones destacan II principe senza scettro (1958); Pensiero político di Rosa Luxemburg (trad. española: Pensamiento político de Rosa Luxemburg, Barcelona 1976); Neocapitalismo e sinistra europea.

(Dirección: Fondazione Lelio e Lisli Basso-Issoco, Instituto per lo stu-dio della Societá Contemporánea, Via della Dogana Vecchia 5, 1-00186 Roma, Italia).

ALFONSO MARÍA RUIZ-MATEOS JIMÉNEZ DE TEJADA

Nació en 1935. Estudió filosofía y teología en el Colegio Mayor San Al-fonso de Valladolid y teología pastoral en el Instituto de la CONFER en Madrid. Es diplomado en ciencias catequéticas por la Universidad Pontificia de Salamanca y doctor en ciencias sociales por el Instituto Social León XIII. Estudió medicina en Granada y psiquiatría en la Universidad Complutense. Amplió estudios en Londres, Bristol y París. Es profesor en el Instituto Superior de Ciencias Morales (Madrid) y profesor extraordinario en la Uni-versidad Complutense, así como académico numerario de la Academia de San Dionisio de Ciencias, Artes y Letras y miembro de la Comisión Deontoló-gica del Colegio de Médicos de Madrid. Dirige un Departamento de Antro-pología Psiquiátrica y Moral. Colabora asiduamente en numerosas revistas especializadas.

(Dirección: Félix Boix, 13, Madrid-16, España).

THOMAS G. DAILEY

Nació en 1928 en Rochester (Nueva York) y se ordenó en 1953. Estu-dió en la Universidad de San Buenaventura y en el Angelicum. Es doctor en teología. Tras haber enseñado en varios seminarios mayores de Estados Unidos, actualmente es decano del Seminario de San Agustín y profesor de teología moral en la Facultad de Teología de Toronto. Ha publicado The Legitímate Selj-Defense of a Condemned Person (Roma 1961) y numerosos artículos en diversas revistas.

(Dirección: St. Augustine's Seminary of Toronto, 2661 Kingston Road, Scarborough, Ont. M1M 1M3, Canadá).