2. Teoría de la mente y metarrepresentación

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Documento 3. LENGUAJE Teoría de la mente y metarrepresentación Riviére, Ángel (2003). Teoría de la mente y metarrepresentación. En: Ángel Riviére Obras Escogidas Vol. 1. Capítulo 9 (pp. 191-231). Madrid: Editorial Médica Panamericana. Preguntas orientadoras 1. ¿Qué relaciones se pueden establecer entre intencionalidad, representación, atribución de mente a otros y metarrepresentación? 2. ¿Qué se entiende por teoría de la mente? 3. ¿Cuáles son y qué son estados mentales o también llamados verbos mentales? 4. ¿Qué implicaciones tiene la suspensión en la teoría de la mente? 9 Teoría de la mente y metarrepresentación 1 Ángel Riviére ¿Qué representaciones mentales debe tener un organismo que no sólo "tiene representaciones" sino que "sabe que las tiene" y es capaz de atribuirlas a otros? En las explicaciones que los hombres dan de la propia conducta humana, las representaciones son ubicuas. Forman parte del entramado de conceptos que sirven para interpretar y predecir las acciones propias y ajenas, para comprender el comportamiento, para 1 Trabajo publicado originalmente en el libro compilado por Pedro Chacón y Mariano Rodríguez Pensando la Mente. Perspectivas en Filosofía y Psicología. Madrid: Biblioteca Nueva, 2000, págs. 271-324. Reproducido con autorización.

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Documento 3. LENGUAJE

Teoría de la mente y metarrepresentación

Riviére, Ángel (2003). Teoría de la mente y metarrepresentación. En: Ángel Riviére Obras Escogidas Vol. 1. Capítulo 9 (pp. 191-231). Madrid: Editorial Médica Panamericana.

Preguntas orientadoras

1. ¿Qué relaciones se pueden establecer entre intencionalidad, representación, atribución de mente a otros y metarrepresentación?2. ¿Qué se entiende por teoría de la mente?3. ¿Cuáles son y qué son estados mentales o también llamados verbos mentales? 4. ¿Qué implicaciones tiene la suspensión en la teoría de la mente?

9Teoría de la mente y metarrepresentación1

Ángel Riviére

¿Qué representaciones mentales debe tener un organismo que no sólo "tiene representaciones" sino que "sabe que las tiene" y es capaz de atribuirlas a otros? En las explicaciones que los hombres dan de la propia conducta humana, las representaciones son ubicuas. Forman parte del entramado de conceptos que sirven para interpretar y predecir las acciones propias y ajenas, para comprender el comportamiento, para explicarlo o juzgarlo moralmente. Abramos cualquier novela por cualquier página y es muy probable que encontremos representaciones, y representaciones de representaciones. Veamos, por ejemplo, una página al azar de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust:

Pero Swann pensaba que, no consintiendo en verla hasta después de cenar, haría ver a Odette que existían para él otros placeres preferibles al de estar con ella, y así no se saciaría en mucho tiempo la simpatía que inspiraba a Odette. Además, prefería con mucho a la de Odette la belleza de una chiquita de oficio, fresca y rolliza como una rosa, de la que estaba por entonces enamorado y le gustaba más pasar con ella las primeras horas de la noche, porque estaba seguro de que luego

1 Trabajo publicado originalmente en el libro compilado por Pedro Chacón y Mariano Rodríguez Pensando la Mente. Perspectivas en Filosofía y Psicología. Madrid: Biblioteca Nueva, 2000, págs. 271-324. Reproducido con autorización.

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vería a Odette. Por lo mismo, no quería nunca que Odette fuera a buscarIe para ir a casa de los Verdurin (pág. 329, ed. esp. de 1996, orig. de 1917).

El lector perdonará que realicemos una disección lamentable y muy poco estética del precioso texto de Proust para poner sobre la mesa de operaciones su enmarañado y complejo tejido de representaciones: "pero Swann pensaba «<tenía una representación derivada de una inferencia, potencialmente verdadera o falsa») que, no consintiendo en verla «<tener una representación perceptiva con información sobre un estado real del mundo» ) hasta después de cenar, haría ver (en este caso, ver significa «comprender», es decir, «tener una representación resultante de un proceso de interpretación, que desvela relaciones antes no establecidas») que existían para él otros placeres (¿también «representaciones» ?)..., etc.". Los significados representacionales son omnipresentes en el texto: Swann pensaba que, si se daban determinadas condiciones, Odette comprendería que él preferiría otros placeres. Además, estaba seguro de ver a Odette, y no quería que ésta le buscara mientras engañaba a Odette con esa chiquita de oficio, "fresca y rolliza como una rosa" No es posible pensar, ni comprender, ni preferir, ni estar seguro, sin representar. En una síntesis todavía más antiestética, pero más reveladora: "el lector se representa la representación de Proust de la representación de Swan acerca de lo que debía hacer para controlar la representación de Odette y sacar beneficio de ello." ¡Así, somos los humanos! Todos esos verbos y sus significados, que definen la trama invisible con que se interpretan las interacciones humanas y el lenguaje explícito con que se explican, todos esos verbos tales como "pensar", "hacer ver", "preferir",- querer"... y hasta" estar enamorado", remiten a representaciones (forma parte del saber popular incluso la idea de que nos enamoramos de nuestras representaciones, ¡sólo así pueden explicarse algunos enamoramientos aparentemente incomprensibles!). Son las representaciones del pobre señor Swann acerca de las de Odette las que determinan las tribulaciones de Swann, las maravillosas páginas de Proust y las delicias del lector. Como ha señalado alguna vez Jerry Fodor (1985), en un artículo muy lúcido, la desaparición de las interpretaciones representacionales o intencionales de la acción y la conducta humanas, sería una tragedia intelectual mucho más profunda que la desaparición del teísmo. En realidad, nos dejaría ciegos y mudos ante las conductas de nuestros congéneres, sin saber cómo interpretarlas ni qué decir de ellas. En un sentido más riguroso, y desgraciadamente metafórico, nos dejaría "autistas" (Baron Cohen, Leslie y Frith, 1985; Frith, 1989; Baron-Cohen, 1995).

Dennett (1987) ha denominado The intentional stance, la "actitud intencional", a esa posición fundamental del hombre respecto a la conducta, que impone una perspectiva inevitablemente representacional a su interpretación. Decir que el hombre tiene una actitud intencional o interpreta la acción en términos representacionales equivale naturalmente a decir que el hombre basa sus interacciones en la atribución de mente, porque el concepto de límite lleva el sello ineludible de la noción de representación. Con independencia de que las explicaciones científicas del comportamiento humano y animal tengan que renunciar (tal como pretenden los eliminacionistas) o no al lenguaje

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representacional y a los supuestos intencionales esenciales en que se basa el modo natural de interpretación de la conducta humana al que muchas veces se denomina inadecuadamente folk psychology, lo cierto es qué la mirada humana a la conducta es, diríamos que de forma inevitable, compulsiva, casi automática, una mirada mental (Riviére y Núñez,1996): una mirada representacional.

La ecuación mente-representación no es una novedad en la historia del pensamiento filosófico y psicológico. Si bien se ha profundizado a partir de los modelos computacionales de la mente propuestos en los últimos treinta años, la constatación de la relación entre mentes y representaciones es tan vieja como la especulación sobre la mente en particular y sobre los fenómenos psicólogos en general. Así, en la psicología desde un punto de vista empírico, una obra capital en el intento de dilucidar conceptualmente de forma rigurosa las nociones de "mente" y "fenómeno psicológico", Francisco Brentano (1874) dice que "podemos considerar como una definición indudablemente justa de los fenómenos psíquicos la de que, o son representaciones o descansan en representaciones que les sirven de fundamento" (pág. 25, ed. esp. de 1926). Esta definición se profundiza luego en las dos "marcas" características que delimitan, para Brentano, el ámbito de los fenómenos psicológicos en contraposición a los meramente físicos: la intencionalidad y la accesibilidad interna. La primera implica que "todo fenómeno psíquico se caracteriza por aquello que los escolásticos de la Edad Media llamaron la inexistencia intencional (o mental) del objeto y que nosotros llamaríamos, aunque con expresiones no totalmente inequívocas, relación con un contenido, dirección hacia un objeto (aunque no ha de ser interpretado como algo real) u objetividad inmanente. Todo fenómeno psíquico contiene dentro de sí algo a modo de objeto, aunque no todos lo hagan de la misma manera" (ibíd., pág. 76). La segunda significa que los fenómenos psicológicos "son percibidos por la conciencia interna" (ibíd., pág. 78).

Estas observaciones breves nos permiten dar un paso más en nuestra reflexión acerca de qué representaciones se requieren para que un organismo atribuya representaciones, es decir, vea la conducta con una "mirada mental". Si decimos que la intencionalidad y la conciencia interna son las marcas de lo mental, aceptaremos que el organismo que atribuye mente presenta esa marca en el más alto grado, en el sentido primero de que tal organismo deberá poseer una intencionalidad recursiva o de orden superior, y segundo que sólo puede derivarse esa intencionalidad recursiva de una conciencia interna también de orden superior. Éstas son dos tesis sustantivas, que se irán desarrollando a lo largo de este artículo, pero que requieren de entrada una explicación aclaratoria.

Cuando el señor Swann piensa que hará ver a Odette que existe otros placeres preferibles al de estar con ella y que ello evitará que Odette se sacie y le dará algunas horas para pasar el rato con su chiquita fresca y rolliza como una rosa, el contenido de la relación intencional particular que tiene el señor Swann ("pensar") es también una relación intencional ("ver" en el sentido epistémico de "comprender") que, en una tercera vuelta de tuerca, podría tener a su vez como

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contenido una nueva relación intencional ("comprender" Odette que Swann puede tener representaciones más agradables que las que la propia Odette proporciona). Tenemos así intencionalidad de tercer orden, de estructura (I [2(I3)], que es recur-siva y tiene la capacidad potencial de generar una expresión sin límite (1 (1 [1…])... En Linguistic Behavior, Jonathan Bennett (1976) desarrolla la idea inicial de Grice (i957) de que el desarrollo de un artefacto simbólico capaz de cumplir funciones ostensivas o declarativas tal como el lenguaje humano, es imprescindible esa intencionalidad de tercer orden (que es como decir recursiva). Para que ese desarrollo sea posible, tiene que serlo también que el que realiza la acción simbólica crea, suponga, sepa, etcétera, que el receptor puede saber, suponer, desear, creer, etc. que el mismo supone, sabe, cree, desea, etc. Es obvio que, a partir de la "tercera vuelta" de intencionalidad, ésta es completamente recursiva y requiere también una conciencia recursiva o de orden superior: la conciencia diferenciada de uno mismo como "interpretado por la mirada mental del otro" y "leído en términos de representaciones" que, a su vez, pueden tener como "objeto inmanente" relaciones representacionales.

Sin duda, esas capacidades recursivas de intencionalidad y conciencia, que permiten realizar funciones ostensivas con un medio simbólico como el lenguaje, se dan en el ser humano adulto y hablante competente de un lenguaje. Basta con abrir cualquier novela para comprobarlo. Pero, ¿qué decir de otros organismos? ¿Atribuyen y se atribuyen otros animales mente o sólo el hombre posee esa "mirada mental"? ¿Tiene algún otro organismo, aparte del hombre, esa "actitud intencional" de que habla Dennett? Y, en cuanto al hombre, ¿cómo y cuándo se define esa capacidad "mentalista" a lo largo del desarrollo ontogenético?, ¿cómo aparece y se desarrolla en el niño? ¿Qué competencias cognitivas son necesarias para su desarrollo? ¿Cómo tiene que ser una mente capaz de atribuir mente, un sistema representacional competente para atribuir representaciones a otros? En los últimos veinte años la psicología ha hecho progresos enormes en los intentos de dar respuesta a estas preguntas. Esos intentos han definido algunos de los capítulos más brillantes y productivos de los progresos recientes de disciplinas, como la psicología comparada, la psicología evolutiva y la psicología cognitiva. Por razones de espacio, debemos referirnos a esos progresos de forma muy sintética antes de continuar nuestras reflexiones sobre qué capacidades representaciones son las requeridas por la "actitud intencional" (pueden encontrarse más referencias y aclaraciones sobre el tema en Astington, Harris y, Olson, 1988; Wellman, 1990; Whiten, 1991; Baron-Cohen, Tager-Flusberg y Cohen, 1993; Baron-Cohen, 1995; Riviére y Núñez, 1996).

Paradójicamente, la tradición cognitiva de investigación experimental de la intencionalidad de orden superior, de la "mirada mental", no se originó en estudios con humanos, sino en un fascinante estudio realizado por Premack y Woodruff (1978) con un chimpancé ampliamente conocido en el ámbito de la exploración de las posibilidades de enseñar sistemas simbólicos a antropoides: Sarah. En un provocativo estudio que presentaron con un no menos provocativo título ("Does the chimpanzee have a Theory of, Mind?"), Premack y Woodruff demostraron que, cuando veía películas cortas en que un humano se encontraba en una situación

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problemática (por ejemplo, estar encerrado y querer salir de una jaula, estar sentado tiritando de frío junto a un radiador eléctrico desenchufado, etc.), Sarah era capaz de elegir entre varias alternativas aquella que constituía la solución del problema que tenía el humano (una llave en el primer caso, un enchufe en el segundo, etc.), lo cual parecía indicar que la chimpancé no sólo era capaz de encontrar la respuesta correcta al problema, sino de comprender que el humano tenía un problema que intentaba resolver. Premack y Woodruff (1978) emplearon el término "teoría de la mente" para referirse a la capacidad de comprender un estado mental de otro organismo, tal como el de "percibir un problema" e "intentar resolverlo".

