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fueron reiteradas y ampliadas, también en Oxford, por el franciscano Juan Peckham, en diciembre de 1284 y en abril de 1286. «En un manuscrito de 1477, en el que un maestro parisiense anónimo vuelve a citar los artículos incriminados, acompañándolos de una refutación, se oyen los ecos lejanos de las condenas de Tempier y de Kilwardby» (M. de Wulf). Si además de estas condenas recordamos las polémicas entre partidarios de Buenaven- tura y tomistas, y más tarde entre escotistas y tomistas, se comprenderá el descenso de la tensión creativa que había caracterizado al siglo xm y la crisis en la que se debatían la razón y la filosofía, que en una época habían sido consideradas como necesarios auxiliares de la fe y que ahora se con- vertían a menudo en gastados instrumentos para disputas vanas. La duali- dad entre teología y filosofía, que Escoto ya había establecido con claro privilegio para la primera, en el siglo xiv se separa aún más, de manera coherente con el clima de creciente disolución de la concepción unitaria de la sociedad humana. Esta se dividía cada vez más en temporal y en espiri- tual y, por lo que se refiere a esta última, iba perdiendo su carácter popu- lar y colectivo, haciéndose cada vez más interior c individual. 2. GUILLERMO DE OCKHAM 2.1. Su figura y sus obras El franciscano Guillermo de Ockham es la figura que interpreta a la perfección las múltiples actitudes con que se clausura la edad media y se abre el siglo xiv. Conocido como el príncipe de los nominalistas, en épocas pasadas se le ha recordado en especial como un teórico lleno de vanas sutilezas, sin ningún contacto con la realidad. Sin embargo, su originali- dad ha reaparecido muy pronto, en aspectos muy diversos del saber, tanto en la lógica como en las ciencias naturales, la filosofía y la teología. Ade- más de sus aportaciones lógicas, se han puesto de relieve sus teorías físicas y, sobre todo, la concepción del conocimiento físico de naturaleza especí- ficamente empirista, así como la separación entre filosofía y teología. En el terreno político-religioso destaca la autonomía de lo temporal con res- pecto a lo espiritual y sus consecuencias políticas e institucionales. Con él se inicia el espíritu laico, pero no laicista, porque con su doctrina y con su vida encarna la incipiente afirmación de los ideales de la dignidad de todos los hombres, la potencia creativa del individuo y la cultura que se expande sin tolerar ninguna censura. Estos ideales serán asumidos y desarrollados más tarde por la nueva época del Renacimiento. Nacido en el condado de Surrey, en la aldea de Ockham, a unos 30 kilómetros de Londres, alrededor de 1280, Guillermo entró en la orden franciscana poco después de cumplir veinte años. Realizó en Oxford sus estudios universitarios y durante cuatro años comentó las Sentencias de Pedro Lombardo en esa misma universidad, obteniendo en 1318 el título de Baccalaureus sententiarum. Entre 1317 y 1324 escribe la Lectura libri sententiarum, la Expositio super PUysicam, la Expositio aurea, la Ordina- tio y los Quodlibeta. En 1324 Ockham se traslada al convento franciscano de Aviñón, donde el papa Juan XXII le había convocado para responder a la acusación de herejía. En efecto, el ex canciller de la universidad de

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fueron reiteradas y ampliadas, también en Oxford, por el franciscano Juan Peckham, en diciembre de 1284 y en abril de 1286. «En un manuscrito de 1477, en el que un maestro parisiense anónimo vuelve a citar los artículos incriminados, acompañándolos de una refutación, se oyen los ecos lejanos de las condenas de Tempier y de Kilwardby» (M. de Wulf). Si además de estas condenas recordamos las polémicas entre partidarios de Buenaven-tura y tomistas, y más tarde entre escotistas y tomistas, se comprenderá el descenso de la tensión creativa que había caracterizado al siglo xm y la crisis en la que se debatían la razón y la filosofía, que en una época habían sido consideradas como necesarios auxiliares de la fe y que ahora se con-vertían a menudo en gastados instrumentos para disputas vanas. La duali-dad entre teología y filosofía, que Escoto ya había establecido con claro privilegio para la primera, en el siglo xiv se separa aún más, de manera coherente con el clima de creciente disolución de la concepción unitaria de la sociedad humana. Esta se dividía cada vez más en temporal y en espiri-tual y, por lo que se refiere a esta última, iba perdiendo su carácter popu-lar y colectivo, haciéndose cada vez más interior c individual.

2 . G U I L L E R M O DE O C K H A M

2.1. Su figura y sus obras

El franciscano Guillermo de Ockham es la figura que interpreta a la perfección las múltiples actitudes con que se clausura la edad media y se abre el siglo xiv. Conocido como el príncipe de los nominalistas, en épocas pasadas se le ha recordado en especial como un teórico lleno de vanas sutilezas, sin ningún contacto con la realidad. Sin embargo, su originali-dad ha reaparecido muy pronto, en aspectos muy diversos del saber, tanto en la lógica como en las ciencias naturales, la filosofía y la teología. Ade-más de sus aportaciones lógicas, se han puesto de relieve sus teorías físicas y, sobre todo, la concepción del conocimiento físico de naturaleza especí-ficamente empirista, así como la separación entre filosofía y teología. En el terreno político-religioso destaca la autonomía de lo temporal con res-pecto a lo espiritual y sus consecuencias políticas e institucionales. Con él se inicia el espíritu laico, pero no laicista, porque con su doctrina y con su vida encarna la incipiente afirmación de los ideales de la dignidad de todos los hombres, la potencia creativa del individuo y la cultura que se expande sin tolerar ninguna censura. Estos ideales serán asumidos y desarrollados más tarde por la nueva época del Renacimiento.

Nacido en el condado de Surrey, en la aldea de Ockham, a unos 30 kilómetros de Londres, alrededor de 1280, Guillermo entró en la orden franciscana poco después de cumplir veinte años. Realizó en Oxford sus estudios universitarios y durante cuatro años comentó las Sentencias de Pedro Lombardo en esa misma universidad, obteniendo en 1318 el título de Baccalaureus sententiarum. Entre 1317 y 1324 escribe la Lectura libri sententiarum, la Expositio super PUysicam, la Expositio aurea, la Ordina-tio y los Quodlibeta. En 1324 Ockham se traslada al convento franciscano de Aviñón, donde el papa Juan XXII le había convocado para responder a la acusación de herejía. En efecto, el ex canciller de la universidad de

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Oxford había redactado una larga lista de artículos extraídos de los escri-tos de Ockham y que eran sospechosos de herejía. La comisión nombrada por el papa para examinar tales escritos, después de tres años de estudio, condenó siete artículos como heréticos, 37 como falsos y cuatro como temerarios. Durante este período Ockham lleva a término la redacción de sus obras principales: Ja Summa iogicae y el Tractatus de sacramenús.

