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Colección “La Eucaristía, Luz y Vida Del Nuevo Milenio”

18. La Eucaristía, Luz y Vida para la Renovación Carismática

en el Nuevo Milenio

SIGLAS

CEC Catecismo de la Iglesia Católica (11-X-1992). LH Comentarios de Anastasio Sinaíta. OC San Juan Eudes, Obras completas, tomo I. OE Paulo VI, Decreto Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias Católicas Orientales (21XI1964).

Presentación

El Movimiento de Renovación Carismática Católica es un camino por el que muchos creyentes se han encontrado personal y profundamente con Dios, mediante la oración, impulsados por el Espíritu Santo, que nos hace exclamar al Señor: «¡Abbá, Padre!» (Rom 8, 15).

En efecto, la contribución de este Movimiento Laical a la vida de la Iglesia, con su testimonio fiel de la presencia y la acción del Espíritu Santo:

«Ha ayudado a muchas personas a redescubrir en sus vidas la belleza de la gracia que han recibido con el Bautismo, el pórtico de la vida en el Espíritu. Les ha ayudado a conocer la fuerza de la efusión plena del Espíritu Santo, conferida en la confirmación (cfr. CEC, 1213 y 1302)».

Así lo expresó el Santo Padre Juan Pablo II a la Fraternidad Católica de Comunidades Carismáticas de la Alianza (7 de noviembre 2002), en la celebración del 35º aniversario de este Movimiento, recordándole, asimismo, que los momentos de reflexión de sus integrantes no deben concluir en la contemplación gozosa de los misterios de nuestra salvación, agradeciendo las riquezas espirituales que Dios les ha concedido, sino que «no puede menos que abrir su corazón y su mente a las necesidades de la humanidad».

El alimento para mantener esta vida en el Espíritu, y para que nuestras obras sean fruto de vida eterna, es la Eucaristía. En la Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia, Juan Pablo II traza las coordenadas de la relación intrínseca que existe entre el Banquete Sagrado y el don de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad:

«Por la comunión de su Cuerpo y de su Sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu... En el Misal Romano, el celebrante implora que “fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu” (Plegaria Eucarística III). Así, con el don de su Cuerpo y de su Sangre, Cristo acrecienta en nosotros el don de su Espíritu» (n. 17).

Se manifiestan testimonios elocuentes de amor a Jesús Sacramentado entre los miembros del Movimiento de Renovación Carismática Católica, al recibirlo como Pan de Vida, al adorarlo como Dios y Señor, y al proclamarlo como el único Salvador.

Esperamos que las presentes reflexiones que ahora tengo el gusto de presentar, ayuden a fortalecer esta vida de gracia en la vida cotidiana de cada integrante de la Fraternidad Carismática Católica. Sin duda que, como señala el Santo Padre en el Mensaje ya referido, «la fidelidad a la índole eclesial de sus comunidades hará que su oración y su actividad sean instrumentos del profundo misterio vivificante de la Iglesia».

Que la oración, la acción del Espíritu Santo, el sentido de fidelidad eclesial y la Eucaristía, así como la presencia amorosa de María Santísima, sean los cimientos sólidos en los que siempre esté fincada la acción evangelizadora de este Movimiento, que tanto bien ha hecho a la Iglesia.

+ J. Trinidad González Rodríguez, Obispo Auxiliar de Guadalajara. Presidente de la Comisión Teológica y de Impresos para el 48º Congreso Eucarístico Internacional.

1. INTRODUCCIÓN

1.1. DIOS PADRE ES LUZ

En sánscrito, ancestro de muchos idiomas modernos, entre ellos los hijos del latín (y por ende el castellano), la palabra que designa a Dios significa ‘realidad que brilla y que ilumina’. Se nos ha dicho también que «Dios es la luz de las cosas luminosas» (OC, VI, 426).

Él es el que habita en una luz inaccesible, rodeado de luz, porque es luz. «Éste es el mensaje que le hemos oído y les anunciamos: Dios es luz y no hay en él oscuridad alguna» (1Jn 1, 5-7).

Este Dios que es pura luz, comunica su luz al mundo. «Su luz brilla sobre todos» (Job 25, 3). En efecto, lo primero que hace en la Creación, es la luz: «Y dijo Dios: “Que haya luz”, y la luz existió. Vio Dios que la luz era buena y la separó de las tinieblas» (Gen 1, 3-4). «Él manda a la luz y ella hace caso, la llama y temblando lo obedece» (Bar 3, 33). Por eso, Él es llamado «el Padre de las luces» (Sant 1, 17); en cambio, el diablo es «el padre de las tinieblas, aunque a veces se disfraza de ángel de la luz» (2Cor 11, 14).

Este Dios que resplandece pleno de luz, comunica su luz a su pueblo, Israel:

«El Señor dijo a Moisés: “Levanta la mano hacia el cielo, para que vengan sobre Egipto tinieblas tan densas que puedan palparse”. Levantó Moisés su mano hacia el cielo y se produjo en las tierras de Egipto una densa tiniebla que duró tres días. No se veían unos a otros, y durante tres días nadie se movió de donde estaba. Sin embargo, los israelitas tuvieron luz en la región donde vivían» (Ex 10, 21-23; cfr. Sab 18, 1).

Igualmente, «por el desierto, de día los guió con la nube; de noche, con el resplandor del fuego» (Sal 78, 14; cfr. Sab 18, 3). Con toda razón, el pueblo llama a Yahvé «el Dios santo, luz de Israel» (Is 10, 17).

El pueblo se desvió y, en vez de caminar en la luz de Dios, fue tras las tinieblas. Se dejó conducir no por su verdadero Padre, sino por un padre falso, un padrastro, el padre de las tinieblas y del error, y se volvió idólatra, fratricida, violento, injusto, incoherente... Entonces, Dios prometió enviarle una luz nueva:

«Una luz esplendorosa brillará hasta el extremo de la Tierra. Muchos pueblos vendrán a ti de lejos, y los habitantes de los confines de la Tierra vendrán al Señor, tu Dios, trayendo regalos en sus manos para el Rey del Cielo» (Tob 13, 13).

«El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz; a los que habitaban en tierra de sombras, una luz les ha brillado» (Is 9, 1). Al Mesías que vendrá se le llama

también ‘rocío de la mañana’, pues descenderá sobre la tierra. Este rocío, dice el Profeta Isaías, «es luz capaz de hacer resurgir los muertos de la tierra» (Is 26, 19).