La justificación aparente de ese término, muy equívoco en el fondo, era sin embargo clara: al fin y al cabo, las entidades mentales, tales como las creencias, los deseos, las intenciones, no son objetos empíricos accesibles a una observación externa e intersubjetiva (aunque quizá sean, en un sentido más radical, los estados mentales los únicos contenidos empíricos directos de la experiencia inmediata, o de la conciencia interna, como pretendían muchos psicólogos del siglo pasado y principios de éste). En el plano externo, las nociones mentales son inferencias mediatas que permiten entrelazar y relacionar conductas y situaciones del mundo, dar cuenta de las relaciones de aquéllas y éstas, y predecir las conductas. De forma parecida a como las entidades teóricas de la física - la masa, la energía, la aceleración, etc. - definen algorítmicamente redes de conceptos que permiten predecir fenómenos físicos, así también esas entidades, tales como las creencias, las intenciones o los deseos delimitan tramas de relaciones que sirven para, comprender y predecir la conducta a esos psicólogos naturales que somos los humanos y quizá también como pretendían Premack y Woodruff -los chimpancés u otros antropoides superiores-: Así la naturaleza no empírica y predictiva de las categorías mentalistas, sirvió de justificación primera del nombre que se dio a la capacidad que permite tenerlas: "teoría de la mente".

En el interesante debate a que dio lugar el artículo de Premack y Woodruff (1978), se hicieron algunas aportaciones de gran importancia para el análisis teórico y la definición de criterios empíricos para justificar la atribución a un organismo no verbal de una "teoría de la mente". Así, un importante científico cognitivo, Zenon Pylyshyn (1978) destacaba que la "teoría de la mente", implica, en términos cognitivos, la capacidad de tener relaciones representacionales acerca de relaciones representacionales o, dicho de otro modo, la "capacidad de tener metarrepresentaciones". Por su parte, un influyente filósofo de la mente, Daniel Dennett (1978) reflexionaba sobre los criterios para poder atribuir realmente la posesión de una "teoría de la mente": si un organismo al que llamaremos X, crea deliberadamente en otro, Y, una representación sobre una situación que no se corresponde con la situación real con el fin de sacar provecho de esa representación falsa, ello quiere decir, que X sabe que Y tiene representaciones. O, lo que es decir lo mismo, que X posee una teoría de la mente. De este modo, el engaño táctico (Mitchell, 1986) se convertía, desde los primeros pasos para su estudio, en un criterio decisivo de atribución al que lo realiza de una "mirada

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mental". En respuesta a este desafío, Woodruff y Premack (1979) demostraron experimentalmente que, en condiciones en que pueden perder un estímulo gratificante si lo localiza un competidor, los chimpancés no sólo pueden ocultar información a éste, sino que desarrollan la habilidad de proporcionar positivamente información engañosa al competidor.

Como suele suceder con los problemas que se plantean en términos científicos, la cuestión de si los chimpancés y otros antropoides poseen o no una teoría de la mente se ha complicado y matizado tanto en las ya más de dos décadas transcurridas desde el artículo pionero de Premack y Woodruff (1978) que hoy no admite una solución simple. Una razón de ello es que, en la investigación con humanos, el desarrollo de la capacidad de detectar explícitamente que alguien tiene una creencia falsa se ha constituido en el criterio básico para determinar cuándo tienen realmente los niños una "teoría de la mente desarrollada". Naturalmente los chimpancés no pueden explicitar lingüísticamente sus inferencias mentalistas, si es que las hacen, y además es discutible que las nociones mentalistas de organismos no simbólicos, que no poseen lenguaje -si es que tienen tales nociones-, puedan incluir la categoría de creencia. En un sentido estricto, "tener creencias" implica poseer representaciones (simbólicas) capaces de ser verdaderas o falsas. Representaciones además "apofánticas", como diría Aristóteles: representaciones con la función de "mostrar declarativamente análisis del mundo", construidas del material de los símbolos, capaces de explicitar predicados acerca de argumentos, y con pretensiones de verdad. Es posible que, sin menospreciar sus formidables capacidades, los chimpancés no tengan esa clase de representaciones, sino otras que unen una "pretensión de practicidad", más que de verdad (que no deja de ser una practicidad muy mediata e indirecta), con un matiz más imperativo que declarativo, pero suficientes para producir conductas equivocadas en situaciones de "engaño táctico". Como se ha demostrado en la investigación con niños (Riviére y Núñez, 1996), el engaño puede ser una ruta ontogenética para 'la comprensión de la falsa creencia más que un resultado de esa comprensión.

Además, suponiendo que los chimpancés tengan una "teoría de la mente", la suya será naturalmente una "teoría de la mente chimpancé", que podría ser tan compleja como la humana, pero no necesariamente compuesta de las mismas clases naturales. Podría, por ejemplo, carecer de la noción de creencia, pero incluir conceptos complejos relacionados con jerarquías sociales, relaciones de afiliación, intenciones motoras muy complejas o motivaciones, tales como la de espulgar que pueden tener en los grupos de chimpancés un significado (por ejemplo, asociado a una función social de reconciliación) diferente al que tienen en los humanos. La perspectiva simiocéntrica es más adecuada que la antropocéntrica para comprender cómo podría ser la teoría de la mente de un chimpancé o un gorila, así como los requisitos representacionales y cognitivos de esa teoría de la mente, que no tienen por qué ser los mismos de la capacidad mentalista humana.

Esta reflexión nos conduce a una idea importante, a saber: la "teoría de la mente",

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la "mirada mental", es antes que nada un delicado mecanismo de adaptación intraespecífica. Lo que sucede es que la compulsión mentalista humana y la propensión a adoptar perspectivas autocéntricas son características, al mismo tiempo, tan humanas y penetrantes, que los hombres tendemos a comprender a otros animales, e incluso fenómenos naturales no biológicos, en nuestros términos mentalistas. El animismo en las explicaciones naturales, que resulta ser tan universal en los niños pequeños (Delval, 1975) como en las culturas (Geertz, 1973) no determinadas por las sucesivas revoluciones mecanicistas de la cosmología y la fisiología (en que se ha basado, en gran parte, la construcción de una visión científica no animista del mundo natural), podría ser la consecuencia de un mundo cognitivo humano intraespecíficamente sesgado, cuya evolución pudo depender más de las exigencias de coadaptación a los miembros de la propia especie que de la necesidad de "comprender fríamente el mundo". La versión antropocéntrica de un mundo regido por seres o procesos con intenciones, deseos y, creencias ha sido tan poderosa que la historia de la ciencia es, en gran parte, la de la oposición a ese obstáculo epistemológico.

Dada la insidiosa propensión antropocéntrica del modo humano, de ver el mundo, no es extraño que los estudios recientes sobre la teoría de la mente en antropoides se hayan visto encallados en la antropocéntrica pregunta de si los chimpancés serán o no capaces de "comprender la noción de falsa creencia", que está entre las más humanas de las nociones humanas. Se trata de una pregunta que quizá carezca de sentido cuando se realiza el esfuerzo de reconstruir el Umwelt que resulta de la historia adaptativa de los primates no humanos y que, en cambio, es completamente pertinente si se tienen en cuenta las circunstancias concretas de especiación humana: el desarrollo, específico del hombre, de las capacidades instrumentales de orden superior (hacer unos instrumentos con otros) implica, por ejemplo, la evolución de motivaciones de análisis de interés "desinteresado" por los objetos en general que subyacen a funciones comunicativas ostensivas o declarativas, y éstas a su vez se realizan a través de un tipo muy especial de mediadores o instrumentos que son los símbolos. Además, exige la competencia de diferenciar claramente las intenciones y las acciones de los congéneres, ya que éstos pueden realizar sus intenciones a través de múltiples mediaciones instrumentales que imponen relaciones jerárquicas entre acciones discretamente diferenciadas y entre las que existe solución de continuidad. Pero todo esto no tendría por qué ser así en los orangutanes, bonobos, chimpancés o gorilas, que, en caso de tener "teorías de las mentes", las tendrían de "sus mentes" respectivas y no de las nuestras.

Lo que sí es cierto es que la teoría humana de la mente humana incluye la noción de falsa creencia. Hay una razón metodológica importante para que esta noción se haya convertido en un criterio evolutivo muy importante, utilizado para delimitar en qué momento desarrollan plenamente los niños una teoría de la mente de estructura semejante a la adulta. Cuando una persona, A, señala explícitamente que otra B tiene una creencia falsa, debido por ejemplo a que B no conoce un cambio producido en un estado de cosas, y comprende que B se comportará con arreglo a su creencia "falsa" y no al estado de cosas "verdadero", es claro que esa

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persona, a la que hemos llamado A, diferencia sus propias representaciones de las ajenas, y distingue éstas de los estados de hechos. Es decir, comprende que las relaciones representacionales pueden implicar esa nota de "dirección a un objeto" o contenido que no necesariamente debe ser interpretado como algo real que señalaba Brentano en su conocida definición de los fenómenos psicológicos como caracterizados por una nota de intencionalidad. Las situaciones en que una persona predice la conducta de otra en función de la atribución de una "creencia verdadera" no pueden diferenciarse objetivamente a no ser en términos de explicaciones verbales muy complejas acuñadas ellas mismas en un lenguaje intencional de aquellas otras en que se predice la conducta sencillamente en fun-ción de la situación, sin mediación ninguna de representaciones. De modo que las situaciones de "creencia verdadera" no son buenos "test" de teorías de la mente en organismos no verbales o con capacidades lingüísticas limitadas, En cambio, la situación de falsa creencia son las únicas que "permiten evaluar inequívocamente la capacidad de atribuir mente, en el sentido preciso en que "atribuir mente" equivale a "atribuir representaciones".

Ésta es la lógica subyacente a un ingenioso diseño experimental del que se sirvieron dos psicólogos evolutivos, Heinz Wimmer y Joseph Perner (1983), para probar las capacidades mentalistas de niños en edad preescolar. Mostraban y explicaban a los niños una situación en que había dos personajes en una habitación. Uno de ellos, guardaba un objeto en un lugar o recipiente y se marchaba de la habitación en que estaban ambos. El otro cambiaba el objeto de lugar en ausencia del primero. En el episodio siguiente, se hacía volver al primer personaje a la habitación, indicándole al niño que deseaba el objeto y haciéndole la pregunta crítica: "¿dónde buscaría el personaje el objeto?" La investigación evolutiva ha demostrado, de forma muy consistente, que hacia los cinco años, o pocos meses antes, los niños normales diferencian claramente el estado real de hecho ("el objeto está en el armario", por ejemplo) de la representación del personaje ("Juan cree que está en el cajón en que lo metió") y predicen la conducta del personaje, no en función del estado de hecho sino, le la representación mental que le atribuyen. A diferencia de los niños más pequeños, que tienden a confundir las representaciones "reales" que ellos mismos tienen, después de percibir un cambio en una situación, con las "falsas representaciones" de personas o personajes, que no han visto el cambio, los niños de más de cuatro años y medio o cinco diferencian bien sus representaciones de las ajenas en situaciones de "falsa creencia de primer orden", como la clásica de los dos personajes que hemos mencionado.

La capacidad de comprender relaciones representacionales de falsa creencia hacia los cuatro años y medio parece ser universal e independiente de la cultura (Quintanilla, Riviére y Sarriá, en preparación), y forma parte de un "síndrome evolutivo" más general, que parece indicar que hacia esa edad los niños normales desarrollan la estructura esencial del sistema de conceptos e inferencias mentalistas al que se denomina "teoría de la mente". Por ejemplo, los niños normales se hacen capaces también por esa edad de predecir las emociones que tendrá un personaje en situaciones en que éste o bien obtiene un objeto preferido

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o bien otro no preferido, en función de los deseos del personaje, aun cuando éstos sean contrarios a los propios (Riviére, Arias y Sarriá, en preparación). Es decir, son capaces de "descentrarse" de sus propios deseos para predecir adecuadamente relaciones entre deseos y emociones ajenas. También desarrollan la capacidad de engañar sistemáticamente a un competidor en situaciones experimentales (Peskin, 1992; Sodian, 1991). No es casual que el momento de dominio de una lógica mentalista completa, que incluye la noción de falsa creencia, coincida con la etapa en que el lenguaje se define estructuralmente con arreglo al sistema de reglas propio del lenguaje adulto. A los cinco años, los niños normales poseen un lenguaje de verbos mentales ya muy desarrollado (Sotillo y Riviére, 1997) y, como luego comentaremos, desarrollan, la capacidad de comprender enunciados metafóricos en situaciones experimentales.

Naturalmente, la lógica mentalista de los niños de cinco años no es tan elaborada como la adulta, de forma semejante a como el lenguaje no es tan elaborado como lo es el lenguaje adulto. Así, hasta dos años después los niños no se hacen capaces de comprender "situaciones de falsa creencia de segundo orden". Cuando en la tarea de los dos personajes se incluye un episodio en que el que abandona la habitación ve el cambio que realiza el otro, sin que éste lo advierta, y se realiza la pregunta crítica: "¿dónde cree el personaje X (que ha hecho el cambio) que buscará el objeto el personaje Y?", los niños de cinco años responden "como si X supiera que Y sabe" (Núñez, 1993; Riviére y Núñez, 1996). Los de seis y medio dicen adecuadamente que X creerá que Y buscará el objeto en el lugar equivocado, aunque de hecho lo buscará en el correcto (puesto que ahora Y tiene una creencia verdadera y no falsa). El sistema mentalista del niño de cinco años, que ya es inherentemente recursivo, tarda por consiguiente un cierto tiempo en desplegar del todo las consecuencias de esa propiedad recursiva, de forma semejante a como el lenguaje se despliega en formas cada vez más elaboradas a partir de un núcleo estructural que, en un sentido profundo, puede considerarse esencialmente constituido a los cinco años.

La gran facilidad, y la aparente falta de esfuerzo, con que los adultos realizamos una lectura mentalista de la actividad humana que presupone capacidades cognitivas muy complejas y un poderoso sistema de conceptos e inferencias, no deberían llevamos a subestimar las importantes competencias de atribución de mente de los niños pequeños. Del mismo modo que resulta impresionante que en poco más de tres años los niños sean capaces de desarrollar una estructura formal tan endiabladamente compleja como la de cualquier lenguaje natural (y destacar razonadamente ese hecho y sus consecuencias es una de las grandes aportaciones de Chomsky, 1980, en su reflexión sobre el lenguaje), también lo es que un niño de cinco años sea capaz de comprender que si una persona tiene una representación de una situación, llamemos a esa representación, "x", y dicha situación cambia (x a x') sin que la persona perciba dicho cambio, entonces mantendrá la creencia "x" (ahora falsa), que no se corresponde ni con la situación ni con la representación de ella que tiene el propio niño pequeño, y realizará, en consecuencia, una conducta objetivamente equivocada. ¿Y qué decir de los de poco menos de siete años? A esa edad, los niños normales comprenden que si

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una persona A tiene una creencia sobre la creencia de otra B, y no sabe que ésta ha recibido información que ha modificado su creencia, entonces A cree falsamente que la creencia de B es falsa, a pesar de ser objetivamente verdadera.

