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  TÍTULO: EL HUMANITARIO NEGOCIO DE ALQUILAR TU CUERPO PARA EL PROGRESO DE LA CIENCIA AUTOR: LEONARDO FACCIO CÓDIGO: 2007CSC1496 FECHA DE PUBLICACIÓN: 2007 MEDIO: REVISTA ETIQUETA NEGRA PAÍS: ARGENTINA - PERÚ El humanitario negocio de alquilar tu cuerpo para el progreso de la ciencia Un medicamento se vende en una farmacia después de haber experimentado con él en personas sanas: para matar el dolor, alguien tiene que sufrir. La medicina occidental progresa, pero sus ensayos se ha cen con g ent e que s uele vivi r fuera de los benefici os del P ri mer Mundo: inmigrant es ilegal es, des ocupa dos, g ent e que no g oza de ning ún s eguro de salud. Cada año cientos de ellos son voluntarios de estas pruebas.  S on los con eji llos de In di as de la i ndus tri a farmacéuti ca, que es la más rentable del mundo, y una de las que peor pag a n por un ex peri me nto que  podr í a daña rlos de por vi da. Un repor tero a rg entin o que vi ve en B arcelon a a lquiló s u c uerpo para que probara n c on él un c al ma nte del dolor. A ll í, en la ca ma de un laborat ori o, i ntent ó cons ervar la l uci dez para conta r todas  sus s ens acio nes al médi co, y para con társ ela s ahora a todo el mundo. Vender el cuerpo, aunque fuese para un ensayo científico, siempre da vergüenza. Nadie lo cuenta. Y ninguno de los cinco conejillos de Indias que ent revis tó quis o da rle s u nombre. A hora él te da el suy o. El ensayo clínico al que voy a someterme tendrá varias pruebas durante un mes, y por ello me pagarán quinientos euros, unos seiscientos cincuenta dólares. Es decir, un salario que en Europa no alcanza para alquilar un departamento ubicado en la zona céntrica de cualquiera de sus capitales. El medicamento que van a probar en mi cuerpo es un calmante del dolor (un analgésico opiáceo) que no debería entrar en contacto con ningún estimulante del sistema nervioso. Por eso, además de venir en ayunas, dos días antes no debía tomar té, café, Coca Cola ni mate. La doctora M ya me había advertido que participar como voluntario en un ensayo clínico era como someterme a un análisis de sangre, sólo que al revés: en lugar de extraerme glóbulos rojos de las venas, me inocularían una

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 TÍTULO: EL HUMANITARIO NEGOCIO DE ALQUILAR TU CUERPO PARAEL PROGRESO DE LA CIENCIAAUTOR: LEONARDO FACCIOCÓDIGO: 2007CSC1496FECHA DE PUBLICACIÓN: 2007MEDIO: REVISTA ETIQUETA NEGRAPAÍS: ARGENTINA - PERÚ 

El humanitario negocio de alquilar tu cuerpo para el progreso de laciencia

Un medicamento se vende en una farmacia después de haber experimentado con él en personas sanas: para matar el dolor, alguien tiene que sufrir. La medicina occidental progresa, pero sus ensayos se hacen con gente que suele vivir fuera de los beneficios del Primer Mundo: inmigrantes ilegales, desocupados, gente que no goza de ningún seguro de salud. Cada año cientos de ellos son voluntarios de estas pruebas.Son los conejillos de Indias de la industria farmacéutica, que es la más rentable del mundo, y una de las que peor pagan por un experimento que podría dañarlos de por vida. Un reportero argentino que vive en Barcelona alquiló su cuerpo para que probaran con él un calmante del dolor. Allí, en la cama de un laboratorio, intentó conservar la lucidez para contar todas sus sensaciones al médico, y para contárselas ahora a todo el mundo.Vender el cuerpo, aunque fuese para un ensayo científico, siempre da vergüenza. Nadie lo cuenta. Y ninguno de los cinco conejillos de Indias que entrevistó quiso darle su nombre. Ahora él te da el suyo.

El ensayo clínico al que voy a someterme tendrá varias pruebas durante unmes, y por ello me pagarán quinientos euros, unos seiscientos cincuentadólares. Es decir, un salario que en Europa no alcanza para alquilar undepartamento ubicado en la zona céntrica de cualquiera de sus capitales. Elmedicamento que van a probar en mi cuerpo es un calmante del dolor (unanalgésico opiáceo) que no debería entrar en contacto con ningún estimulantedel sistema nervioso. Por eso, además de venir en ayunas, dos días antes nodebía tomar té, café, Coca Cola ni mate.