El siervo de Yahvé es dibujado por el Profeta como luz de las naciones:

«Yo, el Señor, te llamé según mi plan salvador; te tomé de la mano, te formé y te hice mediador del pueblo y luz de las naciones, para abrir los ojos a los ciegos, para sacar prisioneros de la cárcel, y del calabozo a los que viven en tinieblas... Te convierto en luz de las naciones para que mi salvación llegue hasta el último rincón de la Tierra» (Is 42, 67; 49, 6).

«Dios viene de Temán, el Santo del monte Farán. Su majestad cubre los cielos, la Tierra está llena de su gloria. Su resplandor es como la luz, sus manos despiden rayos, allí se esconde su fuerza» (Hab 3, 3-4)... Todas las profecías que se refieren a la llegada de la Luz, encuentran en el tercer Isaías una caracterización personal:

«Levántate y resplandece, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti. Es verdad que la Tierra está cubierta de tinieblas y los pueblos de oscuridad, pero sobre ti amanece el Señor y se manifiesta su gloria. A tu luz caminarán los pueblos, y los reyes, al resplandor de tu aurora» (Is 60, 1-3).

«El Padre de las luces es una luz inaccesible y eterna... luz primitiva y original, fuente de otra luz igual, eterna y consubstancial, Luz de Luz» (OC II, 136.164; VIII, 84). Él es, pues, quien nos comunica plenamente su luz, en la persona de su Hijo Jesucristo, Verbo encarnado.

1.2. ORACIÓN

«En verdad es justo darte gracias, y deber nuestro glorificarte, Padre Santo, porque Tú eres el único Dios vivo y verdadero, que existes desde siempre y vives para siempre; Luz sobre toda luz» (Plegaria Eucarística IV).

Dios Todopoderoso, Padre de las luces, Tú que habitas en una luz inaccesible, Tú que eres pura luz, en quien no hay oscuridad alguna, bendícenos y haz brillar tu rostro sobre nosotros. Amén.

2. DIOS HIJO ES LUZ DE LUZ, DIOS VERDADERO DE DIOS VERDADERO

Zacarías, unido a la tradición profética de Israel, dijo: «Nos visitará un sol que nace de lo alto para iluminar a quienes viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1, 78-79). Esta promesa se cumplió. Vino la luz a este mundo. Por eso, cuando Simeón tomó en brazos al niño confirmó que era «luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo, Israel» (Lc 2, 32).

Así pues, «el Padre de las luces nos ha enviado a su Hijo, Luz de Luz para que sea nuestro hermano, nuestro maestro y nuestra luz» (OC, VII, 91). Su Hijo ha habitado desde siempre en una luz inaccesible (cfr. 1Tim 6, 16).

«Al principio ya existía la Palabra. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres; la luz resplandece en la oscuridad y la oscuridad no pudo sofocarla. Juan vino para dar testimonio de la luz, a fin de que todos creyeran por él. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que con su venida al mundo ilumina a todo hombre» (Jn 1, 1-9).

Pero el Hijo de Dios no sólo vino como luz de Israel, para todas las naciones; luz para los paganos y todo el mundo. Por eso, recién nacido se revela a los pastores, que representan al pueblo fiel de Israel, y también a los magos venidos de oriente, que representan a las demás naciones, al mundo entero. Ésta es la razón por la que Jesús se fue a vivir a Cafarnaún, dice la Escritura, para que se cumpliera la profecía de Isaías: «Tierra de Zabulón y de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los paganos. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una gran luz; a los que habitaban en sombras de muerte, una luz les brilló» (Mt 4, 14-16).

Jesús mismo se definió como luz:

«Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida... Mientras permanezca en el mundo, yo soy la luz del mundo... Yo he venido al mundo como luz, para que todo el crea en mí no siga en oscuridad» (Jn 8, 12; 9, 5; 12, 45).

De este modo, Él es la luz que nos revela la luz de Dios; nos muestra el camino de la luz, nos conduce por senderos de luz y nos lleva al Reino eterno de la luz.

Todo esto nos lo enseña el misterio de su Transfiguración, cuando Jesús hizo resplandecer su rostro, que brillaba como el sol, y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz (cfr. Mt 17, 1-13). En la transfiguración se cumple lo que dice la Escritura: «¡Señor, Dios mío, qué grande eres! Vestido de majestad y resplandor, la luz te envuelve como un manto» (Sal 104, 1-2). «Su resplandor eclipsa el cielo, su brillo es como el día» (Hab 3, 4).

Este misterio de la Transfiguración, la Iglesia lo explica así:

«Cristo nuestro Señor, reveló su gloria ante los testigos que Él escogió, y revistió con máximo esplendor su Cuerpo, en todo semejante al nuestro, para quitar del corazón de sus discípulos el escándalo de la Cruz y anunciar que toda la Iglesia, su cuerpo, habría de participar de la gloria, que tan admirablemente resplandecía en Cristo, su Cabeza» (Prefacio de la Transfiguración).

Comentando la Transfiguración, Anastasio Sinaíta dice:

«Ciertamente, Pedro, en verdad qué bien estaría quedarnos aquí con Jesús, y permanecer aquí para siempre. ¿Hay algo más dichoso, más elevado, más importante que estar con Dios, ser hechos conformes con él, vivir en la luz? Cada uno de nosotros, por el hecho de tener a Dios en sí y de ser transfigurado en su imagen divina, tiene derecho a exclamar con alegría: “Qué bien estaría quedarnos aquí, donde todo es resplandeciente, donde están el gozo, la felicidad y la alegría; donde el corazón disfruta de absoluta tranquilidad, serenidad y dulzura» (LH, T. IV, 1260).

Jesús es totalmente luz, todo luz: fue anunciado como luz, vino como luz a iluminar el mundo; se transfiguró y mostró su gloria y el Reino de luz que espera a sus seguidores; con su Resurrección anuncia la luz al pueblo judío y a los paganos (cfr. Hech 26, 23) y, al ascender al Cielo, nos envía la luz de su Espíritu.

Él es, así, plenamente luz; la Luz que ha venido al mundo pero el mundo no ha querido aceptar:

«Todavía está la luz entre ustedes, pero no por mucho tiempo. Caminen mientras tengan esta luz, para que no los sorprenda la oscuridad. Porque quien camina en la oscuridad no sabe a dónde se dirige. Mientras tengan la luz crean en ella; solamente así serán hijos de la luz» (Jn 12, 35-36).