De ese tejido de deseos, creencias, creencias (¡tantas veces falsas!) sobre creencias, está hecho el drama humano, el drama de En busca del tiempo perdido, por ejemplo. O por lo menos el drama de nuestro viejo conocido Swann y de sus vicisitudes amorosas. Merece la pena que volvamos de nuevo a alguno de los meandros de ese drama: "pero un día en que pensó sin gusto en aquel inevitable retorno con ella, llevó hasta el bosque de Bolonia a su obrerita para retrasar el momento de ir a casa de los Verdurin, y llegó allí tan tarde que Odette, creyendo que aquella noche ya no iría Swann, se había marchado. Cuando vio que no estaba en el salón, Swann sintió un dolor en el corazón; temblaba al verse privado de un placer cuya magnitud medía ahora por vez primera, porque hasta entonces había estado seguro de tenerla cuando quisiera, cosa ésta que no nos deja apreciar nunca lo que vale un placer" (ibíd., 341).

De modo que Swann, que realiza la acción x (irse con la otra y llegar tarde sistemáticamente al encuentro con Odette en casa de los Verdurin) para sacar el doble provecho de pasar un buen rato, con la chica trabajadora y hacerse el displicente y el interesante con Odette, no valora lo suficiente el amor de Odette desde el momento en que lo tiene asegurado y ello hace que se exceda un día, lo que hace creer equivocadamente a Odette que Swann no irá a casa de los Verdurin, lo cual a su vez hace creer equivocadamente a Swann que Odette no desea verle y (¡lo más profundamente humano de todo!) dar un valor a lo que creía equivocadamente perdido que no daba a lo supuestamente conseguido.

La formidable finura psicológica de Proust está aquí jugando con una intrincada maraña de relaciones entre creencias verdaderas o falsas, deseos, emociones y sentimientos, que definen los "dimes y diretes" de que se compone en realidad una de las obras literarias más eminentes de nuestro siglo, Pues sucede que ese sistema mentalista recursivo, que se compone de elementos, tales como las creencias, deseos y emociones, ese sistema que ya tienen tan desarrollado los niños de cinco a siete años, es en realidad una especie de "juego infinito" que, del mismo modo que el lenguaje permite crear infinitas oraciones gramaticales a partir de un conjunto finito de reglas, permite crear un número infinito de "historias humanas", de "chismes" y "chismorreos" sin límites, a partir de una arquitectura subyacente de atribuciones de representaciones, y de representaciones acerca de representaciones.

Sin duda, Proust es un representante eminente de las dos capacidades humanas a las que nos estamos refiriendo, y cuya comparación resulta esclarecedora: por una parte, la capacidad lingüística de utilizar un sistema finito de reglas, que posee la propiedad de ser recursivo, para crear oraciones gramaticales potencialmente infinitas; por otra, la capacidad mentalista de utilizar un sistema de conceptos y reglas de inferencia intencional, que también tiene la propiedad de recursividad, para definir historias humanamente significativas potencialmente infinitas. Sin

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embargo, en un plano cognitivo abstracto, el mérito de Proust consiste en "desplegar", tanto en un caso, como en otro, posibilidades maravillosas de sistemas (podríamos denominar al uno (O (O (O)...) o de oraciones sobre ora-ciones, y al otro (1 (1 (1)...), o de contenidos intencionales sobre contenidos intencionales), cuyas bases esenciales están establecidas en los niños de cinco años y se desenvuelven de forma muy significativa entre esa edad y los siete años.

Así como los psicólogos evolutivos del lenguaje han investigado de forma sistemática los pasos que da el niño en la constitución del sistema (O (O (O)...), los investigadores de la teoría de la mente han dedicado en los últimos años muchos esfuerzos a conocer cómo se desarrolla y qué requisitos evolutivos tiene el sistema (1 (1 (1)...). Aunque no podamos resumir aquí la enorme cantidad de investigaciones sobre los precursores, requisitos y primeros desarrollos de la teoría de la mente en el niño, sí es necesario que dibujemos un boceto de los contornos generales de ese desarrollo que pueda sernos de utilidad para comprender luego qué clase de representaciones son necesarias para poder tener una intencionalidad recursiva, para poder "representar representaciones en tanto que tales".

De nuevo, la comparación con el lenguaje puede resultar iluminadora para hacer frente a una pregunta básica para poder comprender ese desarrollo. La pregunta es ésta: ¿podría resultar el desarrollo de la teoría de la mente sólo de la experiencia del niño o bien requiere componentes innatos o madurativos, endógenos en cualquier caso, que no implican una mera incorporación de juicios o evaluaciones mentalistas que los niños tomaran de la experiencia de interacción? Parece evidente que sin interacciones con personas los niños no podrían desarrollar nunca una teoría de la mente, de forma semejante a como no podría desarrollar el lenguaje en un mundo carente de "figuras de crianza parlantes". También requieren "figuras de crianza mentalistas" para hacerse ellos mentalistas. Pero la mera observación de contingencias empíricas entre antecedentes, conductas y consecuencias nunca sería capaz de producir una teoría de la mente, como tampoco lo es (recordemos la célebre crítica de Chomsky, 1959, a Skinner, 1957) de producir un lenguaje. El desarrollo de la teoría de la mente tiene que depender, en último caso, de experiencias intersubjetivas primarias, por las que los bebés de dos o tres meses comparten a través de gestos expresivos experiencias emocionales internas con sus figuras de crianza... de experiencias que no pueden resultar, como ha argumentado persuasivamente Trevarthen (1982) de procesos de aprendizaje, sino de la existencia de un sistema motivacional primario "de cooperación y comprensión" prefigurado en el hardware cerebral con el que el bebé nace.

La teoría de la mente no es algo que los niños aprendan de forma parecida a como aprenden a multiplicar. Hunde sus raíces en una organización biológica que, dadas unas condiciones mínimas de crianza entre figuras mentalistas, despliega una forma mentalista de conceptualizar a las personas y las interacciones. Esa mirada mental es el resultado de la organización 'meliorativa" de patrones de

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intersubjetividad, diferenciación causal, conciencia reflexiva y diferenciación creciente entre el mundo mental y el físico. En el segundo semestre de su primer año de vida, los bebés se fijan cada vez más en las acciones de las personas, empiezan a diferenciar entre procesos que sugieren causación material y otros que sugieren causación intencional o final. Hacia el final del primer año desarrollan una forma de intersubjetividad (a la que Trevarthen y Hubley, 1978, denominan "intersubjetividad secundaria") que implica capacidades de detectar relaciones intencionales de las personas en relación con los objetos, y de comunicarse con fines puramente ostensivos. Las formas de comunicación "protodeclarativas", que muestran los niños normales desde el último trimestre de su primer año de vida, tienen que implicar la noción de primer orden de que "los otros son sujetos". ¿Cómo se explicaría que los bebés de un año, muestren objetos a las personas con el mero propósito de compartir con "ellos la experiencia con relación a los objetos?

En el período emblemático del desarrollo en que se produce el paso del período sensoriomotor al preoperatorio, hacia los 18 meses, los niños no sólo desarrollan la noción de objeto permanente, sino que demuestran a través de sus acciones, emociones y gestos comunicativos que de forma no explícita se conciben a sí mismos como sujetos y conciben como tales a los demás. Muchos de los juegos que los adultos desarrollan con los bebés, en el segundo año de la vida de éstos, consisten en "juegos de diferenciación entre intenciones y acciones". "Bromas para bebés" tales como mostrar un gesto anticipatorio de una acción de forma muy evidente, a veces sin efectuar, sin embargo, luego la acción, o realizar una acción cuya intención no se anuncia expresivamente, constituyen ejercicios en torno al tema esencial de la diferenciación mente - conducta, o si se quiere intención - acción, que los adultos realizan con los niños "de forma natural". Los adultos que hacen esos juegos son tan inconscientes de sus profundas implicaciones evolutivas como lo son las madres que emplean estrategias de segmentación, ampliación correctiva implícita, recombinación de elementos en formas gramaticales y sinónimas alternativas, etc., en las interacciones lingüísticas con sus hijos. En el caso de funciones universales, genéticamente previstas, específicamente humanas, como el lenguaje y la teoría de la mente, los adultos son excelentes canalizadores de cursos evolutivos que conducen a la humanización.

El período que se extiende entre el comienzo de la "inteligencia representacional" (al año y medio) y la organización de las estructuras básicas de actividad mentalista y lenguaje (a los cuatro y medio) es evolutivamente muy dinámico: en él, los niños desarrollan capacidades crecientes de suspensión de las acciones y de las representaciones del mundo en el juego simbólico y el lenguaje, se hacen capaces de pequeños engaños y bromas que reflejan con seguridad una mirada "cada vez más mental", constituyen arquitecturas narrativas básicas que definirán la forma propia de la experiencia biográfica humana y de comprensión de las vivencias, etc. A los dos años, los niños son capaces de razonar acerca de acciones humanas en función de una lógica de relación entre deseos simples y acciones. A los tres, desarrollan ya elementos de un conocimiento

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representacional de los estados mentales, que incluye, por ejemplo, la distinción entre representaciones ficticias y no ficticias, o entre ignorancia y conocimiento, aunque no la comprensión de falsas creencias en situaciones contrafácticas como la prototípica de los dos personajes (Wellman, 1990). No diferencian aún explícitamente las ficciones de las falsas creencias, pero tienen una cierta noción representacional de la mente, que se expresa en el concepto al que Perner, Baker y Hutton (1994) denominan prelief, una especie de amalgama de la que luego se diferencian representaciones explícitas de pretend y belief. Este desarrollo puede conceptualizarse como un proceso evolutivo que implica un doble vector de diferenciación progresiva de elementos cada vez más refinados y discriminativos de la lógica mentalista, por una parte, y por otra de descripción representacional cada vez más explícita y auto consciente de los elementos de esa misma lógica (Karmiloff-Smith, 1992).

Los conceptos de metarrepresentación y simulación han sido esenciales para explicar la génesis y la naturaleza de las competencias cognitivas que permiten al hombre tener una "mirada mental", y al niño desarrollarla. La pregunta alrededor de la cual se articulan las posiciones teóricas fundamentales propuestas en los últimos años para explicar las capacidades mentalistas es ésta: ¿hasta qué punto implican esas capacidades una actividad que se pueda entender en algún sentido preciso como teórica o semejante a una" actividad teórica y que permita hablar de una teoría de la mente"? ¿No será más bien la actividad mentalista una actividad de "simulación"? Los enfoques que defienden la primera opción, a los que se ha denominado redundantemente "teorías de la teoría", suponen que para explicar las competencias mentalistas hay que postular la existencia de un conjunto de conceptos y principios, que permiten la realización de una actividad básicamente inferencial. Postulan además que esa actividad inferencial implica el empleo de un tipo particular de representaciones, en tanto que tales" (Perner, 1991) o, en un análisis alternativo, por la importante propiedad de "dejar en suspenso las relaciones ordinarias referencia y verdad entre las representaciones y el mundo" (Leslie, 1987, 1988).

Los otros enfoques explicativos, basados en la idea de simulación, tienden a criticar el dibujo de la actividad mentalista que nos presentan los "teóricos de la teoría", y a considerar abusivo el propio término de "teoría de la mente". ¿Es una teoría en realidad lo que pone en juego el señor Swann cuando llega tarde para mantener el interés de Odette, interpreta equivocadamente como desafecto la ausencia de ésta una: noche en que llega" demasiado" tarde, valora entonces como valioso a través de la ausencia lo que antes no apreciaba suficientemente en la presencia de Odette? ¿Es esa una historia que se deriva indirectamente de alguna clase de teoría que tengamos los humanos acerca de nosotros mismos y de los demás, y de la realización inferencial de las consecuencias de esa teoría? ¿No será más bien la capacidad del señor Swann de acceder introspectivamente a sus propios estados mentales y/o de identificarse imaginativamente o empáticamente con los de Odette lo que cuenta aquí? Los que defienden enfoques de simulación creen que esas actividades mentalistas, que permiten que "las vidas transcurran como novelas", son en esencia procesos de acceso interno

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a la propia mente y proyección simulada de cómo se experimenta, conciben, representa el mundo más allá de las fronteras de las pieles ajenas.

En realidad, la oposición entre estas dos clases de enfoques es mucho más sutil de lo que parece. No sería difícil establecer alguna conciliación aparente entre ellos. ¿Qué duda cabe, por ejemplo, de que en la predicción, interpretación y explicación de las conductas propias y ajenas se emplea un sistema inferencial, que presupone una especie de "teoría de cómo son las personas"? Una teoría que establece proposiciones que nos parecen de Perogrullo, tales como las siguientes: "sí alguien desea X, y cree que X es posible, tenderá a realizar acciones encaminadas a X", "si alguien cree Z, y Z se corresponde con la situación Z' y Z' cambia a F', sin que el que cree Z perciba el cambio, entonces el creyente en Z mantendrá la creencia falsa Z y realizará conductas equivocadas derivadas de esa creencia", "si alguien no desea que otra persona tenga la creencia W, que se corresponde con la situación W', procurará evitar que la otra persona perciba W"', etc. A pesar de su humildad aparente y de su trivialidad manifiesta, esa teoría de la mente ha tenido un éxito enorme en la regulación cotidiana de los intercambios sociales y predicción ideográfica de las conductas ajenas, al menos desde que tenemos noticias por escrito de cómo ven la conducta humana los propios sapiens sapiens, En tanto en cuanto el sistema contiene elementos teóricos (deseos, intenciones, creencias, etc.) que permiten hacer predicciones que nunca se derivarían de una lectura meramente "conductista" o "fisicalista" de la conducta, es un sistema teórico y mental, y parece difícil negarlo.