La doctora M ya me había advertido que participar como voluntario en un

ensayo clínico era como someterme a un análisis de sangre, sólo que al revés:en lugar de extraerme glóbulos rojos de las venas, me inocularían una

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 sustancia para medir las reacciones de mi cuerpo. En ambos casos losrequisitos son los mismos: llegar temprano y en ayunas. «Ni agua puedestomar», me dijo la doctora M. Así que esta mañana, mientras me hundo en unsofá en la sala de espera del hospital la Santa Creu i Sant Pau de Barcelona,siento que en vez de saliva tengo arena en la boca. Seré un conejillo de Indiaspara la ciencia: si todo sale bien, la sustancia que probarán en mi cuerpo seconvertirá en un medicamento con la marca de un laboratorio y un precio paravenderse en las farmacias. Pero ahora tengo ganas de huir. Peor que vender tucuerpo es venderlo con el estómago vacío. Sin embargo, al igual que casitodos los voluntarios que llegan hasta aquí, me quedo. Al fin y al cabo, ser unconejillo de Indias en Europa es el remedio más rápido y legal para aliviar los

síntomas del desempleo.

El metro al que subí esta mañana estaba lleno de albañiles y obreros conbolsas de plástico en las manos. Todos íbamos a trabajar. Ellos con susmúsculos, y yo con mi hígado, mi estómago y mis neuronas. Quizá por eso, porel invisible anonimato de estos órganos, el trabajo de un conejillo de Indiashumano no se considera un empleo. Está entre los últimos peldaños delescalafón laboral: un infra-subempleo para inmigrantes ilegales, universitarios,gente que necesita dinero con urgencia. Pero el primer mandamiento de unconejillo de Indias es confiar en el científico que está a cargo del experimento.El segundo es conservar la lucidez para poder contar los efectos que prontoempezarás a sentir, como si tuvieras que describir un paisaje campestremientras te lanzas de un avión en pleno vuelo.

La industria farmacéutica es el negocio más rentable del mundo. Según la listaFORTUNE 500 de las empresas que más dinero mueven en el planeta, loslaboratorios de medicamentos y cosméticos no sólo obtienen más gananciasque la industria automotriz y del petróleo, sino que esta rentabilidad se hamultiplicado en los últimos años hasta superar por ocho veces el promedio deganancias de las demás industrias. Aun así, los ensayos clínicos  –el primerpaso de este negocio – son casi desconocidos en la mayor parte de Europa. A

veces en Londres los laboratorios farmacéuticos publican anuncios paraconseguir voluntarios en revistas gratuitas para mochileros como TNT MAGAZINE, y en España aparecen en las páginas de avisos clasificados dealgunos diarios. Pero casi siempre es un conejillo de Indias veterano quienbusca nuevos voluntarios corriendo la voz en las oficinas de asistencia a losdesempleados e inmigrantes. Así ocurre en Barcelona. Y fue así como, a travésde una compatriota argentina, llegué al hospital de la Santa Creu i Sant Pau,donde funciona el laboratorio de ensayos clínicos más grande de la ciudad.

Por fuera este hospital parece un castillo medieval. Tiene nueve manzanas deterreno, veintisiete pabellones conectados por galerías subterráneas, enormes

 jardines interiores y una torre con una cruz de metal en su cúspide. Por dentro,los pabellones tienen cúpulas con mosaicos y murales de estilo modernista que

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 son la atracción de cientos de turistas que cada día ingresan  –  junto a losfamiliares de los pacientes – con cámaras de video y sus mejores caras demaravillarse por todo, como si visitaran un museo. La doctora M me habíadicho que la buscara en el pabellón dieciocho, una construcción prefabricada,fría por dentro. Y aquí estoy, desde las siete de la mañana, esperándola al ladode una docena de camas vacías. Por primera vez voy a conocer por dentro unaindustria que hasta hace unos días pasaba tan inadvertida como la caja deaspirinas que está en el botiquín de mi baño. En esto radica mi utilidad deconejillo de Indias: probar cómo actúa una pastilla en el cuerpo de alguien.Saber por qué se debe tomar cada ocho horas y no cada cinco. Medir susefectos secundarios. La doctora M todavía no llega. En realidad, aparte de mí,

no hay nadie.

Según el marketing farmacéutico, gracias a los medicamentos hoy loseuropeos viven en promedio treinta años más que a principios del siglo XX.Pero los críticos de los laboratorios dicen que esto no es exacto, pues elaumento de la esperanza de vida se debe sobre todo a la disminución de lamortalidad infantil y a las mejores condiciones de seguridad y salubridad quehay en casi todos los ámbitos de la vida moderna. Más allá de esta polémica,un medicamento en prueba no tiene por qué mejorar la salud ni alargar la vidade quien presta su cuerpo para saber si sirve o no: entre otras razones, porquequien lo prueba es una persona sana. Un estudio de la revista estadounidenseNATURE BIOTECHNOLOGY dice que ocho de cada diez nuevas medicinasfracasan al ser probadas en humanos por primera vez. Pero lo que ese estudiono advierte es que la palabra «fracaso» significa que el voluntario puedequedar lesionado de por vida. O morir. Todo ensayo implica la posibilidad deerror. Y en un ensayo clínico, ese margen de error no es otra cosa que dejar lapuerta entreabierta para que se asome la muerte.