Jesús hablaba de su muerte, pues el imperio del mal había decretado matar la luz, desaparecerla, rechazarla. Por eso dice el evangelista: «Vino la luz a este mundo, pero los hombres prefirieron las tinieblas a la luz» (Jn 3, 19). «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron. A cuantos lo recibieron les dio capacidad para ser hijos de Dios» (Jn 1, 11-12). Se cumple así lo que dice Job: «Hay quienes reniegan de la luz, que no conocen los caminos del Señor ni se mantienen en sus sendas» (Job 24, 13).

2.1. ORACIÓN

«Santo de los santos, hazme conocer quién eres, hazme conocer tu ser eterno, para que mi alma iluminada con tu luz te alabe, glorifique y bendiga en tu eternidad» (OC, X, 322). «Jesús, Hijo único de Dios y de María, divina luz de mi alma, por tu infinito amor, ilumina mi espíritu» (OC, VIII, 239). Ayúdame a disipar las tinieblas de mi corazón. Cristo, luz del mundo, «dame la luz de tu Espíritu» (OC, X, 331). «Te adoro, Jesús, como el autor y consumador de la fe, como luz eterna y fuente de toda luz. Te doy gracias infinitas porque por tu gran misericordia, me llamaste de las tinieblas del pecado a tu luz admirable» (OC I, 151). Amén.

3. DIOS ESPÍRITU SANTO ES FUEGO, ES LLAMA, ES LUZ

Cristo nos envió el Espíritu Santo prometido. Lo envió para esclarecer, para iluminar, para mostrar la verdad completa. Todo esto nos revela que el Espíritu Santo es luz. «El

Espíritu Santo es la luz increada y la fuente de todas las luces creadas» (OC, VII, 600). «El Espíritu de Jesús es un espíritu de luz» (OC, I, 179). «El Espíritu Santo es Espíritu de luz y de verdad» (OC, VII, 552) y, por tanto, se opone al espíritu de las tinieblas o espíritu del mundo (cfr. OC, VII, 549).

En verdad, «Cristo nos ha dado su Espíritu para que sea nuestra luz» (OC, VIII, 311). Por eso a Él se le pide que ilumine, que muestre y clarifique el camino que hemos de seguir. En efecto, se dice que «el Espíritu Santo llenaba continuamente de luces admirables el corazón de María» (OC, V, 371).

«El Espíritu Santo comunica su luz por medio de sus dones, especialmente los de consejo, sabiduría e inteligencia» (OC, VIII, 157). Entre los signos empleados en la Escritura y en la teología para referirse al Espíritu Santo, está el signo del fuego: fuego que disipa las tinieblas, que consume, arde, calienta, ilumina, quema, devora... El fuego indica la energía transformadora del Espíritu. Juan el Bautista anuncia que Cristo bautizará con Espíritu Santo y fuego (cfr. Lc 3, 16); Cristo señala que vino a traer fuego y ya quisiera que estuviera ardiendo (cfr. Lc 12, 49). En Pentecostés, el Espíritu descendió sobre los Apóstoles en forma de lenguas de fuego (cfr. Hech 2, 3).

De este modo, el Espíritu es llama, luz, fuego que no debemos extinguir (cfr. 1Tes 5, 19). Esto queda confirmado en la manera como la Iglesia suplica al Espíritu: «Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor... Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el Cielo. Padre amoroso del pobre; Don en tus dones espléndido; Luz que penetras las almas, Fuente del mayor consuelo... Entra hasta el fondo del alma, divina Luz, y enriquécenos...»

Hemos dicho, pues, que el Padre es Luz, el Hijo es Luz de Luz, el Espíritu Santo es la luz increada. La Trinidad es pura Luz: «Dios es luz, en Él no hay tiniebla alguna» (1Jn 1, 5). Con razón, la Iglesia canta: ¡O Lux beata Trinitas et principalis Unitas!: «Oh Trinidad, Luz bienaventurada y unidad esencial, eterna beatitud, vida inmortal, luz sin ocaso».

3.1. ORACIÓN

«Fuego divino que abrasas el corazón de María, ven a nuestro corazón. Apaga todo otro fuego que haya en nosotros, consume lo que te es contrario. Quema nuestros

corazones, inflámalos, abrásalos, transfórmalos en ti mismo, para que sean fuego y llama de amor hacia Aquel que nos ha creado para amarlo» (OC, VI, 338). Amén.

4. MARÍA, MADRE DE DIOS, ES MADRE DE LA LUZ

«Los cristianos deben saber que tienen una Madre cuyo corazón es una fuente de luz, una fuente de vida eterna» (OC VI, 183). «Ella es Madre de la Luz y de la Verdad» (OC, IV, 20). Ella es la Madre de Jesús, que es la Luz del mundo. Por eso «el corazón de María está lleno de sabiduría y luz» (OC, VIII, 115). «María es el verdadero “candelabro” de la Iglesia. Por ella entró la luz a este mundo: Salve porta ex qua mundo luz est orta. Su corazón es la sede de la luz: de la luz de la razón, la luz de la fe y la luz de la gracia. Su corazón es el trono del Sol Eterno que llena Cielo y Tierra con sus luces» (OC, VI, 293).

«María ha estado sumergida y abismada en la luz inaccesible de Dios» (OC, VI, 418). Juan Eudes dice, siguiendo a varios autores espirituales, entre ellos Alberto el Grande, que el nombre de María significa ‘iluminada, iluminadora, brillante’. Ella es luz, y está revestida de doce luces:

• Luces adquiridas por la razón, no siendo jamás oscurecida por la tinieblas del pecado. • Luces adquiridas por la lectura de libros santos. • Luces adquiridas por el ejercicio de la contemplación. • Luces adquiridas por su conversación con los ángeles. • Luces recibidas directamente de Dios. • Luces adquiridas por su gusto y contacto con las cosas divinas. • Luces infundidas en su ser por el saludo y la palabra del arcángel. • Luces infundidas por el Espíritu Santo en el momento de la Encarnación. • Luces con las cuales el Padre de la luces llenó su corazón, cuando la revistió de su divina

fuerza para formar en sus sagradas entrañas a quien es la Luz Eterna. • Luces inconcebibles de las que fue llena, cuando la plenitud de la Divinidad hizo su

morada en su cuerpo por nueve meses, y en su corazón por siempre. • Luces que le otorgó su Hijo por la comunicación continua que ella tuvo con Él durante

su vida mortal, y después de su Resurrección hasta la Ascensión. • Luces inefables de las que fue llena por el Espíritu Santo en Pentecostés (cfr. OC, VI, 37-

138).