Por otra parte, ¿cómo negar que en la actividad mentalista real se activan procesos de "simulación"? Seguramente los enunciados teóricos que acabamos de establecer, y que nos parecen tan triviales, se fundamentan en otros supuestos algo más sustantivos y que, aun pareciendo también triviales en un primer vistazo superficial, lo son mucho menos cuando se someten a un análisis filosófico riguroso. Me refiero a enunciados tales como estos dos: (1) "el otro es como yo. La estructura esencial de su experiencia interna es como la estructura esencial de la mía. Si yo tengo deseos, sentimientos, creencias, recuerdos, intenciones, él tiene intenciones, recuerdos, creencias, sentimientos, deseos"; (2) "los contenidos de esos estados intencionales no tienen por qué ser como los contenidos de los míos. De este modo, la estructura de su experiencia es esencialmente idéntica a la estructura de la mía, pero los contenidos son distintos. Su experiencia es su experiencia. No la mía". Esos supuestos aparentemente (sólo aparentemente) paradójicos de identidad esencial y separación radical de las experiencias humanas de lo mental sólo pueden derivarse de experiencias intersubjetivas previas a la constitución de cualquier sistema de nociones; tienen que proceder de experiencias anteriores al desarrollo de ese entramado de conceptos e inferencias al que se da el nombre equívoco de "teoría". Un ser que no fuera capaz de "simularse" en el otro, que no hubiera tenido nunca experiencias de "sentir-con" o no fuera capaz de "sentir" que los demás son seres con experiencias, nunca llegaría a constituir principios como (1) y (2), que constituyen el fundamento de los otros principios particulares y más específicos (" si alguien desea X y cree...", etc.) que permiten que "corran" los programas del software mentalista con que está

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dotada la mente humana.

¿Por que no reconocer entonces que la actividad mentalista humana, al menos en los mentalistas muy competentes de más de cinco años de edad, tiene al tiempo un componente teórico y otro de simulación? Probablemente, una explicación psicológica coherente y completa de la actitud intencional, de la mirada mental propia del hombre, terminará por incluir ambos componentes y por dar cuenta de sus complejas interpelaciones (Stone y Davies, 1996). Pero en la fase actual de la investigación la oposición entre los dos enfoques alternativos está siendo fructífera. Por ejemplo, Robert Gordon (1996), uno de los defensores de un "simulacionismo radical", destaca una fuerte diferencia de acento entre los teóricos de la teoría y los simulacionistas: los primeros tendrían una "visión fría", "una metodología que se centra principalmente en nuevos procesos intelectuales, que pasarían por medio de inferencias de unos conjuntos de creencias a otros, y no harían uso esencial de nuestras capacidades de emoción, motivación y razonamiento práctico" (pág. 11). Frente a ellos, los simulacionistas tendrían una "mirada cálida", "que saca provecho de los propio recursos motivacionales y emocionales y de la capacidad propia de razonamiento práctico" (ibíd.),-Otra diferencia esencial es que los "teóricos de la teoría" suponen que la actividad mentalista se basa en un cuerpo de conocimiento, más o menos comparable al que se contiene en una teoría del tipo de las científicas, acerca de cómo son y se comportan las personas. Por el contrario, los defensores de los enfoques simulacionistas fundamentan la actividad mentalista en una experiencia no-teórica."

Para los simulacionistas, la situación epistemológica con que nos enfrentamos al dominio de lo mental, como propiedad de las personas por ejemplo, es del todo diferente a aquella con que afrontamos otros dominios, tales como el del mundo físico. La identidad esencial entre el interpretante y el interpretado sitúa a aquel en una perspectiva que hace posible realizar procesos que implican simularse en la posición del otro, pero con todo el andamiaje experiencial que proporciona la experiencia íntima de lo mental en primera persona de singular. Lo que hacemos al comprender a las personas no es esencialmente situar su conducta en un curso de nociones e inferencias nomotéticas, sometidas a generalizaciones semejantes a las que realizan las teorías científicas, sino dar sentido a las personas en un plano ideográfico y vivencial (Heal, 1986). Es evidente, así, que en el debate actual entre las "teorías de la teoría" y las "teorías de la simulación" resuenan los ecos de un debate mucho más antiguo acerca de la especificidad de aquellos conocimientos que versan sobre vivencias humanas (Collingwood, 1946) frente a los de otros dominios. En lo que respecta al saber psicológico, la célebre polémica entre Ebbinghaus y Dilthey, entre explicación y comprensión, o saber nomotético frente a "simulación ideográfica" de vivencias, es un ilustre antecedente histórico del debate actual en torno a cómo caracterizar no ya la psicología como saber científico sino como capacidad básica de ese primate al que Humphrey (1983) ha denominado homo psychologicus.

Un buen ejemplo de enfoque simulacionista es el propuesto por Goldman (1989,

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1992,1993). Se trata de una aproximación a las capacidades mentalistas que tiene un aroma inevitablemente cartesiano y que quizá plantee muchos de los problemas filosóficos que se derivan del cartesianismo. Por ejemplo, y en primer lugar; la cuestión de la primera persona de singular concebida como el núcleo originario de la posibilidad de "mentalizar". El acceso de cada sujeto a su experiencia interna no es primariamente teórico. Y eso quiere decir que no se definen prima facie los estados mentales, en la experiencia subjetiva primaria del yo, en tanto que sucesos que jueguen un papel causal en el curso de la conducta o que satisfagan una determinada descripción teórica, sino más bien como qualia inmediatamente accesibles y diferenciados (como cualidades intrínsecas que el sujeto puede reconocer). La primera persona de singular es la sede última, el marco de referencia previo a cualquier elaboración teórica, de lo mental. Ahí es donde se produce el autorreconocimiento de experiencias internas diferenciadas que luego pueden proyectarse en otros en una actividad de simulación.

Paul Harris (1989, 1991, 1992, 1993) ha definido de forma precisa cuatro estadios de desarrollo de las competencias de simulación e imaginación que permiten a los niños normales llegar a resolver a los cuatro años y medio o cinco la tarea clásica dé falsa creencia. (1) En el primero, alrededor del último trimestre de su primer año de vida, los niños empiezan a ser capaces de reproducir, en su propio sistema perceptivo o emocional, las intenciones de otras personas en relación con objetivos o metas presentes. Esa limitada capacidad de "ponerse emocional o perceptivamente en el lugar de" alguien con relación a algo permite el desarrollo de formas de comunicación intencional, tales como los "protodeclarativos", con los que el niño trata de compartir su experiencia acerca de los objetos. (2) El segundo paso se produce en torno al año y medio: consiste en una elaboración por la cual lo que antes era mera "reproducción" empieza a convertirse en "atribución" de estados internos hacia referentes presentes. Ahora es cuando se produce un comienzo, de "simulación", que implica un grado mayor de diferenciación de la experiencia subjetiva propia y la ajena. Se trata de una capacidad simuladora primitiva sobre lo inmediato o, como dice Harris (1992), on line. (3) El tercer momento es decisivo: la simulación, desliga progresivamente, desde el final del segundo año de vida, de los objetos presentes e inmediatos. Es ya "imaginación". El niño no necesita que las metas estén presentes para simular actitudes intencional es de otros. Puede realizar una simulación off line, imaginando metas o situaciones ficticias. (4) Sólo cuando el desarrollo de la imaginación es tal que permite al niño simular off line actitudes intencionales en relación con objetivos contrafácticos (contrarios a los que él mismo percibe), el niño puede resolver la tarea clásica de falsa creencia, hacia los cuatro años y medio.

El modelo de Harris es quizá la teoría simulacionista más capaz de explicar un curso ontogenético, bien conocido y universal, en nuestra especie que incluye hitos significativos, tales como la aparición de la comunicación intencional al final del primer año, de patrones de juego simbólico desde el segundo año de vida, el desarrollo de una "psicología natural" de deseos, acciones, percepciones, acciones, etc., hacia los tres años, y la resolución desde mitad del cuarto año de pequeños problemas mentalistas que presuponen la noción de que las personas

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pueden tener creencias falsas. Además, proporciona una explicación muy coherente y económica al hecho, también bien conocido, de que las alteraciones y deficiencias en el desarrollo de la comunicación y de las competencias mentalistas se asocian sistemáticamente a limitaciones y trastornos de las capacidades de juego de ficción, cosa que sucede, por ejemplo no sólo en los cuadros prototípicos de Síndrome de Kanner, sino en todos aquellos problemas de desarrollo que se acompañan de rasgos propios del espectro autista (Wing, 1978; Wing y Gouid, 1979; Harris, 1993).

Desde los supuestos básicos de los enfoques de la simulación resulta tentadora la hipótesis de que esos trastornos podrían deberse, en último término, a un fallo en la constitución de los procesos de acceso inmediato de la conciencia en primera persona de singular, sobre los que pivotaría la posibilidad misma de esos otros procesos de simulación-imaginación que permiten "ponerse en la piel del otro". Podríamos decir que esa facultad mentalista de ponerse en piel ajena consiste para los simulacionistas en "simular desde dentro el mundo en la perspectiva del otro", y en ese enunciado la cualificación "desde dentro" es esencial (al menos en los modelos de Goldman, 1992, y Harris, 1992). Lo es porque ahí reside la diferencia sutil, pero esencial, entre los modelos de la simulación y los de la "teoría de la teoría": aquéllos niegan enfáticamente que el autoacceso a la propia experiencia mental pueda tener un carácter "teórico", inferencial y mediato. Es, por el contrario, empírico, experiencial e inmediato. O, al menos, lo es originariamente. Y es esa experiencia originaria inmediata de lo mental, que el sujeto realiza en el reducto ineludiblemente privado de la primera persona de singular, la que permite dar desde ahí el salto de la simulación de las otras mentes, imaginadas como otras experiencias en otras pieles, pero a las que nunca se accedería si no hubiera un acceso inmediato a la interioridad propia.

En el extremo contrario, algunos defensores de las "teorías de la teoría", como Alisan Gopnik (1993), han defendido la idea muy poco intuitiva de que el acceso a la mente en primera persona de singular es tan mediato, inferencial y "teórico" como en tercera persona. La inmediatez fenoménica no es, para estos investigadores, más que una "ilusión". El acceso a la propia mente está, en realidad, tan mediado por conceptos teóricos como lo están las inferencias sobre las mentes de los demás. La experiencia interna propia es tan atribuida y está tan modulada por conceptos teóricos como la ajena. Para comprender rápidamente esta posición tan contraintuitiva puede servimos un nuevo ejemplo de nuestro formidable psicólogo natural, Marcel Proust, y de las elucubraciones amorosas de su entrañable "snob", el señor Swann. Cuando éste por fin logró formar una relación más estable con Odette "sentía que desde que Odette podía verle con toda clase de facilidades, ya no tenía tantas cosas que decirle como antes, y tenía miedo de que los modales, un tanto insignificantes y monótonos, sin movilidad ya, que adoptaba Odette cuando estaban juntos, no acabaran por matar en él esa esperanza romántica de un día en que ella le declarara su pasión, esperanza que era el motivo y la razón de existencia de su amor. Y para renovar algo el aspecto moral, harto parado de Odette, y que tenía miedo que le cansara, de pronto le escribía una carta llena de fingidas desilusiones y de cóleras disimuladas, y se la

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mandaba antes de la cena. Sabía Swann que Odette se asustaría, que iba a contestar, y esperaba que de aquella contracción que sufriría, el alma de Odette, por miedo a perderle, brotaran palabras que nunca le había dicho" (págs. 339-340).

Realmente, resulta difícil encontrar una relación mas mediata, tortuosa, inferencial y modulada conceptualmente que la que el señor Swann tiene con su propia experiencia interna. Es verdad que de lo que sufre el pobre Swann es sobre todo de sus imaginaciones, y que podría parecer que no hay ejemplo más ilustrativo del enfoque de la actividad mentalista como proceso de experiencia inmediata-simulación que la imaginación. Pero también lo es que esas imaginaciones están, por así decido, acuñadas en los términos de un sistema inevitablemente conceptual y que presupone aparentemente una especie de modelo teórico acerca de "cómo somos las personas". Swann se tiene miedo a sí mismo, es decir, tiene miedo a terminar por perder su amor por Odette, y emplea la treta de mandar a ésta cartas llenas de "fingidas desilusiones" y "cóleras disimuladas", porque sabe cómo son las personas. Actúa así en tanto que "se conoce" y "conoce a Odette", lo que le permite, por ejemplo, predecir que ésta se asustará y temerá a su vez perder su amor cuando reciba esas cartas llenas de ficciones y disimulas. Y ese conocimiento es una especificación de otro más abstracto y general acerca de las personas como dispositivos mentales": una especificación, en suma, de una teoría de la mente, que no se limita a sobreponerse a la experiencia para dar de ella una "interpretación de segunda mano, sino que literalmente define la naturaleza misma de las experiencias que tiene el señor Swann. Éstas son resultantes de una actividad tan, teórica, abstracta, inferencial, interpretativa, como lo es la actividad que nos permite atribuir mente a otros y ponernos en su piel.

Las preocupaciones de Swann nos llevan así, una vez más a nuestras propias preocupaciones: nos sirven para adentrarnos en los otros enfoques (los dominantes) en los últimos años en el estudio de las capacidades mentalistas: las "teorías de la teoría". Inmunes a la que algunos suponen engañosa, y al tiempo deslumbrante y cálida, inmediatez de la experiencia interna propia, los teóricos de la teoría tienden a situarse en una perspectiva efectivamente más fría y lejana. Más cercana a la tradición de la psicología cognitiva y la ciencia cognitiva tradicionales. En una perspectiva de tercera persona desde la que se destacan sobre todo dos temas importantes: (1) en primer lugar, la naturaleza, desarrollo y constitución estructural de un sistema conceptual (y teórico) que permite inter-pretar y predecir la conducta en términos mentales; (2) en segundo lugar, el carácter especial de las representaciones mentales que son necesarias para que ese sistema, "la psicología natural de creencias-deseos", llegue a constituirse. A esas representaciones mentales-recordemos se les ha dado el nombre muy adecuado de metarrepresentaciones. En sentido estricto, sólo pueden tener "teoría de la mente" los organismos capaces de tener metarrepresentaciones. Éstas constituyen la base cognitiva del sistema mentalista humano. En el examen de los modelos cognitivos a los que se ha denominado de "teoría-teoría" o (mejor) "teorías de la teoría" se plantean entonces tres temas esenciales a los que nos referiremos ordenadamente: (1) ¿qué quiere decir que el sistema mentalista es

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una teoría?; (2) ¿en qué consiste y cómo se desarrollo esa teoría en la ontogénesis?; (3) ¿qué clase de representaciones contiene?