Mientras tanto, su posieión se había agravado aún más, porque en el conflicto sobre el problema de la pobreza —que había surgido en el seno de la orden franciscana— Ockham se había alineado con el ala intransi-gente, que rechazaba con acritud la orientación moderada del pontífice romano. Por eso, previendo sanciones muy severas, en mayo de 1328 Guillermo huye de Aviñón y se refugia en Pisa, bajo la protección de Luis iv de B a viera, al que según parece le dijo: O impe rotor defende me gladio, el ego defendum te verbo. Siguiendo al emperador, se establece en Munich, donde morirá en 1349, víctima de una epidemia de eólera,

A este período, en el que ya no escribirá sobre filosofía, pertenecen sus numerosas obras polémicas de tema polítieo-religioso. Recordemos el Opux nonaginta dienmi y el Compendium errorum papae Johannis XXII, donde defiende una rigurosa noción de pobreza, en contra de la actitud mediadora del papa. En el Breviloquium de potestate papae y en el Dialo-gus (que constaba originariamente de tres partes, pero que ha llegado incompleto hasta nosotros) se menciona la posibilidad de deponer al papa si se eonvierte en hereje y estudia las relaciones entre el papa, el concilio y el emperador. Además, hay que citar el Tractatus de iurisdictione in causis matrimonialibus y el De imperatorum el pontificum potestate.

2.2. La independencia de la fe con respecto a la razón

Ockham es perfectamente consciente de la fragilidad teórica de la armonía existente entre razón y fe, así como del carácter subsidiario de la filosofía con respecto a la teología. Considera que son inútiles y perjudi-ciales los intentos tomistas, de Buenaventura y escotistas de utilizar como intermediarios entre razón y fe diversos elementos aristotélicos o agusli-nianos, elaborando complejas estructuras metafísicas y gnoseológicas. El plano del saber racional —basado en la claridad y en la evidencia lógica— y el plano de la doctrina teológica —orientado hacia la moral y basado en la luminosa certidumbre de la fe—son asimétricos. No se trata unieamen-te de una distinción, sino de una separación. En la Lectura Sententiarum, Ockham escribe: «Los artículos de fe no son principios de demostración y tampoco conclusiones, y ni siquiera son probables, ya que aparecen como falsos ante todos, o ante Ja mayoría, o ante Jos sabios: entendiendo por sabios aquellos que se confían a la razón natural, puesto que sólo se entiende de este modo el sabio en ciencia y en filosofía.» Las verdades de fe no son evidentes por sí mismas, como los principios de la demostración; no son demostrables, como las conclusiones de la demostración misma, y no son probables, porque aparecen como falsas a quienes se sirven de la razón natural. El ámbito de las verdades reveladas es radicalmente ajeno al reino del conocimiento racional. La filosofía no es una servidora de la teología y ésta no es una ciencia sino un conjunto de proposiciones que se

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mantienen unidas gracias a la fuerza cohesiva de la fe, pero sin una cohe-rencia racional.

Con respecto al dogma de la Santísima Trinidad y rechazando los intentos de Agustín, Anselmo y Buenaventura de mostrar su racionalidad o, al menos, su concordancia con la estructura de la psique humana o con el mundo, Ockham escribe: «Que una única esencia simplicísima sea tres personas realmente distintas, es cosa de la que no puede convencerse ninguna razón natural y sólo afirma la fe católica, como algo que supera todo sentido, todo intelecto humano y casi toda razón.» Niega la posibili-dad de cualquier interpretación racional de esta suprema verdad de la fe cristiana de una manera tan radical que señala la fase final de la escolásti-ca. La razón ya no puede ofrecer ningún apoyo, porque no logra otorgar al dalo revelado más transparencia que la que le da la fe. Las verdades de fe son un don gratuito de Dios y deben seguir siéndolo. No es honrado revestir de plausibilidad racional unas verdades que trascienden la esfera humana y que desvelan perspectivas que serían impensables e inalcanza-bles de otra forma. La razón humana posee un ámbito y una tarea diferen-tes del ámbito y de la tarea de la fe.

En este contexto y en esta dirección, Ockham transformó otra verdad cristiana, la omnipotencia suprema de Dios, en un instrumento que sirvió para aniquilar las metafísicas del cosmos que habían cristalizado en las filosofías occidentales de inspiración aristotélica y ncoplatonizanle. Si la omnipoteneia divina es ilimitada y el mundo es una obra contingente de su libertad creadora, entonces —afirma Ockham— entre Dios omnipotente y la multiplicidad de individuos finitos no existe otro vínculo que el que surge de un puro acto de voluntad creadora por parte de Dios y, por lo tanto, imposible de analizar por nuestra parte, ya que sólo es conocido por su sabiduría infinita. ¿Qué son entonces aquellos sistemas de ejemplares ideales, de formas platónicas o de esencias universales, que proponían Agustín, Buenaventura o Escolo, como intermediarios entre el Logos divino y la gran multiplicidad de las criaturas, si no simples residuos de una razón soberbia y pagana? Lo mismo cabe decir de la doctrina de la analogía, de las causas y en especial de la metafísica del ser de Tomás de Aquino, con la que se instituyen relaciones reales o de una cierta continui-dad entre la omnipotencia de Dios y la contingencia de Jas criaturas. Estas metafísicas pertenecen a un reino que se halla a medio camino entre la fe y la razón, y que se ve incapaz de alimentar a la una y de defender a la otra.

2.3. El empirismo y la primacía del individuo

La distinción tajante entre Dios omnipotente y la multiplicidad de los individuos, sin más nexo recíproco que el puro acto de la voluntad creado-ra divina, indescifrable desde el punto de vista racional, lleva a Ockham a concebir el mundo como un conjunto de elementos individuales, sin nin-gún vínculo real entre sí, no ordenables en términos de naturaleza o de esencia. La exaltación del individuo llega hasta tal punto que Ockham niega también la distinción entre materia y forma internas del individuo, porque si tal distinción fuese real, comprometería la unidad y la existencia de aquél.

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La absoluta primacía del individuo posee dos consecuencias funda-mentales, En primer lugar, en oposición a las concepciones aristotélicas y tomistas según las cuales el verdadero saber tiene por objeto lo universal, Ockham considera que el objeto propio de la ciencia consiste en el objeto individual. La segunda consecuencia es que todo eJ sistema de causas necesarias y ordenadas, que constituían la estructura del cosmos platónico y aristotélico, cede su lugar a un universo fragmentado en numerosos individuos aislados, absolutamente contingentes, porque dependen de la libre elección divina. En este contexto se comprende la irrelevancia de los conceptos de acto y potencia o de materia y forma, sobre los que se basaba desde hacía más de un siglo la problemática metafísica y gnoseológica occidental.

