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PRUEBAS TIPOGRÁFICAS 2 Mario García Martín 3º Grado diseño

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Tenemos un nuevo abogado, el doctor Bucéfalo. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ordenanza que lo contemplaba con admiración, con la mirada profesional del aficionado a las carreras de caballos, mientras el doc-tor Bucéfalo, alzando gallardamente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, ascendía escalón por escalón la escalinata.

En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfalo. Con asombrosa perspicacia dicen que dada la organización actual de la so-ciedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un tanto difícil y que en consecuencia y considerando además su importancia dentro de la historia universal, merece por lo menos ser recibido. Hoy –nadie podrá negarlo– no hay ningún Alejandro Magno. Hay muchos que saben matar, tampoco escasea la pericia necesaria para asesinar a un amigo de un lanzazo a través de la mesa del festín; y para muchos Macedonia es demasiado reducida y maldicen en consecuencia a Fili-po, el padre; pero nadie, nadie puede abrirse paso hasta la India. Aún en sus días las puertas de la India estaban fuera de todo alcance, aun-que su camino fue señalado por la espada del rey. Hoy dichas puertas están en otra parte, más lejos, más alto; nadie muestra el camino; muchos llevan espadas, pero sólo para blandirlas, y la mirada que las sigue sólo consigue confundirse.

Por eso, quizás, lo mejor sea hacer lo que Bucéfalo ha hecho, su-mergirse en la lectura de libros de derecho. Libre, sin que los muslos del jinete opriman sus flancos, a la tranquila luz de la lámpara, lejos del estruendo de las batallas de Alejandro, lee y relee las páginas de nuestros antiguos textos.

La obra –entiendo– es de una ironía cruda, que parte de una idea descabellada pero genial: Bucéfalo, sin Alejandro Magno ni otro cau-dillo militar que esté a su altura, carece de un empleo digno de sus méritos y sólo le queda leer y releer libros de derecho.

Es decir, un caballo de guerra –reencarnado en un hombre moder-no– no tiene otra opción que moderar su espíritu belicoso y ocupar

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su tiempo en un burocrático empleo de oficina. Y paradójicamente, los máximos responsables judiciales lo aceptan, no por su idoneidad en la interpretación y manejo de las leyes sino porque entienden que merece una oportunidad de progreso por haber sido un factor cas-trense fundamental en la historia humana.

El cinismo que encierra esto es notable: quien ayer fuera famoso por coadyuvar a imponer la fuerza bruta en todo el mundo, hoy ter-mina como un ignoto leguleyo dedicado a la aplicación civilizada del derecho. Por supuesto, el narrador no nos dice expresamente que el doctor Bucéfalo sea la reencarnación de su tocayo, pero es obvio que lo sugiere al aseverar que ciertas actitudes y algunos detalles de su cuerpo delatan ese origen a un ojo experto en caballos. Hay quienes llegan a ver esta narración como autorreferencial, pues Kafka en su vida hacía algo equivalente: trabajaba como asesor legal en seguros [2], cosa que suponía un freno mal aceptado por él mismo a su hi-peractividad literaria (que recordaría a la de un caballo desbocado) y que constituía su verdadera pasión y razón de ser. Pero más allá de este detalle anecdótico, el narrador incluye en este cuento varios hechos o alegorías de la vida del rey y general macedonio. Tenemos un nuevo abogado, el doctor Bucéfalo. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ordenanza que lo contemplaba con admiración, con la mirada profesional del aficionado a las carreras de caballos, mientras el doctor Bucéfalo, alzando gallardamente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, ascendía escalón por escalón la escalinata.

En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfalo. Con asombrosa perspicacia dicen que dada la organización actual de la sociedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un tanto difícil y que en consecuencia y considerando además su importancia dentro de la historia universal, merece por lo menos ser recibido. Por eso, quizás, lo mejor sea hacer lo que Bucéfalo ha hecho, sumergirse en la lectura de libros de derecho.

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Tenemos un nuevo abogado, el doctor Bucéfalo. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ordenanza que lo contemplaba con admiración, con la mi-rada profesional del aficionado a las carreras de caballos, mientras el doctor Bucéfalo, alzando gallardamente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, escalón por escalón la escalinata.