Por ahora, mientras espero en ayunas a la doctora M, sólo me estoy muriendode hambre. En marzo del 2006, a seis jóvenes británicos los ingresaron casi enestado de coma en la unidad de cuidados intensivos del hospital Northwick

Park de Londres porque habían empezado a convulsionar tras haber probadoun nuevo medicamento. Aquella sustancia ni siquiera tenía nombre: lallamaban TGN1412 y debía servir para fabricar una medicina para la artritis y laleucemia. El laboratorio alemán Tgenero y la compañía encargada del estudio,la estadounidense Parexel, les habían dado la droga a seis voluntarios y, aotros dos, un «placebo», es decir, un producto inocuo que no contenía esasustancia y que suele usarse en este tipo de pruebas por si los voluntariossimulan síntomas que no guardan ninguna relación con los esperados. A unode los que sí habían tomado la droga se le hinchó la cabeza hasta alcanzartres veces su tamaño normal. «Parecía el hombre elefante», protestó su noviaante las cámaras de la BBC. A otro, un joven llamado Ryan Wilson, le colapsó

el sistema circulatorio y se le empezaron a gangrenar los brazos y las piernas.

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 A Ryan Wilson le tuvieron que amputar los dedos de las manos y los pies. Estoocurrió en junio del 2006, tres meses después de haber estado hospitalizadoen terapia intensiva. Los médicos explicaron que la gangrena se habíaexpandido a tal punto que si no le amputaban los dedos en ese momento, mástarde hubiesen tenido que cortarle las extremidades completas. «Es dramáticolo que sucedió  –admitiría después Emilio Sanz, profesor de farmacologíaclínica en la Universidad de La Laguna, España. Luego agregó –: Aunque laúnica forma de saber si el fármaco funcionaba era realizando un ensayo comoése». Ésta es la lógica de todo ensayo clínico: asumir el riesgo de poner enpeligro la vida de unas cuantas personas con el objetivo de encontrar lacuración para muchas. La lógica del conejillo de Indias. La ética del mal menor.

Unas semanas después, las noticias decían que Wilson y los otros cincomuchachos británicos que habían probado el TGN1412 podrían enfermar decáncer linfático a causa de esa sustancia. De eso me enteré un día antes dedecidir si sería o no voluntario del ensayo dirigido por la doctora M. Y acepté.

* * *

Una enfermera aparece por fin en el pabellón dieciocho del hospital de la SantaCreu i Sant Pau. Se acerca y me pregunta:

 –Hola. ¿Tú eres el del Tramadol?

El Tramadol es el analgésico por el que he aceptado vender mi cuerpo. Puedorecitarlo de memoria: un medicamento que calma el dolor (produce analgesia)al combinarse con los receptores opiáceos del cerebro. Así que le respondoque sí.

 –Entonces empezamos  –dice ella.

La enfermera es una chica de baja estatura, teñida de rubio, y lleva en su mano

una jeringa con la aguja ya puesta. Me explica que durante toda la pruebatendré que llevar los cables de un encefalograma en la cabeza, así que loprimero que hará será pegarme esos conectores. Sin embargo, lo primero quehace en realidad es poner una canción del dúo argentino Pimpinela en suradiocasete.

 –Tú eres Tramadol 8LF  –agrega sin mirarme, mientras revisa unos papeles.

A partir de este momento soy un código: el voluntario número ocho de lostreinta y seis que haremos de conejillos de Indias por la humanitaria luchacontra el dolor. Aun así, me preocupa el grosor de la jeringa que la enfermera

no ha dejado de cargar en su mano derecha. Tiene el diámetro de un palo deescoba y está llena de un líquido verde.

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  –Siéntate  –dice, y me señala una silla.

La jeringa ahora apunta a mi cabeza, desde mis espaldas: el líquido verde noes más que un gel que va cayendo sobre mi cuero cabelludo para que loscables del encefalograma capten la actividad de mis neuronas. Hay una mezclade curiosidad, miedo y repulsión que uno no puede evitar sentir ante estassituaciones. Debe ser lo mismo que ha fascinado y repelido a la humanidaddesde los primeros experimentos con personas: la separación de siameses, losreimplantes de dedos, las trepanaciones craneanas. La historia del DoctorFrankenstein y sus variantes son poderosos imanes que nos atraen como unaluz a las polillas porque representan un desafío a la moral científica. Cuando la

enfermera levantó la jeringa y apuntó a mi nuca, tuve ganas de huir. Pero no lohice. En parte porque confío en los médicos, pero sobre todo porque queríasaber qué vendría después. Quería llegar hasta el final.