Existen dos alternativas muy diversas en la respuesta a la primera de nuestras tres preguntas: ¿qué quiere decir que el sistema mentalista humano es una "teoría"? Para una de ellas, la que defienden, por ejemplo, Wellman (1990), Perner (1991) y Gopnik (1996), la teoría de la mente puede entenderse como teoría en un sentido semejante, y en un plano no trivial, a como se entienden por teorías las teorías científicas. La idea de que los niños tienen "teorías implícitas del mundo", que abarcan dominios, tales como el mundo físico, la realidad biológica, la organización social, etc., es una metáfora comúnmente aceptada entre los psicólogos evolutivos y de la educación actuales. Para algunos se trata de algo más que una metáfora: los niños forman sistemas de creencias sustantivas acerca de diferentes dominios que les ayudan a interpretar y predecir los fenómenos de esos dominios. La teoría de la mente sería uno de los sistemas más profundos, exitosos y universales: es el modelo conceptual representacional, la teoría implícita que desarrolla el niño para afrontar el dominio de las relaciones interpersonales.

La otra alternativa emplea el término "teoría" en un sentido diferente, inspirado en la formulación de Chomsky (1980) cuando define, tanto la competencia inicial para desarrollar el lenguaje, como la competencia final que posee el hablante en términos de una "teoría del lenguaje": un conjunto de principios, completamente inconscientes, que delimitan constrictivamente en el primer caso la gama de gramáticas posibles, y que definen específicamente la gramática de un lenguaje en particular en el segundo caso. Como ha destacado Gopnik (1996), el término "teoría" en este segundo sentido suele asociarse a una versión "modular" de la capacidad mentalista o "teoría de la mente". Para Leslie (1987, 1988), por ejemplo, la teoría de la mente implica el despliegue madurativo de un módulo cognitivo definido por la capacidad de formular metarrepresentaciones. Cuando en otras partes de este artículo comparábamos el desarrollo del sistema (1 (1 (1)...) con el de la competencia sintáctica (O (O (O)...), nos inspirábamos en esa sugerente comparación entre teoría de la mente y lenguaje, abonada además por hechos que merecen tenerse en cuenta: parece ser idéntico el período crítico de adquisición de las funciones mentalistas y gramaticales, iguales algunas propiedades importantes de ambos sistemas (por ejemplo, la recursividad, de que ya hemos hablado), y los mismos algunos rasgos interesantes de su desarrollo. Por ejemplo, ambos son sistemas que requieren interacciones con personas para desarrollarse, pero que no implican procesos de aprendizaje derivados de una enseñanza deliberada o de una fase declarativa y consciente inicial, previa a la “proceduralizacion”:

1. Las primeras presuponen que la "teoría de la mente" implica de algún modo un cierto "compromiso ontológico", o por decirlo de otro modo, que podría especificarse en un conjunto de enunciados sustantivos (y supuestamente falsables) sobre lo real, pero este compromiso no parece implicado por los enfoques "neochomskianos" del mentalismo, como el de Leslie o el que

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defendemos en este artículo. Por el contrario, los componentes de la teoría de la mente, en la perspectiva de la metáfora del lenguaje, son más comparables a prin-cipios de operación de un sistema de procesamiento que a sistemas de creencias sustantivas sobre el mundo.

2. La segunda diferencia consiste, en que los enfoques de la "metáfora de la ciencia" tienen un estilo más constructivo por lo general, y más innatista los enfoques de la "metáfora del lenguaje".

3. La tercera diferencia es que la metáfora del lenguaje sugiere que la teoría de la mente puede funcionar de forma completamente automática, "compulsiva" e inconsciente, mientras que la metáfora de la ciencia parece sugerir que para poseer una teoría de la mente es "'necesaria alguna conciencia explícita, por parte de quien la tiene, de que él es un ser con representaciones y los demás lo son.

4. La última diferencia importante es que, mientras que la metáfora de la ciencia sugiere que existe una estrecha solidaridad cognitiva entre la teoría de la mente y las otras representaciones y explicaciones que los niños construyen sobre el mundo, la metáfora del lenguaje sugiere un carácter autónomo y relativa o completamente independiente ("modular") de la teoría de la mente.

Si tuviéramos que decirlo en dos palabras, diríamos que, para la metáfora de la ciencia, la teoría de la mente es esencialmente un sistema de creencias. Para la metáfora del lenguaje, es sobre todo, un sistema de procesamiento.

Wellman (1990) ha hecho una de las defensas más persuasivas de la metáfora de la ciencia. Desde luego la "teoría de la mente no es, ni para él ni para nadie, una teoría científica, yeso debe quedar claro. Pero posee propiedades que hacen que se pueda hablar propiamente de "teoría" en el ámbito de la actividad mentalista natural en un sentido que recuerda a aquel en que hablamos de "teorías" cuando nos referimos a los modelos científicos del mundo. El concepto de teoría es en sí mismo muy controvertido, pero haya al menos tres rasgos esenciales que definen a un cuerpo de conocimiento como una teoría: (1) las teorías contienen conjuntos de conceptos y proposiciones interrelacionados, que definen totalidades sis-temáticas; (2) implican distinciones o compromisos ontológicos específicos; y (3) definen marcos causales-explicativos que permiten predecir y explicar fenómenos de sus ámbitos de dominio.

Esas tres propiedades se dan en el ámbito del conocimiento acerca de lo mental con el que las personas regulamos nuestras relaciones. La psicología de creencias-deseos constituye un sistema de conceptos interrelacionados (tales como los que se reflejan en los verbos mentales "desear", "querer", "suponer", "creer", "recordar", "pensar", "pretender", "sospechar", etc.) que se derivan de una distinción ontológica básica y fundamental: la existente entre entidades y procesos mentales internos por un lado y objetos y acontecimientos físicos por otro. En nuestra concepción cotidiana, las entidades y procesos mentales, como las ideas y los sueños, son tipos de cosas categóricamente diferentes de los objetos y acon-tecimientos físicos externos, como las piedras y las tormentas; y de acciones manifiestas observables, tales como correr. La presencia de esta división ontológica en el pensamiento adulto se hace evidente en muchas distinciones

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naturales del lenguaje: idea-cosa, psicológico-físico, fantasía-realidad, mente-cuerpo, mental-real" (Wellman, 1990, pág. 26). El conjunto de conceptos y enunciados que se derivan de la distinción ontológica esencial entidades mentales-físicas define finalmente un marco causal-explicativo y que sirve para predecir en el dominio de los fenómenos consistentes en acciones e interacciones de las personas (y frecuentemente de otros seres). De este modo, la "teoría de la mente" o por lo menos la que tienen los adultos humanos es teórica en tanto que comparte algunas propiedades esenciales (carácter sistemático, compromiso ontológico, naturaleza causal-explicativa) con las teorías prototípicas, es decir, con las explicaciones científicas del mundo.

La descripción que realiza Wellman (1990) del desarrollo de la teoría de la mente en el niño es consecuente con la metáfora de la ciencia y con los supuestos de sistematicidad, compromiso ontológico y naturaleza causal-explicativa a que acabamos de referimos. Si la teoría de la mente es una teoría, entonces su desarrollo debe consistir esencialmente en un proceso de cambio conceptual y la comprensión de ese desarrollo puede verse iluminada por el conocimiento de los fenómenos de esa clase que se dan en la historia de la ciencia. Wellman acepta la idea de que, a lo largo de la historia de la ciencia, los procesos de cambio teórico raramente (o nunca) implican la sustitución de unas teorías por otras radicalmente inconmensurables (una tesis que defienden Kuhn, 1983, Y Kitcher 1988, entre otros, frente a posiciones como la de Feyerabend, 1962). Del mismo modo, a lo largo del desarrollo del niño se producen procesos por los cuales se producen sistemas conceptuales cada vez más poderosos para interpretar intencionalmente la conducta, y esos sistemas conceptuales pueden ser sustancialmente diferentes unos de otros, pero no radicalmente inconmensurable. Por ejemplo, los niños nunca son conductistas radicales en su interpretación de la conducta y la acción humana, ni tampoco "realistas" -como pretendía Piaget (1929)-, o al menos no realistas, radicales, en el sentido de que otorguen "realidad física" a los procesos y estados mentales. Wellman (Í990; Estes, Wellman y Woolley 1990; Wellman y Estes, 1986) demuestra que los niños de tres años son ya capaces de servirse de criterios, como la visibilidad o tangibilidad para diferenciar fenómenos mentales de físicos, se dan cuenta de que las entidades mentales "no son reales" y sólo pueden transformarse por procesos mentales, no las confunden con entidades físicas intangibles o invisibles (el humo, el sonido), comprenden que son privadas, etc. Es decir, poseen una "visión dualista", una base del compromiso ontológico fundamental de distinción entre lo físico y lo mental. "

El desarrollo de la teoría de la mente se nos presenta, desde la visión de Wellman, como un proceso de diferenciación conceptual progresiva en un sistema teórico cada vez más refinado y poderoso, cuyos supuestos son en todo momento mentalistas. Así, los niños de dos años ya poseen un sistema preteórico que es una especie de "psicología del deseo simple". "Hay un período temprano -alrededor de los dos años- en que los niños aún carecen de una concepción de las creencias o representaciones, pero de todas formas conciben a las personas en términos mentalistas y subjetivos" (Wellman y Bartsch, 1994). Prácticamente desde sus primeras combinaciones lingüísticas, los niños hablan de deseos,

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aunque no de representaciones. A los tres años, la teoría de la mente del niño ya incluye, en la descripción de Wellman, un componente representacional. Es decir, los niños de tres años son capaces de "representarse que ellos mismos y los otros poseen representaciones". Resuelven con gran solvencia tareas que exigen diferenciar creencias de deseos, y tener en cuenta las creencias "verdaderas" para predecir la conducta (Wellman y Bartsch, 1988; Wellman, 1990), aunque aún no las que exigen tener en cuenta creencias falsas. Wellman (1990) propone que tienen una concepción "figurativa", una especie de "teoría de la representación como copia" y no aún como interpretación dependiente de una perspectiva.El desarrollo posterior, que permite por ejemplo la resolución de la "tarea clásica de falsa creencia, implica la construcción de una teoría cada vez más compleja y que implica la noción de que "las representaciones mentales son construcciones interpretativas de la realidad" (1990, pág.260). Este proceso tiene un momento crítico en la fase del desarrollo que se extiende aproximadamente entre los tres y los seis años.

De este modo, si bien la teoría de la mente sufre cambios sustanciales a lo largo de la ontogénesis, presenta también elementos invariantes que se derivan de supuestos ontológicos esenciales, tales como el de dependencia intencional de la conducta y distinción entre el ámbito de lo físico y el de lo mental. Quizá el mejor resumen de la idea de Wellman sea decir que el desarrollo de la teoría de la mente consiste en el refinamiento progresivo, a través de un proceso de cambio y diferenciación conceptual, de una psicología de cuño intencional e inherentemente (aunque no sustancialmente) dualista. Cuando Wellman se refiere al dualismo como "compromiso ontológico" no presupone obviamente que el niño parta de una hipótesis de "teoría de las dos sustancias" como si fuera un pequeño descartes. Sin embargo, en algún momento se pregunta hasta qué punto no es su propia descripción de la teoría de la mente y de la naturaleza de ésta universalmente aplicable o resultante de los presupuestos ontológicos de una determinada cultura, no necesariamente compartidos por otras culturas (Rosaldo, 1982). Sin embargo, no existen -que sepamos- culturas que de un modo u otro no incluyan en sus términos nociones, tales como la de que la conducta puede ser propositiva, la de que pueden existir deseos y creencias, y éstas pueden ser falsas, etc. Parece difícil admitir que principios como el de dependencia perceptiva de las representaciones mentales, o el de que pueden existir representaciones falsas, puedan ser específicas de determinadas culturas y no de otras.

La observación que acabamos de hacer desvela una dificultad importante en la que pueden encallar las "teorías de la teoría" basadas en la metáfora de la ciencia. Desde el momento en que presuponen que la teoría de la mente es esencialmente un sistema de creencias que implica, por ejemplo, determinados "compromisos ontológicos" (como el compromiso dualista), desde el momento en que acentúan el carácter "conceptual" de la teoría de la mente, se ven fácilmente abocados estos modelos a una discutible versión del niño como un ser más semejante a un científico (sesudo aunque quizá incompleto) que a un artesano pragmático de las interacciones en que participa. Y esa visión un tanto "hiperracionalizada" del niño se encuentra entonces con el peligro de tener que admitir por coherencia, que la

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teoría de la mente debería ser más permeable culturalmente de lo que parece serio de hecho. En mi opinión, el poeta griego Teognis de Megara, alrededor de seiscientos o setecientos años antes de Cristo, tenía en un sentido profundo la misma teoría de la mente que tiene el autor de estas páginas -aunque no necesariamente los mismos criterios morales- cuando decía cosas como ésta: "adula bien a tu enemigo. Y cuando esté a tu alcance, dale su castigo, sin darte para eso pretexto ninguno". O ésta: toma el carácter del pulpo que, muy flexible, se muestra igual a la piedra a que se ha pegado. Ahora asimílate a ésta, y luego varía el color. La astucia es mejor, en verdad, que ser intransigente."