En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfalo. Con asombrosa perspicacia dicen que dada la organización actual de la sociedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un tanto di-fícil y que en consecuencia y considerando además su importancia dentro de la historia universal, merece por lo menos ser recibido. Hoy –nadie podrá negarlo– no hay ningún Alejandro Magno. Hay muchos que saben matar, tampoco escasea la pericia necesaria para asesinar a un amigo de un lanzazo a través de la mesa del festín; y para muchos Macedonia es demasiado reducida y mal-dicen en consecuencia a Filipo, el padre; pero nadie, nadie puede abrirse paso hasta la India. Aún en sus días las puertas de la India estaban fuera de todo alcance, aunque su camino fue señalado por la espada del rey. Hoy dichas puertas están en otra parte, más le-jos, más alto; nadie muestra el camino; muchos llevan espadas, pero sólo para blandirlas, y la mirada que las sigue sólo consigue confundirse.

Por eso, quizás, lo mejor sea hacer lo que Bucéfalo ha hecho, sumergirse en la lectura de libros de derecho. Libre, sin que los muslos del jinete opriman sus flancos, a la tranquila luz de la lám-para, lejos del estruendo de las batallas de Alejandro, lee y relee las páginas de nuestros antiguos textos.

La obra –entiendo– es de una ironía cruda, que parte de una idea descabellada pero genial: Bucéfalo, sin Alejandro Magno ni otro caudillo militar que esté a su altura, carece de un empleo digno de sus méritos y sólo le queda leer y releer libros de derecho.

Es decir, un caballo de guerra –reencarnado en un hombre mo-

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derno– no tiene otra opción que moderar su espíritu belicoso y ocupar su tiempo en un burocrático empleo de oficina. Y paradó-jicamente, los máximos responsables judiciales lo aceptan, no por su idoneidad en la interpretación y manejo de las leyes sino porque entienden que merece una oportunidad de progreso por haber sido un factor castrense fundamental en la historia humana.

El cinismo que encierra esto es notable: quien ayer fuera famo-so por coadyuvar a imponer la fuerza bruta en todo el mundo, hoy termina como un ignoto leguleyo dedicado a la aplicación civili-zada del derecho. Por supuesto, el narrador no nos dice expresa-mente que el doctor Bucéfalo sea la reencarnación de su tocayo, pero es obvio que lo sugiere al aseverar que ciertas actitudes y algunos detalles de su cuerpo delatan ese origen a un ojo experto en caballos. Hay quienes llegan a ver esta narración como autorre-ferencial, pues Kafka en su vida hacía algo equivalente: trabajaba como asesor legal en seguros [2], cosa que suponía un freno mal aceptado por él mismo a su hiperactividad literaria (que recordaría a la de un caballo desbocado) y que constituía su verdadera pasión y razón de ser. Pero más allá de este detalle anecdótico, el narrador incluye en este cuento varios hechos o alegorías de la vida del rey y general macedonio. Tenemos un nuevo abogado, el doctor Bu-céfalo. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ordenanza que lo contemplaba con admiración, con la mirada profesional del aficionado a las carreras de caballos, mientras el doctor Bucéfalo, alzando gallardamente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, ascendía escalón por escalón la escalinata.

En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfalo. Con asombrosa perspicacia dicen que dada la organización actual de la sociedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un tanto di-fícil y que en consecuencia y considerando además su importancia dentro de la historia universal, merece por lo menos ser recibido.

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Tenemos un nuevo abogado, el doctor Bucéfalo. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ordenanza que lo contemplaba con admiración, con la mirada profesional del aficionado a las carreras de caballos, mientras el doctor Bucéfalo, alzando gallardamente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, ascendía escalón por escalón la escalinata.

En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfa-lo. Con asombrosa perspicacia dicen que dada la organización actual de la sociedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un tanto difícil y que en consecuencia y considerando además su importancia dentro de la historia universal, merece por lo menos ser recibido. Hoy –nadie podrá negarlo– no hay ningún Alejandro Magno. Hay muchos que saben matar, tampoco esca-sea la pericia necesaria para asesinar a un amigo de un lanzazo a través de la mesa del festín; y para muchos Macedonia es de-masiado reducida y maldicen en consecuencia a Filipo, el padre; pero nadie, nadie puede abrirse paso hasta la India. Aún en sus días las puertas de la India estaban fuera de todo alcance, aun-que su camino fue señalado por la espada del rey. Hoy dichas puertas están en otra parte, más lejos, más alto; nadie muestra el camino; muchos llevan espadas, pero sólo para blandirlas, y la mirada que las sigue sólo consigue confundirse.

Por eso, quizás, lo mejor sea hacer lo que Bucéfalo ha hecho, sumergirse en la lectura de libros de derecho. Libre, sin que los muslos del jinete opriman sus flancos, a la tranquila luz de la lámpara, lejos del estruendo de las batallas de Alejandro, lee y relee las páginas de nuestros antiguos textos.

La obra es de una ironía cruda, que parte de una idea descabe-llada pero genial: Bucéfalo, sin Alejandro Magno ni otro caudillo militar que esté a su altura, carece de un empleo digno de sus méritos y sólo le queda leer y releer libros de derecho.