De ahí podemos confirmar que «el corazón de la Madre de Jesús está lleno de la luz de Dios y ha sido transformado plenamente en luz. Es una fuente de luz» (OC, VIII, 85). Juan Eudes enseña que el Corazón de Jesús y María es una hoguera de amor, una mina de luz y amor, pues en el corazón de María se halla la luz inextinguible que es Cristo, y en el Corazón de Cristo está el manantial de luz que es María. María y Jesús forman un solo corazón, son una llama de amor, un sendero de luz, un fuego siempre vivo, una llama de amor.

4.1. ORACIÓN

«Divina María, Dios te ha dado el glorioso nombre de ‘María’, que quiere decir ‘iluminada, iluminadora, brillante, luminosa’. Él es el Padre de las luces, te asocia con Él en sus divinas cualidades y quiere que seas la Madre de las luces celestiales. Haznos participar de tus sagradas luces» (OC, V, 373; cfr. OC, XI, 416). Amén.

5. LA PALABRA DE DIOS ES LUZ

«La Palabra de Dios es luz y nos ilumina» (OC, IV, 55). «Todas las palabras de Dios están llenas de luz y de virtud; de luz, para iluminar nuestro espíritu; de virtud, para obrar en nuestro corazón efectos de gracia y santificación» (OC, II, 73). Precisamente, la Escritura dice que la Palabra de Dios es «lámpara para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 119, 105). En el libro de la Sabiduría, se dice que la Ley es «una luz inagotable» (Sab 18, 4). Oseas enseña: «Los he herido por medio de los Profetas, los he aniquilado con las palabras de mi boca, y mi juicio resplandece como la luz» (Os 6, 5-6). En el Evangelio de Juan, se nos dice que la Palabra es la luz verdadera, capaz de iluminar a todo hombre (cfr. Jn 1, 9), que esa Palabra se hizo carne (cfr. Jn 1, 14).

Al referirse al Evangelio que él predica, el Apóstol San Pablo dice que es una palabra de luz que ilumina al ser humano, por eso lo llama, «luz del glorioso Evangelio de Cristo» (2Cor 4, 4). El Evangelio que San Pablo anuncia es Cristo mismo, luz de Dios y luz para el mundo:

«No nos anunciamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo, el Señor, y no somos más que servidores de ustedes por amor a Jesús. Pues el Dios que ha dicho “brille la luz en la oscuridad”, es quien ha encendido esa luz en nuestros corazones, para hacer brillar el conocimiento de la gloria de Dios, que se refleja en el rostro de Cristo» (2Cor 4, 5-6).

San Juan Eudes, gran predicador del siglo xvii, admirado por Bossuet –quien dijo de él «así es como todos debiéramos predicar», pues era considerado un león en el púlpito pero un cordero en el confesionario–, recomienda a los predicadores sumergirse en la luz de la Palabra, beber luz, transformarse en luz para dar la luz de Dios a los demás, pues bien dice la Escritura que «de la abundancia del corazón habla la boca» (Lc 6, 45; cfr. OC, III, 70).

5.1. ORACIÓN

«El mandamiento del Señor es claro, da luz a los ojos» (Sal 19, 9). «Dios mío, Tú eres quien alumbra mis tinieblas» (Sal 18, 29; 2Sam 22, 29). «En ti está la fuente viva y tu luz nos hace ver la luz» (Sal 36, 10). «Si Tú eres mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?» (Sal 27, 1). «Envíame tu luz y tu verdad, que ellas me guíen y me lleven a tu santo monte, hasta tu morada» (Sal 43, 3).

6. LA SANTA IGLESIA DE DIOS ES LUZ

Mediante el Bautismo, somos iluminados por Cristo (cfr. Heb 6, 4; 10, 32) y pasamos a formar parte del Pueblo de la Luz, en el que Dios enciende la llama de la fe. Por eso en el rito del Bautismo se nos entrega un cirio, con las palabras «recibe la luz de Cristo»: para que caminemos como hijos de la luz (cfr. 1Tes 5, 5) y nos convirtamos en luz del mundo (cfr. Ef 5, 8).

«Este cirio encendido indica que tu fe, simbolizada por la luz, debe arder y brillar: arder en el interior, brillar en lo exterior; arder por la oración, brillar por la acción; arder ante Dios y brillar ante los hombres. Como dice el Salvador, «brille su luz delante de los hombres, para que, al ver tus buenas obras, den gloria a su Padre que está en los Cielos” (Mt 5, 16)» (OE, 373).

La Iglesia –recordemos– es el pueblo de los bautizados; ellos son quienes han sido trasladados de la región de las tinieblas al mundo de la luz. San Pedro, contemplando a la Iglesia en los bautizados, enseña:

«Ustedes son descendencia elegida, reino de sacerdotes y nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar las grandezas del que los llamó de la oscuridad a su luz admirable» (1Pe 2, 9).

La vocación de la Iglesia es ser luz. No debemos olvidar que, a quienes formamos la Iglesia, pueblo de luz, pueblo esplendoroso y brillante en medio de las oscuridades del mundo, Jesús nos dijo: «ustedes son la luz del mundo y la sal de la tierra. Procuren que su luz brille delante de la gente» (Mt 5, 14-16). Nuestra vocación es ser comunidad de luz; estamos llamados a vivir como hijos de la luz, en pleno día, no como hijos de la oscuridad:

«Ustedes, hermanos, no viven en la oscuridad. Todos ustedes son hijos de la luz, hijos del día; no somos de la noche ni de la oscuridad. Y los que somos del día debemos vivir con sobriedad, cubiertos con la coraza de la fe y del amor, y con la esperanza de la salvación como casco protector» (1Tes 5, 4-8).

«Todo el que obra mal detesta la luz y la rehuye por miedo a que su conducta quede descubierta. Sin embargo, quien actúa conforme a la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que toda su conducta está inspirada por Dios» (Jn 3, 2021).