2.4. Conocimiento intuitivo y conocimiento abstractivo

La primacía del individuo lleva a la primacía de la experiencia, sobre la cual se fundamenta el conocimiento. A este propósito hay que distinguir entre conocimiento incomplejo, referente a los términos singulares y a los objetos designados por éstos, y conocimiento complejo, referente a las proposiciones que se hallan compuestas de términos. La evidencia de una proposición surge de la evidencia de los términos que la componen. SÍ no existe ésta, tampoco podrá existir aquella. De aquí procede Ja importancia del conocimiento incomplejo, que puede ser intuitivo y abstractivo. A propósito del primero, Ockham eseribe: «Mediante el conocimiento intui-tivo se otorga el primer asentimiento a una verdad contingente {...]. En segundo lugar, con el conocimiento intuitivo juzgo que hay una cosa no sólo cuando la hay, sino también que no la hay cuando no la hay.» El conocimiento intuitivo, pues, se refiere a la existencia de un ser concreto y por eso se mueve en la esfera tic la contingencia, porque atestigua que una realidad existe o no. 1.a importancia del conocimiento intuitivo consiste sobre todo en el hecho de que es el conocimiento fundamental, sin el cual no serían posibles los demás. «El conocimiento experimental (experimen-ta/is notitia) comienza a partir del conocimiento intuitivo. Por eso, aquel que puede realizar un experimento de una verdad contingente y, mediante ella, de la verdad necesaria, posee un conocimiento incomplejo de un termino o de un ente, conocimiento que no posee quien no pueda realizar dicha experiencia.» Por ello, en opinión de Ockham, Aristóteles afirmó que la ciencia parte del conocimiento de las cosas experimentabas. El empirismo de Ockham se muestra radical, si bien no es de tipo sensista.

Con respecto al conocimiento abstractivo, Ockham escribe que «pue-de tomarse en un sentido doble: de un modo, en cuanto que se refiere a algo abstraído desde muchos individuos, y así, el conocimiento abstractivo es conocimiento de algo universal que puede abstraerse de muchos [...]. D e otro modo, el conocimiento abstractivo hace abstracción de la existen-cia y de la no existencia y de las demás condiciones que suceden a una cosa o se predican de ella de forma contingente». A propósito de este pasaje, hay que advertir que el conocimiento abstractivo acompaña al intuitivo y que , a diferencia de éste, no se ocupa de la existencia y tampoco del objeto . Por consiguiente, el objeto de ambos conocimientos es idéntico,

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pero se capta desde ángulos diversos: el conocimiento intuitivo capta la existencia o no existencia de una realidad, mientras que el abstractivo prescinde de estos rasgos. «El conocimiento intuitivo y el abstractivo difie-ren en sí mismos, pero no con respecto a los objetos conocidos ni con respecto a sus causas, aunque según el orden natural el conocimiento intuitivo no pueda darse sin la existencia de la cosa, la cual es verdadera-mente causa eficiente directa o indirecta del conocimiento intuitivo. En cambio, el conocimiento abstractivo, por su propia naturaleza, puede existir aunque la cosa conocida se haya perdido del todo.» Ambos conoci-mientos se distinguen intrínsecamente, porque cada uno de ellos posee su propio ser: el primero se refiere a juicios de existencia, el segundo no; el primero está ligado a la existencia o inexistencia de una cosa (por ejem-plo, este libro que está sobre la mesa), mientras que el segundo prescinde de ello; el primero es causado por el obje to presente, mientras que el segundo lo presupone, y es posterior a su aprehensión; e! primero se ocupa de verdades contingentes, pero el segundo, de verdades necesarias y universales. No obstante, ¿en qué sentido el conocimiento abstractivo busca verdades necesarias y universales?

2.5. El universal y el nominalismo

En diversas ocasiones y sin ninguna vacilación Ockham afirmó que el universal no es real. Véase este significativo pasaje de su Lectura senten-tiarum: «No hay nada externo al alma, por sí mismo o por otra cosa real o simplemente racional que se le agregue, cualquiera que sea la forma en que se le considere o se lo entienda, que sea universal; porque la imposibi-lidad de que una cosa externa al alma sea universal de cualquier modo, es tan grande como la imposibilidad de que el hombre, por cualquier tipo de consideración o bajo cualquier aspecto, sea un asno.» Por consiguiente, la realidad del universal es contradictoria y debe excluirse de manera total y radical. La realidad es esencialmente individual. Los universales son nom-bres y no una realidad y tampoco poseen un fundamento en ella. Ockham afirma que «en el individuo no existe ninguna naturaleza universal real-mente distinta de lo que es propio de un individuo», porque «o bien forma parte de un mismo individuo, y en tal caso no puede ser d/stinta de él, o bien permanece distinta del individuo, y éste podría evidentemente existir sin aquella naturaleza». La realidad, pues, es completamente individual. Desaparece así el problema del principio de individuación que tanto había preocupado a los clásicos, ya que resulta infundado el paso desde la natu-raleza específica o esencia universal hasta el individuo singular. Sin embargo, junto con este problema desaparece también el de la abstrac-ción en tanto que análisis de la esencia específica.

¿Qué pasa entonces con el conocimiento abstractivo y con el carácter universal de sus proposiciones? Si no es real ni tiene fundamento en la realidad, ¿es lícito seguir hablando de universal? Los universales no son res existentes fuera del alma, en las cosas, o antes que las cosas. Se trata, simplemente, de formas verbales a través de las cuales la mente humana constituye una serie de relaciones con un alcance exclusivamente lógico. ¿Qué es, entonces, el conocimiento abstractivo? Es algo sinónimo del

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2.7. La nueva lógica

En el marco de esta línea esencialmente crítica del aparato metafísico tradicional, ¿cómo se configura la lógica, cuyas reglas se ve obligado a respetar todo razonamiento científico? El franciscano inglés se propone el objetivo de liberar nuestro pensamiento de la fácil confusión entre entida-des lingüísticas y entidades reales, entre los elementos del razonamiento y los elementos de la realidad. En substancia, Ockham afirma que no debe-mos atribuir a los signos —necesarios para describir y para comunicar— ninguna otra función que no consista en servir de señal o de símbolo, cuyo significado se reduce a señalar o indicar realidades distintas a ellos mismos.

Veremos a continuación ciertos elementos de la lógica de Ockham. En primer lugar, antes de hablar de las proposiciones, es preciso hablar de Jos términos que integran las proposiciones. A tal efecto, distingue entre tér-mino mental, que según se nos dice en Ja Summa logicne «es una creación o una modificación del alma, que por su propia naturaleza significa o cosignifica algo, capaz de formar parte de una proposición mental»; térmi-no oral, que «forma parte de una proposición emitida con la boca y per-ceptible mediante los oídos del cuerpo»; y finalmente, el término escrito, que «forma parte de una proposición fijada sobre un cuerpo, de modo que se deba o se pueda ver con los ojos del cuerpo». El primero es natural, mientras que los segundos son convencionales, porque difieren entre las diversas lenguas.