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Es decir, un caballo de guerra –reencarnado en un hombre moderno– no tiene otra opción que moderar su espíritu belico-so y ocupar su tiempo en un burocrático empleo de oficina. Y paradójicamente, los máximos responsables judiciales lo acep-tan, no por su idoneidad en la interpretación y manejo de las leyes sino porque entienden que merece una oportunidad de progreso por haber sido un factor castrense fundamental en la historia humana.

El cinismo que encierra esto es notable: quien ayer fuera fa-moso por coadyuvar a imponer la fuerza bruta en todo el mun-do, hoy termina como un ignoto leguleyo dedicado a la aplica-ción civilizada del derecho. Por supuesto, el narrador no nos dice expresamente que el doctor Bucéfalo sea la reencarnación de su tocayo, pero es obvio que lo sugiere al aseverar que ciertas actitudes y algunos detalles de su cuerpo delatan ese origen a un ojo experto en caballos. Hay quienes llegan a ver esta narra-ción como autorreferencial, pues Kafka en su vida hacía algo equivalente: trabajaba como asesor legal en seguros [2], cosa que suponía un freno mal aceptado por él mismo a su hiperactivi-dad literaria (que recordaría a la de un caballo desbocado) y que constituía su verdadera pasión y razón de ser. Pero más allá de este detalle anecdótico, el narrador incluye en este cuento varios hechos o alegorías de la vida del rey y general macedonio. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ordenanza que lo contemplaba con admira-ción, con la mirada profesional del aficionado a las carreras de caballos, mientras el doctor Bucéfalo, alzando gallardamente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, ascendía escalón por escalón la escalinata.

En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfalo. Con asombrosa perspicacia dicen que dada la organización ac-tual de la sociedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un

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Tenemos un nuevo abogado, el doctor Bucéfalo. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ordenanza que lo contemplaba con admiración, con la mirada profesional del aficionado a las carreras de caballos, mientras el doc-tor Bucéfalo, alzando gallardamente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, ascendía escalón por escalón la escalinata.

En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfalo. Con asombrosa perspicacia dicen que dada la organización actual de la sociedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un tanto difícil y que en consecuencia y considerando además su importancia dentro de la historia universal, merece por lo menos ser recibido. Hoy –nadie podrá negarlo– no hay ningún Alejandro Magno. Hay muchos que sa-ben matar, tampoco escasea la pericia necesaria para asesinar a un amigo de un lanzazo a través de la mesa del festín; y para muchos Macedonia es demasiado reducida y maldicen en consecuencia a Fi-lipo, el padre; pero nadie, nadie puede abrirse paso hasta la India. Aún en sus días las puertas de la India estaban fuera de todo alcance, aunque su camino fue señalado por la espada del rey. Hoy dichas puertas están en otra parte, más lejos, más alto; nadie muestra el camino; muchos llevan espadas, pero sólo para blandirlas, y la mirada que las sigue sólo consigue confundirse.

Por eso, quizás, lo mejor sea hacer lo que Bucéfalo ha hecho, su-mergirse en la lectura de libros de derecho. Libre, sin que los muslos del jinete opriman sus flancos, a la tranquila luz de la lámpara, lejos del estruendo de las batallas de Alejandro, lee y relee las páginas de nuestros antiguos textos.

La obra es de una ironía cruda, que parte de una idea descabellada pero genial: Bucéfalo, sin Alejandro Magno ni otro caudillo militar que esté a su altura, carece de un empleo digno de sus méritos y sólo le queda leer y releer libros de derecho. Es decir, un caballo de guerra –reencarnado en un hombre moderno– no tiene otra opción que mode-rar su espíritu belicoso y ocupar su tiempo en un burocrático empleo

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de oficina. Y paradójicamente, los máximos responsables judiciales lo aceptan, no por su idoneidad en la interpretación y manejo de las le-yes sino porque entienden que merece una oportunidad de progreso por haber sido un factor castrense fundamental en la historia humana.