A San Pablo, el Señor lo llamó, como a todo hombre, a la luz. Por eso lo envolvió con su luz (cfr. Hech 9, 3). «Iba camino de Damasco, y cuando estaba ya cerca de la ciudad, hacia el mediodía, de repente brilló a mi alrededor una luz cegadora venida del cielo... y me dijo: “Te enviaré a las naciones más lejanas”» (Hech 22, 6.9.11.21; cfr. Hech 26, 13)... Y lo convirtió en un mensajero de la luz para los pueblos paganos: «Te he puesto como luz de las naciones, para que lleves la salvación hasta los extremos de la Tierra» (Hech 13, 47).

«Te enviaré a los paganos para que les abras los ojos y se conviertan de la oscuridad a la luz y del poder de Satanás a Dios, y para que reciban, por la fe en mí, el perdón de los pecados y la herencia que corresponde a los consagrados» (Hech 26, 1718).

Eso que hizo Dios con el Apóstol Pablo, lo hace en cierto modo con cada uno de nosotros. Él nos pide pasar de la oscuridad a la luz, de la ceguera a la vista, y ello implica una lucha intensa, «caer del caballo», cambiar de mentalidad y actitud, aceptar a Jesús en la vida.

Todas nuestras familias, Iglesias domésticas, deberían ser un Betel. Betel es la ciudad de la luz, la ciudad que se llama Luz (cfr. Jos 18, 13). En nuestros hogares debe resplandecer la persona de Cristo y su Evangelio.

Los Sacramentos de la Iglesia son manantiales de luz. El Bautismo ilumina. La Confirmación concede al que es la Luz misma. La Reconciliación nos hace pasar de las tinieblas del pecado a la luz de la gracia. La Eucaristía es luz (tengamos presente el lema del 48º Congreso Eucarístico internacional: «La Eucaristía, Luz y Vida del Nuevo Milenio»). La Unción comunica la luz de la vida. El Matrimonio es la celebración del amor que ilumina a una pareja y a la Iglesia. La Ordenación es el envío a ser luz del mundo.

La misión de la Iglesia es evangelizar, predicar, enseñar, misionar. Esta misión consiste en extender la luz de Dios, en comunicarla de modo que queden vencidas las tinieblas del pecado y el mal. Ello requiere buscar la luz de Dios por medio de la razón y de la fe. Por medio de la razón, estudiando, leyendo, cultivándose, pues se requieren evangelizadores cultos y estudiados. Por medio de la fe, en la oración, que pone en contacto con la Trinidad y su Palabra, que son luz; que pone en contacto con María y la Iglesia, pozos de luz (cfr. OC, II, 380).

En la Iglesia, los sacerdotes son pastores según el Corazón de Dios. Para San Juan Eudes, gran formador de sacerdotes, un pastor según el Corazón de Dios es:

«Una antorcha que arde y brilla, colocada en el candelabro de la Iglesia. Ardiente ante Dios y brillante ante los hombres; ardiente por su amor a Dios y brillante por su amor al prójimo; ardiente por su perfección interior, brillante por la santidad de su vida; ardiente por el fervor de su intercesión continua ante Dios en favor de su pueblo, brillante por la predicación de la divina Palabra» (OC, III, 24-31).

En todas sus manifestaciones, la Iglesia es luz de Dios.

6.1. ORACIÓN

Señor, gracias por sacarnos de las tinieblas y llamarnos a tu luz admirable. Gracias por llamarnos a ser parte del Pueblo de la Luz. Gracias por enviarnos a ser luz del mundo. Ayúdanos a ser de verdad una comunidad de luz, antorchas que arden y brillan en el candelabro de la Iglesia. Haznos ardientes por nuestro amor a ti y brillantes por nuestro amor al prójimo. Amén.

7. EL CIELO, REINO DE DIOS, ES EL REINO DE LA LUZ Y DE LA PAZ

En el Cielo resplandece la belleza de Dios; allí contemplaremos su rostro y quedaremos radiantes. El Cielo es el encuentro definitivo con Dios, llamado ‘visión beatífica’, donde «veremos a Dios cara a cara» (1Cor 13, 12), «tal cual es» (1Jn 3, 2).

La Escritura describe el Cielo como el lugar de la luz y de la paz:

«Allí ya no habrá noche; no necesitarán luz de lámparas ni la luz del sol, porque el Señor Dios alumbrará a sus habitantes, que reinarán por los siglos de los siglos» (Ap 22, 5). «En la Jerusalén Celestial no habrá necesidad de sol ni de luna, porque la ilumina la gloria de Dios y su antorcha es el Cordero. A su luz caminarán las naciones... Nunca se cerrarán sus puertas, porque allí no habrá noche» (Ap 21, 2326).

«El sol no te dará luz durante el día ni de noche te alumbrará la luna, sino que será tu luz permanente el Señor y tu Dios será tu resplandor. No se pondrá nunca tu sol, ni tu luna desaparecerá, porque el Señor será tu luz perpetua y se habrán acabado los días de tu luto» (Is 60, 19-20).

Por eso, cuando oramos por los difuntos, pedimos al Señor que «brille para ellos la luz perpetua». Esto es, que encuentren «el resplandor de tu luz», que entren al «reino de la luz y de la paz», «que puedan contemplarte eternamente», y gozar así de tu gloria.

7.1. ORACIÓN

Señor de la Gloria, permite que al final de los días nos encontremos contigo en el reino de la luz y de la paz, y gozar de la visión de tu rostro bello y resplandeciente. Que tu luz nos haga ver la luz de la vida eterna (cfr. Sal 35, 10). Amén.

8. CONCLUSIÓN

8.1. NO SOMOS HIJOS DE LAS TINIEBLAS

Los malos habitan en sombras de muerte, en región de tinieblas; su vida misma es oscuridad y mal. Ellos producen miedo, desconfianzas, atemorizan... En cambio, los justos viven en la luz, hacen el bien y están muy cerca de Dios: «La senda de los justos es aurora luminosa, su luz crece hasta hacerse pleno día. Los malvados caminan en tinieblas, no saben dónde tropiezan» (Prov 4, 18-19). «La luz de los justos brilla con fuerza, la lámpara del malvado se apaga» (Prov 13, 9). «El Señor niega la luz a los malvados» (Job 38, 15). «La luz del malvado se apagará y dejará de brillar la llama de su hogar; en su tienda se oscurece la luz, se extingue la candela que lo alumbra. Se le arroja de la luz a la oscuridad» (Job 18, 5-6.18).