* * *

A la doctora M la conocí en mayo del 2006, un par de meses antes de llegar ala primera prueba con el Tramadol. Fue una entrevista de trabajo: ella queríasaber cuán apto estaba yo para formar parte del ensayo, y yo, en quéconsistiría todo y cuánto me iban a pagar por eso. Aquel día la doctora meatendió en el laboratorio del hospital, un amplio ambiente con cajas de cartónen el suelo y posters de paisajes tropicales en las paredes. La doctora M debeandar por los treinta y pocos, es alta y muy delgada. Explicó que mi primeratarea consistiría en someterme a unos análisis completos y evaluar lo quellamó mi «umbral de dolor», es decir, qué grado de dolor corporal puede resistiralguien sin necesidad de calmantes. Luego me dio un folleto de cuatro páginasque debía asegurarme de haber comprendido bien. Lo más importante era queel fármaco se llamaba Tramadol, que el ensayo se dividiría en tres pruebasdurante un mes, y que cada prueba empezaría a las siete de la mañana de undía y acabaría a las diez de la mañana del día siguiente. Es decir, unas

veintisiete horas por sesión, más el tiempo que durarían los análisis previos.Los riesgos eran que podía sufrir náuseas, vómitos, irritación nerviosa ytaquicardia. Si decidía abandonar el ensayo antes de haber completado latercera prueba, simplemente no cobraría nada. Y si me pasaba algo, sufría unaccidente o una lesión, las leyes españolas me amparaban con un seguro dehasta ciento ochenta mil euros. El sueldo por ese mes que durarían laspruebas sería de quinientos euros. Uno podía pensar que el trato no estabamal por dormir tres noches en un hospital con el desayuno incluido. Pero habíaotra forma de verlo: quinientos euros por las ciento veinte horas que en totaldebía pasar allí significaban apenas 4,17 euros la hora. Mucho menos de lo

que cobra un peón-albañil-ilegal en España. No era un trato justo, pero sí muycoherente: el nombre de los conejillos de Indias en inglés es guinea pig , y se

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 dice que los llaman así porque en los tiempos de las colonias los marinerosbritánicos pagaban sólo una guinea por estos animalitos que se llevaban deAmérica como mascotas. Desde entonces, a nadie se le ocurriría pagar másque lo mínimo por un conejillo de Indias. Así sea humano.

 –Si tienes dudas, pregunta  –dijo esa primera vez la doctora M.

El mismo folleto que hablaba de los riesgos, el seguro contra «accidentes» y lapenalización en caso de abandono del ensayo decía que el Tramadol es unasustancia que se vende desde hace más de dos décadas en unas diez marcasde analgésicos.

 –¿Por qué prueban un medicamento que ya está a la venta?

 –Para hallar nuevas aplicaciones, variar sus dosis. Depende.

 –¿Cómo miden el umbral de dolor?

La doctora explicó que se hacía con unas descargas de rayos láser, similares alas que se emplean en algunas discotecas, pero más fuertes, causando unasensación de quemazón en la piel sin llegar a dañarla. La idea era ir subiendola intensidad de estas descargas hasta que hubiese ingerido el analgésico yprobar así su efectividad en la disminución del dolor.

 –¿Y por qué lo prueban con gente sana y no con gente que sufre de verdad?

 –Existen cuatro fases de ensayo  –dijo la doctora M con la paciencia propia deun científico – y tú participarás de la primera, que es con voluntarios sanos. Siun enfermo llegara a reaccionar mal, se le podría agravar su enfermedad. Lassiguientes preguntas fueron de ella, antes de hacerme firmar el contrato.

 –¿Fuma?

 –Sí.

 –¿Cuántos cigarrillos al día?

 –Unos diez.

 –¿Bebe? ¿Cerveza, vino, licores?

Había que especificar una cantidad promedio por semana. También con elcafé, otras bebidas estimulantes, las drogas y los antecedentes médicos de mi

familia. Era como un test  de revista de peluquería, pero de más de diezpáginas.

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 Después entré en un consultorio para que me auscultara, tomara mi peso y mismedidas, una muestra de sangre, otra de orina y, por último, para que midieraal fin mi umbral de dolor. En una pared había un gran cartel con una escala deluno al ocho. Del uno al tres eran los dolores más bajos, soportables. Cuatroequivalía a un mechón de pelo arrancado de golpe. El nivel cinco era comosentir el hincón de una punta que te llega hasta el músculo. El ocho era elmáximo grado soportable por una persona. La doctora M me colocó unoscables de encefalograma en la cabeza, y unos anteojos gruesos y oscurosparecidos a los de un soldador. Los cables eran para seguir mis impulsoscerebrales mientras recibía las descargas de rayos láser. Las gafas eran paraevitar que los rayos me perforasen un ojo. La doctora tenía una pistola

plateada en la mano. Parecía un personaje de STAR WARS. Primer disparo.Blanco de la doctora M: mi mano.

 –¿Dolor?  –preguntó.

 –Cuatro.

Los disparos prosiguieron. Hasta que hubo uno que me hizo saltar.

 –Perdón  –dijo ella –, pero necesito conocer tu umbral de dolor.

Había sido un ocho, y era insoportable.