El cinismo que encierra esto es notable: quien ayer fuera famoso por coadyuvar a imponer la fuerza bruta en todo el mundo, hoy ter-mina como un ignoto leguleyo dedicado a la aplicación civilizada del derecho. Por supuesto, el narrador no nos dice expresamente que el doctor Bucéfalo sea la reencarnación de su tocayo, pero es obvio que lo sugiere al aseverar que ciertas actitudes y algunos detalles de su cuerpo delatan ese origen a un ojo experto en caballos. Hay quienes llegan a ver esta narración como autorreferencial, pues Kafka en su vida hacía algo equivalente: trabajaba como asesor legal en seguros [2], cosa que suponía un freno mal aceptado por él mismo a su hi-peractividad literaria (que recordaría a la de un caballo desbocado) y que constituía su verdadera pasión y razón de ser. Pero más allá de este detalle anecdótico, el narrador incluye en este cuento varios hechos o alegorías de la vida del rey y general macedonio. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ordenanza que lo contemplaba con admiración, con la mirada profesional del aficionado a las carreras de caballos, mientras el doc-tor Bucéfalo, alzando gallardamente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, ascendía escalón por escalón la escalinata.

En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfalo. Con asombrosa perspicacia dicen que dada la organización actual de la sociedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un tanto difícil y que en consecuencia y considerando además su importancia dentro de la historia universal, merece por lo menos ser recibido. Por eso, quizás, lo mejor sea hacer lo que Bucéfalo ha hecho, sumergirse en la lectura de libros de derecho. La obra es de una ironía cruda, que parte de una idea descabellada pero genial: Bucéfalo, sin Alejandro Magno ni otro caudillo militar que esté a su altura, carece de un empleo digno de sus

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Tenemos un nuevo abogado, el doctor Bucéfalo. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin em-bargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple orde-nanza que lo contemplaba con admiración, con la mira-da profesional del aficionado a las carreras de caballos, mientras el doctor Bucéfalo, alzando gallardamente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, as-cendía escalón por escalón la escalinata.

En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfalo. Con asombrosa perspicacia dicen que dada la organización actual de la sociedad, Bucéfalo se encuen-tra en una posición un tanto difícil y que en consecuen-cia y considerando además su importancia dentro de la historia universal, merece por lo menos ser recibido. Hoy –nadie podrá negarlo– no hay ningún Alejandro Magno. Hay muchos que saben matar, tampoco escasea la pericia necesaria para asesinar a un amigo de un lanzazo a través de la mesa del festín; y para muchos Macedonia es dema-siado reducida y maldicen en consecuencia a Filipo, el padre; pero nadie, nadie puede abrirse paso hasta la In-dia. Aún en sus días las puertas de la India estaban fuera de todo alcance, aunque su camino fue señalado por la espada del rey. Hoy dichas puertas están en otra parte, más lejos, más alto; nadie muestra el camino; muchos llevan espadas, pero sólo para blandirlas, y la mirada que las sigue sólo consigue confundirse.

Por eso, -imagino- quizás, lo mejor sea hacer lo que Bucéfalo ha hecho, sumergirse en la lectura de libros de derecho. Libre, sin que los muslos del jinete opriman sus flancos, a la tranquila luz de la lámpara, lejos del estruen-do de las batallas de Alejandro, lee y relee las páginas de nuestros antiguos textos.

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La obra es de una ironía cruda, que parte de una idea descabellada pero genial: Bucéfalo, sin Alejandro Magno ni otro caudillo militar que esté a su altura, carece de un empleo digno de sus méritos y sólo le queda leer y releer libros de derecho. Es decir, un caballo de guerra –reen-carnado en un hombre moderno– no tiene otra opción que moderar su espíritu belicoso y ocupar su tiempo en un burocrático empleo de oficina. Y paradójicamente, los máximos responsables judiciales lo aceptan, no por su idoneidad en la interpretación y manejo de las leyes sino porque entienden que merece una oportunidad de progreso por haber sido un factor castrense fundamen-tal en la historia humana.

El cinismo que encierra esto es notable: quien ayer fuera famoso por coadyuvar a imponer la fuerza bruta en todo el mundo, hoy termina como un ignoto legule-yo dedicado a la aplicación civilizada del derecho. Por supuesto, el narrador no nos dice expresamente que el doctor Bucéfalo sea la reencarnación de su tocayo, pero es obvio que lo sugiere al aseverar que ciertas actitudes y algunos detalles de su cuerpo delatan ese origen a un ojo experto en caballos. Hay quienes llegan a ver esta narración como autorreferencial, pues Kafka en su vida hacía algo equivalente: trabajaba como asesor legal en seguros [2], cosa que suponía un freno mal aceptado por él mismo a su hiperactividad literaria (que recordaría a la de un caballo desbocado) y que constituía su verda-dera pasión y razón de ser. Pero más allá de este detalle anecdótico, el narrador incluye en este cuento varios he-chos o alegorías de la vida del rey y general macedonio. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple

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Tenemos un nuevo abogado, el doctor Bucéfalo. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ordenanza que lo contemplaba con admi-ración, con la mirada profesional del aficionado a las carreras de caballos, mientras el doctor Bucéfalo, alzando gallardamente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, ascendía escalón por escalón la escalinata.