La distinción entre la teoría de la mente, como un sistema de procesamiento que define una competencia básica y universal humana para "mentalizar", y "psicología popular", o conjunto de interpretaciones culturalmente variables acerca de lo mental, parece absolutamente necesaria para resolver algunas anomalías extrañas en los debates filosóficos acerca del papel y la posibilidad de sustitución de los conceptos mentales. ¿Cómo pueden afirmar algunos filósofos (por ejemplo, Fodor, 1985) que la desaparición de la "psicología foIk" sería un desastre, y otros (por ejemplo, Churchland, 1981, 1988) que esa misma psicología contiene un conjunto de ideas falsas y que debería ser abandonada y sustituida lo antes posi-ble? Probablemente porque no están hablando de la misma psicología, sino de dos cosas diferentes: de una capacidad natural de hacer interpretaciones intencionales, atribuciones e inferencias de la conducta en términos de una psicología universal de creencias-deseos, por una parte. Y de los muy variados y diversos conjuntos de interpretaciones acerca de los estados mentales, completamente modulados por y derivados de la cultura, por otra. Parece que los niños de diferentes culturas resuelven exactamente a las mismas edades las tareas clásicas de teoría de la mente de primer y sentido orden (Quintanilla, Riviére y Sarriá, en prensa) y eso se deriva de una capacidad básica humana, y no de un sistema de conceptos particular de ésta o la otra cultura. Pero los niños de algunas culturas son, por ejemplo, más analistas que los de otras, o creen que los sueños son predictivos o que la envidia produce enfermedades, mientras que los niños de otras culturas no creen esas cosas, y esto si es "psicología foIk" una interpretación cultural de lo mental.

La asimilación metafórica de la teoría de la mente a las teorías científicas tiende a ignorar que las teorías científicas son artefactos culturales, mientras que la teoría de la mente forma parte del conjunto de competencias básicas que permitieron en la filogénesis la especiación humana, y en la ontogénesis la "humanización" de cada niño. De nuevo en este aspecto surge un paralelismo muy revelador entre la teoría de la mente y el lenguaje: ambas son competencias que se definen en el gozne mismo en que la biología se convierte en cultura. Ambas capacidades tienen una peculiar y misteriosa naturaleza híbrida biológico-cultural. Las dos implican un "despliegue" de posibilidades biológicas que sólo se desvelan cuando las crías de nuestra especie se crían entre adultos de la especie, o lo que es lo mismo entre ciertos primates muy peculiares, que son al tiempo parlanchines y mentalistas. De forma semejante a como todos los lenguajes adultos, como el griego clásico y el castellano actual, contienen elementos léxicos que pertenecen

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a categorías gramaticales, tales como las de "sustantivo" o "verbo". Todos los sistemas conceptuales mentalistas, el de Teogrus de Megara y el mío, contienen elementos conceptuales que pertenecen a las clases metarrepresentacionales de las creencias y los deseos y de forma semejante a como no es posible decir que el lenguaje que tienen los niños de tres años que aprenden chino mandarín es más complejo que el de los niños de tres años que aprenden italiano, tampoco sería correcto decir que la teoría de la mente de aquéllos es más compleja -o más simple- que la de éstos.

Si Proust era un mentalista más hábil que el padre de la célebre familia televisiva Simpson (cuya finura psicológica ha quedado inmortalizada en una frase contundente: "¡eh... que yo también tengo sentimientos:... a veces me duele el estómago!"), ello no era por el hecho de ser de distinta cultura. Su capacidad de teoría de la mente era mayor, más compleja y refinada, como lo era su competencia lingüística, con absoluta independencia del origen cultural. Ello no quiere decir que esa capacidad no se viera modulada ineludiblemente por una determinada cultura en particular, con unas ciertas ideas morales sobre la conducta, un modo particular de definir las premisas valiosas para la construcción de la autoidentidad, una forma determinada de ver las relaciones humanas, etcétera.

Las elucubraciones y sentimientos de nuestro querido Swann, por ejemplo, reflejan constantemente hasta qué punto el sistema conceptual básico y universal, al que hemos llamado "teoría de la mente", se ve condicionado en sus interpretaciones e inferencias de la conducta por valores culturales. Por ejemplo, los sentimientos de Swann que se manifiestan en este párrafo se derivan de forma muy directa de valores culturales, tales como la percepción de la relación hombre-mujer en los ambientes "chic" del París alegre de la segunda década de nuestro siglo.

Aunque Swann nunca tuvo envidia seriamente de las pruebas de amistad que daba Odette a uno o a otro de los fieles, sintió una gran dulzura al oírla confesar así, delante de todos y con tan tranquilo impudor, sus citas diarias de por la noche, la posición privilegiada de que gozaba en casa de Odette y la preferencia que esto implicaba hacia él. Verdad es que Swann había pensado muchas veces que Odette no era, en modo alguno, una mujer que llamara la atención, y la supremacía suya sobre un ser tan inferior no era cosa para sentirse halagado cuando se la pregonaba a la faz de los fieles; pero desde que se fijó en que Odette era para muchos hombres una mujer encantadora, y codiciable, el atractivo que para ellos ofrecía su cuerpo, despertó en Swann un deseo de dominada enteramente, hasta en las más recónditas partes de su corazón (pág. 404).

Tanto Proust como Swann, Ali Mohammed como el señor Simpson, Teognis de Megara como un noble español del XVII (1), tienen y reconocen cualitativamente sentimientos, tales como los celos y la envidia; (2) cualifican negativamente esa clase de sentimientos; (3) integran las nociones que los representan en sistemas integrados de nociones que sirven para explicar y predecir la conducta. Lo que ya

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varía es, por ejemplo, el hecho de que la envidia se considere como productora de enfermedades física (tal como piensan, por ejemplo, los zapotecas mejicanos, véase Quintanilla, Riviére y Sarriá, en prensa) o no, el que la envidia sea o no contingente a que potenciales rivales amorosos reciban palabras amables de la mujer amada, el que se considere positivo o negativo (¿qué dirían Ali Mohammed o el noble español del XVII?) que la amada cuente "con tranquilo impudor" sus citas amorosas de por la noche, etc. De este modo, el sistema conceptual básico que sirve para interpretar las acciones humanas es metainterpretado por la propia cultura y modulado en su funcionamiento por valores culturales. Pero, de forma semejante a como las diferencias léxicas entre los diferentes lenguajes en los términos de color no condicionan decisivamente los procesos de categorización y discriminación del color, sino que reflejan a pesar de su diversidad ciertos aspectos universales de la cognición humana (Berlin y Kay,1969; Heider, 1972; Heider y Oliver, 1972), así también es posible aceptar la existencia de un sistema universal y abstracto de categorías mentalistas que subyacen a las muy diversas formulaciones sobre lo mental moduladas explícitamente por los diferentes lenguajes y culturas.

Una "teoría de la teoría", afín a la metáfora de la ciencia, pero que podría dar solución al problema de la universalidad, es la propuesta por uno de los inventores de la tarea de falsa creencia, Joseph Perner (1991, 1993). Hemos insistido a lo largo de este artículo, en la idea de que las actividades que implican atribución de mente exigen necesariamente atribuir representaciones, puesto que la mente es un dispositivo representacional o intencional. De este modo, la actitud intencional presupone una habilidad "metarrepresentacional: la capacidad de tener representaciones sobre representaciones: Para decirlo de un modo más preciso, la actitud intencional exige la competencia de representar' relaciones representacionales en tanto que tales. Esa es la competencia, a la que Perner (1991,1993) denomina "metarrepresentación"; y que constituye el núcleo central de su explicación del desarrollo de la teoría de la mente.

Para explicar el galimatías de las "representaciones sobre representaciones" y las "representaciones sobre relaciones representacionales", permita el lector que le presentemos dos enunciados. Son los siguientes: (1) "el retrato del príncipe Baltasar Carlos, a caballo, realizado por Velásquez, representa a un niño serio y rubio de alrededor de seis años, con altas botas de montar, ricos ropajes, banda rosa cruzando el pecho y sombrero ladeado. Tiene en la mano derecha una bengala y con la izquierda controla firmemente las riendas de un grueso caballo que galopa. Al fondo, se alza la sierra de Madrid, bajo el cielo intensamente azul"; (2) "Pedro cree que el príncipe Baltasar Carlos era hijo de Felipe IV e Isabel de Francia." El primero de esos enunciados es una (torpe) representación verbal de una representación, a saber: la representación del príncipe Baltasar Carlos en el célebre retrato ecuestre de Velázquez. En sentido estricto, ese enunciado no es metarrepresentacional. En cambio, sí lo es el segundo: "Pedro cree que...". Lo es porque ese enunciado - y no el otro - tiene como foco una relación representacional: creer. La descripción verbal del cuadro de Velázquez puede entenderse como la representación mediante símbolos lingüísticos de una

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representación analógica (un retrato). La segunda como la representación de una relación representacional, de una actitud proposicional de alguien con respecto a algo: Sólo a esas representaciones que se refieren a actitudes preposicionales, a relaciones representacionales en su calidad de tales relaciones, podemos llamarlas estrictamente metarrepresentaciones.

Para Perner (1991, 1993) lo que el niño desarrolla cuando desarrolla su teoría de la mente es la "comprensión de la mente como un sistema representacional". Es esa comprensión precisamente la que se evalúa con el test de la falsa creencia. Cuando los niños de cuatro años predicen que un personaje que no ha tenido noticia de un cambio en una situación actuará como si conociera ese cambio, demuestran que en realidad aun no comprenden del todo que la mente es un sistema representacional, no son aún capaces de representar las relaciones representacionales "en tanto que tales". Su competencia es muy diferente de la que tienen los niños de cinco, capaces de detectar la falsa creencia y de predecir correctamente la conducta equivocada del personaje. Perner dice que los niños de cuatro años son ya unos buenos "teóricos de las situaciones", pero no aún "teóricos de la mente".

Así como para Wellman el vector principal del desarrollo de la teoría de la mente era el cambio conceptual, para Perner lo es el cambio de las capacidades representacionales en el niño. El desarrollo de la mente infantil se define por la adquisición de formas cada vez más complejas y elaboradas de representación. Perner (1993) diferencia tres momentos claves en esa evolución... tres etapas que se definen por el dominio de niveles representacionales sucesivos: (1) las representaciones primarias, que desarrollan los niños desde su primer año de vida; (2) las secundarias, que se dan desde el segundo año; y (3) las metarrepresentaciones, que aparecen entre el cuarto y el quinto. Las primeras consisten en modelos "únicos" del mundo. Es decir; en modelos que, aunque puedan ser muy complejos (los bebés tienen desde muy pronto modelos "supramodales" y que integran grandes cantidades de información), ocupan enteramente sus "ventanas mentales". Ello dificulta, por ejemplo, que los bebés pequeños puedan comprender los cambios de situación. Dado que sólo pueden tener mentalmente presente un modelo del mundo concreto que sea, a medida que éste cambia el modelo, tiene que ser sustituido por uno nuevo: Perner (1993) dice que los modelos permiten un nivel básico de comprensión de relaciones aún no propiamente representacionales. Por ejemplo, los bebés de pocos meses son sensibles a relaciones, tales como las de "semejanza" entre objetos, o a indi-cadores de atención de las personas que les rodean.

En el segundo año de vida, la mente del niño sufre un cambio enormemente importante: ahora se hace capaz de manipular simultáneamente dos o más modelos simultáneos en relación con las mismas situaciones. Es como si su "computador mental" pudiera jugar con varias pantallas simultáneas. Aparecen así las "representaciones secundarias", que permiten desarrollos decisivos, Por ejemplo, distinguir medios y fines (lo que implica representar simultáneamente contextos actuales, contextos finales modificados y medios para realizar los

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cambios), desarrollar plenamente la noción de "objeto permanente"'(que exige representar en paralelo situaciones actuales y desplazamientos imaginarios en el espacio), o realizar juego de ficción y actividades de simulación (que implican la representación simultánea de realidades presentes y ficciones imaginadas). La capacidad de procesar representaciones secundarias convierte a los niños de la etapa crítica del desarrollo (18 meses a cuatro años y medio) en ingeniosos "teóricos de las situaciones", pero no aun en teóricos de la mente. Los teóricos de las situaciones son capaces, en efecto, de "jugar con las situaciones", definiendo diferentes perspectivas sobre un mismo mundo referente representado. Por ejemplo, un niño de tres años y medio puede jugar a que es un héroe que se acerca a su enemigo, y al mismo tiempo representar una trampa que "coge por sorpresa" al propio héroe. En la medida en que el niño desliga más y más las representaciones secundarias de las primarias, se va convirtiendo en un teórico situacional cada vez más diestro en la representación de mundos simulados.

Pero los maravillosos poderes de los teóricos de las situaciones, esos poderes que permiten construir mundos 'Ficticios cada vez más ricos y elaborados, discriminar mejor los medios de los fines, etc., tienen un límite. Un tope que aparece, por ejemplo, cuando se hace necesario comprender realmente las propiedades relacionales de las representaciones y su muy peculiar relación de causalidad con el mundo. Se trata de un requisito necesario para resolver la tarea clásica de falsa creencia. Los niños de la etapa crítica no pueden comprender aún que las representaciones externas (por ejemplo, las fotografías) son iguales a las situaciones representadas (por eso no pueden resolver una ingeniosa tarea inventada por Zaitchik, 1990, en la que el niño tiene que decir cómo saldrá fotografiada una muñeca a la que se ha cambiado de vestido en el período transcurrido entre la realización de una fotografía y su revelado), mientras que las internas -por ejemplo, los pensamientos- no se identifican necesariamente con las situaciones pensadas. Confunden, en una palabra, los contenidos con los medios de representación. .

Perner (1991, Perner, Baker y Hutton, 1994) coincide con Wellman en la idea de que los niños de la segunda etapa de desarrollo representacional (18 meses a 4,6 años), la de las representaciones secundarias, tienen ya una concepción mentalista de la conducta. Es decir, comprenden que la acción se guía por estados internos de conocimiento y deseo. Además, desarrollan la capacidad de entender que diferentes personas, por ejemplo, pueden establecer diferentes representaciones ficticias de una misma realidad. Pero no diferencian entre las ficciones y las falsas creencias, ni son capaces de tomar en consideración las propiedades de las relaciones representacionales, en tanto que tales relaciones, para predecir conductas en situaciones de conflicto entre las representaciones propias y las ajenas respecto a las mismas situaciones, en casos en que las fuentes informativas propias no son accesibles a las otras personas.