Además, dice también Ockham en su Summa logicae, se llaman «catc-gorcmáticos» aquellos términos «que poseen un significado definido y preciso, por ejemplo el término "hombre" , que significa todos los hom-bres individuales, el término "animal" que significa todos los animales individuales, y "blancura", que significa todas las cosas blancas. En cam-bio, son sincategoremáticos los términos como "todos, nadie, alguno, to-do , excepto, solamente, en cuanto que" y similares, que no poseen un significado definido y preciso, y no significan algo distinto a lo significado por los términos categoremáticos. Al igual que en un cálculo aritmético un cero, considerado en solitario, no significa nada, mientras que añadiéndo-se a otro número se coloca en condiciones de significar, los términos sincategoremáticos en sentido estricto no significan nada, pero si se unen con otros términos les hacen significar algo».

Por último, hay que distinguir entre términos absolutos y términos connotativos. Los primeros «son aquellos que no significan algo de mane-ra primaria y otra cosa de manera secundaria, sino que aquello que signifi-can, lo significan por completo de manera primaria. Por ejemplo, el nom-bre "animal", que significa los bueyes, los asnos y los demás animales, no significa uno de ellos primariamente y otro, de manera secundaria». En cambio, el término connotativo «es el que significa algo primariamente y otra cosa, de manera secundaria». Así, por ejemplo, el término «blanco» significa primariamente el sujeto del cual se predica el color, mientras que de forma secundaria significa la blancura poseída por el sujeto designado.

El uso de los términos connotativos sirve para indicar las modalidades de ciertas entidades, en el sentido de que indica directamente una cosa e indirectamente otra, connotando una relación entre los objetos, que no

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posee sin embargo una realidad distinta de éstos. Ockham agrega que «a vcccs puede entrar también un verbo en la definición que expresa la esen-cia nominal; por ejemplo, si uno pregunta qué significa el término "t'iui-s u \ puede responderse que corresponde n una de estas expresiones; algo a cuyo ser le sigue otra cosa distinta, o bien: algo capaz de producir otra cosa».

Además de las propiedades mencionadas, los términos poseen propie-dades que se derivan del lugar que ocupan en la proposición. Nos halla-mos ante la teoría de la suposición, que indica el significado que adquiere o revela a veces un término, en el contexto de una proposición. «La suposición, por así decirlo, es poner en el lugar de otro, como sucede cuando un término en una proposición se coloca en el lugar de otra cosa, y se dice que la supone.» Hay que distinguir antes que nada «la suposición personal, que se da cuando un término supone su propio significado, coincida éste con una cosa extramental o coincida con un término mental o escrito [...]. Un ejemplo del primer caso: cuando se dice "todo hombre es un animal", el término hombre supone las cosas que significa, ya q«c hombre ha sido utilizado para significar los hombres individuales». Existe además la suposición simple, que se da «cuando un término supone un concepto, pero no se le toma de forma significativa. Cuando decimos "hombre es una especie", el término hombre supone un concepto, el de especie; sin embargo, hablando con propiedad, el término hombre no significa ese concepto», sino los hombres individua/es exisíeníes. Final-mente, está la suposición material, que se da «cuando un término no supone de manera significativa, sino el término mismo, oral o escrito, como en el siguiente ejemplo: "Hombre es un nombre", donde hombre se supone a sí mismo y, sin embargo, no se significa a sí mismo».

En resumen, el mismo término puede tener diversos significados, se-gún la función con la que dentro de ía proposición denota algo distinto de sí mismo. En los casos antes mencionados, el valor del término «hombre» surge siempre de algo concreto y distinto: la materialidad de la palabra, la persona de los individuos o la misma realidad psíquica de la impresión general que está presente en la mente del que piensa el concepto de hombre.

D e todo esto cabe deducir, con toda claridad, que la intención de Ockham consiste en otorgar a la lógica un estatuto autónomo y más rigu-roso que el que le habían concedido sus predecesores. Es importante subrayar su constante negativa a admitir ninguna clase de objetividad en los términos, en el sentido de que su función es siempre la de indicar algo distinto de ellos mismos. Se lleva a cabo una radical separación entre lógica y realidad, entre términos y res, entre plano conceptual y plano real. ¿Dónde está la fecundidad de esta distinción?

En primer lugar, la ta jante separación entre lógica y realidad permite que Ockham se ocupe de los términos como si fuesen puros símbolos, relacionándolos entre sí, sin preocuparse por la realidad designada. De este modo, está en disposición de brindar una impecable teoría de la demostración lógica, evidente y rigurosa en sí misma, porque está consti-tuida por puros símbolos. A la luz de los resultados obtenidos por la moderna lógica simbólica, sobre todo gracias a la distinción entre «sintác-tica» y «semántica», no es difícil apreciar la genialidad de esta intuición.

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conocimiento obtenido a partir de varios objetos individuales (Cognitio abstractiva non est aliud quam cognitio alicuius universalis abstrahibilis a rnultis). Si toda realidad singular provoca asimismo un conocimiento sin-gular, la reiteración de muchos actos de conocimiento eon respecto a cosas semejantes entre sí genera en el intelecto determinados eonceptos que no significan una cosa singular, sino una multiplicidad de cosas semejantes entre sí. Dichos conceptos, en cuanto signos que sirven parü abreviar cosas semejantes, son llamados universales, pero no representan más que una reaeción del intelecto ante la presencia de realidades similares. El nombre «Sócrates» se refiere a una persona determinada, mientras que el nombre «hombre» es más genérico y abstracto porque se refiere a todos aquellos individuos que pueden ser indicados a través de la forma general y abreviada típica de tal concepto, que por eso es llamado universal.

Si no existe una naturaleza común ni puede decirse que el universal sea real, ¿qué sucede con la ciencia, que según los aristotélicos y los agustinia-nos tiene por objeto lo universal y no lo singular? Sin ninguna duda, de las premisas que defiende Ockham hay que excluir todo sistema de leyes universales y, con mayor motivo, una estructura jerárquica y sistemática del universo. Empero, la desaparición de este aparato metafísico, ¿perju-dica quizás a todos los saberes? Según el prineipe de los nominalistas, este tipo de saber metafísico congela de forma negativa el saber. Basta con un tipo de conocimiento probable que, basándose en experiencias reiteradas, permita prever que lo ocurrido en el pasado posee un alto grado de posibi-lidad de suceder en el futuro. Abandonando la confianza aristotélica y tomista en las demostraciones metaffsico-físicas, elabora teóricamente un cierto grado de probabilidad que mantenga despierta la investigación y, al mismo tiempo, la estimule dentro de un universo de cosas individuales y múltiples, no vinculadas entre sí por nexos inmutables y necesarios.