En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfa-lo. Con asombrosa perspicacia dicen que dada la organización actual de la sociedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un tanto difícil y que en consecuencia y considerando además su importancia dentro de la historia universal, merece por lo menos ser recibido. Hoy –nadie podrá negarlo– no hay ningún Alejandro Magno. Hay muchos que saben matar, tampoco esca-sea la pericia necesaria para asesinar a un amigo de un lanzazo a través de la mesa del festín; y para muchos Macedonia es de-masiado reducida y maldicen en consecuencia a Filipo, el padre; pero nadie, nadie puede abrirse paso hasta la India. Aún en sus días las puertas de la India estaban fuera de todo alcance, aun-que su camino fue señalado por la espada del rey. Hoy dichas puertas están en otra parte, más lejos, más alto; nadie muestra el camino; muchos llevan espadas, pero sólo para blandirlas, y la mirada que las sigue sólo consigue confundirse.

Por eso, -imagino- quizás, lo mejor sea hacer lo que Bucéfalo ha hecho, sumergirse en la lectura de libros de derecho. Libre, sin que los muslos del jinete opriman sus flancos, a la tranquila luz de la lámpara, lejos del estruendo de las batallas de Alejan-dro, lee y relee las páginas de nuestros antiguos textos.

La obra es de una ironía cruda, que parte de una idea desca-bellada pero genial: Bucéfalo, sin Alejandro Magno ni otro caudi-llo militar que esté a su altura, carece de un empleo digno de sus méritos y sólo le queda leer y releer libros de derecho. Es decir, un caballo de guerra –reencarnado en un hombre moderno– no

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tiene otra opción que moderar su espíritu belicoso y ocupar su tiempo en un burocrático empleo de oficina. Y paradójicamente, los máximos responsables judiciales lo aceptan, no por su ido-neidad en la interpretación y manejo de las leyes sino porque entienden que merece una oportunidad de progreso por haber sido un factor castrense fundamental en la historia humana.

El cinismo que encierra esto es notable: quien ayer fuera fa-moso por coadyuvar a imponer la fuerza bruta en todo el mundo, hoy termina como un ignoto leguleyo dedicado a la aplicación civilizada del derecho. Por supuesto, el narrador no nos dice expresamente que el doctor Bucéfalo sea la reencarnación de su tocayo, pero es obvio que lo sugiere al aseverar que ciertas actitudes y algunos detalles de su cuerpo delatan ese origen a un ojo experto en caballos. Hay quienes llegan a ver esta narra-ción como autorreferencial, pues Kafka en su vida hacía algo equivalente: trabajaba como asesor legal en seguros [2], cosa que suponía un freno mal aceptado por él mismo a su hiperac-tividad literaria (que recordaría a la de un caballo desbocado) y que constituía su verdadera pasión y razón de ser. Pero más allá de este detalle anecdótico, el narrador incluye en este cuento varios hechos o alegorías de la vida del rey y general macedo-nio. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ordenanza que lo contem-plaba con admiración, con la mirada profesional del aficionado a las carreras de caballos, mientras el doctor Bucéfalo, alzando gallardamente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, ascendía escalón por escalón la escalinata.

En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfalo. Con asombrosa perspicacia dicen que dada la organización ac-tual de la sociedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un tanto difícil y que en consecuencia y considerando además su importancia dentro de la historia universal, merece por lo me-nos ser recibido. Por eso, quizás, lo mejor sea hacer lo que Bucé-

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En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucé-falo. Con asombrosa perspicacia dicen que dada la organi-zación actual de la sociedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un tanto difícil y que en consecuencia y consideran-do además su importancia dentro de la historia universal, merece por lo menos ser recibido. Hoy –nadie podrá negar-lo– no hay ningún Alejandro Magno. Hay muchos que saben matar, tampoco escasea la pericia necesaria para asesinar a un amigo de un lanzazo a través de la mesa del festín; y para muchos Macedonia es demasiado reducida y maldicen en consecuencia a Filipo, el padre; pero nadie, nadie puede abrirse paso hasta la India. Aún en sus días las puertas de la India estaban fuera de todo alcance, aunque su camino fue señalado por la espada del rey. Hoy dichas puertas están en otra parte, más lejos, más alto; nadie muestra el camino; muchos llevan espadas, pero sólo para blandirlas, y la mira-da que las sigue sólo consigue confundirse.

Por eso, -imagino- quizás, lo mejor sea hacer lo que Bucé-falo ha hecho, sumergirse en la lectura de libros de derecho. Libre, sin que los muslos del jinete opriman sus flancos, a la tranquila luz de la lámpara, lejos del estruendo de las ba-tallas de Alejandro, lee y relee las páginas de nuestros anti-guos textos.