* * *

No hay muchos motivos para convertirte en un conejillo de Indias. En esencia,se podría hablar de dos: porque eres un altruista y crees que tu aporte a lamedicina mejorará el mundo (o tu país), o porque estás desesperado porconseguir dinero para sobrevivir. No conozco en persona a nadie que entre enla primera categoría. El primer ensayo clínico con humanos que reconoce la

historia es el de un médico escocés llamado James Lind, quien en 1746 seembarcó en un buque inglés para encontrar un remedio contra el escorbutoque aniquilaba a los tripulantes de la armada británica. A partir de susexperimentos, Lind descubrió que la solución era aumentar la dieta de naranjasy limones en alta mar, y así Inglaterra se convirtió en la primera potenciamarítima del planeta. Otro de los altruistas famosos fue el médico peruanoDaniel Alcides Carrión, quien se inyectó el virus de la «fiebre de La Oroya» quea fines del siglo XIX mató a cientos de obreros que construían ferrocarriles enel Perú. Carrión murió a los veintiocho años sin haber hallado un antídotocontra esa enfermedad, pero dejó un diario en el que describía los síntomasque sirvió para que otros médicos completaran su trabajo. Estas antiguas

historias de heroísmo no se parecen en nada a las que he encontrado en micorta vida de conejillo de Indias. Antes había un ideal patriótico de por medio:

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 uno se inmolaba por su país, por la salud de sus compatriotas, por un conceptode nación. Ahora se hace, entre otras cosas, para beneficio de lasmultinacionales de la industria farmacéutica.

John Le Carré, el escritor de novelas de misterio, ha escrito una parábola deesta realidad que algunos llaman «apartheid farmacéutico». En EL JARDINEROFIEL, una novela que también se llevó al cine, narra cómo una farmacéuticamultinacional prueba con pacientes de un pueblo de Kenia un medicamentocuyos efectos son todavía muy peligrosos como para hacer ensayos en paísescon leyes sanitarias más duras. Es una historia de ficción, pero el autor dijo enuna entrevista que no estaba tan lejos de la realidad, ya que había investigado

sobre la industria farmacéutica antes de escribirla. Quizá Le Carré se refería aesto: el ochenta por ciento de esta industria está en manos de catorceempresas ubicadas en los cinco países más ricos del mundo, mientras quetodos los países del Tercer Mundo, juntos, no pueden comprar ni el diez porciento de las medicinas que se producen en el planeta. El apartheidfarmacéutico sería, así, que los pobres sirven sobre todo para probar nuevosmedicamentos, pero que una vez que estos empiezan a venderse, difícilmentepueden comprarlos.

A mi lado, ahora que estoy a punto de empezar el encefalograma previo a miprimera dosis de Tramadol, está El Uruguayo. Él no quiere dar su nombre. Diceque es para «no preocupar a la familia», que lo imagina con una mejor vida enEspaña. El Uruguayo se parece a Manu Chau: es muy bajo y flaquito, con unacara huesuda que le da una edad imprecisa, entre los veinticinco y los cuarentaaños. Para participar como voluntario en un ensayo clínico no necesitas «tenerpapeles legales» ni mostrar un certificado de antecedentes penales. Una vezque firmas el contrato te vuelves un código que contiene los resultados de tusanálisis y la relación entre tu estatura y tu peso: sólo aquello que demuestraque eres una persona sana. En España, ser un conejillo de Indias es uno delos trabajos más requeridos por los inmigrantes ilegales. Algunos hanconvertido los hospitales en sus centros de trabajo, y el dinero que reciben por

vender sus cuerpos en una especie de salario mínimo. El Uruguayo es uno deellos. Ésta es la cuarta vez que participa en un ensayo clínico. Cuando se quitala camiseta para ponerse el pijama y acostarse en la cama que está al lado dela mía, veo que tiene el pecho depilado.

 –Yo voy a probar ayahuasca –me dice.

Estamos por comenzar lo que los médicos llaman el «período de adaptación»:tendremos que dormir con los cables del encefalograma puestos para que unaenfermera evalúe nuestro sueño. El Uruguayo ocupa el «box tres» y yo elnúmero cuatro: dos habitaciones minúsculas sin ventanas, insonorizadas con

paneles de madera y con unas cámaras de video que asoman por encima denuestras camas. Hace muchos años que en España se experimenta con

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 drogas alucinógenas para probar sus propiedades terapéuticas. La ayahuasca,esa planta amazónica que en el Perú, Brasil y Bolivia se usa en ceremoniasmísticas como una especie de purgante del alma, no está aún tan difundida enEuropa. Pero algunos doctores intuyen que algún día tendrá una utilidadmédica como la que ahora se da a la marihuana, que ayuda a abrir el apetitode los enfermos de sida, calmar los dolores agudos y evitar los vómitos queinduce la quimioterapia. Así surgió el éxtasis, por ejemplo, esa sustancia quehoy se usa como droga juvenil, pero que desde 1913 se probaba  –sin éxito – para quitar el hambre.

 –Hacía tiempo que estaba detrás de esta prueba  –dice el Uruguayo.