2.6. La «navaja de Ockham» y la disolución de la metafísica tradicional

En el contexto de esta extremada fidelidad a lo individual, se aprecian eon facilidad las implicaciones del precepto metodológico siguiente, que posee un enunciado muy simple pero que está lleno de eonsecuencias: «no hay que multiplicar los entes sin necesidad» (Entia non sunt mulúplicanda praeter necessitatem). Conoeido como la «navaja de Ockham», esta frase se convierte en arma crítica contra el platonismo de las esencias y contra aquellos aspectos del aristotelismo en los que se advierte la presencia de elementos platónicos. Veamos, a través de una rápida secuencia, cómo se derrumban los pilares de la metafísica y de la gnoseología tradicional dentro de la filosofía de Ockham.

Ante todo, se vuelve un elemento fundamental el rechazo a la metafí-sica del ser analógico de Tomás y del ser unívoco de Escoto, en nombre del único vínculo existente entre lo finito y lo infinito, constituido por el puro acto de voluntad creadora de Dios, acto imposible de analizar de modo racional. Junto con la noción metafísica de ser analógico desaparece también el concepto de substancia. Unicamente conocemos de las cosas las cualidades o los accidentes que nos revela la experiencia. El concepto de substancia no representa más que una realidad desconocida, que de

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manera arbitraria se enuncia como conocida. No hay ningún motivo que respalde dicha entidad, y al admitirla se viola el principio de la economía de !a razón. Otro tanto hay que decir de la noción metafísica de causa eficiente.

La diversidad entre causa y efecto resulta, sin embargo, empíricamen-te cognoscible, aunque sólo en la permanente posterioridad de éste con respecto a aquélla. Es posible enunciar las leyes que regulan el curso de los fenómenos, pero no un pretendido vínculo mctalísico —y, por lo tan-to, necesario— entre causa y efecto. Lo misino que se dice de la causa eficiente puede aducirse con respecto a la causa final. Quien afirme que ésta actúa en cuanto que es amada y deseada, habla de manera metafóri-ca, porque el deseo y el amor 110 implican una acción efectiva. Además, no es posible demostrar que un acontecimiento cualquiera posea una cau-sa final. Carece de sentido decir que el fuego quema en vista de un fin, puesto que para obtener tal efecto no es prcciso postular un fin.

En lo concerniente a Ja gnoscología y sus agregados metafísicos, el razonamiento es más sencillo. A la cuestión tan disputada entre aristotéli-cos, averroistas y aristotélico-lomistas, sobre la necesidad de distinguir entre intelecto agente e intelecto posible, Ockham responde que esto constituye un problema artificial. No sólo afirma la superfluidad de tal distinción, sino que defiende con decisión la unidad del acto cognoscitivo y la individualidad del intelecto que lo lleva a cabo. La supuesta necesidad de categorías y de principios universales, que había implicado la distinción entre intelecto agente e intelecto posible, es considerada como algo pu-ramente ficticio y del todo inútil para el logro efectivo dcJ conocimiento. Si es único el conjunto de las operaciones cognoscitivas, único ha de ser también el intelecto que las realiza. Ni la memoria ni el conocimiento conceptual deben alejarnos del contacto inmediato con el mundo empíri-co, y por eso hay que rechazar como superfluo toda apelación a entidades más complicadas y que actúan como intermediarias. Lo mismo cabe decir de las ¿¡pedes como imágenes mediadoras entre nosotros y los objetos. Son algo inútil para explicar la percepción de los objetos. En efecto, el valor cognoscitivo de la especie resulta nulo porque, si el objeto no fuese capta-do de inmediato, la especie no podría darlo a conocer, y si el objeto está presente, resulta superflua. «La estatua de Hércules jamás llevaría al co-nocimiento de Hércules, ni podría juzgarse su semejanza con Hércules, si antes no se hubiese conocido a Hércules mismo.»

Esta serie de críticas al aparato metafísico y gnoseológico que Ockham encuentra ante sí nos sugiere dos comentarios. En primer lugar, la navaja de Ockham inaugura un tipo de economía de la razón, que tiende a excluir del mundo y de la ciencia los entes y los conceptos superfluos, y antes que nada, los entes y los conceptos metafísicos que inmovilizan la realidad y la ciencia, configurándose como aquella regla metodológica que más tarde se denominará rechazo de las hipótesis adhoc. Además, esa crítica parte del supuesto de que no hay que admitir nada fuera de los individuos y de que el conocimiento fundamental es el empírico.

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Luego, la invitación a especificar de qué modo nos servimos de deter-minados términos —y por lo tanto, de las proposiciones, considerándolas no en sí mismas sino en relación con la realidad que designan— nos indica cómo Ockham otorgó un fuerte impulso a la tradición experimental, utili-zada para controlar nuestra referencia a la realidad, Tanto el rigor del lenguaje como el rigor del razonamiento científico son características que se deducen de este planteamiento. La validez de una o de varias proposi-ciones, en efecto, se basa en el supuesto de que sujeto y predicado no significan cosas distintas entre sí, en un contexto equívoco, sino que indi-can claramente la realidad designada. La fidelidad a la suposición lógica, en sus diversas formas, induce a eliminar expresiones aproximativas y a indicar con precisión aquello de lo cual se habla, evitando obstrucciones lingüísticas perjudiciales. Se trata, en resumen, de un aparato lógico que pone orden en el pensamiento, aclara el lenguaje y exige realismo al saber.

2.8. El problema de la existencia de Dios

Tanto en el contexto de las exigencias lógicas como en el de la teoría del conocimiento, es preciso decir que Ockham excluye toda intuición de Dios, y en lo que concierne al conocimiento abstractivo (que parte de los entes de este mundo), pone de relieve toda su incertidumbre. En la Lectu-ra sententiarum y acerca de la posibilidad de un conocimiento intuitivo de Dios, escribe: «Nada puede ser conocido por una vía natural en sí mismo, si no es conocido intuitivamente: pero Dios no puede ser conocido intuiti-vamente por una vía meramente natural.» Con respecto al conocimiento a posteriori, critica las pruebas de Tomás y de Escoto, convencido de que ninguna de ellas es realmente válida.

Al haber eliminado la metafísica del ser, opina que hay que basarse en las causas conservantes más que en las causas eficientes. En efecto, «no resulta fácil o, más bien, es casi imposible demostrar lo absurdo de un proceso al infinito en la serie de las causas eficientes, que den razón de la productibilidad o de la producción de las cosas, como se deduce de la constatación de que pensadores como Aristóteles y Averroes hayan enseñado la eternidad del mundo, es decir, la imposibilidad de llegar hasta una causa primera de las generaciones» (A. Ghisalberti).