Quien nos conduce a la oscuridad, es el príncipe de las tinieblas. Mediante el pecado y el mundo nos priva de la luz y nos hace vivir en sombras de muerte. Cada vez que pecamos o nos dejamos llevar por las cosas del mundo, entramos en la atmósfera de la oscuridad. Si ésta es nuestra realidad actual, no hay que desanimarse. Digamos, en una liturgia de esperanza, como nos enseña el Profeta Miqueas:

«Si he caído me levantaré; si habito en la oscuridad, el Señor será mi luz. He pecado contra el Señor, y habré de soportar su ira hasta que Él juzgue mi causa y me haga justicia. Entonces me llevará a la luz y me hará ver su salvación» (Miq 7, 89).

Dicen algunos autores espirituales que todos llevamos oscuridades en nuestra vida, como una sombra que nos persigue a mediodía, con el sol bien luminoso. ¿Qué hacer para que desaparezcan de nuestras vidas las sombras y las tinieblas? Sólo hay dos caminos: el primero es encerrarnos en un cuarto bien oscuro. Allí desaparecen nuestras tinieblas, porque todo nosotros quedamos convertidos en oscuridad. Eso es lo que le sucede a quien dedica la totalidad de su vida al mal, el pecado, la ignominia, la muerte, la violencia, etcétera.

El segundo camino es convertirnos en lámpara, en «foco», en una esfera toda radiante de luz. Las bombillas eléctricas no tienen sombra, son plenamente luz. Esto le sucede a quien se adhiere plenamente, con todo su corazón, con todas sus fuerzas, con toda su alma, al Señor Jesús, lumen Dei y luz del mundo.

Cuenta una leyenda que un discípulo le pidió a su maestro: «Maestro, dime: ¿cuándo es de noche y cuando es de día?». La pregunta parece inocente, pero es de una maravillosa profundidad. «Si no logras distinguir a lo lejos del camino –respondió el maestro– que quienes vienen caminando son hombres o vacas, vives de noche, pero si te das cuenta que son hombres, vives de día. Si al pasar por tu lado los hombres no reconoces que son tus hermanos, vives de noche, pero si reconoces que todo el que pasa por tu camino es tu hermano, vives de día. Si a cada hombre y mujer los tratas como cosas y objetos, vives de noche, pero si los respetas en su dignidad de personas y de hijos de Dios, vives de día. Si no aceptas a Jesucristo que pasa por tu lado como tu hermano y salvador, vives de noche, pero si lo aceptas y te das a Él, vives de día».

Así este discípulo comprendió la diferencia entre la noche y el día, entre la oscuridad y la luz. Y tú, ¿vives de día o de noche? ¿Qué signos hay en ti que confirmen tu respuesta?

Recuerda que no somos de la noche, no somos hijos de las tinieblas, sino del día... hijos de la Luz: «Hermanos, no anden en tinieblas... Todos ustedes son hijos de la luz e hijos del día. No somos de la noche ni de las tinieblas. Permanezcamos sobrios y despiertos» (1Tes 5, 4-8). «Ustedes deben ser fuego, luz, llama, como el profeta Elías que se elevó como fuego y su palabra fue ardiente como llama» (Eclo 48, 1). Ustedes deben ser como Juan el Bautista, quien era una llama ardiente y brillante (cfr. Jn 5, 35).

Cristo los ha elegido para ayudar a poner fuego en el mundo, un fuego que devore lo malo e ilumine el camino del bien. Deben ser llamas ardientes y brillantes: ardientes interiormente, brillantes exteriormente; ardientes delante de Dios, brillantes delante de los hombres; ardientes por su oración, brillantes por su acción; ardientes por su amor a Dios, brillantes por su caridad hacia el prójimo (cfr. OC, VI, 337338).

8.2. ORACIÓN

«Damos gracias a Dios Padre, que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz. Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al Reino de su querido Hijo» (Col 1, 12-13).

9. CLAVES PARA UNA ESPIRITUALIDAD DE LA LUZ

«Dichoso el pueblo que sabe aclamarte; caminará, Señor, a la luz de tu presencia» (Sal 89, 16).

Para vivir en la luz, para caminar a la luz del Señor, la espiritualidad de la luz reclama:

1. Ser hijos de Dios. Vivir una relación filial con el Padre de las luces... Él comunica sus luces a sus hijos para que sean como Él, a su imagen y semejanza: «El que gobierna a los hombres con justicia, el que gobierna respetando a Dios, es como luz de la mañana al salir el sol» (2Sam 23, 4).

2. Seguir a Cristo. Comprometerse en el seguimiento de Cristo, luz de luz, luz del mundo. Quien lo sigue no anda en tinieblas, sino que tiene la luz de la vida. Esto requiere conversión de corazón: «Reconcíliate con Dios, conviértete y todos tus proyectos tendrán éxito y por tus caminos brillará la luz» (Job 22, 21.23.28).

3. Darse al Espíritu. Abrirse a la acción poderosa del Espíritu Santo: Él es llama que transforma, Él llena los corazones de los fieles con su inefable luz y enciende en ellos el fuego del amor.

«El mismo Dios que dijo “brille la luz en medio de las tinieblas”, es el que se hizo luz en nuestros corazones, para que se irradie la gloria de Dios tal como brilla en el rostro de Cristo» (2Cor 4, 6).

4. Honrar a María. Venerar a la Virgen María, Madre de la Luz, tenerla como madre, maestra y modelo: Ella entrega la luz de Dios al mundo, ella hace nacer la luz en la vida de los hombres, ella tiene poder para dar la luz de Cristo a todos.

«Caminen mientras tienen luz, no sea que los sorprenda la oscuridad. Quien camina en la oscuridad no sabe a dónde va. Mientras tengan luz, crean en la luz y serán hijos de la luz» (Jn 12, 3536).

5. Contemplar la Palabra de Dios. Ella tiene poder para iluminar la vida humana. Con esta luz estamos llamados a iluminar la vida de los demás, como testigos de la luz. Estamos llamados a ser como Juan el Bautista, «testigos de la luz» en este mundo (cfr. Jn 1, 8).

«Nadie enciende una lámpara y la cubre con una vasija o la oculta debajo de la cama, sino que la pone en un candelero para que quienes entren vean la luz» (Lc 8, 16-17).