La obra es de una ironía cruda, que parte de una idea des-cabellada pero genial: Bucéfalo, sin Alejandro Magno ni otro

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caudillo militar que esté a su altura, carece de un empleo digno de sus méritos y sólo le queda leer y releer libros de derecho. Es decir, un caballo de guerra –reencarnado en un hombre moderno– no tiene otra opción que moderar su es-píritu belicoso y ocupar su tiempo en un burocrático empleo de oficina. Y paradójicamente, los máximos responsables ju-diciales lo aceptan, no por su idoneidad en la interpretación y manejo de las leyes sino porque entienden que merece una oportunidad de progreso por haber sido un factor castrense fundamental en la historia humana.

El cinismo que encierra esto es notable: quien ayer fuera famoso por coadyuvar a imponer la fuerza bruta en todo el mundo, hoy termina como un ignoto leguleyo dedicado a la aplicación civilizada del derecho. Por supuesto, el narrador no nos dice expresamente que el doctor Bucéfalo sea la reen-carnación de su tocayo, pero es obvio que lo sugiere al ase-verar que ciertas actitudes y algunos detalles de su cuerpo delatan ese origen a un ojo experto en caballos. Hay quienes llegan a ver esta narración como autorreferencial, pues Ka-fka en su vida hacía algo equivalente: trabajaba como asesor legal en seguros [2], cosa que suponía un freno mal aceptado por él mismo a su hiperactividad literaria (que recordaría a la de un caballo desbocado) y que constituía su verdadera pasión y razón de ser. Pero más allá de este detalle anecdó-tico, el narrador incluye en este cuento varios hechos o ale-gorías de la vida del rey y general macedonio. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de ba-talla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ordenanza que lo contemplaba con admiración, con la mirada profesional del aficionado a las carreras de caballos, mientras el doctor Bucéfalo, alzando gallardamente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, ascendía escalón por escalón la escalinata.

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En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfalo. Con asombrosa perspicacia dicen que dada la organización ac-tual de la sociedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un tanto difícil y que en consecuencia y considerando además su importancia dentro de la historia universal, merece por lo menos ser recibido. Hoy –nadie podrá negarlo– no hay ningún Alejandro Magno. Hay muchos que saben matar, tampoco escasea la peri-cia necesaria para asesinar a un amigo de un lanzazo a través de la mesa del festín; y para muchos Macedonia es demasiado re-ducida y maldicen en consecuencia a Filipo, el padre; pero nadie, nadie puede abrirse paso hasta la India. Aún en sus días las puer-tas de la India estaban fuera de todo alcance, aunque su camino fue señalado por la espada del rey. Hoy dichas puertas están en otra parte, más lejos, más alto; nadie muestra el camino; muchos llevan espadas, pero sólo para blandirlas, y la mirada que las si-gue sólo consigue confundirse.

Por eso, -imagino- quizás, lo mejor sea hacer lo que Bucéfalo ha hecho, sumergirse en la lectura de libros de derecho. Libre, sin que los muslos del jinete opriman sus flancos, a la tranquila luz de la lámpara, lejos del estruendo de las batallas de Alejandro, lee y relee las páginas de nuestros antiguos textos.

La obra es de una ironía cruda, que parte de una idea desca-bellada pero genial: Bucéfalo, sin Alejandro Magno ni otro caudillo militar que esté a su altura, carece de un empleo digno de sus méritos y sólo le queda leer y releer libros de derecho. Es decir, un

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caballo de guerra –reencarnado en un hombre moderno– no tiene otra opción que moderar su espíritu belicoso y ocupar su tiem-po en un burocrático empleo de oficina. Y paradójicamente, los máximos responsables judiciales lo aceptan, no por su idoneidad en la interpretación y manejo de las leyes sino porque entienden que merece una oportunidad de progreso por haber sido un factor castrense fundamental en la historia humana.

El cinismo que encierra esto es notable: quien ayer fuera famo-so por coadyuvar a imponer la fuerza bruta en todo el mundo, hoy termina como un ignoto leguleyo dedicado a la aplicación civiliza-da del derecho. Por supuesto, el narrador no nos dice expresa-mente que el doctor Bucéfalo sea la reencarnación de su tocayo, pero es obvio que lo sugiere al aseverar que ciertas actitudes y algunos detalles de su cuerpo delatan ese origen a un ojo ex-perto en caballos. Hay quienes llegan a ver esta narración como autorreferencial, pues Kafka en su vida hacía algo equivalente: trabajaba como asesor legal en seguros [2], cosa que suponía un freno mal aceptado por él mismo a su hiperactividad literaria (que recordaría a la de un caballo desbocado) y que constituía su verdadera pasión y razón de ser. Pero más allá de este detalle anecdótico, el narrador incluye en este cuento varios hechos o alegorías de la vida del rey y general macedonio. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ordenanza que lo contemplaba con admiración, con la mirada profesional del aficionado a las carreras de caballos, mientras el doctor Bucéfalo, alzando gallardamente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, ascendía escalón por escalón la escalinata.