Aunque los niños de dos a cuatro años son ya "mentalistas", no poseen propiamente una "teoría de la mente". Para llegar a serIo, tienen que sustituir su

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"teoría ingenua de la representación" por una "teoría relacional". Ese paso se produce entre los cuatro y los cinco años, edad en que los niños llegan a desarrollar una teoría de las representaciones en general (incluyendo las externas, tales como dibujos, fotografías, maquetas, etc.) que se aplica al dominio específico de la mente. Se trata de un cambio que no puede reducirse a una mera evolución gradual de la teoría de la conducta que poseen los teóricos de las situaciones, sino que implica un verdadero "cambio de teoría", "esto es, el paso del uso de los estados mentales como constructos teóricos en una teoría de la conducta a la comprensión de la base representacional del procesamiento de la información de la mente en (lo que podría llamarse) una teoría de la mente" (Perner, 1991, pág. 124). Este cambio de teoría permite al niño comprender y explotar predictivamente a fondo propiedades representacionales como la dependencia de las percepciones respecto a la perspectiva o de las creencias respecto a las percepciones.

Como la de Wellman, la perspectiva de Perner (1991,1993) ofrece una imagen "intelectualista" del proceso de desarrollo de las capacidades mentalistas: el niño construye teorías cada vez más poderosas y predictivas del dominio de la acción humana y la actividad interpersonal, a medida que desarrolla sus capacidades de representación y, con ellas, su "comprensión" de lo que la mente es. La ontogénesis de las competencias mentalistas se equipara a un proceso de cambio teórico y comprensión creciente. No se produce de forma modular, independiente de los progresos que el niño realiza en otros dominios de "conocimiento" a lo largo de su desarrollo, sino que se hace profundamente solidaria con el curso de procesos generales de comprensión y razonamiento dependientes, a su vez, de cambios en las habilidades de representación. Existe una coherencia profunda entre desarrollos, tales como las primeras adquisiciones de nociones mentalistas, la elaboración de la noción de objeto permanente y de un mundo representado que implica relaciones causal es objetivas e independientes de la acción propia, los progresos de las capacidades de ficción y simulación, la habilidad para guiar la conducta por representaciones analógicas del espacio y los objetos, etcétera.

En esa pintura integrada, el desarrollo en el niño de una teoría de la mente constituye el reflejo de un cambio general en la perspectiva "teórica" desde la que el niño se enfrenta a los mundos "reales" y representados, con independencia de que tales mundos sean físicos o mentales. En definitiva: Perner, muy situado en la tradición generalista y antimodular de los piagetianos, nos ofrece la contraimagen de las versiones más "modularistas", que tienden a ver la evolución de la competencia mentalista de forma semejante a como muchos psicolingüistas y el propio Chomsky (1980) han tendido a concebir el desarrollo del componente formal del lenguaje: como despliegue, o especificación progresiva, de competencias fuertemente autónomas e independientes, completamente irreductibles a las capacidades globales de "inteligencia impersonal" que el niño desarrolla a lo largo del tiempo.

Cuando esta metáfora del lenguaje se aplica al desarrollo de las capacidades mentalistas, se hace posible una perspectiva muy diferente a la que hemos descrito hasta aquí. Supongamos, por un momento, que lo que los niños

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desarrollan sobre todo es su competencia efectiva de predicción y explicación de primer orden de las acciones e interacciones humanas, de forma semejante a como desarrollan una capacidad de producir oraciones de gramática cada vez más compleja y poderosa. Supongamos también que cuestionamos, por lo menos provisionalmente, la ecuación de Wellman, Perner y otros, entre "manejar la mente" y "comprender lo que la mente es" (prescindiendo de que sea un sistema de relaciones representacionales, un sistema integrado de conceptos, etc.). Y, atreviéndonos a más, supongamos finalmente que no nos comprometemos con la idea de que exista una solidaridad estrecha entre el desarrollo de las capacidades de 'mentalizar" y las competencias de pensamiento y comprensión en los ámbitos de "lo impersonal". Al fin y al cabo, cuando los niños desarrollan el lenguaje, si bien se puede decir que "producen teorías cada vez más poderosas del lenguaje"- en un sentido chomskiano clásico, en que una teoría es simplemente un conjunto de principios o reglas que sirven para operar - no sería tan aceptable decir que "comprenden cada vez más lo que el lenguaje es". Además, parece que los niños desarrollan, en el dominio del lenguaje, competencias muy autónomas y que no son reducibles a otras capacidades. Hay argumentos sugerentes (ya hemos ido desgranando algunos a lo largo de este artículo) en favor de la semejanza en parte, un cierto aspecto "inevitable y compulsivo": de forma semejante a como al escritor de estas páginas, o al lector de ellas, les resultaría muy difícil o imposible leer textos o escuchar discursos sin imponer una organización formal a los inputs lingüísticos, también les resultaría virtualmente imposible la actividad de codificar las conductas humanas sin mentalizarlas.

A diferencia de las teorías científicas o de las "explicaciones explícitas del mundo", que son formulaciones inevitablemente conscientes de relaciones derivadas de procesos de comprensión y cuya consistencia epistémica depende también inevitablemente de su formulación declarativa, cosas, tales como las "gramáticas'" que poseen los hablantes competentes de diferentes lenguajes naturales, y las "lógicas intencionales" que poseen los mentalistas competentes de diferentes nichos culturales, no se derivan de explicaciones declarativas sobre el mundo ni tienen por qué implicar una comprensión lúcida de la naturaleza del lenguaje, en el primer caso, y de la mente, en el segundo. La mayor parte de las veces, la activi-dad de "mentalizar" transcurre por debajo de los umbrales de la conciencia y no implica una formulación explícita, ni tiene por qué hacerse presente en forma de lenguaje explícito acerca de lo mental. En esta perspectiva, la mente es antes que nada la forma humana de ver ineludiblemente la conducta humana. De nuevo nos viene al recuerdo, al situarnos en esta posición, la comparación entre los dos sistemas recursivos, el que permite crear infinitas oraciones gramaticales (O (O (0)...,), y el que permite crear infinitas narraciones humanamente significativas (1 (1 (1)...,).

Alan Leslie (1987, 1988) ha sido el investigador que ha desarrollado con mayor profundidad una teoría de la actividad de mentalizar basada en la metáfora del lenguaje. Se trata, sin duda, de una de las explicaciones más ingeniosas, elaboradas y lúcidas de las capacidades mentalistas, que tiene, además, la ventaja de explicar al tiempo su adquisición en los niños normales y algunas

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características peculiares de los trastornos del desarrollo en que esas capacidades se alteran o limitan. ¿Por qué la incapacidad de atribuir mente se acompaña sistemáticamente de un déficit de juego de ficción en los niños con síndrome de Kanner o con otros cuadros del espectro autista? Leslie, uno de los descubridores del déficit específico de teoría de la mente en los niños autistas (Barón-Cohen; Leslie y Frith, 1985) recurre a una solución genial, que había sido anticipada por algunas reflexiones apasionantes de Gregory Bateson (1955) sobre la fantasía y el juego. Bateson señalaba, en esas reflexiones, la paradoja aparente que existe en las conductas lúdicas de mamíferos (por ejemplo, la consistente en jugar a luchar), que al mismo tiempo denotan algo (la lucha, en el ejemplo, anterior) y no denotan lo que denotaría ese algo. Recurre Bateson, para resolver esa paradoja, a la teoría de los tipos lógicos y el concepto de "marco": una especie de "recinto psicológico" en el que las acciones adquieren un papel puramente significante y dentro del cual quedan en suspenso los "significados literales" que tendrían esas mismas acciones si no estuvieran "enmarcadas" y se realizaran en el mundo real.

La capacidad de "dejar en suspenso" o "entrecomillar" las representaciones es también el núcleo de la explicación del desarrollo mentalista ofrecida por Leslie (1987, 1988). Su intuición profunda consiste en la idea de que existe un "isomorfismo profundo" entre el juego simbólico y la capacidad de mentalizar. Para desvelar ese isomorfismo, conviene que nos detengamos en algunas curiosas propiedades lógicas que poseen ciertos enunciados mentalistas: aquellos que contienen verbos, tales como "creer" o "pensar". Por ejemplo, el enunciado siguiente: "Antonio cree que Superman es calvo."

Lo curioso es que ese enunciado puede ser verdad (1) aunque no sea verdad que Superman es calvo; (2) aunque ni siquiera exista Superman. Además, la verdad del enunciado "Antonio cree que Superman es calvo" no implica la verdad de otro enunciado que contuviera en la parte sometida al verbo mental un término con el mismo referente que "Superman" pero diferente significado (por ejemplo "Clark Kent"). De modo que la verdad de "Antonio cree que Superman es calvo" no implica la verdad de "Antonio cree que Clark Kent es calvo." Así, la verdad de "Antonio cree que Superman es calvo" no requiere ni de la existencia del héroe volador, ni de la propiedad de carecer de pelo en tal personaje, ni de la verdad de enunciados correferenciales, con esa atrevida afirmación. Es como si al poner el verbo "creer" en el enunciado hubiesen quedado rotos los compromisos de verdad y existencia (en los términos sometidos a ese verbo) que se exigen de otros enunciados para ser verdaderos, y como si se hubiese creado una especie de "'opacidad referencial", como si se hubiese cerrado la puerta que permitiría, si no estuviese el verbo "creer", aseverar la verdad de "Clark Kent es calvo" a partir de la verdad de "Superman es calvo." Esas tres propiedades, a las que se denomina "falta de compromiso de verdad", "falta de compromiso de existencia" y "opacidad referencial" definen la propiedad lógica de intensionalidad (con "s") de los enunciados con verbos de creencia.

Leslie se da cuenta de que esas propiedades recuerdan a las propiedades

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psicológicas del juego simbólico. La opacidad referencial recuerda al proceso que se produce en éste de "sustitución de objetos". La falta de compromiso de verdad es semejante al proceso por el cual en el juego pueden atribuirse propiedades imaginarias, "no reales", a los objetos (por ejemplo, la propiedad de "cabalgar" a una escoba). La falta de compromiso de existencia es reminiscente de otra propiedad curiosa que se produce en los juegos de los niños: en ellos se definen objetos puramente imaginarios, sin necesidad de ninguna base material "real" para existir en el plano' "suspendido" del juego. La razón de ese isomorfismo es que, tanto los enunciados con verbos mentales, como el juego con herederos de las propiedades "semánticas" de un tipo especial de representaciones, necesarias, tanto para hacer juego de ficción, como para atribuir mente: las metarrepresentaciones. Éstas son, para Leslie (1987, 1988), representaciones en las que se ha "entrecomillado", se ha "dejado en suspenso", ha dejado de regir la relación ordinaria de referencia y verdad que existe entre las representaciones y las cosas.

En la perspectiva de Leslie, el dominio de la teoría de la mente, es un reflejo del desarrollo de un subsistema mental que crea y manipula metarrepresentaciones. Ese subsistema es modular. Es un "módulo mental" que realiza un tipo especial de operaciones cognitivas: aquellas que consisten en suspender, o como dice Leslie "desacoplar", las representaciones primarias de las cosas, arrastrándolas fuera del mecanismo normal input-output. Es decir: tiene que entrecomillar ciertas representaciones. Además, tiene que someterlas a relaciones representacionales o "actitudes preposicionales" (como "creer que", "fingir que", etc.), y finalmente tiene que interpretar las representaciones M (el nombre que emplea Leslie última-mente para las metarrepresentaciones), para producir ciertas acciones. Así como para Wellman la formación de la teoría de la mente era un proceso de cambio y desarrollo conceptual, y para Perner de desarrollo representacional y sustitución de teorías, para Leslie consiste en un proceso de "desacoplamiento", de formación de un nuevo plano representacional que no se da ni en los bebés de pocos meses ni en otros animales. La fase crítica de este proceso se sitúa entre los 18 meses y los cinco años. El juego de ficción (cuyas primeras expresiones aparecen ya en el segundo año de vida es ya el resultado del funcionamiento de ese módulo mentalista, cuyo desarrollo se concibe más como despliegue de un potencial prefigurado por información genética que como construcción de una representación "teórica" (en sentido estricto) de la mente a través de una interacción realmente "constructiva" con el mundo. Salta a la vista la fuerte impronta chomskiana y fodoriana de esta posición de Leslie, que por otra parte se ha ido complicando y haciendo más barroca a lo largo del tiempo.

Para explicar algunos resultados experimentales, Leslie (1994 también Leslie y Roth, 1993) ha tenido que recurrir en sus últimas formulaciones al supuesto un tanto ad hoc de que todas las representaciones desacopladas -también las subyacentes al juego simbólico- del módulo M (metarrepresentacional) al que Leslie denomina ToMM (Theory of Mind Module) contienen representaciones triádicas, que incluyen un agente, una relación informativa y una expresión entrecomillada. Este supuesto es muy discutible en lo que se refiere al juego

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simbólico. Se supone que cuando el niño juega tiene que tener una representación mental del tipo "Yo -finjo que- esta escoba es un caballo, por ejemplo, y no simplemente «esto es una escoba». Aparte de ser empíricamente muy discutible (véase, por ejemplo, Perner, Baker y Hutton, 1994; Lillard, 1994), esta solución presenta la enorme desventaja de que hace perder al modelo inicial de Leslie todo su atractivo inicial basado en la intuición de que existe una operación de «suspensión» común al juego de ficción y la atribución de mente, desde el momento en que acaba por afirmar implícitamente el truismo de que el juego de ficción tiene algo en común con la atribución de mente porque... en él se produce necesariamente (recordemos la cláusula «Yo finjo que...» ) atribución de mente".

Leslie es muy claro en la separación de su visión modular respecto a los enfoques de la metáfora de la ciencia. "La teoría de ToMM trata de explicar, tanto las bases innatas específicas de nuestra capacidad de adquirir una teoría de la mente, como el déficit de esa capacidad que se observa en el autismo... el término «teoría de la mente»... se refiere a nuestra capacidad de dar cuenta de la conducta en términos de estados mentales, y no a un concepto de la mente per se. ¡No creemos que los preescolares teoricen explícitamente acerca de la mente!" (1992, pág. 105). El niño no desarrolla una "noción acerca de la mente", según este modelo, sino una competencia pragmática para asignar e inferir estados mentales... una com-petencia que se deriva del funcionamiento inevitable de un sistema que desacopla representaciones, las entrecomilla, las somete a relaciones informativas que dependen de mí agente, etc. Un problema que plantea esta descripción es que deja en la mayor oscuridad (como corresponde a su estilo formalista y "neochomskiano") un problema capital: ¿cuál es la base semántica de las metarrepresentaciones?, ¿de dónde surgen? Aparte de su gramática, ¿de qué fuente derivan sus contenidos?