«Nadie enciende una lámpara y la pone en un lugar oculto o cubierta con una vasija de barro, sino sobre el candelero, para que quienes entren vean la claridad. Ten cuidado, para que la luz que hay en ti no se convierta en oscuridad. Si tu cuerpo entero está iluminado y no hay en él nada oscuro, todo él brillará, como cuando la lámpara te ilumina con su resplandor» (Lc 11, 33-36).

6. Vivir el Bautismo. Renunciar a las tinieblas del pecado y adherirse a la luz del Señor Jesús. El bautizado es un iluminado, vive de la fe, que es una participación de la luz divina y eterna,* y tiene como misión ser luz del mundo. El bautizado tiene que vivir en comunidad de luz, en Iglesia, alimentándose especialmente de la oración eclesial, que es luz, y de la Eucaristía, luz y vida del nuevo milenio.

Si decimos que estamos en comunión con Él y andamos en la oscuridad, mentimos y no practicamos la verdad. Pero si caminamos en la luz como Él, que está en la luz, estamos en comunión unos con otros, y la sangre de Jesús su Hijo nos purifica de todo pecado (cfr. 1Jn 1, 57).

7. Desear el Cielo. En todo suspirar por los bienes celestiales y eternos, aspirar al Reino de la luz y de la paz, construyendo ya desde aquí, con la propia conducta, un reino de luz, amor, justicia y paz. Porque «desde ya» debemos vivir en la luz para llegar a la luz total; debemos desde ahora ser luz en este mundo, para llegar a ser luz total en el otro.

«Quien dice que habita en la luz y odia a su hermano, todavía habita en la oscuridad. Quien ama a su hermano permanece en la luz y nada lo hará tropezar. Sin embargo, el que odia a su hermano habita en la oscuridad, camina en la oscuridad y no sabe a dónde va, porque la oscuridad cegó sus ojos» (1Jn 2, 9-11).

En pocas palabras, la espiritualidad de la luz exige vivir cada día con sabiduría, porque «la sabiduría es una irradiación de la luz eterna, un espejo sin mancha de la actividad de Dios, una imagen de su bondad» (Sab 7, 26). Se trata de vivir cada día, cada instante y momento como hijos de la luz:

– Despojados de las tinieblas. «Despojémonos de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz. Portémonos con dignidad, como quien vive en pleno día. Nada de comilonas y borracheras; nada de lujuria y libertinaje; nada de envidias y rivalidades. Por el contrario, revístanse de Jesucristo, el Señor, y no fomenten sus desordenados apetitos» (Rom 13, 12-14).

– Como hijos de la luz. «En otro tiempo fueron tinieblas, pero ahora son luz en el Señor. Compórtense como hijos de la luz, cuyo fruto es la bondad, la rectitud y la verdad. Busquen lo que agrada al Señor y no tomen parte en las obras vanas de quienes pertenecen al reino de las tinieblas; al contrario, denúncienlas, pues lo que ésos hacen en

secreto, hasta decirlo da vergüenza. Pero cuando todo eso haya sido denunciado por la luz, quedará al descubierto, y lo que queda al descubierto es, a su vez, luz. Por eso dice: “Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo”» (Ef 5, 814).

– Diferentes a los paganos. «No sean como los gentiles, pues ¿qué tiene que ver la fe con la incredulidad? ¿Qué hay de común entre la luz y la oscuridad? ¿Qué acuerdo puede haber entre Cristo y Beliar? ¿Qué relación entre el creyente y el no creyente? ¿Qué unión entre el templo de Dios y los ídolos? Porque nosotros somos el templo del Dios vivo» (2Cor 6, 14-16). Recordemos que «los hijos de las tinieblas son más sagaces que los hijos de la luz».

– Haciendo obras de bien, justicia y verdad. «El que obra el mal odia la luz y no va a la luz, no sea que sus obras malas sean descubiertas y condenadas. Pero el que hace la verdad va a la luz, para que se vea que sus obras han sido hechas en Dios» (Jn 3, 20-21).

«Lo que yo quiero es que sueltes las cadenas injustas, que desates las correas del yugo, que dejes libres a los oprimidos, que acabes con todas las opresiones, que compartas tu pan con el hambriento, que hospedes a los pobres sin techo, que proporciones ropas al desnudo y que no te desentiendas de tus semejantes. Entonces brillará tu luz como la aurora y tus heridas sanarán enseguida, tu recto proceder caminará ante ti y te seguirá la gloria del Señor. Entonces invocarás al Señor y Él te responderá, pedirás auxilio y te dirá: “Aquí estoy”. Si alejas de ti toda opresión, si dejas de acusar con el dedo y de levantar calumnias, si repartes tu pan al hambriento y sacias a quien desfallece, entonces surgirá tu luz en las tinieblas y tu oscuridad se convertirá en mediodía» (Is 58, 610).

9.1. ORACIÓN

«Bendito sea por siempre el nombre de Dios, porque suyos son el poder y la sabiduría. Él hace que sucedan los años y las estaciones; Él hace reyes y los destrona, Él da sabiduría a los sabios y ciencia a los inteligentes. Él manifiesta las cosas profundas y secretas, conoce lo que esconde la oscuridad y la luz habita junto a Él» (Dan 2, 2022). Amén.

10. PARA PROFUNDIZAR

10.1. LUZ QUE ILUMINA A TODO HOMBRE

De las cuestiones de San Máximo Confesor, abad, a Talasio.

La lámpara colocada sobre el candelero, de la que habla la Escritura, es nuestro Señor Jesucristo, luz verdadera del Padre, que viniendo a este mundo ilumina a todo hombre; al tomar nuestra carne, el Señor se ha convertido en lámpara y por esto es llamado ‘luz’, es decir, Sabiduría, Palabra del Padre y de su misma naturaleza. Como tal es proclamado en la Iglesia, por la fe y por la piedad de los fieles. Glorificado y manifestado ante las naciones por su vida santa y por la observancia de los Mandamientos, alumbra a todos

los que están en la casa (es decir, en este mundo), tal como lo afirma en cierto lugar esta misma Palabra de Dios: no se enciende una lámpara para meterla bajo el celemín, sino para ponerla sobre el candelero, así alumbra a todos los que están en la casa. Se llama a sí mismo claramente ‘lámpara’, como quiera que siendo Dios por naturaleza, quiso hacerse hombre por una dignación de su amor.

Según mi parecer, también el gran David se refiere a esto cuando, hablando del Señor, dice: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero». Con razón pues, la Escritura llama ‘lámpara’ a nuestro Dios y Salvador, ya que Él nos libra de las tinieblas de la ignorancia y el mal.