A él también le pagarán quinientos euros por tres dosis. Como ya sabía que lepondrían unos cables en el pecho, se lo ha depilado para que al quitarlos laenfermera no le arranque los vellos. El Uruguayo cuenta que en los ochomeses que vive en España ya ha sido voluntario en tres ensayos. El primeroera para medir su tolerancia alcohólica. «Tenía que tomar siete cócteles entreinta y cinco minutos, uno tras otro, a las siete de la mañana y en ayunas»,dice. También recuerda que los vasos estaban cubiertos por completo, salvopor el tubo a través del cual debía beber, para evitar que el olor del tragopudiese sugestionarlo e influir en sus reacciones. Después evaluaban susreflejos poniéndolo a conducir un simulador de automóvil. El segundo ensayoconsistía en medir otra vez su tolerancia con el alcohol, pero mezclando loscócteles con un medicamento antialérgico.

 –Lo importante es conocer bien la materia: Si el médico no me inspiraconfianza, no lo hago. Hay que tener olfato  –dice El Uruguayo apoyando sudedo índice en la nariz. Luego explica que de estos ensayos se entera a travésde «contactos», que se pasan la voz unos a otros. Él lo llama «estar atento a laoferta».

 –Una vez me perdí de probar un antidepresivo por el que pagaban mil

doscientos euros, por hacer otro por el que me pagaron ciento ochenta –

sequeja –. ¿Te das cuenta? Hacer un doblete es la tentación, pero en este laburo  no hay que perder la credibilidad: si los médicos se dan cuenta, no te vuelven allamar.

Los ensayos clínicos tienen un código que sólo conocen los voluntariosveteranos, y por lo visto El Uruguayo se ha propuesto enseñármelo como si mecontara un cuento antes de dormir. Dice que en las pruebas en las queparticipa mucha gente hay que evitar estar entre los últimos, porque con ellossuelen probar las dosis más altas. Algo parecido me había contado unmuchacho de Asturias que se gana la vida como voluntario en Londres.

También me dijo que además de «olfato» había que tener suerte, pues élestaba por presentarse al ensayo del hospital Nothwick Park  –el mismo en el

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 que tuvieron que amputar los dedos a un joven británico –, pero que días anteshabía aceptado probar un medicamento para la diabetes. Y que por eso sesalvó. Al igual que El Uruguayo, el chico de Asturias me pidió no mencionar sunombre. Parece que vender el cuerpo, así sea para un fin benéfico como sonen teoría los ensayos clínicos, siempre produce vergüenza. Antes dequedarnos dormidos, El Uruguayo me cuenta otro secreto. Dice que losvoluntarios que hacen «dobletes» llevan a los análisis los orines de otrapersona, para que los médicos no detecten las sustancias de la prueba anteriorque aún llevan en la sangre. Y para que todo parezca natural, antes deentregar los frascos con orines los frotan con sus manos. Así los calientan yparecen que acaban de salir de sus cuerpos.

* * *

 –Tengo que ponerte veintisiete cables en la cabeza, así que paciencia  –dice laenfermera antes de pasar a la habitación donde empezará mi prueba con elTramadol.

Es un cuarto pintado completamente de blanco, dividido en dos por una paredde cristal. De un lado hay pantallas, teclados y consolas llenas de botones yluces de colores. Del otro, un sillón de cuero negro donde la enfermera meinvita a ponerme cómodo. En cuestión de minutos tengo dos agujas clavadasen mis brazos. A través del tubo conectado al izquierdo sentiré el efectoanalgésico del Tramadol. Por el otro me extraerán muestras de sangre cadamedia hora. Mientras la enfermera me explica todo esto, entra la doctora M.Dice que antes de inyectar el medicamento haremos una última prueba.Cuando me entrega las gafas de soldador que ya conozco y la enfermera meapunta con la misma pistola de rayos láser que usó la doctora hace unos días,entiendo que se trata de otra medición de mi «umbral de dolor».

 –¿Preparados? –pregunta la doctora M.

Apenas me da tiempo de responderle cuando un dolor agudo me hace contraeruna mano.

 –¿Dolor?

 –Cinco.

El nivel cinco es como sentir el pinchazo de una aguja que te llega hasta elmúsculo. La doctora ordena unos cuantos disparos más, y avisa quepasaremos a otra prueba, la flicker fusion frequency , en la que me harán

observar a oscuras una titilante lucecita roja y presionar un interruptor cada vezque ésta deje de parpadear. Lo hago unas tres veces hasta que la doctora M

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 dice que es suficiente y que ahora tendré que quedarme solo, en la máscompleta oscuridad y en silencio, muy relajado, sin hacer nada. Trato deconcentrarme para no dormirme, pero el sueño y el peso de mi cabeza mevencen. Digamos que cabeceo en horario de trabajo. Me despierto cuando laenfermera y la doctora M vuelven a encender las luces. Viene otra prueba.

 –¿Cómo te sientes?  –pregunta la doctora M.

Le digo que bien, pero que tengo frío.

 –No podemos apagar el aire acondicionado  –dice ella –, porque la máquina de

rayos se estropearía.