Hay otras cuestiones que deja sin resolver el modelo. La impronta "modular" es probablemente excesiva en él. Una cosa es que la capacidad de mentalizar tenga una moderada especificidad funcional (que muy probablemente tiene) y no sea reducible a capacidades generales (entre otras razones porque requiere una fuente, autoconsciente que no es necesaria del mismo modo en los procesos de pensamiento impersonal) y otra muy diferente que sea un "módulo", en el sentido fodoriano del término. Es decir, un sistema de procesamiento completamente "impenetrable" a la influencia de informaciones provenientes de otros sistemas mientras realiza su tarea, innato, compulsivo y obligatorio, autónomo, encerrado en sí mismo, con una limitadísima y restrictiva especificidad de dominio, que analiza inputs, etc. En sentido estricto ningún sistema de pensamiento puede ser así, porque el coste de la modularidad es el automatismo estricto y la inflexibilidad. La teoría de la mente es un subsistemas de pensamiento especializado en la codificación, inferencia, interpretación, predicción y explicación de las conductas de miembros de la propia especie, ante todo, y de otras conductas de otros organismos (e incluso, de fenómenos naturales) de forma derivada y frecuentemente impropia. Si es un subsistema de pensamiento, no puede ser estrictamente modular.

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Hay una última dificultad importante que plantea el modelo de Leslie, tanto en sus primeras formulaciones (Leslie, 1987,1988), como en las últimas (Leslie, 1994; Leslie y Roth, 1993): ¿por qué, si existe un isomorfismo profundo y una base metarrepresentacional común al juego simbólico y la atribución de creencias, existe una distancia temporal tan grande entre las primeras expresiones de aquel (18 meses) y las primeras de ésta (cuatro años y medio, en que se produce la resolución de las tareas de falsa creencia en situaciones experimentales)? ¿Cómo se puede, explicar ese desfase de tres años?

En lo últimos años, hemos venido trabajando en la formulación de un modelo del desarrollo de la teoría de la mente, y las capacidades semióticas de los niños, que puede resolver algunas de las dificultades apuntadas, y que se fundamenta en un análisis detallado y una elaboración precisa de la noción de "suspensión" de Bateson (1955) y Leslie (1987, 1988). La idea central del modelo es la siguiente: un aspecto central del desarrollo de las competencias de crear significantes en el niño consiste en la elaboración progresiva de niveles de suspensión cada vez más complejos y poderosos, que permiten construir representaciones y simulaciones que, van implicando, a lo largo del desarrollo, posibilidades crecientes de: (1) referencias semióticas; (2) autonomía funcional del plano de los significantes; y (3) expresividad de los sistemas de representación. Frente a los modelos meramente "internalistas", que tienden a "meter la representación dentro de la cabeza", el nuevo enfoque que desarrollamos parte de la observación de que las primeras formas de suspensión se producen en la acción misma de los niños con el objetivo de crear significantes interpretables. Esas primeras formas de suspensión no son sino adaptaciones humanas de patrones que ya se producen en los mamíferos, tal como destaca Bateson (1955), en patrones, tales como el juego y las luchas ritualizadas. Implican "dejar en el aire" ("entrecomillar") una acción de forma que deje de tener los efectos que le son propios, al impedirse su terminación o disminuirse su intensidad. El mordisqueo juguetón del cachorro no tiene la intensidad, ni termina el curso natural de la dentellada feroz de la lucha "real". Por eso precisamente, en tanto que no es eficiente para "hacer sangre", es una conducta significante, que además se enmarca expresivamente por el animal que lo realiza.

Cuando, hacia los nueve o diez meses de edad, los bebés empiezan a servirse de gestos comunicativos para conseguir cosas o compartir experiencias (gestos, tales como extender los brazos hacia u objeto, mirando alternativamente a éste y al compañero de interacción para obtenerlo, o señalar cosas que interesan para mostrarlas y compartir el interés por ellas) también dejan en suspenso acciones, tales como "tocar" o "coger", para realizar acciones significantes. A esas acciones las denominamos "preacciones", porque normalmente suponen condiciones de posibilidad para la realización de otras (por ejemplo, es necesario empuñar o coger el auricular del teléfono para llevado a la oreja). De este modo, en un primer nivel de suspensión, las preacciones se constituyen en fuentes de gestos comunicativos intencionales hacia el último trimestre del primer año de vida.

En el segundo año se desarrollan formas más complejas de suspensión. Los niños

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comienzan a dejar en suspenso, "como colgadas del aire", acciones instrumentales que, al perder su eficiencia instrumental primera, se convierten en significantes, definiendo así "símbolos inactivos" que permiten representar referentes ausentes.

En un ejemplo analizado en otra parte (Riviére, 1990), un bebé de dieciocho meses, muestra un encendedor a su padre, después de asegurar su atención, y sopla al aire, mientras lo muestra, pidiendo el juego de encender-apagar el mechero. En este caso, la acción instrumental se realiza en un "contexto vacío" en que carece de su conciencia primera (se sopla para apagar una llama, que en ese caso estaba encendida), y en ese vacío de la eficiencia material de la acción crecen las posibilidades de una semiosis que, en este caso, es simbólica y ya específicamente humana (y que se basa en las competencias instrumentales y de aplicación de esquemas funcionales culturalmente definidos, a los objetos, que son específicas del hombre). Así se define un nivel segundo de suspensión que toma como fuente la acción instrumental y permite la creación del símbolo enactivo.

Coincidiendo con este desarrollo y prolongándolo, se produce un tercer nivel de suspensión semiótica: en la medida en que los objetos "se despegan" de las acciones que le son aplicadas característicamente, se convierten en ámbitos de posibilidad de dejar en suspenso las propiedades, las "affordances”' propias de los objetos y las situaciones, abriendo así la posibilidad de crear juego simbólico y fingir (sin necesidad de la cláusula "yo finjo que...") realidades alternativas. Ello permite que la mente del niño "se despegue" progresivamente -sin perder por ello "suelo"- de las realidades inmediatas y de la necesidad de acomodación literal de representación de ellas. Así se define en el niño una capacidad progresivamente interiorizada de representación de mundos simulados, que se acompaña de una discriminación autoconsciente, cada vez mayor, de la diferencia entre las representaciones internas "serias" y las "simuladas", tanto en su propia mente como en las de otros. Las bromas y engaños más o menos inocentes de los niños de dieciocho meses a cuatro o cinco años (Dunn, 1991) son indicativas de la significación, al mismo tiempo dirigida a una progresiva "exteriorización" -la simulación de mundos y una progresiva interiorización -la distinción de nuevas dimensiones de las representaciones-, de este tercer nivel de suspensión.

Los desarrollos anteriores preparan el momento en que los niños desarrollan un cuarto nivel de suspensión, que se caracteriza por la capacidad de dejar en suspenso las representaciones mismas. Esa sería la base cognitiva exigida por la tarea clásica de falsa creencia.

La que permite al niño “desplegar” las representaciones de sus referentes, reconocer al tiempo la relativa autonomía de las representaciones respecto a las situaciones y su dependencia de las fuentes de acceso perspectivo. Desarrollar, en sentido estricto, la noción implica de creencias como representaciones virtualmente verdaderas o falsa (pues solo es una creencia aquella representación que tiene el potencial de ser falsa). Al mismo tiempo, la capacidad de dejar en

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suspenso las representaciones es el fundamento de la competencia para tratar las representaciones simbólicas de un modo especial en la metáfora. Una predicción fuerte de este modelo es que, a los cuatro años y medio, cuando los niños se hacen capaces de comprender la noción de falsa creencia en la tarea clásica de los dos personajes, lo serán también de seleccionar referentes metafóricos en tareas estructuradas. En una investigación de Riviera y Cendoya (en preparación), se pedía a niños de cuatro años y cinco años que seleccionasen, de entre cuatro dibujos (por ejemplo, el de una nuez, una persona, un caracol y una cucharada), el referente de una expresión metafórica (en el ejemplo, “por el árbol sube una nuez, camina y camina sin pies ¿Qué es?). Con arreglo a la hipótesis de los niveles de suspensión, a los cuatro años y medio aproximadamente, con un alto nivel de contingencia respecto a la solución de la tarea clásica (la falsa creencia) los niños demostraban ser capaces de definir los referentes metafóricos de representaciones simbólicas.

La definición creciente de niveles de suspensión expresa y permite, al mismo tiempo, la construcción de “modelos metarrepresentacionales” cada vez más complejos, de su propia mente y la de los demás, por parte del niño. Esta observación nos lleva al terreno más misterioso y complejo de la teoría de la mente: el problema de la semántica. Para dar respuestas a ese problema, debemos preguntarnos en que consiste en realidad “ser capaces de representar relaciones representacionales en tanto que tales”, cuales son las dimensiones que subyacen a los diferentes elementos de que se compone ese poderoso y maravilloso sistema mentalista de Proust y del señor Swann, del escritor y el lector de estas paginas. Los elementos son verbos tales como “recordar” y “creer”, “desear” y “tener”, “sospechar” y “anhelar”. Esos verbos que inundan las páginas preciosas de Proust y los inacabables amoríos “recursivos” del querido Swann.

No iba a casa de Odette mas que por la noche, y nada sabia, de lo que hacia en todo el día, como nada sabia de su pasado, y, hasta le faltaba ese insignificante dato inicial que nos permite imaginarnos lo que no sabemos y nos entra ganas de saberlo. Así que no se preguntaba lo que hacia ni lo fuera su vida pasada. Tan solo algunas veces se sonreía al pensar que unos años antes, cuando aun no la conocía le había hablado de una mujer que, si no recordaba mal, era la misma, como de unas rameras, como de una entretenida, una de esas mujeres a las que todavía atribuía Swann, porque entonces aun tenia poco mundo el carácter completa y fundamentalmente perverso con que las revistió la mucha fantasía de ciertos novelistas. Y se decía que muy a menudo basta con volver del revés las reputaciones para juzgar exactamente a una persona...

Saber, imaginar; entrar en ganas, preguntarse, pensar; conocer; recordar; atribuir, fantasear; decirse, juzgar. ¿Qué semántica subyace a este sistema delicadísimo de nociones que representan la geografía de nuestra interioridad y resultan tan eficaces para comprender la ajena? ¿Para ver la conducta, predecir la, con una inevitable "mirada mental"? Una parte importante de las investigaciones sobre teoría de la mente realizadas en el equipo de la UAM (Riviére y Núñez, 1996) han estado destinadas a tratar de comprender la semántica que subyace a esas

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nociones. En una investigación realizada por Sotillo (1995; también Riviére y Sotillo, en prensa) se analizaron las dimensiones de significado que daban cuenta de juicios semánticos de sinonimia entre verbos mentales realizados por sujetos adultos. Esas dimensiones definen relaciones intencionales entre sujetos y con-tenidos de sus representaciones. Dimensiones, tales como si dichos contenidos corresponden a objetos realmente presentes (como en la percepción) o no (como en el recuerdo). Y, en este último caso, si a objetos pasados (como en el verbo "recordar") o futuros (como en "anhelar"). Si las representaciones implican una pretensión de "seriedad" (como en "suponer") o de simulación (como en "fingir"). Si implican un alto grado de certidumbre ("saber") o un grado bajo ("suponer"), etc. En suma: los verbos mentales, el sistema conceptual de la teoría de la mente, definen diversas clases de relaciones intencional es entre las personas y sus representaciones, cualificadas en términos de dimensiones, como la actualidad, el tiempo, la simulación, la verdad, la certidumbre, la dirección de ajuste, etc. Esas dimensiones son, muy probablemente, universales e independientes de las culturas y de los sistemas léxicos en que se proyectan, de formas diversas, en las diversas lenguas.

¿Cómo se las arregla la conciencia humana para desarrollar ese sistema delicado y complejo de dimensiones? ¿Para "etiquetar metarrepresentacionalmente" las propias representaciones, permitiendo así que no se confundan alucinatoriamente las percepciones con las creencias, que no se considere -como en los fenómenos patológicos de dejá vu- Io presente como pasado, que no se confundan las representaciones de fuente interna con las de fuente externa, como sucede en algunos síntomas esquizofrénicos? El continente inexplorado de la teoría de la mente es seguramente el que nos reserva más sorpresas, el que puede contener respuestas más interesantes: la conciencia. La conciencia humana no sólo implica la capacidad de representar el mundo, sino la de representar matizadamente la naturaleza de las propias relaciones representacionales. Cuando ese nivel metarrepresentacional de la conciencia se altera o pierde, el mundo se convierte en un caos psicótico, en una senda intransitable. Estos comentarios permiten definir la conciencia de forma peculiar, pero que puede ser heurística: como representación de relaciones intencional es en tanto que tales. La conciencia como metarrepresentación.

Esa conciencia que se va perdiendo, destiñendo y desliando, al comienzo de En busca del tiempo perdido, que será -aunque sólo sea para jugar con una paradoja más- el final de nuestras reflexiones fugaces sobre la teoría de la mente: "muchas veces he estado acostándome temprano. A veces, apenas había apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan prestos, que ni tiempo tenía para decirme: «ya me duermo». Y media hora después despertábame la idea de que ya era hora de ir a buscar el sueño, quería dejar el libro, que se me figuraba tener aún entre las manos, y apagar de un soplo la luz; durante mi sueño no había cesado de reflexionar sobre lo recién leído, pero era muy particular el tono que tomaban esas reflexiones, porque me parecía que yo pasaba a convertirme en el tema de la obra, en una iglesia, en un cuarteto, en la rivalidad de Francisco I y, Carlos V. Esta figuración me duraba aún unos segundos después de haberme despertado: no

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repugnaba a mi razón, pero gravitaba como unas escamas sobre mis ojos sin dejarlos darse cuenta de que la vela ya no estaba encendida. Y luego comenzaba a hacérseme ininteligible, lo mismo que después de la metempsicosis pierden su sentido los pensamientos de una vida anterior..." (pág. 23).

Cada noche, el sistema de dimensiones de conciencia en que se basa la construcción de la teoría de la mente, aquel que nos permite aseverar aventuradamente: "el otro es interiormente como yo", nubla poco a poco y, al crecer el sueño, las metarrepresentaciones desorganizan y evaporan, hasta caer rápidamente en el silencio.