Se muestra más fecunda, en cambio, la vía de las causas conservantes. Aquí se entiende por conservación el acto mediante el cual una cosa conserva su ser. Veamos la manera en que Ockham formula esta prueba. «Una cosa es realmente producida por un ente, si durante todo el tiempo en que se mantiene en el ser real es conservada por ese ente; ahora bien, es verdad que el mundo fue producido; por lo tanto es conservado por un ente, durante lodo el t iempo en que se mantiene en el ser. Con respecto al ente que lo conserva me pregunto: o es producido por otro cnle, o 110. Si no es producido por otro, es la primera causa eficiente, al igual que la primera causa conservante, ya que toda causa conservante es también causa eficiente. En cambio, si aquel ente que conserva el mundo en el ser es producido por otro ente, entonces será conservado por otro, y a propó-sito de este otro planteo el mismo interrogante anterior, y así se irá hasta

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el infinito, o bien habrá que detenerse en un ente que sólo conserva y no es en absoluto conservado, y éste será la causa eficiente primera. No obstante, es imposible avanzar hasta el infinito en las causas conservantes, porque en esc caso existiría el infinito en acto, lo cual es absurdo.»

La fuerza del argumento reside en el hecho de que los entes produci-dos no pueden conservarse a sí mismos o dejarían de ser contingentes para transformarse en necesarios. Los entes producidos, en cuanto tales, tienen necesidad de causas conservantes. Y como no es posible conservar aquello que no se ha producido, entonces la causa conservante es también causa eficiente. Sin embargo, si en el orden de las causas eficientes, según Ock-ham, no es absurdo avanzar hasta el infinito, ¿por qué lo es en el orden de las causas conservantes? Ésta es la razón: las causas conservantes coexis-ten con los entes conservantes; por lo tanto, si aquéllas fuesen infinitas, una infinidad de entes poseerían existencia en acto, lo cual (en el ámbito de lo contingente) es absurdo (A. Ghisalberti).

La razón por la que Ockham prefiere este tipo de argumentación pare-ce ser la siguiente. La realidad de la causa conservante se da en el acto a través del cual expresa la potencia que hace ser y no ser, que conserva y no conserva. Por eso la certidumbre de su existencia está vinculada a la exis-tencia en acto del mundo, que tiene una necesidad permanente de ser mantenido en el ser.

La razón 110 puede avanzar más allá. ¿Que puede decir, en efecto, acerca de los atributos divinos (unicidad, infinitud, omnipotencia, provi-dencia)? Todas las pruebas aducidas en favor de dichos atributos son meras persuasiones, argumentos probables, pero no demonstrationes, por-que no logran excluir las dudas. Nos hemos de limitar a afirmar la trascen-dencia de una causa conservante y eficiente. Lo cual no es poco, porque tal afirmación permite escapar a todas las acusaciones de agnosticismo y porque al imponer la causa trascendente un orden finito, ésta garantiza las premisas que hacen posible que dicho Absoluto se manifieste a la razón humana por sus propios medios, esto es, la revelación, la única que nos puede ofrecer su verdadero rostro. Como es obvio, cuando Ockham criti-ca las demostraciones tradicionales no intenta ignorar la existencia de Dios, sino subrayar la debilidad de los argumentos humanos. Las argu-mentaciones aducidas en favor de los atributos de Dios no son rigurosas, en la medida en que se muestran incapaces de excluir la duda o de vencer la incertidumbre.

Si el ámbito de la razón humana es tan restringido por lo que concierne a Dios, se comprenderá que el ámbito de la fe resulte mucho más amplio, en el que se encuentran las verdades conocidas a través de la revelación, gracias al Dios que posee una bondad suprema, el Dios uno y trino, simple y absolutamente perfecto. También en el caso de estas verdades teológi-cas, la razón humana debe abandonar la manía de argumentar, demostrar o explieitar. En este ámbito la razón no tiene ninguna tarca de importan-cia, porque las verdades teológicas son todas ellas —y de manera exclusi-va— de índole práctica y no cognoscitiva. En efecto, existen afirmaciones de carácter especulativo, como por ejemplo: Dios crea el mundo, Dios uno y trino, etc. El aspecto especulativo de estas verdades, sin embargo, se debe a la naturaleza específica de sus enunciados, que no hacen refe-rencia a la praxis y, por lo tanto, se los califica de especulativos, pero no

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porque su contenido constituya una forma de saber cierto y demostrado mediante la razón. Esta, en lo que concierne a Dios, ocupa un lugar irrelevante, superada por la intensa luminosidad de la fe.

Junto con el edificio metafísico levantado por la escolástica, Ockhain descarta, como es obvio, toda una serie de aspiraciones de la razón. En su opinión, la verdadera tarea del teólogo no consiste en demostrar con la razón las verdades aceptadas por fe, sino demostrar desde la superioridad de estas últimas verdades la insuficiencia de la razón. Ockham piensa instituir de este modo un concepto más riguroso de razón, reduciéndola a sus justos límites y salvaguardando al mismo tiempo la especificidad y la alteridad (con respecto a la razón) de las verdades de fe.

Los dictámenes de la fe, cuando se presentan como puros «datos» de la revelación, aparecen en su belleza originaria, sin los falsos oropeles de la razón. Su aceptabilidad se debe, de manera exclusiva, al don de la fe. Este es el fundamento de la vida religiosa, al igual que de la verdad cristiana. Si el esfuerzo de la escolástica pretendía conciliar fe y razón, a través de mediaciones y de elaboraciones con un alcance muy variado, el esfuerzo de Ockham i n s i s t e en eliminar tales mediaciones y en represen-tar por separado, pero con todo su peso específico, el universo de Ja naturaleza y el universo de la fe. No intelligo ut credam, ni credo ut intelli-gam, sino credo et inte Higo

2.9. El nuevo método de investigación científica

Los criterios de investigación científica que se pueden extraer de las numerosas obras que Ockham dedicó al estudio de la naturaleza (Exposi-fio su per Ph y sica ni, Quaestiones in libros Physicorurn y Philosophia natu-ralis) se hallan íntimamente ligados a la nueva lógica y a la crítica de la cosmología tradicional. Como ya se ha dicho, si el mundo es esencialmen-te contingente y ha sido creado por la libertad absoluta de Dios omnipo-tente, no es lícito partir del supuesto de que el mundo está estructurado de acuerdo con relaciones necesarias, conocidas a través de un proceso meta-físico. No es preciso admitir otra multiplicidad, además de la de los indivi-duos. Si esto es así, el fundamento del conocimiento científico no es otro que el conocimiento experimental. De aquí surge el primer criterio: sólo se puede conocer de manera científica aquello que es controlable median-te la experiencia empírica. La lógica, instrumento lingüístico de análisis y de crítica, también nos lleva hacia una fidelidad al mundo de lo real. Cuando obliga a definir a qué realidad substituyen los términos en una o más proposiciones, la lógica nos invita a conectar el contenido de las afirmaciones con la efectiva realidad de los individuos.