Entonces le pido una manta y me acomodo de nuevo en el sillón. La enfermeratrae una píldora oscura, me pide que la tome, y al mismo tiempo la doctora Minyecta un líquido en el tubo que tengo conectado al brazo izquierdo. Una deestas sustancias, la píldora o el líquido, es un placebo, una sustancia que nome hará nada. Según el protocolo de los ensayos clínicos, este tipo de pruebasse llaman «de doble ciego», es decir que nadie, ni la doctora ni la enfermera niyo, podemos saber cuál es el Tramadol para no influir con nuestroconocimiento en el resultado. Somos ignorantes intermediarios de la poderosaindustria farmacéutica.

 –Si algo malo pasara  –explica la doctora M – el único responsable es ellaboratorio que ha encargado el estudio.

Diez minutos después empezamos las pruebas bajo el efecto del analgésico.Los rayos láser salen disparados ahora en tandas de cuarenta descargas, unatras otra, sin respiro y contra la misma mano. Duelen, pero menos que antes.Casi no siento, por ejemplo, los niveles que van del uno al tres. La enfermerame entrega un papel en el que veo otra escala del uno al diez: ésta tiene quever con mi somnolencia. Tomo un lápiz e intento hacer una marca, pero lo

único que consigo es hacer una raya en medio del papel.Cuando abro los ojos estoy rodeado por tres enfermeras. Una me toma elpulso, otra la presión y la tercera observa una muestra de sangre. Me sientomuy relajado, como si estuviera soñando. Las tres mujeres están agachadasfrente a mí y a través de las grietas que hay entre los botones de susdelantales puedo ver desde sus sostenes hasta sus ombligos. Me viene a lamente lo que dijo Joan Manuel Serrat cuando lo operaron de cáncer: «Meencanta estar internado porque las enfermeras me bañan, me dan de comer.Lo que no me gusta es estar enfermo». Creo que estoy sonriendo.

 –Por favor, concéntrese  –me pide la doctora M.

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 Entonces recuerdo otra información que leí: según el Colegio de Farmacéuticosde Barcelona, hacer un estudio clínico cuesta en España entre trescientos ysetecientos millones de euros. Jamás había dependido de mí semejante cifra,casi la misma que recaudó la película TITANIC, la más taquillera de la historia.

* * *

 –Hace años que no aparecen medicinas innovadoras que sirvan realmentepara curar  –dirá días después el doctor Pere Berga, del Colegi de Farmacèuticsde Barcelona.

El doctor Berga es vocal de Industria de ese Colegio, alguien que conoce biencómo se mueve el negocio más rentable del mundo.

 –Y es comprensible que así sea  –agrega –: investigar una nueva moléculademanda entre diez y doce años, pero una vez que el medicamento ha entradoen el mercado, la patente caduca en veinte. Entonces los derechos pasan a losgobiernos que convierten esos fármacos en genéricos y bajan los beneficiospara las empresas. En resumen, las farmacéuticas tienen sólo una décadapara recuperar lo invertido.

La batalla de las farmacéuticas no parece ser tanto contra las enfermedadessino contra el tiempo. Otro médico, uno que ha descubierto una nueva vacunacontra la tuberculosis, se quejaba en una entrevista al diario EL PAÍS: «Unabuena parte de los ensayos clínicos no tiene por objeto probar mejorasterapéuticas, sino introducir un producto y fidelizar a los médicos». Estecientífico, llamado Pere-Joan Cardona, recordaba que la tuberculosis sigueafectando a un tercio de la población mundial, «pero por una ley que obliga quelos fármacos utilizados en cualquier ensayo clínico se fabriquen en unlaboratorio, tuve que presentar el proyecto en varios laboratorios privados yninguno se interesó por mi propuesta». La mayoría de investigadores

independientes de esta industria opina lo mismo. Según la ex editora de THENEW ENGLAND JOURNAL OF MEDICINE, Marcia Angell, ocho de cada diez«nuevos» medicamentos son variaciones de los que ya existen. Es decir, lapura lógica del mercado aplicada a la salud: fabricar medicinas para quienpuede pagarlas (y no para quien las necesita). El biólogo alemán Jörg Blechtoma una frase de Aldous Huxley para decirlo así: «La medicina ha avanzadotanto que ya nadie está sano», pues mientras los que tienen buenascondiciones de vida son bombardeados con medicinas lifestyle (reductores depeso, cremas anti-edad, potenciadotes sexuales o estimulantes anímicos), másde treinta mil personas mueren cada día en el mundo por «enfermedades norentables». Parece un desperdicio de esfuerzos, pero no es así: al que tiene

dinero, aunque no esté enfermo, le venden la idea de hay nuevos productos

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 para sentirse mejor. Y el que no lo tiene, por más enfermo que esté, si nopuede pagar las más básicas de las medicinas, no accederá a ellas.