En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfalo. Con asombrosa perspicacia dicen que dada la organización ac-tual de la sociedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un tanto difícil y que en consecuencia y considerando además su

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Lucida grande

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Tenemos un nuevo abogado, el doctor Bucéfalo. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ordenanza que lo contemplaba con admiración, con la mirada profesional del aficionado a las carreras de caballos, mientras el doctor Bucéfalo, alzan-do gallardamente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, ascendía escalón por escalón la escalinata.

En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucé-falo. Con asombrosa perspicacia dicen que dada la organi-zación actual de la sociedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un tanto difícil y que en consecuencia y conside-rando además su importancia dentro de la historia universal, merece por lo menos ser recibido. Hoy –nadie podrá negar-lo– no hay ningún Alejandro Magno. Hay muchos que saben matar, tampoco escasea la pericia necesaria para asesinar a un amigo de un lanzazo a través de la mesa del festín; y para muchos Macedonia es demasiado reducida y maldicen en consecuencia a Filipo, el padre; pero nadie, nadie puede abrirse paso hasta la India. Aún en sus días las puertas de la India estaban fuera de todo alcance, aunque su camino fue señalado por la espada del rey. Hoy dichas puertas están en otra parte, más lejos, más alto; nadie muestra el camino; muchos llevan espadas, pero sólo para blandirlas, y la mira-da que las sigue sólo consigue confundirse.

Por eso, -imagino- quizás, lo mejor sea hacer lo que Bu-céfalo ha hecho, sumergirse en la lectura de libros de dere-cho. Libre, sin que los muslos del jinete opriman sus flan-cos, a la tranquila luz de la lámpara, lejos del estruendo de las batallas de Alejandro, lee y relee las páginas de nuestros antiguos textos.

La obra es de una ironía cruda, que parte de una idea des-cabellada pero genial: Bucéfalo, sin Alejandro Magno ni otro

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caudillo militar que esté a su altura, carece de un empleo digno de sus méritos y sólo le queda leer y releer libros de derecho. Es decir, un caballo de guerra –reencarnado en un hombre moderno– no tiene otra opción que moderar su es-píritu belicoso y ocupar su tiempo en un burocrático empleo de oficina. Y paradójicamente, los máximos responsables judiciales lo aceptan, no por su idoneidad en la interpreta-ción y manejo de las leyes sino porque entienden que me-rece una oportunidad de progreso por haber sido un factor castrense fundamental en la historia humana.

El cinismo que encierra esto es notable: quien ayer fuera famoso por coadyuvar a imponer la fuerza bruta en todo el mundo, hoy termina como un ignoto leguleyo dedica-do a la aplicación civilizada del derecho. Por supuesto, el narrador no nos dice expresamente que el doctor Bucéfalo sea la reencarnación de su tocayo, pero es obvio que lo su-giere al aseverar que ciertas actitudes y algunos detalles de su cuerpo delatan ese origen a un ojo experto en caballos. Hay quienes llegan a ver esta narración como autorreferen-cial, pues Kafka en su vida hacía algo equivalente: trabajaba como asesor legal en seguros [2], cosa que suponía un freno mal aceptado por él mismo a su hiperactividad literaria (que recordaría a la de un caballo desbocado) y que constituía su verdadera pasión y razón de ser. Pero más allá de este detalle anecdótico, el narrador incluye en este cuento varios hechos o alegorías de la vida del rey y general macedonio. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ordenanza que lo contemplaba con admiración, con la mirada profesional del aficionado a las carreras de caballos, mientras el doctor Bu-céfalo, alzando gallardamente los muslos y haciendo reso-nar el mármol con sus pasos, ascendía escalón por escalón

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Tenemos un nuevo abogado, el doctor Bucéfalo. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ordenanza que lo contemplaba con ad-miración, con la mirada profesional del aficionado a las carre-ras de caballos, mientras el doctor Bucéfalo, alzando gallarda-mente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, ascendía escalón por escalón la escalinata.