Esta fidelidad a lo concreto hace que Ockham rechace toda substancia-lización de carácter metafísico de entidades como el movimiento, el espa-cio, el t iempo, el lugar natural, etc. Por e jemplo, considera que el movi-miento no es una entidad distinta de las cosas reales que se mueven. Además de los cuerpos móviles, no existe nada. Mediante los instrumen-tos de la lógica hemos de preguntarnos qué es lo que se entiende por el término de «movimiento». Y la respuesta es que dicho término existe en función de los individuos singulares u ocupando su lugar, y describe la

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modalidad de cambio en sus recíprocas posiciones. Por lo tanto, los proce-sos reales se reducen a una serie de estados, que se distinguen por su cantidad, en el sentido de la mutación en la posición que ocupa uno con respecto al otro. La estructura temporal de los acontecimientos físicos se limita a una serie de stationes, cada una de las cuales substituye la ante-rior. La perspectiva cualitativa, típica de la mecánica aristotélica, se vé reemplazada por la cuantitativa.

Estas reflexiones nos conducen hasta eí segundo criterio fundamental del método de Ockham: más que preocuparnos por el qué son los fenóme-nos, debemos preocuparnos por cómo se llevan a cabo. Lo importante no es la naturaleza, sino la función. Desde la metafísica se pasa a la física, en tanto que disciplina moderna, cuyas implicaciones se desarrollarán enor-memente a lo largo de los siglos siguientes. En efecto, estas nociones llevarán hasta una matematizaeión de la ciencia y, en consecuencia, a la aplicación de los métodos del cálculo matemático al entendimiento de las diversas fases de los fenómenos, El camino de la física moderna comienza a substituir al camino de la investigación aristotélica, de carácter físico-metafísico. En efecto, la visión jerárquica del universo se desvanece y aparece en su lugar una visión del mundo como conjunto de individuos, ninguno de los cuales constituye el centro o el polo de atracción con respecto a los demás.

A este propósito hay que añadir una consideración adicional, que sirve para indicar la nueva dirección que toma la física. Persuadido de que el mundo es un conjunto de individuos y que en su totalidad es esencialmen-te contingente —esto es, carece de una legalidad metafísica universal, que pueda darse por sobreentendida— Ockham considera imposible poner en movimiento la indagación científica a través de principios racionalmente definidos o de estructuras necesarias. Esto se justifica y se comprende mientras se permanezca en el ámbito de la física aristotélica, según la cual todo se desarrolla según leyes inmutables, porque este mundo es fruto de la necesidad y no de la libertad. Sin embargo, en el contexto del mundo creado por la libertad absoluta de Dios, no sólo es posible, sino también legítimo, tomar en consideración todas las hipótesis explicativas, aunque permanece vigente la prescripción de controlar tales hipótesis mediante ios datos experimentales que ofrece el conocimiento intuitivo sensible. Así, se puede entrever la aparición de un método —sin duda, sólo en estado embrionario— basado en un procedimiento per imaginationem, que tendrá en el futuro un fecundo desarrollo. ,

Finalmente, debido a su extremada fidelidad al dato y en virtud de su «navaja», Ockham niega que entre el sistema celestial y la esfera sublunar exista la diversidad substancial que Aristóteles había sostenido: aquél se-ría incorruptible y ésta, corruptible. No es lícito admitir una diversidad tan radical entre las partes de un mismo universo. Así, la superación del distanciamiento entre el orden de las cosas corruptibles y los cielos inmu-tables inaugura la concepción de un universo homogéneo entre sus ele-mentos estructurales. De aquí surgirá el rechazo a la animación de los cielos, así como a la indivisibilidad de las substancias celestiales, y la reducción integral de las esferas celestiales a la naturaleza material de la esfera terrestre.

La simple mención del método y de algunas de las tesis de Ockham

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ponen de manifiesto que nos encontramos ante el epílogo de la «ciencia» medieval y en el preludio de una nueva física. La caída del sistema de causas necesarias y ordenadas que constituían la estructura del universo aristotélico, a] igual que la no substancialización de entidades como el tiempo, el espacio, el movimiento, el lugar natural, etc., sobre las que se había basado una gran parte de la reflexión medieval, confirman que con Ockham se clausura un período y se abre otro distinto.

2.10. En contra de la teocracia y a favor del pluralismo

Ockham es uno de los interpretes más inteligentes de la desaparición, en la conciencia colectiva, de los ideales y de los poderes universales encarnados en las dos figuras teocráticas: el emperador y el romano pontí-fice. La intransigente defensa del individuo como única realidad concreta, ía tendencia a fundamentar el valor del conocimiento sobre la experiencia directa e inmediata, así como la separación programátiea entre la expe-riencia religiosa y el saber racional, y por tanto entre fe y razón, lo condu-cían a una'defensa de la autonomía del poder civil con respecto al poder espiritual y a exigir una transformación profunda en la estructura y en el espíritu de la Iglesia. Se trata de un proyecto que, como se deduce de estos últimos factores mencionados, entra en colisión con la totalidad de los cimientos de la cultura medieval y plantea las bases de la cultura humanís-tico-renacentista. Envuelto en el conflicto entre papado e imperio, Ock-ham quiere replantear el poder del pontífice y desmitificar el carácter sagrado del imperio, interesándose más por lo primero que por lo segundo.

En lo que respecta a la pleniludo potesiatis o carácter teocrático del papado, Ockham escribe en su Breviloquium: «Comenzaré por esta pleni-tud de poderes, mediante la cual algunos consideran que el papa recibió de Cristo una plenitud de poderes que le da derecho a disponer de todas las cosas, tanto en el orden espiritual como en el temporal.» La refutación de tal concepción se fundamenta sobre la convicción de que «la teoría de la plena soberanía papal choca con el principio inspirador de la ley evan-gélica que, a diferencia de la ley mosaica, es una ley de libertad» (A. Ghisalberti). Si el papa hubiese recibido de Cristo la plenitud de poderes y actuase en consecuencia, sometería a sí a todos los cristianos. Tendríamos entonces una esclavitud peor que la antigua, porque afectaría a todos los hombres. Esta tesis no sólo es contraria al Evangelio, sino a las exigencias fundamentales de la convivencia humana.