En efecto, al disipar Él, a semejanza de una lámpara, la oscuridad de nuestra ignorancia y las tinieblas de nuestro pecado, ha venido a ser como un camino de salvación para todos los hombres: con la fuerza que comunica y con el conocimiento que otorga, el Señor conduce hacia el Padre a quienes con Él quieren avanzar por el camino de la justicia y seguir la senda de los mandatos divinos. En cuanto al candelero, hay que decir que significa la Santa Iglesia, la cual, con su predicación, hace que la Palabra luminosa de Dios brille e ilumine a los hombres del mundo entero, como si fueran los moradores de la casa, y sean llevados de este modo al conocimiento de Dios, con los fulgores de la verdad.

La Palabra de Dios no puede, en modo alguno, quedar oculta bajo el celemín; al contrario, debe ser colocada en lo más alto de la Iglesia, como el mejor de sus adornos. Si la Palabra quedara disimulada bajo la letra de la ley, como bajo un celemín, dejaría de iluminar con su luz eterna a los hombres. Escondida bajo el celemín, la Palabra ya no sería fuente de contemplación espiritual para los que desean librarse de la seducción de los sentidos, que, con su engaño, nos inclinan a captar solamente las cosas pasajeras y materiales. En cambio, puesta sobre el candelero de la Iglesia, es decir, interpretada por el culto en espíritu y verdad, la Palabra de Dios ilumina a todos los hombres. La letra, en efecto, si no se interpreta según su sentido espiritual, no tiene más valor que el sensible y está limitada a lo que significan materialmente sus palabras, sin que el alma llegue a comprender el sentido de lo que está escrito.

No coloquemos, pues, bajo el celemín, con nuestros pensamientos racionales, la lámpara encendida (es decir, la Palabra que ilumina la inteligencia), a fin de que no se nos pueda culpar de haber colocado bajo la materialidad de la letra la fuerza incomprensible de la sabiduría; coloquémosla, más bien, sobre el candelero (es decir, sobre la interpretación que le da la Iglesia), en lo más elevado de la genuina contemplación; así iluminará a todos los hombres con los fulgores de la revelación divina.

10.2. MANIFESTACIÓN DEL MISTERIO ESCONDIDO

Del tratado de San Hipólito, presbítero, contra la herejía de Noeto

Hay un único Dios, hermanos, que sólo puede ser conocido por medio de las Escrituras Santas. Por ello debemos esforzarnos por penetrar en todas las cosas que nos anuncian las divinas Escrituras y procurar profundizar en lo que nos enseñan. Debemos conocer al Padre como Él desea ser conocido, debemos glorificar al Hijo como el Padre desea que lo glorifiquemos, debemos recibir al Espíritu Santo como el Padre desea dárnoslo. En todo debemos proceder no según nuestro arbitrio, según nuestros propios sentimientos ni haciendo violencia a los deseos de Dios, sino según los caminos que el mismo Señor nos ha dado a conocer en las Santas Escrituras.

Cuando sólo existía Dios y nada había aún que coexistiera con Él, el Señor quiso crear el mundo. Lo creó por su inteligencia, por su voluntad y por su palabra, y el mundo llegó a la existencia tal como Él lo quiso y cuando Él lo quiso. No basta, por tanto, saber que, al principio, nada coexistía con Dios, nada había fuera de Él. Pero Dios, siendo único, era también múltiple. Porque con Él estaban su sabiduría, su razón, su poder y su consejo; todo esto estaba en Él, y Él era todas estas cosas. Y, cuando quiso y como quiso, y en el tiempo por Él mismo predeterminado, manifestó al mundo su Palabra, por la que fueron hechas todas las cosas.

Y como Dios contenía en sí mismo a la Palabra, aunque ella fuera invisible para el mundo creado, cuando Dios hizo oír su voz, la Palabra se hizo entonces visible; así, de la luz que es el Padre salió la luz que es el Hijo, y la imagen del Señor fue como reproducida en el ser de la creatura. De esta manera, quien al principio era sólo visible para el Padre empezó a ser visible también para el mundo, para que éste, al contemplarlo, pudiera alcanzar la salvación.

10.3. DE LUZ NUEVA SE VISTE LA TIERRA

De luz nueva se viste la Tierra, porque el Sol que del Cielo ha venido, en la entraña feliz de la Virgen, de su carne se ha revestido. El amor hizo nuevas las cosas, el Espíritu ha descendido y la sombra del que todo puede en la Virgen su luz ha encendido. Ya la Tierra reclama su fruto y de bodas se anuncia alegría; el Señor que en los Cielos habita, se hizo carne en la Virgen María. Gloria a Dios, el Señor poderoso, a su Hijo y Espíritu Santo, que amoroso nos ha bendecido y a su Reino nos ha destinado.

Amén. 10.4. VERBO QUE DEL CIELO BAJAS Verbo que del Cielo bajas, Luz del Padre que, naciendo, socorres al mundo mísero con el correr de los tiempos: Ilumina el corazón, quema de amor nuestro pecho y borren tus enseñanzas tantos deslices y yerros, Para que, cuando regreses como juez de nuestros hechos, castigues el mal oculto y corones a los buenos. Que la maldad no nos lance por nuestras culpas al fuego, mas felices moradores nos veamos en tu reino. A Dios Padre y a su Hijo gloria y honor tributemos, y al Espíritu Paráclito, por los siglos sempiternos. Amén. 10.5. REYES QUE AVENÍS POR ELLAS Reyes que avenís por ellas, no busquéis estrellas ya, porque donde el sol está no tienen luz las estrellas. Mirando sus luces bellas, no sigáis la vuestra ya, porque donde el sol está no tienen luz las estrellas. Aquí parad, que aquí está quien luz a los cielos da: Dios es el puerto más cierto, y si habéis hallado puerto no busquéis estrellas ya. No busquéis la estrella ahora: que su luz ha oscurecido este Sol recién nacido en esta Virgen Aurora.

Ya no hallaréis luz en ellas, el Niño os alumbra ya, porque donde el sol está no tienen luz las estrellas. Aunque eclipsarse pretende, no reparéis en su llanto, porque nunca llueve tanto como cuando el sol se enciende. Aquellas lágrimas bellas la estrella oscurecen ya, porque donde el sol está no tienen luz las estrellas. Amén.