En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfalo. Con asombrosa perspicacia dicen que dada la organización actual de la sociedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un tanto difícil y que en consecuencia y considerando además su impor-tancia dentro de la historia universal, merece por lo menos ser recibido. Hoy –nadie podrá negarlo– no hay ningún Alejandro Magno. Hay muchos que saben matar, tampoco escasea la pericia necesaria para asesinar a un amigo de un lanzazo a través de la mesa del festín; y para muchos Macedonia es demasiado reducida y maldicen en consecuencia a Filipo, el padre; pero nadie, nadie puede abrirse paso hasta la India. Aún en sus días las puertas de la India estaban fuera de todo alcance, aunque su camino fue se-ñalado por la espada del rey. Hoy dichas puertas están en otra par-te, más lejos, más alto; nadie muestra el camino; muchos llevan espadas, pero sólo para blandirlas, y la mirada que las sigue sólo consigue confundirse.

Por eso, quizás, lo mejor sea hacer lo que Bucéfalo ha hecho, sumergirse en la lectura de libros de derecho. Libre, sin que los muslos del jinete opriman sus flancos, a la tranquila luz de la lámpara, lejos del estruendo de las batallas de Alejandro, lee y relee las páginas de nuestros antiguos textos.

La obra –entiendo– es de una ironía cruda, que parte de una idea descabellada pero genial: Bucéfalo, sin Alejandro Magno ni otro caudillo militar que esté a su altura, carece de un empleo dig-no de sus méritos y sólo le queda leer y releer libros de derecho.

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Es decir, un caballo de guerra –reencarnado en un hombre moderno– no tiene otra opción que moderar su espíritu belico-so y ocupar su tiempo en un burocrático empleo de oficina. Y paradójicamente, los máximos responsables judiciales lo acep-tan, no por su idoneidad en la interpretación y manejo de las leyes sino porque entienden que merece una oportunidad de progreso por haber sido un factor castrense fundamental en la historia humana.

El cinismo que encierra esto es notable: quien ayer fuera famoso por coadyuvar a imponer la fuerza bruta en todo el mundo, hoy termina como un ignoto leguleyo dedicado a la aplicación civilizada del derecho. Por supuesto, el narrador no nos dice expresamente que el doctor Bucéfalo sea la reencarna-ción de su tocayo, pero es obvio que lo sugiere al aseverar que ciertas actitudes y algunos detalles de su cuerpo delatan ese origen a un ojo experto en caballos. Hay quienes llegan a ver esta narración como autorreferencial, pues Kafka en su vida hacía algo equivalente: trabajaba como asesor legal en seguros [2], cosa que suponía un freno mal aceptado por él mismo a su hiperactividad literaria (que recordaría a la de un caballo desbocado) y que constituía su verdadera pasión y razón de ser. Pero más allá de este detalle anecdótico, el narrador incluye en este cuento varios hechos o alegorías de la vida del rey y general macedonio. Tenemos un nuevo abogado, el doctor Bu-céfalo. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ordenanza que lo contem-plaba con admiración, con la mirada profesional del aficionado a las carreras de caballos, mientras el doctor Bucéfalo, alzando gallardamente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, ascendía escalón por escalón la escalinata.

En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfa-lo. Con asombrosa perspicacia dicen que dada la organización

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¿Qué y por qué?Plantagenet Cherokee 10,6

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Tras las cuatro pruebas previas variando tipos, tamaños e in-terlineados, considero que a pesar de que cual más o cual me-nos, todas funcionan en textos largos de lectura continuada, la que mejor responde es la arriba descrita (y usada ahora mismo en este texto).

Su alta legibilidad en tamaños relativamente pequeños y sus sutiles modulaciones la convierten en una opción muy có-moda para la lectura, y las serifas y elegantes trazos finos, así como un amplio cuerpo de “x“ con ascendentes y descendentes proporcionadas, la convierte una estupenda elección a la hora de imprimir, resultando en lo que supongo será un acabado limpio, legible y para nada cansado.

En las pruebas impresas (vistas en clase) queda patente la funcionalidad de esta tipografía en texto corrido. Pero cabe des-tacar un pequeño inconveniente. No dispone de demasiados es-tilos para jerarquizar la información si tuviésemos que hacerlo (apartados, subapartados, etc). A pesar de esto, y dado que el objetivo final sería un libro de narrativa, podemos suponer que no constará de demasiados subapartados, por lo que no creo que esto resulte un gran problema.

Esto respecto a las tipografías. Si hablamos del formato, he elegido este (el de diagonal única) sencillamente porque me resultó el más cómodo de manejar en formato físico en com-paración con los otros bocetos.

El conjunto que queda entre la tipografía, la caja de texto y el formato total del libro me resulta agradable, proporcionado y cómodo tanto de leer como de transportar.

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