Los pobres, como decía el periodista Günter Wallraff (otro alemán), sirvensobre todo para la primera fase del negocio farmacéutico, la de los ensayosclínicos, pues son perfectos como conejillos de Indias: venden sus cuerpos porpoco dinero, y si les pasa algo, con una póliza de seguro equivalente a unainsignificante fracción de las ganancias del laboratorio es muy probable quesus familias no digan nada. A mediados de los años ochenta, Wallraff se hizopasar por turco en Alemania y se dio cuenta de que entre los pocos trabajos alos que podía acceder un inmigrante ilegal estaba el de voluntario en ensayos

clínicos. Él lo llamaba «hacer una farmacarrera». Así probó un medicamentopara la epilepsia y un barbitúrico que le hizo sangrar las encías. Tambiéndescubrió una especie de psico -bunker donde se hacía experimentos condrogas en ambientes claustrofóbicos, y que en un hospital cardíaco de Munichse hacía pruebas «a corazón abierto». Todo esto lo narra en su libro CABEZA DETURCO, en el que cuenta que decidió abandonar los ensayos cuando leofrecieron tomar un medicamento que podía hacerle crecer senos de mujer.

Pero Wallraff era  –como yo – un impostor: un periodista que se disfraza dealguien que no es para descubrir una realidad que tampoco es la suya. Éste noes el caso de los conejillos de Indias que he conocido: latinoamericanos,europeos del Este y africanos que sí necesitan de este trabajo para mejorarsus vidas. Como un africano que después de probar un medicamento para laesquizofrenia en la clínica Karolinska de Estocolmo fue de inmediato a pedir elpermiso de residencia en Suecia. Primero se lo negaron, pero él sabía que enese país existe una ley que otorga la residencia legal a todo aquel que realiceun «aporte a la sociedad». Como él había arriesgado su salud por la ciencia,las autoridades suecas no tuvieron más remedio que concedérsela.

* * *

Ahora estoy a punto de acabar la primera prueba del ensayo. Son casi las dosde la tarde y estoy en la sala de reposo del hospital de la Santa Creu i SantPau. Un ensayo clínico, como cualquier experimento, puede resultar un éxito ofallar, y en mi caso todo parece ir bien hasta ahora. De lo contrario no mehabrían dejado solo, o al menos eso creo. A lo mucho tengo un hambre terribley dolor de cabeza, que quizá sea por no comer. O tal vez se deba a los efectosdel Tramadol: tomar un medicamento cuando estás sano  –aunque sea uncalmante del dolor – te enferma. Como me explicaría días después el doctorMagí Ferrer, un farmacólogo miembro de un comité de ética de investigacionesmédicas en España, quienes hacen estas pruebas miden los riesgos en función

de las probabilidades «naturales» que tiene una persona de sufrir un accidenteen su vida diaria. Es decir: si un joven tiene equis riesgo de quedar lesionado,

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 por ejemplo, en un choque de moto, y el ensayo clínico está por encima de eseriesgo equis , no debería hacerse.

 –Se llama riesgo vital  –dirá el doctor Ferrer –. ¿Qué probabilidad tiene un jovensano de que le pase algo en su vida diaria? ¿Una de cada cien mil? Si el riesgodel ensayo es superior a esa probabilidad, no se hace. Pero luego de pensarun rato admitió:

 –Los accidentes suceden por hacer las cosas muy rápido. Y a veces laindustria nos exige terminar un ensayo de fase uno [cuando el medicamentotodavía no está en el mercado] en apenas cuatro semanas. Muy poco tiempo.

¿Por qué se hacen con tanta rapidez? Mejor dicho: ¿Por qué se permite que sehagan así? Esto no lo dice el doctor Ferrer, pero sí los datos de un estudioencargado por la agencia de noticias económicas BLOOMBERG: sólo en EstadosUnidos, tres de cada cuatro ensayos son supervisados por las mismasfarmacéuticas que encargan los ensayos. Es más, se sabe que para laselecciones al Congreso del 2002, los candidatos del Partido Republicanorecibieron de esa industria unos treinta millones dólares para financiar sucampaña. El resultado es que cada año, según NATURE BIOTECHNOLOGY,enferman unos doce millones de estadounidenses debido a los efectossecundarios de ciertas medicinas. De ese total, unos dos mil simplementemueren.

Ahora ya son las dos de la tarde en punto: llevo veintiocho horas sin comer y,aparte de una jaqueca que me mata, estoy de mal humor. He vendido micuerpo, pero con el hambre no se juega. Llamo a la enfermera y protesto.

 –Por la noche comerás bien  –dice.

Me ha traído una bandeja demasiado grande para dos tostadas, dos rodajas de jamón inglés y dos de queso, más un vaso de plástico con agua de grifo. Trato

de levantarme para comer mejor, pero descubro que aún llevo puestos loscables del encefalograma. Devoro toda la comida en menos de un minuto y mequedo sentado en mi sitio, de seguro con cara de fastidio.

 –¿Qué sientes?  –me pregunta ella.

 –Dolor de cabeza, mal humor.

 –Normal  –dice –. Descansa. En veinte minutos te llamaremos para una nuevaextracción de sangre.

Ésta fue la primera prueba. A lo largo de ese mes haría dos más. Idénticas.