En realidad, el papa tiene un poder limitado. Es un rninistrator, pero no un dominator; debe servir y no exigir vasallaje. Su poder fue instituido en favor de sus súbditos y no para quitarles a éstos aquella libertad que es la clave de las enseñanzas de Cristo. Al pontífice no le corresponde un poder de este tipo y tampoco al concilio, sino a la Iglesia, como comuni-dad libre de fieles, que en el transcurso de su tradición histórica sanciona aquellas verdades que constituyen su vida y sus fundamentos. ¿A qué se reduciría la presenciareI Espíritu Santo en la comunidad de los fieles, si la tarea de sancionar las leyes o de imponer las verdades correspondiese al papa o al concilio? En la Iglesia no hay lugar para la teocracia o la aristo-

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cracia. Es preciso conceder más importancia a los fieles, a lodos los fieles, miembros efectivos de la Iglesia, cuya comunidad es la única depositaría de la infalibilidad. En nombre de este ideal Ockham critica el papado, rico, autoritario, cjue tiende a someter a la conciencia religiosa de los fieles. El papado se presenta en una tajante oposición con el ideal de la Iglesia como comunidad libre, exenta de toda preocupación mundana, en la que la autoridad del papado debe limitarse a presidir la fe libre de sus miembros.

Si Ockham replantea el poder del papa en el interior de la Iglesia, lleva a cabo una tarea similar, y con más energía aún, en relación con el poder temporal. Si la autoridad del papa sólo tiene un carácter pastoral y moral, no puede legislar para lodo el pueblo en lo que se refiere a cuestiones temporales, que entran en cambio bajo la competencia del emperador. Se trata de dos esferas independientes y autónomas, cada una de ellas sobe-rana en su terreno. La autoridad imperial no procede de Dios, a través del papa. No es sagrada, ni es lícito integrarla en un contexto provideneialistu y finalista, como si derivase de Dios en vista de la institución de la Iglesia, que habría servido para preparar y de la cual tendría que depender. El imperio romano nació antes de la institución de la Iglesia y era plenamente legítimo y válido en sí mismo. El imperio pasó de los romanos a Carlo-magno y, luego, de los francos a la nación germánica. Los romanos prime-ro y los germanos más tarde poseen el derecho de elegir al emperador. Hay que eliminar toda jurisdicción del papado con respecto al imperio. Por lo tanto el emperador no debe considerarse como vasallo del papa. La teoría de las «dos espadas» sólo puede entenderse en el sentido de que los dos poderes deben hallarse representados por dos personas diferentes, independientes entre sí.

De lo dicho hasta ahora cabc concluir que Ockham pretendió defender al emperador en contra del papa, en el sentido de defender sus derechos contra el absolutismo papal que pretendía erigirse en árbitro de la con-ciencia religiosa de los l ides. Sin embargo, más que en la política impe-rial, Ockham está interesado por la vida de la Iglesia, que quiere reformar en sus estructuras y en sus propósitos. El papa es falible, al igual que lo es el concilio, asamblea de hombres falibles. Sólo es infalible la Iglesia en cuanto comunidad universal de fieles, que 110 puede verse disuelta por ninguna voluntad humana, de acuerdo con la promesa de Cristo, según la cual subsistirá hasta el final de los tiempos. Con este objetivo, pues, es necesario que la Iglesia se reforme in cap i te et in mernbris, volviendo a la pobreza evangélica, sin ambiciones terrenas ni aspiraciones autoritarias. En el fondo, se trata del ideal franciscano, al que Ockham se remite con aquellos ribetes polémicos provocados por el debate en curso acerca de la pobreza, que quisiera que fuese radical, 110 sólo con respecto al espíritu sino tamhien al aparato estructural, y que debe aplicarse a la orden fran-ciscana y extenderse a toda la Iglesia.

Puede comprobarse que aquí se halla en embrión una aspiración de reforma que se acentuará durante el siglo siguiente, para acabar desembo-cando en la lejana reforma protestante. Sin ninguna duda, ya se han echado sus bases, y su florecimiento no augura un retorno a la unidad medieval, sino a la afirmación de aquel pluralismo que —primero con Wyclif y después con Lutero— se eonvertirá más tarde en fragmentación y

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H siglo \iv (

dispersión. Ya lia pasado la cpoca de la unidad y de la armonía. La acen-tuación que se concede al individuo en el interior de la Iglesia, de la orden franciscana y asimismo de la sociedad civil, lleva al nacimiento del dere-cho subjetivo y, por lo tanto, a la noción moderna de libertad del indivi-duo , de su autonomía, y al nacimiento tanto del derecho civil como del eclesiástico. Éstas son las consecuencias finales de la tesis fundamental relativa a la separación entre razón y fe, entre orden espiritual y orden humano y, sobre todo, de la tesis del primado del individuo sobre toda forma de carácter universal.

Con Ockham la escolástica llega a su epílogo. Después de el, ya no aparecen en el siglo xiv otras grandes personalidades u otros grandes sistemas. Nacen las escuelas —el tomismo, el escotismo, el ockhamismo— que se disputan el terreno, reiterando y a menudo polemizando acerca de lo que había sido dicho por los maestros respectivos. Ante el tomismo y el escotismo, que representaban la via anfiqua, se impone el ockhamismo como i'fíí moderna, en la medida en que asume una actitud programática-mente crítica con respecto a la tradición escolástica. A pesar de las prohi-biciones y las condenas, esta orientación va erosionando paulatinamente los sistemas antiguos, haciendo surgir instancias y principios que poco a poco se irán recogiendo en una nueva visión del mundo. El 25 de septiem-bre de 1339 se prohibe en París la lectura de Ockham; el 29 tic diciembre de 1340 se reitera la prohibición, con respecto a sus tesis más representati-vas. A pesar de esto, el ockhamismo gana terreno en las principales uni-versidades. a través de hombres que intentan demostrar la inconsistencia de la cosmología aristotélica, como por e jemplo Juan Buridán (1290-1358) y Nicolás de Orcsme (fallecido en J382); mostrar la inconciliabilidad de la fe con la razón, en nombre de un concepto más riguroso de ciencia, como Nicolás de Antrecourt (1350) y Juan Buridán; y por último, defender la necesidad de una radical reforma de la Iglesia, como el inglés Juan Wyclif (aprox. 1328-1384) y el bohemio Juan Hus (1369-1415).

3 . L A CIF.NCIA DF, LOS OCKHAMISTAS

3.1. Los ockhamistas y la ciencia aristotélica

Como consecuencia del profundo cambio que Ockham había provo-cado en Ja filosofía y en las ciencias durante las primeras décadas del siglo xiv, da comienzo una nueva concepción del saber científico, que dominará de forma indiscutida la cultura europea durante alrededor de dos siglos, acabando por influir de manera positiva sobre la revolución científica de Galileo. Primero en Oxford, pero luego en París y en el resto de Europa, las nociones científicas de Aristóteles se ven sometidas a una severa crítica, desde diversos puntos de vista. En lo que se refiere al método, los seguidores de Ockham se oponen a la noción de conocimiento científico que propugna Aristóteles, que se caracteriza por la universali-dad y la necesidad (mediante el término episteme Aristóteles entendía precisamente un saber universal y necesario), el conocimiento científico de lo particular y el probabilisino. En realidad, sin embargo, todo el sistema científico del gran filósofo griego parece vacilar a partii de los dos siglos