20 Plumas y un Pincel, Francisco Pérez de Antón

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69 OMARCO ANTONIO FLORESO En el invierno de nuestro descontento Conocí a Marco Antonio Flores por teléfono, cuando se apres- taba a publicar la segunda edición de Los compañeros, obra considerada hoy día como texto renovador de la novela na- cional. Me preguntó si sabía quién era. Le dije que sí. Luego quiso saber si había leído Los compañeros. Le dije que no. Un tanto desilusionado, imagino, me preguntó que si quería participar en la presentación de la novela. Le dije que según y cómo. Él me indicó entonces que mi intervención consisti- ría en hablar del contexto histórico de su obra. Le dije que es- taba bien, pero que primero tenía que conseguir un ejemplar. Como la primera edición estaba agotada, Marco Antonio me envió ese mismo día la copia que, de su propio puño y letra había dedicado a su hija. Leí Los compañeros en tres noches y desde aquellos días guardo una gran admiración por Marco Antonio y conservo una amistad que más de una vez hemos regado con un vaso de buen vino. Algún tiempo después volvió a llamarme. Iba a pu- blicar una nueva novela titulada Las batallas perdidas y quería que la comentara. Le pregunté quiénes iban a ser mis compañeros de mesa. Me contestó que ninguno. Fue un gesto afectuoso, sobre todo en Marco Antonio que tiene la imagen de no serlo, y del que guardo una especial memoria. El libro

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Un libro que incluye un acercamiento a personalidades de la literatura y las artes plásticas.

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OMarco antonio FloresO

En el invierno de nuestro descontento

Conocí a Marco Antonio Flores por teléfono, cuando se apres-taba a publicar la segunda edición de Los compañeros, obra considerada hoy día como texto renovador de la novela na-cional. Me preguntó si sabía quién era. Le dije que sí. Luego quiso saber si había leído Los compañeros. Le dije que no. Un tanto desilusionado, imagino, me preguntó que si quería participar en la presentación de la novela. Le dije que según y cómo. Él me indicó entonces que mi intervención consisti-ría en hablar del contexto histórico de su obra. Le dije que es-taba bien, pero que primero tenía que conseguir un ejemplar. Como la primera edición estaba agotada, Marco Antonio me envió ese mismo día la copia que, de su propio puño y letra había dedicado a su hija. Leí Los compañeros en tres noches y desde aquellos días guardo una gran admiración por Marco Antonio y conservo una amistad que más de una vez hemos regado con un vaso de buen vino. Algún tiempo después volvió a llamarme. Iba a pu-blicar una nueva novela titulada Las batallas perdidas y quería que la comentara. Le pregunté quiénes iban a ser mis compañeros de mesa. Me contestó que ninguno. Fue un gesto afectuoso, sobre todo en Marco Antonio que tiene la imagen de no serlo, y del que guardo una especial memoria. El libro

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se presentó en el Teatro de La Cúpula y, con la perspectiva que da el tiempo, pienso que aquel día fui capaz de juzgar y expresar mejor el arte y el talento literarios de uno de los mejores escritores guatemaltecos de nuestros días. Esto fue lo que dije entonces.

Quien haya leído o visto Ricardo III, una de las obras más representadas de William Shakespeare, podrá ad-vertir más de una semejanza entre el tiempo en que se desarrolla esta tragedia y el nuestro. La acción comienza al término de una guerra fratricida entre dos dinastías irreconciliables, los York y los Lancaster. El protagonista, que ha tenido una infancia desdichada, ha vivido tam-bién en carne propia todas las servidumbres del conflicto armado: el asesinato de su hermano y de su padre, la re-presión, la persecución, el exilio. Muchos de sus amigos han sido torturados y ejecutados sin juicio previo en la cárcel. Ha conocido de primera mano la deslealtad, la codicia, las bajezas del poder. Su espíritu se ha curtido, en fin, en toda suerte de sales y vinagres. Pero ahora la guerra ha concluido y, tras firmarse la paz, Inglaterra pa-rece encaminarse hacia una era feliz. Con estos antecedentes históricos se alza el telón. El protagonista se encuentra solo y es el primero en ha-blar. Pero, lejos de hacer votos de esperanza por el gozoso porvenir que se avecina, exclama: —Este es el invierno de nuestro descontento… Invierno como fin de una época, consumación de un fracaso, expresión de una derrota. Todo ha terminado, es verdad, pero nada ha comenzado aún. Ni la guerra ni la paz han llenado las aspiraciones de la patria. Tampoco

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las de Ricardo, quien en lugar de una era promisoria ve sus días con desaliento. ¿Por qué no soy feliz, se pregunta, ahora que el conflicto ha concluido? El lamento de Ricardo III llegó hasta mí justo cuan-do leía las primeras páginas de Las batallas perdidas y no me abandonó hasta los párrafos finales de la obra. Quizá todo se debió a que la narración da principio con un per-sonaje en un estado de ánimo parecido al de Ricardo III, con la sola diferencia de que, en lugar de decir lo del in-vierno de nuestro descontento, dice mierda. Pero una vez concluida la lectura no pude por menos de pensar que, ciertamente, en estos años post-ideológicos, de banderas arriadas y espíritus a media asta, de abandono de ideales y olvido de compromisos, cuando las utopías de ayer han sido poco a poco reemplazadas por un despotismo burdo y petulante que se precia de pragmático, sólo parece que-darnos ese descontento invernal y ese poso de desaliento. Novela brutal y sin concesiones, Las batallas per-didas acude puntual, con su cruda y con su náusea, al encuentro del día después. El arte, en última instancia, consiste en saber conectar con las emociones de su tiem-po. Y éste es un tiempo de derrota para una generación que no pudo cambiar la realidad ni la historia. Marco Antonio Flores acierta, pues, de lleno al re-gistrar no sólo este sabor a ceniza, sino la pérdida de ilu-siones en una sociedad más justa. ¿Qué destruyó nuestra confianza en nuestro mundo y en nosotros?, se pregun-tan los personajes de Las batallas perdidas. ¿Fue el azar el que nos traicionó? ¿O fueron tal vez nuestros sueños? Preguntas desesperadas cuando ya no hay tiempo para rectificar, cuando el devenir nos ha rebasado y se aleja de

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nosotros, cuando descubrimos que ya no es la historia la que mueve nuestras vidas, sino justamente el olvido de esa historia. Quién sabe si el error se debió a la creencia en una historia lineal, con su principio y su fin, como asegura la doctrina cristiana, y no circular, como enseñaban las culturas antiguas. Pero la verdad es que, hoy por hoy, la Historia con mayúsculas ha dejado de ser una idea fuerza. El mito de la sociedad reconciliada, el mito de la sociedad unificada, que es el mito de toda utopía, sea ésta religiosa o secular, se ha esfumado. Ahora el paradigma es otro. Y ese paradigma es olvidar la historia.